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Mujeres que abortan y criminalización

Por: Jimena Reides

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Jimena Reides aborda las narrativas sobre la criminalización del aborto en la Argentina, las cuales presentan casos verídicos de mujeres que fueron injustamente encarceladas, como es el caso de Belén, la joven tucumana que pasó tres años en prisión por un aborto espontáneo. La autora analiza entonces los modos en que, antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en nuestro país, el sistema de justicia criminalizaba a las mujeres cuyos abortos se encontraban dentro de las causales permitidas por la Interrupción Legal del Embarazo (ILE).


Existen algunas narrativas con respecto a la criminalización del aborto, y en especial en casos de mujeres pobres, que se repiten en los libros Dicen que tuve un bebé (2020) de María Lina Carrera y Somos Belén (2019) de Ana Correa, así como en el libro Libertad para Belén de Soledad Deza (2016), que fue publicado por la abogada de Belén luego de que la joven recuperara su libertad. Para ello, voy a tomar como ejemplo los libros mencionados anteriormente que se publicaron en nuestro país en los últimos años.

De esta forma, el objetivo de este artículo es narrar algunos casos conocidos de mujeres que se sometieron a abortos clandestinos en la Argentina antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N° 27.610 de 2020, cuando el aborto en la Argentina solo era no punible en los casos contemplados por el Artículo 86 del Código Penal: en caso de que hubiese peligro de vida o de la salud de la madre y no quedaba otra alternativa, o en caso de que el embarazo resultase de una violación o de un atentado “al pudor” sobre una mujer con algún tipo de discapacidad mental. No obstante, ese artículo del Código Penal muchas veces se incumplía, debido a que se ocultaba lo que verdaderamente había ocurrido o se demoraban los tiempos para que se excediera el plazo límite para realizar el aborto dentro del amparo de dicho artículo. Así, mediante estos casos verídicos, haré un análisis de cómo estas mujeres se ven criminalizadas e invisibilizadas ante dicha situación.

Las mujeres que tuvieron un aborto espontáneo fueron condenadas no solo por los médicos, sino también por el sistema penal y se las acusó de homicidio agravado por el vínculo. Por lo general, esta es la figura dentro de la cual se tipifica este tipo de casos. Así, se puede observar la forma en que el sistema penal refuerza la idea de maternidad. De esta manera, incluso algunos casos que fueron simplemente eventos obstétricos involuntarios fueron catalogados como homicidio. Se puede observar que las instituciones médicas y judiciales ejercen un rol abusivo con respecto al cuerpo de la mujer, colocándolo en un estado de indefensión total y (en el caso de los médicos) violando completamente el secreto profesional y la confidencialidad entre médico y paciente.

En el libro de Ana Correa, la autora cuenta que Belén era una chica que tuvo un aborto espontáneo y que no sabía que estaba embarazada. Al momento de dirigirse al hospital porque estaba con dolores fuertes, se enteró de que estaba atravesando un aborto. Ahí comenzó la pesadilla de Belén, pues intervino la policía en el caso (avisada por los médicos que la estaban atendiendo) y terminó encarcelada injustamente durante tres años, hasta que intervino una abogada que la ayudó con su caso. Así, la Corte Suprema de Tucumán ordenó su liberación luego de que la hubiesen condenado a ocho años de prisión por homicidio agravado por el vínculo. El caso de Belén es uno de los tantos casos en los que la justicia patriarcal funciona en contra de los derechos y los intereses de las mujeres. En particular, la provincia de Tucumán es reconocida por las decisiones aberrantes que los jueces suelen tomar en contra de las mujeres, de sus cuerpos y de sus derechos reproductivos.

Como bien se explica en el libro Libertad para Belén, el caso estuvo plagado de irregularidades desde el primer momento. Para empezar, se le dictó prisión preventiva debido al “riesgo de fuga”, cuando era claro que, para una persona con sus recursos, esto resultaría imposible. Además, las pruebas recolectadas durante la investigación previa al juicio también se vieron alteradas y eran erróneas y confusas, ya que se contradecían entre sí y los puntos temporales no seguían un orden cronológico. Por ejemplo, luego de que en un comienzo el diagnóstico fuese un aborto espontáneo sin complicaciones, más adelante la Defensora llega incluso a hablar de estado puerperal, algo que nunca existió. Cabe aclarar que esta Defensora asignada por el Estado nunca creyó en la inocencia de Belén y que desestimó muchas de las pruebas fundamentales en cuanto a las irregularidades en la investigación, las cuales habrían ayudado a probar la inocencia de Belén.

Asimismo, como puede observarse en el libro Dicen que tuve un bebé, que reúne las circunstancias atravesadas por mujeres encarceladas luego de un aborto, en estos casos “el bien jurídico tutelado no es la infancia, la vida en general ni la de las personas gestantes en particular, como se suele afirmar”. Se considera que los cuerpos ya no son el ámbito privado de la mujer, sino que pasan a estar en la esfera de lo social y, por lo tanto, el poder que dicha mujer tiene para decidir sobre su propio cuerpo queda en manos del Estado. Además, en estos casos hay una condena moral evidente, donde esa condena y presunción de culpabilidad se traslada automáticamente desde el ámbito médico hasta al proceso penal. Todas estas mujeres son condenadas por los sectores conservadores de la sociedad, como es el caso de la sociedad tucumana, y por el conjunto de agentes que intervienen (médicos, policía, jueces e incluso abogados defensores), mucho antes de que ellas tengan la oportunidad de narrar qué fue lo que en verdad sucedió. Hay una violación sistemática de sus derechos. Por eso es tan importante que el sistema judicial sea un sistema que muestre perspectiva de género y que garantice la justicia, en lugar de ser una forma de disciplinamiento.

Se condena a las mujeres por no cumplir con el rol esperado de la maternidad, porque muestran “indiferencia” con respecto a lo que se espera de ellas y se las culpa por haber quedado embarazadas, desligando de toda responsabilidad a sus parejas. La mujer es así responsable de su cuerpo en cuanto a métodos anticonceptivos, por ejemplo, pero, en el caso de un embarazo no deseado o si desconociera su situación de embarazo, ya no tendría voz ni decisión sobre cuerpo.

Pero estos no son los únicos casos en los que se puede ver esa conducta repetida de criminalización de las mujeres pobres. En el libro La intemperie y lo intempestivo (2011) de July Chaneton y Nayla Vacarezza se toman también las voces de varones (a diferencia de los otros dos libros mencionados anteriormente), y se puede ver que los patrones siguen siendo los mismos, aunque ya desde una perspectiva un poco más amplia. Asimismo, se puede ver esa “urgencia” en hacerse el aborto, como se dice al comienzo del libro: “[…] Ella buscará los medios para interrumpir cuanto antes el proceso que se ha iniciado en su cuerpo”.

El libro mencionado es muy interesante pues, como ya se mencionó, también se escucha la opinión de los varones con respecto al aborto. De esta forma, a través de las distintas entrevistas que conforman el libro, en algunos de los ejemplos se puede ver la posición que toman algunos hombres con respecto a sus parejas en casos de embarazos no deseados: la mayoría de ellos admite que, en estos casos, el poder de decisión y la autoridad sobre qué hacer es de la mujer. Aunque algunos de los varones entrevistados reconocen que querían que se siguiera con el embarazo, también se puede ver a través de sus relatos que admiten que este tipo de “potestad” de decidir sobre su cuerpo pertenece en última instancia a las mujeres, pues son quienes, después de todo, deben llevar adelante el embarazo. En otros casos, las mujeres explican que ni siquiera les dieron voz a los varones para que pudieran decidir qué hacer. Cabe aclarar que estos son casos bastante particulares pues, en la mayoría de los casos, las mujeres se ven forzadas a seguir con el embarazo por toda la cuestión social que gira en torno al aborto y, además, por miedo a lo que puedan llegar a pensar sus parejas, no se atreven a plantear la posibilidad de realizarse un aborto.

Así, en tanto aparecen distintas voces masculinas en La intemperie y lo intempestivo, pueden verse muchos posicionamientos opuestos: varones que sienten que perdieron la posibilidad de decidir, esa posición de “poder” que tienen en la jerarquía tradicional de los géneros con respecto a las mujeres; varones que pierden su autoridad sobre el cuerpo de la mujer, ya que la decisión de abortar ya está tomada; varones que adquieren —para variar— una posición subjetiva, que se sienten desplazados; varones que quieren mostrar que actuaron de forma “moralmente correcta”, pues en ningún momento pensaron en dejar de acompañar a la mujer o de abandonarla, en “borrarse” como dicen algunos de los relatos; varones que muestran su desapego afectivo, que no se sintieron parte del proceso; varones que sienten que no tienen nada que ver con la situación, que se ponen a la defensiva; y también, varones que acompañan y que comprenden la situación de vulnerabilidad y fragilidad que atraviesa la mujer.

Con respecto al juzgamiento de las mujeres, en ninguno de estos casos se cumplió con el principio de imparcialidad que se debe garantizar en la defensa en realidad no se cumplió, ya que estas mujeres habían sido juzgadas por su condición de mujeres y mujeres pobres con anterioridad. Se aprovechan de su desconocimiento de las leyes que las amparan y de que, en muchos casos, no tienen acceso a una defensa que les garantice sus derechos. También puede ocurrir como en el caso de Belén, en el que su primer abogado solo cobró sus honorarios sin siquiera defenderla y, antes del juicio, renunció, dejándola totalmente desamparada.

La cuestión del encarcelamiento de las mujeres que abortan no es otra cosa que una estigmatización de quien se considera “mala” porque transgredió el rol esperable, que es el de esposa y madre. Asimismo, un factor interesante que se menciona en Somos Belén es que a las presas se les asignaban tareas de cocina, costura o jardinería (oficio que ella aprende allí y que, más tarde, le servirá para subsistir de alguna manera cuando quede en libertad). Este tipo de trabajos manuales que deben hacer las mujeres en la cárcel tampoco tienen en cuenta cómo podrán acceder a un empleo una vez que salgan de allí.

Un antecedente del caso de Belén, que también fue muy importante en cuanto vulneración de derechos, fue el de María Magdalena. En esa ocasión, que guarda muchas similitudes con todo lo que vivió Belén, la Justicia terminó absolviendo a una chica que había sido acusada de realizarse un aborto por parte de sus médicas. Una vez más se había violado el secreto profesional y se había quebrantado la relación entre médico y paciente. Es interesante observar que la abogada que llevó el caso de María Magdalena fue la que más adelante ayudó a Belén con el suyo.

Lo grave de estos casos abarca varias aristas. Por un lado, se puede ver como la justicia tucumana no solo investigaba casos de abortos provocados o abortos seguidos de muerte (previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo), sino que además investigaba —ilegalmente— las denuncias por abortos espontáneos o naturales. Estas denuncias eran radicadas por los médicos tratantes de estas chicas que, desde un comienzo, eran colocadas bajo el ojo acusador de sus médicos, independientemente de lo que ellas explicaran o intentaran contar con respecto a lo que había sucedido. Además, estas mujeres no solo eran consideradas “asesinas de sus hijos” por los médicos o auxiliares de los hospitales a donde habían ido, sino que, también, eran juzgadas posteriormente por los agentes judiciales (desde la policía hasta abogados y jueces) que reforzaban el concepto de justicia patriarcal, donde la mujer supuestamente debe tener la obligación de cuidado para con sus hijos, en el que la mujer tiene un instinto maternal que se contradice completamente con esa idea de “querer deshacerse de sus hijos”.

Los discursos patriarcales se pueden ver en reiteradas ocasiones. De esta forma, las mujeres quedan totalmente desamparadas ante el escrutinio de las personas que, en teoría, deberían protegerlas y cuidarlas, esto es, sus médicos y sus abogados principalmente. Una vez más, en el caso de Belén se puede ver que ella queda totalmente a la deriva primero en el hospital, pues no le creen que ella no sabía que estaba embarazada; luego, su abogado solo tiene el objetivo de cobrar por el caso, pero no muestra ningún interés en defenderla, y la abandona antes de que comience el juicio; por último, la defensora asignada que recibe de forma gratuita ni siquiera investiga su caso, no se preocupa por escuchar su voz: asume que Belén es culpable y que la sentencia la favorece.

Otra cuestión es la postura del Estado en perpetuar los estereotipos que discriminan a las mujeres por su género. Se violenta así a la mujer y se atenta contra su salud sexual y reproductiva; no se respetan ni se garantizan sus derechos. El cuerpo pertenece a la esfera de lo privado. Esto parece una obviedad pero, en los casos que se narran en los libros Somos Belén y Dicen que tuve un bebé, se puede ver que el cuerpo de la mujer es constantemente violentado. Este pasa al ámbito público, los distintos operadores que intervienen en cada caso atacan a las mujeres por motivos que ya se mencionaron: su condición de mujer y su condición social. Cuando la mujer se toma meramente como un cuerpo que tiene el propósito de reproducirse y de realizar tareas en el ámbito de lo doméstico, se vulneran profundamente sus derechos, y se empiezan a visibilizar distintos tipos de abusos a través de “castigos” (se rompe el derecho de confidencialidad de los médicos, los agentes jurídicos no respetan sus garantías ni derechos constitucionales y, en última instancia, toda la sociedad conoce sus casos y las juzga por su accionar, aunque este no haya sido el que se da a conocer). La mujer pasa a ser de víctima a criminalizada.

El caso de Belén resultó favorable en su sentencia en gran parte debido a la relevancia pública que tomó. Luego de que la abogada defensora Soledad Deza (que había defendido con anterioridad a María Magdalena) tomara el caso, este se difundió por distintos medios de comunicación: en un primer momento, medios locales más “disidentes” si se quiere, ya que no debemos olvidar el carácter conservador que, en la mayoría de los casos, rige a la justicia en la provincia de Tucumán. Una vez que el caso alcanzó notoriedad, incluso llegó a medios internacionales y, a partir de ese momento, se hizo eco en todos lados. Mujeres de distintas ciudades marchaban defendiendo a Belén y exigiendo su liberación. Una característica muy particular de las marchas era el uso de máscaras blancas, con la idea de preservar la identidad (no solo la de Belén), sino también para explicar que la terrible situación que estaba atravesando Belén podía ocurrirle a cualquier mujer. Finalmente, ni siquiera eso se respetó. Luego de la sentencia a favor de Belén, la Justicia filtró su nombre y los medios periodísticos comenzaron a ir a su barrio a buscarla para hacerle entrevistas y obtener una foto. Afortunadamente, luego se eliminó su verdadero nombre de las publicaciones donde había parecido. Así, se puede ver una vez más como se continuó violentando a Belén incluso después de que se demostrara que era inocente, atentando contra la confidencialidad de su identidad. Con respecto a la sentencia judicial de la Corte, el fallo admitió que se había violado el secreto profesional y que las pruebas ofrecidas eran contradictorias, ya que no se evidenciaba la exactitud de los datos otorgados (por ejemplo, donde ocurrieron los hechos, a qué hora, que Belén era la autora material del hecho en sí) y, lo que es peor, había pruebas que ni siquiera se habían agregado al expediente.

Para concluir, en todos estos casos analizados se puede ver que, previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N.° 27.610, se violentaba de forma sistemática el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. De hecho, a pesar de que la ley ya se aprobó, esto sigue sucediendo en algunas provincias como Tucumán y San Juan, ya que los grupos que están en contra del aborto siguen poniendo trabas por medio de medidas cautelares u otras maniobras que buscan retrasar el aborto para que se exceda el límite de tiempo estipulado por la ley de catorce semanas y que, de esa forma, ya no se pueda realizar el procedimiento. En los casos mencionados en los libros, existía el agravante de que estas mujeres estaban solas, eran de clase baja y, en los casos que llegaron a judicializarse, no tuvieron una defensa adecuada. Queda por ver si la ley aprobada en diciembre de 2020 se cumplirá y respetará de manera efectiva aunque, teniendo en cuenta algunos casos que salieron a la luz en estos últimos meses (en especial en provincias que se caracterizan por su postura religiosa y conservadora), deberemos seguir luchando para que se siga la ley y los abortos se puedan practicar sin ningún tipo de impedimento o estigmatización de las mujeres. Para ello, es fundamental que los médicos puedan proporcionar la información pertinente a sus pacientes para que sepan cómo proceder en estos casos, siempre respetándose su cuerpo y su derecho a decidir.

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«NO HABÍA COMETIDO UN CRIMEN, SINO UN ACTO JUSTICIERO»

Por: Karina Boiola

Imagen: ilustración original para Caras y Caretas

Como parte del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Karina Boiola analiza “Un proceso” (1938), una breve crónica que la escritora argentina Emma de la Barra publicó en Caras y Caretas para intervenir en el debate que se daba en la época sobre la aplicación de los juicios orales en nuestro país. Boiola propone que “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.


Emma de la Barra (1861-1947) es conocida por haber escrito el primer best-seller de la literatura argentina, ya que Stella (1905), su primera novela, fue una de las obras más leídas, reeditadas y vendidas de la primera mitad del siglo XX. Primero publicada en forma anónima y luego con el seudónimo César Duayén ‒que la escritora mantuvo a lo largo de toda su trayectoria‒, Stella consagró a su autora como una promesa de la novelística nacional. Las crónicas del momento relatan, incluso, que el público se agolpaba en las librerías y agobiaba a Moen, su editor, para saber cuándo se repondrían los ejemplares de la afortunada novela, que no paraban de agotarse.

Pero Emma de la Barra no solo escribió una obra que se convirtió en el primer éxito de ventas de nuestra literatura. También fue amiga íntima de dos ex primeras damas, Clara y Elisa Funes, de Delfina Mitre y Vedia ‒la hija de Bartolomé Mitre, con quien organizó una exposición de joyas en 1892‒ y de la médica y feminista Cecilia Grierson, se casó dos veces (la primera con su tío, Juan de la Barra; la segunda con el periodista, político y folletinista Julio Llanos), viajó por Europa y residió en Italia durante cinco años, entre 1906 y 1911. Allí, según relata en “El diario de mis viajes”, una breve columna aparecida en La Nación entre enero y marzo de 1908, De la Barra viajó en automóvil por los Alpes italianos, cuando ese medio de transporte era todavía una novedad, fue a numerosas recepciones en el consulado argentino y frecuentó a diversas personalidades ilustres de la época, como los escritores Máximo Gorki y Edmundo D’Amicis, y los criminólogos César Lombroso y Enrique Ferri, con quienes cenaba asiduamente en la casa de ese último.

Específicamente en Roma, De la Barra vivió una experiencia que jamás imaginó que podría sucederle: fue testigo de un asesinato. Y, aún más importante, también presenció el proceso que se llevó a cabo para juzgar a quien lo había cometido. Ese hecho, que De la Barra recuperaría recién tres décadas más tarde, cuando ya residía en la Argentina, se narra en “Un proceso”, un breve texto publicado en Caras y Caretas en junio de 1938, que la escritora firmó como Cesar Duayén. Desde mi perspectiva, “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.

Como explica la autora, “Un proceso” se inscribe en el debate que se daba, en la época, sobre las ventajas y desventajas de la aplicación del juicio oral en la Argentina[i]. El texto tiene, por ello, una intención argumental, que De la Barra respalda con la evocación de un recuerdo: el de haber presenciado un juicio oral en Roma a principios de siglo XX. “Un proceso” cuenta, entonces, que De la Barra fue testigo del asesinato de Francisco Girolami a manos de Maria, su esposa, y narra, además, los pormenores del juicio, en el que ocupa un lugar fundamental el relato que el abogado defensor hace de la trágica vida de esa mujer. Se ubica, por ello, entre la crónica, la memoria autobiográfica y el testimonio: es la narración un recuerdo que tiene a la autora como protagonista y que, también, la presenta como una testigo privilegiada. Porque De la Barra fue la única que presenció tanto el asesinato como el juicio; la única, por lo tanto, que podía dar cuenta del caso para que, treinta años después de sucedido el hecho, los lectores accedieran, como si de un jurado se tratara, a toda la evidencia disponible para juzgar a la acusada y, además, posicionarse sobre el debate en cuestión.

Como sostiene Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado (2005), “no hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración”. Es decir, la narración de la experiencia de quien testimonia es, desde esa perspectiva, tan importante como la experiencia misma, ya que la convierte en algo comunicable. Por eso, habría que detenerse en el modo en que De la Barra organiza la narración de su experiencia como “doble testigo”, especialmente porque el relato de una experiencia la inscribe, según Sarlo, en una temporalidad que no es la propia, sino la del recuerdo. ¿Cómo reconstruye la escritora, entonces, ese recuerdo con el que intenta sostener un punto de vista? “Un proceso” se divide en dos momentos muy precisos. En el primero, como si estuviera testimoniando en el juicio, De la Barra describe con minuciosidad las circunstancias que la llevaron a presenciar el crimen: su recorrido por las calles de Roma, el tiempo que pasó en cada comercio en el que se detuvo, las características físicas y la personalidad del empleado del bazar ‒de quien dice, con el ojo entrenado de quien conoce la verdadera distinción, que era el “tipo acabado del romano vulgar adinerado de los medios cursis”‒ y la discusión de los amantes. Pero la escritora no dio su testimonio en el proceso (de hecho, se escondió en un zaguán para que la policía no la viera al llegar a la escena del crimen); por el contrario, ese testimonio, acaso el que hubiera sido de más utilidad, porque permitía recuperar los momentos previos al asesinato, quedó en suspenso hasta que De la Barra lo escribió treinta años después. O, mejor aún: De la Barra testimonió sobre esa experiencia treinta años después, a través de la escritura.

En un segundo momento, usando un indirecto libre que solapa la voz de la narradora con la del personaje del abogado, la autora reconstruye los argumentos de la defensa, para terminar el texto con la sentencia del jurado. Si antes De la Barra había ocupado el lugar de la testigo, ahora la enunciación se desarrolla como si la propia autora fuera una abogada que defiende a María y les expone a los lectores las terribles experiencias de vida que la llevaron a cometer un crimen. El público lector se entera, así, que la madre de María fue abandonada por su padre, que la joven fue criada en la pobreza y que quedó huérfana a los quince años. En esa situación de desamparo conoció a Girolami, de veintisiete años, quien, para lograr que la joven de dieciséis tuviera relaciones sexuales con él, se casó con ella por Iglesia. Ya en Roma, tuvieron dos hijos, uno de los cuales murió por la desidia de Girolami, quien había abandonado a María en la pobreza cuando se cansó de ella. Al enterarse, por casualidad, que su marido iba a casarse con otra mujer, la joven lo citó y lo interrogó al respecto. Girolami le dijo, con sorna, que el matrimonio por Iglesia en Italia no tenía ninguna validez legal, que ambos eran libres y que era cierto que iba a casarse con otra. Desesperada y fuera de sí, en un instante fatal, María le atravesó el corazón con un puñal, y Girolami se desplomó de boca contra el pavimento.

“Era, por lo tanto, un criminal también él, de un crimen sin atenuantes y con premeditación”, dice De la Barra. A través del alegato del abogado, la escritora postula que engañar a una mujer y abandonarla con sus hijos en la pobreza es un crimen incluso peor que el homicidio cometido por María. Porque Girolami había ideado una estrategia para conseguir lo que quería y, luego de hacerlo, se desentendió de sus responsabilidades hacia su familia. Ese giro argumental hace de María una víctima, la transforma, en palabras de De la Barra, en una “víctima-victimaria”. Es decir, María fue victimaria porque primero fue una víctima del abandono y el engaño masculinos. En este sentido, el abogado ‒y De la Barra‒ insertan el caso de María en una cadena más amplia, histórica, de violencias hacia las mujeres.

Al comenzar su narración, De la Barra destaca además que “numerosísimas mujeres del pueblo, con sus trajes de trabajo” se habían reunido en las afueras del Palacio de Justicia para manifestar su apoyo a la acusada. Incluso, cuenta De la Barra, se habían organizado para cuidar a su hija pequeña mientras durara el proceso y, asimismo, habían realizado una colecta para contratar al mejor abogado defensor de Italia para que representara a María. Esas mujeres conforman una comunidad afectiva (Butler, 2003), cuyo sentido de pertenencia se articula a partir de la resistencia a esas violencias a las que son sometidas las mujeres pobres y trabajadoras. Ellas defienden a María porque saben por lo que ha pasado, porque pueden reflejarse en ella, porque María es una de ellas. Y De la Barra focaliza en estas mujeres[ii], rescata su agencia e incluso incluye en su narración la descripción de los peligros a los que se enfrentaban en las calles de Roma. La defensa sostiene, cuando el fiscal argumenta que el homicidio había sido premeditado, porque la acusada llevaba consigo un puñal: “Es uno de esos puñales pequeños, inseparables de nuestras mujeres del pueblo por precaución, cuando después del trabajo deben retirarse a la noche atravesando callejuelas obscuras, a veces peligrosas, a sus pobres casas de los arrabales de Roma”.

Esas mujeres trabajadoras, según destaca De la Barra, afirmaban que la joven “no había cometido un crimen, sino un acto justiciero”. La frase revela la compleja relación que existe entre la ley ‒y lo que esta determina que puede o no hacerse‒, y la justicia. Como explica Daniela Dorfman (2019), los legos, la gente no formada en derecho, percibe la justicia en términos sustantivos, es decir, de acuerdo con el resultado del proceso judicial, a partir del cual miden su legitimidad. Para esas mujeres, el homicidio, aunque ilegal, representa la reparación de una injusticia atroz: que un hombre abandone a su mujer y a sus hijos a su suerte. Una falta que, desde su perspectiva, no tendría correlato legal y por eso la acción de María se convierte en un acto de justicia: si la ley no lo castiga, entonces fue castigado por las consecuencias de sus propias acciones.

Sin embargo, el juez termina absolviendo a María, un fallo que hace entrar en tensión las reglas generales en las que se sustenta el ideal del imperio de la ley [rule of law] y las circunstancias de los casos particulares en que se aplica la ley (Luque, 2020). Si la ley dice que matar es un delito y que quien mata es un criminal, en este caso la historia de vida de la acusada y el engaño y maltrato a los que fue sometida por aquel a quien asesinó reorientan el veredicto. Esa aparente contradicción puede abordarse desde la perspectiva que sugiere ‒según reconstruye Dorfman a propósito de los análisis de Hardt y Hoadley al respecto‒ que el momento de aplicación de la ley es también el de su creación, por lo que la ley sería, en definitiva, lo que la corte dice que es. Por eso su realización ‒es decir, su instancia performativa‒ reside en la decisión del juez, ya que esa decisión, como acto oficial que declara culpable o inocente a una persona y que, al hacerlo, la convierte en culpable o inocente, es el momento en que la ley se hace real.

En consonancia, Paul Kahn (1999, 2006) sostiene que toda la caracterización del Derecho está basada en la performance, dado que el autor concibe a la ley como una ficción, como un ejercicio de la imaginación cuyo objetivo es, a través de su instancia performativa, sostener la creencia en el imperio de la ley. Desde esa perspectiva, que De la Barra apele a la metáfora del teatro para describir el funcionamiento del proceso en que se juzga a María evoca precisamente ese carácter performativo-ficcional del Derecho. La escritora anota que el Palacio de Justicia era “el teatro donde se desarrollaba el final de un proceso de interés singular”, que María era la “protagonista del drama que se representaba” allí, que el alegato de la fiscalía era el “primer acto de ese drama terriblemente real” y, al terminar su argumentación, la concurrencia, como si fuera el público de una obra, aplaudió estrepitosamente al abogado.

Se trata, como sugiere Diane Taylor (2003) sobre el aspecto teatral de la performance, de un mecanismo guionado cuyos participantes, como si fueran personajes de un drama, desempeñan un papel prefijado de antemano, cuyo resultado es esperable, aunque puede variar. A su vez, esos modos en que la ley se realiza se elaboran, en el cuento, desde ciertas imágenes icónicas que la ficción ‒el cine, en particular‒ ya había fijado en el imaginario colectivo sobre los procesos judiciales. El juez, “grueso y solemne”, vestido de toga, no para de pedir orden en la sala, el fiscal es incisivo y busca la pena máxima para la acusada, el abogado defensor, de brillante oratoria, deslumbra a la concurrencia con sus palabras y sus gestos. De hecho, en 1931 se había estrenado la adaptación cinematográfica de The Trial of Mary Dougan, obra de teatro del dramaturgo estadounidense Bayard Veillerd, dirigida por Marcel De Sano y Gregoria Martínez Sierra, que ponía en escena el juicio de otra mujer, Mary, quien había sido injustamente acusada de asesinar a su esposo.

Al respecto, en 1935, una nota de Caras y Caretas sobre las ventajas e inconvenientes del juicio oral afirmaba:

Los lectores ya conocen la escena, porque el cine, desde los días en que estuvo en auge el famoso Proceso de Mary Duggan, no han cesado en su ejemplarizador recurso de mostrarnos todo género de juicios públicos […]. Por lo general, el presidente de estos tribunales ‒un actor de edad, de aspecto iracundo cuando no somnoliento‒ actúa para dar tremendos martillazos y exclamar: Order in the court! “Silencio o de lo contrario, desalojaré la sala”.

«Sobre las ventajas y desventajas del juicio oral» (1935), Caras y Caretas.

Por su parte, si el cine incide en los imaginarios del público sobre el sistema legal y, por ende, en lo que este piensa sobre la ley, configurando así lo que Lawrence Friedman (1989) denomina la cultura legal, para el periodista de Caras y Caretas esas representaciones pueden impactar negativamente en los procesos judiciales. Por eso, sostiene que los juicios orales y públicos, donde se ponen en juego la retórica y los gestos para persuadir al jurado, podrían convertir “a los dramas privados en verdaderos espectáculos públicos, en los cuales la teatralidad y recursos impresionantes de defensores o acusadores pueden influir sobre los jurados y torcer el fallo decisivo”. La práctica judicial, desde esa perspectiva, estaría amenazada por los recursos argumentales y retóricos difundidos por el cine y por el teatro.

En “Un proceso”, De la Barra también advierte sobre ese riesgo, dado que menciona que, al ver entrar al abogado defensor al recinto, la expresión fría de su cara “extrañó, desilusionó más bien, a la mayoría de un público acostumbrado a las actitudes teatrales de otros oradores profesionales o políticos”. Por el contrario, la escritora nos dice que la parte sentimental de su alegato era de una “sensibilidad viril”, es decir, prescindía de sensiblerías ‒femeninas, podría agregarse‒ y, por eso mismo, fue capaz de conmover al público y de lograr su apoyo “de corazón y de conciencia”. Además, su performática ‒el aspecto no discursivo de la performance, según Taylor‒ era despojada y austera: se limitaba a una sonrisa tranquila al responder los contraargumentos del fiscal y al uso estratégico de las pausas y los silencios, que aumentaban la solemnidad de su alegato. Pero si la argumentación del abogado, de la cual De la Barra hace una “flaca y descolorida síntesis” que la reproduce de principio a fin, estaba, supuestamente, exenta de sensiblería, no puede dejar de advertirse que la biografía de María se construye desde las coordenadas del melodrama, un género históricamente feminizado, que apela a la corporalidad y a su desborde (Williams, 1991).

En “El amor verdadero. Apuntes sobre el melodrama” (2003), Daniel Link afirma que ese género, fusión de las tradiciones del teatro y del relato populares, presenta una lógica de pruebas ‒el embrollo narrativo‒ y una lógica de arquetipos, usualmente maniqueos. Además, para Link, el melodrama mantiene el registro teatral de sus personajes, que se comportan de acuerdo con estereotipos primarios, como el Deseo, la Traición, la Obediencia y el Deber. Es imposible no reconocer esa matriz melodramática en la narración de la vida de la acusada. María, una mujer desventurada, que lleva el nombre de la Virgen y que ni siquiera tiene apellido ‒bien podría ser cualquier mujer pobre, de pueblo, trabajadora‒ sufre abnegadamente frente al engaño y el abandono de su esposo. Francisco Girolami, por su parte, encarna el arquetipo del Deseo, dado que es un hombre “cuyo aliento huele a traición y falsedad”, es decir, que es capaz de hacer cualquier cosa ‒engañar a una joven huérfana, profanar la institución del matrimonio, abandonar a sus hijos a su suerte‒ con tal de satisfacer sus ambiciones egoístas. El giro fatal de la historia de la joven se produce, además, con una revelación fortuita, que saca a la luz la verdad oculta que precipita la reacción de María, una puñalada al corazón de quien la había traicionado. Por su parte, el final de “Un proceso” es compensatorio, dado que María es absuelta y la ley, expresada en el veredicto del juez, repara de algún modo la cadena de desigualdades y violencias hacia las mujeres que el texto pone en escena. Ese es el mayor argumento que De la Barra da para la aplicación del juicio oral: la oratoria del abogado y su capacidad para representar la vida de María como parte de una desigualdad estructural permiten activar la “cuerda sensible” del jurado, absolver a la acusada y descubrir al verdadero criminal.

Además, la absolución de María inaugura, para De la Barra, una “moral nueva, distinta de la aceptada desde tiempo inmemorial, moral esta sin fuerza, sin justicia, sin verdad”. Es decir, en un giro que hace que la ley, la justicia y la moral queden alineadas, la escritora sugiere que el Derecho tiene la capacidad de modificar los valores de una comunidad. Por eso, aquí la ficción ‒la literatura y también lo que hay de ficcional en la narración de una vida que se expone para ser juzgada ante la ley‒ permite ampliar las coordenadas de lo visible y lo representable, tal como sugiere Jacques Rancière en El espectador emancipado (2008). En ese sentido, “Un proceso” propone un régimen de visibilidad (Rancière, 2000) en el que la violencia hacia las mujeres ya no se ve relegada a la naturalización y el olvido.


Bibliografía

Butler, Judith (2003). “Afterword: After Loss, what then”. Loss. Eng, David y Zazanjian, David. (Eds.). University of California Press: Berkeley.

Casares, Martín (2008). “El juicio oral y público en la República Argentina. Análisis de la etapa de debate a quince años de su introducción en el sistema federal argentino”. Revista de Derecho de la Asociación Peruana de Ciencias Jurídicas y Conciliación. En línea.

Dorfman, Daniela (2019). “Fictions Of law: criminality and justice in the juridical and literary imaginaries of nineteenth-century Argentina”. Journal of Latin American Cultural Studies. En línea.

Friedman, Lawrence (1989). “Law, Lawyers, and Popular Culture”. The Yale Law Journal 98 (8): 1579-1606. En línea.

Kahn, Paul (1999). The Cultural Study of Law: Reconstructing Legal Scholarship. Chicago: University of Chicago Press.

————– (2006). “Legal Performance and the Imagination of Sovereignty”. E-misférica. En línea.

Link, Daniel (2003). “El amor verdadero. Apuntes sobre el melodrama”. Cómo se lee y otras intervenciones críticas. Buenos Aires: Norma.

Luque, Pau (2020). “Rule of law y casos recalcitrantes”. Anuario de Filosofía y Teoría del Derecho, 14: 217-246.

Rancière, Jacques (2010 [2008]). El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial.

———————– (2000). La división de lo sensible. Estética y política.

Sarlo, Beatriz (2005). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores.

“Sobre las ventajas e inconvenientes del juicio oral” (1935). Caras y Caretas. En línea.

Taylor, Diana (2003). The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas. Durham: Duke University Press.

Williams, Linda (1991). «Film Bodies: Gender, Genre and Excess». Film Quarterly (44)4: 2-13.


[i] La provincia de Córdoba fue donde se legisló por primera vez un sistema de juzgamiento con debate oral, público, contradictorio y continuo, a través de la Ley nro. 3831, sancionada en 1939. Luego, ese sistema se expandió hacia otras provincias: Santiago del Estero en 1941, San Luis en 1947, La Rioja y Mendoza en 1950, Catamarca en 1959, Salta en 1961, La Pampa en 1964, Entre Ríos en 1969 y Corrientes y Chaco en 1971. En 1983, Neuquén, Río Negro y Chubut sancionaron nuevos códigos procesales penales y en 1991 el Congreso de la Nación aprobó la Ley nro. 23.984, la cual reemplazó al antiguo Código de Procedimiento Penal (Casares, 2008).

[ii] No es casual que De la Barra haya reparado en estos aspectos del proceso, ya que el abandono masculino de la mujer y de los hijos era un tema que ya había mencionado en Stella, en la que se incluye una escena en que su protagonista, Alex, ayuda a una madre soltera que se encontraba en la pobreza. Además, esa situación vuelve a reelaborarse en “En retardo” (1935), cuento publicado en Caras y Caretas, en el que un joven ambicioso abandona a una mujer que embarazó para ir a probar suerte a Estados Unidos. En Eleonora, folletín publicado en 1933 en El Hogar, la escritora también tematiza los peligros a los que pueden enfrentarse las mujeres que se insertan en el mundo del trabajo, ya que su protagonista, de la cual la obra toma su nombre, fue acosada sexualmente por su empleador.

Formas de la (in)justicia. Reseña de «Cícero impune», de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Foto: Cícero impune, de José Campusano (fotograma)

Juan Pablo Castro escribe sobre la nueva película de Campusano, ganador del premio al mejor director en la edición del BAFICI de 2016. A diferencia de sus películas anteriores, que cuestionaban la forma de aproximación de los grandes medios de comunicación a contextos marginales ajenos a la ley, Campusano pareciera plantear, esta vez, la justicia por mano propia como la única salida posible.


 

Con nueve largometrajes filmados y varios en proceso de pos-producción, José Campusano se ha ganado un nombre en el cine independiente argentino. Sus primeras películas –Vil romance (2008), Vikingo (2009), Paraíso de sangre (2011), Fango (2012)- tomaron como referente los barrios marginales del conurbano bonaerense, renovando su figuración a partir de una propuesta que confrontaba los estereotipos del cine burgués y el discurso mediático. Ambientada en Puerto Madero, Placer y martirio (2015) marca el principio de un alejamiento de esa zona de conocimiento directo, que avanza con El sacrificio de Nahuel Puyelli (2016), rodada en la Patagonia. Cícero impune (2017) es el primer largometraje que Campusano filma en Brasil; está íntegramente hablado en portugués y sus actores son brasileños.

El filme cuenta la historia de un brujo de provincia que, valiéndose de sus vínculos con la policía y la política, abusa de las jóvenes que lo visitan en procura de sus “poderes sanatorios”. Filmada en la ciudad de Río Branco, donde los hechos efectivamente ocurrieron, el procedimiento consiste en presentarlos como un relato que articula los registros ficcional y antropológico. Por un lado, la ya tradicional trama amorosa que vertebra todas las películas de Campusano; por otro, la indagación en las problemáticas de una comunidad con un tejido social débil y en peligro de disolverse.

Después de enterarse de que su novia, Valeria, ha sido violada, César se aboca en la búsqueda de justicia que lo llevará de la humillación de las comisarias donde se niegan a tomarle la denuncia al temblor de los bajos fondos, donde consigue un arma para hacer justicia por mano propia. En todos los niveles de este periplo, la misoginia, por parte de hombres y  mujeres, corroe los lazos de la comunidad como un vicio rampante. Merced a sus contactos, Cícero viola impunemente con complicidad dela ley. Pero el problema central de la película es la impunidad social con la que el brujo se desenvuelve. Después de violar a Valentina, Cícero la visita en su colegio, donde, a plena luz del día, le ordena visitarlo cada vez que él la llame por teléfono. En la misma línea, buena parte de las víctimas del brujo le son enviadas por otras jóvenes de las que ha abusado previamente.

Si hay algo que caracteriza las primeras películas de Campusano es el esfuerzo por dotar de complejidad a un universo y unos tipos sociales que el cine y la televisión allanan por medio de estereotipos estigmatizantes. En la recreación de los barrios que esas películas invocan conviven los códigos de honor y la delincuencia, la virtud y la vileza  y el delito tiene múltiples facetas. Personaje negativo como pocos es el adolescente Villegas de Vikingo, a quien vemos robar, torturar, distribuir droga entre los niños y, finalmente, abusar de una joven de un barrio vecino. En vista de que Cícero impune  se ocupa de una problemática análoga, me gustaría contrastar los modos en que ambas películas abordan la problemática de la violación en relación con las respuestas que la comunidad presenta como modos de combatirla. Recuérdese que se trata de contextos ajenos a la ley, donde la policía o bien es cómplice (Cícero impune) o directamente no figura (Vikingo).

En Vikingo, el adolescente Villegas comete una violación en la que no queda claro si participa el sobrino del protagonista. Cuando éste necesita comprar un repuesto, el dueño del taller le informa sobre lo ocurrido y le advierte que “los problemas de tu familia los tenés que arreglar vos”, amenazándolo luego con que “acá a los violadores los prendemos fuego y los tiramos al arroyo”. Vikingo le responde que de ser cierta la acusación él mismo se encargará de castigar a su sobrino, pero le recuerda al mecánico que él no debe tocarlo. Ese diálogo -precario, insuficiente, sin duda-, que sin embargo interrumpe el espiral de violencia que perpetuaría la justicia por mano propia, instala un código de legalidad germinal a partir del cual es posible imaginar mecanismos de justicia en zonas de abandono. Ese germen de organización paralela a las formas de la justicia ordinaria (tanto en términos de “juricidad” como de violencia) es precisamente lo que ha desaparecido en Cícero impune. En esta película, de la violación se pasa a la comisaría -previsiblemente corrupta- y de ahí directamente a la justicia por mano propia (el linchamiento del violador por parte de un grupo de vecinos de la zona).

Entre una y otra lo que ha desaparecido es la mediación de la comunidad como ente de regulación en los problemas que la aquejan. Cícero impune no permite imaginar otra resolución que la que reproducen los medios y el cine comercial. Evidentemente, ese eslabón se ha eliminado porque el universo donde ambas historias se desenvuelven es distinto, pero también porque se ha perdido el conocimiento del mundo narrado. Al perder de vista las mediaciones que complejizaban el imaginario del discurso mediático, el universo popular es casi una excusa para contar una historia de venganza.