Una serie materna. Sobre «Dos cuentos maravillosos», de Alejandra Bosch

Por: Rosana Koch

Imagen: Hansen, Peter (1907-1908), Playing children, [óleo sobre tela]

Rosana Koch reflexiona sobre la primera novela de la escritora santafesina Alejandra Bosch, Dos cuentos maravillosos (2020), editada a principios de este año por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Para la autora, la escritura de Bosh en esta obra funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre madres, hermanas e hijas. Koch propone que la historia de la novela “se escribe hacia atrás”, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, y sus difíciles vínculos fraternales, frente a una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.


Espero una carta tuya. Los recuerdos son todo para mí,

hay veces que me impiden salir de la cama,

y hacen de los días una zona gris y pesada.

Amanda Boyle

Dos cuentos maravillosos es la primera novela de Alejandra “Pipi” Bosch, editada a principios del 2020 por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Nacida en Santa Fe, en la actualidad reside en Arroyo Leyes, cuyo nombre puede resultar familiar dado que fue el elegido para el proyecto editorial de huella ecológica que lleva a cabo. Ediciones Arroyo es una apuesta de elaboración artesanal que sorprende con sus diseños y los materiales plásticos reciclables que utiliza. Comenzó con autores santafesinos y hoy en día, gracias al crecimiento del proyecto, cuenta con más de setenta poetas en su catálogo.

La producción literaria de Alejandra Bosch comprende varias obras dentro del género poético: Niño pez (Del Aire, 2015), Malcriada de Acuario (Objeto Editorial, 2017), Un avión, su piloto y un pájaro (Caleta Olivia, 2017), Sabio el pájaro (Editorial Deacá, 2020) y su último poemario Dominios: Gatos y albañiles (Viajera editorial, 2020).  En este sentido, Dos cuentos maravillosos es la primera incursión de la autora en el género narrativo.

La entrada con la que propongo ingresar a esta pieza es la siguiente escena: un dibujo de la artista, escritora y protagonista de la novela, Amanda Boyle, a quien desde niña le gustaba dibujar y recortaba papeles blancos, luego dibujaba en ellos, les ponía la fecha y los guardaba. Su ilustración predilecta traza las imágenes de un ave que cubre su nido de pichones. Sin embargo, al afinar la mirada, podemos distinguir a dos niñas con cabellos largos dibujando apaciblemente sobre una mesa y la figura de un ave/mujer/sin rostro, espectral como una sombra, ubicado detrás de ellas, envolviéndolas. Esos trazos evocan a Amanda su niñez  y, en especial, un cuadro de Pablo Picasso titulado “La maternidad” (resuena tanto el nombre de Juan Pablo Castel). Ese dibujo nos acerca una representación de lo materno que se escapa de sus asignaciones hegemónicas (protección, soporte, cuidado), para inscribir en su lugar las voces de un reclamo constante. De modo que podemos ver cómo la historia se escribe hacia atrás, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, el vínculo fracturado entre ellas dos como hermanas, y una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.

La escritura funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre las madres, hermanas e hijas. Julián, el hijo de Amanda, después del suicidio de su madre, rescata de un cajón la correspondencia que mantuvieron su madre y su hermana Cecile, y el diario de su abuela. La lectura del hijo, y también la de su novia y futura esposa Laura –y otrxs lectores que asoman la trama–, introducen en el texto las voces femeninas. Por un lado, las cartas configuran aquel espacio íntimo en él que se  reconstruye el derrumbe en la relación de dos hermanas, que siempre fueron amigas, pero con la imposibilidad de “marcar en su ruta de vida qué cosa fue lo que las separó” (37). La relación se tensa  de forma definitiva cuando los acuerdos sobre el cuidado de la madre y su posterior muerte cargan con culpas que no se comparten.

Por otro lado, los diarios de la madre encerrada en el espacio doméstico, modulan las versiones de una esposa, viuda y maestra, pero en especial la de una madre temerosa, vulnerable frente a los golpes de un esposo al que califica como “zorro”, “un perseguidor, una aberración capaz de querer jugar con ellas [sus hijas] de modos impensados. Por eso fue que, después de tantos años, acepté mi gran equivocación. Pero cómplice no fui, sino ciega” (41). La confesión ensaya los peores silencios que el relato decide omitir: “Sobre estos hechos, nunca hablamos entre nosotras. Sostuve la mirada de mis hijas y ellas supieron, como yo, que debíamos seguir adelante” (41-42). Al mismo tiempo, la trama “oculta” expone una matriz vincular madre-hijas mucho más compleja que sobrevuela en toda la novela y arroja sus señales con expresiones como “cuidar a un monstruo” (15), “nuestra madre enferma” (15), o “¿Qué trampa es esta que armó [la madre] para nosotras [sus hijas]?” (14).

Hay una pregunta que seguramente todo lector quiere reponer después de la lectura: ¿por qué se titula “Dos cuentos maravillosos”? El primer cuento maravilloso que se intercala relata la historia de una mujer que huye primero de la casa materna y después de un hombre “lindo” para sentirse “a salvo del amor” (26); el segundo cuento, un niño sueña y a la vez que sueña, ensaya los modos de ser percibido (contenido) por una mirada tutelar. En ellos también se cuelan lecturas de aventuras y fantasía, como Moby Dick y Sandokan. A pesar de los diferentes argumentos, ambos cuentos -cuya autoría reza A.B. (Amanda Boyle)- trazan en su morfología una misma composición interna, según explicó Valdimir Propp, mencionado también en la novela: fantasía, superación, huida, prueba, alivio. Estas instancias, en sus infinitas modulaciones, desvían una premisa (que también se extiende a esta trama vincular-familiar): la de que todos los cuentos maravillosos tienen un final feliz.

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