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Notas sobre Gilda

Por: Martín Kohan

Foto: portada de Gilda, de Lorena Muñoz (2016)

 

Martín Kohan reflexiona sobre la película Gilda (Lorena Muñoz, 2016) y describe los movimientos simultáneos de ascenso y descenso de la diosa de la bailanta, que va de la sencilla vida de clase media en Villa Devoto al corazón del mundo de las clases populares. Sin ternurismos, sin condescendencias, sin imposturas y venciendo los prejuicios de quienes adoptan la cumbia tan sólo porque de un tiempo a esta parte se ha puesto de moda hacerlo. El movimiento de Gilda es, para el autor, el de una plasmación auténtica de una fuerte devoción popular.

Hay dos escaleras en Gilda: por una la vemos subir, por la otra la vemos bajar. La que sube va hacia la luz, es una especie de escalera al cielo; Lorena Muñoz (vale decir, su mirada) sigue a Gilda pero la deja ir, para que veamos efectivamente su ascenso como un ascenso. ¿Ascenso hacia dónde? ¿Ascenso hacia qué? Ascenso hacia la luz, que refulge; ascenso hacia el cielo, que resplandece: ascenso hacia la consagración y ascenso hacia la muerte, que en la historia de Gilda confluyen; ascenso hacia un escenario formidable que la entrega por fin a una multitud en fervor, pero anuncio de ese viaje trágico que fatalmente se avecina. Claro que está esa otra escalera en Gilda, y es una escalera que baja: escalera estrecha, oscura y lúgubre, que Muñoz esta vez nos hace bajar junto con Gilda, y que lleva hasta las entrañas sórdidas del negocio de las bailantas: un descenso a los infiernos, en los que un lumpen-empresario, munido de su correspondiente matón, aguarda para dar a Gilda su oportunidad como cantante de cumbia.

Pero hay además una tercera escalera en Gilda, a decir verdad, y es la escalera de su casa, la de la vida cotidiana. Esa escalera no es tanto de Gilda como de Miriam, de Miriam Bianchi, porque corresponde al mundo doméstico. Por ella la vemos ir y venir; en el rellano de esa escalera la vemos soportar la arremetida desesperada de Raúl, su marido, que la quiere y empieza a entender que ella está dejando de quererlo, o la vemos trastabillar, ebria de dolor, al advertir en un fin de año de artificio que vive con un hombre pero ama a otro distinto; al pie de esa escalera la vemos sentarse a conversar con Raúl para revelarle (y para revelarse) que el desamor que les ha ocurrido es mutuo y no solamente de ella.

La escalera doméstica es crucial, porque en esos peldaños Gilda es Miriam o Gilda es Shyl, como le dicen en familia o en el barrio; al bajar la escalera de la sordidez no es Gilda todavía, pero está a punto de serlo, porque es el empresario bailantero el que descarta “Miriam” (porque “no vende”) y descarta “Shyl” (porque no se entiende) y la nombra o la bautiza “Gilda”; en la escalera que sube ya es Gilda por completo, la vida nueva para ella ya existe. Ese recorrido, o esos recorridos, son los de la propia película, son los que la propia película traza para su personaje: primero salir (de la casa, de su mundo), después bajar, después subir. Pero a pesar de que las dos escaleras, necesariamente, son sucesivas, aunque primero la vemos bajar a lo más oscuro y sólo después la vemos subir hacia lo luminoso, en Gilda hay un movimiento que funciona al mismo tiempo como un descenso y como un ascenso. El descenso es un ascenso en sí mismo: no lo precede ni lo contradice.

Los conflictos que aquejan a Gilda son los propios de una artista que se inicia (y los propios del cine sobre iniciación de artistas): necesita que confíen en ella (Toti Giménez confía y por eso la elige para cantar en su conjunto, pero sucesivos empresarios recelan y la rechazan), necesita que le den una oportunidad (apenas se la dan, la aprovecha), necesita que la acepten a pesar de que es distinta (por distinta la rechazan, pues no encaja en lo que se espera de las cantantes del género: no es culona ni es tetona ni es rubia por adopción). Pero antes que a los conflictos de Gilda, asistimos a los conflictos de Miriam. Y los conflictos de Miriam, los de la escalera doméstica, se parecen a los de Madame Bovary. Miriam Bianchi no es infeliz, pero mayormente se aburre. El matrimonio, los dos hijos, el trabajo como maestra de jardín de infantes, nada de eso la mortifica, pero nada hay en eso que la saque de la molicie de la falta de pasión. Es entonces y es por eso que Miriam hace renacer a la artista que soñó ser en el pasado (la película empieza con una escena de muerte: la imagen estremecedora del ataúd de Gilda visto desde adentro del coche fúnebre, expuesto al dolor de la despedida de sus fans; pero antes de esa muerte hay un renacimiento: rescate o exhumación de la vieja guitarra paterna, sacada del sarcófago-estuche en el que yacía, para que Gilda empiece a ser posible).

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Gilda (Lorena Muñoz, 2016)

No se trata, por lo tanto, sólo de la típica historia de la tenue artista con sueños de triunfo; se trata de la también típica historia de la esposa que se aburre en la modorra pequeño burguesa de sus rutinas. La primera variante se cuenta siempre o casi siempre en clave de ascenso social. Pero el movimiento que hace Gilda, y el movimiento que hace Gilda, son distintos y cambian todo: es un movimiento que va de la sencilla vida de clase media en Villa Devoto al corazón del mundo de las clases populares. Ascenso artístico y ascenso social por esta vez no se superponen, más bien se invierten, y es esa resolución inédita la que Lorena Muñoz aborda con absoluta pericia.

Hay una escena decisiva para este desplazamiento; es esa en la que Toti Giménez, en el primer ensayo que los reúne, le indica a Gilda (le indica a la que será Gilda, le indica para que pueda ser Gilda) que no tiene que alargar las sílabas al cantar, como se hace en las canciones melódicas, sino pronunciarlas más cortantes, que es como se canta la cumbia. Y luego, para asegurar esa corrección de estilo, pone a funcionar en su teclado eléctrico la máquina rítmica pertinente. El resto viene, podría decirse, por añadidura. Miriam Bianchi pasa la prueba: será Gilda, ya lo es. El traspaso a lo popular ha comenzado a producirse (en ella, que dice que escucha Sui Generis o Charly García, y agrega un Dyango de urgencia tan sólo porque nota su desajuste).

Ignoro cómo transcurrió ese traspaso en la historia de la verdadera Gilda. Pero admiro la forma en que transcurre en la película de Lorena Muñoz. Porque existen, y además de existir abundan, un modo cool de hacerse de lo popular, un snobismo de lo popular como importación clasista ligera, un gesto de ironía camp para arrimarse bien guarnecidos al kitsch, una especie de voluntad de redención de lo popular consistente en adoptarlo mediante la garantía de alguna legitimación certera: los boleros y los radioteatros a través de Manuel Puig, Chavela Vargas a través de Pedro Almodóvar, Roberto Carlos a través de Caetano Veloso. O Franco Simone, y más concretamente “Paisaje”, no por sí mismo sino a través de Vicentico (en contraste con la intervención que sobre ese mismo tema efectuó la propia Gilda).

El movimiento de Gilda no es ese, en absoluto. No hay en ella ninguna redención de lo popular, sino al revés: hay más bien una redención en lo popular (la de Miriam Bianchi zafando del sopor de la vida pequeño burguesa, huyendo hacia Gilda). No hay un ápice de ese gesto tan en boga, de Ricky Maravilla en adelante, que es el de adueñarse de la cumbia y validarla en su adopción en ámbitos sociales menos sospechados (ver la nota de Eloísa Martín, “Gilda, la santa plebeya y blanca” en Revista Ñ del 12/9[1]) o bien en ámbitos culturalmente más sofisticados. Al no prestarse a eso, Lorena Muñoz no sólo no lo reproduce, sino que además lo impugna. La mirada que posa en Gilda es muy otra. Y es muy otra la mirada que posa, a través de Gilda, en el mundo popular en que se inscribe. El aura que envuelve a Gilda, de manera literal, en varios pasajes de la película, es una plasmación auténtica de una fuerte devoción popular (su modelo podría ser el de Favio: lo que hace con Gatica). Lo hace sin ternurismos y sin condescendencias. Pero lo hace sin imposturas (las creencias populares en el poder sanador de Gilda, por caso, no se las transfiere a Gilda, ni tampoco a la película). Y lo hace sin previamente filtrarla por un tamiz de adecentamiento o de traducción potabilizadora, para hacer de lo popular un espectáculo apto para todo público (para el público de otra extracción, específicamente, que quiera ensayar un ejercicio de antropología cultural amateur repantigado en una butaca de cine).

El episodio del recital de Gilda en la cárcel es perfecto en este sentido, es potente y bajtiniano: fiesta en la precariedad total, frenesí de cuerpos intensos, es Gilda venciendo los prejuicios de quienes la habían desalentado pretendiendo saberlo todo sobre gustos populares, y es Gilda venciendo los prejuicios de quienes adoptan la cumbia tan sólo porque de un tiempo a esta parte se ha puesto de moda hacerlo.

Notas:

[1] http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Gilda-santa-plebeya-blanca_0_1648035331.html

El juego y el hecho vivo. Entrevista con Gustavo Tarrío

Por: Juan Pablo Castro
Foto: Laura Ortego

El año pasado vi por primera vez “Todo piola”, la obra que Gustavo Tarrío escribió -en colaboración con Eddy García y Mariano Blatt-, que dirigió y sigue en cartelera en el Teatro del Abasto. Cuando llegué a mi casa después de la función escribí en un cuaderno: “el que quiera recuperar la fe en la humanidad que vaya a ver ‘Todo piola’”.

La obra presenta el encuentro amoroso entre un chico y una chica ¿…o son un chico y un chico? No importa, porque como dice Tarrío “hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros”. La relación de esos dos cuerpos es eufórica y fugaz, pero perdura tras ella la calidez del enamoramiento. Y de las obras piola. Piola completa.

Gustavo Tarrío es egresado del CERC (actual ENERC) y del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). Ha trabajado como camarógrafo, realizador y guionista de televisión desde 1991 hasta la actualidad. Ha escrito y dirigido una veintena de obras, además de series de televisión y películas. En abril de 2014 participó con “Una canción coreana” de la Competencia Argentina en BAFICI 16. Trabajó como guionista en “Los siete locos” y “Los lanzallamas” para la Televisión Pública.

Hay una idea que circula actualmente de que las grandes innovaciones estéticas que se producen en la cultura porteña pasan más por el teatro que por la literatura. Creo que tus obras forman parte de esas producciones. ¿Me gustaría saber si te sientes parte de un grupo que de algún modo tenga un horizonte de búsquedas comunes (la experimentación, el género, los cruces)?

GT: La verdad es que sí me siento parte de un colectivo enorme de producción independiente, y más ahora que en otros momentos, quizá porque empiezan tiempos más difíciles en los que el eje del trabajo se define de modo más claro y hay una necesidad más evidente. Lo que apuntás sobre el género, la experimentación o los cruces creo que estuvieron siempre en mi interés. Un poco porque siempre fui un poco bicho raro en los espacios en que me muevo (el cine, el teatro, la tele). El teatro, sin embargo, de a poco, se convirtió en la aventura más vital.

El circuito del teatro independiente suele cerrarse mucho a un mismo público. ¿Qué estrategias se pueden poner en práctica para tratar de llegar a más gente?

GT: Bueno, tratar de salir. El Instituto Nacional del Teatro hace una convocatoria abierta para la Fiesta Nacional del Teatro, por ejemplo. Este año fue en Tucumán. Es algo que tiene mucha difusión, porque ellos tienen muchas delegaciones en todas las provincias. Y se hace esta Fiesta Nacional para la cual cada provincia presenta una cantidad de proyectos. De Buenos Aires fuimos “La Pilarcita”, de María Marull, que está en el Camarín de las musas y “Constanza muere” de Ariel Farace, que está en El portón de Sánchez. Nosotros fuimos con “Todo piola”. Y fue muy interesante porque en Tucumán hay mucha movida. Muchos teatros y muchas iglesias (risas)… Son teatros grandes, más de tipo concierto, más tradicionales, aunque teatro independiente también hay. Y está buenísimo: se ven obras de todas las provincias. Nosotros vimos una de Salta, de teatro comunitario, que la verdad estuvo muy buena. Estuvimos poco tiempo porque los chicos tenían que volver a trabajar. Pero la próxima vamos a ir a Rafaela y allá seguro nos vamos a quedar más tiempo.

En varios de tus proyectos hay una apuesta por poner en diálogo el cine y el cuerpo presente. En “Una canción coreana”, por ejemplo, se pasaba un documental tuyo sobre una cantante coreana del Bajo Flores, Ana Chung, que sobre el final de la función se presentaba sorpresivamente en el escenario y cantaba la canción que le habíamos visto ensayar en el film. En “Super” un grupo de actores doblaban en vivo una película proyectada. ¿Qué efecto genera ese cruce? ¿Es algo que te interese trabajar conscientemente?

GT: Bueno, me interesa mucho lo híbrido. Un poco escarbar en la posología de los géneros. Debo haber empezado jugando un poco a eso. Pero ahora ya es parte de la mecánica de producir una obra. Responde también a eso, a la experiencia y al juego. En algún momento empecé a hacer algo más consciente, más tipo proyecto personal, casi como si fuese un juego de guionista hollywoodense que investiga mezclar dos géneros para tratar de conquistar algo más de público. Esto en algo que ve muy poca gente como es el teatro que hacemos (risas). Por ese tiempo había leído un libro de guion en inglés que hablaba del high concept (algo así como la cima del concepto). Y era un libro que hinchaba mucho las bolas con los géneros y la mezcla y cómo se administraban uno y el otro. Y eso me quedó en algún lugar. Creo que lo desarrollé más como un juego que como algo consciente, pero evidentemente me quedó en algún lugar.

En relación con el cine y el teatro, bueno, no me interesan mucho los géneros puros. Ni los cinematográficos ni los teatrales. Pero con los cinematográficos es con los que me siento más emparentado. No sé si esto lo sabés, pero el cine argentino hace un par de años tenía una demanda muy grande por hacer películas de género. A mí me molestaba un poco esa demanda, aunque los resultados que produjo a veces fueron muy buenos. En parte porque los géneros te organizan muy claramente las reglas del juego y en ese sentido facilitan las cosas hacia los dos bandos, al espectador y al realizador. Pero a mí en ese punto siempre me interesa más como contradecir o bombardear los géneros. Me parece que me sale, no es algo que piense. Yo doy clases de dirección y a veces hablamos de las correspondencias entre un plano y el otro. A diferencia de lo que parece cuando se ve una obra mía, que por ahí parece que estoy incorporando el cine a un contexto teatral, bueno, a mí me parece que todo es teatro en realidad, hasta el cine también. Lo propio del teatro es lo del ritual, lo de poder cambiar, lo de poder operar sobre lo que se ha hecho. Operar más desde adentro de la materia…

El acontecimiento…

GT: Claro y a mí en realidad el cine ha dejado de ser un acontecimiento que me interese. Ir a una sala y verlo con más gente, a eso me refiero. Me parece que al mejorar las condiciones de ver una película en tu casa, perdió mucho el cine como arte comunitario, compartido. En cambio creo que se puede ir a ver una obra mala y eso siempre tiene sentido. Porque siempre estás viendo un grupo de gente que está tratando de hacer algo, y hay algo ahí, en el hecho vivo, que me atrae mucho más. Independientemente de la calidad, aunque también me gustan mucho, por otro lado, las películas malas.

¿Te interesa la literatura argentina como tradición para trabajar?

GT: No tengo ninguna relación. Sí como lector, pero no… Por ahí porque en principio no es mundo que particularmente me fascine. Me asumo bastante menos como lector que como cinéfilo. Tampoco me interesa mucho el teatro como literatura. “Esplendor” es la primera obra escrita por otra persona que hago. Y también es una obra en la que yo hablé mucho con Santiago Loza, mientras él iba escribiendo. Tal vez le tengo un excesivo respeto, pero por la razón que sea no me siento para nada parte del mundo literario. Yo escribo más como guionista. Siento que el texto es un guion. Me interesa la belleza de lo que se dice, pero también lo transitorio. Entonces todo lo que tiene que ver con el templo de la literatura me parece que es un mundo donde yo no tengo muchas herramientas.

¿Y en el caso de Blatt, con la poesía?

GT: A la poesía siento que le puedo faltar más al respeto o que la puedo mezclar más. Yo siento que puedo mezclar bien las cosas. Puedo editar bien. Más que escribir o dirigir bien. Me siento un buen editor del teatro. Por un lado porque edito mis películas, tengo un entrenamiento con eso. Y editaba cosas mucho antes de que existiera el final cut. Es un entrenamiento que también pasa por haber visto mucho cine. Y mucha televisión. El zapping es una forma de edición. Algo parecido pasa con la red, cuando vinculás un artículo con un video de YouTube, o lo que sea. Hoy en día creo que todos somos un poco editores, de noticias y de ficciones. Viste que en la sinopsis de “Todo piola” se habla algo de la fan-fiction

Con internet también hiciste algunos cruces.

GT: Sí, en un momento hice un espectáculo que se llamaba “Decidí canción”, que era sobre la pérdida del aura de la música al remplazarse el soporte CD. Tenía un formato documental y lo que trataba era de indagar en la relación de cuatro actores con las canciones más importantes de sus vidas. Esto era, canciones en soporte CD. Y después sí, hice “Doris Day”, un proyecto de graduación en el ex IUNA, que fue el primero que hice con ellos. Era un espectáculo que jugaba con la idea del amor en internet. El amor completamente desparramado, sin ninguna posibilidad de soporte en una persona. “Doris Day” era una comparación entre la pareja y la red, y postulaba la incompatibilidad entre esos dos entes. Esto a partir de una figura fantástica como la de Doris Day, que es algo así como el mito de la pareja típica americana.

Ya centrándonos en “Todo piola”, está muy presente en la obra el imaginario del conurbano. Si bien esto viene por el lado de Blatt, me parece que parte de la innovación del espectáculo pasa por el modo en que se trabaja ese imaginario. En la obra el barrio se trabaja desde la fantasía, el glamour, el brillo… ¿Por qué no desde la cumbia, digamos?

GT: No me interesaba hacer algo representativo. Aunque tampoco veo mucho la cumbia en la poesía de Blatt. Veo más las canciones de cancha y esas cosas. También en ese sentido está la inversión del género, ¿no? Me parece que lo esperable era eso, la cumbia o que apareciera otro pibe al principio. Y después medio por sugerencia de Virginia Leanza, que es la coreógrafa, y también por la aparición de Carla Di Grazia, me pareció que contradecir esas expectativas les venía bien a todos. Aunque la relación que se construya, la historia de amor, dure poco en “Todo piola”: básicamente es eso, un ratito de amor entre ellos dos. Pero sí, sobre todo porque no me interesaba hacer algo representativo. Y después lo del conurbano bueno, yo soy de Castelar, Eddy es de Lomas, Carla es de Caseros. Ahí hubo un diálogo también. Hubo un ensayo en que nos dedicamos a hablar de nuestros barrios.

Está la hipótesis de Brecht en la que los cortes generan una distancia a favor de la reflexión, “el distanciamiento”. En “Todo piola” hay muchos cortes, muchas interrupciones del “pathos”, pero no da la impresión de que esto se haga en virtud de producir una distancia crítica (o algo por el estilo), sino de que los cortes complementan la emocionalidad. ¿Hay alguna reflexión que te interese inducir en el espectador?

No sé si espero algo de eso. Yo creo que es algo más simple. La obra está pensada en términos de cuadros. Y si bien estos cuadros están aislados, hay una progresión y una relación entre ellos. Tal vez pase también por algo abstracto. Claro que, Guadalupe Otheguy, la cantante, también cumple una función, uniendo, a veces relajando las escenas. Es un poco como aparecen las canciones en las películas de los hermanos Marx. Viste que ponían a Harpo a tocar el arpa, o al chico a tocar el piano para parar un poco la potencia cómica que, por otro lado, también era muy violenta. Por otro lado, esto de los cuadros también pasa por algo un poco de modè que a mí me interesa mucho, que es el teatro de variedades. Acá en Argentina hay una fuerte tradición con eso. A mí me llega de mis abuelos, que trabajaban ahí. Es una tradición popular que me interesa mucho. Y pensar en cuadros también hace pensar en la sorpresa.

¿En ese rescate de tradiciones populares incluirías a tu obra “Talía”?  

Sí, “Talía” jugaba muy conscientemente con eso. Fue una obra basada en una revista de crítica que existió acá por muchos años. El formato de la obra estaba pensado como revista. Había vedettes, había monólogos, había lo que sería el equivalente a una crítica política.

¿Cómo pensar, en “Todo piola”, el cuerpo en su dimensión más pulsional en cruce con la ensoñación, ese romance idílico en clave idealista?

GT: Me arriesgo, aunque no lo tengo pensado. Hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía y como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros. Si bien está claro que él es un chico que quiere estar con otro chico desde el comienzo, hay algo que la fantasía desborda y hace posible. La fantasía de ser un bonobo, la fantasía de la pareja de “La laguna azul”, que es como un Adán y Eva ochentoso… Entonces sí, lo que para mí en Blatt es solcito, porro y vereda en el teatro es medio fantasmagoría y oscuridad. También por la materialidad, ¿no? Cuando teníamos que lograr el efecto de la luz a través del follaje de los árboles nos daba a película de terror, ¿entendés? Entonces, bueno, la transposición ya da otra cosa. Yo no iba a hacer ningún esfuerzo por lograr un sol amarillo. Sí que la luz blanca pegara sobre esos cuerpos y que esos cuerpos fueran deseables. Buscaba conseguir que el espectador también los desee. Una mirada que desee y que los ponga también en entredicho a los espectadores con su propia orientación sexual. Es esta idea de la orientación sexual que para mí es tan jodida en la heterosexualidad y en la homosexualidad también. Entonces poner en cuestión eso desde la obra. Conseguir que se pueda desear a los dos. Y que se pueda desear el amor entre ellos dos también.

¿Por qué Blatt?

GT: Habíamos trabajado como un año con Eddy y otro grupo con otros poemas de Blatt. Con Eddy particularmente en ese taller no hicimos nada de Blatt. Sí trabajamos algo que después quedó en la obra, que es la cuestión más política. Esa mezcla entre política y fantasmagoría que ahora tiene un momento más desarrollado en la obra. Queríamos ver si se acercaban esos dos mundos. Por un lado, esa zona en que él empieza a hablar de las amazonas lesbianas, de quemar las iglesias, esa parte anti-patriarcal que está cada vez más crecida en la obra; y por otro lado, el universo del poema. Y en realidad cuando yo le propuse hacer un espectáculo a Eddy le dije “agarremos esto y después vemos en qué momento se cruza con Blatt”. Para mí “Todo piola” era el poema más famoso de él. Y en vez de esquivarlo y hacer otra cosa dijimos “bueno, es famoso pero para nosotros”. Así que empezamos por ahí. Decidimos hacer todo el poema y que Eddy lo hiciera solo. Después la convocamos a Guadalupe, la convocamos a Carla y empezamos a trabajar con ideas de escenas. Por eso tal vez quedó esto que vos señalás sobre los cuadros y los cortes. Porque se trabajó un poco así también. Tomemos esto y esto y ahí empezamos a unir. Blatt la vio varias veces y le encantó. Después no quisimos seguir acosándolo.

¿Cómo pensás su poesía, como cultura popular o como “alta cultura”?

No, me parece que el público de Blatt somos nosotros, pero también es un público de internet. Nosotros a Blatt antes que leerlo, lo vimos, en YouTube, en distintos canales visuales. Blatt empezó a escribir en fotologs. Parece que los fotologs fueran de hace siglos, pero bueno, no (risas)…

Hay algo muy fuerte en el deseo entre los dos personajes de la obra, y también hay algo muy fuerte en el deseo que tienen de convertirse en el otro.

GT: Sí, bueno, ellos dos se parecen mucho. Y hay ahí también como un juego de espejos. Es interesante que la veas con la otra actriz, Quillem Mut Cantero, el reemplazo de Carla; de hecho el viernes que viene lo va a hacer ella. Y está buenísimo porque suceden otras cosas. Hay adaptaciones, hay pequeños cambios, lo que resulta interesante, porque en un momento decíamos “si no se parecen, no se va a contar”. Pero pasan otras cosas. Y sucede igual. Yo tenía ganas de hacer una obra donde lo físico esté muy presente. Las palabras, bueno, también. Las palabras siempre abrochan mucho sentido.

¿Te gustaría comentar algo sobre “Esplendor”, la otra obra que tienen en cartel?

GT: En “Esplendor” hay dos espectáculos mezclados. Me parece que ahí se sintetiza bastante algo que yo trabajo bastante, que tiene que ver con la apropiación. Usurpar un mito que no nos corresponde, que no estamos autorizados a habitar y es como meterse en ese templo. En este caso ese templo es Hollywood. Es como los vagabundos de las películas de Buñuel, que entran a una mansión y se comen todo… En “Esplendor” hay un juego con eso. Y por otro lado, es un mito también de mi infancia, la muerte de Natalie Wood, la presencia de su marido, Roger Wagner y la presencia de un actor incipiente que es Christopher Walken en ese escenario un poco siniestro en el que todo transcurre. Luego está la hermana de Natalie, Lana, que es la que cuenta la historia. Ella es la narradora desde afuera.

Suena muy bien. Muchas gracias.

GT: Gracias a ustedes.