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«Ni androides ni ovejas eléctricas: una foto movida allá por el año 2600». Reseña de El espíritu de la ciencia ficción

 

Por: María Stegmayer

Foto: Roberto Bolaño en Gerona, abril 1981. El Mundo

El espíritu de la ciencia ficción es una novela inédita de Roberto Bolaño. Aunque fue escrita a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, hemos tenido que esperar al año 2016 para ver su publicación por parte de Alfaguara. María Stegmayer nos ofrece una lectura en la que evalúa los méritos y límites del nuevo libro del autor chileno.

“Una ‘verdadera’ historia literaria” ─escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi─ “tendría que estar hecha sobre los libros que no se han terminado, sobre las obras fracasadas, sobre los inéditos: allí se encontraría el clima más verdadero de una época y de una cultura”. Con la frase aun repiqueteando en los oídos ensayamos en lo que sigue una lectura del nuevo inédito del escritor chileno que se agrega ─ahora por el sello Alfaguara─ al ciclo de publicaciones póstumas que inauguró hace ya más de una década la bestial 2666. La edición incluye, además, en esta ocasión, una serie de reproducciones mimeografiadas: apuntes manuscritos, croquis, borradores y hasta dibujos de los que  el lector interesado podrá exprimir, al final del libro, un quantum nada desdeñable de felicidad.

 

Fechada en Blanes en 1984 ─año que puede leerse al pie del “Manifiesto Mexicano”, que funciona como último capítulo o coda de la novela y ya había sido publicado, con ligerísimas variaciones, en un monográfico de la revista Turia (2005) dedicado al autor y en La Universidad Desconocida (2007)─ El espíritu de la ciencia ficción (2016) se compone de tres secciones que se van alternando: el diálogo entre un escritor premiado y la periodista que lo entrevista la noche de entrega de premios, un relato de iniciación protagonizado por dos adolescentes a la caza de aventuras literarias y amorosas en la Ciudad de México de los años setenta, y la imperdible serie de cartas que le dirige uno de ellos a sus escritores favoritos de ciencia-ficción. Es probable que la escueta enumeración anterior alcance por sí misma para confirmar que, cuando escribió esta novela, Bolaño ya era Bolaño o, mejor aún, que sin duda lo sería. Y es que en este proyecto que lo mantuvo ocupado y obsesionado largamente, tal y como atestigua su correspondencia de aquellos años, pero que finalmente decidió abandonar, ya se presiente la feroz convicción de los que insisten, la terquedad de quienes no se detienen porque saben, para bien o para mal, hacia dónde van.

 

¿Cómo considerar entonces este nuevo inédito? Un gancho de contratapa, que reencontramos en el prólogo que firma el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, es que puede hallarse en El espíritu de la ciencia ficción una anticipación ─me inclino más por una puesta en escena tentativa─ de materiales, tópicos y motivos narrativos que más tarde se plasmarían, entre otras, en su novela más celebrada, Los detectives salvajes. Y allí están, en efecto, los personajes y la ciudad, los amaneceres hipnóticos de Ciudad de México y las caminatas nocturnas por Avenida Insurgentes, las buhardillas lúmpenes y las fiestas pletóricas de poetas, el enigma y la investigación como motor literario, el bovarismo de quienes se alimentan de libros y la pobreza de los que comen sobre mesas improvisadas con ellos, la amistad, el descubrimiento del sexo y, entreverado con todo esto, las derrotas y recompensas del amor. Resortes, bisagras, ocurrencias, procedimientos, piezas sueltas: los materiales de la máquina-Bolaño están dispuestos e incluso, por momentos, parecen comenzar a combustionar en este libro que no puede dejar de medirse, en primer lugar, con los otros libros de un protagonista clave  de los últimos acontecimientos literarios latinoamericanos. Pero la novela se termina y la impresión que subsiste es que la chispa no prendió: la sensación tiene que ver menos con el fastidio que podría producir lo inconcluso que con la impaciencia que nos asalta frente a lo que no termina de arrancar. El dispositivo reclama una pieza más, un ajuste que lo ponga en movimiento, algo que nos empuje decididamente al otro lado del umbral. Y que no se malentienda. No es que falte materia prima, técnica, método, sentido del humor o astucia narrativa. Todo eso está, sí. Pero  de la misma forma en que se juntan los ingredientes en un trago mal mezclado, de esos que ─admitámoslo─  no nos costaría mucho dejar por la mitad: leemos y extrañamos la feliz mutación alquímica que hace del mejor Bolaño un virus, una fiebre infalible, una enfermedad que una vez inoculada nos arrastra y nos sacude para dejarnos a la vez transformados y sedientos. En este sentido, tal vez no sea un dato menor que, como advertíamos, el propio Bolaño haya desistido un poco harto de un proyecto que decidió dejar atrás. Pero la discusión sobre qué debería (o no) publicarse, no será abordada aquí..

 

La pregunta que obliga a confrontar esta lectora desilusionada es por qué, a diferencia de otros, este texto no termina de funcionar.  Si Los detectives salvajes  podía leerse en clave de una sentimentalidad interesante,  El espíritu, aún si se salva, parece al filo de atascarse en los pasillos de la cursilería mal entendida.   Lo que en él se sigue llamado ciencia-ficción (contraseña o pliegue secreto de toda la apuesta narrativa de Bolaño)  parece convertirse  después, al fusionarse con el policial ─otro género tachado de “menor” que Bolaño cultivará con inimitable estilo─, en el surco perfecto por el que sus lectores resbalaríamos sin remedio.

 

En el ensayo que dedica a Los detectives salvajes, pero sobre todo a la intensidad de esa experiencia de lectura, Alan Pauls lo dice con envidiable lucidez. Recapitula el verano en que lo leyó y reflexiona: “¿Cuánto hacía que una novela no reivindicaba para sí la fuerza de la voracidad, la energía bulímica, la capacidad imperial de ocupar, colonizar, anexárselo todo? ─ es después de ese verano (…)cuando me doy cuenta no solo de que yo, que me jactaba de estar de este lado de la calle, ya estoy en pleno mundo de los poetas (primer escándalo), sino que deseo algo de ese mundo (segundo escándalo) y, lo que es peor, que eso que me descubro deseando de ese mundo, y deseándolo contra mis convicciones más fervientes, incluso contra toda mi formación artística e intelectual, no es una Obra ─no es el efecto de una manera de entrar y atravesar el lenguaje─ sino algo tan discutible, tan ideológico, tan juvenil, como una mitología existencial; es decir: eso que a falta de una palabra mejor seguimos llamando una Vida. Tercer escándalo”. En la lectura de Pauls, lo que él llama la “solución Bolaño” resulta indisociable de la abolición de una distancia: es ahí donde encuentra sitio el mito existencial de la Vida Artística, la fusión arte-vida de la cual Bolaño es a un tiempo, siempre según Pauls, el mitógrafo, el mitócrata y el mitólatra ejemplar.

 

Tal vez lo más interesante de El espíritu de la ciencia ficción sea que ofrece una clave de lectura que podría agregarse al triple escándalo que venimos de citar. Lo que Bolaño parece enunciar aquí muy tempranamente y con total contundencia es que, en el límite, todos los escritores latinoamericanos ─los que de verdad valen la pena─ no son otra cosa (no podrían serlo) que escritores de ciencia-ficción. Cuarto escándalo, entonces, porque se trataría de una ciencia-ficción no ortodoxa, anómala, anacrónica y fuera de lugar. Una sin naves espaciales ni cyborgs ni alienígenas, ni tecnología sofisticada, ni confianza en el progreso: una ciencia ficción escrita por fantasmas, para fantasmas y en escenarios fantasmales, premeditada en cuartuchos desordenados, avizorada en melancólicos paisajes de patíbulo, entrevista en desiertos sin fin. En cualquier caso, en lugares y escenarios donde todas las cosas son dobles (son lo que son y son, ominosamente también, su contrario), donde los vivos conversan con los muertos y donde criaturas al borde de la locura escupen mensajes indescifrables para el que pueda o quiera oír. Una literatura de ciencia-ficción hecha de visiones y pesadillas que cuartean el tiempo presente, de gestos cansados, automáticos, de señas y jeroglíficos que llegan del pasado para anunciar que el futuro está entre nosotros. ¿No es acaso 2666, empezando por el título, la más ambiciosa obra de ciencia-ficción que concibió el autor?

 

Ya en Amuleto Auxilio Lacouture, que siguió a Arturo Belano y a Ulises Lima por las calles de Ciudad de México, refiere: “por la avenida Guerrero, ellos (caminan) un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes (…) la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975 sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo” (Amuleto. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 77.). Y en Los detectives salvajes, Cesárea Tinajero vaticina: “allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico” (Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2007, p. 596).

 

El espíritu de la ciencia ficción es la primera invocación de esa literatura por venir. La que se escribirá sobre lo que no deja de hundirse o borronearse. Su tema: la historia paradójica de Latinoamérica. Su símil: una foto movida; una imagen defectuosa, una anomalía que se dispara, sin embargo, en mil direcciones con salvaje e indestructible vitalidad. Se pregunta en una de sus cartas Jan, uno de los dos adolescentes que protagonizan El espíritu…: “¿Cuántos libros de ciencia ficción se han escrito en el Paraguay? A simple vista parece una pregunta estúpida, pero se acopló de una manera tan perfecta al instante en que fue formulada que aun pareciéndome estúpida volvió a insistir, como una pegajosa canción de moda”. En la cita que abre este escrito, Ricardo Piglia oponía la verdadera historia de la literatura a esas historias literarias “hechas de libros que están terminados y funcionan como monumentos, puestos en orden como quien camina por una plaza en la noche”. La insistencia de las preguntas es la única y la mejor arma, parece advertirnos a su vez el autor de El espíritu de la ciencia ficción. Y la visión o la epifanía ─la verdad esquiva de la ciencia-ficción latinoamericana que Bolaño inventa─ reaparecerá a partir de ahí miles de veces.

Despojos de lo humano: el fin de la ciudad y sus abismos. Reseña de “La máquina natural”

 Por: Javier Madotta

Foto: Richard Droker

 

El escritor marplatense Ignacio Fernández publicó en 2015 su novela prima, titulada La máquina natural. Luego de un aparente “apocalipsis” moderno, una oscura fuerza militar está reorganizando a la humanidad. La virginal cabaña en la cordillera de los Andes que habita Francisco, el protagonista, es penetrada por tres sobrevivientes de la civilización y fugitivos del nuevo orden. Ejecutada con pulso firme y versatilidad, la trama se desplaza entre recuerdos e inminencias, humor y nihilismo. El texto cuestiona el lugar del hombre en la naturaleza con eficacia, sin distracciones científicas ni pretensiones dogmáticas: cruda ficción.

 


 

La máquina natural (Ignacio Fernández)

Ediciones de Baile del Sol, 2015

173 páginas

 

La máquina natural inaugura la obra del escritor argentino Ignacio Fernández.  El título refiere al poder de la naturaleza, a sus mecanismos inapelables y al lugar mínimo del hombre en sus designios. Pienso en mecanismo porque será interrogado el corazón de un sistema: nuestra vida cotidiana, sus gestos, nuestros falsos dioses; y anoto lugar porque el espacio es central en esta cosmovisión en la que la humanidad es un grano de sal en el universo. Vía metafórica o literal, ambos caminos son válidos para recorrer la novela.

Luego de una catástrofe eléctrica, tres fugitivos de un reclutamiento mundial (el Hereje, Fernández y Ángeles) llegan a pedir ayuda a la cabaña de Francisco, un ermitaño que vive en la ladera argentina de la cordillera de los Andes. Este hombre, solitario y en simbiosis con la nieve y la montaña, aislado del mundo urbano, redacta noticias inventadas en un diario llamado El Apocalipsis, que es distribuido en un pueblito cercano. Los extraños en fuga, invirtiendo la figura evangélica, irrumpen con la mala nueva: una organización supranacional de ejércitos está al mando del mundo y regirá ley marcial para los rebeldes. Vagas reminiscencias de ghettos y períodos infames de reorganización aparecen como fogonazos en la oscuridad de un laberinto a través de estas páginas.

A pesar de que el género post apocalíptico está trabajado hasta la saturación, tanto en la literatura como en el cine, creo que allí nace el acierto sorpresivo de este proyecto: en su riesgo, su tránsito por el borde. Juega al límite, muy cerca de la repetición, de la obviedad, y sin embargo, es posible emerger fresco de la novela, con el despertar intenso de los sentidos, como en un chapuzón helado mar adentro. La construcción de dos destinos opuestos agregan la cuota necesaria de tensión: el progreso hacia la muerte de Francisco se articula con la lucha por la vida de Ángeles embarazada.

La prosa de Ignacio Fernández es clara, detallista, reflexiva. Se esmera en otorgar veracidad a cada afirmación. Es un texto que goza ser escrito. Esto es claro en frases en apariencia intrascendentes, como por ejemplo: “El Hereje está rebañando con un pedazo de pan la olla del guiso pernoctado”. Así, el narrador no escapa al momento poético, aunque evita el drama. Ante lo trágico de un asesinato, elige describir la parábola de las esquirlas del rostro baleado o  el ojo suelto que rueda por el piso, antes que indagar en las emociones posibles en esa escena. De alguna manera, este procedimiento narrativo opera sobre la idea de que la naturaleza ha sido liberada en su interior y deja al hombre en un sitio de subordinación, en el que su animalidad prevalece.

La temática del apocalipsis es retomada con ironía. No es el fin de los tiempos, pero será el fin de la etapa tecnológica basada en las conexiones eléctricas. Sin embargo, todo lo que conocerá el lector es la falta de electricidad y cómo esa carencia pone de cabeza a todo el sistema de organización humana vigente. Las reflexiones sobre la humanidad en tal situación de crisis se unen a una escritura precisa y punzante, tan ácida como humorística, que bucea en el lirismo pero también en lo crudo de lo carnal.

La violencia, que se jerarquiza como el impulso más natural del hombre, está representada en el personaje del Hereje. El narrador cuenta, con cierto darwinismo,  que ante la incertidumbre reinante es la fuerza la que manda. Afirma, por ejemplo, que “La perfección es destrucción”. O también: “Porque la violencia es leal”. Jaurías salvajes y ancianos errantes son dos de los colectivos que quedan a la deriva en esta nueva realidad. Además, otra comunidad que se observa vagar sin rumbo, es la de los niños, luego reclutados con ferocidad. Una escena al final muestra la ejecución de un joven militar, pueril y asustado, y es el Hereje su verdugo: hay una nueva ley vigente, y la impiedad se instala como la pasión humana dominante.

Es posible proyectar a los personajes como símbolos. Francisco se irá transformando en la figura de un sabio, a la vez que se disuelve su voz en la del narrador. El Hereje, la naturaleza desatada como fuerza violenta, antagoniza con Fernández, que es el hombre de razón y ciencia, compasivo, sensible. Ángeles, la chica embarazada a punto de parir, se instala como la posibilidad de la vida, incluso en las circunstancias adversas que se narran. Aparecerá un personaje menor, el cura, que es utilizado para focalizar y materializar la crítica a las instituciones, en especial y como es evidente, a la religión (católica). Otros dos personajes secundarios serán Anselmo, el “jinete del Apocalipsis”, que se encarga de llevar en burro el diario al pueblo, y Paulina, la partera, borracha desde que murió su hijo en un accidente absurdo.

Según hemos escrito arriba, el escritor explora las dimensiones, las distancias, el mapa de nuestros recorridos. Nos lleva desde la costa Atlántica hasta el Océano Pacífico. Subyace una pulsión por retroceder el tiempo, de desandar destinos. Esta voluntad o negación está expresada literalmente, de modo poético, por Ángeles, cuyo deseo es “ver, montados a lo largo de las crestas de las olas, los destellos del sol que se hunde y creer realmente que no es un ocaso sino un amanecer que retrocede”, y construye a partir de esa frase una circularidad en la historia, que aparece en el principio y en el final, donde la inmersión del astro en el océano Pacífico será un verdadero ocaso. Por otro lado, esa sabiduría inesperada en Francisco piensa: “El camino nos nutre a todos”. La sentencia, ante el retroceso vertiginoso en el tiempo por la falta de combustible, hace a las distancias inmensurables. Dirá: “mira a sus pies y no ve nada en concreto, pero ahí se acaba el mundo ¿Qué hay más allá? ¿Cómo se cruza esa distancia?”. Y más adelante, la respuesta: “más allá estaba el silencio verdadero del mundo: se podía percibir el apacible vértigo de cómo sería el mundo sin humanos”. La tierra arrasada, regresando a su punto nodal, transforma drásticamente la noción de espacio, reduciéndola a la vanidad de mera abstracción, de una simple categoría.

En cuanto al enclave del relato en la temporalidad histórica, los autos que utilizan los fugitivos nos dan un atisbo de pista, pues son siempre modelos viejos (por ejemplo el Renault 12 que usan para el escape). He referido ya que se edifica memoria en la bruma de episodios traumáticos como los campos de concentración y las dictaduras. Y si bien el territorio de soporte es Argentina, de costa a cordillera, ¿se ocupa el texto de construir una mirada local sobre esta crisis mundial? En absoluto. Se intenta una definición rápida de cierto modo de argentinidad en una frase: “El mundo estaba en todas partes y en ninguna pero ellos estaban en el centro: qué desesperación más argentina”. ¿O acaso situar la novela en este país es un modo de hablar sobre esa centralidad desesperada? ¿O será que el tiempo histórico no se difiere, y el atraso que se vislumbra es el del país de mar plateado?

Explorando el despojo del ser de sus pasiones, afirma el narrador que “Todavía conservaban vicios residuales de la civilización como la vergüenza y la esperanza”. En ese aspecto, La Máquina natural resulta un cuestionamiento a las ficciones humanas contemporáneas. Y en particular, a la religión y el periodismo. Dice el narrador: “Sus noticias, las religiones, los nombres, la nieve: todas esas ficciones que se agotan por su propia naturaleza y que necesitan ser alimentadas una y otra vez”. En cuanto a la parodia del periodismo, allí es donde observo su mejor imaginación y destreza: se insertan en la novela cinco fragmentos de noticias del diario Apocalipsis, a medida de lo que la gente quiere leer, porque en definitiva, todo es una cuestión de entretenimiento. Vale la pena resumirlos: cuatro presidiarios se fugan y, al ser detenidos, tres de ellos explotan en forma de murciélagos y uno en pajaritos blancos; un perro maltratado por sus dueños les salva a su bebé, lo que genera una discusión científica sobre la piedad canina; se descubre la inexistencia de un país diminuto denominado “Bután”; los gobiernos del mundo prohíben la muerte por un día; por último, el creciente aumento de correspondencia dirigida simplemente a Dios trae algunos problemas logísticos y la perplejidad de un ciudadano al que se le devuelve la misiva al no poder localizar al destinatario.

            Para terminar esta pátina desprolija, acaso más gravosa que la padecida por el Ecce Homo de García Martínez (ver http://www.lanacion.com.ar/1501502-una-anciana-arruino-una-obra-de-arte-del-siglo-xix), quisiera dejar una cita más, que refleja el pesimismo radical de este texto en su mirada sobre la modernidad: “Ahora mismo somos el último eslabón de la cadena evolutiva humana, pero este eslabón ya no tiene contacto con el primero. Perdimos la curiosidad del conocimiento más elemental porque el mundo ya estaba ahí cuando nosotros llegamos”. Se ridiculiza la impotencia del hombre ante la catástrofe: “Pero no parecía tratarse de un retorno al estado de naturaleza […] Era incivilizado matar para comer. El frío y la oscuridad se combaten girando perillas, pulsando botones ¿Qué es todo esto?” La pregunta es retórica: el hombre es un diente de león en Sudestada. El conocimiento actual es inútil, en el sentido amplio. Dígase sin titubeos: en La máquina natural, al narrador “nada de lo humano le es ajeno”, ni indistinto, ni se salva de su pensamiento corrosivo. O más bien, casi nada: sobrevive la literatura.

Ecce Hommo

 

 

 

Secretos que no prescriben. Reseña de «La maestra rural».

Por: Mauro Lazarovich
Foto: Felipe Barceló

La maestra rural es la primera novela del escritor Luciano Lamberti (1978). Lamberti forma parte de una generación de escritores cordobeses -junto con Federico Falco, Carlos Godoy y Carlos Busqued- que están escribiendo algunas de las obras más interesantes de la literatura argentina contemporánea. En La maestra rural el autor se permite regresar a la década del 70, para reescribirla desde una perspectiva que remite tanto a Juan Jose Saer y al fantástico argentino como a la ciencia ficción norteamericana.

 


 

“La maestra rural” (Luciano Lamberti)

Literatura Random House, 2016

288 páginas

 

La maestra rural es la primera novela del escritor cordobés Luciano Lamberti, conocido en buena medida por sus dos libros de cuentos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), ambos destacables por la singularidad de su estilo y temática dentro del rico y heterogéneo (y a veces también corriente y familiar) panorama del género en la Argentina. La novela narra la historia de Angélica Gólik, maestra rural, poeta ignota cordobesa y designada “loca del pueblo” casi unánimemente por todos los personajes que conforman el coro de la novela. La ficción se construye principalmente a partir de dos testimonios, los únicos que se repiten a lo largo del volumen: el diario personal de Angélica, y el de Santiago, un joven estudiante de letras, autor de una serie de “poemas malísimos”, obsesionado insana y descontroladamente con la poesía al punto de que vive su vocación, heroico e ingenuo, como un magisterio sagrado.

Santiago sufre un desestabilizador encuentro -por una serie de casualidades misteriosas- con los libros (auto-publicados y menores) de Angélica y descubre en ella a una autora que lo fascina y lo lleva a salir a su búsqueda. El acercamiento lateral al género policial de Lamberti, que sigue el formato “poeta/detective busca a poeta desconocida”, lo emparentan inmediata y evidentemente con la obra de Roberto Bolaño. Sobre todo considerando que La maestra rural es, como Los detectives salvajes, por un lado, una obra que destila poetas y que trata a la poesía como una “cofradía secreta”, conformada por una serie de personajes anónimos, invariablemente pobres y excéntricos que la viven como apóstoles de una causa sacra y, por otro, a que recurre casi a la misma estructura: parte journal y parte relato coral y polifónico.

Agrego como última coincidencia que, al igual que Bolaño, Lamberti no escapa de la (parcial) representación de la década del 70, ni de la aparente atracción por una época de innegable efervescencia política y estética. De hecho la novela construirá una larga serie de testimonios laterales que, si bien suelen orbitar alrededor de Angélica, la cual recorre como un rumor toda la novela, escapa del mundo de la poesía y posibilita la incorporación de dos condimentos fundamentales para la narración: la ciencia ficción (término aquí intercambiable con el “fantástico”, es decir, con las particularidades del género en la Argentina) y la lógica paranoica. Me detengo brevemente en ambos elementos.

En una reciente entrevista sobre su libro Lamberti dice: “Quería contar la dictadura mediante la paranoia y la monstruosidad, me interesaba el clima ominoso de la dictadura sin caer en lugares sabidos”. Ya Juan Terranova, en un sólido ensayo sobre el autor, incluido en su libro Los gauchos irónicos (2013), destacó el modo en que el minimalismo norteamericano le facilitaría una forma distintiva de retratar a la clase baja. En este caso será la perceptible -aunque implícita- referencia a los escritores de ciencia ficción norteamericanos (con toda probabilidad Phillip K. Dick y Stephen King, aunque provocadoramente Lamberti incluye en los agradecimientos del libro al “doctor” Zecharia Sitchin) la cual le ofrece una solución innovadora para una temática acostumbrada.

Lamberti recurre a dos momentos fundamentales de la historia argentina: el último peronismo (el peronismo del oscuro López Rega susurrando secretos al oído de un anciano Perón) y la última dictadura militar, para conseguir una revisión original –aunque incompleta, apenas sugerida- de la historia argentina en clave conspirativa, paranormal y freak. En La Maestra Rural hay desapariciones no-políticas y abducciones (algo que un poco remite a Los Rubios de Albertina Carri), sectas misteriosas que se comunican telepáticamente con sus miembros, viejos que se vuelven jóvenes, parapsicólogos, brujos y curanderos, “hombres y mujeres muy poderosos”, ocultos a plena vista, que anticipan la inminente llegada de un apocalipsis postergado pero anticipado por todos.

La combinación de estos elementos, ubicados conscientemente en una época que, vista desde el presente, aparece como territorio del absurdo, aspira a una recodificación retrospectiva que permita revelar sus fisuras y visibilizar la imperante irrealidad del pasado histórico, tanto para subrayar su extrañeza como para denunciar la entrecomillada normalidad del presente contemporáneo. Tanto en la particular aproximación a la temática como en el cuidoso modo con el que Lamberti elige sus palabras, se percibe un potente efecto de distorsión en el discurso de sus personajes, deformado hasta volverse inquietante. Filtrada por Lamberti, por ejemplo, la imagen de los militantes esperando un “mensaje” del exiliado Perón, remite menos a una romántica fidelidad partidaria que a un grupo de fanáticos esperando la llegada de una señal de la nave nodriza. Uno de los personajes de la novela parece explicar perfectamente el ejercicio: “leer el pasado como parte de un plan. Tomar elementos históricos facticos y rearmarlos para que digan algo distinto”.

La revisión de parte de la historia argentina a través de la impronta de la ciencia ficción se combina, como dije antes y como sugiere el fragmento recién citado, con la incorporación de una lógica conspirativa y paranoide. Ricardo Piglia sugiere que la ficción paranoica está formada por dos elementos: por un lado la “idea de amenaza” (el enemigo, el que persigue, el complot, la conspiración) y, por otro, el “delirio interpretativo”, es decir, la creencia de que las casualidades no existen, de que “todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que me está dirigido”.

Walter Benjamin, en una intervención citada hasta el hartazgo, relaciona la emergencia del género policial con la expansión urbana y la consecuente formación de una masa anónima. Como si asumiera esta premisa como un desafío, Lamberti procura todo lo contrario: retomando una línea que podríamos relacionar, como Terranova, con Juan José Saer y Horacio Quiroga, apuesta por el espacio rural como territorio de lo desconocido y lo siniestro (elemento que de manera totalmente distinta apareció también en Jauja de Lisandro Alonso). Al situar buena parte de la acción en un pueblo del interior de Córdoba, con personajes desplazados –lúmpenes- y deformes (la poeta bigotuda, el marido tuerto), el autor reubica la posibilidad de la amenaza en la soledad de las rutas provinciales, en el inquietante silencio del campo, y trastoca la idea de sospecha, ahora escalofriantemente presente en la realidad más cotidiana, más directamente, en la vecindad y en la familia.

La segunda premisa de Piglia, aplicada a La Maestra Rural, podría insinuar una forma de concebir la actividad literaria. Otorgando la razón a sus personajes el autor parece pensar la literatura como una imposición del destino: son los libros los que buscan a sus lectores y les revelan la realidad como un simulacro, condenándolos a intentar descubrir su verdad oculta, a descascarar los misterios de su presente y encontrar, invariablemente, algo “negro y resbaloso”, algo que da “miedo y nauseas”.

“Hay que ser raro para dedicarse a escribir, sobre todo poemas”, repiten con variaciones los personajes de la novela. El comentario me sirve para introducir una paradoja, creo, planteada por Lamberti en su libro: ¿la literatura es la posibilidad de acceder a lugares inaccesibles o es una consecuencia de ese acceso?

La pregunta, que Lamberti confiesa arrastrar desde que escribió su tesis de licenciatura sobre el poeta Héctor Viel Temperley, cuyos dos últimos libros (Crawl y Hospital Británico) parecen escritos en un estado de éxtasis místico y religioso, desde un territorio infranqueable y “posthumano” o, como Angélica, desde el “infinito y más allá”, resuena en varios momentos y personajes del libro. Figuras como la de Santiago, quién “transportado” por la lectura de Gólik parece incapaz de retomar su vida con normalidad, procuran devolver a la literatura un contenido mágico y trascendente, y a la poesía un origen entre espiritual y extraterrestre.

De favorecer una lectura alegórica (advierto: desaconsejable) podríamos argumentar que la capacidad de ingresar a territorios alternativos de la realidad a través del dominio de las palabras ofrecería una suerte de compensación, una forma -torcida- de paraíso contra el menosprecio que padece la obra de estas figuras fantasmales que, desde el más absoluto anonimato, cambian el destino de la literatura sin que nadie se entere. Sugiero, sin embargo, que la apuesta de Lamberti es con todo y que La Maestra Rural busca reconocer la literatura como un instrumento poderoso y, en consecuencia, un arma de doble filo: capaz de salvar a una poeta huraña de las ajustadas fronteras de la identidad, pero también de volcar a un joven inocente a la locura, de revelar una verdad horrorosa e indeleble, de destruir una existencia.