Las elecciones del fin del mundo
Por: Gabriel Tolosa Chacón
Fotografía: Mídia Ninja.
El sociólogo Gabriel Tolosa Chacón analiza la actual coyuntura de Brasil a la luz de sus avatares políticos desde el retorno de la democracia hasta hoy. Tolosa da cuenta del drama en el que se encuentra el país y las posibles consecuencias de un triunfo de Bolsonaro para toda la región, atendiendo a las particularidades del sistema político y la dinámica peculiar del Estado brasileño. Notas sobre el Brasil que quiso acabar con la corrupción y terminó (casi) acabando con la democracia (liberal).
La reciente primera vuelta presidencial en Brasil expuso una crítica situación política, ignorada hasta entonces por muchos de los sectores democráticos del continente. Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL), representante de un conglomerado de iglesias evangelistas, exmilitares, fabricantes de armas, sectores del capitalismo financiero y terratenientes, estuvo a cuatro puntos porcentuales de alzarse con la victoria definitiva. Con ello, dio un golpe certero a las intenciones electorales de Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores (PT) y reemplazo de Lula, impedido jurídicamente de participar y favorito absoluto en las encuestas de intención de voto.
Los últimos cinco años de Brasil han sido más que críticos. En 2013, un año antes del Mundial de Fútbol realizado en el país, miles de personas expresaron su malestar frente a los costos de los estadios y otras obras deportivas. Se realizaron protestas en muchas ciudades del país, sobre todo en las sedes de la copa. Reclamos por inversión en educación, salud y transporte público retumbaban en las calles. Dilma Rousseff, presidenta de la época y también integrante del PT, optó por no reprimir, aunque tampoco acogió las demandas de los manifestantes. Este laissez faire, laissez passer gubernamental fue aprovechado por la oposición de derechas, que convirtió las protestas en un acto plebiscitario contra el gobierno. Los titubeos frente a una demanda de democratización –que tal vez hubiese consolidado el predominio del proyecto petista– generaron un malestar mayor, capitalizado por el conglomerado que apuntala la candidatura de Bolsonaro.
En octubre de 2014 se realizaron elecciones legislativas y presidenciales. Rousseff concurrió esperando la revalidación de su presidencia. Su rival fue Aécio Neves, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, nombre engañoso, porque lo socialdemócrata es apenas un sustantivo). Fue una elección agresiva, plagada de ataques a la gestión presidencial, cuasiparalizada por el estancamiento económico. La victoria de Rousseff fue pírrica pues, aunque ganó la presidencia en un voto-finish, los sectores de derecha obtuvieron las mayorías en el congreso. Esa misma mayoría hoy constituye uno de los músculos de la campaña de Bolsonaro.
La segunda presidencia de la integrante del PT se caracterizó por la inmovilidad, consecuencia de la supremacía legislativa de la oposición, la profundización de la crisis económica y el distanciamiento con la base social que la eligió. Los movimientos sociales apoyaron al gobierno y fueron decisivos en la definición de las elecciones. Empero, Rousseff implementó un cuerpo de reformas que afectaban a las clases populares y favorecían a los grandes monopolios agroindustriales y financieros. Sus agentes exigían una mayor liberalización de la economía, que chocaba tanto con la propia estructura del Estado, como con la resistencia de una porción del gobierno y del grueso de la población. En 2016, con la situación política en punto muerto, el congreso –aupado por los poderes económicos– inició un proceso de destitución de la presidenta, acusada de maquillar el presupuesto federal. En agosto de 2016, Rousseff fue destituida y el vicepresidente Michel Temer asumió la dirección de gobierno. Temer es integrante del Movimento Democrático Brasileiro (MDB), un partido creado como oposición a la dictadura y que cobijó disidentes de diferentes ideologías y del que hablaremos más adelante.
En esencia, se trató de un golpe parlamentario, fundado en acusaciones que hoy siguen sin ser probadas y en un insólito disgusto del legislativo contra una práctica común a todos los gobiernos pos-dictadura. Los descargos hechos por los congresistas durante el proceso de destitución fueron una vasta galería del esperpento político más que un ejercicio de soberanía legislativa. Votaron contra la presidenta por la paz en Jerusalén, por una autopista en el norte del país y porque los niños no sean incitados a cambiar de sexo en las escuelas. Como colofón, Bolsonaro votó celebrando a Brilhante Ustra, el militar que torturó a Rousseff cuando estuvo presa.
Conviene ahora hacer una digresión sobre dos particularidades del modelo político brasileño. La primera es la dinámica legislativa, basada en acuerdos inestables entre decenas de partidos. El modelo político creado por la constitución de 1988 permitió la proliferación de siglas partidistas, a sugerencia de los militares en el poder. El PSDB y el PT se fundamentaron en acuerdos ideológicos, tensionando el espectro político a derecha e izquierda. El resto de partidos –a la fecha casi treinta– constituyó el denominado centrão (“centrote”). Básicamente, son partidos atrápalo-todo: clanes familiares, camarillas regionales, organizaciones religiosas, entre otros. El MDB del presidente Temer fue el más importante de esos partidos, al menos hasta las actuales elecciones, pues durante la dictadura fue el único partido de oposición reconocido y sirvió de cabeza de batalla por la democratización. El centrão se convirtió en la garantía de gobierno, pues en cada presidencia se curvaba a derecha o izquierda, según el signo del partido en el poder. Recordemos que, desde la democratización, todas las elecciones presidenciales han sido ganadas por el PSDB y el PT. El MDB ha participado directamente en todas las coaliciones de gobierno, ocupando ministerios, vicepresidencias y también la presidencia, como es el caso actual del (des)gobierno Temer.
La segunda particularidad es que el Estado mantiene el control sobre sectores sustanciales de la economía, como buena parte de las operaciones bancarias, la explotación petrolera y sus derivados, los servicios de salud, la educación de alto nivel y la producción científica. Esto hace que, en sus diferentes versiones (federal, estadual y municipal), sea un empleador ciclópeo, con garantías laborales y sindicales que otros sectores no ofrecen. Ambas condiciones llevan a que el Estado brasileño sea una máquina enorme de auto-reproducción económica.
Volviendo al tristísimo presente brasileño, el gobierno de Temer –amparado por un centrão derechizado– implementó un paquete de reformas ultraliberales. La felicidad de los grandes poderes fue notoria, puesto que podrán cebarse hasta el hartazgo con esa presa regordeta que es el estado brasileño. Se privatizó la explotación de petróleo en áreas oceánicas y se congeló el gasto público hasta 2038 –golpeando directamente a la educación y la salud–. El postre de este banquete es una reforma laboral y jubilatoria que recorta derechos a diestra y siniestra, pero sobre todo a siniestra.
No obstante, la lucha de amplios fragmentos de la población y de la pequeña y aguerrida oposición legislativa (compuesta por el PT, el Partido Comunista, el Partido Democrático Trabalhista, el Partido Socialismo e Liberdade, y unas facciones itinerantes del centrão) llevaron a una interrupción del festín privatizador. Las encuestas mostraron que más del 70% de las personas estaba contra las privatizaciones. Esas encuestas también mostraron que el 97% de la población rechaza la gestión Temer.
Paralelamente, el juez Sergio Moro, un representante del bajo clero judicial del sur del país, emprendió la operación Lava-Jato (“lavado a chorro”). El objetivo aparente de esta investigación fue limpiar la política brasileña de la corrupción enquistada en las altas esferas, a causa de la dinámica de toma-y-daca con la que se agenciaban los pactos entre el centrão, los empresarios y el gobierno de turno. Así, grandes figuras políticas y económicas fueron detenidas. En la cárcel, varias de ellas optaron por la delación, ampliando raudamente el número de políticos y empresarios investigados.
Temer, Aécio Neves, varios congresistas y el mismo Lula fueron acusados. La corrupción se convirtió en la causa final y última de todos los males de Brasil. Los grandes conglomerados mediáticos –gracias a su camaradería con investigadores del Lava-Jato– divulgaron audios y otras piezas del acervo probatorio, a pesar de que muchas eran apenas sospechas. Esa alianza jurídico-mediática puso en entredicho la independencia de la justicia que formalmente tendría que garantizar el debido proceso a los acusados. El tribunal, ahora mediático, abrió la sesión en horario prime-time.
Sergio Moro se convirtió en el paladín de la justicia, bajo la égida de modelo del cidadão de bem. Elegante, formado, hombre de familia, pulcro y religioso. Además, nativo del sur de Brasil, blanco y descendiente de europeos, aquellos pobres del viejo continente que llegaron sin nada y que gracias a su “esfuerzo personal” consiguieron llegar a posiciones de poder y reconocimiento social, en especial en el sector público. La sociodicea de la clase media brasileña encarnada en un prócer contemporáneo. Pero ese prócer necesitaba un monstruoso enemigo a vencer para la (re)fundación de la república. El enemigo elegido fue Lula.
Lula es todo lo opuesto al juez Moro. Acusado de analfabeto, casado con una mujer que tenía hijos de un matrimonio previo, gago, gordo. Nordestino que migró a São Paulo con su madre y sus hermanos para huir de la pobreza ancestral del sertão. Sindicalista precoz, luchó por la caída de la dictadura y la sucedánea democratización social, bajo la forma de (una tímida y negociada) redistribución de la riqueza. Cuando llegó a la presidencia, en 2002, las burlas de sus opositores remarcaban su origen regional y su condición de no universitario. Para una porción de las clases medias y altas fue una afrenta que esa figura caricaturesca encabezara la gran república nacida de un imperio. Un engaño que se hizo presidente manipulando diferentes posiciones sindicales, no llegando a ellas por mérito. Las antípodas de un cidadão de bem.
Previsiblemente, las delaciones hechas por políticos y empresarios imputaron a Lula la creación y manutención de todos los esquemas de corrupción. Las pruebas, casi siempre poco probatorias, comenzaron a ser noticia en el prime-time de O Globo, el oligopolio mediático nacional. En instantes, Lula dejó de ser el más querido de los presidentes, a pesar de la repulsión de los sectores altos, a ser el capo de tutti il capi, el cerebro sagaz y sin diploma de la cuadrilla que sumió a Brasil en la inestabilidad de la actualidad.
El casi analfabeto fundió a todo un país. Él sólo, sin la participación de los empresarios que se beneficiaron, ni la concurrencia de otros políticos sobre los cuales existían un conjunto de pruebas. No hubo participación de Temer, a quien un empresario de la carne grabó mientras hablaban de un millonario pago por licitaciones públicas. Ni tampoco de Neves, quien fue acusado por el mismo empresario de recibir sobornos. Muy alegres, Moro, Neves y Temer posaron juntos para la foto en un cóctel empresarial. El prócer justiciero no se incomodó con la inmoralidad de sus contertulios.
Mientras, Jair Bolsonaro, un ex capitán del ejército, ejercía su séptimo mandato como diputado y comenzaba a ser uno de los mayores defensores del juez Moro. Autodenominado outsider de la política (¡sic!) y evangélico recién convertido, Bolsonaro defendió con dientes y uñas la profundización de la purga política, especialmente contra los integrantes del PT. Para él, este partido era la prueba de que la izquierda era corrupción económica y política, pero fundamentalmente corrupción moral. Liada a la corrupción, el PT sembró la lucha de clases en un Brasil de hombres cordiales, que antaño privilegiaban el trabajo y rehuían la disputa. El mismo país que había “superado” su pasado esclavista gracias a la unidad en Cristo y a la democracia racial donde cabían todos, por obra del PT se convirtió en un campo de batalla entre pobres y ricos, negros y blancos, mujeres y hombres. Brasil estaba a punto de degenerarse en una Venezuela a gran escala. Los subsidios para los pobres, las leyes de acción afirmativa para los negros, las tierras para campesinos sem terra, la ideología de género y sus kit-gays crearon un clima de ruptura social que era necesario sanar, mediante la unificación jerárquica de la sociedad bajo los valores cristianos. Como reza el eslogan de su campaña: Brasil acima de tudo, deus acima de todos (“Brasil arriba de todo, dios arriba de todos”).
Usando esa visión refundadora en un discurso sin ningún tipo de corrección política, Bolsonaro pasó de ser un agresivo y marginal diputado a convertirse en el virtual presidente, obstinado en el reordenamiento telúrico del Brasil y con el aura del continuador de la mítica obra de Moro y los generales de 1964 (año de inicio de la dictadura). Nacionalista inveterado, es un abanderado de la entrega de recursos naturales a la explotación extranjera. Defensor a ultranza del trabajador, él y su partido escoltaron todas las reformas propuestas por Temer, incluidas la reforma laboral y la de jubilaciones. Crítico incondicional de quienes usan el Estado para su beneficio particular, sus hijos son congresistas y otros familiares trabajan como asesores legislativos. Promotor de la pacificación, anuncia la liberación del porte de armas para que el ciudadano de bien pueda lidiar con los criminales. Protector de la vida, se lamenta porque la dictadura no mató a 30 mil subversivos más (en clara sintonía con la brutalidad de la dictadura argentina). Defensor de la verdad cristiana, su campaña ha sido un banquete de fake-news contra el PT, el feminismo, Haddad, Lula, O Globo y la ONU, servidos en la flamante agencia de noticias que es el WhatsApp y con la apetencia de la Rede Record (competencia mediática de O Globo y propiedad de la Iglesia Universal del Reino de Dios). Su versión particular de la coherencia es un reto para las mentes letradas que mistifican la acción política como un juego de racionalidades con arreglo a fines económicos, ya sea en la versión liberal o en la de la vulgata marxista.
La campaña de Bolsonaro se mantiene fiel en su juego contradictorio, que combina los gritos de odio en los actos públicos y el apelo a la proximidad entre personas a través del mensaje íntimo. Aprovecha los grupos familiares de Zap-Zap (WhatsApp), el culto religioso, el gimnasio, las fiestas de amigos y los grupos de Facebook. Con la asesoría de los publicistas de Trump explota la relación sentimental que cimienta el intercambio vía WhatsApp, convertido en una especie de samizdat posmoderno contra el monopolio informacional del “comunismo del PT, la Red Globo y la ONU”. Y ese puchero de antipetismo, crisis económica, desprestigio institucional, esclavismo atávico, paparruchadas y teología de los negocios ha alimentado la violencia de extremistas simpatizantes de Bolsonaro contra aquella bestia negra que incorpora todos los males del Brasil: izquierdista-mujer-negro-LGBTI-inmigrante-nordestino-gordo. En las calles brasileñas opera un ejército de hombres blancos, de clase media y uniformados con camisetas que exhiben el rostro del excapitán, dispuesto a reformar a golpes todas aquellas formas de vida fuera del padrón del Brasil por encima de todos. A una semana de la primera vuelta presidencial han sido denunciados más de setenta casos de ataques a homosexuales, mujeres y petistas. Asesinatos, cuchillazos, palizas en el país de los hombres cordiales.
En un juego cada vez más en contra, los sectores democráticos intentan revertir la revolución conservadora que se está cocinando desde 2013, cuya coronación sería ganar las elecciones presidenciales. El sistema político brasileño se haría papilla si Bolsonaro es elegido presidente. Ya no sirven las invocaciones al Lula presidente de todos los brasileños, que con su carisma aglutinaría a todo el campo popular. Tampoco sirven los recursos jurídicos ante un Tribunal Supremo de Justicia, cuyo comportamiento parcializado contra el PT exasperó el antipetismo que da de comer al bolsonarismo desde la previa al golpe parlamentario. La red Globo trata de ampliar los ataques a Bolsonaro –y a la Rede Record– sin comprometerse en demasía (aunque estén en juego los millones de reales de propaganda estatal que por décadas fueron su tesoro y que en un eventual gobierno del ex militar enriquecerían a su competencia). Instagram y Twitter explotan en chistes, eventos, insultos y memes a favor de la campaña de Haddad, en un código cult que alguien sin la ironía de los 280 caracteres apenas si consigue leer.
Muchas y muchos corremos por este Brasil “terra boa e gostosa”, entre el espanto y la sorpresa, el ruido y la furia, la esperanza y el deseo de lograr un tercer tiempo con la victoria de Haddad que nos dé aire y un poco de sossego, antes de volver a la lucha contra el ejército protofascista que probó la sangre y quiere más muerte. La imagen de un Brasil comandado por un militar ultrarreligioso, antifeminista, racista y con saudade de la dictadura es atrozmente espantosa. La pluralidad de modos de vida está amenazada por un unanimismo violento y esa amenaza puede derramarse por toda América amplificando la barbarie reiterada. Ojalá que por detrás del furibundo grito de orden consigamos escuchar el murmullo de las distintas formas de vida floreciendo por doquier.