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Cambio de ángulo: Ricardo Piglia y la literatura mundial

Por: Alejandro Virué

Imagen: Letralia

En este artículo, escrito en el marco del seminario «Literatura mundial: Latinoamérica y la cuestión de los universales», dictado por Mónica Szurmuk, Alejandro Virué parte de algunas ideas sobre la relación entre las literaturas de los países periféricos y las de los centrales que aparecen en Los diarios de Emilio Renzi para analizar la obra de Ricardo Piglia desde la perspectiva de la literatura mundial. El ensayo, además de rastrear las opiniones del tema en escritores latinoamericanos anteriores, como Alfonso Reyes, Manuel Gutiérrez Nájera y Jorge Luis Borges, indaga en la posición privilegiada que Piglia le atribuye a su generación, reconstruye las tesis de Piglia sobre el cosmopolitismo de la tradición literaria argentina y su puesta en práctica en El camino de Ida, la última novela del escritor.


En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia escribe, en una entrada de 1968: “estamos nosotros en situación de romper la exterioridad que nos define desde el principio. Ya no miramos a las otras literaturas o a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros” (Piglia, 2016: 68). Unas páginas más adelante, refuerza esta idea: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”.

Reflexiones similares se encuentran de manera recurrente a lo largo del libro. Si bien está claro el énfasis subjetivo de las afirmaciones, que postulan una posición de escritor más que un estado de cosas, no sería ilegítimo preguntarse por el asidero material de esta igualdad de oportunidades en el universo de las letras que el joven escritor argentino supone que ha adquirido su generación. Una de las formas posibles de responder es a partir de las investigaciones en el campo de la literatura mundial. Más allá de las diferencias conceptuales de los planteos de Franco Moretti y Pascale Casanova, ambos coinciden en la radical asimetría entre los escritores de las metrópolis y los periféricos para integrar el universo de la literatura, esto es, para ser publicados, leídos, y estudiados en las universidades.

Más relevante aún es que el mismo Piglia, en obras posteriores a este ingreso pero, también, en otras partes del diario, pone en cuestión esas afirmaciones, haciendo hincapié en las dificultades materiales que se le presentan a quien quiera dedicarse a la literatura en un país periférico como la Argentina, o teorizando respecto de lo que significa, en términos estéticos, escribir desde el margen.

A todo esto hay que sumarle que discursos análogos al que postula Piglia en esas páginas han sido enarbolados muchísimo antes por más de un escritor latinoamericano. Ya en el año 1936, en sus “Notas sobre la inteligencia americana”, Alfonso Reyes sostiene que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, les da a los escritores latinoamericanos “derecho a la ciudadanía universal” y el ingreso a “la mayoría de edad” (Reyes, A.: 12). Y aún antes, como demuestra la lectura del modernismo que Mariano Siskind propone en Deseos cosmopolitas, Manuel Gutierrez Nájera, para citar un solo caso, postula “un espacio literario-mundial de jerarquías flexibles, donde los escritores españoles se inspiran en los autores estadounidenses y sudamericanos” (Siskind, 2016: 195).

Todos estos matices nos llevan a preguntarnos por las condiciones de posibilidad de las citas de Piglia a las que aludí al comienzo. ¿Qué es lo que le permite sostener que su generación es la primera en concebirse como contemporánea de sus pares de las metrópolis? ¿Qué tiene en común, y qué de distinto, con las proclamas de sus predecesores? ¿Cómo se concilia con el reconocimiento permanente –y, en muchos casos, la reivindicación– de la posición marginal desde la que escribe?

Con esas preguntas en mente, analizaré en lo que sigue algunas de las obras del escritor[1] que considero más relevantes desde la perspectiva de la literatura mundial.

 

1. Llegar a ser contemporáneos

El problema de la “exterioridad” de la literatura argentina, como lo llama Piglia, es una cuestión de larga data en la cultura latinoamericana. Está asociado, a su vez, a aquel más general sobre la posición de Latinoamérica en el mundo, es decir, las condiciones de inserción de estas novísimas repúblicas en el mercado internacional.

En el ingreso[2] del 16 de enero de 1969 de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Piglia lo presenta de una manera que, más allá de lo esquemática, lo resume perfectamente:

Se trata de la condición extra-local de esa cultura, que siempre es comparada con otra, y también de su asincronía con el presente. Una cultura que está lejos de sus contemporáneos (por eso se dice que está ‘atrasada’), a destiempo y en otro lugar. Eso es lo que los historiadores llaman ‘sociedad subdesarrollada’, ‘dependiente’ o ‘semicolonial’. Se define en relación con otra que aparece como más desarrollada y más actual (Piglia, 2016: 110).

Estas dos condiciones que definirían la marginalidad de la cultura latinoamericana en general y la argentina en particular –la  exterioridad para juzgarse a sí misma, mediante la comparación con otras culturas que se consideran más avanzadas, y el carácter anacrónico de sus producciones, atadas a la aparición tardía de la nación en el mundo– pueden rastrearse en las más diversas generaciones de escritores tanto del siglo XIX como del XX. No me detendré demasiado en este punto, pero quiero citar dos ejemplos que funcionan como casos de la descripción de Piglia.

En Recuerdos de provincia, en el semblante de uno de los personajes clave de los que Sarmiento incluye en su genealogía familiar, el sanjuanino escribe:

Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. […] Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo preferiría oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados (Sarmiento, 1995: 162/163)

Más de un siglo después, en el prefacio de su monumental Autobiografía, Victoria Ocampo afirma: “La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía.” (Ocampo, 1981: 10). Y unas páginas más adelante, luego de explicar el rol que sus antepasados cumplieron en las luchas por la emancipación argentina y, posteriormente, en la búsqueda de posicionamiento internacional del país, concluye:

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (…) yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas.  Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar (Ocampo, 1981: 14/15).

En ambos casos, a pesar de la distancia temporal, se observa la misma valoración de la Argentina como país en vías de formación y de una posición lateral respecto del mundo, metonimia de los países centrales de Europa. Pero entre las citas de Sarmiento y Victoria Ocampo, como es de esperar, hay también una diferencia notable: mientras que el primero se limita a señalar que las tradiciones incomparables de Argentina y los países del viejo mundo justifican insistir con ideas de estos a tomar en cuenta las de una inteligencia aún no “desenvuelta”, Ocampo tematiza una negociación, que más allá del éxito que pueda haber tenido, implica un deseo de reconocimiento de la cultura argentina en el mundo. En ambos casos se recurre al mundo para saldar un vacío de pensamiento local (Sarmiento) o lograr una renovación (a eso se refiere Ocampo con “traer otros veleros, otras armas”), pero en el  segundo se plantea explícitamente un objetivo estratégico: la “conquista” de una posición reconocible en ese entramado. El recurso a las fuentes del mundo para integrarse exitosamente a él.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entre los años 1968 y 1969, a juzgar por algunas de las entradas de su diario, Ricardo Piglia sostiene que su generación ha logrado romper con la auto-representación inferior y extemporánea con la que se concebían sus antecesores. En primer lugar, hay que destacar que en todas las menciones del tema enfatiza, tanto en el caso de los escritores anteriores a él como en el de los de su generación, que el asunto no refiere a relaciones objetivas entre culturas de diferentes países sino a una configuración subjetiva: “ya no miramos”, “ahora pensamos”, “cortamos con la sensación”, son las frases que utiliza para señalar la novedad de esa nueva autoconciencia literaria argentina que él y sus coetáneos encarnarían. Lo que ha cambiado, entonces, es el punto de vista o, si se prefiere, el criterio de valoración.

Un segundo rasgo en común entre los distintos ingresos es que el corte entre esta nueva imagen de sí y la de las generaciones anteriores pareciera ser total. Piglia no hace excepciones al respecto: el sentimiento de inferioridad respecto a la literatura extranjera incluye a todos los representantes de la literatura argentina que lo anteceden –aunque, como veremos más adelante, habrá una figura que funcionará de mediadora entre ellos y él–: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”; “nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras”; “logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

No hay, en cambio, una caracterización común en las entradas en cuestión respecto de la dimensión de la actividad literaria en la que se manifestaría, concretamente, ese cambio. Por momentos, parecería centrarse en las prácticas de lectura –“Leemos de igual a igual, eso es lo nuevo”– pero en otras partes lo presenta como una pertenencia común a una corriente estética –“hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o Thomas Pynchon”– o al grado de calidad de las obras –“Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura”–.

1.i.Una sensación que se repite

Más allá de la convicción con la que Piglia plantea lo inédito de esta autopercepción, existe en el corpus literario latinoamericano más de un ejemplo que da cuenta de una imagen no tan lejana a la que describe el argentino en sus diarios.

En septiembre del año 1936, Alfonso Reyes publica en la revista Sur un texto titulado “Notas sobre la inteligencia americana”, que expondrá ese mismo mes en el marco de la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual realizada en Buenos Aires. El problema que recorre su intervención es el lugar que América Latina ocupa en el escenario internacional y las relaciones entre las culturas latinoamericana y europea. Que Reyes elija la palabra “inteligencia” es un primer anuncio, que rápidamente explicitará en su texto, de lo que considera el “matiz latinoamericano”: no se trata de una civilización ni de una cultura, conceptos que suponen una tradición y una historia, sino de una capacidad: “su visión de la vida y su acción en la vida”.

De las distintas caracterizaciones que Reyes hace de esta inteligencia –que incluyen un ritmo histórico propio, ligado a la audacia y a la precipitación, una serie de disyuntivas históricas que se remontan a los inicios de la conquista (aristocracia indiana/ “recién llegados”; hispanistas/ americanistas; conservadores/ liberales), una profesionalización menor del escritor respecto de Europa– me interesan especialmente dos aspectos: la condición “naturalmente internacionalista” y el cambio en la autopercepción del hombre de letras latinoamericano que, según el mexicano, se estaría dando en su generación.

Reyes explica el internacionalismo latinoamericano más como el efecto de una necesidad que de una decisión: la imposibilidad de recurrir a una tradición institucional y a una cultura letrada propia ha obligado a los latinoamericanos “a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos”. Esto desembocaría en una mentalidad flexible, capaz de “manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia”.

Sin embargo, esa configuración cosmopolita de la inteligencia latinoamericana estuvo acompañada de un sentimiento de inferioridad, atado a la triple condición de ser americanos, latinos e hispanos. En la nota número 7, Reyes llama a esta percepción “tristeza hereditaria”, y juzga que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, no sólo la rectifica sino que les da “derecho a la ciudadanía universal”.

Unos años después, retomará estas tesis para postular la “Posición de América”. Allí juzgará dicho universalismo como un “inesperado efecto benéfico de la formación colonial”, que habilitará a América Latina a reivindicar como patrimonio propio “toda la herencia cultural del mundo”. Reyes invertirá, de este modo, la valoración de la condición marginal americana: lo que sus predecesores juzgaban como el “gran pecado original”  (Reyes, 1936: 10) de haber nacido “en un suelo que no era el foco de la civilización, sino una sucursal del mundo”, será reivindicado como la posibilidad de estar familiarizado y poder utilizar en su favor aspectos de todas las culturas del globo.

Estas intervenciones de Reyes, además de tener el mérito de adelantar algunas de las tesis que Borges, en 1951, canonizará en el maravilloso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, muestran que la sensación de inferioridad de los escritores latinoamericanos ya había sido disputada mucho antes de Piglia. El gesto de Reyes, además, es similar al del argentino: para señalar la particularidad de su generación remite a sus antecesores, con los que se compara y a los que les atribuye una “tristeza hereditaria” que él y sus colegas estarían empezando a deconstruir.

Pero este posicionamiento alternativo respecto de la literatura mundial tiene ejemplos aún anteriores a Alfonso Reyes. En esa clave lee Mariano Siskind el discurso universalista del modernismo hispanoamericano[3], al que diferencia del que pudieron haber encarnado los románticos rioplatenses, como Echeverría. Mientras que estos apelaron a literaturas extranjeras como “totalidades nacionales” y radicalmente otras respecto de la propia, “el discurso literario mundial del modernismo (…) considera a las obras y a los autores extranjeros –en un clásico gesto cosmopolita– como parientes queridos, almas gemelas, cuyos nombres convocan la presencia fantasmática de un mundo que incluiría a América Latina” (Siskind, 2016: 153/154). En el tercer capítulo de su libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Siskind rastrea este discurso en textos de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Pedro Emilio Coll, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano. Me detendré brevemente en el análisis del mexicano Gutiérrez Nájera, ya que allí se puede ver de manera contundente un concepto de mundo que niega la ubicación externa de América Latina. En su ensayo de 1881  “Literatura propia y literatura nacional”, el mexicano relega el adjetivo “nacional” a un mero accidente geográfico, negándole el carácter cualitativo que le atribuía el romanticismo. Reconoce que en otros momentos históricos, en los que la comunicación y los traslados entre regiones distantes eran más acotados, el lugar de origen tenía inevitablemente una función estética, pero juzga ese estado de cosas superado. Más allá de que las obras que menciona de manera explícita no involucran a ningún americano[4], al incluirlas a todas dentro del “fondo común de la literatura” realiza un gesto subversivo: el de expropiarlas de sus naciones de origen y situarlas, de manera equivalente, en un entramado mundial  en el que perfectamente podrían incorporarse creaciones latinoamericanas. Esto se vuelve patente en el otro texto que analiza Siskind, “El cruzamiento de la literatura”, de 1894. Allí, Gutiérrez Nájera estudia el presente de la literatura española, en el que nota una clara superioridad de los novelistas por sobre los poetas, que explica con la proliferación de traducciones de grandes novelistas extranjeros: “El renacimiento de la novela en España ha coincidido y debía coincidir con la abundancia de traducciones publicadas”. Pero lo más interesante es que en sus especulaciones sobre la relación entre importación/exportación literaria, el mexicano sostiene que “mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y sudamericana etc., importe la literatura española, más producirá, y de más ricos y cuantiosos productos será su exportación”. Como se ve, la desterritorialización de la literatura que propone Gutiérrez Nájera es de una radicalidad tal que le permite incluir a la prosa y poesía sudamericanas como una fuente de inspiración igual de importante que las francesas o inglesas.

La pregunta inevitable que debe hacérsele a esta intervención, quizás demasiado optimista, pero también a la de Reyes e, incluso, a la de Piglia, es acerca del correlato material de este mundo transversal de influencias múltiples que postulan. Como señala Siskind después de su análisis de Gutiérrez Nájera, “este no es un mundo plano y horizontal de intercambios parejos: Zola no leía a José Mármol ni Huysmans leía a Darío (por mucho que este lo deseara)” (Siskind, 2016: 195), y agrego, a pesar de las diferencias abismales de circulación de la literatura latinoamericana entre la época del modernismo y la de Piglia, que probablemente tampoco Thomas Pynchon haya leído al autor de Plata quemada –aunque sí sabemos que leyó a Borges–.

Para Siskind, de hecho, la oposición entre las condiciones materiales de enunciación y el discurso universalista de los modernistas es fundamental para comprender su especificidad, que  califica de “universalismo” o “cosmopolitismo marginal”[5]. De allí la expresión que da título al libro, deseos de mundo, por cierto muy ambigua ya que podría funcionar perfectamente para describir la idea de exterioridad de la literatura latinoamericana: si se desea el mundo es porque se reconoce estar fuera de él. Es aquí donde cobra relevancia la interpretación en clave estratégica, que permite diferenciar, a su vez, las implicancias políticas del lugar de enunciación de un discurso cosmopolita. El diagnóstico de los escritores modernistas –de allí su nombre– es que la literatura latinoamericana requiere una modernización que la aleje del provincialismo reinante y su convicción es que ellos están en condiciones de hacerlo, utilizando indistintamente técnicas y temas de otras literaturas. Pero la particularidad de su discurso, como señala de manera brillante Anibal González, es que “en vez de señalar la necesidad de ser modernos, los escritores modernistas hacen su literatura desde el supuesto de que ya son modernos” (citado en Siskind, 2016: 151). Siskind llama a este procedimiento la “cancelación de la diferencia cultural”. Recurriendo a la distinción de Homi Bhabha entre diferencia cultural (que enfatiza la opacidad de cada cultura) y diversidad cultural (que, admitiendo las singularidades culturales, las coloca en una ‘equivalencia estructural’), dice:

si, ejercida desde contextos de enunciación metropolitanos, esta pax romana implícita en la idea de diversidad acerca el cosmopolitismo al imperialismo, articulada en contextos marginales marcados por la experiencia de la exclusión, la cancelación de la diferencia que está en la base del cosmopolitismo latinoamericano es una maniobra estratégica que le permite a los modernistas representarse en términos de igualdad con sus pares europeos y norteamericanos.

Me pregunto si algo de este mecanismo no opera en la mentalidad de Ricardo Piglia. Como adelanté en la introducción, hay momentos de los diarios donde la sensación de contemporaneidad con la literatura mundial de la que se jacta el argentino es puesta en crisis, al menos en lo que respecta a las condiciones de producción literarias. Ya en el primer tomo, Años de formación, en un punteo de los temas que habían circulado en una charla del jueves 10 de febrero de 1966 con David Viñas, escribe: “Charlamos un rato sobre las dificultades para ganarse la vida en Buenos Aires (…) Europa como espejo, mercado y residencia” (Piglia, 2015a: 228). Casi diez años después, en un ingreso de 1975 de Los años felices, insiste con lo mismo: “Está claro que mi proyecto fue siempre el de ser un escritor conocido que vive de sus libros. Proyecto absurdo e imposible en este país” (Piglia, 2016: 406). Hay una frustración notable en estas palabras, que reconocen un desfasaje entre el proyecto de Piglia y las posibilidades reales de que resulte exitoso en la Argentina, en contraste con la igualdad de oportunidades respecto de los escritores extranjeros con la que se concebía páginas atrás, que vuelve plausible interpretar la ruptura de la exterioridad que le atribuye Piglia a su generación como una expresión más de los deseos de mundo modernistas, que enuncian en presente un estado de cosas que, en verdad, pretenden alcanzar y que, de manera más o menos consciente, saben que aún no existe. El autor argentino pareciera haberlo llevado a un grado hiperbólico, ya que a la cancelación de la diferencia cultural pareciera agregarle la material (“Ya no miramos (…) a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros”), que es la que precisamente se ve frustrada cuando reniega de las dificultades para vivir de la literatura en el país periférico al que pertenece.

Otra similitud entre ambos discursos es su contexto de aparición, más específicamente, la posición contra la que reaccionan. En la introducción al libro que tanto he citado, Siskind enmarca el discurso cosmopolita modernista como un modo de imaginar “fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas y asfixiantes” (Siskind, 2016: 15). El caso de Sanín Cano es especialmente ilustrativo: escribe su texto más radical en defensa del cosmopolitismo, “De lo exótico” (1893), en el marco del gobierno conservador de Rafael Nuñez, en el que se vivía “un clima cultural de aislamiento y un nacionalismo acérrimo”. Allí no sólo cita a Goethe y su idea de Weltliteratur, sino que se adelanta a la posible crítica de “extranjerizante”, una forma muy común de desmerecer al universalismo cosmopolita: “No hay falta de patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y de asimilarse uno lo escandinavo”. Paralelamente, casi en la misma época en la que aparecen sus ingresos más explícitos sobre la “sincronía” de los escritores argentinos con sus contemporáneos de las metrópolis, Ricardo Piglia, en respuesta a una serie de preguntas que la revista Los libros formuló a varios escritores y estudiosos de la literatura acerca de la función de la crítica, dice:

En relación con las tendencias actuales de la crítica argentina, habría que decir que el populismo hoy de moda entre los intelectuales (…) hace de la dependencia una suerte de espejo deformado, donde en realidad lo único que se exhibe es el carácter colonizado de un pensamiento que intenta ‘ser nacional’ en el esfuerzo de mostrar su diferencia (Revista Los Libros, año 4, n° 28: 171).

 

1. II: El factor Borges

Además de los años que separan a los modernistas de Piglia, hay un hecho fundamental que diferencia el status de los deseos de unos y el otro, que el argentino utiliza para explicar el sentimiento de contemporaneidad de su generación: la obra de Jorge Luis Borges. Para introducirme en esta cuestión, citaré in extenso las dos entradas de los diarios donde Borges es mencionado como la figura de transición entre las dos autopercepciones de los escritores argentinos respecto a las literaturas centrales que Piglia presenta. La primera es de abril de 1968:

Octavio Paz se equivoca en Corriente alterna, no se trata de afirmar que nuestro arte es ‘subdesarrollado’, sino que nuestra manera de entender el arte lo es, quiero decir, un modo de ver colonial, deslumbrado por ciertos modelos. En la literatura argentina ese momento recorre la historia hasta Borges: desde el principio la literatura se sentía en falta frente a las literaturas europeas (Sarmiento lo dice precisamente y Roberto Arlt lo dice irónicamente: ‘¿Qué era mi obra, existía o no dejaba de ser uno de esos productos que aquí se aceptan a falta de algo mejor?’). Recién a partir de Macedonio y de Borges nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras. Ya estamos en el presente del arte, mientras que durante el siglo XIX, hasta muy avanzado el siglo XX, nuestra pregunta era: ‘¿Cómo estar en el presente? ¿Cómo llegar a ser contemporáneo de nuestros contemporáneos?’. Nosotros hemos resuelto ese dilema: Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura (Piglia, 2016: 27).

La segunda es de finales de 1969:

Todo el mundo periodístico en el delirio del balance de una década. Yo mismo: la ‘década del sesenta’ produjo un corte múltiple. Cambió la política de izquierda. Mucha libertad para buscar lo que cada uno quiere. La literatura argentina, con mi generación, logró –después de Borges- estar en relación directa y ser contemporánea de la literatura en cualquier otra lengua. Cortamos con la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar. Hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o a Thomas Pynchon, es decir, logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos (172-173)

A simple vista, ninguna de las citas otorga demasiada información de por qué Borges es una condición para el cambio en la subjetividad de los escritores argentinos. Simplemente se repite que se dio a partir de él y en la generación de Piglia. Se sabe que el éxito internacional en el que se convirtió Borges a partir de las apropiaciones filosóficas francesas entre 1955 y 1966 (Maurice Blanchot destaca su noción de infinito en El libro por venir, de 1959, y Foucault comienza su célebre libro Las palabras y las cosas, de 1966, citándolo), las traducciones de muchos de sus textos en Les Temps Modernes y la que en 1964 hizo Roger Caillois de Historia universal de la infamia, junto al premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1961, despertaron una atención inusitada en la literatura argentina por parte de escritores e intelectuales de los países centrales, además de asegurarle a Borges un triunfo comercial cada vez mayor. Pero este motivo no basta para explicar el rol que Piglia le atribuye a Borges, además de que confirmaría las tesis de Pascale Casanova sobre París como mediadora necesaria, en tanto capital de la “república mundial de las letras”,  entre la periferia y el resto de los países del centro, y la fuerza de su noción de “transferencia de prestigio” (Sánchez Prado, 2006: 76).

Hay dos cuestiones de la primera cita que nos advierten sobre ello: la crítica a Octavio Paz y la mención de Macedonio Fernández. Piglia dice que no es el arte latinoamericano en sí mismo lo “subdesarrollado” sino la manera de entenderlo. Traslada el problema de la exterioridad del creador al crítico –y al escritor en tanto crítico–, que juzga desde esos modelos que lo deslumbran las obras locales. Esto habría sucedido, en el caso de la literatura argentina, hasta Borges. ¿Qué lo diferenciaría, en su doble valencia de escritor y crítico, de sus antecesores? Piglia da las claves de esto en muchas de sus obras, pero considero especialmente pertinente el modo en que lo plantea en una de las entrevistas que integran Crítica y ficción. Analizando la posición de Borges como crítico, condición que resulta ambigua porque, en general, no se le reconoce del todo ese rol “a pesar de que sus textos críticos son usados y citados constantemente”, Piglia marca las diferencias entre las formas de leer del crítico y el escritor. Frente a los trabajos eruditos y especializados del primero, las lecturas del segundo se caracterizarían por la arbitrariedad y la estrategia. En su ejercicio crítico, el escritor “intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”. Piglia explica de este modo que Borges prefiera a Conrad, Stevenson, Kipling y Wells antes que a Dostoievski, Thomas Mann o Proust, que elogie una tradición “marginal” dentro de la gran tradición de la novelística europea. El argumento de Piglia es convincente:

si a Borges se lo lee desde Dostoievski, como era leído, no queda nada. Ahí aparecen todos los estereotipos sobre Borges: que su literatura no tiene alma, que en su literatura no hay personajes, que su literatura no tiene profundidad. Borges tiene que evitar ser leído desde la óptica de Thomas Mann, que es la óptica desde la cual lo leyeron y por la cual no le dieron el Premio Nobel: no escribió nunca una gran novela, no hizo nunca una gran obra en el sentido burgués de la palabra (…) Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban.

El Borges crítico utiliza la tradición europea pero de un modo indebido, reorganizándola de acuerdo a su propia valoración y en aras del interés del Borges escritor. Se desentiende de la “gran tradición europea” –al punto de no escribir novelas– y establece las condiciones de su propia valoración como escritor. Rompe con el “deslumbramiento por ciertos modelos”, que es donde Piglia, discutiendo con Paz, encuentra el “subdesarrollo” de la manera local de concebir nuestro arte. Que la estrategia, encima, haya funcionado, seguramente suma puntos, pero no es lo decisivo.

Un punto aún más contundente a favor de la idea de que la habilitación de la “sincronía” con sus contemporáneos que promovió Borges a la generación del ‘60 no se debió a su éxito internacional es el hecho de que, en esa cita, Piglia nombre también a Macedonio Fernández, quien a las claras no corrió la misma suerte que Borges. Si en la transvaloración borgeana de la tradición europea Piglia ve un gesto inédito en la literatura argentina que posibilita romper con el “complejo de inferioridad”, podemos aventurar que en la indiferencia radical respecto de su reconocimiento como escritor, en esa suerte de purismo de la creación macedoniana, encuentra un corte igual de abrupto. Piglia transmite en más de una ocasión la admiración que le produce la entrega total y desinteresada de Macedonio a su proyecto estético: “Macedonio empieza a escribir el Museo de la novela en 1904 y trabaja en el libro hasta su muerte. Durante casi cincuenta años se entierra metódicamente en una obra desmesurada”, dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario”, y lo refuerza en “Ficción y política en la literatura argentina”:

Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión.  Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra (Piglia, 2014a: 117)

Para volver a Borges y terminar de entender en qué sentido su figura es central para cortar con “la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar” y cómo, en definitiva, lo que opera es un cambio de valoración de un “mismo” estado de cosas, me detendré en un breve ensayo de Piglia: “La novela polaca”. Allí analiza el texto “El escritor argentino y la tradición”, que para el autor de Respiración artificial responde la siguiente pregunta: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o ‘polaco’)?” (Piglia, 2014b: 72).  Luego de resumir la muy conocida tesis de que la condición marginal de las literaturas de los países periféricos posibilita “un manejo propio, ‘irreverente’, de las grandes tradiciones”, una libertad con la que, según Borges, no cuentan los escritores de los países centrales, Piglia lee de manera estratégica la conclusión borgeana: “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina”.

Borges, desde los ojos de Piglia, no sólo clausuraría, unificándolas en su obra, las dos grandes tradiciones de la literatura argentina del siglo XIX –el europeísmo y el criollismo–, tesis que pone en boca de Renzi en Respiración artificial calificándolo como el “mejor escritor argentino del siglo XIX”; también clausura el complejo de inferioridad de los escritores argentinos, convirtiendo el carácter marginal, hasta entonces concebido como desventaja, en una potencia de la que el autor de El último lector se servirá en toda su obra. El recurso al “plagio” que ya defendía Sarmiento en la cita que transcribí de Recuerdos de provincia vuelve a ser reivindicado desde este prisma aunque por razones muy distintas: mientras que el sanjuanino justificaba el uso insistente de las citas extranjeras por el desenvolvimiento inacabado del pensamiento nacional –y en ese sentido, como un recurso a abandonar una vez que éste se desarrolle–, Piglia, a partir de Borges, lo defiende como uno de los mecanismos propios de la tradición argentina. Pero el creador de Emilio Renzi va más allá, puesto que asegura que estos usos de lo extranjero no son propios, únicamente, de la tradición “europeísta” a la que pertenecería Sarmiento, sino que pueden encontrarse también en el “criollismo”:

hay toda una red que cruza la lengua extranjera, la traducción, la escritura nacional (…) pero no hay que simplificar, como cierta perspectiva, digamos, nacionalista, ciertos estereotipos del revisionismo peronista, que tienden a describir rencorosamente esa tradición como si sólo perteneciera a los sectores culturalmente dominantes (Piglia, 2014a: 99)

Los dos ejemplos que menciona son la divisa punzó, símbolo que “identifica el federalismo a la gran línea popular”, cuyo nombre “es una traducción del que le ponían a la tela los importadores franceses, ponceau, de modo que el grito de las masas federales es en realidad un galicismo” y la primera edición de la segunda parte del Martín Fierro, que en su contratapa tiene una publicidad de la Librería Hernández que se jacta de tener en sus idiomas originales las últimas publicaciones de Francia e Inglaterra.

Borges, parece decir Piglia, no sólo crea mediante sus lecturas críticas un espacio de valoración para sus  producciones literarias sino también para las de los escritores por venir e, inclusive, para sus antecesores. Resignificando la fatalidad de haber nacido en una “sucursal del mundo”, como llama Reyes al territorio latinoamericano, vuelve posible a Piglia: “ahora pensamos que esa localización no nos impide establecer contactos directos con el estado presente de la cultura. Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea” (Piglia, 2016: 72).

 

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

2. El nuevo mundo, o el margen como canon

Así como la concepción de mundo de Gutiérrez Nájera le permitió imaginar influencias recíprocas entre escritores centrales y periféricos, las tesis de Piglia sobre la literatura mundial tienen una doble eficacia en su obra: por un lado, le permiten armar un canon singular, en el que la posición excéntrica respecto de la propia lengua –y, como consecuencia, de la propia nación–, tanto a nivel temático como formal, se convierten en criterio de valoración estética; por otro, lo habilitan a proyectar en su ficción un mundo en donde el margen, por una serie de operaciones narrativas, asedia al centro y pone en peligro su posición hegemónica, como sugeriré en mi lectura de El camino de Ida.

En uno de sus primeros textos críticos sobre la obra de Roberto Arlt ya aparecen las primeras reflexiones sobre el estilo excéntrico del autor de El juguete rabioso. La relación distanciada con la lengua materna se ve en dos aspectos: por un lado, en la acusación y la aceptación del propio Arlt de que “escribe mal”; por otro, en la referencia a la famosa crítica de José Bianco, que lo acusa de hablar el lunfardo con acento extranjero, algo que años después Piglia resignificará elogiosamente. A partir de su teoría de que la escritura literaria es el efecto de una lectura productiva o arbitraria, nuestro crítico dice que Arlt opera como un traductor, algo en principio polémico ya que sólo manejaba de manera fluida el español. En la medida en que su principal fuente literaria son novelas extranjeras –principalmente rusas– de dudosas traducciones españolas (“horribles”, según Bianco) que proliferaban a montones en su época, Arlt traduciría su español rioplatense al de España,  que interpreta como el código literario vigente:

No es casual que en esta apropiación degradada, las palabras lunfardas se citen entre comillas (…) las notas al pie explicando que ‘jetra’ quiere decir ‘traje’, o ‘yuta’, ‘policía secreta’, son el signo de cierta posesión. Si como señala Jakobson, el bilingüismo es una relación de poder a través de la palabra, se entienden las razones de este simulacro: ese es el único lenguaje cuya propiedad Arlt puede acreditar (Los Libros, año 4, n° 28: 27).

Piglia retomó esta idea en numerosas ocasiones, incluso la puso a prueba en su nouvelle “Nombre falso”, en la que el narrador –homónimo del autor–, un estudioso de la obra de Roberto Arlt, presenta un presunto cuento inédito de Arlt, “Luba”, que es en verdad un plagio apenas adaptado de una traducción española de “Las tinieblas», del ruso Leónidas Andreiev. A pesar de las pistas que da Piglia en la primera parte sobre la operación que está llevando a cabo, los temas y la prosa del ruso y Arlt tenían tanto en común que el crítico Aden W. Hayes, que para entonces ya había escrito Roberto Arlt: la estrategia de su ficción y, por lo tanto, manejaba su obra, la juzgó como un inédito verídico (Fornet, 2000: 17-20).

Hay otro elemento que le permite a Piglia calificar el estilo de Arlt como extrañado de la lengua materna: su vínculo con el lenguaje popular de los inmigrantes. En la célebre discusión literaria que establecen Emilio Renzi y Marconi en Respiración artificial, luego de sostener que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, Renzi propone a Arlt como el mejor del XX. La reacción de Marconi no se deja esperar. Lo acusa de escribir mal y le adjudica un rol insignificante: “(…) digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo?”, pero el desplazamiento en la respuesta de Renzi –“Era eso, justamente, un cronista del mundo” – le da pie para establecer su teoría sobre la relación entre el valor literario y la masiva inmigración que se produce en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Para Renzi, “la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras (…) es una noción tardía”, que hubiera sido inaplicable a escritores del siglo XIX de la talla de Sarmiento y Hernández y que se establece, en la Argentina, como reacción frente a la inmigración y su impacto en el lenguaje. Desde entonces, según Renzi, la literatura cumple la función ideológica de enseñar el buen uso del idioma nacional, tarea que encarna, de manera cabal, Leopoldo Lugones.  Desde esas coordenadas es que el alter ego de Piglia aceptará que Arlt escribe “mal”: contrariamente al estilo de Lugones, “dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional”, Arlt “percibe que la lengua nacional es un conglomerado”, en el que conviven en tensión tonos y registros opuestos. El trabajo sobre este material y sus lecturas de traducciones españolas (“’jamelgo’, ‘mozalbete’, sus textos están llenos de eso”) explican, como dice en “Un cadáver sobre la ciudad”, ese “extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y extrañeza con la lengua materna que es siempre la marca de un gran escritor”.

Es interesante el matiz que se lee en la última cita. Piglia parecería estar dando un paso más en la resignificación del lugar marginal –en este caso, respecto de la propia lengua– como potencia de las literaturas periféricas. El extrañamiento de la lengua nacional no sería, solamente, el criterio de valor estético de la literatura argentina sino “la marca de un gran escritor” a secas. La ventaja relativa con la que definía Borges la posición periférica de los escritores sudamericanos parecería convertirse en Piglia en un criterio universal de valoración literaria. Sobre esto se extiende en “Conversaciones en Princeton”:

Rulfo, Guimaraes Rosa pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los Estados Unidos. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es nacional (Piglia, 2014: 213)

Piglia volverá a referirse a Faulkner en una entrevista de 1995 para el Faulkner Journal, donde destaca dos rasgos del escritor estadounidense. Como Borges y Arlt, Faulkner construye su propia tradición. La frase clave en la que se basa aparece en la introducción de 1933 de The sound and the Fury: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Pero lo que nos importa es lo que dice sobre su posición excéntrica respecto a la literatura norteamericana de la época:

El lugar desde el cual Faulkner leía la cultura (el contexto afrancesado y periférico del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde afuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este (Piglia, 2014: 122)

Con argumentos muy parecidos –aunque destacando el hecho de haber nacido en países extranjeros y lejanos y haber tenido una lengua materna distinta a la de la escritura–, Piglia calificará a Joseph Conrad y W. H. Hudson como “los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX”.

 

3. La literatura mundial en la literatura de Piglia. Un caso.

Para concluir, intentaré mostrar cómo juegan este criterio de valor estético que propone el escritor argentino y el canon que establece a partir de él en su ficción. Tomaré la última novela que publicó el escritor, El camino de Ida, por dos motivos igual de elocuentes: el primero es que, como se ha dicho[6], condensa todos los temas de su ficción anterior –la mezcla de géneros, el uso de digresiones para “demorar” el desarrollo central de la trama (al punto de volver cuestionables las ideas de “digresión” y “centro”), el recurso autobiográfico, la influencia recíproca entre realidad y ficción, la trama policial–; el otro es que la distancia temporal que la separa de las entradas de los diarios que analizamos –cuarenta y cuatro años, para ser precisos– demuestra que, lejos de haber sido manifestaciones entusiastas de un escritor en ciernes, las intuiciones de Piglia sobre la literatura mundial que expuse en estas páginas se mantienen en su madurez.

El camino de Ida es la historia de un viaje real y existencial. Emilio Renzi se encuentra en un momento incierto de su vida: acaba de separarse de su segunda mujer, su actividad profesional está en una suerte de limbo –hace tanto que no publica que hay quien lo juzga muerto, los guiones que escribe no se filman y los textos que sí salen a la luz los firman otros–; sólo encuentra alguna redención en el libro que escribe sobre Hudson, empresa que tampoco prospera. En ese contexto recibe la propuesta de dar un curso en “la elitista y exclusiva Taylor University”, algo que acepta también a regañadientes y ante la insistencia de Ida Brown, su propulsora en la universidad norteamericana y quien le da nombre al libro. Hay algo fortuito en el viaje, que Piglia insiste en señalar: se da “por azar, de golpe, inesperadamente”, a raíz de que “les había fallado un profesor”. Ese mismo azar pareciera regir, también, varios de los sucesos en los que se involucra, desde convertirse en sospechoso de la muerte de Ida Brown hasta el hallazgo de las claves de esa misma muerte y su posible conexión con una serie de asesinatos a académicos que vienen cometiéndose en Estados Unidos en un libro de Joseph Conrad.

El tema de las clases de su seminario le permite a Piglia llevar a cabo lo que hizo tantas veces antes: utilizar la ficción para hacer teoría y crítica literaria. Como adelantamos, el escritor elegido es Hudson, cuya novela Allá lejos y hace tiempo tendría el doble mérito de ser “uno de los momentos más memorables de la literatura en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos luminosos de la descolorida literatura argentina”. Esta descripción debería ponernos en alerta. La novela tiene una peculiaridad que no muchas comparten: la de poder insertarse en dos cánones nacionales. Pero Renzi, que elige no adjetivar la literatura inglesa, le atribuye a la argentina la triste cualidad de “descolorida”. Si a esto le sumamos otras referencias que aparecen en la primera parte de la novela, como el primer encuentro con Ida Brown, del que dice: “Quería que diera un seminario sobre Hudson. ‘Necesito tu perspectiva’, dijo con una sonrisa cansada, como si esa perspectiva no tuviera demasiada importancia”; la escena en la que conoce a Parker, el detective amigo de su editora norteamericana, que en aras de interpelar a su ex pareja, que trabaja en la librería Labyrinth, hace pasar a Renzi por un gran amigo de Borges; o la de la cena en la casa de Don D’Amato, el chair de “Modern culture and Films Studies”, que lo lleva a decir, con una sorpresa indisimulada: “Esa noche fue muy amable conmigo, teniendo en cuenta que yo era un oscuro literato sudamericano y él un scholar de tercera generación, compañero de Lionel Trilling y Harry Levin”, podríamos incluir a Emilio Renzi entre los representantes del “complejo de inferioridad argentino” que, según dijo en su diario e intenté mostrar en este trabajo, Piglia y su generación habrían logrado superar. Pero además de que la novela, como veremos, abunda en pasajes que contrarían explícitamente esta hipótesis, hay un momento clave que nos permite interpretar en otro sentido estas alusiones.  El día de inicio del seminario sobre Hudson es el primer corte de Renzi con el estado anímico con el que inicia la novela (“perdido”, “desconectado”). Lo dice explícitamente: “me sentí liberado y feliz”. Enseguida se explaya:

y eso me pasa cada vez que inicio un curso, animado por el ambiente de tensa complicidad en el que se repite el rito inmemorial de transmitir a las nuevas generaciones los modos de leer y los saberes culturales –y los prejuicios– de la época (el énfasis es mío)

Si leemos El camino de Ida como un curso de literatura –no sólo por las reflexiones explícitas sobre historia y estilo literario en lo que se dice de Hudson y Tolstói, sino también por la implícita teoría de la traducción que plantea y el modelo de crítico como detective que, como ya lo ha hecho en obras anteriores, propone– podemos reinterpretar esa primera figuración de Renzi como la enseñanza de un prejuicio, quizás uno de los más arraigados en la literatura argentina y, por lo mismo, digno elemento a ser transmitido a las nuevas generaciones como parte de ese rito inmemorial de la enseñanza que acabamos de describir.

Como adelanté, William Henry Hudson es el tema del seminario que Renzi dicta como visiting professor y el primero del gran curso de literatura que es El camino de Ida. En la explicación de por qué elige trabajar con este autor, Piglia, en la voz de Renzi, establece el mismo criterio de valor literario que  intentamos reconstruir a lo largo del trabajo:

Me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones. Hudson encarnaba plenamente esa cuestión. Ese hijo de norteamericanos nacido en Buenos Aires en 1838 se había criado en la vehemente pampa argentina a mediados del siglo XIX y en 1874 se había ido por fin a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, en 1922. Un hombre escindido, con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor.

La relación de distancia y extrañeza con la lengua que antes, refiriéndose a Arlt, planteaba como “la marca de un gran escritor”, apenas se redefine aquí de una manera más general: la del hombre escindido, que elige como tema de su literatura la pampa argentina pero escribe en inglés y desde Inglaterra. La escisión de la que habla Piglia pareciera haberla insinuado, con otras palabras, el propio Hudson  cuando relata el estado afiebrado en el que escribió Allá lejos y hace tiempo. A diferencia de la memoria involuntaria de Proust, en la que un objeto del presente trae, de manera súbita e inesperada, sucesos del pasado, Piglia le atribuye a Hudson algo más cercano a la experiencia del trance: “una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y pudiera ver con claridad los días que había vivido”. Un cuerpo situado en Inglaterra como mero objeto y  simultáneamente un cuerpo que, en tanto sujeto, actualiza las vivencias de la infancia. Piglia deriva de esta escisión una posición ideológica –la elección de un mundo pastoril y pre-capitalista como una opción frente a la Inglaterra posterior a la revolución industrial– y también un estilo muy particular: “Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata”.

El elogio de Tolstói que aparece en el segundo capítulo, ya no en boca de Renzi sino de su vecina, la rusa Nina Andropova, obedece al mismo criterio. El contexto es posterior a la misteriosa muerte de Ida Brown, que tuvo un breve amor clandestino con Renzi suficiente para que este se enamorase y sintiese de una manera paradójicamente intensa su muerte. Digo paradójicamente porque ese dolor, que la novela muestra, no puede ser expresado públicamente por su protagonista no sólo por el carácter secreto de la relación sino, también, para no incrementar las sospechas que el FBI ya tenía sobre él. La única confidente es su vecina, quien además de ayudarlo a sobrellevar la muerte de Ida se convierte en su “asistente” en la investigación detectivesca que inicia Renzi para descubrir qué paso, realmente, con su amante. En ese marco de largas charlas en las que Nina cuenta su breve vida en Rusia y su temprano exilio, especula sobre las particularidades de la lengua rusa, a la que juzga intrínsecamente metafísica:

Cuando uno deja de hablar en ruso y luego escucha a hablar a los rusos, no entiende nada. El más preciso de sus comentarios concretos siempre tenía derivaciones enigmáticas que resultaban incomprensibles. El resultado final de este tipo de mensaje (…) era elevar el significado tan lejos del uso cotidiano que el sentido desaparecía por completo.

La teoría de Nina Andropova es que Tolstói es el mejor escritor ruso por haber luchado contra esa característica de la lengua que ella juzga como una debilidad. En este proceso, dice la vecina de Renzi, “descubrió la ostranenie” que más tarde conceptualizaría Sklovski[7]. Como si fuera el propio Piglia hablando de Roberto Arlt, más adelante dice:

Era un narrador excepcional y su estilo está lleno de dificultades, no tiene nada de elegante, y ha sido criticado y muchos lo acusaron de escribir mal y escribía mal –no era Turguénev- porque buscaba alterar la enfermedad metafísica del idioma vernáculo.

Para ejemplificar temáticamente esta depuración metafísica de la lengua que realiza Tolstói, Andropova cuenta que, en su lucha contra la pena de muerte, escribió una crónica sobre la ejecución de un campesino, concentrándose minuciosamente en un personaje lateral: el encargado de llevar el balde de agua enjabonada con la que se humedecería la soga para que resbale más eficazmente en el cuello del condenado. “Ese detalle”, cierra Nina, “liquidaba toda metafísica y hacía sentir el horror burocrático de la ejecución mejor que cualquier jaculatoria emocional a la Dostoievski sobre los humillados y ofendidos”.

Hay varios elementos en la novela que nos permiten hablar de una teoría de la traducción. No debemos perder de vista, en primer lugar, que la novela transcurre en un espacio en el que la lengua que se habla mayoritariamente no es la lengua materna del narrador. Esto podría no ser un tema pero Piglia se encarga de dejar en claro que sí lo es: gran parte de los hechos son narrados en estilo indirecto, no sólo cuando se reproducen diálogos –que Renzi, en ocasión de algunos equívocos, deja ver que son traducciones de “originales” en inglés–, sino también cuando replica información que le llega  a partir de otros personajes. Esto sucede en casos menores, como en las réplicas de los discursos de Nina que vimos recién, o las exposiciones de sus estudiantes del seminario, pero también en la reconstrucción del caso Munk, el talentoso físico de Harvard que se convierte en asesino serial, que ocupa prácticamente toda la segunda mitad de la novela y que es una traducción de la investigación del detective Parker. Un momento en el que Piglia deja explícitamente este procedimiento en evidencia es cuando, cerca del final de la novela, Renzi visita a Munk en la cárcel. Si bien no tenemos noticias del idioma en el que comienza el diálogo, cuando Renzi toca el tema que lo llevó hasta ahí –la relación entre Munk e Ida Brown– empiezan inmediatamente a “hablar en castellano”, lo que muestra que, hasta entonces, lo que leíamos era una “traducción” del narrador del inglés.

Esto, desde ya, no constituye ninguna teoría sino la constatación de que el narrador, en gran parte de la novela, traduce. Pero la “teoría” en cuestión se monta sobre los casos que acabamos de describir. La primera de las tesis es sobre la relación entre afectos y traducción, y atañe más que nada al vínculo libidinal, para llamarlo de algún mudo, entre el traductor y el emisor del mensaje a traducir. En el primer encuentro entre Ida y Renzi, luego de cenar juntos, la profesora se despide con esta frase: “En otoño estoy siempre caliente”. Enseguida Renzi, estupefacto, vacila sobre lo que escuchó y arriesga otras versiones posibles de la frase original, que revela al lector (In the fall I’m always hot). Después de diseccionar la frase en sus partículas mínimas y pensar variantes del slang para algunas de sus palabras (“Claro que hot podía querer decir speed y fall en el dialecto de Harlem era una temporada en la cárcel”), concluye: “El sentido prolifera si uno habla con una mujer en una lengua extranjera”. Como sabemos que Ida no es cualquier mujer, sino una que lo atrae especialmente, propongo “traducirla” así: el sentido de una lengua extranjera prolifera cuando está en juego el deseo.

La segunda especulación de Piglia sobre la traducción es en relación al clásico problema de la intraducibilidad. En algunos casos Renzi pone palabras en inglés entre paréntesis, dudando de la exactitud de la que eligió como su reemplazante en español (“el accidente, the mishap, the setback, lo llama aquí la policía”; “hay una gracia –un gift– en la adicción”; “hoy la sociedad enfrenta su última frontera: su borde –su no man’s land–“), y en muchísimos más, directamente, usa sustantivos y adjetivos en inglés: “Al rato entró el dean of the faculty”; “a veces esperaba el shuttle de la universidad”; “el traffic alert de la tormenta la desvió de su ruta habitual”. Pero la “intraducibilidad”, para Piglia, no es sólo un problema epistemológico sino también estético, cómo se puede ver bien en este diálogo que tiene con los oficiales del FBI luego de la muerte de Ida:

– Usted era amigo de ella…
– Amigo, colega y admirador- le dije. En inglés suena mejor: friend, fellow and fan.

El más interesante de todos los ejercicios de traducción que aparecen en la novela es el de la traducción productiva, subsidiario de la idea de “lectura arbitraria” que Piglia le atribuye al escritor de ficción. Luego del fatídico día en que le comunican en la universidad que la profesora Brown ha muerto, que incluyó el atroz interrogatorio de los policías, Renzi camina sin rumbo fijo, desesperado, por el bosque aledaño al campus. Intentando calmar la ansiedad se concentra en un poema que le gusta especialmente y que, considera, ilustra bien ese momento: The dust of snow, de Robert Frost. Después de transcribirlo fielmente en inglés, arriesga una versión acotada en español, en la que incluye solo el tercer verso de la primera estrofa y  los dos primeros de la segunda: “La nieve/ Le infundió a mi corazón/ Un nuevo ánimo”. Varias páginas más adelante[8], ya en su casa y ante otro nuevo ataque de angustia, intenta repetir el antídoto, proponiéndose traducir el poema entero. La primera sorpresa es que comienza con el nombre del autor: “Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible”. Inmediatamente después se lanza a traducir verso a verso de una manera frenética, proponiendo pequeñas variantes, algunas más arbitrarias que otras, algunas más poéticas, sin dejar claro cuál de todas las opciones elige. Pero antes de montar la versión final, realiza una tercera operación: cambiar de la primera a la tercera persona (quizás retomando una estrategia de otra época de su vida: ““Vivir en tercera persona había sido la consigna de mi juventud, pero ahora me perdía en la turbulencia abyecta de los recuerdos personales”), con lo que surge esta versión del poema que, por otra parte, ha perdido sus versos y estrofas para convertirse en una larga oración: “Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”. El intento de expurgar la angustia a través de la literatura fracasa porque el final esperanzador del poema de Frost (“Trajo a mi corazón/ un nuevo ánimo/ y de un día perdido/ rescató una parte”), por un desplazamiento que Renzi no explica (¿será la proliferación del sentido, en este caso, por la falta de la voz extranjera de la mujer?), se convierte en lo opuesto: a pesar del nuevo impulso que le produjeron los copos de nieve, su vida ya estaba arruinada. Más allá del significado que el poema tenga en la novela en sí, lo que me interesa señalar es cómo en este ejercicio Piglia pone en práctica uno de los procedimientos con los que caracterizó la “tradición” literaria argentina. En su traducción, aunque se mantenga la mayoría de las palabras de significados equivalentes entre una lengua y la otra, hay un cambio de forma, narrador y sentido que crea algo completamente distinto.

No me detendré en la figura del crítico como detective que encarnan Ida Brown –quien a partir de una lectura atenta de El agente secreto de Conrad descubre que el autor de los crímenes que aquejan a científicos y académicos de Estados Unidos desde hace años basó su estrategia en la novela y, de esa forma, se da cuenta de quién es, lo que le cuesta la vida– y luego Renzi, que descubre el “descubrimiento” de Ida por haberse quedado con su libro e inicia otra investigación –la del vínculo de Ida y Munk–. Sólo quiero agregar que, además de volver a reivindicar un canon basado en escritores que mantienen una posición marginal respecto de su lengua y, muchas veces, su nación, y mostrarlo performativamente con la escritura de El camino de Ida –una novela entre dos lenguas y dos países–, Piglia postula un mundo en el que las influencias no se ejercen sólo de norte a sur. Cité, al comienzo del análisis de la novela, el pasaje en el que Ida Brown no pareciera tomarse en serio “la perspectiva” de Hudson que pueda tener Renzi. Sin embargo, en ese mismo lugar el literato argentino afirma directamente que Ida conocía con precisión su obra (“Había leído mis libros, conocía mis proyectos”). Tampoco es consistente con el “complejo de inferioridad” el hecho de que Renzi, en la primera clase de su seminario, recomiende como lecturas complementarias a Conrad, Kipling y Horacio Quiroga. Por último, si pensamos en la formación intelectual de Munk, quien tradujo “Juan Darién”, el mismo cuento de Quiroga que Renzi da en su seminario y que utiliza para “ilustrar la crueldad de la civlización”, y de cuya biblioteca sólo sabemos que, además del libro de Conrad, contiene Argentina, sociedad de masas de Torcuato Di Tella, podemos sostener sin muchos problemas que en el mundo que Piglia ofrece en su ficción, como si fuera un reflejo de la forma de sus novelas, las fronteras entre el centro y los márgenes están lo suficientemente contaminadas como para poder y desear confundirnos. Esa confusión es la que su obra celebra.

 


[1] Se vuelve necesaria una aclaración metodológica: a lo largo del texto atribuyo las declaraciones de Emilio Renzi al propio Piglia, en una asimilación, quizás ilícita, entre el autor y el narrador. Supongo que Piglia habilitaría esta licencia, ya que él mismo se la tomó respecto a Borges por considerar que, en todos los géneros en los que se movía, trabajaba los mismos temas de manera indiferenciada: “No hago una diferencia entre sus ensayos y sus cuentos, incluso la poesía también trabaja este mismo núcleo (…) Una versión autobiográfica, digamos así, de su relación con la literatura, un gran mito de autor”. Si alguien ha llevado al paroxismo y ha hecho de la mezcla de géneros una estética es Ricardo Piglia. Haber publicado y editado en vida sus diarios atribuyéndoselos a su alter-ego es una prueba más de ello.

[2] En total, son cinco los ingresos que refieren a la “posición lateral” de la literatura argentina y abarcan un periodo de dos años: el primero aparece en abril de 1968 y el último en diciembre de 1969. Salvo en una de las entradas, trae el tema a colación para manifestar la idea de la cita con la que empecé este ensayo: que su generación ha terminado con dicha exterioridad y que es contemporánea, por primera vez en la historia de la literatura argentina, con las corrientes centrales.

[3] Es necesario aclarar que Siskind es consciente de la imposibilidad de entender un movimiento tan amplio como el modernismo como un conjunto homogéneo y sin tensiones internas –incluso en la obra de un mismo autor–. A pesar de ello, sostiene que “el modernismo designa una sensibilidad común que yo rastrearé en relación con imaginarios cosmopolitas” (Siskind, 2016: 152, nota al pie).

[4] Las obras que Gutiérrez Nájera juzga como “grandes creaciones” son: María Estuardo y Guillermo Tell, de Schiller; Fedra y Atalía, de Racine; Sardanápalo, de Byron; Cromwell y Lucrecia Borgia de Victor Hugo.

[5] “Reconocer la desigualdad entre posiciones socioeconómicas y culturales de enunciación dentro de un sistema global de intercambios literarios geopolíticamente determinado es clave para comprender la especificidad del cosmopolitismo marginal que funciona en el discurso literario-mundial del modernismo” (Siskind, 2016: 186).

[6] Las reseñas de la novela que escribieron en su momento Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán y Mario Nossotti, para dar tres ejemplos, enfatizan especialmente este aspecto.

[7] Es interesante confrontar esto con la idea de distanciamiento de Brecht, una variante, en definitiva, de la ostranenie que teoriza Sklovski. En Formas breves, Piglia reconstruye el presunto momento en que Brecht habría intuido la idea de distanciamiento. La lengua rusa, otra vez, juega un rol importante: “… su descubrimiento se produce en 1926 gracias a Asja Lacis. La actriz, que tiene un papel en la adaptación que hace Brecht de Eduardo II de Marlowe, pronuncia el alemán con un marcado acento ruso y al oírla recitar el texto se produce un efecto de desnaturalización que lo ayuda a descubrir un estilo y una escritura literaria fundados en la puesta al desnudo de los procedimientos. En esa inflexión rusa que persiste en la lengua alemana está, desplazada, como en un sueño, la historia de la relación entre la ostranenie y el efecto de distanciamiento”.

[8] “Tenía que dejar de pensar, había pensado, y empecé a traducir el poema de Robert Frost a ver si el ritmo de los versos me permitía respirar mejor. Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible. Dust of snow, copo de nieve o cristal de nieve, polvo de hielo no suena bien, cristal de nieve, diamante en polvo, agujas de nieve,  a snow cristal, pequeños cristales de nieve, nieblas heladas, Polvo de nieve. The way a crow, el modo, la forma en que el cuervo, El modo en que un cuervo /Shook down on me, me hizo caer en mí, dejó caer sobre mí, Sacudió sobre mí / The dust of snow, El polvo de nieve / From a hemlock tree, desde ese árbol, desde el abeto, Desde un abeto // Has given my heart, le dio  mi corazón, le infundió al corazón, Le ha infundido a mi corazón / A change of mood, un cambio de ánimo, otro ánimo, Un nuevo ánimo /And saved some part, y rescató, salvó una parte, Salvando una parte / Of a day I had rued, de un día triste, un día apenado, De un día de pesar. Tal vez en tercera persona sería mejor. Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”.

 

Dos manuscritos inéditos: “Las variantes de La cautiva”, de Esteban Echeverría, y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen de portada: Esteban Echeverría y José María Rojas y Patrón (Archivo General de la Nación: AR_AGN_DDF/Consulta_INV: 268476 y 93570)

Alejandro Romagnoli recupera dos valiosos manuscritos inéditos. Un autógrafo de Esteban Echeverría, titulado “Variantes de La cautiva”, en que el poeta anotó versos alternativos de la obra con la que buscó fundar la literatura nacional. Y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre, en la que el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas cuenta sus impresiones de lectura de dos partes del poema.


 

La importancia de un autor –como la de Esteban Echeverría– vuelve rápidamente atractivos los manuscritos desatendidos u olvidados. Sin embargo, constituyen piezas realmente valiosas cuando permiten ampliar con alguna cuota de significatividad la información existente, posibilitan revisar determinada hipótesis o se abren al interés diverso de otras aproximaciones críticas. Por este motivo, acompañamos la publicación de los documentos con comentarios, a fin de apuntar algunos aspectos relevantes.

 

Las variantes de “La cautiva”

Dentro del ejemplar de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez, se encuentra suelto un folio escrito por el propio Echeverría titulado “Variantes de la Cautiva”. Se trata de sesenta y ocho versos (dos de los cuales se encuentran tachados y son en parte ilegibles), indicios de un proceso de escritura que parece contradecir ciertas imágenes del autor como alguien poco inclinado a las reescrituras y las correcciones[1].

A pesar de que las variantes están agrupadas según las distintas partes del poema, no se organizan siempre de acuerdo con la disposición que ocuparían dentro de cada una de ellas (si se toman en cuenta los versos de la edición príncipe). Por ejemplo, en la novena parte (“María”), la variante “Y sombrean de su frente / La resignación paciente, / La nevada palidez.”, que corresponde a los versos 33, 34 y 35, sigue a esta otra, “Aparece nuevamente / Un matiz fascinador”, que corresponde a los versos 320 y 321. Esta correspondencia no es, en rigor, sino una hipótesis, puesto que las variantes no están acompañadas de precisiones al respecto.

Son escasos, en efecto, los datos que permiten vincular genéticamente el manuscrito con la versión impresa. Se destaca una indicación, entre paréntesis, ubicada debajo del segundo subtítulo, “Del Festín”; allí se lee: “Suprimidos”. Se suscitan, por tanto, determinadas preguntas: si esos versos fueron eliminados, ¿por qué no se los tacha como sucede con otros? Y, sobre todo, ¿cuál es el estatuto del resto de las variantes conservadas, de las que no se indica explícitamente que hayan sido suprimidas? ¿Deberían ser interpretadas como verdaderas alternativas, capaces de reemplazar a los versos publicados en las Rimas?

Algunas variantes son, en principio, fáciles de situar. No parece haber dudas con respecto a la siguiente: “Do quier campos y heredades / A los brutos concedidas”. El primer verso es idéntico al verso 16 de la primera parte del poema, y el segundo se vincula con el 17 (“Del ave y bruto guaridas”). Otro ejemplo podría ser “Del día el oscurecer” que, aunque no esté acompañado de otro verso que le sirva de referencia, se vincula con el 40 (“El pálido anochecer”). También, dentro de esta primera parte es posible encontrar dos variantes para los mismos dos versos; si en la versión publicada se lee “Ya los ranchos do vivieron / Presa de las llamas fueron, / Y muerde el polvo abatida / Su pujanza tan erguida.” (I, vv. 161-164; cursivas añadidas), en el manuscrito se registran, unidas por una línea en el margen, estas dos alternativas: “Al vigor de nuestra lanza / Cayó su fiera pujanza”, “Y su indómita pujanza / Rindió el cuello a nuestra lanza”. En la segunda parte, se da un caso particular: cinco versos octosilábicos que, pese a una mayor reelaboración de la frase, parecen corresponder a otros cinco versos de la misma medida:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

En su mano los cuchillos,

a la luz de las hogueras,

llevando muerte relucen;

se ultrajan, riñen, vocean,

como animales feroces

se despedazan y bregan.

 

(II, vv. 215-220)

(Si bien el empleo del término “amigo” referido a la relación entre los indios permite, por contraste, señalar el carácter “inhumano” de sus crímenes, resulta sugerente su uso; la edición príncipe prefiere, en cambio, la animalización directa: “como animales feroces”).

Por otro lado, hay un grupo de variantes que no son tan fácilmente vinculables con los versos publicados. Se relacionan temáticamente con un pasaje del poema, pero no pueden establecerse relaciones tan directas, lo que evidenciaría una etapa de escritura caracterizada por reelaboraciones de mayor alcance. Considérese, por ejemplo, este caso de la parte séptima:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

(VII, vv. 40-48)

 

Existe un ejemplo de una clase distinta a las anteriores: ni correspondencia unívoca ni reestructuración mayor. Se encuentra en la segunda parte (“El festín”). Solamente un verso coincide en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

 

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

(II, vv. 85-98; cursivas añadidas)

 

(La versión del manuscrito le da más espacio a la mención del espíritu pacificador de las indias, que en el pasaje correspondiente de la versión impresa aparece aludido en la indicación de que “las mujeres detestan” aquello que “apetecen los varones”. Por lo demás, en el poema, tal como fue publicado, el afán apaciguador de las indias es referenciado más extensamente en otro pasaje, posterior)[2].

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre

José María Rojas (1792-1882) era, cuando escribió la carta a Marcos Sastre contándole sus impresiones de lectura de dos partes de “La cautiva”, el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas. En el cargo desde el 30 de abril de 1835, fue reemplazado el 28 de agosto de 1837 por razones de salud (en la carta, del 3 de julio, se refiere a su “fluxión” y a “el dolor de la cara”). Había sido partidario de Rivadavia, ministro de Hacienda del gobierno de Dorrego y del primero de Rosas. Después de 1840, sería legislador. Mantuvo correspondencia con Rosas en el exilio. En su testamento, este le dedicó las siguientes palabras, al legarle la espada de puño de oro que, por la campaña al desierto, le había obsequiado la Junta de Representantes de Buenos Aires: “A mi muy querido amigo, a mi sincero consuelo en la prisión de mi pensamiento, en la soledad de mi destino y pobreza, al señor José María Rojas y Patrón”[3].

La misiva está fechada casi tres meses antes de que el poema se publicara como parte de las Rimas y apenas unos días después de que Juan María Gutiérrez leyera las primeras partes en el Salón Literario. La relación de Sastre con Rojas no es secundaria. Como lo ha advertido Alberto Palcos (a partir de la dedicatoria que el primero le hiciera al segundo en un ejemplar del folleto en que se publicaron los discursos inaugurales), parece haber sido por intermedio del ministro de Hacienda de Rosas que Sastre consiguió la autorización para abrir el Salón Literario[4].

La carta evidencia la lectura por quienes no son amigos ni conocidos; Rojas escribe “Echavarría” en lugar de “Echeverría”, y menciona, entre quienes accedieron a los versos, a unas ciertas “Señoras”. Más allá de la menor o mayor popularidad que estos detalles pueden sugerir, el hecho de que la versión manuscrita circulara por manos muy cercanas a las de Rosas contribuye a cuestionar –no necesariamente a invalidar– determinadas interpretaciones que han pensado el poema como una intervención más bien directa en la política del momento: desde la suposición de Juan María Gutiérrez de que Brian era en la mente de Echeverría el “caudillo ideal de la cruzada redentora [contra Rosas] a que concitaban sus versos” hasta la hipótesis sostenida por Noé Jitrik que ve en “La cautiva” un cuestionamiento de la política de Rosas y su versión triunfal de la campaña al desierto.[5]

Otro aspecto que se destaca es de orden estético. Si Rojas elogia al “gran poeta” que ha podido cantar “la naturaleza solitaria”, es decir, si encarece al poeta romántico, lo hace desde una retórica de corte neoclásico: se refiere al “favor de Apolo” y cita la oda III del libro cuarto de Horacio[6].

Resalta también el juico con que introduce, entre las “muchas bellezas”, una crítica: “De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos”. De esta forma, Rojas parece adelantarse a Gutiérrez en el tópico que señala, en la obra echeverriana, la mezcla del “oro de buena ley con materias humildes”, o, como lo dirá luego Paul Groussac, que Echeverría, pese a sus virtudes, “no presenta una página perfecta”.[7] Por otro lado, la indicación de Rojas revela los reflejos que, en estos versos, hay de otras literaturas: en su intento por ver lo propio, el poeta no deja de mirar el cielo del hemisferio norte.

Por último, una especulación. Rojas dice haber leído “los dos cantos” del poema. Si en primer lugar opina sobre “el canto del Desierto” –sería la primera parte–, luego, al referirse a “el otro canto”, no remite al segundo, sino al tercero, dado que es allí donde se menciona la “polar estrella” (v. 322). Por lo tanto, la carta de Rojas, fechada el 3 de julio, permitiría conjeturar que en el Salón Literario no se habrían leído las dos primeras partes, como suele asumirse,[8] sino la primera y la tercera. El anuncio de La Gaceta Mercantil del lunes 26 de junio deja bien en claro que a las siete de la noche se leería en el Salón Literario “el primer canto”, pero el del 1 de julio, en cambio, solo indica que se haría la lectura de “un canto” del poema, sin especificar cuál[9].

 

Ubicación de los manuscritos y criterios de edición

El folio con “Variantes de la Cautiva” –tal el título que lleva– se encuentra dentro del volumen de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez. El poemario está encuadernado junto con otros dos, después de la segunda edición de Los consuelos –en el catálogo solo figura este título– y antes de Elvira (Biblioteca del Congreso de la Nación, Sala de Colecciones Especiales, Biblioteca y Archivo del Dr. Juan María Gutiérrez; ubicación: B.G. 87). En el margen superior derecho, en sentido vertical, de abajo hacia arriba, se lee: “Autógrafo de Echeverría”.[10] Se actualizan las grafías y la acentuación, pero no se modifican ni la puntuación ni el uso de las mayúsculas.[11] La tilde en “ondéar” constituye en realidad una marca que indica la separación de las vocales; de ahí que se la reemplace por la diéresis (“ondëar”).[12] En un caso, se agrega entre corchetes una letra, que falta por la rotura del margen. Se acompaña la edición del manuscrito con pasajes del texto de la edición príncipe (sin modernizar la puntuación); se destacan en cursiva los versos con los que se establecen la correspondencia en los casos en que esta parece ser unívoca.

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre se conserva en la Colección Carlos Casavalle (1544-1904) del Archivo General de la Nación (ubicación: Autógrafos, Legajo nº 12, documento nº 1558, 1). Se adaptan o desarrollan las abreviaturas: S.or: Sr.; D.n: don; q.e: que; p.a: para; p.o: pero; at.o: atento; seg.o: seguro; ser.or: servidor. La palabra subrayada se edita en cursiva. Se busca mantener el tipo de sangría. Se modernizan las grafías y la acentuación, pero se conservan el uso de las mayúsculas y la puntuación (con la excepción de un caso, en que en rigor hay una raya en lugar de punto y seguido). No se da cuenta de una pequeña tachadura.

 

Variantes de “La cautiva”

 

 

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Del Desierto PARTE PRIMERA. EL DESIERTO.
Do quier campos y heredades

A los brutos concedidas

 

 

 

 

 

 

Do quier campos y heredades                      

Del ave y bruto guaridas,

Do quier cielo y soledades

De Dios solo conocidas,

Que él solo puede sondar.

 

 

(vv. 16-20; cursivas añadidas)

 

 

 

 

Del día el oscurecer

 

 

 

La humilde yerba, el insecto,

La aura aromática y pura,

El silencio, el triste aspecto

De la grandiosa llanura,

El pálido anochecer,

Las armonías del viento,

Dicen más al pensamiento,

Que todo cuanto a porfía

La vana filosofía

Pretende altiva enseñar.

 

 

(vv. 36-45; cursivas añadidas)

 

 

Y su cabellera [——]

Flotaba en la esfera [——]

 

 

 

[Todo el fragmento está tachado. La última parte de cada verso es ilegible].

  Ya el sol su nítida frente

Reclinaba en Occidente,

Derramando por la esfera                

De su rubia cabellera

El desmayado fulgor.

 

 

 

(vv. 51-55; cursivas añadidas)

 

 

La verde grama movía

Del campo que parecía

Como un piélago ondëar

 

  El aura moviendo apenas,

Sus alas de aroma llenas,

Entre la yerba bullía             

Del campo que parecía                     

Como un piélago ondëar.

 

 

(vv. 61-65; cursivas añadidas)

Mientras la noche enlutando

Viene al mundo aquella calma

Que contempla suspirando

 

 

 

Mientras la noche bajando               

Lenta venía, la calma            

Que contempla suspirando,

Inquieta a veces el alma,

Con el silencio reinó.

 

 

(vv. 96-100; cursivas añadidas)

 

 

Al vigor de nuestra lanza

Cayó su fiera pujanza

 

——

 

Y su indómita pujanza

Rindió el cuello a nuestra lanza

 

 

[En el margen izquierdo del folio, una línea enlaza los dos pares de versos; se trata de dos variantes].

  Ya los ranchos do vivieron

Presa de las llamas fueron,

Y muerde el polvo abatida                

Su pujanza tan erguida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(vv. 161-164; cursivas añadidas)

Del Festín

Suprimidos

PARTE SEGUNDA. EL FESTÍN.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

[Un verso se repite en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera].

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

 

 

(vv. 85-98; cursivas añadidas)

El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

[La variante elabora de manera distinta el pasaje completo].

En su mano los cuchillos,

A la luz de las hogueras,

Llevando muerte relucen;

Se ultrajan, riñen, vocean,

Como animales feroces

Se despedazan y bregan.

 

 

 

(vv. 215-220)

Del pajonal PARTE QUINTA. EL PAJONAL.
Flor por la desdicha hollada

 

 

 

 

Flor hermosa y delicada,                  

Perseguida y conculcada

Por cuantos males tiranos

Dio en herencia a los humanos

Inexorable poder.

 

 

(v. 92-96; cursivas añadidas)

De la Quemazón PARTE SÉPTIMA. LA QUEMAZÓN.
 

 

 

 

 

Quién que al vicio inmundo

Del inicuo mundo

El cielo iracundo

Pone a prueba ya

 

 

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo, 

Sumido en lo inmundo,                     

El cielo iracundo                   

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48; cursivas añadidas)

 

 

 

Y que otra vez del destino

Triunfase el amor divino

Del pecho de una mujer

 

  Pero del cielo era juicio

Que en tan horrendo suplicio

No debían perecer;

Y que otra vez de la muerte               

Inexorable, amor fuerte                    

Triunfase, amor de mujer.

 

 

(vv. 131-136; cursivas añadidas)

Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[La variante puede vincularse temáticamente con toda la estrofa].

  Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48)

De Dios la justicia

Vierte de repente

Sobre la malicia

Que triunfa insolente

La tribulación

 

 

[Si bien es posible conjeturar determinadas relaciones, no es claro con qué versos de la séptima parte puede vincularse esta variante].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[E]l fuego ondeando

Venía y tremendo,

El aire empañando

Con humo y rugiendo

Como tempestad

 

 

[La variante también puede vincularse, temáticamente, con otros versos de la séptima parte; por ejemplo, con los vv. 11-30].

  Raudal vomitando,

Venía de llama,

Que hirviendo, silbando

Se enrosca y derrama

Con velocidad.—

 

 

 

 

(vv. 74-78)

De Brian PARTE OCTAVA. BRIAN.
               ¡Oh amor puro

De lo más frágil y duro

Se compaginó tu ser

 

        […] ¡Oh amor tierno!                

De lo más frágil y eterno                  

Se compaginó tu ser.

 

 

(vv. 93-95; cursivas añadidas)

 

Su largo bigote espeso

Se mueve erizado y tieso.

 

 

  Se alzó Brian enajenado,

Y su bigote erizado                

Se mueve; […]

 

 

(vv. 195-197; cursivas añadidas)

De María PARTE NOVENA. MARÍA.
 

 

 

 

 

 

 

 

Semejante a la belleza

Que petrificó el dolor

 

  Nace del sol la luz pura,

Y una fresca sepultura

Encuentra; lecho postrero,

Que al cadáver del guerrero

Preparó el más fino amor.

Sobre ella hincada María,

Muda como estatua fría,

Inclinada la cabeza,

Semejaba a la tristeza           

Embebida en su dolor.

 

 

(vv. 21-30; cursivas añadidas)

Al oír tan crudo acento

Como cae el seco tallo

Al menor soplo del viento,

O como herida del rayo

 

  Y al oír tan crudo acento,               

Como quiebra al seco tallo               

El menor soplo del viento,                

O como herida del rayo

Cayó la infeliz allí;

 

 

(vv. 247-251; cursivas añadidas)

 

Aparece nuevamente

Un matiz fascinador

 

 

Sobre su cándida frente

Aparece nuevamente                        

Un prestigio encantador.

 

 

(vv. 319-321; cursivas añadidas)

Las rosas de su mejilla

Entre nieve sin mancilla

Se muestran

 

 

 

Su boca y tersa mejilla                      

Rosada, entre nieve brilla,

Y revive en su semblante

La frescura rozagante

Que marchitara el dolor.

 

 

(vv. 322-326; cursivas añadidas)

 

 

Y sombrean de su frente

La resignación paciente,

La nevada palidez.

 

 

 

  Sus cabellos renegridos

Caen por los hombros tendidos,

Y sombrean de su frente,                   

Su cuello y rostro inocente                

La nevada palidez.

 

 

(vv. 31-35; cursivas añadidas)

Pero asilo eres sagrado

Donde reposa un soldado

 

 

 

Pero hoy tumba de un soldado         

Eres y asilo sagrado:

Pajonal glorioso, adiós.

 

 

(vv. 104-106; cursivas añadidas)

 

 

 

Carta de José María Rojas a Marcos Sastre

 

 

 

Sr. don Marcos Sastre

Muy apreciado Sr.

 

A pesar de mi fluxión he leído los dos cantos del Sr. Echavarría, que han parecido tan bien a estas Señoras como a mí.

El autor se anuncia como gran poeta en el canto del Desierto: para cantar la naturaleza, y la naturaleza solitaria se necesita el favor de Apolo, y no hay duda que nuestro Bardo lo ha conseguido.

 

     Illum non labor Isthmius

     Clarabit pugilem…

      …………………………

      Et spissae nemorum comae,

      Fingent Aeolio carmine nobilem.[13]

 

El otro canto tiene muchas bellezas; pero habiéndome vuelto el dolor a la cara, solo le haré una crítica. De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos.

 

Su atento y seguro servidor

 

Julio 3/837                                                                                José M. Rojas

 

 


Notas

[1] Así explicaba Ángel Battistessa, por ejemplo, aquello que, según su parecer, constituía el mayor defecto de Echeverría, la redundancia: “Esta falta de poda, más que de su gusto procede de la amontonada frondosidad con que debió cumplir su tarea. ¿Por qué, frente a los trabajos de Echeverría no hacer memoria de las circunstancias en que fueron compuestos? En el sobresalto de las facciones, unos; en el desabor de la enfermedad, otros, y por lo común al dictado o a vuela pluma” (Battistessa, Ángel J., “Echeverría. Primera atalaya de lo argentino”, en Echeverría, Esteban, La cautiva. El matadero, Buenos Aires, Peuser, 1958, pág. LXVIII).

[2] “Sus mujeres entre tanto, / Cuya vigilancia tierna / En las horas de peligro / Siempre cautelosa vela, / Acorren luego a calmar / El frenesí que los ciega, /Ya con ruegos y palabras / De amor y eficacia llenas; / Ya interponiendo su cuerpo / Entre las armas sangrientas.” (II, vv. 225-234).

[3] Ese era su nombre completo (en rigor, “Roxas”; actualizamos la grafía). Citado por Cutolo, Vicente Osvaldo, Nuevo diccionario biográfico 1750-1930, t. 6 R-SA, Buenos Aires, Elche, 1983, pág. 465.

[4] Palcos, Alberto, Historia de Echeverría, Buenos Aires, Emecé, pág. 57. En su edición crítica y documentada del Dogma socialista, Palcos cita (conservando la ortografía) la dedicatoria que Sastre le escribió a Rojas: “Sor. D. José María Roxas – ¿Qué hubieran podido mis deseos sino no hubiesen hallado la simpatía de una alma generosa y sabia como la de Ud., y el amparo de su protección? – Nada. Quedarían estériles, como en todos tiempos ha sucedido a votos no menos sagrados, hijos tambien del mas puro patriotismo. ¡Quiera el Cielo que el Gran Rosas acepte la verdad de los labios de Ud. para que tengamos la satisfacción de ver una Sociedad Literaria en nuestra Patria! / Su mui atento servidor Q. B. S. M. Marcos Sastre” (en Echeverría, Esteban, Dogma socialista, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1940, pág. 232, nota al pie; “sino no”: así aparece citado en Palcos).

[5] Gutiérrez, Juan María, “Noticias biográficas sobre D. Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. LIV; y Jitrik, Noé, Esteban Echeverría, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967, pág. 27.

[6] Cutolo (op. cit., pág. 465) señala que Rojas tenía entre sus lecturas predilectas a los clásicos.

[7] Gutiérrez, Juan María, “Breve apuntamientos biográficos y críticos sobre don Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. XLV; y Groussac, Paul, Esteban Echeverría, edición crítico-genética en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>, folio 19r.

[8] Por ejemplo, en Weinberg, Félix, Esteban Echeverría: ideólogo de la segunda revolución, Buenos Aires, Taurus, 2006, pág. 98.

[9] Existiría aún otra posibilidad: que no hayan sido dos, sino tres, las partes leídas; escribió Vicente Fidel López en su “Autobiografía”: “Se anunció la lectura de tres cantos de La cautiva. El salón se llenó de gente y Gutiérrez nos leyó esos trozos con énfasis y con elegancia”. Sin embargo, la memoria de López es, en esta página, poco confiable, puesto que equivoca visiblemente los años en que funcionó el Salón Literario (López, Vicente Fidel, “Autobiografía”, La Biblioteca, t. 1, 1896, pág. 347; cursivas añadidas).

[10] Más allá de esta indicación, el cotejo con otros papeles de Echeverría permite confirmar que se trata de un texto autógrafo.

[11] Sobre los criterios de edición adoptados, véase Tavani, Giuseppe, “Metodología y práctica de la edición crítica de textos literarios contemporáneos”, en Segala, A. (comp.), Littérature latino-américaine et de Caraïbes du XXe siècle. Théorie et pratique de l’édition critique, Roma, Bulzoni, 1988, págs. 65-84.

[12] En la edición príncipe, la tilde cumple idéntica función en la palabra “crúel”. La tilde en “ondéar” se justifica en la medida en que en otros versos la secuencia vocálica se articula como diptongo (por ejemplo, en I, v. 118).

[13] Se trata de los versos 3, 4, 11 y 12 de la oda III del libro cuarto de Horacio: “No lo harán ístmicas fatigas / púgil famoso […] / y las espesas cabelleras / de los bosques lo harán noble con eolio canto”. Alejandro Bekes, a quien pertenece la traducción, sintetiza de la siguiente forma el argumento de la oda: “Aquel a quien desde la cuna mire benévola la Musa, no vencerá en los juegos ni en las batallas, pero compondrá cantos perdurables. Si Roma se digna mirar a Horario como poeta, esto se debe al favor de la Musa, que él agradece” (en Horacio, Odas, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Losada, 2015, pág. 450).

Paul Groussac y su relación con la literatura argentina

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen: Paul Groussac en su despacho de la Biblioteca Nacional (1905)

En junio se cumplieron noventa años de la muerte de Paul Groussac, un intelectual fundamental de la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX. En esta nota, Alejandro Romagnoli analiza la relación conflictiva que tuvo con la literatura nacional, tomando como punto de partida un manuscrito parcialmente inédito de 172 folios conservado en el Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría«.


La relación de Paul Groussac con la literatura argentina no es la de un irremediable desencuentro, a pesar de cierta visión predominante durante el siglo XX. La afirmación opuesta tampoco es verdadera. Más bien, diríamos que su viaje intelectual por las tierras de la literatura nacional estuvo signado por un vínculo insistentemente conflictivo, decididamente ondulante. Para verificarlo, nos proponemos examinar –en tiempos de homenajes, a noventa años de su muerte– determinadas operaciones críticas, ciertas intervenciones estéticas.

En sus Recuerdos de la vida literaria, Manuel Gálvez sintetizó inmejorablemente aquella visión negativa: “El maestro, por una parte, nos negaba originalidad, juzgándonos en perpetua ‘actitud discipular’, la cual le merecía desdén; y por otra, nos negaba el derecho a buscar nuestra originalidad”[i]. Tal es, en efecto, la tónica que marca la opinión de Groussac, en distintos escritos, en distintos momentos. Y, sin embargo, existen, al mismo tiempo, otras ideas, otras posturas, que cuestionan ese concepto general. Puede pensarse en el prefacio de uno de sus libros más importantes, Del Plata al Niágara, en que, con retórica afín a la de los jóvenes del Salón Literario de 1837, haciendo un paralelo entre independencia cultural e independencia política, escribió con tono programático: “¿Hasta cuándo seremos ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea? […] ¿Cuándo lucirá el día de la emancipación moral, y alcanzará el intelecto sudamericano sus jornadas libertadoras de Maipo y Ayacucho?”. Es cierto que, a renglón seguido, planteaba el “abismo” que existiría entre “pueblos productores y pueblos consumidores de civilización”; pero no es menos cierto que lo hacía para señalar a la Argentina como un país que, escapando a las leyes de la fatalidad, podía aspirar a un futuro de “progreso y grandeza”[ii].

Se ha dicho que, en consonancia con su predominante actitud condenatoria de la literatura nacional, Groussac apenas si se habría ocupado de autores y libros argentinos. Es probable que le haya dedicado estudios más detenidos a otras literaturas, como la española, y es indudable que mucho de lo que escribió sobre literatura argentina aún permanece disperso en publicaciones periódicas. Sin embargo, produjo suficiente material como para poder anunciar, en 1924, un segundo volumen de Crítica literaria que estaría enteramente dedicado a autores nacionales (Echeverría, Mármol, Andrade, entre otros). Ese volumen nunca se publicó, por lo que no es posible saber cuáles de sus intervenciones acerca de la literatura argentina habría elegido priorizar en la recopilación. Podemos sí explorar algunas de sus principales operaciones. En nuestro caso, fue el hallazgo de un manuscrito en su mayor parte inédito el que nos llevó a revisar esta dimensión. Se trata de 172 folios conservados en la colección Paul Groussac del Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría[iii].

En fecha tan temprana como lo es 1882 ya era posible hallar las ideas que sintetizaría Gálvez, y que en otra ocasión Groussac formuló célebremente polemizando con Rubén Darío en 1896-1897[iv]: la literatura americana en general y la argentina en particular como copias necesariamente degradadas de un original europeo al que solo se podría aspirar a dejar atrás en un futuro nunca especificado. De hecho, uno de los problemas con Echeverría es –para Groussac– que no se habría limitado al “noviciado forzoso” al que se verían obligados las naciones nacidas de la colonización: “Me parece destinado para verter en castellano con felicidad y completo éxito las adorables elegías de Lamartine. Pero ha exagerado y prolongado insoportablemente la nota llorosa y melancólica: es un Lamartine que hubiera cambiado de sexo”[v].

Si en este ensayo se inicia su condena de la literatura argentina, al mismo tiempo empieza también allí lo que considera la posibilidad de cierta originalidad. Si la mayor parte de la obra echeverriana le parece a Groussac estar signada por la imitación o el plagio[vi], La cautiva se trataría de una “feliz excepción”: “Representa la entrada del desierto argentino en la gran poesía”. Y agrega: “Aunque sea siempre el mismo autor, que ha estudiado en Europa, y se sabe de memoria todo el romanticismo, hay aquí una apropiación tan feliz de la poesía sabia al tema nuevo, que resulta la creación en el verdadero sentido artístico”[vii]. Cabe aclarar que las virtudes de La cautiva se limitarían exclusivamente a los versos dedicados a la pampa. Como poeta, Echeverría sería fundamentalmente eso: un poeta “paisista”. Sus retratos carecerían por completo de valor. De su talento dramático es índice la “historieta” de Brian y María, apenas una “trama infantil”[viii]. En otra ocasión (en una nota al pie de un artículo dedicado a “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”), Groussac sentenciará: “¡Pobre Echeverría, y qué malos versos ha cometido! Pero diez páginas de La cautiva lo absuelven de todo”[ix].

Si se revisan las distintas ocasiones en que Groussac estimó una posibilidad que tensionaba su extendido pesimismo hacia el arte nacional, es notable el caso de una serie de crónicas musicales publicadas en Le Courrier Français en 1895 y dedicadas a la ópera Taras Bulba (con partitura de Arturo Berutti y libreto de Guillermo Godio). Allí, casi como en ningún otro lugar, Groussac se declara sin ambages a favor de incentivar la construcción de un arte nacional. Escribe:

Los pueblos nuevos, cuya civilización aún está forjándose, han hecho un esfuerzo por agrupar sus legítimas aspiraciones a la personalidad, al ser, en torno a una producción artística que se origine en el territorio nacional. Desde luego, a las viejas naciones fecundas ya no se les ocurre, habría demasiados reclutas; y, en esta ocasión, el árbol escondería el bosque. Pero Rusia, Brasil, los Estados Unidos, muchos otros, durante largo tiempo y apasionadamente buscaron la obra teatral que pudiera ser el núcleo, el punto de unión, y, como se dice en estos lados, el señuelo de las obras artísticas futuras[x].

Por supuesto que, si declara legítima la tentativa operística de fundar un arte original, no aplaude el resultado, dado que la idea de constituir una ópera argentina con una historia de Ucrania le parece una idea “demasiado barroca”[xi]. Y le parece, además, una ópera estéticamente débil, dado que solo tomaba lo más envejecido de la obra de Gógol, la trama “artificial o torpemente byroniana”. Groussac lo dice con una analogía que resulta sugerente: “Para que entiendan mejor los argentinos: el Taras Bulba de Gógol, es, en más grande, La cautiva de Echeverría; ahora bien, imaginen un ‘arreglo’ del poema que sólo mantuviera la ridícula historia de Brian y María –y del cual la pampa hubiese sido extirpada: ¡los diez cuadros a menudo admirables de la pampa, que son todo el poema!…”[xii].

A continuación, Groussac se desplaza un tanto de su posición de juez y avanza hacia una posición de autor al sugerir un tema para una ópera nacional. Su elección no es obvia: ni la monotonía de la conquista en el Plata, ni menos aún la era colonial o la etapa de la independencia. Tampoco, en esta ocasión, la pampa de “La cautiva”. Anota que podría hallarse buen material en Esteco, la capital del antiguo Tucumán, a la que ya se había referido en su Memoria histórica y descriptiva… de esa provincia (1882). Sin embargo, encuentra el “verdadero tema, simbólico y grandioso, de la ópera nacional” en la leyenda de la ciudad de los Césares, acerca de la cual se contaban “extraños prodigios”[xiii].

Sería posible armar dos series, según Groussac se posicione de manera preponderante como crítico o como escritor de literatura argentina. En la primera, es particularmente llena de matices su lectura de Domingo F. Sarmiento. Aquí podemos limitarnos a recuperar esa referencia al sanjuanino como “representative man del intelecto sudamericano” por su “presteza a asimilarse en globo lo que no sabía y barruntar lo que no aprendiera”[xiv]. La frase se vuelve doblemente atractiva si se piensa que, de acuerdo con la concepción groussaquiana más extendida de la intelectualidad sudamericana, quienes parecieran reunir mayores condiciones para convertirse en hombres representativos serían Echeverría y Alberdi. En este sentido, si en otra polémica –con Ricardo Palma– Groussac resume las características del medio intelectual como un lugar en el que “la labor paciente y la conciencia crítica” son reemplazadas por “el plagio o la improvisación”[xv], habría que recordar que, de todas las condiciones de Echeverría y Alberdi, son la de plagiario y la de improvisador las que, según Groussac, respectivamente más los caracterizan, tal como se desprende del manuscrito dedicado al primero y del artículo dedicado a las Bases del segundo[xvi]. En contraposición, existen buenos motivos para pensar la figura de Sarmiento como una feliz excepción; no por su labor paciente o su conciencia crítica, sino porque, como en “La cautiva” de Echeverría, Groussac encuentra en Sarmiento una rareza: la originalidad. Escribe sobre él: la “mitad de un genio”, “La personalidad más intensamente original de América Latina”, el “más genial” de nuestros “escritores originales”[xvii]. En este sentido, Sarmiento es el menos representativo del intelecto argentino: “Es imposible vivir algunos días en contacto con Sarmiento sin sentirse en presencia de un ser original y extraño, ejemplar de genialidad rudimental, sin duda único en este medio gregario”, puntualiza en el relato de su experiencia con el escritor en Montevideo[xviii]. Si Sarmiento le merece esta opinión a Groussac, la razón reside fundamentalmente en un libro, Facundo, al que considera “el libro más original” de la literatura sudamericana, al punto de ser “inimitable”[xix]. Como con Echeverría, como con Alberdi, Groussac elabora elogios y críticas que, en ocasiones, entran en tensión. Porque Sarmiento no es solo motivo para la frase lapidaria o mordaz. Para notar lo que de positivo hay en su valoración, basta con reparar en la variedad de ocasiones en que Facundo se proyecta –como una sombra, apunta Beatriz Colombi en su prólogo a El viaje intelectual– sobre sus propios textos: pensamos en notas como “El gaucho” o “Calandria”, o en su obra teatral La divisa punzó[xx].

He aquí la segunda serie que es posible recorrer en la obra groussaquiana, la que se organiza en torno a la búsqueda de originalidad en su papel de escritor, y no ya de crítico. En esta faceta, también es posible encontrar intervenciones u operaciones de Groussac que se conjugan no sin dificultades. Por un lado, se verifica su rechazo a formar parte de la literatura argentina. Un ejemplo se encuentra en una carta que le dirige al autor de Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales. Cuando Groussac se entera del proyecto del manual, le escribe: “Soy francés, y no me considero con derecho para ser incluido en la historia de la literatura argentina”[xxi]. Emilio Alonso Criado, por su parte, decidió reducir el espacio dedicado a Groussac, pero no omitirlo, e incluir la carta[xxii].

Por otro lado, existen textos de Groussac que pueden pensarse como nacionales. En sintonía con lo que había escrito en la reseña sobre la ópera de Berutti, es una obra teatral la que puede servir de ejemplo[xxiii]. Nos referimos a la exitosa pieza La divisa punzó (1923), a cuyo estreno asistió una “selecta concurrencia”, incluido el presidente de la Nación[xxiv]. En primer lugar, por razones temáticas, dado que, como Groussac gusta de suponer en el prefacio, “no puede existir para un público argentino, un sujeto teatral que, como fuente de interés y palpitante emoción, se compare al drama histórico que pone en escena, como protagonistas, a Rosas y su hija Manuelita, durante el lapso climatérico de los años 29 y 40”. En segundo lugar, por razones formales: es cierto que la identificación del seseo, el yeísmo y el voseo como propios de un “trasnochado ‘criollismo’” muestra la excesiva aprensión por parte de Groussac a ser identificado con una literatura localista; pero no menos cierto es que, finalmente, permitirá que la obra se imprima con esos rasgos, como si la alegada falta de tiempo para lograr un “texto expurgado” no fuera sino una excusa para renegar de ese criollismo y, a la vez, conservarlo[xxv].

Cuando disfruta del éxito como autor de una obra de teatro que tiene elementos que se plantean como nacionales, es precisamente entonces cuando escribe el prólogo a su Crítica literaria, en que, no solo, como ya apuntamos, Groussac anunciaba un segundo volumen dedicado a autores argentinos, sino que incluía su célebre injuria a la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas, publicada entre 1917 y 1922. Lo que condenaba Groussac del proyecto del fundador de la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires era, fundamentalmente, el carácter orgánico que este le reconocía a la literatura nacional. Podría decirse, por tanto: que en 1924 aún no fuera pertinente para Groussac la mirada del historiador sobre la literatura argentina, no implicaba que considerara que no siguiera siendo necesaria la del crítico; tampoco que no fuera necesaria la de aquel que apostaba, como escritor, aunque no sin inconstancia, a construir una obra que se situara en la tradición nacional.

En la conclusión del ensayo sobre Esteban Echeverría, Groussac se había negado a ensayar la síntesis de sus impresiones sobre el poeta romántico, entendiendo que esa actitud resultaría simplificadora. El propio Groussac asumió para sí esa prevención cuando, en el prefacio de El viaje intelectual, justificó la conservación de las “discordancias” o “contradicciones” que pudiera haber en sus propios trabajos, como consecuencia de la transformación del pensamiento[xxvi]. Del anatema a la retórica programática, del rechazo de su pertenencia a la apuesta por una escritura con rasgos nacionales: las opiniones de Groussac sobre este tema tampoco se dejan atrapar en una fórmula sin tensiones.

 

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

 

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 


[i] Gálvez, Manuel, Recuerdos de la vida literaria (I). Amigos y maestros de mi juventud. En el mundo de los seres ficticios, estudio preliminar de Beatriz Sarlo, Buenos Aires, Taurus, 2002 [1944], pág. 146.

[ii] Groussac, Paul, Del Plata al Niágara, estudio preliminar de Hebe Clementi, Buenos Aires, Colihue/Biblioteca Nacional de la República Argentina, 2006 [1897], pág. 57-58.

[iii] El conocido artículo de Groussac sobre el Dogma socialista formaba parte originalmente de esta obra; en 1883, en La Unión y El Diario, había publicado otros dos capítulos, luego olvidados. Estudiamos y editamos el manuscrito completo en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en la Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2018, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>.

[iv] Sobre la polémica, véase Siskind, Mariano, “La modernidad latinoamericana y el debate entre Rubén Darío y Paul Groussac”, La Biblioteca, Nº 4-5, 2006, págs. 352-362.

[v] ff. 44r-45r. Citamos de acuerdo con la foliación del Archivo General de la Nación (reproducida en Romagnoli, op. cit.).

[vi] Echeverría es para Groussac alguien que ha participado de todas las formas de la imitación, incluso del plagio. “La joya más preciosa de ese tesoro de Alí Babá”, escribe Groussac, la constituiría la siguiente reflexión de Echeverría: “Verdades son estas reconocidas hoy por los mismos francesas”, es decir, el reconocimiento de que a quienes ha imitado son de su misma opinión (f. 91r).

[vii] f. 166r y f. 62r (énfasis de Groussac).

[viii] f. 64r y f. 71r.

[ix] Groussac, Paul, “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”, Anales de la Biblioteca, tomo II, 1902, pág. 213, nota 1.

[x] Id., “Ópera nacional”, en Paradojas sobre música, estudio y notas de Pola Suárez Urtubey, traducción del francés de Antonia García Castro, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2008 (publicado originalmente en Le Courrier Français, Nº 299, Buenos Aires, mercredi 24 juillet 1895), pág. 174 (ser: énfasis de Groussac; señuelo: “En castellano en el original” [nota de Pola Suárez Urtubey]).

[xi] El intento más peculiar de Berutti por componer una ópera nacional sería, sin embargo, su ópera Pampa, basada en Juan Moreira. Al respecto, véase Veniard, Juan María, Arturo Berutti, un argentino en el mundo de la ópera, Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”, 1988.

[xii] Groussac, 2008, op. cit., pág. 175.

[xiii] Ibid., pág. 177.

[xiv] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: primera serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005a [1904], pág. 46 (cursivas de Groussac).

[xv] Id., “Tropezones editoriales. Una supuesta Descripción del Perú, por T. Haenke”, en Crítica literaria, Buenos Aires, Hispamérica, 1985 [1924], pág. 374.

[xvi] Sobre Echeverría, véase la nota 6. Por otro lado, en el artículo acerca de las Bases, si son múltiples los rasgos que señala Groussac en la obra de Alberdi –que no está tampoco exento de haber plagiado–, es la improvisación su atributo definitorio: “improvisador de talento” o “incurable improvisador” son dos de las formas en que lo llama (Id., 1902, op. cit., págs. 200 y 231).

[xvii] Id., 2005a, op. cit., págs. 55 y 99.

[xviii] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: segunda serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005b [1920], pág. 46 (énfasis nuestro).

[xix] Id., 2005a, op. cit., págs. 99 y 95.

[xx] Para el análisis de esas proyecciones, véase Romagnoli, op. cit.

[xxi] Alonso Criado, Emilio, Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales, Buenos Aires, Establec. Tipográfico “La Nacional”, 1900, pág. 80.

[xxii] Esto en la primera edición; a partir de la segunda, Alonso Criado complació a Groussac y eliminó toda la sección.

[xxiii] Otros ejemplos podrían ser “El gaucho” o “Calandria”, ya mencionados; apunta Beatriz Colombi: “… la resignificación del personaje del gaucho por parte de Groussac tendrá nuevas derivas: el gaucho legendario y con matices épico clásicos prefigura las conferencias de Lugones, así como la versión ‘outlaw’ y cuchillera de “Calandria” desembocará en Borges” (en Groussac, 2005a, op. cit., pág. 18). Con respecto a La divisa punzó, Groussac se habría opuesto a la hipótesis aquí sostenida, si fue él –como parece haber sido– quien escribió en tercera persona una “Notice biographique” conservada entre sus papeles (trad. por Alberto M. Sibileau, en El caso Groussac, Buenos Aires, Hesíodo, pág. 48). Sin embargo, también saludó el artículo “‘La divisa punzó’ y el teatro nacional”, en que Ángel Acuña situaba la obra en un lugar fundador del teatro argentino (véase Acuña, Ángel, Ensayos, Buenos Aires, Espiasse, 1926, págs. 89-100 y 221.)

[xxiv] “‘La divisa punzó’ fue estrenada con éxito en el Odeón”, La Nación, 7 de julio de 1923, pág. 7.

[xxv] Groussac, Paul, La divisa punzó, Buenos Aires, Jesús Menéndez e Hijo, Libreros Editores, 1923, págs. XVI, XXI-XXII.

[xxvi] Id., 2005a, op. cit., pág. 38.

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«Asfalto», de Renato Pellegrini: un lugar para los homosexuales en la Argentina de los años ’50

Por: Alejandro Virué

Imágenes: Compendio evocador de Asfalto (Tirso, 2004)


Entre 1955 y 1966 existió en Buenos Aires un peculiar proyecto editorial, dirigido por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi. Ediciones Tirso se propuso publicar obras de temática homoerótica en un momento en el que la homosexualidad era un tema tabú. En este texto, Alejandro Virué analiza una de sus publicaciones: la novela Asfalto, de Renato Pellegrini, una de las pocas obras de ficción que describe pormenorizadamente las redes de sociabilidad de los homosexuales en la Buenos Aires de los años ’50. A partir de un breve recorrido por las asociaciones entre homosexualidad y extranjería, hegemónicas en el siglo XIX y gran parte del XX en la Argentina, el autor interpreta la operación editorial de Tirso y la de Asfalto en particular como un modo de resignificar positivamente lo cosmopolita, en aras de habilitar un discurso a contramano del nacionalismo homofóbico de la época.

El texto, además de iniciar la publicación de los avances de las tesis de los estudiantes de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, pretende ser un pequeño homenaje al escritor Leopoldo Brizuela. Él no solo fue el responsable de que, a principios de 2016, se incorporara a los fondos de la Biblioteca Nacional el archivo personal de Abelardo Arias, sino que también fue quien le hizo descubir al autor de esta nota la existencia de Ediciones Tirso y de Renato Pellegrini. Sin su generosidad, este trabajo no existiría.


A principios de 2016, por la gestión del escritor Leopoldo Brizuela, la Biblioteca Nacional recibió la donación del archivo personal de Abelardo Arias. En ese momento yo trabajaba en la oficina contigua al área de “Archivo y colecciones particulares” y Leopoldo solía mostrarme los materiales que iba incorporando al acervo de la institución. Fue así que me enteré de la existencia de Ediciones Tirso, un emprendimiento de los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi que funcionó entre los años 1955 y 1966 y se dedicó mayoritariamente a publicar novelas de temática homoerótica. El proyecto era completamente insólito en el ámbito local: la homosexualidad seguía siendo un tema tabú y los libros eran susceptibles de censura por motivos morales y políticos. La primera publicación de Tirso, Las amistades particulares, del francés Roger Peyrefitte, fue prohibida por la intendencia de Buenos Aires durante seis meses. Un derrotero similar sufrieron varios de sus títulos. Quizás el caso más emblemático fue el de Asfalto, de Renato Pellegrini, publicada en 1964. Además de ser censurada y confiscada, el autor fue sometido a un extenso proceso judicial que culminó con una condena a prisión en suspenso. La editorial retomó su actividad en el año 1994 por impulso del propio Pellegrini, que se había apartado por completo del mundo literario después del affaire Asfalto. Unos años antes la novela había sido objeto de algunos estudios críticos por parte de Osvaldo Sabino, Herbert J. Brant y José Maristany. Este reconocimiento tardío fue, sin dudas, crucial en la resurrección del proyecto editorial que, sin embargo, volvió con un perfil diferente y abandonó la traducción de novelas extranjeras para concentrarse en la producción homoerótica local (Peralta: 191).

Entre los documentos del archivo personal de Arias había un dossier que compilaba las notas de prensa, la recepción crítica y el itinerario judicial de Asfalto. Leí esos documentos de un tirón, azorado por la biografía de Pellegrini, las características de sus novelas, el proyecto editorial Tirso, los entretelones de la publicación de Asfalto, su trágico y rimbombante destino judicial, la anulación completa de su estatus de objeto literario a partir de la confiscación de sus ejemplares y del silencio de los críticos, el abandono de la literatura por parte de Pellegrini.

La constitución de ese dossier era, en sí misma, sintomática: aunque la serie de textos testimoniales y críticos era antecedida por la tapa original de la novela seguida del epígrafe y el prólogo, la obra brillaba por su ausencia. Aunque fue el contenido de esa ficción el que desencadenó esa serie de hechos, estos últimos adquirieron vida propia y volvieron anecdótica a la obra.

 

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

 

Sin obviar el contexto de aparición de la novela y su trayectoria extra-literaria, en este texto procuraré hacer una lectura atenta de Asfalto, concentrándome en los diferentes discursos sobre la homosexualidad que sostienen sus personajes y las redes de sociabilidad homosexuales en la ciudad de Buenos Aires que presenta la novela. Para esto, en primer lugar realizaré un breve recorrido por el modo en que se concibió la homosexualidad en la Argentina desde fines del siglo XIX, haciendo foco en la manera singular que encontraron las élites políticas e intelectuales de excluir a los homosexuales como sujetos legítimos de la nación a partir de su asociación con lo extranjero. Luego, analizaré la forma en que el proyecto editorial de Tirso dialoga con esta tradición, intentando resignificar positivamente la equivalencia entre homosexualidad y extranjería a partir de la traducción de novelas de temática homoerótica de autores europeos que ya contaban con prestigio en la Argentina, con el fin de crear un espacio para la publicación de ficciones locales en la misma línea. Por último, intentaré mostrar el carácter peculiar con el que Pellegrini representa esta oposición a partir de los dos discursos sobre la homosexualidad que entran en disputa en Asfalto, uno limitado por las restricciones del Estado nacional y otro que pretende ir más allá de ellas, identificado con lo extranjero.

 

Homosexuales internacionales       

El 27 de septiembre de 1947 el periódico porteño Parlamento publicó una nota titulada “Degenerado: cuatro criminales, un culpable”. El artículo refiere al asesinato del belga Leopoldo Buffin de Chasal a manos de cuatro jóvenes, uno de los cuales había trabajado como empleado doméstico de la víctima. El hecho generó cierta conmoción pública pero, como anticipa su título, el artículo de Parlamento lo utilizó para dar cuenta de un delito que juzgaba mayor:

El crimen cotidiano, sordo, sin muertos, escondido y silenciado, el crimen moral y físico que los homosexuales cometen todos los días, el crimen visible en las calles, confiterías, cines y paseos, ese crimen, innumerable y diario, ese es el que principalmente importa, el que más interesa o el que debiera interesar.

Frente a la persistencia silenciosa del delito de la homosexualidad, el asesinato de Buffin resulta anecdótico o, peor, es reivindicado como un acto de justicia. Finalmente, los otros son criminales pero él es el culpable. La nota advierte sobre la proliferación de esta actividad inmoral en el centro de la ciudad de Buenos Aires en el que “pululan homosexuales internacionales”. Y reclama la pertinencia de algún “sesudo editorial” que denuncie esta peculiar inflexión de los inmigrantes.

La asociación entre homosexualidad y extranjería es una idea que tiene su tradición en la cultura argentina. Los trabajos de Bao y Salessi la juzgan un lugar común de los textos científicos y jurídicos de fines del siglo XIX y principios del XX. En su tesis doctoral, Jorge Luis Peralta, retomando a Salessi, afirma que “mientras las definiciones en torno de la ‘homosexualidad’ eran confusas e inestables, no se tenían dudas acerca de su origen: se trataba de una enfermedad proveniente del extranjero, más concretamente de Italia y Alemania” (Peralta, 2013: 28). El estudio de las “desviaciones sexuales” fue de la mano del proceso de organización y consolidación del Estado argentino. Los homosexuales y travestis formaban parte de “aquellos grupos que desafiaban el modelo de nación propuesto por la clase dirigente” (Peralta: 27). La redistribución de esos grupos que ejerció el peronismo no incluyó a los homosexuales, que siguieron siendo lo otro de la nación. Omar Acha y Pablo Ben ubican en esas coordenadas la referencia del semanario Parlamento sobre los “homosexuales internacionales”, que “debe ser observada como parte de un proceso que opone a nosotros y los otros. En el primer grupo se encuentran el ‘pueblo’ y el Estado nacional, mientras los homosexuales son concebidos como externos a la sociedad y asociados con lo ‘internacional’ en un sentido nacionalista, en una dicotomía similar a la oposición Braden/Perón” (23). Gabriel Giorgi lee en el mismo sentido algunas ficciones de la década de 1960 que tematizan la homosexualidad. Luego de analizar el cuento La invasión, de Ricardo Piglia, bajo la lógica de lo monstruoso (los homosexuales con los que Renzi comparte la celda cuando cae en prisión le generan una ansiedad que Giorgi califica de “catástrofe perceptiva”, la invasión de un “espectáculo impensable e inesperado” que solo puede ver mientras no logra codificar y que una vez que entiende se niega a seguir mirando) mostrará la especificación nacionalista de esa tipificación en Los premios, de Julio Cortázar, donde el marinero Bob seduce y abusa de Felipe, un adolescente argentino. La novela no solo abunda en descripciones deshumanizantes de Bob sino que enfatiza su condición de extranjero, estableciendo la homosexualidad como límite entre el interior y el exterior de la comunidad nacional (Giorgi, 2000: 248-249).

Aunque la nota de Parlamento y la novela de Cortázar se mueven en un terreno supuestamente descriptivo (el centro de Buenos Aires se representa como asediado por “homosexuales internacionales”, el marinero es extranjero) es inevitable colegir su dimensión normativa: un argentino auténtico no puede ni debe ser homosexual; de hacerlo será considerado un desertor,  cooptado por las perniciosas influencias extranjeras.

Curiosamente, el proyecto de Ediciones Tirso, fundado por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini en el año 1956, pareciera coincidir con este diagnóstico. La traducción y publicación de ficciones europeas y norteamericanas de contenido explícitamente homoerótico es concebida por sus artífices como la apertura de un campo inexistente en el ámbito local. El objetivo de Arias y Pellegrini, sin embargo, es exactamente el opuesto al del semanario Parlamento: la publicación de esas obras, lejos de pretender acentuar el límite entre la nación-heterosexual y lo extranjero-homosexual, procura habilitar un terreno local (una “tradición” y un público) para sus propias novelas sobre el tema, que no tardarán en aparecer.

Como adelanté, Tirso inicia su actividad en 1956 con la publicación de Las amistades particulares, de Roger Peyrefittte, un autor muy leído en aquel momento tanto en Europa como en Argentina (Peralta: 194). Aunque la editorial Sudamericana ya había publicado otros libros del escritor y poseía los derechos de todas sus obras, el contenido polémico de Las amistades particulares los disuadió de sumarla a su catálogo y permitió que Arias y Pellegrini la tradujeran y publicaran como lanzamiento de su sello editorial. Aunque la “amistad particular” a la que alude el título refiere a un vínculo afectivo entre dos adolescentes en un internado católico que no alcanza su consumación sexual, el libro fue prohibido de inmediato por la intendencia de la ciudad de Buenos Aires y se distribuyó recién seis meses después, luego de idas y vueltas judiciales, con un gran éxito de ventas[1]. Además de esta novela, Tirso publicó Los amores singulares (1961), también de Peyrefitte, La ciudad cuyo príncipe es un niño (1958), de Henry de  Montherlant, El otro sueño (1958), de Julien Green, Los fanáticos (1959), de Carlo Coccioli y El regreso del hijo pródigo (1962), de André Gide, entre otras.

Los títulos del catálogo de Tirso confirman y al mismo tiempo desafían la invasión de Buenos Aires por “homosexuales internacionales” que denunciaba el semanario Parlamento una década antes. Estos no solo ocupan, ahora, las calles del centro de la ciudad sino también sus librerías. El escritor Héctor Murena da cuenta de esta novedad en el artículo “La erótica del espejo”, publicado en el nº 256 (enero/febrero de 1959) de la revista Sur. Allí describe a Tirso como una “editorial especializada en sodomía” e inscribe su aparición en el incipiente proceso de “homosexualización de la sociedad” que, desde su perspectiva, afecta a toda la cultura occidental. En el caso específico de la Argentina, este proceso permanece aún en un nivel inconsciente: “… mientras que en el plano mental se continúa rechazando la homosexualidad, en el profundo nivel instintivo se la acepta, se la celebra incluso”. Más allá de la benevolencia con la que pretende referirse a los homosexuales, a los que exculpa por encarnar una más de las patologías de una sociedad que diagnostica “sexualmente enferma”, el texto es abiertamente homofóbico: la “sanación” social implicaría, necesariamente, la desaparición de la homosexualidad, una forma de autoidolización tan perversa como el narcisismo, el tribalismo, la locura y el nacionalismo (Murena: 19). Lo más interesante a los fines de este trabajo es su hipótesis respecto del surgimiento de una editorial como Tirso, que se valdría de una generalizada salida del closet por parte de los lectores, que pasaron de leer a escondidas los libros de Oscar Wilde a pasear por las calles “llevando bajo el brazo las novelas de un Peyrefitte”. Más sorprendente aún es su afirmación de que las “multitudes” que leen literatura homoerótica son “en su mayoría heterosexuales” (Murena: 20).

Aunque la filosofía de la historia de Murena suene arbitraria y delirante, sirve para pensar la dinámica de la primera publicación de Tirso. El Estado, ese complejo aparato que Hegel interpretaba como una de las concreciones más perfectas del espíritu, la prohibió de inmediato. Pero una vez levantada la prohibición el libro se convirtió en un éxito editorial.

El rechazo mental de la homosexualidad que Murena le atribuye a los argentinos se confirma en el cuidadoso paratexto que acompaña las publicaciones de Tirso. En la introducción a Las amistades particulares, se lee:

Ediciones Tirso ha dudado mucho sobre la conveniencia de publicar este libro. Opiniones de escritores, maestros y psicólogos nos han decidido a ello (…) Peyrefitte nos presenta este problema de la EDAD AFECTIVAMENTE INDIFERENCIADA que debe y puede interesar a padres y educadores, a todos aquellos que creen que el conocimiento de la persona humana, por medio del planteo de sus problemas, es la manera más noble de cooperar en su progreso, de alejarse de intolerancias y fanatismos, por sobre todas las cosas: de comprender. Sólo nos resta indicar (pues Ediciones Tirso prefiere rechazar a sorprender a un lector) que no es un libro para todos” (citado en Peralta: 196. Los subrayados corresponden al original).

El texto tiene varios elementos significativos. En primer lugar, hay que desconfiar de su dimensión asertiva. Recordemos que Arias y Pellegrini eligieron el libro de Peyrefittte como la carta de presentación de Tirso en sociedad. Sería extraño que los agentes de un proyecto de estas características no eligieran con sumo cuidado su obra inaugural y le atribuyeran la decisión, en última instancia, a las opiniones de otros actores del campo (escritores) y especialistas en áreas externas a la literatura (educadores y psicólogos). Más verosímil es pensar que ese señalamiento reviste un carácter estratégico, derivado del reconocimiento de que la novela resultaría polémica tanto para los censores estatales como para buena parte del público. La manifestación de las dudas respecto de la publicación del libro es una performance defensiva en la que los editores establecen una relación de complicidad con aquellos que podrían condenar la novela para luego ofrecerles una solución a través de las voces autorizadas en los terrenos en disputa, tanto el literario como el moral. En relación a este último, es interesante que se defienda la ficción por su naturaleza edificante y se recomiende, casi se exija –debe y puede– la lectura  a padres y educadores. Tanto Acha y Ben como Sebreli explican el incremento de la persecución de los homosexuales en los últimos años del primer peronismo a partir del nuevo modelo de familia nuclear que se había vuelto hegemónico en la Argentina desde principios de los ’50 y era fuertemente promovido por el Estado. En este sentido, un libro que representara los pormenores de esa “edad afectivamente indiferenciada” o bisexual que Peyrefitte sitúa en la adolescencia podría incitar a los padres a ejercitar una tolerancia mayor en la crianza de sus hijos o, incluso, a advertir los “peligros” que conllevan para el desarrollo sexual de los jóvenes las instituciones con presencia exclusiva de uno de los sexos, como el internado católico en el que transcurre la novela.

El comienzo defensivo y aleccionador de la presentación del texto deriva, sin embargo, en la valoración del “problema” como un componente más de la complejidad del ser humano que contribuye a su comprensión y, finalmente, a su progreso.

La advertencia final es reveladora y, al mismo tiempo, desconcertante. Al afirmar que el libro de Peyrefitte no es para todos pareciera evocarse la figura del entendido, una operación típica de la tradición homofílica en la que críticos como Brant, Maristany y Peralta incluyen las publicaciones de Tirso. Los entendidos serían aquellos que comparten una serie de rituales codificados que confirman una sensibilidad común. En sus diarios de viajes por Europa en los años ‘50, también publicados en Tirso, Abelardo Arias narra una anécdota con Peyrefitte que ilustra ejemplarmente esta condición. Al elogiar de manera vehemente la estatua de un Hermes de mármol de la época helenística, el escritor francés le pregunta si puede considerarlo uno de los suyos y Arias se lo confirma diciendo: “¡Imagínese, mi primer amor en literatura fueron los clásicos griegos!” (Peralta, 2013: 265). La lógica de los entendidos supone, entonces, la revelación de preferencias eróticas a partir de ciertos referentes culturales.

Pero si la advertencia, en efecto, fuera una moción de exclusividad, ¿cómo se concilia con la primera parte del texto? La introducción empieza evocando un grupo específico de lectores a los que se atribuye una vinculación directa con el tema de la novela (padres y educadores) para luego reivindicar su condición universal por tratarse de un problema del “ser humano”. A mi juicio, la aclaración final es más una reserva de excepción que una invitación a un grupo selecto de lectores, como si se le dijera al lector: si las dos primeras razones no te convencieron, entonces no sigas, salvo que seas uno de nosotros.

 

Asfalto: un lugar para los homosexuales en la literatura argentina

La necesidad de una estrategia para habilitar un espacio de lectura de las publicaciones de Tirso se encuentra en la mayoría de sus libros pero se vuelve aún más patente en las novelas de autores locales. En el caso específico de Asfalto, el prólogo, escrito por Manuel Mujica Láinez aunque publicado sin su firma en la primera edición, replica algunos de los temas del de Las amistades particulares. En primer lugar se refiere a la novela inicial del escritor, Siranger, publicada en 1957, con la que se establece una relación de continuidad: “La ardua temática, de delicadas raíces psicológicas que inspiró su libro inicial y que lo ha hecho acreedor a un éxito notable, vuelve a aflorar aquí, siete años después, robustecida y afirmada por una madurez que nutren la experiencia y el dominio técnico”. Aunque aquí no se dude de la conveniencia de publicar el libro, como lo hacía la introducción al de Peyrefitte, la calificación del tema como “arduo” intenta, otra vez, establecer una complicidad con aquellos que podrían objetar su tratamiento en una obra literaria. El prólogo acentúa esa línea cuando se refiere a los “riesgos” que implica escribir sobre esta temática, riesgos que Pellegrini parece haber sorteado con éxito en su primera novela, lo que lo vuelve acreedor “de una aguda capacidad intelectual muy poco frecuente”.  Sin embargo, el texto de Mujica Láinez, como el prólogo al libro de Peyrefitte, vuelve a evocar la figura del entendido al afirmar que Asfalto “no es, por cierto, una obra destinada al grueso público”.

 

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

 

Otro elemento significativo del paratexto de Asfalto es el epígrafe de Albert Thibaudet: “El novelista auténtico crea sus personajes con las direcciones infinitas de su vida posible; el novelista facticio con la línea única de su vida real. El genio de la novela hace vivir lo posible, no revivir lo real”. Por un lado, parece insistirse con el gesto defensivo: lo que se leerá en adelante, por más verosímil que resulte, no es autobiográfico. No debe buscarse un correlato entre el autor de la novela y sus personajes, más allá de que estos encarnen “las direcciones infinitas de su vida posible”. El epígrafe, además de su contenido asertivo, tiene una dimensión performativa: si la novela fuera meramente un conjunto de recuerdos personales del autor carecería de genio. Al elegirla como antesala de su novela, Pellegrini pareciera querer evitar una lectura autobiográfica; si se la hiciera, habría que creer que el propio autor presenta a su obra como carente de genio, algo en principio absurdo.

El discurso que escribe Abelardo Arias para presentar la novela vuelve sobre la relación entre homosexualidad y extranjería aunque invirtiendo la carga valorativa: la aceptación de la homosexualidad en los países centrales, lejos de generar suspicacias, supone un argumento contundente para legitimar el tema como material del arte y a la novela como objeto artístico.

¿Qué ha hecho Renato Pellegrini en su novela Asfalto? Simplemente tocar con coraje un problema social que la literatura del siglo XX ha planteado después de un largo silencio de siglos. Lo tremendo es que, entre nosotros y a esta altura del siglo, se necesita decir que un novelista tiene coraje para hacer lo que André Gide realizó en su Corydon hace más de 50 años. Lo tremendo es que todavía necesitamos explicar por qué un escritor desarrolla un tema candente.

El texto de Arias pone de manifiesto una y otra vez la paradoja que supone su existencia: por un lado, se empeña en justificar la pertinencia de la novela; por el otro, ridiculiza la necesidad de esa justificación, atribuyéndola a la hipocresía de los lectores argentinos, a los que les valdría la máxima de Henry de Montherlant: “A la gente le gusta hacer cosas sucias, pero que le hablen de cosas muy morales”.

Abelardo Arias recurre a la autoridad de las letras europeas con el objeto de transferirle prestigio a la novela que presenta y a su autor de tres maneras: (a) el profesionalismo de Renato Pellegrini, que posee “una seriedad de escritor europeo”; (b) la actualidad del tema de la novela; (c) el “patrocinio” de escritores de la talla de André Gide, Roger Peyrefitte, Jean Paul Sartre y Jean Genet. Cada uno de esos puntos tiene, como correlato, una crítica a la literatura argentina, ya sea por el carácter improvisado de sus autores, por la falta de actualidad  de sus temas o por la hipocresía con la que son juzgados.

En primer lugar, Arias destaca que Pellegrini se haya tomado siete años para publicar su segunda novela, algo que “no es común entre nosotros, que a menudo publicamos ‘borradores’ de obra”. Para fortalecer este punto, cuenta que en ese periodo Pellegrini escribió otra novela pero no estuvo conforme con su resultado y decidió resignar su publicación. Para Arias, que no oculta su concepción romántica de la escritura, esta capacidad de despojo es un signo de honestidad intelectual y profesionalismo que lo emparenta con sus pares europeos.

Inmediatamente después contrasta el tono defensivo de su discurso con el del que escribió Jean Paul Sartre para presentar la obra de Jean Genet, que se convirtió en un volumen independiente de más de 600 páginas en el que no hay un solo indicio de que se necesitara “dar una explicación de por qué lo hacía”. Para Arias, el “tremendo realismo poético con que Jean Genet se refiere a la unisexualidad” sigue resultando escandaloso en la Argentina y sus libros, como consecuencia, “intraducibles”. Este anacronismo local le da pie para referirse a la concepción de la literatura de uno de los autores publicados por Tirso, Roger Peyrefittte. Para el francés, el hecho de que existan “temas prohibidos” es un plus para la producción literaria, cuya función es oponer a la moralidad vigente un código ético alternativo; en términos de Pascal, a quien cita, “una moral que se burle de la moral”.

Este tono provocador, sin embargo, es matizado en el final del texto. Allí Arias incita a los lectores que puedan sentirse escandalizados con Asfalto a que continúen con la lectura, considerando “que tienen cerca de ustedes a estos grandes escritores que les he mencionado”. Apelando a una admiración por los escritores franceses que da por sentada en los posibles lectores de Asfalto, Arias pretende atemperar el rechazo que la obra pudiera provocarles.

Yendo, ahora sí, a la novela propiamente dicha, en las páginas que siguen intentaré mostrar la forma peculiar en que se representa el estado de cosas antes descripto. Mi hipótesis es que Asfalto es una novela de iniciación en un doble sentido: al descubrimiento y la experimentación de la sexualidad de Eduardo Ales, el personaje principal, lo acompaña el intento de Pellegrini de iniciar a los lectores argentinos en el universo de la homosexualidad, en un movimiento progresivo que va desde una valoración inicial negativa a su aceptación como un modo de vida posible. Este recorrido tiene como correlato, a su vez, un movimiento geográfico desde el interior de la Argentina hasta Buenos Aires y desde allí al mundo, desde un provincianismo conservador hacia un cosmopolitismo liberador.

 

De Córdoba a Europa vía Buenos Aires. El (no) lugar de la homosexualidad en la nación argentina

 Asfalto narra la historia de Eduardo Ales, un joven cordobés que, al quedar libre en el colegio secundario donde cursaba su último año, decide abandonar a su familia y mudarse a Buenos Aires. Tal como lo indica el título, una de las grandes protagonistas de la novela es la ciudad. Allí Eduardo entrará en contacto con un submundo del que apenas tenía noticias hasta entonces y, mientras intenta adaptarse a ella –encontrar un lugar para vivir, conseguir un trabajo–, conocerá a una serie de personajes que pondrán en jaque muchas de sus creencias, principalmente las referidas al amor y la sexualidad.

En “Espacios homoeróticos en la literatura argentina (1914-1964)”,  su magistral tesis doctoral, Jorge Luis Peralta realiza un análisis pormenorizado de la iniciación homosexual de Eduardo Ales en relación al espacio en el que se mueve. Divide el proceso en tres etapas de aprendizaje: erótico, social y emocional. Mientras que el primero tiene su episodio inicial en el pueblo cordobés en el que vivió los primeros años de su vida, los otros dos son puramente urbanos y requieren de la metrópolis para tener lugar. Según Peralta, la ciudad adquiere “un estatus similar al de un personaje. En vez de ser un escenario ‘paciente’, donde ocurren acontecimientos, se manifiesta como un escenario ‘agente’, que los desencadena y determina” (337). Así es que el primer encuentro homosexual de Eduardo Ales, que se da en un parque del pueblo de Córdoba donde vive, el auto reproche que le sigue y la falta de información disponible para reflexionar sobre lo sucedido son determinantes en el impulso que lo lleva a comprar un pasaje y marcharse a Buenos Aires sin dinero ni contactos. Ya en la ciudad, cada uno de los encuentros implicará, de una manera relativamente lineal, una ganancia en satisfacción en el contacto erótico homosexual, una mayor disponibilidad teórica para incorporarlo al curso de su vida y una comunidad que, con sus matices, funcionará como espacio de contención y reconocimiento. Peralta sostiene, sin embargo, que ese progreso queda trunco en lo que respecta al aprendizaje emocional: aunque la figura de Marcelo, un personaje que aparece en el último tercio de la novela, supone un punto de inflexión –la “homosexualización” previa le permite a Eduardo Ales aceptar la atracción a primera vista que siente por Marcelo; esto da lugar a un contacto de mayor intimidad, a un intercambio más allá del sexo– la aparición de Julia, único objeto de atracción heterosexual del protagonista, y el episodio del capítulo final con el lustrabotas, personaje que representa un tipo de homosexualidad parcialmente condenado en la novela, que muere a manos de Ales, confluyen en la imposibilidad de una asunción completamente exitosa de su homosexualidad. No hay final feliz en Asfalto y la historia de amor con Marcelo no se concreta.

Como dije antes, el desembarco de Eduardo Ales en Buenos Aires no carece de dificultades. Sus primeros días transcurren entre pensiones y hoteles de mala muerte, cuyo financiamiento depende, en gran parte, de sus intercambios sexuales. Las descripciones de Ales son elocuentes. Apenas llegado a la ciudad, el joven se encuentra con un panorama desalentador, en el que priman la indiferencia de muchos y la cacería sexual de otros tantos:

Asfalto. Automóviles veloces. Cordón de la vereda. Entrada del subte, a la derecha, succionante. Hombres apostados. Me miran con ojos redondos de animales dañinos. Un gordo barrigón me hace guiños. Lo miro, colérico. El sonríe, tiernamente. ¿Me conoce, acaso? A su lado, otro hombrecito, me sonríe (Pellegrini, 1964: 40).

Aunque sus primeros encuentros están exentos de placer, la búsqueda de Ales no está atada exclusivamente al beneficio económico resultante. Hay una atracción manifiesta por los hombres con los que se cruza, una respuesta activa a sus miradas, una selección (algunos les provocan rechazo inmediato, con otros se toma una copa o se acuesta). Estos impulsos físicos, sin embargo, no terminan de canalizarse de manera exitosa en las relaciones sexuales propiamente dichas ni pueden ser conceptualizados sin rechazo o culpa. El modelo de subjetividad sexual que Ales tiene en mente sigue siendo el del pueblo, explicitado luego de su encuentro sexual en el parque, todavía en Córdoba. Allí, luego de intercambiar masturbaciones con un señor mayor, dice: “No me explico mi proceder. Debí sacarlo a patadas. ¿Me tomó por puto?” (15). Inmediatamente después reflexiona sobre la homosexualidad a partir del recuerdo de sus juegos eróticos con el ruso Méikele, un compañero del colegio. La disyuntiva que se le presenta es si la homosexualidad es una manifestación propia de la adolescencia y su desequilibrio hormonal o si se lleva en la sangre. En ambos casos se trata de una cuestión biológica, propia del paradigma médico que catalogaba a la homosexualidad como una patología. Esta valoración negativa se refuerza con Aldo, la segunda persona con la que Ales intima en Buenos Aires. Luego de un primer encuentro fallido, Aldo lo cita en un café del centro con el objetivo de presentarle a su amigo Enrique, cuyos presuntos contactos en el Ministerio de Relaciones Exteriores podrían ayudarlo a conseguir trabajo. El encuentro termina en un intento de violación en la casa de Enrique, luego de que Eduardo rechazara los avances sexuales de los hombres. Ales vacila entre resistirse y resignarse. Intenta gritar pero lo callan. Cuando cree que la violación es inevitable empieza a imaginar escenas completamente ajenas a la situación para evadirse pero, para su sorpresa, Aldo y Enrique deciden darle una tregua y recurrir nuevamente a la vía del consentimiento. Eduardo aprovecha ese momento para escaparse. Esta experiencia traumática, que podría haber llevado al personaje a desistir de su experimentación homosexual, no logra calmar sus inquietudes. Después de caminar toda la noche y el día siguiente por las calles del centro, solo deteniéndose a desayunar (“Caminar despeja el sueño. La noche anterior, derretida, no existía”: 76), Eduardo Ales recorre “la calle de los cines”, epicentro del yire gay en la novela. En el hall de uno de ellos se cruza con Carlos Nova, que nota su desconcierto y le pregunta si está asustado. Inmediatamente después le hace una señal, invitándolo a seguirlo. Esto suscita la primera asunción explícita de su deseo: “Lo seguí dócilmente. Comprendía confusamente que una especie de remolino me llevaba hacia el final y de que nada valdría luchar contra su fuerza” (77). Aunque otra vez el contacto sexual se interrumpe –Eduardo se queda dormido– la descripción de la secuencia es notablemente diferente. Pellegrini subraya los abrazos, las caricias, el franeleo entre los cuerpos desnudos.

Esta modificación en el desenvolvimiento corporal de Eduardo es la antesala de uno de los encuentros trascendentales en el desarrollo del personaje, el de Ricardo Cabral, que se convertirá en una suerte de tutor, no solo por llevarlo a vivir a su casa sino, principalmente, por la educación sentimental que le otorga y los nuevos lazos sociales que le facilita. El encuentro inicial se da en la puerta de una joyería, donde Eduardo asiste a esperar a Carlos Nova, que nunca llega. Cabral lo rescata de una posible detención policial, obligándolo a subir a un taxi con él luego de advertirle: “No tengas miedo, quiero ayudarte” (83). La introducción al submundo gay por parte de Ricardo comienza enseguida, en un bar que será fundamental para el desenlace de la novela. Allí le explica que la esquina de la joyería estaba rodeada de pesquisas, policías vestidos de civil que persiguen específicamente a infractores del orden moral, como era el caso de los homosexuales en la época. Cabral lo advierte, también, de las “amistades peligrosas” a las que se expone en sus yiros nocturnos por las calles del centro. Establece una diferenciación entre dos tipos de homosexualidad: los homosexuales propiamente dichos, personas de apariencia masculina que se sienten atraídos por otros de su mismo sexo, y su versión “degenerada”, los invertidos, maricas o putos, a los que califica de depravados por estar permanentemente en busca de relaciones sexuales y por sus gestos afeminados. “Por culpa de ellos”, agrega, “el vulgo no establece distingos. Llama putos a todos y se acabó” (85). Ricardo se identifica a sí mismo como parte de los primeros. Eduardo se interesa en la lección y le pregunta si existe, también, la homosexualidad femenina, a lo que Cabral contesta afirmativamente, detallando algunas de sus prácticas, corrigiendo la supuesta superioridad masculina que insinúa Eduardo y relativizando la identificación entre sexo y penetración.

El carácter edificante de la charla es explicitado de inmediato por el narrador: “Sonreímos. A su lado, por primera vez en la ciudad, no me sentía solo. Además, su conversación creaba mundos extraños, habitados de pederastas, sodomitas, pesquisas, mujeres árabes” (86). Finalmente, Cabral le propone un pacto y lo invita a vivir en su casa: “Te hablo con entera franqueza, desprovisto de cualquier sentimiento impuro. Se que nos necesitamos mutuamente. Llenarás mi soledad e impediré que la ciudad te corrompa” (87).

El rol de Ricardo es fundamental en la iniciación homosexual de Eduardo. Él lo introducirá a un tipo de socialización que los encuentros callejeros fortuitos parecían incapaces de otorgarle y le transmitirá una serie de conocimientos forjados en su propia experiencia de homosexual del interior radicado en Buenos Aires. Pero, como vimos, su taxonomía de homosexuales arrastra algunos de los prejuicios patologizantes con los que se concebían las sexualidades diversas en la época, que lo llevan a plantear un modo correcto y otros desviados de ejercerlas. Mientras Cabral le cuenta a Eduardo su historia personal –su vida en el interior como diputado provincial, su juicio y posterior encarcelamiento por un caso de pedofilia, su mudanza a Buenos Aires una vez que salió de la cárcel–, entra al bar un lustrabotas que le termina sirviendo de ejemplo de los casos de homosexualidad perversa que antes describió. El hombre es un habitué del bar y se lo conoce por ofrecer dinero en el baño a cambio de practicarle sexo oral a sus usuarios[2]. La descripción de Cabral es contundente: “Practica la felacio, otro anormal. Habría que meterlo preso para normalizarlo” (89). Y aunque inmediatamente después lo relativiza desde una visión perspectivista (“quizá, el convertirlo en un ser normal resultara para él, finalmente, una perversión”), no alcanza a poner en tela de juicio la idea misma de normalidad/anormalidad. Puede que el lustrabotas considere que practicar la “felacio” fuera una práctica normal para él pero eso no clausura su objetiva anormalidad.

Hasta el momento, entonces, el discurso que Pellegrini invoca a través de Ricardo Cabral postula una homosexualidad válida, que se limita a la atracción entre hombres sin manifestaciones gestuales asociadas a la feminidad ni prácticas sexuales consideradas abyectas, como la felacio, en un espacio que, si bien no es completamente público, como es el caso de los baños, se expone permanentemente al riesgo de ser descubierto. Cuando eso sucede, estamos ante maricas, putos o invertidos, tres maneras de nombrar una homosexualidad degenerada. El rasgo diferencial entre unos y otros es la visibilidad: las manifestaciones del cuerpo que puedan alertar a los otros (no homosexuales) de la preferencia sexual alternativa.

En “Mirar al monstruo: homosexualidad y nación en los setenta argentinos”, Gabriel Giorgi sostiene que la nación, además de una lengua, una raza y un conjunto de tradiciones compartidas tiene una manifestación eminentemente corporal. En el caso de los homosexuales, agrega, lo que los sitúa en una posición de extranjería no es tanto su identidad sino la amenaza de su manifestación corporal:

La nación es el escenario y el efecto de una performance cuyos enemigos son esos cuerpos marcados por la semiótica extraña, y fatalmente extranjera, del homoerotismo. (Los premios es ejemplar en este sentido: dos homosexualidades absolutamente diferentes para lo nacional y lo extranjero. El homosexual argentino dice que es homosexual, pero jamás ‘actúa’ su sexualidad; el extranjero es una ‘pura’ performance, un cuerpo monstruoso, y precisamente por ello se constituye en amenaza. (Giorgi, 2000: 250)

Lo que Giorgi lee en la novela de Cortázar se anticipa elocuentemente en el discurso de Ricardo Cabral. No deja de ser curioso que, a pesar de ello, sea él quien le presente a Ales un personaje que recoge toda la semiología de los maricas. Se trata de  Barrymore, el librero que le dará trabajo y que expandirá la todavía incipiente sociabilidad homosexual que Eduardo ha ido conquistando a lo largo de la novela. Barrymore es presentando como un “hombre con cara de fauno travieso” en el que se observan “modales de refinamiento naturalmente femeninos. A ellos agregábanse tics y gestos que, aunque creen disimular, revelan, siempre, su naturaleza íntima” (Pellegrini: 130). La asociación explícita entre esta performance y su condición extranjera se manifiesta en el argot de Barrymore, en el que se cuelan palabras del inglés a las que, para resaltar su disonancia, Pellegrini transcribe según la fonética del español (“andaba verigud” [136]). Y se radicaliza en una de las escenas más memorables de la novela: la fiesta en lo de un amigo poeta de Barrymore que vive en las afueras[3] de la ciudad, que termina con un show de transformismo por parte de uno de los presentes (la profesora), que recita en francés un poema de Raembó (sic). Que Ricardo Cabral, el mediador entre Eduardo Ales y Barrymore, no asista al evento, confirma, por un lado, su rechazo a ese tipo de homosexualidad y habilita la hipótesis de que el discurso que encarna en la novela es el de los límites entre lo nacional (normal) y lo extranjero (desviado) al que alude Giorgi a propósito de Los premios.

Marcelo, la otra figura central de la novela en lo que respecta a la iniciación sentimental de Eduardo Ales, será el portavoz de un discurso, a mi juicio, superador al de Cabral. Su figura aporta más elementos a favor de la idea de que en los personajes de Ricardo y Marcelo se disputan dos discursos sobre la homosexualidad que tienen como trasfondo las ideas de nación y extranjería.

La aparición de Marcelo da comienzo, según la esquematización de Peralta, a la etapa de aprendizaje emocional del proceso de iniciación homosexual de Eduardo Ales. Recordemos que, a su juicio, es este aprendizaje el que no termina de ser incorporado por el personaje, lo que pone en duda el carácter exitoso del mismo. Tengamos en mente, también, que si bien a esta altura de la trama Eduardo ya ha tenido experiencias sexuales placenteras (aprendizaje erótico) y ha entablado una serie de vínculos trascendentales (Ricardo, su amigo y conviviente; Barrymore, su jefe) para su adaptación a la ciudad (aprendizaje social), no ha habido todavía un encuentro que combine ambos aspectos. El personaje de Marcelo, que aparece en el último tercio de la novela, parecería venir a cumplir esa función. Pellegrini se encarga de generar esta expectativa desde su introducción. Al finalizar el primer día de trabajo, ya de noche, mientras caminaba de regreso a su casa, Eduardo se sume en una de sus habituales reflexiones existenciales:

¿Había continuidad en mí?, ¿era yo, siempre yo, quien cruzaba la línea recta, acerada, del tiempo, de un tiempo que crecía, destruyéndome? ¿Vivía todos los instantes o alguien, un extraño, ocupaba espacios de mi tiempo, produciéndome lagunas? (Pellegrini: 137-138).

Es en medio de ese cuestionamiento sobre la identidad personal que se encuentra con Marcelo, quien le provoca una atracción inmediata e inexplicable:

Nuestros pies se apoyaron, en el cordón de la vereda, quizá en el mismo segundo. Él. Yo. Su cara morena de sol. Su traje oscuro. Nuestras miradas relampaguearon, al cruzarse. Especie de fluido inalámbrico, transmisible por ojos y piel, me hizo vibrar (138).

Lo que sigue es una suerte de éxtasis: Ales describe una “atmósfera compacta” sin tiempo que los tiene a los jóvenes como protagonistas y a la ciudad, “petrificada”, de fondo. Sin mediaciones, la escena se traslada al hall de un cine en el que transmiten la comedia romántica de Frank Capra Lo que sucedió aquella noche. Ales mira con atención el cartel con las caras de Clark Gable y Claudette Colbert, da media vuelta y describe pormenorizadamente cada uno de los elementos del entorno. Recién entonces intercambian las primeras palabras. El diálogo es breve: Marcelo lo invita a pasear pero Eduardo ya está a una cuadra de su casa y al día siguiente, además de trabajar, tendrá la fiesta a la que lo invitó Barrymore en la quinta de su amigo poeta. Pero arreglan para reencontrarse el lunes a la noche en el mismo lugar. La despedida (“Su mano, al cerrarse en la mía, me llenó de calor”: 139) y el estado de asombro en el que queda Ales dan la pauta de un encuentro sustancialmente distinto a los anteriores.

A pesar de que a esa altura de la trama, Eduardo Ales ya había sido introducido de la mano de Ricardo a redes de socialización homosexual que podían prescindir del yiro callejero, y en contra de las advertencias de su tutor sobre las amistades peligrosas que allí pueden generarse, Ales inicia la relación homosexual más íntima de las que aparecen en la novela en el asfalto, sin poder contener las pulsiones de su cuerpo, a la vista de cualquier transeúnte y con el poster de una película norteamericana de fondo.

Unas páginas más adelante, Pellegrini confirma el estatus diferencial de ese encuentro. Refiriéndose a la cita que tendría con Marcelo la noche del lunes, Eduardo dice:

Su encuentro, no se por qué, resultaba importante en mi vida. Además, su presencia, esa comunicación inalámbrica que nos poseyó al vernos, ponía sobre el tapete, definitivamente, todas mis preguntas.

¿Era yo homosexual? (…)

Necesitaba encontrar a ese muchacho, verlo, hablarle, pues él, estaba seguro, ayudaría a descifrarme (154-155).

Si el primer contacto con Marcelo desafía, por su carácter público, las reglas de la “buena homosexualidad” que describió Ricardo Cabral (que coinciden, en los términos de Giorgi, con la única manifestación de la homosexualidad que la nación argentina está dispuesta a tolerar), los que le siguen subrayarán la condición extranjera de la relación a partir de los consumos culturales que Marcelo compartirá con Eduardo. La primera cita tendrá como escenario, otra vez, al cine, aunque ahora puertas adentro. Marcelo invita a Ales a ver una película francesa, cuyo título no se explicita en la novela pero sí la trama, que es descripta por Eduardo e ilustrada, en lo que a los nombres de los actores refiere, por el otro joven. Los encuentros posteriores tendrán lugar en la casa de Marcelo y en un bodegón del puerto. El decorado de la casa llama la atención de Eduardo y lo lleva a calificar a su compañero de bohemio. Los cuadros, a pesar de resultarle extraños, lo cautivan. También lo atrae su biblioteca, de la que toma un libro al azar que resulta ser de James Joyce. Después de leer en voz alta la primera página, Marcelo comenta que la única prosa mejor que esa es la de Proust. Al cine norteamericano y francés, a los cuadros y la literatura europeas se le suman,  más adelante, canciones de música pop francesa. Todo lo que rodea a Marcelo está signado por lo foráneo. Esto se refuerza en la caminata por el puerto que realizan una de las noches, en la que especulan con la posibilidad de irse a vivir a París, y que culmina en una cena en un bodegón en el que Marcelo le narra a Eduardo la vida de Rimbaud (esta vez, a diferencia del recitado de la profesora transformista, con el nombre bien escrito). De regreso a su casa, Eduardo replica uno de los episodios del poeta francés que formaron parte del relato de Marcelo, escribiendo en el banco de la plaza una frase obscena.

Los retornos del joven cordobés a altas horas de la noche son moneda frecuente en la novela. Sin embargo, Ricardo lo someterá, en esta ocasión, a un interrogatorio incisivo. Eduardo le explica que estuvo en la casa de Marcelo, un “amigo” pintor con quien cenó en el puerto. También le habla de Rimbaud y de su grafiti en el banco de la plaza. La reacción de Cabral es tan inesperada como elocuente: después de preguntarle si se está burlando de él, lo agarra del brazo y se lo retuerce, dejando al adolescente al borde de las lágrimas. Después lo empuja violentamente y le dice que, de ahora en adelante, los encuentros con Marcelo estarán mediados por él. Eduardo queda dolorido y enojado. La única explicación que se le ocurre para esa agresión son los celos. Pero si consideramos la relación pedagógica que desde el inicio tuvo el vínculo y damos por cierto que Ricardo se ha propuesto orientar la homosexualidad de su protegido en la senda del modelo tolerado por la nación, podría pensarse que el enojo de Cabral se debe a que Eduardo ha transgredido sus normas. No son únicamente los celos lo que lo mueven, sino el modelo de homosexualidad alternativo que encarna Marcelo, que ha llevado a su alumno a caminar por el puerto, sin tapujos, con su partenaire; que lo ha introducido a la vida de artistas que están dispuestos a hacer pública su homosexualidad y a expresar sus ocurrencias por escrito en el banco de una plaza.

El desarrollo sexo-afectivo de Eduardo Ales es disputado, como se ve, por dos discursos antitéticos sobre la homosexualidad. El que encarna Ricardo Cabral supone un único modo de ejercerla, la recluye al ámbito privado, señala como patológicas las expresiones corporales que se apartan de las hegemónicamente masculinas y coincide con lo que el ideal de nación vigente está dispuesto a tolerar. El otro, que adelanta Barrymore y presenta cabalmente Marcelo, alienta su expresión pública e incorpora al ámbito de lo deseable las performances que transgreden los códigos de la masculinidad, está situado topológicamente en la periferia e inspirado por influencias extranjeras.

Es posible interpretar el final de la novela como un triunfo del primero. La inclusión de Julia, el único objeto de atracción heterosexual que aparece, y la decisión de Ales de escaparse con ella una vez que se entera de que sus padres irán a buscarlo a Buenos Aires, ubican a Marcelo en el lugar del rechazado. A esto se le agrega el hecho de que, para solventar el inicio de su nueva vida con la muchacha, Ales vuelve al bar que frecuenta el lustrabotas con el objetivo de conseguir dinero a cambio de un intercambio sexual pero, ante la reacción violenta de este, termina asesinándolo. Recordemos que este personaje encarna desde el principio una de las formas de la anormalidad. Al asesinarlo, se podría pensar que Ales elimina simbólicamente los modos degenerados de la homosexualidad, aceptando para sí el horizonte moral que propone Ricardo.

Coincido con Peralta, sin embargo, en que este final no significa necesariamente que la iniciación homosexual de Ales no haya sido positiva. Si, como sostuve antes, Asfalto es una novela de iniciación para el personaje protagónico pero también para sus lectores, la progresión de los discursos alrededor de la homosexualidad, las diferenciaciones conceptuales y la galería de personajes que se presentan, muchos de ellos orgullosamente homosexuales, dan un repertorio suficiente para admitir la homosexualidad como un modo de vida legítimo. Si a esto le sumamos algunos elementos extraliterarios, como la situación de clandestinidad a la que estaba expuesta la homosexualidad en la época que está situada la novela[4] y las peculiares leyes de censura al momento de su publicación, es posible interpretar ese final de manera estratégica. El propio Pellegrini reconoció que la inclusión del personaje de Julia “obedeció a la recomendación de ‘atemperar’ la novela” (Peralta: 343), con el objetivo (fallido) de evitar la censura. Peralta sugiere que el final admite una lectura en clave política: “lo emocional parece no (poder) formar parte del territorio de experiencias del homoerotismo durante el periodo considerado” (Peralta: 372). En este sentido, puede pensarse que, aunque Buenos Aires habilita experiencias y redes de sociabilidad inimaginables en el interior del país, hay un límite infranqueable. La novela da pautas suficientes para pensar que este límite tiene que ver con la idea de nación preponderante en la época, que se encarna en el discurso de Ricardo Cabral sobre la homosexualidad,  y es por eso que ofrece un más allá  de Buenos Aires, resaltando los espacios que radicalizan su potencia cosmopolita, asociada a la aceptación de la diferencia y la ampliación de las libertades individuales, y presentando un discurso alternativo sobre la homosexualidad en boca de Marcelo.

El hecho de que Eduardo Ales se decida por Julia en el final de la novela no implica, por otra parte, que haya optado por el discurso de Ricardo Cabral en detrimento del de Marcelo. En primer lugar, aunque la novela no nos cuenta si el proyecto de Eduardo con Julia pudo concretarse o no, el hecho de haberlo elegido lo sitúa en un lugar completamente diferente al de su tutor. Ricardo vive con su abuela, no tiene una relación amorosa estable y aunque se reconoce homosexual, no hay un solo episodio en la novela que demuestre su ejercicio. Él ha asumido el modo correcto de la homosexualidad pero no lo practica, ni siquiera en esa versión limitada. Eduardo, en cambio, opta por una vida en principio heterosexual. La lectura más inmediata que se puede hacer es que los dos modelos de homosexualidad en pugna han fracasado. Pero cabe pensar, también, que la apuesta de Ales es a todo o nada. Como si dijera: si estas son las condiciones en las que puedo ser homosexual en este país, si la relación con Marcelo es imposible, prefiero resignarme a la heterosexualidad.

La otra objeción, que ya adelanté, es de carácter extraliterario. La inclusión de Julia en la novela y la elección de Eduardo en su favor pudo haber sido la estrategia con la que Pellegrini intentó volver legible su novela para el público argentino y evitar una eventual censura por parte del Estado. Si este fuera el caso, el desenlace fallido de la iniciación homosexual del personaje de Asfalto podría pensarse, independientemente de las intenciones del autor, en clave política: la novela de Pellegrini vendría a denunciar que en la Argentina no estaban dadas las condiciones para asumir la homosexualidad como un modo de vida, o, lo que es lo mismo, que el ideal nacional no contemplaba la homosexualidad como una expresión legítima de la subjetividad.

Pero la elección de Pellegrini puede interpretarse, también, en otro sentido. Más arriba sugerí que Asfalto implicaba un proceso de iniciación homosexual no solo para el personaje de la novela sino también para la comunidad lectora argentina. Quizás Pellegrini no haya creído viable que ambas iniciaciones pudieran ser simultáneamente exitosas. Quizás decidió darle un final infeliz a la iniciación homosexual de Ales en aras de una iniciación exitosa del lector en la temática de la homosexualidad. Si este fuera el caso, la censura de la novela y la causa penal que padeció Pellegrini, que culminó con su alejamiento de la literatura, muestran que los límites locales para la aceptación de la homosexualidad, incluso en el universo de la ficción, eran aún mayores a las de por sí pesimistas expectativas de los miembros de Tirso.

 


[1] Después de agotar dos tiradas de 3.000 ejemplares, los editores lanzaron una versión de bolsillo. Peralta atribuye el éxito no solo al prestigio del autor sino, principalmente, a la polémica desatada por la censura (194).

[2] Tanto Brant como Peralta coinciden en que esta es la primera referencia en la historia de la literatura argentina al uso del baño como tetera, término común en la jerga de la comunidad gay para describir el intercambio sexual en los baños públicos.

[3] No es el único momento en el que las afueras de Buenos Aires aparecen como un lugar donde la homosexualidad se puede manifestar públicamente sin riesgos de ser penalizada. En uno de los yiros nocturnos de Eduardo posteriores a su encuentro con Ricardo Cabral, conoce al Dr. Iturri, un señor “paquete” (Pellegrini: 121) que ostenta consumos culturales sofisticados (confiterías caras, conciertos de música clásica). Iturri invita a cenar a Eduardo a una suerte de café concert que, como la casa donde transcurre la fiesta, está en las afueras de la ciudad. El lugar impacta al joven: las mesas están ocupadas por parejas homosexuales de hombres y mujeres que se acarician y besan en público sin despertar la atención de nadie. En relación a una pareja de lesbianas, dice Ales: “Mi sorpresa llegó al máximo cuando las vi inclinarse y besarse en la boca, largamente, desesperadamente. Nadie pareció notarlo. Dos mozos, cerca de ellas, conversaban entre sí, impasibles. Más allá, en otra mesa, dos hombres se besaban como la cosa más natural del mundo. ¿Y no lo era?” (152). Los dos lugares periféricos de la ciudad que aparecen en la novela están reglados, como se ve, por normas alternativas a las que rigen en la ciudad, donde los intercambios entre homosexuales se regulan por códigos para entendidos que los preserva de la mirada de los otros.

[4] No hay un consenso crítico sobre el período exacto en el que transcurre la historia y la novela no da referencias contundentes al respecto. Ben, siguiendo la línea autobiográfica, la ubica en los años ’40, cuando Renato Pellegrini se instala en Buenos Aires siguiendo un itinerario similar al del personaje de Asfalto. Brant, por el contrario, sostiene que el período narrado coincide con el de escritura, entre el año 1960 y 1963. Peralta, por su parte, sugiere que la novela transcurre en la década del ’50, ya que muchos de los escenarios descriptos por Pellegrini coinciden con dos libros muy importantes sobre la década publicados poco después que Asfalto: Buenos Aires. Vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebrelli, y el estudio sociológico de Carlos Da Gris, El homosexual en la Argentina. Sea como fuere, en cualquiera de estos periodos el estatus de la homosexualidad y las leyes de censura no tienen grandes variaciones.

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Arte indígena: el desafío de lo universal

Por: Ticio Escobar*

Imagen de portada: Escena del ceremonial chiriguano-guarani Arete guasu. Fotografía: Fernando Allen. Santa Teresita, Chaco Paraguayo, 2012.

Ticio Escobar propone considerar las posibilidades de afirmación y continuidad que tiene el arte popular de origen indígena en la extraña escena globalizada. Para esto realiza un meticuloso trabajo crítico con los conceptos de “cultura”, “arte indígena” y “arte popular”. Y nos lleva hacia la pregunta sobre la definición del “arte latinoamericano” hasta hacerlo confrontar con las circunstancias de la escena global y las exigencias de una ineludible posición acerca de lo universal.


Ya se sabe que las culturas nativas asentadas en las diversas regiones de América Latina antes de la Conquista habían desarrollado formas potentes de arte: ya fuere el de las altas culturas precolombinas o el de los pueblos selváticos o llaneros del Cono Sur que, aunque no alcanzare la institucionalidad monumental de aquél, conformó complejos sistemas de producción artística. Se sabe también que el encuentro intercultural desarrollado a lo largo de los tiempos coloniales produjo no sólo casos feroces de extinción y etnocidio, sino fuertes procesos simbólicos e imaginarios de reajuste y reposición transcultural.

Ahora bien, ¿tendrá el arte proveniente de estas culturas capacidad de sobrevivir y crecer en condiciones opuestas a las que les dieron origen? La pregunta es muy complicada porque involucra no sólo el concepto general de cultura sino específicamente el de arte; y lo hace en el contexto de una tradición que discute lo artístico de sistemas diferentes al occidental y en un momento en que el propio lugar del arte universal aparece bajo sospecha.

Gran parte del debate contemporáneo acerca de lo cultural supone la reconsideración de figuras que, en sus versiones esencialistas, habían sido dadas de baja. Enfrentadas ellas a la contingencia y el azar de mil historias cruzadas, pueden arrojar nuevas pistas sobre problemas que también han burlado el cerco del nuevo siglo y regresan empecinadamente con sus mismas preguntas y sus viejos fantasmas.  Por eso, sin pretender responder aquella pregunta compleja que, obviamente, no puede ser zanjada, este artículo se acerca a ella y la merodea revisando nociones que pueden llegar a enriquecer su formulación y buscan vincularla con otras cuestiones necesarias. En función de ese propósito, asume la discusión de algunos de estos conceptos comenzando con el propio término “arte indígena”.

Óga jekutu. Casa ceremonial paĩ tavyterã, guarani. Fotografía: Rocío Ortega. Jaguati, Departamento de Amambay. 2011.

Óga jekutu. Casa ceremonial paĩ tavyterã, guarani. Fotografía: Rocío Ortega. Jaguati, Departamento de Amambay. 2011.

ACERCA DEL ARTE INDÍGENA

El canon occidental

Hay una cuestión central que aparece a la hora de abordar el tema del arte indígena: ¿cómo puede definirse el límite de lo artístico en el contexto de culturas en las cuales la belleza, lo estético, impregna el cuerpo social entero? Apenas formulada, esta pregunta resulta demasiado similar a la que se plantea hoy con relación al esteticismo difuso contemporáneo. Este tema será tratado posteriormente, pero conviene ya formularlo para marcar un horizonte de coincidencias sobre el fondo de una escena cruzada por diferencias que parecen insalvables.

Pero volvamos ahora al arte indígena. Cuando se habla de “arte”, se habla de un conjunto de objetos y prácticas que recalcan sus formas para producir una interferencia en la significación ordinaria de las cosas e intensificar la experiencia del mundo. El arte indígena, como cualquier otro, recurre a la belleza para representar aspectos de la realidad, inaccesibles por otra vía, y poder así movilizar el sentido, procesar en conjunto la memoria y proyectar en clave de imagen el porvenir comunitario. Sin embargo, a la hora de otorgar el título de “arte” a estas operaciones, salta enseguida una objeción: en el contexto de las culturas indígenas, lo estético no puede ser desprendido de un complejo sistema simbólico que fusiona en su espeso interior momentos diferenciados por el pensamiento occidental moderno (tales como “arte”, “política”, “religión, “derecho” o “ciencia”). Las formas estéticas se encuentran en aquel contexto confundidas con los otros dispositivos a través de los cuales organiza la sociedad sus conocimientos, creencias y sensibilidades. Es decir, en las culturas indígenas no cabe aislar el resplandor de la forma de las utilidades prosaicas o los graves destinos trascendentales que requieren su oficio auratizante. Es más: tales culturas no sólo ignoran la autonomía del arte, sino que tampoco diferencian entre géneros artísticos: las artes visuales, la literatura, la danza y el teatro enredan sus expresiones en el curso de ambiguos y fecundos procesos de significación social que se apuntalan entre sí en el fondo oscuro de verdades inaccesibles.

Estas confusiones presentan apuros teóricos varios derivados de la economía propia del pensamiento moderno que se empeña en regir en terrenos extranjeros y se desorienta al transitarlos.  Desde Kant, la teoría occidental del arte autonomiza el espacio del arte separando forma y función mediante una sentencia definitiva y grave: sólo son artísticos los fenómenos en los que la primera se impone sobre las funciones que enturbian su apariencia (usos rituales, económicos, políticos, etc.). Condicionado por las razones particulares de su historia, el arte occidental moderno requiere el cumplimiento de determinados requisitos por parte de las obras que lo integran: no sólo la autonomía formal, sino también la genialidad individual, la renovación constante, la innovación transgresora y el carácter único y original de cada una de aquellas obras. El problema es que estos requerimientos, específicos de un modelo histórico (el moderno), pasan a funcionar como canon universal de toda producción artística y como argumento para descalificar aquella que no se adecuare a sus cláusulas. Y lo hacen impulsados por las razones fatales de la hegemonía, que convierten la perspectiva de un sector en manera única de mirar el mundo y de enunciarlo. Por eso, ciertas notas que definen el arte realizado durante un trecho corto de su extenso derrotero (siglos XVI al XX), devienen arquetipos normativos y requisitos ineludibles de toda producción que aspire al título de artística.

Esta extrapolación abusiva de los rasgos de la modernidad introduce una paradoja en el seno mismo del concepto de lo artístico. En principio, la clásica teoría occidental del arte entiende que éste se constituye a partir de un misterioso cruce entre el momento estético (el de la forma sensible, el lugar de la belleza) y el poético (el del contenido: el relámpago de un indicio de lo real, la fugaz manifestación de una verdad sustraída). Según esta definición, el arte resulta expresión esencial de la condición humana desde sus mismos orígenes y a través de todo su periplo largo; pero a la hora de aplicar esa definición sólo registra como legítimamente artísticos los productos que cumplen las exigencias del estricto formulario moderno.

Las expresiones del arte indígena, como casi todo tipo de arte no moderno, no llenan esos requisitos: no son producto de una creación individual (a pesar de que cada artista reformule los patrones colectivos) ni generan rupturas transgresoras (aunque supongan una constante renovación del sentido social) ni se manifiestan en piezas únicas (aun cuando la obra producida serialmente reitere con fuerza las verdades repetidas de su propia historia). Por lo tanto, desde la mirada reprobadora del arte moderno, tales expresiones son consideradas meros hechos de artesanía, folclor, “patrimonio intangible” o “cultura material”. No cumplen los requisitos de la autonomía formal moderna: no son inútiles, en el sentido kantiano del término; se encuentran comprometidas con ritos arcaicos y prosaicas funciones, empantanadas en la densidad de sus historias turbias y lastradas por la materialidad de sus soportes y el proceso de sus técnicas rudimentarias.

La dicotomía entre el gran sistema del arte (fruto de una creación esclarecida del espíritu) y el circuito de las artes menores (producto de oficios, testimonio de creencias llanas) sacraliza el ámbito de aquel sistema. Por un lado, los terrenos del arte quedan convertidos en feudo de verdades superiores, liberadas éstas de las condiciones de productividad que marcan la artesanía y de los expedientes litúrgicos que demanda el culto bárbaro. Por otro, devienen recogido recinto del artista genial, opuesto él al ingenioso y práctico artesano o al oficiante supersticioso y exaltado.

Dos alegatos

No obstante esta desobediencia de los paradigmas modernos, sigue siendo conveniente hablar de arte indígena. Este reconocimiento supone asumir la diferencia de las culturas otras: significa admitir modelos de arte alternativos a los del occidental e implica recusar un modelo colonial que discrimina entre formas culturales superiores e inferiores, dignas o no de ser consideradas como expresiones privilegiadas del espíritu. Bajo este título se abogará en pro del uso del término “arte indígena” mediante dos alegatos básicos.

 

De la diferencia y sus formas

Desde el fondo incierto de la historia y cubriendo el mundo hasta sus últimos rincones, diversas sociedades no-modernas trabajan la alquimia oscura del sentido mediante la refinada manipulación de la apariencia. Lo hacen entreverando formas y funciones, belleza y utilidad: la guirnalda que inflama la frente del chamán o enaltece la del cazador, las pinturas que ornamentan con opulencia los cuerpos humanos para divinizarlos o hacerlos rozar el límite de su condición animal, las vasijas depuradas en sus diseños o sobre-ornamentadas para el culto o la fiesta profana, así como el diseño seguro de tantos utensilios comunes inmersos en la cotidianeidad de los pueblos indígenas; todos estos gestos y objetos, antes que apelar a la fruición estética, buscan reforzar, mediante la belleza sin duda, significados sociales que crecen mucho más allá de los terrenos del arte. Una vez más: la belleza no tiene un valor absoluto: sirve como alegato de otras verdades.

Pero la falta de autonomía de lo estético no significa ausencia de forma. Aun mimetizada, sumergida en la trama espesa del conjunto sociocultural y confundida con las muchas fuerzas que dinamizan el hacer colectivo, la forma estética se encuentra indudablemente presente: anima desde dentro las certezas primeras y empuja en silencio la memoria pesada y cambiante de la comunidad. La belleza trabaja clandestinamente para apuntalar verdades y funciones que requieren el aval de su propia imagen en la escena de la representación: subraya funciones, inflama verdades, intensifica figuras fundamentales; se tensa hasta el límite, obligada a decir lo que está fuera de su alcance y, al hacerlo, llena el horizonte cultural de relámpagos, inquietudes y presagios.

Así, en las culturas indígenas lo estético significa un momento intenso pero contaminado con triviales funciones utilitarias o excelsas finalidades cultuales, enredado con los residuos de formas desconocidas, oscurecido en sus bordes que nunca coincidirán con los contornos nítidos de una idea previa de lo artístico. Lo bello apunta más allá de la armonía y de la fruición: despierta las potencias dormidas de las cosas y las inviste de sorpresa y extrañeza; las aleja, quebranta su presencia ordinaria y las arranca de su encuadre habitual para enfrentarlas a la experiencia, inconclusa siempre, de lo extraordinario. En estos casos, las creencias religiosas y las figuras míticas que animan las representaciones rituales requieren ser recalcadas mediante la manipulación de la sensibilidad y la gestión de las formas. Las imágenes más intensas y los colores sugerentes, así como las luces, composiciones y las figuras inquietantes ayudan a que el mundo se manifieste en su complejidad y en sus sombras; en su incertidumbre radical, en vilo sobre las preguntas primeras: aquellas que no conocen respuesta.

Por otra parte debe considerarse que existen operaciones artísticas que van más allá del alcance de lo estético. Esto es especialmente claro en culturas no-modernas y en ciertas operaciones del arte contemporáneo, pero también atraviesa todo el devenir del arte en general. Para definir mejor este tipo de operaciones tomemos como ejemplo el caso de los rituales, ámbito privilegiado del arte indígena.  La escena de la representación ceremonial se encuentra demarcada por un círculo de contornos tajantes. Al ingresar en él, las personas y los objetos quedan bañados por luminiscente distancia que supone estar del otro lado, más allá de la posibilidad de ser tocados, fuera del alcance del tiempo ordinario y el sentido concertado. De este lado de la línea que dibuja el cerco del espacio ceremonial, los hombres y las cosas obedecen a sus nombres y sus funciones: no son más que utensilios profanos y muchedumbre sudorosa y expectante agolpada en torno al escenario. Al cruzar la raya invisible que preserva la distancia y abre el juego de la mirada, los objetos y los hombres se desdoblan. Ya no coincide cada cual consigo mismo y, más allá de sí, deviene oficiante, dios o elemento consagrado. ¿Qué los ha auratizado? ¿Qué los ha distanciado y vuelto inquietantes indicios de algo que está más allá de sí? Ante esta pregunta se abren dos caminos, entrecruzados casi siempre. Son los que, titubeante, sigue el arte en general: el que privilegia la apariencia estética y el que hace inflexión en el concepto.

Ante la pregunta acerca de qué ha otorgado un excedente de significación, un valor excepcional, a ciertos objetos y personajes que aparecen, radiantes, en la escena ritual, la primera vía es la de la belleza, recién referida más arriba. El otro itinerario es el que se abre al concepto: a esos objetos y personajes los ha hecho raros y distantes, los ha auratizado, el hecho de saberlos emplazados dentro de la circunferencia que los separa del mundo cotidiano y los ofrece a la mirada. Éste es un camino largo que, estirando un poco los términos, podría ser calificado de conceptual. Conceptual, en el sentido de que coincide, por ejemplo, con la vía abierta, o instaurada, en el arte moderno por Duchamp: es la idea de la inscripción de los objetos la que los auratiza, independientemente de sus valores expresivos o formales: fuera del círculo establecido por la galería o el museo, el urinario o la rueda de bicicleta no brillan, no se distancian, no se exponen a la mirada: no significan otra cosa que la marcada por sus funciones prosaicas. Fuera del círculo consagrado de la cultura indígena, las cosas coinciden, opacas, consigo mismas y no remiten a la falta primera o la plenitud fundante. Acá la belleza no tiene nada que hacer: sólo importa un puesto; la noción de un puesto. La distancia está marcada por el concepto.

Los otros derechos

Pero hay otras razones, de carácter político, para argumentar en pro del término “arte indígena”. El reconocer la existencia de un arte diferente puede refutar una posición discriminatoria que supone que la cultura occidental detenta la prerrogativa de acceder a ciertas privilegiadas experiencias sensibles. Y puede proponer otra visión del indígena actual: abre la posibilidad de considerarlo no sólo como un ser marginado y humillado sino como un creador, un productor de formas genuinas, un sujeto sensible e imaginativo capaz de aportar soluciones y figuras nuevas al patrimonio simbólico universal.

Por último, el reconocimiento de un arte diferente puede apoyar la reivindicación que hacen los pueblos indígenas de su autodeterminación y su derecho a un territorio propio y una vida digna. Por un lado, la gestión del proyecto histórico de cada etnia requiere un imaginario definido y una autoestima básica, fundamento y corolario de la expresión artística. Por otro, los territorios simbólicos son tan esenciales para los indígenas como los físicos; aquellos son expresión de éstos; éstos, proyección de aquellos. Por eso, resulta difícil defender el ámbito propio de una comunidad si no se garantiza su derecho a la diferencia: su posibilidad de vivir y pensar, de creer y crear de manera propia.

 

Escena del ritual popular Guaikuru ñemonde. Fotografía: Fernando Allen.

Escena del ritual popular Guaikuru ñemonde. Fotografía: Fernando Allen.

EL ARTE INDÍGENA EN CUANTO ARTE POPULAR

Una vez planteada la utilidad de emplear el término arte indígena, conviene hacerlo como una modalidad específica de arte popular. Esta conveniencia resulta de la expansión de procesos coloniales y poscoloniales de “popularización” de lo indígena y de mestizaje e hibridación intercultural. Pero también proviene de la posición asimétrica que ocupan los pueblos indígenas en el contexto de las sociedades nacionales latinoamericanas; posición que los equipara a los demás sectores excluidos de una participación social plena: aquellos que, en sentido estricto, pueden ser llamados populares. El arte popular, que incluye el indígena y que será mejor considerado enseguida, se afirma desde la expresión de la diferencia. Y lo hace a través de las muy diversas prácticas de sectores marginados que precisan reinscribir sus propias historias para asumir los desafíos que impone o propone la cultura hegemónica.

Empleada desde hace décadas por pensadores como García Canclini, la figura gramsciana de hegemonía ha devenido útil para trabajar el concepto de lo popular en América Latina. En esta dirección, el conflicto intercultural no supone necesariamente una imposición forzosa ejercida por un polo dominante sobre uno dominado, sino un conjunto de procesos que incluyen tanto la capitulación, el repliegue y la pérdida como complejos juegos de seducción, estrategias de resistencia y movimientos de negociación y acuerdo. Lo popular se afirma ante el poder hegemónico no como pura exterioridad suya, sino como postura alternativa ante él: la posición desventajosa de grandes mayorías o minorías que, relegadas de una participación efectiva en lo social (lo económico, lo cultural o lo político), producen discursos, realizan prácticas y elaboran imágenes al margen o en contra del rumbo hegemónico; hoy, el marcado por la cultura capitalista.

Así, lo popular subalterno y lo hegemónico se relacionan no como sustancias completas enfrentadas en una disyunción lógica absoluta sino como momentos de un conflicto contingente que admite desenlaces imprevistos y provisionales. Este hecho determina que la tensión entre uno y otro término no implique emplazamientos fijos sino puestos variables: disposiciones azarosas que pueden repelerse o entrecruzarse y, aun, confundirse en algún trecho breve de sus itinerarios diversos. Pero también determina tendencias ambivalentes en el seno de la cultura popular que, o bien promueven posturas conservadoras o bien impulsan apuestas disidentes. Esta misma ambigüedad hace que dichas culturas se vuelvan, recelosas, sobre sus propias reservas de memoria y deseo o decidan incursionar en los terrenos adversarios y tomar de ellos argumentos nuevos para corroborar sus particularidades y retomar, quizá, sus caminos viejos.

Asumiendo estos supuestos, podemos caracterizar la cultura popular como el conjunto de prácticas, discursos y figuras particulares de sectores ubicados  desfavorablemente en la escena social y marginados, por lo tanto, del acceso a diversas instancias de poder. Este menoscabo determina que a las culturas populares no les convenga el modelo instituido de representaciones y opten por continuar desarrollando formas alternativas de producción simbólica. El concepto de “arte popular” designa un ámbito específico dentro de los territorios de la cultura popular. Se refiere a puntos intensificados, difíciles, suyos: tensiones, discordancias y rupturas, pliegues, contracciones y crispaciones formales ocurridos en ese ámbito y dirigidos a replantear el sentido social a través de diversas maniobras formales. Según queda sostenido, tales maniobras, realizadas paralelamente a las del arte hegemónico, no operan en forma autónoma sino en concurrencia y hasta en fusión con otros movimientos que traman el hacer social.

A partir de estas consideraciones, el arte popular puede ser identificado a través de tres notas suyas.

 

La negación

Esta cualidad parte de la situación asimétrica en que se encuentran los sectores populares: marginados de una presencia plena en las decisiones que los involucran, excluidos de una participación efectiva en la distribución de los bienes y servicios sociales e ignorados en su aporte al capital simbólico de la colectividad. Históricamente, el concepto de pueblo es, así, definido por descarte: la plebs, los residuos de la república autoconciliada, el Tercer Estado (lo que no pertenece a la Nobleza ni al Clero), lo no-dominante, lo no-proletario, lo no-occidental, etc. El arte popular cubriría el remanente de lo que no es ni erudito ni masivo y crecería marcado por el estigma de lo que no es.

La afirmación

Las discusiones de la teoría crítica cultural han llevado a discutir el término “popular” no tanto mediante una carencia (lo marginal, lo excluido, lo subalterno), sino a partir de un movimiento productivo que interviene en la constitución de las identidades y la afirmación de la diferencia. Por eso, si bien el concepto de “arte popular” se ha definido desde una omisión y desarrollado en cuanto antagonista (lo opuesto al arte hegemónico), hoy parece conveniente subrayar sus momentos positivos: el arte popular implica un proyecto de construcción histórica, un movimiento activo de interpretación del mundo, constitución de subjetividad y afirmación de diferencia. A través de la creación de formas alternativas, distintas colectividades elaboran sus historias propias y anticipan modelos sustentables de porvenir: reubican los mojones de la memoria y reimaginan los argumentos del pacto social. La consistencia auto-afirmativa del arte popular constituye un referente fundamental de identificación colectiva y, por lo tanto, un ingrediente de cohesión social y un factor de resistencia cultural y contestación política.

 

La diferencia

La creación artística popular tiene rasgos particulares, diferentes a los que definen el arte moderno occidental. No levanta para la belleza una escena separada ni reivindica la originalidad de cada pieza producida ni aspira a la genialidad ni a la constante innovación. Pero es capaz de proponer otras maneras de representar lo real y movilizar (o interferir, trastornar) el flujo de la significación social. En diversas regiones de América Latina, pueblos apartados e intensos crean obras que, repitan o renueven las pautas tradicionales, dependan o no de funciones varias, se produzcan individual o serialmente y correspondan a creadores reconocidos o autores anónimos y/o colectivos, son capaces de asumir perspectivas propias para intentar expresar lo que está más allá de la última forma; que es ese el oficio del arte y ese su destino o su condena.

EL ARTE POPULAR EN CUANTO LATINOAMERICANO

Los lugares de la periferia

Este título pretende avanzar hacia el tema de las relaciones entre el concepto de arte popular hasta hacerlo confrontar con las circunstancias de la escena global y las exigencias de una ineludible posición acerca de lo universal. En trance de hacerlo, apela ahora a un encuadre más amplio y trae a colación lo latinoamericano en cuanto periférico.

La cuestión que rige para todas las formas subalternas de arte y cultura es determinar hasta qué punto pueden dar cuenta ellas de sus propias historias empleando (aunque fuere parcialmente) sistemas de representación marcados por los modelos hegemónicos. El arte periférico, el producido en América Latina en este caso, se desarrolla tanto mediante estrategias de resistencia y conservación como mediante prácticas de apropiación, copia y transgresión de los modelos metropolitanos; tales prácticas se encuentran por lo tanto ante el desafío de asimilar, distorsionar o rechazar los paradigmas centrales en relación a la memoria local y de cara a proyectos históricos particulares.

El modelo de oposición centro-periferia a partir del cual suele ser trabajado el concepto de “arte latinoamericano” presenta problemas. Enunciada desde el lugar del centro (el llamado “Primer Mundo”), la periferia (o “El Tercer Mundo”) ocupa el lugar del otro. Éste significa el inevitable costado oscuro del Yo occidental: la copia degradada o el reflejo invertido de la identidad ejemplar. Según esta perspectiva, el otro no representa la diferencia que debe ser asumida, sino la discrepancia que habrá de ser enmendada: no actúa como un Yo ajeno que interpela equitativamente al Yo enunciador, se mueve como el revés subalterno y necesario de éste. Y ambos se encuentran trabados entre sí mediante un enfrentamiento esencial y especular que congela las diferencias. Desde este esquema, el arte indígena es considerado o bien como la matriz ahistórica de las verdades originarias o bien como ingrediente primero o condimento de la alegre ensalada posmoderna: el potaje kitsch que reclama el nuevo mercado de lo exótico.

Para discutir este modelo conviene imaginar estrategias de contestación a la hegemonía central que no pasen por el mero antagonismo reactivo. Ante la oposición metafísica entre lo uno y lo otro (el centro y la periferia, lo latinoamericano y lo  universal) cabe asumir la mutua inclusión de los términos opuestos e imaginar un tercer espacio de confrontaciones o vaivenes. No debe esperarse, pues, un desenlace definitivo para la oposición centro/periferia, cuyos términos fluctúan siempre empujados por discordias y conciertos diversos. El desanclaje de estos términos posibilita reivindicar la diferencia del arte latinoamericano no mediante su impugnación abstracta a los modelos del arte central sino a partir de posiciones propias, variables, determinadas por intereses específicos. Desprendidas de emplazamientos fijos, oscilantes –tanto como las posiciones centrales- las periféricas adquieren una movilidad que les permite desplazarse con agilidad. Entonces pueden cambiar sus puestos para concertar, debatir o enfrentarse a aquellas en movimientos que respondan a los azares de la contingencia histórica antes que a un cuadro formal de oposiciones lógicas. Esta soltura permite ejercer la diferencia cultural no como mera reacción o resistencia defensiva sino como gesto político afirmativo, obediente a sus propias estrategias. No se trata, pues, de impugnar o aceptar lo que venga del centro porque viene de allí, sino porque conviene o no a un proyecto propio.

Desde estas consideraciones, el arte latinoamericano puede dejar de ser concebido como una figura autosuficiente, idéntica a sí: como un santuario consagrado al origen mítico, el final feliz de una heroica síntesis histórica o la contracara relegada del arte universal. Por eso, hablar de “arte latinoamericano” puede resultar útil en cuanto no designa su concepto una esencia sino una sección, pragmáticamente recortada por razones políticas, conveniencias históricas o eficacia metodológica; en cuanto permite nombrar un espacio, discursivamente construido, en el que coinciden o se cruzan jugadas alternativas de significación y propuestas que se resisten a ser enunciadas desde las razones del centro.

Elogio del desencuentro

Encubridora de conflictos, la historia oficial ha recurrido al eufemismo “encuentro de culturas” para referirse al brutal choque intercultural que supuso la Conquista sobre los territorios indígenas. Afortunadamente, el término “encuentro” obedece en castellano a dos acepciones distintas, contrapuestas a veces; tanto designa una coincidencia como una colisión: un desencuentro. Gran parte de la diferencia cultural puede ser considerada asumiendo ese doble sentido: es cruce y choque, pero sobre todo, es diferimiento y disloque.

En América Latina, la modernidad del arte popular, como la de otras formas de arte, se desenvuelve a partir de los desencuentros producidos por el lenguaje moderno central al nombrar otras historias y ser nombrado por otros sujetos. Sus mejores formas se originan mediante deslices, equívocos y malentendidos; yerros involuntarios e inevitables lapsus. Pero también surgen de las distorsiones que producen las sucesivas copias, de las dificultades en adoptar signos que suponen técnicas, razones y sensibilidades diferentes y, por supuesto, del consciente intento de adulterar el sentido del prototipo. Así, muchas obras destinadas a constituir degradados trasuntos de los modelos metropolitanos recuperan su originalidad en cuanto por error, ineficacia o voluntad transgresora traicionan el rumbo del sentido primero. Fieles, a veces, a sus aspiraciones anticolonialistas o al ritmo de sus tiempos propios; presas, otras veces, de actos fallidos, desatinos y confusiones, las diversas formas de arte latinoamericano hicieron dramáticas alteraciones de los tiempos, la lógica y los contextos de las propuestas modernas.

Así, las culturas periféricas se hallan desencajadas en relación a las figuras propuestas o impuestas por la modernidad central, que siempre llegan diferidas, diferentes. Si bien la hegemonía ya no es ejercida a partir de emplazamientos geográficos ni enunciada en términos absolutos, las posturas que se asuman ante sus preceptos o sus cantos de sirena siguen constituyendo una referencia fundamental del arte latinoamericano, definido en gran parte desde los juegos de miradas que cruza con el centro; desde los forcejeos en torno al sentido. Y, por eso, la tensión entre los modelos centrales y las formas apropiadas, transgredidas o copiadas por las periferias, o a ellas impuestas, constituye un tema que sigue vigente y requiere continuos replanteamientos.

Este conflicto ocurrió desde los primeros tiempos y, a su modo, sigue ocurriendo. La colonización europea de los territorios latinoamericanos significó un proceso de desmantelamiento de las culturas autóctonas y de imposición violenta de los lenguajes imperiales. Pues bien, en cuanto puede asumir una postura propia ante esta situación (sea de resignada aceptación o de airado rechazo, sea de complacida apropiación o incautación calculada), el arte popular colonial logra definir formas expresivas particulares. Guarda en su origen la memoria de terribles procesos de etnocidio y de rencor, de vaciamiento y persecución. Pero sus formas no traducen fielmente estos conflictos, y no los resuelven, por cierto, ni efectiva ni simbólicamente. Simplemente se afirman animadas por sus tensiones, por el esfuerzo que supone el enfrentarlas, por las energías que despiden, quizá.

Como los primeros indígenas misionalizados que comenzaron copiando sumisamente los modelos barrocos para terminar desmontando el sentido del prototipo, así, muchas otras formas fueron capaces de torcer el rumbo del trazado impuesto por la dirección hegemónica. El arte popular mestizo crecido después se consolidó a través de profundas distorsiones y destiempos tanto como de feroces forcejeos en torno al sentido que dieron como resultado un arte diferente. Lo que estaba concebido como producto de copia de segunda mano terminó constituyéndose en una expresión nueva.

Es que los designios de la dominación nunca pueden ser enteramente consumados. Y esto es así no sólo porque las estrategias del poder se vuelven, desde cierto punto, descontroladas, sino porque los terrenos del símbolo son esencialmente equívocos y cobijan una ausencia central que no puede ser colmada. Aun los más duros procesos de dominación cultural, los más feroces casos de etnocidio, no pueden cubrir todo el campo colonizado y dejan, a su pesar, una franja vacante. En ese baldío opera la diferencia; desde allí, los indígenas, primero, y los mestizos y criollos, después, produjeron, a veces, (sub)versiones particulares, obras que lograron asir algún momento de alguna verdad propia y escapar, de ese modo, del destino espurio que les tenía asignado el proyecto colonial. Según quedó referido, en muchos casos los indígenas comenzaron imitando meticulosamente los patrones occidentales y terminaron doblegando el sentido de los modelos. Del mismo modo, a lo largo del tiempo escindido que empezaba entonces, las mejores formas del arte latinoamericano fueron (son) aquellas que lograron afirmarse en la breve oquedad que dejan abierta los desajustes del poder y los extravíos de la imagen, y pudieron nutrirse de las ímpetus condensados que allí se refugian.

Escena del ritual popular Kamba ra’anga. Fotografía: Fernando Allen.

Escena del ritual popular Kamba ra’anga. Fotografía: Fernando Allen.

EL ARTE INDÍGENA ANTE LA MODERNIDAD

La quiebra del sistema de producción artesanal generada por la revolución industrial perturba profundamente el destino de la cultura popular; de toda la cultura, en verdad. Por una parte, instaura el divorcio entre los reinos privilegiados del arte -relacionado con la autonomía de la forma-  y los terrenos inferiores de la artesanía -heredera de  prosaicos empleos utilitarios-. Por otra parte, dentro de los propios productos utilitarios, aquella revolución establece una separación tajante entre los manufacturados artesanalmente en forma tradicional y los fabricados de manera industrial. Estas separaciones se exacerban durante la pos-industrialización y la hegemonía de los mercados globales, cuando la masificación tecno-mediática y la mercantilización de lo cultural llegan a extremos nunca antes previstos. Por eso, el futuro de las artes populares, basadas en gran parte en artesanías, parece estar condicionado por sus oposiciones, enlaces y confusiones con el arte ilustrado, por un lado, y la cultura masiva, por otro. Este doble condicionamiento remite a la cuestión del alcance de los cambios en el arte popular.

 

Los privilegios del cambio

Gran parte del discurso acerca de la cultura popular indígena se encuentra teñida en América Latina por los discursos nacionalistas y populistas que se encuentran en los orígenes de las definiciones oficiales de lo popular. El nacionalismo considera la Nación como una sustancia completa encarnada en el Pueblo, concebido como conjunto social homogéneo y compacto: un sujeto ideal que nada tiene que ver con las exclusiones y las miserias que sufren los indígenas reales. Mitificada, la producción artística se vuelve fetiche o reliquia, remanente fijo de un mundo condenado a la extinción. Congelado en su versión más pintoresca, el arte popular queda convertido en ejemplar sobreviviente de un mundo originario arcaico cuya mismidad debe ser preservada de los avatares de la historia.

Este argumento romántico, alegato de ideologías nacionalistas que precisan fundamentar el Ser Nacional sobre bases incólumes, promueve una diferencia básica entre el arte culto y el popular. El primero se encuentra forzado a innovar continuamente bajo la amenaza de perder actualidad; el segundo se halla destinado a permanecer idéntico a sí mismo so pena de adulterar sus verdaderos valores y corromper su autenticidad original. Así, mediante este esquema categórico, intransigente, se asignan puestos y funciones según el guión prefijado de la historia: al arte popular le corresponde el pasado; al culto, el porvenir. Uno debe dar cuenta de sus raíces y ser el depositario del alma indígena o mestiza; el otro debe estar vertiginosamente lanzado a la carrera lineal y continua del progreso.

Aunque se volverá sobre este tema, conviene adelantar que una dicotomía equivalente afecta el pensamiento de la relación entre lo universal y lo particular: un arte propio, local, auténtico y original se opone a la universalidad como si constituyera ésta una sustancia entera y cerrada, ajena. Tal dicotomía es responsable del viejo dilema: o se mantiene la pureza ancestral o se diluye el legado de la memoria en los flujos abstractos del Todo. Esta falsa alternativa ha promovido innumerables e innecesarias dicotomías y simplificaciones. Desde sus inicios modernos, el arte de América Latina se ha debatido, lleno de culpas, ante disyunciones planteadas sobre un mismo principio: la fidelidad a la memoria propia versus el acceso a la contemporaneidad. O bien: el atraso de la provincia versus la obsecuencia ante el poder de las metrópolis. Pero comprobado está que la alternativa entre auto-encierro y alineación es inútil; la reclusión de identidades supuestamente intactas resulta tan perniciosa como la adopción servil de los cánones coloniales. El enclaustramiento no es una buena estrategia; la mejor alternativa ante la expansión imperial es salirle al paso e intentar reformular y transgredir las reglas de su juego en función de los proyectos propios.

Por eso, la pregunta acerca de si las culturas tradicionales pueden o no cambiar o qué es lo que deberán conservar de sus propios acervos y qué sacrificar de ellos está mal planteada: en ningún caso puede ser resuelta desde afuera del ámbito de las propias culturas involucradas. Cualquiera de ellas es capaz de asimilar los nuevos desafíos y crear respuestas y soluciones en la medida de sus propias necesidades. Según éstas, el arte popular puede conservar o desechar tradiciones centenarias tanto como rechazar con fuerza o aceptar con ganas bruscas innovaciones acercadas por la tecnología o las vanguardias del arte.

No existe una “autenticidad” en el arte fuera del proyecto de la comunidad que lo produce. Por esto, cualquier apropiación de elementos foráneos será válida en la medida en que corresponda a una opción cultural vigente, mientras que la mínima imposición de pautas ajenas puede trastornar el ecosistema de una cultura subordinada. Obviamente, aquella apropiación y este trastorno nada tienen que ver con orígenes ni fundamentos: son cuestiones políticas. Y en cuanto tales, suponen disputas en torno al sentido e involucran, nuevamente, la cuestión de la diferencia.

 

Las otras modernidades

Aunque el arte popular latinoamericano comparta con el vanguardístico ilustrado la condición asimétrica de lo periférico, hay diferencias que caben ser remarcadas en relación al proyecto moderno. Cuando los artistas populares, específicamente indígenas, se apropian de imágenes modernas o contemporáneas, no están cumpliendo un programa explícito de asimilación o impugnación de los lenguajes metropolitanos: responden a estrategias de sobrevivencia o expansión; incorporan con naturalidad nuevos recursos para continuar sus propios trayectos, iniciados en tiempos precolombinos las más de las veces; incautan figuras con las cuales habían cruzado una mirada de identificación o un guiño seductor.

Es decir, el empleo que hace el arte indígena del capital simbólico moderno occidental no constituye una postura sistemáticamente asumida ante la cuestión de si cabe ceder ante los hechizos de la modernidad o sacrificar la “autenticidad”. Por eso, estos decomisos, préstamos o intercambios interculturales carecen de la gravedad y el aire culpable de las apropiaciones vanguardísticas del arte ilustrado. Y por eso, las culturas populares utilizan sin tanto remilgo y miramiento formas, recursos y procedimientos contemporáneos y aun saben disputar con maña circuitos tradicionalmente reservados a la cultura masiva o erudita.

Es que el acceso a la modernidad desde lo subalterno se produce en forma extraña a la lógica moderna y, consecuentemente, implica un estorbo, cuando no una contrariedad, a su despliegue ordenado. Los grandes temas de la agenda moderna (el ideario programático, las figuras de tendencia, progreso, actualización y ruptura, la autonomía de lo estético, el peso de la autoría, etc.) siguen sin aparecer en la producción artística popular aun cuando ella incursiona en ámbitos regidos por racionalidades modernas. Por eso, los artistas indígenas y mestizos aceptan, o sustraen imágenes y conceptos nuevos en cuanto resulten útiles a sus propias historias. Y cuando lo hacen con talento y convicción, producen resultados genuinos, formas recientes o viejas figuras reanimadas: auténticas en su radiante impureza.

 

Las otras posmodernidades

Esos impuros procesos de mezclas que producen las otras modernidades -las modernidades paralelas o las submodernidades- constituyen una de las fuerzas que levantan y perturban la promiscua escena cultural contemporánea. El concepto de “hibridez cultural” se refiere en parte al entreverado espacio global en el que coinciden, deformados en parte, el arte culto, el de masas y el popular, mezclados entre sí, a veces en forma demasiado apresurada. Indudablemente este concepto permite asumir mejor la trama espesa de transculturaciones y discutir, así, tanto los sustancialismos que estereotipan lo popular como los historicismos que hacen del devenir ilustrado la única vía genuina y bien encauzada. Pero el mismo concepto, el de “hibridez”, se vuelve problemático cuando cae en la trampa que delata y resulta, a su vez, esencializado. Este riesgo remite a dos cuestiones. La primera tiene que ver con la absolutización del fragmento; la segunda, con la esencialización de lo híbrido.

 

Primera cuestión: mediaciones

La primera cuestión, (relativa a un tema ya mencionado) se levanta ante posiciones que sustancializan la particularidad y hacen de la dispersión un destino inevitable. El descrédito de las totalidades y los fundamentos y el abandono de los grandes relatos modernos han promovido la apertura de un escenario favorable a la diferencia pluricultural. Pero la proliferación de las demandas particulares ocurre en detrimento de los principios de la emancipación universal de origen ilustrado. Encerradas en sí, las posiciones que exaltan la segmentación y la consideran una categoría autosuficiente, terminan promoviendo la desarticulación de las demandas particulares y estorbando la posibilidad de que compartan ellas un horizonte común de sentido. Y entorpecen, por eso, la convergencia de los intereses sectoriales en proyectos colectivos, indispensables no sólo para la congruencia del cuerpo social sino para la eficiencia de las propias jugadas particulares. Confrontadas entre sí a partir de códigos comunes que faciliten la negociación y el intercambio, tienen las culturas indígenas mejores posibilidades de inscribir sus demandas en un ámbito abierto al interés público.

Por otra parte, esencializar la diversidad constituye ocasión de nuevos sectarismos y autoritarismos varios y puede oscurecer la perspectiva de universalidad que requiere todo proyecto de arte como horizonte de posibilidades. De ahí la necesidad de replantear sobre bases más complejas la tensión entre lo particular y lo universal. Y esta operación exige concebir ambos términos no como referentes autónomos ni momentos de una relación binaria ineludible, sino como fuerzas variables cuyo interjuego moviliza negociaciones y supone reposicionamientos, avances y retrocesos, conflictos no siempre resueltos, soluciones provisionales, inesperadas. Pero la escena confusa, fecunda, donde actúan esas fuerzas requiere la mediación de políticas culturales, instancias públicas ubicadas por encima de las lógicas sectoriales. Tanto como garantizar la diversidad, estas mediaciones deben propulsar condiciones aptas para la confrontación intercultural. Y deben alentar la posibilidad de que los derechos de las minorías coexistan con miradas de conjunto. Miradas que permitan cruzar proyectos por encima del inmediatismo de las demandas particulares y puedan coordinar discursos y prácticas sin sustantivizar la totalidad ni arriesgar las diferencias.

Por eso, resulta importante instalar el tema de las identidades locales en el espacio de la sociedad civil, escena preparada para negociar la disputa entre las demandas parciales y el bien común. E, instalado allí, conviene vincularlo con la figura de ciudadanía. Si aquel subraya el momento particular, ésta acentúa el universal. La idea de una ciudadanía indígena resulta fundamental para garantizar formalmente las condiciones simétricas del juego de lo sectorial y lo general, lo propio y lo ajeno, que moviliza y arriesga el curso de la cultura. Y deviene imprescindible para imaginar la participación de los pueblos-otros en la utopía necesaria de una ciudadanía global afirmada sobre las diferencias.

 

Segunda cuestión: Misceláneas

Al exaltar la mezcolanza cultural, ciertas tendencias posmodernas, generalmente académicas y relacionadas con el multiculturalismo norteamericano, ven en ella un emblema del latinoamericano posmoderno “típico”: el híbrido marginal y exótico que celebra ritos ancestrales bebiendo coca-cola. Así, el concepto esencializado de la identidad basada en lo “auténtico” es sustituido por el concepto fetichizado de identidad fijado en su momento de pura mezcla y convertido en un banal popurrí; la imagen folklorizada de la extrema alteridad contemporánea: aquella capaz de fusionar ingeniosamente los elementos más dispares.

Cercanas a esta posición, las ideas de abolición de todas las fronteras interculturales y de desterritorialización absoluta de las identidades reimaginan el espacio simbólico planetario como una superficie homogénea y conciliada, desplegada. Levantadas las fronteras, mezclados entre sí todos los signos y las imágenes, el nuevo escenario mundial es concebido como una totalidad palpitante y nerviosa en cuyo intrincado interior resulta imposible distinguir las señas de la diversidad. Esta postura impide reconocer el hecho de que, aunque las distintas culturas vean borronearse sus contornos, comercien entre sí técnicas, ideas e imágenes y abreven con resignación o entusiasmo de un capital simbólico cada vez más indiferenciado, cada una de ellas mantiene lugares propios desde donde participa del festín global o de sus migajas. Y, mientras conserven la vigencia de sus argumentos, las culturas indígenas serán capaces de cautelar el dominio de sus matrices de significación y la peculiaridad de sus proyectos históricos. De cara a éstos, combinarán los ingredientes del menú global de forma específica y harán que ellos resulten distintos en cada escenario particular.

Por eso, aunque el arte indígena no pueda hoy ser considerado como un cuerpo completo y cerrado, impermeable en sus formas a las de la cultura erudita y la industrializada, es importante que su diferencia sea preservada. Las disyunciones binarias que enfrentan en forma fatal lo popular -ya sea con lo ilustrado, ya con lo masivo- requieren ser desmontadas. Pero esta operación no debe suponer la alegre equivalencia de todas las formas ni desconocer la pluralidad de los procesos de identificación y subjetividad. Desde sus memorias y sus posiciones distintas, ante cuestiones cada vez más compartidas, las diversas comunidades étnicas se arrogan el derecho de inscribir a su manera la memoria común y producir objetos y acontecimientos que anticipen posibilidades alternativas de futuro. Un futuro cuyas sombras tantas sólo pueden ser rasgadas mediante el filo de imágenes construidas desde las mismas colectividades.

Ayoreo (Zamuco) Corona cacical con cubrenuca. Fotografía: Fernando Allen.

Ayoreo (Zamuco) Corona cacical con cubrenuca. Fotografía: Fernando Allen.

Breves intersecciones

Una vez salvada la especificidad del arte indígena y antes de cerrar este artículo, conviene no obviar los tratos que aquel arte mantiene con otros sistemas culturales con los cuales comparte el escenario contemporáneo: la masificación cultural y el arte de filiación ilustrada.

Desafíos masivos

Con relación al primer sistema, se parte del dato de que las industrias culturales y las tecnologías masivas de comunicación e información han adquirido una incidencia contundente en la recomposición de la vida cotidiana, la educación, la transformación de los imaginarios y las representaciones sociales y, por ende, en la dinámica del espacio público. Resulta indudable que los procesos de masificación de los públicos, así como los de homogeneización y cruce intercultural que promueve la industrialización de la cultura, pueden significar un acceso más amplio y equitativo a los bienes simbólicos universales, enriquecer los acervos locales y permitir apropiaciones activas de los públicos. Ahora bien, el cumplimiento de estas posibilidades requiere el concurso de condiciones históricas propicias: existencia de niveles básicos de simetría social e integración cultural, vigencia de formas elementales de institucionalidad democrática, mediación estatal y acción de políticas culturales capaces de promover producciones simbólicas propias y relaciones transnacionales equitativas, así como de regular el mercado y compaginar los intereses de éste con los de la sociedad civil.

Es obvio que estas condiciones están muy lejos de ser cumplidas en las castigadas sociedades latinoamericanas. Entonces, se corre el grave riesgo de que, enfrentada a una contraparte sociocultural extenuada y vulnerable, la expansión avasallante del nuevo complejo tecnológico cultural exacerbe las desigualdades, arrase con las diferencias y termine postergando las posibilidades de integración cultural y, por lo tanto, las de movilidad y cohesión social. Y, entonces, cualquier política que busque facilitar el acceso democrático al nuevo mercado cultural y pretenda que ese movimiento se apoye en un capital simbólico propio, debe enfrentar grandes cuestiones que involucran dimensiones distintas: cómo fortalecer la producción significante propia de modo que sirva ella de base a industrias culturales endógenas y de contraparte de las transnacionales; cómo hacer de éstas canales de experiencias democratizadoras; cómo impulsar un consumo más participativo. Y, mirando más lejos, cómo promover integración social y convocar la presencia del Estado en lo cultural. Y más lejos aún, cómo erradicar la exclusión y la asimetría, vigorizar la esfera pública e impulsar instancias efectivas de auto-gestión indígena.

Obviamente, este artículo no pretende ubicarse ante estas preguntas desmesuradas. Pero quiere mantenerlas abiertas, pues ellas trazan el contorno de los grandes desafíos que enfrentan las formas tradicionales del arte para conservar la vigencia en medio de un escenario bruscamente alterado.

De hecho, aquellas formas tradicionales saben ingeniarse para transitar este espacio embrollado. Constituye un lugar común en el ámbito de los estudios sobre cultura negar hoy una oposición tajante entre lo masivo y lo popular. Paralelamente al caso de milenarias experiencias civilizatorias arrasadas, es evidente la emergencia de una nueva cultura popular constituida a partir de un sistema activo de consumo: estrategias diversas que, a pesar de las grandes asimetrías ya mencionadas, permiten apropiaciones de los sistemas tecnológicos e industrializados y generan vínculos con la experiencia propia y el propio proyecto. Pero, coincidentes en gran parte con esos sistemas y entrelazados a menudo con ellos, persisten tozudamente modelos organizados en torno a matrices simbólicas propias de origen tradicional que luchan por cautelar su diferencia, aun apelando a formas cada vez más mixturadas.

La promiscuidad del aura

En torno a la segunda cuestión, la de las relaciones entre el arte indígena y el erudito contemporáneo, se produce una coincidencia inesperada, ocurrida paralelamente al interés que aquel despierta en éste y al tráfico, más o menos furtivo, que mantienen ambos. Sucede que, al anular la autonomía del arte, la estetización difusa del mundo cancela aquella distinción kantiana que separaba la forma del objeto de sus usos y utilidades. El arte contemporáneo vacila ante el giro imprevisto de sus privilegios y el derrumbe de sus dominios resguardados. En principio, la inmolación de la autonomía del arte, el sacrificio del aura, tiene un sentido progresista y corresponde a un afán democratizador: permitiría la conciliación del arte y la vida cotidiana y el acceso masivo a la belleza; produciría el feliz reencuentro de la forma y la función. Pero, paradójicamente, la vieja utopía de estetizar todas las esferas de la vida humana se ha cumplido no como conquista emancipatoria del arte o la política sino como logro del mercado (no como principio de emancipación universal sino como cifra de rentabilidad a escala planetaria). La sociedad global de la información, la comunicación y el espectáculo estetiza todo lo que encuentra a su paso. Y este desborde de la razón instrumental, esta metástasis de la bella forma, neutraliza el potencial revolucionario de la pérdida de autonomía del arte. El viejo sueño vanguardista es birlado al arte por las imágenes complacientes, omnipresentes, del diseño, los medios y la publicidad.

Ante esta situación, reconquistar el oscuro lugar del arte, recobrar el disturbio de la falta – el espesor de la experiencia aurática, en suma- puede resultar un gesto político contestatario: una manera de resistir la autoritaria nivelación del sentido formateado por las lógicas rentables. Es que la autonomía del arte ha sido cancelada no en vistas a la liberación de energías creativas constreñidas por el canon burgués. Lo ha sido en función de los nuevos imperativos de la producción mundial que hace de los factores disgregados del arte (belleza, innovación, provocación, sorpresa, experimentación) estímulo de la información, insumo de la publicidad y condimento del espectáculo.

No se trata, obviamente, de restaurar la tradición autoritaria e idealista del aura sino de analizar su potencial disidente y crítico: la distancia aurática abre un lugar para el juego de las miradas, relega la plenitud del significado y permite inscribir la diferencia. Y es en este punto donde el arte indígena -falto de autonomía en sus formas, tenso de nervio aurático- puede demostrar que las notas que marcan aquella tradición idealista son contingentes. Y, entonces, permite imaginar otras maneras de cautelar el enigma y, a través del trabajo de la distancia -de la esgrima de las miradas- mantener habilitado el (des)lugar de la diferencia, el (des)tiempo de lo diferido.

El secreto del arte indígena mantiene abierto el espacio de la pregunta y el curso del deseo sin participar de las notas que fundamentan el privilegio exclusivista del aura ilustrada: la obstinación individualista, el afán de síntesis y conciliación, la vocación totalizadora, la pretensión de unicidad, la jactancia de la autenticidad o la dictadura del significante. En el arte “primitivo”, el aura que aparta el objeto, y lo hace entrar en tembloroso desacuerdo con su propia apariencia, no invoca el poder de la forma pura y autosuficiente: ilumina, promiscuamente, desde dentro, el cuerpo bullente de la cultura entera. Y como bien quisiera hacerlo el arte contemporáneo, hace de la belleza un vestigio arisco y breve de lo real.


[1] Este artículo fue publicado en Una teoría del arte desde América Latina, edit. José Jiménez, Badajoz: MEIAC; Madrid: Turner, 2011

Confieso qué, gracias a quién y cómo he leído. «La lectura: una vida…», de Daniel Link

 Por: Agustina Mattaini

Foto: loveartnotpeople.org

La lectura: una vida… (Daniel Link)
Ediciones Ampersand, 2017
220 páginas

 

Agustina Mattaini reseña el último libro de Daniel Link, uno de los inauguradores de la colección Lector&s, de Ediciones Ampersand. Fiel a su título, el crítico reconstruye en esta obra la emergencia de su condición de lector, en un recorrido en el que los grandes libros y autores tienen un rol igual de protagónico que aquellos que propiciaron ese encuentro, sus maestros.


Lejos de ser un mero top ten de recomendaciones literarias, la novísima colección Lector&s de Ediciones Ampersand, a cargo de Graciela Batticuore, invita a distintos escritores (hasta hoy: Jitrik, Burucúa y Link, próximamente: Molloy) a pensar –y  pensarse– en clave a la vez reflexiva y autobiográfica alrededor de sus trayectorias como lectores. En este contexto nace La lectura: una vida…, que abre un interrogante al mismo tiempo que intenta responderlo: ¿cómo hacer de la lectura una vida?

“Este libro quiere ser un acto de justicia: yo no sería quien soy sin esas manos amigas”, anuncia Daniel Link, y se embarca en la reconstrucción de su yo lector, al mismo tiempo que nos ofrece a nosotros, lectores, su propia pedagogía de la lectura. Asistimos a la formación del Link que hoy conocemos (escritor, crítico literario y profesor universitario), a partir del recorrido cronológico que el autor propone y el libro dispone: historiza sus lecturas a través de las figuras que, desde su niñez, oficiaron de mediadores –azar y metodología mediante– entre él y los libros, y propiciaron las condiciones necesarias para la gestación de su indisoluble vínculo con la lectura, la escritura, y la enseñanza de la lectura, vínculos que hicieron de él también una figura de mediación, un puente entre los libros y nosotros.

A cada maestro, acompañado de sus respectivos modos de lectura y dinámicas de enseñanza, Link le asigna un capítulo de los diez que conforman el libro. Allí aparece la infancia, atravesada por sus instituciones predilectas e inevitables -–la familia y la escuela– y representada como un espacio-tiempo donde, pese a todo pronóstico (“soy el ejemplo viviente de que una vocación lectora no se induce”) se asentaron las bases para un Link dispuesto a leerlo todo. También aparece la irrupción de la dictadura que –muy a su pesar– sella en sus libros de juventud (desde Walsh a Lacan, pasando por Vallejo y Borges) la conciencia de la lectura como arma contracultural (es decir, la certeza de que todo lector es político) y la posibilidad de resistir al silenciamiento y adoctrinamiento, tanto desde la educación formal vía Enrique Pezzoni, como desde la clandestinidad de los talleres parainstitucionales de Beatriz Sarlo, y asistir así «al milagro de que el conocimiento pudiera continuar pese a todo». Por último aparece retratada su adultez, atravesada por la desilusión de la vuelta a la democracia y el aprendizaje de la lectura como profesión ligada tanto al trabajo editorial (que piensa al libro en tanto mercancía) como a la labor de discusión y pedagogía en las cátedras universitarias (Semiología del CBC, Literatura del siglo XX en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA).

Si bien la rememoración de sus maestros estructura el relato, Link dedica el último capítulo del libro a sus amistades, dado que –como señala la dedicatoria– “por fortuna hay muchos que ocupan más de una de esas clases convencionales”: maestros, compañeros de trabajo, amigos. El yo autobiográfico se trasviste de escritor (tercera persona mediante) para repasar anécdotas y libros que lo vinculan a Ana Amado, Raúl Antelo, Diego Bentivegna, Josefina Ludmer, Sylvia Molloy, María Moreno y Ariel Schettini, repaso que supone un doble movimiento: el reconocimiento de las lecturas del mundo que aquellos tuvieron y escribieron y la inclusión de la propia lectura sobre esas cosmovisiones. Link formula así una ecuación en la cual la lectura equivale definitivamente a la vida, en tanto leer se presenta como una vía posible para establecer lazos comunitarios que a su vez trazan líneas de fuga, de goce, de olvido.

En La lectura: una vida… Daniel Link se presenta sí mismo como sinónimo de su voluntad lectora: su vida aparece a la vez como causa y consecuencia de la lectura (y viceversa). Su pulsión voraz de leer es producto de las propias condiciones materiales (“yo leía, creo, para escapar de la pobreza y de la tortura de una vida doméstica que ocupaba enteramente mi capacidad de comprensión”), como su vida es resultado del encuentro con toda una serie de bibliotecas (la de su primo desaparecido repleta de libros prohibidos, la de la Biblioteca Popular de Martínez donde conoció a la poeta Delfina Muschietti, la del Instituto de Filología de la UBA) y lecturas ajenas hechas cuerpo que, si bien dispuestas diacrónicamente en el libro y en su cronología vital, resuenan todas en el presente de su yo lector e intervienen en la gestación y consolidación de su propia pedagogía de la lectura. Ubicado en el cruce entre una enseñanza ligada al aprendizaje de la Ley y otra destinada a la lectura del Texto, el modo de leer que Link nos ofrece se inclina por la potencia emancipatoria y soberana de la literatura y tiene, como efecto inevitable, la consolidación del propio Link como nuestro maestro

Metapolítica de la alegoría: más allá de Jameson

Por: Erin Graff Zivin,  University of Southern California

Traducción: Jimena Jiménez Real

Foto: Marten de Vos y Adriaen Collaert. Alegoría de América. Amsterdam, 1600.

Tomando un polémico artículo de Frederic Jameson como punto de partida, la crítica Erin Graff Zivin analiza los problemas de la lectura alegórica, sus consecuencias en la formación de un canon literario, y sugiere posibles soluciones para evitar discusiones que pueden convertirse en callejones sin salida


Mientras que al hombre le atrae el símbolo, la alegoría emerge de las profundidades del ser para interceptar a la intención, y para triunfar sobre ella.

Walter Benjamin

En su artículo “La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional”, publicado en Social Text (1986), Frederic Jameson hizo la (tristemente) famosa afirmación de que “Todos los textos del tercer mundo (…) son necesariamente alegóricos y de un modo muy específico: deben leerse como lo que llamaré alegorías nacionales”[1], provocando ─como era de esperar─ fuertes reacciones entre especialistas de la así llamada “literatura del tercer mundo”. Las críticas a su problemática sobregeneralización se referían sobre todo a que Jameson reducía todos los textos literarios de autores africanos, asiáticos y latinoamericanos a una sola categoría, un gesto que, además de ser literariamente irresponsable, resultaba problemático en términos éticos y políticos. “Me produjo una sensación extraña” ─“It felt odd”─ escribió Aijaz Ahmad en su respuesta al artículo. Por su lado, Jean Franco discrepó no tanto con el hecho de que Jameson empleara la teoría de los tres mundos como con el calificativo “nacional”. “No es solo que ‘nación’ sea un término complejo y muy cuestionado”, escribió Franco, “sino que para los críticos latinoamericanos ha dejado de ser el marco inevitable de todo proyecto cultural y político”. De las muchas reacciones que suscitó la (sin duda deliberadamente) provocadora nota de Jameson, sin embargo, pocas o ninguna reflexionaron sobre la cuestión de la alegoría en sí. Aunque “alegoría” era un término muy cuestionado justo entonces, la mayoría de los críticos de Jameson lo dejaron a un lado, como si su sentido no fuese controvertido, o como si su uso representara un lapso del gusto, una sobreliterariedad poco apropiada para hablar de temas políticos de mayor peso.

En la misma época en la que Jameson escribió su polémico ensayo, en EE. UU. muchos latinoamericanistas reconocidos se estaban dedicando precisamente a la clase de lecturas alegóricas descritas por Jameson (“alegorías nacionales”), aunque desde posicionamientos ideológicos e intelectuales diferentes: Ficciones fundacionales, publicado en 1984 por Doris Sommer (libro que rápidamente se hizo un lugar en las bibliografías recomendadas para preparar el examen de doctorado en literatura latinoamericana), defendía que las novelas rosas latinoamericanas del siglo XIX alegorizaban los retos y tribulaciones de la construcción nacional tras las guerras de independencia en la región. Por su parte, La voz de los maestros (Roberto González Echevarría, 1985) y, después, La novela hispanoamericana regional (Carlos Alonso, 1990), interpretaban Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, como una alegoría del conflicto entre civilización y barbarie, predominante en la literatura y en el discurso político latinoamericanos desde que Domingo Faustino Sarmiento publicara su Facundo en 1845. Cada uno de estos autores o autoras trataba de desmarcarse del uso reductivo y simplista de la alegoría que hacía Jameson, quien trazaba un cuadro de equivalencias puntuales entre lo personal y lo político, lo literario y lo nacional (una lectura contra la cual el mismo Jameson había advertido) y quien, sobre todo, quería hacer depender la alegoría de la intención del autor. Aunque hacían un guiño a debates deconstructivistas que parecían abrir nuevas posibilidades interpretativas, los análisis de los críticos de Jameson permanecieron anclados en la lógica de la intencionalidad, la voluntad, la autoridad, la maestría: la de los textos que habían leído y, recíprocamente, la de su propia autoridad disciplinaria, construida a partir de sus análisis.

¿Qué concepción de alegoría está implícita en la formulación normativa de Jameson, en las alegorías literario-históricas “nacionales” narradas por Sommer, González Echevarría y Alonso, y en el giro disciplinario que muchos de los críticos de Jameson toman en reacción a su ensayo? ¿Qué clase de decisión y qué clase de alegoría, subyacen a la doble afirmación de una lectura alegórica necesaria (“los textos del tercer mundo” son “necesariamente alegóricos”) y de un contenido “muy específico” (alegoría “nacional”)? ¿Y cómo interpretar la formulación extrañamente pasiva e impersonal de Jameson? “Deben ser leídas…”, ¿por quién? Para abordar estas preguntas, y para ofrecer una explicación de la alegoría que vuelva la pasividad de la formulación de Jameson contra su marco normativo, mecánico ─y por ende contra una noción de literatura susceptible de “captura disciplinaria”─ permítaseme abordar en primer lugar estos textos críticos (el de Jameson, el de Sommer, el de González Echevarría, el de Alonso) como alegorías en sí mismos, alegorías de ciertas prácticas de lectura, pero también alegorías de la constitución de disciplinas y cánones (aquí podría entenderse que canon se refiere tantos a textos primarios como a textos críticos, tanto a prácticas de lectura como a sus objetos).

Paul de Man, el crítico cuyo trabajo en torno a la alegoría formó el núcleo, reconocido o no, del trabajo con la alegoría de cada uno de estos autores, escribió menos de una década antes: “Las alegorías son siempre alegorías de la metáfora y, como tales, son siempre alegorías de la imposibilidad de lectura” [2]. Pero, en sus formulaciones de la alegoría, estos críticos se resisten específicamente a la posibilidad de la ilegibilidad o de la indeterminabilidad. A continuación trataré las cuestiones que siguen: ¿qué modos de lectura hicieron posibles o imposibles (o bien señalaron como posibles o imposibles) estas alegorías críticas, estas alegorías de la crítica? ¿Qué prácticas críticas alternativas del campo de la literatura latinoamericana fueron desplazadas o eclipsadas por estos gestos creadores de canon?

Volvamos al artículo de Jameson un instante: “La ‘literatura del tercer mundo’”, como bien señala Ahmad, se ocupa en primer lugar y principalmente de la cuestión del canon literario occidental o, más concretamente, de la importancia de “la diferencia radical de los textos no canónicos” [3] procedentes de Asia, África y América Latina. En lugar de defender la inclusión de textos del tercer mundo en las listas de “grandes libros” o en el currículo de “cursos obligatorios” sobre la base de que estos textos “son ‘tan importantes’ como los del canon”, Jameson se declara a favor de que se lean en su radical alteridad: como, y solo como, alegorías nacionales (en concreto, alegorías nacionales “deliberadas” que, de hecho, podrían permitir a los lectores del primer mundo ver una cualidad alegórica “no deliberada” en su propia tradición). Según Jameson, la literatura de Asia, África y América Latina carece de la separación radical que existe en los textos del primer mundo, al menos en la superficie, entre lo público y lo privado, entre lo estético y lo político. La literatura del tercer mundo es fiel a los eventos (en el sentido más amplio) que constituyen la historia de la nación donde y acerca de la que se escribe, o bien es una fiel representación de ellos: eso es lo que la convierte en “alegórica”. La “alegoría nacional” podría describirse sin dificultades como una alegoría de la literatura política. Al sustituir “político” por “alegórico” en el ensayo de Jameson sorprende descubrir que el argumento no cambia de manera significativa.

Digamos que, para Jameson, lo alegórico es otro nombre para lo político, una alegoría de lo político. El concepto de política en el que se basa el argumento de Jameson es entonces violentamente normativo: depende de interpretaciones o decisiones “necesarias” que realizan voluntaria y deliberadamente lectores que se han hecho conscientes de estas “necesidades”. Por supuesto, esta no es la única manera de imaginar la alegoría y, con ella, la política. ¿Cómo cambiaría nuestra noción de lo político si consideráramos distintas nociones de alegoría como, por ejemplo, las basadas en la obra de de Man o de Benjamin, que se relacionan de manera sumamente problemática con el concepto de representación? ¿Qué resultaría de recuperar la posibilidad de una lectura alegórica a la luz del argumento de de Man de que la alegoría siempre alegoriza la imposibilidad de la lectura? Como mínimo, esas lecturas modificarían nuestro concepto de la política o, más ampliamente, de la representación política, pues es obvio que no se alinean con la política aparentemente normativa, incluso mecánica, de Jameson (y de sus críticos). Presentemos entonces argumentos a favor de una metapolítica de la alegoría (en el sentido rancieriano), una que realice, más que tematice, la representación política y estética como constitutivamente imposible.

Pues, ¿de qué es “alegoría” la alegoría en Sommer, González Echevarría y Alonso, si no de la política, del concepto de política de Jameson? Sommer defiende que los dramas románticos y los romances dramáticos alegorizan los desafíos políticos del siglo XIX (Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, alegoriza un orden patriarcal reinante en crisis, mientras que la identidad judía de María en la novela epónima de Jorge Isaacs representa la diferencia racial indecible, por mencionar dos ejemplos). Por su parte, en González Echevarría y Alonso asistimos a otro tipo de política literaria: la política de la creación del canon. Tanto González Echevarría como Alonso identifican dos tipos de alegoría en Doña Bárbara: el primero es legible, explícito, en y desde el texto (es decir, colocado allí deliberadamente por el autor). El segundo es un tipo de alegoría sensiblemente más deconstructivo, que, en palabras de González Echevarría, “lejos de congelar el significado […] pone en movimiento otros mecanismos de significación al mostrar la radical separación entre significado y significante”[4]. Siguiendo el ejemplo de su mentor, Alonso afirma que “en Doña Bárbara la alegoría no es solo una intención interpretativa proyectada sobre el texto, sino también una técnica narrativa extensamente empleada para construir los eventos representados en la novela”[5] (la cursiva es mía). A continuación sugiere que “la auténtica proliferación de alegoresis trae implícita la convicción de que en la alegoría cualquier cosa puede representar cualquier otra, bajo la premisa de que exista una voluntad discursiva que suprima el conocimiento representado por esa misma percepción”[6] (la cursiva es mía).

Todo esto parece maravilloso, hasta y a menos que tomemos nota de varios conceptos clave que acompañan a “alegoría” en estos argumentos: autoridad, intención, voluntad. La metapolítica de esta lectura de la alegoría, a pesar de distanciarse de la política entendida como contenido ideológico, se funda en conceptos políticos vinculados a ella ─soberanía, decisión─ en un gesto retórico con consecuencias políticas significativas. Alonso da cabida a la posibilidad de una interrupción de la voluntad autoral, pero esta solo es interrumpida o suprimida por otra voluntad: la “voluntad discursiva” del texto antropomorfizado. La metapolítica de una lectura alegórica tal permanece, entonces, atada a los conceptos hegemónicos de soberanía, intención y decisión. Leído a la luz de esta idea, el título del libro La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna, de González Echevarría, parece apuntar a la autoridad de la voz del propio crítico. Es decir, invistiéndose a sí mismo de la autoridad para identificar a los maestros (literarios), González Echevarría se constituye en crítico maestro, en la voz de la autoridad de la disciplina; disciplina esta que él mismo ha moldeado mediante el establecimiento de un canon latinoamericano. Maestría, autoridad, voluntad… el léxico interpretativo que parecía en un principio bastante alejado de la política ostensiblemente democratizadora de Jameson se revela ahora como la contracara de una misma moneda críticopolítica. Las alegorías de este tipo de política, o las políticas de este tipo de alegoría, al permanecer atadas a conceptos “maestros” de maestría, trabajan contra las posibilidades emancipatorias de la literatura que Jameson parecía defender.

En respuesta a este “boom” de críticas alegóricas, la cuestión de la alegoría comenzó a evitarse en círculos latinoamericanistas de EE. UU. orientados a la teoría, que en su mayor parte perdieron la oportunidad de leer la literatura latinoamericana con y a través de un concepto de alegoría más benjaminiano o demaniano. Aunque quiero sugerir que ese alejamiento de la alegoría es en realidad un alejamiento de cierta política de la alegoría. ¿Qué podría implicar para los estudios literarios latinoamericanos un nuevo acercamiento ─o un regreso─ a la alegoría? Consideremos las formas alternativas de lectura alegórica que fueron desplazadas en la disciplina pero que podrían resurgir ahora. El ensayo de Alberto Moreiras “La identidad pastiche y la alegoría de la alegoría” (1993) ─polémico epílogo de un volumen dedicado al estudio de la identidad y la diferencia en América Latina─ defendía un abordaje postsimbólico, melancólico y alegórico de la identidad en el “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges. Para Moreiras el cuento de Borges “alegoriza[ba] la alegoría nacional”, revelando el modo en que “la alegoría nacional tropieza con su propia imposibilidad”[7]. “Plantear la heterogeneidad es homogeneizarla; proyectar lo irrepresentable, representarlo. Alegorizar es entonces autorizar”, dice Moreiras. De esta hebra subterránea ─que aparece tratada de manera directa tanto en Moreiras como en el libro de Idelber Avelar sobre la alegoría y el duelo postdictatorial  y en el trabajo de Kate Jenckes en torno a la alegoría como alografía en Borges─ podría decirse que se vincula, al menos en esencia, con el concepto de lo iletrado [“illiteracy”] de Abraham Acosta (en cuanto práctica de lectura que toma en cuenta la opacidad constitutiva en el corazón de la oposición entre escritura y oralidad, alfabetismo y analfabetismo), así como con mis propias reflexiones sobre las alegorías del marranismo. No llamaremos a esto alegoría: lo llamaremos deconstrucción, o simplemente, lectura: lectura fundada en su propia imposibilidad (de Man).

¿Cómo sería una política, o una metapolítica, de la alegoría ─de una alegoría basada en la imposibilidad de la lectura? Volviendo a Jacques Rancière, esta política sería quizá una política del disenso: recordemos que, para Rancière, el desacuerdo político, la mésentente politique, está relacionada formalmente con el malentendido literario, le malentendu littéraire. Si lo que he sugerido aquí es que “de lo que hablamos cuando hablamos de la alegoría” (lo tomo prestado de Raymond Carver) es de la cuestión de la política, también lo es siempre del debate en torno a la creación del canon y a la autoridad disciplinaria. Extender la política de la disciplina y la creación del canon a esta hebra subterránea comportaría inevitablemente un desacuerdo infinito sobre qué textos deberían ser considerados canónicos, sobre qué voces deberían considerarse la autoridad sobre las demás. Aquí, las voces soberanas de los críticos literarios latinoamericanos que leen textos que, en palabras de Moreiras, alegorizan ergo autorizan, recularían en favor de prácticas críticas postsoberanas (para decirlo con Óscar Ariel Cabezas), en las que la autoridad de los textos literarios y críticos (incluido este que lees) sería cuestionada; los maestros (de textos, departamentos, campos), abolidos; y la alegoría, herida e hiriente: infinita e infinitamente imposible.

[1] La cita corresponde a la traducción de Ignacio Álvarez de “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” [La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional. Revista de Humanidades, 23 (junio de 2011): pp. 163-193].

[2] Según la traducción de Enrique Lynch de Allegories of Reading [Alegorías de la lectura: lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust. Barcelona: Lumen, 1990].

[3] Traducción propia del artículo de Aijaz Ahmad “Jameson’s Rhetoric of Otherness and the National Allegory” [“La retórica de Jameson en torno a la otredad y la alegoría nacional”] (1986). Social Text, 15 (pp. 65-88).

[4] Según la traducción del propio González Echevarría de su libro The Voice of Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature [La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna. Madrid: Editorial Verbum, 2001].

[5] Traducción propia de la cita, perteneciente a la obra de Carlos Alonso The Spanish American Regional Novel. Cambridge: Cambridge University Press, 1990.

[6] Ibídem.

[7] Traducción propia del artículo citado.

Un clásico argentino. Reseña de «Borges y los clásicos»

Por Jimena Reides

Portada: Discutiendo la Divina Comedia con Dante, de Dudu, Li Tiezi y Zhang Anpero 

En estas líneas Jimena Reides analiza el último lanzamiento de Carlos Gamerro, Borges y los clásicos, donde el autor da cuenta de cómo algunos cuentos del argentino universal se relacionan con sus lecturas de Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes, además de desentrañar las similitudes entre su obra y la de Joyce.


Libro: Borges y los clásicos

Año de publicación: 2016

Autor: Carlos Gamerro

Número de páginas: 176

 

Este libro del escritor Carlos Gamerro reúne sus cuatro conferencias dictadas en el Malba en 2012 en las que se compara la obra de Borges con autores clásicos de diferentes épocas. Además, tiene un agregado de otra conferencia que se dio en un comienzo en inglés sobre Joyce. Se van analizando los cuentos de Borges y la incidencia de estos autores en su obra, con ejemplos y citas —tal vez un tanto excesivas por momentos— para aclarar estas comparaciones.

En las cuatro conferencias originales, se hace un análisis exhaustivo de algunos cuentos de Borges en relación con Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes. Se intenta establecer las similitudes, así como las diferencias, que tienen las historias de Borges con las obras más famosas de estos autores. También, como se mencionó, se agrega la conferencia acerca de Joyce para tratar de ver el modo en que este autor y Borges veían a la literatura.

Borges y Homero

En cuanto a Homero, lo que Gamerro se pregunta es si este autor existió verdaderamente, dado que no existen registros fehacientes que lo comprueben. Homero fue el iniciador de la literatura, aquel con quien empieza también la realidad ya que, después de todo, la literatura es una forma de crear la realidad en la que vivimos. Además, Gamerro se refiere a la memoria como algo que se debe tener en cuenta, ya que “la literatura es la memoria de la humanidad”, y tal memoria comenzó en el Occidente con Homero. Para Borges, las palabras son transferibles, pero no las imágenes del recuerdo: la memoria puede olvidar y recordar a la vez.

Borges y Dante

En el análisis que nos brinda Gamerro, Dante fue “el hombre que vio el universo, entendiendo ver en el sentido fuerte de entender” y que construyó un gran universo complejo. Una de las características que destaca Gamerro de Borges es que este último no fue un escritor alegórico o religioso, pero que sí le interesaban las cuestiones metafísicas. Le gustaban los poetas místicos. Opinaba que el ser humano estaba imposibilitado de conocer y comprender el orden del universo. Esto puede verse en el Aleph, donde se ve el universo, aunque sin sus designios, y también se ve el presente del universo, pero no su pasado o futuro. Por último, Gamerro también destaca el hecho de que, según Borges, todo lo que vemos lo asociamos con recuerdos, con imaginaciones.

Borges y Shakespeare

En cuanto a Shakespeare, a diferencia de Dante, se puede decir que construyó varios universos que incluso son incompatibles entre sí. Gamerro menciona el hecho de que las obras de Shakespeare no describen sus vivencias y que, de hecho, la idea de que exista una relación causal entre las experiencias personales y lo que un autor escribe es una concepción bastante reciente. Shakespeare se nos presenta aquí como un “poeta hacedor”. Gamerro también menciona la creencia de que en realidad las obras de Shakespeare no fueron escritas por él porque, y aquí se sigue una línea de pensamiento de Freud, la literatura surge a partir de las vivencias y de los conflictos del autor y Gamerro marca esta diferencia de que la literatura no se trata simplemente de la experiencia y de los recuerdos del autor.

Borges y Cervantes

Como cuenta Gamerro, “Pierre Menard, autor del Quijote”, escrito en el año 1939, y posteriormente publicado en Ficciones, acaso uno de los libros más leídos de Borges, constituye un “cuento-ensayo”, como lo llama Gamerro, pues es “un texto que tiene la forma de ensayo crítico o de nota biográfica, y que se diferencia de estos apenas en que trata sobre autores y obras ficcionales”. Borges estaba interesado en Cervantes y Gamerro menciona el hecho de que, a pesar de que Cervantes tuvo una vida bastante interesante (en cuanto que podría haber relatado sus experiencias en la guerra, por ejemplo) decidió escribir sobre dos personajes que viven en un pueblo. En el Quijote, Cervantes muestra la vida cotidiana de los personajes, que representa la realidad, y la literatura que leen, que vendría a ser lo irreal, lo maravilloso. Cuando se lee el Quijote de Cervantes, se recupera esa oposición entre lo literario y lo no literario, lo ficticio y la realidad. En cambio, al leer el Quijote de Menard, se ve la oposición entre dos mundos literarios diferentes.

Borges y Joyce

En la conferencia que discute el Ulises de Joyce, se hace hincapié en el hecho de que Borges generalmente utilizó en sus novelas un estilo de imagen sintética, como por ejemplo el estilo del recuerdo, en contraposición con el estilo analítico, que corresponde al estilo de la percepción, y es justamente el que utiliza Joyce. Un punto en común de los dos autores es que ambos pensaron a la literatura más desde un aspecto urbano en lugar de un aspecto rural, aunque Joyce fue más intransigente que Borges pues este último escribía más sobre los suburbios, de allí que se lo conozca como “un escritor en las orillas”, como lo llama Beatriz Sarlo. Estos dos escritores periféricos desean ser admitidos pero además posicionarse en el centro del canon occidental. Lo hicieron tomando elementos foráneos, pero no los dejaron de lado, sino que los incorporaron en su literatura.

En este libro se podrá ver más en detalle los distintos elementos que tomó Borges de autores clásicos de distintos momentos históricos. Gamerro nos ofrece una comparación de los textos de Borges con Shakespeare, Dante, Joyce, Homero y Cervantes, marcando las aproximaciones entre estos autores así como las disparidades.

 

Nora Strejilevich: “El testimonio no es una copia de la realidad sino su construcción”

Por: Andrea Zambrano

 

La escritora y académica Nora Strejilevich formó parte del encuentro “El Silencio Interrumpido: Escrituras de mujeres en América Latina” y es la autora del capítulo dedicado a literatura testimonial de The Cambridge History of Latin American Women’s Literature. Andrea Zambrano conversó con ella sobre este género, su imbricación con la literatura de mujeres y su propia experiencia como víctima y testigo de la última dictadura militar argentina.


La subversiva, la judía, la rusita. La hermana de aquel chico travieso, inteligente, audaz, que va de frente en las asambleas universitarias, al que ficharon por escribir demasiado. Gerardo, aquel chico con quien comparte de por vida esa marca de diferencia, ese apellido de segunda y de infinitos trabalenguas que a los locales les exaspera pronunciar.

A Nora Strejilevich la secuestró la última dictadura argentina un 16 de julio del año 1977, días después de ver por última vez a su hermano, aquel nene que en la infancia la molestaba por ser más chica, que le tiraba del pelo, que le hacía cosquillas, con quien se peleaba una y otra vez en el jardín de la que recuerda como una feliz casa materna. Gerardo, a quien no pudo asignarle ni un plano, ni un vector, ni una tumba. “Peores son los recuerdos que nunca podré tener: la hora en que fue arrojado desde un avión ya sea al río o al mar. Peores son las memorias que ni siquiera pueden llegar a ser recuerdos.”

El recuerdo de aquel fatídico sábado por la tarde la acompaña hasta el día de hoy. “En cualquier lugar al que intente fugarme, la historia me encuentra”. Si bien cree en el olvido como una necesidad de escape, a la escritora argentina le es imposible evadir los recuerdos. Estos vuelven una y otra vez, incluso contra su propia voluntad.

Exiliada en la gris Canadá, en donde hablar de literatura testimonial era algo totalmente inusual, Strejilevich decidió avanzar, aún en profundo aislamiento, en un proyecto que la acompañaría de por vida: testimoniar su propia experiencia rememorada y la de muchos de sus contemporáneos a través de una práctica narrativa que le permitiese hablar de lo indecible, para relatar esa historia no contada, esa historia no oficial.

Nora Strejilevich se doctoró en literatura latinoamericana en la Universidad de la Columbia Británica de Canadá, país que le brindó refugio político tras haber vivido por varios años en distintos países (Israel, España, Italia y Brasil), luego de haber sido liberada del centro clandestino de detención, tortura y exterminio “Club Atlético”, ubicado en el barrio de San Telmo de la ciudad de Buenos Aires. Ejerció la docencia tanto en Canadá como en Estados Unidos, y hoy dicta un seminario sobre violencia estatal y memorias en Buenos Aires para el programa de Master de la Universidad de Middlebury, Vermont, además de ejercer como profesora emérita en la Universidad de San Diego, California.

Su obra más reconocida, Una sola muerte numerosa, publicada por primera vez fuera de su país en el año 1997, la hizo merecedora del Premio Nacional Letras de Oro para Novela, otorgado en EEUU, siendo traducida tanto al inglés como al alemán. El arte de no olvidar: literatura testimonial en Chile, Argentina y Uruguay entre los 80 y los 90, su más reciente investigación publicada, pone de manifiesto diversos relatos de experiencias traumáticas vividas en estos tres países del Cono Sur, a fin de discutir la función social que, aún hoy, cumple el testimonio como práctica narrativa en América Latina.

En tu libro El arte de no olvidar, señalas que recorriste la Argentina con un grabador buscando voces que te develaran el misterio de tu propia desaparición. ¿Cómo fue tu acercamiento con el testimonio como género narrativo?

Nora Strejilevich: Cuando vine a recorrer la Argentina mi centro fue Tucumán. En esta provincia hubo un mini golpe en el año 75, el Operativo Independencia, que fue el anticipo del golpe del 76.  Vine a fines de los ochenta y la gente de la zona que había padecido el terror durante el gobierno de Isabelita nunca había hablado. Esta era la primera vez que le  contaban a alguien lo que les había pasado. En estos casos se genera un relato intenso y novedoso incluso para quien habla: al testigo le sorprende su propia historia, que va cobrando forma. Esas situaciones compartidas fueron cruciales para mí porque pude palpar la importancia del testigo y de su versión.

Fue la contundencia de esos testimonios lo que me dio la pauta de lo importante que eran esas historias que yo recogía, seleccionando sobre todo las partes más simbólicas, más sugerentes, más misteriosas, en lugar de optar por un perfil informativo.

Yo empecé a escribir mi propio testimonio, en cambio, al tomar un curso de autobiografía y el profesor nos invitó a escribir nuestra propia historia o un ensayo. Yo escribí mi propia historia y él me instó a que siguiera. De allí surgieron los fragmentos autobiográficos que hoy figuran en Una sola muerte numerosa. Pero más que conocerme a mí misma yo quería entender ese momento histórico que significaba un antes y un después para mí misma y para el país.

Este recorrido por la Argentina fue el que me dio la pauta de un país atravesado por un coro de voces que no eran precisamente literarias pero que bien podían configurar una literatura. Por esta razón, a la hora de hacer la tesis, elegí este tema.

¿Te brindó la literatura testimonial la posibilidad de reconstruir la memoria a partir de la palabra escrita?

NS: No solo la posibilidad de reconstruir, sino además la posibilidad de crear. Estas personas, al brindarme su testimonio, iban descubriendo su propia historia.

No sabemos con exactitud qué es lo que esconde la memoria traumática. Por eso el testimonio no es una copia de una realidad sino la construcción de una realidad. El testimonio brinda la posibilidad de rearmarse, porque a través de él se reconfigura una subjetividad resistente. Ya no solo soy la víctima de lo que me hicieron sino que ahora estoy creando una historia con todas esas hilachas y esas ruinas. E incluso más que rearmar, para mí el testimonio es crear, construir(se) una vez que el peso del mundo, como dice un amigo, te aplastó, te pasó por encima, pero no te mató. Una vez que sobreviviste…

En la Microfísica del Poder, Foucault habría profundizado en la posibilidad de inducir efectos de verdad a través del discurso literario. ¿Ves a la literatura como una alternativa narrativa al horror? 

NS: Sí. Y además de alternativa concibo a la literatura como ‘lo otro’. En las escenas de tortura, el objetivo es llevarte al grito y a la desarticulación del discurso. Todo lo que no se puede decir en la tortura se puede decir en un testimonio o en una ficción o en un poema. Y cuando digo testimonio me refiero sobre todo a testimonios literarios con una intención artística, en cuyo caso el lenguaje se fuerza, se retuerce, se envuelve, se acurruca para pronunciar el sufrimiento y el dolor.

Reitero entonces que, por esta razón, a estas construcciones literarias las concibo como una alternativa, como una respuesta y como un lugar de creación en el que puede habitar otra forma de decir y de narrar.

En Una sola muerte numerosa, parte de la narración de la experiencia traumática que viviste, hace mención a tu origen judío. ¿El contar en esta obra la historia de tu familia través de una narración intertextual, se constituye como una forma de aludir también a la historia de la persecución judía? ¿Es una forma de dejar registro de un presente traumático descendiente del crimen y el horror del pasado?

NS: El objetivo durante la dictadura fue acabar primero con los llamados subversivos, o sea con los Montoneros y otras organizaciones revolucionarias, y en segundo lugar con los judíos. Al menos eso es lo que me dijeron cuando me interrogaron por judía. En relación al vínculo con lo que fue el genocidio más paradigmático del siglo pasado, yo diría que el nuestro es una reencarnación simbólica. Se pueden por supuesto enfatizar las diferencias, que son muchas, pero el Mal con mayúsculas va asumiendo formas emparentadas. Quiero decir que hay un mismo ADN en la genealogía del Mal. Y yo creo, por eso mismo, que es fundamental marcar las similitudes. El Holocausto fue el primer experimento del siglo XX donde realmente se llevó a cabo un crimen dentro del crimen, donde se trató de exterminar y al mismo tiempo de borrar las huellas de la masacre, para negarla y para afirmar que nunca existió lo que había existido. Eso fue también lo que intentaron hacer acá en la Argentina con los desaparecidos, enviándolos a la Noche y a la Niebla. En ese sentido quise subrayar los vasos comunicantes.

A nivel personal el tema me atraviesa por donde lo mires: tengo tres abuelos cuyos hermanos murieron en Auschwitz, y tanto mis dos primos hermanos, Hugo y Abel, como mi hermano Gerardo y su novia, Graciela Barroca, son desaparecidos.

Puedo afirmar entonces que el terrorismo de Estado se constituye como un descendiente directo del nazismo por lo paradigmática que fue la Shoá, y que yo soy, a nivel familiar, descendiente directa  de las fábricas del horror, que me dejan vivir pero con la imborrable marca que deja la tragedia colectiva.

Este libro se publicó en la Argentina en el año 2006 justo a 30 años del golpe militar. ¿Qué sentiste al ver que este testimonio se trasladaba al lugar al que debía pertenecer?¿Cómo te sentiste al saber que este cúmulo de historias comenzaba a circular dentro de tu país? 

NS: Hubo dificultades para publicarlo acá. En la presentación que hicimos en 2006 en Buenos Aires, Tununa Mercado hizo notar cómo el texto circulaba en fotocopias, cómo la gente lo leía todavía como se solían leer materiales prohibidos que circulaban durante la dictadura, aún cuando ya estábamos en democracia y se publicaban testimonios sin tanta censura. Tal vez porque yo no vivía acá o porque no di con la editorial adecuada, el mío no salía. Hasta que una editorial de Córdoba se hizo cargo de la edición, y me emocionó que por fin el libro se lanzara en la Argentina porque lo había escrito pensando en que se leyera acá. Hay allí muchas cosas que alguien de afuera no entiende de una manera tan exacta, cosas que no las expliqué porque iba dirigido sobre todo a un público local. Incluso en la traducción al inglés hubo que agregar una suerte de glosario. Sin embargo, aunque fue muy emotiva y reflexiva la presentación, con la participación de quien ya mencioné, Tununa Mercado, de Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo, y de Alejandro Kaufman, el evento no trascendió. Si bien se hizo en una sala del gremio de periodistas, no hubo ni una sola nota ni una sola reseña en ningún periódico. No se le daba al tema, aún en esta época, la difusión que merecía. Es llamativo. En la Argentina no asocian el trabajo literario con el testimonio y supongo que algunos periodistas a los que contacté pensarían: “bueno, un libro testimonial más, ya sabemos de qué se trata.”

Sin embargo hubo otra instancia en la que el libro formó parte de una intervención pública por los derechos humanos que atesoro como hecho significativo a nivel comunitario y personal. Me refiero a una lectura que hice de la primera página de mi libro, que es el relato de mi secuestro al Club Atlético, justamente en el ex Club Atlético, el centro clandestino transformado en Espacio de Memoria. Leer en ese lugar mi recuento poético del trayecto de mi casa a ese preciso lugar me hizo sentir que la palabra es, como ya dije, resistencia y, además, núcleo de transformación.

¿La literatura testimonial en América Latina es un campo en el que se han destacado las mujeres?

NS: Desde que se han producido estos genocidios en América Latina han sido las mujeres las que siempre han resistido, por uno u otro motivos. Me refiero a la denuncia, a la construcción de movimientos por los derechos humanos, a las intervenciones públicas. Gran parte de los movimientos han sido de mujeres, desde Centroamérica hasta acá. Para mí el testimonio es un género muy afín a la mujer, y eso se detecta desde los primeros libros en los que las mujeres militantes cuentan sus experiencias, como por ejemplo Si me permiten hablar de Domitila Barrios, o Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia escrito por  Elizabeth Burgos-Debray. Se trata de mujeres que empezaron a tomar el micrófono y a dar testimonio y de mujeres que hicieron una tarea de montaje y lograron que se los publique. Estos son pasos de un proceso que va de la mano de la participación de la mujer en la cultura, en la política, en los movimientos sociales.

Y digo que es un género afín a la mujer porque a la mujer le resulta indispensable que su voz incluya el registro de la intimidad. Hacer público lo íntimo es un acto político. Al salir a la plaza a marchar por sus hijos, al apropiarse de la palabra de la intimidad y mostrarla, la mujer está llevando a cabo un acto político. Poner sobre la mesa la desesperación, el dolor, el desgarro de las experiencias traumáticas, es un acto político. Es en ese nivel en el que se han destacado las mujeres. Tal y como afirmó la escritora nicaragüense, Ileana Rodríguez, en el Encuentro El Silencio Interrumpido, la mujer tiene la habilidad de retrotraerse a sus historias ancestrales. Esa forma de escribir, hablar o pensar es muy propia de la mujer. Lo que antes era visto como defecto, lo que la caracterizaba como el sexo débil, ahora, a partir del siglo pasado, se torna virtud. Las mujeres contamos con rizomas.

Si bien nombres como el de Rodolfo Walsh destacan, al menos en la Argentina, por inaugurar una nueva forma de narrar los hechos a través del periodismo de investigación, ¿qué nombres de mujeres latinoamericanas destacas dentro del estudio y rescate de la literatura testimonial? 

NS: Emma Sepúlveda fue una de las primeras que escribió sobre el testimonio de mujeres en Chile, por lo tanto, el suyo es un trabajo pionero. Además, en el movimiento que hubo en EEUU, Estudios Subalternos, se destacan John Beverley, Ileana Rodríguez y otros que rescataron testimonios centroamericanos como parte de la lucha y la resistencia de esa región. También Doris Sommer, igualmente en EEUU, estampó la expresión del ‘yo plural’ para definir al testimonio. Y Margaret Randall fue otra pionera en estudios del testimonio. Hay muchas estudiosas del testimonio fuera de la Argentina.

Dentro del país, recuerdo a Beatriz Sarlo, quien, aunque criticándolo, escribió sobre el tema. También a María Sonderéguer, a Rossana Nofal, y a Leonor Arfuch, que escribió sobre biografía y testimonio, vinculando ambos géneros. En cuanto a las que han escrito testimonios del genocidio argentino puedo nombrar a Alicia Partnoy, a Susana Romano-Sued, a María del Carmen Sillato y a mí, entre otras. En Chile a Nubia Becker, quien narró su experiencia en un campo de concentración de Santiago, Villa Grimaldi. Y hay muchas más.

¿Circulan los trabajos de estas mujeres en el continente y/o fuera de él, o presentan dificultades para ser editados y distribuidos? ¿Cómo es la relación del mercado editorial con la literatura testimonial y sobretodo con el trabajo de estas mujeres?

NS: Hay concursos literarios que premian a la novela y/o al ensayo. En Cuba se premia el testimonio, pero fuera de ese desconozco otros concursos donde figure una sección para el testimonio. Por eso mi trabajo lo mandé a un concurso de novela, y ellos lo consideraron como tal. Yo no tengo problema, ya que se trata en todo caso de narrativa, pero muchos jurados no quieren considerar novela a un trabajo en el cual hay material documental, y en el cual el o la protagonista tiene el mismo nombre que el o la autora que figura en la tapa. Escribí otro libro con esas características y se presenta el mismo problema.

El testimonio es un género híbrido muy difícil de ubicar, especialmente cuando tienen un trabajo estético que resulta tan prioritario como en una novela. Los otros, que son más directamente discurso oral registrado, o ensayo, tienen un público y una entrada mucho más directa. Hay ciertas editoriales que se comprometen con ese tipo de textos y que producen eventos políticos por tiempo determinado para darles circulación, pero inmediatamente después desaparecen de los estantes. No obstante, acá hay un público lector para ese tipo de libros, y lo hubo especialmente en la época del kirchnerismo, cuando se le dio salida a libros más directamente testimoniales, sobre todo de figuras políticas. Pero en general este tipo de literatura, tanto por ser testimonial como por ser de mujeres, tiene mucha más dificultad de circular que la novela propiamente dicha.

Yéndonos a la academia, a los programas de grado y posgrado. ¿Es la literatura testimonial tomada en cuenta en planes de estudio?        

NS: Por lo que he conocido de cerca últimamente, es muy difícil que esto entre en la academia porque no forma parte de los programas tal y como están armados. En EEUU y Canadá, donde viví, tuve la suerte de que este libro entrara en los circuitos universitarios, como lectura de cursos dictados en programas de Estudios Latinoamericanos que se empezaron a abrir a otras tendencias, porque la literatura estadounidense contemporánea es mucho más híbrida, y por ende esta narrativa se acepta más.

En nuestros países los programas de estudio son mucho más tradicionales. No obstante, muchos profesores y profesoras tienen actualmente la capacidad de vincular todo tipo de disciplinas con temas relacionados a la memoria, lo cual es muy loable y abre debates. Pero este tipo de bibliografía no es la que abunda, sino más bien los ensayos, que en general tienen más presencia en las universidades. La crítica negativa que se le hizo al testimonio, al que no se lo considera (al decir de Beatriz Sarlo) capaz de elaborar intelectualmente lo acontecido, restringió sus posibilidades. Sin embargo, estoy convencida que el testimonio es un género que debe enseñarse en las universidades para que la literatura palpite con experiencias vividas y la historia gima desde cuerpos concretos.

¿Te encuentras trabajando en algún otro proyecto actualmente relacionado con la literatura testimonial?

NS: Quiero desligarme de la escritura académica. De hecho, me hubiera gustado escribir mis libros de ensayo (el ya nombrado y La escritura y la vida, un manuscrito que acabo de terminar) de una forma más personal. Hay palabras que faltan en lo académico.

Por otra parte, tengo un proyecto que aún está en veremos en Canadá. Hay un músico que no es argentino pero que hace rock argentino, que quiere hacer una ópera rock en Vancouver sobre la historia de una hija de desaparecidos, y me pidió a mí que la escribiera. Así que es algo totalmente distinto para mí, pero es un proyecto que me atrae. Yo quiero cultivar el decir desde el arte, tengo más predisposición para esa vertiente.

Por otra parte, acabo de terminar otro libro, El viaje perpetuo, una serie de viajes de alguien traumatizado por la memoria del horror que trata de huir de ella pero siempre cae y se entrampa. Es una persona que, al realizar todos estos intentos de fuga, siempre se encuentra con la misma historia. Ese alguien soy yo, y aunque no lo pensaba narrar en primera persona, finalmente pensé que no podía evadirme del testimonio. El libro todavía no ha salido, veremos si alguien lo quiere publicar (risas).

Desde tu rol de escritora latinoamericana, ¿Cómo crees que deba escribirse la historia de la literatura de mujeres en América Latina?

NS: Participando en proyectos como el libro The Cambridge History of Latin American Women’s Literature, editado por Ileana Rodríguez y Mónica Szurmuk, del cual formé parte escribiendo un artículo sobre literatura testimonial de mujeres en América Latina. Yo creo que esa es la mejor manera. Este libro narra una historia que empieza mucho antes de la llegada de los españoles y que rescata el aporte de las mujeres desde el viaje, desde el testimonio, desde la narrativa, desde el ensayo, desde la novela, desde todos los lugares. Porque la literatura es todo lo que sea historia; la literatura son todas esas vivencias contadas desde una forma viva y no con un lenguaje técnico. La idea es cultivar esa otra manera que tenemos las mujeres de contar lo que nos duele, lo que nos obsesiona y nos hace ser quienes somos, lo que nos permite apropiarnos de nuestra experiencia mediante la palabra.

¿Crees que en el rescate de esa historia no contada, de esa historia no oficial, el género testimonio tiene aún un desafío mayor al rescatar las voces de mujeres víctimas de horrores como las dictaduras del Cono Sur?

NS: Yo creo que esta es la era del testigo. Si hay proyectos que consisten en borrar las huellas y borrar la historia, el testigo pasa a ser la prueba más importante del crimen. Y más significativo es aún si ese testigo es una mujer, porque en general las mujeres no cesan en su intento de encontrar y transmitir lo que para ellas cuenta, las mujeres se destacan por su persistencia. Alguna vez le pregunté a una Madre de Plaza de Mayo por qué existían Madres y no Padres, y su respuesta fue que las mujeres están acostumbradas a hacer todos los días labores consideradas por la sociedad como inútiles, pero que ellas las siguen haciendo (como limpiar la casa). Y entonces este aprendizaje les sirve, y siguen acudiendo a diario a lugares donde saben que les cierran puertas, donde saben que van a recibir un ‘no’ como respuesta. No obstante, las mujeres, acostumbradas a insistir en tareas sin destino, de alguna manera persisten hasta obtener increíbles resultados, porque la micropolitica presiona y empuja a la macropolítica. Esa es la filosofía de las Madres de Plaza de Mayo. La suya es una marcha que no acaba nunca, y esa insistencia marca un hito en el tipo de militancia que surge con ellas y que se ramifica en una serie de brazos, todos inspirados en la estrategia incansable de machacar.

Estas voces y estos cuerpos que reiteran y reiteran son un caleidoscopio en movimiento perpetuo, dispuesto a nombrar su lucha hasta que sus consignas sean oídas y respondidas.

“Las que compran libros son las mujeres”. Entrevista con Ileana Rodríguez

Por Carolina Tamalet Iturrioz y Lucila Fleming

 

En el marco de las jornadas “El Silencio Interrumpido. Escrituras de mujeres en América Latina”, realizadas en MALBA, Carolina Tamalet Iturrioz y Lucila Fleming entrevistaron a la reconocida investigadora nicaragüense, Ileana Rodríguez.


 

Si bien este congreso es sobre la escritura de mujeres, queremos ampliar el foco hacia la otra parte del proceso: la lectura. ¿Cómo piensa la relación entre lectura y mujeres?

Bueno yo pienso que las mujeres son las lectoras de literatura. Las que compran libros son las mujeres. Cuál es la relación que tiene cada lectora con lo que lee, tiene que ver con los gustos de esa particular lectora. Y yo pienso que ahora se está creando un tipo de literatura de mujeres para mujeres que a mí no me gusta. Es una literatura que banaliza las relaciones amorosas, que  es un poquito de sexo, un poquito de política, un poquito de algo… y me parece que no hacen buen servicio a las mujeres. Pero, la literatura seria que también leen las mujeres pienso que es muy formativa, que además de ser muy muy placentera es muy formativa para quién sos, para quién querés ser, para llegarte a conocer a vos misma.

¿Cómo ve la situación de la mujer como lectora en relación a estos fenómenos editoriales masivos? (novela sentimental, literatura erótica, best sellers)

En ese sentido me pongo absolutamente clasista. Me hago partidaria de las bellas letras entonces quiero que escriban bien y quiero que sean lindas y quiero que sean coherentes. Quisiera que fueran más profundas. Yo pienso que para escribir novelas hay que sufrir, o hay que conocer el sufrimiento o la dicha total. Que es a partir de esas dos cosas que uno puede escribir novelas. Pero si tienes una vida promedio, no hay nada qué contar, qué vas a contar, no hay drama, no hay goce, no hay nada. Entonces pienso que es como flat y pienso que es buena porque hace dinero. Hace dinero para las editoriales y un poquito para las escritoras, no mucho.

¿Qué momentos recuerda como lectora que hayan marcado su vida?

Tal vez casi todas las (autoras) que recuerdo son extranjeras. Por ejemplo Isak Dinesen me encantó y es la historia de una mujer que vive sola en el África, me gustó el espíritu de esa mujer pionera. Me gusta mucho Margaret Atwood, sobre todo en una novela donde hablaba de cómo sería el mundo de las mujeres si la derecha estuviera en el gobierno. Me gusta en particular ahora una mujer que se llama Marilynne Robinson que usa la biblia y los escritos de la biblia para hablar de las experiencias de un grupo de gente en Norteamérica al que no se conoce bien pero anda por los caminos y anda buscando trabajo y son como campesinos pero no sabemos de ello, bien. Y me gusta Joyce Carol Oates , el libro más precioso de ella se llama La hija del enterrador, que es la historia  de una familia judía que emigra a Estados Unidos y el padre que es un matemático termina cavando tumbas y la madre, que es una pianista, termina desecha y esos son los abuelos o bisabuelos de ella. Pero en América Latina me gusta Clarice Lispector, me gusta muchísimo; me gusta la chilena María Luisa Bombal; me encanta Ana María Shua por el humor sexual que tiene, me gusta Cristina Rivera Garza de México

¿Hay algún gesto intencional de elección de mujeres en sus lecturas?

Ahora me gusta más leer a las mujeres que a los hombres. Antes me gustaba leer más a los hombres que a las mujeres. Pero yo pienso que todas las mujeres tenemos una época masculina en la cual identificamos el ser en el mundo , la esfera pública, el saber hacer las cosas, el poder, lo identificamos con los hombres y por eso queremos leer este tipo de literatura o porque somos románticas también. Pero ahora pienso que las mujeres están diciendo cosas bien importantes y lo están diciendo muy bien y yo quisiera escribir como ellas. Entonces lo que hago ahora es: copio frases enteras de las mujeres narradoras, sobre todo las poetas. Hago ejercicios líricos con las frases para aprender a escribir poéticamente, entonces meto la poesía dentro de la narrativa porque siento que es muy efectiva. Pienso que todo aquello que te toca el alma y el corazón es como irrebatible, es como que no podés decir nada contra ello.

¿Cómo se conectan estas lecturas femeninas o de mujeres con su experiencia profesional? ¿Busca activamente en sus programas incorporar narrativas de mujeres? (programas, crítica, actividades culturales, etc)

Cuanto estaba en la carrera, siempre quería ver qué era lo más nuevo, lo más novedoso, porque yo nunca enseñé el mismo texto dos veces. Nunca. Me aburría soberanamente. Entonces siempre estaba a la búsqueda de textos que leer y hacer. Me gusta todo lo extraño, todo lo que digo: ¡ay qué extraño esto! Porque me permite hablar con los estudiantes de manera bastante fluida y asustarlos un poquito para despertar la curiosidad. Ahora ando en busca de unos textos en particular, que son textos de la izquierda contra la izquierda. Quiero ver cómo la izquierda discute con la izquierda.

¿Es posible pensar la lectura de mujeres como un acto de militancia?

Sí. Es posible. Porque los hombres siempre quieren leer a los hombres y porque los hombres siempre quieren promover a los hombres. Entonces pienso que es hora de promover a las mujeres , que las mujeres promovamos a las mujeres. Y también porque  pienso que aún si es muy mala la novela de la mujer, puede traer discusión, temas de género, que eso es importante para los estudiantes. Yo tengo una amiga que escribe poesía erótica y todos los hijos nuestros cuando les preguntamos: “¿cuál es tu poeta favorita?” “Ah mi poeta favorita es Antonia Yoconda”. Es quien escribe la poesía erótica (ríe).

¿De qué manera impacta en la era globalizada el hecho de que las latinoamericanas sean lectoras?

El impacto de la venta. Las editoriales españolas que todas tienen sucursales en América latina, todas ellas tienen sucursales en Argentina, es justamente por el numero de libros que se venden. Entonces es un impacto a nivel de finanzas pero no a otro nivel, solamente a nivel de finanzas y en ese sentido y por eso es que están obligando a los escritores: les hacen contratos onerosos, como por ejemplo cinco años con un sueldo mensual pero a cambio deben escribir una novela al año. O sea, les adelantan los derechos de autor. Y les dicen sobre qué tiene que ser: por ejemplo el narcotráfico está de moda, entonces tienen que escribir sobre el narcotráfico. O sea que la industria editorial tiene un impacto muy grande sobre lo que se escribe.

Y en ese contexto ¿cómo funcionan las redes de mujeres, o qué sistemas armar para recuperar esta literatura de mujeres, y que a la vez es muy difícil porque si uno quiere conseguir un libro no está, entonces si alguien viaja lo trae, pero a la vez tiene muy poca circulación…

Sí, esa es la manera, por eso yo me preguntaba ¿Cuál es el impacto que tiene que nosotros hablemos aquí en la Argentina? Si es que a veces no conocen los libros…entonces es un discurso de otra naturaleza y tiene otro impacto, ¿verdad? Yo pienso que los buenos libros siempre son por recomendación. Yo me pregunto ¿qué hace un lector ordinario para comprar un libro? Vos vas a la librería y hay millones de libros, ¿cómo escoges el libro? Bueno, a veces lo escoges porque alguien te lo recomendó, o a veces compras el que alguien recomendó porque vas a hacer un regalo, y es así como circulan los libros. Una amiga te prestó un libro  que leyó, el robo de libros y la desaparicion de libros tiene que ver con esa red. “Yo te preste un libro a vos y no me lo has entregado”, “¡ay! Se lo presté a otra persona”. Y así va de mano en mano y así tiene que ser. Me parece  lindísima la idea de que los libros se pierdan y vayan de mano en mano.

La literatura argentina a través de los ojos de Piglia. Reseña de “Las tres vanguardias”

Por Jimena Reides

Portada: Cecilia Frakland

 

Este año la editorial argentina Eterna Cadencia reunió las once clases que formaron parte del mítico seminario que el escritor y crítico Ricardo Piglia dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1990, en el cual analizó particularmente las figuras de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh.


Libro: Las tres vanguardias

Año de publicación: 2016

Autor: Ricardo Piglia

Número de páginas: 224

En su último libro publicado por Eterna Cadencia, Ricardo Piglia nos acerca a una lectura más minuciosa de escritores de la talla de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh para comprender un poco más las distintas corrientes literarias en la Argentina a partir de las poéticas de estos autores y tomando como eje el concepto de vanguardia y sus diferentes tipos. El libro incluye once seminarios dictados en la Universidad de Buenos Aires durante la década de 1990.

En dichos seminarios, Piglia analiza las poéticas de Saer, Puig y Walsh, tomando como ejemplo algunas novelas y cuentos clave de estos escritores, a la vez que estudia cada tipo de vanguardia que caracterizó a cada uno de ellos. Es interesante mencionar que Piglia deja bien en claro las diferencias fundamentales que pueden observarse entre los tres escritores en cuanto a estos dos puntos de partida que él considera para hacer su análisis. De Saer toma “La mayor”, “A medio borrar”, “Sombras sobre vidrio esmerilado” y “La ocasión”. El análisis de Puig se basa en The Buenos Aires Affair y El beso de la mujer araña. Por último, de Walsh tiene en cuenta “Cartas”, “Fotos”, “Notas al pie” y Operación masacre.

walsh

Rodolfo Walsh

Aunque en los primeros encuentros que se describen en este libro, el autor hace mucho hincapié en las obras de Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges y Roberto Arlt para también mostrar cómo estos escritores influenciaron la literatura argentina y, por decirlo de algún modo, marcaron el camino en la forma de escritura, Piglia les dedica los subsiguientes seminarios exclusivamente a Saer, Puig y Walsh para destacar sus textos y, justamente elige a estos autores porque ellos no se consideraban artistas de vanguardia. Creo que es relevante la definición que Piglia nos da de vanguardia, al describirla como “la lucha entre poéticas […], el enfrentamiento entre los distintos sistemas de lectura y de valoración de los textos”. Y además agrega que al describir a la vanguardia no puede dejarse de lado la tradición, pues la vanguardia construye una tradición pero destruye a otra.

De hecho, en las primeras clases habla de la relación que existe entre la novela y los medios de masas. La novela, en efecto, ocupa un lugar en la sociedad y compite con los medios de masas al construir la experiencia narrativa. Piglia cita a Roland Barthes, quien estudia esta relación entre la ficción y los medios de masas, tomando la constitución imprecisa de la ficción y lo real que caracteriza a los medios de masas.

Piglia también nos habla del lugar que ocupa la literatura nacional con respecto a la literatura mundial, y cita a Borges, quien creía que la primera ocupa un lugar marginal. Asimismo, agrega que en el medio de esa tensión existente entre estos dos tipos de literatura aparece el concepto de vanguardia dado que, como hemos dicho, la vanguardia supone una exclusión al fundar una tradición y negar otra.

Saer

Juan José Saer

Así, luego de brindar una introducción bastante profundizada sobre el tema, en la quinta y sexta clase se debate sobre la poética de Saer, en cuyas historias siempre puede apreciarse la utopía de captar un instante determinado. De hecho, los dos ejes principales sobre los que trabaja Saer son la duración y la fragmentación. Saer siempre utiliza recursos para lograr que las escenas tengan una duración prolongada y, a la vez, se fragmentan porque los personajes aparecen en una historia, pero regresan en otros relatos. Saer quiere mostrar el movimiento de los personajes. Saer también utiliza, dentro de su sistema de fragmentación, bloques narrativos y desplazamientos dentro de esos bloques. Pero a su vez, hay silencios en los relatos: hay cosas que no se narran, no se explican. Por último, es destacable que, dado que sus historias no tienen un final, pues lo deja en suspenso, no se corta la ilusión del héroe. A Saer no le interesan los géneros, se encuentra fuera de la universalización de la cultura de masas. Puede encuadrarse a este escritor dentro de la vanguardia clásica.

Luego, Piglia sigue en la séptima y octava clase con Puig, quien se destaca por su narración cinematográfica A diferencia de Saer, Puig sí trabaja con todos los estereotipos de la cultura de masas, pero se distingue en que sus historias no tienen el final feliz esperado. Otra diferencia es que Puig continuamente piensa en los géneros. Una particularidad de las novelas de Puig es que, generalmente, la figura del narrador tiende a ser invisible. También debe mencionarse que muchas veces recurre al cine de Hollywood como modelo, al mundo de la cultura popular lujosa de los años cuarenta. Esas películas que él menciona tratan de mostrar una contrarrealidad para escapar de lo que está ocurriendo y, además, se utilizan para introducir lo que se va a narrar más adelante. Puig intenta contraponer el mundo real con el mundo ideal. Con respecto a la mirada del héroe que nos da este autor, en las palabras de Piglia, puede afirmarse que es una visión irónica, pues dicho héroe observa al mundo desde un lugar marginado y, desde ese mismo lugar, construye a la sociedad. Puig presta atención a la recepción popular, que suele mezclar al arte con la vida. Esto lo diferencia de Saer en que este último sostiene “que el arte es una forma y la vida un puro fluir” y, por su parte, de Walsh, pues marca la división entre la vanguardia estética y la vanguardia política. Puig pertenece a la vanguardia contemporánea.

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Manuel Puig

Para continuar, Piglia dedica su octava y novela clásica a Walsh, quien, como ya hemos dicho, se define principalmente dentro de la relación que existe entre la vanguardia y la política. Walsh utilizó la literatura con un fin político, escribiendo con base en escrituras autobiográficas o históricas, pero para ello dejó de lado completamente el aspecto ficcional de la literatura. Una de las características más nítidas dentro de las historias de Walsh es que, al trabajar con el lenguaje no se apropia de este: siempre utiliza la voz ajena, la voz de los testigos. Toma distancia de ese discurso, mostrando claramente que esa voz no le pertenece y que hay una distancia, un desplazamiento de la voz propia.

En este libro, Piglia intentó mostrar los distintos espacios de construcción de los textos de estos tres autores. También menciona que, en la década del noventa, se afirmaba que en realidad ya no existía la vanguardia, que esta había entrado en crisis. Asimismo, el autor aclara que, si bien él define a las tres vanguardias, dando ejemplos y describiéndolas exhaustivamente a lo largo de las once clases, eso no significa que solamente existan tres poéticas de la novela. Se tiene que pensar a la vanguardia como algo que se encuentra delante de lo demás, está ubicada más allá de una situación ya establecida.

En mi opinión, este libro nos sirve para acercarnos más a las narrativas de los tres autores que Piglia compara mediante explicaciones de los recursos estilísticos que utiliza cada uno e incluso al detallar cómo actúa cada persona en sus historias, dándonos ejemplos para aclarar esos métodos que delimitan la vanguardia dentro de la que se mueve cada uno de ellos. Por último, también resulta muy útil para ver el modo en que estos tres escritores definieron su lugar en la literatura nacional.

Poemas murales. Entrevista con Julio Salgado

Por: Javier Madotta

Imagen: Felipe Barceló

 

Julio Salgado es, ante todo, poeta. Contemporáneo de tantos y tan buenos artistas, que basta con mencionar su amistad con Edgar Bayley y Francisco Madariaga para situarlo.

Nos recibe en su casa, en las inmediaciones ya resecas del arroyo Medrano. Mientras arma y fuma sus cigarros, responde con generosidad nuestras inquietudes, pero más que nada, conversamos. Recorremos edades y lugares, libros y comunidades disueltas, cavidades del misterio y luminosidad de las piedras.

Un remanso del río, esta charla, en épocas donde nada se detiene.

 

Naciste en Frías.

Julio Salgado: Nací en Frías. Debe ser la tercera ciudad después de la capital. Primero viene Santiago, luego La Banda, y después Frías. Pero vivía en Santiago.  En la época que yo me fui de Frías, algo así como el año ’69, tenía 20.000 habitantes. Esta es una ciudad que está en el límite entre la provincia de Santiago del Estero y Catamarca.

Es una ciudad que surge con el tren…

JS: Crece con el tren. Originalmente se llamaba Villa Únzaga y después le pusieron Frías. Hay varios Frías dando vueltas, no sé a cuál de los Frías corresponde. En realidad, se hizo importante cuando el señor Fortabat puso una fábrica de cemento Portland, y esa fábrica concentró gran capital económico y humano; eso fue en el año 1937. Yo de profesión soy técnico químico. Mi familia era una familia medio baja, desde el punto de vista económico. El estudio de técnico me llevó a trabajar en esa fábrica. Me interesó porque eso me dio la posibilidad de estar en Frías, que era un gran núcleo de reunión. Iba continuamente. Mis amigos eran mis primos. Continuamente iba, los fines de semana, está a 150 km de Santiago.

¿En qué momento tomas contacto con lo artístico?

JS: Mi padre tenía una ascendencia con lo literario por el periodismo. Mi abuelo fue director del diario El atlántico en Bahía Blanca. Cuando murió, lo reemplazó Julio Payró. Él había vivido en Uruguay y ya había fundado otros diarios allí. Él fue el primero que me suministró contacto con lo literario, me regalaba libros, me enseñaba a leer y a elegir autores.

¿Tenías biblioteca en tu casa?

JS: Sí tenía, aunque no era una biblioteca muy nutrida. Mi padre era un hombre andariego. El me ayudaba a comprar… tuvo un hermano llamado Antonio. Trabajaba en un circo. Totalmente distante, tenía una personalidad tal vez más gestada por mi imaginación que por la realidad. La primera vez que lo vi apareció vestido con un mameluco azul y unas botas que le llegaban a la rodilla, y un saco de piyama… Era el que se encargaba de las compras, de los alimentos para los leones y los elefantes. Había viajado con el Circo Sudamericano por toda Latinoamérica. Siempre estaba con un paquete libros atados con hilo sisal. Las anécdotas que tenía me subyugaban. Y siempre había que incitarlo bastante, era muy silencioso… cuando llegaba a mi casa se quedaba un mes. Mi madre era una persona de mucho carácter y tal vez no estaba preparada para tolerarlo un mes.

¿Recuerda alguno de esos libros?

JS: Los cambiaba. Le gustaba mucho la historia, leía  sobre los fenicios, los asirios, esas cosas. Lo que me resultaba un poco distante era cuando sacaba la Ilíada o la Odisea… me atraía más cuando el recurso del relato era más lineal. Yo tendría seis años. Bueno, y por parte de mi madre, también recuerdo la figura de mi abuelo, que era italiano, con un carácter muy particular, irascible total,  y tenía una pequeña biblioteca. Era un hombre de campo, había vivido en la campiña romana, era un amante de la ópera. Había entrado en Frías como comerciante de mulas, para vender en el norte, para las minas. Me regaló dos tesoros antes de morir, dos cosas preciosas que todavía las tengo: la obra de Lord Byron y la obra de Poe. Creo que el primer poema que me impactó, el que me dijo a mí que la poesía era un camino, fue Annabel Lee. Eso habrá sido a los 12 años.

La naturaleza es una de las presencias esenciales en tu obra.

JS: Por lo menos desde mi punto de vista, una de las precauciones importantes de la poesía es el tema de la naturaleza, la crisis, el deterioro del medio ambiente. No solamente de la campaña, sino en la urbe. Pero bueno, uno tiene sorpresas… yo periódicamente hago incursiones a los lugares que fui de niño y descubro acciones de la naturaleza que vienen de lo profundo… de defensa por sí misma. En lugares que yo había conocido en los ’70 y ’80 y estaban deteriorados, los he visto rejuvenecerse. Esas son pequeñas islas. Pero en general el deterioro es pavoroso.

¿Podrías ubicar el origen de tu poesía en algún lugar o tiempo en particular?

JS: Trabajé en las canteras de piedra caliza. Como se estaban agotando, me tocó salir a buscar piedra caliza en los alrededores. Esa fue una experiencia muy valiosa para mí. Íbamos a sacar muestras, estábamos días en las serrezuelas que rodean a Frías, en el límite con Catamarca, en el río Albigasta. A veces nos quedábamos tres o cuatro días. Paralelamente tuve un amigo: mi primer libro está dedicado a él, Carlos Cardozo, un mendocino que fue un amante de la naturaleza, compañero de trabajo. Especialista en vinos, una cosa que a mí me apasiona. Amante de la soledad, de lo íntimo, de cultivar esa cosa extraña que se produce entre dos personas, donde lo que más los incita a la amistad no son las palabras sino el silencio: ese silencio tiene que ver con la naturaleza, con el hecho de observar e interesarse por la posibilidad de descubrir con la mirada cosas que nos acompañan y nos sorprenden. Aparte de ese trabajo que yo hacía, hacíamos incursiones en las sierras, conversando con la gente, los paisanos, descubriendo lugares particulares de los ríos. Todos los ríos allá son ríos menores, que se alimentan con la lluvia pero que se transforman en una especie de tesoros visuales cuando están activos, porque llaman a la vegetación, llaman a los animales, es como si sonara una campana de atracción. Ahí nos deteníamos con nuestras viandas a contemplar… Yo había leído Annabel Lee. Paralelamente ocurre esta escena en el Río Morteros. Íbamos por el borde del río con un primo recorriendo el curso y encontramos a la lampalagua (-una serpiente muy grande. N. del E.-). Tendría 13 o 14 años. Le di un piedrazo. Ella yacía inmóvil, pero cuando me acerqué se recompuso, en actitud de ataque. Ese gesto de defensa fue muy conmocionante para mí. Yo venía de una experiencia casi salvaje. Me hace acordar a El señor de las moscas, hace tanto la leí… son unos chicos que tienen un accidente aéreo y se arman dos grupos: unos los que defienden la vida y la solidaridad, y otros la caza y la acción. Nosotros usábamos unas boleadoras, hechas con alambre de fardo y unas tuercas y unos pesos de plomo, que derretíamos en un pozo de tierra, le hacíamos unas manijas y le poníamos un trapo rojo para poder identificarla una vez que la lanzábamos… otros eran honderos; a mí me encantaba ir con un palo puntiagudo como lanza. Y hacíamos desastres. Íbamos tres o cuatro primos, y volvíamos con comadrejas, iguanas, con una tropa de perros que se ocupaban de la caza. Nos especializábamos en la caza de gavilanes o halcones (eso lo cuento un poco en mi libro Paisajes). La gente del pueblo nos regalaba caramelo o nos daba uno o dos pesos por ellos, porque se comían los pollitos del gallinero. Traíamos los cueros de iguana, de lampalagua, que los vendíamos… nos quedábamos con la iguana ya cuereada y la poníamos al rescoldo a cocinar y la comíamos, comíamos los pajaritos… menos los bichos grandes. Era parte de la ceremonia. Desde que tuve la experiencia con la lampalagua, borré todo eso. Me pareció que mi pasado era el pasado de un asesino, de un depredador.

Y entonces nace la poesía.

JS: Empecé a tomar ritmo con la poesía a partir de un profesor de matemática en el primer o segundo año. Hablaba así de un modo muy apasionado sobre la poesía. Decía «ustedes tienen que escribir poesía». Era sonetista, le escribía poemas a la rosa, a los niños, de una generosidad muy particular, muy humilde. Resultó ser Carlos Bruchmann. Decía que la poesía era un modo de aspirar a un mundo distinto, de ser cariñoso con el mundo, de ser sensible a la solidaridad y la amistad, cosas así… que si uno se detenía en una rosa y la contemplaba sin cortarla, podía descubrir cosas… De manera que yo ya tenía unas cositas escritas y me animé a decirle. Rápidamente él se convirtió en una especie de maestro. Después de uno o dos años me preguntó qué estaba escribiendo, yo ya había leído a Neruda… creo que en la revista Primera Plana había leído algo sobre Rimbaud… él me dijo «vos sos el primer poeta surrealista de Santiago». Él tenía algo que se llamaba Ediciones Jardinalia, un nombre que respondía muy bien a su carácter. Porque hablaba de que la poesía estaba rodeada por un jardín, que era propio… Cuando él pensó que ya mis cosas eran para leer me dijo que las publicáramos. Tenía una tremenda relación con las revistas de poesía que se editaban no solo en Buenos Aires sino en otros lugares del mundo, era un gran trabajador, un obrero de la poesía. Un poeta francés que se carteaba mucho con él era Henri de Lescöet. Hacía unos murales pequeños en papel afiche con un grabado y un poema. Se llamaban poemas murales de 20cm x 30 cm;  yo tenía que salir con un tarro de engrudo y pegarlos en las calles.

Una acción poética

JS: Así es. Después hacía unos libritos pequeños de poetas santiagueños, difundía poesía de todos lados. Habrá sido en el año 1964, lo invitaron a un festival de poesía que se realizaba en Villa Dolores, Córdoba. Él no pudo ir, estaba un poco enfermo y me ofreció ir a mí. En el grupo que trabajaba éramos los dos y dos o tres mujeres poetas. Pero como yo era una especie de motorcito, codirector de la revista, me fui yo pero no tenía plata. Él me mostro una caja de zapatos con un agujero en la tapa, había estado poniendo plata ahí para viajar. Ahí me encontré con un mundo nuevo para mí. Bichos raros, gente de todo el país. Ahí conocí a gente que después fueron grandes amigos míos. Conocí a Jorge Madrazo, Ramón Plaza, Marcos Silber, Roberto Sánchez.

Con Sánchez formaste un grupo…

JS: Sí, con Bayley, Sánchez y Madariaga tuvimos un proyecto que editamos unos libritos, Ediciones del Poeta se llamaba.

¿Cómo era la relación con esos poetas?

JS: En ese momento era por carta. Se recibían cartas de cinco páginas, escritas a mano. Es una cosa que extraño muchísimo.

En “Frías Catábasis”, tu último libro, está presente el tema epistolar.

JS: Sí, hay unos «Fragmentos de una larga esquela», que son parte de una correspondencia que recibí durante muchísimos años, de una de las poetas que conocí ahí en Villa Dolores. Es una representación del terrible silencio de la poesía, de lo inaccesible que a veces es para un poeta dar un paso adelante con el lenguaje. Esta es una maravillosa poeta que nunca pudo editar un libro.

No la nombras.

JS: No. No sé si vive o no todavía, me parecía una falta de respeto, conociendo su carácter. Por las cosas de la vida, nunca pudo publicar, nunca pudo dar un paso adelante con su obra. Hay un montón de poetas que están enmudecidos por la realidad, que escriben pero que no han podido transmitir los frutos de toda una vida. Eso me parece dramático. Lo que quise representar con las incursiones de esos pequeños textos es una síntesis de unas ochocientas cartas, marcar para mí mismo lo que es el aislamiento del poeta, tanto el que publica como el que no.

Los fragmentos muestran el tono de esa angustia.

JS: Sí, así es. En el momento más rico en esa relación epistolar. En un poema lo cuento: a partir de mi salida de Frías quemé todo, donde habían poemas y esas cartas, cosa de la que me arrepiento. Esa mujer me hizo conocer mucho de la poesía argentina.

Después del ritual de la quema, en 1969, te viniste a Buenos Aires.

JS: Después de la experiencia en Córdoba, donde conocí a gente que tenía un lenguaje totalmente distinto al medio de Santiago, un modo de compromiso con el lenguaje, quemé todo, me casé, y me vine. Y bueno, aquí conocí a Enrique Molina, Olga Orozco, a Miguel Ángel Bustos, Madariaga, Bayley; entré en otra galaxia. Gente que hablaba, escuchaba, que podía atender a lo que uno tuviera para decir, aprendía muchísimo.

Volviendo a la familia literaria. De los que trataste personalmente, de quién admirabas su forma, o que veías que había algo inalcanzable en su arte.

JS: Como decía Jean Jouvet, esa materia celeste, tiene que haber venido de Bayley. Por su personalidad, por el modo de transmitir esa cosa tremenda de la poesía, esa carga de significación que deben tener las palabras, que las palabras no se pueden poner como quien tira manteca al techo… eso viene de Bayley. Después la cosa torrentosa tiene que haber venido de Madariaga. Yo he tenido una gran convivencia, muy profunda con ellos dos. Con Madariaga fuimos a los esteros de Corrientes, por los ríos, por el Río Santa Lucía, por los campos de él, andando a caballo varios días. Andando y andando, los dos han venido a visitarme al campo. A los dos he visto morir. A Madariaga lo despedí yo cuando lo enterraron, a Bayley lo despidió Enrique (Molina). A los dos los acompañe a los momentos más críticos del final de sus días. Todavía sigo extrañando ¿no? Nadie los ha podido reemplazar. Pero también aprendí de Molina, que era un tipo muy distante, que se interesaba por otras cosas. Ha tenido pocos amigos. Era bastante particular. Juan José Ceselli ha sido un poeta que me interesó mucho. Había un poeta con el que yo no tuve una amistad, sino una enemistad, porque me parecía muy antipático, y creo que él también habrá pensado lo mismo de mí,  pero luego yo me arrepentí mucho de no haber tenido una relación con él, Viel Temperley. Me parece uno de los grandes poetas argentinos.

Entrevista Salgado 2

Foto: Felipe Barceló

Tu despertar en la poesía es temprano. Sin embargo, tus libros, en relación a los años que llevas escribiendo, no son tantos. ¿Es lenta la gestación, corriges mucho?

JS: Trabajo muchísimo sobre el texto. Desde antes de escribirlo, antes de que salga, y corrijo, vuelvo… hay casos, a veces, de una espontaneidad mecánica, donde es como una explosión, pero aún a veces en poemas cortos he tenido que elaborar durante bastante tiempo. Pero en general me lleva tiempo, porque hay toda una carga de pensamiento, de reflexión. A veces no se nota, hay toda una carga donde voy y vengo, y donde hay una especie de puente que tengo que superar, que es el silencio; para mí el silencio tiene una gran significación en la poesía. Creo que la poesía está resguardada por el silencio. El silencio es el gran protector de la poesía. En el silencio están todas las posibilidades como para tener esperanzas que uno puede decir algo sobre la poesía.

En “Doble Cielo” (Premio Municipal 2011. N. del E.) hay un registro muy reflexivo, filosófico. Eso no es frecuente que quede plasmado explícito en tu obra.

JS: Sí, es muy conceptual. En general se da, de un modo más tímido. Pero pienso mucho, siempre estoy pensando, no sólo la metáfora y la imagen, sino algún concepto que puede referir esa imagen.

Es interesante cómo leés la frase de Mallarme:“Todo pensamiento emite una Tirada de Dados”. Como si el verso, finalmente, tuviera que ver con el azar.

JS: Mirá, hace unos meses, en la casa de Castilla, abajo de un limonero, a veces tenemos esas conversaciones; se podía armar algo así entre dos o tres poetas, antes se armaban más seguido. Estábamos abajo del limonero y me pregunta: «¿Qué dirías de esa hoja, y la otra hoja, y esa otra hoja…?» Yo le contesto que lo que me apasionaría es decir qué hay entre esa hoja, y la otra hoja, y la otra hoja. El espacio que hay entre las hojas… esa es la idea “mallarmeliana”, que es apasionante. La hoja está ahí, pero ¿qué hay del diálogo entre ellas? Qué hay entre lo que no dice la hoja.

Utilizas un recurso formal para mostrar ese espacio, un blanco en el verso. ¿Cuándo empezaste con eso?

JS: Siempre estuvo pero no lo percibía. Eso tiene que ver con la respiración. Hay un ritmo que está en el cuerpo. Todo tiene que ver con lo corporal. A veces leo bien, a veces no. Tiene que ver con cómo administrás la respiración. Tiene que ver con los estados de ánimo. Cuando hay un encuentro entre el texto y eso que viene de adentro y es orgánico, que es lo que gesta el poema, el modo de respiración.

Quisiera referirme a otro elemento recurrente en tu poesía: el agua.

JS: La representación que tiene el agua es muy importante. Santiago del Estero tiene el Río Dulce y el Río Salado. Después grandes salinas. En mi juventud esos campos eran muy secos. Así que la aparición del agua era casi una bendición.  Escuchar a los paisanos, a mi abuelo o mi abuela, estar pendientes de la lluvia, de un árbol que florece y que anuncia la lluvia. Además, el movimiento. Soy un enamorado de los ríos. El Magdalena, el Orinoco. Pero los ríos de montaña, esos que aparecen de un momento para otro son unos ríos que a mí me apasionan, porque tienen que ver con un acto espontáneo de lo vital. Corre el agua y lo que era amarillo se pone verde. Eso es para mí mágico. En todos mis libros está el agua presente.

Entrevista Salgado

Foto: Clabó Negro

Hablemos de “Frías Catábasis”. ¿Cómo surge este libro?

JS: Yo estaba trabajando en un libro, en 2015, un libro complejo, lo tenía bastante avanzado. De pronto sentí la necesidad, te lo digo honestamente: Alberto Vanasco, un poeta de acá que murió hace unos años, director de una revista famosa que se llamaba “Macedonio”, decía que uno está escribiendo siempre el mismo poema. Entonces me decía “siempre estoy escribiendo lo mismo”, si bien el gesto, todo el lecho de la poesía, uno tiene, ha tenido, una serie de experiencia que no solo están asentadas en la infancia y la juventud, sino en los hechos de la vida cotidiana, las cosas próximas. O del pasado, que no están estrictamente ligadas a ese pasado original. Entonces digo, ¿dónde está la cosa? Voy a ir a lo más próximo, al meollo de la cosa, que es lo que enlaza todo, y pensé en la escena esa que hace como una especie de gatillo, del tren de carga que desbarranca, que tiene que ver con ciertas aventuras con ese tema. Tiene que ver con algo que podía despertar todos esos fantasmas de la niñez y adolescencia, y la primera juventud que estaba ahí metida. Y bueno, empecé en mayo o en abril de 2015 y terminé a fin de ese año. Pero no me satisfacía la idea de escribir solamente el poema, sino también todo lo que me hacía pensar el poema: las lecturas, experiencias, imágenes que corren alrededor de uno mientras  se está soñando con que tiene que descubrir las palabras que tengan cierta significación y representen esas cosas que inquietan y predisponen a elaborar un texto que tenga alguna relación con el lenguaje, y que tenga algún valor que tenga que ver no solo con la imagen sino con el concepto, algo de la idea, del acto de escribir. Entonces recurrí a algunas lecturas que me incitaron ideas sobre el poema. Y de pronto eso se convirtió en una cosa muy fuerte paralela al poema. Y el poema empezó a sentir una gran presión, de modo que empecé a resignificarlos. A la vez, tuve que eliminar cosas de esos textos que acompañaban y dirigían el lenguaje del poema. De pronto vi que esos textos se metían dentro del poema y el poema en ellos.

Una lucha, un diálogo.

JS: Claro, claro. Porque hay partes de esos textos en prosa que son relatos, imágenes, a veces son recuerdos que yo viví, que empezaron a tener un cuerpo demasiado potente, y sentí que estaban interviniendo demasiado y que podían neutralizar el efecto del poema. Ahí empecé a sacar cosas: después no me importó, porque ya saqué tanto que no se sabía dónde estaba el poema, si de un lado o del otro. Al final más o menos quedó, es como si vos prendieras un fósforo y la llama se sostiene. El fósforo se va quemando, y la llama se va muriendo en su dinámica inicial. Se va consumiendo.

Es como si el acto de recordar consumiera el recuerdo.

JS: La ausencia está representada en el olvido. El olvido es la presa más ambiciosa de la memoria. Y una vez que por accidente, azar o lo que sea, uno ha logrado recuperar, por la memoria, parte del olvido, aunque sea medianamente se sacia, siente que ya está, hasta que se dice: mejor lo dejamos ahí. Aunque no se  haya consumado de la manera ideal, de ese modo que te traduce la potencia del gesto original, al que bueno, nunca llegamos. Y en buena hora. Es parte de la aventura.

Hay una cierta fe en la palabra, en la función de la poesía.

JS: Claro, claro. Si no, no tendría razón. La poesía es una representación de la esperanza. Si uno no tuviera esperanza, no escribiría. Le ha pasado a tantos poetas… Pero uno de los alicientes es siempre la esperanza.

Esta forma doble, ese modo de lectura que propones resulta original. Hay intentos parecidos, como el de María Negroni en “Islandia”.

JS: No conozco mucho su poesía, pero he leído su primer libro. El año pasado leyó un poema en un festival que me encantó. Ese poema me interesó muchísimo. Es una poeta que yo respeto mucho, solo por ese poema. Muy armada, mucho forraje y conocimiento de la literatura, sólida.

La ambigüedad es una de las notas fundamentales.

JS: Hay una idea que me hizo pensar en esto. Una novela de un escritor ruso, Nabokov,  Pálido Fuego. Es un largo poema acompañado por un texto en prosa que casi es policial, totalmente alejado de eso. Pero hay dos paneles. Y cuando pensé en esto, me acordé de Nabokov. Lo busqué el libro y no lo pude encontrar. Hermoso. Creo que de ahí nace la idea.

La estructura díptica dirige cierto modo de lectura.

JS: Y sí, el poema no va a tomar el cuerpo si no lo acompañas con los textos.

Santiago Sylvester, en la presentación del libro, hizo énfasis en las referencias literariasa la “Catábasis”, a lo griego.¿Qué sería el infierno, ahí?

JS: Lo pensé como un viaje al interior. Creo que ha sido preciso en ese sentido, porque mucha gente no tiene ni idea de lo que significa.

La poesía,  a mi modo de ver, es un camino complicado, duro, no es fácil. No es feliz porque a los poetas no nos gusta el mundo que tenemos enfrente. Y en la poesía siempre está presente lo oscuro, lo doloroso. Está lo oscuro porque tenemos la necesidad de traducir desde nuestro punto de vista qué es lo que necesitamos expresar, y eso tiene su costo. En síntesis, es un viaje no solamente a lo profundo sino al pasado, y también al entramado, a la textura que uno necesita desentramar dentro del lenguaje.

Obras de Julio Salgado:

Poemas murales (1969)

 Escrito sobre los animales solitarios (1971)

 Agua de la piedra (1976)

Caja de fuego (1983)

 Paisaje y otros poemas (1991)

 El ave acuática (1999)

Trampa Natura (2000)

 Doble Cielo (2010) 1° premio municipal de poesía de la Ciudad autónoma de Buenos Aires

 Frías Catábasis (2016).

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«Trabaje lo que trabaje, siempre vuelvo al género». Entrevista con Mónica Szurmuk

Por: Andrea Zambrano y Jéssica Sessarego

Foto: María Birba

  #El silencio interrumpido

Una de las grandes tareas de la crítica literaria feminista, entre muchas otras, es poner en discusión el canon más tradicional, casi completamente masculino, y permitir que emerjan tantas autoras olvidadas o poco conocidas debido a su género. En pleno siglo XXI una querría creer que este asunto ya está resuelto, que no hay que demostrarle a nadie que efectivamente las mujeres existimos y hemos tenido/tenemos un rol en la historia de la humanidad. Pero basta echar un vistazo rápido al plan de estudios de cualquier carrera de Letras, al menos aquí en Nuestra América –pero probablemente también en muchos otros sitios– para desechar esta vana esperanza. Hay materias enteras en las que no se lee a una sola autora, y las pocas veces que se las lee suele ser en módulos o incluso materias específicas sobre mujeres, como si fuéramos siempre una historia aparte, visible solo para nosotras (y solo para algunas de nosotras), interesante únicamente como fenómeno específico: ¡pero qué curioso que las mujeres también escriban! ¡Quién lo hubiera pensado! ¿Y cuáles son sus características particulares, esas que las diferenciarían (porque hay que diferenciarlas) de la otra literatura, la que se escribe con mayúsculas, la universal?

Una puede girar los ojos con hastío frente a estos lugares comunes, aunque la mayoría de las veces, vistas por la necesidad, terminamos recurriendo a esas mismas estrategias (la creación de “módulos especiales”, como se dijo antes) ante la desesperación de no lograr romper ese canon hermético, esa fraternidad de escritores (como dijo Unamuno, no hay que olvidar que fraternidad viene de frater, ‘hermano’, y no de soror, ‘hermana’) que por cumplir con lo políticamente correcto hoy nos deja hacer lo que queramos mientras sea fuera de su tradición literaria.

Un poco para continuar ese combate infinito que abra espacios de igualdad para las mujeres es que Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez se abocaron apasionadamente a reunir los artículos que constituyen The Cambridge History of Latin American Women’s Literature, publicada este año por Cambridge University Press. Este voluminoso libro, lamentablemente, aún no está traducido. Pero, para quienes quieran empezar a saborearlo, se presentará en Argentina en el evento El Silencio Interrumpido: Escrituras de Mujeres en América Latina, organizado por la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM) y su director Gonzalo Aguilar, el Malba y NYU BA.

El encuentro dura dos días y tendrá dos sedes. El miércoles 3 de agosto, de 14 a 21hs, el Malba será el espacio para compartir lecturas y debates con reconocidas escritoras de literatura así como con críticas y críticos, entre ellxs: Cynthia Rimsky, Anna Kazumi-Stahl, Perla Suez, Nora Domínguez, Ana Peluffo, Laura Arnés, Cristina Rivera Garza, Cristian Alarcón, María Negroni, Tununa Mercado y, por supuesto, las  mismas Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez. El jueves 4, en cambio, el lugar será el edificio de la New York University en Buenos Aires y el horario de 10 a 18hs. Algunxs de lxs expositorxs de ese día serán: Voluspa Jarpa, Laura Fernández Cordero, Karina Bidaseca, Carolina Justo, Germán Garrido, Andrea Andújar, Pablo Farneda, Claudia Torre, Valeria Añón, Beatriz Colombi, Nora Strejilevich, Carolina Tamalet Iturrios y Ana Forcinito.

Para introducirnos en las ideas del libro y el evento, así como en la temática de género que dominará el próximo dossier de la revista, Transas realizó una extensa entrevista a Mónica Szurmuk, que les presentamos a continuación. Szurmuk es doctora en Literatura por la University of California, trabajó como profesora e investigadora en el Departamento de Lenguas Romances de la University of Oregon y en el Área de Historia Social y Cultural del Instituto Mora de la ciudad de México. Actualmente, vive en Argentina y se desempeña como investigadora en el Conicet, especializándose en temas como  la relación entre la literatura y la sociedad y las articulaciones entre poder, cultura letrada y modos de subalternidad y resistencia. Pensando en eso, la primera pregunta que le hicimos fue básica pero también difícil de responder en pocas palabras:

¿Podrías señalar algunos de los cruces más importantes entre literatura y estudios de género?

Mónica Szurmuk: Empiezo por hacer una historia. Más o menos en la década del ´80 se empieza a estudiar la literatura de mujeres. El primer lugar donde se empieza a hacer sistemáticamente el estudio de mujeres es en Inglaterra y hay una editorial que se llama “Virago” que empieza a publicar estudios  sobre literatura de mujeres. Lo que está claro para cualquiera que estudie literatura de mujeres es que a lo largo de toda la historia siempre hubo mujeres que escribieron, pero que son olvidadas después. O sea, esto es muy claro por ejemplo si uno revisa el corpus que hay sobre el siglo XIX argentino, es muy amplio sobre mujeres que escribieron en el siglo XIX argentino y sin embargo fueron olvidadas, y no entraron al canon. Entre los ´70 y los ´80, surge en EE. UU., en Inglaterra, y bastante pronto en América Latina, el interés por recuperar el corpus de escritoras mujeres.  Esa es la primera impronta de lo que podría llamarse democratizar el canon, incluir a las mujeres que fueron olvidadas, que fueron anuladas de la historia. Cuando a nosotras nos piden que armemos The Cambridge History of Latin American Women’s Literature –una historia de la literatura latinoamericana de mujeres–, lo primero que nos planteamos es: si a esta altura seguía teniendo validez pensar como categoría la literatura latinoamericana escrita por mujeres. Esto era muy claro en los ´80, en los ´90, pero no sé si es tan claro ahora que sea una categoría que hay que rescatar. En mi opinión, sí lo es. La experiencia de armar el libro nos dio la sensación de que hay muchas más mujeres escribiendo en todo el continente y que muchas no tienen el reconocimiento que merecen. También vimos que hay una genealogía ininterrumpida de producciones, muchas veces no pensada como literatura.  Uno de los gestos más importantes para nosotras fue empezar antes de la conquista, empezar con otras formas de representación y ver cómo la misma siempre está atada a temas de género, cómo hay resquicios de una historia de mujeres registrándose a través de diferentes modos desde el principio del momento letrado en el continente y antes. Entonces me parece importante tener en cuenta que, aunque hoy ya no están algunos de los límites que hubo en ciertos momentos (en el siglo XIX era común que las mujeres tuvieran que escribir con seudónimos, por ejemplo), sí existe una desigualdad sobre la que hay que trabajar. Y los estudios de género hacen dos cosas fundamentalmente: una es investigar los determinantes del género en la escritura, es decir, no trabajar la escritura de mujeres, sino trabajar cómo el género es central para pensar otras formas de subalternidad y cómo esas diferentes formas de subalternidad se conectan. Y por otro lado, esta tarea que sigue siendo importante, que es rescatar escritoras mujeres. Que ya se ha hecho mucho, en la Argentina hay una tradición de rescate desde el siglo XIX, pero sigue habiendo escritoras que es necesario rescatar, por ejemplo, hay una colección “Las antiguas” que se dedica a publicar a estas mujeres olvidadas.

Pensando en esta tarea de “rescate”, el trabajo de archivo realizado en el libro, ¿recorre todos los países del continente o solo algunos?

MS: Nosotros lo que quisimos hacer es recorrer todo el continente, recorrer todas las épocas, buscar todas las lenguas de las Américas. Hay artículos sobre lengua indígenas, sobre literatura escrita en inglés o francés en las Américas, también incluimos a las escritoras latinas de EE. UU. y tratamos de dar un panorama muy general, que incluya lo más posible todas las latitudes y todos los momentos. Es un libro que está organizado cronológicamente y también muy sociológicamente, tiene una impronta muy relacionada con movimientos sociales y lo que sí hicimos es “dar espacio”. No hay un capítulo sobre literatura argentina pero sí hay un capítulo sobre literatura andina, por ejemplo. Es decir, dimos un espacio particular a literaturas que suelen circular menos, y la sorpresa más grande es el caudal de escritura que hay en todo el continente. El otro elemento era no centrarnos sólo en la producción letrada sino en otros tipos de producciones: producciones orales, pictográficas, en teatro, en performances. O sea, en ampliar la idea de lo literario.

Mencionaste que en el libro incluyeron a escritoras latinas que residen en EE. UU., queríamos que nos contaras un poco la experiencia de ellas. Al ser latinas escriben desde una condición de margen produciendo para un centro. ¿Son estas concebidas como escritoras menores?

MS: Hay una producción enorme de mujeres, no solo de mujeres, pero hay una producción enorme de escritoras latinas en Estados Unidos, y me parece que una escritora fundamental es Gloria Anzaldúa. Ella no renuncia a ninguno de los dos idiomas, y hace teoría. Me parece que es una figura central que sin embargo en América Latina no es conocida porque no renuncia a ninguno de los dos idiomas. En muchos casos, escritoras que ya son segunda o tercera generación de residentes en Estados Unidos, eligen el inglés como idioma, y algunas como Sandra Cisneros, por ejemplo, llegan a América Latina traducidas al castellano. Mientras que muchas eligen el bilingüismo, eligen esta situación de estar entre países, eligen estar en el borde. Me parece que esta experiencia fronteriza es una experiencia tremendamente importante y es una experiencia, además, cada vez más generalizada. Creo que cada vez hay más casos de personas en general, y escritores en particular, que viven entre dos culturas. Y además todos los medios han hecho posible este vivir entre dos países, dos culturas, dos idiomas, entonces para Ileana [Rodríguez] y para mí era muy importante que esto se incluyera. Hay una inclusión de mujeres escritoras latinas en EE. UU. desde el siglo XIX, lo cual también es muy importante para mostrar la centralidad de la cultura latina en la historia de EE. UU., relacionada con los conflictos territoriales con México, por ejemplo.

Y reflexionando sobre esta particularidad de la literatura escrita por latinoamericanas en EE. UU., ¿en algún punto no se inserta en esa particularidad el libro que ahora presentás? En el sentido de que está escrito por mujeres latinoamericanas pero para EE. UU.

MS: Lo que a mí me pareció interesante es que en el momento en que nos pidieron este libro, Ileana [Rodríguez] y yo ya no vivíamos en EE. UU. Las dos vivimos varios años allá, pero ahora Ileana vive en Nicaragua y yo en Argentina. Me parecía un desafío insólito que nos lo pidieran a nosotras,  especialmente considerando que ninguna de las dos estábamos ya en los Estados Unidos. Hay un gesto en este encargo que es problemático, porque en realidad lo que se nos pedía era que nosotras representáramos a toda América Latina. Pensé que teníamos que aceptar porque lo podíamos hacer de otro modo. Me parece que a veces para las escritoras que están en Argentina, por ejemplo, o en Brasil o en México, es mucho más difícil que para las que están en EE. UU. o en Inglaterra, pensar todo el continente, inclusive las bibliotecas no te lo permiten. El desafío era pensarlo desde América Latina y hacer el salto. Tenemos autoras que están en EE. UU., pero tenemos también unos cuantos autores y autoras que viven en América Latina, y la mirada, el modo en que imaginamos el libro, es muy latinoamericano.

Un libro así que se mete con una problemática social que es la inclusión de la mujer, no solamente aporta a la crítica literaria, sino que además puede hacer un montón de otros aportes. ¿Creés que eso pasa con este libro?

MS: El libro ya se está usando en EE. UU. y en Inglaterra en cursos de sociología, de historia, porque efectivamente algunos de los capítulos funcionan extraordinariamente bien para pensar temas sociales.

Considerándolo en un nivel más general, ¿cuál es la relación de la crítica con las escritoras mujeres?

MS: A mí me parece que la crítica feminista ha sido muy importante en el rescate y la difusión de las escritoras, en general. No es que las escritoras necesiten esa crítica pero me parece que hay una estimación común y eso genera un espacio productivo. Les voy a contar una cosa: el libro se escribió rapidísimo y no tuvo ningún tipo de financiamiento porque nosotras no lo pedimos. Podríamos haberlo pedido, pero si lo hacíamos la publicación podía demorarse o incluso cancelarse. Hoy hay mucho menos financiamiento que en otros momentos. Todos los que escribieron se entusiasmaron, lo hicieron con compromiso, así que nosotras no escapamos del lugar común de decir que fue un trabajo de amor. Me parece que ahí hay una cosa muy compleja de los estudios de género porque la mayoría de la gente que escribió en el libro, yo creo que todos, tienen un compromiso emocional con los temas que trabajan y con los autores y autoras que trabajan, por lo cual todo el mundo trabajó rapidísimo, y trabajó bien. Me da la sensación de que hay un compromiso emocional, en general, de la crítica feminista con las escritoras, que supondría yo que es diferente a otro tipo de compromiso. Pero el riesgo que presenta eso es que de alguna manera puede subalternizar el trabajo de la crítica feminista, como el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres que siempre es menospreciado. No sé, me parecía que había algo del entusiasmo de la gente por el corpus y no sólo de mujeres, sino también de los autores que tienen un compromiso con estos temas, hay un entusiasmo muy fuerte por el corpus y una fascinación con ciertas escritoras. Eso es lo que notamos, y es algo que hay que seguir pensando.

Siguiendo un poco con esta relación “de amor” con la escritura de mujeres, ya que tenés investigaciones previas sobre esto, ¿cómo surge tu interés por la escritura de mujeres en el continente?

MS: Yo me fui a hacer el doctorado en EE. UU. a los 24 años, pero antes, con un grupo de amigas empezamos a pasarnos libros, en realidad, porque nos interesaba. O sea, la lectura era un poco afuera de la academia, no sé si es muy justo decir esto, pero sí, no era que no se leían mujeres en la Universidad pero empezó como un grupo de interés fuera de ella, en el que empezamos a leer mujeres, un área muy particular tenía que ver con mujeres, memoria y exilio, y con escritoras de los ´80 como Reina Roffé, como Cristina Peri Rossi, que trabajaban mucho esa área del exilio y la literatura.  Y cuando yo llegué a EE. UU. a empezar el doctorado, tomé un montón de clases de literatura de mujeres. Yo estaba en un departamento de literatura comparada, por lo cual tomé clases de literaturas de mujeres francófonas, de literatura victoriana, de literatura mexicana, por ejemplo tomé un seminario específicamente sobre Rosario Castellanos, y estaba en un departamento donde había una serie de gente que trabajaba muy seriamente la literatura de mujeres, como Susan Kirkpatrick, entre muchas otras, como Mary Louise Pratt, que estaba trabajando sobre mujeres viajeras. Entonces en el momento de elegir el tema de la tesis de doctorado yo tenía dos áreas que me interesaban, una era el área del exilio de los ’80, y el otro era “las viajeras”, y muy ambiciosamente pensé que iba a hacer todo, que iba a empezar en 1850 e iba a terminar en el 90 y pico. Después me di cuenta de que lo tenía que cortar y que el otro tema, el tema de memoria, era mucho más complicado emocionalmente que este que me llevaba al siglo XIX y con el que había más distancia. Finalmente fui a trabajar con Mary Pratt en la biblioteca de Stanford. Uno de los expresidentes de Stanford había coleccionado literatura de viajes, entonces había una biblioteca con una colección enorme de literatura de viajes sobre Sudamérica, muchos textos que nadie había trabajado. Ahí fue cuando me di cuenta de que había un área para trabajar. Y había también otras áreas. Por ejemplo tomé un seminario con Masao Miyoshi sobre poscolonialismo y allí trabajé a Hudson, hay todo un área ahí para pensar esta idea del adentro y el afuera.

En algún punto, fue desde fuera de Latinoamérica que pudiste abordar académicamente a las escritoras de aquí… ¿cómo te parece que son leídas las escritoras latinoamericanas adentro y afuera de Latinoamérica? ¿Se leen menos o más afuera que acá?

MS: Mirá, yo creo que las escritoras se leen nacionalmente. Hay pocas escritoras latinoamericanas que circulan fuera de sus países. Hay casos, por ejemplo, para pensar en el siglo XIX o en el temprano XX, hay ciertas escritoras que viajan como Teresa de la Parra, que viajan en el sentido de que son leídas fuera de sus propios países, o Gómez de Avellaneda. Hay una serie de escritoras que sí logran tener ese tipo de reconocimiento internacional. Pero muchas de las escritoras siguen siendo leídas solo dentro de sus países, o dentro de una región. Y en EE. UU. hay algunas escritoras, especialmente las que llegan a ser traducidas, que se transforman en las “representantes de la literatura latinoamericana” en EE. UU. Yo di clases, por ejemplo, en un programa de Literatura del Tercer Mundo, entonces enseñaba Peri Rossi porque era la que estaba traducida, La nave de los locos se podía leer en inglés. Es decir que en la selección de textos dependía de las traducciones ya hechas de determinados libros. Igual creo que hay un mito que es que mucha gente piensa que se leen muchas más mujeres de las que se leen. Si ustedes preguntan a licenciados en Letras “¿cuántas mujeres leyeron durante la carrera?”, te responden que leyeron muy poquitas… Y esa es una pregunta que yo he hecho en muchos países y se repite en todos lados, de hecho, la experiencia en gente que está en Comités Directivos de las carreras de Letras, es que todo el mundo piensa que esto ya no es un problema, que se leen, que hay representación de mujeres, y llegado el momento los estudiantes finalmente leen pocas mujeres en general.

Además, parecería que no se lee desde una perspectiva de género, para nada, tampoco a los autores varones. Y muchas veces las autoras que se estudian quedan encerradas en el módulo de mujeres escritoras, en vez de admitir que en cualquier área que estudies vas a encontrar una mujer escritora…

MS: Claro, claro… pienso en un seminario que dicté el año pasado en el cual leímos varias autoras mujeres, sin embargo yo no lo pensé como un tema de cupo si no que eran textos que valía la pena leer, que eran pertinentes para el tema del seminario. Pero creo que hoy se siguen leyendo menos y que se siguen incluyendo menos en la curricula en general.

Volviendo al libro, ¿cómo hicieron Ileana y vos para convocar y seleccionar a las personas que iban a participar en el mismo?

MS: Primero, hay una serie de autoras que son las autoras básicas del campo, ¿no? Que son Jean Franco, Mary Pratt, Francine Masiello, Gwen Kirkpatrick, Catherine Davies, Beatriz González-Stephan… Pero nosotras queríamos que se abriera el proyecto a gente muy joven también, entonces hay gente que recién está empezando, queríamos tener cobertura internacional. Cuando con Robert Irwin hicimos el Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos, tuvimos más suerte porque lo escribimos y la primera edición salió en castellano por Siglo XXI, entonces había autores y autoras de todos los países de América Latina. Acá, el inglés es una traba, porque la gente tenía que: o poder escribirlo en inglés o tener financiamiento para cubrir la traducción, por lo cual se nos limitó mucho en ese sentido. Y después otro criterio que consideramos es que para nosotras había ciertos temas que eran muy importantes. Por ejemplo, uno de estos temas era lograr  empezar antes de la conquista, que la conquista no fuera el inicio de nuestra literatura, y por eso encontramos a Santa Arias, que viene trabajando todos estos temas. Y después queríamos trabajar literaturas en lenguas indígenas, y Arturo Arias está trabajando eso. Sin embargo, hay casos de temas que no logramos que hubiera alguien que pudiera escribir sobre eso en inglés. Por ejemplo, esta producción, que ya es bastante importante, en mapudungun, sobre todo en la Patagonia, eso no logramos incluirlo en el libro. Pero quisimos que fuera lo más abierto posible, porque la propuesta de Cambridge en esta colección es que se describa y se mapee todo un campo. Claro, es una propuesta difícil, pero nosotras considerábamos que no lo tenía que hacer la gente que dominaba el campo, pero que esa gente tenía que estar presente y además nos pasó algo muy lindo que es que la gente como Jean, como Francine, escribió algo completamente nuevo, en algunos casos inclusive contradictorio con cosas que ya habían escrito, o sea, que el gesto de aprender, fue un gesto colectivo, fue un gesto muy amplio. Ese fue el objetivo. Quedaron cosas que quizá en una nuevo edición se podrían agregar, pero me parece que se logró hacer algo que realmente abre el campo. Y que no se restringe a ciertas literaturas que son las dominantes, como la mexicana, la brasilera y la argentina.

Ya que quedaron temas afuera, si te ofrecieran escribir un segundo tomo del libro, ¿lo harías?

MS: Yo creo que no. Creo que habría dos o tres cositas que me gustaría revisitar en cinco años, porque son áreas que se están trabajando ahora. Una es nuevas producciones en lenguas indígenas, otra es literaturas afrocaribeñas, que está cubierta pero menos. Y supongo que va a haber muchas más. Pero sí logramos tener cosas sobre performance, logramos tener un capítulo sobre feminicidios, logramos abrir lo suficiente para dar cuenta de lo que hay hasta ahora. Pero bueno, ya está claro que hay cosas nuevas que están saliendo, que de aquí a cinco años va a haber muchas cosas nuevas.

¿Cómo surgió la idea de acompañar la presentación del libro con el evento El Silencio Interrumpido: Escrituras de Mujeres en Latinoamérica?

MS: En realidad la idea surgió de Gonzalo [Aguilar], la idea es que como este trabajo, como ustedes dijeron, es raro, porque es un trabajo sobre Latinoamérica escrito en inglés pero desde Latinoamérica, cómo darle un lugar en la Argentina, cómo atraerlo de vuelta, cómo compartirlo, por eso surgió la idea de hacerlo de este modo.

Ahora que The Cambridge History of Latin American Women’s Literature  está terminado y publicado, ¿te encontrás trabajando en alguna investigación o proyecto nuevo que también se relacione con los estudios de género?

MS: Yo, en realidad, trabaje lo que trabaje, siempre me entra el género, siempre vuelvo al género. Me parece que el género también es una manera de mirar, no hay que trabajar escritoras mujeres para eso. Por ejemplo acabo de escribir una biografía de Alberto Gerchunoff y sin embargo me parece que el género se cuela en un montón de miradas, a pesar de que es una biografía de un escritor hombre.  Y me parece que además el género y la mirada de género abren nuevos modos de mirar un corpus.

Y un poco vinculado con esto, con que el género amplía la mirada, queríamos preguntarte qué consejos les darías a lxs nuevxs investigadoras o investigadores que estén abordando estos temas, qué áreas te parece importante explorar porque todavía no hay mucho hecho al respecto, o qué te parece más valioso, para Latinoamérica o para Argentina, etc…

MS: Mirá, primero, una formación en teoría feminista es fundamental, para mirar todo el contexto. Y después me parece que está lleno de áreas que no han sido exploradas. O sea, hay muchas escritoras que no han sido estudiadas, hay muchas experiencias… Me parece que la mirada de género lo que hace es que una vuelve a un texto y lo ve como nunca antes lo había visto, entonces me parece que ese es el consejo. Y que no necesariamente sea trabajar mujeres, sino que sea incluir esa mirada para iluminar los diferentes corpus.