Oslo y el deseo: un realismo disfuncional

Por: Nahuel Paz

La segunda novela de Martín Caamaño ofrece una narrativa de la disfuncionalidad, de las aspiraciones y deseos que conducen inevitablemente a la frustración.


Oslo, de Martín Caamaño, es una novela que se posiciona en una zona que la literatura argentina suele tener definida hasta que se renueva la discusión: el tono realista que se filtra en las subjetividades de los personajes. Tenemos a Oso, que abre una cuenta en Facebook y busca a un viejo amor, Ana; también está Manuela, hija de Ana, ese viejo amor de Oso. Y alrededor de estos tres personajes se presenta un salto al vacío en búsquedas infructuosas que nacen cercenadas.

En este sentido, me permito pensar el realismo de la obra como una categoría que lleva al vacío. Leyendo con agudeza a Georg Lukács, Martin Kohan (2005) entiende al realismo en tanto “justeza promedial” que se resuelve en lo típico y cuyo horizonte siempre es social:

El realismo de Lukács no se sostiene entonces en una confianza llana en el poder de la palabra para designar la cosa, ni en el de la literatura para designar el mundo, sino en un sistema de representación convenientemente delimitado, que excede en todo sentido la eficacia lineal de la sola referencialidad. (Martín Kohan, 2005: 7)

La novela de Caamaño podría funcionar dentro de estos parámetros, como define Kohan los de la Literatura Argentina contemporánea:

Sus personajes son prototípicos, socialmente reconocibles; las referencias (…) no quieren ser sino signos de una indicación social genérica; se elige la tipicidad y no la sobresaliencia (una esquina cualquiera…) El mundo captado se articula como conjunto en un proceso social integral (…). (Martín Kohan: 2005: 13)

En las subjetividades de los personajes encontramos un realismo que se mete en las decisiones que toman, decisiones que parecen impulsivas y luego calculadas, o fruto de un cálculo lateral que no tiene la lógica que deberíamos esperar. Por caso, Oso con su cuenta de Facebook, red social con la que se entusiasma para luego dar paso a cierta abulia. O Ana, que todos los jueves cena en el mismo club, en una rutina que la muestra, justamente, como alguien rutinario, una imagen que sin embargo será deslavada capítulo a capítulo.

Y detrás de todo este juego hay un narrador que va dejando esquirlas de historias con un desapego casi objetivo, para que las/os lectores reconstruyan una cadena de momentos que en su ilación se vuelven desesperantes. Este narrador es clave para intervenir en los sentidos de las representaciones como sistema.

Fabián Casas dice que Caamaño “diseca las pasiones como si fueran un mapa mental”. Yo prefiero dejarle la operatoria a su narrador, que se instala sobre la dispersión, que expone vericuetos al tiempo que los esconde. Es él quien abre, sin denunciar, las mascaradas de los personajes, para concentrarse en las disfuncionalidades familiares que hacen de Oslo una proyección de lo deseado e imposible, de los equívocos repetidos, de las marcas y genealogías. Como si los personajes se difuminaran un poco (aunque no sea solo ni exactamente eso) mientras avanzan.

En Olso las familias no se descomponen, se disgregan por una fuerza que simula la pereza. Las familias de estos personajes se comportan como si no quisieran estar en los lugares que habitan o que se les imponen, como si la suerte se hubiera escindido en alguna parte y Oslo pasara a ser en un lugar deseado otro.

Fotograma de «Vértigo» de Alfred Hitchcock

Sara Ahmed, en La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (2016), reflexiona sobre la familia como un lugar que presiona en función de una felicidad incuestionable, la familia erigida como garante de una felicidad que es “medible”. De tal modo, si alguien tiene una familia (si forma una familia) debe ser feliz. Se puede asumir que este trabajo de Martin Caamaño ocupa las concepciones que plantea Ahmed: en su novela las familias presionan y obligan a puntos de fuga, como si se vislumbrara esa felicidad que tener una familia debería garantizar, para luego verla escapar por otros sitios.

En el centro de la historia habita una confusión que da comienzo a la disfuncionalidad, en el sentido que le otorgamos cuando algo se desarregla estructuralmente. Por ejemplo, Oso puede ser un escamoteo de Oslo, capital de Noruega y paraíso abstracto de la aspiración desarrollada en general y de Manuela, personaje principal de la obra, en particular.

Las nociones de paraíso y de aspiración se van expandiendo, porque los personajes están todo el tiempo aspirando a otra cosa, a algo que no ocurre, que no se da, que no se puede. La felicidad está en otra parte, en Oslo, Brasil o Mar Del Plata, pero nunca ahí, en el presente y en el lugar que cada uno ocupa. En ese centro aspiracional ocurre el desarreglo, en ese centro disfuncional está Manuela, que es quien quiere y desea irse a Oslo. No sabe bien por qué, pero ella desea estar ahí, mientras en su realidad debe cuidar a su “padre”:

Llega al living y encuentra a su padre en la silla: un bulto que alguien se dejó olvidado. Siempre le pareció un extraño su padre” y en esas relaciones surge el rencor, “El accidente en vez de sembrar la ternura y la compasión aumentó la distancia” (con Manuela). Con las gemelas no. Las gemelas lo quieren. Le festejan todo, hasta cuando las reta. Lo quieren tanto que se fueron a estudiar a capital. (Oslo: 17)

En Oslo los personajes tienen la torpeza de no saber cómo estructurar la disfuncionalidad o de hacer como que no saben. Por ejemplo, cuando Oso entra en la habitación del hijo de su mujer:

Empieza a hablar de forma torpe (…) repitiendo una y otra vez, como una verdad irrefutable, eso de que primero tiene que hacer el duelo, hacer de tripas corazón y hacer el duelo. Cada vez que termina la frase, emberenjenado, le pregunta al hijo de su mujer si entiende (…) Empieza a contarle la historia. Y mientras la cuenta, mientras se escucha a sí mismo contar, le parece que todo lo que relata forma parte de otra vida, una vida ajena, que ya no le pertenece, que ni siquiera está muy seguro de haber vivido. (Oslo: 21)

La historia que cuenta atropelladamente ya no es la suya, sino algo que se escapa. Y así se hace palpable en Manuela que, a su vez, desea a un hombre e irse a vivir a Oslo, pero termina con otro hombre y en Brasil. Este juego se ve en la propia Manuela que intenta discernir la precariedad de su situación en Brasil, entonces comienza a escribir sobre Laura Alvim, una filántropa brasileña que donó su casa para hacer un centro cultural. Le encuentra un parecido con Hedy Lamarr, inventora austríaca que fue también actriz y diva del Hollywood en la década de 1930. Manuela piensa en transfiguraciones y artificialidades:

Pero toda esa desesperación que en el retrato de la diva de Hollywood (Hedy Lamarr) aparece impostada, en el de Laura se transfigura en un desenfado totalmente natural (…) Es como si una fotografía fuese el reverso de la otra. La naturalidad de Laura Alvim contrasta con la evidente artificialidad de Hedy Lamarr, marcando una diferenciación posible entre la representación y la vida. (Oslo: 100)

Montaje: Laura Alvim/Hedy Lamarr

De todo este conjunto surge el planteo sobre realismo y vacuidad mencionado al principio de la reseña: en estas representaciones llevadas hasta el vacío la novela nos presenta una forma de leer momentos, historias y una disconformidad que acumula desasosiegos. Por eso Oslo, Oso, Manuela, Ana, se siguen desarreglando a lo largo de la narración. En Oslo todo será desarreglado hasta que no queden ni vacíos, ni representaciones, ni aire para respirar. 

Martín Caamaño. Foto de Manuel Iniesta 

Oslo

Martín Caamaño

Mansalva

2021

127 páginas


Kohan, Martín (2005). “Significación actual del realismo críptico”. Boletín/12 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, diciembre.

Sobre «Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas» de María Elena Lucero

Por: Mario Cámara

Mario Cámara lee cómo, desde una perspectiva decolonial y los estudios de género, María Elena Lucero propone un recorrido ambicioso por obras artísticas brasileñas y cubanas que quiebra los lenguajes canónicos y cose «hiatos de resistencia». Allí donde formas, prácticas y sobrevivencias no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización.


Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas (2019), de María Elena Lucero aborda un conjunto amplio de producciones visuales provenientes, como el título del libro lo indica, de Brasil y Cuba. Así desfilan producciones de Hélio Oiticica, Artur Barrio y films de Glauber Rocha, Joaquim Pedro de Andrade y Nelson Pereira dos Santos por el lado brasileño; mientras por el lado cubano Lucero aborda obras de Ana Mendieta, Marta María Pérez Bravo, Belkis Ayón Manso, Tania Bruguera y hasta el ensayo de Roberto Fernández Retamar dedicado a Calibán. Analizadas con rigurosidad y de un modo creativo, Lucero distribuye una perspectiva decolonial para la primera parte, dedicada a la producción brasileña y un abordaje que hace uso de los estudios de género, sin dejar de lado la clave decolonial, para la producción cubana. El libro propone un recorrido ambicioso que transita desde los años sesenta del siglo pasado hasta nuestro presente, y exhibe un amplio conocimiento de la bibliografía crítica de las y los autores estudiados y de las perspectivas críticas puestas en juego.

En la primera parte, Lucero sigue la trayectoria de Hélio Oiticica, deteniéndose en algunas de sus obras más emblemáticas: sus Parangolés, Tropicalia, su proyecto Cosmococa ideado en su larga estadía en NY, y sus Penetraveis Magic Square planificados a partir de su retorno a Brasil en 1978. Su análisis focaliza con agudeza las articulaciones entre creación artística y participación del espectador, vertebradoras del campo artístico brasileño durante los años sesenta y destaca que en ese contexto Oiticica trabajó con materiales no convencionales, podríamos decir también materiales pobres, tales como arena, telas, trapos, piedras. Con ellos procuró inducir ejercicios de liberación que condujeran al surgimiento de una nueva corporalidad. Asiduo visitante de las favelas, principalmente de Mangueira, Lucero lee en ese gesto, que lleva a Oiticica del acomodado Jardín Botánico al empobrecido pero vibrante morro, una suerte de desprendimiento respecto de la cultura eurocentrada y un paso más allá de un modernismo pulcro, de fuerte tradición en Brasil. Las telas rugosas, ásperas, con objetos cosidos y colgando, los materiales pobres, configuran, nos propone la autora, una opción estética decolonial que quiebra los lenguajes canónicos.

El recorrido de la sección dedicada a Brasil continúa con la figura de Artur Barrio, artista nacido en Portugal pero que desarrolla toda su carrera artística en Brasil. Contemporáneo de Oiticica, las producciones de Barrio más que a la participación del espectador buscan producir un choque a través del uso de materiales abyectos. Lucero analiza, por ejemplo, Trouxas ensanguentadas, bolsas o paquetes hechos con telas blancas y rellenos de vísceras, huesos, sangre y diversos flujos orgánicos, una obra que Barrio realiza en Río de Janeiro y Belo Horizonte en 1969 y 1970. Las Trouxas, además del uso, al igual que Oiticica, de materiales pobres, son leídas como experiencias que figuran la violencia de la dictadura militar brasileña de aquellos años. El estudio de Barrio, un artista muy poco difundido en Argentina, abarca también Situação T/T, 1 (3era parte) (1970), Áreas sangrentas (1975), Livro de carne (1978). Sobre este último, literalmente un libro hecho de carne cruda, Lucero no dirá: “La operación de Barrio es política. Las hojas de carne en fases de alteración progresiva constituyen una materia natural corrupta/corrompida que se vuelve inerte, muerta. Sustancia dañada, invadida por gérmenes o micro-organismos patógenos. La descomposición/corrupción de la carne emula la desintegración de la masa, el cuerpo colectivo afectado y atacado” (99).

Como anticipé, Lucero incluye en su estudio el cine de Glauber Rocha, líder del movimiento cinema novo y de acuerdo al crítico de cine Ismail Xavier, productor de potentes alegorías de un Brasil violento y colonial. Deus e o diabo na terra do sol (1964), que marca el inicio del cinema novo funciona como una alegoría de las potencias revolucionarias que anidan en figuras míticas del sertão brasileño. Apostando por una “estética del hambre”, en sintonía con un país, Brasil, y una región, el tercer mundo, Rocha, advierte Lucero apuesta por un cine precario, crítico de las condiciones coloniales que todavía imperaban en Brasil, y violento en su poética. En su abordaje, Lucero vincula las reflexiones de Walter Mignolo con la originalidad de cine de Rocha y del cinema novo en general y sostiene que se puede observar en esta producción una “diferencia colonial” “que genera la visualidad perecedera del sertão y la figura del revolucionario mesiánico que lleva adelante su utopía libertaria” (122). El derrotero cinematográfico se concentra en otros dos films antes de culminar, Macunaíma (1969), el film de Joaquim Pedro de Andrade basado en la novela clásica de Mario de Andrade publicada en 1928 y Como era gostoso meu francés (1971) de Nelson Pereira dos Santos.

Como una suerte de zona de transición entre la primera parte volcada al estudio de producciones brasileñas y la segunda centrada en producciones cubanas, Lucero toma en consideración el pensamiento de Roberto Fernández Retamar, un escritor clave para pensar en los procesos de descolonización, especialmente a partir de sus ideas sobre Caliban y las repercusiones que tales reflexiones tuvieron sobre el pensamiento latinoamericano. El capítulo realiza un recorrido original que muestra los aciertos y límites de la lectura de Retamar, desde las objeciones de Gayatri Spivak hasta la complejización de Boaventura de Santos. Pero probablemente lo más destacable sea el cierre del capítulo, cuando Lucero aborda el film Prospero’s Books, basado en La Tempestad de Shakespeare y recupera la figura de la bruja Sycorax, quien dio a luz a Caliban. Tomando en consideración la reflexión de Silvia Federici, Lucero apuntará que Caliban es el rebelde anticolonial, símbolo del proletariado e instrumento de resistencia a la lógica del capitalismo mientras que la bruja encarna al sujeto femenino que el capitalismo no pudo destruir. Con esta suerte de remontaje, Lucero articula una reflexión decolonial y una reflexión feminista, fundada en la rebeldía de Caliban y la resistencia de Sycorax.

La segunda y última parte del libro, que Lucero define como “agencia feminista”, comienza con el análisis de algunas obras performáticas de la artista Ana Mendieta (1948-1985), probablemente una de las artistas más significativas de la cultura latinoamericana del siglo XX. Emigrada a Estados Unidos a través de la Operación Peter Pan, Lucero plantea aquí, tomando en consideración las reflexiones de Coco Fusco, ciertas diferencias entre la práctica de la performance tal como se desarrolló en Europa y Estados Unidos y la performance latinoamericana, que toma en consideración tanto raíces precolombinas, coloniales y católicas como cuestiones tales como la explotación laboral, el racismo, la censura y la violencia de género. En este sentido, Lucero presenta y analiza la perturbadora Rape Scene (1973), en la que Mendieta, basada en la violación de una estudiante universitaria, se presentaba con sus ropas caídas, prácticamente desnuda y de espaldas al público, con el torso apoyado sobre una mesa y un hilo de sangre escurriéndose entre sus piernas. Un año antes, Mendieta produjo el corto Moffitt Building Piece, que documentaba la reacción de transeúntes al pasar por una vivienda desde cuyo interior emana un líquido color rojo simulando sangre. La apelación a la sangre no se detiene, en Sweating Blood (1973) Mendieta muestra su rostro cubierto de sangre, mientras que en She got love (1974) utiliza el color rojo para escribir en un muro blanco la historia de una mujer que pretendía alcanzar el amor. El conjunto de producciones, sostiene Lucero, procura una reflexión frente a las reacciones de un posible episodio de violencia doméstica contra las mujeres y en este sentido, teniendo en cuenta la fecha de realización, afirma Lucero, funciona como una producción que anticipa los debates en torno a la violencia de género.

El recorrido continúa con la obra de Marta María Pérez Bravo (1959), artista y fotógrafa, cuyo trabajo toma como foco visual su propio cuerpo para reactivar historias y leyendas de la tradición afrocubana. Se trata de un cuerpo, como se puede observar en diferentes obras, en Protección (1990) o en Caballo (2000), moldeado y metamórfico, que busca visibilizar la herencia femenina de la negritud mediante el uso de símbolos y datos visuales que incluye en sus imágenes. Con algunas zonas de contacto con Pérez Bravo, la producción de Belkis Ayón Manso (1967-1999), grabados monocromos y a color, exhibe elementos ligados a religiosidad de herencia africana. Lucero lee allí formas y sobrevivencias de prácticas que no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización. Destaca, por ejemplo, la presencia de Sikán, princesa sacrificada en una leyenda de procedencia nigeriana, cuya piel fuera transformada en tambor, en numerosas superficies estampadas de las cuales destaca y analiza Akanabionké, Akuaramina, Sikaneta-Sikán (1987). Lucero anuda aquí inteligentemente una perspectiva de género en la presencia insistente de Sikán y una reflexión sobre la negritud y sus estigmas.

El libro culmina con el análisis de la obra de Tania Bruguera (1968), de la que resalta, en primer lugar, algunas intervenciones que ponen en escena cuestiones relativas al género y la migración, desde la reelaboración de Body Tracks de Ana Mendieta, que Bruguera muestra entre 1986 y 1996 con el nombre de Homenaje a Ana Mendieta hasta El peso de la culpa (1997), en la que la acción de tragar pequeñas bolitas de tierra constituye una reflexión sobre el suicidio y la resistencia tanto de los esclavos traídos desde el África como de los potenciales migrantes que deben abandonar sus países natales perseguidos o por efecto de la violencia estatal. El arte de Bruguera, que Lucero encuadra como useful art (arte útil), se ha ido desplegando en acciones públicas, la Cátedra del Arte de Conducta (2003-2009), el Manifiesto Migrante (2011), o la organización de un foro abierto sobre migración que formó parte del movimiento Occupy Boston (2011), acciones todas que también son analizadas por Lucero.

En conclusión, nos deparamos con un libro potente y fascinante, que pone en relación una serie de producciones artísticas latinoamericanas pensadas como «hiatos de resistencia», y que releídas desde una perspectiva decolonial y de género obtienen una nueva vitalidad, como de algún modo sugiere el texto introductorio de Andrea Giunta. A través de experiencias que han comprometido al cuerpo, desde los Parangolés de Oiticica hasta las acciones de Bruguera, Lucero nos permite escuchar allí la emergencia de nuevos vocabularios y plataformas culturales volcadas no solo a releer el pasado, doloroso, colonial, patriarcal, no solo a incidir sobre su presente tramado por la violencia y el estigma, sino, en muchos casos, a imaginar otros futuros posibles.

Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas

María Elena Lucero

HAY ediciones, Rosario

2019

274 páginas

¿Qué hacemos con Fierro? Los feminismos y el poema nacional

Por: María Vicens

A 150 años de la publicación de El gaucho Martín Fierro (1872) y en plena eclosión de los movimientos feministas en nuestro país, María Vicens reflexiona sobre cómo leer el clásico nacional en clave feminista. Para eso, reconstruye la genealogía de lecturas y reversiones -desde Victoria Ocampo hasta Gabriela Cabezón Cámara- que pusieron en tensión la cultura viril de la que es símbolo el poema de Hernández[i].


Hace dos años, cuando el encierro y el miedo todavía se imponían como los modos de procesar ese episodio cataclísmico y distópico que fue la pandemia, la muerte de Diego Armando Maradona dejó a la Argentina en estado de shock. El dolor, el afecto, la angustia se volcaron en las redes y las calles en escenas emotivas y caóticas que mostraban –una vez más– hasta qué punto Maradona es uno de los personajes más entrañables del sentir nacional. En el primer aniversario de esa muerte, y en medio de las declaraciones de Mavys Álvarez, Luciana Peker publicó una columna titulada “¿Qué hacemos con Maradona? Aprender”, donde justamente se preguntaba sobre las facetas más oscuras del ídolo, las denuncias de abuso y violencia de género que recorrían su historia y cómo los feminismos podían pensar las contradicciones y desafíos que una figura como la de Maradona podía despertar en un movimiento que se piensa plural, popular y contestario. “No se trata de que el feminismo se vuelva una carga o un boletín de conducta. Sí se trata de promover cambios sociales en donde no se tolere, ni se promueva el abuso sexual”, argumentaba Peker. En una línea similar, Florencia Angilletta había escrito un año antes, en los días de ese duelo desbordante, un artículo que giraba sobre una pregunta similar: ¿se puede ser feminista y querer a Diego? “El feminismo no existe en singular, y cuando decimos que la punición no organiza los feminismos –siempre en plural– es porque los feminismos no podríamos actuar de jueces –los conflictos son parte de los feminismos, no externos a ellos–, ni de policías –caníbales de la multiplicidad de la sociedad civil–, ni de sacerdotes –la flecha moral apunta siempre de los dos lados–“, contesta Angilletta.  

Me interesa tomar como punto de partida estas expresiones sobre un caso tan reciente y sensible en el imaginario social actual porque, de alguna manera, esta pregunta que los feminismos se hacen por Maradona se puede expandir a una más amplia por ciertas figuras y emblemas que nuclean en su popularidad una identidad nacional enraizada en la virilidad. En el mundo de la fraternidad masculina, las mujeres no solo permanecen al margen de la escena, sino que a menudo constituyen una otredad que, como señala Francine Masiello al analizar la literatura argentina del siglo XIX, tiene un carácter fronterizo, liminal, entre la civilización y la barbarie. Martín Fierro es, sin duda, una pieza clave de ese mundo de identidades y subalternidades. En el poema de José Hernández se entreteje, como define Ana Peluffo, una “fraternidad del sufrimiento en la que los grupos marginales se unen para hacer frente a la adversidad” (2013: 196), pero las mujeres permanecen excluidas. Y esta dimensión es clave porque Martín Fierro es una ficción fundacional que ha marcado a fuego el imaginario nacional; un clásico capaz de interpelar a públicos populares y de élite, criollos e inmigrantes, de izquierda y de derecha. Es esa capacidad, esa apertura del texto a las más variadas operaciones de lectura y reescritura, lo que lo entroniza como “clásico” indiscutible. Más que sus ideas, sus ritmos, sus héroes, Martín Fierro es EL poema nacional por su virtud de operar como una usina de ficciones literarias y críticas: desde su publicación en 1872 y 1879, el poema ha sido retomado una y otra vez para hablar, al mismo tiempo, de la Argentina del pasado y de la del presente.[ii]

Si el Martín Fierro funciona, para decirlo en términos de Rancière, como una clave de lectura del “reparto de lo sensible” en la Argentina de cada época, podemos preguntarnos entonces cómo han leído las feministas argentinas, a lo largo de los años, a este epítome de la argentinidad. ¿Qué hacen las feministas con Martín Fierro? ¿Qué leen en ese mundo viril de la pampa decimonónica donde las mujeres despiertan deseos y violencias (o deseos violentos), seducen, traicionan y abandonan? ¿Cómo se posicionan como lectoras ante un texto que, desde el Centenario en adelante, se convirtió en el emblema de lo nacional?

Lo primero que habría que decir es que no se quedaron calladas ante aquella representación de lo femenino que hoy nos parece hasta esperablemente machista.[iii] De hecho, esta es la dimensión que pone en primer plano Victoria Ocampo en “Las argentinas y el Martín Fierro”, un texto escrito a pedido, para el homenaje del Instituto Salesiano de Artes Gráficas por el centenario de la publicación del poema en 1972. Ante esa invitación a homenajear un texto que para esa altura ya opera como la cifra de lo argentino, Ocampo evoca una escena de infancia que marca, paradójicamente, su sentimiento de ajenidad respecto del poema:

Me he criado oyendo a Martín Fierro sin comillas, como lo han de citar los gauchos, poco enterados de los signos de puntuación. Unos primos de mi madre veraneaban en la quinta vecina. De literatura no sabían nada fuera del Martín Fierro. Pero lo sabían de cabo a rabo. […] De modo que Martín Fierro, antes de ser un libro, fue para mí el hablar de unos jóvenes (yo era chica) que vivían en relación consustancial con la Obra. (2001: 99) 

Esta escena de escucha, más que de lectura, iniciática es la que trama para Ocampo esa dualidad que despierta en ella el poema nacional: una Obra con mayúscula, que modela la identidad argentina al punto que tanto los gauchos como los señoritos la citan “sin comillas” y que, sin embargo, ella evita comentar. “Temo no poder escribir nada que valga la pena” (99), excusa un poco después. Sin embargo, detrás de la pose de falsa modestia, hay una razón que justifica esta resistencia y que Ocampo menciona de soslayo: ella es, hasta donde sabemos, la primera escritora argentina en señalar el modo subalterno en que las mujeres son representadas en el poema. “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”, cita Ocampo, para luego agregar en un paréntesis deliberado e irónico: “El orden en que enumera estas tres posesiones señala su importancia” (100). “Me siento mula, y retrocedo ante el tema”, ironiza Ocampo para, como apunta Ana Peluffo, “escatimar el tipo de lectura laudatoria que se esperaba de su intervención” (2022: 698).

La exclusión también es uno de los temas centrales de “El Martín Fierro y la mujer”, columna de opinión que María Elena Oddone publica en El Tribuno en 1992. Pero esta vez el tono no será el de la falsa disculpa, sino el de la impugnación. Además de destacar, al igual que Ocampo, que “para el gaucho, según Hernández, la mujer es la última de las pertenencias del hombre” (1992: 17), la escritora resalta el carácter anónimo de todas las mujeres que circulan por el poema (“No se menciona ningún nombre femenino, pero las mujeres están presentes en toda la obra”, precisa [17]), así como el maltrato que reciben ya no solo de los personajes, sino de su autor. Todas ellas son culpabilizadas por los sufrimientos del gaucho (la morena que provoca a Fierro y produce la muerte de su amante, la viuda que seduce al hijo segundo, la esposa que engaña a Cruz), subraya Oddone, e, incluso, cuando son golpeadas o asesinadas (como la esposa de Vizcacha), esos crímenes son comentados al pasar, como un dato anecdótico. Pero lo peor para la autora, aquello que impugna y que constituye el eje de su reclamo, es el lugar, ya no solo canónico, sino pedagógico que ocupa el poema en la cultura nacional. Lo que más le molesta es que sea enseñado en las escuelas como un ejemplo de la argentinidad sin matices ni reparos:

El Martín Fierro debe erradicarse de las escuelas por inmoral. Sus personajes son delincuentes. No pueden ser arquetipos de la nacionalidad. Denigran a la mujer por lo que no pueden ser modelos en una sociedad sana. Son racistas contra el negro y el indio y el vocabulario empleado para referirse a la mujer es francamente ofensivo: mula, loba, bicho, vaca, perra parida, barriga de sapo, pilcha, chancleta. Todos los analistas de esta obra han silenciado la inmoralidad del Martín Fierro, con excepción de Ezequiel Martínez Estrada […]  (17)   

En este sentido, los textos de Ocampo y Oddone encarnan dos operaciones de lectura feministas y, a la vez, contrapuestas. Ambas escritoras se concentran en la relación de las mujeres con ese poema que se ha convertido a partir de diferentes operaciones críticas y estatales, como señalé, en una piedra angular de la identidad argentina y se detienen en aspectos similares (la subalternización de sus personajes femeninos, el sentimiento de cofradía viril que sobrevuela el poema), pero lo hacen de modos muy distintos. Mientras Ocampo declina intervenir (dice “eso que les habla a los hombres no me habla a mí”) y, al sustraerse, evidencia la exclusión; Oddone la nombra, la impugna y reclama. Dos posicionamientos que, también, dialogan no solo con dos tiempos de la Argentina, sino también de los feminismos: si la perspectiva feminista de Victoria Ocampo fue modelada en gran medida por su posición excepcional en el campo intelectual de su época, sus amistades literarias y su rol prominente como directora de Sur, el perfil de Oddone aparece asociado al impacto de la segunda ola feminista en la Argentina de los ochenta, la efervescencia democrática y la salida a la calle.

Más allá de recuperar estas huellas feministas y visibilizar estos posicionamientos disidentes respecto de la tradición y lo nacional, los textos de Ocampo y Oddone adquieren en la coyuntura actual una nueva densidad, sobre todo, porque permiten esbozar una genealogía mínima que hoy tiene una vigencia inusitada. En los últimos años ha reaparecido con fuerza esa misma pregunta que se hicieron estas escritoras, interpelando al mundo de la academia, de la crítica y de la producción cultural desde una perspectiva de género: ¿qué hacemos con Fierro? ¿Cómo leemos hoy esa cultura viril de la que es símbolo el poema? ¿Cómo pensar el Martín Fierro en clave feminista?

Estos interrogantes han orbitado, por ejemplo, las lecturas de Ana Peluffo sobre el poema, ya sea para analizar el sustrato homo-afectivo y sentimental que trama ese mundo de fraternidades viriles en “Gauchos que lloran: masculinidades sentimentales en el imaginario criollista” (2013), o bien indagar en la misoginia latente que se trama en algunos de nuestros clásicos nacionales (el Martín Fierro, pero también Facundo y Una excursión a los indios ranqueles) en el trabajo “Misoginia y violencia de género en la literatura de frontera” (2022). También se observan en la lectura de Graciela Batticuore (2022) sobre la figura de la mujer cautiva en la cultura del siglo XIX y sus reversiones visuales y literarias a lo largo del siglo XX y en la actualidad, así como en el protagonismo que las voces populares femeninas han adquirido en los últimos años a partir del análisis de los periódicos de Francisco de Paula Castañeda y Luis Pérez, como se observa, entre otros, en los trabajos de Cristina Iglesia (2005), Claudia Roman (2022), María Laura Romano (2018) y Juan Ignacio Pisano (2022).

Los feminismos y el poema nacional

En diálogo con estas lecturas críticas, que vuelven al Martín Fierro y a otros clásicos del siglo XIX para hacerles nuevas preguntas, asoma otra vuelta feminista al poema de Hernández que tiene como base la ficción y como propuesta, un nuevo tipo de operación de lectura. Si el gesto performático de la lectura de Victoria Ocampo es la sustracción y el de María Elena Oddone es la impugnación, en los últimos años lo que se observa, más bien, es un gesto de apropiación gozosa del poema nacional. El ejemplo paradigmático en este punto es, por supuesto, Las aventuras de la China Iron (2017), la popular novela de Gabriela Cabezón Cámara que toma el mismo verso del que parten Ocampo y Oddone (“Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”) para desplegar una operación crítico-literaria a partir del cual se revierte ese estado de anonimato y subalternidad: allí donde se señalaba una falta, Cabezón Cámara imagina una vida. Y la historia de esa vida es un relato gozoso sobre el deseo, la aventura, el autoconocimiento y la construcción de un mundo utópico de comunidades afectivas donde se imponen otras formas de amar transgenéricas y trasnétnicas.[iv]

La historia de Josephine cifra, de este modo, aquel “reparto de lo sensible” que eclosiona en las primeras décadas del siglo XXI y que reinventa los feminismos a partir de nuevas afectividades y agendas políticas donde la pluralidad, las disidencias sexuales, la masividad, el goce y la juventud se convirtieron en la gramática de lo que Peker (2019) ha llamado “la revolución de las hijas”. En lugar de sustraerse o de impugnar el poema, la novela de Cabezón Cámara lo toma por asalto, lo fagocita, juega con él y lo corroe desde sus bases en ese proceso de reescritura. El gesto gozoso borra los límites del poema a un punto tal que, no solo la trama es reinventada a partir de lo no dicho o dicho a medias, emulando el gesto borgiano, sino que también crece en capas y densidad sumando a medida que avanza reescrituras y lecturas críticas poema (los cuentos de Borges, pero también las reversiones lúdicas de Aira de la pampa, la risa bufa de Lamborghini, la megalomanía apasionada de Martínez Estrada, los dobleces y reveses del género revelados por la otra Josefina de la literatura argentina, la “China” Ludmer) hasta engullir al mismísimo José Hernández, incorporado como un personaje más de la novela. En esa estancia cruel comandada por Hernández, se desdobla la ideología del autor de la ideología del poema: el autor convertido en personaje se queda son sus instrucciones de estanciero, mientras que Fierro se libera de los mandatos de su autor y hace política en tanto literatura diría Rancière.

Por otro lado, la operación de lectura de Cabezón Cámara evidencia su eficacia y su capacidad de leer el presente en su expansión: si bien Las aventuras de la China Iron se destaca por su popularidad y por la cantidad de lecturas críticas que ha suscitado en los últimos años,[v] este gesto de apropiación gozosa, lejos de limitarse a la novela, ha proliferado en diversos tipos de reescritura que buscan desestabilizar los códigos género-afectivos del poema. Mientras que textos como “El amor” de Martín Kohan (2011) o Indiada de Osvaldo Baigorria (2018) releen el mundo gaucho en clave homoafectiva y disidente, haciendo estallar el imaginario viril; otras apuestas, como la de Mariano Tenconi Blanco en La vida extraordinaria o Nayla Beltrán en Décimas Féminas  (2021), vuelven al poema desde otras prácticas que, además de cuestionar el carácter subalterno de lo femenino, se apropian de ese mundo desde un punto de vista perfomático y feminista que ubica a las mujeres en el centro de la escena.

En el primer caso, La vida extraordinaria, el teatro se propone reversionar la historia de la amistad más célebre de la literatura argentina a partir de dos mujeres, Aurora Fierro y Blanca Cruz, quienes, en lugar de ser payadoras son poetisas, y en lugar de cantar, recitan poemas sentimentales y eróticos donde la intimidad femenina irrumpe, disruptiva.[vi] En el segundo, Nayla Beltrán se apropia de la mismísima payada a través de sus décimas y convierte el lamento y el desafío en los tonos de sus cantos feministas:

Todo deseo vivir

lo que se esconde en la vida  

desde que fui concebida

y ya empecé a resistir.

Se resiste por no hundir

los deseos en un pozo,

por transformar calabozos

en mar de sororidad

y porque alguna verdad

tenga que ver con el gozo.

Así empiezan los primeros versos de “Décimas feministas”, primera copla del álbum- libro donde Beltrán va a reescribir los motivos clásicos del canto (el vino, la amistad, la patria, la tradición, el canto mismo) desde una voz que denuncia el silenciamiento de la historia y reivindica la alegría, el placer, el deseo, las ganas de vivir de las mujeres. La voz gaucha se vuelve, así, en el gesto performático, en la apropiación de la forma, feminista.

En este sentido, quizás sea la compleja relación que los feminismos, esperablemente, han tenido y tienen con la tradición literaria argentina la que ha dado lugar en los últimos años a las reescrituras más extremas del Martín Fierro desde el punto de vista de sus contenidos ideológicos. Si reescrituras como El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña (2007), buscan revitalizar y actualizar el espíritu rebelde del poema, y otras como el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian (2007), procuran desautomatizar la naturalización de su potencia estética, estas versiones del poema nacional y del mundo gaucho desde la mirada del género y las disidencias sexuales cuestionan sus premisas y las trasgreden hasta subvertir sus propios fundamentos.

De hecho, podríamos pensar que este gesto de apropiación gozosa anida en la imaginación crítica y literaria de las escritoras argentinas desde hace décadas, por lo menos, desde que Josefina Ludmer decidió a mediados de los ochenta escribir sobre la gauchesca. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es, si no una gran reescritura, El género gauchesco, esa enorme ficción crítica a partir de la cual la China Ludmer estableció un nuevo modo de leer la gauchesca? ¿Y qué es, si no una hermosa ironía, que, en el centro de ese mundo de hombres y cantos viriles, haya sido una mujer quien nos enseñara –y nos enseñe aún– a leer el género al derecho y al revés? Son precisamente esos gestos de imaginación crítica y literaria los que no solo reinventan y actualizan los clásicos, sino también mantienen vivas aquellas miradas feministas sin jueces, policías ni sacerdotes.    


[i] Este trabajo fue leído en el marco del conversatorio “Martín Fierro: a 150 años de su publicación”, coordinado por Facundo Tresols en el Instituto Interuniversitario Patagónico de las Artes. Agradezco a Laura Arnés y a Juan Pablo Pisano sus lecturas y, sobre todo, la generosidad de haber compartido conmigo los hallazgos del texto de María Elena Oddone y las décimas de Nayla Beltrán respectivamente. Así se construyen los archivos feministas: con pasión y afecto. 

[ii] Este proceso involucra, desde ya, las operaciones críticas de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas en el contexto del Centenario para entronizar al poema como nuestra epopeya nacional, así como las operaciones estatales que refrendaron esta lectura a partir de su incorporación a los programas de estudio como lectura obligatoria y diversas prácticas de consagración como el “Día de la Tradición”, pero también sus múltiples relecturas y reescrituras desde el mundo de la cultura popular (que incluyen versiones teatrales, radiales, cinematográficas), político-contestaria (como el Martín Fierro libertario de Alberto Ghiraldo) y literaria. Para un análisis específico sobre estos procesos, véanse, entre otros, los trabajos de Adolfo Prieto (1988), Graciela Montaldo (1993) y Ezequiel Adamovsky (2019) sobre criollismo, de Pablo Ansolabehere (2011) sobre los vínculos con el anarquismo, de Pablo Martínez Gramuglia (2020) sobre las lecturas de Rojas y Lugones, de Matías Casas (2017), Nicolás Suárez (2018) y Martín Pérez Calarco (2022) sobre sus reversiones cinematográficas, radiales y literarias a lo largo del siglo XX, y de Isabel Stratta (2020) y Juan Ignacio Pisano (en prensa) sobre sus reescrituras recientes.       

[iii] Este trabajo recorta apenas algunas lecturas y reescrituras del poema, pero indagar de un modo sistemático cómo las feministas argentinas han leído nuestros clásicos es una tarea a realizar en el campo de la historia literaria argentina.

[iv] Esta línea de Las aventuras de la China Iron puede rastrearse también hacia atrás en el tiempo, en las ficciones de las escritoras argentinas del siglo XIX: en novelas como Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla, o Peregrinaciones de una alma triste y “Gubi Amaya: historia de un salteador”, de Juana Manuela Gorriti, la pampa es narrada como aquel espacio inhóspito donde los gauchos son explotados por el Estado y las mujeres establecen vínculos y comunidades utópicas para sobrevivir a la adversidad (Vicens, 2022). También en el siglo XX escritoras como Sara Gallardo leyeron en otra clave esa pampa virilizada, como ha analizado Lucía De Leone (2020). 

[v] Véanse, entre otros, los trabajos de María Laura Pérez Gras (2020, 2021), Marcela Croce (2020), Laura Fandiño (2019), Guillermo Portela (2019), Bárbara Jaroszuk (2021), Patricia Rotger (2022), Minerva Peinador (2021) y Juan Ignacio Pisano (en prensa), además del artículo ya mencionado de De Leone. 

[vi] Además de estar todavía en cartel, La vida extraordinaria fue publicada en Mitos y maravillas (2022), tomo que compila gran parte de las obras del autor. Para un análisis de la obra, ver: Noguera (2020), Vicens (2022).  



Trabajos citados

Adamovsky, Ezequiel. El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada. Siglo XXI, 2019.

Angilletta, Florencia. “Diego no es de nadie”, Le Monde diplomatique, 26 de noviembre de 2020. Disponible en: https://www.eldiplo.org/notas-web/diego-no-es-de-nadie/.

Ansolabehere, Pablo. Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919). Beatriz Viterbo, 2011.

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Baigorria, Osvaldo. Indiada. Blatt & Ríos, 2018.

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Casas, Matías. Las metamorfosis del gaucho. Prometeo, 2017.

Croce, Marcela. “Provocaciones al canon: género y crítica acicateados en Las aventuras de la China Iron”, Palimpsesto 10.17 (2020): 15-23.

De Leone, Lucía. “La pampa errante. Un trayecto de desobediencias”. En: Arnés, Laura, De Leone, Lucía y María José Punte (coords.), En la intemperie. Poéticas de la fragilidad y la revuelta, tomo V, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2020.

Fandiño, Laura. “Canon, espacio y afectos en Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Hispanófila 186.1 (2019): 49-66

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