Entradas

Las revistas montoneras. Entrevista con Daniela Slipak

Por: Fabiana Montenegro

Daniela Slipak es socióloga (Universidad de Buenos Aires), Magíster en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales-Universidad de San Martín) y Doctora en Estudios Políticos y Ciencias Sociales por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.

En su reciente libro Las revistas montoneras: cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, publicado por Siglo XXI, indaga –sin concesiones- acerca de la historia del movimiento y las lógicas que lo atravesaron. Lo hace con una mirada aguda, explorando una perspectiva poco desarrollada en la literatura del tema: lejos tanto de la idealización de la militancia como  de la certeza de sus errores.

En esta charla, Slipak recorre algunos de los ejes que desarrolla en su libro: la identidad de Montoneros a través de sus publicaciones, la relación con el peronismo y con Perón, los códigos internos.


¿Cómo se construye un montonero?

Yo te puedo responder cuál sería la construcción simbólica que se hace del militante montonero a través de  las publicaciones, más allá de las apropiaciones individuales de dicha construcción.  La pregunta específica me la hago en el último capítulo del libro cuando hablo de la publicación Evita montonera. Lo que veo es cómo tratan de reconstruir el modelo de militante que se estaba demandando por parte de la publicación. Me ayudo además con  los códigos de disciplina de la Organización Montoneros, que prescribían determinados delitos, castigos, procesos jurídicos. Busco indagar el modelo simbólico de militante, las acciones que se premiaban y se mostraban en la revista.

Ese modelo de militante es integral, no se prescribía solo cuál debía ser la conducta militar o la conducta en un trabajo de superficie barrial o en una fábrica, sino que se prescribió un militante en todas las esferas de la vida (política, militar, familiar, sexual) en las cuales participaba. Se propusieron patrones normativos de lo que debía ser una familia, festejaban las relaciones maritales estables, con un tiempo dedicado a los hijos. El código disciplinario del  ‘75 prohibía la infidelidad, por ejemplo.  Se trató de un intento de gobernar todos los aspectos de la vida. En otras palabras, evitar que exista un ámbito privado respecto de la injerencia de la política de la Conducción.

¿Un intento de homogeneizar?

La idea de homogeneizar el espacio de pertenencia es propia de varios grupos revolucionarios de entonces. Se trató de establecer una disciplina que moldeara un militante obediente. Eso aparece, por ejemplo, en los escritos de Guevara; cómo debía ser un militante, cómo debía responder.

En las revistas se ve ese intento por mostrar cómo debía ser un militante: disciplinado, obediente de las órdenes, sacrificial, es decir, sacrificarse por la causa revolucionaria, hasta el punto de entregar su propia vida. Esto ya  aparece en Cristianismo y Revolución, una publicación de muchos años antes, que comenzó a editarse en 1966.

La figura sacrificial, de un mártir, que también debía ser un héroe, fue troncal en los grupos armados de entonces. También atravesó al PRT-ERP, como lo señala Vera Carnovale.  Montoneros también la reprodujo.  La figuración de un militante que sacrifica su vida por la causa. A eso se suma una escenificación de la muerte violenta como un acto heroico. En este sentido, en las publicaciones de Montoneros observé la idea de la muerte bella, que Beatriz Sarlo identificó en la carta donde Walsh reconstruye la muerte de su hija. Esto muestra, me parece,  más allá de la situación personal, que el escritor estaba inmerso en una trama simbólica en la cual la muerte violenta era vista como un acto heroico. Es una figura que va a aparecer  en todas las publicaciones, también en las legales,  por ejemplo, a través de semblanzas que se escriben de militantes “caídos”.

Otra cuestión que hay que sumar es la tradición peronista; fue un tipo particular de peronismo el que ellos defendieron  en la revista, un peronismo combativo. Es un peronismo que tiene una relación tensa con Perón y al mismo tiempo es un peronismo que reivindica la figura de un pueblo combatiente, revolucionario. Una reconstrucción del peronismo que se fue construyendo desde la proscripción en adelante.

¿El peronismo fue una máscara?

Carlos Altamirano retoma la metáfora de la máscara en un texto clásico, subrayando en qué sentido los símbolos son importantes para el análisis político, y en qué sentido las identidades son importantes para el juego político como tal. Una máscara política no es solo una máscara; uno se convierte al mismo tiempo en ella. De esta manera, Altamirano impugna las lecturas estratégicas que se hacen de Montoneros, que plantean que defendían a Perón, pero después se sacaban esa máscara hipócrita.

En política, y más cuando hay apuestas como exponer  o quitar la vida,  esas máscaras no son meros accesorios. Uno termina constituyéndose con esas máscaras con las que juega, con esa trama simbólica. Esto explica la importancia que tienen  los símbolos y las identidades en la construcción de la política como tal.

Entonces, la máscara es la metáfora para hablar de la tradición peronista. No es que se reivindicó al peronismo como una estrategia por debajo de la cual ocultaban sus verdaderas intenciones. O, por lo menos, no se trató solo de eso. Uno se ve interpelado por esa realidad y esa tradición peronista termina siendo la propia identidad. No todo se explica en términos estratégicos.

Reconociendo ese espacio de reivindicación y reinvención de las tradiciones, Montoneros se apropió de la tradición peronista y al mismo tiempo la reinventó: el significado que tenía el pueblo,  la propia relación con Perón, probablemente no sean los mismos para otros sectores del peronismo ni para otros sectores de la llamada “izquierda peronista”.

Tomando la figura de las máscaras, las identidades, analizo cómo se construye un peronismo que reivindica a Perón, que es impensado sin su figura, pero que también toma la tradición posterior al ’55. En contraposición al trabajo de (María) Ollier, que plantea que Montoneros –creo que ella se refiere a la “izquierda peronista”- reivindica la tradición peronista de la resistencia, no tanto la tradición del 17 de octubre. Yo eso también lo encuentro. Reconstruir el peronismo fue para ellos recuperar tanto el legado de lo que ellos llaman la década del gobierno peronista desde el 17 de octubre de 1945, propia de la mitología del peronismo clásica –el líder que se encuentra con el pueblo sin mediaciones, el pueblo feliz de la mano del líder –, como la figura del pueblo más protagonista y combativo de después del ‘55.

¿Cómo  aparece la relación de Montoneros con Perón?

La relación con Perón es tensa, no pueden pensar el peronismo sin Perón, pero heredan –a su vez– esa tradición más combativa de un pueblo sin Perón. Esto no tiene por qué ser resuelto; eso convivió, estaban los dos relatos. Las ideologías,  los símbolos y las tramas no tienen por qué ser coherentes y lineales.

¿Hay una contradicción entre el “luche y vuelve” pero mejor que no vuelva?

Está la lucha por el retorno, la reivindicación de lo que fue la década del gobierno, del vínculo, pero al mismo tiempo está la reivindicación de un pueblo que ellos dicen encarnar, que casi no necesita de un líder porque así se figura que estuvo durante muchos años, un pueblo combativo que lo que quiere es tomar el poder, para decirlo en la gramática de la época.

Pero hacen cosas que saben que los  van a terminar alejando de Perón…

Y… matar a Rucci, el pilar del pacto social, a dos días de haber ganado Perón las elecciones. Además  tenía una simbología distinta a los ajusticiamientos populares. Una provocación, una amenaza.

Tu libro discute con la idea de “desvío”, según la cual se cree que los ideales defendidos se transformaron a mediados de los años setenta con la militarización y la burocratización.

Parte del discurso de la disidencia es que se militarizaron, que se convirtieron en el “enemigo” y desvirtuaron los principios políticos originarios. Es la fundamentación de buena parte de la juventud peronista Lealtad, que se fueron en el 73, 74, diciendo que había un desvío. También en las disidencias posteriores hay algo de ello: explican que hubo un desvío de ciertos valores políticos, preservándolos de lo que pasó posteriormente. Justifican que la derrota fue porque se desviaron de esos principios iniciales. Yo discuto eso, no para negar las transformaciones, que las hubo. Pero hay que marcar que buena parte de la simbología  militar estuvo desde el principio, lo militar estaba imbricado con lo político. De hecho en los primeros documentos, ellos están pensando en un ejército popular, toman esa simbología. Las agrupaciones de superficie son parte de esa estrategia bélica. Sería demasiado lineal pensar que esto fue de un desvío posterior y que la culpa la tuvo   la imitación, esta cuestión del espejo, o de actitudes de otros, y no tratar de buscar en el propio derrotero de la organización una imbricación entre lo político y lo militar que explica en buena medida algo de lo que pasó después. Uno puede rastrear retrospectivamente que en el origen estaba esa imbricación de ambos universos de sentido y que no es que lo militar sustituyó una simbología y unas prácticas políticas desprovistas de eso. Hay una amalgama desde el inicio; luego se intensificaron los aspectos militares, pero eso no significa que se hayan pervertido los principios iniciales.

Ellos tenían el movimiento peronista montonero, que tenía una política frentista con diversas ramas (juventud, política, sindical, etc.).  Es interesante eso porque, en la última etapa,  el trabajo de lo que uno entiende en sentido más restringido por política se seguía haciendo. La propaganda política, la política frentista aparecen también. De modo que, si uno tratara de explicar que primero viene lo político, después lo militar, estaría dejando vacíos por todos lados porque en la primera parte la simbología militar estaba y, luego, la simbología política también. Nunca se abandona  la aspiración a una política de base; no es que después se transforman solo en el ejército montonero sino que también mantienen una estructura con diversos frentes.  Por ejemplo, Rodolfo Puiggrós estaba en el movimiento peronista montonero. Otro ejemplo: en el 75, ya en la clandestinidad, hacen una alianza con una fuerza local de Misiones y se presentan como el Peronismo Auténtico.

El argumento que dice que hubo un desvío tiende a reproducir la lectura militante del derrotero, que preserva los primeros  valores políticos, clausurando su crítica y explicando que después se fueron desviando. O que la culpa fue porque llegaron las FAR (que tenían un origen guevarista) a Montoneros e introdujeron el foquismo y desvirtuaron sus raíces peronistas. Ese esquema es propio de los protagonistas de la época, quienes explicaron su filiación y luego su salida de la organización (por ejemplo, Lealtad) y contribuyó al mito de la propia disidencia. Este tema lo estoy trabajando ahora. Es un mito de la propia militancia –que tiende a simplificar, al igual que en el juego político- y que varias investigaciones toman  y reproducen. En ese sentido, es un esquema problemático porque oscurece situaciones más híbridas con entramados más complejos y tensiones que creo que hubo. Eso es entendible para la dinámica  política; pero creo que una investigación desde la sociología política puede hacer un aporte desde otro lugar, con otras herramientas. Es un problema cuando se idealiza esa militancia, se ven solo los aspectos que se reivindican y no se da lugar a zonas de grises que creo que son las situaciones históricas en general.

También es interesante el recorrido que hacés de la memoria construida sobre los militantes.

Solo recorro a grandes rasgos el lugar de los militantes en la memoria social y política. Y en los trabajos sobre el tema. En un primer momento prima más la noción de víctima, sin pertenencia política, para subrayar la condición humana. En los 90,  la voz del militante vino a restituir identidad política, las adscripciones políticas,  una militancia a la cual se le había negado su carácter político en pos de castigar el horror perpetrado a la condición humana. La aparición de la voz militante se dio en paralelo a cierta condena de la conducción. El problema de estas lecturas que tienden a marcar una ruptura tan fuerte entre cúpula y militancia es que otra vez  tienden a oscurecer que las responsabilidades y las tramas, si bien fueron jerárquicas  y desiguales, fueron compartidas. Oculta el hecho que esos “perejiles”  también persistieron en la organización y adscribieron a determinados ideales. La muerte de Aramburu, por ejemplo, era coreada en las manifestaciones. Eso no significa que todos lo mataron, desde luego, pero es cierto que hay un tipo de responsabilidad por haber participado en una trama política en la cual se coreaba la muerte de una figura vista como enemiga. No se trata, hoy, de condenar sino de  comprender, de observar que había  una trama compartida de  legitimación de un asesinato político sustentado en la figura de la justicia popular. Si no, uno cae en las lecturas  simplificadoras como la que propone que Perón manipuló a los obreros. La misma estructura podría aplicarse a la organización: Montoneros manipuló a la militancia. Bueno, no. Las acciones  y las adhesiones son decisiones políticas.

 

Cuando hablás de responsabilidades pienso en la teoría de los dos demonios…

Creo que podemos hacer una lectura densa que dé lugar a la espesura de esos años.  Indagar los grises que  en ciertos estereotipos de la memoria todavía no se reconocen. Muchas veces, los análisis que muestran  estas cuestiones más antipáticas son censurados o considerados como defensores de la teoría de los dos demonios. Y eso obtura una discusión sobre la época que no necesariamente debería derivar ahí.

Analizar cómo se construyó una trama y mostrar  las tensiones no es lo mismo que decir  que Montoneros y los militares fueron lo mismo, o que no tuvieron nada que ver con las tramas sociales por detrás, ambos argumentos ligados a la teoría de los dos demonios. En fin, analizar los grises de una experiencia no significa negar los crímenes de lesa humanidad de los militares. Creo que ya circularon muchos debates sobre el período y cada vez hay más trabajos que demuestran que hay interés. Aprovechemos estas condiciones para poder dar un análisis político más complejo.

La identidad de Montoneros a través de sus publicaciones

Por: Fabiana Montenegro

Foto: Ariel Gabriel la Rosa

 

Con el inicio de la transición hacia la democracia, el discurso de reparación hacia los desaparecidos de la organización político-militar Montoneros se basó fundamentalmente en restituir su condición humana ante los horrores de la dictadura. A esta narrativa humanitaria se sumó, a mediados de los años 90, el reconocimiento de su compromiso político. No obstante, este nuevo relato se centraba casi exclusivamente en el accionar de los jefes, desestimando las tramas organizativas y simbólicas que implicaban al resto de sus integrantes. Trabajos como Las revistas montoneras. Cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, de Daniela Slipak ─que analiza, a través del estudio de sus revistas, la complejidad de los relatos, discursos e interpretaciones que contribuyeron a conformar la identidad de la organización─ han tratado de desmontar esta interpretación lineal de su construcción identitaria.

A


a

El 29 de mayo de 1970, un grupo de jóvenes secuestra al ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu, disfrazados con peluca y con trajes de policía, sacerdote y militar. Lo llevan a una quinta en la localidad bonaerense de Timote donde lo someten a un juicio revolucionario. Lo acusan de haber perpetrado crímenes contra el pueblo: el asesinato de Juan José Valle y otros peronistas, la desaparición del cadáver de Eva Perón, la anulación de las conquistas sociales, y de haber acordado con el régimen militar la transición hacia una falsa democracia. El tribunal revolucionario lo condena a muerte.

Con este mito fundante entra en la escena pública la organización político-militar Montoneros. Su origen, así como su derrotero posterior, hasta su caída “coronada por encuentros de jóvenes con trajes, ademanes y ceremonias militares en el exterior” despertaron el interés de muchas investigaciones para descubrir qué hubo detrás de tanto disfraz.

La narrativa propuesta sobre el tema durante la transición democrática obvió la adscripción política y la historia de los militantes detenidos-desaparecidos, renunciando a un abordaje de las prácticas y responsabilidades de los grupos armados, principalmente, al desvincularlos de sus conducciones –condenadas política, social y jurídicamente junto a las cúpulas militares–. Subyace aquí el propósito de restituirles su condición humana frente al horror perpetrado por la dictadura.

Hacia mediados de la década de 1990, esta narrativa humanitaria fue tensionada por la voz militante: se les restituyó su compromiso político, es decir, las identidades inicialmente borradas de las víctimas. Al discurso de la entrega, los ideales y la voluntad de transformación se le sumó la violencia implementada, el discurso bélico, la disciplina interna, las responsabilidades, la crítica a la conducción guerrillera, la derrota del proyecto revolucionario. Sin embargo, estos relatos se centraron en el accionar de los jefes, desestimando los complejos entramados organizativos y simbólicos que vincularon también a los militantes, muchas veces denominados por la literatura de la época como “perejiles”.

Se trata entonces de desmontar interpretaciones lineales, abrir el corpus sobre los años setenta y sobre Montoneros hacia nuevas preguntas: ¿Cuáles fueron las representaciones, relatos, discursos, que surcaron el espacio montonero, otorgaron un sentido colectivo a sus acciones y construyeron su dimensión identitaria? ¿Cuál fue el lugar de la militancia en la experiencia revolucionaria?

En su libro, Las revistas montoneras. Cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, Daniela Slipak indaga acerca de cuáles fueron estas representaciones sociales que atravesaron no sólo a la dirigencia, con sus decisiones y responsabilidades, sino también al resto de los integrantes. Con este propósito, analiza los rasgos de la identidad política de la organización, según los configuraban las revistas del grupo.

El concepto de identidad, lejos de ser un dato o una elección individual, es un constructo social conformado por un conjunto de dimensiones: la invención de un origen, la reproducción de una tradición, la relación con otros actores y prácticas presentes y pasadas, la representación de un ámbito común, y la fijación de prescripciones y normas.

Veamos cómo funcionan estas dimensiones identitarias en la conformación de Montoneros, a partir de sus publicaciones.

El origen simbólico de Montoneros

Si bien la Organización hace su aparición pública a partir del secuestro y asesinato de Aramburu, su origen se sitúa bastante antes. Los inicios montoneros podemos rastrearlos en la revista Cristianismo y Revolución, ya que varios de sus primeros integrantes estuvieron ligados a ella o provenían de ámbitos afines. Un antecedente simbólico relevante en la gestación del imaginario de la Organización.

La publicación fue fundada por el seminarista Juan García Elorrio en septiembre de 1966, en un contexto signado por un catolicismo renovado por el Concilio Vaticano II y su “opción preferencial por los pobres”. Aunque este discurso renovador no recomendó explícitamente la violencia para resolver la cuestión social, no la condenaba; o bien, daba lugar a ambigüedades. En ese año, Camilo Torres, sacerdote, guerrillero y sociólogo colombiano fue asesinado y se convirtió en símbolo revolucionario al igual que Ernesto Che Guevara. En cuanto al contexto internacional, cabe recordar la Revolución cubana (1959), la Guerra de Vietnam (1959), la Guerra e Independencia de Argelia (1962) y demás procesos de descolonialización en Asia y África, la Revolución Cultural China (1966), el Mayo francés (1968), entre otros. Estos acontecimientos demostraron no solo un catolicismo renovado sino también un marxismo distanciado del totalitarismo soviético. Además, fueron fundamentales los escritos de Jean Paul Sartre, Frantz Fanon, Régis Debray y Ernesto Guevara que criticaron al colonialismo imperialista y postularon la figura del intelectual revolucionario, la reivindicación de la voluntad del hombre por sobre las estructuras y la teoría del foco armado.

En este contexto, el relato mítico de la revista se construye sobre una gramática bélica atravesada por figuras escatológicas y mesiánicas, propias de las narraciones cristianas, como la ética sacrificial ante una causa irrenunciable, el martirio, la inevitabilidad de la victoria, el heroísmo, la muerte bella. La muerte propia o ajena eran instancias consagratorias de valentía y compromiso o de justicia vindicativa. En este sentido, la violencia revolucionaria adquiría una doble dimensión: por un lado, instrumental, la lucha armada era un medio para la revolución socialista y para alcanzar la realización del individuo en una nueva moralidad; por otro, reactivo, una respuesta obligada ante la coyuntura, ligada a la justicia.

Si bien, como afirma Slipak, sería un error sostener que la publicación determinó el desarrollo posterior de Montoneros, estas escenas y metáforas fundantes –como veremos luego– serán evocadas en las representaciones posteriores sobre la violencia, el enfrentamiento con otros actores, la justicia y la disciplina.

Perón, pueblo y patria.

Una heterogénea juventud proveniente mayoritariamente de diversos sectores de la arena peronista fue alistándose bajo la bandera montonera: militantes de la FAP (1971), Descamisados (1972), FAR (1973), algunos sectores escindidos del ERP (1974). En este contexto de crecimiento, surgió el proyecto de prensa legal, El descamisado, que se propuso como la voz oficial de la Conducción ante las posibles discrepancias de la diversidad que presentaban sus huestes.

Fue desde los ejemplares de esta publicación que se instituyó una fundación que reinventó la tradición peronista y exhibió una significación particular de Perón y del pueblo. Al igual que el concepto de identidad, el de tradición remite también a entramados en constante redefinición y no a una herencia recibida pasivamente. Su apropiación, entonces, es siempre una configuración, una reinvención condicionada por relatos precedentes.

En este sentido, construyeron un entramado que se remonta a la fundación misma del peronismo para apropiarse de su mito de origen. Montoneros eran los herederos de aquel encuentro entre Perón y su pueblo el 17 de octubre de 1945. Según explica Daniela Slipak en el libro citado, “el problema es que consignar la adscripción peronista de Montoneros (…) no revela mucho de su identidad política. Tampoco lo hace indicar que la Organización manipuló el nombre de Perón para ganar adeptos e insertarse en la arena pública. (…) Más que indagar si efectivamente fueron peronistas o simularon serlo, el peronismo de Montoneros obliga a examinar de qué manera se interpretó esa tradición”. Es decir, qué Perón y qué pueblo poblaron el ideario del semanario.

Como se expresó más arriba, El descamisado rescató la fundación del peronismo clásico del 17 de octubre, pero, al mismo tiempo, rememoró la disrupción de 1955 como “una frustración de la edad de oro del decenio de gobierno peronista”, provocada por la separación del vínculo entre Perón y su pueblo. Sin embargo, no la describió como pura pérdida ya que obligó al pueblo a una larga lucha por la recuperación y el retorno de su líder. En este sentido, resaltó la naturaleza combativa del pueblo que lo habría convertido en sujeto resistente.

De esta manera, Montoneros se construye como el depositario de –en términos de Slipak– estas dos heredades: el mito de origen del primer peronismo y el relato de la Resistencia. Y además, reinventó la tradición peronista imbricando a la Organización con el pueblo, como portadores del “cuerpo del pueblo”. Esto inauguraría una serie de tensiones en la interpretación del pasado propuesta por El descamisado, principalmente, en torno al protagonismo de Perón.

De alteridades y disidencias: ¿qué amenazaba, para la prensa montonera, el cuerpo del pueblo?

La relación de Montoneros con el resto de los actores del Movimiento Peronista fue tensa desde el inicio y, con el regreso de Perón al país, la situación se deterioró visiblemente. El panorama de la Organización había cambiado: Perón subrayó la necesidad de “volver al orden legal y constitucional”, resaltó que su proyecto no se vinculaba a un cambio radical del sistema social y político (distante de los imperialismos dominantes) y que ya no tenían razón de ser los métodos violentos. Dos días después del aplastante triunfo electoral, Montoneros asesinó en la puerta de su domicilio al sindicalista José Rucci, uno de los pilares fundamentales del Pacto Social de Perón.

Además, el contexto varió a causa de la represión legal e ilegal que fue constituyéndose durante ese período. Perón invirtió el discurso reactivo sobre la violencia que había sostenido durante el exilio: “Cuidado con sacar los pies del plato, porque entonces tendremos el derecho de darles con todo”, había afirmado en agosto de 1973. Por otra parte, crecieron las alusiones negativas de Perón hacia Montoneros, tildándolos de “perturbadores”, “infiltrados”, “agitadores”, “subversivos”. Como se puede observar, lejos de proponer una solución institucional, las palabras del líder incentivaron una respuesta por fuera de la legalidad. En septiembre de 1974, Montoneros toma la decisión de pasar a la clandestinidad y se suspendieron las revistas.

Tanto en El descamisado como en sus sucesoras, El peronista y La causa peronista, dieron cuenta de viejos y nuevos adversarios. Un rasgo fundamental que los definía era su carácter de “intermediarios”, cuya existencia obstaculizaba el contacto entre Perón y el pueblo. Según Slipak, se pueden observar dos niveles de adversarios: uno era el imperialismo y la oligarquía, que ya se había planteado, fundamentalmente en versiones del revisionismo histórico; el segundo apuntaba a un actor interno al Movimiento Peronista: la burocracia sindical, que habría buscado la “negociación” con los sucesivos gobiernos en contraposición a la “lucha” que el pueblo habría necesitado para mantener las conquistas del decenio 1945-1955. Vandor, así como los metalúrgicos Rucci y Lorenzo Miguel, eran ejemplos paradigmáticos de esa voluntad negociadora. En este mismo nivel se consideraron también algunos funcionarios políticos como López Rega, la cara visible de muchos asesinatos de militantes de izquierda.

Desde estos posicionamientos se construyó lo que se conoce como “teoría del cerco”, la cual explicaría que Perón era engañado por esos “intermediarios” que lo rodeaban y que no permitían el acercamiento entre Perón y el pueblo. Si bien la propia Conducción aduce que esta teoría fue descartada tempranamente por considerarla un error, un “infantilismo político”, para Slipak, la idea del cerco se mantuvo vigente, pero conviviendo con cuestionamientos directos a las acciones y declaraciones del líder.

En las declaraciones de la “Charla de la Conducción Nacional” se advirtió: “hemos hecho nuestro propio Perón, más allá de lo que realmente es. Hoy que Perón está aquí, Perón es Perón y no lo que nosotros queremos”, aunque “compartimos el proyecto estratégico que formula Perón”. Es decir, que la teoría del cerco posibilitaría salvaguardar la imagen simbólica de Perón de sus prácticas concretas, la importancia del líder para el pueblo, y que, más allá de los cuestionamientos, Perón nunca ocupó el lugar de la alteridad.

Estas imágenes discuten un diagnóstico repetido sobre Montoneros que sostiene su intento de reemplazar a Perón en la conducción del Movimiento. Esa afirmación oculta que lo que propuso su prensa legal fue una concepción comunitaria distinta a la de Perón: la necesidad de estructurar al pueblo con asociaciones intermedias representativas.

Prescripciones y normas: la idea del desvío y del espejo.

Evita montonera fue una revista interna y clandestina, acorde a la nueva posición de Montoneros en la coyuntura política. Sus páginas revelan elementos indispensables para terminar de percibir la identidad de la Organización sostenida en sus publicaciones. En ellas se prescribió un horizonte de sentido en relación con las normas de conducta y la justicia interna que cubrió no solo las prácticas de superficie y clandestinas sino también los ámbitos familiares e íntimos de los militantes. Así, se propuso un modelo ligado a la monogamia, la heterosexualidad, la fidelidad marital y la presencia de los padres en la crianza de los hijos.

Asimismo la publicación reivindicó las características de un combatiente modelo: su preocupación por los sectores populares, la aspiración a la justicia social, la obediencia a las órdenes impartidas, la disciplina estricta, la pasión militante y la frialdad en la consecución de los objetivos. No había límites para la entrega. La pérdida de la vida era una posibilidad cotidiana y a la vez, enaltecedora. En este sentido, el mandato sacrificial y la figura de mártir propia de la tradición cristiana –que Guevara no había ignorado al edificar su hombre nuevo (“nuestro sacrificio es consciente; cuota para pagar la libertad que construimos”) – se enhebra con el ideario ya propuesto tempranamente en Cristianismo y revolución y fue propio también de otras organizaciones armadas como la del PRT-ERP. De esta manera, se pretendió proyectar una visión particular de la comunidad y de la subjetividad gobernada por una apariencia de uniformidad: una totalidad manipulable y controlable.

Conforme a la tradición de izquierda revolucionaria y así como se había planteado en la revista de García Elorrio, la Organización estipuló una codificación interna con delitos, sanciones y procedimientos jurídicos, sobre la base de una idea de justicia alternativa para las propias huestes. Prácticas jurídicas que recuerdan no solo a modos propios del estalinismo sino, incluso, a procedimientos propios de la iglesia durante el período Inquisitorial.

Ahora bien, como plantea Slipak, estas características que –en el marco de la clandestinidad y la represión recrudecen– son un continuum que rearticula y adapta pautas prescriptivas constitutivas en la Organización desde sus orígenes. Por eso, la autora discute con claves interpretativas que buena parte de la literatura reproduce: la idea del desvío y del espejo, según las cuales el proyecto político inicial con su compromiso social se habría convertido en un ámbito militar, violento, jerárquico y burocrático por decisión de la cúpula dirigente, imitando así lógicas ajenas como las de las fuerzas armadas u otra organización revolucionaria.

Slipak señala que ya en Cristianismo y revolución, de donde salieron varios montoneros, la política recurrió a la violencia y a las imágenes bélicas; que tanto los primeros documentos de Montoneros como sus revistas legales imbricaron la política y lo militar; plantearon que los frentes de masas eran un recurso más de la guerra revolucionaria; declararon que la política debía ser armada y celebraron a los militantes como combatientes heroicos. Las publicaciones clandestinas replicaron estas líneas. De allí que sería difícil aseverar que el arribo de lo militar fue tardío y desvió aspiraciones exclusivamente políticas.

Pensar lo militar, el marxismo y la disciplina bajo las figuras del desvío y del espejo desempeñó –y aún sigue haciéndolo– un papel crucial para explicar, en algunos sectores de la militancia, el porqué del fracaso.

Cuestionar la teoría del desvío y del espejo no significa dejar de reconocer la creación del ejército montonero en 1975 ni desestimar el predominio creciente de los dirigentes más rudimentarios sino que, para comprender la citada militarización y burocratización, así como su intensificación durante el exilio de la Conducción Nacional, habría que admitir más su lógica con el universo propio que con el ajeno.

Secretos que no prescriben. Reseña de «La maestra rural».

Por: Mauro Lazarovich
Foto: Felipe Barceló

La maestra rural es la primera novela del escritor Luciano Lamberti (1978). Lamberti forma parte de una generación de escritores cordobeses -junto con Federico Falco, Carlos Godoy y Carlos Busqued- que están escribiendo algunas de las obras más interesantes de la literatura argentina contemporánea. En La maestra rural el autor se permite regresar a la década del 70, para reescribirla desde una perspectiva que remite tanto a Juan Jose Saer y al fantástico argentino como a la ciencia ficción norteamericana.

 


 

“La maestra rural” (Luciano Lamberti)

Literatura Random House, 2016

288 páginas

 

La maestra rural es la primera novela del escritor cordobés Luciano Lamberti, conocido en buena medida por sus dos libros de cuentos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), ambos destacables por la singularidad de su estilo y temática dentro del rico y heterogéneo (y a veces también corriente y familiar) panorama del género en la Argentina. La novela narra la historia de Angélica Gólik, maestra rural, poeta ignota cordobesa y designada “loca del pueblo” casi unánimemente por todos los personajes que conforman el coro de la novela. La ficción se construye principalmente a partir de dos testimonios, los únicos que se repiten a lo largo del volumen: el diario personal de Angélica, y el de Santiago, un joven estudiante de letras, autor de una serie de “poemas malísimos”, obsesionado insana y descontroladamente con la poesía al punto de que vive su vocación, heroico e ingenuo, como un magisterio sagrado.

Santiago sufre un desestabilizador encuentro -por una serie de casualidades misteriosas- con los libros (auto-publicados y menores) de Angélica y descubre en ella a una autora que lo fascina y lo lleva a salir a su búsqueda. El acercamiento lateral al género policial de Lamberti, que sigue el formato “poeta/detective busca a poeta desconocida”, lo emparentan inmediata y evidentemente con la obra de Roberto Bolaño. Sobre todo considerando que La maestra rural es, como Los detectives salvajes, por un lado, una obra que destila poetas y que trata a la poesía como una “cofradía secreta”, conformada por una serie de personajes anónimos, invariablemente pobres y excéntricos que la viven como apóstoles de una causa sacra y, por otro, a que recurre casi a la misma estructura: parte journal y parte relato coral y polifónico.

Agrego como última coincidencia que, al igual que Bolaño, Lamberti no escapa de la (parcial) representación de la década del 70, ni de la aparente atracción por una época de innegable efervescencia política y estética. De hecho la novela construirá una larga serie de testimonios laterales que, si bien suelen orbitar alrededor de Angélica, la cual recorre como un rumor toda la novela, escapa del mundo de la poesía y posibilita la incorporación de dos condimentos fundamentales para la narración: la ciencia ficción (término aquí intercambiable con el “fantástico”, es decir, con las particularidades del género en la Argentina) y la lógica paranoica. Me detengo brevemente en ambos elementos.

En una reciente entrevista sobre su libro Lamberti dice: “Quería contar la dictadura mediante la paranoia y la monstruosidad, me interesaba el clima ominoso de la dictadura sin caer en lugares sabidos”. Ya Juan Terranova, en un sólido ensayo sobre el autor, incluido en su libro Los gauchos irónicos (2013), destacó el modo en que el minimalismo norteamericano le facilitaría una forma distintiva de retratar a la clase baja. En este caso será la perceptible -aunque implícita- referencia a los escritores de ciencia ficción norteamericanos (con toda probabilidad Phillip K. Dick y Stephen King, aunque provocadoramente Lamberti incluye en los agradecimientos del libro al “doctor” Zecharia Sitchin) la cual le ofrece una solución innovadora para una temática acostumbrada.

Lamberti recurre a dos momentos fundamentales de la historia argentina: el último peronismo (el peronismo del oscuro López Rega susurrando secretos al oído de un anciano Perón) y la última dictadura militar, para conseguir una revisión original –aunque incompleta, apenas sugerida- de la historia argentina en clave conspirativa, paranormal y freak. En La Maestra Rural hay desapariciones no-políticas y abducciones (algo que un poco remite a Los Rubios de Albertina Carri), sectas misteriosas que se comunican telepáticamente con sus miembros, viejos que se vuelven jóvenes, parapsicólogos, brujos y curanderos, “hombres y mujeres muy poderosos”, ocultos a plena vista, que anticipan la inminente llegada de un apocalipsis postergado pero anticipado por todos.

La combinación de estos elementos, ubicados conscientemente en una época que, vista desde el presente, aparece como territorio del absurdo, aspira a una recodificación retrospectiva que permita revelar sus fisuras y visibilizar la imperante irrealidad del pasado histórico, tanto para subrayar su extrañeza como para denunciar la entrecomillada normalidad del presente contemporáneo. Tanto en la particular aproximación a la temática como en el cuidoso modo con el que Lamberti elige sus palabras, se percibe un potente efecto de distorsión en el discurso de sus personajes, deformado hasta volverse inquietante. Filtrada por Lamberti, por ejemplo, la imagen de los militantes esperando un “mensaje” del exiliado Perón, remite menos a una romántica fidelidad partidaria que a un grupo de fanáticos esperando la llegada de una señal de la nave nodriza. Uno de los personajes de la novela parece explicar perfectamente el ejercicio: “leer el pasado como parte de un plan. Tomar elementos históricos facticos y rearmarlos para que digan algo distinto”.

La revisión de parte de la historia argentina a través de la impronta de la ciencia ficción se combina, como dije antes y como sugiere el fragmento recién citado, con la incorporación de una lógica conspirativa y paranoide. Ricardo Piglia sugiere que la ficción paranoica está formada por dos elementos: por un lado la “idea de amenaza” (el enemigo, el que persigue, el complot, la conspiración) y, por otro, el “delirio interpretativo”, es decir, la creencia de que las casualidades no existen, de que “todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que me está dirigido”.

Walter Benjamin, en una intervención citada hasta el hartazgo, relaciona la emergencia del género policial con la expansión urbana y la consecuente formación de una masa anónima. Como si asumiera esta premisa como un desafío, Lamberti procura todo lo contrario: retomando una línea que podríamos relacionar, como Terranova, con Juan José Saer y Horacio Quiroga, apuesta por el espacio rural como territorio de lo desconocido y lo siniestro (elemento que de manera totalmente distinta apareció también en Jauja de Lisandro Alonso). Al situar buena parte de la acción en un pueblo del interior de Córdoba, con personajes desplazados –lúmpenes- y deformes (la poeta bigotuda, el marido tuerto), el autor reubica la posibilidad de la amenaza en la soledad de las rutas provinciales, en el inquietante silencio del campo, y trastoca la idea de sospecha, ahora escalofriantemente presente en la realidad más cotidiana, más directamente, en la vecindad y en la familia.

La segunda premisa de Piglia, aplicada a La Maestra Rural, podría insinuar una forma de concebir la actividad literaria. Otorgando la razón a sus personajes el autor parece pensar la literatura como una imposición del destino: son los libros los que buscan a sus lectores y les revelan la realidad como un simulacro, condenándolos a intentar descubrir su verdad oculta, a descascarar los misterios de su presente y encontrar, invariablemente, algo “negro y resbaloso”, algo que da “miedo y nauseas”.

“Hay que ser raro para dedicarse a escribir, sobre todo poemas”, repiten con variaciones los personajes de la novela. El comentario me sirve para introducir una paradoja, creo, planteada por Lamberti en su libro: ¿la literatura es la posibilidad de acceder a lugares inaccesibles o es una consecuencia de ese acceso?

La pregunta, que Lamberti confiesa arrastrar desde que escribió su tesis de licenciatura sobre el poeta Héctor Viel Temperley, cuyos dos últimos libros (Crawl y Hospital Británico) parecen escritos en un estado de éxtasis místico y religioso, desde un territorio infranqueable y “posthumano” o, como Angélica, desde el “infinito y más allá”, resuena en varios momentos y personajes del libro. Figuras como la de Santiago, quién “transportado” por la lectura de Gólik parece incapaz de retomar su vida con normalidad, procuran devolver a la literatura un contenido mágico y trascendente, y a la poesía un origen entre espiritual y extraterrestre.

De favorecer una lectura alegórica (advierto: desaconsejable) podríamos argumentar que la capacidad de ingresar a territorios alternativos de la realidad a través del dominio de las palabras ofrecería una suerte de compensación, una forma -torcida- de paraíso contra el menosprecio que padece la obra de estas figuras fantasmales que, desde el más absoluto anonimato, cambian el destino de la literatura sin que nadie se entere. Sugiero, sin embargo, que la apuesta de Lamberti es con todo y que La Maestra Rural busca reconocer la literatura como un instrumento poderoso y, en consecuencia, un arma de doble filo: capaz de salvar a una poeta huraña de las ajustadas fronteras de la identidad, pero también de volcar a un joven inocente a la locura, de revelar una verdad horrorosa e indeleble, de destruir una existencia.