Entradas

José Martí desde la toma universitaria

Por: Juan Recchia Paez

Escena de las clases públicas en el contexto de la lucha por el financiamiento de las universidades nacionales y del sistema científico de Argentina: lecturas coyunturales de “Nuestra América” de José Martí.

Imágenes: @camilo_cienfotos


Tras la aprobación en Diputados del veto del gobierno de Javier Milei al presupuesto universitario y en el marco de la profundización de las medidas de lucha que, desde principio de año tiene como protagonistas a toda la comunidad universitaria (docentes, no docentes, estudiantes y familias), explotaron, en todo el país, medidas de paros, tomas de facultades y marchas federales. En este marco, el pasado martes 15 de octubre se dictaron clases públicas sobre la avenida circunvalación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata.

Con la cátedra de Literatura Latinoamericana I venimos estudiando las poéticas modernistas de José Martí, Rubén Darío y Delmira Agustini. En particular, estamos leyendo las primeras crónicas del exilio estadounidense de Martí en Nueva York entre los años 1881 y 1892 desde un enfoque que busca reponer la noción de “religación” acuñada por Susana Zanetti (1994). La propuesta de la cátedra es leer la integridad del proyecto modernista en el cruce entre estéticas y políticas que posibilitó aquello que Angel Rama (1983) llamó la segunda independencia de América Latina.

Mientras nos acomodábamos en ronda en medio de la avenida, con la ayuda de la adscripta, Juana, comenzamos nuestra clase releyendo esas primeras impresiones que registra la crónica martiana: “un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana” (Ramos 1989): donde el joven cronista se fascina y asombra frente al nuevo parque de diversiones de la metrópoli yanqui. Tal como apunta el cubano: “En los faustos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte.” Esta cita que abre la clase no obtiene una mirada amable por los y las estudiantes militantes que vienen de pasar la noche en la facultad y cursan con la bolsa de dormir debajo de sus pies, pero nos sirve de excusa para llamar la atención sobre el punto que queremos tratar a propósito del célebre texto que es “Nuestra América”.

 

Por ello, inmediatamente, reponemos las condiciones de posibilidad de la “prosa urgente” (Weinberg 1993) del discurso dictado por Martí en la Primera Conferencia Panamericana de Washington de 1889. En esta antesala de lo que es hoy la OEA, se buscó renombrar a la región como panamericana y también allí se germinaron principios de la gran lucha antiimperialista que caracterizó al siglo XX. En un contexto realmente adverso, contexto en el cual Cuba continuaba siendo colonia española, y el intervencionismo yanqui, avalado por la doctrina Monroe, avanzaba como un “gigante de siete leguas”; Martí alertaba a viva voz, la necesidad de retomar las luchas independentistas, contra “el tigre de afuera” y “el tigre de adentro”. Así lo leímos en la clase:

“Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominio en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, caudas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”

Nos detenemos sobre este llamado de atención, en esa tensión constitutiva de la prosa martiana que sostiene por un lado el ritmo vertiginoso del acecho, del peligro y de la amenaza que implica para los pueblos de América Latina el poderío de la incipiente sociedad de consumo (en épocas en que Mc Donalds no existía ni como un almacén) frente al proyecto espiritual y culturalista de un “nosotros” quienes, como una rebelde mariposa libre, vivimos “en la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria”. Tensión que aparecerá en la prosa de Nuestra América no necesariamente como respuesta al avance incesante de la todavía joven “ansia de posesión de una fortuna” vacía de espíritu, sino como proyecto necesario de creación y disputa de afiliación y alianza latina. Con la vista en ello, Juana aprovecha para leer la siguiente cita de Ramos (1989):

“El valor y el signo político de cada reflexión sobre lo latinoamericano no radica tanto en su capacidad referencial, en su capacidad de “contener” la “verdadera” identidad latinoamericana, sino en la posición que cada postulación del ser ocupa en el campo social o, para ser más exactos, intelectual, donde la “definición” se enuncia. En ese sentido, América Latina existe como un campo de lucha donde diversas postulaciones y discursos latinoamericanistas históricamente han pugnado por imponer y neutralizar sus representaciones de la experiencia latinoamericana; lucha de retóricas y discursos –a veces seguidas de luchas armadas– que se disputan la hegemonía sobre el sentido de “nuestra” identidad.”

Luego, para comentar esta cita apuntamos la pregunta incómoda acerca de qué nos define como latinoamericanos y por qué se supone, en el sentido común, que el ser latinoamericano es la sumatoria de la triple herencia indígena, afro y europea, o el color local de toda una serie de adscripciones marginales: pobres, campesinos, indígenas, afrodescendientes… La ruptura con la referencialidad que señala Ramos, vuelve a aparecer cuando, maliciosamente, hablamos del uso de los pullovers norteños que vemos entre los y las estudiantes y nos volvemos a preguntar: ¿Cómo podemos desarticular la lectura panfletaria de este famoso ensayo propia de cierto progresismo a lo largo del siglo XX y XXI? ¿Cómo desentenciar la prosa política de los discursos identitarios latinoamericanos?

Juana había preparado una serie de apuntes a propósito de los recursos estéticos que rescata David Lagmanovich (1987) sobre el “nosotros” del texto. Nos detenemos a observar y leer  una serie de imágenes muy bellas sobre toda la flora y la fauna que aparece en el ensayo para repensar el grosor nada metafórico que tiene la simbología martiana. Los árboles, que se han de poner de pie, por ejemplo, se alejan demasiado del árbol saussuriano en tanto imagen del signo lingüístico y cobran corporalidad en una imagen que nos permite extrapolar un comentario sobre discusiones contemporáneas a propósito del avance desmesurado del extractivismo y de los desmontes en nuestros territorios.

La pregunta por el “nosotros” nos lleva también a reconstituir el movimiento dinámico de las textualidades modernistas en sus circuitos de publicación por las capitales del continente y el uso del español como lengua (bastarda) de la hermandad latina. Si han viajado alguna vez al exterior, podemos corroborar como, por más mínima que parezca, esa hermandad se comprueba cuando entre latinos nos consultamos dudas y compartimos algún mate o café. Por ello, nos preguntamos también, si en este contexto de tomas universitarias y de clases públicas, no estaríamos ocupando el lugar de ser los y las lectoras ideales en la mirada martiana. ¿Cómo la lucha actual está construyendo nuevas alianzas en las que no abandonamos nuestras disputas históricas pero que nos llevan, por ejemplo, a marchar junto con los grandes dinosaurios de la institución académica y hasta compartimos videos de Mirtha Legrand apoyando a la Universidad Pública?

Ya está avanzando la mañana y el sol empieza a subir y a pegar fuerte en la calle, una alumna me ofrece un poco de protector solar para ponerme en la cara. Llegamos al célebre pasaje sobre las dos Grecias que aparece en Martí. Juana pregunta ¿qué significa Grecia y cual sería “nuestra Grecia” según el texto? Los y las estudiantes que, por lo general vienen de cursar más de dos o tres años de lenguas clásicas en su formación curricular, se quedan como atónitos entre la obviedad y el desconocimiento. Aparece ahí un nudo interesante con el cual seguimos hablando sobre el escaso estudio de las lenguas indígenas en nuestras instituciones y del por qué no podríamos estudiar, por ejemplo, al guaraní como lingua franca de nuestras civilizaciones.

Las críticas martianas al positivismo cientificista, nos vienen como anillo al dedo para unir estos últimos dos tópicos. Sobre todo cuando Martí ataca el famoso lema sarmientino: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Desde la coyuntura que nos convoca, señalamos, las diferenciaciones entre el “hombre real” y el “letrado artificial” sobre la cual se determina el “arte del buen gobierno” según el intelectual cubano. Nos detenemos en apuntar una serie de limitaciones martianas, donde a las claras el privilegio del “buen gobernante” estaría vedado para los sectores marginales de nuestra sociedad (mujeres, indígenas, afrodecendientes). Y apenas mencionamos cierta referencia a los discursos y políticas del presidente actual, ya que toda la jornada de lucha es contra estas políticas, pero sí reponemos la lectura que aporta Graciela Montaldo (1994) y que nos sirve como propuesta de relectura de nuestra praxis social en términos estrictamente artísticos o literarios:

“Lo latinoamericano entonces no parece ser para los modernistas (ni en sus actitudes ni en sus textos) un conjunto de rasgos a definir sino un espacio de construcción para una tradición estética, de una identidad individual, de una figuración sobre el pasado y los orígenes; fundamentalmente una posibilidad de desprenderse de las formas culturales de sus antecesores y la posibilidad también de sentar las bases de una nueva formación cultural. América Latina aparece como gran espacio de circulación cultural global, casi por primera vez. Aparece menos como pasado que como futuro.”

Mientras Juana repone la pregunta por los tiempos verbales del ensayo, yo me dedico a sacar unas fotos y veo el esfuerzo de cada estudiante sentado en la ronda, con el sol de frente, el viento que vuela los papeles, las caras que hacen fuerza por escuchar las palabras de la profesora entre tantos camiones y autos que tocan bocina en apoyo a la medida. Veo, también, a las estudiantes alemanas  subiendo fotos de la manifestación en Instagram y compartiendo contenidos con sus colegas extranjeros. Además de los y las estudiantes que militan en las más de 12 agrupaciones estudiantiles de la Facultad, se han conformado grupos espontáneos y comisiones de estudiantes que, tal vez, por primera vez están pasando día y noche en la protesta. Por suerte están bien equipados, algunos sacan agua mineral, otros toman mate, aquél se abre una Coca cola para refrescarse. Bromeo acerca de que, contra mi prejuicio, a la clase de hoy no faltó nadie.

Me pregunto si no estaremos presenciando una nueva figuración de la lucha en América Latina. No lo pienso en contenidos revolucionarios, creo, sino más bien en formas dinámicas de disputa, en alianzas concretas y en construcciones comunitarias. Mientras tanto la escucho a Juana que señala el carácter proyectivo que tiene el presente de la escritura martiana, cuyo principal objetivo es el de romper con la copia, con la mímesis de los principios y de las identificaciones “a la europea”. Me siento limitado para entender las reverberaciones ideológicas de la nueva generación, pero hay algo allí de lo colectivo que se activó en este año de marchas federales, multitudinarios encuentros y manifestaciones masivas que pone en jaque nuestra cotidianidad capitalista.

Si bien no sabemos bien qué forma tomará todo esto, evidentemente hay aquí una creación imparable, la de la potencia joven, tal vez eso que Martí gustaba tanto de llamar “espíritu” que, una y otra vez, desde la reforma universitaria hasta el presente, sigue articulando de manera heterogénea  no una esperanza en abstracto sino la energía inagotable de las fuerzas del aula:

“Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la lenvantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.”

Cerramos la clase, me dirijo a Juana que está muy cansada y me confiesa que vino a dar la clase sin dormir y que ya mismo va a aprovechar a ir a darse una ducha antes de la marcha de antorchas interclaustros programada para la tarde (la marcha universitaria platente que fue, según dicen, la más grande de la historia). Mientras junto los apuntes y las fotocopias, una alumna viene y me dice: “Profe, le acabo de mandar una foto al mail donde se lo ve leyendo a Martí con los grafittis y las banderas de la toma.”


Bibliografía

Imágenes: @camilo_cienfotos

Lagmanovich, David, “Lectura de un ensayo: ‘Nuestra América’ de José Martí”, en Iván Schulman (ed.), Nuevos asedios al modernismo, Madrid, Taurus, 1987.

Montaldo, Graciela, La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y Modernismo, Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1994.

Martí, José, Escenas Norteamericanas y otros textos, seleccionado por Ariela Schnirmajer, Buenos Aires: Corregidor, 2012.

Rama, Ángel, «La modernización latinoamericana. 1870-1910», en Hispamérica, a. XII, n. 36, 1983, pp. 3-61.

Ramos, Julio, Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, FCE, 1989.

Weinberg, Liliana, “Nuestra América en tres tiempos” en José Martí a cien años de Nuestra América, México, UNAM, 1993.

Zanetti, Susana, “Modernidad y religación: una perspectiva continental (1880-1916)”, en Ana Pizarro (Org.), América Latina: Palabra, Literatura e Cultura. Volume 2: Emancipaçao do Discurso, Sao Paulo, Memorial da América Latina, Unicamp, 1994, pp. 489-534.

 

 

 

 

 

 

 

 

Morir de archivo

Por: Javier Guerrero

Javier Guerrero es profesor asociado de estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton, sus investigaciones están focalizadas en la intersección de la cultura visual y sexualidad, especialmente en el cuerpo como lugar de promulgación y recreación de disputas y sobre su materialidad. En este texto, adelanto de la presentación y conversatorio que se llevará a cabo en la Sede Volta de la UNSAM, explora la noción de archivo como un exceso capaz de discutir y destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe.


Parto de una premisa. Todo archivo es un dispositivo póstumo. Su activación se perpetra con independencia de la vida de su autor. Archivar es un poco morir, pese a que ese a quien se archive continúe viviendo. Indago, sin embargo, en una dirección contraria. Me aproximo a la idea de que el archivo excede su condición funeraria y en él pueden producirse formas de vida y permutaciones somáticas capaces de desafiar la tajante división entre vivir y morir, inclinadas a emancipar la coincidencia entre el fin material del autor y el cese de su escritura. Me interesan las diversas e ingeniosas maneras con las que el cuerpo autoral escribe luego de perecer. Pienso cómo la autoría, el cuerpo y la obra pueden continuarse desde el más allá. Me pregunto, sin embargo, ¿cómo opera este tránsito?, ¿cómo la escritura se materializa, es decir, se hace materia después de la muerte?, ¿cómo el archivo produce una sobrevida material más allá de la fijeza de morir, morir de archivo? Los problemas que discutiré a continuación dan cuenta de las maneras en que el archivo se vuelve un exceso capaz de discutir y, en ocasiones, destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe. Aquí radica mi principal argumento.

Porque la interacción entre materialidad corporal y archivo de escritor ha sentado las bases para activar a este último como laboratorio de extensión de la vida y, por consiguiente, de una compleja revisión de los límites de la figura del autor, así como de los de la obra como producción sellada tras la pérdida material de su agente. Porque los archivos también son artefactos que producen nuevas pieles autorales y sobrevidas sintéticas, que disputan tanto las nociones más férreas de autor como el fin biológico de la vida.

Por ello, he dicho que mi discusión excede el problema de lo póstumo, con el que se han concebido tradicionalmente los papeles. Ya Arlette Farge definió la sala de consulta del archivo como un espacio sepulcral.[1] Pese a que su interés radica en dar cuenta, por ejemplo, de cómo emergen las voces e historias de los oprimidos de los archivos policiales consultados en la Biblioteca del Arsenal, Farge hace uso de la figura del cementerio ––frío, gris, opresivo, donde el tiempo se ha suspendido[2]–– para caracterizar el lugar en el que interactúa con los seductores documentos. Carolyn Steedman, por su parte, relata que las primeras excursiones del joven historiador francés Jules Michelet a los Archivos Nacionales de París son descritas por el mismo como un ingreso a “catacumbas de manuscritos” en los que se respira el polvo de sus documentos.[3] Propongo, por el contrario, una reflexión sobre aquello que se compone más allá de la muerte, que cobra vida desde la ultratumba pero se gesta como sobrevida con independencia de la mano viva del autor, quien paradójicamente vuelve con la ayuda de otras manos, prostéticas y amorosas, para poder escribir. La sala de consulta es una superficie muy alejada del sepulcro que debemos acariciar para acercarnos a aquello que está allí, aunque todavía no lo sepamos. El archivo se halla más allá del circuito cerrado de la vida, más allá de su revisión post mortem; o, mejor dicho, el archivo sencillamente se concibe más allá.

Pensar el archivo ha sido una tarea a la que me he aproximado desde el cuerpo. He indagado en el archivo como materia, en sus muchas dimensiones y formas, incluso cuando discuto su inmaterialidad, su analfabetismo. En tal sentido, mi trabajo prueba que las operaciones materiales propias del archivo se producen de manera simultánea o paralela a nuevas sedimentaciones del cuerpo, postergadas de la vida misma. La materialidad propia del archivo es capaz de impulsar operaciones que modelan el cuerpo de su autor, modelaje que puede producirse en un sentido metafórico, pero que definitivamente se perpetra en un curso estrictamente material. Porque el archivo no sólo conserva las huellas del cuerpo y su pasado, sino también reproduce la lógica y la narrativa de su intrínseca capacidad de transformarse. Su impacto sobre la inteligibilidad corporal dependerá de cómo, a su vez, estos cuerpos archivados sean capaces de jaquear el sistema que los oprime, incluido el del archivo mismo, para así hacer factibles sus ejercicios de transformación y metamorfosis. Y es solo a partir de su constatación háptica, su condición de materia táctil, visible, audible, sensorial, que entiendo su complejidad y su infinito potencial sobre las nociones de autor, cuerpo y obra.

Achile Mbembe caracteriza la sensorialidad del archivo como la prueba fehaciente de que algo realmente sucedió; y, por lo tanto, su destino final estaría fuera de su propia materialidad.[4] Mbembe entiende la naturaleza material del archivo, inscrita en el universo de los sentidos, como índice de algo que lo excede. Concibo, más bien, el archivo como una condición en la que se intersectan las materialidades del cuerpo y del archivo mismo, que entrelaza las narrativas somáticas y el momento en el que tocamos el archivo, para producir una dimensión material que desconozca las distinciones entre su afuera material y de la vida que está por gestarse entre los papeles de autor.

Asimismo, el archivo constituye un complejo campo de batalla.[5] La nación y la institución son las encargadas de trazar sus límites y pertenencias.[6] No obstante, aunque el problema del archivo esté ligado a ansiedades locales, nacionales o instituciones, a marcos domésticos propios de la comunidad imaginada[7], la condición paria, transnacional y migrante propia del archivo logra inventar nuevos espacios y articulaciones para, entonces, poder sobrevivir. Es decir, el archivo contiene siempre sus propios protocolos y convenciones de lectura que ingresan cuando se funda o inventa, pero que también detentan las posibilidades de vulnerarlo e intervenirlo. Por esta razón, él posee la capacidad de contestar y rebelarse ante aquello que lo reduce y limita. Asimismo, la potencialidad también se produce de espaldas a las escrituras nacionales, lo cual le permite ordenarse de acuerdo con otras lógicas y relatos, a partir de figuras alternas a la ley y las regulaciones del archivo, del sexo y del cuerpo.

El escritor cubano Reinaldo Arenas ha guiado el cuerpo crítico que me ha permitido sospechar del archivo, en especial de su fijeza o de su condición de epitafio. Su trabajo literario, que inquieta en muchas dimensiones las temporalidades más fijas de la vida y la muerte, ha sido pieza fundamental para la materia de mi propuesta. La plasticidad del cuerpo de Arenas funda, bajo mi perspectiva y en mi propio recorrido personal, así como en el de mis manos, el problema material del archivo sexuado de escritores en América Latina. El archivo de Reinaldo Arenas ubicado en la Universidad de Princeton consiste en una recopilación de trabajos y documentos personales del autor correspondientes al período abarcado entre 1968 y 1990. Su materialización, producida en vida, intersecta y detiene las posibilidades de destrucción, desaparición o censura. El archivo, por lo tanto, se abre más allá de los controles nacionales, las ansiedades locales y se ubica por fuera de las condiciones que amenazarían su materialidad, pero también sus potenciales sobrevidas. El archivo es un amparo desterritorializado, cuenta con la posibilidad de gestarse al margen de su negación vernácula.

Sin embargo, no se trata de un archivo estático, si tal cosa fuera posible. Luego de la muerte de Arenas, tanto sus amigos como sus colaboradores más cercanos han continuado la colección e incluso se han creado, asociadas a ella, constelaciones de archivos y documentos del escritor. Arenas siempre pensó en su archivo como sepultura y, en este sentido, su colección desde temprano, desde su propia concepción, produce un ensayo del cuerpo fuera de la maquinaria biológica y la temporalidad de la vida. Por todo esto, el archivo permite experimentar de manera reiterada con sus formas sexuadas en el inmenso afuera de la finitud material de la biología y de las réplicas del dualismo o binarismo de género.

La destitución de la fijeza del archivo, su fetichización y sedimentación, resulta otro problema fundamental para mi trabajo. A diferencia de la obra terminada, todo aquello que entra en el archivo ha sido históricamente pensado como exceso, como aquello no concluido o que incluso puede contradecir la firma de su autor. Se ha concebido como basura de autor. El archivo es siempre una obra abierta, está volcado hacia lo incompleto, hacia la negación de la permanencia y se une como artefacto tránsfuga, desanclado y volátil. Se trata de un relato material que no intenta clausurarse como obra completa, que por el contrario no termina ni terminará nunca porque culminar sería morir. El archivo es una suerte de impronta residual, de fragmentos y restos que discuten y niegan la totalización de una obra, un autor o del mismo cuerpo o archivo. El archivo es una condición material siempre en proceso de estar y de ser. Allí radica su potencia, su compleja y diferida condición reproductiva.

Como he apuntado desde el principio, la noción de archivo que reclamo es del todo material. Los archivos que trabajo son siempre papeles, manuscritos, cosas u objetos, materiales que deben ser tocados o, por lo menos, imaginados o fantaseados como tales. Aquí el archivo no es sinónimo de canon ni corpus o de memoria colectiva.[8] A diferencia de ello, para mí el archivo es siempre un repositorio enmarcado en espacio y tiempo, por una condición de consignación y pertenencia. Porque la materialidad del archivo y mi indagación en las formas físicas de la escritura y de la categoría de autor resultan clave para discutir la materialidad del cuerpo, de la obra y sus múltiples sobrevidas. En la proliferación de materiales prostéticos o cosméticos, como sucede en el caso del archivo del escritor mexicano Salvador Novo, quien deposita sus pelucas, anillos y chalecos en su colección del Centro de Estudios de Historia de México Carso; u orgánicos, como acontece en el caso de Delmira Agustini y la preservación, por ejemplo, de su cabello en la Biblioteca Nacional de Uruguay, se gestan experimentos somáticos en los que los límites materiales del cuerpo se expanden y logran articular nuevas siluetas que ahora disfrutan poder inscribirse en el horizonte simbólico del cuerpo. Esto sucede dado que los propios archivos están marcados por su condición minoritaria ––por la del joto, en el caso de Novo, o el de la mujer divorciada, en el caso de Agustini––, de complejo ingreso en la ciudad de las letras y sus férreos anillos lectores.

Me interesan las escenas de lectura de archivo. En cierto sentido, el problema de quién lee el archivo, quiénes serán capaces de narrarlo a futuro, quiénes lo proveerán de un sentido y un tiempo resultan fundamentales y no distantes del cuerpo. El archivo, abierto a la interpretación y por ello a un porvenir instalado desde siempre en él, depende de la sintaxis crítica que le confiera significación. Por ello, la puesta en escena de la lectura del archivo ––de mi parte, las manos con las que escribo aunque ahora no las vean, pero también de quienes conciben su propio archivo o se atreven a leer el de otros–– resulta imprescindible para discutir y proponer su legibilidad. Las disputas del sentido se hacen explícitas cuando se produce esta escena de lectura. Por ejemplo, leer el archivo del padre, como sucede con el caso de la escritora chilena Pilar Donoso, hija de José Donoso, constituye un episodio cardinal que a fin de cuentas hace emerger no solo a una arconte proscrita, a la hija a quien se le ha prohibido leer los papeles del padre, sino principalmente consolidar la gestación de una figura autoral. Propongo que el ojo desnudo resulta una trampa de archivo; contrariamente, leer a través del velo, con la mirada velada, conlleva una posibilidad material que cuestiona la transparencia adjudicada al archivo. Aquí el archivo transparente apunta hacia una hegemonía que desecha las posibilidades de alteridades e insiste en la finitud de la vida y la fijación del sentido. Pilar Donoso reclama desde la tumba, la del padre, pero especialmente desde su propio sepulcro, desde el que escribe después de muerta, el archivo que le ha sido arrebatado en vida.

Morir de archivo, entonces, no es morir. Es justamente organizar una nueva vida a distancia, es procurar deshacer la clausura de la tumba, es permitirse postergar las formas que no eran posibles, por muchas razones, durante lo que hemos denominado y seguimos llamando vida. Porque vivir es una condición que no termina con la expiración; porque escribir, incluso en la acepción más mecánica del término, se puede perpetrar desde el panteón, con las cenizas esparcidas o entre los mismos polvos del archivo. Si la escritura nunca es una empresa individual, si escribir siempre necesita de una comunidad y una máquina que involucre varias manos, volver después de morir también requiere de un cardumen entero de dedos dispuestos a acariciar y despertar aquello que en algunos casos tuvo que esperar muchos años para de nuevo aparecer. Se trata, pues, del renacimiento posible.


[1]Arlette Farge, The Allure of the Archives, translated by Thomas Scott-Railton (New Haven: Yale University Press, 2015), 114.

[2] Ibíd., 114-115.

[3] Carolyn Steedman, Dust: The Archive and Cultural History (New Brunswick-New Jersey: Rutgers University Press, 2001), 26.

[4] Achille Mbembe, “The Power of the Archive and its Limits”, in Refiguring the Archive, edited by Carolyn Hamilton, Verne Harris, Jane Taylor, Michele Pickover, Graeme Reid, and Razia Saleh (Cape Town: David Philip, 2002), 21.

[5] Cristina Freire, “Archive as Battlefield”, in Public matters debates & documents from the Skulptur Projekte Archive, edited by HermannArnhold, Ursula Frohne and Marianne Wagner (Köln: Buchhandlung Walther König, 2019), 167-175.

[6] Jacques Derrida. Mal de archivo. Una impresión freudiana, traducido por Paco Vidarte (Madrid: Trotta, 1997).

[7] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Lon­dres: Verso, 1983)

[8] Anna María Guasch aclara que a propósito del interés archivístico acontecido en las artes visuales contemporáneas, este se entiende como memoria colectiva. Anna María Guasch, Arte y archivo, 1920-2010. Genealogías, tipologías y discotinuidades (Madrid: Ediciones Akal, 2011), 303.