Sin dios ni ley: Nefer, la personaje de Sara Gallardo.
Por: Alejandra Laera
Imagen: retrato fotográfico de Sara Gallardo.
En este breve ensayo, Alejandra Laera reflexiona sobre la primera novela de la escritora argentina Sara Gallardo, Enero (1958). En su lectura, el cuerpo de Nefer, su joven protagonista, es un cuerpo deseante, que gesta un hijo que no quiere tener, revelándole una corporalidad que siente ajena. En la novela, el aborto es, como todo lo clandestino, aquello prohibido por las leyes y por la moral cristiana (incluso, lo que no se puede nombrar plenamente, sino que se susurra, en secreto), aunque no por las costumbres. Allí se juega el dilema de la novela: ni dios ni la ley están a favor de la adolescente, cuya subjetividad se construye a partir de su deseo (sexual y corporal) y su rechazo a una maternidad impuesta, que la protagonista percibe como un castigo.
“Tal vez si me subo a caballo y galopo mucho, tal vez si trabajo muy bruto, tal vez si me duermo muy profundamente podré despertarme sin nada… Yo pensé que si iba a casa de, de alguna persona me podría… a casa de… Tal vez si Dios me ayuda… ¿Dios? ¿Y si rezo? ¿Y si rezo un avemaría y tres credos y sucede un milagro?” (Sara Gallardo, Enero). La que así piensa es Nefer, de dieciséis años, hija menor de unxs puesterxs rurales en una estancia de la provincia de Buenos Aires, que fue seducida y violada por un trabajador del pueblo en la fiesta de casamiento de su hermana. Estamos a fines de la década de 1950, es verano, en el campo hace un calor infernal y Nefer no sabe qué ni cómo hacer para volver a quedarse “sin nada”, sin ese hijo no deseado que va a nacer en el invierno. Entre la naturaleza y dios, entre el accidente y el milagro, entre la pesadilla y la desgracia, la cita anuda todo el hilo del relato, aquello mismo que no se puede nombrar: la posibilidad del aborto. Porque así como el hecho, imaginado, buscado, no llega a ocurrir nunca, la palabra tampoco aparece en el discurso de Nefer, en la voz de la narradora, en los dichos de los demás personajes. Igual al aborto mismo, la palabra que lo nombra solo se adivina en sus alusiones, en sus elipsis, en los puntos suspensivos. El aborto, en la novela, es la pura clandestinidad. Como si referir el aborto por su nombre fuera un modo de afirmarlo, de sacarlo de la clandestinidad, la palabra estuvo prohibida por las normas, censurada por decoro, dicha a medias o apenas susurrada; esa misma palabra que ahora no solo decimos en voz alta sino que escribimos una y otra vez. Nefer está ubicada en el umbral que separa el no decir del decir, y el reconocimiento de una solución posible para su “desgracia”, como la llama, de los impedimentos para su realización. Ella no puede decidir.
Nefer es la protagonista de Enero, la primera novela de Sara Gallardo, publicada en 1958 por la editorial Sudamericana y leída como el discreto ingreso de una joven mujer de la elite a la literatura: una historia breve escrita en tono menor, equívocamente entendida, en el tironeo del realismo político de los 50 y de la experimentación vanguardista de los 60, como un relato ruralista más o menos convencional que solo en un primer momento acaparó cierta atención. Habría que esperar muchos años, entre otras cosas el declive del formalismo, la renovación de los realismos, el interés en subjetividades diferentes y sobre todo los feminismos, para que fuera esporádicamente reivindicada hasta la imprescindible relectura contemporánea. En los últimos años, Enero fue reeditada varias veces, siguiendo el envión de la relectura de la propia Sara Gallardo, quien tras el ojo atento de escritores tan distintos como Ricardo Piglia, Leopoldo Brizuela y Pedro Mairal fue redescubierta por la crítica literaria, en particular por Lucía de Leone, que dio a conocer y estudió sus imperdibles notas para la prensa periódica. Lo que quiero decir es que eran necesarios algunos cambios y ciertas circunstancias para poder considerar a Enero en todas sus dimensiones. Los mismos que hicieron posible su visibilización total cuando la escritora Claudia Piñeiro la mencionó en el discurso de apertura que dio para la 28va. Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires en abril de 2018 y en el marco más amplio de la discusión por la legalización del aborto en la Argentina, en vísperas de la votación del proyecto en la Cámara de Diputados, donde fue ajustadamente aprobada con media sanción, y mientras espera la inminente votación en el Senado, donde la posición a favor de la ley se ve amenazada por las mismas falacias y por la misma hipocresía que rodean a la protagonista de la novela.
Pero todavía hay algo más. En Enero, el embarazo de la chica es resultado de una violación, o mejor dicho de una violación que es mostrada como una seducción seguida de abuso sexual. Que el abuso del hombre a la mujer no aparezca en la novela condenado con claridad redunda en más de un sentido. En primer lugar, permite correr el foco de la escena de la violación, recordada vagamente por Nefer, para ponerlo en su condición de “preñada”, que es tal como ella misma se percibe. En segundo lugar, y en consecuencia, ese corrimiento pone en evidencia la naturalización de la violencia machista que, con diversos grados y bajo diversas manifestaciones, preponderó en toda la sociedad hasta su fuerte puesta en crisis en los últimos años. Que esto sea posible, a la vez, se debe al hecho de que la violación sea revivida por Nefer, en ese potente discurso indirecto libre usado en la narración, con atenuantes: la fiesta, el alcohol, el mareo, la seducción, la ignorancia, el deseo… El deseo: pero no solo el deseo del hombre sino el de la mujer. En un tour de force excepcional, la novela hace aflorar el deseo de Nefer, solo que no se trata de su deseo por Nicolás, que es quien abusa de ella, sino por el Negro, de quien estaba enamorada inútilmente y a quien había esperado conquistar en la fiesta. Si hay un culpable, para Nefer, es el Negro, por ser quien suscita su deseo, su confusión y su entrega. Nefer no puede distinguir entre un acto de deseo y un acto de abuso, de allí la sustitución. Quiero decir: al no culpar a Nicolás por el abuso y culpar al Negro, por sustitución, se culpabiliza a sí misma por su deseo.
Contra lo que podría pensarse, una vez más, la atenuación de la violencia del hombre (algo que de otro modo y en otra clave está presente también en la violación final de La casa del ángel de Beatriz Guido, escrita apenas un par de años antes) termina enfatizando lo que más importa en la novela: esta adolescente deseante que espera un hijo no deseado al que no quiere tener. Porque la subjetividad de Nefer está compuesta, precisamente, de esos deseos y de esos rechazos, tanto como de su incapacidad para sentirse una víctima del abusador. Si el embarazo es, para Nefer, un castigo, una desgracia, una maldición, su cuerpo es siempre aquello que parece no pertenecerle, es aquello con lo que no sabe qué hacer: desde la imposibilidad de decidir en la escena sexual con el hombre, hasta la imposibilidad de detener u ocultar el crecimiento de su vientre que se agranda día a día hasta transformarse por completo, pasando por la imposibilidad de interrumpir el embarazo. Y aunque son varias las situaciones que imagina para que eso suceda (el accidente, la intervención, el milagro), sabe que la única chance es ir a hacerse un aborto. Desde la perspectiva inocente de Nefer, tanto la naturaleza, al permitir que quede embarazada, como dios, al castigarla, han hecho lo suyo. Por lo tanto: Nefer está, en principio, decidida a interrumpir su embarazo.
Pero: ¿quién hace los abortos en el campo a mediados del siglo XX sino las curanderas, acusadas de brujas y de herejes, aisladas por la comunidad, censuradas por la ciencia médica, malditas por la iglesia? Nefer llega al rancho de la curandera, entra, saluda, y no se anima a hablar. Tiene miedo. Miedo al lugar, a la mujer, a la muerte, a la condena. En la novela, el riesgo de vida ante su clandestinidad tanto como la penalización del aborto son amenazas reiteradas y concretas. En ese estado de intemperie, en ese estado de precariedad, el único refugio resulta la vuelta a casa. Pero ese regreso solo puede ser nostálgico (el mundo de la infancia que acaba de quedar en el pasado) o figurado (la vaga sensación que siente al subirse a su caballo). Nefer no está en condiciones de darse cuenta (¡una personaje como Nefer no puede darse cuenta!) de que su casa ya ha dejado de ser su hogar. Nefer no es la protagonista, por ejemplo, de La vida tranquila, la novela de 1944 de Marguerite Duras, que lleva al extremo la ruptura de los lazos familiares, abandona toda doble moral y deja la casa para retornar solo cuando ella ya sea otra y consiga asumir plenamente la primera persona. Nefer, en cambio, apenas consigue gritar su secreto para seguir el mandato familiar, social e institucional.
Frente al oscurantismo de la curandera, aparecen el médico y el cura con el doble control de un cuerpo que ya no es más sujeto de deseo. Ni la medicina ni la iglesia protegen a las chicas como Nefer. El médico las ausculta, las palpa, las toca: confirma embarazos, los determina, se pone del lado de la ley. El cura las interroga, las confiesa, las comulga: confirma pecados, determina culpas y castigos, y si no se pone del lado de la ley es porque la ley que penaliza estuvo siempre de su lado. Dos saberes sobre el cuerpo, el del que sabe y el del que busca saber, que son su puro sometimiento. Por eso, a las chicas como Nefer, que ceden sus últimos restos de libertad y voluntad, solo les quedan algunas tretas, como mentir o no tomar la hostia o disimular.
Mediados del siglo XX en la campaña argentina: no hay aliados posibles para la mujer joven y soltera, y menos si queda embarazada. Los protocolos de la medicina se limitan al diagnóstico y el cuidado del embarazo, no ayudan a interrumpirlo. Y la iglesia se revela en todo su convencionalismo y represión, avalando la doble moral. Porque el aborto, como todo lo clandestino, es aquello prohibido por las leyes y la moral cristiana pero no por las costumbres, y ahí se juega todo el dilema. Ni dios ni la ley están a favor de Nefer. Esta es la conversación entre Nefer y su madre sobre el asunto:
– Mamá, vos hoy dijiste que… que mañana me ibas a… a sacar todo…
– ¿Yo…? Lo dije de rabia, pero no se puede hacer, la policía te lleva.
– ¿La policía? ¿Y a la señora Lola, cómo no la llevaron; y a la Paula…?
– Bueno. No se puede hacer. Andá.
– Pero vos dijiste…
– “Vos dijiste, vos dijiste”, y vos, ¿qué dijiste? ¿Te acordás lo que dijiste? ¿Sí o no? “Conmigo no se mete nadie”, eso dijiste, ¿no? Bueno, ahora arreglate. El que se anda divirtiendo, que la pague.
– No. No. Yo no me voy a arreglar sola, voy a ir a lo de la vieja Borges si vos no me ayudás, voy a ir a lo de la Paula, o si no, me voy a matar, para que estés contenta. Vos querés que me muera, ¿no? Eso. ¡Me voy a matar, y te van a llevar presa igual! Vas a ver… vas a ver…
– ¡No seas estúpida! ¡Callate!, ¿querés? ¿O te creés que somos idiotas? Ya vas a ver cómo se arregla todo… pero ¡callate! (pp. 66-67)
Y en efecto, todo se arregla. Porque desde las convenciones sociales y la moral cristiana, la novela tiene un final feliz: el hombre que violó a Nefer acepta casarse con ella y reconocer a su hijx. ¿No se trata, en definitiva, de un hombre bueno y trabajador? ¿No se trata de un hombre honesto que, a pedido de la patrona de la estancia, acepta reparar sus excesos y tomar a la chica por esposa para formar una familia? Todo de una vez: abuso sexual, deseo sexual, dudas, miedos, confesión religiosa, intentos de aborto quedan convertidos en un mismo desliz que puede ser corregido cuando se lo domestica. El abuso no solo se naturaliza sino que se lo legitima entregando a la víctima, alienada ya de toda libertad sobre su cuerpo, como esposa. Y ahí sí aparece la ley y vuelve a aparecer dios: se legaliza la unión por civil y por iglesia, se tiene el hijo, se forma la familia. Hacia ese camino vemos partir a Nefer, que termina dejando su casa para acompañar a su marido, en la última escena de la novela.
Subjetividad tan incipiente como frustrada, la de Nefer. La pregunta de la cita que elegí para abrir este ensayo tenía una respuesta anunciada que la personaje solo conoce al final: “¿Y si rezo un avemaría y tres credos y sucede un milagro?” No hubo milagro. Porque los milagros no existen. En lugar del milagro, en otros tiempos y en otras circunstancias, la posibilidad de la autodeterminación, para que las chicas como Nefer tengan libertad sobre su cuerpo. Con o sin dios, pero que sea ley.