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ARTE INDÍGENA EN LA Iª BIENAL DE LAS AMAZONIAS: ALGUNAS NOTAS

Por: Marlene Binder Meli[1] (PPGARTES – UFPA) y Afonso Medeiros[2]  (PPGARTES-UFPA/CNPq)

¿Qué es el arte indígena? ¿Es posible preservar la esencia de la creación cuando la obra habita un espacio extranjero a su origen? Lxs autorxs reflexionan acerca del arte indígena, su irrupción en las muestras contempóraneas, la mirada actual sobre las obras provenientes de artistas indígenas y el camino que aún queda por recorrer.


El artículo presenta algunas notas sobre la evolución de la percepción del arte indígena en el sistema de las artes brasileño, desde su conceptualización hasta su inclusión en bienales. Analiza algunas obras de la I Bienal de las Amazonias realizadas por artistas indígenas, como Hamaca atada guaraya prehispánica, de Genoveva Orirepia, y Maery, de Moara Tupinambá, a partir de los conceptos de artificación y agencia cultural. El texto reflexiona sobre la complejidad de la representación indígena en las instituciones artísticas en el contexto del giro decolonial de los últimos años, el reconocimiento del arte indígena contemporáneo y su papel en la resistencia cultural.


La recepción de la producción estética de las culturas indígenas en el sistema del arte y la historia que lo acompaña es, según Dagen (2019) una «invención moderna», sin mayor discusión epistémica y bajo la «autoridad» del circuito euro-estadounidense del arte. Teniendo en cuenta la incuestionable contribución del arte indígena contemporáneo a las bienales de todo el mundo, cabe preguntarse si esta inclusión apunta a una ampliación del concepto de arte occidental, instalado por Europa a partir del siglo XVI y se entiende como un sistema de «objetos únicos e irrepetibles que expresan el genio individual y la capacidad de exhibir una forma estética desconectada de otras formas culturales y depurada de utilidades y funciones» (Escobar, 2014, p.40), o si, por el contrario, se trata de un proceso más de aculturación inherente a todo proceso de colonialidad.

Abordaremos esta cuestión analizando la presencia del arte indígena en la I Bienal de las Amazonias, pero antes pongamos en perspectiva un concepto clave: ¿a qué se denomina «arte indígena» en el sistema del arte? En el caso brasileño, históricamente fue llamado arte pre-cabralino o primitivo – mencionando principalmente el arte Marajoara – como observamos en libro de Francisco Acquarone História da arte no Brasil (1939). Cuarenta años más tarde (1979), en un capítulo de apenas diez páginas, ya es denominado como arte indígena – refiriéndose a la cerámica y la pintura corporal Marajoara y Tapajónica – por Ottaviano De Fiore, quien afirma: “Estas artes no se fusionaron significativamente con las artes europeas y africanas que formaron nuestra tradición artística” (De Fiore, 1979, p. 17), en ambas visiones, con innegables tintes regionalistas. Si comparamos estos dos modos de recepción del arte indígena a lo largo de cuarenta años, comprobamos que ha pasado de ser visto como parte constitutiva del devenir de la brasileñidad (en Acquarone) a una casi negación de su importancia en la tradición artística brasileña (en De Fiore), a pesar de los esfuerzos de artistas modernistas como Theodoro Braga, Manoel Pastana e Íris Pereira – por poner sólo tres ejemplos de Pará.

Una actitud considerablemente diferente puede encontrarse en el libro seminal História Geral da Arte no Brasil (1983), organizado por Walter Zanini. De hecho, sin descuidar su carácter historiográfico, el planeamiento de la obra es en sí mismo un síntoma del caleidoscopio contemporáneo del arte, que reúne confrontaciones y diálogos entre distintas áreas – historia, antropología, sociología, diseño, arte/educación, etc. En este marco se inscriben los dos primeros capítulos sobre el Arte en el periodo precolonial, del historiador Ulpiano Bezerra de Meneses, y sobre el Arte indio, en el que el antropólogo Darcy Ribeiro define y analiza un conjunto diverso de producciones artísticas.

El hecho de que lo que entonces se conocía como arte indio recibiera un capítulo entero escrito por un antropólogo -y no por un historiador- demuestra que la visión antropológica empieza a ser asumida dentro de la historia del arte, y así se vislumbra el lugar que ocupa este arte, que el propio Zanini aclara en el prefacio:

El arte, una de las formas que mejor ha definido el carácter de las civilizaciones, síntesis de expresión y comunicación, se revela en Brasil a través de múltiples aspectos, aquellos que pertenecen profundamente al marco de la cultura occidental hasta aquellos en los que se manifiesta el espíritu indígena o en los que se produce el sincretismo afrobrasileño, y es esta complejidad la que el estudio pretende abarcar en sus líneas más generales (Zanini, 1983, p. 14).

En sólo cuatro años, las artes indígenas, de escasa importancia en la formación de «nuestra tradición artística» (en De Fiore), han asumido un lugar destacado en el carácter de la civilización brasileña, junto con la europea y la africana (en Zanini et al). ¿Qué ha cambiado? O, si consideramos también la inclusión histórica de Acquarone, ¿por qué la aceptación del arte indígena ha fluctuado en el canon histórico-artístico brasileño?

Según Sally Price, la disciplina de la Historia del Arte se ha constituido sobre una temporalidad preeminentemente cronológica, mientras que “hasta hace muy poco, la antropología ha sido casi militantemente ahistórica, con esas mismas culturas ‘atemporales’ como protagonistas” (Price, 1996, p. 210). De este modo, la temporalidad del discurso historiográfico y la atemporalidad del discurso antropológico se sitúan en una disputa en la que el estatuto estético-documental del arte tiene como telón de fondo la diferenciación entre culturas «ágrafas» y «letradas».

En Arte índia, Darcy Ribeiro comienza definiendo el arte como “ciertas creaciones modeladas por los indios según patrones prescritos, generalmente se utilizaron para servir a usos prácticos, aunque buscando la perfección” (Ribeiro, 1983, p.49). En esta afirmación, el autor revela una polaridad entre la función del objeto y su belleza formal, destacando una búsqueda de la perfección sin explicar quién es el encargado de establecer los patrones de belleza y juzgar la consecución -o no- de estos patrones. Esta definición también nos lleva a pensar en aquellas expresiones artísticas tradicionales (como el arte plumario y la pintura corporal) que no tienen una función utilitaria aparente.

Es importante destacar que cuando Ribeiro se refiere a la producción de los indígenas, las llama «creaciones» y no «obras de arte» (íbid, p.50). A pesar de eso, el capítulo de Ribeiro continúa diciendo que, entre todas las piezas producidas por los indígenas, pueden ser consideradas arte «aquellas que alcanzan un alto grado de rigor formal y belleza que se destacan de las demás como objetos dotados de valor estético» (Ribeiro, 1983, p.49). Por el contexto, podemos aventurarnos a decir que no es la comunidad indígena la que establece el «valor estético», sino el etnógrafo que desvincula el objeto de su vida en sociedad y lo encierra en una colección o museo. Así, un objeto ordinario y mundano, “cualquier arco de caza ordinario o cualquier humilde colador de mandioca es mucho más bello y perfecto de lo que necesita ser para cumplir la función a la que está destinado” […] y que eso “sólo puede explicarse porque su función efectiva es ser bellas” (íbid., p. 49). Al sugerir que existen por lo menos dos tipos de funciones – una aparente (la función práctica) y otra efectiva (la función estética), Ribeiro parece ignorar el hecho de que al transferir el objeto a una colección o museo opera una re-estetización del objeto que originalmente fue estetizado en la cultura que lo creó, siendo esta última, según Ribeiro, la principal preocupación de los indígenas en todos sus quehaceres (íbid., p.50).

Aparentemente, estas interpretaciones se encuentran basadas en la mera observación y valoración de artefactos que se remontan a la interacción de Ribeiro con los kadiwéu desde finales de la década de 1940 (Ribeiro, 2019). Sin embargo, al afirmar que “un indio pasa más horas satisfaciendo su deseo de belleza haciendo cosas bellas, adornando su cuerpo, cantando o bailando de las que cualquier otro artista profesional nuestro dedica a su oficio, a veces es tan altamente especializado que deja de ser placentero para él”, Ribeiro (ibíd., p. 53) parece reiterar y subrayar el hecho de que estos artefactos son producidos por pueblos que no comparten la noción occidental de arte, inventada por la modernidad europea (Shiner, 2008; Ocampo, 1985). Desde esta perspectiva, la producción indígena es un indicador de que el disfrute creativo del ocio, tan buscado por las sociedades capitalistas modernas, pero sólo posible como distinción de clase, desconoce las divisiones entre arte y vida comunitaria. Además, la antropóloga Els Lagrou, de acuerdo con la visión de Ribeiro sobre la búsqueda de la belleza en las creaciones de los pueblos indígenas, agrega que la importancia dada a esta búsqueda varía entre los pueblos y se basa en concepciones diferentes de las difundidas por la modernidad occidental. En su libro Arte indígena no Brasil: agência, alteridade e relação, la autora define las obras de arte indígena como “objetos que condensan acciones, relaciones, emociones y sentidos, porque es a través de los artefactos cómo las personas actúan, se relacionan, producen y existen en el mundo” (Lagrou, 2009, p. 13). Según la autora, esta unión entre arte y vida es lo que aproxima el arte indígena a las búsquedas del arte conceptual y contemporáneo occidental – como se vislumbrará en el análisis de las obras realizadas por manos indígenas y expuestas en la Iª Bienal de las Amazonias.

Otra cuestión problemática a la hora de definir el arte indígena es el mito existente en la cultura occidental de que el arte de los pueblos nativos debe permanecer inalterado para seguir siendo genuino, o que los cambios que se producen son lentos en comparación con el arte de los no indígenas. Sobre este punto, Ribeiro (1983, p. 50) afirma que “sin embargo, varían muy lentamente y sólo por acumulación de pequeños cambios casi imperceptibles en cada generación, preservando así el perfil estilístico tribal a lo largo del tiempo”. El teórico paraguayo Ticio Escobar se enfrenta a esta concepción del arte indígena, acusándola de develar un paternalismo etnocéntrico, de ser el argumento favorito de los románticos y una apelación a ideologías nacionalistas. En respuesta a afirmaciones como las de Ribeiro, Escobar sostiene que «la creatividad popular es suficientemente capaz de asimilar nuevos desafíos y crear respuestas y soluciones a la medida de su propio ritmo y necesidades históricas» (2014, p.135). Además, el «conservadurismo evidente» del que habla Ribeiro (íbid, p.50) encuentra eco en la crítica de Sally Price a la imagen ahistórica que dan los antropólogos a las artes de los pueblos considerados primitivos: “es la imagen de pueblos artísticamente conservadores hasta el extremo, enterrados en la tradición, atrapados por costumbres ancestrales y que sólo reconocen el tiempo pasado a través de los relatos míticos de la creación” (Price, 1996, p. 210). Así como la autora indica en su texto la existencia de cambios e innovaciones en las artes de las comunidades quilombolas de Surinam, es posible afirmar el cambio como un derecho y una necesidad en las producciones culturales indígenas, con la incorporación de temas, tecnologías y medios expresivos. Es lo que el artista indígena Denilson Baniwa denomina «reantropofagia» como una reivindicación de su ancestralidad, estableciendo una estrategia para forjar un nuevo ser-en-el-mundo creando cuerpos diferentes del ser occidental (Canal Inconsciente Coletivo, 2023). El artista señala hasta qué punto el modernismo brasileño ha amputado las culturas indígenas, por lo que busca reapropiarse del término para transformarlo en una nueva operación que responda a sus propias necesidades, utilizando estrategias como el uso de los lenguajes del arte contemporáneo para crear obras en las que los indígenas se reconozcan y reivindiquen su cultura.

Otro aspecto importante a la hora de reflexionar sobre el arte indígena es la cuestión de la conservación y exhibición de las piezas. Según Els Lagrou, “la mayoría de los pueblos amerindios no conservan las prendas, máscaras y adornos de paja o plumas una vez utilizados en rituales” (2009, p. 65). Ante esta realidad, nos encontramos con un arma de doble filo: ¿cómo exponer en un museo un objeto tradicional indígena que ha sido creado como perecedero? ¿Por qué hacerlo? Sobre este punto, Gell afirma: “considero que el deseo de ver estéticamente el arte de otras culturas nos dice más sobre nuestra propia ideología y su veneración casi religiosa de los objetos de arte como talismanes estéticos, que sobre estas otras culturas” (Gell, 1998 apud Lagrou, 2009, p. 3). La presencia del arte indígena en espacios expositivos del sistema de artes visuales puede verse como un esfuerzo por ampliar la sensibilidad estética del público para que otras artes puedan incorporarse a discursos legitimados, pero hay que recordar que en muchas ocasiones se trata de piezas que fueron llevadas como botín de conquista a museos europeos, incluidos los de antropología, y que no fueron concebidas para tales fines. 

Como hemos señalado, diferentes valoraciones de la práctica artística entran en conflicto al considerar la producción de los pueblos indígenas como arte, como el hecho de que no exista un «estatus social de artista» dentro de las comunidades indígenas. Si consideramos la producción material indígena como una obra de arte, estaríamos en condiciones de reconocer a la persona que la realizó como artista. Sin embargo, hay un alejamiento de la figura central del artista como creador de la obra de arte indígena, ya que “no es sólo la necesidad de un producto final lo que importa, sino el proceso, el intercambio de experiencias” (Simões Paiva, 2022, p.215). Aunque al grupo étnico no le interese necesariamente distinguir al hacedor de la pieza, Sally Price señala que existe una actitud occidental de borrar la individualidad de estos pueblos llamados «primitivos» y homogeneizar los rasgos distintivos de cada persona o comunidad, siendo una cosa consecuencia de la otra: “a la negación de la individualidad le sigue el anonimato artístico” (Price, 1996, p. 212). Si consideramos al hacedor como un artesano y no como un artista, se instala la idea de que, a efectos prácticos, el papel de hacedor/creador es intercambiable, ya que este se limita a «copiar» los modelos transmitidos de generación en generación. Y, como hemos visto anteriormente, este supuesto conservadurismo no se corresponde con la realidad, y menos aún si tenemos en cuenta las producciones artísticas de los pueblos indígenas que han adoptado los lenguajes del arte contemporáneo en su producción.

Darcy Ribeiro menciona como «principales géneros del arte indígena» (Ribeiro 1983, p.66) el arte lítico, los trenzados y tejidos, la cerámica, la música y la literatura, y además menciona otros tres campos de interés “de una mayor y más meticulosa elaboración estilística” (íbid, p.66): el embellecimiento del propio cuerpo, la construcción y decoración de grandes malocas (viviendas comunales) y de los utensilios que se encuentran en su interior, y la organización de fiestas. Sin embargo, en el llamado giro decolonial del arte brasileño, vemos cómo se incorporan a los espacios legitimadores obras de artistas indígenas contemporáneos que utilizan los lenguajes del arte occidental actual, al mismo tiempo que se exponen obras de las tipologías tradicionales enumeradas por Ribeiro. Podemos citar como casos emblemáticos de este giro decolonial hacia el arte indígena lo que viene ocurriendo en la Bienal de São Paulo. En los últimos tiempos, la temática indígena y amazónica han comenzado a reflejarse muchas de las obras allí exhibidas, aunque en la mayoría de los casos han sido de artistas no indígenas que han buscado replicar el imaginario de estas comunidades o hacerse eco de sus reivindicaciones.

En su lucha por ser reconocidos e incorporados a las exposiciones, artistas indígenas contemporáneos condujeron diversas acciones que propiciaron, por ejemplo, su protagonismo en la 34ª edición de la Bienal de São Paulo, conocida popularmente como «la Bienal de los Indígenas»[a]. Varias otras instituciones siguen haciéndose eco de esta tendencia en los principales centros urbanos del sur y sureste de Brasil[b], pero lo que nos interesa aquí es la participación indígena en la I Bienal de las Amazonias, que tuvo lugar en la ciudad de Belém, en el corazón de la Amazonia y cuna de muchas de estas producciones indígenas, pero aún al margen del sistema artístico brasileño. Entre las piezas expuestas, podemos distinguir una tensión entre dos tipos de obras: unas más vinculadas a técnicas y procesos tradicionales y otras con un lenguaje artístico familiar al arte contemporáneo occidental. Como ejemplo de ello, analizaremos dos obras: Hamaca atada guaraya prehispánica, de Genoveva Orirepia, y la obra Maery, de Moara Tupinambá.

La obra Hamaca atada guaraya prehispánica (Imagen 1) consiste en una hamaca confeccionada con un tejido de hilo de algodón, siguiendo el formato tradicional de las hamacas utilizadas en la región panamazónica. Fue confeccionada en telar por Genoveva Orirepia, originaria del municipio de Urubichá, en la Amazonia boliviana, región donde habita el pueblo Guarayo. Las mujeres de esa etnia son reconocidas hamaqueras que han conseguido recuperar la técnica prehispánica de fabricar hamacas atadas. Desde el punto de vista del espectador, parte indispensable del trípode obra – autor – receptor, sorprende la disposición espacial de esta obra. En la sala de exposición, la hamaca confeccionada por Genoveva estaba colgada verticalmente con hilos invisibles como si flotara en medio de la sala, pareciendo un tapiz o una alfombra mágica. La idea de flotación se encuentra presente en la propuesta expositiva de la arquitecta Julieta Godoy, responsable del proyecto, quien buscó traducir el concepto de bubuia, tema principal de la curaduría de la exposición. Según el poeta y escritor paraense João Jesus Paes Loureiro, «en el lenguaje ribereño, lo que está flotando está de bubuia o bubuiando» (2023, p.11) y, por eso, «la expografía se basa en un espacio fluido como un río, que huye de la rigidez y de la obviedad, que no es hermético ni se trata únicamente de exponer sistemáticamente obras de arte» (Delaqua, 2023).

Imagen 1 – Obra «Hamaca Atada Guaraya Prehispánica», de Genoveva Orirepia, 150 x 265 cm, 2023, Bienal de Amazonias – Foto: Marlene Binder Meli

Godoy afirma que en el espacio de la Bienal «todo flota, nada toca completamente el suelo» (apud Delaqua, 2023). Suspender la hamaca de un modo poco convencional desvía el objeto de su función original, pero subraya el interés de exponer la hamaca de un modo que resalte su cualidad estética. Sin embargo, nos gustaría cuestionar si esta era realmente la intención, o si la hamaca se colgó verticalmente (como se cuelga un cuadro en una exposición de arte occidental) por miedo a que se revelara su función utilitaria y cotidiana, perdiendo su estatus de obra de arte en el contexto de una Bienal de arte contemporáneo. Es importante destacar que justo en la entrada del edificio, se colgaron convencionalmente otras hamacas «ordinarias» para que el público descansara en ellas.

Lo que ocurre con la hamaca de Genoveva Orirepia, de la etnia Guarayo, es lo que podríamos llamar un fenómeno de artificación, en el que «objetos antes no considerados artísticos por la cultura occidental pasan a ser expuestos en museos de arte» (Simões Paiva, 2002, p.56). Aún hoy, las hamacas Guarayo se venden en la región como piezas utilitarias en mercados artesanales, pero en el contexto de la I Bienal de las Amazonias se la expuso como objeto artístico, creando así un divorcio entre arte y vida. Esto demuestra que aún hoy existe una fricción en la distinción entre objeto artístico-estético y objeto artesanal-utilitario, que puede llevarnos, por ejemplo, a cuestionar los criterios que justifican la inclusión de esta hamaca como obra de arte en el contexto de la Bienal y la exclusión de otras hamacas guarayas, aparentemente iguales en forma, función y ejecución. Sobre este punto, autores como Danto y Gell han trabajado la noción de intencionalidad con la que fue realizada la pieza, distinguiendo (en el caso de Danto) las realizadas únicamente con intención de uso instrumental de las destinadas a evocar un significado superior, siendo estas últimas las únicas que pueden ser consideradas obras de arte. Sin embargo, Gell intenta superar la antinomia clásica afirmando que la imagen no sólo representa, sino que también presenta una acción, un concepto de la sociedad que la creó, que reside no sólo en la contemplación, sino también en su agencia, es decir, en cómo el objeto actúa sobre el mundo. Según Lagrou: «su eficacia es a la vez instrumental y sobrenatural y reside en la compleja relación entre diversas intencionalidades puestas en relación a través del artefacto» (Lagrou, 2009, p.34). En el caso de la Hamaca de Genoveva Orirepia, y con la información disponible tanto en la sala de exposición como en la página web de la Bienal[c], no tenemos más información sobre la agencia de este tipo de red en el contexto de la comunidad tradicional Guarayo. Sería necesaria una investigación profunda del sistema de creencias de la comunidad Guarayo para poder reconocer las intenciones que permean el artefacto-obra para sus creadores en su contexto de origen.

La intersección entre el arte indígena y el arte contemporáneo occidental, aunque inicialmente paradójica, revela muchos elementos en común. El diálogo entre ambos permite revalorizar la relación entre arte y vida, ya que es a través de los artefactos que las personas actúan, se relacionan y existen en el mundo, como es el caso de la hamaca Guaraya. Ambas experiencias estéticas ofrecen una alternativa al concepto tradicional del arte como mera representación, permitiéndonos considerar como obra de arte piezas que tienen una función utilitaria, anulada o no en el contexto expositivo. Tanto para el arte indígena que utiliza técnicas tradicionales como en el que utiliza un lenguaje plástico contemporáneo, se presentan objetos que encapsulan complejas redes de significado, desafiando al espectador a participar en un proceso cognitivo para descifrar estos objetos y sus interacciones. En la siguiente obra, también de una artista indígena, podemos identificar algunas estrategias expresivas más cercanas al arte contemporáneo occidental, con agencia tanto en el presente como en el pasado del pueblo al que pertenece el artista.

La obra Maery (Imagen 2) de Moara Tupinambá, artista indígena nacida en contexto urbano, presenta un manto con el que busca destacar la presencia tupinambá en la Mairi de la actualidad. La artista se refiere a su ciudad natal de Belém con el nombre que le dieron los pueblos tradicionales, como una forma de reivindicar la presencia indígena en este territorio tras cinco siglos de invisibilización. En el manto están escritos en negro los nombres de los líderes tupinambá que fueron asesinados y olvidados, en un acto de confeso artivismo. Encima del yute hay semillas naturales de açaí colgando de un hilo y en la cabeza hay algunas plumas rojas y otras semillas, como jarina y guaraná. El borde de la prenda está bordado con hilo de tucum, semillas de Mari Mari, escamas de pirarucú, pez de la cuenca amazónica, e hilo rojo. Junto con la capa, se exhibe un folleto titulado «Nuestra historia tupinambá de Mairi», ilustrado con collages que relatan el levantamiento tupinambá que tuvo lugar entre 1617 y 1621 y un pequeño glosario con palabras en tupinambá de Belém.

Imagen 2 – Obra Maery, de Moara Tupinambá, 180×100 cm, 2023, Bienal de las Amazonias – Foto: Marlene Binder Meli

La capa de Moara Tupinambá está relacionada con la historia de resistencia y reafirmación étnica de la región norte y con la propia militancia de la artista. Tal como se presenta en la Bienal, no es una capa para llevar puesta. No sabemos si se ha vestido alguna vez o si se hará en alguna representación artística o ritual. En el espacio expositivo, encarna un objeto de contemplación. Sin embargo, se diferencia de un cuadro por ser una prenda que tiene la potencialidad de cubrir un cuerpo, de ser activada y movida por un cuerpo-presencia. Las semillas utilizadas evocan el origen amazónico de los materiales como también el uso de la técnica tradicional de enhebrado de cuentas, utilizada para decorar el cuerpo de los indígenas en sus prácticas ancestrales.

El artificio operado en la hamaca de Genoveva Orirepia no está presente en el caso de la capa de Moara Tupinambá, ya que no se trata de un objeto cotidiano: la obra fue realizada para ser expuesta con la intención de transmitir un mensaje específico a los espectadores indígenas y no indígenas de la Bienal. Según Alessandra Simões Paiva (2022, p.213), «la nueva generación de artistas indígenas que ha surgido en el sistema del arte contemporáneo brasileño, especialmente en los últimos años, ha mostrado una estrecha relación con las formas de operar del arte contemporáneo extrapolando el uso de soportes tradicionales como la pintura y la escultura». Moara Tupinambá forma parte de esta nueva generación en la escena brasileña actual. Criada en Belém, residiendo actualmente en São Paulo, conoce bien las armas del colonizador y se apropia de ellas para irrumpir en el medio artístico e imponer debates largamente postergados. Sus obras plantean cuestiones sobre la conciencia indígena en las zonas urbanas y los procesos de invisibilización de las identidades provocados por la colonización. Para Neine Terena de Jesus, profesora, artista e investigadora de la etnia Terena, esta es una de las principales motivaciones para hacer arte (2009, p.12): «las artes son necesarias para expresar ideas y confrontar narrativas ya establecidas sobre los pueblos indígenas: serían dispositivos contra-narrativos capaces de proyectar realidades, muy diferentes de lo que el Movimiento Indígena organizado es capaz de hacer hoy, incluso haciendo que las artes lleguen a públicos no vinculados a la agenda indígena.»

Como conclusión provisional de estos apuntes, reconocemos que, aunque sea motivo de celebración la revisión del concepto de arte indígena y la entrada de artistas indígenas en el panorama de las artes visuales legitimadas, superando las exposiciones etnográficas de los museos de antropología y ganando estatus de arte, es importante señalar que sólo unos pocos artistas indígenas han alcanzado el éxito en este medio. Mientras tanto, muchos otros siguen vendiendo su arte precariamente como artesanía en las calles y ferias urbanas, intentando sobreponerse a las desigualdades. Creemos que es crucial exponer tanto obras de artistas indígenas con enfoques más contemporáneos como piezas que representen lenguajes tradicionales, como forma de valorar y preservar la resistencia del arte indígena. Como señaló Neine Terena de Jesús, «si el arte indígena contemporáneo existe, es porque el arte tradicional resiste» (2022, p.27), subrayando la importancia de no considerar estos logros como una moda pasajera, sino como un legado que hay que sostener.


[1] Estudiante de la Maestría en Artes en el Programa de Posgrado en Artes de la Universidad Federal de Pará – UFPA (Belém-PA, Brasil). Especialista en Industrias Culturales en la Convergencia Digital por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Argentina). Licenciada en Artes Visuales por la Universidad Nacional de las Artes (Argentina). Correo electrónico: marlenebinmel@gmail.com.

[2] Profesor Titular del Instituto de Ciencias del Arte de la Universidad Federal de Pará. Investigador del CNPq y del Programa de Postgrado en Artes y de la Facultad de Artes Visuales. Correo electrónico: saburo@uol.com.br Belém-PA, Brasil.


Referencias bibliográficas

ACQUARONE, Francisco. História da arte no Brasil. Rio de Janeiro: Oscar Mano & CIA. Editores, 1939.

CANAL INCONSCIENTE COLETIVO. Denilson Baniwa: a reantropofagia. Youtube, 2023. 59 min 10 seg. Disponível em: https://www.youtube.com/watch?v=bAySt92G0jQ&t=1723s. Acessado 18 Abr 2024.

DAGEN, Philippe. Primitivismes: une invention moderne. Paris: Gallimard, 2019.

DELAQUA, Victor. «A relação entre a água e a arquitetura na Bienal das Amazônias: entrevista com Juliana Godoy » 25 Out 2023. ArchDaily Brasil. Acessado 10 Jun 2024. <https://www.archdaily.com.br/br/1008818/a-relacao-entre-a-agua-e-a-arquitetura-na-bienal-das-amazonias-entrevista-com-juliana-godoy> ISSN 0719-8906

ESCOBAR, Ticio. El mito del arte y el mito del pueblo: Cuestiones sobre arte popular. Buenos Aires: Ariel, 2014.

JESUS, Neine Terena de. Arte indígena no Brasil: midiatização, apagamentos e ritos de passagem. Cuiabá, MT: Oráculo Comunicação, 2022.

LAGROU, Els. Arte indígena no Brasil: agência, alteridade e relação. Belo Horizonte, MG: C / Arte, 2009.

PAIVA, Alessandra Simões. A virada decolonial na arte brasileira. Bauru, SP: Miraveja, 2022.

PRICE, Sally. A arte dos povos sem história. Revista Afro-Asia, Bahia, n. 18, p. 205-224, 1996.

RIBEIRO, Darcy. Arte índia. In: ZANINI, Walter, org. História geral da arte no Brasil. São Paulo: Instituto Walther Moreira Salles, 1983.

RIBEIRO, Darcy. Kadiwéu: Ensaios etnológicos sobre o saber, o azar e a beleza. São Paulo: Global Editora, 2019.

SHINER, Larry. 2001. La invención del arte: Una historia cultural. Barcelona: Paidós, 2004.

ZANINI, Walter, org. História geral da arte no Brasil. São Paulo: Instituto Walther Moreira Salles, 1983

* Todas las traducciones de citas en portugués son de la autoría de Marlene Binder Meli.


Notas

[a] El nombre «Bienal de los indígenas» apareció con frecuencia en los medios de comunicación, por ejemplo en el sitio web https://amazoniareal.com.br/a-bienal-dos-indigenas/

[b] Algunos ejemplos de ello, mencionados por Simões Paiva (2022, p.53) son: Itaú Cultural, Sesc, Sesi, Masp, Pinacoteca, IMS, CCBB, Museos de Arte Moderno de Río y São Paulo, etc.

[c] Al momento de escribir este artículo, abril de 2024, aún no se había publicado el catálogo de la Primera Bienal de las Amazonas.

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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas