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Cambio de ángulo: Ricardo Piglia y la literatura mundial

Por: Alejandro Virué

Imagen: Letralia

En este artículo, escrito en el marco del seminario «Literatura mundial: Latinoamérica y la cuestión de los universales», dictado por Mónica Szurmuk, Alejandro Virué parte de algunas ideas sobre la relación entre las literaturas de los países periféricos y las de los centrales que aparecen en Los diarios de Emilio Renzi para analizar la obra de Ricardo Piglia desde la perspectiva de la literatura mundial. El ensayo, además de rastrear las opiniones del tema en escritores latinoamericanos anteriores, como Alfonso Reyes, Manuel Gutiérrez Nájera y Jorge Luis Borges, indaga en la posición privilegiada que Piglia le atribuye a su generación, reconstruye las tesis de Piglia sobre el cosmopolitismo de la tradición literaria argentina y su puesta en práctica en El camino de Ida, la última novela del escritor.


En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia escribe, en una entrada de 1968: “estamos nosotros en situación de romper la exterioridad que nos define desde el principio. Ya no miramos a las otras literaturas o a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros” (Piglia, 2016: 68). Unas páginas más adelante, refuerza esta idea: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”.

Reflexiones similares se encuentran de manera recurrente a lo largo del libro. Si bien está claro el énfasis subjetivo de las afirmaciones, que postulan una posición de escritor más que un estado de cosas, no sería ilegítimo preguntarse por el asidero material de esta igualdad de oportunidades en el universo de las letras que el joven escritor argentino supone que ha adquirido su generación. Una de las formas posibles de responder es a partir de las investigaciones en el campo de la literatura mundial. Más allá de las diferencias conceptuales de los planteos de Franco Moretti y Pascale Casanova, ambos coinciden en la radical asimetría entre los escritores de las metrópolis y los periféricos para integrar el universo de la literatura, esto es, para ser publicados, leídos, y estudiados en las universidades.

Más relevante aún es que el mismo Piglia, en obras posteriores a este ingreso pero, también, en otras partes del diario, pone en cuestión esas afirmaciones, haciendo hincapié en las dificultades materiales que se le presentan a quien quiera dedicarse a la literatura en un país periférico como la Argentina, o teorizando respecto de lo que significa, en términos estéticos, escribir desde el margen.

A todo esto hay que sumarle que discursos análogos al que postula Piglia en esas páginas han sido enarbolados muchísimo antes por más de un escritor latinoamericano. Ya en el año 1936, en sus “Notas sobre la inteligencia americana”, Alfonso Reyes sostiene que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, les da a los escritores latinoamericanos “derecho a la ciudadanía universal” y el ingreso a “la mayoría de edad” (Reyes, A.: 12). Y aún antes, como demuestra la lectura del modernismo que Mariano Siskind propone en Deseos cosmopolitas, Manuel Gutierrez Nájera, para citar un solo caso, postula “un espacio literario-mundial de jerarquías flexibles, donde los escritores españoles se inspiran en los autores estadounidenses y sudamericanos” (Siskind, 2016: 195).

Todos estos matices nos llevan a preguntarnos por las condiciones de posibilidad de las citas de Piglia a las que aludí al comienzo. ¿Qué es lo que le permite sostener que su generación es la primera en concebirse como contemporánea de sus pares de las metrópolis? ¿Qué tiene en común, y qué de distinto, con las proclamas de sus predecesores? ¿Cómo se concilia con el reconocimiento permanente –y, en muchos casos, la reivindicación– de la posición marginal desde la que escribe?

Con esas preguntas en mente, analizaré en lo que sigue algunas de las obras del escritor[1] que considero más relevantes desde la perspectiva de la literatura mundial.

 

1. Llegar a ser contemporáneos

El problema de la “exterioridad” de la literatura argentina, como lo llama Piglia, es una cuestión de larga data en la cultura latinoamericana. Está asociado, a su vez, a aquel más general sobre la posición de Latinoamérica en el mundo, es decir, las condiciones de inserción de estas novísimas repúblicas en el mercado internacional.

En el ingreso[2] del 16 de enero de 1969 de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Piglia lo presenta de una manera que, más allá de lo esquemática, lo resume perfectamente:

Se trata de la condición extra-local de esa cultura, que siempre es comparada con otra, y también de su asincronía con el presente. Una cultura que está lejos de sus contemporáneos (por eso se dice que está ‘atrasada’), a destiempo y en otro lugar. Eso es lo que los historiadores llaman ‘sociedad subdesarrollada’, ‘dependiente’ o ‘semicolonial’. Se define en relación con otra que aparece como más desarrollada y más actual (Piglia, 2016: 110).

Estas dos condiciones que definirían la marginalidad de la cultura latinoamericana en general y la argentina en particular –la  exterioridad para juzgarse a sí misma, mediante la comparación con otras culturas que se consideran más avanzadas, y el carácter anacrónico de sus producciones, atadas a la aparición tardía de la nación en el mundo– pueden rastrearse en las más diversas generaciones de escritores tanto del siglo XIX como del XX. No me detendré demasiado en este punto, pero quiero citar dos ejemplos que funcionan como casos de la descripción de Piglia.

En Recuerdos de provincia, en el semblante de uno de los personajes clave de los que Sarmiento incluye en su genealogía familiar, el sanjuanino escribe:

Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. […] Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo preferiría oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados (Sarmiento, 1995: 162/163)

Más de un siglo después, en el prefacio de su monumental Autobiografía, Victoria Ocampo afirma: “La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía.” (Ocampo, 1981: 10). Y unas páginas más adelante, luego de explicar el rol que sus antepasados cumplieron en las luchas por la emancipación argentina y, posteriormente, en la búsqueda de posicionamiento internacional del país, concluye:

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (…) yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas.  Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar (Ocampo, 1981: 14/15).

En ambos casos, a pesar de la distancia temporal, se observa la misma valoración de la Argentina como país en vías de formación y de una posición lateral respecto del mundo, metonimia de los países centrales de Europa. Pero entre las citas de Sarmiento y Victoria Ocampo, como es de esperar, hay también una diferencia notable: mientras que el primero se limita a señalar que las tradiciones incomparables de Argentina y los países del viejo mundo justifican insistir con ideas de estos a tomar en cuenta las de una inteligencia aún no “desenvuelta”, Ocampo tematiza una negociación, que más allá del éxito que pueda haber tenido, implica un deseo de reconocimiento de la cultura argentina en el mundo. En ambos casos se recurre al mundo para saldar un vacío de pensamiento local (Sarmiento) o lograr una renovación (a eso se refiere Ocampo con “traer otros veleros, otras armas”), pero en el  segundo se plantea explícitamente un objetivo estratégico: la “conquista” de una posición reconocible en ese entramado. El recurso a las fuentes del mundo para integrarse exitosamente a él.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entre los años 1968 y 1969, a juzgar por algunas de las entradas de su diario, Ricardo Piglia sostiene que su generación ha logrado romper con la auto-representación inferior y extemporánea con la que se concebían sus antecesores. En primer lugar, hay que destacar que en todas las menciones del tema enfatiza, tanto en el caso de los escritores anteriores a él como en el de los de su generación, que el asunto no refiere a relaciones objetivas entre culturas de diferentes países sino a una configuración subjetiva: “ya no miramos”, “ahora pensamos”, “cortamos con la sensación”, son las frases que utiliza para señalar la novedad de esa nueva autoconciencia literaria argentina que él y sus coetáneos encarnarían. Lo que ha cambiado, entonces, es el punto de vista o, si se prefiere, el criterio de valoración.

Un segundo rasgo en común entre los distintos ingresos es que el corte entre esta nueva imagen de sí y la de las generaciones anteriores pareciera ser total. Piglia no hace excepciones al respecto: el sentimiento de inferioridad respecto a la literatura extranjera incluye a todos los representantes de la literatura argentina que lo anteceden –aunque, como veremos más adelante, habrá una figura que funcionará de mediadora entre ellos y él–: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”; “nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras”; “logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

No hay, en cambio, una caracterización común en las entradas en cuestión respecto de la dimensión de la actividad literaria en la que se manifestaría, concretamente, ese cambio. Por momentos, parecería centrarse en las prácticas de lectura –“Leemos de igual a igual, eso es lo nuevo”– pero en otras partes lo presenta como una pertenencia común a una corriente estética –“hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o Thomas Pynchon”– o al grado de calidad de las obras –“Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura”–.

1.i.Una sensación que se repite

Más allá de la convicción con la que Piglia plantea lo inédito de esta autopercepción, existe en el corpus literario latinoamericano más de un ejemplo que da cuenta de una imagen no tan lejana a la que describe el argentino en sus diarios.

En septiembre del año 1936, Alfonso Reyes publica en la revista Sur un texto titulado “Notas sobre la inteligencia americana”, que expondrá ese mismo mes en el marco de la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual realizada en Buenos Aires. El problema que recorre su intervención es el lugar que América Latina ocupa en el escenario internacional y las relaciones entre las culturas latinoamericana y europea. Que Reyes elija la palabra “inteligencia” es un primer anuncio, que rápidamente explicitará en su texto, de lo que considera el “matiz latinoamericano”: no se trata de una civilización ni de una cultura, conceptos que suponen una tradición y una historia, sino de una capacidad: “su visión de la vida y su acción en la vida”.

De las distintas caracterizaciones que Reyes hace de esta inteligencia –que incluyen un ritmo histórico propio, ligado a la audacia y a la precipitación, una serie de disyuntivas históricas que se remontan a los inicios de la conquista (aristocracia indiana/ “recién llegados”; hispanistas/ americanistas; conservadores/ liberales), una profesionalización menor del escritor respecto de Europa– me interesan especialmente dos aspectos: la condición “naturalmente internacionalista” y el cambio en la autopercepción del hombre de letras latinoamericano que, según el mexicano, se estaría dando en su generación.

Reyes explica el internacionalismo latinoamericano más como el efecto de una necesidad que de una decisión: la imposibilidad de recurrir a una tradición institucional y a una cultura letrada propia ha obligado a los latinoamericanos “a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos”. Esto desembocaría en una mentalidad flexible, capaz de “manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia”.

Sin embargo, esa configuración cosmopolita de la inteligencia latinoamericana estuvo acompañada de un sentimiento de inferioridad, atado a la triple condición de ser americanos, latinos e hispanos. En la nota número 7, Reyes llama a esta percepción “tristeza hereditaria”, y juzga que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, no sólo la rectifica sino que les da “derecho a la ciudadanía universal”.

Unos años después, retomará estas tesis para postular la “Posición de América”. Allí juzgará dicho universalismo como un “inesperado efecto benéfico de la formación colonial”, que habilitará a América Latina a reivindicar como patrimonio propio “toda la herencia cultural del mundo”. Reyes invertirá, de este modo, la valoración de la condición marginal americana: lo que sus predecesores juzgaban como el “gran pecado original”  (Reyes, 1936: 10) de haber nacido “en un suelo que no era el foco de la civilización, sino una sucursal del mundo”, será reivindicado como la posibilidad de estar familiarizado y poder utilizar en su favor aspectos de todas las culturas del globo.

Estas intervenciones de Reyes, además de tener el mérito de adelantar algunas de las tesis que Borges, en 1951, canonizará en el maravilloso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, muestran que la sensación de inferioridad de los escritores latinoamericanos ya había sido disputada mucho antes de Piglia. El gesto de Reyes, además, es similar al del argentino: para señalar la particularidad de su generación remite a sus antecesores, con los que se compara y a los que les atribuye una “tristeza hereditaria” que él y sus colegas estarían empezando a deconstruir.

Pero este posicionamiento alternativo respecto de la literatura mundial tiene ejemplos aún anteriores a Alfonso Reyes. En esa clave lee Mariano Siskind el discurso universalista del modernismo hispanoamericano[3], al que diferencia del que pudieron haber encarnado los románticos rioplatenses, como Echeverría. Mientras que estos apelaron a literaturas extranjeras como “totalidades nacionales” y radicalmente otras respecto de la propia, “el discurso literario mundial del modernismo (…) considera a las obras y a los autores extranjeros –en un clásico gesto cosmopolita– como parientes queridos, almas gemelas, cuyos nombres convocan la presencia fantasmática de un mundo que incluiría a América Latina” (Siskind, 2016: 153/154). En el tercer capítulo de su libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Siskind rastrea este discurso en textos de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Pedro Emilio Coll, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano. Me detendré brevemente en el análisis del mexicano Gutiérrez Nájera, ya que allí se puede ver de manera contundente un concepto de mundo que niega la ubicación externa de América Latina. En su ensayo de 1881  “Literatura propia y literatura nacional”, el mexicano relega el adjetivo “nacional” a un mero accidente geográfico, negándole el carácter cualitativo que le atribuía el romanticismo. Reconoce que en otros momentos históricos, en los que la comunicación y los traslados entre regiones distantes eran más acotados, el lugar de origen tenía inevitablemente una función estética, pero juzga ese estado de cosas superado. Más allá de que las obras que menciona de manera explícita no involucran a ningún americano[4], al incluirlas a todas dentro del “fondo común de la literatura” realiza un gesto subversivo: el de expropiarlas de sus naciones de origen y situarlas, de manera equivalente, en un entramado mundial  en el que perfectamente podrían incorporarse creaciones latinoamericanas. Esto se vuelve patente en el otro texto que analiza Siskind, “El cruzamiento de la literatura”, de 1894. Allí, Gutiérrez Nájera estudia el presente de la literatura española, en el que nota una clara superioridad de los novelistas por sobre los poetas, que explica con la proliferación de traducciones de grandes novelistas extranjeros: “El renacimiento de la novela en España ha coincidido y debía coincidir con la abundancia de traducciones publicadas”. Pero lo más interesante es que en sus especulaciones sobre la relación entre importación/exportación literaria, el mexicano sostiene que “mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y sudamericana etc., importe la literatura española, más producirá, y de más ricos y cuantiosos productos será su exportación”. Como se ve, la desterritorialización de la literatura que propone Gutiérrez Nájera es de una radicalidad tal que le permite incluir a la prosa y poesía sudamericanas como una fuente de inspiración igual de importante que las francesas o inglesas.

La pregunta inevitable que debe hacérsele a esta intervención, quizás demasiado optimista, pero también a la de Reyes e, incluso, a la de Piglia, es acerca del correlato material de este mundo transversal de influencias múltiples que postulan. Como señala Siskind después de su análisis de Gutiérrez Nájera, “este no es un mundo plano y horizontal de intercambios parejos: Zola no leía a José Mármol ni Huysmans leía a Darío (por mucho que este lo deseara)” (Siskind, 2016: 195), y agrego, a pesar de las diferencias abismales de circulación de la literatura latinoamericana entre la época del modernismo y la de Piglia, que probablemente tampoco Thomas Pynchon haya leído al autor de Plata quemada –aunque sí sabemos que leyó a Borges–.

Para Siskind, de hecho, la oposición entre las condiciones materiales de enunciación y el discurso universalista de los modernistas es fundamental para comprender su especificidad, que  califica de “universalismo” o “cosmopolitismo marginal”[5]. De allí la expresión que da título al libro, deseos de mundo, por cierto muy ambigua ya que podría funcionar perfectamente para describir la idea de exterioridad de la literatura latinoamericana: si se desea el mundo es porque se reconoce estar fuera de él. Es aquí donde cobra relevancia la interpretación en clave estratégica, que permite diferenciar, a su vez, las implicancias políticas del lugar de enunciación de un discurso cosmopolita. El diagnóstico de los escritores modernistas –de allí su nombre– es que la literatura latinoamericana requiere una modernización que la aleje del provincialismo reinante y su convicción es que ellos están en condiciones de hacerlo, utilizando indistintamente técnicas y temas de otras literaturas. Pero la particularidad de su discurso, como señala de manera brillante Anibal González, es que “en vez de señalar la necesidad de ser modernos, los escritores modernistas hacen su literatura desde el supuesto de que ya son modernos” (citado en Siskind, 2016: 151). Siskind llama a este procedimiento la “cancelación de la diferencia cultural”. Recurriendo a la distinción de Homi Bhabha entre diferencia cultural (que enfatiza la opacidad de cada cultura) y diversidad cultural (que, admitiendo las singularidades culturales, las coloca en una ‘equivalencia estructural’), dice:

si, ejercida desde contextos de enunciación metropolitanos, esta pax romana implícita en la idea de diversidad acerca el cosmopolitismo al imperialismo, articulada en contextos marginales marcados por la experiencia de la exclusión, la cancelación de la diferencia que está en la base del cosmopolitismo latinoamericano es una maniobra estratégica que le permite a los modernistas representarse en términos de igualdad con sus pares europeos y norteamericanos.

Me pregunto si algo de este mecanismo no opera en la mentalidad de Ricardo Piglia. Como adelanté en la introducción, hay momentos de los diarios donde la sensación de contemporaneidad con la literatura mundial de la que se jacta el argentino es puesta en crisis, al menos en lo que respecta a las condiciones de producción literarias. Ya en el primer tomo, Años de formación, en un punteo de los temas que habían circulado en una charla del jueves 10 de febrero de 1966 con David Viñas, escribe: “Charlamos un rato sobre las dificultades para ganarse la vida en Buenos Aires (…) Europa como espejo, mercado y residencia” (Piglia, 2015a: 228). Casi diez años después, en un ingreso de 1975 de Los años felices, insiste con lo mismo: “Está claro que mi proyecto fue siempre el de ser un escritor conocido que vive de sus libros. Proyecto absurdo e imposible en este país” (Piglia, 2016: 406). Hay una frustración notable en estas palabras, que reconocen un desfasaje entre el proyecto de Piglia y las posibilidades reales de que resulte exitoso en la Argentina, en contraste con la igualdad de oportunidades respecto de los escritores extranjeros con la que se concebía páginas atrás, que vuelve plausible interpretar la ruptura de la exterioridad que le atribuye Piglia a su generación como una expresión más de los deseos de mundo modernistas, que enuncian en presente un estado de cosas que, en verdad, pretenden alcanzar y que, de manera más o menos consciente, saben que aún no existe. El autor argentino pareciera haberlo llevado a un grado hiperbólico, ya que a la cancelación de la diferencia cultural pareciera agregarle la material (“Ya no miramos (…) a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros”), que es la que precisamente se ve frustrada cuando reniega de las dificultades para vivir de la literatura en el país periférico al que pertenece.

Otra similitud entre ambos discursos es su contexto de aparición, más específicamente, la posición contra la que reaccionan. En la introducción al libro que tanto he citado, Siskind enmarca el discurso cosmopolita modernista como un modo de imaginar “fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas y asfixiantes” (Siskind, 2016: 15). El caso de Sanín Cano es especialmente ilustrativo: escribe su texto más radical en defensa del cosmopolitismo, “De lo exótico” (1893), en el marco del gobierno conservador de Rafael Nuñez, en el que se vivía “un clima cultural de aislamiento y un nacionalismo acérrimo”. Allí no sólo cita a Goethe y su idea de Weltliteratur, sino que se adelanta a la posible crítica de “extranjerizante”, una forma muy común de desmerecer al universalismo cosmopolita: “No hay falta de patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y de asimilarse uno lo escandinavo”. Paralelamente, casi en la misma época en la que aparecen sus ingresos más explícitos sobre la “sincronía” de los escritores argentinos con sus contemporáneos de las metrópolis, Ricardo Piglia, en respuesta a una serie de preguntas que la revista Los libros formuló a varios escritores y estudiosos de la literatura acerca de la función de la crítica, dice:

En relación con las tendencias actuales de la crítica argentina, habría que decir que el populismo hoy de moda entre los intelectuales (…) hace de la dependencia una suerte de espejo deformado, donde en realidad lo único que se exhibe es el carácter colonizado de un pensamiento que intenta ‘ser nacional’ en el esfuerzo de mostrar su diferencia (Revista Los Libros, año 4, n° 28: 171).

 

1. II: El factor Borges

Además de los años que separan a los modernistas de Piglia, hay un hecho fundamental que diferencia el status de los deseos de unos y el otro, que el argentino utiliza para explicar el sentimiento de contemporaneidad de su generación: la obra de Jorge Luis Borges. Para introducirme en esta cuestión, citaré in extenso las dos entradas de los diarios donde Borges es mencionado como la figura de transición entre las dos autopercepciones de los escritores argentinos respecto a las literaturas centrales que Piglia presenta. La primera es de abril de 1968:

Octavio Paz se equivoca en Corriente alterna, no se trata de afirmar que nuestro arte es ‘subdesarrollado’, sino que nuestra manera de entender el arte lo es, quiero decir, un modo de ver colonial, deslumbrado por ciertos modelos. En la literatura argentina ese momento recorre la historia hasta Borges: desde el principio la literatura se sentía en falta frente a las literaturas europeas (Sarmiento lo dice precisamente y Roberto Arlt lo dice irónicamente: ‘¿Qué era mi obra, existía o no dejaba de ser uno de esos productos que aquí se aceptan a falta de algo mejor?’). Recién a partir de Macedonio y de Borges nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras. Ya estamos en el presente del arte, mientras que durante el siglo XIX, hasta muy avanzado el siglo XX, nuestra pregunta era: ‘¿Cómo estar en el presente? ¿Cómo llegar a ser contemporáneo de nuestros contemporáneos?’. Nosotros hemos resuelto ese dilema: Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura (Piglia, 2016: 27).

La segunda es de finales de 1969:

Todo el mundo periodístico en el delirio del balance de una década. Yo mismo: la ‘década del sesenta’ produjo un corte múltiple. Cambió la política de izquierda. Mucha libertad para buscar lo que cada uno quiere. La literatura argentina, con mi generación, logró –después de Borges- estar en relación directa y ser contemporánea de la literatura en cualquier otra lengua. Cortamos con la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar. Hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o a Thomas Pynchon, es decir, logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos (172-173)

A simple vista, ninguna de las citas otorga demasiada información de por qué Borges es una condición para el cambio en la subjetividad de los escritores argentinos. Simplemente se repite que se dio a partir de él y en la generación de Piglia. Se sabe que el éxito internacional en el que se convirtió Borges a partir de las apropiaciones filosóficas francesas entre 1955 y 1966 (Maurice Blanchot destaca su noción de infinito en El libro por venir, de 1959, y Foucault comienza su célebre libro Las palabras y las cosas, de 1966, citándolo), las traducciones de muchos de sus textos en Les Temps Modernes y la que en 1964 hizo Roger Caillois de Historia universal de la infamia, junto al premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1961, despertaron una atención inusitada en la literatura argentina por parte de escritores e intelectuales de los países centrales, además de asegurarle a Borges un triunfo comercial cada vez mayor. Pero este motivo no basta para explicar el rol que Piglia le atribuye a Borges, además de que confirmaría las tesis de Pascale Casanova sobre París como mediadora necesaria, en tanto capital de la “república mundial de las letras”,  entre la periferia y el resto de los países del centro, y la fuerza de su noción de “transferencia de prestigio” (Sánchez Prado, 2006: 76).

Hay dos cuestiones de la primera cita que nos advierten sobre ello: la crítica a Octavio Paz y la mención de Macedonio Fernández. Piglia dice que no es el arte latinoamericano en sí mismo lo “subdesarrollado” sino la manera de entenderlo. Traslada el problema de la exterioridad del creador al crítico –y al escritor en tanto crítico–, que juzga desde esos modelos que lo deslumbran las obras locales. Esto habría sucedido, en el caso de la literatura argentina, hasta Borges. ¿Qué lo diferenciaría, en su doble valencia de escritor y crítico, de sus antecesores? Piglia da las claves de esto en muchas de sus obras, pero considero especialmente pertinente el modo en que lo plantea en una de las entrevistas que integran Crítica y ficción. Analizando la posición de Borges como crítico, condición que resulta ambigua porque, en general, no se le reconoce del todo ese rol “a pesar de que sus textos críticos son usados y citados constantemente”, Piglia marca las diferencias entre las formas de leer del crítico y el escritor. Frente a los trabajos eruditos y especializados del primero, las lecturas del segundo se caracterizarían por la arbitrariedad y la estrategia. En su ejercicio crítico, el escritor “intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”. Piglia explica de este modo que Borges prefiera a Conrad, Stevenson, Kipling y Wells antes que a Dostoievski, Thomas Mann o Proust, que elogie una tradición “marginal” dentro de la gran tradición de la novelística europea. El argumento de Piglia es convincente:

si a Borges se lo lee desde Dostoievski, como era leído, no queda nada. Ahí aparecen todos los estereotipos sobre Borges: que su literatura no tiene alma, que en su literatura no hay personajes, que su literatura no tiene profundidad. Borges tiene que evitar ser leído desde la óptica de Thomas Mann, que es la óptica desde la cual lo leyeron y por la cual no le dieron el Premio Nobel: no escribió nunca una gran novela, no hizo nunca una gran obra en el sentido burgués de la palabra (…) Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban.

El Borges crítico utiliza la tradición europea pero de un modo indebido, reorganizándola de acuerdo a su propia valoración y en aras del interés del Borges escritor. Se desentiende de la “gran tradición europea” –al punto de no escribir novelas– y establece las condiciones de su propia valoración como escritor. Rompe con el “deslumbramiento por ciertos modelos”, que es donde Piglia, discutiendo con Paz, encuentra el “subdesarrollo” de la manera local de concebir nuestro arte. Que la estrategia, encima, haya funcionado, seguramente suma puntos, pero no es lo decisivo.

Un punto aún más contundente a favor de la idea de que la habilitación de la “sincronía” con sus contemporáneos que promovió Borges a la generación del ‘60 no se debió a su éxito internacional es el hecho de que, en esa cita, Piglia nombre también a Macedonio Fernández, quien a las claras no corrió la misma suerte que Borges. Si en la transvaloración borgeana de la tradición europea Piglia ve un gesto inédito en la literatura argentina que posibilita romper con el “complejo de inferioridad”, podemos aventurar que en la indiferencia radical respecto de su reconocimiento como escritor, en esa suerte de purismo de la creación macedoniana, encuentra un corte igual de abrupto. Piglia transmite en más de una ocasión la admiración que le produce la entrega total y desinteresada de Macedonio a su proyecto estético: “Macedonio empieza a escribir el Museo de la novela en 1904 y trabaja en el libro hasta su muerte. Durante casi cincuenta años se entierra metódicamente en una obra desmesurada”, dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario”, y lo refuerza en “Ficción y política en la literatura argentina”:

Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión.  Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra (Piglia, 2014a: 117)

Para volver a Borges y terminar de entender en qué sentido su figura es central para cortar con “la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar” y cómo, en definitiva, lo que opera es un cambio de valoración de un “mismo” estado de cosas, me detendré en un breve ensayo de Piglia: “La novela polaca”. Allí analiza el texto “El escritor argentino y la tradición”, que para el autor de Respiración artificial responde la siguiente pregunta: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o ‘polaco’)?” (Piglia, 2014b: 72).  Luego de resumir la muy conocida tesis de que la condición marginal de las literaturas de los países periféricos posibilita “un manejo propio, ‘irreverente’, de las grandes tradiciones”, una libertad con la que, según Borges, no cuentan los escritores de los países centrales, Piglia lee de manera estratégica la conclusión borgeana: “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina”.

Borges, desde los ojos de Piglia, no sólo clausuraría, unificándolas en su obra, las dos grandes tradiciones de la literatura argentina del siglo XIX –el europeísmo y el criollismo–, tesis que pone en boca de Renzi en Respiración artificial calificándolo como el “mejor escritor argentino del siglo XIX”; también clausura el complejo de inferioridad de los escritores argentinos, convirtiendo el carácter marginal, hasta entonces concebido como desventaja, en una potencia de la que el autor de El último lector se servirá en toda su obra. El recurso al “plagio” que ya defendía Sarmiento en la cita que transcribí de Recuerdos de provincia vuelve a ser reivindicado desde este prisma aunque por razones muy distintas: mientras que el sanjuanino justificaba el uso insistente de las citas extranjeras por el desenvolvimiento inacabado del pensamiento nacional –y en ese sentido, como un recurso a abandonar una vez que éste se desarrolle–, Piglia, a partir de Borges, lo defiende como uno de los mecanismos propios de la tradición argentina. Pero el creador de Emilio Renzi va más allá, puesto que asegura que estos usos de lo extranjero no son propios, únicamente, de la tradición “europeísta” a la que pertenecería Sarmiento, sino que pueden encontrarse también en el “criollismo”:

hay toda una red que cruza la lengua extranjera, la traducción, la escritura nacional (…) pero no hay que simplificar, como cierta perspectiva, digamos, nacionalista, ciertos estereotipos del revisionismo peronista, que tienden a describir rencorosamente esa tradición como si sólo perteneciera a los sectores culturalmente dominantes (Piglia, 2014a: 99)

Los dos ejemplos que menciona son la divisa punzó, símbolo que “identifica el federalismo a la gran línea popular”, cuyo nombre “es una traducción del que le ponían a la tela los importadores franceses, ponceau, de modo que el grito de las masas federales es en realidad un galicismo” y la primera edición de la segunda parte del Martín Fierro, que en su contratapa tiene una publicidad de la Librería Hernández que se jacta de tener en sus idiomas originales las últimas publicaciones de Francia e Inglaterra.

Borges, parece decir Piglia, no sólo crea mediante sus lecturas críticas un espacio de valoración para sus  producciones literarias sino también para las de los escritores por venir e, inclusive, para sus antecesores. Resignificando la fatalidad de haber nacido en una “sucursal del mundo”, como llama Reyes al territorio latinoamericano, vuelve posible a Piglia: “ahora pensamos que esa localización no nos impide establecer contactos directos con el estado presente de la cultura. Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea” (Piglia, 2016: 72).

 

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

2. El nuevo mundo, o el margen como canon

Así como la concepción de mundo de Gutiérrez Nájera le permitió imaginar influencias recíprocas entre escritores centrales y periféricos, las tesis de Piglia sobre la literatura mundial tienen una doble eficacia en su obra: por un lado, le permiten armar un canon singular, en el que la posición excéntrica respecto de la propia lengua –y, como consecuencia, de la propia nación–, tanto a nivel temático como formal, se convierten en criterio de valoración estética; por otro, lo habilitan a proyectar en su ficción un mundo en donde el margen, por una serie de operaciones narrativas, asedia al centro y pone en peligro su posición hegemónica, como sugeriré en mi lectura de El camino de Ida.

En uno de sus primeros textos críticos sobre la obra de Roberto Arlt ya aparecen las primeras reflexiones sobre el estilo excéntrico del autor de El juguete rabioso. La relación distanciada con la lengua materna se ve en dos aspectos: por un lado, en la acusación y la aceptación del propio Arlt de que “escribe mal”; por otro, en la referencia a la famosa crítica de José Bianco, que lo acusa de hablar el lunfardo con acento extranjero, algo que años después Piglia resignificará elogiosamente. A partir de su teoría de que la escritura literaria es el efecto de una lectura productiva o arbitraria, nuestro crítico dice que Arlt opera como un traductor, algo en principio polémico ya que sólo manejaba de manera fluida el español. En la medida en que su principal fuente literaria son novelas extranjeras –principalmente rusas– de dudosas traducciones españolas (“horribles”, según Bianco) que proliferaban a montones en su época, Arlt traduciría su español rioplatense al de España,  que interpreta como el código literario vigente:

No es casual que en esta apropiación degradada, las palabras lunfardas se citen entre comillas (…) las notas al pie explicando que ‘jetra’ quiere decir ‘traje’, o ‘yuta’, ‘policía secreta’, son el signo de cierta posesión. Si como señala Jakobson, el bilingüismo es una relación de poder a través de la palabra, se entienden las razones de este simulacro: ese es el único lenguaje cuya propiedad Arlt puede acreditar (Los Libros, año 4, n° 28: 27).

Piglia retomó esta idea en numerosas ocasiones, incluso la puso a prueba en su nouvelle “Nombre falso”, en la que el narrador –homónimo del autor–, un estudioso de la obra de Roberto Arlt, presenta un presunto cuento inédito de Arlt, “Luba”, que es en verdad un plagio apenas adaptado de una traducción española de “Las tinieblas», del ruso Leónidas Andreiev. A pesar de las pistas que da Piglia en la primera parte sobre la operación que está llevando a cabo, los temas y la prosa del ruso y Arlt tenían tanto en común que el crítico Aden W. Hayes, que para entonces ya había escrito Roberto Arlt: la estrategia de su ficción y, por lo tanto, manejaba su obra, la juzgó como un inédito verídico (Fornet, 2000: 17-20).

Hay otro elemento que le permite a Piglia calificar el estilo de Arlt como extrañado de la lengua materna: su vínculo con el lenguaje popular de los inmigrantes. En la célebre discusión literaria que establecen Emilio Renzi y Marconi en Respiración artificial, luego de sostener que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, Renzi propone a Arlt como el mejor del XX. La reacción de Marconi no se deja esperar. Lo acusa de escribir mal y le adjudica un rol insignificante: “(…) digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo?”, pero el desplazamiento en la respuesta de Renzi –“Era eso, justamente, un cronista del mundo” – le da pie para establecer su teoría sobre la relación entre el valor literario y la masiva inmigración que se produce en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Para Renzi, “la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras (…) es una noción tardía”, que hubiera sido inaplicable a escritores del siglo XIX de la talla de Sarmiento y Hernández y que se establece, en la Argentina, como reacción frente a la inmigración y su impacto en el lenguaje. Desde entonces, según Renzi, la literatura cumple la función ideológica de enseñar el buen uso del idioma nacional, tarea que encarna, de manera cabal, Leopoldo Lugones.  Desde esas coordenadas es que el alter ego de Piglia aceptará que Arlt escribe “mal”: contrariamente al estilo de Lugones, “dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional”, Arlt “percibe que la lengua nacional es un conglomerado”, en el que conviven en tensión tonos y registros opuestos. El trabajo sobre este material y sus lecturas de traducciones españolas (“’jamelgo’, ‘mozalbete’, sus textos están llenos de eso”) explican, como dice en “Un cadáver sobre la ciudad”, ese “extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y extrañeza con la lengua materna que es siempre la marca de un gran escritor”.

Es interesante el matiz que se lee en la última cita. Piglia parecería estar dando un paso más en la resignificación del lugar marginal –en este caso, respecto de la propia lengua– como potencia de las literaturas periféricas. El extrañamiento de la lengua nacional no sería, solamente, el criterio de valor estético de la literatura argentina sino “la marca de un gran escritor” a secas. La ventaja relativa con la que definía Borges la posición periférica de los escritores sudamericanos parecería convertirse en Piglia en un criterio universal de valoración literaria. Sobre esto se extiende en “Conversaciones en Princeton”:

Rulfo, Guimaraes Rosa pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los Estados Unidos. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es nacional (Piglia, 2014: 213)

Piglia volverá a referirse a Faulkner en una entrevista de 1995 para el Faulkner Journal, donde destaca dos rasgos del escritor estadounidense. Como Borges y Arlt, Faulkner construye su propia tradición. La frase clave en la que se basa aparece en la introducción de 1933 de The sound and the Fury: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Pero lo que nos importa es lo que dice sobre su posición excéntrica respecto a la literatura norteamericana de la época:

El lugar desde el cual Faulkner leía la cultura (el contexto afrancesado y periférico del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde afuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este (Piglia, 2014: 122)

Con argumentos muy parecidos –aunque destacando el hecho de haber nacido en países extranjeros y lejanos y haber tenido una lengua materna distinta a la de la escritura–, Piglia calificará a Joseph Conrad y W. H. Hudson como “los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX”.

 

3. La literatura mundial en la literatura de Piglia. Un caso.

Para concluir, intentaré mostrar cómo juegan este criterio de valor estético que propone el escritor argentino y el canon que establece a partir de él en su ficción. Tomaré la última novela que publicó el escritor, El camino de Ida, por dos motivos igual de elocuentes: el primero es que, como se ha dicho[6], condensa todos los temas de su ficción anterior –la mezcla de géneros, el uso de digresiones para “demorar” el desarrollo central de la trama (al punto de volver cuestionables las ideas de “digresión” y “centro”), el recurso autobiográfico, la influencia recíproca entre realidad y ficción, la trama policial–; el otro es que la distancia temporal que la separa de las entradas de los diarios que analizamos –cuarenta y cuatro años, para ser precisos– demuestra que, lejos de haber sido manifestaciones entusiastas de un escritor en ciernes, las intuiciones de Piglia sobre la literatura mundial que expuse en estas páginas se mantienen en su madurez.

El camino de Ida es la historia de un viaje real y existencial. Emilio Renzi se encuentra en un momento incierto de su vida: acaba de separarse de su segunda mujer, su actividad profesional está en una suerte de limbo –hace tanto que no publica que hay quien lo juzga muerto, los guiones que escribe no se filman y los textos que sí salen a la luz los firman otros–; sólo encuentra alguna redención en el libro que escribe sobre Hudson, empresa que tampoco prospera. En ese contexto recibe la propuesta de dar un curso en “la elitista y exclusiva Taylor University”, algo que acepta también a regañadientes y ante la insistencia de Ida Brown, su propulsora en la universidad norteamericana y quien le da nombre al libro. Hay algo fortuito en el viaje, que Piglia insiste en señalar: se da “por azar, de golpe, inesperadamente”, a raíz de que “les había fallado un profesor”. Ese mismo azar pareciera regir, también, varios de los sucesos en los que se involucra, desde convertirse en sospechoso de la muerte de Ida Brown hasta el hallazgo de las claves de esa misma muerte y su posible conexión con una serie de asesinatos a académicos que vienen cometiéndose en Estados Unidos en un libro de Joseph Conrad.

El tema de las clases de su seminario le permite a Piglia llevar a cabo lo que hizo tantas veces antes: utilizar la ficción para hacer teoría y crítica literaria. Como adelantamos, el escritor elegido es Hudson, cuya novela Allá lejos y hace tiempo tendría el doble mérito de ser “uno de los momentos más memorables de la literatura en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos luminosos de la descolorida literatura argentina”. Esta descripción debería ponernos en alerta. La novela tiene una peculiaridad que no muchas comparten: la de poder insertarse en dos cánones nacionales. Pero Renzi, que elige no adjetivar la literatura inglesa, le atribuye a la argentina la triste cualidad de “descolorida”. Si a esto le sumamos otras referencias que aparecen en la primera parte de la novela, como el primer encuentro con Ida Brown, del que dice: “Quería que diera un seminario sobre Hudson. ‘Necesito tu perspectiva’, dijo con una sonrisa cansada, como si esa perspectiva no tuviera demasiada importancia”; la escena en la que conoce a Parker, el detective amigo de su editora norteamericana, que en aras de interpelar a su ex pareja, que trabaja en la librería Labyrinth, hace pasar a Renzi por un gran amigo de Borges; o la de la cena en la casa de Don D’Amato, el chair de “Modern culture and Films Studies”, que lo lleva a decir, con una sorpresa indisimulada: “Esa noche fue muy amable conmigo, teniendo en cuenta que yo era un oscuro literato sudamericano y él un scholar de tercera generación, compañero de Lionel Trilling y Harry Levin”, podríamos incluir a Emilio Renzi entre los representantes del “complejo de inferioridad argentino” que, según dijo en su diario e intenté mostrar en este trabajo, Piglia y su generación habrían logrado superar. Pero además de que la novela, como veremos, abunda en pasajes que contrarían explícitamente esta hipótesis, hay un momento clave que nos permite interpretar en otro sentido estas alusiones.  El día de inicio del seminario sobre Hudson es el primer corte de Renzi con el estado anímico con el que inicia la novela (“perdido”, “desconectado”). Lo dice explícitamente: “me sentí liberado y feliz”. Enseguida se explaya:

y eso me pasa cada vez que inicio un curso, animado por el ambiente de tensa complicidad en el que se repite el rito inmemorial de transmitir a las nuevas generaciones los modos de leer y los saberes culturales –y los prejuicios– de la época (el énfasis es mío)

Si leemos El camino de Ida como un curso de literatura –no sólo por las reflexiones explícitas sobre historia y estilo literario en lo que se dice de Hudson y Tolstói, sino también por la implícita teoría de la traducción que plantea y el modelo de crítico como detective que, como ya lo ha hecho en obras anteriores, propone– podemos reinterpretar esa primera figuración de Renzi como la enseñanza de un prejuicio, quizás uno de los más arraigados en la literatura argentina y, por lo mismo, digno elemento a ser transmitido a las nuevas generaciones como parte de ese rito inmemorial de la enseñanza que acabamos de describir.

Como adelanté, William Henry Hudson es el tema del seminario que Renzi dicta como visiting professor y el primero del gran curso de literatura que es El camino de Ida. En la explicación de por qué elige trabajar con este autor, Piglia, en la voz de Renzi, establece el mismo criterio de valor literario que  intentamos reconstruir a lo largo del trabajo:

Me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones. Hudson encarnaba plenamente esa cuestión. Ese hijo de norteamericanos nacido en Buenos Aires en 1838 se había criado en la vehemente pampa argentina a mediados del siglo XIX y en 1874 se había ido por fin a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, en 1922. Un hombre escindido, con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor.

La relación de distancia y extrañeza con la lengua que antes, refiriéndose a Arlt, planteaba como “la marca de un gran escritor”, apenas se redefine aquí de una manera más general: la del hombre escindido, que elige como tema de su literatura la pampa argentina pero escribe en inglés y desde Inglaterra. La escisión de la que habla Piglia pareciera haberla insinuado, con otras palabras, el propio Hudson  cuando relata el estado afiebrado en el que escribió Allá lejos y hace tiempo. A diferencia de la memoria involuntaria de Proust, en la que un objeto del presente trae, de manera súbita e inesperada, sucesos del pasado, Piglia le atribuye a Hudson algo más cercano a la experiencia del trance: “una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y pudiera ver con claridad los días que había vivido”. Un cuerpo situado en Inglaterra como mero objeto y  simultáneamente un cuerpo que, en tanto sujeto, actualiza las vivencias de la infancia. Piglia deriva de esta escisión una posición ideológica –la elección de un mundo pastoril y pre-capitalista como una opción frente a la Inglaterra posterior a la revolución industrial– y también un estilo muy particular: “Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata”.

El elogio de Tolstói que aparece en el segundo capítulo, ya no en boca de Renzi sino de su vecina, la rusa Nina Andropova, obedece al mismo criterio. El contexto es posterior a la misteriosa muerte de Ida Brown, que tuvo un breve amor clandestino con Renzi suficiente para que este se enamorase y sintiese de una manera paradójicamente intensa su muerte. Digo paradójicamente porque ese dolor, que la novela muestra, no puede ser expresado públicamente por su protagonista no sólo por el carácter secreto de la relación sino, también, para no incrementar las sospechas que el FBI ya tenía sobre él. La única confidente es su vecina, quien además de ayudarlo a sobrellevar la muerte de Ida se convierte en su “asistente” en la investigación detectivesca que inicia Renzi para descubrir qué paso, realmente, con su amante. En ese marco de largas charlas en las que Nina cuenta su breve vida en Rusia y su temprano exilio, especula sobre las particularidades de la lengua rusa, a la que juzga intrínsecamente metafísica:

Cuando uno deja de hablar en ruso y luego escucha a hablar a los rusos, no entiende nada. El más preciso de sus comentarios concretos siempre tenía derivaciones enigmáticas que resultaban incomprensibles. El resultado final de este tipo de mensaje (…) era elevar el significado tan lejos del uso cotidiano que el sentido desaparecía por completo.

La teoría de Nina Andropova es que Tolstói es el mejor escritor ruso por haber luchado contra esa característica de la lengua que ella juzga como una debilidad. En este proceso, dice la vecina de Renzi, “descubrió la ostranenie” que más tarde conceptualizaría Sklovski[7]. Como si fuera el propio Piglia hablando de Roberto Arlt, más adelante dice:

Era un narrador excepcional y su estilo está lleno de dificultades, no tiene nada de elegante, y ha sido criticado y muchos lo acusaron de escribir mal y escribía mal –no era Turguénev- porque buscaba alterar la enfermedad metafísica del idioma vernáculo.

Para ejemplificar temáticamente esta depuración metafísica de la lengua que realiza Tolstói, Andropova cuenta que, en su lucha contra la pena de muerte, escribió una crónica sobre la ejecución de un campesino, concentrándose minuciosamente en un personaje lateral: el encargado de llevar el balde de agua enjabonada con la que se humedecería la soga para que resbale más eficazmente en el cuello del condenado. “Ese detalle”, cierra Nina, “liquidaba toda metafísica y hacía sentir el horror burocrático de la ejecución mejor que cualquier jaculatoria emocional a la Dostoievski sobre los humillados y ofendidos”.

Hay varios elementos en la novela que nos permiten hablar de una teoría de la traducción. No debemos perder de vista, en primer lugar, que la novela transcurre en un espacio en el que la lengua que se habla mayoritariamente no es la lengua materna del narrador. Esto podría no ser un tema pero Piglia se encarga de dejar en claro que sí lo es: gran parte de los hechos son narrados en estilo indirecto, no sólo cuando se reproducen diálogos –que Renzi, en ocasión de algunos equívocos, deja ver que son traducciones de “originales” en inglés–, sino también cuando replica información que le llega  a partir de otros personajes. Esto sucede en casos menores, como en las réplicas de los discursos de Nina que vimos recién, o las exposiciones de sus estudiantes del seminario, pero también en la reconstrucción del caso Munk, el talentoso físico de Harvard que se convierte en asesino serial, que ocupa prácticamente toda la segunda mitad de la novela y que es una traducción de la investigación del detective Parker. Un momento en el que Piglia deja explícitamente este procedimiento en evidencia es cuando, cerca del final de la novela, Renzi visita a Munk en la cárcel. Si bien no tenemos noticias del idioma en el que comienza el diálogo, cuando Renzi toca el tema que lo llevó hasta ahí –la relación entre Munk e Ida Brown– empiezan inmediatamente a “hablar en castellano”, lo que muestra que, hasta entonces, lo que leíamos era una “traducción” del narrador del inglés.

Esto, desde ya, no constituye ninguna teoría sino la constatación de que el narrador, en gran parte de la novela, traduce. Pero la “teoría” en cuestión se monta sobre los casos que acabamos de describir. La primera de las tesis es sobre la relación entre afectos y traducción, y atañe más que nada al vínculo libidinal, para llamarlo de algún mudo, entre el traductor y el emisor del mensaje a traducir. En el primer encuentro entre Ida y Renzi, luego de cenar juntos, la profesora se despide con esta frase: “En otoño estoy siempre caliente”. Enseguida Renzi, estupefacto, vacila sobre lo que escuchó y arriesga otras versiones posibles de la frase original, que revela al lector (In the fall I’m always hot). Después de diseccionar la frase en sus partículas mínimas y pensar variantes del slang para algunas de sus palabras (“Claro que hot podía querer decir speed y fall en el dialecto de Harlem era una temporada en la cárcel”), concluye: “El sentido prolifera si uno habla con una mujer en una lengua extranjera”. Como sabemos que Ida no es cualquier mujer, sino una que lo atrae especialmente, propongo “traducirla” así: el sentido de una lengua extranjera prolifera cuando está en juego el deseo.

La segunda especulación de Piglia sobre la traducción es en relación al clásico problema de la intraducibilidad. En algunos casos Renzi pone palabras en inglés entre paréntesis, dudando de la exactitud de la que eligió como su reemplazante en español (“el accidente, the mishap, the setback, lo llama aquí la policía”; “hay una gracia –un gift– en la adicción”; “hoy la sociedad enfrenta su última frontera: su borde –su no man’s land–“), y en muchísimos más, directamente, usa sustantivos y adjetivos en inglés: “Al rato entró el dean of the faculty”; “a veces esperaba el shuttle de la universidad”; “el traffic alert de la tormenta la desvió de su ruta habitual”. Pero la “intraducibilidad”, para Piglia, no es sólo un problema epistemológico sino también estético, cómo se puede ver bien en este diálogo que tiene con los oficiales del FBI luego de la muerte de Ida:

– Usted era amigo de ella…
– Amigo, colega y admirador- le dije. En inglés suena mejor: friend, fellow and fan.

El más interesante de todos los ejercicios de traducción que aparecen en la novela es el de la traducción productiva, subsidiario de la idea de “lectura arbitraria” que Piglia le atribuye al escritor de ficción. Luego del fatídico día en que le comunican en la universidad que la profesora Brown ha muerto, que incluyó el atroz interrogatorio de los policías, Renzi camina sin rumbo fijo, desesperado, por el bosque aledaño al campus. Intentando calmar la ansiedad se concentra en un poema que le gusta especialmente y que, considera, ilustra bien ese momento: The dust of snow, de Robert Frost. Después de transcribirlo fielmente en inglés, arriesga una versión acotada en español, en la que incluye solo el tercer verso de la primera estrofa y  los dos primeros de la segunda: “La nieve/ Le infundió a mi corazón/ Un nuevo ánimo”. Varias páginas más adelante[8], ya en su casa y ante otro nuevo ataque de angustia, intenta repetir el antídoto, proponiéndose traducir el poema entero. La primera sorpresa es que comienza con el nombre del autor: “Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible”. Inmediatamente después se lanza a traducir verso a verso de una manera frenética, proponiendo pequeñas variantes, algunas más arbitrarias que otras, algunas más poéticas, sin dejar claro cuál de todas las opciones elige. Pero antes de montar la versión final, realiza una tercera operación: cambiar de la primera a la tercera persona (quizás retomando una estrategia de otra época de su vida: ““Vivir en tercera persona había sido la consigna de mi juventud, pero ahora me perdía en la turbulencia abyecta de los recuerdos personales”), con lo que surge esta versión del poema que, por otra parte, ha perdido sus versos y estrofas para convertirse en una larga oración: “Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”. El intento de expurgar la angustia a través de la literatura fracasa porque el final esperanzador del poema de Frost (“Trajo a mi corazón/ un nuevo ánimo/ y de un día perdido/ rescató una parte”), por un desplazamiento que Renzi no explica (¿será la proliferación del sentido, en este caso, por la falta de la voz extranjera de la mujer?), se convierte en lo opuesto: a pesar del nuevo impulso que le produjeron los copos de nieve, su vida ya estaba arruinada. Más allá del significado que el poema tenga en la novela en sí, lo que me interesa señalar es cómo en este ejercicio Piglia pone en práctica uno de los procedimientos con los que caracterizó la “tradición” literaria argentina. En su traducción, aunque se mantenga la mayoría de las palabras de significados equivalentes entre una lengua y la otra, hay un cambio de forma, narrador y sentido que crea algo completamente distinto.

No me detendré en la figura del crítico como detective que encarnan Ida Brown –quien a partir de una lectura atenta de El agente secreto de Conrad descubre que el autor de los crímenes que aquejan a científicos y académicos de Estados Unidos desde hace años basó su estrategia en la novela y, de esa forma, se da cuenta de quién es, lo que le cuesta la vida– y luego Renzi, que descubre el “descubrimiento” de Ida por haberse quedado con su libro e inicia otra investigación –la del vínculo de Ida y Munk–. Sólo quiero agregar que, además de volver a reivindicar un canon basado en escritores que mantienen una posición marginal respecto de su lengua y, muchas veces, su nación, y mostrarlo performativamente con la escritura de El camino de Ida –una novela entre dos lenguas y dos países–, Piglia postula un mundo en el que las influencias no se ejercen sólo de norte a sur. Cité, al comienzo del análisis de la novela, el pasaje en el que Ida Brown no pareciera tomarse en serio “la perspectiva” de Hudson que pueda tener Renzi. Sin embargo, en ese mismo lugar el literato argentino afirma directamente que Ida conocía con precisión su obra (“Había leído mis libros, conocía mis proyectos”). Tampoco es consistente con el “complejo de inferioridad” el hecho de que Renzi, en la primera clase de su seminario, recomiende como lecturas complementarias a Conrad, Kipling y Horacio Quiroga. Por último, si pensamos en la formación intelectual de Munk, quien tradujo “Juan Darién”, el mismo cuento de Quiroga que Renzi da en su seminario y que utiliza para “ilustrar la crueldad de la civlización”, y de cuya biblioteca sólo sabemos que, además del libro de Conrad, contiene Argentina, sociedad de masas de Torcuato Di Tella, podemos sostener sin muchos problemas que en el mundo que Piglia ofrece en su ficción, como si fuera un reflejo de la forma de sus novelas, las fronteras entre el centro y los márgenes están lo suficientemente contaminadas como para poder y desear confundirnos. Esa confusión es la que su obra celebra.

 


[1] Se vuelve necesaria una aclaración metodológica: a lo largo del texto atribuyo las declaraciones de Emilio Renzi al propio Piglia, en una asimilación, quizás ilícita, entre el autor y el narrador. Supongo que Piglia habilitaría esta licencia, ya que él mismo se la tomó respecto a Borges por considerar que, en todos los géneros en los que se movía, trabajaba los mismos temas de manera indiferenciada: “No hago una diferencia entre sus ensayos y sus cuentos, incluso la poesía también trabaja este mismo núcleo (…) Una versión autobiográfica, digamos así, de su relación con la literatura, un gran mito de autor”. Si alguien ha llevado al paroxismo y ha hecho de la mezcla de géneros una estética es Ricardo Piglia. Haber publicado y editado en vida sus diarios atribuyéndoselos a su alter-ego es una prueba más de ello.

[2] En total, son cinco los ingresos que refieren a la “posición lateral” de la literatura argentina y abarcan un periodo de dos años: el primero aparece en abril de 1968 y el último en diciembre de 1969. Salvo en una de las entradas, trae el tema a colación para manifestar la idea de la cita con la que empecé este ensayo: que su generación ha terminado con dicha exterioridad y que es contemporánea, por primera vez en la historia de la literatura argentina, con las corrientes centrales.

[3] Es necesario aclarar que Siskind es consciente de la imposibilidad de entender un movimiento tan amplio como el modernismo como un conjunto homogéneo y sin tensiones internas –incluso en la obra de un mismo autor–. A pesar de ello, sostiene que “el modernismo designa una sensibilidad común que yo rastrearé en relación con imaginarios cosmopolitas” (Siskind, 2016: 152, nota al pie).

[4] Las obras que Gutiérrez Nájera juzga como “grandes creaciones” son: María Estuardo y Guillermo Tell, de Schiller; Fedra y Atalía, de Racine; Sardanápalo, de Byron; Cromwell y Lucrecia Borgia de Victor Hugo.

[5] “Reconocer la desigualdad entre posiciones socioeconómicas y culturales de enunciación dentro de un sistema global de intercambios literarios geopolíticamente determinado es clave para comprender la especificidad del cosmopolitismo marginal que funciona en el discurso literario-mundial del modernismo” (Siskind, 2016: 186).

[6] Las reseñas de la novela que escribieron en su momento Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán y Mario Nossotti, para dar tres ejemplos, enfatizan especialmente este aspecto.

[7] Es interesante confrontar esto con la idea de distanciamiento de Brecht, una variante, en definitiva, de la ostranenie que teoriza Sklovski. En Formas breves, Piglia reconstruye el presunto momento en que Brecht habría intuido la idea de distanciamiento. La lengua rusa, otra vez, juega un rol importante: “… su descubrimiento se produce en 1926 gracias a Asja Lacis. La actriz, que tiene un papel en la adaptación que hace Brecht de Eduardo II de Marlowe, pronuncia el alemán con un marcado acento ruso y al oírla recitar el texto se produce un efecto de desnaturalización que lo ayuda a descubrir un estilo y una escritura literaria fundados en la puesta al desnudo de los procedimientos. En esa inflexión rusa que persiste en la lengua alemana está, desplazada, como en un sueño, la historia de la relación entre la ostranenie y el efecto de distanciamiento”.

[8] “Tenía que dejar de pensar, había pensado, y empecé a traducir el poema de Robert Frost a ver si el ritmo de los versos me permitía respirar mejor. Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible. Dust of snow, copo de nieve o cristal de nieve, polvo de hielo no suena bien, cristal de nieve, diamante en polvo, agujas de nieve,  a snow cristal, pequeños cristales de nieve, nieblas heladas, Polvo de nieve. The way a crow, el modo, la forma en que el cuervo, El modo en que un cuervo /Shook down on me, me hizo caer en mí, dejó caer sobre mí, Sacudió sobre mí / The dust of snow, El polvo de nieve / From a hemlock tree, desde ese árbol, desde el abeto, Desde un abeto // Has given my heart, le dio  mi corazón, le infundió al corazón, Le ha infundido a mi corazón / A change of mood, un cambio de ánimo, otro ánimo, Un nuevo ánimo /And saved some part, y rescató, salvó una parte, Salvando una parte / Of a day I had rued, de un día triste, un día apenado, De un día de pesar. Tal vez en tercera persona sería mejor. Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”.

 

Entre el hastío y la añoranza. La obra visual y la producción crítica de una artista argentina. Reseña de “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”

Por: Camila Altalef y Martina Altalef

Imagen: Camila Altalef

Desde diciembre de 2019 y hasta el próximo 1 de marzo, el Museo Nacional de Bellas Artes aloja la exposición “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra que se propone resaltar la identidad de la artista visual y trazar su recorrido biográfico como intelectual y crítica de artes. La curaduría a cargo de Sergio A. Baur ha reunido –durante cerca de dos años– más de doscientas obras, la mayoría pertenecientes a colecciones privadas, principalmente vinculadas a su familia y amistades.


“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra en exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, reúne una diversidad de obras y documentos que permiten iluminar el recorrido de esta artista visual a través de diferentes escuelas, técnicas y temáticas, así como también plasmar la biografía de una intelectual que se desarrolló en múltiples ámbitos de la cultura. Se presentan grabados de su primer momento ultraísta, dibujos a lápiz, bocetos, témperas y óleos de su obra madura y su prolífica producción como ilustradora de libros, sobre todo escritos por otrxs integrantes de las vanguardias en lengua española. Se exhiben, además, páginas de revistas culturales de España y Argentina, una multiplicidad de libros y textualidades que reflexionan sobre artes y literatura, materiales que caracterizan a Norah Borges como crítica al tiempo que ponen de manifiesto su inserción en las redes de sociabilidad y de circulación de ideas en los escenarios de vanguardia de la primera mitad del siglo XX.

Tras enfrentarse a la fotografía en color del rostro de la artista, capturado por Gisèle Freund, que acompaña al título de la exposición, el recorrido puede iniciarse por dos vías: hacia la derecha se exhiben cinco fotografías que retratan a Norah en diversos momentos de su adultez, entre las que destaca un retrato de perfil en blanco y negro tomado por la fotógrafa Grete Stern; hacia la izquierda se encuentran sus primeras obras visuales, enmarcadas en la producción ultraísta. En esa bifurcación inicial se condensan capas de lectura para pensar la producción de Norah Borges. Esta exposición conjuga, entonces, a través de la puesta en valor de materiales sumamente diversos, su obra artística y su obra intelectual.

Los viajes que realizó desde niña a Europa, donde exponía en galerías y museos, así como transitaba por los círculos de jóvenes intelectuales y artistas, se tradujeron en el acceso a nuevas formas, técnicas y temas que fueron apropiados por la artista con singularidad. Los documentos y obras que se exponen aquí nos permiten conocer la decisiva impronta de Norah Borges como productora de obras que, además de alojar elementos aprendidos en Europa, están nítidamente definidas por un carácter propio. Tal como sostiene la curaduría, ¨Su involuntario olvido encuentra su reconocimiento en esta exposición, como un merecido homenaje a esta extraordinaria pintora, que, entre otras cosas, fue la mujer más relevante del ultraísmo, que exploró el expresionismo, y que se fue definiendo como artista, más allá de las tendencias y de las escuelas artísticas del siglo XX, o transitando en los márgenes de los innumerables ismos que concibió ese tiempo histórico¨ (MNBA, 2019).

 

La obra visual

Un primer momento de la obra de Norah Borges surgió a partir de su contacto con los movimientos de vanguardia durante el viaje familiar a Europa que tuvo lugar entre 1912 (cuando ella tenía apenas 11 años) y 1921. El primer destino fue Ginebra, donde comenzó sus estudios académicos en la Escuela de Bellas Artes. En Suiza, gracias al contacto con artistas alemanes y la inserción en los círculos de jóvenes intelectuales, conoció nuevas corrientes como el expresionismo, el cubismo y el futurismo. Posteriormente, ya instalada la familia Borges en España, continuó formando parte de una sociabilidad de vanguardia, esta vez incluyéndose en el movimiento ultraísta. La exposición reúne grabados pertenecientes a este período. La xilografía de Norah Borges combina elementos de diferentes grupos de vanguardia, por lo que sería difícil encasillarla en una determinada estética en términos absolutos. En esta sección encontramos paisajes urbanos, tanto de los pueblos visitados en España como de Buenos Aires, donde se describen la arquitectura y las esculturas del espacio público con particular detallismo, con elementos realistas. La ruptura con las formas clásicas de representación se evidencia en el predominio de diagonales y formas geométricas, así como en la existencia de múltiples puntos de vista. Las figuras, tanto femeninas como masculinas, presentan rasgos estilizados y muestran en sus rostros expresiones de añoranza que serán una marca identificatoria de los retratos de Norah.

En “Quintas y viaje a España” y en “Salas de pintura y dibujo”, núcleos vertebrales de la exposición, se encuentran dibujos, témperas y óleos que presentan las características que identifican a su producción madura. Las escenas de quintas están prologadas por palabras que Silvina Ocampo escribió en “Inscripción para un dibujo de Norah Borges”: “He copiado, y después he transformado / Los arcanos paisajes y las manos / Los veranos, los ángeles hermanos / He venerado en sombras el rosado. / Con tintas puedo iluminar las quintas / Extintas, las sirenas ya distintas”. La sintonía entre las producciones de ambas amigas resuena con intensidad permanente a lo largo de toda la exposición. En estos óleos destaca la pintura de espacios arquitectónicos protagonizados por figuras femeninas en quietud y calma, con frutos entre las manos o sobre el regazo, rodeadas por una abundante vegetación.

 

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60x50 cm. Colección Azul García Uriburu.

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60×50 cm. Colección Azul García Uriburu.

 

La paleta de colores de toda esta zona de su obra está dominada por rosados, celestes, verdes y naranjas pasteles que crean un clima de calma estival buscado por la artista. Los escenarios son jardines, quintas y residencias urbanas conocidas por la familia Borges, que como en su período marcadamente ultraísta, son figurados en detalle. Las fotografías que acompañan a estas obras permiten constatar que la artista reprodujo arcos, columnas, esculturas, balaustradas y vegetación respetando las ubicaciones, dimensiones y profundidades que en efecto tenían en aquellos espacios familiares. Las formas son delineadas de manera clara gracias a la línea y al contraste de los colores. Las figuras humanas, en general infantiles y juveniles, con frecuencia femeninas y en todos los casos de tez blanca y cabellos castaños, están representadas con un tono idealizado e idealizante, común a los óleos y las témperas. Los rostros son angelicales, las miradas profundas, aunque sosegadas. Se percibe un clima de quietud y los personajes repiten las expresiones de añoranza que la artista ya representaba en su período ultraísta. Esa repetición es productora de sentidos al interior de la obra de Norah Borges y conjuga calma con perturbación, añoranza con hastío.

Frente a estos paisajes, se forma el núcleo llamado “Cartografías”. Este comienza con una fotografía que retrata a Victoria Ocampo, también amiga de la pintora, sentada en un escritorio, y sobre la pared trasera puede verse un mapa de Asia producido por Norah y expuesto inmediatamente a la izquierda de la foto. En el centro de este segmento encontramos un mapa de América del Sur en rosa y amarillo (distribuidos de acuerdo con una geografía política del continente) que destaca la posición de Argentina y en el cual vemos una figura masculina con un ejemplar de El puñal de Orión dirigido hacia la representación del Cono Sur. En la sección izquierda de la serie siguen unos planos o ¨mapitas¨ de distintas regiones que la artista dedicó a Guillermo de Torre, su marido. Completan este núcleo figuras cartográficas de regiones de Asia y África. El tono de añoranza que pintaba aquellos espacios de Buenos Aires que la artista conoció, produce un efecto tanto o más idílico que el que observamos en estos mapas de Asia y África, continentes en los que nunca estuvo.

La exposición integra en varios de sus núcleos piezas que se distinguen del patrón técnico dominante de la obra como conjunto, tales como un patchwork bordado (obra que evidencia la relación profunda de Norah con Federico García Lorca; la artista trabajó como vestuarista y escenógrafa de La Barraca, grupo de teatro dirigido por el escritor español) o una serie de témperas, en las que observamos una continuidad temática y una sensibilidad estética que se mantiene constante, pero trabajadas mediante colores y técnicas muy diversas respecto del núcleo duro de su producción. Del mismo modo, el pasaje de las escenas de quintas al núcleo “Salas de pintura y dibujo” está materializado por la pintura “Bodegón con figura”, de líneas y tonos muy disonantes con respecto a los óleos que la rodean. Esta pieza está realizada en acuarela con una paleta cercana a la de sus producciones ultraístas (la obra forma parte de una instancia de trabajo con varias herramientas propias de las vanguardias europeas) y funciona como bisagra en el pasaje a un núcleo que agrupa obras plásticas diversas.

 

La producción intelectual

La reflexión sobre las prácticas artísticas es parte del trabajo de quienes se mueven entre diferentes lenguajes de las artes. De todos modos, un ingrediente sustancial para el ocultamiento de diversas artistas ha sido la negación de esa imprescindible dimensión intelectual. Las intervenciones críticas de Norah son tan tempranas como su producción plástica y pueden encontrarse a lo largo de toda su obra, desde las primeras participaciones en revistas culturales, hasta su consagración como ilustradora de libros, en un permanente diálogo con la vida literaria de las vanguardias de 1920 y 1930 en lengua española, principalmente en Argentina y España.

El núcleo inmediato a aquel que recorre su momento ultraísta puede considerarse como segundo núcleo si se comienza la exploración por este camino está protagonizado por las revistas de letras y artes a las que perteneció la artista: Ultra, editada en Madrid; Prisma. Revista Mural, Proa y Martín Fierro, pocos años más tarde en Buenos Aires. Las intervenciones de la artista en esta última (que se distinguen de las primeras, en las que dominaba el lenguaje vanguardista europeo) introducen la faceta estética reflejada en la mayor parte de sus pinturas. Desde 1925 aparecen ilustraciones de Norah en esta publicación, en la que también se encuentra un texto crítico que piensa su obra. En el número 39 de Martín Fierro, del 28 de marzo de 1927, último año de la revista, se publicó el manifiesto “Un cuadro sinóptico de la pintura”. Las líneas de este esquema sientan ciertas bases significativas para pensar su modo de producir obra y crítica de artes. La artista propone el uso de tonos alegres, la elección de colores convencionalmente asociados a cada objeto, pero también su color “místico¨, es decir “el que las cosas tendrán también en el cielo”. Allí defiende a su vez la utilización de formas claramente definidas en función de crear un mundo idealizado, más perfecto que el real. Ofrece, finalmente, referencias a artistas y obras que cumplen con estos mandamientos.

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

En el mismo núcleo que se exhiben estas páginas de revistas puede verse la temprana expansión sudamericana de Norah Borges. La exposición incluye una página de Revista de Antropofagia, de los modernistas brasileños; diversos materiales que ponen de manifiesto la amistad que conectaba a la artista con Xul Solar (una carta astral de ella realizada con absoluta precisión por él, correspondencia entre ambxs, invitaciones de Norah para que Xul la visitara o visitara sus exposiciones en Europa); una Antología de la poesía moderna uruguaya; un ejemplar abierto del número 12 de Proa donde pueden leerse las líneas finales de la escritura de Rosamel del Valle, poeta de la vanguardia chilena. También aquí se encuentra la serie de ilustraciones realizadas para publicarse en una segunda edición de El puñal de Orión. Apuntes de viaje, de Sergio Piñero, fundador de Martín Fierro, que finalmente nunca se imprimió. La curaduría de la muestra procuró reunir todas esas piezas y así, el MNBA exhibe por primera vez esta serie completa, tal como la produjo la artista para el libro.

Hacia la segunda mitad del recorrido, se encuentra el núcleo dedicado específicamente a retratar la relación de Norah con la escritura y la crítica. Este espacio se abre con las reflexiones de Jorge Luis Borges sobre la escritura de su hermana en relación a “Manuel Pinedo”, pseudónimo que ella utilizaba para publicar textos; de acuerdo con sus palabras se trataría de una marca del intento por no “presumir” de escritora. En seguida encontramos obras de Antonio Berni, Fray Guillermo Butler, Enrique Policastro, Onofrio Pacenza, Ramón Gómez Cornet y Laura Mulhall Girondo, pertenecientes al patrimonio del Museo, acompañadas por reflexiones críticas que Norah produjo en referencia a cada una de esas piezas.

Finalmente, los núcleos “Norah ilustradora” y “Españoles de tres mundos” profundizan en el prolongado trabajo de Norah Borges como ilustradora. Y lo hacen para saldar la discusión que minoriza la ilustración como mero acompañamiento de la textualidad en diferentes soportes. La primera de estas zonas comienza con la exhibición de la tapa del libro Norah, única publicación íntegramente dedicada a su obra y comentada por Jorge Luis Borges. A ella le sigue una proliferación de ilustraciones, dibujos y grabados, pequeñísimos y de suma delicadeza, entre los que se destacan las sirenas, las vírgenes y las figuras de mujeres jóvenes que llevan flores y peinados con trenzas, muchas de ellas enmarcadas en relación a ventanas o espejos rectangulares. Nos encontramos, a su vez, con ejemplares originales de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, de Jorge Luis Borges; Paul et Virginie, de Bernardin de Saint-Pierre; Cuadernos de infancia, de Norah Lange; Autobiografía de Irene, Las invitadas y Breve Santoral, de Silvina Ocampo; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; Desde la niebla, de María Esther Vázquez; El imaginero, de Ricardo Molinari; Temblor de Otoño, de Jan Struther; Demasiada Luz, de Marcial Tamayo; Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez, entre muchos otros.

Resalta en este punto del recorrido un “Homenaje a Ricardo Güiraldes” firmado por Rubén Vela e ilustrado por Norah que se expone enmarcado sobre una de las paredes del núcleo, en posición evidenciada. Cierran esta sección materiales que ponen de manifiesto el vínculo con los artistas españoles: una fotografía en la que se la ve junto a Federico García Lorca, algunos trabajos de Guillermo de Torre como editor de Losada y un retrato de la artista escrito por Juan Ramón Jiménez, en el cual sostiene que “Norah Borges es ella misma lo que son ciertas frutas, algunas flores (el caqui; la crisantema) que no pueden dejar de ser nacionales y son internacionales sin perder nada de su natividad” (en Españoles de tres mundos. Viejo mundo, Nuevo mundo, Otro mundo, 1942).

“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia” logra con éxito su propósito de redescubrir y poner en valor las múltiples facetas de esta argentina, tanto en lo artístico cuanto en lo intelectual, como integrante de las vanguardias locales e internacionales. No nos detendremos en la equivocada decisión de colocar en el centro del recorrido una gigantografía de su hermano para exhibir el único cuadro firmado por ella que él poseía en su hogar. La abundancia de documentos vinculados a sus afectos, amistades y familia curados junto a sus obras plásticas invita a pensarla como es natural a la hora de pensar a cualquier artista en esa clave que fusiona labor creativa con ejercicio crítico. Son evidencias de las reflexiones y conocimientos de una mujer con una vasta formación y una prolífica obra sobre el arte, la literatura y la cultura, y marcas de su pertenencia a los círculos sociales de las vanguardias entre las que siempre vivió y produjo.

La exposición puede visitarse hasta el 1 de marzo, de martes a domingos, con opciones diarias de visitas guiadas en español y ocasionales visitas en lengua de señas argentina y portugués. Dentro de este marco, el Museo Nacional de Bellas Artes invita al taller abierto de escritura “Los cuentos imaginarios de Norah”, que se realizará todos los jueves y dos sábados durante el mes. A su vez, cada viernes y sábado de febrero se realiza el taller “Imágenes de la memoria” en relación a la obra de la artista.

Agradecemos el trabajo de Candela Gómez, educadora del Museo Nacional de Bellas Artes, gracias al cual nuestra visita ganó profundidad, nitidez para la observación y movilizantes conocimientos.

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Sintonizar. La acousmêtre de las vanguardias tardías

Por: Sarah Ann Wells

Traducción: Martina Altalef

Imagen: «Photophone transmitter» (1880), ilustración anónima

Sarah Ann Wells (University of Wisconsin, Madison) reflexiona sobre cómo la literatura interactúa con la materialidad de la voz, es decir, con sus texturas y sus efectos tangibles en el mundo, y aborda también los modos en que autores/as y narradores/as se relacionaron, en las vanguardias tardías, con la dimensión auditiva de la literatura y los medios.


Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados.

Felisberto Hernández, “Las Hortensias”

Voces de las vanguardias tardías

En este pasaje de “Las Hortensias”, de Felisberto Hernández, el protagonista intenta sintonizar voces indistinguibles. El sonido se mueve desde lo ilegible hacia lo comunicativo y de vuelta hacia lo incomprensible. Elude su captura, “huy[endo] como ratones asustados”, incluso cuando se dirige hacia él, un receptor en apariencia singularmente dispuesto para capturarlo. Es como si estuviera buscando sin éxito una frecuencia radial para sonidos posicionados al mismo tiempo fuera y dentro de él. La furtiva descripción de Hernández ofrece una clave para una aproximación al problema desde las vanguardias tardías. Sonidos con orígenes desconocidos o confusos atraviesan sigilosamente varios de los textos que analizo en Media Laboratories, tanto en los incorpóreos “tonos torpes y ardientes” de las masas amorfas en Parque Industrial, de Patrícia Galvão, como en el tictac del radio-reloj que marca las horas en A hora da estrela, de Clarice Lispector, o como en el registro del fonógrafo que extrañamente zumba “Té para dos” en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Los sonidos con frecuencia exceden la comprensión auditiva del receptor, a pesar de sus esfuerzos por alojarlos y localizarlos.

Tres fenómenos concomitantes que surgieron en la década de 1930 galvanizaron el sonido y en particular, la voz y su despliegue político y económico en América del Sur. La radio pasó de ser una tecnología novedosa y casi mágica a convertirse en un medio de difusión vinculado al mercado y en ciertos casos al estado; en el cine se introdujo y se consolidó el sonido sincronizado, inundando los films mudos con voces humanas; y los regímenes populistas que emergieron privilegiarían cada vez más el contrato oral entre un líder carismático y “el pueblo/o povo”. La simultaneidad y en ocasiones la interpenetración de estos fenómenos es crucial para entender el paisaje sonoro del período. En los tres casos, la masificación de la voz amenazó con privilegiar la materialidad por sobre la significación. La materialidad de la voz fue entonces capaz de ser compartida por individuos separados por grandes distancias; a su vez apuntaló una nueva concepción de estos mismos individuos, al reconstituirlos (no siempre de acuerdo con sus voluntades) como participantes de un colectivo virtual.

Aquí muestro cómo autores y narradores se relacionaron con la dimensión auditiva de la literatura y los medios. La voz, por supuesto, tiene una vasta tradición en la literatura y los estudios literarios, particularmente el palimpsesto de voces de la polifonía y la heteroglosia bajtinianas. Si bien no soy ajena a ese legado, al analizar la voz me refiero a algo más concreto: el sonido audible que los seres (principal, pero no exclusivamente, humanos) emiten con el objetivo de comunicarse con otros. Lo que enfatizo es cómo la literatura lidia, en este contexto, con la materialidad de la voz: las texturas y granos –en términos de Roland Barthes– de la voz que produce efectos tangibles en el mundo, efectos que con frecuencia exceden la función representativa del lenguaje.

Un poema en prosa que navega por la voz encrespada de Greta Garbo; una microficción que, incómoda, incorpora la interioridad insidiosa de la radio; un cuento que interroga el extraño ventriloquismo de la era populista; una novela que busca suturar cuerpo y voz proletarios; y múltiples crónicas de películas que reflejan la “vieja novedad” o la “monstruosidad domesticada” del sonido sincronizado. Estas son algunas de las estaciones que sintonizo. Si bien trato de no pasar por alto la especificidad de los altavoces, la radio o el sonido sincronizado, quisiera transmitir una escena más general en la que diferentes voces compiten por la atención del oído en las vanguardias tardías. Dejando de lado el enfoque en uno o dos autores de otros capítulos del libro, aquí me muevo entre diferentes textos y medios, enfocándome en el deseo (frecuentemente frustrado) que mueve a los escritores a distinguir entre las voces que se pelean entre sí. Este texto está, por lo tanto, moldeado por la dialéctica de la distracción y la atención que preocupó a los escritores-oyentes de las vanguardias tardías.

Las vanguardias históricas tuvieron sus propias obsesiones sonoras: el triunfal redoblante de la guerra futurista y sus tecnologías, la celebración del sonido “sin sentido” (con frecuencia racializado) de Dadá; las declamaciones de la Semana de Arte Moderna de São Paulo que celebraban la acústica del jazz y la máquina de escribir; el klaxon, o la bocina, que inaugura el modernismo brasileño; la radio-poesía experimental del movimiento estridentista mexicano; o Marinetti autocaracterizado como una radio, gracias a lo cual apareció en radios de Brasil y Argentina.

Las voces de las vanguardias tardías difieren de esas tempranas celebraciones del sonido tecnológico como metonimia de la modernidad. Por un lado, dan continuidad a la exploración iniciada por sus predecesores respecto de tensiones producidas en el paisaje sonoro de la modernidad entre signo y ruido, cultura y naturaleza, voz y discurso: entre el intento de decir algo y los múltiples sonidos no significantes que se hacen audibles en y a través de los medios. Por otro lado, sin embargo, rechazan la analogía implícitamente celebratoria entre la escritura y los sonidos de la radio y el cine. Con la consolidación de tecnologías que inscriben y transmiten la voz con una aparente fidelidad con la cual la literatura podría apenas soñar, y con el surgimiento de líderes que se arrogaban un especial privilegio para hablarles a las masas y para también hablar por ellas, la autoría se descubre degradada. Debe reconsiderar su prerrogativa de inscribir o anunciar la voz del pueblo.

En este paisaje sonoro por momentos disfórico hay, sin embargo, alternativas. Los autores de las vanguardias tardías las buscan en los desencuentros de la acousmêtre, la voz cuya fuente es invisible. Exploran cómo las voces adquieren poder al esconder su origen o, a la inversa, al intentar suturarse a cuerpos representativos. En lugar de unir a la perfección cuerpos con voces, los escritores lidian con la disyunción entre unos y otras. Recorren las cicatrices de voces y cuerpos en conflicto; presentan los ásperos bordes del sonido; exponen las costuras de la unión entre cuerpo y voz a medida que las industrias tecnológicas dan puntadas para unirlos; o revelan el vacío detrás de la descorporizada y ostensiblemente omnipotente voz populista. La autoría, sugieren, es especialmente apta para rastrear las políticas de la materialidad de la voz.

Los autores de las vanguardias tardías y sus narradores se convirtieron en receptores o antenas de voces en conflicto: capitalistas y populistas, nuevas y automatizadas, nacionales y globales. En su primer número, de 1931, el periódico argentino Nervio publicó una editorial titulada “Antena” que emblematiza ese rol: “Ondas cortas y largas. Mensajes de todas las zonas; agonías de todas las latitudes…Y nuestra antena captándolas”. Los editores prometen, como la antena, capturar las frecuencias de la crisis global contemporánea. La autoría se convirtió en sintonización, consecuente con un período en el cual la voz en sí misma se transformó en un medio crucial para las políticas culturales. Los autores pasaron de las proclamaciones celebratorias del sonido de la modernidad a un agudo (y por momentos paranoico) modo de escuchar las intimidades de un sonido crecientemente masificado.

Radiodifusión: exterioridad interna

En la acousmêtre, el poder de la voz deriva de la invisibilidad del cuerpo del cual emerge. Según Michel Chion, su teórico más apasionado, la etimología de acousmêtre radica en una secta pitagórica cuyos discípulos, a la manera de El Mago de Oz, escuchaban a su líder desde atrás de una cortina para absorber sus palabras. El poder de la acousmêtre descansa en esta invisibilidad, que produce la sensación de que él (la figura es prácticamente siempre masculina) es ubicuo, omnisciente y panóptico. Por el contrario, revelar la fuente del original –lo que Chion denomina desacusmatización– hace colapsar la distancia entre el hablante y el oyente al exponer el cuerpo vulnerable del primero. Aunque suele situarse en términos de un origen primario universal (la voz de Dios o de la madre, que Chion considera la acousmêtre definitiva), el término se vio reanimado a través de la creciente presencia de la tecnología, empezando por el fonógrafo e incluyendo la radio y el teléfono. Dado que previamente la escritura había sido la única forma de fijar la voz, la autoría misma empieza ahora a competir con estas formas de “oralidad secundaria”.

La radio es siempre acusmática, oculta el cuerpo que produce la voz (excepto cuando el público mira la filmación de programas de radio). Antes de la radio, el término broadcasting [difusión] refería a contextos de oratoria en los cuales la voz humana sufría una transformación hacia una “no humana, invisible fuente de naturaleza”, en términos de James Hamilton. Este misterioso poder construyó un colectivo virtual, tal como continuaría sucediendo a medida que la radio se empezase a consolidar como medio masivo. Sin embargo, su propia colectividad con frecuencia dependía de un hablar privatizado: la voz emitida desde el aparato doméstico, en la privacidad del hogar del oyente. Esta experiencia no difumina tanto los límites entre interior y exterior, sino que ocupa ambos simultáneamente. Aunque sea humana, escribe Sartre, la voz del emisor mistifica, porque imita la reciprocidad del discurso que experimentamos en la conversación cotidiana, pero evita que esta reciprocidad efectivamente tenga lugar. Sartre usa la radio como uno de sus principales ejemplos de serialidad, y a los oyentes de radio como personas que no pueden reconocerse como grupo. Al escuchar la radio, escribe, puedo cambiar el dial o apagar el aparato, pero esto no modifica el hecho de que la voz continúe siendo escuchada por millones de oyentes que forman una serie: “Yo no habré negado la voz, me habré negado a mí mismo como un miembro individual del encuentro”, afirma en “Colectividades”.

Para Sartre la radiodifusión había alcanzado el status de medio consolidado mucho antes; un proceso que comienza en la década de 1930 y que fue teorizado por artistas e intelectuales alemanes con especial fuerza, así como lo hicieron sus contrapartes a lo largo de Estados Unidos y América Latina. En “La radio como aparato de las comunicaciones” (un manuscrito de 1932 que pretendía leer en voz alta), Brecht, como haría luego Sartre, expresó profunda desconfianza hacia la unilateralidad de la radio: “Es solo un aparato de distribución, meramente difunde”. Para hacer de la radio un medio que no pacifique, para “refuncionalizarla”, se requieren artistas que imaginen su transformación en un “vasto sistema de canales”: “para permitir que el oyente hable tal como escucha”, “para adentrarlo en una red en lugar de aislarlo”. Brecht no tiene en mente a un público radial ya constituido como grupo de consumidores-ciudadanos. Quiere intervenir antes de que la relación del medio con el estado o con el mercado esté consolidada; su público participa respondiendo, mediante un proceso dual en el cual instruye y también es instruido. En “Reflexiones sobre la radio” (también escrito alrededor de 1931 y no publicado durante su vida), Benjamin, preocupado también por la línea divisoria entre performer y audiencia, quiere convertir a la última en una experta –un giro que según él mismo afirmó en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, también se produce en el cine– como opuesta a su estado contemporáneo, “el incesante fomento de una mentalidad de consumo”.

Estas reflexiones signan un giro histórico en el modo como la radio comienza a entenderse durante el período de las vanguardias tardías. Según Beatriz Sarlo en La imaginación técnica, cuando la radio aparece por primera vez en Argentina, el oyente podía ser al mismo tiempo espectador y productor, oyente y emisor. Los acercamientos tempranos a la radio la destacaban como una maravilla tecnológica, de una inmaterialidad espectral o incluso fantasmática. La radio en las manos de su usuario y la radio como medio mágico: dos aproximaciones que parecían ya ocluidas en las décadas de 1930 y 1940. Durante este período, la radio parece haberse convertido en “opaca” para sus usuarios. Los inventores amateurs se tornaron audiencias cautivas, y la utopía de lo efímero fue crecientemente ligada a proyectos expansionistas bajo las rúbricas tanto del nacionalismo como del capitalismo. La transformación de la radio desde nuevo medio hasta medio consolidado inspiró dos respuestas opuestas por parte de los autores: por un lado, entusiasmo por participar como ayudantes en la construcción de una voz nacional eterizada, a pesar de las inevitables dificultades que ello implicaba, por el otro, auténtico terror del medio como vehículo de aquello que veían como sigilosa y veloz erosión de la interioridad.

En 1931, Mário de Andrade emprendió sus primeras incursiones en la radio mediante una serie de polémicos artículos en el Diário Nacional de São Paulo. A esta altura, el “papa” del modernismo brasileño ya había emprendido su proyecto de vida, la exploración de los contornos de una lengua y una música nacionales, minando la antigua brecha entre lengua escrita y lengua hablada, entre música en vivo y notación musical, brechas que, desde su perspectiva, garantizaban el privilegio del letrado a costa de la rica e híbrida cultura popular brasileña. Ante la abrumadora heterogeneidad de Brasil, donde la mayor parte de la población era analfabeta, sus textos radiales formaron parte, de este modo, de un proyecto más amplio de redefinición de lo nacional. En sus primeras intervenciones en la radio, Mário asegura que “um nacionalismo que me parecía primordialmente tolo” había brotado durante el fervor revolucionario post 1930, lo cual produjo una mezcla de música sensiblera y “anúncios curadores de molestías discretas de senhoras” (Taxi e crônicas no Diário Nacional, 1976).

Para subrayar su disgusto, imagina un hipotético oyente argentino que sintoniza una radio y juzga al pueblo brasileño a partir de eso. Estos primeros escritos sobre la radio tienen lugar durante un momento crucial en el desarrollo de la historia cultural brasileña, momento que vislumbra lo que podríamos llamar la primera sustitución de importaciones de una cultura de masas nacional que se define por la negativa frente a sus vecinos e influencias: el portugués peninsular, los Estados Unidos y América de habla hispana. Si Benjamin describe la voz en la radiodifusión como un “visitante” en el hogar del oyente, Mário imagina que su invitado va acompañado por otro, explícitamente extranjero. La radio está comenzando a representarse como la voz de una nación, pero paradójicamente depende de que los extranjeros paren la oreja.

Casi una década más tarde, Mário elabora su interés en la radio como medio para la voz nacional en una extensa crónica titulada “A Língua Radiofónica”, publicada el 3 de febrero de 1940. La distancia crítica histórica requerida para reflexionar sobre el estatuto de la tecnología como medio del consenso nacional ya se había establecido y él considera que este medio de difusión ha encontrado su propia lengua. Aquí, la radio no se fundamenta ni en la tecnofobia ni en la tecnofilia, sino que se concibe como meditación sobre la voz misma en tanto que medio de identidad nacional, forjada a través de la confrontación entre voces desiguales, incluyendo aquellas provenientes de los bordes exteriores de la nación. La naturaleza acusmática (incorpórea) de la radio hace posible una lengua alternativa que puede fundir esta heterogeneidad.

Mário comienza por describir una encuesta sobre la lengua usada en la radio: ¿“Contamina” la lengua nacional? ¿Deberían censurarse ciertas palabras en la radio? ¿Cómo aproximarse a regionalismos, slang y variaciones de la pronunciación? De manera elocuente, el vecino de Brasil es de nuevo parte del horizonte a través del cual Mário entiende la radio como medio nacional, ya que la encuesta que motiva esta reflexión proviene de Argentina. Es como si el medio en sí impulsara un ángulo transnacional y comparativo. De hecho, aunque su énfasis en la radio como promotora de una lengua específicamente brasileña se acerca a lo que diría después Jesús Martín-Barbero, para Mário la búsqueda de una voz nacional siempre excede lo nacional, evoca su exterioridad constitutiva, tal como sus primeros trabajos modernistas procuraban la especificidad de la lengua brasileña en medio de una confluencia políglota de voces, en particular en su obra experimental Macunaíma (1928). Tal como indica esta referencia a la encuesta argentina, tanto Brasil como Argentina experimentaban un período de intensa regulación de la radio, parte de la lucha por establecer una voz nacional en términos unificados respecto de género, etnicidad, raza y clase. A modo de respuesta, Mário propone una segunda ola de la comunidad imaginada, forjada en una incipiente industria cultural nacional atenta a sus propias fronteras.

En “Língua Radiofónica” Mário rechaza la oposición implícita en la encuesta argentina: la idea de que los medios masivos contaminan los discursos populares y los discursos de elite. La lengua, insiste, es una abstracción (como la langue según Saussure; Mário la llama Língua en oposición a línguas en plural y minúsculas). En realidad, existe una multiplicidad de lenguas, cada una generada por una específica constelación de leyes, costumbres, divisiones geográficas y especializaciones técnicas. Cada una se genera de acuerdo con su propio contexto, no solo según el sujeto que la enuncia: el “burguesinho” arrulla a su amante en una lengua, maldice en otra durante un ataque de rabia e incluso usa una tercera “na festa de aniversario da filinha”. En este espeso estofado, los discursos de elite o letrados son apenas un ingrediente.

La radio, a su vez, desarrolla su propia lengua, una tan específica como “a dos engenheiros, a dos gatunos, a dos amantes, a usada pela mãe com o filho que ainda não fala”. Esta corta lista es elocuente, dado que combina los heterogéneos discursos de lo tecnocrático, lo marginalizado (como en la figura del malandro, o bandido) y la intimidad prelingüística. La radio, propone Mário, aúna. Es más que la suma de sus partes. El imperativo de accesibilidad da nacimiento a “sua linguagem particular, complexa, multifária, mixordiosa, com palavras, ditos, sintaxes de todas as classes, grupos e comunidades. Menos da culta”. Forjada dentro de la pluralidad de lenguas españolas y lenguas portuguesas del mundo, esta nueva lengua radiofónica tiene su propio terreno definido, localizado en la fuerza de las frecuencias de las ciudades capitales y realizado a través de sus acentos específicos, lo cual subsume todas esas línguas bajo este estandarte híbrido.

Su principal ejemplo de lengua radiofónica es el uso de você, hoy la forma más común de la segunda persona informal en el portugués brasileño, especialmente en televisión y en las principales ciudades. Él describe la excesiva y casi ofensiva familiaridad con la cual, al comienzo, la voz radial se dirigía a sus desconocidos oyentes a través del você, cultivando “as exigências de simpatizar, as de familiaridade”. En este primer ejemplo de medios masivos brasileños, la voz radiofónica organiza las diferencias regionales y de clase (tal como la televisión brasileña lo haría de manera formidable desde la década de 1960). Por otra parte, el você preserva una distancia que el tu, por entonces hablado en contextos más íntimos, no poseía. Se trata, como él sostiene, de un modo de apelación mezclado o paradójico, una familiaridad con paréntesis, una intimidad de masas.

Un interés por la oralidad había estructurado la literatura poscolonial brasileña durante la primera ola del modernismo. Este mismo interés encuentra un medio tecnológico capaz de, y con las pretenciones de, transmitir la voz nacional durante el período posterior a las vanguardias, más centralizado y anti-experimental. En última instancia, Mário observa que las formas populares de expresión y la radio en tanto que medio popular son mutuamente constitutivas. Cantantes y músicos creaban una lengua brasileiríssima en la radio, repleta de su propia terminología, superior al lexicón de la elite. La “nueva” lengua radiofónica no es, entonces, precisamente nueva, sino que es una mezcla de la heterogeneidad omnipresente y constitutiva de la nación. Mário mina el tropo del modernismo brasileño que sugiere descubrir lo que siempre estuvo allí, una novedad paradojal. El territorio escurridizo de lo auditivo todavía debía ser minado por los intelectuales. Este Brasil existente esperaba ser descubierto al momento de la transmisión de su voz.

El autor es aquí un oído gigante: uno de los muchos oyentes que sintonizan la voz nacional y sus exterioridades, si bien es uno especialmente agudo, propenso a elaborar sus experiencias auditivas y remediarlas a través de la escritura. En este sentido, la lengua radiofónica sutura ciertas diferencias (de clase, raza, región) y habla la lengua de una privilegiada diferencia, la identidad nacional, con el autor como “testigo auditivo”. La receptividad del autor/oyente puede parecer pasiva, en última instancia, sin embargo, negocia un contrato entre textos literarios, tales como los ensayos de Mário, y los medios de difusión. Desde su punto de vista y en sintonía con su creciente trabajo sobre etnomusicología, la cultura de la impresión y la radio se complementarán más que competir la una con la otra, así como un epígrafe destaca la mudez de la fotografía. Esta complementariedad está segura siempre y cuando el autor renuncie a su perspectiva de elite (letrada). La autoría encuentra su lugar no en el hablar sino en el escuchar la voz nacional.

Para otros autores de las vanguardias tardías, no obstante, la lengua radiofónica interpelaba como pesadilla no a una comunidad nacional de oyentes sino a una serie de oyentes/consumidores aislados. Mientras difuminaba los límites entre lo interior y lo exterior, la radiodifusión también instalaba otras divisiones que favorecían la imbricación de los medios de masas y el capitalismo. Como temían Brecht y Benjamin, continuaría divorciando a los usuarios u oyentes de los productores y los posicionaría unilateralmente como consumidores. En su crónica “Por qué dejé de hablar por radio” (1932, en Aguafuertes porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana), Roberto Arlt cita a un amigo que declara “El receptor de radio se ha convertido en un mueble decorativo que, cubierto con un tapiz sirve para sostener un florero, nada más”. La mágica inmaterialidad de la radio era ahora poco más que un mueble y ruido de fondo. El acento ahora recaía sobre la domesticación de estos sonidos y voces ostensiblemente externos. Como otros medios consolidados, la radio subsume aquello que alguna vez fue visto como señal de futuridad en los ritmos repetitivos del capitalismo.

En un proceso que hizo eco de la consolidación propia del cine, pero con una rapidez mucho mayor, en Brasil, Argentina y Uruguay la radio había sido estructurada por la lógica del mercado. La presencia del estado aumentó, pero no sería la mayor influencia sobre el medio (al menos no antes de Perón en Argentina, a mediados de los cuarenta). Los patrocinadores reorientaron la programación, la alejaron de las producciones de aficionados y bricoleurs y la llevaron hacia la publicidad y hacia una consolidación vertical, reestructurándola mediante la colocación de productos –haciendo que la mercancía sea parte de la propia narrativa– y los ritmos episódicos que se entregan a las pausas comerciales (sobre todo el poderoso género de la radionovela, importado en un primer momento desde Cuba y financiado por corporaciones internacionales). El “Radioteatro Palmolive del Aire” (patrocinado por la compañía estadounidense de detergentes) se emitió en Argentina y en Brasil durante los años cuarenta, por ejemplo.

Mientras que para Mário la radio ofrecía una forma de hacer audible una amalgama de voces nacionales, Felisberto Hernández estaba preocupado por la capacidad de la radio de suturar consumidores a una red de consumo, quisieran o no. En su cuento “Muebles ‘El Canario’” (1947), un narrador en primera persona del cual no conocemos el nombre viaja en tranvía y de manera inesperada recibe, junto a los otros pasajeros, una inyección de un vendedor sonriente. En casa, percibe que ha sido infectado con una lengua radiofónica. Antes de quedarse dormido, el canto del canario comienza a sonar dentro de él. Esta micro ciencia ficción subraya un miedo generalizado a que la omnipotencia de la radio estuviese moldeando la capacidad de atención y reflexión de los oyentes a través de su estructura serializada y segmentada. Y mientras que para Mário esta escucha tenía su poder propio y oportuno, que los autores, autoconstruidos como oyentes, se encontraban singularmente preparados para rastrear, el narrador de Hernández es un oyente cautivo.

“Muebles ‘El Canario’” pertenece al género fantástico, privilegiado en la literatura latinoamericana, pero en este caso se trata de un cuento disfórico, desencantado. Una de las características de la literatura fantástica es su tendencia a literalizar lo metafórico: aquí es la inyección que literaliza la ocupación del espacio privado que suponía la radio y la simultánea ruptura del interior monádico. La jeringa representa la radiodifusión comercial como parte de un régimen disciplinario de la vida cotidiana. Inyecta programación radial en oyentes dispuestos a ello (como el otro pasajero del tranvía) o no dispuestos (el propio narrador). En la concepción de homeopatía modernista de Jameson, la alienación de la cultura de masas era domesticada por la incorporación selectiva de sus fragmentos. Aquí, sin embargo, el narrador de Hernández no puede domesticar el medio a través de una incorporación selectiva; la homeopatía se metamorfosea en inyección viral. Cualquier posibilidad de agencia ha sido eliminada. Tampoco es posible para este narrador el “sabotaje” que Benjamin contempló como única opción disponible para el oyente, porque no puede simplemente apagar el aparato.

Si bien todas las voces problematizan la división entre interior y exterior, para escritores y teóricos la radio parecía amplificar ese desdibujamiento, al subrayar y expandir su alcance. El discurso interno acusmático que la jeringa induce en “Muebles ‘El Canario’” tiene una naturaleza muy específica: produce fantasías episódicas de adquisición consumidora. El narrador arranca las sábanas de su cama y las coloca sobre su cabeza para eliminar los ruidos de la radio, que solo se hacen más fuertes. El cuerpo humano se convierte en un medio de transmisión de un mensaje ostensiblemente exterior a él. No es necesario ningún aparato y, a este respecto, la ubicuidad de la radio presagia tecnologías contemporáneas que rastrean y localizan cada uno de nuestros movimientos, especialmente nuestros consumos. La falta de soporte material para la voz radial se transforma de vehículo privilegiado para el inconsciente de los artistas –como era para Breton y los otros surrealistas con quienes Hernández forjó un diálogo incómodo– en contagio ideológico.

“Muebles ‘El Canario’” sugiere que los autores se han convertido en antenas involuntarias para este nuevo rol de la radio, y que escribir no alcanza para callar estas voces sin cuerpo. Significativamente, el título del cuento proviene del soneto de una empresa de muebles que el narrador es obligado a absorber. La referencia al soneto comercializado inmediatamente evoca una ansiedad anterior sobre el rol del artista frente al mercado. En la famosa parábola de Rubén Darío “El rey burgués” (1888), la voz poética también está suturada a la economía de los bienes comerciales en la vidriera/mansión del nuevo rico. Sin embargo, el poeta de Darío es un visionario abandonado, que grita en el terreno literalmente salvaje contra la mercantilización. Muere al aire libre, congelado, con una sonrisa irónica en los labios. En contraste con el heroico mesías de Darío, el narrador de Hernández no es poeta y la poesía no ofrece resistencia heroica. El narrador es, por el contrario, forzado a escuchar la mercantilización de la forma soneto y hasta a encarnarla en su propia receptividad. En este sentido, el soneto escrito para una empresa de muebles no indica una nueva economía de bienes (nuevos productos llegados del exterior, una de las obsesiones más destacadas del modernismo) sino más bien el desplazamiento del rol de la autoría, ya que indica su degradación desde la producción hasta la (obligatoria) recepción. Al mismo tiempo, la transformación de la expresión poética en jingles publicitarios se refuerza en “Muebles ‘El Canario’” gracias a la incorporación de la música –una forma artística especialmente importante para Hernández– en las formas agitadas de la publicidad.

Esta audición disfórica sin dudas refleja las experiencias de Hernández, que trabajó en una emisora de radio en 1948 como responsable de la organización de los bloques de publicidad y otros tipos de programación, el análogo pobre del Princeton Radio Research Project de Adorno. Su trabajo requería una cierta experiencia corporal con el cronograma de episodios en radiodifusión, sus breves lapsos de atención. (Este es un rol muy distinto al de los autores que escribieron para la radio, entre ellos Eliot, Woolf, Pound, Beckett y Benjamin, así como Mário y los argentinos Olivari, Arlt y Raúl González Tuñón). La radio se ha metido bajo la piel de su narrador y dentro de su cerebro. Su forma episódica se ha convertido en un síntoma de vida administrada. El acto de “sintonizar” se ha vuelto su pan de cada día y le exige monitorear la estructura truncada y episódica de la radio. Lo que asusta a Hernández es la naturaleza aparentemente involuntaria de escuchar la radio, el modo como transforma la interioridad en una alternancia interminable de voces ajenas.

Evidentemente, la de Hernández es una construcción mucho más siniestra de la difuminación –o mejor, de la reverberación– interior/exterior que observamos antes en “Língua Radiofónica”, de Mário. Si la acousmêtre radial de Mário es el discurso interno de la nación hecho palpable y compartido, la de Hernández es una invasión crónica, que deriva su poder precisamente de la desaparición de sus orígenes. Lo que conecta a ambos escritores, sin embargo, es el modo en que articulan el desplazamiento de la escritura en relación con la radio como nuevo medio envejecido. Rastreando su propia supuesta obsolescencia –o su asimilación en la radio a través de aquel triste sonetito para la empresa de muebles– sintoniza la frecuencia en la cual el discurso interior se vuelve parte del dominio público, un desplazamiento que reorienta la autoría, distanciándola de la producción y dirigiéndola hacia esa forma específica de la recepción que es la escucha.

Cine con sonido sincronizado: novedades viejas, muñecas parlantes

Mientras la radio encontraba su propia lengua, el cine encontró su laringe. Mientras que la transición de la radio de bricoleur a medio de difusión provocó inquietudes en los escritores latinoamericanos, la llegada del sonido sincronizado al cine fue con frecuencia retratada como una crisis absoluta. Durante el período transicional 1928-1933, junto con innumerables cineastas y periodistas, los principales escritores latinoamericanos –incluyendo a Mário, a Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Alejo Carpentier– reflexionaron sobre el desplazamiento del cine mudo al sonido sincronizado con una sensación de urgencia que tuvo un paralelo más cercano en sus contrapartes europeas que en los Estados Unidos. Para muchos, el sonido emergió para “diluir, empañar y falsear la neta y clara elocuencia de una mirada, un gesto, una intención apenas perceptible en la extremidad de los dedos”, según escribe Quiroga en “Espectros que hablan”. En el preciso momento en que la especificidad del cine como medio parecía consagrarse, habiendo adquirido una “personalidad marcadísima”, el sonido sincronizado amenazó con volver precaria esa distinción.

En este sentido, la llegada del sonido coincidió con, y ayudó a fomentar, el deseo de los intelectuales de definir la singularidad del cine. Los textos sudamericanos sobre el cine critican repetidamente el sonido sincronizado por impedir una experiencia “cinemática” plena. Para la mayor parte, no era una innovación tecnológica celebrada sino un truco superfluo, o como mínimo una caída en el ruido generalizado de la vida moderna: “Todos os ruídos e sons que hoje nos ferem os ouvidos”, escribió Humberto Mauro, el cineasta más destacado de Brasil, en “Cinema falado no Brasil”, en 1932, mientras trabajaba en su propio film de la transición de cine mudo a sonoro. La desacusmatización de los films sonoros era una doble amenaza: a la especificidad del medio, argumento que implícitamente valoraba un rol para la literatura, y al cosmopolitismo de una cultura global del cine que no hablaba la crecientemente monolítica lengua inglesa.

La llegada del sonido sincronizado inauguró un desplazamiento en el cine al reorientar sus propiedades formales e industriales de múltiples maneras. De central importancia para nuestros propósitos aquí, la voz humana se tornó el principal código acústico. (De acuerdo con Rudolf Arnheim en su conocido ensayo sobre cine sonoro, “A New Laocoön”, la voz ahoga todos los otros sonidos, gestos y objetos). En este sentido, el sonido sincronizado era otro paso importante en el largo camino de privilegiar la voz humana mediada tecnológicamente, proceso que había comenzado con el fonógrafo. La sensación de disyunción que provocaba el cine sonoro fue particularmente preocupante para los artistas e intelectuales de América Latina porque acababan de empezar a articular un entendimiento del cine (mudo) como medio específico, medio del cual podrían potencialmente participar. Si el cine mudo parecía ofrecer un “esperanto”, el cine sonoro subrayaba las diferencias entre contextos nacionales y lingüísticos en todas sus desordenadas y desparejas especificidades.

La dominancia de la voz por sobre otros sonidos tuvo implicaciones no solo para las propiedades formales de los films sino también para la literatura. Al adoptar argumentos acerca de la especificidad del cine como medio –basándose en artistas tan diversos como Jean Epstein, Louis Delluc, Chaplin y Eisenstein, que aparecieron en los periódicos latinoamericanos desde mediados de la década de 1920 hasta comienzos de la de 1930– los escritores no solamente buscaban participar de una cultura cosmopolita de espectadores de cine. También proponían, según sugiero, una división del trabajo en la cual la literatura no cediese su autoridad cada vez más tenue a otro ámbito. Las repetidas afirmaciones acerca de la singularidad del cine se basaban en una definición negativa: el cine no era una novela, no era teatro. El verdadero cine no debía pedir prestado a otro medio. Este tipo de afirmaciones también eran implícitamente un intento desesperado por subrayar lo que sí era la literatura, en un corolario del cinéma pur. En otras palabras, así como los escritores insistían en la “carga” que el lenguaje verbal representaba para el cine, implícitamente lo declaraban parte de su propia jurisdicción. La literatura bajo el cine mudo podía representarse como un medio que acompañaba, inundando la mudez extradiegéticamente con sus voces metafóricas en la forma de intertítulos, comentarios o ficciones fantásticas sobre el aparato del cine. Allí encontraba su propósito. Inversamente, si el cine y la radio podían ahora registrar la rica especificidad de voces nacionales y locales –el lunfardo de Buenos Aires, las particulares cadencias de los acentos carioca (Río de Janeiro) o nordestino (Nordeste) en Brasil–, ¿qué podían ofrecer los autores con su propia tecnología de inscripción? Si el esperanto cosmopolita del cine mudo desaparecía, ¿dónde quedaba la literatura, portavoz de lo local desde el período romántico?

Sin los recursos materiales o el conocimiento técnico para responder esta cuestión a través del cine sonoro en sí, los autores emplearon un elemento poderoso de su repertorio, la metáfora. Dos aparecían con frecuencia a lo largo de las primeras crónicas: el sonido sincronizado como “juguete” tecnológico y la imagen más grotesca de la muñeca parlante. La primera se destacó especialmente durante los primeros años del debate sobre el sonido sincronizado. Artistas e intelectuales subrayaban la extrañeza incómoda de esta novedad por sobre sus proezas tecnológicas. Un “juguete infantil”, en “Espectros que hablan”, de Quiroga; “solo un curioso juguete, sin trascendencia”, en “El film hablado”, de José María Podestá. Si bien estas imágenes parecen resonar con la importancia de la niñez para vanguardias como el surrealismo (y para Walter Benjamin), es importante notar que aquí carecen de cualquier dimensión utópica. El juguete implica, por el contrario, regresión; una innovación tecnológica operando contra el progreso, o como simulacro burlesco de ese mismo progreso. El cine con sonido sincronizado era una amalgama híbrida, más que una nueva forma, y con frecuencia formaba parte de la bolsa de trucos reutilizables diseñada para seducir a la audiencia y los consumidores, un intruso en el territorio de la literatura. La última novedad, una moda pasajera, que no suma nada al proyecto global de desarrollo artístico. En este sentido, el cine sonoro inaugura el oxímoron de “novedade velha” [novedad vieja], una contradicción clave para las vanguardias tardías, cuando la máquina de los medios modernos renquea sin que el arco narrativo del progreso pueda guiarla. El cine sonoro es un primer ejemplo de la burocratización de la novedad tecnológica: la ensayada promesa que en realidad nunca puede realizarse porque genera un deseo crónico de más. La experiencia de una innovación en sí misma envejecida que identifiqué como constitutiva de las vanguardias tardías, su energía extrañamente melancólica, se da aquí en el cine sonoro.

Si la metáfora del juguete de niños procuraba enfrentar la amenaza del cine sonoro, la de las muñecas parlantes explicita esta ansiedad subyacente a través de un registro mucho más siniestro. La muñeca es también un juguete y se refiere también a un progreso forzado o una regresión infantil, pero sus efectos son mucho más siniestros, y hasta grotescos. La imagen, sobredeterminada, manifiesta ansiedades convergentes: la automatización de la cadena fordiana, la extrañeza del progreso tecnológico irrestricto encarnado en el desfase o desencuentro entre cuerpo y voz, lo humano reducido a partes y operaciones discretas, el fraccionamiento de la intimidad a través de medios que ostensiblemente intentan conectar a las personas. Al subrayar la propia fisura que busca suturar, el sonido sincronizado parece criar su propia familia “contra natura”, “esta monstruosidad antiartística que se avecina” (en palabras de Podestá inscriptas en “La evolución cinegráfica angloamericana”, de 1929). Inaugura “una automatizada figura que se mueve bajo las carcajadas de una orden idiota, actuando sin una mínima pisca de espontaneidad”. Rechina: “A voz humana, ampliada, perde completamente a naturalidade”; “Um canário silva como uma locomotiva”; “a primeira vez que ouvi mina própria voz no cinema n[ã]o podía acreditar que quelos grunhidos eran auténticamente meus!” (Guilherme, “Questão de gosto”). Para otro escritor, “el personaje no tiene voz” propia en el cine sonoro, sino una “familia de voces” que parecen salir de todos lados. Su extrañamiento inicial no produce asombro sino alienación. En este sentido, apenas se suma a los sonidos indistinguibles de la modernidad. “El sentimiento de inquietud” que Arnheim atribuyó al cine sonoro en “A New Lacoön” inspiró en escritores sudamericanos una repulsión corporal. Además, el doblaje como práctica novedosa generaba su propio bestiario. En una de las pocas excursiones de Borges hacia las dimensiones técnicas del cine, el doblaje se describe como “engendros mitológicos” o “efectos de ventriloquia” (en Borges va al cine, de Aguilar y Jelicié). Este ensamble –doblajes, versiones divergentes del español, reproducciones de sonidos extraños e incómodos– también puso en primer plano el estatuto de las voces locales, globales y/o incorpóreas.

Existe, por su puesto, una explicación material para esta “extrañeza”: los errores en la sincronización que producían suturas poco efectivas o palabras ilegibles, infortunios que los escritores tenían especial ansia para notar. Tal como en Estados Unidos y Europa, pero en una medida mucho mayor, la transición al sonido en América del Sur no fue espontánea – milagroso abracadabra de la innovación– sino discontinua y tartamuda. El sonido llegó a las sacudidas, dificultado por varias limitaciones materiales, especialmente por el costo de adaptación de las salas de cine a las nuevas tecnologías (incluyendo el desplazamiento de Vitaphone a los discos ópticos) y por la ansiedad respecto del trabajo discontinuo de artistas que performaban en vivo, especialmente músicos que trabajaban en el ámbito del cine mudo. En cuanto al nivel de producción, además, los cines de Argentina y Brasil lograron reagruparse relativamente rápido tras este período inicial, pero el cine nacional en otros países de América Latina fue bastante desvastado por la llegada del sonido. (La industria nacional de cine de Uruguay era mucho menor, en contraste, durante la década de 1930, y su primera película sonora se estrenó en 1936).

Si bien todas estas limitaciones son importantes para entender por qué el cine sonoro fue recibido con tanto rechazo, me gustaría sugerir que la insistencia de los escritores en los desencuentros entre cuerpo y voz no tenía en última instancia como objetivo la denuncia de condiciones materiales desiguales para el desarrollo del medio. Tales articulaciones, frecuentes a lo largo del archivo, procuraban más bien territorializar la voz en el ámbito de la prosa, donde luego sería refuncionalizada por la pluma o la máquina de escribir. En una crónica sobre cine sonoro, Quiroga observa que el frenesí de innovación tecnológica requiere “una mano de escritor que gire firmemente” (“Espectros que hablan”) para llevarla al lugar que le corresponde. En contraste con el entusiasmo de sus primeros textos con la novedad del cine, se abre ahora una brecha entre cine y escritura. La consolidación del primero exige que la segunda afirme su especificidad y responda a la invasión de su territorio.

 

Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo en Imán 2 (París, 1931-1932)

 Por: Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]

Foto: Macedonio Fernández

En una nueva colaboración para Revista Transas el investigador Carlos García indaga en Imán, publicación argentina de breve vida. García dio con parte de las pruebas de imprenta del segundo número de la revista, que no llegó a ser publicado, y que contiene colaboraciones de Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo.


Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo en Imán 2 (París, 1931-1932)

En todos los repertorios bibliográficos se informa que de la revista argen­tina Imán, fundada y dirigida por Elvira de Alvear (1907-1959), solo apareció un nú­me­ro en abril de 1931.

El aserto es correcto. Sin embargo, la decisión de clausurar la publicación no fue toma­da inme­diatamente: aún a fines de 1931 se planeaba sacar un se­gundo nú­mero, que debía aparecer en abril de 1932, a un año de la entrega anterior (si bien se había previsto originalmente que la aparición de la revista fuera tri­mes­tral, y así se ponía precio a las suscripciones).

Tuve la primera noticia relacionada con ese segundo número al leer la tesis de Jesús Cañete Ochoa, titulada La primera narrativa de Alejo Carpentier (Alcalá, 2015). Carpentier había sido secretario de redacción de la revista (no su fun­dador, como a menudo se afirma), y en ese papel ha­bía tenido contacto per­sonal y epistolar con varios de los colaboradores, sobre todo los franceses, ya que Alvear y Carpentier residían por esas fechas en París.

De la interesante tesis de Cañete Ochoa surge que los originales para el segundo número de Imán ya habían ido a imprenta, y que hasta se imprimieron unas pruebas a fines de 1931.

Este es el listado de lo que contiene ese número inédito, cuyos materiales se conservan en Cuba, en la Fun­dación Alejo Carpentier, según lo reproduce Cañete Ochoa (la pagina­ción alude a la de las hojas de las pruebas de imprenta):

Macedonio Fernández (texto incompleto cuyo título no aparece) [Agregado de CG: P. 9-28]

León Paul Fargue. Nacimiento (Naissances), texto bilingüe (traducción de Elvira de Alvear). P. 31.

Stefan Zweig. El libro como introducción al conocimiento del mundo (traducción de E. Salazar S.). P. 37.

Leo Ferrero. París y la pasión de los principios (traducción de Alejo Carpentier). P. 45.

Jules Supervielle. El alba (L’aube), texto bilingüe (versión española de M. Altolaguirre). P. 58.

La pájara pinta. Guirigay lírico-bufo-bailable para marionetas. (No se refleja el nombre del autor, pero se trata de Rafael Alberti. Aparece solamente la primera página con los dramatis personae). P. 64.

Emmanuel Berl. El burgués y el amor. Traducción de F. de M. P. 113. [Agregado de CG: Probable alusión a Francis de Miomandre (1880-1959), prolífico escritor francés, traductor de Góngora, Miguel de Unamuno, José Martí, Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Miguel Ángel Asturias y otros autores de lengua castellana.]

Luis Cardoza y Aragón. Martirio de San Dionisio. P. 128.

Miguel Ángel Asturias. Emilio Lipolidón. P. 135.

León Pierre Quint. El régimen celular: la familia y la educación. Traducción de Félix Rodríguez. P. 146.

Pablo Neruda. La noche del soldado. P. 171.

Pablo Neruda. Juntos nosotros, Monzón de Mayo, Alianza, Sistema Sombrío. P. 173.

Alberto Hidalgo. Acta de paso, Brújula de sangre, Exégesis de incógnito, Circunvalación por esto. P. 178.

Alberto Hidalgo. Exégesis para que tampoco se entienda. P. 181.

Jorge Guillén (texto incompleto). Playa (niños), Oleaje, Playa (indios), Arena, El apa­recido. P. 209.

Mariano Brull. Dos poemas: Epístola y Blanca de nieve. P. 215.

Manuel Altolaguirre. Poemas: I, II, III (Amor), IV, V (A mi madre).

Raymond Queneau (texto incompleto). Comprender la locura. P. 222.

Le Corbusier (texto incompleto cuyo título no aparece). P. 257.

George Duhamel. Palabras pronunciadas por el autor en su jardín de Valmondois y re­pro­­du­cidas con su autorización.

Luc Durtain. Estos últimos siglos de historia… P. 263.

Jean Cassou. Para los franceses, la idea latina… P. 265.

Marius François Gaillard. Mi pensamiento inquieto… P. 267.

Elvira de Alvear había comenzado a planear su revista en 1929. Alfonso Reyes, a la sazón embajador de México en Buenos Aires, anotaba por esas fechas en su Diario (II, 158):[1]

Mientras Elvira de Alvear anda con el plan de su revista Imán, europeo-argen­tino-católica, que sólo ella entiende […].

Y algunas páginas más adelante, cuando ella y otras damas de sociedad y escri­toras argen­tinas parten rumbo a Europa, anota don Alfonso (Diario, II, 162; 18-XII-1929):

Anoche se fueron en el [buque] “Conte Rosso” Victoria Ocampo, Delia del Carril […] y Elvira de Alvear (que va a fundar a París su revista Imán) […].

La cercanía entre las mujeres nombradas no es fortuita ni estéril: había lazos de amistad entre ellas, pero también celos culturales. La idea de Alvear compite en más de un sentido con Sur, la revista que Victoria Ocampo ya estaba planeando por estas fechas (si bien aún bajo otro nombre) y con la que Imán guarda alguna similitud, ya sea por su tamaño, ya por la calidad de la impresión y la clase de colaboradores (entre los que so­bresalen autores fran­ceses y argentinos o hispa­noa­­mericanos).

Tanto del contenido del primer número de Imán (que traía textos de Elvira de Al­vear, Hans Arp, Miguel Ángel Asturias, Georges Bataille, Alejo Car­pentier, Ro­bert Desnos, John Dos Passos, Léon-Paul Fargue, Benjamin Fondane, Nino Frank, Jean Giono, Vicente Huidobro, Eugène Jolas, Franz Kafka, Michel Leiris, Sixto Martelli, Walter Mehring, Henri Michaux, Eugenio d’Ors, Georges Ribemont-Des­saignes, Xul Solar, Philippe Soupault, Lascano Tegui, Jaime Torres Bodet, Arturo Uslar Pietri, Roger Vitrac y otros) como del inédito segundo se desprende que la revista fue mucho mejor de lo que permiten entrever los pocos comen­tarios que recibió en su época. Solo le faltó la continuidad que sí alcanzó Sur.

Imán tuvo poca fortuna crítica. Aparte de la tesis de Cañete Ochoa, que se ocupa con gran solvencia de ella a lo largo de varias páginas de su libro, solo conozco al respecto un trabajo de Carmen Vásquez: “La revue Imán”: Revue du Surréa­lisme Mé­lusine numéro 3: Marges non-frontères, Lausanne, Editions L’Age d’Homme, 1982, págs. 115-121.

Pero lo que aquí interesa no es la revista en detalle, sino lo rela­cionado con Ma­ce­donio Fernán­dez, en primera línea, y con Alberto Hidalgo, de refilón.

Apenas me enteré de la existencia de esos materiales para el número nonato, comenté la posibilidad de que hubiera en La Habana un texto inédito de Macedo­nio a tres cómplices macedonianos esparcidos por el mundo: Ana Camblong (Mi­sio­nes), Daniel Attala (Lorient) y Gabriel Sada (Buenos Aires). Aunque Cañete Ochoa no sabía dar razón acerca del título del aporte de Macedonio, conjeturé que el texto en cuestión fuese Una novela que comienza. Más adelante se verá en base a qué.

Ana Camblong, más resoluta que yo, escribió al archivo cubano, y obtuvo co­pia del texto en cuestión. Imagino que ella narrará desde su punto de vista las vi­ci­situdes del caso, y estoy seguro de que comentará sagazmente el texto de Ma­cedonio.

Con el documento a la vista, se comprueba inmediatamente, a pesar de la falta del título, que no se trata de un texto del todo desconocido. En efecto, y según supuse, se trata de una versión con ligeras variantes de Una novela que co­mien­za. El título falta, simple­mente, porque se han perdido las páginas iniciales (equiva­len­tes a las 11-12 y al comienzo de página 13 en OC VII).

El texto de Macedonio que se ha conservado comienza abruptamente en página 9 con las palabras: “diferencia que nos sabemos…”, y concluye con su firma en página 28.

En esta versión, la distribución de párrafos difiere de la del texto publicado en las Obras Com­pletas.

Hay, además, cambios de otro tipo; consigno a continua­ción algunos de ellos:

En OC VII, 13 dice “esto que se me encargo” [sic]; en Imán, “esto que se me en­carga”.

Faltan las notas al pie que figuran en OC VII, 14 y 17.

En Imán, los nombres de los meses están en mayúscula, no así en OC.

Dice “Diéguez Hnos.” en OC VII, 18; “Rodríguez Hnos.” en Imán 16.

La interesante frase “¿Cómo será ser mujer?” de OC VII, 19 falta en Imán. (Recuérdese que el relator de Adriana Buenos Aires, un trasunto de Macedonio, dice: “he descubierto a la mujer a los cuarenta y cinco años”; OC V, 20).

Puesto que los cam­bios introducidos por Macedonio en sus textos son a menudo agregados, puede afirmarse con alguna certeza que la versión publicada en Imán es ante­rior al texto que aparece en las Obras Com­ple­tas.

Lo más interesante de esta versión es una va­riante que figura en página 20: allí se menciona, en vez de a “Adriana” (como en OC), a “Isolina”.

Este detalle muestra que el título Isolina Buenos Aires aún era válido a fines de 1931, lo cual a su vez confirma lo que dice Obieta acerca del posterior cambio de nombre de la novela, que habría ocurrido en algún momento imprecisable de la década del 30, quizás en 1938 (OC V, 7-8).

Una novela que comienza está íntima­mente rela­cio­nada con Isolina / Adriana Buenos Aires; en ambos textos hay resabios de algu­nas experiencias per­so­nales.

Como dije ya en mi libro Macedonio Fernández / Jor­­ge Luis Bor­­ges: Corres­pon­dencia 1922-1939. Crónica de una amistad. Buenos Aires: Co­rre­gidor, 2000, pág. 53, n. 59:

La persona real que sirviera de base a “Isolina” se lla­maba Celina Candreva (Kantre­va) Lamac. Su familia era oriunda no de Alba­nia, como Ma­cedonio da a en­tender en su texto, sino de Co­­senza (Ita­lia), y pro­fe­saba el ca­to­licismo “del ri­to griego”; sus antepa­sa­dos paternos sí provenían de Albania. Mace­donio la co­noció, según he averi­guado me­dian­te tes­ti­monios inéditos de hacia 1922, en abril de 1921. “Isolina” vivió su­cesiva­men­te en Viamonte 2354 (Dpto. 6; teléfono 5920 Juncal; cf. OC V, 74, 113, 162), en una pen­sión de Lavalle 2051 (Dpto. 9) y en Sarmiento 643; su hijo se llamó real­mente Ser­gio, como en Adriana (OC V, 169). El “R.G.” de Una novela que comienza se llamaba en rea­lidad R. Gómez, y vivió en Suipacha 512, 5° piso (Tel. 2885 Liber­tad; cf. OC VII, 11). De tratarse del mismo, su nombre de pila era Rómulo, y tenía re­lación no sólo con Ma­ce­donio, sino también con un hermano de éste, Adolfo Antonio Fer­nández del Mazo. Gómez ha­bitó, en algún momento imprecisable, en Avda. de Mayo 715. De­ce­nios más tarde, Ma­­­cedo­nio mantendrá aún corres­pon­den­cia con la viuda de Rómulo, Lu­cre­cia Za­mudio de Gó­mez (OC II, 246-250 y 388-392).

(Álvaro Abós, quien en su biografía de Macedonio toma todos los datos rela­cio­nados con Isolina de mi libro, no lo men­ciona en este contexto.)

En la “Ad­ver­tencia previa” a Adriana Buenos Aires, Obieta ase­vera que “la última no­vela mala”

fue escrita en 1922 y revisada suma­ria­mente en 1938, sin que en el intervalo ha­­­ya sido tocada ni pos­te­riormente se hi­ciera otra cosa que men­cio­­narla al­guna vez. De 1938 son el final (capítulos XI-XV) y el IV, y las pá­gi­nas previas al relato propiamente dicho, además de al­gunas aco­taciones de pie de página.» [OC V, 8]

En apoyo de esa datación, cf. por ejemplo OC V, 214, don­­de Ma­ce­donio adu­ce 1922 como fe­cha de composi­ción del libro. En el texto mismo se alude a febrero “de 1922” y al “car­na­val de 1922” (OC V, 91, 177). Hay otros indicios, que apuntan incluso al año anterior: la acción de la novela tiene lugar a partir de “febrero de 1921” (OC V, 19).

Obieta agrega (OC VII, 11, nota):

Una novela que comienza y Adriana Buenos Aires a­pa­­re­cen pues re­dac­tadas y re­visadas casi al mismo tiem­po, ade­más de pró­­­ximas por cierto pa­­­rentesco no­­­­ve­lístico que in­cluye el nom­­bre mismo de Adriana (ex Iso­lina) en ambos casos.

Por mi parte, considero que Macedonio trabajó al mismo tiempo, a partir de me­dia­dos de 1921, en Una no­vela que co­mien­za, El Hom­bre que será Presidente, Adria­na Bue­nos Aires, El Re­­cienvenido (diferente del libro Papeles de Recien­ve­nido) y en los primeros brotes que conducirán desde la Niña de dolor Dulce per­sona, de un amor que no fue conocido a Museo de la Novela de la Eterna.

No afirmo que todos esos textos existieran de manera autónoma. Postulo, más bien, que de un enjambre de notas se fueron destilando paulatinamente en di­ver­sos libros; algunos fueron abandonados, otros fueron subsumidos en traba­jos más am­biciosos. En todos esos procesos siempre hubo ayudantes, co-auto­res, fa­cilitadores, catalizadores (Borges, Hidalgo, Reyes, Evar Méndez, Consuelo Bosch de Sáenz Va­liente, Sca­labrini Ortiz…).

Aunque he accedido a pocos manuscritos de la época, creo discernir que en ellos se imbrincan di­ver­­sos pro­­yectos li­­te­ra­­rios, po­lí­ticos y senti­men­­­­tales que ocu­­­­pa­ban a Ma­ce­do­­nio si­mul­­­­tá­­nea­men­te: el duelo por la muerte de su es­posa Elena en 1920, la con­fec­ción de una no­vela en cla­ve que re­la­ta­ra las peri­pecias de una re­la­ción afectiva con una muchacha real lla­mada Iso­­lina, las cam­­pañas pre­si­denciales de 1922 y 1928,[2] y los primeros gér­me­­nes de una re­vo­­lu­cio­naria teo­ría de la no­vela, que lo llevaría más tarde a la confección de Mu­seo. A más tardar desde 1928, la mítica fi­gura de Elena de Obieta co­mien­za a ser reem­plazada en el imaginario de Macedonio por la de Con­suelo, lo cual da­rá nuevos impulsos a sus pro­­yec­tos literarios.

Existen indicios de que Una no­vela que comienza fue re­to­cada en 1926-1927, siquiera levemente. En ese sen­tido, de­be men­cio­narse la “Car­ta abierta ar­­gen­ti­no-uru­guaya” (Martín Fierro 34, 5-X-1926, 257; OC IV, 38-43). Allí, Ma­cedo­nio alude no so­lo a Una no­vela que co­mien­za, sino también al “bue­na­zo de Don Juan”, ha­bi­tante de pen­sio­nes en las calles La­va­lle y Li­ber­­tad (OC IV, 42), per­sonaje y mo­tivo que rea­parece en Adria­na Bue­nos Aires (OC V, 151-152), y en alguna nota del iné­dito “Cua­der­no 1925a” (en mi nomenclatura; véase mi texto “Macedonio Fernández: Bibliografía, 1892-1999”: www.academia.edu; allí lo referido al “Cua­derno 1925a [marzo 1925]”: Inédito. Cuaderno “Miscelánea”, de 100 hojas, 107 páginas numeradas por Adolfo de Obieta, incluidas tapas y con­tra­ta­pas ante­riores y poste­riores; dos veces, por error, pág. “38”).

Mi fundamento para suponer, antes de ver las pruebas de imprenta de Imán 2, de que se tratara de Una novela que comienza, es la aparición de algunos textos del peruano Alberto Hidalgo en ese mismo número dos de Imán.

Macedonio e Hidalgo estaban unidos, en esta época, por una fiel amistad (preparo la edición comentada de su correspondencia).

En una carta a Hidalgo, sin fecha, que yo dato 27 de abril de 1927, Mace­donio alude a Una novela que co­mien­za (OC II, 89-91). Le ha pasado el ma­nuscrito a Hidalgo y le otorga per­­miso para retocarlo y publi­car­lo:

(Antes de hablarle de lo que hago liquidemos lo de mi libro de reco­pi­la­cio­nes. Déjolo en libertad de publicar o no, pero reclámole que el brin­dis de Ma­rechal y las primeras páginas sensibleras de Novela que comien­za sean observadas severamente por usted y lo sensiblero tachado peren­to­ria­mente por usted.)

Obviamente, Macedonio deseaba publicar Una historia que comienza, o había al menos cedido a las propuestas de publicación de parte de Hidalgo. En esa época se planeaba aún publicar esos textos en Buenos Aires, en el marco de un volu­men misceláneo, primer avatar de lo que luego, con cambios y agregados, será Papeles de Recienvenido. Es de imaginar que Mace­donio re­to­có poco antes el tex­to en­­­via­do a Hidalgo por la misma época.

Pues bien, el texto al que ahora se puede acceder gracias a que fue conservado siquiera parcialmente en las pruebas de imprenta del segundo número de Imán debe ser el que Hidalgo trans­mitió por camino desco­no­cido a los editores de la revista.

O quizás no tan desconocido: existe una carta de Elvira Martínez de Hidalgo (es­po­sa del poeta peruano) a Macedonio, del 13 de julio de 1931 (OC II, 378; aquí mal atribuida a Alberto Hidalgo), en la que ella le dice: “He sabido por Elvira de Alvear que usted tiene tres mujeres- ¡Mal hombre!”. Hidalgo agrega una nota al pie de la carta de su mujer.

Es decir: Hidalgo tiene, a través de su esposa, contacto epistolar con la funda­dora de Imán poco después de la aparición del primer número de la revista, en abril, y quizás ya desde antes de la partida de Alvear a París en 1929.

Azuzado por el éxito de Camblong, escribí también yo al archivo cubano, y ob­tuve copia de los textos de Hidalgo.

¿En qué consisten esos materiales? Se trata de los poe­mas “Acta de paso”, “Brújula de sangre”, “Exégesis de incógnito”, “Circun­va­la­ción por esto”, y de la prosa “Explicación, para que tampoco se entienda”, donde el peruano comenta sus pro­­­pios poemas. Debe constatarse que el texto de Hidalgo no se ha con­servado completo: falta el final de la “Exégesis” (o, al menos, no recibí copia de ello).

Hidalgo ya había comentado exhaustivamente sus propios textos, por ejemplo en Simplismo (1925). A partir de 1926-1927 había comenzado a escribir ensayos acer­ca de su teoría literaria, y en 1941 publicará un Tratado de poética (1941).[3]

Los textos de Imán formaban parte de un poemario suyo, que aparecería de manera completa en Buenos Aires en marzo de 1933: Actitud de los años.[4]

En el Tratado de poética (1941, 96) escribió Hidalgo: “Mi lector soy yo mismo”. Bor­ges parodia y critica avant la lettre el giro, al afirmar, en comentario a Actitud de los años:

Hidalgo no es únicamente el autor de este libro, sino su ingenuo y aterrorizado lector. Así lo prueba el comentario perpetuo que hace de los dieciocho poemas. En ese co­mentario —que abarca más de una mitad del volumen— les (y se) promete inmorta­lidad, fundado en ciertos ilusorios contactos de su poesía con la doctrina de Einstein, con el kantismo y con el galimatías universitario de Hegel.

Deploro esa incongruente reclame, porque los poemas son eficaces.[5]

En relación con los materiales conservados, no huelga mencionar lo siguiente:

Como puede verse en el sello que traen las primeras y algunas otras páginas, se trata de pruebas de imprenta de un taller francés (Imán apa­re­­cía con pie de im­prenta “París”).

Lo interesante es el nombre de esa imprenta: “Imprimerie Coulouma”: fue tam­bién allí, es decir, en Argenteuil, donde Oliverio Girondo había hecho im­pri­mir la primera edición de sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). Quizás él haya recomendado a Elvira de Alvear esa casa impresora (aunque Carpentier afirma en una carta a su madre que entre las ta­reas que él cumple figura la “elección de imprenta”).

Interesante es también el que la revista fuese distribuida en especial por tres agencias: Librería Viau y Zona (Buenos Aires), Librería Española (París), Librería Sánchez Cuesta (Madrid). La primera fue ya un famoso sitio de encuentros litera­rios en la Buenos Aires de los 20 y 30.

Intenté averiguar si en el copioso archivo póstumo de Sánchez Cuesta, el famoso “librero de la Generación del 27” espa­ñola, hay alguna otra huella de este asunto, por ahora sin éxito.

Las pruebas de imprenta (“épreuves”) llevan por fecha 30 de noviembre de 1931. Pocos días antes, Carpentier había escrito a su madre (carta del 19-XI-1931) que el segundo nú­mero de la revista

está listo: su salida es cuestión de horas. En él se anuncia la aparición de mi libro. Una nota de Elvira explica por qué no se publicó el número de verano. Es solo ahora, con la editorial, cuando comienza la revista a ser lo que debía. El primer número lo consi­de­ramos como un prospecto, un catálogo, que ha servido para el lanzamiento. Ahora ya no habrá retrasos, ya que la organi­za­ción financiera –culpable de todo el retraso, pues la moneda argentina bajó conside­ra­ble­mente durante un tiempo y a ella no le enviaban sus administradores dinero por miedo que perdiera demasiado en el cambio– está arre­glada.

A pesar de lo que dice Carpentier, las pruebas de imprenta del 30 de noviembre ya traen “abril 1932” en la portada (véase la primera imagen al final de este tra­bajo). Ignoro los motivos de esa postergación.

Los planes de publicación de la revista fueron abandonados, finalmente, porque, por cues­tio­nes impositivas, Elvira de Alvear debió regresar a Argentina, donde perdió mu­cho dinero como tardía consecuencia de la crisis de la bolsa nortea­mericana de 1929. Murió en 1959 en la pobreza y el desvarío. A ello alude Borges al decir que “todas las cosas tuvo y len­ta­mente / Todas la aban­donaron” (“Elvira de Alvear”, El hace­dor, 1960).[6]

Concluyo con una cita de la tesis de Cañete Ochoa (2015, 255-256):

La revista argentina Criterio, de ideología ultracatólica, informaba en su número 237 (sep­tiembre 1932), que Elvira de Alvear estaba de regreso en Buenos Aires: “Después de algunos meses que le servirán para tomar contacto más de cerca con nuestro am­biente, volverá a París, a seguir publicando la gran revista Imán.” A continuación se in­­­forma de que la segunda entrega de Imán

contiene una novela íntegra de Macedonio Fernández, poemas de Leon Paul Fargue y muchas otras co­la­bora­ciones de grandes firmas y de valores jóvenes. Además, la sección “Conocimiento de América Latina”, que completa la unidad y el sentido de la revista. El tercer número estará dedicado a los autores alemanes, y constituye un original homenaje a Goethe; escriben sola­mente alemanes – desde Spengler hasta los más nuevos, pero ninguno se ocupa ex­pre­sa­mente de Goethe. Elvira de Alvear prepara ahora el cuarto número, que pone ya al día su revista, con colaboraciones únicamente de argentinos. (Criterio, Buenos Aires, 237, Septiembre 1932).

La nota sobre Elvira de Alvear concluía informando de la próxima publicación de su poema “Pampa”.

Llama la atención que se diga que Alvear prepara el “cuarto número” de Imán, como si hubiera existido un tercero. Desconozco indicios que confirmen esa in­for­mación.

(Hamburg, 8-VIII-2017 / 29-X-2017)

 

*Gracias a la Fun­dación Alejo Carpentier (La Habana), sobre todo a la profesora Gra­ziella Po­golotti Jacobson y al especialista de investigación, Yuri Rodríguez Gon­zález.

Iman Foto I

[Original conservado en la Fundación Alejo Carpentier, La Habana, Cuba]

Iman Foto II

[Original conservado en la Fundación Alejo Carpentier, La Habana, Cuba]

[1] Véase mi trabajo “Alfonso Reyes en su Diario”: Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade y Fatiha Idmhand: Diarios latinoamericanos del siglo XX. Bru­xelles: IPE Peter Lang, 2016, 55-67; re­producido, en versión de noviembre de 2016, en www.academia.edu, donde publico bajo el nombre “GarciaHamburg”.

 

[2] Al respecto, véase mi trabajo “Macedonio, ¿Presidente?”, texto de 1998, en versión de 2016, en www.academia.edu.

 

[3] Véase mi trabajo “Alberto Hidalgo en Pulso (1928). Dos textos”: www.academia.edu, subido en julio de 2016. Daniel Attala critica el libro de Hidalgo en “Macedonio Fernández. Bases de su metafísica artística”: Boletín de Estética 38, Buenos Aires, 2017, 48-49.

 

[4] Alberto Hidalgo: Actitud de los años. [Poesía y prosa.] Buenos Aires: M. Gleizer Editor, 1933 (co­lofón: 25-III-1933), 91 págs. [Contiene: Obras de AH; dedicatoria a Alfredo O. Raffo; epí­grafe anónimo; los poemas: Acta del paso; Elogio exacto; Infinitesimada figura; Circunvalación por esto; Brújula de sangre; Tumba de lo que nunca muere; La extraña visita; Exégesis de incógnito; Programa para el día siguiente de la ausencia; Retrato imperceptible; Regreso a la madre; El compañero; País que nos baña; Poema de llamada; Habitante del pecho; La existente del tiempo-todavía; Ser de seis letras; Bandera de la vida. Prosas: Clave para que tampoco se entienda. Primera palabra; notas en prosa tituladas como los poemas. Se conserva un ejemplar dedicado “A Macedonio Fer­nández, / a Ma­cedonio I. Desde mi / pequeñez hasta su altura. / Alberto Hi­dalgo / Piedras 180 / Bs. As. 1933”; contiene también notas de MF, a lápiz. El poema “El compañero”, de este libro, será publicado más tarde por MF y sus hijos en Papeles de Buenos Aires 5, mayo de 1945, 2.

 

[5] Jorge Luis Borges: “Actitud de los años”: Selección. Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 1, mayo de 1933; reproducido en Textos recobrados, 1931-1955, Buenos Aires, Eme­cé, 2001, 42. El libro de Hidalgo fue comentado también por Augusto Cortina en No­sotros 27 LXXVIII 287, Buenos Aires, abril de 1933, y por Lisardo Zía en Poesía 3 (entrega 2), Buenos Aires, julio de 1933.

 

[6] Borges publicó el poema también en Estados Unidos: “Elvira de Alvear”: The New York Review of Books, 10-IV-1969, 4-5.

Churata después del temblor (1920-1930). Cristales de la utopía andina

 

Por: Javier Madotta

Imagen: Martín Chambi

Gamaliel Churata fue un escritor de origen peruano y es considerado el exponente más alto de la fusión del vanguardismo y el indigenismo en América Latina. Su figura y obra recientemente  han despertado un nuevo interés en la crítica literaria. Junto al Inca Garcilaso, Ricardo Palma, César Vallejo, Ciro Alegría y José María Arguedas está considerado como uno de los grandes forjadores de la peruanidad. Javier Madotta nos aproxima en un riguroso e interesante texto a la obra de Churata, su contexto histórico y su manera de pensar y asumir la utopía andina como proyecto emancipador de las cosmogonías indígenas en contrapunto con las dinámicas modernas del mundo occidental.


A pesar de los trabajos recientes sobre su figura y obra, todavía es preciso realizar una introducción breve para hablar de este intelectual puneño llamado Arturo Peralta Miranda (1897-1969), quien firmara sus notas periodísticas iniciales como Juan Cajal y El hombre de la calle. Cerca de 1920, adoptó al fin el seudónimo de Gamaliel Churata, en el que sincretiza un nombre bíblico con uno aymara, en un gesto que define todo su desarrollo intelectual posterior. En el período 1926-1930, Gamaliel Churata dirigió el Boletín Titikaka, la importante revista que compartió la escena de vanguardia con la más conocida Amauta. Perseguido por el gobierno de Sánchez Cerro por su militancia socialista, en 1932 se exilia en Bolivia, trabaja en diario La Semana Gráfica y la revista La Gaceta de Bolivia. En 1957, en La Paz, publicó su único libro, El Pez de oro, de cuya complejidad intentaremos dar cuenta a partir de un capítulo que fue añadido en forma tardía, Morir de América, luego de una sugerencia que le hiciera el escritor Fernando Díez de Medina. Pensamos que es posible leer dicho texto en la tradición de la utopía andina, con la posibilidad de actualizarla y reelaborar nuevas perspectivas y prácticas.

Nación y utopía en el Perú de efervescencia (1920-1930)

En la etapa conocida como el Oncenio de Leguía en Perú (1919-1930) se producen tensiones tanto políticas como culturales, económicas, en torno a la cuestión de la identidad nacional y sus consecuencias prácticas sobre el dominio del territorio. A partir de distintas tradiciones se reelaboran las historias nacionales. Mariátegui y Churata pensarán en forma paralela y parecida que además de modernizar la infraestructura, había que incluir al indio en el relato nacional. Por eso reflexionan sobre el modo en el que la literatura expresa o no esa peruanidad.

Dentro de la retórica modernista que reaccionaba contra el positivismo de fin de siglo XIX, intelectuales como Mariátegui, Valcárcel o Churata hablaron en aquella época de un espíritu revolucionario que animaba los cambios. Son discursos que cuestionan la política del poder centralizado en Lima, redefinen la idea en crisis de nación peruana, e incluyen al indígena como el elemento social más relevante al momento de decidir política o elaborar teoría.

Uno de los motivos que debe considerarse problemático en la formación de la  conciencia nacional de Perú es que ésta no ancló naturalmente sus símbolos patrios en el proceso emancipatorio que declaró la Independencia en 1821, a diferencia de lo ocurrido en otros países del continente americano. Churata (1957) es radical en este punto: “La única insurgencia libertaria con valor histórico fue, la que propugnara Tupak Amaru […] Simón Bolívar es tan español como Gonzalo Pizarro […] Es que la Independencia Americana es fenómeno tan español y pizarresco como la Conquista” (págs. 31-32). En efecto, en Perú uno de los mitos de origen más potentes para la construcción de identidad nacional se elaboró sobre la utopía andina. Esta categoría de análisis histórico, desarrollada teóricamente por Flores Galindo y Burga (2005), consiste para éste en “una auténtica conciencia histórica que busca construir la nación moderna, como se ha hecho en casi todos los países del mundo, con puentes imaginarios que unan los fabulosos y míticos pasados con las duras realidades del presente” (pág.12). Se trata de un dispositivo de afirmación del pasado, que se actualiza en la realidad vigente,  y que se activa para construir con esos materiales la posibilidad de un futuro con mejores condiciones.

La utopía sirve para pensar alternativas a un sistema en el que indígena está reducido en la marginalidad. Para la lucidez inoxidable de Flores Galindo (1994), la vigencia aparece desde que la derrota deviene injusticia social, en el despliegue arrasador del capitalismo:

La utopía andina fue una respuesta al problema de identidad planteado en los Andes después de la derrota de Cajamarca y el cataclismo de la invasión europea. Los mitos no funcionaron […] La población “mestiza” en el siglo XVI era mínima, en el siglo XVIII representaba el 20%, para 1940 podemos suponer que era un 50%, el proceso de concentración urbana y modernización acentúa esta tendencia denominada “proceso de cholificación”. Para el capitalismo neoliberal esa será su zona de desarrollo de pobres. Para ellos, la utopía representa la posibilidad de excluirse de la segura marginalidad a la que el sistema los condena. No funcionó el modelo de una economía de exportación de materias primas. Sin negar las carreteras, los antibióticos y los tractores, se trata de repensar un modelo de desarrollo para el Perú. (pág.342)

Es posible ver entonces que el mito de origen de esa revolución no ocurrida en Perú se agrupó y fue confirmando en cierto modo la tradición reivindicatoria del Inca, del anhelo de su regreso. Solo por mencionar algunos nudos en el telar de la historia colonial, destacamos el de los incas nobles de Wilka-pampa (Vilcabamba) y el reino en la selva del Gran Paititi que sitian Cuzco en 1536, la muerte de Túpac Amaru en 1571, el baile incomprendido del takyonqoy con Juan Chocne en 1570; el mestizo Juan Santos Atahualpa y su rebelión de 1742, los sueños de Gabriel Aguilar en 1805, un insólito precursor de la Independencia, hasta encontrar la presencia amenazante de Rumi Maqui en Puno en 1915, donde mito y realidad se fusionan. Es preciso notar que ese trenzado complejo se nutre al menos de dos hilos fundamentales: la vertiente con componentes “cultos”[i] del Inkarrí (el regreso del Inca fusionado con la noción cristiana de resurrección de los cuerpos), y la vertiente popular del Taky Onqoy (el restablecimiento de la temporalidad andina a través del pachakuti, la “conmoción de la tierra” (Flores Galindo, págs. 31-44). Lo que se muestra en esa serie es la elasticidad de la tradición, cuestión que resulta esencial para entender el escenario rebelde [ii] que emergerá a la vida pública, se hará visible y participará del proyecto nacional peruano durante el Oncenio[iii]. Esta recurrencia de intentos por retomar el poder fundándose en el imaginario de un pasado mítico se hilvana a lo largo de cuatro siglos en distintas regiones del Perú, sin conseguir cambiar las relaciones instituidas desde la presencia hispánica en los Andes.

Pensamos que es posible afirmar que la obra capital de este intelectual revolucionario (según su autodefinición) puede ser leída como una estancia más en la tradición de la utopía andina. Sus textos exponen la complejidad de las identidades nacionales,  a la vez que con argumentos originales y vigorosos propone un camino pedagógico en el que el hombre se realiza cuando consigue re-conocerse y ex-presarse.

Morir de América. Estética de un sueño

Morir de América es el capítulo o libro más largo en El pez de oro. Como hemos afirmado antes, se trata de un texto insertado para completar el sentido de la obra. Dichas líneas comienzan con la cita de los versos más conocidos de Teresa de Ávila: “Y tan alta vida espero/Que muero porque no muero”. Por un lado, debemos anotar que se trata de una mística católica, y además, española. En su modo de trabajar la tradición, y en el mismo sentido en que subvierte la lengua (hispánica), toma esa paradoja como espejo de una de sus ideas centrales, a propósito del ahayu watan, es decir, que “los muertos no mueren”. De ese modo queda imbricado lo hispánico en lo andino. Es un procedimiento característico en El pez de oro, que algunos críticos han considerado en línea con la “categoría” tinkuy del mundo andino, que expresa “unión de contrarios” (Huamán, 1994, pág. 64), convivencia de la dualidad de un modo integrador, así como sucede con los ojos o las manos. En efecto, Churata encuentra en el tinkuy una apoyatura para pensar la totalidad mestiza sin excluir a lo español, sino que más bien lo subsume. Es así que lo mestizo revierte su valoración negativa, y en la aceptación de lo hispánico (irreversible) sus ideas encuentran una expansión y proyección mucho más dinámicas.

En cuanto a la estética, él entiende que para construir una obra de arte americana (léase también auténtica) se debe inseminar al idioma español con las lenguas autóctonas. Su trabajo es filológico y artístico a la vez, el léxico se nutre de presencias keshwa y aymara, a veces también operando a través de neologismos y voces que subvierten lo hispánico con formas nativas. Es lo que denominó Runa-Hakhe[iv].

Morir de América inicia con la escena de un crepúsculo en el que está a punto de llover. El ritmo del texto acompaña a la descripción hasta que se instala el tema de la lluvia, cuyo misterio, a su vez, impregna tensión a la secuencia

Una gota. Otra después. Y van cuatro, cinco, seis. Cuántas ya…No muchas; todavía se las puede contar.

Antes que bermellón y oropeles se ahoguen y revienten chaksus[v] de la nube;  si ya una gota, dos, cincuenta, luego, presagian lluvia; se asperjen y humedezcan picos y muñones; fragor de aletazos y pitíos se arremolinen rumbo a los nidales; las topkinas[vi] del viento aturdan flámeos en la sombra, ésta, cauta, muda, alargue ventosas de humo, manche la pampa asolada; por la cuesta, cojitranca, se arrastre la noche aymara sobre keshwas[vii] piernas; sin heraldos y Laykhas[viii] que profeticen el milagro estallan oropel y bermellones y se vuelcan cataratas de oro.

¡Ñapharahamunki!…[ix]

Atruenan los mugidos del viento; hay en la espuma atoros bermellón; la Ururi[x] suelta chaskosas viboritas de fuego; escoriaciones del llachu[xi]lentejuelean revoltijos de ojo en ala de la ola; acollaran pompas de jabón las esmeraldas del totoral…Y, ya, en un chukchu[xii] de caireles, fuga cabrilleante hemorragia de sutuwailas[xiii].

¡Ñapharahamunki!… (Churata, 1957, pág. 415)

Por un lado, se destaca el protagonismo de la naturaleza con el agua, que se fija en el carácter genésico de la lluvia, en el lago, en el cielo contenido en el lago, en las lágrimas, en el rocío; es el símbolo universal del origen la vida humana. Pero también aparecen las imágenes relacionadas con el sol, y por extensión, del fuego. De hecho, aquí hay una serie sensorial donde el rojo y amarillo españoles están presentes: “bermellón”, “oropeles”, “flámeos”, “oro”, “fuego”, “hemorragia”. Es la posibilidad del tinkuy la que las contiene. Luego, la noche del indio avanza sobre los colores dominando el cuadro. La sombra y lo nocturno, junto al fuego, remiten indirectamente al asalto de las revueltas indígenas desde los cerros. La lluvia es la inminencia, ese futuro que está casi ocurriendo. Se logra de esta manera una alusión tangencial a la temática revolucionaria.

Así como se mezclan español y americano, se nivelan lo sacro y lo profano. La escena a continuación responde a la idea de retablo, fenómeno de sincretismo cultural que vincula lo católico, lo criollo y lo andino a través de costumbres populares[xiv]

Hala de su lobezno (¡jala, jala, hala la ala, mamitay!) la madre campesina; métese en la chuklla; enciende las bostas del fogón; dispone la olla para el yantar. Y, hasta tanto la mamala se le rinde, y se la entrega, el llokhallo[xv] acomete a zarpazos con la mama, que la obesa de la mama cuelga, hobachona —otro celaje ventrudo—, y el Ungido, ardiendo en el arrebol que la khoncha[xvi] le escupe a la cara, del ñuñu[xvii] se prende, y ñuñuña hasta atorarse…

Elake[xviii]: la virgen navidad del ayllu. (1957, pág. 417)

Estas pinceladas costumbristas introducen la relación entre imaginarios de vida y de muerte. El narrador va hilvanando el relato en forma de caos controlado, y de manera tangencial, anticipa o prepara lo que vendrá. Contrae y expande los temas, se hunde por momentos en ellos y de súbito salta hacia otros, así como en todo el libro. En este tramo que compara los sonidos de la naturaleza con las características del habla, se continúa la reflexión sobre el lenguaje mistizo. Razona que también el idioma español es producto de una mezcla con el latín. De pronto interrumpe esa reflexión con un pregón callejero: “¡Siwilla alasita, mamay! ¡Thika alasita mamitay![xix] (pág.420). El narrador alterna entre una voz académica replegada en la reflexión filológica, y otra que refiere al laykha, el brujo andino que convoca a los actores del retablo mítico: el pez de oro (Khori Challwa), el puma de oro (Khori Puma), la sirena (Khesti imilla), y un monstruo lacustre (el Wawaku).

A la vez, el mismo narrador avanza sobre el camino en el que vimos aparecer ya el ayllu, la chujlla, el mercado, y seguirá esa crónica de cámara en mano con otra historia del “morir de américa”, en la que cuenta el asesinato de una muchachita embarazada por un cura. Allí expone los tópicos propios de la denuncia social que caracteriza su etapa temprana, con cuentos como El gamonal. Solo que en este caso no ocurre un levantamiento, sino que irrumpe con las Memorias del doctor Jose María Cristal, un

Hombre chuñu, de modales thuntas[xx], harinosos, genuflexos; […] con miedo de que no le fuesen a oler a su mama oculta en la suela del su wisku[xxi], caminaba como el tiutiku[xxii] en la espuma del totoral. Y, así y todo, sin recato, fue lo que quiso: prefecto del departamento, diputado, juez de primera instancia, y, al último, hasta finar, y con vitalicias prebendas, vocal de la corte superior de justicia (pág. 426)

Es chuñu (indio) que aparenta misti: Jose María Khespe, que se enmascara para realizar la vida de ascenso social de la cultura dominante. El Cristal del apellido asumido es el que debe poder reflejar la lectura de sus memorias para que el texto sea eficaz, porque si hacia la sociedad aparenta ser criollo, en su escritura se manifiesta en verdad indio: “Nayaha, Khespe! ¡Naya Khespe! ¡Khespe Nayaha!…” [Soy Khespe] (pág. 432). Es la propuesta churatiana del autoconocimiento, y por otro lado, la crítica de la simulación.

A continuación inicia un fragmento que se titula Khirkhilas, en el que un pescador se come hasta el esqueleto de un pescado, por ser la parte más nutritiva. Es una metáfora proléptica de la batalla final, en la que el Khori Challwa derrota al Wawaku y luego lo devora[xxiii]. La deglución y fagocitación actúan en paralelo con la idea de re-conocimiento expresada en el leit motiv del libro “¡América, adentro, más adentro; hasta la célula!…”

Llegamos así al segmento que más nos interesa, titulado Khori Wasi (templo de oro), que se sitúa en un palacio imaginario en las profundidades del Lago Titikaka. El narrador borra las mediaciones, de modo que sin solución de continuidad inicia el relato mítico principal. Allí,  el Khori Puma asesora a su hijo el Khori Challwa, próximo a reinar. La prosa abandona todo rasgo poético para asumir un estilo ensayístico, tal cual un manual de gobernanza como El príncipe de Maquiavelo. Aquí se realizan las definiciones políticas más relevantes, dentro del relato enmarcado. En el “Palacio de oro”, en el interior del lago Titikaka, se reúne la asamblea llamada “ulaka imperial”, que es el órgano de deliberación administrativo del ayllu, y distintos personajes van emitiendo opiniones sobre diferentes temas: educación, organización territorial, ética del gobernante, una ley de educación. Es evidente la influencia en este pasaje de la experiencia con la escuela indigenal de Warisata, florecida en los años 1931-1940 en Bolivia, con la conducción de Elizardo Pérez y Avelino Siñani, donde se proponía un modelo educativo productivo, comunitario y de reciprocidad, horizontal en su jerarquía, y fundado en instituciones incaicas como la ulaka  y la marka. Esto a su vez opera a favor de un modo propio y original, viejo por su fuente pero nuevo por su proyección dentro de las instituciones modernas del Estado; en cierta forma, es la forma en la que Churata entiende el concepto de nación vertido en una práctica social.

En cuanto a la dimensión simbólica, el puma es el imperio Inca, y el pez es el futuro, la utopía en la que se continúa la tradición matriarcal, a través de una generación que despertará de su letargo para desterrar al Wawaku, que en este caso representa, a grandes rasgos, el gobierno colonial.

En la arqueología que propone Churata, el imaginario esencial de la patria no está en la Independencia, y tampoco el los Incas, sino más bien en la cultura tiwanacota, que  es antecedente del mundo andino, el sustrato común de lo kheswa y lo aymara

Entre los Inkas y el Imperio Tiwanakota hay abismo que no se alcanza a otear, como si de unos y el otro se hubiesen seccionado los sistemas arteriales. Sé yo que la explicación es muy simple, si bien su simplicidad carece de otro documento que ella. La cultura llamada tiwanakota fue cultura vulvar, perteneciente a las iniciales manifestaciones de sociabilidad y política de los grupos humanos, o cierra período más oscuro aún. El Puma, tótem lunar; el Kuntur, del Sol. Tiwanaku, ciertamente, el punto crítico en que los kunturis violentan el predominio de los pumas y, sin duda, acaban con él, si cuando sobrevienen los Hijos del Sol, y sean ellos Inkas o Lupihakhes, Tiwanakuhase sumido en la tiniebla del caos histórico […] No se desprecie esta verdad histórica: los Inkas [no] crearon sistema alguno; restablecieron el que heredaron. El colectivismo agrario, el socialismo de estado, el maternalismo de la gens, el selenismo sabeísta, son morfologías femeninas, vulvares, maternales (1957, págs. 460-461)

Entonces, el socialismo del Ande tiene su antecendente en el Tiwanaku. En cuanto al dolerse del pueblo, lo compara con el sentimiento maternal. Su fórmula es que “la varona gobernaba”. Valoriza una sociedad que enmarca en el paksitarkísmo, que define con  una entrada especial en su glosario: “Literalmente, gobierno lunar. Cuando la sociología sea menos racionalista, y sí más genética, se entenderá la Paksitarkía aymara (Paksi, luna) como régimen presolar, esto es, vulvar, prevaronil” (pág. 550). Realiza también consideraciones antropológicas relacionadas al impulso castrador de la sociedad patriarcal, porque ésta regula la natalidad a través de la monogamia. Churata remonta su ideal a la etapa anterior del imperialismo inca, a una zona intuida como matriarcal, especialmente por la impronta de los cultos a la pachamama, a mama-cocha (“madre mar”) y mama-quilla (“madre luna”), por mencionar algunos. En este aspecto, la retórica machista tan característica de los indigenismos (entre otros tantos discursos políticos, claro está) queda al menos matizada por estas intuiciones que apuntan a revalorizar a la mujer.

En resumen, podemos decir que el argumento de Morir de América  es el mito de origen de una nueva patria (que presidirá el Khori Challwa[xxiv]), en la que el Incarrí se asemeja a la figura del Khori Puma, que va a salvar a aquél de las garras del Wawaku (un poder maléfico que encarna tanto al gobierno colonial como al criollo de la república). Se logra mostrar así un escenario de victoria donde ha reinado, en la práctica política, la derrota.

En efecto, la utopía andina es leída y reelaborada de un modo original. No es un fantasma de Atahuallpa ni Rumi Maqui quien asoma como referencia del pasado que se derrama sobre el presente. Se trata de un despertar de la consciencia de sí mismo, de la historia propia, y en tanto el individuo es en comunidad, experiencia comunitaria de re-conocimiento, una arqueología espiritual.

Y llegamos entonces al núcleo del asunto, que es el vínculo de la utopía andina con una poética de la revolución. Es un pasaje en el que pareciera criticarse el progresismo del APRA, figurado en la Ulaka, que le propone al Khori Challwa que una minoría de vanguardia gobierne al país. El príncipe interviene por primera vez en la asamblea:

Me infundían en la patria; que no hay revolución posible en los pueblos ni en los individuos si ella no importa regreso a las raíces. No, ciertamente, para inmovilizar el ritmo de la marcha; sí para adoptar su tronchado ritmo evolutivo. Revolución no es revolusionar [sic]. Al contrario, es redescubrimiento de la célula; es religar: religión: unir al individuo con su espacio. Lo que la Ulaka parece dispuesta hacer es todo lo contrario: negar la patria para que progrese la patria (1957, pág. 472)

Aquí “patria” es sinónimo de “pueblo”. Hace alusión a la forma de gobierno que le parece más adecuada, según el modelo imperial incaico: “El Titikaka se forma por confederación de markas[xxv]libres […] Libres dentro de la unidad: tal el Imperio” (pág. 475). Así escribía, en línea con artículos periodísticos de la época en los que políticamente Churata expresaba su deseo de que Perú se organizara bajo una federación socialista. El texto continúa con argumentos de tipo teológico, legislativo, lingüístico, en función de aclarar su plataforma de gobierno. Se dirige también a médicos y estudiantes, abarcando así dos motivos típicos en los reclamos indigenistas de los años de rebelión (1920-1930): salud y educación. Y antes de que se realice la batalla que ya hemos mencionado, la guerra contra el Wawaku,  el discurso de arenga se acerca mucho más a la retórica política que a la del relato mítico:

Oigo a las minorías afirmar que ellas incorporarán a las mayorías a la nacionalidad… Argucia de tramposos; que tanto equivaldría a que la fontana, que se contiene en un cuenco de la mano, pretenda que ella incorporará la inmensidad de los océanos.

[…] Escarpada o roma, lisa o aguda, si un país tiene alma nacional, ella es alma de las mayorías. Alma colectiva: naya[xxvi]. Corporación multánime en que las unidades se encuentran en la unidad.

[…] Por tanto, Runa-Hakhes, patria no es colonia.

[…] Volvamos al alma multitudinaria de las mayorías nacionales, Runa-Hakhe-Challwas; al óvulo de la Patria.

¡Allí el Inka, espera! (págs. 494-496)

El capítulo finaliza con el Puma como narrador y la paradoja del título y el sentido del sacrificio por el ideal después de la batalla contra el monstruo del lago

Con la ensangrentada fauce, temblando aún de ansiedad y de cólera, el belfo que gimoteaba su ternura, lamí las dulces heridas, levanté del barro su esqueleto, pude acariciarle en el último relampagueo de mis ojos, apenas a entregarle a su pueblo; cuando sentí que el Wawaku muerto me había matado…

Aquel no fue morir de América, niña querida.

En una lágrima le puse; en una lágrima vendrá. (pág.526)

El “retablo” que hemos seleccionado para analizar cumple con la función especial de otorgar sentido a todo el texto que integra (El pez de oro); “morir de américa” es morir de injusticia, por eso el sacrificio se representa con un valor positivo en el fragmento anterior, y da paso a una nueva temporalidad, en la que reinará el Khori Challwa. El mensaje está cifrado en una lágrima, a la que nadie puede ser ajeno. La serie de identificaciones son del imaginario local, y universales en cierto modo, al mismo tiempo: célula, lágrima, gota de lluvia, lago, espejo, cielo, y todas conducen a “religar” el presente con el pasado. La cosmovisión del ahayu (espíritu colectivo) tensiona la concepción de individuo occidental, y sus implicancias no son sólo literarias, sino culturales y políticas. El ahayu se encuentra en uno mismo y no depende de otra cosa que vivir para despertarlo. Churata cree que ese espíritu permanece agazapado, quizás dormido, pero que tarde o temprano enervará a nativos y mestizos de América para que se afirmen en su ser. Es el reencuentro que propone el Pez de Oro (personaje) en su camino repetido en varias oportunidades: “¡América, adentro, más adentro; hasta la célula!…” (pág.533).

Las utopías andinas: pasado, presente y futuro de un proyecto transcultural

La tensión histórica que produce la inminencia del pachakuti cristaliza imaginarios e identidades, como en el caso del indigenismo peruano. Este trabajo ha intentado mostrar el pasaje de Churata —intelectual descentrado— por ese destino trunco y su posterior regeneración.

Hemos intentado mostrar la complejidad de la(s) utopía(s) andina(s) y su posibilidad de generar hechos determinantes, tanto en el pasado como en el presente. El problema de la nación como homogeneidad racial, cultural o étnica, queda expuesto en la colisión entre el proyecto de los indigenismos y el proyecto republicano, tan civilizatorio como represivo. Esa oposición, con otros actores, es posible y necesario actualizar a nuestros días.

De los vaivenes históricos y las contradicciones personales, debemos resaltar la importancia de un libro como El Pez de Oro por su impronta libertaria, su dificultad que deviene dinámica de un diálogo: nos exige una lectura atenta, mestiza. Su alquimia literaria en definitiva es una intuición anticipada de la evolución natural del frotamiento de las culturas, cada vez más concentradas en las urbes. Pero política, en el sentido de convivencia, tal cual tinkuy, entre lo hispánico y lo nativo. Con una advertencia más: luego de los ocultamientos que enmascara la dominación colonial, el imperativo de conocer quiénes somos  y/o podemos ser, para habitar ese lenguaje, comporta tal vez uno de los desafíos más radicales.

 

NOTAS

 

[i] Léase en el sentido irónico del término.

[ii] No incluimos en este recorte histórico el caso de las misiones evangélicas. Mencionamos, al menos, que tanto en la sierra como en la costa, la misión religiosa protestante juega un papel fundamental en los petitorios indígenas, con John Mackay en Lima, o Fernando Stahl en Puno. Este fenómeno en el que ciertos grupos de distinta extracción y origen asumen la voz de los indígenas, como es el caso de la Asociación Pro Indígena, e incluso en el caso de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, tradujo necesidades reales (salud, higiene, educación) a la vez que realizaba su obra misionera. En ese marco, la obra de Manuel Zúñiga Camacho como personaje de argamasa entre religiosos e indígenas vale la pena un desarrollo que hemos decidido para un  trabajo posterior.

[iii] El trabajo de Silvia Rivera Cusicanqui (2010) se centra en “el gran ciclo rebelde 1771-1781” (pág. 53), y analiza el imaginario oral transmitido a través de imágenes en la “teoría visual del sistema colonial” (pág.14) de Wamán Puma, a propósito del siglo XVIII y los levantamientos que convergen en la figura de Julián Apaza-Tupac Katari. Asimismo, la lectura de su descuartizamiento como metáfora de la disgregación de las cuatro partes del (ya inexistente) Tawantinsuyo. Luego, la resignificación e implicancia de dicha memoria en la historia reciente de Bolivia, en la que el cerro donde se exhibió la cabeza de Katari es el espacio donde comunidades aymara “invocan la reunificación del cuerpo político fragmentado de la sociedad indígena” (pág. 12)

[iv] “Runa-hakhes. Runa y Hakhe, Ay. Y Kh. Gente, individuo gentilicio. La fusión de ambas voces en el sentido de EL PEZ DE ORO persigue la unidad de aymaras y kheswas como elementos vertebrales del inkaismo” (Churata, 1957, pág.550). Este fenómeno de cierta diglosia sui generis lo emparenta con Arguedas; la similitud presenta diferencias que será útil indagar en un trabajo futuro.

[v] “Chaksus. Aymara. Rompidas de los embalses del riachuelo, que se destinan al regadío de las parcelas” (Churata, 1957, pág. 541)

[vi] “Topkinas. Kheswa. Soplete con que se aviva el fogón” (Churata, 1957, pág. 549)

[vii] Keshwas: quechuas.

[viii] Laykha: brujo andino.

[ix] “¡Ña para hamunki!Kheswa. ¡Viene la lluvia!” (Churata, 1957, pág. 547)

[x] Ururi: aurora.

[xi] “Llachus. Kheswa-aymara. Helechos lacustres” (Churata, 1957, pág. 545)

[xii] “Chukchu. Aymara. Temblor desde lo interno del tuétano” (Churata, 1957, pág. 540)

[xiii] “Sutuwailas. Aymara. Lagartija” (Churata, 1957, pág. 549)

[xiv] El retablo ayacuchano tiene como antecedente al “cajón de San Marcos”, atrio móvil de tradición católica mezclada con el ritual de herranza de pastores serranos, utilizado como protección espiritual, combina figuras de santos con huacas locales.

[xv] Llokhallo: hijo.

[xvi] “Khoncha. Kh. Fogón de greda cocida, de tres ojos. Se atiza con leña o bosta” (Churata, 1957, 543)

[xvii] Ñuñu: pezón.

[xviii] Elake: he aquí.

[xix] “¡Cebollas cómpreme, madre! ¡Flores cómpreme madrecita!”

[xx] Chuñu: papa oscura. Thunta: papa blanca.

[xxi] Wisku: sandalia y/o zapato.

[xxii] Tiutiku: avecilla local.

[xxiii] La idea será desarrollada en un texto póstumo que apareció recientemente,  Resurrección de los muertos, en el que Churata explica a través de una suerte de conversación socrática con Platón su idea de que los muertos no mueren, una teoría de la reencarnación sui generis atravesada por la cosmovisión andina.

[xxiv] Una vez aclarados, decidimos para estos términos incorporarlos de manera lineal al discurso y asumirlos ya no como otredad.

[xxv] Territorio común y particular de un pueblo.

[xxvi] Naya: “soy”.

 

Textos consultados

Burga, M. (2005). Nacimiento de una utopía : muerte y resurrección de los incas. Lima: Fondo Editorial.

Churata, G. (1957). El pez de Oro. La Paz: Editorial Canata.

Churata, G. (2011). El Pez de Oro. Retablos del Layqakuy. (J. L. Ayala, Ed.) Lima: A.F.A Editores Importadores.

Churata, G. (2013). El gamonal y otros relatos. (W. K. Luque, Ed.) Tacna: Editorial Korekhenke.

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Gamaliel Churata: «Anales de Puno (1922-1924)»

Por: Lucila Fleming

Imagen: Martín Chambi

En esta nota, Lucila Fleming presenta al escritor andino Arturo Pablo Peralta Miranda, más conocido como Gamaliel Churata, y se enfoca en sus crónicas periodísticas Anales de Puno (1922-1924). Nacido en Perú pero habiendo vivido gran parte de su vida en Bolivia, este autor es reconocido como un intelectual fundamental de la cultura nacional en ambos países. Aquí, gracias a la generosidad de la Biblioteca Municipal de Puno “Gamaliel Churata”, incluimos algunas imágenes del manuscrito íntegro de una de sus crónicas.


Arturo Pablo Peralta Miranda nació un 19 de junio de 1897 en Arequipa, Perú. En su infancia se trasladó con su familia a Puno, lugar que pasó a ser la tierra de sus amores y en donde realizó gran parte de su obra. Este hombre multifacético ejerció como escritor de variados géneros y como periodista; pero principalmente fue un intelectual fundante, un agitador cultural. A lo largo de su vida participó en numerosos grupos artísticos y políticos, generalmente como director o promotor. Entre los más importantes se encuentran “Grupo Orkopata”, “Bohemia Andina” y “Gesta Bárbara”.

Si bien pasó a la fama bajo el pseudónimo de Gamaliel Churata, también adoptó otros nombres como “Juan Cajal”, “P”, “González Saavedra” o “El hombre de la Calle”. El acto de nombrarse a sí mismo tiene en Peralta una relevancia simbólica, y nos ayuda a desentrañar un poco más de sus pensamientos y preocupaciones. Veremos en la siguiente aproximación breve a este autor, notas fundamentales de su vida y obra, para luego detenernos en los escritos conocidos como Anales de Puno (1922-1924).

Churata antes de ser Churata[i]

Las primeras aproximaciones al periodismo las realizó a una edad temprana, en El profeta (1908), Opinión escolar (1909) y El educador de los niños (1910). En esos momentos, realizaba sus estudios primarios en el Centro Escolar de Varones 881, cuyo director era José Antonio Encinas. Este maestro fue de gran influencia para Peralta por sus propuestas revolucionarias sobre la educación de los indígenas. De ese centro de estudios saldrán muchos de los pensadores puneños más importantes.

Los intereses de Peralta ya se iban perfilando: la explotación indígena, la necesidad de una renovación de las estructuras sociales desde la educación y el reparto de tierras. En 1914, bajo los lineamientos del pensamiento de González Prada, surgió el periódico de denuncia La Voz del Obrero, donde Peralta empezó a trabajar. Luego, en 1916, con sólo 19 años fundó el grupo artístico Bohemia Andina, que buscaba enfrentar el conservadurismo puneño desde una estética modernista. En 1917, fundó la revista La tea, en donde participó con el pseudónimo de “Juan Cajal”. Aquí se empezó a dar más lugar a la cuestión indígena, pero desde la visión un tanto idealizada del modernismo tardío.

En 1917 viajó a Buenos Aires, en donde permaneció poco tiempo, para marcharse hacia Potosí. Allí entró en contacto con la juventud potosina y conformó el grupo Gesta Bárbara, que tendrá una revista con el mismo nombre en 1918. Miranda participó solo en los primeros tres números, pero dejó su impronta en la intelectualidad boliviana, impronta que será profundizada en otro momento de su vida, cuando la dureza del exilio lo obligue a permanecer treinta años en esas tierras vecinas.

En 1919, luego de su viaje breve, regresó a Perú y se reencontró con sus compañeros de Bohemia Andina. En un contexto de crisis local y mundial en aumento, fundó la revista Pachacutejj, con un tono más político que las anteriores, que habían sido de orientación casi exclusivamente literaria.

Los Anales de Puno y la génesis de Gamaliel

En 1920 Arturo Peralta tomó el cargo de Oficial de Biblioteca y Conservador del Museo Municipal. En este espacio, que en la actualidad lleva su nombre, Peralta trabajó hasta 1930, cuando las presiones políticas empezaron a intensificarse. En esos mismos años, decidió registrar los hechos más relevantes de su localidad, y es así como nacieron los Anales de Puno (1922-1924). Estos escritos son distintos a los anteriores de su autoría, por enmarcarse en otro tipo de género: la crónica periodística. Los Anales son pequeños testimonios de lo que ocurría en esa región de la sierra peruana, pero que tienen una proyección hacia la realidad de la nación. Si bien son variados los temas de estos recortes de la vida cotidiana, hay un tópico que atraviesa de manera transversal todo el libro: el problema del indígena.

Su papel como testigo escribiente de estas cuestiones lo llevó a adoptar el nombre de Gamaliel Churata. Gamaliel, por el doctor de la ley que aparece en la Biblia; Churata, en quechua, “El iluminado”. Lo bíblico, lo occidental, lo andino, lo indígena. Todos estos nudos se verán reflejados en la estética de sus producciones posteriores.

Es en los años 20 cuando Churata inicia la escritura de los primeros manuscritos de su libro fundamental: El pez de oro. Retablos del Laykhakuy. Esta obra heterogénea, híbrida, no fue entendida por la crítica de su tiempo[ii]. Recién en la actualidad este texto está siendo revisitado y estudiado con mayor profundidad. Fue finalizado en 1955 cuando Gamaliel ya se encontraba en Bolivia y se publicó en 1957 por la Editorial Canata, editorial del Estado boliviano.

También bajo el nombre de Gamaliel Churata fundó en la década del 20 el Grupo Orkopata[iii], que impulsó la Editorial Titikaka y el Boletín Titikaka, una revista de publicación mensual que empezó como promotora de la editorial, pero que luego adquirió vida propia. En ella se debatían cuestiones de política latinoamericana y mundial, de educación, de arte y de literatura. La nota característica de este movimiento fue la mixtura entre el indigenismo y el vanguardismo estético y político. La revista dejó de publicarse en 1930 y su último número estuvo dedicado íntegramente a José Carlos Mariátegui, con quien Churata tuvo una relación de amistad y de acercamiento ideológico.

En 1932 Churata se exilió en La Paz por la persecución de Sánchez Cerro, quien ya había forzado la suspensión del Boletín Titikaka. En Bolivia fundó La Semana Gráfica, participó en la revista Kollasuyo, en el diario La Nación bajo el pseudónimo de “El hombre de la Calle”, y en muchos otros periódicos pequeños y grandes de ese país y de otros lugares de América Latina. Luego de su largo exilio, regresó a Perú en 1965 y murió en Lima en 1969.

Transcribimos a continuación una de las crónicas de los Anales, que cuenta con la intervención de un personaje argentino. Agradecemos a la Biblioteca Municipal de Puno “Gamaliel Churata” por la generosidad con la que nos entregaron las imágenes de los manuscritos de los Anales, las cuales se reproducen debajo del texto.

 

EL RUIDOSO AFFAIRE CARVAJAL ANTE LOS TRIBUNALES[iv]

LA AUDIENCIA DE AYER

23 de Julio: Pocos son los procesos, que por lo extraño y sensacionalista conmueven en forma tan profunda al público. La sala de audiencias del superior Tribunal se hallaba ayer, pletórica de espectadores de las clases obreras y estudiantes y hasta de simples curiosos, que han seguido el ruidoso affaire del socialista argentino Valentín José Carvajal Alvear, acusado de gravísimos delitos y faltas y procesado en forma detonante como reo de mil causas.

Forman el tribunal del proceso oral, los vocales doctores Indalecio Díaz, Julio C. Campos y R.  Valdivia Chipoco, este último director del debate.

A las 2.30 pm se abrió la audiencia, con las formalidades del estilo. Se mandó leer las piezas pertinentes a la acusación de Caravajal por los delitos de subversión, espionaje, conato de incendio, etc., a cuyo objeto había ido al distrito de Capachica, propagando sus ideas levantísticas entre los indígenas de allí, sembrando la disociación y fomentando a las autoridades, la negación de todo gobierno y religión, con la expectativa del reparto de tierras entre los indios, la toma e incendio del pueblo de Capachica, para marchar luego sobre Puno y prender la revolución restauradora del Tahuantinsuyo, en toda la República; que le presenta como un individuo diabólico, insurrecto terrible, propagandista del rusismo recalcitrante en estas comarcas andinas, recorriendo los ayllus de Llanchón, Jilata, Chillona, Siale, Cotos, Yapura, etc., poblados indígenas donde se dice fundó escuelas socialistas y extremistas, y a más de ser un espía y agitador chileno, pues enarbolaba la bandera de aquel país y daba gritos contra el Perú y el Gobierno de Leguía.

Llamado a responder estas acusaciones, Caravajal se puso de pie con ademán franco y altivo y dijo:

Me llamo Valentín José Carvajal Alvear, soy algo sordo y voy a hablar fuerte. Soy argentino, nací en Santiago de Estero, antes fui estudiante, hoy me ocupo de pintar y ganar la vida en mil formas honradas, tengo dos hijos.

¿……..?

El 22 de Junio de 1923, me hallaba en esta ciudad, queriendo irme a Bolivia en un vapor, pero tenía ocho soles y no había trabajo a bordo, para ganarme el pasaje, andaba por el muelle de balseros y allí conocí al indio Paucar, que me ofreció llevarme a Capachica a pintar los muros de una escuela indígena, pagándome una libra y que de allí me podrían conducir a Bolivia. Llegué en una balsa de Paucar a Capachica y comencé el trabajo por ayudar en la reedificación de un muro y el techo del edificio, que habían sido demolidos por las autoridades y propietarios de esa región. Lamenté mucho la condición desgraciada de los indios; no les cobré nada por mi ayuda y les hablé muy claro sobre sus derechos, pero sin llegar a fomentar el militarismo, que justamente combato.

¿……..?

No es cierto que hablé sobre la regeneración del Tahuantinsuyo, ni prediqué nada contra el señor Leguía, ni el gobierno constituido. Tampoco es cierto que soy, ni he sido espía chileno.

¿……..?

No señor doctor. Todo lo que dice en este expediente es falso. Los que lo han hecho, son unos impostores, que después de martirizarme a garrotazos y látigo, me obligaron a golpes a firmar esa falsa afirmación.

El cura Manuel Vega, el alcalde Manuel Morales, los jueces de paz Clemente Bravo, Nicanor Hilaquita y Julio Ramos, así como todos los que han intervenido en la confección de ese proceso, me martirizaron en forma tan cruel, que todavía conservo las huellas y puedo mostrarlas.

¿……..?

Yo mismo fui donde el gobernador y él me alojó para luego denunciarme de tantas culpas imaginarias, que yo negué rotundamente como ahora lo hago, presentando mi pasaporte argentino.

Se me acusa también de haber planeado un ataque a las propiedades y pueblos. Nada es cierto, señor; todo eso me han inventado esos individuos, para acriminarme.

¿……..?

A Víctor Rodríguez, lo conocí solamente en la prisión y lo han complicado por venganzas del poblacho. A los demás compañeros del proceso, los he conocido sólo en la cárcel y sólo tuve relaciones con Paucar, por lo de la pintura de la escuela.

No he recibido ni un centavo de nadie ni he dispuesto de una sola arma.

Tus ideas políticas?

Soy socialista moderado.

Reconozco a las autoridades y las respeto cuando saben respetarme. No pertenezco a ninguna agrupación gremial o sindicalista.

El señor fiscal: ¿Cuándo y cómo vino al Perú?

Vine de San Francisco de California, bordeando la costa peruana en busca de trabajo hasta llegar a Callao. En Lima me ofreció pasajes y dinero mi cónsul, pero yo no podía aceptar dádivas sino trabajo. Me fui a pie a Cañete, y andando por allí llegué a Pisco, donde tomé un vapor para Chala; de allí fui a Caravelí a pie, consiguiendo algún trabajo, para luego seguir a pie, hasta Mollendo y de ahí a Arequipa en la misma forma, de Arequipa anduve la mitad del trayecto a Puno, y llegué aquí en tren a mediados de Junio del año pasado.

El señor fiscal: ¿Qué hizo Usted con los ocho soles , que dice, tenía al llegar a Puno?

Los empleé en mi alimentación aquí y en Capachica. Cuando me martirizaron en Capachica todavía me quedaban 35 centavos, que los recuperé con mi pequeño equipaje y mis pasaportes.

 

Concluyendo Carvajal, en cuyo semblante se retrataba una profunda serenidad espiritual dirigió una mirada de tranquilidad al público y tomó asiento.

Luego se toma la instructiva a los demás acusados presentes, indígenas Víctor Rodríguez, Mariano Pancca, Pablo Bustincio, Alejandro  Flores e Idelfonso Ramos, quienes en formas diversas, negaron todo lo que se les acumulaba en el proceso escrito; quejándose de torturas y flagelos sufridos en el pueblo, de la tragedia inhumana junto con Carvajal, a quién sólo habían conocido a raíz de los sucesos. Paucar dijo ser delegado del Comité nombrado por el gobierno en la Asamblea Indígena de 1922. Dijeron los demás que ese proceso, se había escrito con sangre e infamia, alterando las declaraciones cuando no inventándolas. Estos indígenas revelaban el temor racial en los semblantes y la angustia en el hablar trémulo. Manifestaron que los testigos declarantes en contra de ellos, eran sus enemigos por rivalidades agrarias, y algunos como Alejandro Palao por resquemores derivados de lindes y trabajos agrícolas.

 

DECLARACIONES DE LOS TESTIGOS PRESENCIALES

A solicitud del defensor de Carvajal, doctor Salguero, se llamó a los doctores citados en el proceso escrito, como presenciales de la labor levantística y asocial del encausado.

Entró Gregorio Quispe Pacheco, juró conforme a las leyes y  dijo no conocer a Carvajal y sí a los indígenas presentes. Que era cierto en parte, lo que aparecía dicho por él en el proceso escrito, pero que él nada ha visto, sino ha sabido de oídas por los rumores que en esos días circulaban en la comarca, diciendo que había llegado un juez comisionado, para repartir las tierras a los indios, el cual predicaba  ideas insurrectas con una bandera.

Que había fundado escuelas para los indígenas en Capana y Llachón. Que respecto a los movimientos militares, sólo ha visto la instrucción oficial de movilizables para el 28 de Julio.

El Dr. Salguero.- En el proceso escrito aparece este individuo, como testigo presencial de los delitos que se atribuyen a Carvajal. Si se desdice, hay flagrante contradicción.

El testigo.- Sigue manifestando que él no vio las reuniones o conciliábulos, y sólo se lo avisó su hijo, un chiquillo indígena.

Vio los soldados que fueron de Puno, a solicitud del gobernador, quien fue informado de la labor del señor Carbajal, pero que no presenció nada de lo que aparece en el proceso, habiendo visto o sabido convictamente.

Siendo hora avanzada, se suspendió la audiencia. Mañana continuaremos con esta información.

25 de Julio.- Ayer a las 3 p.m. se realizó la segunda audiencia pública del sensacional proceso, seguido contra el socialista argentino, Valentín Carvajal por los supuestos delitos de sedición, homicidio, incendio, exacción, espionaje, etc., etc.

Leída el acta de audiencias anterior, se le aprobó y continuó el debate oral con la declaración de los testigos presenciales de los referidos acontecimientos, a solicitud del defensor de Carvajal, doctor J. A. Salguero. De esos testigos se oyó a Manuel Pancca, Victoriano Quispe y José Ccahui, quienes afirman haber visto las reuniones subversivas de indígenas instigados por Carvajal en algunas parcialidades de Capachica, pero frecuentemente incurrían en contradicciones, errores y balbuceos probatorios de su poca convicción, pues alguno disculpaba su timidez en las respuestas con su miopía y decía haber visto sólo algunos acontecimientos, pero no a Carvajal, mas sí al intérprete Paucar, que era el portador de las doctrinas socialistas Carvajal.

El Dr. Solórzano.- manifestó que el señor Alejandro Palao, que figura como testigo presencial de los sucesos de Capachica, está dispuesto a manifestar la falsedad de las declaraciones, que aparecen dichas por él, en el proceso escrito, y le ofreció presentar como testigo para declarar la verdad de esa audiencia, pero siendo ya las 5 p. m, se suspendió la audiencia para continuarla hoy a las 9 a.m.

Como se ve, pues, es labor de ayer se redujo a oír las declaraciones de los testigos que acusan a Carvajal, en la forma  más terrible; pero ya está formada la conciencia pública sobre la realidad de los sucesos y es indiscutible que el austero tribunal, tiene ya formado un criterio amplio y clarísimo de las génesis del  proceso escrito, forjado en un ambiente de hostilidad inhumana en contra del joven Carvajal, socialista sincero y convicto, martirizado por la ignorancia de un populacho, para desprestigio del país, ante el consenso  del mundo civilizado, pues en este siglo de las libertades inmensas y el revuelo mental resulta horripilante, la tortura de un hombre por el delito de pensar.

[i] Los datos biográficos fueron extraídos de Vilchis Cedillo, Arturo (2013). Travesía de un itinerante. Puno: Universidad Nacional del Altiplano.

[ii] Uno de los lectores de este primer manuscrito perdido fue Carlos Oquendo de Amat.

[iii] Orko: en aimara, cerro. Pata: encima.

[iv] La transcripción es fiel al original.

La literatura argentina a través de los ojos de Piglia. Reseña de “Las tres vanguardias”

Por Jimena Reides

Portada: Cecilia Frakland

 

Este año la editorial argentina Eterna Cadencia reunió las once clases que formaron parte del mítico seminario que el escritor y crítico Ricardo Piglia dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1990, en el cual analizó particularmente las figuras de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh.


Libro: Las tres vanguardias

Año de publicación: 2016

Autor: Ricardo Piglia

Número de páginas: 224

En su último libro publicado por Eterna Cadencia, Ricardo Piglia nos acerca a una lectura más minuciosa de escritores de la talla de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh para comprender un poco más las distintas corrientes literarias en la Argentina a partir de las poéticas de estos autores y tomando como eje el concepto de vanguardia y sus diferentes tipos. El libro incluye once seminarios dictados en la Universidad de Buenos Aires durante la década de 1990.

En dichos seminarios, Piglia analiza las poéticas de Saer, Puig y Walsh, tomando como ejemplo algunas novelas y cuentos clave de estos escritores, a la vez que estudia cada tipo de vanguardia que caracterizó a cada uno de ellos. Es interesante mencionar que Piglia deja bien en claro las diferencias fundamentales que pueden observarse entre los tres escritores en cuanto a estos dos puntos de partida que él considera para hacer su análisis. De Saer toma “La mayor”, “A medio borrar”, “Sombras sobre vidrio esmerilado” y “La ocasión”. El análisis de Puig se basa en The Buenos Aires Affair y El beso de la mujer araña. Por último, de Walsh tiene en cuenta “Cartas”, “Fotos”, “Notas al pie” y Operación masacre.

walsh

Rodolfo Walsh

Aunque en los primeros encuentros que se describen en este libro, el autor hace mucho hincapié en las obras de Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges y Roberto Arlt para también mostrar cómo estos escritores influenciaron la literatura argentina y, por decirlo de algún modo, marcaron el camino en la forma de escritura, Piglia les dedica los subsiguientes seminarios exclusivamente a Saer, Puig y Walsh para destacar sus textos y, justamente elige a estos autores porque ellos no se consideraban artistas de vanguardia. Creo que es relevante la definición que Piglia nos da de vanguardia, al describirla como “la lucha entre poéticas […], el enfrentamiento entre los distintos sistemas de lectura y de valoración de los textos”. Y además agrega que al describir a la vanguardia no puede dejarse de lado la tradición, pues la vanguardia construye una tradición pero destruye a otra.

De hecho, en las primeras clases habla de la relación que existe entre la novela y los medios de masas. La novela, en efecto, ocupa un lugar en la sociedad y compite con los medios de masas al construir la experiencia narrativa. Piglia cita a Roland Barthes, quien estudia esta relación entre la ficción y los medios de masas, tomando la constitución imprecisa de la ficción y lo real que caracteriza a los medios de masas.

Piglia también nos habla del lugar que ocupa la literatura nacional con respecto a la literatura mundial, y cita a Borges, quien creía que la primera ocupa un lugar marginal. Asimismo, agrega que en el medio de esa tensión existente entre estos dos tipos de literatura aparece el concepto de vanguardia dado que, como hemos dicho, la vanguardia supone una exclusión al fundar una tradición y negar otra.

Saer

Juan José Saer

Así, luego de brindar una introducción bastante profundizada sobre el tema, en la quinta y sexta clase se debate sobre la poética de Saer, en cuyas historias siempre puede apreciarse la utopía de captar un instante determinado. De hecho, los dos ejes principales sobre los que trabaja Saer son la duración y la fragmentación. Saer siempre utiliza recursos para lograr que las escenas tengan una duración prolongada y, a la vez, se fragmentan porque los personajes aparecen en una historia, pero regresan en otros relatos. Saer quiere mostrar el movimiento de los personajes. Saer también utiliza, dentro de su sistema de fragmentación, bloques narrativos y desplazamientos dentro de esos bloques. Pero a su vez, hay silencios en los relatos: hay cosas que no se narran, no se explican. Por último, es destacable que, dado que sus historias no tienen un final, pues lo deja en suspenso, no se corta la ilusión del héroe. A Saer no le interesan los géneros, se encuentra fuera de la universalización de la cultura de masas. Puede encuadrarse a este escritor dentro de la vanguardia clásica.

Luego, Piglia sigue en la séptima y octava clase con Puig, quien se destaca por su narración cinematográfica A diferencia de Saer, Puig sí trabaja con todos los estereotipos de la cultura de masas, pero se distingue en que sus historias no tienen el final feliz esperado. Otra diferencia es que Puig continuamente piensa en los géneros. Una particularidad de las novelas de Puig es que, generalmente, la figura del narrador tiende a ser invisible. También debe mencionarse que muchas veces recurre al cine de Hollywood como modelo, al mundo de la cultura popular lujosa de los años cuarenta. Esas películas que él menciona tratan de mostrar una contrarrealidad para escapar de lo que está ocurriendo y, además, se utilizan para introducir lo que se va a narrar más adelante. Puig intenta contraponer el mundo real con el mundo ideal. Con respecto a la mirada del héroe que nos da este autor, en las palabras de Piglia, puede afirmarse que es una visión irónica, pues dicho héroe observa al mundo desde un lugar marginado y, desde ese mismo lugar, construye a la sociedad. Puig presta atención a la recepción popular, que suele mezclar al arte con la vida. Esto lo diferencia de Saer en que este último sostiene “que el arte es una forma y la vida un puro fluir” y, por su parte, de Walsh, pues marca la división entre la vanguardia estética y la vanguardia política. Puig pertenece a la vanguardia contemporánea.

puig

Manuel Puig

Para continuar, Piglia dedica su octava y novela clásica a Walsh, quien, como ya hemos dicho, se define principalmente dentro de la relación que existe entre la vanguardia y la política. Walsh utilizó la literatura con un fin político, escribiendo con base en escrituras autobiográficas o históricas, pero para ello dejó de lado completamente el aspecto ficcional de la literatura. Una de las características más nítidas dentro de las historias de Walsh es que, al trabajar con el lenguaje no se apropia de este: siempre utiliza la voz ajena, la voz de los testigos. Toma distancia de ese discurso, mostrando claramente que esa voz no le pertenece y que hay una distancia, un desplazamiento de la voz propia.

En este libro, Piglia intentó mostrar los distintos espacios de construcción de los textos de estos tres autores. También menciona que, en la década del noventa, se afirmaba que en realidad ya no existía la vanguardia, que esta había entrado en crisis. Asimismo, el autor aclara que, si bien él define a las tres vanguardias, dando ejemplos y describiéndolas exhaustivamente a lo largo de las once clases, eso no significa que solamente existan tres poéticas de la novela. Se tiene que pensar a la vanguardia como algo que se encuentra delante de lo demás, está ubicada más allá de una situación ya establecida.

En mi opinión, este libro nos sirve para acercarnos más a las narrativas de los tres autores que Piglia compara mediante explicaciones de los recursos estilísticos que utiliza cada uno e incluso al detallar cómo actúa cada persona en sus historias, dándonos ejemplos para aclarar esos métodos que delimitan la vanguardia dentro de la que se mueve cada uno de ellos. Por último, también resulta muy útil para ver el modo en que estos tres escritores definieron su lugar en la literatura nacional.

El juego y el hecho vivo. Entrevista con Gustavo Tarrío

Por: Juan Pablo Castro
Foto: Laura Ortego

El año pasado vi por primera vez “Todo piola”, la obra que Gustavo Tarrío escribió -en colaboración con Eddy García y Mariano Blatt-, que dirigió y sigue en cartelera en el Teatro del Abasto. Cuando llegué a mi casa después de la función escribí en un cuaderno: “el que quiera recuperar la fe en la humanidad que vaya a ver ‘Todo piola’”.

La obra presenta el encuentro amoroso entre un chico y una chica ¿…o son un chico y un chico? No importa, porque como dice Tarrío “hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros”. La relación de esos dos cuerpos es eufórica y fugaz, pero perdura tras ella la calidez del enamoramiento. Y de las obras piola. Piola completa.

Gustavo Tarrío es egresado del CERC (actual ENERC) y del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). Ha trabajado como camarógrafo, realizador y guionista de televisión desde 1991 hasta la actualidad. Ha escrito y dirigido una veintena de obras, además de series de televisión y películas. En abril de 2014 participó con “Una canción coreana” de la Competencia Argentina en BAFICI 16. Trabajó como guionista en “Los siete locos” y “Los lanzallamas” para la Televisión Pública.

Hay una idea que circula actualmente de que las grandes innovaciones estéticas que se producen en la cultura porteña pasan más por el teatro que por la literatura. Creo que tus obras forman parte de esas producciones. ¿Me gustaría saber si te sientes parte de un grupo que de algún modo tenga un horizonte de búsquedas comunes (la experimentación, el género, los cruces)?

GT: La verdad es que sí me siento parte de un colectivo enorme de producción independiente, y más ahora que en otros momentos, quizá porque empiezan tiempos más difíciles en los que el eje del trabajo se define de modo más claro y hay una necesidad más evidente. Lo que apuntás sobre el género, la experimentación o los cruces creo que estuvieron siempre en mi interés. Un poco porque siempre fui un poco bicho raro en los espacios en que me muevo (el cine, el teatro, la tele). El teatro, sin embargo, de a poco, se convirtió en la aventura más vital.

El circuito del teatro independiente suele cerrarse mucho a un mismo público. ¿Qué estrategias se pueden poner en práctica para tratar de llegar a más gente?

GT: Bueno, tratar de salir. El Instituto Nacional del Teatro hace una convocatoria abierta para la Fiesta Nacional del Teatro, por ejemplo. Este año fue en Tucumán. Es algo que tiene mucha difusión, porque ellos tienen muchas delegaciones en todas las provincias. Y se hace esta Fiesta Nacional para la cual cada provincia presenta una cantidad de proyectos. De Buenos Aires fuimos “La Pilarcita”, de María Marull, que está en el Camarín de las musas y “Constanza muere” de Ariel Farace, que está en El portón de Sánchez. Nosotros fuimos con “Todo piola”. Y fue muy interesante porque en Tucumán hay mucha movida. Muchos teatros y muchas iglesias (risas)… Son teatros grandes, más de tipo concierto, más tradicionales, aunque teatro independiente también hay. Y está buenísimo: se ven obras de todas las provincias. Nosotros vimos una de Salta, de teatro comunitario, que la verdad estuvo muy buena. Estuvimos poco tiempo porque los chicos tenían que volver a trabajar. Pero la próxima vamos a ir a Rafaela y allá seguro nos vamos a quedar más tiempo.

En varios de tus proyectos hay una apuesta por poner en diálogo el cine y el cuerpo presente. En “Una canción coreana”, por ejemplo, se pasaba un documental tuyo sobre una cantante coreana del Bajo Flores, Ana Chung, que sobre el final de la función se presentaba sorpresivamente en el escenario y cantaba la canción que le habíamos visto ensayar en el film. En “Super” un grupo de actores doblaban en vivo una película proyectada. ¿Qué efecto genera ese cruce? ¿Es algo que te interese trabajar conscientemente?

GT: Bueno, me interesa mucho lo híbrido. Un poco escarbar en la posología de los géneros. Debo haber empezado jugando un poco a eso. Pero ahora ya es parte de la mecánica de producir una obra. Responde también a eso, a la experiencia y al juego. En algún momento empecé a hacer algo más consciente, más tipo proyecto personal, casi como si fuese un juego de guionista hollywoodense que investiga mezclar dos géneros para tratar de conquistar algo más de público. Esto en algo que ve muy poca gente como es el teatro que hacemos (risas). Por ese tiempo había leído un libro de guion en inglés que hablaba del high concept (algo así como la cima del concepto). Y era un libro que hinchaba mucho las bolas con los géneros y la mezcla y cómo se administraban uno y el otro. Y eso me quedó en algún lugar. Creo que lo desarrollé más como un juego que como algo consciente, pero evidentemente me quedó en algún lugar.

En relación con el cine y el teatro, bueno, no me interesan mucho los géneros puros. Ni los cinematográficos ni los teatrales. Pero con los cinematográficos es con los que me siento más emparentado. No sé si esto lo sabés, pero el cine argentino hace un par de años tenía una demanda muy grande por hacer películas de género. A mí me molestaba un poco esa demanda, aunque los resultados que produjo a veces fueron muy buenos. En parte porque los géneros te organizan muy claramente las reglas del juego y en ese sentido facilitan las cosas hacia los dos bandos, al espectador y al realizador. Pero a mí en ese punto siempre me interesa más como contradecir o bombardear los géneros. Me parece que me sale, no es algo que piense. Yo doy clases de dirección y a veces hablamos de las correspondencias entre un plano y el otro. A diferencia de lo que parece cuando se ve una obra mía, que por ahí parece que estoy incorporando el cine a un contexto teatral, bueno, a mí me parece que todo es teatro en realidad, hasta el cine también. Lo propio del teatro es lo del ritual, lo de poder cambiar, lo de poder operar sobre lo que se ha hecho. Operar más desde adentro de la materia…

El acontecimiento…

GT: Claro y a mí en realidad el cine ha dejado de ser un acontecimiento que me interese. Ir a una sala y verlo con más gente, a eso me refiero. Me parece que al mejorar las condiciones de ver una película en tu casa, perdió mucho el cine como arte comunitario, compartido. En cambio creo que se puede ir a ver una obra mala y eso siempre tiene sentido. Porque siempre estás viendo un grupo de gente que está tratando de hacer algo, y hay algo ahí, en el hecho vivo, que me atrae mucho más. Independientemente de la calidad, aunque también me gustan mucho, por otro lado, las películas malas.

¿Te interesa la literatura argentina como tradición para trabajar?

GT: No tengo ninguna relación. Sí como lector, pero no… Por ahí porque en principio no es mundo que particularmente me fascine. Me asumo bastante menos como lector que como cinéfilo. Tampoco me interesa mucho el teatro como literatura. “Esplendor” es la primera obra escrita por otra persona que hago. Y también es una obra en la que yo hablé mucho con Santiago Loza, mientras él iba escribiendo. Tal vez le tengo un excesivo respeto, pero por la razón que sea no me siento para nada parte del mundo literario. Yo escribo más como guionista. Siento que el texto es un guion. Me interesa la belleza de lo que se dice, pero también lo transitorio. Entonces todo lo que tiene que ver con el templo de la literatura me parece que es un mundo donde yo no tengo muchas herramientas.

¿Y en el caso de Blatt, con la poesía?

GT: A la poesía siento que le puedo faltar más al respeto o que la puedo mezclar más. Yo siento que puedo mezclar bien las cosas. Puedo editar bien. Más que escribir o dirigir bien. Me siento un buen editor del teatro. Por un lado porque edito mis películas, tengo un entrenamiento con eso. Y editaba cosas mucho antes de que existiera el final cut. Es un entrenamiento que también pasa por haber visto mucho cine. Y mucha televisión. El zapping es una forma de edición. Algo parecido pasa con la red, cuando vinculás un artículo con un video de YouTube, o lo que sea. Hoy en día creo que todos somos un poco editores, de noticias y de ficciones. Viste que en la sinopsis de “Todo piola” se habla algo de la fan-fiction

Con internet también hiciste algunos cruces.

GT: Sí, en un momento hice un espectáculo que se llamaba “Decidí canción”, que era sobre la pérdida del aura de la música al remplazarse el soporte CD. Tenía un formato documental y lo que trataba era de indagar en la relación de cuatro actores con las canciones más importantes de sus vidas. Esto era, canciones en soporte CD. Y después sí, hice “Doris Day”, un proyecto de graduación en el ex IUNA, que fue el primero que hice con ellos. Era un espectáculo que jugaba con la idea del amor en internet. El amor completamente desparramado, sin ninguna posibilidad de soporte en una persona. “Doris Day” era una comparación entre la pareja y la red, y postulaba la incompatibilidad entre esos dos entes. Esto a partir de una figura fantástica como la de Doris Day, que es algo así como el mito de la pareja típica americana.

Ya centrándonos en “Todo piola”, está muy presente en la obra el imaginario del conurbano. Si bien esto viene por el lado de Blatt, me parece que parte de la innovación del espectáculo pasa por el modo en que se trabaja ese imaginario. En la obra el barrio se trabaja desde la fantasía, el glamour, el brillo… ¿Por qué no desde la cumbia, digamos?

GT: No me interesaba hacer algo representativo. Aunque tampoco veo mucho la cumbia en la poesía de Blatt. Veo más las canciones de cancha y esas cosas. También en ese sentido está la inversión del género, ¿no? Me parece que lo esperable era eso, la cumbia o que apareciera otro pibe al principio. Y después medio por sugerencia de Virginia Leanza, que es la coreógrafa, y también por la aparición de Carla Di Grazia, me pareció que contradecir esas expectativas les venía bien a todos. Aunque la relación que se construya, la historia de amor, dure poco en “Todo piola”: básicamente es eso, un ratito de amor entre ellos dos. Pero sí, sobre todo porque no me interesaba hacer algo representativo. Y después lo del conurbano bueno, yo soy de Castelar, Eddy es de Lomas, Carla es de Caseros. Ahí hubo un diálogo también. Hubo un ensayo en que nos dedicamos a hablar de nuestros barrios.

Está la hipótesis de Brecht en la que los cortes generan una distancia a favor de la reflexión, “el distanciamiento”. En “Todo piola” hay muchos cortes, muchas interrupciones del “pathos”, pero no da la impresión de que esto se haga en virtud de producir una distancia crítica (o algo por el estilo), sino de que los cortes complementan la emocionalidad. ¿Hay alguna reflexión que te interese inducir en el espectador?

No sé si espero algo de eso. Yo creo que es algo más simple. La obra está pensada en términos de cuadros. Y si bien estos cuadros están aislados, hay una progresión y una relación entre ellos. Tal vez pase también por algo abstracto. Claro que, Guadalupe Otheguy, la cantante, también cumple una función, uniendo, a veces relajando las escenas. Es un poco como aparecen las canciones en las películas de los hermanos Marx. Viste que ponían a Harpo a tocar el arpa, o al chico a tocar el piano para parar un poco la potencia cómica que, por otro lado, también era muy violenta. Por otro lado, esto de los cuadros también pasa por algo un poco de modè que a mí me interesa mucho, que es el teatro de variedades. Acá en Argentina hay una fuerte tradición con eso. A mí me llega de mis abuelos, que trabajaban ahí. Es una tradición popular que me interesa mucho. Y pensar en cuadros también hace pensar en la sorpresa.

¿En ese rescate de tradiciones populares incluirías a tu obra “Talía”?  

Sí, “Talía” jugaba muy conscientemente con eso. Fue una obra basada en una revista de crítica que existió acá por muchos años. El formato de la obra estaba pensado como revista. Había vedettes, había monólogos, había lo que sería el equivalente a una crítica política.

¿Cómo pensar, en “Todo piola”, el cuerpo en su dimensión más pulsional en cruce con la ensoñación, ese romance idílico en clave idealista?

GT: Me arriesgo, aunque no lo tengo pensado. Hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía y como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros. Si bien está claro que él es un chico que quiere estar con otro chico desde el comienzo, hay algo que la fantasía desborda y hace posible. La fantasía de ser un bonobo, la fantasía de la pareja de “La laguna azul”, que es como un Adán y Eva ochentoso… Entonces sí, lo que para mí en Blatt es solcito, porro y vereda en el teatro es medio fantasmagoría y oscuridad. También por la materialidad, ¿no? Cuando teníamos que lograr el efecto de la luz a través del follaje de los árboles nos daba a película de terror, ¿entendés? Entonces, bueno, la transposición ya da otra cosa. Yo no iba a hacer ningún esfuerzo por lograr un sol amarillo. Sí que la luz blanca pegara sobre esos cuerpos y que esos cuerpos fueran deseables. Buscaba conseguir que el espectador también los desee. Una mirada que desee y que los ponga también en entredicho a los espectadores con su propia orientación sexual. Es esta idea de la orientación sexual que para mí es tan jodida en la heterosexualidad y en la homosexualidad también. Entonces poner en cuestión eso desde la obra. Conseguir que se pueda desear a los dos. Y que se pueda desear el amor entre ellos dos también.

¿Por qué Blatt?

GT: Habíamos trabajado como un año con Eddy y otro grupo con otros poemas de Blatt. Con Eddy particularmente en ese taller no hicimos nada de Blatt. Sí trabajamos algo que después quedó en la obra, que es la cuestión más política. Esa mezcla entre política y fantasmagoría que ahora tiene un momento más desarrollado en la obra. Queríamos ver si se acercaban esos dos mundos. Por un lado, esa zona en que él empieza a hablar de las amazonas lesbianas, de quemar las iglesias, esa parte anti-patriarcal que está cada vez más crecida en la obra; y por otro lado, el universo del poema. Y en realidad cuando yo le propuse hacer un espectáculo a Eddy le dije “agarremos esto y después vemos en qué momento se cruza con Blatt”. Para mí “Todo piola” era el poema más famoso de él. Y en vez de esquivarlo y hacer otra cosa dijimos “bueno, es famoso pero para nosotros”. Así que empezamos por ahí. Decidimos hacer todo el poema y que Eddy lo hiciera solo. Después la convocamos a Guadalupe, la convocamos a Carla y empezamos a trabajar con ideas de escenas. Por eso tal vez quedó esto que vos señalás sobre los cuadros y los cortes. Porque se trabajó un poco así también. Tomemos esto y esto y ahí empezamos a unir. Blatt la vio varias veces y le encantó. Después no quisimos seguir acosándolo.

¿Cómo pensás su poesía, como cultura popular o como “alta cultura”?

No, me parece que el público de Blatt somos nosotros, pero también es un público de internet. Nosotros a Blatt antes que leerlo, lo vimos, en YouTube, en distintos canales visuales. Blatt empezó a escribir en fotologs. Parece que los fotologs fueran de hace siglos, pero bueno, no (risas)…

Hay algo muy fuerte en el deseo entre los dos personajes de la obra, y también hay algo muy fuerte en el deseo que tienen de convertirse en el otro.

GT: Sí, bueno, ellos dos se parecen mucho. Y hay ahí también como un juego de espejos. Es interesante que la veas con la otra actriz, Quillem Mut Cantero, el reemplazo de Carla; de hecho el viernes que viene lo va a hacer ella. Y está buenísimo porque suceden otras cosas. Hay adaptaciones, hay pequeños cambios, lo que resulta interesante, porque en un momento decíamos “si no se parecen, no se va a contar”. Pero pasan otras cosas. Y sucede igual. Yo tenía ganas de hacer una obra donde lo físico esté muy presente. Las palabras, bueno, también. Las palabras siempre abrochan mucho sentido.

¿Te gustaría comentar algo sobre “Esplendor”, la otra obra que tienen en cartel?

GT: En “Esplendor” hay dos espectáculos mezclados. Me parece que ahí se sintetiza bastante algo que yo trabajo bastante, que tiene que ver con la apropiación. Usurpar un mito que no nos corresponde, que no estamos autorizados a habitar y es como meterse en ese templo. En este caso ese templo es Hollywood. Es como los vagabundos de las películas de Buñuel, que entran a una mansión y se comen todo… En “Esplendor” hay un juego con eso. Y por otro lado, es un mito también de mi infancia, la muerte de Natalie Wood, la presencia de su marido, Roger Wagner y la presencia de un actor incipiente que es Christopher Walken en ese escenario un poco siniestro en el que todo transcurre. Luego está la hermana de Natalie, Lana, que es la que cuenta la historia. Ella es la narradora desde afuera.

Suena muy bien. Muchas gracias.

GT: Gracias a ustedes.

5 Metros de poemas por Carlos Oquendo de Amat

Por: Lucila Fleming
Fotos: Lucila Fleming

Carlos Oquendo de Amat (1905-1936) murió a los treinta años en Madrid. Legó al mundo un solo libro, breve y poderoso, “5 metros de poemas”. Libro-acordeón, cinta cinematográfica, film de papel, en esta pieza se construye una particular visión del espectáculo de la modernidad incipiente.

 

En 1927 se publicó en la editorial Minerva de Lima el único libro de Carlos Oquendo de Amat, Cinco metros de poemas. Nacido en Puno (Perú) en 1905, huérfano de padre a los trece años y de madre a los dieciocho, pasó su vida entre la miseria de la tristeza y de las urgencias económicas. Murió a los treinta años en Madrid, en 1936, dejando como obra este libro que hoy recobramos y algunos poemas sueltos publicados en revistas.

Su poesía demuestra un gran trabajo con el leguaje, trabajo casi obsesivo por encontrar las palabras justas y por experimentar con el montaje de sensaciones, imágenes e ideas. Este poeta extendió el vanguardismo incluso en la forma de su libro, que rompe con la edición tradicional y se presenta en una larga tira de papel que provoca una fascinación al instante de contacto. De esta forma ingresa lo lúdico, en los saltos de sección en sección o en los encabalgamientos de poemas entre dos páginas. Pero la manera en que fue editado, además, tiene una clara asociación con el cine, elemento fundamental en su poesía y que produce el anclaje entre los temas que aborda y el formato en que se desencadenan. Incluso en una carta al poeta cubano Juan Marinello, Oquendo anuncia que su libro “tendrá la forma de una cinta cinematográfica”.

La espacialidad nueva que propone, al avanzar sobre la hoja y extenderla en “5 metros”, provoca una sensación de movimiento de imágenes sucesivas, a la manera de un film de papel.

Versátil, ruptural, caleidoscópico, el libro nos presenta la poesía de este joven que, a la manera de un director de cine, va construyendo lo que quiere contar de ese mundo cambiante de la modernidad incipiente de principios de siglo XX.