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El momento gótico de la cultura y el declive de la sociedad liberal

Por: Juan Pablo Davobe

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Juan Pablo Davobe aborda el cuento de Mariana Enríquez “Bajo el agua negra”, incluido en Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Para el autor, los tropos de la conspiración y del monstruo, que en la actualidad forman parte del momento gótico de la cultura, constituyen en el cuento de Enríquez la forma de poner en escena del colapso de la ley liberal y sus modos de representación e individuación.


Espero llegar al tema del dossier al que generosamente me invitaron a participar Daniela Dorfman y los editores de Transas por medio un rodeo, cuya justificación, ojalá, se hará evidente en la lectura

El gótico (en sus variedades, que son legión, dentro y fuera de la ficción) es el modo narrativo contemporáneo por excelencia. Hay señales obvias al respecto: su renovada popularidad; su inédito prestigio cultural (que incluye un prestigio académico que muchas veces sospecho impostado); la persistencia, contra todo pronóstico, de su naturaleza auténticamente contracultural, que ignora las piedades políticas obligatorias de nuestra época, y a sus comisarios de derecha y de izquierda.

Pero el gótico es más que eso. Vivimos (globalmente) lo que llamaré el “momento gótico de la cultura”.  Me explico: vivimos el declive (quizás definitivo, quizás no) del modelo de sociedad republicana liberal que hasta apenas ayer parecía inconmovible y que criticábamos con facilidad y (aparentemente) sin riesgo. Ese modelo parece incapaz de detener el avance de los nuevos fundamentalismos (religiosos o no), los populismos autoritarios de derecha o el creciente iliberalismo de la izquierda de base académica (que se finge anticapitalista, pero cuya versión de la identidad es una exacerbación de la lógica neoliberal de consumo). Una de las razones de esa impotencia es el declive material y simbólico del andamiaje liberal de producción y administración del conocimiento y la ley: universidades, medios de comunicación no facciosos, literatura (como aspiración a un cierto universal, de derecha o de izquierda), producción científica, sistemas de justicia y administración. Algunos celebran este declive. Lo que parece indiscutible es que esas instancias y sus representantes (la así llamada ciudad letrada liberal) están siendo sido reemplazadas por las redes sociales, operadores comunicacionales y burócratas neoliberales que se travisten de guerreros de la justicia social.

Este declive no es, me atrevo a sugerir, una mera oscilación política o cultural, un momento desafortunado que pasará. Corresponde a (o se origina en) el declive de la idea de representación liberal en sus acepciones política, estética, científica, y las correspondientes nociones (o aspiraciones) de la ley como universal de una cultura dada (o de la humanidad en general), del individuo como promesa hacia el futuro, de la sociedad como un lugar en común, compuesto de individuos iguales ante la ley.

El gótico captura de manera plural la ansiedad frente a este momento. Doy un par de mínimos ejemplos. Pensemos en el tropo de la conspiración de alcance local o global, que hoy parece definir el modo de abordar lo político. Esa conspiración puede estar a cargo de una sociedad secreta (los Illuminati, los globalistas, los villanos de Davos, la Comisión Trilateral, los sabios de Sión, el deep state, el Sindicato), una corporación o agencia maligna (Sputnik, la CIA, el Departamento de Estado, Clarín, la Cámpora) o un supervillano en particular (George Soros, Vladimir Putin, Hugo Chávez o, para la derecha argentina, la supervillana histórica: CFK).  No importa si estas teorías son cínicas o ridículas o sus promotores abominables o risibles (Trump, Lilita Carrió, Keiko Fujimori, Jair Bolsonaro). Lo importante es que hasta hace poco habitaban los márgenes desquiciados de la cultura, o eran populares en los X-Files, pero hoy son consumidas por miles de millones en todo el mundo, en todo el espectro político, en todos los grupos sociales. Son consumidas porque dan cuerpo al miedo de que el presente colectivo es una ilusión maligna(en el mejor de los casos) o inhumana, donde la verdad (la realidad) está en otra parte o, probablemente, en ninguna. “The Truth is Out There” (el lema del agente especial Fox Mulder) era aún una expresión épica o melodramática de confianza en la representación y la búsqueda de la verdad, confianza que, colectivamente, hemos perdido (aunque aún la finjamos con estrépito y algo de desesperación).

Pensemos en la construcción del monstruo como tropo cultural, desde los sobrenaturales e inmediatamente reconocibles (el zombi como imagen de lo inhumano de la humanidad en el orden neoliberal) a los más cotidianos (el pibe chorro que “susurra en la oscuridad” su amenaza; el pedófilo que simula por décadas ser un vecino afable o un médico de confianza; el femicida que era públicamente un muchacho ruidoso pero simpático; el asesino serial que se disimula detrás de una estólida respetabilidad). El miedo a esos monstruos erige tabúes, aparatos de seguridad, barreras, rutinas de protección, exorcismos públicos. Estos relatos (reaccionarios o progresistas, racistas o inclusivos) son consumidos porque dan cuerpo al miedo de que la sociedad ha dejado de ser un lugar en común (o nunca lo fue), inteligible y representable, y es en realidad un lugar plagado de secretos, traumas, amenazas y violencia, donde nadie sabe (nadie supo nunca) quién o qué es el otro, en un ciclo creciente de sospecha y purga que va de la celebridad en desgracia a la familia nuclear (cualquier familia nuclear) donde por décadas se ocultó el abusador sexual.    

Me gustaría mostrar cómo esto se pone en escena en la ficción por medio del rápido examen de un cuento de Mariana Enriquez, “Bajo el agua negra”, incluido en Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Este cuento es particularmente importante porque los tropos que arriba describí son los que permiten la puesta en escena del colapso de la idea (el ideal) de la ley liberal y sus modos de representación e individuación. Y porque el cuento (como toda la mejor obra de Mariana Enriquez) se instala en el núcleo inhabitable del dilema que el fin de la sociedad liberal representa para aquellos que somos sus creaturas.

Marina Pinat es la protagonista del cuento. Ella es una profesional sobresaliente en lo que hace, educada y ferozmente independiente. Su elección profesional está imbuida de un sentido de responsabilidad cívica y de justicia social. Es una fiscal en lo criminal y, en tanto que tal, debe investigar un episodio de brutalidad policial. Yamil Corvalán y Emanuel López, dos chicos de la Villa Moreno, al lado del Riachuelo, fueron secuestrados por la policía (por razones que nunca se aclaran) y arrojados al Riachuelo, donde murieron ahogados (o quizás no, nos enteramos después). El cuento, como tantos cuentos de horror gótico, narra una investigación y la catástrofe que le sigue. Esa catástrofe tiene lugar no porque la investigación fracase, sino porque tiene éxito más allá de sus términos iniciales. Ese éxito, en este cuento, es la experiencia del horror, actual o inminente.

Marina, al inicio, aparece investida de todas las garantías simbólicas que brindan las diferentes acepciones modernas de la noción de representación.[1] Como miembro del Poder Judicial, es representante de la ley del Estado (del que es parte). Pero no como una mera burócrata: para Marina, la ley del Estado es una noción moral hecha cuerpo (en el Estado primero, en ella secundariamente), la ley que tiene fuerza de ley porque es idéntica a la justicia, antes que al aparato de justicia.  Aplicada con integridad, la ley que guía la investigación no solo llega a la verdad (encuentra al delincuente) y asegura el castigo, sino que (idealmente) restaña el cuerpo de lo social, como lugar en común de iguales. Yamil y Emanuel están muertos. Y eran jóvenes marginales, probablemente criminales, seguramente más oscuros de lo conveniente en un encuentro con la policía. Pero es en representación de ellos que Marina busca a los culpables de su muerte, sin consideración de etnia, estatus social o legal. Ese es el segundo sentido del término representación en el cuento: Marina investiga para restaurar la justicia en nombre (en representación) de los muertos, por una parte, y de la sociedad en general de la que tanto ella como los muertos son copartícipes, por otra. Encontrar a los culpables es restaurar, más allá de la muerte, el nexo vital entre grupos diferentes de la sociedad civil, y entre la sociedad civil y el Estado que la brutalidad policial (que es también cultural y de clase) destruyó.

Marina es buena en su trabajo (y lo sabe) porque, más allá de las obvias diferencias entre ella y los muchachos muertos, entiende (cree que entiende) la villa, puede empatizar con sus habitantes, tiene contactos, puede salir y entrar sola, sabe (o cree saber) hablar con los villeros. Marina es una buena representante porque puede representarse (estética e intelectualmente) un mundo que no es el suyo.

Y además: el cuento empieza con la confrontación entre Marina y el policía a quien ella acusa (con pruebas) de haber matado a los dos muchachos. El policía (un estereotipo del “chancho”) entra a la indagación sin ninguna inquietud y con notorio desdén. No solo confía en que el caso contra él no va a prosperar. Desprecia a Marina, y lo demuestra. La desprecia por mujer, por tener más poder que él, por ser de clase media alta, por ser un bleeding heart que se mete donde no debe y se ocupa de dos escorias como Yamil y Emanuel, por ser una mera turista en la villa. Marina entiende, acepta y redobla el desafío (nada tácito) del policía. El caso es, a partir de esa confrontación, también personal y, a su vez, político por la mediación de lo personal: Marina le enseñará a ese policía quién es quién, por ella, y en representación de todas las mujeres que, por generaciones, tuvieron que sufrir, sin poder reaccionar, este tipo de abusos y desdenes.

Así, por la multifacética representación inscripta en la ley del Estado, y por la capacidad de representación intelectual y estética inscripta en el lenguaje (y sus modos discursivos, que incluyen la ley, claro), y en el cuerpo en tanto lenguaje, la sociedad puede advenir a la existencia o restañar las grietas que crearon la incomprensión y el conflicto. Marina, sin saberlo o apenas sospechándolo, encarna esta exaltada aspiración de la cultura moderna liberal. Pero “Bajo el agua negra” no es una épica de la ley liberal y los modos de representación modernos. No es tampoco una elegía. Es un cuento de horror.

Inmediatamente después de la entrevista con el policía, una chica de la villa entra a su despacho y le cuenta que Emanuel no murió, o que murió y volvió de entre los muertos para anunciar una Buena Nueva y que, para sorpresa de Marina, conocerla. La chica, además de ser adicta terminal al paco, parece sufrir raras mutaciones, que le dan al cuerpo una apariencia ambigua, anfibia. Marina las atribuye a la prolongada exposición a la contaminación del Riachuelo. El lector de “The Shadow over Innsmouth”, de H.P. Lovecraft, puede identificar otras posibilidades, más perturbadoras. Intrigada por esta entrevista, pero como parte de su investigación, Marina llama a sus contactos en la villa (el padre Francisco, el comedor comunitario de la villa). No tiene suerte, por lo que decide ir ella misma. Confía en su conocimiento de la villa y sus hábitos (pero va armada, por las dudas). A su llegada, una serie de eventos paulatinamente más y más ominosos se suceden: el incomprensible silencio de la villa, normalmente bulliciosa; la aparición de un niño, con deformidades similares a las de la muchacha en su oficina y que repite una frase que el lector de “The Call of Chthulu” reconocerá, algo modificada: “En su casa el muerto espera soñando”. La capilla donde oficia su amigo el padre Francisco está dilapidada o profanada. En ella, la inscripción YAINGNGAHYOG-SOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG brinda al lector advertido la tercera indicación sobre los sucesos que Marina no alcanza a descifrar. El padre Francisco, notoriamente quebrado, le cuenta una historia que puede ser una revelación o un delirio, o ambas cosas a la vez. Emanuel, dice Francisco, ha vuelto, a anunciar el advenimiento de otro dios, el que vive en el lecho tóxico del Riachuelo, que Emanuel encontró (estaba destinado a encontrar) y cuya emergencia es inminente (y, para la humanidad, fatal). La contaminación del Riachuelo no es un accidente: es (fue) el multisecular intento de “alguien” de mantener a eso que vive bajo el agua negra prisionero. A continuación, se suicida con el arma de Marina. Pero ella no tiene tiempo de pensar en lo que Francisco le dijo o en su muerte. La distrae el bullicio de una procesión de villeros (que incluye al policía que mató a Emanuel y Yamil) que llevan a Emanuel en lo alto, en una cama. Marina, que no puede o quiere determinar si el cuerpo en lo alto está vivo o no (solo ve la mano, que es, como corresponde al género, la misma mano que vio en un sueño premonitorio), decide escapar. Nadie la detiene. En su carrera pánica ve, con el rabillo del ojo, que el río, de manera anómala (pero a esta altura del cuento, previsible), sube de nivel y se hincha en el centro del cauce, como si algo estuviera a punto de emerger.

Hay, como es el caso en tantos cuentos de horror gótico, dos interpretaciones posibles (el cuento nos invita a considerar las dos, sin decidir por una u otra). Una, la sobrenatural y apocalíptica. Emanuel sí volvió de los muertos, Yog-Sothoth sí está emergiendo del fondo del Riachuelo, el fin de la humanidad (con la excepción de los villeros de la Villa Moreno) es inevitable. Esta interpretación hace de este cuento una de las mejores adaptaciones de H.P. Lovecraft en castellano.

Pero hay otra interpretación posible, extraña pero no sobrenatural y quizás aún más perturbadora. Algo de imaginación por fuera de lo que el cuento nos brinda directamente es necesaria: el culto de Emanuel como el enviado de Yog-Sothoth no es “literal”, pero sí muy real. Alguien en la villa leyó H.P. Lovecraft y a partir de allí tejió un mito que es un sueño de justicia y venganza contra los opresores de décadas, siglos. Un sueño milenarista de justicia social, donde Emanuel anuncia el nuevo reino donde los últimos serán los primeros, bajo la égida del nuevo soberano, Yog-Sothoth.

Marina es una campeona de la justicia social en su versión liberal, y sueña y busca integrar a la villa a las garantías imperfectas de la ley liberal. Emanuel es un campeón de la justicia social en la versión atronadora de Yog-Sothoth, donde el sueño no es la integración, y la ley proclama la infinita venganza divina. Ante estas dos posibilidades, la opción de los habitantes de la villa es clara.

Por la promesa del Nuevo Reino, la nueva ley, los oprimidos y humillados no son los olvidados de la Historia. Son, secretamente, el Pueblo Elegido del Dios, para mantener viva su memoria y propiciar el advenimiento. 

Por la promesa del Nuevo Reino, la nueva ley, las brutales deformaciones que dan a los villeros un aspecto híbrido, menos o más que humanos, no son la huella humillante de un abandono que parece perpetuo. Son la Marca del Pueblo Elegido, la inscripción de la nueva ley en los cuerpos de aquellos que sobrevivirán al Fin (o al nuevo Comienzo).

Marina y Francisco son los portadores de los antiguos libros de la ley (los códigos, la Biblia). Francisco no puede tolerar su colapso, y se suicida. No sabemos qué hará Marina. Sospechamos, sí, que escapará de la villa, por designio de Emanuel, y será aquella quien tendrá sobre sí el peso de atestiguar ante los suyos el poder aterrador y la verdad de la Nueva Ley. El destino de Francisco, en comparación, parece del todo envidiable.

Si suscribimos a esta interpretación posible, el cuento, además de una adaptación de Lovecraft mucho mejor de lo que podíamos imaginar, es también una crítica feroz, pero trágica, de las ilusiones de la ley liberal (en sus versiones clásica o progresista), pero también de las ilusiones del culturalismo populista (que construye una versión de lo popular apacible y acomodaticia). Esa doble crítica, que no ofrece una salida o una solución es un rasgo (el rasgo, quizás) que hace de Mariana Enríquez la escritora que es.

Y esa es la promesa, o la amenaza, llevada a su extremo de pesadilla, del momento gótico de la cultura.


[1] Una buena presentación de esas diversas acepciones se puede encontrar en el volumen de Mónica Brito Vieira y David Runciman Representation (2008).