El ciudadano ilustre y sus trampas
Por: Patricio Fontana*
Imagen: Fotograma de El ciudadano ilustre
En estas líneas Patricio Fontana reflexiona sobre El ciudadano ilustre, el último filme de Gastón Duprat y Mariano Cohn. Película tramposa que intenta desestabilizar los límites entre realidad y ficción, se ha convertido, a pesar de su aparente oscuridad, en un éxito de taquilla.
“Hacerlo simple es un acto de generosidad artística”
(Daniel Mantovani)
La más reciente película de Gastón Duprat y Mariano Cohn cuenta, en principio, una historia sencilla. A cinco años de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, el escritor argentino Daniel Mantovani acepta inopinadamente la invitación que las autoridades de su pueblo natal, Salas (ubicado a más de 700 km de la ciudad de Buenos Aires), le hacen para que visite el lugar y, entre otras actividades, reciba la medalla de ciudadano ilustre. Hace casi 40 años que Mantovani no pisa Salas; sin embargo, toda su literatura se basa en sus experiencias en ese pueblo: Mantovani no ha podido escribir sobre otra cosa (“La fuente de mis relatos se quedó acá, en el pueblo”, dirá en alguna oportunidad). Desde el momento en que Mantovani toma la decisión en su lujosa y refinada mansión de Barcelona –como en El hombre de al lado, las casas son aquí sumamente importantes en tanto funcionan como una suerte de correlato arquitectónico de quienes las habitan–, y hasta la secuencia final, la película repasa con prolijidad varios de los lugares comunes referidos no solo a la vida en un pequeño pueblo de provincia, sino también al motivo narrativo del regreso del hijo pródigo. El pueblo, como es de esperar, es uno en el que se dan cita el intendente acomodaticio y acaso corrupto (y debidamente peronista), las frustraciones que incuban violencia o resignación, el resentimiento, el mal gusto, el chauvinismo de pequeña aldea y algunos destellos de inocente generosidad (por ejemplo, el cálido mate que unos ancianos le ofrecen a Mantovani cuando ya nadie parece apoyarlo) o de embrionaria inteligencia (por ejemplo, el empleado del hotel que escribe cuentos que, en palabras de Mantovani, son muy buenos porque en ellos no hay “recursos tramposos”). Por su parte, también como es de esperar, el regreso de Mantovani traza con esmero el arco dramático que va de la festiva y acogedora recepción inicial a las instancias finales en que se verá en la necesidad de huir del pueblo a la carrera y entre disparos. Con esos elementos, y hasta la secuencia final, Duprat y Cohn construyen una película lineal –a veces sutil y a veces de trazos gruesos, caricaturescos, como si no se decidieran por el tono que quieren darle– que de todos modos entretiene, que se deja ver sin incomodar nunca (aunque uno intuya, aquí y allá, que hay voluntad de que esto suceda).
Ahora bien: hasta los últimos minutos, el espectador bien podía creer que lo que había visto, que aquello de lo que había sido testigo, era lo que a Mantovani le había sucedido en realidad desde que decidiera ir a visitar por cuatro días su pueblo natal. Pero sobre el final, luego del disparo resentido (se me permitirá la hipálage) que parece haber terminado con su vida, se nos informa que no solo sobrevivió, sino que, sobre la base de sus experiencias en Salas, escribió una novela –titulada El ciudadano ilustre–, la primera luego de haber recibido el Premio Nobel (y la primera que lo tiene como protagonista). ¿Lo que vimos, entonces, no fue exactamente lo que a Mantovani le ocurrió, sino lo que escribió a partir de ello? Más aún: ¿quizá no hubo disparo; quizá no hubo viaje?
La escena final es una rueda de prensa en la que un periodista le pregunta a Mantovani cuánto tiene su novela de “verdadera creación” y cuánto de “realidad”. La respuesta de Mantovani es: “¿Importa eso, amigo?”; a lo que agrega, haciendo ostentación de sus lecturas de Nietzsche, “No hay hechos, solo sus interpretaciones”. Enseguida, Mantovani exhibe una cicatriz sobre su pecho e interroga al periodista más o menos con estas palabras: “¿Esta cicatriz es el resultado de una operación, de una caída de bicicleta o de un disparo? Tarea para el hogar”. De este modo, con este giro narrativo, con este doblez, la película intenta poner en crisis –desestabilizar– el estatuto de lo que vimos hasta ese momento. Acaso en esta suerte de trompe l’oeil cinematográfico (¿o “recurso tramposo”, para usar los términos de Mantovani?) se jueguen las verdaderas cartas de los directores, el verdadero motivo que los llevó a realizar esta película: interpelar los borrosos límites entre realidad y ficción. Demasiado poco, a estas alturas, para una película de casi dos horas. Por lo demás, ¿importa que sea indecidible si las cosas que vimos ocurrir en el pueblo fueron realmente así o son el resultado de la imaginación del escritor? Y, más precisamente: ¿puede el cine lograr esa desestabilización del mismo modo –con la misma eficacia– que la literatura?
A propósito del filme Pánico en la escena (Stage Fright), Alfred Hitchcock se lamentaba de haber hecho un flashback que era mentira. ¿Por qué se lamentaba? Porque, para Hitchcock, era difícil convencer al espectador de que aquello que se le había mostrado era falso. Algo por el estilo parece aseverar Jacques Rancière cuando, en su libro Las distancias del cine, señala cuál es la “desventaja” de este arte con respecto a la literatura: mientras que las palabras pueden corregir a las palabras, una imagen no puede corregir ni modificar la impresión causada por una imagen previa; así, mientras que la literatura puede restar sumando, en el cine siempre se suma. Esto, para Rancière, se debe al intenso “poder de impresión sensible” de las imágenes: paradójicamente, en ese poder se cifraría una debilidad, una imposibilidad del cine respecto de la literatura. Este es el problema con el final de El ciudadano ilustre: esa pátina de irrealidad que se le pretende dar a aquello que se narró hasta los minutos finales resulta ser solo eso: una pátina, un barniz. Palabras contra imágenes, la interpelación de Mantovani en la secuencia final no logra persuadirnos de que aquello que vimos quizá no haya sido lo que exactamente sucedió; es decir, la sorpresa narrativa final no logra quitarle verdad a aquello que se nos narró hasta ese momento. Como bien escribió Silvina Rival en una reseña de todos modos elogiosa, “la ficción (dentro de la ficción) no logra ganarle a la realidad que se representa en El ciudadano ilustre”. La película es, en este sentido, menos una película que la diligente ilustración de algunas ideas superficiales sobre el vínculo complejo entre realidad y ficción. En una película que trabaja con el cruce entre cine y literatura, faltó una reflexión sobre la diferencia entre estas artes.
Al momento de escribir estas líneas, con más de medio millón de entradas vendidas, El ciudadano ilustre se ha transformado en un éxito de taquilla. Creo que este éxito radica, antes que nada, en que la película –suerte de crowd pleaser a su pesar– complace simultáneamente el gusto de varias audiencias. Los más cultos se reirán de los discursos formateados de Mantovani, de su demagogia inocua, de su cultura de manual, de sus inofensivas declaraciones y actitudes pour épater les bourgeois; otros, de la brutalidad pueblerina (misógina y paternalista pero acaso tierna y hasta comprensible) del ex Midachi Dady Brieva; finalmente, los más formalistas celebrarán los malabares postreros entre ficción y realidad. Calculadamente, la película tiene de todo y para todos: esto y aquello. A pesar de su aparente –insisto: aparente– oscuridad, El ciudadano ilustre no deja de ser uno de esos filmes que suelen denominarse feel-good movies.
*Patricio Fontana es doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, docente de Literatura Argentina del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET. Estudió cine en el ENERC. Ha publicado artículos en revistas académicas y volúmenes colectivos sobre cine y literatura argentinos. Con Claudia Roman realizó la traducción, el estudio preliminar y las notas de Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las Pampas y entre los Andes, de Francis Bond Head (Santiago Arcos, 2007). Es autor de El cine no fue siempre así (en colaboración; Iamiqué, 2006) y de Arlt va al cine (Libraria, 2009).