Un caleidoscopio de Malvinas: «Campo minado» y «Teatro de guerra» de Lola Arias

Por: Verónica Perera*

Foto de portada: Tristam Kenton

La guerra de Malvinas, además de ser uno de los sucesos políticos más importantes y traumáticos de nuestra historia reciente, ha sido uno de los más tematizados por la ficción desde 1982 a la fecha. En esta nota, Verónica Perera reseña de manera aguda una de las propuestas más ambiciosas del último tiempo: el reencuentro entre ex combatientes de los bandos argentino y británico que supuso la obra Campo minado, de Lola Arias, y las formas de recordar que se narran en la película Teatro de guerra


 

Antes que un rompecabezas donde cada pieza encaja en un sólo lugar, la memoria es un caleidoscopio, dice Pilar Calveiro en Política y/o Violencia. A partir de movimientos circulares, en una posición aparentemente fija, el caleidoscopio genera un sinfín de imágenes, variaciones a veces imperceptibles de formas y colores. Después de casi dos años y veinticinco ciudades, Campo minado, de Lola Arias, volvió a Buenos Aires —esta vez al Teatro San Martín (en noviembre y diciembre del 2016 se había presentado en el Centro de Artes Experimentales de la UNSAM) —. Campo minado se reestrenó junto con Teatro de guerra, la película filmada entre los castings y los ensayos de la obra de teatro. Junto a la video instalación “Veteranos” (presentada en el Battersea Arts Centre de Londres en 2014 y en el Parque de la Memoria en Buenos Aires en 2016) forman un corpus de objetos de arte que hablan entre sí mientras exploran la guerra y la posguerra de Malvinas con sus ex combatientes. Crean un caleidoscopio de memorias que expanden los límites de las imágenes socialmente dominantes de la guerra, de los hombres que la batallaron y de sus vidas en la posguerra. Voy a concentrarme, en lo que sigue, en Campo minado con algunas visitas a Teatro de Guerra.

 

Entre el teatro documental y el experimento social, Campo minado propone un gesto dramático y político sin precedentes. Reúne en el mismo escenario a seis veteranos de ambos lados del conflicto bélico: tres argentinos, dos ingleses y un gurkha. Con un texto dramático pedagógicamente dividido en dieciséis capítulos y una puesta en escena que se vale desde fotos del álbum familiar hasta el archivo público de “24 horas por Malvinas” o del Canberra; desde cartas íntimas hasta las conocidas tapas de la Revista Gente o The Sun; desde filmadoras y proyecciones en escena hasta los audios de Galtieri y de Thatcher (y los performers usando sus caretas); desde objetos de la guerra y una maqueta hasta instrumentos musicales y una banda en vivo; estos cuerpos socializados para aniquilarse mutuamente treinta seis años atrás, hoy comparten un escenario que itinera por el mundo. Estos cuerpos producen, colaborativamente, testimonios ficcionalizados y ficciones testimoniales que memorializan sus muchos padecimientos y sus magros alivios en la guerra, y sus vidas en la posguerra. Recuperan un pasado de violencia extrema y fronteras nacionales, en un presente que, en buena medida gracias a los objetos de arte en los que participan, se les aparece catárquico, sanado y mucho más internacionalizado. Forman una comunidad afectiva plurinacional y multilingüe (la obra transcurre simultáneamente en español y en inglés, con cantos y poesía nepalí no traducidas) capaz de desplazarse desde Londres a Buenos Aires, desde Santiago de Chile a Kyoto, desde Roma a Madrid, entre otros recorridos. Combatientes de la nación ayer, actores en escenarios globales hoy.

 

Corsets

¿Cómo sucedió? ¿Cómo son posibles semejantes movimientos? El casting fue largo y trabajoso, me contó Arias en una entrevista personal el 12 de septiembre del 2017. El equipo de producción entrevistó aproximadamente a ochenta ex combatientes de ambos lados del Atlántico para luego audicionar y elegir a aquellos que, además de criterios estéticos referidos a sus narraciones, pudieran suspender trabajos y obligaciones para comprometerse con la obra y sus giras. Hubo resistencias que vencer y personas que convencer, dice la directora. Pero, además, nada de esto hubiera sido posible, sugiero, sin posicionamientos políticos adelgazados y sin una soberanía encorsetada. La pieza nos cuenta, por ejemplo, que mientras Marcelo Vallejo “sí quería ser soldado”, Gabriel Sagastume estaba lejos de desearlo, pero se vio forzado por un servicio militar obligatorio, vigente en Argentina hasta 1995. Sin embargo, la obra evade las infinitas divisiones que hacen a la cartografía de las asociaciones de ex combatientes de Malvinas en Argentina —reflejo, por supuesto, de antagonismos anteriores y que hoy atraviesan a los propios performers de Campo minado —. Mientras Vallejo participa fervorosamente, todos los años, de la nacionalista, católica y militarista vigilia del 2 de abril en San Andrés de Giles, Sagastume formó parte del CECIM, la organización antibélica, antimilitarista y denunciante de las torturas en Malvinas.

 

Por otro lado, Campo minado no reclama soberanía sobre las Islas para ninguna de las dos partes. La pusieron entre paréntesis. “La obra no quiere trabajar sobre la soberanía” me dijo Arias. El conflicto se nombra, las diferencias se marcan: los argentinos cantan el himno a las Malvinas; David Jackson reclama por la ausencia de los muertos ingleses (¿Dónde carajo están los muertos británicos en esta obra?”) y Lou Armour insiste en que los isleños son y quieren ser parte de Gran Bretaña, tal como lo ratificaron, casi unánimemente, en un plebiscito hace sólo cinco años. Pero nadie se entrega al conflicto. La obra no se compromete con esos antagonismos. La respuesta, creo, o la politicidad a la que quizá todos apuestan—los ex combatientes, Arias, el corpus todo, el público que sigue aplaudiendo de pie—aparece, tal vez, no en la obra de teatro sino en una escena de la película. En Teatro de guerra, Galtieri y Thatcher (o mejor dicho, sus caretas en las cabezas de Sagastume y Jackson) se besan, entre apasionada y calculadamente, durante un silencio largo. Evocan, así, una suerte de pacto silente entre poderes gubernamentales a espaldas de las mayorías populares. Con la “recuperación” de las Islas Malvinas, la dictadura genocida de Galtieri buscaba, después de cinco años, denuncias y resistencias por las violaciones a los derechos humanos y una profunda crisis económica, recuperar legitimidad para continuar en el gobierno. Con la “victoria patriótica” en la Falklands War, el gobierno de Thatcher  consiguió su propia legitimidad para implementar, “sin anestesia”, políticas neoliberales. Antes que ciudadanos nacionales politizando conflictos de soberanía, resabios coloniales, aventuras imperiales, o como queramos llamarle, Campo minado y Teatro de guerra nos hacen mirar esa suerte de sinergia entre élites que, entre los setenta y los ochenta, y desplegando distintos tipos de violencias, inauguraron y traccionaron, tanto en América latina como en Europa, la gubernamentalidad neoliberal.

 

 Entre generaciones

Antes de comenzar las entrevistas con Arias y su equipo, los ex combatientes tenían sus propios relatos sobre la guerra: “se te arma un cassette, una parte de tu historia expuesta para contarla”, me dijo Sagastume. Los argentinos daban charlas en las escuelas. Lou Armour testimonió en 1987 en el documental de la televisión británica The Falklands War: the Untold Story, dirigido por Peter Kominsky. Pero el encuentro y la escucha de Arias y su equipo desorganizaron esas narraciones, sacudieron esas verdades subjetivadas. Al tiempo que se abrieron ventanas y surgieron nuevas formas y colores en el caliedoscopio de memorias, comenzó la disputa por el control del testimonio. ¿Quién cuenta qué y cómo?¿Porqué las experiencias que los veteranos narraban en una hora tuvieron que reducirse a cuatro o cinco minutos? ¿Qué queda afuera del escenario y quién lo decide? “En la guerra también hay historias de vida. Yo le salvé la vida a Marito, un cabo de la Marina. Pero no lo puedo contar en Campo minado”, me dijo Rubén Otero. Gabriel Sagastume, por otro lado, contra la voluntad de Arias, logra no hablar en primera persona de los estaqueamientos a los soldados argentinos que robaban comida. Los ingleses insisten en que se trata de un proyecto sobre el sufrimiento argentino. Y en una escena de Teatro de guerra, David Jackson, fastidiado y conversando con Lou Armour, se burla de las instrucciones incesantes de Arias “¡Hacé…! ¡Decí…! ¡Soy un ex Royal Marine! ¡Soy sicólogo! ¡No soy actor!”. Todo esto indexa las negociaciones entre la directora y los veteranos performers; las condiciones en las cuáles se produce un testimonio vivo y un texto dramático surgido entre el documento y la ficción. Pero, sobre todo, esto también nos habla de la imposibilidad de una memoria estable; de la naturaleza plural, disputada, fragmentada, rizomática de la memoria —una idea que el corpus de Arias vuelve a explorar en la última escena del film—.

 

Rubén Otero recrea el hundimiento del Crucero General Belgrano junto a Marcelo Vallejo y Gabriel Sagastume.

Rubén Otero recrea el hundimiento del Crucero General Belgrano junto a Marcelo Vallejo y Gabriel Sagastume.

 

Hacia el final de Teatro de guerra (un final, por cierto, muy teatral, que bien podría ser un ejercicio de Augusto Boal en Teatro del Oprimido), los veteranos tienen dobles de la edad que ellos tenían cuando fueron a Malvinas. Los veteranos y sus dobles jóvenes se preparan, en la intimidad del uno a uno, para recrear, una vez más, la escena en la que Lou Armour cuenta del oficial argentino que murió en sus brazos mientras hablaba en inglés. En Campo minado supimos de este episodio y cuanto marcó la posguerra de Lou. Pero Teatro de guerra lo subraya tantas veces que no podemos dejar de pensar en el trabajo reiterativo que implica elaborar un trauma, ese revivir necesario para volver a vivir, alivianado y distanciado del dolor, como diría Elizabeth Jelin en Los Trabajos de la Memoria. Otra vez en silencio, los jóvenes ponen el cuerpo y se dan permiso para crear una imagen pasada y nueva a la vez; una imagen presente donde los veteranos pueden verse, desde afuera, en aquella guerra de 1982. Y así el caleidoscopio sigue girando, hacia las generaciones que siguen.



*La autora es socióloga y Doctora en sociología por la New School for Social Research (Nueva York). Desde 2013 es Profesora Titular e Investigadora en la cátedra de Memoria, Derechos Humanos y Ciudadanía Cultural en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda.