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Transitar la vida con el tránsito por el arte. Entrevista a Ana Gallardo

Por: Silvana Aiudi

En esta entrevista exclusiva para Revista Transas, Silvana Aiudi conversa con la artista argentina Ana Gallardo. Repasa los orígenes de su carrera, los desafíos como mujer artista y sus intervenciones artísticas fundamentales en torno a la intimidad, la vejez y la escritura.


El arte de Ana Gallardo atraviesa la intimidad, la violencia de género, la vejez, la muerte, la soledad, la exclusión. La particularidad de sus obras tiene que ver con la construcción de sus piezas y acciones desde lo personal, que se expande, a través del vínculo afectivo, a lo social y político. Antiacadémica, como ella misma se define, piensa el arte como resistencia y transformación. Victoria Noorthoorn, en el libro Ana Gallardo. Un lugar para vivir cuando seamos viejos (Museo de arte Moderno, 2015) dice: “Su denuncia a veces es tácita; a veces, explícita: su arte llama la atención sobre procesos de transformación personales que acontecen en el filo de la vulnerabilidad”.

Las obras de Gallardo generaron un gran interés y participaron de exposiciones internacionales como 7°Bienal del Mercosur (2009), 29°Bienal Internacional de Arte de San Pablo (2010)y la 56°Bienal de Venecia (2015), entre otras. Actualmente, sus piezas se encuentran en la exposición “Lo que la noche le cuenta al día” (Buenos Aires, Fundación Proa) y “Ana Gallardo. Tembló acá un delirio” (España, Museo Centro de Artes Dos de Mayo). 

-¿Cómo comenzó tu vínculo con el arte? ¿Qué importancia tuvo tu mamá?

Justamente, acabo de hacer un trabajo muy grande, que es una de las piezas que está en Madrid, que tiene que ver con mi madre, con la herencia de las mujeres. Buscando esas mujeres que no pudieron hacer lo que querían hacer. Mi mamá se murió, entonces, yo finalmente construí eso que mi mamá hubiera querido ser. Tengo claro ahora que ese era su deseo y lo estoy haciendo yo, estoy cumpliendo ese deseo.

En realidad, yo no tengo una formación académica. Tuve una vida de adolescencia e infancia con orfandad: colegios de monjas, pupila mucho tiempo, iba con una tía, después, con la otra tía. Desde que se murió mi mamá, fue una etapa de mucha soledad y violencia. Mi papá nos abandonó y quedó una casa vacía, con una mujer sin herramientas para ser madre. Lo único que pudo hacer es morirse. En todo ese proceso, más el proceso de las idas y venidas, fui una muy mala alumna. En la adolescencia, en algún momento determinado, vuelvo a vivir con mi papá. Él después se casa con la que fue su mujer, yo me peleo con ella y, entonces, me voy de mi casa. Teniendo que trabajar, ya no me daba para hacer las dos cosas: estudiar y trabajar. Ahí me quedan cosas truncadas: no tenía capacidad o, mejor dicho, no podía pensar qué quería o cómo. Era una adolescente sola y, después, una adolescente en la dictadura. De golpe el mundo no lo conocés, no tenés idea, no podés pensar qué sos.

Cuando volvimos a la democracia, yo pude sentir qué quería ser. Después de un momento de salud muy frágil, entendí que quería pintar, y que, en realidad, la pintura era lo único que yo conocía. Mi papá era escritor, tenía una presencia muy fuerte y era muy dominante con lo que está bien y con lo que está mal. Con la academia y todo aquello que tiene que ver con el patriarcado que odio en la educación del arte, bueno, eso era mi viejo. Entonces, la pintura, las artes visuales era lo único que tenía a mano. Así, empecé a estudiar en talleres de artistas como Miguel Dávila y arranqué pintando. Mucho tiempo después, entendí que eso era una manera de construir un vínculo con mi mamá. Ahora lo tengo clarísimo. Ese es el inicio. Yo heredo eso.

-¿Cómo te sentís ahora?

Es un privilegio. Nunca podría haber hecho otra cosa. No puedo pensar qué habría pasado si hubiera terminado el secundario.

-Es muy importante el trabajo en tu vida. De hecho, en tu obra CV Laboral enumerás tus trabajos. Empezaste a los 14 años, ¿no?

Sí, empecé a trabajar a los 14 años con una amiga.  En ese momento todavía no era necesario mantenerme, pero trabajamos con una amiga. Su papá organizaba ferias: ferias de mueble y decoración, había una feria para niños, etcétera. Como yo no parecía de la edad que tenía, sino mucho más grande (y lo era) andaba sola. Mi papá no se ocupaba de mí. Después, a los 16 años, ya fue una obligación trabajar porque me tenía que mantener. No había plata en la casa, entonces, tenía que trabajar para mantener la luz y el gas o lo que me correspondía. Y a esa edad, y en esa época, lo que menos hacés es estudiar y trabajar.

-¿Alguna vez pensaste en dejar de trabajar?

No, no. Necesito trabajar: me hace falta. Además, en una economía en negro, nunca tuve jubilación. Por suerte gané el Premio Salón Nacional, que es una jubilación, pero ahora, por la situación actual, es lo mismo que la nada y no sé qué pasará.

-¿Tuvieron esos primeros trabajos influencia en el arte? ¿Pudiste trabajar y tener un proceso creativo a la vez?

No, nada, nada. Fueron una pérdida de tiempo: desorientación, maltrato y violencia laboral. De hecho, yo tengo una hija y nunca quise que trabajara de nada excepto de lo que ella necesitara hacer con respecto a su profesión. Yo salía con el diario en mano a buscar trabajo. Es muy duro. A esa edad no tenía herramientas. Incluso una vez hice un curso de secretariado, esos de los que tenías que aprender a tipear. Yo soy una de las pocas que tipea con todo el teclado, con todos los dedos.

-En tu obra CV Laboral mencionás que trabajaste como secretaria.

A eso iba. Todos los trabajos para mí eran de recepcionista o secretaria. No fui secretaria porque no terminé ese curso, que era de una academia, la Academia Pitman, porque no lo soportaba. Eso me llevó a tener una vida indigente, prácticamente. Pero, en ese momento, ese sueldito me alcanzaba para alquilar sola, cosa que ahora no se puede hacer.

-¿Cómo empieza tu vínculo profesional con el arte en lo que refiere al trabajo?

Empieza en el ’85. Yo tenía un amigo correntino. Nos habíamos conocido en el taller de pintura de Miguel Dávila y él entró a trabajar en una galería, una galería muy contemporánea. Después de la dictadura, a fines de los ’80, empieza a aparecer nuevamente, en la calle Florida, todo un movimiento del arte que había estado invisible. Y esta galería abre, tenía un espacio en lo que fue el Centro Cultural España, en aquel momento fue la librería del consulado, y atrás estaba esta galería. Y yo empecé a trabajar ahí. Y era una galería que tenía mucha gente, muchos artistas. Obviamente, todos hombres y del mundo contemporáneo del arte: Alberto Heredia, Pablo Suárez, Enio Iommi, Paparella, empezaban a llegar los pintores de la transvanguardia y… alguna que otra artista mujer. Mandábamos mil sobres todos los meses por correo. Yo mecanografiaba las etiquetas, después las pegaba una por una en cada sobre e iba al correo. Ese era mi oficio: mi trabajo ahí. Un amigo era el secretario de la galería y yo era la secretaria de él. Con el tiempo, él se fue, me quedé en su lugar y fui creciendo. Ese fue mi primer trabajo en el mundo del arte. Después estuve en el Grupo de la X, que nos armó Enio Iommi, y ya entendía qué quería. Yo veía a estos hombres, que terminaron siendo mis amigos, Suárez, Kuitca, toda esa generación que renovó el pensamiento artístico a mediados y fines de los ’80. Esa fue mi escuela: yo entendí y aprendí todo lo que tenía que ver con el mercado del arte, que no me sirvió para mí.

-¿Por qué no te sirvió?

Porque nunca pude aplicar las reglas que imponía el mundo del arte para ser una artista que vendía su obra. Yo no vendo mi trabajo o vendo poco o tengo algunas piezas puntuales que se vendieron a museos. No vivo de la venta de mi obra. No supe hacer un trabajo para vender. No hice lo que había que hacer: hay que tener mucha cintura para hacer lo que exige el mercado.

-¿Te costó encontrar, en el mundo del arte, un lugar por ser mujer?

En aquel momento no me daba cuenta. Cuando formamos el Grupo de la X, éramos muchas artistas mujeres. En aquel momento, éramos jóvenes y queríamos cambiar el mundo del arte (igual lo sigo creyendo y también creo que es posible porque acá estoy). A mediados de los 90’, regresé de México. Las mujeres no estábamos dentro de la hegemonía del arte para ese entonces. Mejor dicho, los 90’ tenían una línea de pensamiento y yo no estaba ahí: estaba intentado ser una artista feminista, hablando de temas de mujeres. No de la invisibilidad en el mundo del arte, sino de la invisibilidad de lo cotidiano. Lo cotidiano era lo que nos sumergía en algo complejo. Ellas eran las que peleaban las batallas más grandes con los hijos. Eran mujeres de artistas que no cumplían su deber como padres. Y si estaban solas, tenían que dar una batalla tremenda con el trabajo. Todo esto invisibiliza a las mujeres artistas. Eso lo empecé a entender a mi edad adulta, cuando buscaba referentes mujeres y no había o habían desaparecido. Todo el tiempo nos referíamos a los hombres artistas que, además, tenían una práctica influyente, en donde no entraban nuestras prácticas como mujeres. Yo quería hablar en primera persona, biográficamente, emocionalmente, cursimente. Es decir, todo lo que ahora para mí es un statement antes no se miraba en mi trabajo: me dejaban de lado, no me convocaban, no ganaba premios, no circulaba el trabajo.

-Gran parte de tu trabajo es íntimo. ¿Cómo fue visto eso?

Empecé a trabajar así en el 2003. En ese momento, yo no trabajaba así. En los 90’ trabajaba sobre el aborto, métodos anticonceptivos, la violencia sobre nuestros cuerpos.

-¿Por qué no pensabas tu trabajo desde lo personal?

No me daba cuenta. Me di cuenta tarde. Trabajaba temas políticos. Entendía que la política era eso. Hablar de lo que a mí me interesaba, que era la violencia de género, pero la ponía en un tema: lo doméstico, lo doméstico y el aborto… pero no era mi historia. A partir del 2000, empecé a pensar otras cosas. Entonces, un día detecté que había algo que estaba impuesto: el no poder hablar desde mi propia historia era algo que venía del sistema machirulo. Decir: “a nadie le importa tu problema personal, importa el problema mundial”. No sé, hablar del aborto en China… No puedo hablar del aborto en China porque, si bien es importante, está lejísimo de mí. Entendí que la única consistencia que podía tener mi trabajo era desde mí, desde mi propia historia.

-¿Cuál es la pieza que marcó ese momento?

Para mí, es una pieza que se llamó Patrimonio. La hice en la Galería Sendrós y fue una pieza que tenía mucho humor, también. Junté todos mis muebles, toda mi casa que tenía un recuerdo amoroso e hice una instalación. Estaba encintada y hablaba del amor: del amor romántico, de la violencia en el amor romántico, la cosa de la locura, el estar permanentemente sosteniendo aquello que ya no es, que se nos escapa. Tenía una letra de una canción de Paquita la del Barrio: ella va cantando por qué no vende sus muebles y es eso lo que compone su memoria romántica. Entrabas a la sala, estaba el audio, que se podía escuchar en un auricular, pero era yo cantando esa canción de Paquita. Toda la sala estaba entre eso y la cantidad de dibujos que había hecho: toda esa cosa de la repetición, la obsesión, de creer que sos su amor, de la locura, de no poder soltar. Y ahí comencé a trabajar lo privado. Mi historia personal y, después, fui acomodándome a otras historias. Además, ahí comprendí que era vieja para el mundo del arte.

-¿Cuántos años tenías?

Tenía 45 años y me había convertido en una mujer menopáusica. Ahora se habla del tema, pero hace 20 años no veías viejas, no las veías. A la única que veías vieja era a Mirtha Legrand en la televisión.

-O muy viejas o haciendo de abuelas, ¿no? Y hay una sociedad marcándote para qué sos vieja.

Con la menopausia, no podés ser madre. Para mí esa es la base. Ya no sos madre: no le das hijos al capitalismo, al patriarcado, hijos útiles al sistema, entonces, no servís para nada. Arranca ahí y después todo lo demás. Ya no tenés el olor de la fertilidad. Entonces, no te huelen porque ya nos sos útil al sistema: no le vas a dar más hijos. Ahora lo hablamos, conversamos y aparecen un montón de temas. Nos hemos reinventado.  En aquel entonces, trabajaba en la Galería de Alberto Sendrós, que era la galería joven más importante de la escena y era un semillero. Yo trabajaba con él como secretaria, asistente y, además, era artista de la galería. Cuando empecé a transitar ese momento, yo era grande: todos tenían 25, a lo sumo 30, y yo tenía 45. Entonces, yo ya estaba fuera del sistema: era un objeto raro ahí. Y ahí viví en carne propia lo que sucedía: era ferozmente violento. Venía un curador o curadora a ver las obras de los jóvenes. Así, empecé a ver lo que pasaba y ahí comencé a trabajar el tema de la vejez. Ahí empecé a armar Un lugar para vivir cuando seamos viejos y que ahora es Escuela de envejecer.

-Me gusta el tema de construir la pieza por medio de la escucha de los demás y el vínculo afectivo. La idea de construir un lugar para vivir cuando se envejece, haciendo lo que cada uno desea hacer y no pudo por el trabajo o el motivo que fuera, me parece hermoso y, también, utópico.

Es utópico. Solo sucede en la pieza. No tiene un formato social y es muy difícil sacarlo de la obra. Cuando empezamos con Un lugar para vivir cuando seamos viejos, yo estaba trabajando un poco con los patrimonios de las personas cercanas. Después, hice una pieza que se llamó Tía Rosita, que fue una conversación con una tía que siempre la había escuchado maltratar a su marido, muy inconforme con la vida y hablaba de otro hombre, que era el amor de su vida. Entonces, un día le fui a preguntar. Yo no sabía cómo abordar la conversación de la vejez: ¿cómo se le pregunta a una señora de setenta y pico de años qué significa ser vieja? La perspectiva de futuro, la cercanía de la muerte, la soledad. Veo que a la gente le cuesta hablar de “viej…”, no terminan la palabra, no quieren “insultar”. Y yo les digo: “vieja, vieja, yo soy vieja”. Y me contestan: “Estás re bien, estás re bien para tu edad”. Soy vieja, no es que estoy vieja. Esa vejez es la instalada por un sistema. Obvio que no estoy vieja, estoy más joven que cuando tenía 30 o 45. Nadie te quiere “ofender”.

-¿Y qué pasó con la pieza Tía Rosita?

La grababa, quería que me contara sobre el amor. Ella se la pasaba hablando del amor, de la calentura, era fogosa, no había perdido su deseo erótico a esa edad. En toda esa etapa, iba a charlar con ella. Así, hice una pieza que era un audio en donde ella cuenta su migración a Argentina. Ella abandonó a aquel novio y llegó a Argentina. El padre no quería que ella estuviera con “ese chico” y, entonces, la hace migrar violentamente a un convento. Toda esa pequeña pieza habla de las migraciones, del formato de estas mujeres, de cómo se iban a buscar marido a otro lado, de lo que no podían hacer. Ella, finalmente, trabajó mucho e hizo mucho dinero, pero no sé si logró ser lo que quería ser. Es la historia de muchas mujeres y de mucha gente, también. Simplemente, es que las mujeres nos preguntábamos menos cosas que las que nos preguntamos ahora. A partir de ese momento, arranqué a buscar a mujeres grandes y a conectarme con ellas.

-Y ahí empezaste el proyecto Un lugar para vivir cuando seamos viejos. ¿Cómo fue el proceso?

Con un amigo, nos empezamos a juntar para pensar la vejez. Yo ya la venía pensando: había hecho una pieza El pedimento. La vejez atravesaba el formato de obra. Pero en algún momento, me pongo a pensar con mi amigo, con mi hermano: qué vamos a hacer nosotros cuando seamos viejos y no tengamos más herramientas para vivir solos, dónde queremos vivir. Y empezamos a pensar en Un lugar para vivir cuando seamos viejos, en una estructura que nunca fue como estructura, pero que tenía un montón de preguntas como la eutanasia, el derecho a morir, la salud, dónde querés vivir, si se puede vivir en comunidad, la economía dentro de eso. Cuando apareció la economía, pusimos el foco en el trabajo. Apareció el trabajo y todo lo que estaba trabajando estos años. Ahí puse todo: el deseo, el cuerpo, las revanchas, con qué te encontrás cuando tenés que seguir trabajando, pero ya no es lo que habías hecho toda tu vida. ¿Ahora qué podrías hacer? Esto tiene que ver conmigo: yo no puedo dejar de trabajar, no puedo comprarme un terreno, alquilo, sigo alquilando, necesito trabajar todos los días de mi vida, nunca me voy a poder comprar nada, ni una tierrita para hacer mi huerta.

Lo que propone Escuela de envejecer, y que tendría que haber, pero no logro armarlo, son trabajos para los adultos mayores. Algunos museos lo están haciendo, el Moderno, por ejemplo. Un lugar donde les viejes puedan dar clases de lo que han aprendido en la vida adulta, no de jóvenes. Si una mujer trabajó toda su vida de empleada doméstica, de secretaria o en su casa, todo lo que hizo fue en un borde violento (vos no podés, vos no sos, vos no sabés), mujeres que no podían estudiar porque cuidaban a los hermanos, a las madres, a los padres, ahora los nietos, mujeres tuvieron un lugar de eternas cuidadoras, ese lugar es un clavo. Nos han educado para eso. Yo iba a una escuela donde me enseñaban a bordar y coser, lo más práctico era eso: bordar y coser. Pero cuando llegás a otra edad, cuando no tenés que hacer eso mismo para lo que te educaron, me encuentro con que las mujeres están activas. Yo busco mujeres activas: voy a bailar, me encanta leer, quisiera hacer karaoke. En eso, van encontrando una actividad secundaria que les da placer. Y se encuentran con algo que las empodera frente a la familia: hoy no puedo cuidarte porque me tengo que ir a bailar. Y el marido se queja. Pero la mujer le responde: “Me voy a bailar y eso no se toca”. Para mí esa señora tendría que dar clase de baile. Cada vez que puedo, a esa mujer, Irma, con la que he trabajado, le digo: “vení a dar clases de baile, no importa si bailás bien o mal”. Además, bailar bien o bailar mal es algo que se nos ha impedido hacer porque se marca que esto es así o asá. Y en el mundo del arte es violentísimo.

-¿En qué sentido?

Si hablábamos de menstruación en los 90’, éramos artistas berretas o no éramos cool porque no se decía o no se hacían las cosas como se debían hacer. Entonces, todo el tiempo quedábamos fuera. Ahora, digo: mirá esta señora que canta divino, ¿quién te dijo a vos que no podías cantar? ¿Que no tenías voz? ¿Y a esta edad quién tiene el derecho de decir que no puedo cantar como se me da la gana? Y además de que la voz de estas mujeres tiene la profundidad de una vida de mierda en un mundo de mierda. Tiene la voz ronca de la vida pura. Mi fantasía, y lo que dice Escuela de envejecer, es que estas mujeres son maestras de eso.

Estuve en León y me encontré con una mujer, que tiene 79 años. Ella atiende un negocio, que lo tiene hace 20 años porque se quedó viuda. Una mujer cultísima que viene de Chiapas, pero hace 20 años que vive en Guanajuato, un estado de derecha, y su marido fue maestro de una escuela muy importante. Ella, cultísima, pero nunca fue ni maestra. En ese negocio, que tiene unas ropitas colgadas, todo lo que hay son libros y fotos con toda la historia de los derechos mexicanos. A esa mujer la voy a invitar a hacer una pieza: a ella le encanta el tema de las adelitas, las mujeres revolucionarias mexicanas… Entonces, hagamos una historia o una lectura de las adelitas y contemos a la gente quiénes fueron. Es eso simplemente: que haga lo que le gusta hacer y se le paga. Después es muy difícil darle continuidad: no tengo herramientas, no tengo el dinero, no puedo construir esa escuela, que requiere de un ejercicio que yo no lo sé hacer.

-¿Cómo te vinculás con estas mujeres? ¿Cómo es el proceso previo a la pieza?

Lo que hago es buscar. Casi siempre lo hago en el marco de una exposición. Yo estoy haciendo obra: ese es mi proceso. Entonces, busco mujeres y las voy escuchando de acuerdo con lo que me interesa para mi obra: mujeres que estén dando batalla. También, me presentaron a una mujer que es como la jefa del barrio, como si fuera una manzanera, pero acá tienen un lugar más grande: se ocupan del barrio. Cuando llego y hablo con ellas, me doy cuenta de que ya están trabajando con les viejes del barrio. Hay capas, en lo social y lo afectivo. Ya la gente lo hace. Yo hago arte dentro del mundo del arte, al que no le interesa acceder a esos estados o situaciones.

-¿Cómo se vinculan estas piezas de la vejez con tu propia vida?

Hablo de la vejez de ellas y, también, hablo de mi vejez. Soy yo la que está envejeciendo. Si yo no estuviera envejeciendo de esta manera, creo que estaría muy mal. No me es fácil envejecer, para nada, pero me ha sido mucho más fácil desde que tengo este proyecto. Meterme con el problema, me ayudó, también, a disparar mi trabajo hacia otro lugar. Y era necesario porque el trabajo está circulando en el mundo, mucho. Era necesario: nadie lo hacía, me tocó. No hablo solamente de las viejas que envejecen. Hablo de mi vejez.

-¿Qué miedos tenés ante la vejez?

Tengo todos los miedos. Mi cuerpo. Hay algo físico, sobre todo. Los dolores, el tiempo, la muerte, la enfermedad. Todo el tiempo estoy pensando en esas cosas. Este trabajo me ha puesto en un lugar de trabajo y visibilidad, que nunca había tenido y siempre había deseado. Entonces, es contradictorio porque estoy muy joven, a mil manos, nunca trabajé en mi obra como estoy trabajando ahora, jamás, con la lucidez y valentía que tengo ahora y que antes no tenía, que me ayuda todos los días a posicionarme ante mí misma: bueno, envejecés y de una manera copada.

-Esa forma de vivir la vejez y pensarla, ¿puede ser entendida como resistencia?

A mi lo de la resistencia me gusta pensarlo como la resistencia en la clandestinidad. Una resistencia que planifica las posibles salidas del problema. Siempre he pensado Escuela de envejecer como un espacio de resistencia clandestina en ese sentido: yo estoy pensando esto acá, no me ves, pero el día que me veas, ya no vas a poder parar esto porque el mundo va a haber cambiado.

-¿Y qué pasa en el mundo del arte en relación con esto y las mujeres?

Algo de esto está pasando: ahora las viejas estamos de moda. En Argentina, en la Galería W, hay todas mujeres artistas grandes y todas mis amigas están con muestras: Mónica Mayer, Elba Bairon, Cristina Schiavi. Todas estas artistas mujeres estuvieron ganando premios, muy grosas, muy importantes en la escena, en el mundo, Adriana Bustos, Marcela Astorga. Por primera vez, desde que conozco la historia del arte, la escena está captada por mujeres grandes. Más allá de que ahora casi todas en el arte son mujeres, para mí tampoco es el método, pero igual había que atravesar por este momento. Lo importante es que hay una escena de artistas de más de 60 años. Los referentes ya no son los hombres: son ellas. En algún momento habrá que equilibrar, pero noto que nosotras explotamos y se debe a un trabajo que venimos haciendo hace muchos años, y que este es el momento de cosecha. Habrá que ver cómo sigue hacia futuro. En algún momento nos tenía que tocar. Ahora se dice que lo que tiene que importar es la calidad de obra. Cuando eran todos hombres, no siempre había calidad de obra. Era así el sistema y estaba preparado para legitimar esas ideas y no otras. Siempre pongo el ejemplo de Picasso: te educaron para que no puedas amar más que a Picasso, que no es mucho mejor que otros. Tu gusto y tu educación formal está embebida de que él es el inventor del arte contemporáneo. Estamos educadas para eso. Y todavía tiene vigencia. Me da igual qué se pensó, qué pensó tal académico, tal intelectual. La realidad es ahora. Yo estoy trabajando esto ahora desde mi lugar.

Casi toda mi obra está escrita. Los epígrafes en las muestras los escribo yo: hay una pared que está tallada con un texto. Hay un video, ahora en la muestra de España, que es un video de un texto que escribí, la pieza de Guatemala son textos en conjunto con una mujer guatemalteca, hay un video donde leo las cartas de mi madre y son textos. Yo escribí todos los textos de sala como una narración casi novelesca. Ahora sacamos un libro sobre Escuela de envejecer y tiene texto también. Todo lo relacionado con la escritura tiene que ver con mi padre. Mi hermano escribe. Se ve que era algo que teníamos muy vedado por ese autoritarismo patriarcal. Y cuando mi papá se muere, para mí, fue mucho más claro permitirme utilizar la escritura. En La hiedra hay unos dibujos en carbón y todos los epígrafes están hechos por mí. Esa pieza es sobre la vejez. Quedó el amor porque yo no me animaba a preguntarle a estas señoras qué implicaba ser vieja. Entonces, les pregunté sobre el amor y se armó esa exposición alrededor de eso, pero que se me escapó. El centro de esa obra tiene que ver con estas viejas: una canta, la otra escribe, la otra pinta. Ahí arranca, claramente, todo lo que es para mí Un lugar para vivir cuando seamos viejos. El amor no es una preocupación en mi trabajo. Simplemente, es que yo tengo en claro que construyo en los encuentros afectivos. Si no sucede eso, si no pasa ese vínculo, no hay obra. Sin vínculo de confianza, de cariño, no hay obra. No significa que dure en el tiempo. Es obra. Y con la escritura me pasa que a veces creo que soy más escritora que artista visual. La escritura, en mi caso, y en este último tiempo, está tomando ese formato. El dibujo con palabras, la apropiación de testimonios de mujeres violadas, dibujos en carbón que tienen textos fuertes, pero que yo edito, que yo dibujo, que yo escribo. Hay una apropiación de algo que después muta a un diseño, a mi diseño. No pongo todo el texto. Es un fragmento de un testimonio enorme y yo decido qué pongo.

-¿Qué poder tiene la escritura para vos?

No sé si tiene poder, pero yo siento que no me alcanza la metáfora, el artilugio. No me sirve. Soy panfletaria y obvia: me interesa la obviedad. Siento que la palabra es como si yo todo el tiempo hiciera un pie de página. La escritura refuerza aquello que quiero decir y no sé cómo decirlo porque no me interesa la obra ocurrente. Necesito la realidad. Soy cursi. Yo tengo una escritura cursi, lo que el mundo considera cursi. Ese tipo de poética que no le gusta a la intelectualidad y a mí me encanta. Y, además, la utilizo como una herramienta de batalla. Si el sistema del arte dice que esto no está bien, yo voy y lo voy a hacer y te lo voy a mostrar igual, porque creo que es una forma de transformar aquello que es opresión. Si alguien está diciendo “esto así no va”, está oprimiendo a un montón de gente que está haciendo eso así. Entre esas, yo. Con la escritura, si no entendés lo que te estoy diciendo, ya sos idiota: “me violaron 3200 veces”. No hay metáfora. La metáfora es el carbón, el papel, el dibujo… pero “me violaron 3200 veces”, no.  No hay otra forma de decirlo. Y no quiero, tampoco me interesa. Quiero que se entienda la realidad: me apabulla, me toma.

-¿Cómo se relaciona el arte y la vida?

Puedo transitar la vida, y hasta por ahí nomás, con el tránsito por el arte. Si yo no tuviera el arte, estaría internada, deprimida, porque me supera todo. Me turba mucho. Entonces, el arte es como una cinta transportadora. Me permite transitar el mundo desde un lugar más cómodo.

-¿Y arte y lo político?

 Me considero una artista política. Soy partidista, pero mi obra no lo es, como, por ejemplo, la de Daniel Santoro. Soy una artista política, comprometida de mil maneras con el trabajo político y social. Estoy agrupada a los argenmex, pero no es el arte lo que me está llevando a eso. Mi práctica está embebida de los problemas sociales, que son una suma de decisiones políticas que ha habido en la sociedad: la educación, por ejemplo. Las mujeres solamente pueden bordar y cocinar. Eso es una decisión política. Marcar eso sigue siendo un trabajo político y dentro del arte igual. Si como artista decido que voy a tocar estos temas que el arte dice “de esta manera no” y discrimina, ahí voy a estar. Voy a estar con mi arte y me van a tener que mirar igual.


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Hazel Carby: Identidad y memoria de la pérdida

Introducción: Laura Biagini Calvo, Federico Perelmuter y Francisca Ulloa 

Traducción: Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra[i]


En Imperial Intimacies, publicado en 2017, la historiadora y crítica literaria Hazel V. Carby se vale de archivos históricos y su genealogía familiar para discutir la britanidad y los procesos vinculantes del colonialismo y el imperialismo, y su relación con la racialidad, el género y la clase social. “Lost”, relato de un abuso sexual sufrido de niña, es el último texto del primer apartado del libro, titulado “Inventario,” donde la autora medita las tecnologías de construcción de la identidad británica y narra las historias de sus padres.

Este texto fue publicado en el libro Imperial Intimacies: A Tale of Two Islands» de Hazel Carby (Londres:, Nueva York, Verso 2019).  Esta traducción se publica con la autorización de la Editorial Verso.

Introducción

Si bien “Lost” opera en la línea de un trabajo narrativo que apela a la memoria colectiva como guía para navegar y discutir los archivos nacionales, emerge de la superficie delineada por Imperial Intimacies como inquietud y respuesta, como exhibición de la opresión racial y la violencia sexual que subyace al colonialismo y la identidad nacional, pero también como elaboración del problema de la memoria; esto es, cómo recordar, cómo narrar.

Este breve capítulo condensa la crítica a las estructuras de dominación latentes en el resto del libro, y articula las características de la gestión corporal que cotidianamente permanecen ocultas: la niña mestiza es un error, una mancha a una britanidad que se imagina esencialmente blanca. Sin embargo, al tratar de procesar la pérdida de una experiencia tan traumática esa niña no se pierde del todo; es esta experiencia la que posibilita el yo que narra. No sería entonces un sujeto situando una pérdida sino situándose mediante la pérdida, empleándola en pos de una contestación productiva del esquema de dominio racial fundado en el control de la sexualidad de las mujeres negras.

Hazel Vivian Carby nació en 1948 en Devon, Inglaterra. Hija de una madre galesa de clase trabajadora y un padre jamaiquino veterano de la segunda guerra mundial, Carby es heredera de la llamada Windrush Generation, una oleada inmigratoria de trabajadores negros de las ex-colonias británicas del Caribe impulsada por un edicto real que les otorgó ciudadanía británica a quienes fueran hasta entonces ‘sujetos coloniales’ (aunque la participación en la Royal Air Force de su padre le otorgó algunos privilegios a ella y a su familia).

Hazel Carby

Durante su juventud, una serie de estallidos xenofóbicos y racistas dotó de gran prominencia a esta ola inmigratoria –y a los individuos racializados que trajo a las islas británicas– dentro de un imaginario fundado por el supremacismo blanco. Esto motivó la aparición de figuras intelectuales, entre ellos Stuart Hall –director de la tesis doctoral de Carby en el programa fundacional de Estudios Culturales de la la Universidad de Birmingham– Sam Selvon, Paul Gilroy y CLR James, que criticaron con vehemencia el supremacismo blanco del otrora centro imperial. Carby, por su parte, dejó Inglaterra en 1980 y se mudó a la universidad de Yale, donde fue profesora de Historia hasta su jubilación hace poco tiempo, y donde permanece.

Aunque se ha centrado en la historia afroestadounidense en sus libros, entre los que se cuentan Reconstructing Womanhood (Oxford, 1987) y Race Men (Harvard, 2000), su compromiso ha sido siempre el de desafiar los mitos nacionalistas y burgueses que fundan la historiografía negra de dicho país. Es considerada así una de las pensadoras clave, junto con Barbara Smith, Audre Lorde (quien la precede por unos años), Hortense Spillers y Toni Cade Bambara, entre muchas otras, del feminismo negro de las décadas de 1980 y 1990. Lideró, además, los comienzos de lo que hoy se conoce como Black Studies, un movimiento intelectual antidisciplinario que responde, desde fines del Siglo XX, a la incapacidad de una academia supremacista blanca de contemplar plenamente las experiencias de sujetos negros.

“Lost” progresa con una cautela que trae a cuenta la urgencia de interpelar el modo de revisión tradicional del archivo colonial, admitiendo el sinsentido de la vivencia de la violencia sin minimizarla y posibilitando a futuro una nueva interpretación de la experiencia. Es una narración de aquello que Hortense Spillers llamó los ‘jeroglíficos de la carne’, que encuentra en las laceraciones -que un sistema fundado en el esclavismo transatlántico inscribe en el cuerpo negro en general, y de la mujer negra en particular- la contrahistoria de ese mismo sistema, su punto de sutura. La escritura de Carby descubre una subjetividad abierta a los efectos de los procesos históricos que la conforman y que irremediablemente la atraviesan y la hieren. En esas heridas, Carby encuentra la posibilidad de transferencia de una vivencia intraducible.


Perdida[i]

Por: Hazel Carby

“Por cierto, tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar.”[1].

Virginia Woolf


A finales de los años 50, en Mitcham, se perdió una niña. No quiero decir que ella fuera incapaz de encontrar su camino, sino que tuve que dejarla ir.

Algunas veces, cuando merodeaba por Pollards Hill, la niña visitaba a alguien de su clase del colegio o de la escuela dominical. Les prestaba atención a las características peculiares de los distintos tipos de viviendas, a la vez que sorteaba diferentes formas de entrar y salir de ellas. Las prefabricadas estaban construidas una al lado de la otra y solo tenían pequeñas parcelas de tierra en el frente, donde sus habitantes sembraban semillas de césped y plantaban rosales. A pesar de los esfuerzos por mejorar la vida cotidiana, detrás de las manchas descontroladas carmesí y doradas, se alzaban filas estrechas de edificaciones idénticas de un color pardo metálico. Las puertas principales de metal tenían grandes paneles de vidrio en el centro, a través de los cuales la niña podía espiar hacia el interior para ver quién estaba en la casa antes de llamar a la puerta, salvo que las puertas y ventanas estuvieran decoradas con visillos. Luego esperaba pacientemente en la entrada mientras se movían los visillos, una señal de que la estaban observando antes de que su visita fuera respondida o ignorada.

No le gustaban los dúplex, bloques altos de hormigón sin jardines individuales, ya que nadie tenía permitido pisar las áreas verdes comunes rodeadas de cercas endebles de madera. Después de bordear la zona prohibida, la niña tenía que subir una escalera exterior y luego cruzar por un balcón interno de hormigón para llegar a una de las puertas principales, que eran todas idénticas. Acceder a las casas adosadas significaba correr el pestillo de una reja y andar por un camino corto hacia puertas que eran infinitamente diversas, como cuadros que representaban el nivel de aspiración a la clase media. Algunas eran intimidantes: madera sombría y maciza con dos pequeños cristales muy altos como para poder ver a través de ellos, incluso en puntas de pie. Estas puertas destilaban respetabilidad. Otras eran extravagantes y seducían a la niña con la variedad de tamaños y formas de sus ventanas y vidrios esmerilados. Ella se paraba afuera de todas estas puertas diferentes y siempre se estremecía cuando le cerraban alguna en la cara. De vez en cuando, una puerta quedaba abierta, apenas una rendija, mientras llamaban a quien ella había ido a ver: “Esa negra (o wog[2], queera una manera común de llamarnos) de tu escuela está aquí”.

Un día, cuando tenía nueve años, finalmente invitaron a la niña a entrar a una de las respetables casas adosadas. Un adolescente le abrió la puerta y se quedó mirándola mientras ella le preguntaba por su hermana. Lo había visto antes, en la entrada del colegio esperando a la hermana menor. Le dijo que pasara. Gratamente sorprendida, cruzó el umbral con entusiasmo. En el corredor, el joven cerró la puerta y se quedó parado frente a ella, bloqueando la luz. Parecía mucho más alto cuando la miraba desde arriba.

La empujó, fuerte. El cuerpo retorciéndose, cayendo hacia atrás, estirándose, desplomándose, dolor cuando la cabeza golpea contra la escalera, levantada, tirada, yaciendo boca abajo, quedándose sin aliento, apenas podía respirar a través de la alfombra de color terracota. Dio vuelta la cabeza y miró fijo el sujetador metálico de la alfombra que tenía clavado en la nariz. Algo pesado cayó sobre ella: las manos del muchacho tironeaban del uniforme de la escuela se metieron bajo la pollera agarraron el elástico de la ropa interior uñas rotas le arañaron la piel. Un sufrimiento desgarrador por dentro, que se irradiaba hacia arriba y hacia afuera. Una mano le tapó la boca, un grito moría en la garganta mientras el cuerpo convulsionaba. De costado, luchó para que las rodillas le llegaran al pecho y se envolvió con los brazos, tendida sobre una alfombra áspera que le raspaba y le quemaba la piel. Sabía cómo ensimismarse. Ya no puedo mirar a la niña. Estoy tambaleando al borde de un precipicio; un cuerpo pequeño y tembloroso cae y emprendo vuelo detrás de ella. Nuestros cuerpos aterrizan, encallan, pero luego miro y me encuentro sola. La niña que llevo adentro es diferente, cambió. Las dos cambiamos.

Mis intentos por olvidar fracasan. Conservo recuerdos que creí que había borrado hace mucho tiempo: el peso de un cuerpo; ser el blanco de una furia absoluta, de una ira y asco insaciables; una niña desconcertada a la que levantaron del suelo como una muñeca de trapo; él escupiéndole en la cara: “Ni siquiera entendés lo que te acaba de pasar, ¿no?”. La depositó del otro lado de la puerta principal y la descartó en la vereda, como si estuviera sacando la basura. Antes de que la puerta se cerrara, le advirtió: “No le digas a nadie”. Ella nunca lo hizo.

Por primera vez no estaba segura del camino a casa. En vez de reconocer el abuso, la niña creía que se había portado muy mal, y yo cargué con el peso de la culpa. Una parálisis creciente sofocó el miedo a comprender el significado de ese peso, de las palabras que hacían eco en la cámara de los recuerdos. se retiró hacia espacios interiores, donde una suerte de mí sobrevivió y se convirtió en un ser autosuficiente. La niña dejó de llamar a las puertas de las casas.


[1] Woolf, V. (2012). La muerte de la polilla y otros ensayos. Traducción de Teresa Arijón. La Bestia Equilátera.

[2] N. de T.: Expresión sumamente ofensiva que se refiere a personas no blancas.


[i] Traducción al español de Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra, en el marco de la Residencia del Traductorado Técnico-Científico en Inglés de la ENS en Lenguas Vivas Sofía E. Broquen de Spangenberg (CABA). Docente de la cátedra: Alejandra Rogante.


La escritura como espacio de la intimidad: en Adriana González Mateos

Por: Silvana Aiudi

En el marco del seminario “Archivo de la intimidad de las literaturas latinoamericanas”, que dictó Mónica Szurmuk en la Maestría de Literaturas de América Latina, Silvana Aiudi dialoga con Adriana González Mateos, Doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Nueva York y profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México desde 2006, además integra la Academia de Creación Literaria. Ha publicado traducciones de poesía, ensayos, cuentos y novelas. En esta entrevista la autora reflexiona sobre la escritura como un espacio íntimo con sentido político.


La primera vez que leí a Adriana González Mateos fue en el marco del seminario “Archivo de la intimidad de las literaturas latinoamericanas”, que dictó Mónica Szurmuk en la Maestría de Literaturas de América Latina. Leer El lenguaje de las orquídeas (2007) me despertó varias preguntas acerca de la literatura  y el lugar de la escritura como un mundo íntimo lleno de sentido político. 

La literatura escrita por mujeres cobijó históricamente aquello que no se podía decir o pensar por el contexto social, cultural o por censura,  y conformó un espacio para “decir lo no decible” (Szurmuk y Virué 2020), un lugar en el que los silencios se volvieron voz. Cuentos para ciclistas y jinetes (1995), El lenguaje de las orquídeas (2007) y Otra máscara de Esperanza (2014), de Adriana González Mateos, siguen esta línea. En esta entrevista, que se convirtió en una charla amorosa, hablé con la escritora sobre estas obras. También, sobre intimidades, literatura y patriarcado.

Adriana González Mateos nació en la Ciudad de México. Es narradora, ensayista y traductora de poesía estadounidense y caribeña. También, Doctora en Literaturas Comparadas por la Universidad de Nueva York,  profesora e investigadora de la Universidad de México (UNAM) e integrante de la Academia de Creación Literaria. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por Cuentos para ciclistas y jinetes (Aldus, 1995), Premio de Traducción de Poesía por La música del desierto de Williams Carlos Williams (en colaboración con Myriam Moscona, Aldus, 1996) y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas por Borges y Escher: un doble recorrido del laberinto (Aldus, 1996). Además de las obras mencionadas, escribió El lenguaje de las orquídeas (TusQuets, 2007), Otra máscara de Esperanza (Océano, 2014), And then… Andenes. Crónicas (UNAM, 2015), entre otros.

Adriana González Mateos

¿Cómo comenzaste a escribir y a partir de qué intereses?

Empecé a escribir cuando estaba en la secundaria; tenía doce años. Se creó un periódico mural y nos invitaron a colaborar, y a mí me encantó la idea. Creo que para entonces yo ya tenía este anhelo de llegar a ser escritora, de escribir libros, ya que mi abuela era aficionada a contarnos cuentos a los niños. Yo disfrutaba, sobre todo por el vínculo con ella, pero también porque era una gran narradora. Ahora me doy cuenta de que era una persona con mucha imaginación, con mucho sentido del humor. Entonces, hubo un vínculo con ella a través de la narración de cuentos que para mí hizo muy natural la lectura. Empezó a regalarme, como a todos los niños, Caperucita Roja y otros libros parecidos también. Yo fui acostumbrándome a ver las ilustraciones y a leer esas historias… Las mil y una noches, por ejemplo. Esto fue cambiando a medida que yo iba creciendo. Entonces, para mí, la idea de escribir un libro fue creciendo sin pensarlo mucho, sino como una manera de vincularme con ella, de mantener la conversación. Cuando en ese momento pusieron en mi secundaria el periódico mural, yo empecé a escribir y me encontré con la censura porque comencé a escribir sobre mis profesores y a criticarlos. Me dijeron: “no, no, de eso no se trata…”

¿Qué les criticabas, Adriana? ¿Por qué te censuraron en la escuela?

Por supuesto no tengo esos textos, pero yo recuerdo que había un profesor de Civismo que tenía contradicciones, entonces empecé a escribir sobre él. Por ejemplo, seleccionaba a un grupo de alumnos para que cuidaran la limpieza del salón mientras fumaba, tirando la ceniza al piso. Entonces, yo me burlaba de esas cosas. Esto lo molestó y entiendo que la dirección de la escuela debe haber pensado que el periódico no se debía abrir a lo que ellos deben haber sentido como “ataques a los profesores”. Me dijeron que no escribiera sobre esas cosas y no pasó a mayores.

¿Escribías ensayos o ficcionalizabas la situación?

No, yo escribía de manera directa. Tenía doce años y no me imaginaba que tenía que ficcionalizar o disfrazar el asunto. Entonces, esa fue la primera lección en la que aprendí que tal vez podría haberle dado otro giro para que la crítica se pudiera leer. Después, en los siguientes años en la escuela, cada vez que se abría un periódico o se abría la posibilidad de escribir, buscaba a quiénes lo estaban haciendo. Cuando comencé la licenciatura, empecé a participar en un taller literario con otros estudiantes y conseguimos que nos publicaran en la sección dominical de los periódicos, en los suplementos. Así es cómo empecé a ver publicado en un periódico, por primera vez, aquello que había escrito. Fue una emoción muy importante para mí.

¿Cómo pasaste de esa escritura a tu primer libro Cuentos para ciclistas y jinetes?

De eso a la publicación de esos cuentos que mencionas pasaron muchos años porque  creo que era difícil para mí organizar lo que quería decir, lo que quería escribir. Empecé a sentirme bastante incómoda con cosas que son muy comunes: lo que después muchas personas han denunciado como situaciones de acoso sexual en medios literarios. Al principio, yo solo sentía, por ejemplo, que no me gustaba que los poetas se reunieran en un bar en la noche: por qué tengo que estar en un bar, en el centro de la ciudad, tan lejos de mi casa, con un grupo de mayoría masculina, cuidando de no beber demasiado para no quedar en una situación vulnerable, pero sintiéndome obligada a pedir alcohol para no desentonar con los demás, es difícil el transporte… no me sentía cómoda. Por supuesto, no te lo hubiera podido decir en ese tiempo porque me sentía inhibida. Pensaba: claro, debo ser más sociable, no tengo mundo, tengo que poder alternar con la gente, por qué tantas inhibiciones. Ya sabes… pensaba que eran mis deficiencias. Ahora, en los años recientes, sí puedo ver que era un ambiente hostil para alguien que apenas empezaba a publicar. Perdón, voy a dar un salto. Mucho tiempo después, escribí un artículo contando una historia que es real: es una visita a las oficinas de un suplemento cultural en la Ciudad de México, que se llamaba “Sábado” del periódico Uno más uno. El director del suplemento era Humberto Batis. Llegué y le dije que tal vez le interesaría publicar algo que había escrito. Yo había mecanografiado el texto con mucho cuidado. Él me recibió muy amablemente. Me dijo: ven, siéntate aquí junto a mí. Y me empezó a hablar de cualquier cosa. De pronto me dijo: te voy a enseñar unas fotos. Ahí, en su escritorio, había una gruesa carpeta llena de fotos de mujeres que él había recortado de distintos periódicos, llena de mujeres en ocasiones sociales, fiestas, en alguna actividad cultural. El punto es que él buscaba fotos de mujeres vestidas, pero que tenían la mano en el pubis porque trataban de cubrirse o arreglarse la falda. Las llamaba “manitas”. Él decía: fíjate cómo a las mujeres les gusta ponerse la mano en el pubis y me mostraba las fotos. Tenía una carpeta de cientos y cientos de recortes. A mí se me hizo una situación de lo más incómoda en todo este encuadre, es decir, para que él accediera a publicar algo, había que pasar por toda esta escena y acceder a escuchar todos estos comentarios, y sus bromas, y a mí me parecía algo muy agresivo. Ese tiempo fue antes de la publicación de los cuentos, y uno de ellos era el que yo había llevado al periódico.

¿Cuál es?

Es un cuento en donde hay una actriz que está comentando una escena y hace comentarios sobre lo que no le gusta. En ese tiempo, yo no tenía idea de que existía la frase “acoso sexual”, o sea, me hubiera costado muchísimo trabajo en ese momento diagnosticar que eso estaba pasando y que el hombre era muy agresivo al hacerlo. Y te cuento otra historia. Otra escritora, que también había estado publicando en el mismo suplemento, me dijo: no lo tendrías que haber tomado como una agresión, él era súper simpático, yo pasé por lo mismo y a mí me encantó. Entonces, ese era el ambiente en el que yo me sentía muy incómoda. Y la respuesta de ella es lo que te estoy diciendo: es culpa mía no poder alternar con el director del suplemento de una manera que muestre sangre fría o experiencia mundana o algo así, cuando fue claro que él estaba tratando de escenificar que él dominaba la situación y que podía hacer algo que no tenía nada de profesional. El problema era que él estaba situado en la escena profesional y yo, en cambio, estaba llegando con mi primer texto para ver si me lo publicaban. Creo que es una situación que refleja cómo funcionaba, dudo que se haya acabado, son situaciones súper comunes en medios literarios, en clases de literatura en la universidad, en la redacción de un periódico o si quieres llevar un manuscrito a la editorial. Creo que esto sigue sucediendo. Mira, cuando salió mi libro de cuentos, un crítico que se llama Christopher Domínguez publicó una reseña. Yo lo conocía desde hacía algún tiempo, así que lo llamé por teléfono para agradecerle porque era la primera reseña. ¿Sabes lo que me dijo? Ah, te quité la virginidad.

¿Te parece que hay una diferencia entre ese entonces y ahora gracias al movimiento feminista?

Creo que hay una diferencia notable. Ahora, después de estos años y este movimiento multitudinario, entre todas hemos ubicado cuál es el problema, ahora lo podemos ver, nombrar y sentir de otra forma. Pero en mis años de formación, eso funcionaba de otra manera: no era claro para mí lo que estaba pasando. Sabía que yo me sentía mal, que yo no podía lidiar bien con esas situaciones y que no había tampoco forma de denunciar o imaginarme denunciar, pero sí estaba la posibilidad de contarle a alguien y que reaccionara como esta mujer que te acabo de contar. Fue una descalificación. Hay algo que aquí se debe nombrar con toda claridad y es eso que muchas veces sentimos las mujeres: tal vez yo lo estoy provocando, tal vez hice algo que le permite a este hombre portarse así. Tal vez es mi culpa, te dices. Y también, ¿cómo llegas a la entrevista? Trataste de vestirte bien, eres amable, sonríes, y eso mismo está sembrado de dudas. Antes era una zona muy pantanosa, pero ahora la podemos ver con mucha más claridad.

En la novela El lenguaje de las orquídeas, la protagonista narra, desde su voz adulta, una historia de abuso familiar cuando ella era adolescente. A lo largo de su discurso, dice que le cuesta contar aquello que le ocurrió e, incluso, muchas veces manifiesta haber sentido culpa. ¿Cómo pensás la relación entre ese “no poder decir” y el sentimiento de culpa?

En El lenguaje de las orquídeas, una de las cosas más dolorosas y dañinas es la prohibición: “esto no se lo debes decir a nadie“. Eso es una prohibición muy severa y eso hizo que yo obedeciera durante años y años y años. Pasó mucho tiempo hasta que me atreví a decirle a alguien lo que había ocurrido. Eso fue lo más dañino de todo porque nunca pude hablar con alguien más o comparar experiencias u oír lo que le estaba pasando a las otras. Esa prohibición es lo que refuerza el sentimiento de culpa: esto es algo de lo que no puedes hablar con nadie y estás participando de algo que debe de ser un secreto porque está mal. Entonces, esa carga del sentimiento de culpa se refuerza por el aislamiento. En el momento en que las redes se convirtieron en un espacio donde tantas mujeres comenzaron a hablar de experiencias como estas, yo creo que el sentimiento de culpa bajó muchísimo: nos dimos cuenta de que a muchas nos había pasado lo mismo y había historias todavía más violentas que otras mujeres empezaron a contar. Cuando no existían las redes, estos mecanismos eran más fuertes.

En este sentido, el movimiento Me too, que se inició en las redes sociales bajo el hashtag del mismo nombre, tuvo un impacto social increíble y marcó un quiebre. Para seguir con la novela, me parece importante destacar que la protagonista habita su fragilidad, sus dudas, sus contradicciones y la imposibilidad de hablar porque el tío le pide que se calle, que guarde el secreto. Creo que el espacio textual, en la literatura, habilita poder decir: escribir y contar lo que le pasó la empodera…

Estoy de acuerdo contigo. Para seguir con tu comentario, pienso que la intención de este hombre es muy agresiva. Es una forma de ocultar lo que está haciendo. Que la mujer se sienta culpable de una situación de violencia funciona dentro de una cultura que lo reitera. Las mujeres nos sentimos culpables de todo a priori. No sé cómo es en Argentina porque no he vivido ahí, sí he visitado. Pero en México, las mujeres nos disculpamos constantemente: “perdone usted”, “usted discúlpeme”, “me da mucha pena”. Es una forma de hablar de clase media, clase media alta. Pedir disculpas constantemente es una forma de actuar ante una situación. Sobre eso, que aquí es lo normal, si alguien te echa la culpa de algo, bueno, ya estás lista para sentirte culpable. Al mismo tiempo, esto me obligó a tratar de entender. Y, a través del tiempo, es algo que tuvo elaboración literaria. La novela es un recurso que se relaciona por completo con esto. Es un espacio o una práctica que permite ir desentrañando todo lo que estamos diciendo y sobre todo, cambiar de lugar. Decir: esta historia la voy a contar desde mi punto de vista, en mis términos, diciendo lo que yo pienso sobre lo que sucede. Estoy segura de que eso sí te fortalece, sí me empoderó y, también, cambió mucho mi vida.

¿Por qué elegiste contar la historia desde una protagonista adolescente? También, hay una frase que me llamó la atención: “las niñas no tienen voz”. Me interesa saber por qué aparece.

Por una parte, tiene que ver con el esfuerzo de recordar. No porque se me hubiera olvidado o hubiera recuerdos que habían desaparecido, sino con la dificultad de entender lo que me había pasado. No entendía qué hizo posible eso, qué significaba, por qué sucedió. Y esto de “las niñas no tienen voz”, yo creo que tiene que ver con esto: él tiene voz. Sobre las sensaciones, deseos, ideas, pensamientos de un hombre en esta situación hay una tradición. Es algo que existe en la literatura, toda una tradición literaria masculina que representa los deseos, pensamientos y actos de los hombres, explora sus puntos de vista, sus registros de voz. Aunque ahora hay cada vez más escritoras creando un contrapeso, en los siglos anteriores, e incluso en los años de mi formación, era muy difícil, si no imposible, encontrar esas voces distintas, capaces de articular lo indecible. Es realmente asombroso darnos cuenta de toda la capa de silencio que hay en torno a esto. La frase “las niñas no tienen voz” se relaciona mucho con eso: es muy difícil hablar desde lo que llamo “el aislamiento”. Casi no hay novelas sobre el sentimiento de las niñas en situaciones parecidas. Es algo que ahora se está viendo en cuestiones judiciales. Hay muchos casos de demandas por estos delitos en los que las niñas y las mujeres tienen que hacer un enorme esfuerzo para declarar qué les pasó. Esta dificultad de decir “me pasó esto”, y aquí vuelvo a algo que ya dijimos pero me parece importante ponerlo aquí: ¿qué está pasando que yo fui atacada pero la que se siente culpable soy yo? Eso que se llama gaslighting es algo muy difícil de entender, y aún más tarde, de decir cuando lo estás sufriendo. Estás realmente atrapada entre todas estas prohibiciones, sobreentendidos, toda esta red que hace que resulte tan difícil darle palabra a algo que se aparta de la versión dominante y masculina sobre estos asuntos. Incluso ahora mismo que te lo estoy diciendo me cuesta ponerlo en palabras. Acabamos de ver el caso de Ghislaine Maxwell, en Gran Bretaña, los casos de feminicidio en México, lo que está pasando con las mujeres en Estados Unidos, que acaban de perder su derecho constitucional al aborto. Con este contexto, es muy difícil poder articular lo que nosotras queremos, lo que nosotras sentimos, lo que nosotras deseamos en estos puntos donde la dominación masculina se ejerce de una manera tan brutal que nos quita la voz. Y que es un sufrimiento muy intenso cuando hay una parte de ti que ya se dio cuenta, y dices “él me atacó, yo no tengo la culpa”, pero sabes qué, cuando lo digas, la gente no te va a creer y te va a echar la culpa. Hay un momento de la novela, en la conversación que tienen al final, en la que la protagonista dice: “él me podría decir: oye de qué me estás hablando, esto nunca pasó y eso podría aniquilarme”. Ese es un lugar de una fragilidad y un peligro que, de nuevo, siento que solamente lo podemos contrarrestar entre todas. Es muy importante darnos cuenta de que no son casos aislados ni una patología personal.

En la novela se critica la institución familiar, “el álbum de familia”. ¿Cómo pensás la familia, los secretos y el sentimiento de culpabilidad?

Me parece importante marcar que el tío es un pederasta y, por otro lado, es un padre de familia ejemplar. Habita esos dos lugares con todo cinismo. Él sabe lo que hizo, sabe qué pasó y se acuerda, pero le interesa mantener esos momentos de su vida aislados uno del otro como si no hubiera relación entre las distintas facetas suyas. Es una doble moral y forma de opresión. Cuando él dice “vas a destruir mi familia”, también me está diciendo “vas a destruir a tu propia familia”: entre la gente afectada está mi hermana, tu tía, tu prima. Yo creo que para nosotras esto es difícil: tratamos de preservar los vínculos. Esta cosa ficticia de la familia tan unida y ejemplar cuando, en realidad, sabes lo que hay detrás de esa fachada. El patriarcado piensa a las mujeres como santas o putas. Hay una polaridad muy marcada y no podés estar en un lugar intermedio. Aunque todas sabemos que no somos santas, el ser ubicada en esa región de la “puta” es amenazante y tratamos de protegernos de eso. Esto es un estigma injusto y que no tiene ningún tipo de sustento, o sea, no resiste que lo pienses porque inmediatamente te das cuenta que está funcionando para sostener ese dominio opresivo que perjudica a unas mujeres para colocar en un lugar falso a otras. Es una forma de dividirnos y que, a pesar de todos los cambios, sigue funcionando y causándonos miedo. Entonces, tratamos de evitarlo y protegernos, y colaboramos con él, es decir, con este hombre que nos está manipulando, usando, acosando y violentando.

Me gustaría que habláramos de Otra máscara de Esperanza. Es una novela policial que tiene como protagonista a Esperanza López Mateos y está basada en un caso real. ¿Cómo surgió tu interés por escribir la historia?

Te voy a contestar por dos caminos diferentes. Después de publicar El lenguaje de las orquídeas, quise entender lo que me había pasado. Esto se relaciona con que yo había averiguado muchas cosas sobre mi familia en busca de esto mismo. Ahí me encontré con Esperanza López Mateos. Volviendo al principio de esta charla, ella había sido una persona cercana a mi abuela. Te conté al principio que mi abuela me contaba cuentos. Ella tenía una foto de Esperanza López Mateos en su tocador, era una pequeña foto. Alguna vez  me habló de Esperanza, pero yo no le hice mucho caso. Años después me hubiera gustado preguntarle, pero ya no estaba. Ahí se juntaron estas dos cosas: haber averiguado sobre mi familia y, por otro lado, encontrar ese personaje. Así que comencé a querer saber más de ella. Entonces emprendí una investigación que, por cierto, cuando estaba empezando hablé mucho con Mónica Szurmuk. Por una parte, empecé a descubrir cosas sobre las que no tenía idea. Así fui construyendo el personaje. Yo sabía que era una mujer que había existido, había visto su fotografía, pero tenía muy poca información sobre ella. En ese momento, murió Henry Schnautz en Estados Unidos. Y un amigo de Henry se dio la tarea de averiguar sobre él. Este hombre se llama Terry Priest, y él encontró un paquete de cartas y fotografías que se habían cruzado entre Henry Schnautz y Esperanza. Terry me contó años después que había encontrado todo eso. Empezó a leer y, no me preguntes por qué, subió todo el material a la red. Entonces, empecé a encontrar fotos de Esperanza, toda la historia de la relación con Henry Schnautz. Ahora me doy cuenta de que era un material importante y que él y yo coincidimos. Si no hubiera sido por la red, porque él armó esta página, nunca me hubiera enterado de que esto existía. Mi mamá conoció a Esperanza López Mateos, pero Esperanza murió cuando mi mamá tenía once años. Así es que tampoco tenía tantos recuerdos aunque sí los suficientes como para que reconociera a Esperanza. Así fue cómo empecé a encontrar material y contestar algunas preguntas. Las más fuertes y enigmáticas eran el nacimiento y la muerte. Sabía por mi abuela que Adolfo López Mateos había sido hijo póstumo. Años después, encontré toda la historia y los documentos.

La otra historia, más difícil de comprobar, es la muerte de Esperanza. Para eso son las memorias de Gabriel Figueroa, que concedió entrevistas y contó sobre el hallazgo del cuerpo de Esperanza en su casa. Mi abuela me había dicho que decían que se suicidó, pero mucha gente pensaba que la asesinaron. Esa sospecha venía del pasado. Con eso empecé a trabajar. La principal fuente es una entrevista que le hizo Elena Poniatowska a los hijos de Gabriel Figueroa, que está en la colección que se llama Todo México.

Esperanza López Mateos

De acuerdo con lo que venimos conversando, ¿existe una relación entre ficción y realidad?

Te voy a comentar sobre otro personaje de la novela: se llama Maira. Este personaje es el resultado de la construcción de la novela. Era fundamental un personaje en la trama que hubiera sido testigo de la relación entre Esperanza y Henry. Inventé ese personaje basándome en una pequeñez que fue una entrevista con una actriz de teatro llamada Brigitte Alexander, que fue una judía que llegó a México luego de la Segunda Guerra Mundial y que tiene una hija, que es actriz ahora. Ese día yo no la entrevistaba pero había ayudado a planear la entrevista en la radio. En un momento, Brigitte dice: quiero agradecer a la señora Amada Cicero que me ayudó mucho cuando llegué a México. Estaba hablando de mi abuela. Efectivamente, la había conocido: mi abuela le regalaba comida, sus niños jugaban juntos, se hicieron amigas. Al necesitar este personaje, me acordé de Brigitte y empecé a pensar en una actriz y cantante que estaba en México. Es un personaje ficticio, pero luego alguien me dijo: creí que estabas pensando en otra persona que había estado en México, Hilda Krüger, que realmente trabajó en varias películas. De pronto crees que estás creando algo nuevo y coincide con datos reales y viceversa. Los datos reales pueden parecer ficción. En ese nivel, es difícil trazar una línea rígida que divida la realidad de la ficción porque pasan estas cosas que pueden ser coincidencias pero enturbian esa distinción. Pero, además, volviendo a El lenguaje de las orquídeas, realmente tenía la intención de recuperar lo que había pasado, yo no quería inventar nada porque era importante recuperar lo que me había ocurrido. Y, aunque lo lograra, siempre sería un punto de vista subjetivo, sujeto a discusión ya que otras personas pueden decir: se está imaginando todo, está mintiendo. Por eso creo que no hay una línea tan clara.

¿Para qué escribir literatura? ¿Qué poder tiene?

Es una pregunta importante y tiene muchas respuestas. En el caso de El lenguaje de las orquídeas, para mí la literatura era una protección porque estaba tratando de recordar lo que había pasado. Al exponer esa versión frente a otras personas, en medio de lo que acabamos de decir, que no tienes credibilidad cuando cuentas una historia así, para mí la literatura era algo que me permitía decir, indagar, establecer la verdad, y al mismo tiempo, mantenerme a salvo. Puede parecer contradictorio, porque al publicarse como novela, se asume que es ficción. Pero para mí era súper importante que fuera un texto bien armado, bien escrito, en que las palabras estuvieran siendo usadas con precisión y el lenguaje tuviera fuerza, contundencia, pero también capacidad de expresar todas esas dudas y sentimientos. Para mí sí fue muy importante contar con esos recursos para fortalecer las palabras. En esta ambición de decir lo que quiero decir, para mí la literatura fue una gran herramienta. Luego, es paradójico, porque quiero contar una historia real, como la de Esperanza, pero la presento como ficción y queda atrapada en esto que estábamos diciendo. Por otra parte, volviendo a la falta de credibilidad, la literatura fue una protección para pensar y decir “esto es solo ficción, es solo una novela”; si no me creen, no importa. Entonces es todo muy contradictorio, pero te diría que funcionó porque cuando se publicó la novela prácticamente nadie se atrevió a preguntarme si era autobiográfica. El presentarla como novela creaba un espacio de seguridad para mí, un espacio para decir las cosas sin exponerme. Luego cuando ya pude hacer eso, ya contaba con el respaldo de que la novela estaba publicada, la gente la había leído, era una buena editorial etcétera. ¿Por qué recurrir a la literatura para escribir estas cosas, no? Espero haber contestado, contribuir en algo a este difícil proceso de decir lo no dicho.