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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas

La ficción como intervención política. Sobre “Jellyfish. Diario de un aborto” (2019) de Carlos Godoy.

Por: Andrea Zambrano

Jellyfish. Diario de un aborto (2019) es una novela que se escribió mientras se desarrollaba el debate y la votación del Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en el Congreso argentino en 2018. Se trata de una obra producto de esa coyuntura específica y que busca, de manera explícita, intervenir en un debate urgente. La novela adopta la forma del diario íntimo de Yakie, una joven de clase media porteña que cursa un embarazo no deseado y que decide abortar con Misoprostol. En su lectura de Jellyfish, Andrea Zambrano aborda las tensiones entre la capacidad específica de la literatura de poder decirlo todo y una voz femenina elaborada por un autor varón al respecto de una experiencia corporal tan particular como lo es el aborto. Para Zambrano, la novela de Godoy, un texto escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual, dado que permite interpelar al público lector no solo en cuanto a la legalización del aborto, sino, también, al respecto del rol posible de los varones en este tipo de demandas.

La reseña forma parte de una serie de textos que publicaremos en un próximo dossier, en base a las discusiones y reflexiones llevadas a cabo en el marco del seminario dictado por Daniela Dorfman, “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en literatura” en la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, dirigida por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. Entre otros temas, reflexionaremos sobre la relación entre la discusión del aborto y sus tematizaciones ficcionales, el lugar de los varones en esos debates, las divergencias entre el discurso legal y el literario, y las posibilidades que abre la literatura para crear imaginarios sociales que contrastan con los relatos jurídicos.


Voz narrativa ambivalente

“¿Cómo tiene que escribir una persona que va a abortar por primera vez?”, se pregunta Yakie, la joven porteña que narra, a través de una especie de diario personal, la montaña rusa emocional que vive durante veintiún días seguidos desde que su prueba de embarazo da positivo hasta que aborta con Misoprostol.

Este diario es, sin embargo, un relato de ficción. Detrás de la bronca, preocupación, ironía, desconexión e indiferencia expresados por la protagonista ante una situación indeseada, se encuentra un escritor varón. No se trata de una mujer narrando su experiencia en primera persona ni tampoco de una mujer escribiendo a partir del relato de otra. Aun así, es una historia que se construye a partir de vivencias profundamente femeninas desde lo corporal: fluidos, sangre, deseo sexual, ambivalencia emocional.

¿Puede entonces un hombre narrar las experiencias de una mujer? ¿Puede un varón usar la ficción para tomar una voz femenina que relate la experiencia —clandestina y traumática para los países en donde todavía no es legal— del aborto? La propuesta literaria del autor, Carlos Godoy, arroja cierta intención de interpelar e intervenir en tanto sujeto masculino lector y sujeto masculino escritor, en relación con el debate sobre el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) que se viene dando desde 2018 en Argentina, y que sirve de contexto histórico en el que se desenvuelve su obra.

Cuando en aquella entrevista que en 1989 le hiciera Derek Attridge a Jaques Derrida, este último describiera a la literatura como esa institución salvaje que le permite a uno decirlo todo, se refería precisamente a ese carácter permisible y lícito propio de la ficción para quebrantar cualquier norma a través de la escritura: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley (…) Es una institución que tiende a desbordar la institución”[i] Es entonces esa suspensión, ese retiro respecto de la realidad, lo que caracteriza a esa institución ficticia, en palabras del filósofo francés, contenida en el espacio literario.

En un par de entrevistas publicadas posterior al lanzamiento de su novela, el propio Godoy afirmó que lo distintivo del relato, desde su punto de vista, radica precisamente en que la narración se erige desde una voz femenina, y que de lo contrario el texto hubiese perdido fuerza. Algo similar señaló el director argentino Pablo Giorgelli en una entrevista concedida a Revista Transas a propósito de su película Invisible (2017), en la que se narra la historia de una adolescente que toma la decisión de abortar en el contexto de clandestinidad y desamparo que se vive aún hoy en la Argentina. Al momento de ser interrogado sobre la experiencia de producir, como escritor varón, una historia profundamente femenina, Giorgelli afirmó que el desafío del autor, en cualquier propuesta artística, es dar un paso al costado y desaparecer por completo de la escena principal, para otorgarle al personaje la voz protagonista que le permita contar su propia historia.

Es, entonces, a partir de esa libertad de decirlo y cuestionarlo todo como especificidad propia de la escritura literaria cuando se desvanece la presencia del autor tras la polifonía de voces inmersas en el contenido de la ficción. Así, la voz de Yakie no tendría por qué hablar en nombre de Godoy, y este último no tendría tampoco que responder ni dar cuenta de las aseveraciones de Yakie, ya que la voz autoral desaparecería al punto tal de volverse indescifrable en la polifonía del texto literario.

No obstante, y a los efectos del planteo en Jellyfish, es esta misma distinción de decirlo y cuestionarlo todo lo que le permitiría a la literatura excusarse de asumir cualquier tipo de responsabilidad respecto de la realidad en la que esta se construye:

Dada la dislocación en la identidad del sujeto que esta opacidad introduce, y la imposibilidad del sujeto de reconocerse a sí mismo, de dar cuenta de sí mismo, de responder por sí mismo –en virtud de una radical extrañeza y de un enigma indescifrable que lo separa de sí mismo e introduce en el “sí mismo” la fisura de una alteridad radical- se abre y se intensifica en el ejercicio de la escritura literaria el espacio de una irresponsabilidad insuperable (…) La hiperresponsabilidad introducida por el derecho de decirlo y cuestionarlo todo se da, entonces, simultáneamente con la hiperirresponsabilidad de no poder, en últimas, dar cuenta de uno mismo ni entenderse a uno mismo[ii].

Cabe preguntarse, entonces: ¿es Jellyfish. Diario de un aborto, una obra que se encuentra “suspendida” —en términos de Derrida— respecto de la realidad de un Estado que todavía no resolvió legalmente el tema del aborto? ¿Esta realidad le permite al autor asumir una responsabilidad política desde la ficción? En el monólogo que emplea Yakie durante los veintiún días seguidos en los que transita y narra su experiencia, parecen vislumbrarse ciertas pistas respecto a las nociones de ficción y realidad abordadas con anterioridad:

Estamos en un momento de la historia en donde la ficción no alcanza a describir los procesos de la realidad. La ficción es el fantasy, la sci-fi, ya está en un nivel superior que el realismo. El realismo, lo que me pasa a mí, la realidad, es un grotesco delirante[iii].

El interrogante que hace énfasis en el “poder” del autor para entender, sentir, imaginar o recorrer la experiencia de una mujer que aborta, quizá pueda más bien transformarse en el “deber” que asume el escritor al tomar una posición activa —como varón cis con evidente imposibilidad de atravesar un aborto en carne propia, dentro de un movimiento protagonizado por mujeres y en medio de una discusión pública nacional en la que se juega nada menos que la posibilidad de su legalización. Es justamente en esa habilitación franqueable planteada por Derrida, en donde se sitúa la propuesta de Godoy de erigir un relato a partir de una experiencia corporal que le es absoluta e indefectiblemente ajena, pero que le permite participar, desde la ficción, de un debate que ocupa la agenda coyuntural actual.


Provocación e inmediatez

Jellyfish”, según escribe el propio Godoy a modo de prólogo, “fue escrito mientras sucedían los eventos históricos y sociales que se narran[iv]. La figura de Yakie, una estudiante de Puan que se autodescribe como “cheta, neurótica y aspiracional”, hija de una dramaturga “progre” que la insta a participar de movimientos y movilizaciones feministas, le sirve al autor para introducir un registro inmediato del presente de la protagonista, con eventos y acontecimientos sociales y políticos fuertemente anclados a la actualidad de la escritura. De allí que veamos referencias profundamente realistas que de a ratos parecen desdibujar el límite entre la ficción y la realidad, al punto de que la fuente, según señala el propio Godoy en su introducción, “es el testimonio diario de una mujer de 19 años que se realizó un aborto ilegal -con Misoprostol- en territorio argentino (…)”[v].

El planteo sobre el aborto que se presenta en Jellyfish, es el de una necesidad actualista en su sentido más puro. Se trata de una mirada básica de la inmediatez que acude al recurso de la provocación a fines de alcanzar la verosimilitud política: la novela, que claramente visibiliza el aborto -muy al margen de ser hoy una experiencia prohibida por la ley-, recurre a la personalidad drástica, displicente y nihilista encarnada por Yakie, pero probablemente también por la “joven lectora abortista” a quien ella se dirige para potenciar el estereotipo de la mujer que aborta: la de clase media progre urbana.

La única clase a la que le importa es la clase media progre, que lo usa como bandera contra el Estado, contra la hegemonía de la derecha que ganó el sentido común[vi].

Al atribuir a la protagonista una personalidad indolente y transgresora (siendo fundamental la referencia a la toxicidad, moralidad y sobretodo legalidad de los abortos plasmados en “Motherhood” de Irene Villar), con estereotipos de clase y género incorporados (“el looser de Tomi” que “siempre fue la mujer de la relación”), y con la práctica del aborto a cuestas como una experiencia destraumatizada (“no me siento culpable por abortar… abortaría mil veces”); el relato está estereotipando las nociones de deseo y libertad, como elementos no visibles de la experiencia del aborto, relegándolas a aspiraciones exclusivas de la mujer joven universitaria de clase pudiente, y, en el caso particular de Yakie, escéptica a la demanda colectiva que, de a ratos, la interpela en un contexto que no le es ajeno: el debate parlamentario de 2018.

Esta es la primera vez que voy a una marcha en la que, si bien no soy una víctima, soy finalmente una mujer que va a abortar de un modo clandestino y está pidiendo aborto legal, seguro y gratuito[vii].

Hay, además, y a pesar de la separación de voces entre la protagonista y el autor (según la licencia que habilita el ejercicio de la ficcionalidad), un paralelismo entre la actualidad de la escritura diaria de Yakie caracterizada por la instantaneidad que le permiten las redes sociales (Facebook, Instagram, Telegram, Whatsapp), y la rapidez con la que Godoy llevó adelante la escritura de su novela (la finalizó en un par de meses de “tipeo compulsivo”, según él mismo aseguró). Otro paralelismo rastreable entre autor y personaje es la participación distante -aunque a favor- de las movilizaciones y marchas por el Ni una menos y el 8M.

Yakie: La marcha estuvo buena. Las consignas fueron «Aborto legal, seguro y gratuito», «Trabajo para las mujeres despedidas» y otras cosas más. Ni idea. Había mucha pendeja de mi edad o más chica. Un par de lesbians en tetas. Y chabones. Esperaba muchos menos chabones. Fue raro estar ahí escuchando los cantos, leyendo los carteles [viii].

Godoy: Trato de ir a todas las marchas del 8M o “Ni una menos” o a las concentraciones por la despenalización del aborto en el Congreso. Pero no marcho. Voy hacia el final, cuando ya no se marcha y se aglutinan en algún escenario. Me gusta ver los afiches, los grafitis, dar un par de vueltas, levantar panfletos. No sé si es la mejor forma de participar, pero es la que encontré [ix].

Una novela con urgencia política

Jellyfish. Diario de un aborto es una novela circunstancial que si bien se tomó las licencias de la ficcionalidad para emplear una voz que no le corresponde —en tanto sexo biológico, identidad y desigualdad de género— es un relato que no puede y tampoco quiere correrse del pedido político por la legalización del aborto. Quizá sea en esta clave de lectura que deba interpretarse el rol opaco que ocupan las figuras masculinas del relato: los problemas de Tomi, su pareja actual, para afrontar la adultez; la actitud violenta del novio de su mejor amiga; o la ausencia de su propio padre. La imposibilidad de sentir empatía por alguno de estos personajes tal vez tenga que ver con un llamado de atención del propio autor hacia la manera en la que la masculinidad sí puede -y de hecho suele- abortar: desde la falta de escucha y gestión como formas de compañía.

El relato plantea una mirada crítica hacia las cargas morales sobre las que se abordan la realidad del aborto como práctica tangible de la sociedad actual. La experiencia de Yakie es instalada en la esfera de lo público sirviendo como registro inmediato de una coyuntura vigente. El relato de Godoy es un texto que desdibuja los límites de lo netamente literario para aportar al debate político en la medida en que se visibiliza al aborto como hecho evidente, dándole entidad política desde la ficcionalidad.

Es entonces en la asunción de responsabilidad —volviendo a los términos de Derrida— en donde se encuentra el rasgo distintivo en la obra de Godoy: aun teniendo la oportunidad de decirlo todo con la hiperresponsabilidad que le habilita la ficción, la elección es asumir una postura crítica frente a un debate urgente en la agenda parlamentaria actual. En este sentido, es la intervención en la discusión por la legalización del aborto lo que convierte a esta novela en un relato totalmente presente, sin que esto habilite en ningún caso a un escritor varón a otorgarle voz o visibilidad a un movimiento colectivo de larga data protagonizado por mujeres y personas gestantes.

Sin caer en reducciones biologicistas ni esencialismos sobre roles de género (siendo justamente lo que desde el feminismo se pretende desnaturalizar), podría plantearse que probablemente la más notoria evidencia de masculinidad hegemónica presente en Jellyfish es, por un lado, la estereotipación de la mujer que aborta (Yakie es una chica cruel, insensible y caprichosa que lo ha tenido todo), y por otro, la generalización que elige hacer del proceso ficcional en el que da vida a una mujer de 19 años que aborta con Misoprostol, como experiencia y testimonio común —según asegura el propio Godoy en el prólogo— rastreable en cualquier rincón de la Argentina.

No obstante, vale decir que Jellyfish plantea una clara y evidente pretensión realista al narrar la experiencia corporal por la que atraviesa Yakie en un contexto con referencias nacionales existentes. Se trata de un personaje juvenil, con lenguaje moderno (usa expresiones y abreviaturas muy actuales como “ah re”), con descarada honestidad (de modo cínico y burlesco se refiere al instructivo del aborto que llega a sus manos como “the lesbian pdf”), y con privilegios de clase que dan cuenta de una particularidad que no necesariamente constituye el común denominador de las mujeres que abortan en Argentina, pero que a la vez ahonda en elementos que son rastreables en un sinfín de relatos sobre el aborto: por un lado, la figura de las amigas como apoyo y acompañamiento afectivo, así como la presencia de redes y grupos de socorristas que brindan insumos y manuales de procedimiento como ayuda y contención feminista; por otro, las incontables referencias a casas, cuartos, baños, inodoros y bidets como espacios que remiten a la intimidad en la que comúnmente se lleva a cabo el ritual del aborto.

Hay libros que son hechos[x]. El de Godoy es un texto que, escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual interpelando al público lector o bien por la discusión per se sobre el pedido de legalización del aborto o bien por la polémica desatada alrededor del sujeto varón que erige la escritura.

La novela en forma de diario relata una serie de eventos que efectivamente sucedieron durante esos días: por un lado las escuetas movilizaciones de los “pro vida” con consignas moralistas, religiosas y, sobre todo, hipócritas, acompañadas de un feto gigante confeccionado con papel maché; por otro, la enorme marea verde que, en contraposición, rodeaba el Congreso bajo el frío inclemente del invierno de entre junio y agosto, junto a las vigilias que, bajo noches despejadas o lluvias heladas, custodiaron el debate en Diputados y en el Senado.

Es por esta razón que Jellyfish. Diario de un aborto es hoy, en 2020, un texto absolutamente vigente tanto por los argumentos celestes que anteponen moléculas y ADNs por sobre la decisión firme de personas gestantes de ejercer soberanía sobre sus cuerpos; como por aquelles quienes han hecho imparable a una avalancha verde que demanda, por dignidad, un reclamo que ya es ley en las calles. Ojalá que las movilizaciones de este 29 de diciembre (luego de cumplirse un poco más de dos años de aquellas marchas a la que asistió una escéptica Yakie) tengan un desenlace favorable para quienes exigimos la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo. Que sea ley.

***

[i] Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida. Boletín nº 18 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. 2019. P. 117.

[ii] Compartiendo el secreto, entre la ley y la ficción. La literatura y lo político en el pensamiento de Jacques Derrida. Revista de Estudios Sociales, 2010. Disponible en: https://journals.openedition.org/revestudsoc/14241

[iii] Godoy, Carlos. Diario de un aborto. Buenos Aires. Colección Andanzas. 2018. P. 116.

[iv] Ibídem, p. 6.

[v] Ídem.

[vi] Ibídem, p. 22.

[vii] Ibídem, p. 20.

[viii] Ídem.

[ix] “Todo esto es una gran marca de época”. Entrevista a Carlos Godoy, 2019. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/180038-todo-esto-es-una-gran-marca-de-epoca

[x] Frase de Gabriela Cabezón Cámara en el prólogo a la novela Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró.

Una serie materna. Sobre «Dos cuentos maravillosos», de Alejandra Bosch

Por: Rosana Koch

Imagen: Hansen, Peter (1907-1908), Playing children, [óleo sobre tela]

Rosana Koch reflexiona sobre la primera novela de la escritora santafesina Alejandra Bosch, Dos cuentos maravillosos (2020), editada a principios de este año por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Para la autora, la escritura de Bosh en esta obra funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre madres, hermanas e hijas. Koch propone que la historia de la novela “se escribe hacia atrás”, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, y sus difíciles vínculos fraternales, frente a una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.


Espero una carta tuya. Los recuerdos son todo para mí,

hay veces que me impiden salir de la cama,

y hacen de los días una zona gris y pesada.

Amanda Boyle

Dos cuentos maravillosos es la primera novela de Alejandra “Pipi” Bosch, editada a principios del 2020 por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Nacida en Santa Fe, en la actualidad reside en Arroyo Leyes, cuyo nombre puede resultar familiar dado que fue el elegido para el proyecto editorial de huella ecológica que lleva a cabo. Ediciones Arroyo es una apuesta de elaboración artesanal que sorprende con sus diseños y los materiales plásticos reciclables que utiliza. Comenzó con autores santafesinos y hoy en día, gracias al crecimiento del proyecto, cuenta con más de setenta poetas en su catálogo.

La producción literaria de Alejandra Bosch comprende varias obras dentro del género poético: Niño pez (Del Aire, 2015), Malcriada de Acuario (Objeto Editorial, 2017), Un avión, su piloto y un pájaro (Caleta Olivia, 2017), Sabio el pájaro (Editorial Deacá, 2020) y su último poemario Dominios: Gatos y albañiles (Viajera editorial, 2020).  En este sentido, Dos cuentos maravillosos es la primera incursión de la autora en el género narrativo.

La entrada con la que propongo ingresar a esta pieza es la siguiente escena: un dibujo de la artista, escritora y protagonista de la novela, Amanda Boyle, a quien desde niña le gustaba dibujar y recortaba papeles blancos, luego dibujaba en ellos, les ponía la fecha y los guardaba. Su ilustración predilecta traza las imágenes de un ave que cubre su nido de pichones. Sin embargo, al afinar la mirada, podemos distinguir a dos niñas con cabellos largos dibujando apaciblemente sobre una mesa y la figura de un ave/mujer/sin rostro, espectral como una sombra, ubicado detrás de ellas, envolviéndolas. Esos trazos evocan a Amanda su niñez  y, en especial, un cuadro de Pablo Picasso titulado “La maternidad” (resuena tanto el nombre de Juan Pablo Castel). Ese dibujo nos acerca una representación de lo materno que se escapa de sus asignaciones hegemónicas (protección, soporte, cuidado), para inscribir en su lugar las voces de un reclamo constante. De modo que podemos ver cómo la historia se escribe hacia atrás, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, el vínculo fracturado entre ellas dos como hermanas, y una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.

La escritura funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre las madres, hermanas e hijas. Julián, el hijo de Amanda, después del suicidio de su madre, rescata de un cajón la correspondencia que mantuvieron su madre y su hermana Cecile, y el diario de su abuela. La lectura del hijo, y también la de su novia y futura esposa Laura –y otrxs lectores que asoman la trama–, introducen en el texto las voces femeninas. Por un lado, las cartas configuran aquel espacio íntimo en él que se  reconstruye el derrumbe en la relación de dos hermanas, que siempre fueron amigas, pero con la imposibilidad de “marcar en su ruta de vida qué cosa fue lo que las separó” (37). La relación se tensa  de forma definitiva cuando los acuerdos sobre el cuidado de la madre y su posterior muerte cargan con culpas que no se comparten.

Por otro lado, los diarios de la madre encerrada en el espacio doméstico, modulan las versiones de una esposa, viuda y maestra, pero en especial la de una madre temerosa, vulnerable frente a los golpes de un esposo al que califica como “zorro”, “un perseguidor, una aberración capaz de querer jugar con ellas [sus hijas] de modos impensados. Por eso fue que, después de tantos años, acepté mi gran equivocación. Pero cómplice no fui, sino ciega” (41). La confesión ensaya los peores silencios que el relato decide omitir: “Sobre estos hechos, nunca hablamos entre nosotras. Sostuve la mirada de mis hijas y ellas supieron, como yo, que debíamos seguir adelante” (41-42). Al mismo tiempo, la trama “oculta” expone una matriz vincular madre-hijas mucho más compleja que sobrevuela en toda la novela y arroja sus señales con expresiones como “cuidar a un monstruo” (15), “nuestra madre enferma” (15), o “¿Qué trampa es esta que armó [la madre] para nosotras [sus hijas]?” (14).

Hay una pregunta que seguramente todo lector quiere reponer después de la lectura: ¿por qué se titula “Dos cuentos maravillosos”? El primer cuento maravilloso que se intercala relata la historia de una mujer que huye primero de la casa materna y después de un hombre “lindo” para sentirse “a salvo del amor” (26); el segundo cuento, un niño sueña y a la vez que sueña, ensaya los modos de ser percibido (contenido) por una mirada tutelar. En ellos también se cuelan lecturas de aventuras y fantasía, como Moby Dick y Sandokan. A pesar de los diferentes argumentos, ambos cuentos -cuya autoría reza A.B. (Amanda Boyle)- trazan en su morfología una misma composición interna, según explicó Valdimir Propp, mencionado también en la novela: fantasía, superación, huida, prueba, alivio. Estas instancias, en sus infinitas modulaciones, desvían una premisa (que también se extiende a esta trama vincular-familiar): la de que todos los cuentos maravillosos tienen un final feliz.

Maradona, el niño que descendió del cielo

Por: Lucía De Leone

Ayer falleció Diego Armando Maradona, ídolo popular, jugador talentosísimo, personaje contradictorio y polifacético. Entre las casi infinitas miradas con las que puede abordarse su figura, desde Revista Transas compartimos la singular visión de la escritora Sara Gallardo. En esta oportunidad, Lucía De Leone recupera las crónicas* que Gallardo escribió para La Nación en 1984 y 1987 cuando la escritora se encontraba en Nápoles, una ciudad que se había maradonizado por completo. A partir de ellas, De Leone reflexiona sobre la particularísima visión de Gallardo, la periodista que se animó a escribir sobre los mil y un temas.

*Las crónicas fueron extraídas de Sara Gallardo, Los oficios, Buenos Aires, Excursiones, 2018 (compilado y prologado por Lucía De Leone) y son gentileza de Paula Pico Estrada.


Le pidieron que escribiera sobre autos y ella se despachó con una extensa nota sobre las carreras en el autódromo. Otra vez, le tocó ir a Chipre y conversar con el líder político religioso Makarios III. También entrevistó a personalidades de la cultura: desde Maximiliam Schell a Zulma Faiad. En las revistas para mujeres, incluso las más modernas, como Claudia, eligió escribir crónicas domésticas en las que se parodiaba a sí misma como mujer de la casa: ¿quién se llevaría a Barcelona el lavarropas y en barco? En las revistas para ejecutivos, publicaba una página de modas no convencional de acuerdo a los parámetros de la época y una columna semanal que la hizo famosa por forjar un tono irreverente y desprejuiciado. “¿Ahora quieren que hable de China?”, decía uno de sus títulos.

Hablo de Sara Gallardo (1931-1988), la autora de las impactantes novelas Enero (1958) y Eisejuaz (1971). También, la periodista argentina que se le animó, y con éxito, a los mil y un temas. Durante sus últimos años, ya instalada en Europa, enviaba con periodicidad casi diaria notas para La Nación. Muchas veces, esas colaboraciones las realizaba sin saber demasiado sobre los temas que escribiría o incluso inventándolos.

Sara no tenía conocimientos técnicos sobre el fútbol, pero estaba justo en Nápoles cuando la ciudad se había maradonizado. Sara no había seguido los pasos de Maradona. Quizá sabía que había jugado en Boca, seguramente no que antes lo había hecho en Argentinos Juniors. Cuando escribió la primera para La Nación, en 1984, faltaban todavía dos años para que el futbolista se consagrara definitivamente en el Mundial de México y ya fuera casi imposible no saber de su existencia.

Las otras dos crónicas referidas al Napoli de Maradona, estas sí posteriores al triunfo argentino en México, se publicaron en 1987 en el mismo diario. Las tres están recopiladas en el libro Los oficios, que preparé para la editorial Excursiones en 2018. En todas ellas, Diego, al que Gallardo compara con el Papa, está hasta en la pizza y es protagonista sin rivales del merchandising futbolero: remeras, casetes, pelucas enruladas y hasta garrafas Maradona.

Del mismo modo que en sus ficciones, el periodismo que practica Gallardo en estos textos es rebelde a encasillamientos predeterminados. Se trata de un periodismo oficioso pero que macanea con desfachatez, que se expide ejemplar y burlescamente sobre todos los temas desde la “desactualidad” (que no es lo mismo que la inactualidad).

Esta cronista está, casi sin saber cómo, en el lugar de los hechos. No obstante, observa, registra, se detiene en los detalles, pregunta, acaso lee algo, mezcla lo que sabe con lo que ve. Así, el Vesubio y la Madonna se entrelazan con Maradona o el celeste y blanco de Belgrano, French y Beruti aparecen replicados en entonaciones futbolísticas de lo argentino. Pero Sara vislumbra también en esa ciudad musicalizada con el himno napolitano al ídolo, en esas calles alborotadas por la pasión futbolera y en ese fuera de tiempo de urbe paralizada donde no importan los festejos sagrados ni paganos porque juega el Napoli, otro modo de la fiesta, aún más insurgente.

¿No son el macaneo, el divague, la desinformación formas insurrectas de la imaginación? Antes de que el Vesubio reaccione otra vez, Sara nos invita a leer indicios en las nubes, a atender la cábala y a merodear sin pisar la capa de seda que tendieron a “los pies del niño descendido del cielo”.

***

Argentina sta accá

NÁPOLES.- Las nubes se abrirán, ochenta mil devotos aullarán. El niño ascenderá entre chispas de luz y rugir del helicóptero en el estadio San Pablo, de Nápoles. Los presentes habrán pagado uno o dos dólares, que se darán a los pobres de la ciudad.
Lello Gambardella, jefe de la hinchada local, no verá el descenso. A pie, con un puñado de sal y un poster del colo, estará camino a Pompeya, donde agradecerá a la Madonna la gracia recibida por su club. En su lugar, en el estadio, un Vesubio de cartón bombardeará fuegos artificiales, y una nube de globos celestes y blancos subirá al cielo. En un jeep blanco, Diego Maradona deberá entrar en la ciudad por el lungomare, igual que el Papa.
Este ceremonial, prolija y apasionadamente tramado, sufrirá una demora similar al retraso de la llegada de Maradona, inicialmente prevista para hoy y pospuesta hasta nuevo aviso. Por lo que la imaginación napolitana tendrá tiempo para agregarle detalles a la ruidosa recepción.

Remeras, cassettes y pizza

Talleres escondidos trabajan día y noche para estampar remeras y grabar cassettes con el himno en su honor, que dice: “Argentina stá acca” (versión en dialecto napolitano). En muchos locales se sirve la pizza a la Maradona, de mejillón y pulpo. En Peppino, trattoría tradicional de Santa Lucia, los mozos visten camiseta azul con la cara del pibe en el pecho. Pelucas de negros rizos se ofrecen en vidrieras de barrio. Los compatriotas que juegan para clubes italianos expresan juicios generosos. Passarella, Bertoni, Díaz y Hernández alaban al unísono al niño y a Napoli.
Las páginas deportivas de los diarios sacan cuentas y parece que Maradona es el décimo argentino que juega para Napoli en medio siglo, a lo que habrá que sumarle dos entrenadores.
Otros periodistas sacan nuevas cuentas. Se recuerda que en 1977, Gianni Di Marzio, entrenador de Napoli, volvió de Buenos Aires hablando de un chico que le parecía destinado a ser un fenómeno. Y se recuerda que Gianni Agnelli dijo hace poco tiempo por la televisión que, después de haber recomendado al joven desconocido al entrenador de Juventus, Boniperti, recibió esta respuesta: “Awocato, si Maradona fuera tan bueno como usted dice, no se nos hubiera escapado”.

Las listas españolas

Los diarios de España hacen las listas de los desplantes del “pibe” y de su clan de treinta amigos, del lujo y las compadradas, la paliza a un fotógrafo que los encontró de mal humor. Y se habla de deudas, de que la Maradona Productions está en espesa crisis financiera y que no ha visto una peseta de los ciento cincuenta millones pagados por unos cortos publicitarios del “pibe” contra la droga, que fueron a parar a bolsillos acreedores.

Listas más inquietantes para Napoli se leen en los diarios italianos: Maradona llegó a España en el 82 y trajo sobre su espalda un mundial empezado bien y terminado mal, porque Italia lo venció, Gentile lo desgarró, Brasil lo humilló hasta el punto de arrancarle una reacción que lo hizo expulsar. En diciembre de ese año se enfermó de hepatitis, que lo tuvo meses sin jugar, le siguió un dolor en los hombros, y, después, una patada que le arruinó una pierna. Y, posteriormente, el odio contra los españoles.
Y así llegará a Nápoles. La ciudad con el índice más alto de mortalidad infantil de Europa, tiende sobre el golfo una capa de seda a los pies del niño descendido del cielo.

Sara Gallardo, La Nación, 4 de julio de 1984

 

Nápoles está toda celeste

NÁPOLES.- Nápoles está toda celeste. El celeste de Belgrano, de French y de Beruti, para precisar. El de Maradona, para ser justos. El nuestro, para ser exactos. La fiesta será impresionante y el secreto de los barrios ha estallado por las comisuras de todas las bocas más selladas.
El celeste que decoraba los bassi, los bajos famosos, donde sólo se puede dormir o fabricar niños -el resto de la vida es en las calles- ha pasado a las paredes; donde no alcanza la pintura, suplen las banderas y los estandartes.
Forcella está envuelta toda entera en una nube celeste, millares de globos en forma de corazón techan los “vicolos”, las callejuelas, de la catedral a los tribunales.
Hoy a la noche habrá un banquete de especialidades napolitanas en un ámbito que ocupa las cuadras que van desde via del Duomo a via Coletta; los del barrio han pagado unos 45 dólares por cabeza para contribuir.
Los carros del desfile fueron secreto por pocos días. Los prepara en el viejo cuartel borbónico vecino a la plaza de armas de Ñola, el renombrado Giuseppe Tudisco, artesano de antiquísima tradición.
Con los hijos Salvatore, Gaetano y Raffaele han ideado cinco alegorías, cuatro encargadas por clubes deportivos, la quinta, “donada por mí, como agradecimiento de un hincha que ha esperado este acontecimiento la vida entera”.
El primer carro ya está listo: está el rey Maradona en el centro, y alrededor los futbolistas extranjeros Boniek, Rummenigge, Platini, Briegel Hateley, que le rinden homenaje.
El segundo es un enorme vesubio que expulsará en bocanadas de fuego a los otros “scudettos”, arrasados por el triunfo del Napoli.
El tercero es el carro de la primavera, con tres paneles que anuncian el feliz evento y una gran mariposa que lleva consigo a los santísimos Allodi y Ferraino.
Cuarta es la carroza del scudetto, de cuyas ventanas asoman los jugadores del Napoli.
Por fin, un caballo de Troya todo azul, de cuya panza saldrán niños vestidos como futbolistas.
Algunos subacuáticos del centro Sant Erasmo se sumergieron ayer temprano en las aguas de Massalubrense para poner una bandera con el scudetto a 40 metros de profundidad ante la Madonna de la Gruta de Vervece, sobre una alfombra de flora submarina.
Las cien “Rosalinde Sprint” de los barrios Españoles, o sea los “femminielli, o travestidos de tradición añosa, bajarán por la calle Toledo todos de azul y de lentejuelas, desparramando sex appeal.
Tal vez la exaltación mayor puede palparse en el célebre barrio de la Sanitá, de donde salieran Totó y tantos talentosos alumnos de Doña Miseria.
En el gran bazar pintado de celeste de via Vergini, Salvatore Scognamillo, alias “Poppella d’pagnutielle”, produce adornos celestes y blancos. Enfrente, un negocio de garrafas de gas, se Rama “Las garrafas de Maradona”.
Hasta los canastos de fruta están pintados de celeste. “Esto no es nada -dicen los chicos-, la gran sorpresa del domingo será una torta alta de 6 metros en medio de la plaza de la Sanitá, con todos los jugadores del Napoli como decoración”.

Sara Gallardo, La Nación, 10 de mayo de 1987

Después de 61 años

NÁPOLES.- ¡Y se dio! Sesenta y un años de encarnizada lucha, desde la fundación. Estuvieron a punto de ganar más de una vez. Fueron vencidos no sólo por los equipos de las ciudades ricas, la Juve, el Inter, el Torino y el Milán, o por el de la capital, la Roma. También por cuadros de ciudades medianas, la Florentina, el Bolonia, ¡hasta el Cagliari, de Cerdeña!
Hicieron tanta buena letra… En las últimas semanas los hinchas del Napoli, por pedido del presidente, se mostraron caballeros, no rugieron, no se pelearon, se diría que hacían su buena obra cotidiana. Los delincuentes dejaron de robar, la crónica policial de los diarios napolitanos se achicó. Y por “scaramanzia” -lo que nosotros decimos cábala-, la palabra scudetto, el escudito de campeones, dejó de pronunciarse. Los sótanos estaban llenos de carteles y de gigantes de papel estraza petrificado para el día del triunfo. Cuando no se podía más, alguien extendía pancartas con una frase de árbol en árbol.
Había un sólo pensamiento, una sola intención. Nadie se acordó de que el domingo era el Día de la Madre, festejado en Italia con vestidos nuevos y flores a granel. A nadie le importó que la Iglesia hubiera proclamado el sábado la obligación de los católicos de votar en las elecciones próximas: abstenerse o votar en blanco será pecado de omisión. Nadie tomó en cuenta la avara declaración del presidente del “Barsa”, llegado para el evento: “Lo que Diego aprendió en Barcelona le fue útil para Nápoles”.
Y empezaron los presagios favorables. Un viejito vio una nube en forma de scudetto sobre el Vesubio. En el Lotto del sábado salió el 43, número atribuido a Maradona. La televisión mostraba a nuestro Diego grabando su canción en italiano: “Amica mia”, dedicada a su madre. Y Diego, con auriculares y emoción decía cuánto la extraña y qué duro es, pese a todo, luchar tanto y tan lejos.
Fue un empate. Maradona no parecía contento. El estadio se transformó en un animal vivo, todo azul, algo que daba miedo. Y una bandera italiana gigantesca bajó al ruedo.
Desde Tokio llega, pues, el martes, la tela encargada por una empresa, una vastedad de kilómetros azules que envolverán en un paquete el Vesubio, que el domingo próximo entrará en erupción con quintales de fuegos artificiales. Es de esperar que no despierte.
La fiesta se ha lanzado, la imaginación ha tomado el poder.

Sara Gallardo, La Nación, 11 de mayo de 1987

 

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El N° 249 DE LA REVISTA SUR: TRADUCTORES Y TRADUCCIONES DE LITERATURA JAPONESA MODERNA

Por: Magalí Libardi*

A fines de 1957, la revista Sur puso a disposición del público lector argentino una selección de literatura japonesa moderna. En este artículo, Magalí Libardi desgrana minuciosamente el “detrás de escena” de ese número de Sur, para entender el primer capítulo de la historia de la traducción de literatura japonesa en Argentina. Como demuestra la autora, en ese proceso tuvo un rol fundamental el traductor argentino-japonés Kazuya Sakai, sobre quien volveremos a leer en una próxima entrega de este Dossier**.


En noviembre de 1957, la emblemática revista literaria Sur publicó un número dedicado a lo que llamó «literatura japonesa moderna». La antología reúne ejemplos de prosa, poesía y teatro de veintidós autores japoneses, versionados por cuatro traductores, e incluye tres textos de corte ensayístico. Se trata de un número clave para comprender la situación de Sur como empresa cultural a finales de la década de los cincuenta y para historizar los comienzos de la difusión de la literatura japonesa en Argentina.

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Son muchos los autores que han señalado el impacto de la dimensión social en la inserción de obras transferidas a un nuevo contexto. Pierre Bourdieu resalta la centralidad de las operaciones sociales de selección y marcación en ese traslado: la importación exitosa depende de agentes ya legitimados, capaces de validar con su prestigio aquello que se importa. Así, el agente importador simultáneamente transmite y se adueña de capital simbólico. Por su parte, Wilfert-Portal señala la necesidad de concebir a ese agente importador de modo no idealizado, a fin de abordar, con plena conciencia de la dimensión material y económica, las transferencias en las que los actores asocian su identidad social a los objetos que importan y se vuelven garantes de su valor.

Asimismo, a partir del llamado «giro cultural» de la década de 1980, en el campo de los estudios de traducción también se ha destacado la importancia de la cultura receptora en la representación del Otro que surge de todo proceso de traducción. Patricia Willson ha precisado que los modos de construcción de lo foráneo por parte de ese aparato editorial constituyen estrategias editoriales, entre las cuales la más evidente es la elección de los textos que habrán de traducirse.[1] Además, la relación entre imaginario e importación es constante y recíproca: el traslado de textos de una cultura a otra es esencial en la construcción del imaginario sobre el Otro, y los imaginarios vigentes en un momento particular determinan los textos que se importan (ya sea para reforzar o subvertir esos imaginarios).

En el objeto de estudio de este escrito se construye un imaginario particularmente complejo, resultado del momento histórico, de la gran distancia cultural entre los textos importados y el aparato importador, y de las características particulares de las culturas interactuantes. Hanne Jansen sostiene que, mientras más distancia exista entre lo representado y el texto representante, más estereotípica resulta la imagen construida. Sin embargo, Sur fue, en ese sentido, un agente importador excepcional no solo por su gran capacidad de legitimación, sino también por su carácter cosmopolita.[2] Sus colaboradores estaban acostumbrados a mirar al Otro en busca de modelos que sirvieran para cerrar lo que percibían como vacíos en la joven cultura argentina. Es innegable, no obstante, que su mirada estaba preferencialmente dirigida a Europa y Norteamérica, e incluso su abordaje de la literatura japonesa fue consecuencia de la mediación de un estadounidense.

Mientras tanto, esas regiones centrales de occidente sí miraban a Japón directamente y establecían una dinámica intrincada de dominación y acogimiento. Orientalismo, el famoso estudio en el que Edward Said analiza esas relaciones de poder, no se detiene en el caso de Japón ni en el imperialismo japonés, que en sí mismo puede pensarse como un modo alternativo de orientalismo, como lo han hecho Harada o Nishihara.[3] En efecto, el dominio de Japón sobre otras regiones de Asia lo acercó al modelo “aprobado” por occidente, y su victoria en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 logró consolidar su participación en la comunidad de estados-naciones modernos.

Argentina no se encontró nunca entre esas potencias capaces de legitimar el modelo occidental. El traslado de los textos que se presentan en Sur implica dos culturas periféricas, y esto supone una actitud importadora distinta a la condescendencia bonachona que Bourdieu menciona al pasar como actitud frecuente entre los «orientalistas». En la introducción que escribe para el número 249, Octavio Paz sostiene que el destino de Japón está unido al de occidente, pero «ese destino no lo sufre pasivamente (como la mayoría de las naciones hispanoamericanas y muchas de Asia, África y aun de Europa) sino que es uno de sus protagonistas, uno de sus “héroes-villanos” y, asimismo, una de sus víctimas». La visión orientalista de Paz se asemeja más a la del propio Japón sobre sí mismo que a la que Said adjudica a las potencias occidentales.

Sur en 1957

Como señala John King, para 1955 Sur aún era la revista literaria más importante de Argentina, pero ya no contaba con el internacionalismo que había caracterizado sus primeras épocas.[4] Al mismo tiempo, tanto la creación de revistas alternativas por parte de varios de los escritores argentinos más jóvenes como el repudio desde Sur a la Revolución cubana volvieron la publicación menos atractiva para las nuevas generaciones. Las antologías aparecieron en esta época como una alternativa para que la revista siguiera vigente en cuanto empresa cultural y continuara tendiendo puentes, aunque ya no desde el contacto directo con las figuras más relevantes de la literatura mundial, sino de un modo más estructurado y académico. El primer número de esa índole fue el 240 (1956), dedicado a la literatura canadiense, al que siguió el número 249, dedicado a la literatura japonesa contemporánea. En el número 254 (1958) se abordó Israel y en el 259 (1959), la India. Ya en los sesenta, aparecieron los números sobre literatura alemana contemporánea (308-310, 1967-1968) y sobre literatura norteamericana joven (número 322, 1970).

En un ensayo de 1980, María Luisa Bastos, quien fuera jefa de redacción de Sur tras la partida de José Bianco en 1961, defiende la década de 1960 en Sur –que King cataloga de reconstrucción fallida– alegando que se publicaron a autores como Samuel Beckett, Osamu Dazai, Marco Denevi, Juan Goytisolo, Eugene lonesco, Yukio Mishima, Vladimir Nabokov, Alejandra Pizarnik y Mario Vargas Llosa. Dos de los ocho autores mencionados son japoneses, lo cual es un testimonio de la importancia que adquiriría para Sur la literatura japonesa tras la publicación del número 249, así como del aura ejemplar que la envolvería desde su incorporación al sistema de literatura traducida argentina.

Selección y arreglo: del Japón de Ishikawa al Japón de Mishima

En la introducción al número, Paz cuenta que la consagración de ese número a la literatura japonesa fue el resultado de un encuentro fortuito en Nueva York entre Victoria Ocampo y Donald Keene. Keene, traductor, académico, historiador y cronista estadounidense, era para entonces una de las figuras más influyentes de los estudios japoneses en lengua inglesa. Según las declaraciones de Keene durante una entrevista con Takaki Kana, solo conversó con Ocampo una vez, y los detalles de la publicación se arreglaron con José Bianco, el jefe de redacción de ese momento. Keene seleccionó textos del volumen Modern Japanese Literature. An anthology que había publicado en 1956. Tanto ese volumen como Anthology of Japanese Literature de 1955, fueron muy populares entre los lectores anglohablantes y, según Keene, Octavio Paz había leído ambos.

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

En el caso de la revista Sur, los autores publicados fueron, mayoritariamente, una porción de los previamente seleccionados por Keene. No hay, por lo tanto, una medición directa de fuerzas entre la literatura argentina y la japonesa, sino que se recurre a un agente mediador. Sin embargo, no todos los textos que conforman el número de Sur fueron extraídos de la antología de Keene. Aquellos que coinciden son: «El diario romaji» de Ishikawa Takuboku, «Kesa y Morito» de Akutagawa (transliterado como Agutagawa en Sur) Ryonosuke, «El crimen de Han» de Shiga Naoya, «Tiempo» de Yokomitsu Riichi, «El lunar» de Kawabata Yasunari, «La mujer de Villon» de Dazai Osamu, «En los bajos de Tokio» de Hayashi Fumiko, y los poemas de Hagiwara Sakutaro, Ishikawa Takuboku, Kitagawa Fuyuhiko, Kitahara Hakushu, Miyazawa Kenji, Nakahara Chuya, Nakano Shigeharu, Takamura Kotaro y Yosano Akiko. Los textos que no coinciden son: «En alabanza de las sombras» de Tanizaki Junichiro, los poemas de Ando Ichiro, Kusano Shimpei, Tachira Michizo, Takenaka Iku, Tanaka Katsumi, y la obra en un acto El tambor de damasco de Mishima Yukio. En cuanto a los poemas que no se tomaron de la antología de Keene, la mayoría aparece en el volumen titulado The Poetry Of Living Japan, que editaron Takamichi Ninomiya y D.J. Enright y se publicó el 7 de mayo de 1957, por lo que es posible que esta sea una de las fuentes alternativas consultadas.

El orden en que se presentan los textos se corresponde, en la sección de prosa, no con el de Modern Japanese Literature, sino con el texto introductorio de Keene que publica Sur (a excepción de los textos de Shiga y Akutagawa, que se publican en el orden inverso) y que es, en general, cronológico (la cronología se desfasa parcialmente en la revista al seleccionar un texto de Tanizaki de 1933 y al invertir el de Shiga, de 1913, y el de Akutagawa, de 1918). A la sección de prosa le sigue una antología poética en orden alfabético, luego la obra teatral de Mishima y, para terminar, un ensayo sobre la música de Okinawa escrito por Juan Pedro Franze. El primero de los textos en prosa, El diario romaji, es el único que se publica junto con la nota explicativa de Keene que precede a todos los textos que aparecen en Modern Japanese Literature. Ishikawa fue una figura fundamental en la literatura japonesa moderna, y los motivos por los que eligió escribir un diario en rōmaji (ローマ字, caracteres romanos) son demasiado complejos para abordarlos aquí, pero es posible interpretar la ubicación de este texto híbrido, en el que el narrador referencia explícitamente a Hamlet, como un gesto conciliador, un modo de demostrarle al lector que la literatura japonesa moderna es, como afirma Paz en su introducción, «extraña y familiar» (1957: 3), aunque haciendo hincapié, por lo menos al comienzo, en la familiaridad. Por el contrario, la última traducción, que es una de las únicas dos directas del japonés, es de una adaptación escrita por Mishima de una obra homónima del teatro noh que data del siglo XV y que parece completar el oxímoron de Paz.

Traducir traducciones

No resulta sorprendente que la gran mayoría de las traducciones que se publicaron en el número 249 de Sur sean indirectas, ni que casi todas tomen como texto de partida las versiones en inglés que se publicaron en Modern Japanese Literature. Alejandrina Falcón señala que las traducciones indirectas pueden ser declaradas, si se informa a los lectores del trabajo con un texto intermedio, o «camufladas». En este caso, solo las versiones realizadas por Alberto Girri, que componen la antología poética, llevan una leyenda explícita que informa que se han traducido del inglés. Los demás textos aparecen acompañados por el nombre del traductor al final, sin mención de la lengua del texto «original», y en ninguno de los dos textos introductorios se menciona que se esté trabajando desde traducciones, ni mucho menos se llega a nombrar (y dar crédito) a alguno de los catorce traductores que trabajaron junto a Keene para producir las versiones que aparecen en su antología.

El primero de los cuatro traductores que aparecen asociados a los textos originalmente escritos en japonés, es Carlos Viola Soto, quien traduce a Ishikawa, Tanizaki, Shiga y Yokomitsu. Viola Soto había trabajado con Girri en la traducción de un volumen de poesía italiana contemporánea y también colaboró posteriormente en la colección que creó Kazuya Sakai. Tres de sus traducciones para la revista parten de las versiones en la antología de Keene. El fragmento que se publica de El diario romaji (traducido al inglés por Keene) es considerablemente más breve que el que se publica en Modern Japanese Literature, pero tanto «El crimen de Han» como «Tiempo» coinciden por completo con «Han’s Crime» en traducción de Ivan Morris y «Time», también en traducción de Keene. La excepción es el fragmento del ensayo de 1933 de Tanizaki titulado «En alabanza de las sombras», que, como se mencionó, no está incluido en la antología de Keene. Si bien en su conferencia sobre los haikus de Borges, el profesor Shimizu Norio se refiere muy tangencialmente a la traducción del ensayo de Tanizaki para Sur y propone una fuente francesa, no parece haber rastros de dicha versión, y la bibliografía considera como primera al francés la realizada por René Sieffert en 1977. Incluso en la entrevista que en 2017 dieron los traductores Ryoko Sekiguchi y Patrick Honnoré tras publicar una nueva versión francesa del ensayo, sólo mencionan la traducción de Sieffert como antecedente. Al mismo tiempo, en 1954, el reconocido académico y traductor del japonés Edward G. Seidensticker, que era un gran amigo de Keene e incluso produjo versiones para su antología, tradujo y comentó varios fragmentos para la publicación Japan Quaterly (vol. 1, n.° 1), que luego se publicaron en la revista Atlantic Monthly (enero de 1955) con el subtítulo «An English Adaptation» (1955: 141). La versión de Viola Soto reproduce exactamente los mismos fragmentos, siguiendo de cerca las decisiones de Seidensticker, lo que convierte a este texto en la fuente más probable.

Miguel Alfredo Olivera aparece como el traductor de los textos de Kawabata, Dazai y Hayashi. La traducción de «El lunar» coincide con «The mole», traducido por Edward Seidensticker, la de «La mujer de Villon», con la versión del cuento de Keene y la de «En los bajos de Tokio», con la traducción de Morris. La única particularidad notable es el cambio en el título de este último relato. La versión de Morris se publicó con el título de «Tokyo» en la antología de Keene y el de «Downtown» en la antología editada por el propio Morris en 1957, titulada Modern Japanese stories: an anthology. Esa edición también incluye una nota al pie que no aparece en la versión del volumen de Keene, en la que Morris nombra los barrios que se incluyen en el término shitamachi, que es el título original del cuento y literalmente significa barrio bajo.

Alberto Girri es el único de los traductores de este número (sin contar a José Bianco, que tradujo a Keene y se examinará más adelante) que aparece consignado en el reverso de la tapa de la revista como parte del comité de colaboradores de Sur. Girri se encargó de la traducción de los veintiún poemas que conforman la sección de antología poética. En 1974, Ediciones Corregidor publicó el volumen Versiones, en el que se recogen numerosas traducciones de poesía hechas por Girri, entre ellas la totalidad de las que aparecen en el número 249 de Sur. Versiones incluye, además, un prólogo en el que Girri recuerda al lector que se tratan de traducciones del inglés y afirma haber «intentado, en esencia, una aproximación al pensamiento poético de cada autor». Resulta muy difícil imaginar un escenario en el que tal pretensión pueda cumplirse cuando se trabaja a partir de traducciones de poesía.

El problema de trabajar a partir de traducciones se manifiesta con particular intensidad cuando la forma y el contenido interactúan íntimamente, como suele ser el caso de la poesía. Se agudiza, además, en el caso de la poesía escrita en lenguas como el japonés, pues la dimensión visual de los ideogramas aporta efectos y matices adicionales. No obstante, traducir a partir de traducciones siempre es limitante. El resultado no puede ser más que parcial y vagamente aproximado. Anna Kazumi Stahl resume las falencias de las traducciones indirectas: las versiones no logran una intimidad con la mentalidad japonesa ni pueden siquiera cuestionar las interpretaciones del primer traductor.[5] A pesar de esto, la época, el prestigio de los tres escritores-traductores convocados y la escasez de traductores del japonés explican la inclusión de traducciones indirectas en el número 249 de Sur, que, de todos modos, cumplió el cometido general de acercar a los lectores argentinos a una literatura que probablemente desconocían por completo y sirvió de antesala a la publicación, a través de la Editorial Sur, de la traducción directa realizada por Kazuya Sakai de la novela El sol que declina de Dazai en 1960.

Kazuya Sakai, traductor del japonés

Que el número 249 de Sur haya hecho uso de una lengua intermedia para traducir del japonés no significa que no hubiese antecedentes de traducciones directas al español, aunque estas fueron la excepción durante mucho tiempo. Alfonso Falero nota que durante las primeras décadas de siglo XX la tendencia en la incipiente niponología española era depender de lenguas intermedias, como el francés, el inglés y alemán.[6] El único ejemplo de traducción directa que menciona es la de Antonio Ferratges de dos piezas de teatro japonés publicadas por la editorial Aguilar en 1930. A partir del estallido de la guerra civil española ya no se tradujeron obras japonesas en España, pero eso no significó el cese de la actividad traductora relacionada con Japón, sino su desplazamiento a Latinoamérica.

En Argentina, el antecedente más significativo es la editorial Ko-shi-e, fundada en 1953 por Koichi Komori y su hermano, Shigekazu Shimazu y Takeshi Ehara. El resultado de esta empresa fue la excelente antología Cuentos japoneses, que incluye «Rashōmon» y «En el bosque» de Akutagawa, y que se publicó en junio de 1954, con traducciones directas de Takeshi Ehara, director en ese momento del periódico Akoku Nippo. Según el propio Ehara, el volumen estaba pensado para el público general argentino, pero también para que los integrantes de la colectividad japonesa se lo regalasen a sus amigos argentinos o, en caso de ser padres, a sus hijos.

El más célebre traductor del japonés de la época en Argentina, sin embargo, fue Kazuya Sakai. Sakai nació en Buenos Aires en 1927, pero se educó en Japón y regresó a Argentina en 1951. En 1956 se convirtió en miembro fundador del Instituto Argentino Japonés de Cultura, cuya revista, Bunka, aparece anunciada en una de las primeras páginas del número 249 de Sur. En ese primer número de Bunka, Sakai publicó su artículo «Gingaku: las máscaras más antiguas que se conservan».

Sakai tradujo «Kesa y Morito», de Akutagawa Ryonosuke y El tambor de damasco, de Mishima Yukio para la antología de Sur, pero estas no fueron sus primeras traducciones. En 1954, publicó su versión de «Rashōmon» a través de la editorial López Negri. En 1958, creó la colección Asoka para la Editorial Mundonuevo (ex La Mandrágora) junto a Osvaldo Svanascini, que pretendía difundir la filosofía, la cultura y las artes de algunos países asiáticos. Ya en 1959, tradujo «Kappa» y «Los engranajes» y El biombo del infierno y otros cuentos, todos de Akutagawa, para esa colección, y varias piezas de Mishima bajo el título de La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno, además de la novela para Editorial Sur.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima, traducción de Kazuya Sakai.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima,       traducción de Kazuya Sakai.

Las traducciones de Sakai son portadoras de una hibridez particular, en la que la domesticación y la exotización se intercalan constantemente, que podría interpretarse como simbólica de la identidad del propio Sakai. Asimismo, los textos que traduce –una exploración psicológica de un cuento tradicional y una adaptación moderna de una obra del teatro noh– se pueden pensar como reescrituras sintéticas, que dan cuenta del encuentro entre elementos dispares, como la propia identidad argentina-japonesa. Keene y Sakai se conocieron recién en 1963, permanecieron en contacto desde entonces, y fue a través de Keene que Sakai conoció a Octavio Paz, con quien luego trabajó en la revista Plural en México.

Dos introducciones y un ensayo

No cabe duda de que tanto la organización como el componente paratextual modelan también la imagen de lo extranjero. El número 249 de Sur se inicia con la ya mencionada introducción Paz, quien se ajusta bien a la descripción que hace Wilfert-Portal de los importadores prologuistas que, por su carácter de referentes culturales, actúan también como garantes del material importado. Paz se desempeñó durante 1952 como encargado de negocios de la Embajada de México en Japón, pero, como consecuencia de su marcado interés por la cultura japonesa, su labor diplomática continuó incluso después de despedirse de Tokio. En 1957, tradujo junto a Hayashiya Eikichi una colección de haikus de Bashō y, poco después, Sendas de Oku, del mismo autor. Al mismo tiempo, no se debe olvidar que Paz solo pasó cinco meses en Japón y nunca aprendió la lengua. Su texto para Sur cierra con una reflexión sobre la “otredad” evidenciada por la literatura japonesa moderna, que es para él una materialización de la misión de la literatura en general. Para Paz, Japón es, en todas sus manifestaciones, ejemplar.

A esa introducción sigue la de Keene en traducción de Bianco. El texto es un artículo titulado «Modern Japanese Literature», que Keene publicó en University of Toronto Quarterly, en el que señala el desconocimiento en occidente de la literatura japonesa, la atracción que ejerce un Japón imaginado y la decepción de los lectores occidentales al encontrarse en la literatura con un Japón “moderno” que no responde a esas expectativas. Concluye con una idea similar a la de Paz respecto a la síntesis que es la literatura japonesa moderna, tan ligada a la tradición y totalmente inteligible para los lectores modernos. La traducción de Bianco incluye las dos notas al pie, pero se aleja del texto original en dos momentos: primero, reemplaza los versos de «To a Skylark» de Shelley, que Keene usa como ejemplo del tipo de imagen poética que durante siglos fue inconcebible en Japón, con una estrofa de «Oh, libertad preciosa» de Lope de Vega, y más adelante, cuando se comienza a hablar de Kawabata, modifica el comienzo de la frase original («Kawabata’s novels») por «El lunar».

El texto que cierra la antología es un ensayo de Juan Pedro Franze sobre la música de Okinawa. Franze era colaborador frecuente en Sur, pero, a primera vista, esta pieza parece desentonar con el resto de la antología. Su inclusión, sin embargo, difícilmente sea arbitraria. Según los datos recogidos por Cecilia Onaha, para 1978, el 70% de la comunidad japonesa en Argentina era de origen okinawense, y sus expresiones culturales se preservaron en buena medida en el país receptor. La Agrupación de Música y Danza Okinawense se formó a finales de los cuarenta, y en 1951, sus integrantes crearon el Centro Okinawense en la Argentina. Música y danzas se practicaban asiduamente: hubo una actuación en el Teatro Discépolo en 1952 y una demostración en 1953 a cargo de Seihin Yamauchi, que fue televisada. El artículo de Franze demuestra una consciencia sobre esta característica de la inmigración japonesa en Argentina.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro Franze.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro   Franze.

Conclusiones

Pageaux propone que la representación del Otro que puede destilarse de los textos literarios habrá de corresponderse con alguna de tres actitudes fundamentales: la manía, la fobia o la filia.[7] La manía implica una visión de la cultura extranjera como superior a la propia, la fobia aparece si la realidad cultural extranjera es considerada inferior y negativa, y la filia nace si la cultura que mira representa en términos positivos tanto la cultura de origen como la cultura extranjera. Solo en la filia se evalúa y reinterpreta lo extranjero. Las estrategias editoriales del número 249 de la revista Sur, revelan una actitud que oscila entre la manía y la filia, que es consistente con la representación histórica de los inmigrantes japoneses en Argentina a mediados del siglo XX. Ya se ha mencionado que Paz orienta la lectura de la antología hacia una imagen de Japón como país ejemplar y, específicamente en lo que respecta a su literatura moderna, como modelo de realización acabada y paradigmática de lo que Moretti llama la «ley de la evolución literaria», es decir, el compromiso entre la influencia formal occidental (francesa o inglesa) y los materiales locales de las culturas periféricas, que subyace al surgimiento de la novela contemporánea en la mayoría de los casos. Tanto la selección de obras de Keene como las traducciones directas de Sakai refuerzan la misma visión de la literatura japonesa moderna como forma híbrida en la que se logra un equilibrio entre la realidad tradicional o local y las formas modernas u occidentales. Esta valoración ejemplar se ve replicada en la historia de la comunidad japonesa en Argentina: autores como Silvia Gomez y Marcelo Higa[8] han señalado la existencia de un «prejuicio positivo» de la sociedad argentina a todo lo relacionado con Japón.

Al mismo tiempo, el contacto con organizaciones de cooperación –como el Instituto Argentino-Japonés de Cultura–, el interés por proveer algunas traducciones directas, y la inclusión de la comunidad okinawense a través del ensayo final demuestran un compromiso que trasciende el mero japonismo de las formas vacías. Amalia Sato ha dicho que el número 249 «resulta impecable en cuanto a las aperturas que propone» y Shimizu Norio, que se trata de un «número de extraordinaria calidad». Quizás el aporte más importante de Sur en este caso sea que, gracias a su elevado capital simbólico y mediante la enmarcación erudita de los textos japoneses, fue capaz de sentar bases más sólidas que cualquier iniciativa previa en la creación de las condiciones sociales necesarias para propiciar un «diálogo racional» entre culturas.

***

[1] Willson, P. (2004). La Constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI.

[2] Jansen, H. (2016). «Bel Paese or Spagheti noir? The image of Italy in contemporary Italian fiction translated into Danish». En L. van Doorslaer, P. Flynn y J. Leerssen (eds.), Interconnecting Translation Studies and Imagology. Amsterdam: John Benjamins Publishing Company, 163-180.

[3]  Nishihara, D. (2005). «Said, Orientalism, and Japan», Alif: Journal of Comparative Poetics, 25, 241-253.

[4]  King, J. (2009). Sur: A study of the Argentine literary journal and its role in the development of a culture, 1931-1970. Cambridge: Cambridge University Press.

[5] Stahl, A. K. (2012). «Lecturas posibles del japonés». En G. Adamo (ed.), La traducción literaria en América Latina. Buenos Aires: Paidós, 177-192.

[6] Falero, A. (2005). «Lexicografia y cultura: el caso de la traducción de textos japoneses al castellano». En C. Gonzalo y V. G. Yebra (eds.), Manual de documentación para la traducción literaria. Madrid: Arco/Libros, 325-348.

[7]  Pageaux, D. H. (1994). «De la imagineria cultural al imaginario». En P. Brunel e Y. Chevrel (eds.), Compendio de Literatura Comparada. Trad. de I. Vericat Núñez. México: Siglo XXI, 101-131.

[8] Higa, M. (1995), «La problemática identificatoria de los inmigrantes japoneses y sus descendientes en Argentina» (ponencia presentada a las V Jornadas sobre Colectividades).

* Magalí Libardi es traductora pública y científico-literaria en inglés por la Universidad del Salvador, donde se desempeña como docente. Participó del Programa de Estudios Asiáticos becada por la organización Jasso y la Universidad Kansai Gaidai de Osaka, Japón. Cursó, además, la Carrera de Especialización en Traducción  Literaria (UBA) y la Diplomatura en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey), y actualmente se encuentra preparando su tesis para la Maestría en Literaturas en Lenguas Extranjeras y en Literaturas Comparadas (UBA).

** Una versión previa de este texto fue presentada en la II Jornada Latinoamericana de Estudios Editoriales (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2019).

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La ceremonia del té en el sur

Por: Malena Higashi[1]

Imagen: Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954.

 

El mate sudamericano tiene mucho de ritual: algo similar, pero llevado a un extremo de refinamiento artístico, ocurre con la ceremonia del té en Japón. En esta nota, Malena Higashi conecta la historia de su abuela, maestra de la disciplina en Argentina, con su propio recorrido en el camino del té, entre Kioto y Buenos Aires. Malena se pregunta qué significa esta práctica en América Latina, con otros ingredientes, otros utensilios, otras flores: una ceremonia “mestiza” para compartir y disfrutar un té.


Caminar

Lo primero que se aprende en la ceremonia del té es a caminar. Que es como decir, aprender a llevar el cuerpo. Caminar con movimientos sigilosos, con el andar de un cuerpo ligero, con pasos discretos y cortos. Cuando veo a mis maestros desplazarse pareciera que estuvieran flotando levemente en el aire, pero su presencia no es etérea, todo lo contrario: están de una manera muy firme sobre la tierra y su sabiduría acumulada por la experiencia y el paso de los años hace que su modo de estar en el mundo sea muy contundente.

No reparé en todo lo performático y en la presencia fundamental que tiene el cuerpo en la ceremonia hasta que me tocó hacerla todos los días durante un año, mientras estudiaba en la escuela Urasenke de Kioto. La práctica diaria moldea el cuerpo y cada vez que deslizaba con una mano el fusuma[2] para entrar a la sala y preparar el té, sentía que se abría el telón de un teatro.

Hace muchos años, cuando estudiaba periodismo, un profesor me dijo que parecía japonesa de cara y cuerpo, pero mi gestualidad era argentina. Tiempo después, cuando leí el libro Gestualidad japonesa de Michitaro Tada entendí que la gestualidad es parte del cuerpo y de la cultura misma. Releyendo hoy mis apuntes pienso entonces que siendo argentina, tengo que emular cierta gestualidad japonesa a la hora de hacer un té: la delicadeza de las manos al tomar y dejar cada objeto, levantarme del tatami y volver a sentarme en él con la espalda y la cabeza recta, como si me estuvieran tirando de un hilo que sale del centro de mi cabeza alineando todo el cuerpo. Al batir el té, hacerlo de manera enérgica, pero que ese cambio brusco de la fuerza no se note en el brazo ni en la mueca de la cara. Movimientos armoniosos y delicados. Movimientos que parezcan naturales. Esa es la gestualidad que requiere el Chadō, el camino del té, que en Occidente se conoce como ceremonia del té.

Distancia

Siempre pensé que mi abuela había conocido la ceremonia del té en Japón. Son esas cosas que das por sentadas hasta que un día te das cuenta de que tu abuela sólo vivió en Japón los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial. Y viajás a Japón y visitás el pueblo de donde vino tu bisabuela, un punto en el mapa perdido en la prefectura de Kagoshima a donde ni siquiera llega el tren. La casa familiar está en medio del campo sin una dirección precisa. La indicación al taxista para llegar hasta ahí es simplemente “cerca del cementerio”.

En plena guerra y viviendo en una casa en una zona rural de Japón, nadie practicaba Chadō. Sí había algo de Ikebana, según recuerda mi obachan[3]. “Era algo muy elevado para los japoneses. Pensándolo bien, no debería ser así. El Chadō es una educación, te enseña acerca del gyougi sahou, la vida cotidiana”, las buenas maneras.

Paradójicamente (o no), mi abuela se acercó por primera vez a la ceremonia del té en Buenos Aires. Fue en el año 1979, cuando a través del Círculo de Damas de la Asociación Japonesa a la que pertenecía entró en contacto con esta práctica. Unos años después llegó de Japón Okuda Sensei[4] a enseñar y en 1985 fue mi abuela quien se hizo cargo del grupo que se había conformado. Para ese entonces yo tenía un año. Me gusta pensar que mi abuela estaba descubriendo dos mundos en simultáneo: el del té y el del abuelazgo.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Unos años después viajó a Japón, a la sede de Urasenke en Kioto para perfeccionarse en la ceremonia del té. Después de esos meses intensivos de estudio le fue otorgado su cha mei, su nombre de té, que es “So-e”. Desde entonces se dedica a enseñar en Buenos Aires. En esas largas conversaciones que tenemos, en las que sólo puedo pescar respuestas esquivas a mis preguntas puntuales, me contó que siempre había querido hacer algo relacionado con la cultura japonesa. “Lo más cercano que encontré fue la ceremonia del té”, me dijo. “Cercano”, dice mi abuela sensei. Pienso en los miles de kilómetros que nos separan de Japón. La distancia física y el abismo cultural. Por momentos me parece un milagro que en Argentina exista un grupo que practica rigurosamente la ceremonia japonesa del té.

Kioto/Buenos Aires – Buenos Aires/Kioto

 

En estas idas y vueltas, en este tráfico de ceremonia del té Kioto-Buenos Aires y viceversa hubo un hito que marcó la historia (al menos la nuestra) para siempre. El 22 de octubre de 1954 se realizó por primera vez una ceremonia del té en Argentina. El anfitrión era un joven de 31 años, futuro heredero de la tradición Urasenke. Sen Genshitsu XV, tal es su nombre, se convertiría años más tarde en el décimo quinto Gran Maestro de la Escuela Urasenke. Como mi abuela, había podido superar los años duros de la guerra y había volcado de lleno su vida al té. Fue uno de los maestros que más se preocupó por difundir un mensaje de paz que cargaba como una insignia a cada país que visitó. Esos viajes lo trajeron a América Latina. Y su presencia aquí dio lugar a la Escuela Urasenke que sigue existiendo hoy.

Hace 66 años, se realizó esta primera ceremonia del té en un palacete ubicado en la avenida Luis María Campos. Era la residencia del inmigrante japonés Kenkichi Yokohama que se había dedicado al comercio de antigüedades traídas de Oriente. En las fotos en blanco y negro se ve al Gran Maestro vistiendo un kimono oscuro y en él un detalle que identifica su linaje: el escudo familiar que tiene la forma de un trompo. Muchos años después, luego de una significativa trayectoria recorrida al frente de la tradición Urasenke, Sen Genshitsu XV decidió dar un paso al costado y ceder el cargo a su hijo. En uno de los textos que publicó por esos años se refirió a ese símbolo: “así como el trompo, espero poder seguir en movimiento constante a lo largo de mi vida”.

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

* * *

El 31 de marzo de 2017 llegué a Kioto, específicamente al “Urasenke Gakuen Professional College of Chadō” para estudiar durante un año la ceremonia del té. Como relaté al principio del texto, entre las cosas que aprendí durante ese año puedo mencionar lo performático, la importancia fundamental del cuerpo. Mi mundo del té se expandió traspasando los límites imaginados, porque no sólo aprendí cosas nuevas sino que me sumergí en una manera japonesa de hacer las cosas en todos los aspectos posibles: la disciplina, el orden, la limpieza, formas de vincularme y de convivir con mis compañeros extranjeros y con los estudiantes japoneses que venían de diversos puntos del archipiélago para estudiar.

Hay dos escenas que dicen mucho acerca de la cultura japonesa y de la relación con nuestra propia cultura, occidental y latinoamericana. Estas dos escenas abren y cierran un ciclo: una sucedió antes de embarcarme en el viaje y la otra hacia el final.

Maruoka sensei, maestro de la Escuela Urasenke con sede en Ciudad de México que nos visita todos los años para ayudarnos a profundizar nuestra práctica, me dio una serie de consejos en la última clase que tuvimos en Buenos Aires antes de mi viaje. Y uno de ellos fue muy puntual: “No te olvides de disfrutar el té”, me dijo. No entendí muy bien a qué se refería, porque disfrutar el té es algo natural para quienes lo practicamos. Terminé de comprenderlo cuando estuve en Japón: la sobreexigencia, el nivel de excelencia, la perfección con la que funcionan las estructuras japonesas a veces genera rispideces en los vínculos humanos. Es como si por un lado estuviera el plano organizacional y por el otro el plano de la convivencia. Obviamente van de la mano, pero es en esos roces en donde se generaba cierta incomodidad. Y un ambiente de té realmente requiere estar libre de tensiones. Es decir, para disfrutar del té hay que llevarse bien primero con una misma, y luego con todos los demás. Es un disfrute entonces que requiere cierto esfuerzo, cierto entendimiento. No es algo dado naturalmente. Y no hay que olvidarlo nunca: lo más importante en un encuentro de té es esa correspondencia entre la anfitriona y sus invitados. De ese momento compartido, de esa vivencia viene el disfrute del té.

También tiene que ver con algo vinculado al cuerpo. Los procedimientos para preparar el té se estudian rigurosamente: el orden, el lugar en donde va cada elemento, los movimientos sutiles y elegantes. Cada uno de nosotros los practica una y otra vez y al principio parecieran ser un poco mecánicos porque es la mente la que pone el orden. Años después, una misma se va volviendo parte de aquello que practica y es el cuerpo el que articula el movimiento. Se hace el té sin pensar, la mente queda vacía de pensamientos. Y a pesar de cierta rigidez en la forma, aflora ahí mismo la libertad expresiva de cada una. Estos procedimientos se vienen realizando de la misma manera desde hace 400 años pero cada practicante va moldeando su estilo y al realizar la ceremonia dejará entrever su propia sensibilidad; podremos observar a distintos maestros hacer la misma ceremonia, que será personal y universal a la vez. Creo que ahí hay también un disfrute: el del fluir del procedimiento, cuando nuestro cuerpo se vuelve uno con el movimiento.

La segunda escena tiene que ver con el período final de mis estudios en Japón. En una reunión con Okusama, la esposa de Iemoto Sen Soshitsu XVI, el actual Gran Maestro de la Escuela Urasenke, mi compañero Freddy de Taiwán preguntó qué cosas deberíamos tener en cuenta al volver a casa. Ella respondió que habíamos aprendido nuestra base ahí, que nunca debíamos olvidarla. Y que, naturalmente, tendríamos que adaptar algunas cuestiones a las limitaciones que pudiéramos encontrar en nuestros países de origen. El Gran Maestro Sen Genshitsu XV lo explica muy bien en un breve ensayo titulado “Insuficiencia” en el que cita a un daimio[5] poderoso que escribió lo siguiente: “El objetivo original del té tiene, en su esencia, la aceptación de lo insuficiente”. El Gran Maestro dice que el camino del té es un método por medio del cual podemos aceptar nuestra propia suerte y estar satisfechos con ella. “Por ejemplo, la inmensa mayoría de las personas que practican el té hoy en día no tienen acceso a una casa de té o jardines que hayan sido especialmente diseñados y construidos para reuniones de té. Pero, independientemente de que una reunión se lleve a cabo o no en tal escenario, el anfitrión debe dirigir su total atención a las necesidades y el confort de sus invitados; sus esfuerzos no deben disminuir simplemente por falta de las cualidades ‘apropiadas’ en el lugar en que servir el té. La superación de tal insuficiencia por medio de la creatividad aumenta en proporción directa la profundidad de la experiencia tanto del anfitrión como del invitado”. Indefectiblemente habrá una adaptación de la práctica.

Todo esto me lleva a una pregunta que siempre vuelve: ¿cómo pensar hoy el futuro de la tradición? Es una pregunta que engloba el pasado, el presente y el futuro. Estoy convencida de que el rol que tenemos los practicantes de té fuera de Japón es importante para que la ceremonia del té se siga expandiendo y, por lo tanto, se mantenga viva y en movimiento. El ejemplo concreto que se me ocurre es la popularidad que tiene hoy el matcha, el té verde en polvo que se bebe en la ceremonia del té. El consumo de matcha traspasó las fronteras de Japón y hoy en día se puede comprar en cualquier lado. Incluso se puede tomar en grandes cadenas de cafeterías mezclado con azúcar y leche, el producto se llama matcha latte. También se popularizó el matcha (por su saber y su color verde) como un ingrediente para la pastelería. Frente a esta explosión de la fiebre del matcha me interesa siempre difundir la idea de que es un té que está vinculado a la historia, la filosofía e incluso la política en Japón. Es una bebida que tiene un peso cultural enorme y eso hace que no sea simplemente un té. Chanoyu es la otra denominación con la que se conoce la práctica de la ceremonia y su traducción es “agua caliente para el té”, es decir que originalmente se tomaba solamente mezclado con agua caliente sin ningún otro agregado. La otra palabra, Chadō, termina de completar la idea a la que me refería antes. “Cha” significa té, y “dō”, camino. El Chadō se transita a lo largo de toda la vida y su aprendizaje profundo va permeando la vida cotidiana. Es justamente eso que mi abuela llamó gyogi sahou. El camino es la vida diaria.

Un verde como el té, un verde como el mate

La escritora Banana Yoshimoto estuvo de visita hace muchos años en Argentina y también pasó por Brasil. En el ensayo “El misterio del mate” cuenta algo acerca de ese viaje y en particular se refiere al señor Saito, un japonés radicado en Brasil que, como explica Yoshimoto, llevaba tanto tiempo viviendo allí que se había convertido en sudamericano. También menciona que toma mate, y ella misma lo prueba. Aunque le resulta fuerte empieza a gustarle. “Tal vez, un té tan potente como ese sea necesario para seguir viviendo en aquella rigurosa naturaleza”, reflexiona. Me gusta pensar esta misma postal pero a la inversa: ¿por qué los japoneses beben té matcha? ¿Y por qué idearon y perfeccionaron la cultura de la ceremonia del té? Con respecto a la primera pregunta tengo varias respuestas posibles. La costumbre de beber matcha fue llevada desde China por los monjes zen, que lo bebían para sostener sus largas horas de meditación y como medicina. Hacía el año 1300 se popularizó su consumo en ostentosos banquetes y fue el siglo XV con el monje zen Murata Shuko que el té empezó a cobrar otro sentido, que terminó de establecerse con el Gran Maestro Sen no Rikyu[6] en el siglo XVI. En paralelo, los japoneses idearon técnicas específicas para el cultivo de la camelia sinensis, la planta del té, y para producir con ella un matcha de excelencia que ningún otro país del mundo pudo igualar.

El matcha es un té fuerte, me atrevo a decir que incluso es más fuerte que el mate: por su intensidad, su color y su densidad. Es un líquido más bien espeso y al beberlo estamos tomando directamente la hoja de té, molida y mezclada únicamente con agua caliente.

Con respecto a la segunda pregunta, un encuentro de té es, entre muchas cosas, una comunicación a través de dispositivos (una caligrafía, un arreglo floral, una comida llamada kaiseki, una ceremonia del incienso) que comunican distintas cosas en niveles de lectura muy profundos, si se tiene el conocimiento suficiente. Un encuentro de té es un espacio y un tiempo compartidos, únicos e irrepetibles. Hay una cercanía emocional muy fuerte entre la anfitriona y sus invitados pero se mantiene la distancia física y el respeto propio de esta ceremonia (y de la cultura nipona en general). Es una manera japonesa de mostrar los sentimientos. Muchas veces me hicieron el siguiente comentario: “¿Tanto lío para preparar una taza de té?”. Es que la taza de té es la excusa. Y todo lo demás, cada mensaje detrás de cada gesto, es lo que nos convoca.

Seguir aprendiendo

Otra de las cosas que entendí durante mi año de estudios en Kioto es que algo que se valora mucho en el mundo del té es una capacidad de inventiva combinada con el buen gusto para elegir los elementos que se van a utilizar para preparar el té. A los japoneses les divierte ver una taza hecha con diseños y arcillas que no sean japonesas. Incluso las cucharillas de bambú para servir el té son talladas en maderas locales en aquellos lugares en donde el bambú no crece y eso hace que un elemento conocido se vea y se sienta distinto en otro material. La gracia es poder explicar de qué tipo de madera se trata, de qué árbol proviene; lo mismo con la cerámica. Se trata de poder armar un relato alrededor de estas artesanías locales que cobrarán otra dimensión (y otros significados) circulando ahora en una sala de té.

Organizar y planificar un encuentro de té nos fuerza necesariamente a observar profundamente nuestro entorno, investigar acerca los tipos de cerámica autóctonos, buscar los nombres de las flores silvestres que crecen en suelo local para hacer arreglos florales. Esta combinación armoniosa entre objetos de distintas partes del mundo puede dar lugar a un interesante encuentro de té.

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei.

En nuestras prácticas de cada semana en Urasenke Argentina usábamos objetos japoneses y de a poco empezaron a colarse tazas hechas acá. En este mestizaje Japón está siempre presente y empieza a fundirse con cada una de las culturas en donde se practica la ceremonia del té. Creo que el Chadō es para mi abuela una forma de mantener siempre vivo su vínculo con la cultura japonesa y sus raíces. Inconscientemente yo también me fui volcando hacia ese lado y a medida que descubría que hacer té era también una manera de entrenar los sentidos, de aprender el significado profundo de una caligrafía, preparar los dulces para servir y establecer un diálogo con las flores para poder hacer un chabana (arreglo floral), entré en un romance que al día de hoy sigue latiendo muy fuerte. Cuando le pregunto a mi abuela qué fue lo que aprendió de todos sus maestros y de todos estos años dando clases dice que no puede asegurar saberlo todo. “Sigo aprendiendo”, responde con una sonrisa. Y con esa respuesta disfrazada de simpleza, vuelvo como en una espiral al principio del ensayo: en este largo camino del té volvemos siempre al punto de inicio y aprendemos a caminar, una y otra vez.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.


[1] Malena Higashi es practicante de Chadō, aquí conocida como ceremonia del té. Es egresada del programa “Midorikai” de Urasenke Kioto y es vicepresidenta de Urasenke Argentina. Organiza encuentros de ceremonia del té y dicta los talleres “Agua caliente para el té” y “Un Japón propio”. También es docente en el Instituto Argentino Japonés Nichia Gakuin, Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y periodista.

[2] Puerta corrediza.

[3] Abuela.

[4] Maestro.

[5] Señor feudal.

[6] Sen no Rikyu (1522-1591) elevó la ceremonia del té a su máxima expresión: la ordenó, pero también la “japonizó” a través de artesanías de bambú y piezas de cerámica japonesa, dando origen incluso a la cerámica de tradición Raku junto al ceramista Chojiro. Le dio a la ceremonia del té una impronta vinculada a lo que se conoce como estética wabi, un estado mental ligado a la frugalidad, la simplicidad y la humildad.

 

Primeras desertificaciones latinoamericanas

Por: Michel Nieva

Imagen: “Colonel Roosevelt and Dr. Moreno with Four
Argentine Indians”, por Frank Harper

Michel Nieva reseña The Desertmakers- Travel, War and the State in Latin America (Routledge, 2020) de Javier Uriarte. Un libro que se detiene sobre las escrituras de Francis Burton, W.H. Hudson, Euclides da Cunha y Francisco “Perito” Moreno e indaga las formas del desierto en tanto tropo fundacional del territorio sudamericano. Escrituras de viaje donde la traducción de cuerpos y territorios materializó un proceso de desertificación sobre el cual se constituyeron los órdenes nacionales del Paraguay, Uruguay, Brasil y Argentina y se consolidó su inserción en el sistema capitalista mundial hacia el siglo XIX.


 

La figura del desierto como artefacto cartográfico y político en el exterminio de comunidades indígenas y la constitución del territorio argentino es un tropo que proliferó ampliamente en los estudios culturales latinoamericanos durante la primera década del siglo XXI. Notables ejemplos de este abordaje fueron Mapas de Poder, de Jens Andermann, Un desierto para la nación, de Fermín Rodríguez o Literatura y frontera, de Álvaro Fernández Bravo. La novedad, sin embargo, que aporta este nuevo libro de Javier Uriarte a los anteriores es que no limita su análisis al desierto argentino, sino que ofrece una perspectiva regional que indaga comparativamente la trayectoria de esta problemática figura en los procesos modernizadores de Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, y rastrea cómo, similarmente, las prácticas bélicas de consolidación de los Estados-Nación crearon desiertos en esos países como espacios decisivos del capitalismo en la periferia global. Porque la hipótesis vertebral del libro de Uriarte es que el desierto no fue meramente un significante vacío de las élites nacionales para justificar el genocidio y saqueo a poblaciones originarias (como el nombre “Conquista del Desierto” sugiere), sino que el mismo proceso de modernización que introdujo economías de extracción intensificada y tradujo cuerpos y territorios al lenguaje del capital materializó también, y al mismo tiempo, un proceso de desertificación de dichas geografías.

The Desertmakers, libro basado en la tesis doctoral que el autor presentó en la Universidad de Nueva York, propone que si estos procesos simultáneos de modernización y desertificación que tuvieron lugar en Latinoamérica se pusieron en práctica mediante la guerra, es acaso a través de textos de viaje al campo de batalla donde mejor se cifre su política discursiva. Por eso, concretamente, el libro circunscribe su archivo de análisis a Letters from the Battlefields of Paraguay (1870), de Francis Burton, The Purple Land (1885), de W.H. Hudson, Os sertões (1902) de Euclides da Cunha y una variedad de cartas y diarios de viaje publicados por Perito Moreno antes, durante y después de la “Conquista del Desierto”.

Un punto en común entre todos estos textos es el efecto devastador en las poblaciones y los territorios del conflicto bélico que describen. Si en la guerra del Paraguay este país perdió el 40% de su territorio y el 60% de su populación, en la Guerra de las Lanzas peleó el 5% de los habitantes que Uruguay tenía en ese entonces, y en Canudos y la campaña militar de Roca se acometió una política sistemática de extermino étnico, el autor encuentra una insistencia en estos textos en lo ruinoso y la ruina como la materialidad propia del desierto, materialidad que los poetas románticos exaltaron y que aquí anuncia la falla inevitable de la modernización latinoamericana. Uriarte subraya que, si el proceso modernizador considera anacrónicas las formas de vida indígenas, hay una ruina específica del desierto que no es sólo espacial sino también temporal, es decir, que ya existe previamente al proceso de destrucción y que también lo sobrevive. En ese sentido, es muy interesante cómo en el capítulo consagrado a Perito Moreno (fundador del Museo de Ciencias Naturales de La Plata a partir de los cementerios indígenas saqueados en la Patagonia) Uriarte encuentra una relación intrínseca entre el tiempo del desierto y el tiempo del museo, ya que en ambos opera un proceso de cronofagia que deshistoriza a los pueblos originarios y los expulsa a la prehistoria, un residuo anacrónico intraducible al tiempo moderno.

De acuerdo a Uriarte, la “producción destructiva” emprendida por las campañas bélicas modernizadoras no sólo homogenizó a las poblaciones mediante el genocidio étnico, sino que también homogenizó la espacialidad y la temporalidad de los territorios que habitaban, y que fueron puestos a funcionar al ritmo frenético, constante e imparable del capital. Así, para Uriarte, la forma más específica del desierto que el capitalismo global violentamente impone en el siglo XIX latinoamericano es una monotonía en la raza, en el tiempo y en el espacio. De esta manera, un logro del libro es ya entrever en esta pérdida de diversidades ambientales las primeras huellas del extractivismo en la región, cuyo papel es central en los procesos desertificadores actuales.

Cabe destacar que, si bien The Desertmakers se aventura en textos y problemas con una extensa discusión acumulada, logra proponer nuevas y originales lecturas sin incurrir en la erudición ni en una jerga especializada para entendidos. En ese sentido, el libro es una recomendable puerta de acceso a la bibliografía de las primeras modernidades latinoamericanas, ya que no sólo propone una perspectiva regional y novedosa del tema, sino que cuenta con la rara virtud en la escritura académica de desplegar una prosa elegante, clara y didáctica, sin sacrificar la profundidad de sus planteos.

The Desertmakers, que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2012 en Uruguay, se impone como una bibliografía decisiva en los estudios latinoamericanos de geografía crítica y literatura de viajes, además de que abre importantes líneas para pensar las continuidades históricas de los procesos extractivos y desertificadores actuales. Escrito originalmente en español y traducido al inglés por Andrea Rosenberg, esta edición pone en evidencia la deuda editorial que pesa sobre el libro, ya que permanece aún inédito en su lengua original.

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Ingenieros y alpargatas: de los inicios del go en Argentina (1971-1973)

Por: Luciano Salerno[i]

Imagen: De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971.

El go, ese juego de tablero tradicional japonés en el que se mueven piedritas blancas y negras, tiene en Argentina una historia de cinco décadas. Hoy compartimos el capítulo inicial de esa historia, que Luciano Salerno fue rastreando en la memoria de sus protagonistas y en documentos de la época. El resultado: el go como una nueva pista para pensar los vínculos interculturales entre argentinos, japoneses y okinawenses en las últimas décadas del siglo XX.


El go[ii], ese juego de tablero de origen chino, desarrollado durante siglos en Japón y finalmente adoptado por buena parte del mundo, fue mi obsesión durante muchos años. Fui jugador amateur con aspiraciones competitivas, fui también directivo nacional durante años, y actualmente soy directivo regional de la federación latinoamericana que regula y organiza su juego.

Ocasionalmente, además, me convierto en una suerte de historiador de sus anécdotas excéntricas y curiosas. Mi primer maestro de go, Franklin Bassarsky, fue quien me introdujo a estas anécdotas durante mi primer año como jugador, poco antes de su muerte. Las historias épicas de torneos, fracasos, triunfos y viajes resonaban en mí, y posiblemente marcaron el rumbo de los años de competencia que seguirían a sus clases.

Durante casi toda mi breve carrera como jugador, y durante buena parte de mi investigación reciente sobre la historia del go en Argentina, pensé que el desarrollo del juego en el país había sido en su inicio casi puramente local, surgiendo en el país como una especie de milagro nacional. Mirando un poco más de cerca, descubrí que esto era sólo muy parcialmente cierto, y que había otros factores que habían influido en, sino su surgimiento, su supervivencia en el país.

“El primer curso de go en Argentina lo dio Hilario Fernández Long, en el Centro Argentino de Ingenieros. Estaba en la calle Cerrito, que en ese momento no tenía la 9 de Julio adelante, era una calle», Héctor Rebagliatti entrecierra los ojos, intentando recordar los detalles del curso en el que aprendió a jugar al go, “Creo que fue en el año 71, porque ya estaba casado yo”.

En su departamento en Caballito, Héctor tiene en el estante de una mesa ratona su tablero de go, hecho artesanalmente en los años setenta, y sus gokes, recipientes que albergan las “piedras”, fichas de diversos materiales para jugar el juego. Las piedras son finas y planas, y me recuerdan a las que tenía un amigo que las había heredado de su abuelo japonés.

Héctor empezó a trabajar en la Fábrica Argentina de Alpargatas al día siguiente de recibirse de ingeniero, y poco después fue, junto a quince o veinte compañeros de trabajo, al curso de go que dictaba Hilario Fernández Long en el Centro Argentino de Ingenieros.

De todos los personajes que formaron parte de la historia del go en Argentina, Hilario Fernández Long fue el más célebre. En cualquier búsqueda de su nombre, rápidamente aparece como un humanista, científico y filántropo, de esos que solo existen en películas sobre personajes del siglo XX. Rector de la UBA, miembro de la CONADEP, educador pionero de la computación en Argentina. Además, primer maestro de go en el país y autor del libro Introducción al Go junto con Adalberto Moderc.

En un testimonio, Hilario dice que después de conocer el go a través de revistas de arquitectura, tomó el juego como “una religión que había que propagar”. Mandó a fabricar piedras de plástico a una fábrica de botones de San Martín, y organizó primero una Conferencia en el Centro Argentino de Ingenieros en Noviembre de 1970, y luego el primero de varios cursos en el mismo lugar, en Abril de 1971, en lo que serían sus aportes más grandes a la difusión del juego en el país.

Ese es el curso que recuerda Héctor Rebagliatti, del cual la mayoría de los asistentes eran compañeros suyos de la fábrica Alpargatas. Todos tenían entre veintiséis y treinta y cinco años. “A cierta edad, todo te despierta curiosidad”, dice Héctor.

Uno de los factores más importantes en el arraigo del juego entre los asistentes a ese primer curso fue el horario de almuerzo de Alpargatas. La fábrica daba a sus empleados una hora y media para almorzar, a diferencia de los sesenta minutos que son habituales hasta el día de hoy en cualquier trabajo en relación de dependencia. La idea era que los empleados que vivían cerca (que en el origen de la fábrica eran mayoría) pudieran volver a comer a su casa antes de empezar el turno tarde. Héctor y sus compañeros, en cambio, iban a los bares y restaurantes de la zona y comían en media hora. El resto del tiempo lo utilizaban para jugar al go.

“Jugábamos con una hoja cuadriculada en la que marcábamos las líneas y los hoshi, y cruces para las negras y círculos para las blancas. Con lápiz, y una goma para borrar cuando había capturas.”

Más allá de los rudimentos básicos del juego que les había enseñado Hilario, los jugadores de Alpargatas no tenían más recursos que su propio ingenio para mejorar su nivel. Todavía no abundaban publicaciones en idiomas no asiáticos, y las que existían no estaban disponibles en Argentina. Por lo tanto, algunos de los conceptos que hoy en día se consideran básicos, en ese momento tenían que ser descubiertos en el juego mismo.

Héctor compartía su oficina con los ingenieros Roberto Pimentel y Adalberto Moderc. Los tres estaban intensamente motivados con el juego y, estando en contacto estrecho con la Facultad de Ingeniería, pronto empezaron a compartir el go con muchos profesores de la facultad.

Según Héctor Rebagliatti, la Asociación Argentina de Go fue fundada prácticamente por los jugadores de Alpargatas. Adalberto Moderc se había acercado particularmente a Hilario Fernández Long a través de la militancia en la Democracia Cristiana que ambos compartían, y este último parece haberlo asesorado en términos de asociaciones civiles.

El 11 de septiembre de 1971, solo cinco meses después del primer curso de Fernández Long, se fundó la Asociación Argentina de Go en el Centro Argentino de Ingenieros, con Adalberto Moderc como presidente y Héctor Rebagliatti como Vicepresidente. En el primer artículo de su estatuto, nombra como uno de sus objetivos “fomentar en el país la difusión del go y en esta Capital proveer a los socios de un lugar de reunión”.

Entre los vocales de la primera comisión directiva destacan los nombres de Hilario Fernández Long, como era de esperarse, y de Franklin Bassarsky.

Franklin no era ingeniero y no trabajaba en Alpargatas, a pesar de lo cual formó parte de la fundación. Tenía 29 años, y era estudiante de la Licenciatura en Matemáticas en la UBA. Su hermano mayor, Rodolfo Bassarsky, era el que había asistido a uno de los cursos de Fernández Long a mediados de 1971. Si bien él tampoco era ingeniero, sino médico, había sido invitado por un amigo cercano que, siendo arquitecto, tenía contacto estrecho con el Centro Argentino de Ingenieros.

Para Rodolfo Bassarsky, el denominador común de esos primeros grupos no era su profesión, sino su afición a otro juego de tablero: el ajedrez. Tanto Franklin como Rodolfo eran aficionados al ajedrez, pero el primero lo dejó de forma absoluta al conocer el go y dedicarse a su estudio. Según Rodolfo, Franklin

“tenía un perfil intelectual y un mecanismo de pensamiento que con toda evidencia armonizaban a la perfección con un juego que requiere un razonamiento y discernimiento claros, un sentido de la ponderación preciso y un equilibrio emocional ajustado. (…) Franklin tenía un temperamento y un genio para cuyo desarrollo el go parecía ser el nutriente ideal. Por eso, sin que aún lo tuviera demasiado claro, yo estaba seguro de que el go podría convertirse en un adictivo noble para mi hermano”.

Inmediatamente después de su fundación en el Centro Argentino de Ingenieros, la AAGo buscó una sede propia, que encontró en la Escuela del Sol, en la calle Ciudad de la Paz 394, en el barrio de Palermo. Si bien se designó al sábado como el día principal de juego, en horario nocturno, la sede abría otros días de la semana según los requerimientos de los torneos de turno.

El interés de los ajedrecistas por el go no se limitó a los jugadores amateurs. Varios profesionales, entre los que se cuentan los grandes maestros Raúl Sanguinetti y Julio Bolbochán, se interesaron por el juego, lo que contribuyó de forma explosiva a su difusión. Bolbochán, autor de las columnas de ajedrez en el diario y la revista La Nación, comenzó a escribir columnas sobre go y a cubrir los eventos más importantes de la asociación con una frecuencia como mínimo semanal.

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Estas columnas y notas del diario La Nación son recordadas por todos los jugadores de la época, y sin dudas ayudaron a generar un flujo constante de jugadores nuevos hacia la asociación.

Héctor Rebagliatti recuerda que, para 1972, en la Escuela del Sol cada sábado dictaba tres cursos de cien alumnos cada uno, uno atrás del otro. El otro miembro de la AAGo que empezó a dar cursos ahí, junto con Héctor, fue Franklin.

Para los últimos meses de 1971, la presencia del go en el diario La Nación se había convertido en un auténtico auspicio: se inauguró la primera Copa La Nación, que duró dos meses a ritmo de una ronda por semana. Al ser un torneo auspiciado por el diario, la cobertura fue absoluta desde el comienzo. Esto incluyó, por supuesto, el anuncio de que el torneo iba a comenzar y de que las inscripciones para participar estaban abiertas. Así llegaron los primeros japoneses a la AAGo.

Para la década del 70, la inmigración japonesa en Argentina ya contaba con más de sesenta años de historia. Luego de la Segunda Guerra Mundial, durante las décadas de los 50 y 60, la presencia de japoneses y de descendientes en territorio local se había profundizado claramente, así como las relaciones con aquel país. Tal vez una muestra de ello sea la visita del príncipe Akihito en 1967, y la fundación del Jardín Japonés en Buenos Aires para honrarla.

Los japoneses y nikkei que vivían en Argentina y jugaban al go no tenían, hasta ese momento, conocimiento de que en el país se jugaba también fuera de su comunidad. Al torneo de 1971 asistieron, por curiosidad y a partir de la publicación del diario, tres de ellos: Mitsuhito Takashima, Noboru Hara y Carlos Asato. De los tres, el primero nunca participó oficialmente de la AAGo, pero formó parte de numerosos torneos organizados por ella. El segundo era un hombre mayor, y si bien murió pocos años después, hizo grandes aportes a los jugadores argentinos durante y después de la copa La Nación. Carlos Asato, en cambio, quien no era japonés sino nissei argentino, se convirtió más tarde en uno de los socios y jugadores más estables de la AAGo durante décadas.

Cuando llegó al torneo, Carlos tenía treinta años de edad y dieciocho de jugador. Su primo, Masayoshi Higa, había venido de Okinawa en 1951 “con el tablero bajo el brazo”. Más tarde habían llegado su padre, tío de Carlos, y su hermano. Todos jugaban al go. Hasta 1971, Carlos nunca había jugado con nadie aparte de sus familiares.

Cuando me recibió en su casa, Carlos me presentó orgulloso ante uno de sus vecinos como un “historiador del go en Argentina”. Su esposa trajo unos sándwiches de miga a la mesa del living donde conversamos, y Carlos procedió a contarme, sin orden, todos los recuerdos que tenía de sus aventuras con la AAGo. Del torneo de 1971, sin embargo, no tenía una memoria muy clara, hecho por el cual se lamentaba constantemente.

Además de los japoneses, se sumó a ese torneo un jugador alemán llamado Guillermo Holtey que, como aquellos, tenía más experiencia de juego que todos los argentinos. Ante la evidente superioridad de los extranjeros, el objetivo de los argentinos se convirtió rápidamente en terminar el torneo como el mejor jugador del país.

Héctor Rebagliatti recuerda el duelo más difícil que tuvo en esta competencia, contra Franklin Bassarsky. Jugaron un sábado en la AAGo durante siete u ocho horas la primera mitad del partido. Al no haber terminado, postergaron el resto para el día siguiente: el domingo, entonces, jugaron en la casa de Héctor durante siete u ocho horas más. “En esa época no teníamos relojes, y los partidos duraban días”, recuerda Héctor. Frente a la terquedad de Franklin ante una partida claramente definida a favor de Héctor, él recuerda pedirle por favor que abandonara para terminar la tortura de casi dieciséis horas de juego, a lo que Franklin finalmente accedió.

Héctor logró el tercer puesto pero, bajo la mirada atenta de los argentinos, fueron dos japoneses los que disputaron la final del torneo el 30 de diciembre de 1971: Mitsuhito Takashima y Noboru Hara.

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

Enrique Lindenbaum, uno de los jugadores más destacados desde 1972 hasta finales de los años setenta, recuerda que Noboru Hara era al principio inalcanzable para los jugadores argentinos. Sin embargo, era evidentemente muy generoso: Lindenbaum recuerda que, ya en 1972, los invitaba a jugar a su negocio, mayorista de telas para trajes en la avenida Belgrano (Rodolfo recuerda que, también, los invitaba a su casa) y que él logró ganarle en 1973, poco antes de que Franklin también lo lograra. En ese momento, a modo de graduación, Hara los invitó a jugar a la Asociación Japonesa de Argentina de la avenida Independencia 732.

“Fue una impresión terrible, el que para nosotros era el mejor jugador resultaba ser el más ‘pichi’ (el de menor categoría) entre ellos. Con una humildad y cordialidad inimaginable para nosotros, ellos fueron enviando jugadores cada vez un poco más fuertes, y a medida que íbamos aprendiendo nos subían el nivel, sin humillarnos”.

Noboru Hara no participó de actividades con los argentinos por mucho más tiempo, y los testimonios que lo incluyen no llegan más lejos que el año 1973. Pero para entonces, había cumplido un rol clave: hacer de nexo entre los argentinos y los japoneses en Argentina, que a partir de entonces serían una suerte de tutores para los jugadores más fuertes del país, y formarían incluso al que hoy en día es el jugador más fuerte del país y uno de los amateurs más fuertes del mundo: Fernando Aguilar.

No sería exagerado, entonces, considerar a Noboru Hara y su grupo como el primero de una serie de apoyos japoneses al go en Argentina. En su caso, partiendo exclusivamente de la buena voluntad y no como parte de una política de difusión y promoción explícita, aunque esto sería la excepción. Lo que siguió durante el resto de la década del setenta solo confirma mi segunda hipótesis, basada en la importancia fundamental del país asiático en el juego en Argentina. Hacia finales de los años setenta no solo más japoneses clave vinieron a Argentina, incluyendo a algunos míticos jugadores profesionales de go, sino que incluso Japón realizó la epopeya histórica de llevar argentinos a su territorio para enseñarles el juego y formarlos como docentes y jugadores.

Lejos quedó, en este punto, mi hipótesis de que el go en Argentina se había desarrollado inicialmente solo por argentinos. Tan lejos como las hojas cuadriculadas que utilizaban para jugar en Alpargatas. Es cierto que, sin esas partidas en los almuerzos de la fábrica, sin las columnas en el diario La Nación y sin los cursos de Hilario Fernández Long, el go habría tardado mucho más en llegar a los jugadores argentinos y en consolidarse entre ellos. Pero también es evidente que, muy poco después de esos primeros meses, la llegada de los japoneses a la actividad allanó un camino que, de otra forma, tal vez nunca hubiese existido.


[i] Luciano Salerno es Licenciado en Guion de Artes Audiovisuales (Universidad Nacional de las Artes) y Diplomado en Estudios Nikkei (CEUAN). Además, es jugador de go y se desempeña como directivo de la Asociación Argentina de Go desde 2013 y de la Federación Iberoamericana de Go desde 2018.

[ii] Una versión preliminar de esta crónica fue presentada en el I Encuentro de Estudios Nikkei (Buenos Aires, 2019). Asimismo, el texto será incluido en el libro colectivo En construcción. Aportes para una perspectiva niquey en los estudios interculturales, de próxima aparición.

Dos libros de Pablo Anadón

Por: Víctor Winograd

Imagen: George Tooker – The Waiting Room (1959)

Víctor Winograd, íntimo y sensible, se detiene sobre la forma del verso que se conjuga en el poeta cordobés Pablo Anadón, cuyos libros lejos están del libertinaje, pero cometen varios pecados, entre ellos, toman la forma del canto del pájaro.


 

El verso libre, que dio respiración a los salmos bíblicos y a las felices enumeraciones de Whitman, terminó desorientando a la poesía. Quienes lo popularizaron entre el siglo XIX y el XX fueron poetas que dominaban perfectamente la métrica clásica, de cuyas normas pretendían liberarse. En ellos, la conciencia de la separación era absoluta, y por eso la separación nunca era absoluta. Así lo expresa Vallejo, con un énfasis casi dramático en una carta a Antenor Orrego: “¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”. Si Pound o Elliot hubiesen sido latinoamericanos, quizás habrían exclamado algo similar.

Estos poetas eligieron el verso libre. Es la elección lo que le confiere al verso su calidad de libre y lo aleja de la arbitrariedad. En la poesía de Vallejo, de Pound, de Elliot, de Mallarmé —e incluso en la del Borges ultraísta— lo que predomina es una combinación libre de versos clásicos. Sin embargo, luego de este primer acto de liberación consciente, el estado del verso libre cambió. Sobrevino lo que podría llamarse (para emplear términos de actualidad pandémica) una nueva normalidad. El verso libre pasó de ser una liberación consciente a ser una norma inconsciente. Se transformó de este modo en algo impuesto por la limitación y, por lo tanto, en mera naturaleza, como el canto del mirlo después de la lluvia i.

La poesía de Pablo Anadón comete varios pecados para nuestra época: es clara y precisa, íntima y sensible. Sus versos, cuando son libres, nunca son arbitrarios. Sus imágenes nunca son rebuscadas. Así, por ejemplo, en estas dos estrofas de “La galería”, del libro Estudios de la luz:

Mensajera extraviada de la luz,

Desde allá hacia aquí

Ha llegado en su vuelo vacilante

La cría de paloma: se ha estrellado

Contra la propia imagen en el vidrio.ii

No quiero hacer ahora ninguna analogía

Entre el destino, el nuestro

Y ese manojo fácil

De plumas sobre el piso.

La destreza poética de Anadón hace que una expresión en apariencia simple como “manojo fácil”, que hasta puede parecer escrita distraídamente, esconda en verdad la clave dramática del poema. Pues tras haber insinuado (y negado, con buena retórica) el anhelo de comparar el accidente de la paloma con nuestro destino, calificar de “fácil” a ese manojo de plumas sobre el piso nos devela que así termina todo cuando chocamos con nuestra propia imagen y la muerte nos lleva. Así: fugazmente, con insignificancia incluso, como cualquier suceso menor que se pierde en la inmensidad del tiempo y del espacio.

Al oído sensible y preciso, Anadón suma otra virtud: el desprecio por las supersticiones modernas. Por caso, no parece importarle el credo que asevera que hay formas poéticas caducas. Esto le permite componer sonetos admirablesiii, como el que abre su último libro, Hostal Hispania:

Como un hombre que ha sido mutilado

Cree agitar su brazo y sólo mueve

Su vacío, a menudo me conmueve

La sombra de los días que han pasado.

Ínfimas sombras, cosas que he querido:

Ese recuadro en que el paisaje breve

De un patio empalidece; algo muy leve:

La flor que cae de un libro en un descuido.

A veces en la noche me despierto

Y busco con la mano el velador

De la mesa de luz de mi niñez…

Nadie puede olvidar lo que una vez

Se quiso, y ya no se ama sin dolor.

No sé cuánto hay en mí de vivo o muerto.

La sentencia de Tolstoi: “pinta tu aldea y pintarás el mundo” resuena de la mejor manera en Anadón. Porque este comprende que la aldea es a la vez real y figurada. Su aldea son los paisajes cordobeses, la sierra, pero también su propia vida, sus hijos, sus nostalgias y aun sus ideas metafísicas. Por eso, apostado frente a una cañada, puede escribir:

Tal vez un día tanta dolorosa

Carga de pérdida y zozobra, un mero

Arroyito se vuelva, un transcurrir

Sereno hacia la nada prodigiosa.

Profesor, editor y traductor múltiple, en Anadón resuenan explícitamente los ecos de Frost, de Montale, de Dante, de Kavafis, de Fernández Moreno. Y, acaso más secretamente, los de Banchs, de Lamb, de Julián Del Casal, del Lugones austero, de Baudelaire y, como en todo gran poeta, los de Paul Verlaine. “Releyendo a Kavafis”, de Hostal Hispania, es ejemplo de los primeros:

Hundido en una vieja reposera

De vuelta del trabajo, con la hora

Silenciosa regresa lo que fuera

Su vida alguna vez. ¿Aún la añora?

Es tarde y está solo. Bebe, fuma,

Hojea un libro, lo abandona, bebe

Un sorbo más, se pone en pie… Se esfuma

Lejana, turbia, la ciudad. Ya llueve.

Resuena el agua en las baldosas, trae

Un eco de los días de placer:

Todo lo dio por una sensación

Soñada y realizada. En calma, cae

La lluvia. Hizo sufrir. No halla perdón.

Olvido busca: no sentir, no ser.

Así como lo cotidiano y concreto —un lugar, un paisaje, un momento— suelen ser la puerta de entrada a los poemas de Anadón, la puerta de salida suele tener la forma de las permanencias metafísicas. Lo notable es que como lectores hacemos el recorrido casi sin percibir el momento del pasaje de una categoría a la otra. Lo que parecía contingente se vuelve de pronto necesario; lo que parecía una experiencia individual del poeta se vuelve de pronto universal. Hay plena conciencia en el poeta de que la hybris es el peligro:

Bien sabían los griegos que la hybris,

Esa ilusión sin fondo, esa nostalgia

Era la sola culpa, el mal de males.

Bioy Casares contaba que Borges solía ir a una librería en la calle Córdoba y que el librero, cada vez que lo veía, le ofrecía empedernidamente novedades de la casa real inglesa. “Nunca sabemos a quién tenemos al lado”, concluía Bioy. Con cierta vergüenza, debo confesar que al hablar de Anadón me siento un poco el librero de Borges. Gracias al azar de un enlace que alguien posteó en Twitter, llegué a una publicación donde había algunos poemas de él. Al leerlos quedé muy impresionado y quise saber quién era. Con perplejidad, noté que Anadón me seguía en Twitter y que yo también lo seguía. Gracias a los milagros de las compras en línea, conseguí Hostal Hispania y su lectura me maravilló. Se lo comenté a Anadón en un mensaje y él se mostró asombrado, y su asombro me asombró. Dos días más tarde conseguí Estudios de la luz, cuya lectura no hizo sino cimentar mis impresiones. Estaba —y estoy— frente a un poeta que excede su lugar y su tiempo. Voy a dejar que un soneto suyo, “Razón de ser”, corone estos comentarios:

Que otros sigan haciendo divertidos

Malabarismos con la poesía;

Da gusto verlos con sus coloridos

Versos sin duelo, sin melancolía,

Jugando al juego de olvidar la vida.

Yo no puedo. Lo mío también tiene

Algo de juego, pero una partida

Donde el tiempo ya ha ido y el que viene

Buscan razón de ser en el presente

Agónico, fugaz de la escritura:

Allí un hombre se inclina hacia el tablero,

A solas con la noche y con su mente,

Y aguarda, blanca o negra, la insegura

Jugada de un destino verdadero.

 


i Cabe recordar las lúcidas palabras de Adorno en su Teoría estética: “Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa”.

ii Como anotación marginal, observo en estos versos un simpático parentesco con aquellos que abren el gran poema nabokoviano del finado John Shade en Pale Fire: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane.
iii Me animo a creer que si a Anadón se le preguntara por esto, diría que considerar caduco al soneto no es menos supersticioso y arbitrario que considerar caduco al lenguaje.

“La literatura es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar”. Entrevista a Dahiana Belfiori, autora de Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015)

Por: Equipo Transas*

Introducción: Daniela Dorfman

Dahiana Belfiori es escritora y coordinadora de talleres de lectura y de escritura creativa en Rosario, Buenos Aires y Barcelona. Creó espacios culturales y ciclos literarios y colabora para el suplemento Rosario|12 del diario Página|12. También formó parte de las Socorristas en Red desde su conformación hasta el año 2017. Su libro Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015) compila y ficcionaliza diecisiete relatos de mujeres que decidieron interrumpir sus embarazos acompañadas por las Socorristas en Red, un servicio que, siguiendo protocolos de la OMS, da información y acompañamiento a personas que deciden abortar con misoprostol.

La siguiente entrevista se hizo en el marco del seminario “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en Literatura” dictado por Daniela Dorfman en la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. El seminario proponía pensar los modos en los que la literatura actúa en los límites de lo decible y también reflexionar sobre cómo, en tanto parte de la conversación pública con otras discursividades legales, sociales y políticas, puede presionar o promover cambios.

En esa línea se leyó Código Rosa como un texto que saca al aborto del closet y que abre, en los límites entre la legalidad y la ilegalidad, una zona de enunciación posible en la que empieza a leerse y a escucharse el “Yo aborté” que la ley quiere impedir y castigar. El texto articula la experiencia con la ficción, vuelve colectivos los testimonios individuales y, tensionando las relaciones entre lo íntimo, lo público y lo privado, da forma a nuevos modos sociales de hablar del aborto. Desde esa lectura hablamos con Dahiana Belfiori sobre su experiencia, los relatos, el proceso de escritura y el significado político del libro.


Daniela Dorfman: ¿Podrías contarnos sobre la anécdota que le da nombre al libro?

El nombre Código Rosa viene de la voz y de la palabra de una de las mujeres que las socorristas de Neuquén acompañaron a abortar. Cuando ellas atendieron el teléfono, esa mujer, en vez de decir: “Hola sí, ¿hablo con Socorro Rosa[1]?”, dijo: “Hola sí, ¿hablo con Código Rosa?”. Eso fue hilarante en su momento, ahí nos pusimos a pensar en qué significaba ese lapsus, esa manera de nombrar que tiene una mujer y que evidentemente hay allí algo del código, de un código que se maneja y que tiene que ver con unos modos particulares de pensar los abortos, las experiencias de aborto, las experiencias activistas, los feminismos. Algo que cuajó en esa palabra y por eso para mí vino a cerrar el nombre del libro, que fue lo último. Así aparece como una anécdota más.

DD: ¿Cómo fue para vos ese proceso de escritura, con qué preguntas, reparos, problemas te encontraste a la hora de transformar esas experiencias y esos testimonios en textos literarios? Más aun teniendo en cuenta que implicaban una intervención sobre relatos y sobre voces ajenas, y también sabiendo que ibas a ser una especie de bisagra que llevaría a esos relatos de lo privado a lo público.

Es una pregunta que no dejo de hacerme y que no han dejado de hacerme, y que en la medida en que pasa el tiempo adquiere otras resonancias. Porque lo que quizás me interpelaba o me interpeló en su momento, en el momento de escritura, no es lo mismo que me interpela ahora. O no es lo mismo que pienso en este momento acerca de la propia experiencia de escribir, reescribir y releer el libro a través de las lecturas de Código Rosa. Y de las devoluciones que tuve a lo largo de estos años de mujeres que lo han leído, de personas que han leído el libro.

Es como si tuviera que hacer un camino a la inversa y encontrar cuáles eran esas preocupaciones, que las leo en mi prólogo… y una se extraña de lo que lee ahí y vuelve a decir algo de esto hay, pero qué…. En su momento las preocupaciones fueron muchas, me encontré con muchos obstáculos. En principio, encontrar el tono que respetara esas voces que aparecían, las voces de esas mujeres que estaban contando un momento particular de sus vidas y una experiencia muy particular de sus vidas. Entonces, mi mayor preocupación era algo del orden de la fidelidad. No sé si llamarlo así, pero podríamos pensarlo así. Por otro lado, es muy gracioso porque una pretende ser objetiva cuando, en realidad, esa distancia necesaria para contar esa experiencia se acorta, porque estás trabajando con testimonios. Porque el testimonio es algo que está vivo. Lo que una hace desde la propia lectura y desde mi propia experiencia influye en la escritura, por lo que esta pretensión de objetividad –digo objetividad muy burdamente–, esta pretensión de tomar una distancia a veces se me hizo imposible y lo descubrí en el momento de la escritura.

Porque veía o sentía –y también pasaba por el cuerpo– las experiencias narradas y revivía mi propia experiencia de aborto. Y las experiencias de aborto de otras tantas que había leído previamente. Entonces era un conjunto de voces con el que estaba trabajando, por eso digo que está vivo. El testimonio está vivo por lo que narra en sí mismo y por todos los ecos que produce: en mi caso, por la experiencia de haber abortado, por la experiencia de acompañar mujeres a abortar y por las narraciones que había leído de testimonios de otros momentos históricos de Argentina. Porque recordemos que cuando salió el libro, unos diez años antes, estaban todos los testimonios que aparecían en RIMA [Red Informativa de Mujeres de Argentina] con el título “Yo aborté”, que fueron unos testimonios claves para mí. Testimonios que, por su parte, estaban muy en sintonía con todas las experiencias de la década del setenta en Francia, cuando salieron públicamente muchas intelectuales a decir “yo aborté”. Pero, a su vez, con las características puntuales de narrar en primera persona, quizás por primera vez y en un ámbito cuidado, feminista, como era RIMA, experiencias que no tenían nada que ver con las experiencias que yo estaba contando en Código Rosa, que eran propiciadas y acompañadas por feministas, con medicamentos. Había una distancia que no era solo una distancia generacional o histórica, sino también de prácticas concretas de acompañamiento y del aborto en sí mismo.

Retomando un poquito, me encontré con el obstáculo principal de cómo narrar, cómo contar eso, siendo respetuosa y, a su vez, haciendo otra cosa de eso, que es trabajar desde la ficción, para que pueda ser leído desde la ficción. Porque hay una operación que una hace necesariamente allí para que funcione la ficción. El pacto es de lectura de ficción, podríamos pensarlo como un híbrido, sabiendo que allí, en el fondo, hay testimonios. Es decir, sabiendo que allí hay mujeres de carne y hueso que pasaron por esa experiencia. Entonces era todo un desafío trabajar con eso. Y yo pasé por momentos muy difíciles, porque estuve meses, por lo menos un par de meses, sin poder escribir luego de leer un testimonio muy duro. Porque me encontraba con que no era la experiencia del aborto lo más importante que habían pasado esas mujeres retratadas en sus vidas, sino las experiencias de violencia que habían sufrido en este sistema héteropatriarcal y violento con las mujeres y las feminidades.

Entonces, fueron momentos difíciles de sortear. Y luego cada uno de esos testimonios, también, tenía su tono, su voz y tenía que descubrirlo. Yo tenía que entrar ahí, yo diría que “en puntas de pie”, tratando de encontrar ese eco que me parecía relevante y dónde estaba centrada la mujer narrando, desde qué lugar quería ser contada esa voz. Hubo mucho ejercicio de escucha del testimonio desde muchos lugares: de lo que leía, porque había transcripciones; de lo que escuchaba, porque podía escuchar su voz. Además, lo que yo tenía que reponer que no conocía de esas mujeres. Porque yo no me encontré con esas mujeres, yo me encontré con el trabajo de transcripción y con su voz, pero muchas cosas, muchas cuestiones de particularidades, las tuve que reponer. Y en eso también consistió el ejercicio de ficcionalización: encontrarle un escenario, personajes, momentos a ese testimonio.

DD: ¿Qué formato tenían las entrevistas que recibiste? ¿Eran un cuestionario igual para todas las mujeres entrevistadas o eran ellas contando su historia?

Era una entrevista semi estructurada y era un cuestionario que era similar para todas. Pero cada una de esas mujeres expandía las preguntas y habilitaba otras. Entonces algunas entrevistas eran muy ricas por lo que sí decían y otras, por lo que no decían. Fue todo un desafío leer los silencios. Sobre todo hay uno de los relatos, el de Camila, la mujer boliviana, en el que yo hice una operación muy fuerte para mí, que fue armar un relato único de ella. Pero, en realidad, cada una de esas oraciones, cada una de esas frases es una respuesta a una pregunta particular. Entonces yo armé un relato a partir de cada una de esas respuestas, fue toda una operación, de hecho yo decidí exponer la operación que estaba haciendo en el mismo relato. Fue todo un desafío para mí y en cada uno de los relatos están las marcas de mi propia voz también, en los que por momentos se confunde la narradora con la autora y con la militante. Hay confusiones que están puestas adrede, yo dejo esa marca como una cicatriz que tiene que ver con el lugar de enunciación de cada voz que aparece.

DD: Una de las cosas que estuvimos discutiendo en el seminario es la literatura como un espacio de una enunciación que no es posible en otros ámbitos y muy característicamente en este ámbito oficial, estatal y de la justicia, aunque cada vez hay más lugares donde se habilita alguna forma de apertura hacia esa experiencia. ¿Tuviste presente al escribir que eran relatos que narraban una experiencia prohibida por la ley? ¿De qué manera eso influyó en tu escritura y en tu trabajo con estos textos?

Bueno, de hecho, en ese momento yo seguía siendo socorrista y estaba acompañando a mujeres públicamente a abortar y dándoles información. En realidad nosotras siempre jugamos con los límites de la ley, de lo prohibido y de lo permitido, y me parece que eso es interesante también. A partir del 2012 con el fallo FAL –que habilita los alcances de los abortos no punibles–, también ahí teníamos un resguardo para poder pensar los abortos como prácticas que están encausadas en un marco de cierta legalidad. Sí, por supuesto que lo tuve presente y creo que también ese fue un gran desafío, porque implicaba exponerme en primera persona con un objeto que implicaba también dar cuenta de los acompañamientos, pero también de exponer a esas otras voces, a esas mujeres en otro formato, y particularmente la cuestión de la clandestinidad del aborto.

Creo que no sé muy bien cómo operó a la hora de describir, creo que yo estaba muy vinculada con la práctica activista-socorrista, entonces no podía atisbar cuánto de clandestinidad había ahí, para mí todo lo que estábamos haciendo estaba permitido, es una escritura en caliente también. A pesar de serlo así y a pesar de estaba advertida de que era escribir algo que estaba en los bordes de la ley, sabía que era necesario hacerlo, porque esa operación de la ficcionalización también resguardaba lo que estábamos haciendo de alguna forma. Siempre podemos pensar que es una ficción y creo que fue un poco lo que me ayudó a no quedarme atrapada en esto de la clandestinidad para poder escribir las historias.

Martina Altalef: ¿Para vos la ficción en Código Rosa funciona como un refugio de lo prohibido? Y a partir de eso y pensando en la ficción en general: ¿la ficción permite narrar lo que la ley no permite en distintos contextos de clandestinidad, no solo con respecto a la interrupción del embarazo?

Qué difícil esa pregunta, yo no sé para qué sirve; sí tuvimos una intencionalidad política, ética, estética, que era contar esto que nos estaba pasando, estas experiencias que son colectivas. Yo creo que la literatura no solo es refugio de lo prohibido, es refugio de lo que nos pasa, de lo que vivimos y esto es tan amplio que no tiene que ver solo con lo permitido por la ley. Todas las experiencias humanas no entran en las generalidades ni en las abstracciones de una ley y muchas de nuestras experiencias como mujeres en la sociedad no están enmarcadas dentro de la ley, entre ellas la experiencia de abortar.  Y me parece que es un refugio, pero no solo para lo prohibido, sino para esto que necesita ser contado porque su prohibición es un blef, es algo que no tiene que ser, algo que no tiene que estar en ese lugar. Entonces me parece que es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar, en tanto potencia para decir: oiga, miren, acá estamos todas estas, de todos estos lugares, con todas estas características, que estamos narrando una experiencia que no cabe en la ley, que nos importa poco la ley y que la vamos a seguir ejerciendo más allá de la ley que la prohíbe.

MA: En ese sentido otra pregunta que tengo es: ¿cómo apareció Selva Almada para prologar el libro? Porque es un nombre que, en principio, podría aparecer para dar peso a esa dimensión literaria de la que hablabas, sin embargo, en el prólogo lo que ella destaca es la clave testimonial, la clave activista.

Selva hace el prólogo a partir de mi invitación, nos contactamos por un amigo en común con el que ella había estudiado en Paraná, Luis Acosta, el que ilustra el libro. Fue hermoso porque este libro provocó encuentros humanos, afectivos, reencuentros de muchos años. Es importante para mí decir esto. ¿Cómo hacemos estos objetos las feministas? ¿Cómo pueden salir? ¿De dónde salen? ¿Con qué materialidad trabajamos? Trabajamos con estos afectos, con estas presencias, con ciertas convicciones. No se puede hacer un libro de estas características sin todo eso funcionando.

Una podría pensar que fue mágica esa presencia; yo la convoco porque, efectivamente, quería que diera cuenta de algo vinculado a lo literario, como pidiendo que me abriera el camino a lo literario. Pero no a mí, sino a esas mujeres que están contando la historia: esto se enmarca dentro de la literatura. Y Selva [Almada] viene y escribe el prólogo. Y ahí está otra de las sorpresas, otra de las alegrías que da el libro. Todo lo que no se espera, todo lo que no esperaba, también aparece en el libro. Incluso ese prólogo. Fue hermoso, en realidad, constatar y leer algo que volvió en el prólogo de Selva, siempre la lectura de Código Rosa remitió a una serie de preguntas: ¿cuál fue mi experiencia con el aborto?, ¿qué tipo de experiencia fue?, ¿cuándo me llegó a mí? Volvía en forma de pregunta y volvía con otra respuesta. Entonces esa es la respuesta de Selva y esa es la invitación. Y es una clave de lectura del libro, efectivamente. Porque invita a decir: ¿qué pasaría, qué hubiera pasado si hubiéramos tenido –en mi caso también, cuando yo aborte a los dieciocho años, hace más de veintipico– este tipo de material en nuestras manos? ¿Cuán habilitadora hubiera sido esta lectura para mi propia experiencia? Para pensarme, esa u otras lecturas o relatos en torno al aborto. Selva dio en la clave contando esto. Dio en la tecla del libro. A mí me encantaría que fuera un libro que leyeran las adolescentes. En las escuelas medias, por ejemplo. Con ESI mediante. Sí, creo que es habilitador para pensar la experiencia de aborto.

DD: A mí me pareció muy valiente de parte de Selva, además de productivísimo para el libro, que ella contara cómo –en una escuela del estado, laica, de Entre Ríos (donde ella creció)– les pasaron el video El grito silencioso, que está totalmente en contra del aborto. Ella cuenta cómo es el proceso en el que, desde entonces, cuando era más chica y durante años, va cambiando su posición y su percepción acerca del aborto… mediante, justamente, rumores. Los rumores acerca de sus coetáneas que abortaban (porque en general no eran amigas), gente que conocía y que abortaba. Lo que cambia su posición son, justamente, los relatos. Otra forma de circulación clandestina de relatos acerca del aborto. Me parece que ella dio en el clavo con ese el prólogo, aunque no hizo lo que vos esperabas, pero me parece que le suma mucho al libro. Es una lectura muy productiva acerca de qué pasa con estos relatos clandestinos, sobre experiencias ilegales. Qué efectos pueden tener, qué producen.

Sí, de hecho creo que hay algo interesante ahí sobre el rumor. El rumor puede tener una connotación negativa. Pero lo asocio al susurro… y el susurro, para mí, tiene algo muy interesante: que es muy poderoso, es esa manera que tenemos –incluso podemos pensarla como una tradición o como un refugio– de compartir las mujeres. Me imagino a las mujeres en la cocina compartiendo historias, en susurro, ahí, en voz baja. Y ahí la traigo a Tununa Mercado. La potencia del susurro. La potencia política del susurro. Creo que ahí se enlaza con esto que decís. Podemos pensar también estos rumores como maneras de contarnos nuestras experiencias. En voz baja. No significa en silencio, necesariamente. Ponerle una mirada en otra clave, potenciar el rumor como algo que se dice y que nos permite explicar nuestra experiencia o darle lugar a la experiencia del aborto.

Karina Boiola: A su vez, en Código Rosa también hay una presencia muy fuerte de la imagen. ¿Cómo fue el trabajo de ilustración del libro? ¿Qué diálogos y conexiones propusieron los y las artistas que ilustraron la obra, con vos y con los testimonios que se incluían allí?

El proceso de ilustración, que hubiera una ilustración, también fue un pedido de Las Revueltas. Ese fue un desafío: tener, disponer y poner a disposición una batería de imágenes que disputaran el sentido de las imágenes hegemónicas sobre las experiencias de aborto. Yo elegí a las personas con las quería trabajar, en este caso Luis Acosta y Gisela Martino, que en aquel momento también era socorrista. Eran personas que vivían conmigo en la ciudad de Rafaela (en la misma ciudad, no en la misma casa), entonces era posible también poder juntarnos físicamente para trabajar. Hubo algo de eso, del encuentro… es un libro que está hecho de afectos. Una trama de afectos muy potentes para poder sostenerlo en el tiempo, también. Y sostener su escritura y su hechura, su factura.

Yo lo que hice fue darles los relatos, contarles a estas personas –que además me conocen bastante bien, veníamos compartiendo experiencias de todo tipo– e ir pasándoles los relatos a mediada que los tenía, aunque fuera en crudo. Hablando mucho. Y entre ellos empezaron a pensar cómo, desde qué lugar y encontraron que la manera más a tono con lo que yo estaba haciendo –y más respetuosa con esas voces– era pensar el retrato. Toda la cuestión estética tendrías que preguntarles directamente a las ilustradoras y los ilustradores, pero sí puedo decir que fue interesante.

Recuerdo que una vez estábamos en mi casa y se pusieron a dibujar una especie de cadáver exquisito, uno continuando el dibujo del otro. Después eso tuvo un procesamiento en la computadora, digital, pero a priori y en primera instancia hubo un intercambio de papeles. Era un “bueno, yo empiezo un dibujo, vos lo terminás” y así. En la mesa, un dibujo, “a ver cómo lo ves vos”, “cómo lo sentís vos”. Intercambio de papeles y terminar ese dibujo.  Fue muy interesante ese proceso, porque también habla de algo colectivo, un dibujo construido de ese modo es súper particular, súper interesante. Da cuenta de una polifonía también a la hora del dibujo. Después, Luis Acosta es el que diseña completamente el libro. Entonces hubo también una cosa de trabajo manual, del dibujo a mano alzada, de un dibujo con líneas, y después Luis hizo toda la digitalización y el diseño completo del libro.

DD: Entiendo que recibiste alrededor de treinta entrevistas y en el libro terminaron diecisiete. ¿Cómo fue el proceso de selección? ¿Cómo las elegiste para mostrar la diversidad, qué buscaste con esa variedad y con el conjunto? ¿Cómo te parece que estas historias son diferentes de la narrativa social disponible fuera o antes de Código Rosa?

Esa diversidad de la que das cuenta es un poco la intención que he tenido al elegir estos testimonios particularmente. Sí, había unos treinta, yo ya no me acuerdo la cantidad exactamente de entrevistas y de testimonios que recibí en crudo, digamos. Sí recuerdo que las entrevistas quizás tenían veinte páginas, entonces había que hacer ahí todo un trabajo. Ese es el trabajo escritural, que podemos estar también hablando bastante sobre eso, porque ahí hay todo un trabajo de selección de qué quería contar. Por eso digo que está todo en escuchar, el tono y lo importante de cada uno de estos relatos. Hice una selección en base a dar cuenta de esa diversidad de mujeres que abortamos.

Dar cuenta de que todas las mujeres abortamos con esta idea de todas las edades, de todas las clases sociales, siendo creyentes, siendo practicantes de la religión católica o no, etc. Estando solas, estando acompañadas en la vida, con pareja, sin pareja. Bueno, estudiantes, no estudiantes. Todo esto que aparecía en los testimonios y, también, lo que hice con algunos testimonios que quedaron por fuera. Los que quedaron afuera, en realidad, también están en esos diecisiete porque hay una especie de condensación en tanto experiencias y quizás se coló ahí alguna voz de esos otros testimonios en mi propia voz. Cuando interviene la autora, la narradora, yo misma… quién más, ¿no? Todas esas voces.

Y me parece que un poco eso, ese criterio de diversidad y a la vez de dar cuenta de que no es posible abarcar eso, que la experiencia es la experiencia, que es ahí, que es singular. La singularidad de la experiencia de abortar, dar cuenta de eso me interesaba mucho, puntualmente, pero eso ya estaba también, ese interés y –eso es muy importante decirlo– ya estaba en quienes me invitaron a escribir a partir de los testimonios. Obviamente de esas entrevistas también creo que hubo una preselección de a quiénes iban a entrevistar Las Revueltas. Entonces ahí ya hay una selección y ese material ya viene con ese trabajo, previamente. En relación con “las rosas”, yo hago esa operación de decir que todas somos “rosas”, porque eso no estaba dicho. Eso fue un artilugio para la ficción, pero no nos decíamos “rosas” a nosotras mismas. Nos empezamos a decir, creo, a partir de Código Rosa. Porque ahí también es interesante cómo se juega la ficción con la realidad, ¿qué fue primero? No importa, ¿no? Tampoco es muy importante. Pero está bueno, porque después todas las que acompañamos fuimos “rosas”.

DD: Está bueno eso que decís: cómo la ficción terminó también modificando la realidad en la que vos te basabas. En relación con eso me preguntaba de qué manera este trabajo con tantos relatos ajenos modificó tu propia experiencia y tu narración interna de tu experiencia de aborto.

Bueno, yo tengo que decir que ya venía trabajando mucho mi propia experiencia de aborto en relación con los acompañamientos, con lo que relataban las propias mujeres acompañándolas a abortar. Por supuesto que no dejan de interpelarme esas voces ahora, hoy. Esas voces me parece que dan cuenta de la complejidad, a su vez de la singularidad y la complejidad de la experiencia de abortar. Y que por más que una tenga trabajado de arriba abajo y habiendo recorrido, también, desde todos los aparentes sectores, argumentos a favor de la legalización del aborto y en relación con la experiencia de aborto, cada aborto es aquí y ahora y cada aborto tiene su singularidad. Si yo tuviera que decir qué pasaría si yo tuviera que abortar ahora, no lo sé, y eso es interesante. Creo que ahí hay una clave para leer el libro. Cada aborto es así, entonces, es una experiencia que de alguna manera es irrepetible y que yo puedo haber abortado y puedo haber pasado “bien”, entre comillas; quiero decir, no haberme cuestionado desde los discursos dominantes el haber abortado, haber tenido masticado un montón de cuestiones en relación con aborto. Sin embargo, puede ser que la experiencia sea traumática, por ejemplo, incluso estando a favor, incluso siendo feminista.

Cada experiencia es en contexto y eso me interesa pensar también que expone el libro y por eso digo que siguen interpelándome esas voces, hoy. No solo en el momento de la escritura del libro, porque también hoy escucho a las mujeres que abortan, más aún después del 2018, con toda esa gran exposición de argumentos y discursos en el Congreso de la Nación de todas las compañeras de la Campaña para pensar la legalización. Bueno, incluso hoy me siguen interpelando, a pesar de todo eso y con todo eso, esas voces. Creo que hay algo en la experiencia de abortar que tiene que ver con el tiempo, con el correr del tiempo. Con la encrucijada en la que se encuentra una mujer que está embarazada y que no quiere continuar con ese embarazo que es, precisamente, la de que el tiempo corre y que es una decisión trágica, no traumática, trágica en el sentido de tengo que decidir, estoy obligada a decidir. Y eso está puesto en el libro. En esto sigo a Laura Klein cuando dice que el aborto es una experiencia trágica, en el sentido de que estamos compelidas a decidir, no hay escapatoria, tanto si decido continuar con el embarazo, como si no.

DD: Al mismo tiempo, el libro parece bastante liberador, en el sentido de que desplaza ese discurso de que el aborto legítimo es el que está justificado por una violencia, una violación o un abuso. Hay expresiones de alegría y de alivio, del aborto como una cosa más de la vida, algo que puede no ser traumático, que no necesariamente establece un antes y un después.

Sí, de hecho, esa es la impronta y la decisión política del libro. Cuando hablo de “tragedia” no me refiero a una experiencia traumática, digo que es inevitable decidir, las mujeres que abortamos estamos en una situación en la que no queremos estar. Y abortar no necesariamente se convierte en una experiencia traumática o es dolorosa en sí misma. Puede serlo o no. El libro da cuenta de esa complejidad.

DD: Una de las cosas que aparecen en Código Rosa y que estudiamos en el seminario con Invisible, la película de Pablo Giorgelli, es cuánto más complica las cosas la ilegalidad. En el seminario pensamos que es una película sobre el silencio, no sobre el aborto. Es sobre los problemas que trae la ilegalidad. Una chica de dieciocho años, mientras su profesora de gimnasia la reta porque no le sale algo jugando al vóley, debe al mismo tiempo lidiar con la complejidad de tener que hacer algo ilegal con el riesgo que eso significa para su cuerpo. Y el riesgo de no poder contarlo, de no poder presentar un certificado en la escuela y decir “no vine porque me hice un aborto”. Tener que estudiar para las pruebas de la escuela mientras se hace un aborto.

Mónica Szurmuk: Me encantó, Dahiana, la manera en que hablaste del libro y de tu proceso de escritura. Creo que es muy iluminador lo que trajiste, sofisticaste mucho nuestra manera de leerte a través del modo en que explicaste tu proceso de escritura. Y te quiero hacer dos o tres preguntitas con respecto a eso. La primera: usaste mucho la palabra “una”. Quería preguntarte acerca de ese uso porque este es un libro colectivo y de alguna manera ese “una” te permite ponerte en diferentes lugares. La otra es: ¿qué aprendiste como activista y qué aprendiste como escritora en el proceso de recoger las entrevistas para este libro? La tercera: vos hablaste de los testimonios anteriores, los de RIMA, por ejemplo. ¿Qué otros testimonios literarios tenías y te ayudaron? ¿Recurriste a alguno de estos testimonios literarios cuando vos hiciste tu propio aborto a los dieciocho años?

En relación con “una”, no me doy cuenta de que hablo así, pero supongo que hay una conexión entre el “una” que es una tercera persona y es todas a la vez. Sirve para no decir “yo”, porque me incomoda hablar en primera persona, no siento que sea un libro en primera persona. Por más que también siento que dejé mi vida ahí. Es muy ambigua y compleja mi situación con el libro, con el proceso de escritura y con mi activismo. No fue un proceso para nada gratuito en mi vida. Si el aborto marcó un antes y un después en mi vida, Código Rosa también, en muchos sentidos. Me obligó a revisar mi práctica socorrista y los acompañamientos, porque hizo que estuviera mucho, mucho, mucho más atenta al modo en que escuchaba a las mujeres. De hecho, es uno de los motivos por los que me fui de Socorro, entre muchos otros. Y eso también me hizo revisar mi escucha cuando detecté que estaba burocratizada. Escribí acerca de eso. Podemos dejarlo ahí. Como un tema, es un gran tema.

Es muy interesante para mí pensar cómo este libro afectó mi escritura y mi feminismo y la práctica concreta socorrista. Creo que hizo mucho más sutil y atenta mi escucha. Complejizó mi manera de pensar las experiencias de aborto, y no solo de aborto, las experiencias de vida de mujeres, lesbianas, personas trans. Nuestras vidas en el mundo, la vida en general. De la escritura, aprendí que no se puede escribir un libro como este en un año, lo hice y casi me muero. Esto es una broma y no tanto. Siento que envejecí, no sé si decirlo así. Como si en un año (o dos, porque después de escribirlo lo presenté en todo el país) hubiera vivido mil vidas en una, esa es la sensación que tengo. Y que no se puede escribir tan rápido, lo digo medio burdamente. Se puede, pero con costos de todo tipo.

También en relación con los testimonios, cuando tenía dieciocho y aborté, yo no tenía ningún discurso habilitador de la experiencia que estaba viviendo al alcance de mi mano. Solo alguien que me dijo “che, podés abortar si querés”, que fue la persona de la que había quedado embarazada. Dije sí, yo no quiero ser madre. Yo lo único que quería era no querer ser madre. Venía de una escuela de monjas, la cuestión del asesinato y la culpa estaba muy presente. Durante cinco años no hablé con nadie de la experiencia que había vivido. Entonces mi experiencia de aborto sí fue un antes y un después en mi vida, fue una experiencia traumática que luego pude tramitar de muchas maneras. De hecho, creo que escribo Código Rosa tratando de iluminar, de darle voz a mi propio aborto.

Sobre los testimonios literarios, por supuesto todo el activismo previo, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Yo había visto y leído cuanta película y cuanto material caía en mis manos en relación con el aborto. Todo lo que salía, lo leía e intentaba pensarlo. Y una película que fue fundamental para mí es Ella tiene los ojos bien abiertos, un documental que llega de la mano de una compañera sueca que lo traduce estando en Córdoba, conmigo ahí. Ahora se encuentra en YouTube. Narra la experiencia de un grupo de mujeres del MLAC en Francia, que acompañaba abortos (con otra técnica, la aspiración) y partos en las casas. Fue crucial para pensar el socorro y la escritura del libro. Ni hablar, Fornicar y matar, de Laura Klein. Para mí ese libro que se publicó en 2005, en el mismo año que se crea la Campaña –de la que también fui parte, también estuve allí– fue muy importante. Tengo ese libro acá y me acuerdo de que lo llevaba en mis manos y estaba orgullosa de llevar este libro que decía “fornicar y matar”, hablaba del problema del aborto. Era una manera de decir miren, estamos hablando de aborto.

Tenerlo en la mano era disruptivo. En cualquier lugar público que estuviéramos era como una manera de protesta. Ese fue un libro. Pero sí es cierto que yo sabía que existía El Acontecimiento de Annie Ernaux, que también lo tengo acá. Fue un libro que leí cuando fui a presentar el libro a España, porque lo conseguí recién en España, una vez escrito Código Rosa. Y recuerdo que fue –esto también lo escribí–una experiencia absolutamente conmovedora. De hecho, me emociono cada vez que lo recuerdo, porque iba en un tren de Granada a Barcelona o de Barcelona a Granada, no me acuerdo, en el que lo leí al libro completo y no podía dejar de llorar porque me decía cómo puede ser que yo no haya leído esto y está hablando en el mismo tono… yo sentí que estábamos hablando de la misma cosa. Alrededor de la vida y de la muerte, rodeando la vida y la muerte, sin huir de la complejidad de pensar la vida y la muerte en un mismo hecho que es el aborto, en una misma experiencia. Y para mí fue alucinante también saber que estaba en deuda con esta lectura, pero que este libro, que era previo a Código Rosa, iluminó también mi propia experiencia de escritura.

Gonzalo Aguilar: Quería preguntarte por ese libro que estás escribiendo ahora, en qué consiste y si redefine un poco la relación que hay tan especial en Código Rosa entre el testimonio y la ficción. Porque cuando uno ve un libro de esas características piensa hacia qué lugar va. ¿Va en un camino hacia la ficción? ¿Va en un camino hacia el testimonio? ¿O sigue en la misma línea de investigar esa especie de juego o de relación tan dificultosa, tan difícil o tan compleja entre lo testimonial y lo ficcional? Entonces quería que contaras un poco sobre ese último libro que estás por publicar, si no entendí mal, y cómo redefine un poco tu trayectoria.

Está buena la pregunta. Es loco porque mi libro Lo más simple es desnudarse en realidad es una recopilación de las contratapas que yo fui publicando entre 2013 –es decir, previa a la escritura de Código Rosa– y 2016. Y las contratapas en realidad juegan… bueno, hay contratapas que son evidentemente completas ficciones ¿no? No sabría qué decir que es: ¿cuentitos?, ¿cuentos?, ¿cuentos breves? ¿especie de aguafuertes? No lo sé, no sé qué es lo que escribo, no lo puedo definir y me parece que está bueno no tener, no poder definir lo que uno escribe, que de eso se encargará quien lee. Sí puedo decir que mi mirada es desde la ficción y mi escritura, la mayor parte de mi escritura es desde la ficción. Ahora sí es cierto que esa ficción está teñida de momentos o de escenas que pueden pensarse como autobiográficas. Es decir, que algo que me pasó –o que sentí o que viví o que vivió alguien cercano– es de lo que se nutre la escritura también de ficción. Eso opera para pensar y para escribir un cuento, un relato. También algunos de los textos que aparecen allí son breves crónicas. O sea, también hay ahí como un oficio, como un pulso vinculado con el momento histórico; es decir, mi mirada feminista y militante asociada con una especie de observación de la realidad y, podemos pensar, algo del gesto literario en esa escritura.

Hay un gesto literario en alguna de esas crónicas. De eso va el libro. Es un conjunto de contratapas que publiqué en el Rosario/12 en ese período. Es decir, mientras escribía Código Rosa también escribía esas contratapas. Y está bueno porque hay una evolución en la escritura, se nota una evolución en la escritura. Yo no estaba segura de publicar esto en formato libro, porque ya están publicadas, pero bueno, ese formato también me permitió revisar, hacer una selección. Es una selección, no es todo, por supuesto, porque hay más de setenta contratapas. Es la misma editorial la que va a publicar el libro. Eso afectó también mi escritura, porque ahora estoy pensando muchísimo y escribiendo, intentando escribir una especie de novela que está tironeada por estos otros libros. Tironeada porque no es tan fácil desprenderse, me costó mucho desprenderme de Código Rosa y de todo lo que afectó a mi vida. Porque las devoluciones y las lecturas del libro siempre fueron muy fuertes. En el 2015 lo presenté durante todo el año en Argentina y después del 2015, en 2016 y 2017 incluso, continué recibiendo, si no era una vez al día, por lo menos a la semana, algún mensaje de alguna mujer que lo había leído y contando su propia experiencia de aborto. Eso afecta también la propia escritura, la vida.

DD: Me cuelgo un poquito de la pregunta de Gonzalo para no dejarte escapar, a ver si nos contás un poquito, lo que puedas, lo que quieras, de esto que llamaste “pseudo novela” en la que estás trabajando, un poquito de qué va.

Sí, en realidad ahí es una ficción que son cuatro, la historia de cuatro mujeres que casualmente rondan los cuarenta años y que tienen problemáticas vinculadas a ese momento de la vida. Estoy interesada y estoy leyendo mucha ficción, yo también creo que tiene que ver con el momento que estamos viviendo, que tematiza la vejez. Y vejez y feminismo me interesan particularmente y por ahí estoy ahondando, abarcando y trabajando ese tema. Vejez no necesariamente porque a los cuarenta seamos viejas, pero sí dejamos de ser, o no sé, ahora no, pero es un momento muy particular de la vida. En el que pasan algunas cosas que nos alejan de ciertos… no sé si llamarlos ardores y cuestión compulsiva… miramos la vida desde otro lugar y me parece que es un momento super interesante desde el cual escribir y retratar a estas mujeres de cuarenta años. Complejizar, pensar a las mujeres y a la soledad, también es otra de las cosas en las que está ahondando esta novela, novelita, no sé qué es todavía, está ahí en proceso. Y esto: alguna que ha decidido no ser madre, alguna que ha decidido tener otras experiencias vitales, alguna que decide viajar, bueno, etcétera, son historias que están buscándose todavía… Pero sí puedo decir que tienen que ver particularmente con una indagación en torno a la vejez y la soledad, que es lo que me interpela profundamente en este momento.

Tomás Remi: Teniendo en cuenta que el aborto estaba penalizado [al momento de la publicación de Código Rosa] y sigue penalizado, quería preguntarte si habías tenido algún tipo de repercusión negativa desde el punto de vista legal.

Está buena esta pregunta: La verdad es que no, para sorpresa mía en ese momento. Yo también tuve miedo de que hubiera repercusiones negativas. Anduve por todos los medios. En cada pueblo, en cada ciudad que llegaba, iba a los medios más importantes y salían notas sobre Código Rosa y sobre el aborto. Por supuesto, levantaba polvo en los pueblitos y en las ciudades por donde anduve, pero no hubo ninguna repercusión negativa, al menos no directamente… y eso la verdad me sorprendió. Pero a la vez no, porque es cierto que, en todo caso, lo que sí constaté es que el libro daba cuenta de algo que estaba presente, es decir, estaba poniendo en palabra esto que estaba sucediendo y tuvo muchísima mayor recepción positiva que negativa.

Positiva en términos de “gracias por lo que estás haciendo” de parte de muchas mujeres que me escribieron durante muchos años diciendo: “Encontré alguien que dice lo que me pasó, me siento reflejada en esta experiencia, esto da cuenta de una vivencia, esto te lo agradezco”. Es decir, el libro también rompe un silencio –como dice Adrienne Rich– es una manera de romper un silencio, pero que no era silencio, sino que era susurro. Entonces, fue como poner en la arena pública ese susurro, amplificar el susurro. Un susurro que empieza a oírse y, en ese sentido, fue muchísima la repercusión hermosa que tuvo el libro.

Y los casos negativos, así como muy aislados, yo no tengo, es decir, los borré o no los tengo, pero sí recuerdo, por ejemplo, alguna persona en alguna radio haciendo de bueno y de malo a la vez, preguntándome todo lo que no hay que preguntar y yo respondiendo a todo eso, lo cual era muy gracioso e hilarante para mí. Eso fue divertido. Realmente fue divertido. Fueron momentos divertidos y no hubo repercusiones legales, porque además el libro también es ficción. Obviamente las mujeres no se llaman así, por ejemplo, y hay toda una operación que yo hice que fue reponer escenarios que no existen, personajes que no existen, momentos. Recreo elementos, ya sea atmosféricos, personajes, situaciones que las mujeres no cuentan en sus testimonios, pero que dan, que fortalecen los aspectos de los testimonios que nos interesaba que se tuvieran en cuenta a la hora de pensar la experiencia de aborto.

Por el libro no recibí ningún mensaje violento, pero sí te puedo decir que, como feminista, sí recibí mensajes de odio, como todas las que salíamos antes del 2015 a la calle. Me acuerdo de que en Córdoba, repartiendo los folletos de la Campaña y juntando firmas en una mesa para presentar el proyecto de ley, hubo gente que me gritaba “asesina”. También en Rafaela –cuando por primera vez conformamos un grupo feminista en la ciudad (muy conservadora) y salimos a la calle a poner en el espacio público, en la plaza, el tema del aborto– hubo repercusiones. En una ciudad como esa, de cien mil habitantes, una hace cualquier cosa en un espacio público y tenés a todas las cámaras y los medios presentes.

Pero yo ya estaba curtida, el discurso del odio es algo que no tuvo efectos en mí, yo creo que estamos preparadas para trabajar eso. Lo que me parece que no estamos preparadas o que tenemos que trabajar más las feministas es pensar seriamente los matices en torno a nuestros propios discursos; es decir, qué tipo de discursos ponemos a circular y cómo los ponemos a circular. Si hay algo que me enseñó el libro es a pensar las complejidades, cada vez me siento más lejos de la simplificación de ciertas consignas y eso sí es una operación, eso sí es algo que me ha dejado la escritura de Código Rosa.

MA: Por un lado, nos hablaste de todas las presentaciones de Código Rosa que se hicieron a lo largo del país y, por otro, nos contaste de tu voluntad de romper las fronteras del género en tu escritura. Entonces podría pensarse que quebrás las fronteras geográficas con personajes que también vienen de afuera de la nación, de la Nación Argentina, donde operaría una misma ley. Me parece, con respecto a esto último que decís de evitar las simplificaciones, evitar las reducciones, que hay una búsqueda tuya. Entonces me interesa si podés hablar un poco más de eso y también sobre qué lecturas federales o qué lecturas que quiebran las fronteras de la nación encontraste que se hicieron de Código Rosa.

Con el libro puntualmente, a ver si puedo contestar la pregunta, porque tiene como varias aristas o varios niveles. Lo más inmediato, podría decirte, lo más sencillo es que me han invitado a presentar el libro desde otros lugares, otros países y ese libro también ha sido una posibilidad para pensar las experiencias de aborto y las prácticas de aborto legales y no, en otros países. Una posibilidad para pensar cómo también que el aborto sea legal –por ejemplo, en España, no implica necesariamente que las mujeres puedan hablar de sus experiencias de aborto. No implica necesariamente que se rompa el silencio en torno a las experiencias de aborto y eso creo que también pasó con Código Rosa y fue muy impresionante para mí. Porque yo ahí sí me encontraba con un escenario que desconocía y que cuando empiezo a charlar con las mujeres de España –lo presenté en el sur, lo presenté en Madrid, en Barcelona–, también las particularidades de cada zona de España con sus historias, una sociedad católica mayoritariamente, con todo lo que implica, con el silencio en torno al franquismo, digo, todo esto también opera en relación con el aborto.

Y fue muy notorio cómo incluso las mismas mujeres que presentaban el libro, que tenían prácticas feministas muy fuertes y que se decían feministas y que militaban o estaban a favor del aborto legal, veían en el libro una especie de valentía suprema porque estábamos contando nuestra experiencia de aborto en voz alta. Y yo decía… pero ¡ostias!, ¿qué pasa acá? Es esto lo que pasa, no se puede hablar de la experiencia, no podemos hablar, así como sí hablamos del parto y de la maternidad (esa experiencia está más habilitada), no así la experiencia de aborto. Por ejemplo, en Granada, en el Máster de Género de la Universidad de Granada, yo hice una pregunta: si sabían de mujeres que hubieran abortado. Muchas de ellas se quedaron pensando en esa pregunta y salió una piba de veintipico de años diciendo: “La verdad que conociendo las estadísticas de aborto en España, sabiendo que se aborta, no puede ser que yo a esta edad no conozca a nadie que haya abortado ¿nadie de mi entorno abortó? No, ninguna habló en todo caso, ninguna contó su experiencia”.

¿Es necesario contar la experiencia de aborto? No, como cualquier otra experiencia de la vida. Pero es notorio el silencio alrededor de esta práctica y también es notorio que si yo hago toda una gestión para cualquier intervención médica y todo el mundo sabe que me voy a intervenir, sea cual sea la práctica médica que haga, haya silencio en torno a esta otra práctica médica. Eso para mí fue muy interesante. De hecho, después en otra de las presentaciones en Málaga, creo que fue en uno de los sindicatos, una de las pibas dice: “Bueno, la verdad es que no fue una experiencia buena, porque la experiencia del aborto, aunque fuera legal, fue una práctica en la que no pude sacarme mis dudas, no pude hablar de eso, ni siquiera en el lugar donde me fui a hacer la práctica”. Y muchas van con muchas dudas, no médicas, no dudas en cuanto a la intervención, son otro tipo de dudas y ahí es donde empieza la complejidad de la experiencia. Eso por un lado.

Por otro, en esto de las fronteras me decías, que las fronteras se rompen, me parece que justamente una de las fronteras es darnos cuenta de que, precisamente, el aborto es una práctica que tenemos las mujeres desde tiempos inmemoriales, que la seguimos ejerciendo y que atraviesa fronteras. Podemos verla como una experiencia singular, pero que todas la vivimos o todas la conocemos, en cualquier lugar del mundo, con las particularidades que tenga la experiencia en cada lugar del mundo. Y que podemos dar cuenta de eso. Como la de maternar, como la de parir. El libro me ha permitido verlo y compartirlo. Contarles a ustedes esto que viví en España o en Chile, también lo mismo. O sea, Chile, Uruguay, todas las experiencias que pude vivir, de compartir, a partir de la lectura de Código rosa. Y después también otras fronteras que se rompen son las fronteras generacionales, eso es también algo del feminismo que me interesa.

DD: Estaba pensando en que el tuyo es un libro que está muy fechado y que tiene una politicidad muy concreta, como vos decías al principio. Lo que te quería preguntar es cómo te gustaría a vos que se lea, ya que hablamos de romper fronteras, rompamos la cronológica también. ¿Cómo te gustaría que se lea en un futuro? Como mínimo después de la legalización del aborto –que en algún momento va a ocurrir– y que creo que cambia mucho la manera de leer el libro. ¿Qué te gustaría a vos que sea este libro después, cuando tenga que cambiar su sentido político?

Sí, qué pregunta compleja porque, pensando un poco en todo lo que estábamos hablando, creo que, a tono con lo que el libro hace, ese gesto de tomar testimonios y ficcionalizarlos en clave literaria, pienso que puede ser tomado como un testimonio de época, ¿no? De una época que no sabemos qué época es, qué fecha podemos pensarle. Eso es imposible de determinar. Podríamos pensarlo así, pero también creo que el libro puede pensarse más sencillamente como historias de mujeres que pasan por una experiencia vital y las cuentan. Y que eso produzca efectos en otras mujeres y en otras personas, no solo mujeres, en toda aquella persona que lo lea. Como cualquier libro, en realidad.

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* Elaboración de preguntas y transcripción: Martina Altalef, Angela Martin Laiton, Jimena Reides, Belén Wildner, Tomas Remi, Mónica Prol, Virginia Tognola y Karina Boiola. Edición: Karina Boiola.

[1] Socorro Rosa es uno de los grupos de Socorristas en Red que acompañan, por teléfono o presencialmente, a mujeres que abortan específicamente con misoprostol y que siguen protocolos de la Organización Mundial de la Salud en ese acompañamiento.

 

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Mates con mochi

Por: Salomé Romera*

Imagen: Foto familiar, archivo de Salomé Romera (19/9/1965).

A pesar de haber leído el clásico de Yoshio Sugimoto, crítica contundente del esencialismo japonés, la autora de este texto reflexiona: “me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza”. Y para hacerlo, Salomé Romera recurre a una crónica deslumbrante en la que narra la historia de su familia; en ciertos tramos con un realismo mágico niquey o costumbrismo intercultural japonés-tucumano. El desenlace del artículo nos enseña contundente que la identidad nikkei no puede limitarse a imaginarios racializados de una supuesta “sangre japonesa”.


“Yo también soy nikkei” escucho decir a mi mamá e inmediatamente siento como mi cara se pone color rojo anko. Estamos cenando en un restaurante japonés en Buenos Aires y ella le habla al mozo que nos trae la comida. Mi mamá: ojos verdes o grises según el día, piel aceituna, de rasgos que a simple vista no delatan “sangre japonesa”. Pero ahí está, afirmando ser lo que yo entiendo como “descendencia japonesa”. Pienso que el mozo va a descubrir la falta en nuestras caras de no-japonesas y que vamos a quedar expuestas.

Esta idea de la conexión entre la sangre, los rasgos y la legitimidad de la identidad me acompañaron durante un largo proceso de aprendizaje. El episodio sucede en mayo de 2018, durante mi tercer mes de cursada de la Diplomatura en Estudios Nikkei. Estoy apenas empezando a conocer y preguntarme qué significa nikkei, más allá de una vaga noción sobre descendientes de emigrantes japonesxs. El intercambio del restaurante me desconcierta. Siento que estamos usurpando una identidad que no nos pertenece y quiero esconderme detrás del bol de udon, o pedirle perdón a este chico y a sus ancestros. Mi vieja, ajena a mi turbación, cuenta emocionada su historia.

“Susumi Suyama se llamaba, pero la abuela le había pedido que se bautice y se ponga José.” Dice mi mamá sobre mi bisabuelo japonés, quien emigró a Argentina desde la isla de Kyūshū, al suroeste del país. Conoció a Bonna Ledesma, mi bisabuela, en la década del 40. Ella era una enfermera tucumana que trabajaba como asistente de oftalmología en un hospital. El abuelo –como lo nombra mi mamá siempre que habla de él– acudía a ese mismo hospital a hacerse curaciones en un ojo. Fue amor a primera vista.

Después de unas idas y vueltas entre Tucumán y Buenos Aires, se casaron en 1947 en la provincia norteña y se mudaron a la esquina de Moreno y Avenida Roca. En barrio sur, al abuelo lo conocían como Don José. Para el Estado argentino, era Susumi José Suyama, como lo denominaba la combinación de nombres en su cédula de identidad. Alguna vez mi mamá le preguntó por qué no se hacía el D.N.I., para así evitar los trámites a la hora de votar en las elecciones municipales. Su respuesta fue reveladora: no lo sacaba porque él no era ciudadano argentino. Un breve panfleto del Congreso ilumina mi ignorancia cívica, y aprendo la diferencia entre “ciudadanos” y “habitantes”. Habitantes somos todas las personas que residimos en el país de manera regular, hayamos nacido aquí o no. Para quien no nació en el territorio, acceder a la ciudadanía exige ciertos trámites y un plus interesante, que no es burocrático: la expresión de su voluntad de adquirirla. No hay trámite que valga si no lo acompaña el deseo de ser parte de esta tierra. Negando su pertenencia a la nación argentina, Suyama-san se afirmaba en otro territorio y otra comunidad.

Sin embargo, por el resto de su vida habitó suelo argentino. En verdad, no quería volver a Japón de forma permanente, por el amor que lo unía a su esposa. Era un matrimonio feliz, que a los pocos desacuerdos que tenía los resolvía con calma. A Bonna, viajar al otro lado del mundo no le interesaba, lo que no significa que no haya tenido lazos con Japón; por el contrario, mantenía un estrecho vínculo con la colectividad nipona en Tucumán. Bisabuela, abuela, mamá y su melliza participaban de los diversos eventos que se realizaban los domingos en la Sociedad Japonesa de Tucumán, como obras de teatro, danzas y recepción de japoneses que llegaban al país. Además, las invitaban a las fiestas familiares, a los cumpleaños y a los casamientos, que en esa época se celebraban en las casas. Hablando con mi mamá sobre festejos, le cuento algo referido a la importancia de los regalos en Japón, e inmediatamente hace una conexión: los japoneses de la comunidad eran muy regaleros. A su hermana y a ella les obsequiaban comidas típicas, muñequitas niponas, dulces que evoca con deleite. Cuando era adolescente, la dueña de la tintorería donde el abuelo había trabajado le regaló un anillo que todavía usa. Un pequeño tesoro que conserva el cariño y el recuerdo de Margarita, a quien afectuosamente llamaba “abuela”.

Si mi bisabuela no pensaba viajar a Japón, mi mamá soñaba con acompañar a su abuelo a la Tierra del Sol Naciente. José no la tomaba muy en serio, pero sí anhelaba llevarla a la Fiesta Nacional de la Flor en Escobar, de fuerte presencia japonesa. No era lo único en que quiso consentirla, ya que no por ser como un padre dejó de ser un abuelo, y sabemos que son los miembros de la familia que se dedican a malcriar. Al momento de casarse mi mamá, le dio su alianza, y la de su esposa terminó en manos de mi viejo. Y así como la parejita no tenía plata para anillos, tampoco le alcanzaba para camas, por lo que ligaron la matrimonial del abuelo. José, siempre sencillo y generoso, se mudó a una camita de su tamaño. De ser por él, les daba hasta su dormitorio: ante la noticia de que se iban a casar respondió “entonces ustedes vivir acá”, con su particular forma de hablar.

La dificultad para comunicarse fue un enorme obstáculo para la primera generación que emigró de Japón a la Argentina, y el caso de José no fue distinto. Con el paso de los años, aprendió el idioma, pero queda claro por el relato de mi familia que conjugar verbos no era su fuerte. Más importante que la molesta gramática del español, era para Suyama-san el no perder contacto con su lengua materna. Todos los días, la repasaba con ayuda de un pequeño diccionario de japonés. A menudo, durante el agobiante verano tucumano, la familia sacaba las sillas a la vereda para tomar aire y ver a la gente pasar. Él se sentaba en esa esquina -diccionario en mano, a veces- a revisar su idioma natal. También podía ponerlo en práctica con alguna regularidad ya que, como suele suceder cuando se encuentran compatriotas en suelo ajeno, entre issei hablaban nihongo. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan que les explicaba el significado de los vocablos nipones que más sonaban en casa, les enseñaba algunas frases típicas, los saludos y los números. Para mi mamá era su otosán, una graciosa tucumanización de la palabra “padre” en japonés.

Hasta los animales domésticos aprendieron el idioma extranjero. La familia había heredado una catita, mascota típica de la época, que repetía palabras y melodías. Susi Terán –como se llamaba el bicho– tenía un trato diferenciado con cada integrante del hogar. A Bonna, y sólo a ella, le cantaba tangos y le daba besitos. Quizás porque no le habían enseñado nada, a las mellizas se dirigía cuando sonaba el teléfono nomás, al grito de ¡CHICAS, TELÉFONO! Por las mañanas, Susi saludaba a José con ohayou, ohayou. Y cuando el abuelo salía de la casa, le gritaba ¡SAYONARA!, hasta que obtenía respuesta. A mi mamá, ni cabida: no importaba cuánto le insistiera con los ohayous, la señorita Terán no se los devolvía.

Al igual que las palabras, los alimentos del lejano país también se colaron en el día a día norteño. Aunque cueste imaginarlo hoy, la soja antes de los 80 era en Argentina casi desconocida, empezando a asomar tímidamente como cultivo comercializable recién a partir de esa década. Pero en la casa de les Suyama-Ledesma siempre había soja cocida en la heladera, para utilizar en distintos platos. Mi viejo me dice que, aunque en su casa se comía de todo, antes de ir a comer a la casa de su entonces novia ni había escuchado hablar de la soja. También le llamaba la atención el poco interés que tenía José por la famosa carne argentina, considerando el mito nacional sobre el privilegio de comerla. Al abuelo nipón, la soberbia carne nacional lo traía sin cuidado. Lo que para él era ineludible, obviamente, era el gohan, arroz blanco. Cocinado en un jarro que ponía sobre la mesa, estaba presente en todas las comidas.

Casi a la par del arroz, en términos de importancia culinaria, estaba el té. “Toda su ceremonia del té, no era ningún saquito como los que tomábamos nosotros. El tiempo que tenía que hervir, cómo tenía que hervir, cuánto tiempo en el colador”, dice mi viejo. Recuerda también una especie de tetera que “cuando la vaciabas hacía el ruido que hacen las palomas, y la jarra tenía forma de paloma”. Vaya uno a saber qué era este recipiente pajaril, tan cotidiano para un japonés como curioso para un tucumano.

Otro utensilio peculiar eran los palillos, con los que siempre comió, “como japonés”. Suyama-san mantuvo sus hábitos en la mesa, aunque no cuadraran en el contexto local (y a pesar de que las tucumanas se quejaran de algunos de ellos). Lo que no significa que no compartiera un asado o unos mates, bien dulces y calientes como le gustaban.

De las comidas, lo que mi mamá recuerda con más deseo son “unos pancitos de arroz gomosos, sin sabor a nada”. Los tostaban y acompañaban con dulce de fruta casero, siendo ella y el abuelo amantes de los dulces. “Era una fiesta cuando traía eso”, me dice. Por la descripción que hace del pequeño manjar –interior gomoso, corteza crujiente una vez tostado, sabor sutil– seguramente habla del tradicional mochi. En lugar de comerlos con pasta de porotos –anko– como en Japón, los disfrutaban con dulces hechos de los nísperos, chirimoyas, papayas e higos que crecían en el fondo de la casa.

Para mi mamá, que había crecido con esta mezcla de sabores y hábitos, no había nada más normal. Su cotidianidad se desnaturalizaba cuando sus amigas o sus compañeras del colegio iban a la casa, a quienes les llamaba la atención todo lo que para ella era parte del paisaje diario. Y, si al principio no se animaban a conversar con ese señor reservado, una vez que descubrían que además era amable y sencillo, las preguntas sobre Japón empezaban a llover. Esta fascinación o su reverso, la indiferencia, eran las actitudes más generalizadas entre las personas de afuera del hogar. Madre no recuerda prejuicios y, aunque apunta que “racismo siempre ha habido”, no lo percibió con respecto a su abuelo; a diferencia del antisemitismo que era (y aún es) moneda corriente en las expresiones y el trato hacia las colectividades judías. Las preguntas que le hacían a ella pasaban por no tener “cara de japonesa”, retomando el asunto de los rasgos faciales y lo que esperamos descubrir en ellos.

Además del elenco tucumano, miembros de la colectividad nipona de todo el país desfilaban por la casa. Pero “los paisanos” no eran el único vínculo que mantenía el abuelo con Japón. Estaba suscripto a una publicación mensual en castellano sobre actualidad nipona y además recibía revistas que llegaban del país oriental. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan la impresión que les causaron esas revistas, de fantásticos colores y un papel suave como la seda. El contenido era incluso más maravilloso, revelando tecnologías tan avanzadas que les hacían pensar que Japón estaba más lejos de Argentina en el tiempo que en el espacio.

Eran años en los que Japón no era sinónimo de superpotencia, sino más bien de potencia del eje. Fanático del cine, mi viejo se veía todas las películas que llegaban, y gran parte eran sobre la segunda guerra mundial. Arriesga que el relato yanqui del “peligro amarillo” permeaba la idea del lejano país que tenía la mayoría de los argentinos, él incluido. La profunda relación con José durante más de diez años, la cercanía con la comunidad nipona y las revistas extranjeras fueron para él una ventana a un Japón diferente. Pudo conocer “otra cosa distinta que esos guerreros que pasaban uno tras otro para matar o para que los maten. Era un país que producía, crecía.” En una época en la que Argentina y Japón no tenían tanto intercambio comercial, José –quien tenía vínculos con algunas empresas japonesas– hizo distintas ofertas al gobierno tucumano, buscando ser un nexo entre ambos países. Traducía las propuestas que le llegaban a un japoñol de difícil comprensión, que mi papá retraducía a un perfecto tucumano.

Desde la importación de los cierres YKK hasta la modernización de la maquinaria de los ingenios azucareros tucumanos, ninguna de las iniciativas de José prosperó, a pesar de su empeño y laboriosidad. Eran parte de sus esfuerzos por juntar dinero suficiente para viajar, ya que anhelaba volver a ver a la familia que había quedado en su isla natal. Mantenía contacto estrecho con su madre y sus numerosos hermanos, se mandaban cartas, él les enviaba plantas. Visitar Japón era su sueño, me cuenta mi papá. Hablaban de eso con frecuencia y trataban de hacerlo realidad. A fines de los 80, José les vendió parte del terreno de la casa familiar a la nieta favorita y a su marido. Con ese dinero y una ayuda de la Sociedad Japonesa parecía que por fin lograría viajar, pero se enfermó y nunca pudo concretarlo.

Mi mamá sentencia: “él vivía entre Argentina y Japón”. Y si él habitaba un espacio intermedio, ella vivía en uno híbrido. En 1965, mi abuela presentó como trabajo final de sus estudios de corte y confección dos kimonos, realizados en una tela plástica muy novedosa. Los modelaron las mellizas, maquilladas y peinadas como geishas en miniatura, con todos los detalles en su lugar y reverencias incluidas. Los patrones para elaborar los atuendos surgieron de las páginas de las revistas que llegaban de Japón, por supuesto. Modelos de esas mismas publicaciones inspiraron prendas que mi bisabuela tejió para su nieta, incluido su vestido de novia. Diseñaron el atuendo juntas y mi mamá eligió el punto de encaje que más le gustaba de una revista nipona.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Tenemos una reinterpretación de una vestimenta tradicional japonesa hecha por una argentina, confeccionada en tela ultramoderna y presentada en los cuerpos de dos tucumanitas; a la par del típico vestido de bodas occidental, enriquecido con un punto japonés e ideado en conjunto por dos generaciones de argentinas. En ambas prendas hay una mezcla de tiempos y territorios, cuyo maravilloso resultado es mucho más que la suma de sus partes. Creo que estas composiciones son expresiones de una nikkeidad que se vivía en esa familia, una interculturalidad parecida a muchas otras dentro de la colectividad argentino-japonesa, difícilmente reductible a meras cuestiones biológicas o de sangre.

Es 2019 y estoy cenando ramen con mi viejo, en una mesa compartida con comensales desconocides. Entablamos charla con una joven nikkei, quien menciona el festejo por el Día Internacional del Nikkei, próximo a realizarse. Le digo que seguramente nos veamos ahí, ya que a veces hago de emisaria de la Asociación Nikkei de Tucumán en los eventos a los que su presidenta no puede asistir por la distancia. Ella se ríe y comenta mordaz cuánto va a resaltar “una blanquita” en la celebración. El temor de ser descubierta por farsante, igual al que había sentido en ese otro restaurante un año antes, se ha hecho realidad.

Ese encuentro me deja un mundo de sensaciones. Comprendo que la experiencia de mi mamá no es igual a la de quienes sí tienen determinados rasgos, porque el racismo condena a simple vista. En ese sentido, ella no transitó una nikkeidad conflictiva. Es fácil sacarse el kimono y volver a ser “una tucumana más”. Entiendo por qué la chica del ramen dijo lo que dijo, sé que no soy una persona racializada y que mi blanquedad me protege. Al mismo tiempo, me molesta pensar que alguien pudiera aplicar un medidor de japonesidad para validar o negar la identidad de mi vieja, como hice yo esa noche de la charla con el mozo.

En la nota de La Nación, “Argentinos en Japón. Por qué es tan difícil ser nikkei en la tierra de sus abuelos”, el autor mide el nivel de sangre japonesa de una de sus entrevistadas, para definir si es nikkei completa, media o un cuarto. Esto después de afirmar que en Japón nadie podría imaginar que la familia de la joven es tucumana, aunque no sea “solo por los rasgos fisonómicos”. Sin embargo, inmediatamente opone su apariencia “japonesa” a la de su amiga, también nikkei, pero con rasgos de gaijin. Confuso mensaje. ¿Se trata o no de rasgos y apariencias? Queda la sensación de que no podemos despegarnos de la idea de que basta un vistazo para conocer la identidad de una persona. Que está en el cuerpo de una manera evidente para cualquiera que pueda ver. Es un atajo que esquiva la complejidad humana, para descubrirla hace falta más que un vistazo superficial, quizás se parezca más a leer un libro que a ver una foto.

Empecé este texto describiendo algunos atributos físicos visibles de mi mamá, para contraponerlos a otros que no especifico, pero que adscribo a la japonesidad. Mi apuesta es que quien los lea imagine unos rasgos faciales particulares. Es una trampa, asentada en años de estereotipos, ideas preconcebidas y hasta una corriente de pensamiento. ¿Cómo se supone que se ve una persona nikkei? No como nosotras, fue mi reacción instantánea en el restaurante. Lo absurdo es que, varios meses antes de esta cena, ya había leído el superclásico de Yoshio Sugimoto: Una introducción a la sociedad japonesa. Me habían impactado en particular los capítulos que desmitifican la idea de una “única raza japonesa”, noción propia no sólo de extranjerxs ignorantes como yo, sino de todo un género de textos denominado nihonjinron, que afirma la singularidad y homogeneidad de “lo japonés”, desde la biología hasta la psicología, pasando por el idioma y las estructuras sociales. De forma velada o no, esta “esencia japonesa” excluye a Okinawa y su gente y a la población originaria Ainu, y estas teorías de la japonesidad se han usado con fines racistas, nacionalistas e imperialistas.

A pesar de que en cuanto leí acerca del tema sentí que había abierto los ojos a una realidad mucho más verosímil que el mito de la uniformidad de la identidad japonesa en todos sus aspectos, me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza. Requirió entender lo racista de mis prejuicios, que no sólo niegan la experiencia intercultural de mi vieja, sino que, lo que es peor, implican que todas las personas de ascendencia japonesa se ven más o menos parecidas. Pero los seres humanos somos infinitamente variados, y la cara o la sangre no son indicadores automáticos de casi nada. La identidad de una persona no es esencial ni es estática, se está construyendo de manera constante, nutriéndose y mutando en tanto entra en contacto con otras identidades individuales y colectivas.

El encuentro entre diferentes culturas no está exento de conflictos, las relaciones de poder son siempre desiguales, en especial en un territorio donde una es dominante. Pero sus frutos son exuberantes, y tiene el potencial de dar aún más si abrimos el juego en lugar de cerrarlo. Bonna y José nunca tuvieron hijes propies, descendientes como tales, pero acogieron a mi mamá como su “hijita” y ella les eligió como figuras materna y paterna. El lado japonés aportó variedad cultural en forma de hábitos, valores, espacios de sociabilidad, alimentos y palabras, que todavía la acompañan. Mi mamá no sólo fue bien recibida en la comunidad nipona local, sino que formó y forma parte de ella. Mi vieja también es nikkei.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación (FFyL/UNT). Diplomada en Comunicación, Género y Derechos Humanos (Asociación Civil Comunicación para la Igualdad junto a CIM/OEA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey). Integrante de la Red Iberoamericana de Investigadores en Anime y Manga. Becaria del Ministerio de Educación de Japón (MEXT) para investigación de posgrado en la Universidad de Nagoya.

Glosario (N. d. E)

Issei: «Primera generación», se utiliza para referirse al inmigrante japonés.

Nihongo: Idioma japonés.

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Qué es ser unx escritorx nikkei y otros juegos de la identidad

Por: Virginia Higa[i]

Imagen: “Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

 

En esta nueva entrega del dossier Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina, coordinado por lxs doctorxs Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, la escritora Virginia Higa nos ofrece un ensayo en el que explora la construcción de la identidad a partir de tres escenarios: un juego, un regalo y un encuentro de escritorxs. Así, la categoría “escritorx nikkei” se dibuja despacio como una oportunidad, una mirada, una de tantas formas de cruzar la frontera.


I: Cruzo la frontera

Mi juego favorito es un juego verbal, se llama Cruzo la frontera. Siempre es más divertido jugar de a muchos, pero creo que también sirve para entretenerse en soledad. El juego funciona así: hay una frontera y hay un guardián, que va enumerando elementos de una categoría oculta. Los otros participantes deben descubrirla, pensar nuevos ejemplos y tratar de “cruzar la frontera” con ellos. Es un juego un poco kafkiano, wilkinsoniano, definitivamente un buen juego para escritores. Acá, A es el guardián que proporciona el primer elemento, y el resto, jugadores que quieren cruzar:

A: Cruzo la frontera con un oso panda.

B: ¿Cruzo la frontera con un oso pardo?

A: No.

C: ¿Cruzo la frontera con una cebra?

A: Sí.

D: ¿Cruzo la frontera con un dado?

A: Sí.

E: ¿Cruzo la frontera con una película de Chaplin?

A: ¡Sí!

 

Y así. El juego puede ser tan simple o tan complicado como los jugadores quieran. He participado en rondas extremadamente difíciles, metafísicas, metalingüísticas, y también en otras muy breves y poco inspiradas. Lo que más me gusta de este juego es que funciona de abajo hacia arriba: para llegar al concepto abstracto de la categoría oculta (“cosas blancas y negras”), hay que pasar primero por múltiples ejemplos concretos. Y antes del momento epifánico en que la categoría se manifiesta, el conjunto de elementos que cruzan la frontera parece una pila de chatarra amontonada al azar. Hay una instancia extra de diversión que tiene lugar cuando algunos jugadores adivinaron la categoría y otros no. Los primeros siguen dando ejemplos que cruzan la frontera mientras los segundos observan perplejos lo que consideran una miscelánea sin sentido.

Por mi parte, cuando converso con otros, siempre necesito ejemplos para sentir que entiendo realmente de qué se está hablando, no me alcanza con nociones abstractas y definiciones. Mucho tiempo pensé que eso era una deficiencia, pero ahora me gusta pensar que la necesidad de ejemplos para entender el mundo está relacionada con un temperamento literario. La literatura es el terreno de lo particular, lo opuesto del pensamiento estadístico. Es lógico que Platón haya querido sacar de su república a “los poetas y sus auxiliares”: eran enemigos de la data science. Pensaban con ejemplos y no con definiciones. Con escenas y no con ideas. Con anécdotas, y no con datos. El movimiento mental de la abstracción es muy necesario para la vida pero el arte debe hacer un esfuerzo consciente por suprimirlo un rato (un ejemplo ilustrado: en un extremo del continuum del pensamiento —y la utilidad—, un emoji; en el otro, un cuadro de Lucien Freud). La observación de lo singular florece cuanto más se aleja el arte del ideal.

El lingüista George Lakoff lo explica mucho mejor en Women, Fire and Dangerous Things: entender cómo categorizamos es entender cómo pensamos.

La visión tradicional y objetivista de las categorías es filosófica y surge de dos mil años de disquisiciones acerca de la razón. En la teoría clásica, las categorías se definen a partir de las propiedades comunes de sus miembros y designan clases de cosas o seres del mundo real o de algún mundo posible. Pero el pensamiento humano es imaginativo de un modo menos obvio: cada vez que categorizamos algo de una manera que no refleja la naturaleza estamos haciendo uso de nuestra capacidad innata de imaginar y crear, estamos expresando una facultad inherente de nuestra especie.

Me propongo un ejercicio para la vida que también va a servir para la escritura: pensar categorías y ejemplos cada vez más ingeniosos para Cruzo la frontera.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

II: El genotipo y el arquetipo

Hace dos años me regalaron para Navidad uno de esos kits de ADN que salieron al mercado en la última década y que a partir de un testeo genético pueden revelar de qué partes del mundo venían tus ancestros. Después de reconciliarme con la idea de entregar mi genoma a una empresa (Google ya tiene todos nuestros datos biométricos, por cierto), abrí la cajita de cartón y leí las instrucciones. Los pasos a seguir eran escupir en un tubo de plástico, mandar la muestra por correo y esperar. Un mes más tarde me llegaron los resultados a la casilla de mail.

El mapa genético es una página personalizada con un diseño súper amigable que incluye informes, trivias y un mapamundi coloreado con mucho detalle según el lugar de origen de tus antepasados. Además, la plataforma cuenta con una red social para contactar con parientes encontrados a lo largo y ancho del mundo.  Comparando el ADN de cada usuario con enormes bases de datos de referencia, estas compañías logran señalar con sorprendente precisión el lugar de origen de tus ancestros hasta ocho generaciones atrás. Ese día descubrí, entre otras cosas, que tengo un antepasado originario de Gambia o Senegal; que un tatarabuelo o abuela, nacido entre 1710 y 1830, era 100% nativo de Brasil (guaraní, kayapó… ¿quién sabe? no hay suficientes datos de esos pueblos en los archivos de la compañía) y que mis ancestros japoneses no eran solo okinawenses sino que al parecer podrían venir también de las prefecturas de Kagoshima y Shimane, en las islas de Kyushu y Honshu.

¿Eso significa que soy afrodescendiente? Me pregunté. ¿Tengo raíces en los habitantes originarios de las Américas? ¿Mi linaje japonés no se remonta solo al antiguo reino híbrido de Ryukyu, como pensó siempre mi familia? La respuesta es sí a todo.

Los resultados del test de ADN me tuvieron entusiasmada y reflexiva durante mucho tiempo. Imaginé el argumento de una novela en la que una persona recibe sus resultados, y, como yo, encuentra que tiene un antepasado africano o nativo americano. Empieza a obsesionarse con su linaje, hace averiguaciones en la familia, se pone a estudiar historia y etnografía. Cree ver rastros de pelo moteado en sus rulos o descubre mirándose al espejo que tiene rasgos aymara. Se empieza a vestir con la ropa que considera que le corresponde por herencia o se emociona con el gospel como nunca antes. Se vuelve, en fin, una caricatura. No hay nada de malo en identificarse con un pasado, pero la relación entre herencia cultural y herencia genética es una zona gris y resbaladiza en la que hay que pisar con cuidado, o corremos el riesgo de caer en posiciones reduccionistas y en esencialismos peligrosos. Porque ¿hay algo más inmanente que el propio, inmutable, ADN? El argumento de la novela quedó abandonado hasta que encuentre una manera más amable e inteligente de mostrar la relación de una persona con la historia que cuentan sus genes.

A simple vista parecen productos de cosmovisiones opuestas, pero el mapa genético tiene un aspecto en común con otra radiografía, tal vez más polémica, de la identidad: la carta astral. Las dos sacan a la luz una narrativa del pasado que nos sitúa en un punto preciso y bien codificado de la línea de tiempo, de la heterogeneidad infinita. Las dos toman datos del mundo que en sí mismos no significan nada y los convierten en un relato, y a nosotros en piezas móviles de un juego inmemorial. Las dos trazan líneas posibles que predicen, a su manera, el futuro: qué color de ojos tendremos, qué enfermedades; o bien qué relación con nuestra madre, qué atributos de la personalidad, pero ninguna de los dos lo determina en modo alguno. El medio ambiente, es decir, la vida, hace con esos mapas lo mismo que con todo lo demás: los excede y los arrasa. Llegué a la conclusión de que hay dos maneras de tomarse los resultados de un test de ADN (o de una carta astral), una es la obsesión y la búsqueda de la esencia. La otra es el juego y el estallido de las categorías. Desde ya, me quedo con la segunda. Porque del laberinto sin salida de los genes o de la posición de las estrellas, se sale haciendo trampa, es decir, por arriba. La identidad como juego, la única actitud sensata que se puede tener en el mundo de las taxonomías.

III: Qué es ser unx escritorx nikkei

Llego ahora a lo que me convoca. El año pasado me invitaron a participar de una mesa de escritores nikkei latinoamericanos en la Asociación Japonesa en Argentina. Las otras invitadas de nuestro país eran Anna Kazumi Stahl, Alejandra Kamiya y Agustina Rabaini. ¿Qué teníamos todas en común? Al parecer éramos escritoras nikkei. ¿Qué significaba eso? Ninguna de nosotras lo sabía con certeza, pero habíamos aceptado la invitación con gusto. Los organizadores de la mesa consideraban que “cruzábamos la frontera” de ese juego, y eso era suficiente. Lo cierto es que todas teníamos en nuestra historia personal una relación más o menos cercana con Japón, aunque eso no se traducía necesariamente en una obra de temática japonesa. Nuestras propuestas estéticas eran también muy diversas.

Lo nikkei es una categoría viva y por lo tanto mutable. Ese día, nosotras éramos ejemplos de lo que es ser unx escritorx nikkei, y juntas, en nuestra heterogeneidad, ayudábamos a definir y construir ese grupo desde abajo. Como todas las categorías que son nuevas en el mundo, lo nikkei reúne un grupo de elementos que antes eran disímiles (como un dado y una película de Chaplin), y les da una identidad y una cohesión. Quizás lo más interesante de lo nikkei (y más todavía, de la idea de unx “escritorx nikkei”) es que es una categoría en construcción, una categoría de la imaginación y no una etiqueta que se pone desde arriba para clasificar elementos con ciertos rasgos comunes.

¿Qué es, entonces, ser unx escritorx nikkei? ¿Es también ser una persona nikkei?     ¿Qué relación hay entre ser persona y ser escritorx? Son preguntas demasiado amplias para este texto. Pero hay dos puntos que creo que son esenciales:

En primer lugar, creo que unx escritorx nikkei no necesariamente escribe dentro de un universo de temas ligados con Japón, sino que ejercita sobre todo una manera de mirar. La mirada nikkei es una mirada corrida, que puede pararse y observar desde un lugar distante lo que ocurre entre dos culturas en contacto (me doy acá la licencia de considerar nikkei al Inca Garcilaso de la Vega, primer escritor mestizo de América, entrañable amigo de los híbridos del mundo). Para la mirada nikkei, todo lo que tiene que ver con Japón es a la vez familiar y extraño. Esa naturaleza doble puede no ser igual de útil en todos los aspectos de la vida, pero es sumamente productiva para escribir. Hace dos años publiqué una novela que cuenta la historia de una familia de inmigrantes italianos, basada de manera libre en la historia de mi propia familia materna. No hay nada de temática japonesa en ella, pero creo que está atravesada por la mirada nikkei, que fue condición de posibilidad para su escritura. En la novela trabajé con el léxico y las palabras que se usaban en la familia y que de algún modo también creaban categorías nuevas. Los que antes eran elementos a la deriva, de pronto, en virtud de una palabra, encuentran un lugar en el mundo. Me gusta pensar que son palabras que no tienen sinónimos (aunque si uno ama el lenguaje debería descreer de los sinónimos en general) y pertenecen a la misma clase que lo nikkei: en su indeterminación radica su fertilidad y su poder creativo.

En segundo lugar, unx escritorx nikkei sí que tiene una relación con Japón: es una relación de amor no correspondido. Y como todas las relaciones de amor no correspondido, es poética, inmensa, intensa y un poco patética. El escritor nikkei amará a Japón con locura, pero Japón nunca lo amará. El escritor nikkei cree que su amor por Japón lo dignifica, y con esa premisa trabaja y produce y, si tiene suerte, crea algo de belleza. A Japón ese amor le es del todo indiferente.

Una forma de mirar y un amor imposible. Eso es para mí ser unx escritorx nikkei. Pero últimamente siento el deber de buscar la esencia de las cosas en algo que no se pueda definir con palabras, y sin embargo sé que lo único que tenemos son las palabras. Ojalá aparezcan muchxs más escritorxs nikkei y muchas más categorías como lo nikkei, y que las personas puedan entrar y salir de ellas sin problema, cruzando la frontera a veces sí y a veces no, según la partida que elijan jugar.

[i] Virginia Higa es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, Los sorrentinos (ed. Sigilo), que se tradujo al italiano, al sueco y próximamente al francés. En la actualidad vive en Estocolmo, donde trabaja como profesora de español y traductora literaria.

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Palabras precisas. Sobre el proyecto Reunión, de Dani Zelko

 

Por: Mario Cámara

En este texto sobre el proyecto Reunión de Dani Zelko que integra el dossier “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine”, Mario Cámara nos ofrece un análisis preciso sobre el funcionamiento de esta obra compleja que comprende un procedimiento de escucha, transcripción a mano, conversión a poesía, impresión y distribución barrial y su posterior lectura pública. De esta manera, se va construyendo una voz plural, un relato coral que es siempre una experiencia colectiva fruto de encuentros fortuitos en diferentes lugares del mundo. Las voces que componen los poemas adquieren un carácter performativo: están entre dos personas y no entre dos hojas. Zelko se convierte entonces en un escriba de voces silenciadas, en un flanneur coleccionista de relatos a los que ingresa con su cuerpo para encontrarse con la palabra y el cuerpo del otrx. Zelko se transforma, en definitiva, en un recopilador de historias marginadas que culminan en una ceremonia única y aurática. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido.


Nesse final de semana fui ‘expulso’ de um grupo de whatsapp – ex-colegas de colégio, maioria absoluta de bolsonaristas. Enquanto durou foi bastante rica a experiência de receber memes bizarros e perceber como a extrema-direita ganhou campo no coração de gente ‘comum’ no Brasil.

João Paulo Cuenca

¿Cómo hacer escuchar la voz del otre?, ¿cómo recuperar la singularidad de una vida?, ¿cómo transponer su entonación, su gramática, su presencia?, estas preguntas han sido, y lo son todavía, recurrentes para la literatura y el arte durante buena parte del siglo XX y lo que va del nuestro. Su formulación, sin embargo, a menudo ha contenido una serie de interrogantes insidiosos: ¿es posible hacer escuchar esas voces?, ¿en qué sitio se coloca el artista en esa operación?, ¿cuál es el riesgo de manipulación, de uso o de paternalismo de ese otro? El presente, con la expansión de los medios masivos de comunicación y su conversión en gigantes corporaciones con un fin exclusivamente económico, con la concentración de las editoriales en unas pocas firmas globales, con la creciente manipulación de las redes sociales, las fake news y la algoritmización de contenidos e informaciones le otorgan a los interrogantes iniciales un nuevo dramatismo. Pues se tiene la impresión, cada vez más certera, de que las voces de esas otras y esos otros, subalternas y subalternos, siguen dos caminos, o van desapareciendo de la esfera pública, o son editados por discursos autoritarios y formateados por pedagogías de la crueldad.[1]

En el marco de este diagnóstico me interesa abordar la producción de un joven artista argentino, Dani Zelko, cuyo proyecto Reunión[2] apunta a la captura de intensidades que se marcan en gramáticas, gestos y presencias, a través de la invención de procedimientos de reenmarque, cuyo resultado es el desmonte, la puesta en cuestión y la recuperación de existencias precarizadas, perseguidas, olvidadas o, simplemente, de una manera u otra, invisibles. Bajo ese título, Reunión, Zelko ha producido un total de siete libros, con dos zonas muy claramente delimitadas. La primera está compuesta por dos libros, denominados Primera y Segunda Temporada, que compilan, cada uno, un total de nueve escritos-testimonios recogidos en Argentina, México, Cuba, Guatemala, Bolivia y Paraguay. Aquí encontraremos una cartografía afectiva que mapea la voz de vidas apenas audibles, situadas en barrios populares de grandes ciudades o pequeños pueblos de Latinoamérica, recogidas a partir de una serie de desplazamientos aleatorios. El azar de los encuentros y la pregunta implícita por el “quién eres” articulan la totalidad de lo que voy a designar con el nombre de “poemas-testimonios”. La segunda zona, también compuesta por poemas-testimonios, que continua hasta el presente y lleva como subtítulo ediciones urgentes, contiene los restantes, hasta el momento, cinco libros. El proyecto aquí adquiere una politicidad más específicamente direccionada, basada en la inmediatez de los acontecimientos y la necesidad de la contrainformación. En las ediciones urgentes la palabra escuchada ya no es resultado del detournement, ya no son sujetos cualesquiera quienes hablan, sino protagonistas perseguidos, marginados, silenciados, dañados, familiares, amigos o compañeros de comunidad de personas asesinadas por fuerzas de seguridad estatales o víctimas de catástrofes naturales. Entre una y otra zona existen diferencias y continuidades sobre las cuales me quiero detener en las páginas que siguen. Tanto en las Temporadas como en Ediciones Urgentes Zelko pone en práctica un procedimiento que compromete la escucha, la transcripción a mano, la conversión a poesía de lo que escucha, la impresión, la organización de una lectura pública y la producción de un libro que distribuye y archiva en su sitio web. Sobre todos estos aspectos también reflexionaré en las próximas páginas.

Poéticas del caminar

 En la Temporada 1 y en la Temporada 2 encontramos la siguiente descripción, en primera persona e impresa en la tapa de cada uno de los libros:

Caminando sin rumbo, conozco a estas personas. Las invito a escribir unos poemas. Compartimos un rato, a veces varios días, y me dictan y les hago de escriba. Una vez escritos los poemas, se imprimen en libros. El escritor lee su libro en una reunión en el lugar donde vive y regala los libros a sus vecinos. Cada escritor cuenta con un portavoz, elegido por afinidad, que es el responsable de leer en voz alta sus poemas cuando se completa una temporada de Reunión. Al principio, en un encuentro, la palabra hablada se transforma en palabra escrita. Al final, los poemas hacen posible un encuentro que se vuelve palabra oral. Los poemas contentos: están entre dos personas y no entre dos hojas.

El texto describe las diferentes etapas que Zelko atraviesa hasta obtener los poemas-testimonios que nosotros finalmente leemos: caminar, escuchar, escribir, imprimir. En su brevedad, el texto logra convocar un sinfín de evocaciones que conectan prácticas y tradiciones. ¿Por dónde camina Zelko y qué significa el caminar? El itinerario que se construye a medida que leemos los poemas-testimonios delinea un mapa continental y marginal. Desde Lacanjá-Chansayab, un pequeño poblado en la selva de Lacandona en Chiapas, México, hasta Villa Dominguez, en Entre Ríos, desde Tzununá, Guatemala, hasta Asunción, en Paraguay, pasando por la villa Charrúa, en Buenos Aires, las temporadas recogen sus historias y se ubican, de este modo, lejos de la postal turística pero también, como intentaré mostrar, lejos de una estética de la pobreza o del exotismo autóctono.[3]

Hay dos aspectos importantes que este primer punto, el del viaje, evoca. En primer lugar el del viaje latinoamericano, encarnado tempranamente por Ernesto Che Guevara y plasmado en sus Diarios de motocicleta. Guevara consigna allí su travesía de 1951 a bordo de una motocicleta, que lo llevará desde Argentina hasta Caracas, Venezuela. Un viaje que, como ha reparado Ricardo Piglia, lo conecta con los jóvenes de beat generation, y a través del cual descubre nuevos territorios a partir de la experiencia personal.[4] No se trata, por supuesto, de establecer una fácil analogía entre Che Guevara y Dani Zelko, pero sí consignar que aquel viaje abre un horizonte para que decenas de jóvenes, en moto, automóviles, ómnibus, se propongan recorrer el continente como un rito iniciático de conocimiento social, autoconocimiento, de lecturas y escrituras. A pesar de que Reunión no sea un diario de viaje, Zelko se ocupa de plasmar escenas, en cada una de las Temporadas, que lo tienen como protagonista y funcionan como estampas de llegadas y partidas de los sitios recorridos, o como corolario del momento en que entra en contacto con las personas con las que conversará. En su encuentro con Akim por ejemplo, que abre la primera temporada, cuenta lo siguiente:

Estaba en El Remate, un pueblo a orillas del Lago Petén, en Guatemala. Partí con mi mochila a las cinco de la mañana rumbo a Frontera Corozal, en la Selva Lacandona, para llegar a México. Tomé un minibús que me llevó a Flores y de ahí, otro a la frontera. Era una combi para 20 pasajeros y éramos 50. Pedí bajarme y el conductor me dijo que éste era el más vacío que iba a encontrar, que los próximos iban a ser peores. A mí me tocaba estar parado, con la mochila entre las piernas y con la cabeza gacha porque el techo era muy bajo. El viaje duraba 6 horas.[5]

La figura de autor/artista que se elabora en este escrito, provisto de una mochila, desplazándose en transportes precarios, habiendo salido a la aventura del viaje, lo conecta con la tradición que acabamos de mencionar. Pero en tren de evocar, Zelko nos ofrece otra inscripción que se abre a otra serie de referencias igualmente importantes. En su encuentro con Rigo, un hombre de 44 años que vive en Tzununá, Guatemala, escribe lo siguiente:

Encontrarse con un desconocido es una forma de reingresar al mundo. Un encuentro inesperado siempre incluye una sorpresa, una conquista, una renuncia. Una pausa de lo que estabas por hacer, una salida del plan, un corte en la lógica del mundo. Cuando un encuentro sucede, te corrés de lugar. El encuentro es otro lugar. El encuentro es algo que sucede y a la vez es una construcción, una ficción, una coproducción

El encuentro empieza antes de hablar. De alguna forma misteriosa. Creo que tiene que ver con la percepción de una actitud. Una percepción que viene antes de las palabras.[6]

La imagen del encuentro inesperado resulta central para la poética de estas primeras producciones. ¿Cómo encuentra a quiénes encuentra?, podría ser la pregunta. Se trata de un encuentro dictado por el azar que compromete el caminar. En los pueblos y ciudades que visita, Zelko camina, se pierde o espera el momento preciso en que el azar lo conecte con la persona indicada. Si en la perspectiva del viaje latinoamericano podemos rastrear el horizonte abierto por Che Guevara, la premisa de la deambulación constituye el procedimiento que evitará los lugares recurrentes.[7] Lo social se articula con lo inesperado. La deriva inscribe su trabajo en una dilatada tradición, que convoca la historia del arte y define el proyecto de Zelko dentro de ese territorio. En esa línea podemos citar desde el object trouvé del surrealismo, que descubre lo insólito en medio de la urbe, al ready-made duchampiano, que singulariza y transfigura un objeto cotidiano elegido desde el desinterés[8], pasando por el detournement situacionista, referente central en este proyecto. Pues tal como afirma Guy Debord:

Entre los diversos procedimientos situacionistas, la deriva se presenta como una técnica de tránsito fugaz por ambientes varios. El concepto de deriva está indisolublemente ligado al reconocimiento de que hay efectos de naturaleza psicogeográfica así como a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, por lo que se ubica en oposición absoluta respecto de las nociones tradicionales de viaje y paseo.[9]

La heterogénea serie propuesta encuentra su punto de convergencia en la disposición a salirse de un régimen visual tipificado y construir una mirada singularizadora y una apertura subjetiva para una experiencia de lo imprevisto. La deriva en Zelko, sin embargo, no apunta ni a los objetos ni a las geografías en lo que estas puedan tener de iluminador, sino a los sujetos. Algunos antecedentes, argentinos, y en cierta medida polémicos, pueden acudir ahora en nuestra ayuda. Los Vivo-dito de Alberto Greco, que convertían a una persona, muchas veces escogida al azar, en una obra de arte, o, como afirma Rafael Cippolini, en fetiches instantáneos, incluso trofeos[10]; o La familia obrera de Oscar Bony, que sube a una familia a una tarima para exponerla en Experiencias 68 y le vale la crítica de los sectores más conservadores del periodismo cultural y de los artistas enrolados en la izquierda[11]; o aun el Je rigole des pauvrés, de Carlos Ginzburg, otro viajero, como Zelko, como Greco, que lo muestra sonriente en medio de una población hindú en condición miserable. Intervenciones, todas ellas, éticamente controversiales. El encuentro con el otro en Zelko se distancia de cualquier sadismo social explicitado, como diría Oscar Masotta en relación a su happening Para inducir el espíritu de la imagen. Con los sujetos encontrados al azar, en Reunión se apunta a la construcción de una relación y una escucha.

Finalmente, ¿a quiénes se escucha y qué se escucha en estas primeras temporadas? Hay un testimonio-poema que constituye una escena fundacional, y que puede extenderse a la casi totalidad de los testimonios-poemas, incluidos los de Ediciones Urgentes. Se trata del sexto poema-testimonio de la Primera Temporada que pertenece a Edson, un niño de diez años que vive en un barrio popular de Buenos Aires. Zelko narra la escena del encuentro de este modo:

La primera vez que vi a Edson fue una mañana del 2015. Yo estaba en el comedor Mate Cosido, un espacio comunitario en la manzana uno del barrio Papa Francisco, donde dábamos talleres de arte para niños con unos amigos. Edson llegó agarrado de la mano de su madre, que con cara de preocupada, me apartó unos segundos del grupo y me dijo: “necesito por favor le enseñe a Edson a escribir. No sabe ni imprenta ni cursiva y si sigue así va a repetir”. Le dije a la madre que iba a hacer lo posible y me senté con Edson en un banco de madera pintado de rojo que hay en el patio del comedor. El patio es un edén en medio del barrio. Un espacio al aire libre con un árbol que da sombra y muchos murales de colores. Edson tenía una sonrisa pícara y ojos tímidos. Hablamos un poco de la escuela, de los compañeros, mientras yo pensaba cómo enseñarle a escribir a un niño de nueve años. Imaginaba que habrían probado un montón de métodos que no habían funcionado. Edson sacó la carpeta de su mochila y empezó a hacer su tarea. Escribía perfecto. Escribía con seguridad y su letra era clara. Me asomé a ver qué estaba escribiendo, a ver que estaba escribiendo: “¡Pero escribís perfecto!”, le dije. “Yo no sé escribir”, me dijo. “¡Pero si estás escribiendo perfecto!”, repetí. “¿Esto es escribir?”, me preguntó. “¡Esto es escribir!”.[12]

El no saber que se sabe, o el no saber exactamente la potencia discursiva de lo que intuye, piensa o balbuce, parece ser una condición central de numerosos testimoniantes en las Temporadas. El trabajo de Zelko, en este sentido, más que transformar lo que dicen, cortarlo o editarlo, consiste en proporcionar la escucha adecuada para que ese otro perciba que efectivamente está hablando. Es aquí donde las temporadas adquieren su primera condición política, que surge no tanto de lo que dicen los poemas-testimonios, sino del tener lugar de esa palabra.[13] Por ello, en las Temporadas y también en las Ediciones Urgentes, Zelko no es ni un productor de fetiches, ni un propiciador de infiernos artificiales (Bishop, 2012), ni siquiera un portavoz, sino intercesor[14] a través del cual escuchamos esa palabra que, percibida por quien ahora la profiere, sale del puro ruido para convertirse en discurso articulado.

Los 18 poemas-testimonios distribuidos en las dos Temporadas nos ofrecen historias de niños y adultos, que se articulan, como anticipé, en torno a la pregunta “quién eres”.[15] Una pregunta que, cabe aclarar, Zelko nunca realiza pero que parece estar implícita en la invitación realizada a los distintos participantes a “escribir un libro juntxs”, la frase-proposición con la Zelko da inició al procedimiento Reunión. La pregunta no dicha “¿quién eres?” es lo suficientemente amplia como para que en cada poema-testimonio los testimoniantes se sientan en disposición de narrar lo que más desean. No hay ni pregunta inicial ni contrapreguntas. Como si el dispositivo, artesanal hasta ese momento, compuesto por el propio Zelko a partir de unas hojas sueltas y una lapicera, construyera el espacio apropiado para la expresión de la palabra de esos otros. Sabemos desde Louis Althusser que la ideología también nos interpela y nos construye[16] y que la gubernamentalidad contemporánea nos somete a un constante escrutinio que tiene en la pregunta por el “quién eres” un sitio fundamental. Pero si la pregunta por el quién eres de los dispositivos del poder funciona como modo de reproducción e investimento de una subjetividad atrapada en esa malla de poder, que debe ser constantemente afirmada en su ser igual a sí misma, en las escenas de Reunión se opera una performance desplazada o una contraperformance en la que la palabra de ese otre parece poder operar un desvío. Desde el no saber al saber, desde el intuir al hablar, desde el pensar a afirmar, entre otros múltiples desplazamientos discursivos. Se abre, entonces, un territorio íntimo en el que la subjetividad anuda deseo, imaginación y experiencia. Quizá por ello, especialmente en la Primera Temporada, la voz de los niños tiene tanto protagonismo. Son cinco niños, sobre un total de nueve testimoniantes, que se dejan llevar por la aventura del hablar y le imprimen un tono especialmente onírico, tal como se puede ver en el siguiente fragmento de Akim:

Una vez soñé

que estaba molestando a un niño

pero yo no quería molestarlo

él me tiró una piedra y yo le dije

no me tires, no quiero pegarte

él estaba fumando su marihuana

se llamaba hippie

y le pegué y él lloró

y me sentí muy mal

yo no quería pegarle

y ahí él corrió

y yo me tiré en un cerro

pero el más grande del mundo

y caigo

y sigo cayendo

hasta que un avión

me agarró con un lazo

no tenía dónde ir

sentí que me iba a morir

y ahí aparecí en mi casa

y mi padre se enojó.

No te vuelvas a aventar, me dijo

no tenemos dinero para curarte.

 

Estrategias contrainformativas

En la siguiente etapa del proyecto, la Ediciones urgentes, Zelko se focaliza sobre temas específicos: la criminalización de la migración, la violencia patriarcal, la racialización, la persecución de la disidencia sexual, entre otras. Se trata de poner en escena la voz, y en consecuencia el contrarrelato, de poblaciones en estado de vulnerabilidad, sujetos marginalizados, perseguidos, asesinados, por el orden securitario neoliberal. Así aparece el primer libro, Frontera Norte, resultado de una serie de encuentros realizados entre septiembre de 2017 y octubre de 2018, la mayoría con migrantes provenientes de Latinoamérica y Medio Oriente que al momento de ofrecer sus poemas-testimonio se hallaban viviendo en Estados Unidos o Canadá.[17] En esta ocasión, la tapa ya no reproduce las palabras de Zelko, recluidas ahora en la contratapa, en un movimiento que lo corre todavía más de la escena. En su lugar, leemos un texto coral, que extrae fragmentos de varios de los participantes del libro y compone una reflexión centrada en la migración y el deseo de una vida mejor.

“Los migrantes están siendo construidos como enemigos políticos”. “Los migrantes están siendo incorporados al discurso de la guerra”. “Lo nuevo no son las migraciones, lo nuevo es este régimen de fronteras, esta fantasía neoliberal de gobernar la movilidad humana”. “¿Por qué no podemos entender que la inmigración es la secuela del colonialismo y la esclavitud?”. “¡La migración es la disputa misma de a qué le llamamos frontera!”. “¡Las caravanas migrantes son un levantamiento, una rebelión!”. “¡Este acto que están haciendo los migrantes inventa un nuevo momento histórico y político!”. “Migrar es pura voluntad de vida”. “Todos los seres vivos se mueven a donde hay agua, sombra, comida”. “Migrar es inaugurar un nuevo relato para tu propia vida”.

El relato resultante se encuentra atravesado por dos tensiones que recorren la mayoría de los poemas-testimonio: la persecución, en este caso del migrante como objetivo necropolítico (Mbembe, 2011), y la fuerza subjetivadora que es capaz de contener la decisión de migrar. En efecto, los poemas-testimonios hilvanan voces perseguidas sin que estas queden reducidas a una pura pasividad o sean confirmadas en su daño. Narran su dolor, resultado de experiencias de persecución y desposesión, pero también los puntos de fuga que les han permitido sobreponerse.[18] No se trata, sin embargo, de individualidades emprendedoras (Foucault, 2012; Brown, 2016), sino de voces que dejan ver una amplia red de asistencias solidarias y contingentes, como lo demostrarán, por ejemplo, los poemas-testimonios de Leonila y su hija Norma, integrantes del grupo Las patronas, que ayudan a los migrantes que viajan a bordo del tren conocido como La Bestia.[19] Al igual que el texto de tapa, los trece poemas-testimonios irán constituyendo una voz plural que contiene las marcas de los otros, no porque se conozcan sino porque la migración, como se desprende de este relato coral, siempre es una experiencia colectiva.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Luego de Frontera Norte, el trabajo de Zelko prescinde de la deriva y se concentra en el procedimiento de la escucha, la producción, la divulgación y el archivamiento. Le siguen Terremoto. El presente está confuso, de septiembre de 2017, en el que se traslada al Distrito Federal cinco días después del sismo que sacudió aquella ciudad. Monta allí una mesa en diferentes calles de las colonias Buenos Aires, Roma Sur, Obrera y Tacubaya. La instalación de la mesa transforma su deambular en una espera situada. Zelko adopta aquí la tradición del escriba. Terremoto compila la voz de dieciséis testimoniantes, identificados apenas por su edad y una letra. Desfilan allí la experiencia del presente y las memorias del devastador terremoto de 1985. Miedos y pérdidas se suceden componiendo nuevamente un poema-testimonio plural que describe a una población vital, nuevamente hay niños entre los hablantes, y en perpetuo estado de vulnerabilidad. La lectura pública aquí, en lugar de articularse alrededor de la ronda y a cargo del testimoniante, como fue realizada en las reuniones previas y lo será en las posteriores, es efectuada por el propio Zelko. Lo que sucede en esas lecturas públicas lo describe así Amanda de la Garza, en un breve texto introductorio a los poemas-testimonios:

Las personas al escuchar sus poemas asentían: “Sí, eso pasó, así fue”, como si alguien más hubiera vivido eso o alguien más lo hubiera relatado. Como si la distancia de leerse en la voz de otro, de leerse en ese instante, pudiera dar cabida a ese relato y a lo vívido, en donde la memoria es por un momento congruente con el temblor del cuerpo, y paradójicamente un recuerdo.

Tal como un ventrílocuo, Zelko reproduce oralmente lo escuchado y tipeado. La oralidad primera atraviesa de este modo un veloz circuito. Emitida por el testimoniante, escuchada y convertida de inmediato en letra impresa y leída por Zelko, se convierte, como apunta el texto citado, en relato y narración capaz de estructurar una experiencia límite y confusa como la producida por el terremoto. Se trata de devolverle inteligibilidad a partir de la resonancia en la boca de otro para que pueda ser reconocida por el propio emisor.Foto accioìn terremoto

Casi un año después, en agosto de 2018, Zelko publica Juan Pablo por Ivonne[20], que recoge la voz y las palabras de la madre de Juan Pablo Kukoc, el joven asesinado por fuerzas policiales en el barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. Aquel crimen consolidó la política de mano dura que ya venía ejecutando el gobierno de Mauricio Macri.[21] El caso Chocobar, así se llamaba el policía que mató a Juan Pablo, es un momento bisagra en la economía emocional del macrismo, cuando la estrategia de la seguridad se impone frente al desastre económico.

Entre junio y octubre de 2019, Zelko se desplaza al sur de Argentina y compone ¿Mapuche terrorista?, el contra-relato del enemigo interno, que recoge las palabras de la comunidad Lof Lafken Winkul Mapu. Allí se narra la recuperación de tierras ancestrales, el posterior desalojo por fuerzas de seguridad y asesinato del joven Rafael Nahuel.[22] Como afirma María Soledad Boero:

A la violencia estatal contemporánea e histórica, el libro contrapone un mundo soterrado por siglos donde se experimentan otras formas de vida, una cultura ancestral pero que resiste y adquiere en la actualidad, otras fuerzas. Un pueblo que muestra su forma de habitar el mundo, el ejercicio de su lengua, el vínculo con la tierra y la naturaleza, el territorio que es una extensión de su cuerpo; la creencia en la machi y sus saberes sin edad; en definitiva, su modo de vivir en comunidad, su resistencia y persistencia ante el hostigamiento del poder colonizador y racista.[23]

Conjuntamente con ese libro, Zelko completa otro con el líder lonko weichafe Facundo Jones Huala, encarcelado por el gobierno de Chile en la cárcel de Temuco, que solo circula entre la comunidad mapuche. De este libro nada podemos decir. Su, hasta ahora, último libro, escrito en abril de 2020 plena pandemia de COVID, lleva por título Lengua o muerte y se realiza por teléfono. En la contratapa del libro, Zelko describe el modo en que utilizó la modalidad telefónica: “Durante abril de 2020 les llamé por teléfono. Me hablaron y escuché. Hice unas pocas preguntas y sonidos para que sepan que estaba ahí. Grabé sus voces. Apenas cortamos, las hice sonar y las escribí. Cada vez que hicieron una pausa para inhalar, pasé a la línea que sigue. Borré las grabaciones, les mandé los textos y los corregimos. Armamos este libro, que tiene una versión digital de descarga gratuita, un audiolibro y una versión en papel que distribuye la comunidad”.[24] Zelko escucha los relatos de tres migrantes de Bangladesh, Rakibul Hasan Razib, Afroza Rhaman, Elahi Mohammad Fazle, y la referente de la red Interlavapies, Pepa Torres Pérez. Los migrantes viven en Madrid desde años y narran la muerte de Mohammed Hossein por coronavirus luego de haber llamado durante seis días a la ambulancia sin obtener apenas respuesta, en parte por no poder hablar ni comprender el castellano. La migración aquí se anuda a la cuestión de la lengua, que ocupa el centro de las narraciones y dispara proyectos colectivos que transforman el dolor de la muerte en capacidad de lucha. Lengua o muerte reconfigura el trayecto realizado o le suma nuevos sentidos posibles. Coloca en el centro del proyecto Reunión la cuestión de lengua, su comprensión, su escucha, sus entonaciones, sus traducciones posibles, la violencia a la que es sometida y la resistencia que de allí es capaz de surgir.

En estos últimos tres libros, Zelko focaliza en colectivos activistas organizados para resistir las políticas de la desposesión neoliberal. Como apuntábamos, los colectivos perseguidos o dañables narran su condición vulnerable pero exhiben la potencia de sus redes y proyectos, tal como puede observarse en las portadas Lengua o Muerte y ¿Mapuche Terrorista?, donde el “nosotros” se adueña de la narración y aparece, en ambos casos y de diferentes maneras, una imagen de futuridad surgida a partir de un daño en el presente:

Lengua o muerte

después de la muerte de mi tío

vamos a luchar porque sea obligatorio

que los médicos de cabecera

que los juzgados

que las escuelas

que todos los sitios importantes

tengan traductores

para poder hablar en nuestro idioma

y para poder entender lo que nos quieren decir.

Somos más de cincuenta mil bangladeshi en España

y más de quinientos mil migrantes

ya no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas

alguien se muera

no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas no nos podamos entender.

 

¿Mapuche Terrorista?

La historia cambia

y la vamos a cambiar

a través de una forma de vida

que es ancestral

y es política.

¿Cuánto tiempo nos callaron?

Está sucediendo

una transformación

una transformación verdadera,

y sí

eso va a traer consecuencias

porque estamos oprimidos

y necesitamos no estarlo más.

Para la serie de las Temporadas proponíamos la figura del viajero cruzada con la del caminante situacionista, ahora en cambio se nos abre otro campo de referencias. En el borde inferior de Juan Pablo por Ivonne aparece la palabra “contrarrelato” (“el contrarrelato de la doctrina Chocobar”), al igual que Mapuche terrorista, que se define como “contra-relato del enemigo interno”. Esa insistencia permite entender una de las operaciones centrales puestas en juego en las Ediciones Urgentes. Zelko ahora se convierte en un artista etnógrafo (Foster, 2001) que entra en disputa con los relatos emanados de las fuerzas de seguridad y los medios hegemónicos. Y si habíamos pensado en Alberto Greco, Carlos Ginzburg u Oscar Bony para sus derivas, ahora emerge la figura del escritor Rodolfo Walsh con sus investigaciones sobre los asesinatos de José León Suarez durante los años cincuenta del siglo pasado, que derivarían en la escritura de Operación Masacre.[25]

 

De la pobreza de archivo a la performance

Reunión es como un iceberg. Nosotros apenas vemos el resultado final: los libros impresos. Nada o casi nada del complejo proceso que da por resultado esos libros está documentado. En su sitio web apenas hay imágenes de los encuentros que Zelko tiene con los diferentes testimoniantes y ninguna de las lecturas públicas ha sido filmada para que pueda ser reproducida.[26] ¿Cómo leer esa “pobreza” de archivo en el marco de un acentuado giro archivístico en el arte contemporáneo, con exhibiciones cada vez más concentradas en la documentación de procesos más que en la exhibición de obras? Es interesante recuperar aquí la distinción propuesta por Diana Taylor para pensar la performance entre “archivo” y “repertorio”. En relación con el archivo, Taylor sostendrá: “Por su capacidad de persistencia en el tiempo, el archivo supera al comportamiento en vivo. Tiene más poder de extensión; no requiere de la contemporaneidad no coespacialidad entre quien lo crea y quien lo recibe”.[27] Pese a la posibilidad de archivar al menos la lectura en vivo de algunos de sus testimoniantes y de ese modo tener más poder de extensión, Zelko elije no hacerlo. La pobreza de archivo debería ser leída, entonces, como una decisión ética que apunta a preservar el proyecto contra el riesgo de la exotización de ese otre vulnerable, y a poner de relieve el aspecto que considera más relevante: la voz de ese otre.

Sin embargo, algunos escritos del propio Zelko que figuran al final de la Primera Temporada, diversas intervenciones de críticos y artistas que escriben en sus primeras Temporadas, informaciones que nos ofrece en su página web, contribuyen a hurgar en zonas de ese archivo y proponer algunos ejes de lectura generales y transversales a sus dos etapas. Recapitulemos. La intervención de Zelko comienza con un primer encuentro íntimo con la persona o grupo que contará su historia. En ese espacio, al que no tenemos acceso, Zelko escucha y transcribe a mano. No graba ni filma, elige desprenderse de esas mediaciones tecnológicas. Su elección por la mano es una elección por el cuerpo. La mano y el brazo que se van cansando en la tarea del registro[28]. Poner el cuerpo, de este modo, constituye una gestualidad a través de la cual Zelko enuncia su compromiso con la situación, su participación activa. Depone las “armas” tecnológicas e ingresa con su cuerpo a encontrarse con la palabra y el cuerpo del otre. Entrar solo con sus manos es una forma de deconstruir una jerarquía: “vos hablás, yo te grabo”. En segundo lugar encontramos la dimensión performativa y performática. Se trata de una lectura en alta voz que se propone como una ceremonia entre encantatoria, catártica y reescenificadora, y se organiza en torno a un círculo compuesto por nueve sillas en donde se perciben gestos y entonaciones. La palabra impresa en el fanzine toma un primer estado público.[29] Frente a la deslocalización incesante de los discursos públicos, Zelko apuesta aquí por una suerte de barrialización que promueve nuevos lazos comunitarios. Frente a la reproductibilidad de la noticia compartida a través de facebook, twitter o whatsapp, Zelko apuesta aquí a la ceremonia única y aurática. El punto final de Reunión, es el archivamiento, o mejor la constitución de un contra-archivo que busca desterrar los poderes arcónticos que recubren esa palabra en su circulación pública. En efecto, en nuestro presente, las vidas infames o marginales suelen ser narradas por los grandes medios de comunicación y prontamente odiadas en los enunciados trolls, los visitantes anónimos de foros y las fake news que surcan las redes sociales. En el contra-archivo que es Reunión esas voces poseen otra entonación no solo por lo que nos cuentan, sino porque poseen otra forma. En cada uno de los siete libros publicados esa forma es la poesía. Pero, ¿qué significa en este caso “poesía”? Si, como afirma Judith Butler, “la violencia del lenguaje consiste en su esfuerzo por capturar lo inefable y destrozarlo, por apresar aquello que debe seguir siendo inaprensible para que el lenguaje funcione como algo vivo”[30], propongo que pensemos que poesía aquí es la apertura de un espacio que Zelko le abre a esas voces, atrapadas entre el silencio o la asfixia condenatoria, para que allí respiren y continúen vivas. Por ello nos cuenta Zelko, en una línea, en relación a Ivonne, la madre de Juan Pablo Kukoc, pero extendible a todos los libros que componen Reunión: “Cada vez que respiró pasé a la línea de abajo”. La puesta en página que transfigura el testimonio en poesía le ofrece a la palabra una nueva respiración que, sin perder la urgencia o el dramatismo, mantiene su jerarquía verso a verso. Frente a la concentración visual y discursiva que despliega la lógica mediática, repitiendo una y mil veces una misma imagen o un mismo conjunto de frases, la poesía en Reunión abre esas vidas, las multiplica por efecto del verso, de los cortes, por las rimas internas y por los sentidos plurales que se arman tanto horizontal como verticalmente.[31]

Temporalidades fuera de quicio

Hay tres reuniones en Reunión, lo que significa que hay diversos tiempos puestos en juego y que estos desempeñan un papel relevante en el proyecto.[32] En la primera reunión se construye una temporalidad a partir de la oralidad y el trabajo manual. La disponibilidad de la mano de Zelko propicia un tiempo urgente y lento a la vez, exhaustivo y atravesado por el cansancio muscular. La escritura se hace trazo y huella. Este pliegue temporal y primero, este cuerpo a cuerpo, es indispensable para que la ceremonia sea eficaz en términos performativos, para que el testimoniante perciba el compromiso con la situación que pone en acto Zelko. Es aquí, como afirma Claudia Bacci que “quienes testimonian lo hacen con sus capacidades de reinterpretación y autocrítica, de expresividad afectiva y corporal, desde su participación en la comunidad discursiva que define a esos hechos como parte de la trama de historia-memoria que los involucra, en diálogo con otras/otros y como parte de colectivos sociales con perspectivas políticas específicas en marcos sociales que los interpelan, mientras transcurren etapas en sus vidas cotidianas y proyectos”.[33] El testimoniante se transforma en una voz singular-plural.

La segunda reunión es la ceremonia pública y barrial que reúne a nueve personas en ronda. La figura del círculo recupera aquí imágenes de larga duración ligadas a la afectividad y al juego. Reunirse alrededor del fuego, pasar la infusión del mate de mano en mano formando un círculo, o juegos de larga duración tales como “La ronda de la batata”, el “Juan Pirulero” o el “Pañuelito”, por citar unos pocos ejemplos de juegos que se concretan a partir de la ronda y que acuden de inmediato a nuestra memoria afectiva. En relación a los juegos, en su texto “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, Giorgio Agamben establece una conexión entre el “rito” y el “juego” vinculada al tiempo histórico. Mientras que el rito fija y estructura el calendario, el juego lo anula y lo destruye. Sostiene que numerosos juegos tienen su origen en ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales, adivinatorias. Pero mientras en los actos sagrados se conjuga mito y rito, en el juego solamente se mantiene el rito y no se conserva más que la forma del drama sagrado.[34] La ronda propuesta en Reunión no apela a la trascendencia, más bien la destruye para fundar un tiempo-ahora que se da sus propias reglas. La figura del círculo funciona como recorte y pliegue en relación con un afuera, y es, por supuesto, la imagen de un mundo otro o, más bien, de posible, que se concreta en un ahora.

Hay un aspecto más para señalar en torno a la ronda. ¿Por qué son nueve y no diez sillas? ¿Por qué un número impar y no par? Sin intenciones de proponer lecturas esotéricas, mi hipótesis es que el número nueve marca una ausencia y es la del propio Zelko, que durante estas lecturas se mantiene fuera del círculo. Así como en la reunión Zelko renuncia a su propia palabra, en esta segunda sustrae su propio cuerpo. Se trata, en la reunión íntima y la reunión pública, de procedimientos que buscan asegurar la palabra de quien testimonia y, al mismo tiempo, la menor intromisión del artista. La tarea de Zelko, reitero, no es la del portavoz, un malentendido posible teniendo en cuenta la naturaleza social de los poemas-testimonios, sino, como afirmé anteriormente, la del intercesor, o mejor aún, la del facilitador de situaciones.

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Finalmente se produce la tercera reunión a través de nuestra lectura. Sin imágenes, solo palabras, el resultado final pone en crisis la potencial dimensión exhibitiva de Reunión, pues: ¿qué mostrar de este proyecto en un museo?.[35] La tercera temporalidad que funda aquí es la de la lectura. Impedidos de los registros sonoros o fílmicos, como lectores, somos invitados a aceptar la morosidad que los versos nos imponen y recorrer palmo a palmo las vidas allí contadas. Como si Reunión exigiera de nosotros la misma intensidad de escucha desplegada en las etapas anteriores.

En los debates en torno al arte relacional hay dos posturas claramente enfrentadas. La de Nicolas Bourriaud y la de Claire Bishop. El primero piensa el arte relacional como una suerte de espacio en que se ensayan nuevas formas de relación no permeadas por una sociedad cada vez más instrumental; mientras que Bishop sostiene, un poco en respuesta a Bourriaud, que ese modelo supone como premisa una subjetividad transparente.[36] El proyecto Reunión, en el que la relacionalidad ocupa un lugar fundamental, no es fácilmente adscribible a ninguna de esas posturas. Reunión no apunta a exhibir las consecuencias de una sociedad instrumental sobre las relaciones interpersonales, ni mucho menos apunta a exhibir la no transparencia en las relaciones humanas. En sus diferentes etapas, desde las más poéticas del comienzo hasta las más politizadas de sus últimas ediciones, Reunión no persigue una veridicción de alguna hipótesis preliminar. El carácter testimonial deshace los regímenes de verdad/mentira o transparencia/opacidad. La palabra hablada, escrita y leída funciona en un registro testimonial-performativo que narra al mismo tiempo que construye. Los testimoniantes toman la palabra –una palabra en ocasiones ignorada hasta por ellos mismos, otras veces marginada o silenciada, o simplemente guardada a la espera de ser articulada- pero esa toma de palabra también posee, como de algún modo lo hemos venido afirmando, un carácter autopoiético. Narrar en torno a la propia identidad o sobre lo que ha sucedido y lo que se desea implica no solo convocar al pasado y al futuro sino, además, dotar de una estructura narrativa a la experiencia. El testimoniante emerge de ese encuentro como un narrador-poeta.

Visto en su totalidad, el dispositivo Reunión es simple y complejo a la vez. Trabaja a partir de restricciones y distancias. Veamos. Zelko no habla ni participa de la ronda. Desde esa “no participación” y desde la ausencia de imágenes construye parte de su densidad. El resto se juega entre la artesanalidad de su lapicera, que pone a prueba la velocidad de su mano, y la escansión del testimonio que se vuelve público y se rearticula, en una nueva respiración, en la cadencia del verso, que retorna insistente y que hilvana sus sentidos en y entre los enunciados. Como si esas palabras antiguamente enmudecidas o custodiadas, a veces desconocidas hasta para sus propios enunciadores, encontraran un nuevo enlace, un nuevo tiempo, una nueva interfaz plural y una nueva potencia enunciativa en la forma de la poesía. Entonces sí, luego de esa larga travesía, llegan hasta nosotros.

***

Notas

[1] Para pensar en los lenguajes del odio y sus neutralizaciones literarias ver Gabriel Giorgi. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad.”, in Revista Transas (https://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad/)

[2] Todos los libros del proyecto Reunión se encuentran en: https://reunionreunion.com/

[3] Además de los poemas-testimonios, en las Temporadas participan: Juane Odriozola, Laura Ojeda Bär, Dana Rosenzvit, Guillermina Mongan, Diana Aisenberg, Ariel Cusnir, Mariela Gouric, Julián Sorter, Marina Mariasch, Alejandro López, Ana Gallardo, Ana Longoni, Andrei Fernandez, Andrés S. Alvez, Eva Grinstein, Juan Caloca, Leonello Zambón, Leticia Gurfinkiel, Marisa Rubio, Mauricio Marcín, Osías Yanov, Roberto Jacoby, Santiago Garcia Navarro y Silvio Lang.

[4] Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 114.

[5] Primera temporada. Buenos Aires, 2018, p. 10.

[6] Ibid, p. 44.

[7] En el texto que Zelko escribe después del poema-testimonio del joven cubano Crespo, de la Segunda Temporada, Zelko exhibe en parte su deambular por una ciudad: “Santa Clara, Cuba. Acá está enterrado El Che. Es la ciudad que liberó cuando bajó de la sierra. Esa conquista confirmó que la revolución era un hecho y que las tropas revolucionarias podían empezar su caravana triunfal hacia La Habana. Camino por una plaza. Hay mucha gente joven. Es jueves a la tarde. Los jueves a la noche, la nueva generación de la trova cubana se junta a cantar en un bar que se llama El Menjunje. Todavía faltan unas horas. Entro al bar. Tiene un patio grande y paredes de ladrillo sin revocar. Detrás de mí aparece un hombre muy alto, muy flaco, con rastas muy largas, muy pocos dientes, y muy borracho. Crespo. Él se ocupa de la movida. “Tú, eres mi hermano”, me dice, y me encaja entre las manos una botella de gaseosa rellenada con el ron que fabrica el Estado. Nos sentamos en la fila de adelante. Van pasando los músicos. Canciones íntimas y ácidas que cuentan cómo es vivir en esta isla hoy. Muchos de los que cantan están censurados por ser socialistas. Todo el mundo se acerca a Crespo. Lo saludan, le agradecen, es la sustancia del lugar. Se hace tarde y hay que irse. Caminamos al Malecón sin agua, una plaza que queda a dos cuadras. Nos sentamos en las escalinatas de una iglesia. Somos unas 30 personas. Hay varias guitarras. Crespo todo el tiempo me abraza y me dice “Tú, eres mi hermano”. Con mucho acento en la U. Me sigue presentando a cada persona que pasa. Nos ponemos a hablar de arte con unos rastas. Les cuento de Reunión. Crespo me dice que él quiere hacer su libro, que tiene unas historias para contar. Dudo. Me cuesta mucho entender lo que dice. Casi no pronuncia las consonantes y habla con la boca muy abierta. Imposible transcribirlo. Le digo que si quiere probamos, pero que nos tenemos que encontrar al día siguiente bien temprano porque a la tarde me voy de la ciudad. “¿Te vas a poder levantar?”, me pregunta”, p. 8.

[8] Octavio Paz, Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012, p. 23.

[9] “Teoría de la deriva”, en Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte. Madrid: Literatura Gris, 1999, p. 50.

[10] “Alberto Greco: del espectáculo de sí al conceptualismo atolondrado”, en Alberto Greco ¡qué grande sos! Marcelo Pacheco, María Amalia García (org.). Buenos Aires: Museo de Arte Moderno, 2016, p. 113.

[11] Sobre La familia obrera escribí en Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época. Buenos Aires: Libraria, 2017.

[12] Primera Temporada, op. Cit., p. 58.

[13] Como postula Jacques Rancière: “Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es atendida como palabra, apta para enumerar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta”, en El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

[14] La definición de “intercesor” es la de alguien que intercede por otro. Giles Deleuze, en diálogo con Antoine Dulaure y Claire Parnet, sostiene lo siguiente: “Lo esencial son los intercesores. La creación son los intercesores. Sin ellos no hay obra. Pueden ser personas –para un filósofo, artistas o científicos, filósofos o artistas para un científico–, pero también cosas, animales o plantas, como en el caso de Castaneda. Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, incluso aunque sea imperceptible. Tanto más cuando no lo es: Félix Guattari y yo somos intercesores el uno del otro.”, publicado originalmente en (L’Autre Journal, n.º 8, Octubre de 1985, entrevista con Antoine Dulaure y Claire Parnet.

[15] En la Primera Temporada, los poemas-testimonios de los niños son cinco. Me permito establecer una conexión con el libro de Valeria Luiselli Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas, un trabajo de difícil definición, como el de Zelko, pero que cuenta su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración en New York como traductora del cuestionario de admisión al que son sometidos los niños indocumentados que cruzan solos la frontera desde México hacia Estados Unidos. El libro comienza así: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”. Esa es la primera pregunta del cuestionario de admisión para los niños indocumentados que cruzan solos la frontera. El cuestionario se utiliza en la Corte Federal de Inmigración, en Nueva York, donde trabajó como intérprete desde hace un tiempo. Mi deber ahí es traducir, del español al inglés, testimonios de niños en peligro de ser deportados. Repaso las preguntas del cuestionario, una por una, y el niño o la niña las contesta. Transcribo en inglés sus respuestas, hago algunas notas marginales, y más tarde me reúno con abogados para entregarles y explicarles mis notas. Entonces, los abogados sopesan, basándose en las respuestas al cuestionario, si el menor tiene un caso lo suficientemente sólido como para impedir una orden terminante de deportación y obtener un estatus migratorio legal. Si los abogados dictaminan que existen posibilidades reales de ganar el caso en la corte, el paso siguiente es buscarle al menor un representante legal”. En este caso, es el Estado el que pregunta, y exige una respuesta acorde, sobre el “quién eres”, en Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas). México: Sexto Piso, 2018. p. 9. Por otra parte, destaco lo que apunta Judith Butler: “Creo que podemos ver que esta pregunta atraviesa debates contemporáneos sobre multiculturalismo, inmigración y racismo. Es una pregunta que cambia su tono y forma dependiendo del contexto político en el cual es movilizada. Así, por ejemplo, puede ser preguntada desde una posición de supuesta ignorancia (“eres tan diferente de mí mismo que no puedo entender quién eres”), o puede ser formulada como una invitación a la escucha de algo inesperado y con el objetivo de revisar las presuposiciones culturales o políticas del sí mismo, o incluso cambiarlas drásticamente”, in Judith Butler, Athena Athanasiou. Desposesión: lo performativo en lo político. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2017, p. 95.

[16] “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, in Ideología. Un mapa dela cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura, 2005.

[17] El libro se compone de un total de 13 poemas-testimonios ofrecidos por: Roxana (Guatemala), Ahmed Moneka (Irak), Almendra Reina (México), Njoud Aghabi (Jordania), Norma (México), Leonilla (México), Ceyla Willy Valiente (Miccosukke), Andrés «Kiki” Puntafina (Cuba), Carlos (Venezuela), Delbert Zepeda (El Salvador), Jessica Collins (Estados Unidos), Roland Jackson (Haití), Alex González (Guatamala). El libro se completa con reflexiones de Sayak Valencia, Alba Delgado, Verónica Gago y Amarela Varela.

[18] El poema-testimonio de Maritza, una mujer trans, resulta elocuente desde el comienzo y exhibe la pregunta por el “qué te ha sucedido”: “Yo tengo todo el cuerpo marcado / toda la piel / todos los ataques / todos los golpes que recibí / los puedes ver / los puedes tocar”. Poco más adelante, Valeria, otra de las testimoniantes, se encarga de testimoniar su punto de fuga: “Y un día / corriendo en el parque / me encontré aquí una comadre / una amiga que conocí cuando yo era una sexoservidora / y empezamos a ir a correr juntas al Flushing Park / por la mañana / con mucho frío. / Ella me quería alejar de la soledad / y me dijo, “Oye” / aquí cerca dan unas clases de Zumba / gratis / ¿por qué no vamos”? / Llegamos y veníamos con medio de entrar / pero entramos y estaban todas las luces apagadas / todo a oscuras / nomás el proyector se veía / y nos gustó / bailamos y bailamos y bailamos y bailamos”, p. 37.

[19] La Bestia (también conocido como El tren de la muerte) es el nombre de una red de trenes de carga que transportan combustibles, materiales y otros insumos por las vías férreas de México, sin embargo este no solo transporta materias primas sino que también es usado como un medio de transporte por migrantes, principalmente salvadoreños, hondureños, mexicanos y guatemaltecos, que buscan llegar a Estados Unidos. Los puntos de acceso a la ruta de La Bestia desde la frontera sur de México eran Tenosique (Tabasco) y Ciudad Hidalgo (Chiapas) pero en el 2005 el huracán Stan destruyó las vías y ahora el trayecto de 275 kilómetros hasta la ciudad de Arriaga deben realizarlo a pie, este termina su recorrido en Tamaulipas, Sonora o Baja California.

[20] Participan y comentan en la edición ampliada: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[21] En este caso los comentadores son: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[22] Aquí comentan: Soraya Maicoño, Pilar Calveiro, Claudia Briones y Eli Sánchez Alcorta.

[23] Boero, María Soledad.” Voces y mundos que resuenan. Apuntes sobre el vínculo entre lo sensible y lo político a partir del “procedimiento” compuesto por Dani Zelko. El caso Lof Lafken Winkul Mapu”. Mimeo, 2019, p.7.

[24] Esta es la información que el libro ofrece en la segunda página: “Razib, Afroza y Elahi son migrantes. Nacieron en Bangladesh, viven en Madrid. El 26 de marzo, en medio de la crisis por el Covid-19, Mohamed Hossein, un paisano suyo, murió en su confinamiento después de llamar durante seis días a los sistemas de salud y emergencia. Ningún médico fue a atenderlo, ninguna ambulancia lo fue a buscar, hablaba poco español. Desde entonces, junto a otras organizaciones migrantes y sociales, están armando un movimiento por la lengua, exigiendo traducción oral obligatoria en centros de salud, escuelas, juzgados, oficinas del Estado. Interpretación ya para entender lo que les dicen, para hacerse entender, para vivir en su lengua.”

[25] Es interesante, además, pensar cómo el último trabajo, Lengua o muerte, puede ser leído en clave alegórica como cifra del proyecto Reunión.

[26] En el sitio web hay imágenes de algunos testimoniantes del libro Terremoto. El presente está confuso y de Ivonne, la mamá de Juan Pablo.

[27] Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011, p. 14.

[28] Luego del poema-testimonio de Montaña, en la Primera Temporada, Zelko escribe: “Ningún encuentro se graba. Escribir fue mi grabador. Se me cansaba bastante la mano y ese cansancio funcionaba. Se hacía visible que las dos partes éramos indispensables para que los poemas queden en papel, se hacía evidente que estábamos entregados a la situación. Funcionábamos como una energía común. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido”, p. 33.

[29] Con esos relatos, los que surgen como resultados de los viajes y los más políticamente direccionados, Zelko imprime fanzines que entrega a cada una de las personas a las que escuchó para que ellas puedan regalarlos, lo que les permite apropiarse de esa palabra entregada primeramente, luego organiza una ceremonia de lectura con nueve participantes congregados en un círculo de nueve sillas en el que uno o varios leen de los fanzines lo que le contaron a Zelko. Cuando culmina esta etapa, se imprimen libros que compilan los textos de los fanzines, informaciones de los encuentros y textos de lo que Zelko llama “portavoces”, sujetos afines a los autores originales que pueden, eventualmente, “representarlos” en futuras rondas de lectura, además de textos de artistas, activistas e investigadores.

[30] In Lenguaje, poder e identidad. España: Síntesis, 1997.

[31] El procedimiento comienza y termina en lapso breve. Que sea así resulta esencial para el tipo de proyecto que es Reunión porque puntúa la urgencia y comenta los circuitos de información puestos en juego.

[32] Zelko lo enuncia de este modo luego del poema-testimonio de Diana, compilado en la Primera Temporada: “en cada instancia de esta obra, se abre una nueva distancia. Yo y lo que digo: una distancia. Yo que te escucho: otra distancia. Yo que escribo lo que escuché: otra distancia. Parece un mecanismo intrínseco y ontológico de cómo funcionan las obras, de las posibilidades de distancias que abre una obra. Distanciarse del propio yo, del lugar donde uno está, de algo que sintió, de su voz”, p. 20.

[33] Subjetividad, memoria y verdad: Narrativas testimoniales en los procesos de justicia y de memoria en la Argentina de la posdictadura (1985-2006). Tesis de Doctorado. Universidad de Buenos Aires, 2020, p.15.

[34] Agamben, Giorgio. “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, en Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001.

[35] Una de las formas de mostrar ha sido la lectura en ronda de los textos pero realizada por otras personas a los que Zelko denomina “portavoces”.

[36] Ver especialmente Nicolas Bourriaud. Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006, Claire Bishop. “Antagonism and Relational Aesthetics”, en October, Vol. 110 (Autumn, 2004); y Claire Bishop. Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship. Londres, New York: Verso, 2012.

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Paz, Octavio. Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012.

Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005.

Rancière, Jacques. El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011.

Walsh, Rodolfo. Operación masacre. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2001.

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Del anime a las Ciencias Sociales, un camino hacia el estudio de Japón desde Argentina

Por: Valeria Rissotto[i]

Imagen: «Estados Unidos y Japón», Rissotto (2018).

 

“No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad”, nos plantea en este ensayo Valeria Rissotto, participante de la Diplomatura en Estudios Nikkei en 2018, y parte del equipo docente en 2019. Su lectura nos orienta más sobre una perspectiva posible para los estudios nikkei / niquey, desde su subjetividad como “no-descendiente”, para quien Japón llegó a su vida en forma temprana por el anime. Hoy Tokio es su lugar en el mundo para atravesar la pandemia 2020 y desde donde escribe estas palabras.


Figura 1 - Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Figura 1 – Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Que sea una imagen la que rompa la impasible página en blanco. Elijo esta. Una caricatura de la relación entre Estados Unidos y Japón. Los hitos históricos están marcados por la elección de la ropa. Geta y el tipo de zapatos que utilizaba la marina estadounidense en 1853. Pantalones de la Segunda Guerra Mundial. El ícono del “héroe americano”, nacido en 1941, y un kimono hecho a través de la técnica de bingata okinawense. Los peinados de los actuales mandatarios coronan las cabezas de mis personajes. El fondo es el recorte de un biombo namban. No lo elegí porque muchas veces los artistas retrataran en ellos la llegada de los extranjeros. Me gustó la metáfora de los “tiempos dorados” versus los “tiempos oscuros” como contexto para esta imagen. Intento, a través de la elección de un estilo inocente en el dibujo, crear un contraste entre lo aparente y lo histórico. No hay mejor forma de testear una primera observación que analizando sus condiciones de producción. Hasta ahí la explicación de esta imagen.

Me interesó la idea de trabajar con imágenes porque estas interpelan de manera inmediata. Apelan a las sensaciones, a las emociones, pero no están vacías de conceptos. Una imagen te gusta o te disgusta, y lo demás lo discutimos. Una imagen te incomoda, te interpela y ahí seguro que lo discutimos. Intento que mis imágenes sean complejas porque quiero decir algo a través de ellas. No creo que trabajar con imágenes sea menos productivo, o que sus bases sean menos válidas que el escrito académico. Todo depende de la perspectiva epistemológica, el marco teórico y el método del que se parta. Por eso elegí realizar lo que Linda Hutcheon, en su texto Teoría de las adaptaciones, llama adaptaciones: parodias, sátiras, homenajes. Géneros que incluyen la evaluación del autor. No es solo una representación, estoy analizando y argumentando. Por supuesto, lo hago a través de un determinado punto de vista.

A lo largo de este ensayo voy a hablar sobre lo que entiendo como perspectiva nikkei y a discutir por qué creo que es un buen lugar desde donde pensar Japón.

Posicionamiento epistemológico

Las imágenes acá presentadas son parte de mi trabajo final para la Diplomatura en Estudios Nikkei. En el primer módulo de este curso vimos algunas de las diferentes perspectivas con las que se realizan estudios sobre Japón. Japonismo, Japonología, Nihonjinron. Analizamos cómo, debido a cuestiones de influencias geopolíticas del conocimiento y culturales, estas teorías atraviesan nuestra percepción latinoamericana. Es decir, la forma en que accedemos y construimos nuestra idea sobre Japón está mediada por las teorías estadounidenses, europeas del oeste y japonesas más relevantes a nivel internacional. Como todo cuerpo de textos e ideas, estas corrientes no están libres de preconceptos y de los intereses políticos de su contexto de producción. Entonces, si quiero tener un acercamiento a Japón tengo que volver a las bases, retomar el consejo del querido Durkheim, y romper con el sentido común, y también con el sentido común académico que me atraviesa, sobre el país del sol naciente.

¿Cómo construir conocimiento autónomo, desde Argentina, libre de presupuestos erróneos? Deconstruimos las teorías, los imaginarios, los estereotipos. Desde Europa nos llegó la idea del exotismo y del misterio japonés. Los norteamericanos retomaron ese misterio para analizar, primero, al enemigo, luego, al discípulo ejemplar. La idea de inaccesibilidad extranjera a la esencia japonesa también resuena en algunos autores del archipiélago. Signos que se hacen conciencia y funcionan como anteojos que no siempre tienen el aumento adecuado. Creé estas imágenes eligiendo un posicionamiento epistemológico específico: la perspectiva nikkei.

Sabemos que la epistemología es esa parte “meta” de la ciencia. El estudio reflexivo del hacer científico. Desde qué lugar construimos conocimiento científico, cuál es la relación entre sujeto y objeto, cuál es el método más apropiado para responder una determinada pregunta, cuál es la validez de una teoría, son ejemplos de preguntas epistemológicas. Posicionarse epistemológicamente es elegir desde qué lugar interpretamos los fenómenos que nos interesan y desde qué lugar creamos textos sobre ellos. Como primera reflexión, nos reconocemos en nuestras interpelaciones. Ahora, tracemos una analogía.

Figura 2 - Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Figura 2 – Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Identidad nikkei

La perspectiva nikkei puede entenderse a través de la historia de la identidad nikkei en Argentina en la cual solo voy a ahondar lo necesario para explicarme (para saber más, consulta, por ejemplo, “Interpelación o autonomía” de Pablo Gavirati y Chie Ishida). A principios de los ochenta los nisei se encontraron atravesados por una doble interpelación, la de su país de nacimiento y la de Japón. Pero también sufrían una doble discriminación. En ambos lugares los trataban como extranjeros. Esto provocó que la primera generación de descendientes empezara a reconocerse en un espacio liminal. Un espacio con dos culturas, dos valores, dos sistemas de representación que podían utilizar.

Los nikkei fueron muchas veces víctimas de los estereotipos, los imaginarios y las representaciones provenientes de la interrelación entre las tres corrientes mencionadas y el contexto local. Este espacio intercultural resultó ser un punto privilegiado para observar los discursos que constituían la idea de lo “japonés” en Argentina. Este lugar de observación es el que ocupo cuando me posiciono en una perspectiva nikkei. Retomo el planteo que se dio durante la cursada; se trata de proponer un proceso de pensamiento. Situarse en el “entre” intercultural e interdiscursivo. Deconstruir los discursos, analizar las condiciones de producción de las propias ideas. ¿De dónde surgen mis presupuestos sobre Japón y sobre los japoneses? ¿Sobre la cultura otaku en Argentina? ¿Sobre la comunidad nikkei? ¿Sobre quienes practican ikebana o hacen origami?

Ansiando el reconocimiento de su interculturalidad, los nisei se adentraron en la construcción y defensa de una identidad autónoma, la identidad nikkei. Esta lucha tuvo su correlato en la creación y el hacer de instituciones específicas a nivel regional y local (la Convención Panamericana Nikkei en 1983, la creación del Centro Nikkei Argentino en 1985, la Federación de Asociaciones Nikkei en Argentina en 1994) y prosiguió con acciones de la siguiente generación (como El Proyecto Kinsei de CeUAN). De la misma manera que la comunidad nikkei llevó, y lleva, acciones específicas para lograr el reconocimiento de su categoría identitaria, también quien asume una perspectiva nikkei la elige con objetivos específicos.

Construyo conocimiento con el objetivo de crear algo autónomo, un saber local sobre Japón y sobre la relación entre nuestros países. La paradoja es que para ganar autonomía tenemos que reconocer los discursos que condicionan nuestra forma de entender el mundo. Podemos pensar al japonismo, la japonología y el nihonjinron como discursos. Los discursos, como materialidades de sentido, están en las novelas, en las películas, en las series, en las noticias, en los fanfic, en el fandom, en las comunidades y en nosotros. Me identifico con esto o aquello que aparece como lo japonés. Interiorizo esos imaginarios y se transforman en parte de mi subjetividad. Discursos que se hacen praxis e identidad. Soy, y somos, parte de esa comunidad que identifica en sí misma una interpelación fuerte con una cierta idea de Japón. Si elegimos una perspectiva nikkei, reconocer esto es la primera parte del proceso.

Elegiste un tema de estudio que se puede encasillar en “Estudios japoneses” o “Estudios nikkei”, estás leyendo sobre Japón, te interesa, ves anime, leés manga, jugás al Mario Bross o al Zelda, comés sushi, ramen, mochi, querés ir a Japón, leés a Murakami, tenés amigos con tus mismos intereses, conociste a tu pareja en un evento del fandom, cuando pensás en tus valores morales se te vienen Goku o Serena a la cabeza hablando del amor, la amistad, la perseverancia, etcétera. Recordemos: la epistemología estudia la relación entre el sujeto y el objeto de estudio. La identificación con ciertos presupuestos que crean la “idea” del objeto de estudio es parte de esta relación.

Figura 3 - Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Figura 3 – Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Subjetividad y conflictos

Al igual que el devenir de la identidad nikkei, la perspectiva no está exenta de conflictos. El primero es el propio nombre, utilizado por un/a descendiente que realiza estudios sobre la comunidad no hay problema aparente. ¿Pero, por qué yo, como no-descendiente de japoneses, utilizaría la palabra nikkei con la misma libertad? Dentro de la comunidad existe un debate latente sobre a quién aplica la categoría y qué variables se consideran cuando se piensa qué constituye lo nikkei. ¿Es solo una cuestión sanguínea? A medida que las instituciones se fueron abriendo al público en general, descendientes y no-descendientes se encontraron compartiendo algunos espacios, actividades, intereses y experiencias. Dirigentes del Colegio Nichia Gakuin comenzaron a utilizar el término “nikkei de corazón” para denominar a esas personas, sin ancestros japoneses, que compartían la doble identificación con Japón y Argentina. Sin embargo, la idea de integrar(nos) utilizando el mismo término no es algo que todos en la comunidad acepten y, sin dudas, como categoría identitaria de un grupo minoritario, los argumentos en contra de la ampliación del sentido se respaldan en razones entendibles.

Vuelvo a la cuestión de la identificación. No creo que haya posibilidad de absoluta objetividad ni en la investigación científica ni en ningún tipo de producción. Elijo una perspectiva con la que converjo ideológicamente, con la que me identifico. Mientras escribo este ensayo estoy sentada en el living de la casa compartida, en Asakusa, Tokyo, en la que vivo hace dos meses. Desde enero que estoy en Japón con una visa Working Holiday. Viajé sola durante 40 horas, dejando a mi compañero, que se suponía me acompañaría en abril si la pandemia no se hubiese extendido por el mundo, mi trabajo y proyectos varios. Vine para tener otro acercamiento al “Japón real”. En realidad el que yo creía que era el Japón “más” real, el de la vida cotidiana. Este es el impacto de una interpelación con “lo japonés” que empezó con Sailor Moon a mis nueve años y prosiguió a lo largo de toda mi vida, constituyéndome. Esta que soy yo, reconociéndome en mi identificación con “lo japonés” desde mi argentinidad, hace investigación en ciencias sociales, crea imágenes y escribe ensayos como este. No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad. Elegir una perspectiva nikkei como posicionamiento para estudiar la relación entre Argentina y Japón, o sobre Japón, no solo me permite construir conocimiento local y ubicarme de forma de evaluar las formaciones discursivas que subyacen a los presupuestos sobre Nipón, también me da la posibilidad de reconocer mi propia subjetividad como parte de esta construcción.


[i] Es Profesora  y Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social (FSOC/UBA). Diplomada en Estudios Nikkei. Especializanda en Estudios Contemporáneos de América y Europa (UBA junto a Univsersita di la Sapienza y di Camirino). Maestranda en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Quilmes.

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Puig en Río: la sexualidad “casi” escondida

Por: Juan Pablo Canala (UBA/PEHESA-IHAyA)

Traducción de la entrevista: Jimena Reides

Imagen: tapa de revista Lampião da esquina (Año nº 3/ Nº 28)

Lampião da esquina fue una revista brasileña dedicada íntegramente a difundir obras, artistas y movimientos políticos LGTTB, que circuló entre los años 1978 y 1981. En el año 1980 publicaron una entrevista a Manuel Puig (quien entonces vivía en Brasil y sus novelas estaban siendo traducidas al portugés y sumando lectores en el país vecino),  cuyas imágenes y traducción al español publicamos en esta nota, en conmemoración de los 30 años de su fallecimiento.

El investigador Juan Pablo Canala, quien junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter actualmente se encuentra clasificando y estudiando el archivo Puig de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, escribió para Transas este magnífico ensayo, en el que narra los bemoles del desembarco de Puig en Río de Janeiro y el esfuerzo del escritor porque su obra no quede suscrita a una sola tradición ni a su propia biografía, algo que se puede ver ya en el título de la entrevista, Puig habla de casi todo.


1.- Desembarco (Hotel Riviera, Copacabana, 1980)

En septiembre de 1980, luego de ocho meses de residir en Río de Janeiro, Manuel Puig todavía no lograba solucionar los contratiempos inmobiliarios que demoraban su permanencia definitiva en la ciudad. En las cartas enviadas durante esos primeros meses a su familia, pueden leerse esos vaivenes: “ya estoy por dar la seña”, “acá parece que las inmobiliarias trabajan de modo muy descuidado”, “no hubo caso en Leme”[1].

Le tomará casi todo ese año dar con la casa ideal para establecerse de forma definitiva en la ciudad. A pesar de eso, Puig se apropiará del hall y del bar del hotel Riviera, ubicado en la Avenida Atlántica 4122. Allí, en el corazón de Copacabana, recibía a periodistas, amigos y editores, mientras que en los momentos más plácidos se dedicaba a caminar por la playa, entrando en el corazón mismo de la vida carioca. Esa cotidianeidad, como lo muestran esas cartas, hecha de playa y carnaval, son la evidencia contundente de que Puig estaba dejando de ser tan solo un turista en Río. Ese vínculo propio e intenso con la ciudad, con sus costumbres y con el idioma durará  casi una década y volverá la experiencia en Brasil una marca indeleble en sus dos últimas novelas.

 

2.- A Aranha

Dos meses antes, el 7 de julio de 1980, los diarios cariocas anunciaron la presentación de O beijo da muhler aranha, la traducción local de la celebrada novela que Puig había publicado en Barcelona en 1976. Con su cuarta novela disponible en portugués, y con la apuesta fuerte de la editorial Codecri dentro del mercado editorial, Puig se convertiría en uno de los escritores extranjeros más reconocidos en Brasil. La traducción del libro, hecha por Gloria Rodríguez y supervisada por el propio autor, llegó a agotar ocho ediciones sucesivas en el término de dos años. La historia de un militante político y de un homosexual soñador, llamados afectuosamente por los lectores tan solo como Valentín y Molina, causó un enorme impacto en el público local, alimentado por el éxito que la novela ya había tenido en Europa y Estados Unidos. Pero los destinos de Puig y de esa novela estarían atados a Brasil con lazos más estrechos y fuertes que los del mero éxito editorial.

Unos meses antes del lanzamiento de la traducción de El beso, en enero de 1980, Puig comenzó a bosquejar la estructura y las escenas para la adaptación cinematográfica de su novela. En el reverso de una carta de oferta por la compra (fallida) de un departamento en Leme, esbozó la primera versión del guion que le entregará al cineasta Héctor Babenco, un argentino radicado desde 1963 en San Pablo. Sobre esa versión original, Babenco y el coguionista que lo había acompañado en Pixote, Jorge Durán, irán corrigiendo y reescribiendo el texto a lo largo de tres años.[2] La relación de Puig con el director no fue del todo satisfactoria, le dirá a su familia al respecto: “el Babenco, sigue con la cuestión de la mujer araña…dijo tantos disparates que quedé planchado ¡qué redoblona de burros!”.[3] Puig, que había estudiado cine en Roma, que tenía una serie de guiones escritos y que había participado en las adaptaciones de otros libros (propios y ajenos) se sentía autorizado para opinar acerca de las decisiones que debían tomarse a la hora de llevar su novela a la pantalla grande. Babenco, en cambio, reivindicaba su derecho de tomar la versión de Puig no como un mandato inopinable, sino más bien como un valioso pero provisorio punto de partida: “hemos discutido mucho con él. Él nos presentó inclusive un guion, del cual aprovechamos cosas muy interesantes. Pero en rigor, la estructura narrativa del guion es nuestra.”[4]

¿Qué era aquello que a Babenco no lo convencía de esa versión que Puig bosquejó durante los primeros meses en Río? Explorando esos manuscritos conservados en su archivo es notable que la adaptación de Puig volvía a darle a la figura de Molina (y de sus filmes dialogados) una centralidad absoluta y hacía que Valentín, desde la óptica del futuro director, quedara deslucido: “hemos actualizado en cierta forma el personaje del guerrillero, que en el libro está un poco dejado en segundo plano por la exuberante personalidad del homosexual (…) Y nosotros intentamos darle un vuelo, un peso y una estatura idéntica a la del homosexual.”[5]

Si Babenco en su adaptación pretendía enfatizar a la figura de Valentín, nada más y nada menos que la de un militante político revolucionario, la lectura de esta novela entre los grupos de militancia gay locales, por el contrario, centraba su mirada en Molina. Una de las publicaciones que más activamente se interesó en los pormenores de escritura del libro fue la revista Lampião da Esquina.[6] Publicada entre 1978 y 1981, en el marco de la apertura política que atravesaba Brasil, la revista fue portavoz central de la visibilización de la cultura gay local. Sus páginas buscaban llamar a la reflexión política e introducían debates culturales sobre la identidad gay, estableciendo nexos y diálogos con los movimientos homosexuales del exterior.[7] El programa que fijaba la publicación en su editorial proponía “Salir del gueto” yendo en contra de las ideas difundidas acerca de que el homosexual: “es un ser que vive en las sombras, que prefiere la noche, que encara su preferencia sexual como una especie de maldición” y concluía: “Lampião deja bien en claro lo que va a orientar su lucha: nosotros nos empeñaremos en desmoralizar ese concepto que algunos nos quieren imponer.”[8]

La publicación en Brasil de la novela de Puig se constituyó como un núcleo de interés para la revista, que no solo publicó en su número 27 (agosto de 1980) una reseña escrita por Jorge Schwartz, sino que también la incluiría sistemáticamente en la sección de libros recomendados. Fue en ese libro de Puig, que encerraba en una celda a la política con la sexualidad, donde los movimientos gays vieron que el único lugar posible para ese diálogo era la literatura, y que el encuentro de esos personajes constituía, en palabras de Daniel Link, una experiencia radical, “una manera de ver el mundo y de concebir la relación entre la voz y la escritura.”[9] Fue esa voz escrita que el autor le da a Molina y Valentín lo que para la revista se volverá una oportunidad política, ya que en sus números exponía, sistemática y continuamente, el desprecio que la izquierda revolucionaria tenía en relación a la homosexualidad.

En el número siguiente de septiembre de 1980 y aprovechando que Puig residía en Río, la revista dio a conocer un diálogo que el consejo editorial tuvo con el autor a propósito de la novela, que Transas da a conocer por primera vez en español. La nota, ilustrada con varias fotos del encuentro con el escritor se tituló “Manuel Puig habla de casi todo”. Aunque los comentarios editoriales enfatizan el buen humor de Puig y el clima festivo en el que se desarrolló la nota, una lectura más atenta del diálogo revela por momentos un posicionamiento defensivo por parte de Puig alrededor de ciertos interrogantes que los entrevistadores consideran cruciales para la comprensión de la novela: la construcción del personaje homosexual, la inscripción del libro en una tradición literaria gay, la propia condición sexual del autor. Ese “casi todo” que titula la nota también funciona como advertencia para los lectores acerca de aquello que Puig se resiste a decir, no porque no haya sido debidamente interrogado, sino porque hay preguntas que, como veremos, el reporteado deliberadamente elude. ¿Qué se esconde entonces detrás del casi? ¿Qué expectativas tenían los entrevistados en relación con las eventuales respuestas?

El primer foco de atención se vincula con la eventual relación autobiográfica entre el autor y su personaje. Las vivencias y la condición sexual que Molina exhibe en el libro motivaron a que los críticos dijeran que: “el personaje de Molina, de El beso de la mujer araña’ es Puig.” Deslindando esa identificación, Puig contesta, no sin ironía: “Está queriendo decir que yo soy homosexual, con una fijación femenina y corruptor de menores” y remata con cierta exasperación “¡Yo no soy Molina! ¡Tenemos muchas cosas en común, pero no soy él!”.[10] Puig no permite que su personaje se reduzca solamente a una traducción ficcional de su propia condición o de su experiencia personal. En contra de esta lectura, Puig reafirma que Molina es más bien una parcialidad “una posibilidad mía (…) una manera de enfrentar problemas míos”.[11]

Además de una eventual identificación entre las experiencias del autor y del personaje, el otro punto nodal de la discusión que introduce la entrevista se vincula con la apelación al imaginario femenino, con el que Puig construye la figura de Molina y que fue objeto de críticas por parte de algunos movimientos gays, quienes: “querían un homosexual fuerte”.[12] Reivindicar esa dimensión femenina de lo gay era para Puig una posibilidad de expresar cómo los homosexuales, de la misma manera que las mujeres, eran igualmente objeto de un discurso machista y autoritario asumido por los hombres heterosexuales. Al reafirmar la dimensión femenina de Molina y al confrontarla con otros modelos posibles del homosexual, por ejemplo el del “hombre fuerte”, Puig desmonta imaginarios que pretenden estandarizar o circunscribir las identidades sexuales, reivindicando la libertad como principio fundamental y reclamando la aparición de nuevos lenguajes y prácticas políticas que contribuyan a describir realidades subjetivas y sexuales también nuevas: “Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación que es el de la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirnos para defenderla mejor, pero no por eso pensemos que ese es punto final. Porque así los heterosexuales también estarían en lo cierto al defender sus posiciones cerradas”.[13] Cuando Puig llama a eludir los límites cerrados que imponen los guetos, está pensando en la necesidad de encontrar una sexualidad nueva que prescinda de aquellos dogmatismos y clasificaciones maniqueas, los mismos que el discurso machista empleó para marginar y segregar a los homosexuales. No se trata solamente de reafirmar la diferencia, sino de poder superarla.

Otra pregunta de los entrevistadores se vincula con la eventual “tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema” en la Argentina. Debemos pensar que las preguntas de la entrevista también buscan consolidar un programa de formación cultural destinada a su público a través de un sistema de lecturas. Esto resulta fácilmente evidenciable si se atiende a la sección de reseñas y de libros, donde por medio de textos que responden a diferentes disciplinas, se construye una suerte de canon de lecturas asociado a temas de sexualidad. La revista recomienda tanto libros de corte sociológico como los de Wilhelm Reich o de Michel Misse, como autores literarios abiertamente gays como Roberto Piva, João Silvério Trevisan y, en ese mismo grupo, también a Puig. Ante la pregunta sobre la presencia gay en la literatura argentina, se muestra evasiva en la respuesta: “no soy la mejor fuente para hablar de eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me avergüenza decirlo, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica, me cuesta mucho concentrarme en la lectura, trabajo todo el día”.[14]

Puig, que admiraba a Roberto Arlt, en cuya primera novela un homosexual cuenta él mismo su historia, que conocía la escritura de muchos de los que habían sido sus compañeros del Frente de Liberación Homosexual, como Juan José Sebrelli o Néstor Perlongher, prefiere no hablar de una tradición argentina al respecto. Oculta deliberadamente su condición de lector, desentendiéndose de aquellos textos y autores que, eventualmente, pudieran constituir una serie donde El beso se integre a una literatura gay argentina. En sus silencios Puig parecería querer evitar una lectura reduccionista de su libro, puesto que la potencialidad del texto no está en el hecho de que uno de sus protagonistas sea homosexual, sino que se trata de un encuentro entre esos mundos por entonces irreconciliables en lo real: el de la militancia revolucionaria y el de la sexualidad. En serie con esta prudencia de Puig, que elude ostensiblemente otros intentos de ligarlo a la cultura gay, a lo largo de la entrevista quienes lo reportean intentan indagar sobre la sexualidad del autor, sobre su situación sentimental, sobre las eventuales (y sexuales) razones que lo llevaron a radicarse en Brasil:

“¿Pero fue solo por eso que vino a vivir a Brasil? ¿Alguna historia de amor?

Puig – Uhn… Bueno, gente bonita hay en otros países también.

(La explicación no convence, todos protestan; alguien dice que Puig está huyendo del asunto. Alceste no pudo ser más explícito: ‘¿Fue por causa de un hombre?’)”[15]

Puig enmudece. Si bien su sexualidad no era un tema tabú, no estaba oculta para sus amigos, familiares y gente cercana, si bien sus libros (algunos de ellos muy fuertemente referenciales en términos autobiográficos) exhibían una sensibilidad vinculada a su condición sexual, Puig se rehúsa a hablar en público del tema. En la esfera de lo público, cuando es más Manuel Puig que Juan Manuel Puig Delledone, reivindica para sí el derecho no a ocultar su sexualidad pero si a preservar su intimidad alrededor de ella. Puig no habla en entrevistas sobre sus romances, sobre sus preferencias eróticas o sobre sus fantasías y parecería percibir que en el entre-nos de los entrevistadores de Lampião hay una suerte de expectativa alrededor de un coming out que no se produce. Es posible que el silencio elocuente de Puig contraste con la figura imaginaria que los militantes gays brasileños se habían formado de él: la del exitoso escritor argentino pública y abiertamente gay. El sentimiento de contraste entre la imaginación y la experiencia es lo que termina por edificar el casi que titula nota.

El beso de la mujer araña parecía estar condenada a una lectura selectiva, la insistencia de Babenco en la figura de Valentín y la de los activistas gays brasileños en la de Molina parecía no advertir que la potencia narrativa del libro no se producía en uno u otro personaje, sino en el cruce de ambas subjetividades. Tal vez esa lectura más precisa los lectores de Lampião podían ir a buscarla a la reseña de la novela que había hecho Jorge Schwartz y que se había publicado en el número anterior. Con enorme lucidez, la reseña captaba de una forma muy aguda lo que el libro proponía: “Los mitos del celuloide que resuenan en el cuerpo y en la voz de Molina son equivalentes a las aspiraciones heroicas del guerrillero Valentín: dos utopías de un mundo colonizado, donde María Félix y Che Guevara se complementan y encuentran un lugar común”[16] y concluye: “El éxito evidente de la novela reside precisamente en lo que más quiere desenmascarar: el discurso de la opresión y la porosidad de ciertos modelos esquemáticos”.[17] Lo que la reseña capta de la novela es justamente esa porosidad que las miradas antagónicas no permiten advertir. Ni Valentín es totalmente revolucionario, ni Molina es completamente un alienado. Sus posiciones subjetivas, sus experiencias, reivindican lo parcial, lo coyuntural de un encuentro posible, en el contexto de discursos monolíticos más preocupados por las certezas que los sostienen en lugar de mostrar realidades cada vez más difíciles de asir.

Cuarenta años después, gracias a la generosidad de Carlos Puig, reviso metódicamente los ejemplares que el escritor conservó en su biblioteca personal pero no logro dar con ningún número de Lampião. Examino los sobres de reseñas y manuscritos que, junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter, todavía estamos clasificando del interminable archivo Puig. En una carpeta de recortes encuentro una hoja de la revista. Puig, como quien artesanalmente pretende resguardar la memoria de aquello que rodea a su obra, muy prolijamente recortó la reseña y la guardó. La entrevista, en cambio, esperó hasta ahora para ser finalmente exhumada.

ENTREVISTA

Manuel Puig habla de casi todo

El noviazgo entre Lampião y Manuel Puig es antiguo, y ya tuvo hasta una especie de ruptura cuando alguien le dijo en Nueva York que habíamos lanzado (¡imagínenlo!) una edición pirata de su libro El beso de la mujer araña. En realidad, algunos “lampiônicos[i]se empeñaron personalmente en ver el libro publicado en Brasil, al acompañar de cerca las negociaciones con la Editora Civilização Brasileira, primero; y con Livraria Cultura, después. Hasta que Jaguarette do Pasquim entró en el baile y Codecri compró los derechos de publicación.

 

La entrevista había sido pautada para un lunes de agosto, con los entrevistadores Francisco Bittencourt, Leila Míccolis, João Carneiro, Alceste Pinheiro, Antônio Carlos Moreira, Marcelo Liberali y yo; Adão Acosta llegó después. Recordábamos, preocupados, una de las cosas que se suele decir sobre el escritor argentino: “Puig es una persona muy difícil”. Llegó quince minutos después de la hora pautada, con un bolso y un paraguas (afuera se estaba desatando un temporal, y buena parte de la entrevista tuvo como banda sonora el repiqueteo de los truenos). Luego de dar algunos autógrafos (El beso de la mujer araña ya es un best seller incluso en nuestra redacción), se sentó en el lugar indicado por la fotógrafa Cyntia Martins, listo para charlar.

 

No, Manuel Puig no es la “persona difícil” que nos habían hecho creer. En realidad, fue la entrevista más divertida que hizo Lampião con un entrevistado que usaba y abusaba de una mímica que incluía horquillas de cabello imaginarias, peines, abanicos de plumas, sombra, lápiz labial y rouge: todo un conjunto de gestos relajados con los que intentaba resaltar las cosas importantes que decía. No se habló de la Argentina, pero eso no fue una falla: lo que Manuel Puig tiene para decir sobre su país ya está en sus libros, principalmente en El beso de la mujer araña, que tiene tanto que ver con todos nosotros (Aguinaldo Silva).

 

Aguinaldo: Leí dos críticas brasileñas sobre tu libro.  En ellas, los críticos decían que el personaje de Molina, del Beso de la mujer araña, es Puig. ¿Le dijiste eso a alguien?

Puig: No, e incluso me enojé por eso. De esa manera, están queriendo decir que soy homosexual, que tengo una obsesión con lo femenino y que soy corruptor de menores.

 

Alceste: ¿Es por eso que no te gusta que te comparen con el personaje de Molina?

Puig: ¡No soy Molina! Tenemos muchas cosas en común, pero… ¡no soy él!

 

Aguinaldo: Como tampoco sos el personaje de Valentín…

Puig: ¡Mucho menos Valentín! (Risas generales. Es una pausa para situar a quienes aún no leyeron el libro: Molina es un mariquita, Valentín es un zurdo convicto. Los dos están presos en la misma celda de una cárcel argentina, ¿entienden el drama, queridas?)

 

Francisco: Pero cada uno de ellos tiene un poco de vos…

Puig: Bueno, mis protagonistas siempre son una posibilidad mía; las mujeres y los hombres. No podría tener un protagonista torturador, por ejemplo. Uso cada personaje como una forma de enfrentar mis problemas: a través de ellos creo tener más coraje, más valor para analizar estos problemas, que directamente en la vida. Entonces, mis protagonistas son siempre posibilidades mías. Por eso, un torturador no podría ser protagonista de una de mis novelas; podría estar allí, tal vez como un elemento importante para la acción, pero como no comprendo este personaje, no puedo desarrollarlo.

 

Alceste: Pero reconocés, entonces, que tenés cosas de Molina y de Valentín…

Puig: Es posible…

 

Alceste: Más de Molina, ¿no? ¿Cuáles serían esas cosas?

Puig: Bueno, escribí esta novela porque necesitaba un personaje que defendiera el papel de la mujer sometida. (Otra pausa. Puig desiste del portuñol y anuncia: “Voy a decir todo en español, ¿está bien?”. Leila y Aguinaldo se miran seriamente, ya que uno de los dos después tendrá que desgrabar la cinta…). En ese momento, no estaba decidido a trabajar con un protagonista homosexual. Lo había postergado siempre, por una razón muy obvia: es que los lectores heterosexuales tenían tan poca información sobre lo que era la homosexualidad, que me parecía difícil hablar del tema. Después de todo, siempre se fabrica un personaje con la complicidad del lector, ¿no? Entonces, contaba con lectores que tenían poca información sobre el tema y por eso, directamente, prefería no abordarlo. Pero lo que me interesaba poner en debate era el papel de la mujer sometida, y solo se me ocurrió un personaje que podría representarlo: ¡era un homosexual con una obsesión por lo femenino! Eso también me llevó a incluir las notas al pie de página en el libro, para que el lector pudiera situarse mejor delante del personaje de Molina. Sí, porque existen muchas cuestiones sexuales que aún no están claras y una, sin duda, es la cuestión de la homosexualidad. Hasta hace pocos años no se sabía nada sobre esto; solo hace unos diez años comenzaron a aparecer libros, investigaciones, hubo más información. Otra cuestión: ¿quién sabe algo sobre la sexualidad de la mujer después de la menopausia? ¿Quién sabe exactamente qué sucede con ella? ¿El placer sexual disminuye, aumenta? ¡Es un misterio!

 

Leila: ¿Ya pensaste en escribir un libro sobre esta cuestión?

Puig: No sé, nunca lo había pensado.

 

Aguinaldo: Pero entonces El beso de la mujer araña no es un libro de Manuel Puig sobre la homosexualidad. ¿Creés que todavía les debés ese libro a tus lectores?

Puig: Bueno, aunque ésta no haya sido la intención inicial, creo que el libro terminó convirtiéndose en una discusión sobre la homosexualidad. Ahora, mi próximo proyecto es un libro sobre un muchacho brasileño… (Risas generales. Alguien, no identificado, proclama: “Ese personaje, Puig, lo conocemos muy bien”).

 

Francisco: No estoy de acuerdo con Aguinaldo. Creo que El beso de la mujer araña es un libro sobre la homosexualidad, sí. Y no hay nadie más homosexual que este Molina. Diría, incluso, que es autobiográfico. Por ejemplo: las películas que cuenta, que las vi todas…

Puig: ¡No son mis mitos!

 

Francisco: … Ya sé que no son. Esas películas las viste en la adolescencia, ¿no?

Puig: En la infancia…

 

Francisco: Me acuerdo de todos: La mujer pantera…

 Puig: Ese lo usé todo. La vuelta de la mujer zombi, también. De Sin milagro de amor, solamente usé la primera parte: la segunda era tan mala que la reescribí, quiero decir, Molina la reescribió. El de la alemana la inventé.

 

Francisco: ¿Pero no es El judío errante?

Puig: No, la inventé. Pero mirá bien: estas películas no son mis mitos, sino de Molina. Mi cine preferido es aquel de los primeros años de la década de 1930, cuando los géneros cinematográficos aún no estaban completamente establecidos y aparecían mezclados en la misma película: Sternberg, Lubistch, etc.

 

Aguinaldo: En Brasil, ya podemos decir que hay una tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema. ¿Sabés de algo parecido en Argentina? Por ejemplo: hay una novela de Julio Cortázar, Los premios, que tiene un personaje homosexual.

Puig: Bueno, no soy la mejor fuente para hablar sobre eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me da vergüenza decir eso, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica. Me resulta muy difícil concentrarme con la lectura. Trabajo todo el día, y a la noche, si decido leer un libro de ficción, me da ganas de reescribirlo. Por eso, prefiero leer biografías, ensayos, etc. Ficción, nunca. (En este punto de la entrevista, la media docena de escritores presentes se marchitan por la decepción; el que esperaba ofrecerle uno de sus libros a Puig desiste en ese momento). La lectura, para mí, solo si no tiene estilo; porque, si lo tiene… ¡ay!, me vengo en ese momento, agarro la lapicera y empiezo a arreglarlo…

 

Aguinaldo: Es cierto, te preparaste para hacer cine. ¿Y cómo terminaste en la literatura?

Puig: Bueno, en realidad, estaba escribiendo un guion. No sé bien en qué momento ese guion se transformó en telenovela (Boquitas pintadas fue el primer libro de Puig), porque fue algo que sucedió solo. Creo que fue porque, por primera vez, estaba trabajando con material autobiográfico. Antes, en mis guiones, hacía copias de películas antiguas; me apasionaba copiar, y no crear. Pero, cuando decidí escribir un guion a partir de un tema autobiográfico, necesité mucho más espacio, y así surgió una telenovela.

 

Alceste: ¿Fue una cuestión de comodidad, entonces?

Puig: No, de exigencia del tema: me pidió un tratamiento analítico, y no sintético. Eso solo sería posible en una telenovela.

 

João Carneiro: Volviendo a esta historia de que no te gusta leer, ¿cómo es que hiciste esa investigación sobre la homosexualidad incluida en las notas al pie de página de El beso de la mujer araña, entonces?

Puig: Bueno, eso no me costó nada, porque no era ficción. Mi problema es solo con la lectura de ficción.

 

Alceste: Pero, ¿cuál fue tu intención al poner esas notas en el libro?

Puig: Ya lo dije: fue explicar mejor el personaje de Molina. Mirá, pensé particularmente en la España de Franco; en esos jóvenes de provincia, que estaban saliendo de toda esa represión, que nunca habían leído ni siquiera a Freud… No sabían nada sobre homosexualidad, ¿cómo iban a entenderlo a Molina sin esas notas?

 

João Carneiro: Para mí, escribiste un libro que no es solamente sobre homosexualidad, sino también sobre la sexualidad: lo que se discute en tu libro es la cuestión sexual. Creo que es muy importante esta salida del gueto…

Puig: Ah, sí, me preocupa mucho esta cuestión del gueto, principalmente por el tiempo que viví en Nueva York. Ahí se crean verdaderos guetos, y no creo que esta sea una solución correcta para el problema. Esto ya sucede con esta forma limitada de sexualidad que es la heterosexualidad: los heterosexuales tienen sus propios espacios, por ejemplo. Creo que es una locura pensar que este es un patrón a seguir, es decir, que los homosexuales también creen sus propios espacios y se aíslen en ellos.

 

João Carneiro: De cualquier forma, me parece que en el libro articulás a la celda como un gueto doble: el gueto de una sexualidad alienada y el gueto de una militancia política alienada. Y ahí es donde, para mí, hubo una contradicción: terminas liberando mucho más al militante político que al homosexual… En el libro, Molina termina casi tan alienado como cuando empezó, solo sirve de instrumento para la liberación de Valentín.

Puig: Bueno, ese tipo de homosexual, con la edad de Molina, ya tiene ciertos valores establecidos, una cierta formación de la que no se puede librar. Lo terrible de la sexualidad, me parece, es que, a partir de cierta edad, cristaliza algunas formas eróticas, algunos moldes eróticos de los que difícilmente se pueda salir.

 

Alceste: En este punto, tu libro es perfecto: describís a Molina con características muy conservadoras. Por ejemplo, hay un momento en el que está hablando del mozo, de su novio. Valentín le pregunta: “¿Está casado?”, y él le responde: “Sí, es un hombre normal”.

Puig: Es cierto: no tiene dudas sobre sus mitos. Cree en el macho, es un macho lo que quiere.

 

Leila: Tus libros siempre fueron muy bien recibidos por la crítica. Pero, en relación con El beso de la mujer araña, noto cierta severidad. ¿A qué le atribuís eso?

Puig: Bueno, encontré muchas dificultades para publicar este libro. En España no, porque vendo mucho allá, y el editor sabía que iba a ganar dinero con el libro. Sin embargo, en Italia no, por ejemplo. Allí mi editor era Feltrineli, que es de la editorial más de izquierda, y rechazó el libro.

 

Aguinaldo: ¿El libro llegó a venderse en Argentina?

Puig: No, está prohibido. Ya me había ido hacía siete años cuando El beso de la mujer araña se lanzó en España. Me fui después de que prohibieron otro de mis libros, The Buenos Aires Affair: ahí empezaron los problemas. Eso fue en el gobierno de Perón, pero después la Junta Militar del General Videla renovó la prohibición. Ah, volviendo a las dificultades: Gallimard, en Francia, también rechazó el libro. En cuanto a los críticos, siempre repetían lo mismo: decían que era demasiado sentimental, etc. Pero es un libro con suerte, porque las personas lo leen: funciona para el lector promedio.

 

Aguinaldo: ¿Se vendió como tus otros libros?

Puig: Se vendió más.

 

Alceste: Además de ese mensaje para la izquierda, que colocaste en el personaje de Valentín, siento que en tu libro hay un mensaje para los católicos, a través de todos los valores tomistas que el mismo Valentín carga dentro de él. Por ejemplo, cuando los dos discuten sobre qué es ser hombre, dice que ser hombre es no humillar al prójimo, es respetarlo, etc. Ahí Molina comenta: “Eso no es ser hombre: es ser santo”.

Puig: Bueno, eso lo tomé de una persona real.

 

Alceste: ¿Quiere decir que Valentín existió?

Puig: En parte. No tenía ningún contacto con la guerrilla argentina. Pero, en mayo de 1973, cuando liberaron a algunos presos, un amigo me llevó con ellos, y entonces hice una investigación, ya con la intención de escribir el libro. En realidad, pensé en hacerlo a fines de 1972, dedicado especialmente a un amigo mío. Porque mis libros también tienen esa intención: los escribo porque quiero mostrarle a alguien que está equivocado sobre un determinado tema. Pasó eso con La traición de Rita Hayworth. Un amigo, compañero de cambios en el cine italiano, me decía: “Ah, qué cosa, nosotros con nuestra formación de espectadores infantiles, dominados por una madre que nos arruinó la vida…”. Y yo le respondía: “¡Fue tu padre quien te arruinó la vida!”. Sí, porque todos los que tenían problemas culpaban a las madres sobreprotectoras, mientras que los padres indiferentes quedaban libres de toda culpa. Entonces, me levanté y dije: “¡Basta! ¡Hay que defender a las santas!”. Y como esa persona era muy inteligente, tenía una dialéctica arrasadora, me llené de rabia y escribí el libro. En el caso de El beso de la mujer araña, lo escribí para una persona que una vez me dijo: “¡Y vos sabés lo que es ser hombre!”, era un mexicano… (Puig es muy enfático en toda esta parte de la entrevista; amortigua las palabras con una mímica riquísima y transforma a los entrevistadores en una platea, causando en ellos la reacción que le parecía más conveniente. En esta parte, todos ríen). Bueno, el hecho es que tengo un raciocinio lento; muchas veces escucho una cosa de esas y no sé qué responder en el momento. El resultado es que, después, el resentimiento crece de tal manera que explota en un libro…

 

Alceste: ¿Y en cuanto al libro sobre el muchacho brasileño? ¿A quién le vas a responder?

Puig: No puedo decirlo. (La respuesta evasiva está acompañada por una mímica especial: hace como si se pusiera algunas horquillas en el cabello).

 

Francisco: (irónico) Ah, entonces es eso, ¿no?

Puig: Pero antes de escribirlo, ya tenía otro libro listo: Maldición eterna a quien lea estas páginas. Y uno que fue publicado después de El beso… El título es Pubis angelical.

 

Francisco: Estás viviendo en Brasil, ¿no? Y estás trabajando en una versión teatral de El beso… ¿Podemos hablar de eso?

Puig: Bueno, siempre me fascinó Brasil. Cuando todavía estaba en Argentina, siempre que viajaba a Europa o a Estados Unidos, arreglaba para parar en Brasil. Hay una cosa brasileña que siempre me fascinó: la posibilidad de ser espontáneo, algo que les cuesta mucho a los argentinos.

 

Francisco: A vos no te cuesta tanto; sos muy espontáneo.

Aguinaldo: ¿Pero fue solo por eso que viniste a vivir a Brasil?

Puig: Ah… Uh…

 

Alceste: ¿Alguna historia de amor?

Puig: Ah… Uh… Bueno, en otros países también hay gente linda. Pero aquí hay una combinación muy especial. Además de eso, mis problemas de salud: tengo que hacer ejercicio, ir a la playa todo el día y, para mí, es muy difícil vivir en una ciudad pequeña. Río es la única ciudad grande que conozco con playas. (La explicación no convence; todos protestan; alguien dice que Puig está evitando el tema; Alceste no podía ser más explícito; pregunta con su voz impresionante: “¿Fue por un muchacho? Puig: “Ah… Uh…”)

 

Aguinaldo: ¿Y ese cambió interfirió de alguna forma en tu trabajo?

Puig: Al contrario, trabajé bastante. Tanto que pretendía escribir algo sobre Argentina, pero ahí un personaje se metió en el medio de mi trabajo.

 

Leila: El muchacho…

Puig: Ah… Uh… En cuanto a la versión teatral de El beso de la mujer araña, quien me buscó aquí en Brasil fue Dina Sfat. En Italia ya había hecho una, que tuvo mucho éxito. Cuando Dina me buscó aquí en Brasil, me terminó contagiando su entusiasmo en relación con el trabajo. Empezamos a hablar sobre ellos, y hablamos tanto que terminé haciendo la adaptación: ya está lista, y Dina la va a producir y a dirigir.

 

Leila: Volviendo al principio: dijiste que en El beso… querías hablar de la cuestión de la mujer sometida. Ahora que la obra está lista, ¿creés que esa intención aún sigue en pie o terminó diluida en un proyecto más amplio? ¿Hubo alguna reacción por parte de las feministas, por ejemplo, en cuanto al libro?

Puig: No, creo que esa intención permaneció en primer plano, porque las mujeres son las principales defensoras de la novela. Primero, me gustaría decirte cuál es mi concepto de lo femenino. Para mí, se resume en tres cosas: sensibilidad, reflexión e inseguridad. Esta última, también, como una virtud. Más precisamente, mi último libro, Pubis angelical, es una discusión feminista: es la historia de una joven que se encuentra con la revolución sexual, y que reacciona como puede, no como quiere. En los dos casos, elegí protagonistas débiles. Molina es débil, hay homosexuales mucho más fuertes que él, más lúcidos, etc. La mujer de Pubis angelical tampoco es la mujer más inteligente. Mi intención, con eso, es hacer que el lector perciba el problema de los personajes y reaccione en relación con este.

 

Marcelo: Pero Molina, dentro de su fragilidad, de su alienación, logra enviar su mensaje.

Alceste: Y después, ese tipo de homosexual existe…

Francisco: Y es conmovedor en su fragilidad…

Aguinaldo: No creo que sea frágil; creo que es paciente…

Puig: Pero un grupo de liberación homosexual norteamericano me pidió que hiciera un personaje fuerte…

 

Aguinaldo: Creo que este tipo de homosexual activista, convicto, que es frágil, termina siendo igual a Valentín…

Leila: ¿Dónde viviste?

Puig: Antes, estudié cine en Italia. Después, en esta fase de exilio, viví en México, en los Estados Unidos y en España.

 

Leila: ¿En estos países mantuviste contactos con grupos homosexuales? ¿Cómo ves a estos movimientos?

Puig: Siempre de forma muy positiva. En los Estados Unidos, solo existe esa tendencia hacia la separación, hacia el gueto. Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación, que es la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirse para defenderse mejor. Pero no pensemos que este es el punto final. Porque así los heterosexuales también tendrían razón al defender sus posturas cerradas.

 

João Carneiro: Dijiste que a un grupo homosexual norteamericano no le gustó la fragilidad de Molina; querían un homosexual fuerte. Bueno, aquí en Río, tu libro se discutió mucho en los grupos, y noto una solidaridad muy grande de las personas en relación con el personaje. Me parece que lo más importante de tu libro, en ese aspecto, es que deja bien claro que es inevitable un diálogo entre homosexuales y heterosexuales. ¿Podrías hablar de eso?

Puig: El problema con los norteamericanos está en una valorización tal vez inconsciente de lo masculino. Para mí se trata de una equivocación, pues lo que se debe hacer es reivindicar el aspecto positivo de lo femenino. Porque de machos…

 

Aguinaldo: … ¡ya estamos hartos!

Puig: Claro, ¡ya tenemos demasiado con los dictadores, con sus hipocresías!

 

Alceste: Siempre creí que esa fijación de los gays norteamericanos en lo masculino es una cosa muy de derecha. No sé si estás de acuerdo.

Puig: Totalmente. Para mí, eso es fascismo.

 

Alceste: Incluso los dictadores toman esa misma postura: son todos “muy machos”, ¿no?

Puig: Es que para los americanos también es muy difícil elaborar la cuestión de lo femenino, porque tienen elementos muy fuertes de matriarcado. En nuestros países, no: la mujer siempre estuvo del lado de los perdedores.

 

Francisco: La mujer es un misterio tanto del lado heterosexual como del lado homosexual.

Leila: Sí. Sigue estando oprimida en los dos lados debido a una mentalidad patriarcal que hace que esté oprimida en cualquier lugar donde esté.

Aguinaldo: Es un misterio. Un día estaba hablando con una persona heterosexual sobre el órgano genital femenino. Ahí recordé un detalle que él desconocía. Entonces le pregunté: “Pero… ¿cómo? ¿Nunca trataste de ver cómo es?” Y me dijo: “No. Yo como, pero no miro…”

Leila: ¡Qué horror!

 Aguinaldo: Quiero decir, el tipo vive proclamando que le gusta la concha, ¡pero en realidad le tiene pánico!

Leila: Ahora vas a viajar, ¿no?

Puig: Sí, a los Estados Unidos. Tengo un taller literario en la Universidad de Columbia.

 

Alceste: Ya que entre tus planes está el libro sobre el tal muchacho brasileño, pregunto: ¿qué pensás del hombre brasileño?

Aguinaldo: ¿Incluso físicamente?

Alceste: ¡Claro!

Puig: Ah… Uh…

 

Leila: Llegaste acá en carnaval, ¿no? ¿Saltaste mucho?

Puig: No. Mi samba tiene una coreografía muy influenciada por Hollywood. Carmen Miranda, etc. Acá me miran con un gran desprecio cuando empiezo a bailar…

 

Aguinaldo: ¿Todavía vas mucho al cine?

Puig: Sí. Pero creo que el realismo arruinó el cine. Películas como La luna y All that jazz me hacen llegar a la conclusión de que el cine puede ser la última forma de tortura.

(Acá empieza una larga discusión sobre el cine; se habla de cine brasileño. Puig informa que, después de la entrevista, pretende ir al Cine Orly, en Cinelândia, para ver República dos assassinos. Alceste le dice que en Orly las personas nunca miran las películas, hacen otras cosas. Puig sonríe, feliz. Alguien le pregunta si vio una película brasileña reciente, que tuvo un gran éxito. Dice que sí. Ante otra pregunta: “¿Qué te pareció?”, pide antes de responder, que apaguen el grabador)

 

João Carneiro: Ya hablamos de esto acá, de otra forma, pero me gustaría insistir: me parece que en tu obra existe un mensaje cristiano. ¿Tuviste una formación cristiana?

Puig: Bueno, me interesa lo del mensaje de Cristo, el rescate de lo femenino. Cristo tomó mucho de ese lado femenino, la dulzura, la suavidad. Pero la Iglesia nunca enfrentó ese hecho. En cuanto a la formación cristiana, no sé…

 

Aguinaldo: ¿Te buscaron estudiantes brasileños interesados en tu obra? ¿Cómo fue tu contacto con ellos?

Puig: Oh, esa relación recién empieza. Me interesa ponerme en contacto con el personal del cine. Hay una película de la que escribí el guion: se filmó en México y el protagonista es un travesti; ganó premios en festivales internacionales, etc…

 

Adão: Esa película estaba por salir acá; era de Pelmex. La cooperativa que compró Ricamar, prometió hacer una premier, pero después nadie dijo más nada del tema.

Aguinaldo: Hola, hola, personal de la cooperativa: ¿qué les parece lanzar esta película? Les garantizamos el éxito… Escuchá, Puig, ¿cuántas horas trabajás por día?

Puig: Ah, todo el día. Porque tengo muchas traducciones, muchas revisiones, mucha correspondencia.

 

Aguinaldo: Pero si trabajás prácticamente todo el día, ¿cuándo hacés las otras cosas?

Puig: Creo que trabajo tanto porque no tengo mucha facilidad para lograr las otras cosas…

 

Leila: No te creo… Bueno, ya casi se está terminando la cinta. El diario, como sabés, está dirigido a las minorías, ¿hay alguna cosa que quisieras decir especialmente? Algo dirigido a las mujeres, a los negros…

Puig: Decís negros. Bueno, cuando surgió el tema de “por qué elegí Brasil para vivir” etc., bueno, supongo que esta diferencia que hay acá en relación con Argentina, esa posibilidad de ser espontáneo, diría incluso cierta alegría de vivir, tiene que ver con…

 

Francisco: La sangre negra…

Puig: Sí… porque supongo que el inconsciente colectivo de la raza negra es más saludable, porque estuvo menos siglos expuesto a una cultura represiva.

 

Alceste: Qué gracioso, todos los extranjeros llegan aquí y encuentran esa supuesta alegría de vivir…

Puig: Pero eso me parece que es una cosa, una contribución de la raza negra:esta representa una sabiduría ancestral. Quería hablar sobre esto para terminar. Ahora, repitiendo lo que dijimos sobre la fascinación de los homosexuales norteamericanos en relación con el elemento masculino, es bueno terminar diciendo que de los machos…

 

Aguinaldo: ¡Ya estamos hartos!

(Un coro alegre cierra la entrevista. Todos juntos: “Así es”)

 

[i] N. de la T.: seguidores de la revista.


[1] Las cartas que cuentan estos contratiempos son las que se escriben en febrero de 1980, véase: Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 298.

[2] “En este momento deben estar tipeando la tercera versión del guion. Cuando me vine para acá la dejé lista para mecanografiar. Supongo que a mi regreso ya estará acabada.

—¿Qué importancia le asignas a la escritura del guion?

—Para mí es fundamental. Un guion es una cosa muy particular, tiene su propio proceso de maduración: 6 meses, por lo menos. Cuando hicimos el primer guion creímos que habíamos encontrado una solución para la novela. Pero lo leímos y sentimos la necesidad de hacer un segundo libro. De éste salieron un montón de ideas para un tercero. Y si siguen saliendo cosas hay que seguir escribiendo guiones”, en “El poder de la ficción. Entrevista con Héctor Babenco”, Cine Libre, no. 1 (octubre de 1982), p. 57.

[3] Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 361.

[4] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 57.

[5] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 58.

[6] Agradezco la generosidad de Gonzalo Aguilar que, mientras preparaba su investigación sobre la cultura brasileña de los años ochenta, me acercó la entrevista de la revista Lampião a la que hago referencia en este trabajo.

[7] Para una caracterización de la revista en el marco de la cultura gay brasileña, véase: Dunn, Christopher, “Gay Desbunde”, en Contracultura. Alternative Arts and Social Transformation in Authoritarian Brazil, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2016, pp. 185-192.

[8] “Saindo do Gueto”, en Lampião da Esquina, no. 0 (abril de 1978), p. 2.

[9] Link, Daniel, “1973”, en Clases. Literatura y disidencia, Buenos Aires, Norma, 2005, p. 334.

[10] “Manuel Puig fala quase tudo”, en Lampião da Esquina, no. 28 (septiembre de 1980), p. 12.

[11] Op. Cit., p. 12.

[12] Op. Cit., p. 13.

[13] Op. Cit., p. 13

[14] Op. Cit., p. 12.

[15] Op. Cit., p. 12.

[16] Schwartz, Jorge “O insólito rendez-vous de María Félix com Che Guevara”, en Lampião da Esquina, no. 27 (agosto de 1980), p. 20.

[17] Schwartz, Jorge, Op. Cit., p. 20.

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Nachleben del bingata. Vuelta a la vida de la cultura visual okinawense

 

Por: Manuela Trejo Arakaki[i]

Imagen: «Desfile del Centenario de la Inmigración Okinawense (2008). Kimonos bingata en primer plano», de Silvina Gottschalk.  

 

Aquella vez, en 2008, que los colores del bingata en los atuendos de baile okinawense desfilaron por la Avenida de Mayo, tal vez se inició una nueva etapa histórica en la comunidad nikkei argentina. El imaginario de “Japón en Buenos Aires” no representa lo que allá se entiende como la cultura del Imperio Nipón, sino que está teñido por las tonalidades del otrora Reino de Ryukyu. En este artículo, Manuela Trejo Arakaki abre el Dossier «Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina», dirigido por Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, con una -bellamente escrita- iniciación al estudio del bingata como soporte de la identidad uchinaanchu.

 


 

El bingata no pasa desapercibido: el color estalla en su punto más alto de saturación y cristaliza su fuerza cuando se recorta sobre la tez maquillada con blanco de las bailarinas. Es puro color, imposible de eludir con la mirada; un estímulo amarillo enmarcando el ensamble de formas que luchan entre sí para mostrarse en la estridencia. Es vital, vital. El ushinchi* no es una prenda: es el traje ceremonial del baile de la corte, encierra en su materialidad el sello de la opulencia, la distinción, la exclusividad. Todo aquello irradiando extático en el movimiento pausado pero continuo del cuerpo y la tela, ofreciéndose a los dioses. Sobre la gran extensión amarilla —como un fondo bizantino, habilita un espacio supraterrenal donde los símbolos habitan juntos, pero unidos no por los elementos naturales sino porque forman una dimensión ideal— van derramándose, desde arriba, en los hombros de aquellas mujeres, primero los árboles y el viento, después las plumas de los pájaros que caen enredados en los helechos, quizás, sobrevuele un faisán de cinco colores, resabio de una antigüedad sumida bajo el poder de China, el Imperio Celeste.

Okinawa, isla subtropical del Océano Pacífico, situada al norte de Taiwán, al este de China, al sudeste de Corea y al sur de Japón, casi de forma equidistante; hoy perteneciente a Japón, pero en la antigüedad supo ostentar el nombre de Reino de Ryukyu. En este kimono bingata se siente el clima caliente y húmedo de esa tierra, el mar y el cielo, que todos juntos hacen brotar el magma dulce de las piñas, suavizadas apenas se tocan con las flores de durazno. Y de repente, la calma. Hay un vacío que nos hace respirar, aunque el aire sea denso y cargado de sol. Porque a la altura del suelo se encuentra el mar, las olas turquesas jugando como rulos van escalando en los tallos largos de los lirios, que son verdes porque están vivos, y que coronan cada uno una flor roja, blanca, rosa. Irrigan los campos de cultivo, esbozados como cuadrículas, al igual que el kanji* ‘ta’. Por último, asoma el rojo desde el interior del kimono, inyectando la sangre, golpeando junto con cada pulsación de la cuerda del sanshin*.

Una vuelta a la vida del Reino de Ryukyu, en aquel kimono. El bingata es un textil que se remonta al siglo XV, momento de la unificación del Reino de Ryukyu (1429-1879). Durante estos siglos la isla constituyó un enclave comercial de intercambio con diferentes zonas del sudeste asiático, con la subsecuente penetración de diferentes productos culturales que incidieron en las tradiciones locales. El bingata germinó en ese momento, a partir de la confluencia de saberes provenientes de otras regiones con las técnicas y las formas de Ryukyu. Este textil se realiza a través de un sistema manual de teñido sobre patrones, que representan de manera idealizada la flora y la fauna okinawense. Las figuras se agrupan y se expanden sobre un fondo liso, a menudo de color, como si estuviesen sustraídas del espacio terrenal y vueltas a resituar en un plano ideal. Se ubican en relación al medio circundante al que pertenecen, permitiendo la coexistencia de capas expresivas y formando así diferentes escenas en una misma tela. El cuadro que presentan no es narrativo sino que crea un entorno supraterrenal que eleva a los elementos hacia un hábitat cargado de significación. En sus orígenes, los colores y las figuras designaban el estatus social y estaban fuertemente regulados por la corte de Shuri —antigua capital del reino—, subsistiendo hasta su abolición junto con la familia imperial y su corte. La antropóloga Sumiko Sarashima y su minucioso estudio sobre el bingata, nos ofrece una perspectiva diacrónica de este arte superviviente: a lo largo de la historia de Okinawa —desde la incursión de Satsuma (1609), pasando por la anexión como prefectura japonesa en la era Meiji (1879) y su proceso de absorción formal al imperio— se conservó como una producción tradicional y autóctona de la región sin parangón con otras técnicas textiles japonesas.

Sin embargo, en el siglo XX apareció una tercera potencia en la arena: la milicia norteamericana. A partir de la Batalla de Okinawa en 1945, la isla sureña cayó bajo su dominio y comenzó un derrotero de disputas imperiales, sometiéndola a los intereses estratégicos políticos y militares de los gobiernos japonés y norteamericano. Desde 1952 hasta 1972, la prefectura de Okinawa quedó bajo la administración fiduciaria estadounidense. Al enfocar sus esfuerzos en una rápida recuperación económica luego de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno japonés había dejado en manos norteamericanas la función de defensa, motivada en parte por el estallido dos años antes de la Guerra de Corea. Sin embargo, si bien Japón recuperó la soberanía de las islas del sur en 1972, aquellos enclaves militares no fueron desterrados de Okinawa. Se denomina “problema de Okinawa” a esta presencia residual pero activa de la ocupación militar norteamericana, que se remonta al contexto de la Guerra Fría y que aún hoy constituye una fuente de tensión entre el Primer Ministro y el gobierno de la prefectura.

Nueva vida para el bingata

"Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967". Fuente: Flickr.

«Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967». Fuente: Flickr.

A través de los sellos postales y souvenirs destinados a las familias de los militares estadounidenses que moraban en las bases, el bingata resurgió en soportes novedosos. Fue un momento de grandes cambios estructurales, entre ellos se comenzó a tejer una imagen exótica y paradisíaca de Okinawa. Tal como señalan los estudios de Mike Perez acerca del turismo, la administración norteamericana en la isla realizó una operación deliberada sobre la “identidad”: se retornó al nombre oficial de Ryukyu y se reforzaron las particularidades culturales regionales —también en el periodo Edo, el gobierno central de Japón estableció un reglamento estricto acerca de cómo debían vestir las caravanas provenientes de Ryukyu en su visita anual a la corte: su función era resaltar el exotismo de aquella cultura—. Este programa tuvo la intención de acrecentar la brecha cultural entre Okinawa y Japón. En palabras de Rancière, la relación de interdependencia entre las esferas de la política y la estética determina la reconfiguración del reparto de lo sensible, haciendo visible aquello que no lo era. En estos años se crearon espacios para el despliegue de las danzas, la música y las artes visuales: se revitalizó el arte de la era del Reino, marcando un punto de inflexión en el retorno a la identidad uchinaanchu (okinawense). Esa estratagema de la administración norteamericana fue eficaz porque caló en un deseo latente, el deseo de reivindicar como propio un pasado esplendoroso y único; tuvo un efecto tangencial que sus actores capturaron, para movilizar la reconstrucción de su historia colectiva.

En 1973, Okinawa es devuelta a Japón. Pero un rasgo sobrevivió: la estandarización de la cultura visual, folclórica, de Okinawa, se consolidó como estrategia económica, vinculada al turismo como fuente privilegiada —y deseable— de ingresos[ii]. La activación del turismo como principal atractivo de la isla necesita de esta delimitación concreta de la “diferencia cultural” para recrearse y ofrecerse como producto. Sin embargo, esta cultura visual, en el recorrido que realizan sus imágenes al ser enviadas al mundo, es también aprehendida por la comunidad uchinanchu de ultramar (los migrantes y sus descendientes asentados en diferentes partes del mundo) y resignificada en su discurso imaginario. Esta estrategia política y económica termina materializándose en un corpus visual que trasciende la instancia nacional. ¿Cómo se pasa de una imagen emitida desde el gobierno central de Japón, imagen reificada de Ryukyu y su pasado mítico (pre anexión como prefectura), de una isla tropical pacífica, hasta la apropiación por parte de la comunidad uchinanchu transnacional de esas imágenes, resignificándolas como una matriz en común, susceptible de albergar la memoria colectiva?

La apropiación que realiza la comunidad uchinanchu transnacional de la imagen del bingata, aporta un elemento importante de identificación que refuerza la cohesión de sus miembros dispersos globalmente. Desde su origen en el Reino de Ryukyu hasta su desmaterialización en la era digital, esta forma se activó en sus diferentes etapas como un vector formativo de identidad comunitaria. La comunidad uchinanchu recuperó la imagen del bingata entramándola en su corpus visual de representación como comunidad. El estatuto visual es importante porque permite sortear el salto de la traducción. Por el carácter transnacional de la comunidad las diferentes lenguas dispersan una posible cohesión, y en esa torre de Babel la imagen se inscribe como vehículo del saber. La imagen ocupa el lugar del logos. Se independiza de su soporte y emerge de los intersticios que se abren en el entrecruzamiento de las culturas, erigiéndose como una visión resistente: el retorno a las prácticas sensibles de Ryukyu funciona como asidero en un contexto que despojó al sujeto de lo simbólico —la pérdida de la lengua uchinaguchi, de los nombres propios, de la historia—. Más aún, ese soporte queda latente en la imagen, porque es aquella potencia de su materialidad la que sigue inyectando el atributo de la sacralidad en todas las producciones posteriores; porque es necesario ese punto de contacto con el Reino de Ryukyu para validarlo como elemento de la memoria colectiva. Como postula Stuart Hall, la identidad no es una esencia sino una ficción que se construye, sin por ello perder eficacia: reafirmando su distancia con Hondou*, Okinawa puede validar su cultura autóctona regional y resignificarla. Aparece en sus dos dimensiones: la imagen bingata —en cualquier material, incluso digital— inmediata y su cuerpo en potencia, aquel que en la memoria fue un símbolo de la realeza y que, por lo tanto la activa como forma identitaria —idéntica, igual a la función original—. Cuando el lenguaje no es una puesta en común, lo visual es una dimensión que permite estructurar la cultura.

El caso de la inmigración japonesa en la Argentina tiene la particularidad de presentar un porcentaje mayor de okinawenses respecto a los inmigrantes provenientes de la isla principal de Japón. En este sentido, las representaciones que fueron configurando una cultura visual local de esta comunidad, provienen de dos instancias: primero, de la gran cantidad de inmigrantes okinawenses que se instalaron en el país y, segundo por aquel plan de revitalización de las raíces ryukyuenses que comenzó en el periodo de administración norteamericana y continuó luego de la “reversión” de Okinawa a Japón, también como un programa sistemático. El textil vehiculiza la tradición okinawense porque interpela directamente a través de un saber colectivo, las formas —de la flora, la fauna y la mitología— y sus colores típicos calan en un imaginario construido como tal a partir de la segunda posguerra. La naturaleza ficcional de ese proceso no implica la pérdida de verosimilitud con su referente: es el uso del pasado histórico del Reino de Ryukyu como lugar de anclaje, como instancia que permite apelar a un sustrato mítico, y como tal, maleable, de una identidad en formación constante. Esta identificación, visual en este caso, actúa cohesionando lo que en la modernidad implicó el fenómeno de las grandes migraciones, suturando la disgregación y aliviando de esta manera, la pérdida de un territorio donde agarrarse.

Nachleben: vuelta a la vida.

Nachleben der antike: la frase que signó el camino intelectual de Aby Warburg, su deseo puesto en la permanencia del pathos, aún luego de la tabula rasa cristiana; una corriente subterránea que irrigó la historia del arte occidental. Vuelta a la vida de la antigüedad pagana. Su obra disecciona en la diacronía ciertas imágenes que lograron vivir miles de años; nos señala con agudeza la permanencia, que unas veces se oculta pero que en otras épocas y otros lugares vuelve a desplegarse para instalar su presencia. La ninfa, el pathosformel o modelo de sentido que Warburg identificó como la prueba de un paganismo antiguo que resiste su muerte, habita solo en la tradición occidental europea. Sin embargo Warburg formuló algo más interesante: una lógica. Esto nos posibilita dar vuelta la pregunta por la recurrencia de las imágenes. Ellas no tienen vida propia, o no están dotadas de energía, incluso no portan la magia del arquetipo; el sujeto que las mira, sí. Habría que preguntar entonces, por qué los sujetos necesitan recurrir, nuevamente, a una misma imagen. ¿Cómo la dotan de energía?

El continuum que Warburg elaboró, nace en el paganismo antiguo y llega hasta nuestros días: una imagen —la ninfa— que no es más que una forma que condensa aquel pathos originario, y lo traslada investido, a través de diferentes épocas y sus diferentes concepciones universales. Esta imagen se encuentra en la superficie, porque ella misma es superficie, entonces ¿cómo se mantiene oculta, como opera a la vista de todos? La figura de la ninfa se enlaza con otros sistemas semióticos y produce nuevos sentidos. La vuelta a la vida de una forma, que nació hace siglos pero que en diferentes épocas volvió a activarse—cobró fuerza, es decir, volvió a ocupar un lugar privilegiado en la cultura visual de la sociedad— y, en otras épocas, se mantuvo dormida. Ese ocultamiento de sí misma tiene que ver con las posibilidades que habilita la forma y qué significados puede articular. Puede activar algo antiguo: la identidad ryukyuense, la construcción ficcional de los sujetos y sus representaciones culturales y artísticas. El bingata es la corte de Shuri, el apogeo del Reino, la prosperidad y los intercambios con las regiones asiáticas circundantes. Su mayor o menor circulación como imagen, su visibilización, su uso, no son azarosos. Carga en sí misma la potencia de ese legado que en última instancia significa: autonomía.

Esta imagen hace síntoma en el sentido que Warburg da a esta palabra. Pone en la superficie aquello que está oculto, rechazado de la experiencia del presente; desplaza algo del pasado aparentemente minúsculo, y lo saca a la luz como un elemento anacrónico. Ese presentarse de la imagen, tiene la fuerza de hacer chocar no solo espacialidades sino también temporalidades asincrónicas. El bingata comenzó su recorrido en el Reino de Ryukyu, pasó por Okinawa —la japonesa y la norteamericana— y ahora se presenta en la comunidad nikkei* uchinanchu. Genera una fricción y opera desde el interior de esa falla. Con-mueve las representaciones identitarias y les permite motorizar el proceso de reapropiación de su identidad. Hace síntoma porque atraviesa lo sensible (la cultura visual uchinanchu) e instaura allí algo del orden del deseo que permanecía oculto. El aplastamiento de la identidad okinawense por parte de los diferentes procesos de aculturación hizo mella en la historia, es decir, en la palabra; la dimensión visual del bingata posibilita y habilita otras formas de producción de conocimiento, de sentidos, de subjetividades.


[i] Licenciada en Artes (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey).

[ii] En los años veinte, el movimiento Mingei originado en Japón también realizo un esfuerzo por reposicionar el arte de Ryukyu. Sin embargo, su postulado era otro: más cercano a la polémica entre las Bellas Artes y las artes decorativas, derivada del movimiento inglés Arts and Crafts liderado por William Morris, que tuvo su correlato en Alemania con la Bauhaus.

Glosario

Hondou: islas principales de Japón.

Kanji: ideograma de la lengua japonesa, proveniente de China.

Nikkei: En principio: palabra que designa a los descendientes de japoneses alrededor del mundo. (NdE: Leer la introducción del dossier para una breve discusión al respecto. Por lo demás es el tema de discusión central de la Diplomatura en Estudios Nikkei).

Uchinaa: nombre de Okinawa en su idioma.

Uchinaaguchi: idioma de Okinawa.

Ushinchi: tipo de prenda que se usaba en los bailes ceremoniales, similar al kimono japonés.

Sanshin: instrumento musical de cuerdas característico de Okinawa, que fue introducido desde China alrededor del siglo XV. En la actualidad, se sigue utilizando tanto en la música tradicional, como también fusionado con otros géneros musicales.

Cruces y aproximaciones entre lo humano y lo animal en Opendoor, de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued

Por: Bruno Nicolás Giachetti

Imagen: «Camilo y Cousteau», de Marcela Cabezas Hilb

Nuestrxs cuerpxs están atravesadxs por un orden normativo del que somos parcialmente conscientes: el Estado, la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen ciertas reglas implícitas que se reproducen desde diversos dispositivos culturales. Ellos contribuyen a definir qué son vida y muerte, naturaleza y cultura, e incluso distinguen al hombre del animal bestializado, al que se supone completamente ajeno. En este texto, Bruno Giachetti (Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires) analiza con minuciosidad la fragilidad de estas fronteras en las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, poniendo el énfasis en la eficacia de la literatura como herramienta deconstructiva que explora las singularidades y anomalías de nuestras manifestaciones vivientes, y que se resisten a su normativización y conceptualización estática.


La literatura argentina de los últimos años presenta diversos cruces que desestabilizan las dicotomías hombre-animal, naturaleza-cultura y vida-muerte, desplegando un espacio inquietante que habilita una reflexión crítica sobre posibles formas de vida que no se ajustan a las taxonomías del discurso legal y la ciencia positiva.

Si la gubernamentalidad establece la administración del cuerpo social mediante técnicas y dispositivos de seguridad que protegen determinadas vidas y arrojan otras hacia la muerte (Foucault, 2006; 2013), podríamos considerar el giro animal que opera en el campo del arte y la literatura (Giorgi, 2014; Pedersen y Snæbjörnsdóttir, 2008; Yelin, 2013) como un cuestionamiento ético-estético, una redistribución del mundo sensible que permite pensar espacios comunes por fuera de los mecanismos que pretenden reducir y gestionar la heterogeneidad de lo viviente.

Las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, vuelven problemáticas las fronteras entre lo humano y lo animal y también entre los cuerpos vivos y muertos, esbozando un umbral de indefinición en el que se resignifican los nombres, las funciones y las jerarquías socialmente consensuados.

En el caso de Opendoor encontramos una particular aproximación a la historia de la locura en Argentina, la conformación del discurso criminológico y la creación de la institución psiquiátrica “a puertas abiertas” Colonia Dr. Domingo Cabred. A través de una trama que indaga las tensiones del placer y el deseo frente a la norma heterosexual monogámica; la constitución de la propia subjetividad se desmorona en función de un exceso que problematiza las líneas divisorias entre la razón y la locura, lo real y lo onírico, la vida y la muerte.

Por su parte, Bajo este sol tremendo ofrece un entramado de relatos en los que emergen corporalidades humanas y animales en tránsito entre la vida y la muerte. El principio de la supervivencia del más apto de la teoría darwinista funciona como caja de resonancia en una historia de extorsiones, estafas y represión en la que la violencia sobre los cuerpos atraviesa el sueño y la vigilia. En contrapunto, el ajolote, que Cetarti —uno de los personajes centrales— recupera de la casa de su hermano, opera como amenaza a la teoría evolutiva, su estado larval pareciera interrumpir el devenir de la especie en virtud de una excepcionalidad que resiste el paradigma biologicista.

En las novelas de Havilio y Busqued la cuestión animal funciona como matriz de lectura de la cuestión humana. Lo animal no representa una alteridad radical frente al hombre, sino más bien un núcleo externo e interno a partir de cuyo reconocimiento social se inducen técnicas y mecanismos de domesticación-disciplinamiento-consumo-eliminación. La literatura propone un discurso contra-hegemónico en tanto traza marcos de percepción e inteligibilidad que socavan las verdades y clasificaciones del saber-poder institucionalizado.  A través de sus relatos y ficciones, se ensayan modos de nombrar la diversidad de las formas vivientes que en función de su singularidad, extrañeza, anomalía se vuelven inasignables para el discurso del saber, de la ley y de la política. Una búsqueda literaria que tiene lugar sobre ese límite inestable en el que cuerpos y palabras, ser viviente y ser hablante, el animal y el hombre se cruzan con su heterogeneidad. Esa zona humano-animal que crea la literatura desfigura el campo homogéneo de representación social, cultural y política instaurando una apertura de sentido, una mirada crítica tendiente a volver inoperante la maquinaria antropológica (Agamben, 2007) mediante una suspensión de los términos que no resuelve, sino que potencia las diferencias.

 

Discontinuidad y extrañamiento

Opendoor presenta la perspectiva de una mirada extrañada por la irrupción de una serie de acontecimientos inesperados que redistribuyen el ordenamiento del mundo sensible. La protagonista de la novela es una joven que trabaja en una veterinaria de la Ciudad de Buenos Aires mientras tiene una relación amorosa con Aída, quien en una tarde de paseo por La Boca, desaparece repentinamente para siempre. Poco sabemos del pasado y el futuro de la joven veterinaria, nunca se revela su nombre, su narrativa se desenvuelve en un presente puro. Frente a la pérdida del hogar y del trabajo que desencadena la desaparición de su pareja, ya no cuenta con un lugar a donde ir excepto la casa de un cliente de la veterinaria, Jaime, quien vive con un caballo viejo y enfermo en el pueblo bonaerense de Open Door. Allí el hombre trabaja como desmalezador en la colonia psiquiátrica que funciona bajo el sistema que tradicionalmente se denominó a puertas abiertas. Jaime lleva una vida de campo, simple y monótona; como a su caballo, que también se llama Jaime, se lo describe abatido, cansado de una vida de esfuerzos y trabajo. La protagonista ve en él a alguien de quien podría enamorase, se instala en ese hogar y paulatinamente se va convirtiendo en un ama de casa. Sin embargo, ese orden familiar que el vínculo con Jaime intenta restituir es amenazado no solo por la relación que la veterinaria entabla con Eloísa, una joven vecina que la visita asiduamente, sino también a causa de la búsqueda del cuerpo de Aída que no puede ser localizado por la policía e irrumpe en la casa de campo como fantasma.

El relato despliega un recorrido entre la ciudad y el campo a través de una mirada que trastoca la organización regular del tiempo y el espacio. La vida adquiere la forma discontinua de una cotidianidad excepcional en la que la confluencia de los cuerpos muertos/vivos, humanos/animales, vuelve inestable las distinciones entre el sueño y la vigilia, entre el caos y el sentido.

“Les criminels et les fous”

En la casa de Jaime hay un viejo ejemplar en francés del libro de Jules Huret De Buenos Aires au Grand Chaco, en cuyo capítulo “Les criminels et les fous” el viajero francés relata las condiciones del sistema penitenciario argentino hacia comienzos del siglo XX y también la historia y el funcionamiento de lo que en aquellos años se llamó la Colonia nacional de alienados. La protagonista lo hace traducir y comienza una obstinada investigación sobre ese espacio psiquiátrico que, a pesar de su sistema “a puertas abiertas”, establece una clara distinción entre el adentro y el afuera pues al ingresar da “la impresión de estar cruzando una frontera, en tiempos de guerra” (Havilio, 2006, 67).

A través del libro de Huret, que recupera el testimonio del creador de la Colonia, el Dr. Domingo Cabred, se reconstruye la historia de la criminología en Argentina; la novela indaga acerca de la conformación de ese dispositivo que hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX reunió a la medicina, la psiquiatría, la sociología, la etnología y otros saberes de las ciencias sociales alrededor del discurso, las prácticas y las instituciones dedicadas a la administración de la ley. Como sostiene Paola Cortés Rocca, la criminología constituye una utopía política que ocupa un lugar central en el proceso de constitución y de modernización de los Estados latinoamericanos: “sin violencia y sin coerción, entrega las herramientas científicas con las que distinguir entre la normalidad y la patología, entre el ciudadano y el que queda afuera de la nación, y también propone métodos para anticipar enfermedades sociales y curarlas” (2009, 335).[i] La idea de una Colonia a puertas abiertas en la que ningún muro restrinja el horizonte, “nada que limite la ilusión de la libertad absoluta” (Havilio, 2006, 128), condensa ese imaginario utópico-criminológico. La coerción y el encierro acentúan las desviaciones y las patologías que se pretenden corregir, sostiene Cabred, por eso, en ese campo abierto, donde se puede ir y venir, los internos “no piensan en escaparse […]: ¡Son libres!” (114).[ii]

La novela propone una singular aproximación a ese complejo espacio de intervención psiquiátrica que en el momento de su fundación contaba con veinticinco “alienados” y hacia el año 2000 alberga a unos mil novecientos sesenta y cuatro “locos” (168). Cuando la protagonista se introduce en la Colonia, su relato produce un quiebre en la configuración espacial, temporal e imaginaria. En efecto, un mediodía en el que acompaña a Jaime a realizar algunos trámites administrativos, la joven se pierde como si fuera un interno más en ese pequeño pueblo dentro del pueblo, “cuyas construcciones, árboles y calles transmiten la ilusión del tiempo detenido” (p . 101). Entre los internos aparece Bernardo Yasky, secretario del juzgado por la causa que investiga la desaparición de Aída, que con sus anteojos negros “tiene un aire ridículo, mezcla de moscardón y sietemesino” (p. 101); la conversación se vuelve confusa, Yasky le habla sobre el cuerpo de Aída que no aparece mientras otros cuerpos son encontrados pero no logran ser identificados por la policía. Después se acercan otros dos internos, uno que es la copia del secretario del juzgado, “Yasky en loco”, y Omar. Bernardo retoma su preocupación por la desaparición de Aída: “un cuerpo no puede desaparecer así como así”, y luego “-hay víboras” (p. 103), interrumpe Omar.

La novela amalgama el registro de lo soñado y lo vivido mediante una desfiguración de cuerpos, rostros y nombres, humanos y animales, que surgen y desaparecen, pretenden ser aprehendidos pero perturban los modos convencionales de ver, entender y habitar. En la morgue judicial donde intentan hallar el cuerpo de Aída, los cuerpos forman una suerte de collage de carne en el que “las partes se unen a la fuerza”: “Guardo en la retina un montón de animales muertos, de todas las especies, pensaba que esto iba a ser distinto, pero no, es igual” (74-75). En esos cuerpos abandonados, perdidos, no identificados, que aparecen dentro y fuera de la Colonia, en la Morgue, en casa de Jaime, se perciben rasgos comunes, una fragilidad compartida que problematiza la distribución de nombres, lugares y jerarquías sociales.

Por su parte, el cuerpo de Aída que escapa, en la ciudad, a los dispositivos de identificación y control del Estado, resurge, en el campo, como fantasma, un espectro que atraviesa la frontera entre la vida y la muerte y deviene cada vez más real, habla, se queja, se ríe (160). A medida que la aparición ominosa del muerto-vivo se acentúa, también se intensifica el vínculo con Eloísa, cuya presencia en la vida de la protagonista desencadena una atracción irresistible. Entonces, el orden patriarcal erigido en torno a la vida de Jaime se va desquebrajando progresivamente; comienza a cansarse de su “morosidad”, de su “siempre nada”, de su “cara de viejo que se las sabe todas” (109-110).  Una noche en la que Jaime se había ido a dormir temprano, la joven y Eloísa desplazan su camioneta hacia el campo abierto y bajo las estrellas tienen sexo de manera frenética y bestial: “Me traga, me come, me despedaza. Abro los ojos y acabo aullando como una loca” (152). El sexo y las drogas abren un proceso de desujeción en el que la animalidad emerge como fuerza vital interior.

La novela exhibe el reverso de un régimen de verdad psiquiátrico-jurídico que define la locura y el crimen de acuerdo con las desviaciones de un patrón de “normalidad” que regula todo exceso (del instinto, del placer o del deseo) que represente una amenaza al orden y al trabajo.[iii] La relación con Eloísa y la perturbación frente a las apariciones espectrales de Aída atentan contra esa normatividad, la vida de la protagonista se pierde en un gasto improductivo, una experiencia cuyo enclave en el aquí y ahora interrumpe toda racionalidad de medios y fines.

La irrupción de las fuerzas interiores que devienen ingobernables pareciera poner en crisis ese dispositivo de la persona que Roberto Esposito señala como constitutivo de un “sujeto destinado a someter a la parte de sí misma no dotada de características racionales, es decir, corpórea o animal” (2011, 26). Si la constitución del yo interpela al individuo como regulador de sus propios instintos, placeres, deseos, en Opendoor esa subjetividad se desmorona para dar lugar a una exploración de lo viviente, una “desviación” de la norma que resemantiza el uso de los cuerpos.

La joven permanece sola en la casa durante varios días, pierde toda motivación e interés, se come el yeso que rasga de la pared, se le va la cabeza, pierde la noción. “Todo se vuelve oscuro, denso, gelatinoso, todo pasa por mis dedos que me arañan la piel, fuerte con la ilusión de atravesar la carne, y yo ahí dejo de ser, dejo de actuar, me dejo llevar”, más tarde sueña “con sapos, polleras, orgías, y caballos” (Havilio, 2006, 174-175).

Los sueños, los espectros, la animalidad conforman un exceso de vida que desborda al yo e ilumina la precariedad de los límites que separan el adentro y el afuera de la Colonia. La novela habilita una discusión crítica sobre esas fronteras trazadas por el poder, la ley y la ciencia; se propone, en este sentido, la apertura de un espacio de indagación en el que las dicotomías entre la normalidad y la anormalidad, la vida y la muerte, el hombre y el animal perturban no tanto por la alteridad radical de sus términos, sino más bien a causa de su inquietante cercanía.

Formas de vida entre la norma y la excepción

Esta desestabilización de las dicotomías que plantea la novela de Havilio, se destaca también en el particular entramado de relatos que conforman la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued. A través de un registro que combina lo vivido, lo soñado y lo mediatizado por la televisión y las revistas, se configura un matriz de percepción e inteligibilidad que trastoca la distribución y el ordenamiento de los cuerpos humanos y animales, y también problematiza los marcos en función de los cuales la vida y la muerte adquieren reconocimiento social y relevancia política.

La historia transcurre entre Lapachito, una pequeña ciudad chaqueña, y las afueras de la ciudad de Córdoba, donde vive Cetarti, quien luego de enterarse del asesinato de su madre y su hermano viaja al Chaco para reconocer sus cuerpos. El crimen había sido pergeñado por el último concubino de su madre, Daniel Molina, un suboficial retirado de la fuerza aérea que después de haber realizado el asesinato, se suicidó mediante un disparo en la cabeza.

En Lapachito, Cetarti conoce a Duarte, el albacea de Molina, quien junto a Danielito, realizan estafas y secuestros extorsivos en los que aplican la tortura, la violación y la vejación de sus víctimas. Con el objetivo de conseguir dinero fácilmente, Cetarti colabora con Duarte, primero para cobrar la pensión de su madre, y luego en el traslado de una mujer que tenían secuestrada. El relato de la historia de los personajes es intercalado con documentales, noticias periodísticas y artículos de revistas que introducen el registro mediatizado de la “vida natural y salvaje” y la intervención del hombre sobre la diversidad animal.

La novela comienza con el relato documental de la pesca de calamares Humboldt, que “son muy voraces y tienen hábitos caníbales” por lo cual “más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que sacó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente” (Busqued, 2009, 11). La lucha por la supervivencia diagrama un escenario que vuelve indiscernibles las líneas divisorias entre la naturaleza y la cultura. Es una aproximación y una apertura de sentido que desestabiliza ese hiato que separa lo humano de lo animal en función de la exposición de las singularidades que cohabitan en el mundo viviente. La voracidad del instinto animal es atravesada por una maquinaria de depredación humana que se propaga hasta las zonas más recónditas del planeta.

La caza, la pesca, la domesticación circense de un elefante a través de una chapa electrificada, el documental de Animal Planet en el que un pulpo sortea obstáculos dentro de la pecera de un laboratorio, cristalizan la violencia de una razón instrumental que despoja a la vida animal de atributos políticos circunscribiéndola a un plexo humano que demanda su ingreso al ámbito del mercado, el espectáculo y la ciencia. En el contexto de un relato que introduce la metodología represiva de los secuestros extorsivos junto al registro mediatizado de los documentales bélico-militares, se ilumina ese umbral móvil, arbitrario e inestable que separa lo humano de lo no-humano, una frontera que marca sobre los cuerpos el grado de humanidad/animalidad en función del cual se establece la administración de la vida y de la muerte.

“En Esparta, a los pibes como éste los tiraban a un precipicio apenas nacían. Y era mejor. No sufrían” (51), le dice Duarte a Danielito haciendo referencia a un niño que tenían secuestrado. En su voz resuenan las premisas de un positivismo que pregona la supervivencia del más apto como dinámica de “selección natural y social”.[iv] Esa norma evolutiva del paradigma biologicista pareciera modelar la “eficiente” capacidad de adaptación que el propio Duarte pone de manifiesto: de represor militar en los años setenta a secuestrador y estafador en la primera década de 2000.

Este exsuboficial, que pasa su tiempo libre digitalizando antiguos videos pornográficos y confeccionando maquetas de aviones militares, conserva en su casa una serie de fotografías de operativos militares en la que se destaca una imagen de Molina en cuclillas, con una pistola en la mano junto a tres personas acostadas, “cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector” (Busqued, 2009, 150). En ese mismo registro fotográfico, Danielito observa a Duarte y Molina junto a otros militares sosteniendo el cadáver de una lampalagua de casi seis metros de largo a la que le habían abierto el estómago. La novela encuadra la violencia soberana que interviene sobre la heterogeneidad de lo viviente desde una perspectiva que permite visualizar la desfiguración de las formas y los rostros, humanos y animales, a través de un proceso de homogenización que invisibiliza la singularidad de los cuerpos. Allí es donde el relato opera de manera crítica estableciendo marcos de percepción que focalizan la fragilidad y la vulnerabilidad compartida por los diversos modos de vida. Cuando Duarte tortura al niño secuestrado, se escuchan gritos agudos que suenan como si se tratara de un “cerdo asustado” y luego se apagan un poco “como si al cerdo le hubieran envuelto la cabeza en un toalla” (36). Esa hibridación humano/animal que se condensa en la agonía del niño-cerdo desnaturaliza la distribución diferencial del dolor estableciendo una condición corporal común, una precariedad que atraviesa la vida en la diversidad de sus formas.[v]

Gabriel Giorgi sostiene que Bajo este sol tremendo configura un “mundo sin duelo” en el que “la muerte animal es el paradigma, en tanto que muerte insignificante, la de la vida eliminable, abandonada, sin inscripción social ni política” (2014, 152).[vi] Esos cuerpos abandonados transitan una zona de pasaje hacia la muerte en un ambiente de devastación, ruinas y residuos que cristaliza un proceso en descomposición; el barrio Hugo Wast, donde la cercanía del matadero municipal infunde un olor nauseabundo, o las calles de Lapachito, en las que las napas expulsan a la superficie los desechos cloacales, escenifican los trayectos que esas “vidas eliminables” trazan a través de un paisaje desolador y mortuorio. Se construye un enfoque visual, entre la luminosidad ardiente del afuera y las penumbras del encierro, que desdibuja la materialidad de la vida imprimiéndole un aspecto fantasmagórico. La luz sofocante bajo la cual Danielito y su madre desentierran los restos de su pequeño hermano en el cementerio de Gancedo contrasta con la lúgubre oscuridad que envuelve la vida de los personajes. La definición de las formas se vuelve difusa en una atmósfera de tinieblas, sueños y espectáculos en la que la presencia del muerto-vivo humano/animal irrumpe como amenaza, esos muertos “sin duelo” resurgen y contagian el mundo de los vivos. La trama onírica en la que conviven familiares muertos y animales feroces se conjuga con una cotidianidad noctámbula, los personajes de la novela pasan los días y las noches recluidos en sus casas, fumando marihuana, hipnotizados frente a la pantalla de un televisor continuamente encendido que espectraliza el deambular de sus cuerpos.

El ajolote, que Cetarti encuentra en la casa repleta de basura que habitaba su hermano, parece un pez muerto; sin embargo, cuando lo examina,  hace un movimiento: “Era un pez extraño, con pequeñas patas y unas branquias arborescentes que salían de la parte de atrás de la cabeza” (Busqued, 2009, 67).[vii] Ese anfibio proveniente de las costas mexicanas se asemeja a una larva de la salamandra que no ha experimentado la metamorfosis, “como un renacuajo que vive su vida entera sin convertirse en rana” (92), se aferra a un subdesarrollo que socava la “ley natural” del devenir de la especie. Podríamos pensar, en este sentido, que si la personificación de Duarte se ajusta a la norma evolutiva del darwinismo social, el ajolote condensa la excepcionalidad que resiste ese paradigma biologicista.

En efecto, la novela propone un detenimiento sobre esas formas y manifestaciones anómalas de lo viviente que ponen en cuestión el orden normativo que la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen sobre los cuerpos vivos y muertos. Las fuerzas extrañas del mundo animal atentan contra la maquinaria antropológica de dominación: los elefantes asesinos de la india se hartan de los humanos y enfurecidos matan a sus cuidadores o salen a destruir la propiedad pública y privada hasta que son acribillados por la policía; un escarabajo gigante le provoca a un trabajador de Lapachito la amputación de sus dedos; el cebú, que se había escapado del matadero, batalla con varios hombres antes de ser trasladado al frigorífico.

La desmesura animal se potencia en la figura del Kraken, ese “monstruo marino” que habita las regiones abismales de los océanos reaparece a lo largo del relato en las noticias de la CNN, en la Enciclopedia sobre los secretos del mar de Jacques Costeau, en el periódico y en el artículo de la revista Muy Interesante que es reproducido en el interior de la novela. Allí se narran los frustrados intentos de la ciencia y de la industria televisiva por aprehender al gran cefalópodo. En la CNN transmiten las primeras imágenes obtenidas del animal con vida en las que se lo observa resistiendo las embestidas de una comitiva japonesa que intentaba capturarlo:

El animal había atacado una cámara con un señuelo a mil metros de profundidad. El ataque fue tan potente que la cámara, sujeta por una boya a la superficie, bajó seiscientos metros más. El calamar había quedado enganchado al cable y tras casi hora y media de lucha logró desprenderse, sacrificando un tentáculo. Las imágenes eran de una oscuridad azul apenas iluminada, y la fantasmal criatura no aparecía nunca del todo: de algún lado, salían unos tentáculos blancos, pero el cuerpo al que pertenecían había quedado sin registrar. (Busqued, 2009, 85).

Esa monstruosidad animal perturba como imagen fantasmal y como potencia insubordinada. La excepcionalidad del architeuthis dux, que cuenta con “los ojos más grandes del reino animal” y tiene tres corazones, dos cerebros, dos brazos y ocho tentáculos (133), instaura en la novela una presencia inquietante que expresa un exceso de sentido, un resto inaprensible e irrepresentable que irrumpe amenazante desde las profundidades de un mundo ingobernable.

La animalidad monstruosa como enclave ficcional de lo viviente

Esas expresiones monstruosas que no se ajustan a la norma permiten la apertura de una exploración literaria en la que emergen heterogeneidades que configuran las formas comunes de lo viviente. La vida como campo inconmensurable de fuerzas anómalas permea las líneas divisorias que definen la normalidad y la anormalidad. La literatura ensaya ficciones y relatos en torno a la excepcionalidad de un devenir discontinuo y en constante transformación que pone en cuestión el ordenamiento homogéneo del mundo sensible e inteligible en virtud de una aproximación a esas singularidades extrañas que dislocan los encuadres convenciones de aprehensión y reconocimiento.

En Opendoor las apariciones y las desapariciones de los cuerpos despliegan un espacio de revelaciones y ocultamientos que propicia un particular acercamiento a ese otro lado de la frontera que la institución psiquiátrica segrega como desviación, alienación o locura. En función de la presencia-ausencia del fantasma de Aída, la perturbadora atracción hacia Eloísa y la inmersión exploratoria en ese escenario de intervención psiquiátrica, se construye una matriz de percepción en la que la animalidad de los muertos y los vivos interroga la propia configuración subjetiva y la inscripción social, cultural y política de los cuerpos. Los espectros, los animales y los internos psiquiátricos, que se pierden y se encuentran, cohabitan en un campo representacional que indaga la construcción histórica de nombres, relaciones, lugares y sentidos.

En la Colonia surgen cuerpos vivos y muertos “que nadie busca, que nadie reclama, que se llaman de cualquier manera”, son, en efecto, “locos inventados, como […] la gran mayoría, porque inventar locos es fácil, nadie se equivoca inventando locos” (Havilio, 2006, 186).  La invención de la locura, como dispositivo médico-jurídico de sujeción de los cuerpos, es desestabilizada mediante la apertura de un espacio de experimentación y exploración de lo viviente, un devenir otro que asume la vida en su potencialidad monstruosa, una incursión en esa animalidad que desborda las taxonomías y resiste las técnicas y mecanismos de domesticación, control y disciplinamiento.

La invención literaria despliega un contra-relato frente a esa producción del discurso científico-legal que funciona como fundamento del artefacto humano de dominación. Lo monstruoso constituye el enclave ficcional de estos relatos que encuentran en la excepcionalidad animal modalidades singulares y rasgos comunes: como el monstruo marino de Bajo este sol tremendo que se refugia en una zona insondable en la que la vida adquiere formas indescifrables para el hombre, o el ajolote que atenta contra la maquinaria de lectura biológica-evolucionista. La anomalía animal como región de lo inclasificable y lo inasible habilita un abordaje crítico sobre ese saber-poder que, en función de discursos, prácticas e instituciones, traza las líneas divisorias entre la normalidad y la anormalidad, entre vidas a proteger y vidas eliminables.

Hacia el final de la novela de Busqued, cuando a través del recuerdo de Cetarti el relato adquiere la perspectiva del ajolote abandonado en la casa de su hermano, se esboza una mirada que interroga desde el punto de vista animal esos márgenes fijados por el hombre:

Se lo imaginó en ese momento, posando en el fondo de la pecera, en la oscuridad de la casa cerrada, preguntándose a su tosca manera en qué momento una sombra borrosa vendría a echar alimento sobre la superficie del agua. Percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, creciente con el correr de los días. (Busqued, 2009, 182).

Ese entramado visual que ofrece una configuración extrañada del tiempo, el espacio y el transcurrir de los cuerpos reaviva una preocupación que atraviesa la novela en torno al orden cultural y político en el que se inscriben la vida y la diversidad de sus formas. En su particular estado de inmovilidad, contemplación y supervivencia, la figura larval del ajolote, que a lo largo del relato atenta contra los pares vida/muerte, suspensión/evolución, regla/excepción, aparece aquí desde las profundidades del encierro manteniendo una presencia persistente que amenaza con volverse inextinguible a través de ese recuerdo fantasmal. Se evoca, así, un mundo onírico, subterráneo, monstruoso cuya irrupción en la trama de la historia establece una tensión latente que opera mediante la develación y el ocultamiento, aquello que se expone remite a su vez a lo que escapa más allá de los límites de lo aprehensible.

De esta manera, Bajo este sol tremendo y Opendoor presentan espacios de proximidad, cruces y pasajes entre lo humano y lo animal, la vida y la muerte, la normalidad y la anomalía en función de una elaboración ficcional que desdibuja umbrales, distinciones y fronteras estableciendo encuadres y figuraciones inquietantes que se proyectan sobre esas regiones que exceden los ordenamientos, lo cognoscible y lo representable. Sus tramas y relatos ensayan modos de nombrar la inconmensurabilidad de la vida mediante una distribución del mundo sensible e inteligible que resemantiza cuerpos, prácticas, saberes e instituciones.

Se plantea entonces un acercamiento a la cuestión animal a través de manifestaciones, expresiones y modos singulares que transgreden los regímenes normativos que operan sobre la vida. Esa animalidad monstruosa, irreductible a un orden fijo y taxativo de identidades, nominalizaciones y jerarquías, conforma un reservorio de fuerzas regenerativas y un terreno de interrogaciones y desafíos políticos. La anomalía animal en tanto potencia de lo heterogéneo problematiza ese dispositivo de sujeción que conforma el artefacto humano. La constitución subjetiva, como núcleo restrictivo de una política regulatoria de los cuerpos, es puesta en cuestión por esa animalidad que irrumpe como resistencia instaurando formas singulares que socavan las operaciones regulatorias que intervienen sobre lo viviente. En ese sentido, como sostiene Esposito interpretando el pensamiento nietzscheano: “Lo animal, entendido como el elemento al mismo tiempo preindividual y posindividual de la naturaleza humana, no es nuestro pasado ancestral, sino más bien nuestro futuro más rico” (2011, 35).[viii] Esa potencia que trasciende lo individual proyecta un horizonte común, un umbral de indistinción entre lo humano y lo animal que ilumina modos de co-pertenencia en los que la vida traza sus diferencias y bosqueja espacios compartidos. La literatura incursiona en esa diversidad de la vida, que en cuanto tal, no pertenece al orden de la naturaleza ni de la cultura sino que se desenvuelve en el margen móvil de su cruce y tensión. Es allí donde estos relatos tejen sus tramas, en ese borde inestable en el que las formas de lo viviente transitan un devenir que vuelve extraño nombres propios y lugares conocidos disponiendo un escenario de cruces y aproximaciones que habilita la apertura del campo vital de reconocimiento.

Bibliografía

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Butler, Judith. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Trad.: Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2006.

Cortés-Rocca, Paola. “Etnografía ficcional. Brujos, zombis y otros cuentos caribeños”. Revista Iberoamericana, Vol. LXXV, N° 227, 2009, pp. 333-347.

Cragnolini, Mónica. Extraños animales. Filosofía y animalidad en el pensar contemporáneo. Buenos Aires: Prometeo, 2016.

De Los Ríos, Valeria. “Look(ing) at the Animals: The Presence of the Animal in Contemporary Southern Cone Cinema and in Carlos Busqued’s Bajo este sol tremendo”. Journal of Latin American Cultural Studies, Travesia, 2015.

(http://dx.doi.org/10.1080/13569325.2014.1000285).

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Foucault, Michel. “Los anormales”. En La vida de los hombres infames. Trad.: Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Buenos Aires: Caronte, 1996, pp. 61-66.

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_____. Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975). Trad.: Horacio Pons. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011.

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Havilio, Iosi. Opendoor. Buenos Aires: Entropía, 2006.

Pedersen, Helena y Bryndis Snæbjörnsdóttir. “Art, artistic research and the animal question”. ArtMonitor 3, 2008, pp. 109-123.

Yelin, Julieta. “Para una teoría literaria posthumanista. La crítica en la trama de debates sobre la cuestión animal”. E-misférica (Bio/Zoo), Vol. 10, Nro 1, 2013, pp. 65-77.

[i] La criminología instaura un nuevo modo de pensar la relación entre otredad, ley y castigo; organizada “alrededor de las categorías de identificación, higiene social y gobernabilidad, […] postulará la necesidad de estudiar y vigilar al otro, conceptualizado como un ʻvirusʼ o un elemento enfermo del cuerpo social” (Cortés-Rocca, 2009, 335).

[ii] La cursiva pertenece al original.

[iii] Como sostiene Michel Foucault la psiquiatría instituye un saber que en virtud de la “protección” científica-biológica del cuerpo social propaga un racismo contra lo anormal, un racismo que se legitima como defensa interna de una sociedad contra los peligros de sus anormales (2011, 294-295).  Ese grupo de anormales que hacia fines del siglo XIX comienza a ser el foco de atención de las instituciones de control y vigilancia proviene de la excepción jurídico-natural del monstruo, el individuo a corregir y el niño onanista (Foucault, 1996: 65). Cabe señalar además que como sostiene Gabriel Giorgi la homosexualidad fue desde el siglo XIX representada como “un campo superfluo socialmente indeseable, extraño a las economías de (re)producción biológica y/o simbólica, en la encrucijada de lo raro, lo abyecto y lo ininteligible, un lugar en torno al cual se conjugan reclamos de salud colectiva, sueños de limpieza social, ficciones y planes de purificación total, y por lo tanto, interrogaciones acerca del modelo político de los cuerpos” (2004, 11).

[iv] Roberto Esposito analiza la genealogía histórica de ese darwinismo social que hacia fines del siglo XIX, a través del pensamiento Herbert Spencer, William Graham Sumner, entre otros, llevó los conceptos biológicos de la teoría evolucionista darwiniana al campo de estudio de las humanidades (2006, 37-40).

[v] Al respecto, Valeria De Los Ríos plantea, en un análisis que pone en relación el cine latinoamericano contemporáneo con la novela de Busqued, que: “the appearance of the animal as vulnerable other is in fact a political form of posing the possibility of another type of life in common, in which the care of the other – animal or human – as a vulnerable being would be a part” (2015, 4).

[vi] Resulta interesante pensar esta idea de Giorgi en relación con el pensamiento de Judith Butler (2006) quien se detiene en las operaciones de deshumanización que invisibilizan en la esfera pública los rostros de aquellas vidas no merecedoras de duelo, vidas expulsadas de los marcos políticos, sociales y culturales oficiales mediante el borramiento de la precariedad compartida que funda el lazo comunitario (63).

[vii] Podemos observar que los movimientos del propio Cetarti se van confundiendo a los largo de la novela con los del ajolote. Como plantean Fernanda Fernández González y María Stegmayer, atrapado en el aburrimiento, la falta de iniciativa, la conducta desmotivante y la contemplación melancólica, el transcurrir de Cetarti no parece distinguirse en absoluto del comportamiento que él mismo observa en el animal (2011, 7).

[viii] Cabe destacar aquí el análisis propuesto por Cragnolini sobre Así habló Zaratustra, en el cual sostiene que la idea nietzscheana de un tránsito por la animalidad no refiere a un retorno “como si lo animal fuera lo ʽoriginarioʼ perdido en la ʽhumanizaciónʼ” (2016: 216), sino que más bien implica otro modo de pensar la animalidad: “una transformación del esquema mismo de valoración y atribución de sentido” (Ibíd.).

Cuerpo, familia e intimidades. Reseña de «Rara», de Natalia Zito

Por: Damián Leandro Sarro

Foto: Constant Puyo

Rara (Emecé, 2019) es una novela de Natalia Zito, psicoanalista y escritora argentina. Damián Leandro Sarro nos propone una lectura que aborda la manera en la que la protagonista habita su cuerpo y desarma el modelo de la familia, y también un fructífero paralelismo con la obra de la escritora chilena María Luisa Bombal.


Rara, de Natalia Zito

Ed. Emecé, 2019, Bs. As.

228 páginas

 

«me aclaró él muchas veces, separando la palabra en sílabas: po-si-cio-na-dor. Separar en sílabas es violencia.» (Págs. 22/3)

 

Rara, de Natalia Zito, es una historia de varios personajes en uno solo: es la historia de una voz femenina que clama por su identificación social y familiar; es la historia de una dignidad ultrajada por una masculinidad acérrima y socialmente avalada; es la historia de una espera que por momentos es perenne, por momentos es efímera, por momentos productiva, por momentos es casi inexistente; es la historia de una búsqueda por una maternidad dichosa que en su pretensión de inefable sufre las frustraciones propias de la infertilidad; es la historia de un afianzamiento por el olvido de traumas aún latentes; es la historia del estallido del sueño burgués en mil pedazos lacerantes; es la historia de un cuerpo femenino hambriento de amor, de comprensión y de valoración.

Amor, familia, posesión, infidelidad, humor, aborto, hijo, frustración, violencia y rechazo son categorías idóneas para la lectura de Rara. Destaco la solidez en la prosa de Zito  que nos inserta en su historia como si nos llevara de la mano (¿rara?) a través de situaciones sencillas y superficiales, cotidianas y otras más profundas, a través de recuerdos, imágenes y sensaciones que, grosso modo, parecieran tópicos recurrentes, pero finalizada la historia (¿finalizada?) se transforman en coyunturas existenciales del ser humano, más allá del género. Y esto hace a la grandeza de la novela.

Hay línea de lectura que se me presenta como pertinente para abordar la novela de Zito. Estoy pensando en La última niebla, de la chilena María Luisa Bombal, publicada en Buenos Aires en 1934 bajo el auspicio de Oliverio Girondo. En ambas novelas, se muestra a la mujer como eje diegético donde la valoración del cuerpo, la búsqueda de una sexualidad y de una feminidad dignas y el enfrentamiento con patrones sociales regidos por un claro matriz patriarcal contribuyen a reafirmar la voz narrativa femenina en un ambiente muchas veces adverso.

En La última niebla, el manejo del tiempo narrativo y la descripción de los personajes, principalmente de la mujer, rompen todos los parámetros establecidos canónicamente en la literatura de su tiempo y de su país: el cuerpo femenino dejará de ser representado desde la óptica de la masculinidad para adquirir una nueva esquematización ligada a la transgresión de la realidad. Si bien en la trama de la novela hay una imposición humillante de aparentar a otra mujer, es decir, de funcionar como espejo de otra subjetividad basada en lo corpóreo, esta misma humillación condimentará sus esfuerzos para alcanzar la transgresión al plano de la irrealidad. En la edición de las Obras Completas de María Luisa Bombal (Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000), se lee: “Mi marido me ha obligado después a recogerme mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta.” (60). Asimismo, este cuerpo femenino dejará de ser receptáculo exclusivo para el placer masculino y se transformará en objeto de autoerotismo, de un claro onanismo femenino y, en esta línea, el placer erótico de la mujer será recuperado para aclamarlo con vigor y en un plano de exposición y descripción inaudito para la época. Lo que Bombal nos marca con esta novela, entre otros puntos, es el advenimiento, o el deseo de advenimiento, del sujeto-femenino con toda su carga emotiva y sensual, y libre de todo prejuicio moral y social. Es la denuncia por la liberación de la feminidad de los rótulos masculinos y sus restricciones: algo que también debe inscribirse dentro del proceso vanguardista que acarrea su novelística. Escribir sobre la intimidad de la mujer y que su problemática de género, sus dificultades, temores, experiencias y vicisitudes puedan constituirse en objeto literario es uno de los mayores logros de Bombal dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX y que contribuye, a su vez, a la perspectiva feminista de esta literatura.

Por ello, ambas mujeres (la de Zito y la de Bombal) exponen, a través de su voz narrativa, una clara denuncia contra los preceptos patriarcales de un rígido sistema cultural avalado por prácticas consuetudinarias percibidas como irrefutables. En su agónica, pero productiva espera, la protagonista de Zito exclama: «Cuando éramos novios mi vida propia se convirtió en nuestra vida (…) Me convertí en él y me creí mi nueva vida propia en pareja. Era la princesa que había tenido la fortuna de que le calzara el zapatito.» (57). Nos induce a pensar que el mismo tiempo de su espera es proporcional al tiempo en que ella dejó de ser ella para convertirse en ese objeto social y sexual, tener “una esposa dando vueltas es como llegar con un buen auto: se luce a la entrada y a la salida, el resto del tiempo queda estacionado.» (63). La novela va mutando, a medida que ella espera y, por ende, espera también el lector, hacia la consumación de la desilusión no sólo conyugal como práctica de status social, sino también existencial: «Todos los días vuelvo a razonar que la familia no es la cajita feliz que compramos con la comida rápida» (69) y «Me detengo en el mismo lugar donde creí que había construido mi puerta al paraíso» (224), son algunas de las exclamaciones que denotan tal situación. Y en este quiebre existencialista es donde se derrumban los grandes mitos patriarcales de Occidente en la voz narrativa de la protagonista.  Esto me lleva a citar a Antonin Artaud, en El teatro y su doble, cuando afirma que el “amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias, sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades” (Ed. Sudamericana, 2005, Bs. As., pág. 95).

Rara es la novela donde los significantes eclosionan en un prisma multifacético para interpelar al desocupado/a lector/a.

Zama y el sonido fantasma

Por: Carlos Romero

Imagen: Fotograma de Zama (2017)

En el marco del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha” dictado por Julia Kratje en el 2019 en la Maestría en Literaturas de América Latina, Carlos Romero se propone analizar la versión fílmica de Zama realizada por Lucrecia Martel. Para ello, pone el foco en su inquietante material sonoro y en cómo este abre la puerta a desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y de lo subalterno.


Otras víctimas de la espera

En marzo de 2017, la directora de cine Lucrecia Martel escribió una columna para el diario español El País donde buscó responder a una pregunta en retrospectiva: “¿Por qué hacer una película de Zama?”. Aún faltaban seis meses para el estreno de su adaptación de la novela que Antonio Di Benedetto había publicado en 1956. En el final del artículo, Martel ofreció una respuesta: “Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo”. Estas palabras contenían claves específicas desde las cuales acercarse a su filme. En primer lugar, la cineasta argentina señalaba que en la elección misma de la obra de Di Benedetto ya había influido su potencial sensorial. De inmediato, surgían otras preguntas posibles: ¿En qué consistía ese “territorio decididamente nuevo”? ¿Dónde radicaba su novedad? ¿Qué tipo de vínculo audiovisual suponía y cómo lograba constituir una experiencia “irreversible”?

Por la riqueza de su universo sonoro y por la centralidad narrativa que adquiere, Zama posee un gran potencial para una lectura desde las teorías del sonido, un aspecto de fuerte presencia y experimentación en la obra de Martel, y que se integra a su perspectiva feminista como realizadora.

En concreto, los estudios sobre el sonido acusmático van a resultar de gran utilidad. En La audiovisión (1993), Michel Chion recoge dos definiciones para acusmática: “Significa ‘que se oye sin ver la causa originaria del sonido’, o ‘que se hace oír sonidos sin la visión de sus causas’”. Pero Chion va a problematizar los límites que supone esta caracterización, algo que también, desde la práctica, hace Martel en Zama. Además, la directora lleva lo acusmático más allá del estatus de una técnica entre otras. Lo vuelve estructurante y lo hace jugar en dos planos simultáneos: es un sonido fantasmagórico, siempre inquietando desde el fuera de campo, que le permite incorporar esa espectralidad que puebla a la novela de Di Benedetto; y también funciona como una herramienta de extrañamiento con la cual desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y acerca de lo subalterno.

Con esa naturaleza, el sonido se irá desplegando sobre la película, tanto hacia su interior, agobiando al protagonista, el atribulado Diego de Zama, como al interpelar al espectador con el tipo particular de escucha que propone Martel. El sonido llega antes, se expresa más fuerte, penetra más profundo y persiste por más tiempo. Deja de ser “sobre algo” para volverse “algo en sí”. Se impone como un sentido que, a la vez que difuso, sobrepasa al de las imágenes, y siempre parece saber algo que ellas ignoran.

Recogiendo una idea del fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, Chion sostiene que un sonido tal es la “presencia fantasma” de las cosas, porque al dirigirse a un único sentido, prescindiendo de otras referencias –en especial, la visual–, no alcanza la “existencia real” que sí se completa cuando más sentidos son afectados. En su ensayo La noche (2019), Al Álvarez recuerda que para el razonamiento de los antiguos griegos y hebreos, donde lo divino y el orden quedaban del lado de la luz mientras que el caos y el miedo eran deudores de las tinieblas, “lo que se ve es lo que se conoce, y lo que se puede oír, sentir u oler pero no es visible es terrorífico porque es amorfo”.

Esa condición irreal o temible habilita, sin embargo, nuevas posibilidades perceptivas, gracias al desarrollo de una actitud particular ante lo que se oye: la llamada “escucha reducida”. Chion remarca que, independiente de su origen y sentido, este tipo de audición toma al sonido “como objeto de observación, en lugar de atravesarlo buscando otra cosa”. De ahí su empatía con lo acusmático, que “puede modificar nuestra escucha y atraer nuestra atención hacia caracteres sonoros que la visión simultánea de las causas nos enmascara”. En definitiva, permite “revelar realmente el sonido en todas sus dimensiones”, y es en ese potencial donde explora Zama.

Si indagar en los modos de ver y de escuchar es una matriz productiva con la cual acercase a un filme, Martel lo incorpora como tarea compartida por su protagonista y el público. De forma recurrente, en un desconcierto común, Diego de Zama escuchará algo que no se le muestra o que no entiende, o verá algo que el espectador no ve o solo oye, y ambos experimentarán ese “territorio decididamente nuevo” del que habló la directora.

Gran parte de la hora y 55 minutos que dura Zama ofrece una práctica insistente: exponer la relación de lo visual y lo sonoro, en un vínculo desnaturalizado, lleno de extrañamiento, con imágenes que por momentos lucen desamparadas ante los sonidos. Si Di Benedetto dedicó su novela “a las víctimas de la espera”, Martel hizo una película donde lo que se ve está siempre “a la espera” de lo que se escucha, aguardando los movimientos de un sonido emancipado, que acecha desde el fuera de campo.

Primero fue el sonido

El lugar de lo sonoro en Zama se establece desde el inicio. De hecho, es lo primero que se muestra: el chillar estridente de insectos, una especie de chicharra metálica sobre casi cinco segundos de fondo negro. Es parte de una naturaleza que suena exagerada respecto de la imagen que llegará más tarde, con el asesor letrado contemplando el río, mientras comienza a destacarse el fluir del agua. Como antes ocurrió con los insectos, la fuerza del líquido que suena tampoco se corresponde con el río que vemos. Se oye más intenso y cercano. Parece golpear contra lo que podría ser un muelle. Otro tanto ocurre con el canto de un pájaro al que nunca vemos. Sí se muestran la playa de arena y un grupo de niños que juega varios metros por detrás de Zama. Le arrojan piedras a algo en el agua, ríen y hablan en un dialecto originario que no se subtitula. A pesar de su lejanía en el campo visual, también se los escucha con claridad y potencia.

Para Chion, el sonido ambiente “rodea una escena y habita su espacio sin que provoque la pregunta obsesiva de la localización y visualización de su fuente”, y por eso “sería ridículo caracterizar como fuera de campo, bajo pretexto de que no se ‘ve’ a los pájaros piar o al viento soplar”. Sin embargo, al introducirse variables que rompen con lo pactado en la sincronía esperada –por ejemplo, una intensidad sonora que no se corresponde con la imagen–, lo acusmático sí ratifica su presencia inquietante.

En Identidade e alteridade no cinema: espaços significantes na poética sonora contemporânea, Virginia Osorio Flôres analiza otras dos películas de Martel, La ciénaga y La mujer sin cabeza, y aporta elementos también válidos para Zama. Considera que, a través del sonido, la directora construye “un espacio peculiar para sus personajes”, mediante una sincronización que no se ajusta a la “relación audiovisual simple”. Tomando el caso de La ciénaga, dirá que “hace que los sonidos sean percibidos y sentidos por sobre cualquiera otra forma de recepción”, y que esa intensidad, apartada de toda naturalidad cinematográfica, extraña y convoca al espectador.

Fruto de esa lógica relacional, el sonido adquiere “un valor de voz, comunicando alguna cosa más allá de lo que se oye y se ve”, y es entonces cuando surge algo que en Zama se aprecia claramente: “Un cuerpo material sonoro cuasi táctil”, con ruidos que “se transforman en la propia escenografía sonora de esa narrativa”. Podría agregarse que esa estructura, en rigor, siempre estuvo ahí, pero si el gesto frecuente es borrarla por obra de la sincronización rigurosa, lo que Martel pretende es justo lo contrario: mostrar el artilugio. Como señala Chion,

“para apreciar la verdad de un sonido, nos referimos mucho más a códigos establecidos por el cine mismo, por la televisión y las artes representativas y narrativas en general, que a nuestra hipotética experiencia vivida”.

Y hay algo más: al exponer lo que antes fue elidido, no solo se lo repone, sino que se amplía el espacio de la percepción. Al quitarle a la sincronía su aparente transparencia, se habilita una escucha más expectante.

Si volvemos al arranque del filme, mientras deja la ribera, al asesor letrado lo acompaña el intenso fondo sonoro de una naturaleza que sigue sin verse como tal. Luego, oirá risas femeninas que lo van a guiar hasta una posición de voyeur. Solo cuando aparezcan en la imagen, a estas mujeres se las escuchará hablar, traduciendo para ellas mismas algunas palabras del guaraní. Ya avanzada la siguiente escena y en respuesta a un pedido del gobernador, Zama dirá sus primeras palabras –es el minuto 5:42– y lo hará de espaldas, en otra constante a lo largo de la película, que buscará múltiples variantes para escamotearle el soporte visual a la voz.

En los casos en que lo audible no provenga directamente del fuera de campo, entonces los personajes muchas veces hablarán de espaldas o con planos que excluyan el rostro o los labios. Incluso, habrá ocasiones en que, aun viendo un origen posible del sonido, se tratará de una conjetura. ¿Cómo habla el pensamiento? Pero no el que adopta la forma de la voz en off, sino el pensamiento, por así decirlo, en crudo. ¿Y qué sonido tiene un dolor de cabeza que aumenta y luego se disipa? ¿Cómo se oye la muerte que estruja los intestinos de un enfermo de cólera? Porque, además de interesarse en lo que está fuera de campo, Martel explora en lo que está bien adentro de lo visual, en las profundidades de lo que se ve, y que solo puede manifestarse atravesando las imágenes.

Toda la escena del detenido al que quieren arrancarle una confesión lleva esa impronta: personajes que observan lo que no se muestra, con el único testimonio de la voz y los ruidos. Se ve al asistente Ventura Prieto, sentado y de costado; a Zama, sentado de espaldas; y al guardia, al detenido y al escribiente Hernández sin sus cabezas. Cuando el prisionero corre y se golpea contra un mueble, Zama, Ventura Prieto y el guardia lo van a rodear, pero sin que el espectador lo pueda ver. El hombre cuenta, con una voz ahogada, la vida de un tipo de pez que, de alguna manera, preanuncia el trance del asesor letrado del reino de España. Esta clase de situaciones, lejos de ser excepciones, forman el propio tejido de la narrativa de Martel.

De inmediato, cerrando la parte inaugural, aparecerá una placa en blanco y negro con el nombre de la película y sonarán los acordes de un tema musical, seguidos por imágenes submarinas de un cardumen alborotado en el agua turbia, con la voz en off del detenido, que continúa su relato. Pero su tono es otro, mucho más calmo, propio de una circunstancia muy distinta. El sonido, de nuevo, toma distancia.

Lo que sigue, debido a su riqueza, vale la pena describirlo de forma secuencial. Mientras aún suena el tema, reaparece Zama, de espaldas, contemplando el río, y luego Hernández, sentado, escribiendo, también de espaldas. Cuando su superior lo llama, el escribiente lee una carta que el asesor letrado dirige a su esposa. La imagen regresa a Zama, de perfil, que solo hablará cuando vuelva a quedar de espaldas, y sus palabras llevarán otra vez a Hernández, que sigue en igual postura. En ese momento, la toma se abre y muestra a un esclavo negro, portador de un recado. No acababa de entrar, sino que ya estaba ahí, pero sin hablar y, por lo tanto, sin dar cuenta de su presencia. Esa entidad postergada por la falta de sonido será un rasgo de muchos esclavos y sirvientes en la película: estarán en la escena, pero su silencio los volverá invisibles hasta tanto se los revele. En cuanto al mensajero, al hablar, lo hará de espaldas.

 

La señal del extrañamiento

Ya desde los segundos iniciales, entonces, el filme hará del sonido el llamado de lo extraño, la señal de que se va a romper con lo que podría entenderse como un relato más convencional, que en definitiva nunca se termina de instalar, que sobre todo se presupone y que se irá debilitando a cada paso, para adentrarse en una zona difusa, de significados ambiguos, disponibles para la interpretación.

En esa línea, un punto clave es la aparición del Oriental y su hijo. La secuencia inicia con procedimientos antes mencionados: una toma del puerto y, luego, un primer plano de Zama, mientras prueba el brandy del uruguayo y habla con su amigo Indalecio, a quien no se muestra. Cuando Indalecio se adelante para recibir al Oriental, lo hará de espaldas, y al girar para dirigirse a Zama, su imagen estará fuera de foco.

El hijo del Oriental es un niño que habla susurrando, en tono profético y, por momentos, sin mover los labios, mientras recita los títulos y logros pasados de Zama, recuerdos de una gloria extinta. Luego de entrar en escena, con la mirada perdida, sentado en una silla atada a la espalda de un esclavo negro, comenzará un discurso y el ex corregidor le preguntará si es a él a quien se dirige. Sus palabras suenan sobreimpresas, fuera de registro, como si no compartieran el mismo plano que el resto de las voces. Aunque están dentro del campo diegético, asumen rasgos difusos, similares a una voz en off creada solo para Zama. Fuera de foco, el chico girará la cabeza hacia un costado y empezará a susurrar, y sin embargo se lo escuchará bien claro, como cuando alguien nos habla al oído: si bien el tono es bajo, la cercanía y la intimidad lo vuelven potente.

Mientras se alejan de la costa, las palabras del niño, con su rostro en primer plano pero sin mover los labios, comenzarán a escucharse sobre la imagen perturbada del funcionario de la Corona. Una percepción posible es que Zama está recordando dichos anteriores, algo que el código cinematográfico por lo general suele completar con un flashback que remita a la propia escena de ese episodio previo. En este caso, esa lectura cae segundos después, cuando el sonido que flotaba vuelve a anclarse en la imagen: las palabras retornan a los labios del hijo del Oriental, y lo que asomaba como un eventual pasado sonoro se empalma con el puro presente de lo que se muestra. El chico habla, recogiendo del aire su propia voz y sincronizándose con ella.

Su discurso sigue el repaso de lo hecho por el asesor letrado en su época de corregidor, pero ahora el desconcierto tiñe de sorna los elogios. Y como prueba de la entidad, del carácter real y no subsidiario adquirido por el sonido en su nueva relación con la imagen –el “cuerpo material sonoro” de Osorio Flôres–, se dará un intercambio: mientras cuenta la pacificación de los indios lograda por Zama sin el uso de la violencia, el chico sacará una espada que parece ser la del propio funcionario, quien, perplejo, palpará su cintura.

Como ninguna otra, esta escena explora los límites de ese carácter no todo asimilable que Mladen Dolar, en su libro Una voz y nada más (2007), le asigna a la voz acusmática, de la que dice que está “en busca de un origen”, “en busca de un cuerpo”, pero que incluso cuando lo encuentra “resulta que no funciona bien”, que “es una excrecencia que no combina con el cuerpo”. Tomando el ejemplo de Psicosis, Dolar sostiene que “la voz sin cuerpo es inherentemente siniestra, y que el cuerpo al cual se le asigna no disipa del todo su efecto fantasmal”. Por esa imposibilidad de localizarla y, a la vez, por su capacidad de “parecer emanar de todas partes, de cualquier parte; adquiere omnipotencia”. Así, a diferencia de la imagen, que está anclada, la entidad de lo acusmático es flotante. Dolar también va a decir que “la voz, separada del cuerpo, evoca la voz de los muertos”. En el caso del hijo del Oriental, al igual que a su padre, pronto se lo llevará el cólera.

Sobre el efecto que producen el distanciamiento y el reencuentro de las palabras del chico con su imagen parlante, es oportuno lo que señala Jean-Louis Comolli en Ver y poder: la inocencia perdida (2007): “La palabra filmada es quizás el más profundo surco de realismo cinematográfico. Testimonio de esto –por la vía del contrario– la molestia que provoca un mal doblaje. O la dificultad que siempre ha existido en romper la ligazón del sincronismo”. En ambos casos “se ejerce una violencia a la impresión de realidad, a ese acuerdo de máquinas en que se transformó como una nueva naturaleza”.

Toda esta secuencia, muestra fiel de cómo Martel deconstruye y reconstruye el vínculo audiovisual, se completa con otro elemento: el Shepard tone, un recurso sonoro que la película empleará en puntos críticos para el protagonista y que debuta tras este primer encuentro con el niño, mientras crece la confusión en Zama. Es un sonido similar al de una sirena quedándose sin batería y, a la vez, aumentando de intensidad, o al de un misil que se acerca a un punto al que nunca termina de alcanzar y del que también se aleja. Es un efecto de presión y ansiedad, que aumenta y decrece, y que narrativamente se origina en la mente misma del personaje. Es un sonido subjetivo: oímos lo que siente Zama.

El Shepard tone o escala Shepard es una ilusión auditiva: hace percibir que un sonido no deja de elevar o disminuir su tono de forma progresiva, gracias a la superposición de varios tonos con octavas entre ellos. Dentro del trabajo de Martel, acentuará aún más la angustia y la caída de Diego de Zama. Será una expresión de los picos de perturbación que sufre ante la imposibilidad de abandonar ese punto olvidado de las colonias españolas. Cuando enfrente un nuevo desaire por parte del gobernador de turno, quien le dice que su traslado deberá seguir esperando, la escala comienza a sonar, al mismo tiempo que ingresa una llama blanca y se pasea por la habitación, y solo desaparecerá cuando el animal abandone la escena. La composición se resignifica por el efecto sonoro, incluida la presencia de la llama, deambulando en medio de una charla entre funcionarios de alto rango que no le prestan atención, como si el animal también quedara subsumido por el sonido “mental” que afecta al asesor letrado.

Cuando Di Benedetto escribió Zama tomó una decisión central y afirmativa: no sería la de sus personajes una voz históricamente fijada o reconstruida. En El concepto de ficción (2015), Juan José Saer le asignó a esa forma un valor paródico, argumento de por qué el libro no debía ser leído como una novela histórica.

“La lengua en que está escrita no corresponde a ninguna época determinada, y si por momentos despierta algún eco histórico, es decir el de una lengua fechada, esa lengua no es de ningún modo contemporánea a los años en que supuestamente transcurre la acción –1790-1799–, sino anterior en casi dos siglos: es la lengua clásica del Siglo de Oro”.

Similar gesto hace Martel con el sonido: ella tampoco se ajusta a un registro histórico. En cambio, abunda en ruidos y efectos que suenan metálicos, fabricados, “modernos”; más propios de la época de los sintetizadores que fieles al ambiente de los relatos –entre ellos y especialmente, el propio cine– que construyeron el sonido del pasado colonial en América del Sur, con su abundancia de espadas, caballos y carruajes.

Al mismo fin aporta la música de la película, siete piezas distintas pero muy similares en sus recursos, interpretadas por Los Indios Tabajaras, dos hermanos brasileños de una tribu del estado de Ceará, que tuvieron su auge en los 50 y 60. Con aires a bolero caribeño y un tono que, por el contexto, puede resultar burlón, esta música le permite a Martel seguir tomando distancia de todo contrato de realismo histórico. La usará en escenas de vida mundana, además de que con ella cerrará el filme, mientras Zama, en una canoa, con las manos amputadas, avanza por un río desbordado de verde.

Para Chion, “antes de estudiar las relaciones entre música y arte cinematográfico, es necesario romper un mito: la posibilidad de obtener una relación ‘única y necesaria’ entre una secuencia y su música”. El esfuerzo de Martel, una vez más, está puesto en exponer esta verdad conceptual, volviéndola una revelación que amplía sentidos.

Zama_Martel_Romero

Lo femenino y el asombro

Como en otras piezas de la filmografía de Martel, lo sonoro en Zama es una forma de abordar las cuestiones de lo femenino y lo subalterno. Así se muestra ya desde el inicio, con las sirvientas en el río, hablando entre ellas en guaraní y untándose con arcilla. En varias otras ocasiones, las mujeres van a encontrar en su propia compañía y sus voces un lugar de afirmación. Aparecerán en grupos, charlando en un medio tono que los hombres no alcanzan a oír o en una lengua que no comprenden. En lo formal, no es un sonido acusmático, porque su fuente está a la vista, pero igualmente es esquivo para Zama, que no lo escucha con claridad o no lo entiende. Como lo acusmático, también se le escapa y lo hace vulnerable.

Un buen ejemplo es la escena con las hijas del posadero, donde a lo onírico de los ruidos y las voces su suma la penumbra del lugar. Así como Zama no logra ver con claridad y el amante de unas de las chicas y el enigmático niño rubio se le escabullen, lo mismo ocurre con las voces de las hijas del posadero, que lo burlan, tanto porque se escapan de su percepción como porque lo ridiculizan en su rol de protector. Mientras las chicas, en sus camisones de colores claros, giran alrededor del asesor letrado, recogiendo monedas del suelo, el posadero, de espaldas a la cámara, le cuenta un temor duplicado. Dos veces, sin diferencia de énfasis y casi sin variar la formulación, le revela el miedo a que sus hijas sean abusadas por los hombres del bandido Vicuña Porto. Es un loop de sus palabras, como si hubiesen sido copiadas y pegadas.

Esta duplicación genera el mismo efecto que una ralladura en el surco de un disco de pasta: altera la armonía, la supuesta fluidez, y como en otros mecanismos ya descriptos, expone el carácter no natural del vínculo audiovisual. Toda la escena, rodada a media luz, gana un simbolismo inquietante fruto del juego de capas de sonido, con las chicas murmurando planes que evaden el control de su padre y de Zama, guardián burlado.

Con este tipo de recursos, la directora abre un plano para lo femenino: sean mujeres en sus tareas cotidianas, mujeres que susurran o hablan en dialectos, mujeres de carácter, mudas o fantasmagóricas, todas tienen un sonido o un silencio, y en su administración, marcadamente colectiva, reside una cuota de autodeterminación en un mundo regido por los hombres. Al mismo tiempo, ellas serán un contrapunto para el “despoder” progresivo de la figura de Zama, que irá experimentando en sí mismo la subalternidad.

Sobre la relación audiovisual que establece Martel y su perspectiva feminista, puede resultar valiosa la reflexión acerca del asombro que elabora Sara Ahmed. “El asombro es lo que me condujo al feminismo, lo que me dio la capacidad para nombrarme como feminista”, asegura la autora en La política cultural de las emociones (2017). En ese trabajo, plantea que el “asombro crítico” es uno de los efectos del enfoque feminista, al romper con la invisibilización que lo “ordinario” provoca en los sentidos:

Lo que es ordinario, familiar o usual, con frecuencia se resiste a ser percibido por la conciencia. Se vuelve algo que damos por sentado, como el fondo que ni siquiera notamos, y que permite que los objetos destaquen o se vean separados. El asombro es un encuentro con un objeto que no reconocemos; o el asombro funciona para transformar lo ordinario, que ya se reconoce, en lo extraordinario. Como tal, el asombro expande nuestro campo de visión o contacto táctil.

Si se traslada este esquema, la sincronización entre imagen y sonido que construye el cine tradicional asume el lugar de lo ordinario y lo familiar, mientras que las rupturas e intensidades de un universo como el de Zama constituyen una ofensiva de asombro que expone, por vía del extrañamiento, los mecanismos de la construcción.

Para Ahmed, el asombro permite “ver al mundo como algo que no necesariamente tiene que ser, y como algo que llegó a ser, con el tiempo y con el trabajo”, y por eso implica “aprendizaje”. En el caso de Zama, será lo sonoro la llave para desatar el asombro y desarticular lo ordinario, en tanto que el aprendizaje implicará ejercitar la escucha de lo extraordinario, el sonido ambiente del nuevo territorio, que puede incluso asumir la forma del silencio, como ocurre con los esclavos negros de la película.

A estos personajes Martel los representa con ese vacío de sonido que antes se señaló para el mensajero del comienzo de la película. Elididos del campo visual y sin ninguna otra referencia que dé cuenta de su presencia, el silencio los vuelve invisibles hasta tanto se opere su repentina materialización en la escena. Su entidad solo podrá ser actividad por la mirada de sus amos. La contundencia del efecto refleja el lugar de los esclavos, ubicados en los últimos eslabones de la cadena de subordinación.

En El sonido (1999), Chion advierte que el “el 95% de lo que constituye la realidad visible y tangible no emite ningún ruido” y que “el 5% que sí es sonoro traduce muy poco”, aunque no solemos ser conscientes de esto. Es decir, si sólo apelamos a los acontecimientos sonoros, “nos encontramos literalmente en la oscuridad”. Martel trabaja con este hecho sensorial que suele pasársenos por alto, pero ahí también va a ejecutar un desplazamiento. En su repaso de lo carente de expresión sonora, Chion había enumerado muros, montañas, objetos en un armario, nubes y días sin viento. A ese listado de cosas y situaciones, la directora sumará a los sujetos oprimidos.

Con Malemba, la asistenta africana y muda de doña Luciana Piñares De Luenga, la propuesta se complejiza. Aunque se trata de una esclava que compró su libertad, tampoco ella dice una palabra. Y sin embargo, a diferencia de los otros esclavos, Malemba sí está presente y se expresa, tanto con sus miradas como con sus acciones: fue quien, al comienzo de la película, persiguió al Zama voyeur. Como bien dice Luciana Piñares, Malemba “no está muda, tiene su lengua”.

El sonido interior

Junto con los ruidos y voces de lo no visto porque permanece fuera de campo, otro de los intereses narrativos de Martel se enfoca en exponer cómo suena aquello que se ubica en el interior, tanto físico como subjetivo, de lo que sí aparece en la imagen. Para Chion, se trata de situaciones que plantean un problema a la definición más esquemática de lo acusmático.

La directora le sube el volumen a una banda que en el cine más tradicional suele permanecer postergada, y esto altera la relación con el resto del universo sonoro. Hace irrumpir en el primer plano aquello que estaba reducido a la escucha interna de cada individuo o, en otros casos, silenciado incluso para sí mismo. Se trata, como indica Dolar, del ascenso de “la exterioridad interna, la intimidad expropiada, la extimidad; el excelente nombre que Lacan le da a lo siniestro, lo inhóspito”.

La escena de las orejas de Vicuña Porto gira en torno a esa extimidad. En una partida de dados con un traficante, el segundo gobernador le muestra a Zama unas orejas que habrían sido cortadas al bandido legendario antes de su supuesta ejecución. A su espalda, uno de sus súbditos –a quien dispensa un trato despectivo– se ve cautivado por el botín y es ahí cuando sobreviene la extimidad: la voz de su pensamiento se impone sobre el resto de los sonidos, que bajan de volumen y son desplazados. Es un soliloquio en un nivel mínimo de complejidad, un balbuceo, pero gana el peso de lo real, mientras que lo que se muestra asume una entidad conjetural.

La indiferencia del gobernador, que nunca percibe a su súbdito ni aun cuando toca las orejas, remarca el extrañamiento: no hay certeza de que lo que vemos esté ocurriendo o de que lo haga por fuera de la mente del personaje. Así como la voz de su pensamiento se impone a fuerza de extimidad, la imagen parece seguir ese camino, adoptando la fisonomía de una fantasía proyectada. El efecto se refuerza con la voz del gobernador en un tenue segundo plano, que repite dos veces, de forma calcada, la orden a un oficial. Es el mismo recurso de duplicación que Martel usó en la escena del posadero y sus hijas.

Los dichos del súbdito tienen una estructura básica, como si aún no hubiesen sido sometidos al proceso por el cual las ideas se exteriorizan. “Vicuña Porto está muerto, no se toca, no tocar, no. Las orejas de Vicuña Porto, Vicuña… está muerto. Las orejas de Vicuña Porto”, dice el hombre, que acabará por tocar el botín del gobernador a pesar de sus propias advertencias. Luego, llegará el desenlace: la voz de Zama gana volumen, las capas sonoras vuelven al orden previo y el resto de los sonidos recuperan su lugar.

Dolar recuerda que, al reflexionar sobre la ética, una tradición “ha tomado como pauta la voz de la conciencia” y se pregunta: “¿Esta voz interna de mandato moral, la voz que emite advertencias, órdenes, admoniciones… es una simple metáfora?”. En cambio, puede que sea una voz en sí, incluso “más cercana a la voz que los sonidos físicamente audibles”. También plantea si es “la voz del deseo inconsciente”, con lo cual “no es aquello que nos protegería de la irracionalidad de las pulsiones, sino, por el contrario, es la palanca que impele el deseo a la pulsión”. Martel, con el súbdito, sus pensamientos y las orejas de Vicuña Porto, recorre estos mismos interrogantes.

Otro tanto sucede en la visita de Zama y el Oriental a la casa de Luciana Piñares, donde la muerte ronda al traficante de licores y los sonidos vuelven a jugar con la duplicidad. Junto al vaivén del abanico accionado por un esclavo, el Oriental reitera dos veces la frase “mi mujer quería”, y luego cuenta que él vivió en el río “que va, que viene”, y “siempre lejos, por h o por b”. Lo mismo ocurre con una frase de Luciana Piñares, repetida en dos tomas distintas, mientras el sonido agudo del golpe en una copa se pega al malestar creciente de Zama. De nuevo, será el Shepard tone el recurso para que la intimidad de su mente se vuelva extimidad. La escala irá relegando a un segundo plano a las voces y ruidos, disminuidos en sus decibles como el ánimo del propio asesor. Serán unos aplausos de Luciana los encargados de romper el trance.

Mientras el funcionario ensaya su cortejo fallido, en la escena irrumpe la muerte, que es un crujir de tripas que emerge del comerciante de brandy. El ruido está en el interior físico del Oriental, pero su fuerza inunda el espacio, mientras el enfermo de cólera se retira, tambaleante. ¿Zama y Luciana escuchan esos sonidos? Y si lo hacen, ¿los perciben en ese tono? Se vuelve esquivo determinar lo que Chion llama “punto de escucha”, es decir, qué personaje oye eso mismo que yo escucho como espectador.

Zama - Martel_Romero

Un lenguaje propio

De forma recurrente, los personajes de Zama –en especial, las mujeres– explicitan con dichos y acciones eso mismo que Martel parece abordar con la experimentación sonora. Luciana Piñares, una feminista avant la lettre, dice claramente: “Desprecio a todos los hombres por su amor de posesión”, y también: “Muchas mujeres me aborrecen por mi independencia y demasiados hombres se equivocan por mi conducta”. Y en el caso de Emilia, con quien Zama tuvo un hijo no reconocido, ella se niega a darle una camisa y, con ironía, le retruca: “¿Soy tu mujer?”. Las tomas de los ojos atormentados del asesor, las escenas de su deterioro físico y mental, y de su descenso social, casi sin dinero y durmiendo en habitaciones precarias, aluden por vía de imágenes a cuestiones similares a las que la película trabaja desde lo sonoro.

Y, sin embargo, en la obra de Martel el sonido no se comporta como un auxiliar de lo visual. No viene a explicarlo, a duplicarlo o a completarlo. Por el contrario, adquiere entidad, cuerpo, y establece las reglas de un lenguaje propio, resultado de un proceso de construcción que la película emprende aún antes de que aparezca la primera imagen.

Aunque lo puedan hacer, los ruidos, voces y efectos no están ahí con la misión de semantizar lo que aparece dentro del campo, sino para operar sobre sí mismos. Esto responde a que Martel no ata su narrativa a la historia por contar, a lo que se dice o se muestra de manera más o menos explícita, sino que explora en las formas mismas de contar, con lo sonoro como un recurso privilegiado. En ese gesto, en esa “excursión”, amplía el “territorio” de la percepción y ejerce, tal vez, la más intensa de sus críticas.

Confinamientos y liberaciones. De «La cautiva» a «La Flor»

Por: Patricio Fontana

Imagen: Blanes, Juan Manuel (1880), La cautiva [Óleo sobre tela]

A propósito de la situación de confinamiento circunstancial que ha generado la pandemia mundial de coronavirus, Patricio Fontana abreva en los clásicos de la literatura argentina de los siglos XIX y XX para considerar distintas modalidades del encierro. En un itinerario que va desde la esquiva figura de cautivas y cautivos en la literatura argentina del XIX hasta sus reelaboraciones literarias y audiovisuales contemporáneas, Fontana reflexiona sobre la reciente liberación de La Flor (2018), el film de Mariano Llinás, para pensar la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad.


I.

La voluntad fundacional con la que Esteban Echeverría escribió La cautiva es innegable. Ese largo poema dado a conocer en 1837 pretendió, y en buena medida consiguió, ser la piedra basal no solo de la literatura nacional sino, más ambiciosamente, de la cultura nacional. En un célebre pasaje de la “Advertencia a las Rimas”, el libro que incluye La cautiva, Echeverría aseguraba que el Desierto, en la década de 1830, era “nuestro más pingüe patrimonio” y que se debía “poner conato en sacar de su seno no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional”. Había, pues, que conquistar y explotar el Desierto no solo para producir riqueza, sino también para producir poesía, cultura. El programa económico y literario de Echeverría era, entonces, extractivista. En 1845, en el capítulo II de Facundo, Domingo Faustino Sarmiento supo admitir, con alguna reticencia, ese logro de Echeverría. Ese –el de La cautiva– era para Sarmiento el rumbo que debía seguir una literatura nacional original: narrar historias sobre el poroso límite entre civilización y barbarie y abandonar los territorios ya demasiado transitados, ir más allá, no ser cautivos de lo urdido exitosamente por otras literaturas.

De todos modos, es discutible que La cautiva sea, en efecto, la historia de una cautiva. María y su esposo Brian son capturados por los indios durante un malón y acarreados a Tierra adentro, al Desierto. Pero ni María ni tampoco Brian llegan a vivir plenamente como cautivos. Antes de que eso ocurra, con “varonil fortaleza”, María, gracias a la ayuda de un puñal, logra evitar que un indio abuse de ella y, enseguida, libera a Brian. Inmediatamente, luego de asegurarle a Brian que su cuerpo sigue siendo un cuerpo “puro”, que no ha sido mancillada por algún indio, ambos emprenden la fuga y el imposible regreso a su pago. En el camino, Brian muere devorado por la fiebre y el delirio. María, por su parte, cae exhausta luego de que algunos soldados le informan que su hijo también murió. María, entonces, casi no es una cautiva pero su historia permite articular no obstante una pregunta: ¿es posible salir del cautiverio? O, en otras palabras: ¿puede alguien cautivo dejar, alguna vez, de serlo?

La definición que ofrece el diccionario de la RAE del vocablo cautivo informa que así se denomina a “una persona o un animal que vive retenido por fuerza en un lugar”. María, en el poema de Echeverría, logra zafar casi inmediatamente de esa retención forzosa: se fuga y consigue, aunque paga el precio más alto, no vivir la existencia que esa sustracción de su hogar le podría haber deparado. La retención de María dura muy poco, menos de un día, el tiempo suficiente para que ella sea testigo asombrado y casi voyerista del sangriento festín con que los indios celebran su exitoso malón (“feliz la maloca ha sido…”). Deben leerse otras historias de cautivas para conocer qué le podría haber pasado a María si no hubiera logrado liberarse, si hubiera sido retenida por lo indios. Deben leerse otras historias de cautivas para entrever aquello que Echeverría prefirió no contar o que María decidió no vivir. Entre esas muchas historias hay al menos dos muy famosas: la de la cautiva sin nombre de La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández, y la que se relata en el cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”, de Jorge Luis Borges, en el que la cautiva es una inglesa que, en contraste con María, no anhela de modo alguno regresar a la civilización.

A propósito del Martín Fierro, creo que es oportuno agregar aquí que Hernández escribió además algunos de los versos más acertados y bellos sobre la retención forzada en algún lugar. En la Vuelta, en el canto 12, el Hijo Mayor, que vivió buena parte de su vida confinado en la “Penitenciaría” acusado injustamente de haber asesinado a un boyero, describe qué implicó esa condena. No se trata, como en los casos de los cautiverios a los que antes aludí, de un confinamiento en espacios abiertos –en el espacio más abierto de todos: el Desierto–, sino de uno que se vive entre cuatro paredes, de un confinamiento en un sucinto interior:

En soledá tan terrible
de su pecho oye el latido:
lo sé, porque lo he sufrido
y créameló el aulitorio:
tal vez en el purgatorio
las almas hagan más ruido.

Cuenta esas horas eternas
para más atormentarse;
su lágrima al redamarse
calcula en sus afliciones,
contando sus pulsaciones.
lo que dilata en secarse.

Allí se amansa el más bravo;
allí se duebla el más juerte:
el silencio es de tal suerte
que, cuando llegue a venir,
hasta se le han de sentir
las pisadas a la muerte.

Adentro mesmo del hombre
se hace una revolución:
metido en esa prisión,
de tanto no mirar nada,
le nace y queda grabada
la idea de la perfeción.

Sobre estas sextinas de Hernández, Ezequiel Martínez Estrada escribió que en ellas al Hijo Mayor “el alma se le ha salido y lo asfixia oprimiéndolo” (¿el alma como cárcel del cuerpo, como propondrá años después Foucault en Vigilar y castigar?) y que “solamente Dante imaginó círculos tan herméticamente cerrados, soldados tan para siempre, en sus condenados”. En el lírico testimonio del Hijo Mayor, el encierro consiste no tanto en un padecimiento físico –hambre, frío o torturas– sino, prioritariamente, en un padecimiento espiritual, en un sufrimiento intangible, blanco: el suplicio de enfrentarse repetidamente a la nada.

La Flor, el film de Mariano Llinás protagonizado por las cuatro integrantes del colectivo teatral Piel de Lava cuya versión completa se conoció en la Argentina en abril de 2018, narra seis historias a lo largo de poco menos de catorce horas. Dos de esas historias se habían proyectado, como anticipo del film por venir, en 2016, en el Festifreak de la ciudad de La Plata, en la ciudad de Trenque Lauquen y en algunos otros pocos lugares de la Argentina (pero no en la ciudad de Buenos Aires) y, como corolario, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; además, habían sido incluidas en la programación del canal de cable I-SAT. Varias de esas seis historias que ofrece la versión completa de La Flor recuperan y reescriben diversos tópicos de la cultura argentina que ya están presentes en el largo poema de Echeverría y en otros textos, películas o pinturas emblemáticas de los siglos XIX y XX que, de manera más o menos obvia, dialogan con él. (Lo mismo ocurre con Las aventuras de la China Iron, la novela de Gabriela Cabezón Cámara publicada en curiosa sintonía con la aparición de La Flor: ella también, como la película de Llinás, surge de la reescritura de textos clásicos de la literatura argentina; ella también, como La Flor en su última historia, explora las posibilidades narrativas del amor entre mujeres en el marco de la inmensa llanura).

El largo episodio tercero de La Flor, una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, entre otras alusiones más o menos evidentes a esa literatura incluye dos citas de El gaucho Martín Fierro. La agente Fox, por ejemplo, parafrasea en francés las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “[…] Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar ansí a un valiente”. La historia final, la que clausura el film antes de sus extensos créditos finales, cuenta el regreso de cuatro cautivas a la civilización. En contraste con María, las de La Flor sí son indudablemente cautivas: han vivido diez años entre los “salvajes”. Acaso no sea casual que la película, como el cautiverio de esas mujeres, haya sido realizada a lo largo de una década. Podría decirse, por tanto, que las cuatro actrices y dramaturgas de Piel de Lava –Pilar Gamboa, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa–, al igual que los personajes que encarnan en ese episodio postrero, también fueron, durante diez años, las cautivas felices de este film, sus rehenes dichosas. La Flor, por lo demás, es, entre muchas otras cosas, la historia de un director de cine al que cautivaron cuatro mujeres. El cuarto episodio, que no casualmente incluye la historia apócrifa de la relación entre Giacomo Casanova y las “arañas”, es, de los seis que conforman la película, el que alude más nítidamente a los avatares de ese embeleso. Ese episodio, fundamental además para la película porque anuda y les da cohesión a los episodios previos y posteriores a él, es la ficcionalización, por momentos alegórica, de la espinosa convivencia en una asfixiante cárcel de amor de las personas que conforman El Pampero Cine y Piel de Lava. Una convivencia prolongada que fue imperiosamente necesaria para que La Flor, en varios niveles, pudiera existir.

II.

La pandemia de coronavirus que vivimos en estos días, y que no sabemos aún cuánto se prolongará, nos ha colocado, por el momento, en una situación de relativo cautiverio. En efecto, creo que no es exagerado afirmar que los argentinos nos estamos viendo obligados a vivir retenidos por fuerza en un lugar, que somos rehenes en, o de, nuestros hogares (si es que tenemos el privilegio de tener uno). De hecho, mientras escribo estas líneas recibo por WhatsApp un meme en el que se lee que “Si ya estás empezando a sentir amor por tu pareja no te preocupes: eso se llama síndrome de Estocolmo”. Para evitar contagiarnos y que el virus se propague descontroladamente, las autoridades nacionales –y en esto no somos, por supuesto, ninguna excepción– nos han convencido, o han intentado convencernos, de que debemos quedarnos en nuestras casas. “Quedate en casa” es el mantra que, machaconamente, desde mediados de marzo, repiten los medios de comunicación y las autoridades sanitarias.

Desde los primeros días de cuarentena una palabra empezó a repetirse en las redes sociales: liberación. Pero no se trataba del clamor de ciudadanos descontentos que querían liberarse del cautiverio que se veían obligados a vivir, de ciudadanos que se rebelaban contra el confinamiento al que las autoridades los compelían con no siempre efectiva persuasión, sino de la liberación de películas para que consumiéramos durante el tiempo de ocio que, engañosamente, parecía regalarnos la cuarentena. Hay algo del “Poema de los dones” en esta situación: con magnífica ironía nos han dado a la vez los libros (o las películas) y la noche (la pandemia). Para evitar que, como el hijo de Fierro en la penitenciaría, enloqueciéramos de tanto “no mirar nada”, o de mirar siempre lo mismo (por ejemplo, los programas periodísticos que ofrece la TV vernácula), empezaron a aparecer demasiadas cosas para mirar en casa, una sobreabundancia de oferta audiovisual que también puede enloquecer, intimidar o hartar. Muchas películas cautivas, así, empezaron a liberarse para que pudieran ser vistas gratuitamente en casa. La lista es extensa e incluye varias que, luego de un paso fugaz y a veces sigiloso por alguna sala de cine, ya no era posible ver, al menos no de manera legal. Por supuesto, muchas de ellas ya habían sido liberadas o arrebatadas, sin autorización de sus realizadores y productores, por una comunidad cinéfila global que, apenas puede, piratea las películas y las distribuye por varios circuitos virtuales. En estas jornadas de pandemia y confinamiento muchos de los piratitas que, en situaciones normales, consumimos películas en casa de ese modo pecaminoso, y muchas veces censurado por ese dictum un poco rancio que establece que el lugar para ver cine es la sala de cine, que hay que ver cine donde se debe, empezamos a sentirnos de algún modo legalizados, aceptados, menos culpables de transgredir una y otra vez las leyes del copyright y las más severas que prescriben dónde y cómo debe verse cine.

Entre las películas liberadas hay una que es algo así como la estrella de estas jornadas de confinamiento: la ya mencionada La Flor. No es una estrella porque sea la más larga de todas, por la excentricidad de su duración, sino porque, de manera más vehemente que otros realizadores, Llinás siempre sostuvo que su aspiración era que su película completa pudiera verse solamente en una sala de cine, sustraerla de cualquier espacio que no fuera ese.

Desde que la película se dio a conocer en la edición del año 2018 del BAFICI, Llinás una y otra vez manifestó que no quería que ni la televisión ni otros dispositivos de visionado de materiales audiovisuales (por ejemplo: la pantalla de un celular o de una computadora) domesticaran su película, la volvieran un producto de consumo hogareño. Si alguien quería ver la película, incluso críticos y periodistas, debía ir al cine. Llinás ambicionaba que el espectador se esforzara para acceder a su película. Esa ambición era, por supuesto, parte de su proyecto, que no se agotaba meramente en la realización de una película de catorce horas sino en disponer de las condiciones para que su visionado en una sala de cine, en tres días, se constituyera en un ritual, en una suerte de fugaz experiencia comunitaria, en una aventura de poco menos de 72 horas. La modalidad de exhibición de La Flor siempre fue, al menos en la Argentina, la expresión del testarudo anhelo de sacar al espectador de su comodidad, de su letargo; también, de arrebatarle algo de su poder (por ejemplo, el de dosificar a su gusto la visión de una película o de una serie).  A dos años de la presentación de La Flor en el BAFICI, El Pampero Cine, que además de Llinás conforman Agustín Mendilaharzu, Laura Citarella y Alejo Moguillansky, seguía insistiendo en esa modalidad restringida de circulación y tenía planeada una proyección en el espacio cultural Planta, ubicado en el barrio porteño de Parque Patricios, en marzo y abril de este año. Se trata, por supuesto, de una batalla pacífica contra la accesibilidad cada vez menos obstaculizada a la producción audiovisual que, entre otras consecuencias, diferencia tajantemente la experiencia de la cinefilia en la contemporaneidad con respecto a la practicada antes de la aparición de Internet. (Hubo, es cierto, una edición acotada en Blu-ray de La Flor, pero esa edición, que yo sepa, no se ofreció a la venta en la Argentina, aunque su ripeo ilegal sí llegó contrabandeado a estas tierras; pero esas vicisitudes del acceso a La Flor no me interesan acá: no son parte de la historia o, mejor dicho, del cuentito que intento reconstruir).

A propósito de esa cuestión –vale decir, la de la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad–, en el programa de mano que, allá por la primavera del año 2018, se entregó a quienes fuimos a ver La Flor a la sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires, se reproducían las siguientes afirmaciones de Llinás, que se publicaron también en el diario Página/12:

¿Qué hacer […] con estas catorce horas enciclopédicas en tiempos en que la proyección cinematográfica parece obligada a reducirse a su mínima expresión, en un mero oropel obsoleto que precede al momento fatal en el que las mercancías cinematográficas encuentran su destino en las pequeñas pantallas táctiles de los teléfonos o en las codificaciones líquidas del streaming? ¿Qué hacer frente a tanta tristeza? Acaso nos quede, como única salida, aquello que mejor nos sale: la elegante desobediencia. Convertir a nuestra Flor en un objeto díscolo, que se niegue a ser un divertimento de living o un electrodoméstico, que rechace la imperiosa exigencia de ser una cosa que esté siempre disponible para combatir el aburrimiento de los adormecidos y los cómodos.

No fue esa la primera ni la última vez que Llinás se refirió a la situación actual del cine como una de “tristeza” o de “catástrofe”, y que identificó a los causantes de ella en, por caso, Netflix, el streaming o las redes sociales, y a su cine como un intento de hacer algo disruptivo en ese contexto para él desasosegante. En un reportaje con el periodista Pedro Garay que se publicó en el diario El Día, de La Plata, Llinás aseguró:

El cine ya no es lo que fue en sus primeros cien años de vida; no lo es para nadie, como si de repente el cine fuera Pompeya y hubiera hecho erupción el volcán y todo el mundo hubiera salido corriendo. ¿Quién es ese volcán? ¿Las redes sociales? ¿Netflix? ¿Los teléfonos celulares? ¿Todo eso junto? Quién sabe. En cualquier caso, creo que La Flor es un film que lamenta esa catástrofe e intenta ver qué se puede hacer con los restos que han quedado después de la evacuación.

Así las cosas, muy poco después de que el gobierno decretara el “aislamiento social preventivo y obligatorio” (ASPO), la cuenta de Twitter de El Pampero Cine anunció, con un colorido cartel, que “durante el tiempo que duren las medidas de confinamiento” se pondría “a disposición pública y gratuita la otrora inaccesible La Flor”. La liberación de esta película “inaccesible” tuvo al principio sus tropiezos. Finalmente no fue YouTube la plataforma en la que se difundió, como sí ocurrió con otras películas liberadas por El Pampero, y a donde se subió y luego se debió bajar, por cuestiones de derechos de exhibición, una primera entrega de La Flor, sino la más secreta o desconocida Kabinett. El jueves 2 de abril la película completa, en siete partes, estaba subida ya a esa plataforma. “Esto es todo, amigos”, anunció ese mismo jueves un tuit de El Pampero Cine (aunque, previsiblemente, eso no fue todo: mientras termino de redactar estas líneas, otro tuit anuncia, enigmáticamente, que “El Pampero Cine propone –en atención a las presentes circunstancias– un final alternativo para la séptima entrega de La Flor”).

Fue necesario entonces que se cerraran todas las salas de cine, que ya no hubiera cine en la Argentina, y en casi todo el mundo, para que sus realizadores y productores consideraran que La Flor podía llegar al ámbito doméstico y, ahora sí, pudiéramos verla, por ejemplo, en la pantalla modesta de nuestro celular en algún recoveco incómodo de nuestra casa. La domesticación de La Flor ocurrió cuando los espectadores nos vimos conminados a lo doméstico, a permanecer asilados y aislados en nuestros hogares y a no poder, por más que quisiéramos, por más que insistiéramos, ir al cine. El “momento fatal” de la captura de La Flor por “las codificaciones líquidas del streaming”, para decirlo con palabras de Llinás, coincidió así, dramáticamente, con un momento funesto de la historia, con una catástrofe que no es solo la del cine.

Acaso el arribo de La Flor a nuestros hogares nos permita olvidarnos y hasta padecer un poco menos, siquiera durante catorce horas, los efectos ruinosos de la erupción de ese volcán invisible que es esta pandemia de coronavirus. En todo esto se aloja además una paradoja más o menos prístina: los enemigos supuestos del cine –las redes sociales o el streaming, por nombrar dos– son ahora los que, en estos días extraños, en estos días sin nada de cine, les permiten a las películas –a La Flor y a muchas otras– mantenerse vivas o sobrevivir y también, a los espectadores confinados, fugarse en alguna medida de su encierro, respirar otros aires.

Buenos Aires, viernes 3 de abril de 2020

Reflejos y refracciones de la masculinidad: entrevista con Nicolás Suárez

Por: Estudiantes del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, a cargo de Julia Kratje

Imagen: Imagen promocional ofrecida por la producción de la película.

En el cine, las imágenes y los sonidos participan de la producción de significaciones ligadas al género, a las sexualidades y a los afectos, puesto que las miradas y las voces son dimensiones materiales que inscriben al sujeto en el discurso, donde se reorganizan vínculos y posiciones tanto subjetivas como sociales. En el seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, dictado por Julia Kratje para la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Mónica Szurmuk y Gonzalo Aguilar dentro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín, el lunes 24 de junio de 2019 se proyectó el film Hijos nuestros (2015) de Nicolás Suárez y Juan Fernández Gebauer, seguido de una conversación con uno de los directores.


Muchas gracias, Nicolás, por haber venido. Podríamos empezar por el principio: hablemos del título. Hijos nuestros contiene una metáfora de la paternidad y una remisión a la canción de hinchada con su retórica del aguante. Tal como lo indica Pablo Alabarces en su libro Héroes, machos y patriotas: El fútbol entre la violencia y los medios (2014), la lógica futbolera es un vocabulario cerradamente masculino: se trataría, pues, de pensar el aguante como un sistema moral vinculado a las culturas populares.

Sí, de hecho, el título surgió de manera bastante tardía, cuando estábamos terminando la edición. Sabíamos que el fútbol, obviamente, iba a ser muy importante en la película, pero a eso se le fue añadiendo la cuestión de lo religioso, esa especie de paralelismo entre el fanatismo religioso y el fanatismo por el fútbol. A Juan (Fernández Gebauer) y a mí, la frase “hijos nuestros” –que puede tener una conexión con el padrenuestro– nos empezó dar vueltas. A la vez, implica una idea de paternidad que siempre me llamó la atención, por la cual decirle a otro que es tu hijo representa un insulto o una ofensa. Entonces, nos pareció que el título cerraba bien para hablar del personaje principal, que podría ser como un padre sustituto, aunque finalmente nunca pueda ejercer esa función.

Las figuras del hincha y del crack están codificadas social y mediáticamente, y también desde lo cinematográfico; si se hace un repaso histórico, hay varios títulos que se basan en estos personajes del mundo futbolero: Los tres berretines (Enrique Susini, 1933), Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948), El hincha (Manuel Romero, 1957) y El crack (José Antonio Martínez Suárez, 1960). ¿Cómo pensaron la forma de retratar al protagonista?

Dentro de esa serie que se podría armar en torno al fútbol en el cine argentino, me parece que El crack es el primer film en desarrollar una visión crítica o, al menos, más pesimista del fenómeno, ya que no se limita a la exaltación de lo popular. Algo que nos pasó a medida que íbamos presentando el proyecto en distintos espacios es que mucha gente nos decía que las películas de fútbol fracasan: el fútbol ya es una ficción y, por eso, no es fácil estar a su altura.

Incluso, después de cada fecha del torneo, los clips que se hacen para resumir lo que pasa en cada partido elaboran ficciones que, a veces, duran más que un cortometraje. En efecto, todo lo que rodea la cultura futbolística, aun los chistes y los rumores, parecería tramar una telenovela para satisfacer cierto deseo (especialmente masculino) de ficción, ¿no? En cambio, Hijos nuestros no apela al relato triunfalista, ni tampoco al costumbrismo asociado al deporte. En este sentido, en el film la masculinidad hegemónica fracasa. El final transmite frustración, nostalgia, enojo. Asimismo, tuvimos la oportunidad de ver tu cortometraje Centauro (2016), que también intenta establecer un vínculo entre masculinidad y defensa del honor.

Me siento a gusto con lo que dicen, porque varias personas del mundo del cine no encontraban similitudes entre ambos films.

Hay un paralelismo bastante claro en cuanto a la observación de cierto tipo de varón, que además puede ser interpretado desde lo popular: Centauro representa al gaucho histórico como institución de la identidad nacional, pero además la expresión del duelo es una expresión popular.

Sí, totalmente. En algún sentido, los dos films se pueden pensar en torno al deporte (si acaso se puede llamar deporte a la doma).

¿Cómo surge la idea de conjugar la figura mítica del centauro, que aparece cuando el personaje se sube al caballo, con la del gaucho?

Me interesaba pensar cómo sería esa idea mitológica que, en el corto, no se concreta del todo porque el mito no termina de armarse. La génesis del film consistió en ir uniendo cosas. Por un lado, me habían contado una historia, más o menos parecida a la del film, acerca de un domador que quería vengarse de un caballo. Cuando le cuento el guion a Agustín, el protagonista, me dijo que conocía esa historia y me trajo un mini-DVD con las domas de ese hombre. Por otro lado, yo venía leyendo literatura sobre la gauchesca del siglo XIX para una investigación.

Entre las referencias también aparece Rubén Darío.

Sí. Hay un poema larguísimo que Darío escribe en 1910 por el bicentenario, que publicó La Nación, que venía bien para cerrar el corto, y a la vez abrir.

Otra de las cuestiones que se podrían pensar como puntos en común entre ambos films es la animalidad: está presente en Hijos nuestros, no solo como golosina ligada a los consumos de la infancia (el protagonista come compulsivamente “Palitos de la selva”), sino como denominación de los hinchas (gallina para River, cuervo para San Lorenzo, torito de Mataderos para Nueva Chicago, gallo para Morón, lobo para Gimnasia y Esgrima de La Plata, etc.). Por otra parte, llama la atención la construcción de la figura del taxista, más que por el personaje, por su relación con el entorno, como si el taxi fuese una especie de ser vivo. Hay escenas en las que el protagonista baja del taxi y, sin embargo, la cámara sigue grabando desde adentro del vehículo, como si lo estuviera observando. La intimidad del taxi es bastante border, por cierto. Y la intimidad en el interior de su casa tiene también un tono oscuro, logrado por medio del sonido y de la iluminación.

La película conecta especialmente con quienes conocen la cultura del fútbol, pero en verdad le pueda interesar a cualquiera, porque la soledad del protagonista en la gran ciudad va más allá del deporte puntual. Con respecto al sonido, nosotros tratamos de pensar en las respiraciones: cómo se escucha la respiración cuando él está solo, lo que se suma a la condición física del personaje, a quien hasta parece costarle respirar.

Hay un trabajo minucioso alrededor de la filmación de los espejos retrovisores.

El trabajo con los espejos fue un problema, porque éramos ocho personas viajando adentro del baúl del auto. El espejo delata todo. El sentido de sostener este capricho, un poco irracionalmente, fue aprovechar la verosimilitud de lo que pasa en el auto a partir de las imágenes duplicadas.

En el final, el argumento de la película decide cortar la relación que se estaba construyendo entre los personajes. Se trata de una resolución que muestra al protagonista nuevamente solo.

El film no tiene, es cierto, un happy ending: sabíamos que no podía terminar bien (porque, si terminaba bien, caíamos en esas otras películas que antes mencionaron). De hecho, para mí la película termina mal, porque no se sugiere que el personaje que interpreta Carlos Portaluppi salga a correr, se recupere y baje de peso. La escena del final está filmada a gran distancia (unos 300 metros) con una lente que achata la imagen; entonces, él corre hacia delante, pero mediante un zoom out se genera la sensación de que nunca logra avanzar.

Desde otra lectura, el final podría parecer naíf si se imaginara que él finalmente adopta una rutina saludable para cambiar su vida (la película, hasta que pasan todos los créditos, termina con el sonido de pajaritos amigables al aire libre, que podrían remitir a algo esperanzador). A la vez que trae algún recuerdo del desenlace paródico de Esperando la carroza.

Supongo que cada uno lo leerá como quiera. Para mí, es claro que no va a haber un resultado positivo; otros me dijeron que, cuando él abría la persiana, pensaron que se iría a suicidar.

La actuación y la dirección de actores, en Centauro, es muy diferente a la de Hijos nuestros y, a la vez, en el corto el estilo absolutamente naturalista (en el buen sentido de la palabra) del jinete contrasta muchísimo con la teatralidad de Walter Jakob.

Sí, porque quería que hubiera alguien que acompañara al actor no profesional (como es el caso de Valentín, el adolescente de Hijos nuestros, o de Agustín en Centauro) transmitiéndole confianza. Es verdad que, ya desde el texto, el cortometraje tiene una búsqueda más artificial, porque nunca puede ser natural poner a alguien recitando o mirando a la cámara, y además no hay una apuesta psicológica como en la otra película, porque me interesaba que fuese más payasesco.

¿Cómo trabajaron la integración del fútbol al espacio urbano que la película, así como lo hace el taxista, va recorriendo por diferentes barrios de Buenos Aires?

Originalmente, el personaje iba a ser de Vélez. No queríamos que fuera de Boca o de River, ni tampoco de un equipo menor (para que el personaje no generara compasión). San Lorenzo tiene toda una historia con respecto a la identidad barrial: se llama San Lorenzo de Almagro, pero tenía la cancha en Boedo y ahora está en el Bajo Flores. Hubo varias casualidades que nos llevaron a San Lorenzo. Para filmar la escena de la iglesia, habíamos averiguado en un montón de otras iglesias que se negaban a dejarnos filmarlas, hasta que una aceptó; después nos dimos cuenta de que esa iglesia, la única que nos dijo que sí, fue donde se creó el club de San Lorenzo (hay una película sobre esta fundación que se llama El cura Lorenzo).

HijosNuestros imagen 2

El protagonista, con toda su masculinidad a cuestas, no puede expresar sus emociones de una forma que no sea recurriendo a una metáfora de fútbol, por ejemplo, cuando dice: “con uno menos” (frase que pertenece a un poema de Fabián Casas: otro fanático de San Lorenzo). Por el contrario, es muy contrastante el personaje que interpreta Ana Katz: ¿Cómo surgieron las características de cada uno, construidos casi al borde de lo estereotipado (ella es una madre, ama de casa, medio mística por momentos, que se las rebusca vendiendo viandas)?

A lo largo de las distintas versiones del guion, el protagonista estaba definido, así como el personaje del adolescente. En cambio, el de Ana estaba flojo; luego de hablar con ella, fuimos reescribiendo, hablando sobre el guion, haciendo pasadas de lectura en voz alta.

Si centramos la atención en la construcción del personaje de Hugo, vemos que recibe una complejidad mayor; a ella la vemos siempre en relación con posiciones más esquemáticas.

Sí, claramente el protagonista es él y la película está un 50% del tiempo con la cámara pegada a su cara.

Sin embargo, ella logra hasta cierto punto correrse del estereotipo de la mujer sola.

Sí, es ella quien lo invita a salir…

En todo caso, es ella quien genera el rodeo para que eso suceda: “me gusta ir al cine”, dice como al pasar. Acto seguido, él le propone ir al cine.

Claro, es ella quien avanza. Es difícil manejar los estereotipos, porque si uno toma distancia y, a la vez, se mueve en el terreno de lo verosímil, inevitablemente se puede caer en esos lugares. Para construir el personaje de Ana nos inspiramos en Riff-Raff (1991) de Ken Loach.

Es interesante que, cada vez que él quiere acercarse a ella, lo hace satisfaciendo el deseo de consumo del hijo al regalarle objetos de marca: la remera Lacoste, los botines Nike, el Gatorade. Es a través de esa operación que el personaje de Hugo procesa, tal vez, sus propias frustraciones: todo el tiempo ve en el pibe lo que él no pudo ser, como ese afán de tantos padres que van a ver jugar a los chicos y despliegan una performance patética de violencia, exasperación, gritos, agresión, llantos, ira.

Cuando fuimos a grabar a San Lorenzo eso se ve y es tremendo: familias enteras que arman su vida alrededor de un chico de trece años que tiene un 99% de chances de no llegar a ser futbolista profesional.

¿Y con respecto a la música tan ecléctica que él escucha? El personaje no queda fijado a ningún gusto musical, como se muestra en la secuencia en la que él va caminando por la vereda y de los negocios emanan diferentes géneros y estilos musicales, como si fuese un zapping pasivo que se escucha solo por el hecho de estar de paso.

En general, uno tiene la idea de que cuanto más uniforme sea un objeto mejor es, porque es más bello, pero la verdad es que hicimos lo que sentimos que la película nos pedía. Para mí, el protagonista no tiene ningún gusto musical, sino que prende la radio y escucha lo que venga, como si fuera un ruido que lo acompaña, como el ruido de los autos.

Para terminar, ¿tuviste alguna inspiración literaria para trazar las figuras del taxista y del futbolista?

Además del poema de Casas, en algún momento coqueteamos con la idea de poner un epígrafe de La cabeza de Goliath (1957) de Ezequiel Martínez Estrada, que habla sobre el fútbol, pero la cita es tan buena que hubiese sido como anular la película, porque básicamente la explicaba en seis renglones.

 

Cambio de ángulo: Ricardo Piglia y la literatura mundial

Por: Alejandro Virué

Imagen: Letralia

En este artículo, escrito en el marco del seminario «Literatura mundial: Latinoamérica y la cuestión de los universales», dictado por Mónica Szurmuk, Alejandro Virué parte de algunas ideas sobre la relación entre las literaturas de los países periféricos y las de los centrales que aparecen en Los diarios de Emilio Renzi para analizar la obra de Ricardo Piglia desde la perspectiva de la literatura mundial. El ensayo, además de rastrear las opiniones del tema en escritores latinoamericanos anteriores, como Alfonso Reyes, Manuel Gutiérrez Nájera y Jorge Luis Borges, indaga en la posición privilegiada que Piglia le atribuye a su generación, reconstruye las tesis de Piglia sobre el cosmopolitismo de la tradición literaria argentina y su puesta en práctica en El camino de Ida, la última novela del escritor.


En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia escribe, en una entrada de 1968: “estamos nosotros en situación de romper la exterioridad que nos define desde el principio. Ya no miramos a las otras literaturas o a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros” (Piglia, 2016: 68). Unas páginas más adelante, refuerza esta idea: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”.

Reflexiones similares se encuentran de manera recurrente a lo largo del libro. Si bien está claro el énfasis subjetivo de las afirmaciones, que postulan una posición de escritor más que un estado de cosas, no sería ilegítimo preguntarse por el asidero material de esta igualdad de oportunidades en el universo de las letras que el joven escritor argentino supone que ha adquirido su generación. Una de las formas posibles de responder es a partir de las investigaciones en el campo de la literatura mundial. Más allá de las diferencias conceptuales de los planteos de Franco Moretti y Pascale Casanova, ambos coinciden en la radical asimetría entre los escritores de las metrópolis y los periféricos para integrar el universo de la literatura, esto es, para ser publicados, leídos, y estudiados en las universidades.

Más relevante aún es que el mismo Piglia, en obras posteriores a este ingreso pero, también, en otras partes del diario, pone en cuestión esas afirmaciones, haciendo hincapié en las dificultades materiales que se le presentan a quien quiera dedicarse a la literatura en un país periférico como la Argentina, o teorizando respecto de lo que significa, en términos estéticos, escribir desde el margen.

A todo esto hay que sumarle que discursos análogos al que postula Piglia en esas páginas han sido enarbolados muchísimo antes por más de un escritor latinoamericano. Ya en el año 1936, en sus “Notas sobre la inteligencia americana”, Alfonso Reyes sostiene que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, les da a los escritores latinoamericanos “derecho a la ciudadanía universal” y el ingreso a “la mayoría de edad” (Reyes, A.: 12). Y aún antes, como demuestra la lectura del modernismo que Mariano Siskind propone en Deseos cosmopolitas, Manuel Gutierrez Nájera, para citar un solo caso, postula “un espacio literario-mundial de jerarquías flexibles, donde los escritores españoles se inspiran en los autores estadounidenses y sudamericanos” (Siskind, 2016: 195).

Todos estos matices nos llevan a preguntarnos por las condiciones de posibilidad de las citas de Piglia a las que aludí al comienzo. ¿Qué es lo que le permite sostener que su generación es la primera en concebirse como contemporánea de sus pares de las metrópolis? ¿Qué tiene en común, y qué de distinto, con las proclamas de sus predecesores? ¿Cómo se concilia con el reconocimiento permanente –y, en muchos casos, la reivindicación– de la posición marginal desde la que escribe?

Con esas preguntas en mente, analizaré en lo que sigue algunas de las obras del escritor[1] que considero más relevantes desde la perspectiva de la literatura mundial.

 

1. Llegar a ser contemporáneos

El problema de la “exterioridad” de la literatura argentina, como lo llama Piglia, es una cuestión de larga data en la cultura latinoamericana. Está asociado, a su vez, a aquel más general sobre la posición de Latinoamérica en el mundo, es decir, las condiciones de inserción de estas novísimas repúblicas en el mercado internacional.

En el ingreso[2] del 16 de enero de 1969 de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Piglia lo presenta de una manera que, más allá de lo esquemática, lo resume perfectamente:

Se trata de la condición extra-local de esa cultura, que siempre es comparada con otra, y también de su asincronía con el presente. Una cultura que está lejos de sus contemporáneos (por eso se dice que está ‘atrasada’), a destiempo y en otro lugar. Eso es lo que los historiadores llaman ‘sociedad subdesarrollada’, ‘dependiente’ o ‘semicolonial’. Se define en relación con otra que aparece como más desarrollada y más actual (Piglia, 2016: 110).

Estas dos condiciones que definirían la marginalidad de la cultura latinoamericana en general y la argentina en particular –la  exterioridad para juzgarse a sí misma, mediante la comparación con otras culturas que se consideran más avanzadas, y el carácter anacrónico de sus producciones, atadas a la aparición tardía de la nación en el mundo– pueden rastrearse en las más diversas generaciones de escritores tanto del siglo XIX como del XX. No me detendré demasiado en este punto, pero quiero citar dos ejemplos que funcionan como casos de la descripción de Piglia.

En Recuerdos de provincia, en el semblante de uno de los personajes clave de los que Sarmiento incluye en su genealogía familiar, el sanjuanino escribe:

Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. […] Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo preferiría oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados (Sarmiento, 1995: 162/163)

Más de un siglo después, en el prefacio de su monumental Autobiografía, Victoria Ocampo afirma: “La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía.” (Ocampo, 1981: 10). Y unas páginas más adelante, luego de explicar el rol que sus antepasados cumplieron en las luchas por la emancipación argentina y, posteriormente, en la búsqueda de posicionamiento internacional del país, concluye:

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (…) yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas.  Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar (Ocampo, 1981: 14/15).

En ambos casos, a pesar de la distancia temporal, se observa la misma valoración de la Argentina como país en vías de formación y de una posición lateral respecto del mundo, metonimia de los países centrales de Europa. Pero entre las citas de Sarmiento y Victoria Ocampo, como es de esperar, hay también una diferencia notable: mientras que el primero se limita a señalar que las tradiciones incomparables de Argentina y los países del viejo mundo justifican insistir con ideas de estos a tomar en cuenta las de una inteligencia aún no “desenvuelta”, Ocampo tematiza una negociación, que más allá del éxito que pueda haber tenido, implica un deseo de reconocimiento de la cultura argentina en el mundo. En ambos casos se recurre al mundo para saldar un vacío de pensamiento local (Sarmiento) o lograr una renovación (a eso se refiere Ocampo con “traer otros veleros, otras armas”), pero en el  segundo se plantea explícitamente un objetivo estratégico: la “conquista” de una posición reconocible en ese entramado. El recurso a las fuentes del mundo para integrarse exitosamente a él.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entre los años 1968 y 1969, a juzgar por algunas de las entradas de su diario, Ricardo Piglia sostiene que su generación ha logrado romper con la auto-representación inferior y extemporánea con la que se concebían sus antecesores. En primer lugar, hay que destacar que en todas las menciones del tema enfatiza, tanto en el caso de los escritores anteriores a él como en el de los de su generación, que el asunto no refiere a relaciones objetivas entre culturas de diferentes países sino a una configuración subjetiva: “ya no miramos”, “ahora pensamos”, “cortamos con la sensación”, son las frases que utiliza para señalar la novedad de esa nueva autoconciencia literaria argentina que él y sus coetáneos encarnarían. Lo que ha cambiado, entonces, es el punto de vista o, si se prefiere, el criterio de valoración.

Un segundo rasgo en común entre los distintos ingresos es que el corte entre esta nueva imagen de sí y la de las generaciones anteriores pareciera ser total. Piglia no hace excepciones al respecto: el sentimiento de inferioridad respecto a la literatura extranjera incluye a todos los representantes de la literatura argentina que lo anteceden –aunque, como veremos más adelante, habrá una figura que funcionará de mediadora entre ellos y él–: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”; “nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras”; “logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

No hay, en cambio, una caracterización común en las entradas en cuestión respecto de la dimensión de la actividad literaria en la que se manifestaría, concretamente, ese cambio. Por momentos, parecería centrarse en las prácticas de lectura –“Leemos de igual a igual, eso es lo nuevo”– pero en otras partes lo presenta como una pertenencia común a una corriente estética –“hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o Thomas Pynchon”– o al grado de calidad de las obras –“Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura”–.

1.i.Una sensación que se repite

Más allá de la convicción con la que Piglia plantea lo inédito de esta autopercepción, existe en el corpus literario latinoamericano más de un ejemplo que da cuenta de una imagen no tan lejana a la que describe el argentino en sus diarios.

En septiembre del año 1936, Alfonso Reyes publica en la revista Sur un texto titulado “Notas sobre la inteligencia americana”, que expondrá ese mismo mes en el marco de la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual realizada en Buenos Aires. El problema que recorre su intervención es el lugar que América Latina ocupa en el escenario internacional y las relaciones entre las culturas latinoamericana y europea. Que Reyes elija la palabra “inteligencia” es un primer anuncio, que rápidamente explicitará en su texto, de lo que considera el “matiz latinoamericano”: no se trata de una civilización ni de una cultura, conceptos que suponen una tradición y una historia, sino de una capacidad: “su visión de la vida y su acción en la vida”.

De las distintas caracterizaciones que Reyes hace de esta inteligencia –que incluyen un ritmo histórico propio, ligado a la audacia y a la precipitación, una serie de disyuntivas históricas que se remontan a los inicios de la conquista (aristocracia indiana/ “recién llegados”; hispanistas/ americanistas; conservadores/ liberales), una profesionalización menor del escritor respecto de Europa– me interesan especialmente dos aspectos: la condición “naturalmente internacionalista” y el cambio en la autopercepción del hombre de letras latinoamericano que, según el mexicano, se estaría dando en su generación.

Reyes explica el internacionalismo latinoamericano más como el efecto de una necesidad que de una decisión: la imposibilidad de recurrir a una tradición institucional y a una cultura letrada propia ha obligado a los latinoamericanos “a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos”. Esto desembocaría en una mentalidad flexible, capaz de “manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia”.

Sin embargo, esa configuración cosmopolita de la inteligencia latinoamericana estuvo acompañada de un sentimiento de inferioridad, atado a la triple condición de ser americanos, latinos e hispanos. En la nota número 7, Reyes llama a esta percepción “tristeza hereditaria”, y juzga que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, no sólo la rectifica sino que les da “derecho a la ciudadanía universal”.

Unos años después, retomará estas tesis para postular la “Posición de América”. Allí juzgará dicho universalismo como un “inesperado efecto benéfico de la formación colonial”, que habilitará a América Latina a reivindicar como patrimonio propio “toda la herencia cultural del mundo”. Reyes invertirá, de este modo, la valoración de la condición marginal americana: lo que sus predecesores juzgaban como el “gran pecado original”  (Reyes, 1936: 10) de haber nacido “en un suelo que no era el foco de la civilización, sino una sucursal del mundo”, será reivindicado como la posibilidad de estar familiarizado y poder utilizar en su favor aspectos de todas las culturas del globo.

Estas intervenciones de Reyes, además de tener el mérito de adelantar algunas de las tesis que Borges, en 1951, canonizará en el maravilloso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, muestran que la sensación de inferioridad de los escritores latinoamericanos ya había sido disputada mucho antes de Piglia. El gesto de Reyes, además, es similar al del argentino: para señalar la particularidad de su generación remite a sus antecesores, con los que se compara y a los que les atribuye una “tristeza hereditaria” que él y sus colegas estarían empezando a deconstruir.

Pero este posicionamiento alternativo respecto de la literatura mundial tiene ejemplos aún anteriores a Alfonso Reyes. En esa clave lee Mariano Siskind el discurso universalista del modernismo hispanoamericano[3], al que diferencia del que pudieron haber encarnado los románticos rioplatenses, como Echeverría. Mientras que estos apelaron a literaturas extranjeras como “totalidades nacionales” y radicalmente otras respecto de la propia, “el discurso literario mundial del modernismo (…) considera a las obras y a los autores extranjeros –en un clásico gesto cosmopolita– como parientes queridos, almas gemelas, cuyos nombres convocan la presencia fantasmática de un mundo que incluiría a América Latina” (Siskind, 2016: 153/154). En el tercer capítulo de su libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Siskind rastrea este discurso en textos de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Pedro Emilio Coll, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano. Me detendré brevemente en el análisis del mexicano Gutiérrez Nájera, ya que allí se puede ver de manera contundente un concepto de mundo que niega la ubicación externa de América Latina. En su ensayo de 1881  “Literatura propia y literatura nacional”, el mexicano relega el adjetivo “nacional” a un mero accidente geográfico, negándole el carácter cualitativo que le atribuía el romanticismo. Reconoce que en otros momentos históricos, en los que la comunicación y los traslados entre regiones distantes eran más acotados, el lugar de origen tenía inevitablemente una función estética, pero juzga ese estado de cosas superado. Más allá de que las obras que menciona de manera explícita no involucran a ningún americano[4], al incluirlas a todas dentro del “fondo común de la literatura” realiza un gesto subversivo: el de expropiarlas de sus naciones de origen y situarlas, de manera equivalente, en un entramado mundial  en el que perfectamente podrían incorporarse creaciones latinoamericanas. Esto se vuelve patente en el otro texto que analiza Siskind, “El cruzamiento de la literatura”, de 1894. Allí, Gutiérrez Nájera estudia el presente de la literatura española, en el que nota una clara superioridad de los novelistas por sobre los poetas, que explica con la proliferación de traducciones de grandes novelistas extranjeros: “El renacimiento de la novela en España ha coincidido y debía coincidir con la abundancia de traducciones publicadas”. Pero lo más interesante es que en sus especulaciones sobre la relación entre importación/exportación literaria, el mexicano sostiene que “mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y sudamericana etc., importe la literatura española, más producirá, y de más ricos y cuantiosos productos será su exportación”. Como se ve, la desterritorialización de la literatura que propone Gutiérrez Nájera es de una radicalidad tal que le permite incluir a la prosa y poesía sudamericanas como una fuente de inspiración igual de importante que las francesas o inglesas.

La pregunta inevitable que debe hacérsele a esta intervención, quizás demasiado optimista, pero también a la de Reyes e, incluso, a la de Piglia, es acerca del correlato material de este mundo transversal de influencias múltiples que postulan. Como señala Siskind después de su análisis de Gutiérrez Nájera, “este no es un mundo plano y horizontal de intercambios parejos: Zola no leía a José Mármol ni Huysmans leía a Darío (por mucho que este lo deseara)” (Siskind, 2016: 195), y agrego, a pesar de las diferencias abismales de circulación de la literatura latinoamericana entre la época del modernismo y la de Piglia, que probablemente tampoco Thomas Pynchon haya leído al autor de Plata quemada –aunque sí sabemos que leyó a Borges–.

Para Siskind, de hecho, la oposición entre las condiciones materiales de enunciación y el discurso universalista de los modernistas es fundamental para comprender su especificidad, que  califica de “universalismo” o “cosmopolitismo marginal”[5]. De allí la expresión que da título al libro, deseos de mundo, por cierto muy ambigua ya que podría funcionar perfectamente para describir la idea de exterioridad de la literatura latinoamericana: si se desea el mundo es porque se reconoce estar fuera de él. Es aquí donde cobra relevancia la interpretación en clave estratégica, que permite diferenciar, a su vez, las implicancias políticas del lugar de enunciación de un discurso cosmopolita. El diagnóstico de los escritores modernistas –de allí su nombre– es que la literatura latinoamericana requiere una modernización que la aleje del provincialismo reinante y su convicción es que ellos están en condiciones de hacerlo, utilizando indistintamente técnicas y temas de otras literaturas. Pero la particularidad de su discurso, como señala de manera brillante Anibal González, es que “en vez de señalar la necesidad de ser modernos, los escritores modernistas hacen su literatura desde el supuesto de que ya son modernos” (citado en Siskind, 2016: 151). Siskind llama a este procedimiento la “cancelación de la diferencia cultural”. Recurriendo a la distinción de Homi Bhabha entre diferencia cultural (que enfatiza la opacidad de cada cultura) y diversidad cultural (que, admitiendo las singularidades culturales, las coloca en una ‘equivalencia estructural’), dice:

si, ejercida desde contextos de enunciación metropolitanos, esta pax romana implícita en la idea de diversidad acerca el cosmopolitismo al imperialismo, articulada en contextos marginales marcados por la experiencia de la exclusión, la cancelación de la diferencia que está en la base del cosmopolitismo latinoamericano es una maniobra estratégica que le permite a los modernistas representarse en términos de igualdad con sus pares europeos y norteamericanos.

Me pregunto si algo de este mecanismo no opera en la mentalidad de Ricardo Piglia. Como adelanté en la introducción, hay momentos de los diarios donde la sensación de contemporaneidad con la literatura mundial de la que se jacta el argentino es puesta en crisis, al menos en lo que respecta a las condiciones de producción literarias. Ya en el primer tomo, Años de formación, en un punteo de los temas que habían circulado en una charla del jueves 10 de febrero de 1966 con David Viñas, escribe: “Charlamos un rato sobre las dificultades para ganarse la vida en Buenos Aires (…) Europa como espejo, mercado y residencia” (Piglia, 2015a: 228). Casi diez años después, en un ingreso de 1975 de Los años felices, insiste con lo mismo: “Está claro que mi proyecto fue siempre el de ser un escritor conocido que vive de sus libros. Proyecto absurdo e imposible en este país” (Piglia, 2016: 406). Hay una frustración notable en estas palabras, que reconocen un desfasaje entre el proyecto de Piglia y las posibilidades reales de que resulte exitoso en la Argentina, en contraste con la igualdad de oportunidades respecto de los escritores extranjeros con la que se concebía páginas atrás, que vuelve plausible interpretar la ruptura de la exterioridad que le atribuye Piglia a su generación como una expresión más de los deseos de mundo modernistas, que enuncian en presente un estado de cosas que, en verdad, pretenden alcanzar y que, de manera más o menos consciente, saben que aún no existe. El autor argentino pareciera haberlo llevado a un grado hiperbólico, ya que a la cancelación de la diferencia cultural pareciera agregarle la material (“Ya no miramos (…) a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros”), que es la que precisamente se ve frustrada cuando reniega de las dificultades para vivir de la literatura en el país periférico al que pertenece.

Otra similitud entre ambos discursos es su contexto de aparición, más específicamente, la posición contra la que reaccionan. En la introducción al libro que tanto he citado, Siskind enmarca el discurso cosmopolita modernista como un modo de imaginar “fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas y asfixiantes” (Siskind, 2016: 15). El caso de Sanín Cano es especialmente ilustrativo: escribe su texto más radical en defensa del cosmopolitismo, “De lo exótico” (1893), en el marco del gobierno conservador de Rafael Nuñez, en el que se vivía “un clima cultural de aislamiento y un nacionalismo acérrimo”. Allí no sólo cita a Goethe y su idea de Weltliteratur, sino que se adelanta a la posible crítica de “extranjerizante”, una forma muy común de desmerecer al universalismo cosmopolita: “No hay falta de patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y de asimilarse uno lo escandinavo”. Paralelamente, casi en la misma época en la que aparecen sus ingresos más explícitos sobre la “sincronía” de los escritores argentinos con sus contemporáneos de las metrópolis, Ricardo Piglia, en respuesta a una serie de preguntas que la revista Los libros formuló a varios escritores y estudiosos de la literatura acerca de la función de la crítica, dice:

En relación con las tendencias actuales de la crítica argentina, habría que decir que el populismo hoy de moda entre los intelectuales (…) hace de la dependencia una suerte de espejo deformado, donde en realidad lo único que se exhibe es el carácter colonizado de un pensamiento que intenta ‘ser nacional’ en el esfuerzo de mostrar su diferencia (Revista Los Libros, año 4, n° 28: 171).

 

1. II: El factor Borges

Además de los años que separan a los modernistas de Piglia, hay un hecho fundamental que diferencia el status de los deseos de unos y el otro, que el argentino utiliza para explicar el sentimiento de contemporaneidad de su generación: la obra de Jorge Luis Borges. Para introducirme en esta cuestión, citaré in extenso las dos entradas de los diarios donde Borges es mencionado como la figura de transición entre las dos autopercepciones de los escritores argentinos respecto a las literaturas centrales que Piglia presenta. La primera es de abril de 1968:

Octavio Paz se equivoca en Corriente alterna, no se trata de afirmar que nuestro arte es ‘subdesarrollado’, sino que nuestra manera de entender el arte lo es, quiero decir, un modo de ver colonial, deslumbrado por ciertos modelos. En la literatura argentina ese momento recorre la historia hasta Borges: desde el principio la literatura se sentía en falta frente a las literaturas europeas (Sarmiento lo dice precisamente y Roberto Arlt lo dice irónicamente: ‘¿Qué era mi obra, existía o no dejaba de ser uno de esos productos que aquí se aceptan a falta de algo mejor?’). Recién a partir de Macedonio y de Borges nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras. Ya estamos en el presente del arte, mientras que durante el siglo XIX, hasta muy avanzado el siglo XX, nuestra pregunta era: ‘¿Cómo estar en el presente? ¿Cómo llegar a ser contemporáneo de nuestros contemporáneos?’. Nosotros hemos resuelto ese dilema: Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura (Piglia, 2016: 27).

La segunda es de finales de 1969:

Todo el mundo periodístico en el delirio del balance de una década. Yo mismo: la ‘década del sesenta’ produjo un corte múltiple. Cambió la política de izquierda. Mucha libertad para buscar lo que cada uno quiere. La literatura argentina, con mi generación, logró –después de Borges- estar en relación directa y ser contemporánea de la literatura en cualquier otra lengua. Cortamos con la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar. Hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o a Thomas Pynchon, es decir, logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos (172-173)

A simple vista, ninguna de las citas otorga demasiada información de por qué Borges es una condición para el cambio en la subjetividad de los escritores argentinos. Simplemente se repite que se dio a partir de él y en la generación de Piglia. Se sabe que el éxito internacional en el que se convirtió Borges a partir de las apropiaciones filosóficas francesas entre 1955 y 1966 (Maurice Blanchot destaca su noción de infinito en El libro por venir, de 1959, y Foucault comienza su célebre libro Las palabras y las cosas, de 1966, citándolo), las traducciones de muchos de sus textos en Les Temps Modernes y la que en 1964 hizo Roger Caillois de Historia universal de la infamia, junto al premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1961, despertaron una atención inusitada en la literatura argentina por parte de escritores e intelectuales de los países centrales, además de asegurarle a Borges un triunfo comercial cada vez mayor. Pero este motivo no basta para explicar el rol que Piglia le atribuye a Borges, además de que confirmaría las tesis de Pascale Casanova sobre París como mediadora necesaria, en tanto capital de la “república mundial de las letras”,  entre la periferia y el resto de los países del centro, y la fuerza de su noción de “transferencia de prestigio” (Sánchez Prado, 2006: 76).

Hay dos cuestiones de la primera cita que nos advierten sobre ello: la crítica a Octavio Paz y la mención de Macedonio Fernández. Piglia dice que no es el arte latinoamericano en sí mismo lo “subdesarrollado” sino la manera de entenderlo. Traslada el problema de la exterioridad del creador al crítico –y al escritor en tanto crítico–, que juzga desde esos modelos que lo deslumbran las obras locales. Esto habría sucedido, en el caso de la literatura argentina, hasta Borges. ¿Qué lo diferenciaría, en su doble valencia de escritor y crítico, de sus antecesores? Piglia da las claves de esto en muchas de sus obras, pero considero especialmente pertinente el modo en que lo plantea en una de las entrevistas que integran Crítica y ficción. Analizando la posición de Borges como crítico, condición que resulta ambigua porque, en general, no se le reconoce del todo ese rol “a pesar de que sus textos críticos son usados y citados constantemente”, Piglia marca las diferencias entre las formas de leer del crítico y el escritor. Frente a los trabajos eruditos y especializados del primero, las lecturas del segundo se caracterizarían por la arbitrariedad y la estrategia. En su ejercicio crítico, el escritor “intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”. Piglia explica de este modo que Borges prefiera a Conrad, Stevenson, Kipling y Wells antes que a Dostoievski, Thomas Mann o Proust, que elogie una tradición “marginal” dentro de la gran tradición de la novelística europea. El argumento de Piglia es convincente:

si a Borges se lo lee desde Dostoievski, como era leído, no queda nada. Ahí aparecen todos los estereotipos sobre Borges: que su literatura no tiene alma, que en su literatura no hay personajes, que su literatura no tiene profundidad. Borges tiene que evitar ser leído desde la óptica de Thomas Mann, que es la óptica desde la cual lo leyeron y por la cual no le dieron el Premio Nobel: no escribió nunca una gran novela, no hizo nunca una gran obra en el sentido burgués de la palabra (…) Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban.

El Borges crítico utiliza la tradición europea pero de un modo indebido, reorganizándola de acuerdo a su propia valoración y en aras del interés del Borges escritor. Se desentiende de la “gran tradición europea” –al punto de no escribir novelas– y establece las condiciones de su propia valoración como escritor. Rompe con el “deslumbramiento por ciertos modelos”, que es donde Piglia, discutiendo con Paz, encuentra el “subdesarrollo” de la manera local de concebir nuestro arte. Que la estrategia, encima, haya funcionado, seguramente suma puntos, pero no es lo decisivo.

Un punto aún más contundente a favor de la idea de que la habilitación de la “sincronía” con sus contemporáneos que promovió Borges a la generación del ‘60 no se debió a su éxito internacional es el hecho de que, en esa cita, Piglia nombre también a Macedonio Fernández, quien a las claras no corrió la misma suerte que Borges. Si en la transvaloración borgeana de la tradición europea Piglia ve un gesto inédito en la literatura argentina que posibilita romper con el “complejo de inferioridad”, podemos aventurar que en la indiferencia radical respecto de su reconocimiento como escritor, en esa suerte de purismo de la creación macedoniana, encuentra un corte igual de abrupto. Piglia transmite en más de una ocasión la admiración que le produce la entrega total y desinteresada de Macedonio a su proyecto estético: “Macedonio empieza a escribir el Museo de la novela en 1904 y trabaja en el libro hasta su muerte. Durante casi cincuenta años se entierra metódicamente en una obra desmesurada”, dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario”, y lo refuerza en “Ficción y política en la literatura argentina”:

Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión.  Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra (Piglia, 2014a: 117)

Para volver a Borges y terminar de entender en qué sentido su figura es central para cortar con “la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar” y cómo, en definitiva, lo que opera es un cambio de valoración de un “mismo” estado de cosas, me detendré en un breve ensayo de Piglia: “La novela polaca”. Allí analiza el texto “El escritor argentino y la tradición”, que para el autor de Respiración artificial responde la siguiente pregunta: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o ‘polaco’)?” (Piglia, 2014b: 72).  Luego de resumir la muy conocida tesis de que la condición marginal de las literaturas de los países periféricos posibilita “un manejo propio, ‘irreverente’, de las grandes tradiciones”, una libertad con la que, según Borges, no cuentan los escritores de los países centrales, Piglia lee de manera estratégica la conclusión borgeana: “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina”.

Borges, desde los ojos de Piglia, no sólo clausuraría, unificándolas en su obra, las dos grandes tradiciones de la literatura argentina del siglo XIX –el europeísmo y el criollismo–, tesis que pone en boca de Renzi en Respiración artificial calificándolo como el “mejor escritor argentino del siglo XIX”; también clausura el complejo de inferioridad de los escritores argentinos, convirtiendo el carácter marginal, hasta entonces concebido como desventaja, en una potencia de la que el autor de El último lector se servirá en toda su obra. El recurso al “plagio” que ya defendía Sarmiento en la cita que transcribí de Recuerdos de provincia vuelve a ser reivindicado desde este prisma aunque por razones muy distintas: mientras que el sanjuanino justificaba el uso insistente de las citas extranjeras por el desenvolvimiento inacabado del pensamiento nacional –y en ese sentido, como un recurso a abandonar una vez que éste se desarrolle–, Piglia, a partir de Borges, lo defiende como uno de los mecanismos propios de la tradición argentina. Pero el creador de Emilio Renzi va más allá, puesto que asegura que estos usos de lo extranjero no son propios, únicamente, de la tradición “europeísta” a la que pertenecería Sarmiento, sino que pueden encontrarse también en el “criollismo”:

hay toda una red que cruza la lengua extranjera, la traducción, la escritura nacional (…) pero no hay que simplificar, como cierta perspectiva, digamos, nacionalista, ciertos estereotipos del revisionismo peronista, que tienden a describir rencorosamente esa tradición como si sólo perteneciera a los sectores culturalmente dominantes (Piglia, 2014a: 99)

Los dos ejemplos que menciona son la divisa punzó, símbolo que “identifica el federalismo a la gran línea popular”, cuyo nombre “es una traducción del que le ponían a la tela los importadores franceses, ponceau, de modo que el grito de las masas federales es en realidad un galicismo” y la primera edición de la segunda parte del Martín Fierro, que en su contratapa tiene una publicidad de la Librería Hernández que se jacta de tener en sus idiomas originales las últimas publicaciones de Francia e Inglaterra.

Borges, parece decir Piglia, no sólo crea mediante sus lecturas críticas un espacio de valoración para sus  producciones literarias sino también para las de los escritores por venir e, inclusive, para sus antecesores. Resignificando la fatalidad de haber nacido en una “sucursal del mundo”, como llama Reyes al territorio latinoamericano, vuelve posible a Piglia: “ahora pensamos que esa localización no nos impide establecer contactos directos con el estado presente de la cultura. Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea” (Piglia, 2016: 72).

 

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

2. El nuevo mundo, o el margen como canon

Así como la concepción de mundo de Gutiérrez Nájera le permitió imaginar influencias recíprocas entre escritores centrales y periféricos, las tesis de Piglia sobre la literatura mundial tienen una doble eficacia en su obra: por un lado, le permiten armar un canon singular, en el que la posición excéntrica respecto de la propia lengua –y, como consecuencia, de la propia nación–, tanto a nivel temático como formal, se convierten en criterio de valoración estética; por otro, lo habilitan a proyectar en su ficción un mundo en donde el margen, por una serie de operaciones narrativas, asedia al centro y pone en peligro su posición hegemónica, como sugeriré en mi lectura de El camino de Ida.

En uno de sus primeros textos críticos sobre la obra de Roberto Arlt ya aparecen las primeras reflexiones sobre el estilo excéntrico del autor de El juguete rabioso. La relación distanciada con la lengua materna se ve en dos aspectos: por un lado, en la acusación y la aceptación del propio Arlt de que “escribe mal”; por otro, en la referencia a la famosa crítica de José Bianco, que lo acusa de hablar el lunfardo con acento extranjero, algo que años después Piglia resignificará elogiosamente. A partir de su teoría de que la escritura literaria es el efecto de una lectura productiva o arbitraria, nuestro crítico dice que Arlt opera como un traductor, algo en principio polémico ya que sólo manejaba de manera fluida el español. En la medida en que su principal fuente literaria son novelas extranjeras –principalmente rusas– de dudosas traducciones españolas (“horribles”, según Bianco) que proliferaban a montones en su época, Arlt traduciría su español rioplatense al de España,  que interpreta como el código literario vigente:

No es casual que en esta apropiación degradada, las palabras lunfardas se citen entre comillas (…) las notas al pie explicando que ‘jetra’ quiere decir ‘traje’, o ‘yuta’, ‘policía secreta’, son el signo de cierta posesión. Si como señala Jakobson, el bilingüismo es una relación de poder a través de la palabra, se entienden las razones de este simulacro: ese es el único lenguaje cuya propiedad Arlt puede acreditar (Los Libros, año 4, n° 28: 27).

Piglia retomó esta idea en numerosas ocasiones, incluso la puso a prueba en su nouvelle “Nombre falso”, en la que el narrador –homónimo del autor–, un estudioso de la obra de Roberto Arlt, presenta un presunto cuento inédito de Arlt, “Luba”, que es en verdad un plagio apenas adaptado de una traducción española de “Las tinieblas», del ruso Leónidas Andreiev. A pesar de las pistas que da Piglia en la primera parte sobre la operación que está llevando a cabo, los temas y la prosa del ruso y Arlt tenían tanto en común que el crítico Aden W. Hayes, que para entonces ya había escrito Roberto Arlt: la estrategia de su ficción y, por lo tanto, manejaba su obra, la juzgó como un inédito verídico (Fornet, 2000: 17-20).

Hay otro elemento que le permite a Piglia calificar el estilo de Arlt como extrañado de la lengua materna: su vínculo con el lenguaje popular de los inmigrantes. En la célebre discusión literaria que establecen Emilio Renzi y Marconi en Respiración artificial, luego de sostener que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, Renzi propone a Arlt como el mejor del XX. La reacción de Marconi no se deja esperar. Lo acusa de escribir mal y le adjudica un rol insignificante: “(…) digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo?”, pero el desplazamiento en la respuesta de Renzi –“Era eso, justamente, un cronista del mundo” – le da pie para establecer su teoría sobre la relación entre el valor literario y la masiva inmigración que se produce en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Para Renzi, “la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras (…) es una noción tardía”, que hubiera sido inaplicable a escritores del siglo XIX de la talla de Sarmiento y Hernández y que se establece, en la Argentina, como reacción frente a la inmigración y su impacto en el lenguaje. Desde entonces, según Renzi, la literatura cumple la función ideológica de enseñar el buen uso del idioma nacional, tarea que encarna, de manera cabal, Leopoldo Lugones.  Desde esas coordenadas es que el alter ego de Piglia aceptará que Arlt escribe “mal”: contrariamente al estilo de Lugones, “dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional”, Arlt “percibe que la lengua nacional es un conglomerado”, en el que conviven en tensión tonos y registros opuestos. El trabajo sobre este material y sus lecturas de traducciones españolas (“’jamelgo’, ‘mozalbete’, sus textos están llenos de eso”) explican, como dice en “Un cadáver sobre la ciudad”, ese “extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y extrañeza con la lengua materna que es siempre la marca de un gran escritor”.

Es interesante el matiz que se lee en la última cita. Piglia parecería estar dando un paso más en la resignificación del lugar marginal –en este caso, respecto de la propia lengua– como potencia de las literaturas periféricas. El extrañamiento de la lengua nacional no sería, solamente, el criterio de valor estético de la literatura argentina sino “la marca de un gran escritor” a secas. La ventaja relativa con la que definía Borges la posición periférica de los escritores sudamericanos parecería convertirse en Piglia en un criterio universal de valoración literaria. Sobre esto se extiende en “Conversaciones en Princeton”:

Rulfo, Guimaraes Rosa pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los Estados Unidos. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es nacional (Piglia, 2014: 213)

Piglia volverá a referirse a Faulkner en una entrevista de 1995 para el Faulkner Journal, donde destaca dos rasgos del escritor estadounidense. Como Borges y Arlt, Faulkner construye su propia tradición. La frase clave en la que se basa aparece en la introducción de 1933 de The sound and the Fury: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Pero lo que nos importa es lo que dice sobre su posición excéntrica respecto a la literatura norteamericana de la época:

El lugar desde el cual Faulkner leía la cultura (el contexto afrancesado y periférico del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde afuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este (Piglia, 2014: 122)

Con argumentos muy parecidos –aunque destacando el hecho de haber nacido en países extranjeros y lejanos y haber tenido una lengua materna distinta a la de la escritura–, Piglia calificará a Joseph Conrad y W. H. Hudson como “los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX”.

 

3. La literatura mundial en la literatura de Piglia. Un caso.

Para concluir, intentaré mostrar cómo juegan este criterio de valor estético que propone el escritor argentino y el canon que establece a partir de él en su ficción. Tomaré la última novela que publicó el escritor, El camino de Ida, por dos motivos igual de elocuentes: el primero es que, como se ha dicho[6], condensa todos los temas de su ficción anterior –la mezcla de géneros, el uso de digresiones para “demorar” el desarrollo central de la trama (al punto de volver cuestionables las ideas de “digresión” y “centro”), el recurso autobiográfico, la influencia recíproca entre realidad y ficción, la trama policial–; el otro es que la distancia temporal que la separa de las entradas de los diarios que analizamos –cuarenta y cuatro años, para ser precisos– demuestra que, lejos de haber sido manifestaciones entusiastas de un escritor en ciernes, las intuiciones de Piglia sobre la literatura mundial que expuse en estas páginas se mantienen en su madurez.

El camino de Ida es la historia de un viaje real y existencial. Emilio Renzi se encuentra en un momento incierto de su vida: acaba de separarse de su segunda mujer, su actividad profesional está en una suerte de limbo –hace tanto que no publica que hay quien lo juzga muerto, los guiones que escribe no se filman y los textos que sí salen a la luz los firman otros–; sólo encuentra alguna redención en el libro que escribe sobre Hudson, empresa que tampoco prospera. En ese contexto recibe la propuesta de dar un curso en “la elitista y exclusiva Taylor University”, algo que acepta también a regañadientes y ante la insistencia de Ida Brown, su propulsora en la universidad norteamericana y quien le da nombre al libro. Hay algo fortuito en el viaje, que Piglia insiste en señalar: se da “por azar, de golpe, inesperadamente”, a raíz de que “les había fallado un profesor”. Ese mismo azar pareciera regir, también, varios de los sucesos en los que se involucra, desde convertirse en sospechoso de la muerte de Ida Brown hasta el hallazgo de las claves de esa misma muerte y su posible conexión con una serie de asesinatos a académicos que vienen cometiéndose en Estados Unidos en un libro de Joseph Conrad.

El tema de las clases de su seminario le permite a Piglia llevar a cabo lo que hizo tantas veces antes: utilizar la ficción para hacer teoría y crítica literaria. Como adelantamos, el escritor elegido es Hudson, cuya novela Allá lejos y hace tiempo tendría el doble mérito de ser “uno de los momentos más memorables de la literatura en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos luminosos de la descolorida literatura argentina”. Esta descripción debería ponernos en alerta. La novela tiene una peculiaridad que no muchas comparten: la de poder insertarse en dos cánones nacionales. Pero Renzi, que elige no adjetivar la literatura inglesa, le atribuye a la argentina la triste cualidad de “descolorida”. Si a esto le sumamos otras referencias que aparecen en la primera parte de la novela, como el primer encuentro con Ida Brown, del que dice: “Quería que diera un seminario sobre Hudson. ‘Necesito tu perspectiva’, dijo con una sonrisa cansada, como si esa perspectiva no tuviera demasiada importancia”; la escena en la que conoce a Parker, el detective amigo de su editora norteamericana, que en aras de interpelar a su ex pareja, que trabaja en la librería Labyrinth, hace pasar a Renzi por un gran amigo de Borges; o la de la cena en la casa de Don D’Amato, el chair de “Modern culture and Films Studies”, que lo lleva a decir, con una sorpresa indisimulada: “Esa noche fue muy amable conmigo, teniendo en cuenta que yo era un oscuro literato sudamericano y él un scholar de tercera generación, compañero de Lionel Trilling y Harry Levin”, podríamos incluir a Emilio Renzi entre los representantes del “complejo de inferioridad argentino” que, según dijo en su diario e intenté mostrar en este trabajo, Piglia y su generación habrían logrado superar. Pero además de que la novela, como veremos, abunda en pasajes que contrarían explícitamente esta hipótesis, hay un momento clave que nos permite interpretar en otro sentido estas alusiones.  El día de inicio del seminario sobre Hudson es el primer corte de Renzi con el estado anímico con el que inicia la novela (“perdido”, “desconectado”). Lo dice explícitamente: “me sentí liberado y feliz”. Enseguida se explaya:

y eso me pasa cada vez que inicio un curso, animado por el ambiente de tensa complicidad en el que se repite el rito inmemorial de transmitir a las nuevas generaciones los modos de leer y los saberes culturales –y los prejuicios– de la época (el énfasis es mío)

Si leemos El camino de Ida como un curso de literatura –no sólo por las reflexiones explícitas sobre historia y estilo literario en lo que se dice de Hudson y Tolstói, sino también por la implícita teoría de la traducción que plantea y el modelo de crítico como detective que, como ya lo ha hecho en obras anteriores, propone– podemos reinterpretar esa primera figuración de Renzi como la enseñanza de un prejuicio, quizás uno de los más arraigados en la literatura argentina y, por lo mismo, digno elemento a ser transmitido a las nuevas generaciones como parte de ese rito inmemorial de la enseñanza que acabamos de describir.

Como adelanté, William Henry Hudson es el tema del seminario que Renzi dicta como visiting professor y el primero del gran curso de literatura que es El camino de Ida. En la explicación de por qué elige trabajar con este autor, Piglia, en la voz de Renzi, establece el mismo criterio de valor literario que  intentamos reconstruir a lo largo del trabajo:

Me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones. Hudson encarnaba plenamente esa cuestión. Ese hijo de norteamericanos nacido en Buenos Aires en 1838 se había criado en la vehemente pampa argentina a mediados del siglo XIX y en 1874 se había ido por fin a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, en 1922. Un hombre escindido, con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor.

La relación de distancia y extrañeza con la lengua que antes, refiriéndose a Arlt, planteaba como “la marca de un gran escritor”, apenas se redefine aquí de una manera más general: la del hombre escindido, que elige como tema de su literatura la pampa argentina pero escribe en inglés y desde Inglaterra. La escisión de la que habla Piglia pareciera haberla insinuado, con otras palabras, el propio Hudson  cuando relata el estado afiebrado en el que escribió Allá lejos y hace tiempo. A diferencia de la memoria involuntaria de Proust, en la que un objeto del presente trae, de manera súbita e inesperada, sucesos del pasado, Piglia le atribuye a Hudson algo más cercano a la experiencia del trance: “una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y pudiera ver con claridad los días que había vivido”. Un cuerpo situado en Inglaterra como mero objeto y  simultáneamente un cuerpo que, en tanto sujeto, actualiza las vivencias de la infancia. Piglia deriva de esta escisión una posición ideológica –la elección de un mundo pastoril y pre-capitalista como una opción frente a la Inglaterra posterior a la revolución industrial– y también un estilo muy particular: “Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata”.

El elogio de Tolstói que aparece en el segundo capítulo, ya no en boca de Renzi sino de su vecina, la rusa Nina Andropova, obedece al mismo criterio. El contexto es posterior a la misteriosa muerte de Ida Brown, que tuvo un breve amor clandestino con Renzi suficiente para que este se enamorase y sintiese de una manera paradójicamente intensa su muerte. Digo paradójicamente porque ese dolor, que la novela muestra, no puede ser expresado públicamente por su protagonista no sólo por el carácter secreto de la relación sino, también, para no incrementar las sospechas que el FBI ya tenía sobre él. La única confidente es su vecina, quien además de ayudarlo a sobrellevar la muerte de Ida se convierte en su “asistente” en la investigación detectivesca que inicia Renzi para descubrir qué paso, realmente, con su amante. En ese marco de largas charlas en las que Nina cuenta su breve vida en Rusia y su temprano exilio, especula sobre las particularidades de la lengua rusa, a la que juzga intrínsecamente metafísica:

Cuando uno deja de hablar en ruso y luego escucha a hablar a los rusos, no entiende nada. El más preciso de sus comentarios concretos siempre tenía derivaciones enigmáticas que resultaban incomprensibles. El resultado final de este tipo de mensaje (…) era elevar el significado tan lejos del uso cotidiano que el sentido desaparecía por completo.

La teoría de Nina Andropova es que Tolstói es el mejor escritor ruso por haber luchado contra esa característica de la lengua que ella juzga como una debilidad. En este proceso, dice la vecina de Renzi, “descubrió la ostranenie” que más tarde conceptualizaría Sklovski[7]. Como si fuera el propio Piglia hablando de Roberto Arlt, más adelante dice:

Era un narrador excepcional y su estilo está lleno de dificultades, no tiene nada de elegante, y ha sido criticado y muchos lo acusaron de escribir mal y escribía mal –no era Turguénev- porque buscaba alterar la enfermedad metafísica del idioma vernáculo.

Para ejemplificar temáticamente esta depuración metafísica de la lengua que realiza Tolstói, Andropova cuenta que, en su lucha contra la pena de muerte, escribió una crónica sobre la ejecución de un campesino, concentrándose minuciosamente en un personaje lateral: el encargado de llevar el balde de agua enjabonada con la que se humedecería la soga para que resbale más eficazmente en el cuello del condenado. “Ese detalle”, cierra Nina, “liquidaba toda metafísica y hacía sentir el horror burocrático de la ejecución mejor que cualquier jaculatoria emocional a la Dostoievski sobre los humillados y ofendidos”.

Hay varios elementos en la novela que nos permiten hablar de una teoría de la traducción. No debemos perder de vista, en primer lugar, que la novela transcurre en un espacio en el que la lengua que se habla mayoritariamente no es la lengua materna del narrador. Esto podría no ser un tema pero Piglia se encarga de dejar en claro que sí lo es: gran parte de los hechos son narrados en estilo indirecto, no sólo cuando se reproducen diálogos –que Renzi, en ocasión de algunos equívocos, deja ver que son traducciones de “originales” en inglés–, sino también cuando replica información que le llega  a partir de otros personajes. Esto sucede en casos menores, como en las réplicas de los discursos de Nina que vimos recién, o las exposiciones de sus estudiantes del seminario, pero también en la reconstrucción del caso Munk, el talentoso físico de Harvard que se convierte en asesino serial, que ocupa prácticamente toda la segunda mitad de la novela y que es una traducción de la investigación del detective Parker. Un momento en el que Piglia deja explícitamente este procedimiento en evidencia es cuando, cerca del final de la novela, Renzi visita a Munk en la cárcel. Si bien no tenemos noticias del idioma en el que comienza el diálogo, cuando Renzi toca el tema que lo llevó hasta ahí –la relación entre Munk e Ida Brown– empiezan inmediatamente a “hablar en castellano”, lo que muestra que, hasta entonces, lo que leíamos era una “traducción” del narrador del inglés.

Esto, desde ya, no constituye ninguna teoría sino la constatación de que el narrador, en gran parte de la novela, traduce. Pero la “teoría” en cuestión se monta sobre los casos que acabamos de describir. La primera de las tesis es sobre la relación entre afectos y traducción, y atañe más que nada al vínculo libidinal, para llamarlo de algún mudo, entre el traductor y el emisor del mensaje a traducir. En el primer encuentro entre Ida y Renzi, luego de cenar juntos, la profesora se despide con esta frase: “En otoño estoy siempre caliente”. Enseguida Renzi, estupefacto, vacila sobre lo que escuchó y arriesga otras versiones posibles de la frase original, que revela al lector (In the fall I’m always hot). Después de diseccionar la frase en sus partículas mínimas y pensar variantes del slang para algunas de sus palabras (“Claro que hot podía querer decir speed y fall en el dialecto de Harlem era una temporada en la cárcel”), concluye: “El sentido prolifera si uno habla con una mujer en una lengua extranjera”. Como sabemos que Ida no es cualquier mujer, sino una que lo atrae especialmente, propongo “traducirla” así: el sentido de una lengua extranjera prolifera cuando está en juego el deseo.

La segunda especulación de Piglia sobre la traducción es en relación al clásico problema de la intraducibilidad. En algunos casos Renzi pone palabras en inglés entre paréntesis, dudando de la exactitud de la que eligió como su reemplazante en español (“el accidente, the mishap, the setback, lo llama aquí la policía”; “hay una gracia –un gift– en la adicción”; “hoy la sociedad enfrenta su última frontera: su borde –su no man’s land–“), y en muchísimos más, directamente, usa sustantivos y adjetivos en inglés: “Al rato entró el dean of the faculty”; “a veces esperaba el shuttle de la universidad”; “el traffic alert de la tormenta la desvió de su ruta habitual”. Pero la “intraducibilidad”, para Piglia, no es sólo un problema epistemológico sino también estético, cómo se puede ver bien en este diálogo que tiene con los oficiales del FBI luego de la muerte de Ida:

– Usted era amigo de ella…
– Amigo, colega y admirador- le dije. En inglés suena mejor: friend, fellow and fan.

El más interesante de todos los ejercicios de traducción que aparecen en la novela es el de la traducción productiva, subsidiario de la idea de “lectura arbitraria” que Piglia le atribuye al escritor de ficción. Luego del fatídico día en que le comunican en la universidad que la profesora Brown ha muerto, que incluyó el atroz interrogatorio de los policías, Renzi camina sin rumbo fijo, desesperado, por el bosque aledaño al campus. Intentando calmar la ansiedad se concentra en un poema que le gusta especialmente y que, considera, ilustra bien ese momento: The dust of snow, de Robert Frost. Después de transcribirlo fielmente en inglés, arriesga una versión acotada en español, en la que incluye solo el tercer verso de la primera estrofa y  los dos primeros de la segunda: “La nieve/ Le infundió a mi corazón/ Un nuevo ánimo”. Varias páginas más adelante[8], ya en su casa y ante otro nuevo ataque de angustia, intenta repetir el antídoto, proponiéndose traducir el poema entero. La primera sorpresa es que comienza con el nombre del autor: “Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible”. Inmediatamente después se lanza a traducir verso a verso de una manera frenética, proponiendo pequeñas variantes, algunas más arbitrarias que otras, algunas más poéticas, sin dejar claro cuál de todas las opciones elige. Pero antes de montar la versión final, realiza una tercera operación: cambiar de la primera a la tercera persona (quizás retomando una estrategia de otra época de su vida: ““Vivir en tercera persona había sido la consigna de mi juventud, pero ahora me perdía en la turbulencia abyecta de los recuerdos personales”), con lo que surge esta versión del poema que, por otra parte, ha perdido sus versos y estrofas para convertirse en una larga oración: “Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”. El intento de expurgar la angustia a través de la literatura fracasa porque el final esperanzador del poema de Frost (“Trajo a mi corazón/ un nuevo ánimo/ y de un día perdido/ rescató una parte”), por un desplazamiento que Renzi no explica (¿será la proliferación del sentido, en este caso, por la falta de la voz extranjera de la mujer?), se convierte en lo opuesto: a pesar del nuevo impulso que le produjeron los copos de nieve, su vida ya estaba arruinada. Más allá del significado que el poema tenga en la novela en sí, lo que me interesa señalar es cómo en este ejercicio Piglia pone en práctica uno de los procedimientos con los que caracterizó la “tradición” literaria argentina. En su traducción, aunque se mantenga la mayoría de las palabras de significados equivalentes entre una lengua y la otra, hay un cambio de forma, narrador y sentido que crea algo completamente distinto.

No me detendré en la figura del crítico como detective que encarnan Ida Brown –quien a partir de una lectura atenta de El agente secreto de Conrad descubre que el autor de los crímenes que aquejan a científicos y académicos de Estados Unidos desde hace años basó su estrategia en la novela y, de esa forma, se da cuenta de quién es, lo que le cuesta la vida– y luego Renzi, que descubre el “descubrimiento” de Ida por haberse quedado con su libro e inicia otra investigación –la del vínculo de Ida y Munk–. Sólo quiero agregar que, además de volver a reivindicar un canon basado en escritores que mantienen una posición marginal respecto de su lengua y, muchas veces, su nación, y mostrarlo performativamente con la escritura de El camino de Ida –una novela entre dos lenguas y dos países–, Piglia postula un mundo en el que las influencias no se ejercen sólo de norte a sur. Cité, al comienzo del análisis de la novela, el pasaje en el que Ida Brown no pareciera tomarse en serio “la perspectiva” de Hudson que pueda tener Renzi. Sin embargo, en ese mismo lugar el literato argentino afirma directamente que Ida conocía con precisión su obra (“Había leído mis libros, conocía mis proyectos”). Tampoco es consistente con el “complejo de inferioridad” el hecho de que Renzi, en la primera clase de su seminario, recomiende como lecturas complementarias a Conrad, Kipling y Horacio Quiroga. Por último, si pensamos en la formación intelectual de Munk, quien tradujo “Juan Darién”, el mismo cuento de Quiroga que Renzi da en su seminario y que utiliza para “ilustrar la crueldad de la civlización”, y de cuya biblioteca sólo sabemos que, además del libro de Conrad, contiene Argentina, sociedad de masas de Torcuato Di Tella, podemos sostener sin muchos problemas que en el mundo que Piglia ofrece en su ficción, como si fuera un reflejo de la forma de sus novelas, las fronteras entre el centro y los márgenes están lo suficientemente contaminadas como para poder y desear confundirnos. Esa confusión es la que su obra celebra.

 


[1] Se vuelve necesaria una aclaración metodológica: a lo largo del texto atribuyo las declaraciones de Emilio Renzi al propio Piglia, en una asimilación, quizás ilícita, entre el autor y el narrador. Supongo que Piglia habilitaría esta licencia, ya que él mismo se la tomó respecto a Borges por considerar que, en todos los géneros en los que se movía, trabajaba los mismos temas de manera indiferenciada: “No hago una diferencia entre sus ensayos y sus cuentos, incluso la poesía también trabaja este mismo núcleo (…) Una versión autobiográfica, digamos así, de su relación con la literatura, un gran mito de autor”. Si alguien ha llevado al paroxismo y ha hecho de la mezcla de géneros una estética es Ricardo Piglia. Haber publicado y editado en vida sus diarios atribuyéndoselos a su alter-ego es una prueba más de ello.

[2] En total, son cinco los ingresos que refieren a la “posición lateral” de la literatura argentina y abarcan un periodo de dos años: el primero aparece en abril de 1968 y el último en diciembre de 1969. Salvo en una de las entradas, trae el tema a colación para manifestar la idea de la cita con la que empecé este ensayo: que su generación ha terminado con dicha exterioridad y que es contemporánea, por primera vez en la historia de la literatura argentina, con las corrientes centrales.

[3] Es necesario aclarar que Siskind es consciente de la imposibilidad de entender un movimiento tan amplio como el modernismo como un conjunto homogéneo y sin tensiones internas –incluso en la obra de un mismo autor–. A pesar de ello, sostiene que “el modernismo designa una sensibilidad común que yo rastrearé en relación con imaginarios cosmopolitas” (Siskind, 2016: 152, nota al pie).

[4] Las obras que Gutiérrez Nájera juzga como “grandes creaciones” son: María Estuardo y Guillermo Tell, de Schiller; Fedra y Atalía, de Racine; Sardanápalo, de Byron; Cromwell y Lucrecia Borgia de Victor Hugo.

[5] “Reconocer la desigualdad entre posiciones socioeconómicas y culturales de enunciación dentro de un sistema global de intercambios literarios geopolíticamente determinado es clave para comprender la especificidad del cosmopolitismo marginal que funciona en el discurso literario-mundial del modernismo” (Siskind, 2016: 186).

[6] Las reseñas de la novela que escribieron en su momento Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán y Mario Nossotti, para dar tres ejemplos, enfatizan especialmente este aspecto.

[7] Es interesante confrontar esto con la idea de distanciamiento de Brecht, una variante, en definitiva, de la ostranenie que teoriza Sklovski. En Formas breves, Piglia reconstruye el presunto momento en que Brecht habría intuido la idea de distanciamiento. La lengua rusa, otra vez, juega un rol importante: “… su descubrimiento se produce en 1926 gracias a Asja Lacis. La actriz, que tiene un papel en la adaptación que hace Brecht de Eduardo II de Marlowe, pronuncia el alemán con un marcado acento ruso y al oírla recitar el texto se produce un efecto de desnaturalización que lo ayuda a descubrir un estilo y una escritura literaria fundados en la puesta al desnudo de los procedimientos. En esa inflexión rusa que persiste en la lengua alemana está, desplazada, como en un sueño, la historia de la relación entre la ostranenie y el efecto de distanciamiento”.

[8] “Tenía que dejar de pensar, había pensado, y empecé a traducir el poema de Robert Frost a ver si el ritmo de los versos me permitía respirar mejor. Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible. Dust of snow, copo de nieve o cristal de nieve, polvo de hielo no suena bien, cristal de nieve, diamante en polvo, agujas de nieve,  a snow cristal, pequeños cristales de nieve, nieblas heladas, Polvo de nieve. The way a crow, el modo, la forma en que el cuervo, El modo en que un cuervo /Shook down on me, me hizo caer en mí, dejó caer sobre mí, Sacudió sobre mí / The dust of snow, El polvo de nieve / From a hemlock tree, desde ese árbol, desde el abeto, Desde un abeto // Has given my heart, le dio  mi corazón, le infundió al corazón, Le ha infundido a mi corazón / A change of mood, un cambio de ánimo, otro ánimo, Un nuevo ánimo /And saved some part, y rescató, salvó una parte, Salvando una parte / Of a day I had rued, de un día triste, un día apenado, De un día de pesar. Tal vez en tercera persona sería mejor. Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”.

 

Entre el hastío y la añoranza. La obra visual y la producción crítica de una artista argentina. Reseña de “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”

Por: Camila Altalef y Martina Altalef

Imagen: Camila Altalef

Desde diciembre de 2019 y hasta el próximo 1 de marzo, el Museo Nacional de Bellas Artes aloja la exposición “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra que se propone resaltar la identidad de la artista visual y trazar su recorrido biográfico como intelectual y crítica de artes. La curaduría a cargo de Sergio A. Baur ha reunido –durante cerca de dos años– más de doscientas obras, la mayoría pertenecientes a colecciones privadas, principalmente vinculadas a su familia y amistades.


“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra en exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, reúne una diversidad de obras y documentos que permiten iluminar el recorrido de esta artista visual a través de diferentes escuelas, técnicas y temáticas, así como también plasmar la biografía de una intelectual que se desarrolló en múltiples ámbitos de la cultura. Se presentan grabados de su primer momento ultraísta, dibujos a lápiz, bocetos, témperas y óleos de su obra madura y su prolífica producción como ilustradora de libros, sobre todo escritos por otrxs integrantes de las vanguardias en lengua española. Se exhiben, además, páginas de revistas culturales de España y Argentina, una multiplicidad de libros y textualidades que reflexionan sobre artes y literatura, materiales que caracterizan a Norah Borges como crítica al tiempo que ponen de manifiesto su inserción en las redes de sociabilidad y de circulación de ideas en los escenarios de vanguardia de la primera mitad del siglo XX.

Tras enfrentarse a la fotografía en color del rostro de la artista, capturado por Gisèle Freund, que acompaña al título de la exposición, el recorrido puede iniciarse por dos vías: hacia la derecha se exhiben cinco fotografías que retratan a Norah en diversos momentos de su adultez, entre las que destaca un retrato de perfil en blanco y negro tomado por la fotógrafa Grete Stern; hacia la izquierda se encuentran sus primeras obras visuales, enmarcadas en la producción ultraísta. En esa bifurcación inicial se condensan capas de lectura para pensar la producción de Norah Borges. Esta exposición conjuga, entonces, a través de la puesta en valor de materiales sumamente diversos, su obra artística y su obra intelectual.

Los viajes que realizó desde niña a Europa, donde exponía en galerías y museos, así como transitaba por los círculos de jóvenes intelectuales y artistas, se tradujeron en el acceso a nuevas formas, técnicas y temas que fueron apropiados por la artista con singularidad. Los documentos y obras que se exponen aquí nos permiten conocer la decisiva impronta de Norah Borges como productora de obras que, además de alojar elementos aprendidos en Europa, están nítidamente definidas por un carácter propio. Tal como sostiene la curaduría, ¨Su involuntario olvido encuentra su reconocimiento en esta exposición, como un merecido homenaje a esta extraordinaria pintora, que, entre otras cosas, fue la mujer más relevante del ultraísmo, que exploró el expresionismo, y que se fue definiendo como artista, más allá de las tendencias y de las escuelas artísticas del siglo XX, o transitando en los márgenes de los innumerables ismos que concibió ese tiempo histórico¨ (MNBA, 2019).

 

La obra visual

Un primer momento de la obra de Norah Borges surgió a partir de su contacto con los movimientos de vanguardia durante el viaje familiar a Europa que tuvo lugar entre 1912 (cuando ella tenía apenas 11 años) y 1921. El primer destino fue Ginebra, donde comenzó sus estudios académicos en la Escuela de Bellas Artes. En Suiza, gracias al contacto con artistas alemanes y la inserción en los círculos de jóvenes intelectuales, conoció nuevas corrientes como el expresionismo, el cubismo y el futurismo. Posteriormente, ya instalada la familia Borges en España, continuó formando parte de una sociabilidad de vanguardia, esta vez incluyéndose en el movimiento ultraísta. La exposición reúne grabados pertenecientes a este período. La xilografía de Norah Borges combina elementos de diferentes grupos de vanguardia, por lo que sería difícil encasillarla en una determinada estética en términos absolutos. En esta sección encontramos paisajes urbanos, tanto de los pueblos visitados en España como de Buenos Aires, donde se describen la arquitectura y las esculturas del espacio público con particular detallismo, con elementos realistas. La ruptura con las formas clásicas de representación se evidencia en el predominio de diagonales y formas geométricas, así como en la existencia de múltiples puntos de vista. Las figuras, tanto femeninas como masculinas, presentan rasgos estilizados y muestran en sus rostros expresiones de añoranza que serán una marca identificatoria de los retratos de Norah.

En “Quintas y viaje a España” y en “Salas de pintura y dibujo”, núcleos vertebrales de la exposición, se encuentran dibujos, témperas y óleos que presentan las características que identifican a su producción madura. Las escenas de quintas están prologadas por palabras que Silvina Ocampo escribió en “Inscripción para un dibujo de Norah Borges”: “He copiado, y después he transformado / Los arcanos paisajes y las manos / Los veranos, los ángeles hermanos / He venerado en sombras el rosado. / Con tintas puedo iluminar las quintas / Extintas, las sirenas ya distintas”. La sintonía entre las producciones de ambas amigas resuena con intensidad permanente a lo largo de toda la exposición. En estos óleos destaca la pintura de espacios arquitectónicos protagonizados por figuras femeninas en quietud y calma, con frutos entre las manos o sobre el regazo, rodeadas por una abundante vegetación.

 

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60x50 cm. Colección Azul García Uriburu.

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60×50 cm. Colección Azul García Uriburu.

 

La paleta de colores de toda esta zona de su obra está dominada por rosados, celestes, verdes y naranjas pasteles que crean un clima de calma estival buscado por la artista. Los escenarios son jardines, quintas y residencias urbanas conocidas por la familia Borges, que como en su período marcadamente ultraísta, son figurados en detalle. Las fotografías que acompañan a estas obras permiten constatar que la artista reprodujo arcos, columnas, esculturas, balaustradas y vegetación respetando las ubicaciones, dimensiones y profundidades que en efecto tenían en aquellos espacios familiares. Las formas son delineadas de manera clara gracias a la línea y al contraste de los colores. Las figuras humanas, en general infantiles y juveniles, con frecuencia femeninas y en todos los casos de tez blanca y cabellos castaños, están representadas con un tono idealizado e idealizante, común a los óleos y las témperas. Los rostros son angelicales, las miradas profundas, aunque sosegadas. Se percibe un clima de quietud y los personajes repiten las expresiones de añoranza que la artista ya representaba en su período ultraísta. Esa repetición es productora de sentidos al interior de la obra de Norah Borges y conjuga calma con perturbación, añoranza con hastío.

Frente a estos paisajes, se forma el núcleo llamado “Cartografías”. Este comienza con una fotografía que retrata a Victoria Ocampo, también amiga de la pintora, sentada en un escritorio, y sobre la pared trasera puede verse un mapa de Asia producido por Norah y expuesto inmediatamente a la izquierda de la foto. En el centro de este segmento encontramos un mapa de América del Sur en rosa y amarillo (distribuidos de acuerdo con una geografía política del continente) que destaca la posición de Argentina y en el cual vemos una figura masculina con un ejemplar de El puñal de Orión dirigido hacia la representación del Cono Sur. En la sección izquierda de la serie siguen unos planos o ¨mapitas¨ de distintas regiones que la artista dedicó a Guillermo de Torre, su marido. Completan este núcleo figuras cartográficas de regiones de Asia y África. El tono de añoranza que pintaba aquellos espacios de Buenos Aires que la artista conoció, produce un efecto tanto o más idílico que el que observamos en estos mapas de Asia y África, continentes en los que nunca estuvo.

La exposición integra en varios de sus núcleos piezas que se distinguen del patrón técnico dominante de la obra como conjunto, tales como un patchwork bordado (obra que evidencia la relación profunda de Norah con Federico García Lorca; la artista trabajó como vestuarista y escenógrafa de La Barraca, grupo de teatro dirigido por el escritor español) o una serie de témperas, en las que observamos una continuidad temática y una sensibilidad estética que se mantiene constante, pero trabajadas mediante colores y técnicas muy diversas respecto del núcleo duro de su producción. Del mismo modo, el pasaje de las escenas de quintas al núcleo “Salas de pintura y dibujo” está materializado por la pintura “Bodegón con figura”, de líneas y tonos muy disonantes con respecto a los óleos que la rodean. Esta pieza está realizada en acuarela con una paleta cercana a la de sus producciones ultraístas (la obra forma parte de una instancia de trabajo con varias herramientas propias de las vanguardias europeas) y funciona como bisagra en el pasaje a un núcleo que agrupa obras plásticas diversas.

 

La producción intelectual

La reflexión sobre las prácticas artísticas es parte del trabajo de quienes se mueven entre diferentes lenguajes de las artes. De todos modos, un ingrediente sustancial para el ocultamiento de diversas artistas ha sido la negación de esa imprescindible dimensión intelectual. Las intervenciones críticas de Norah son tan tempranas como su producción plástica y pueden encontrarse a lo largo de toda su obra, desde las primeras participaciones en revistas culturales, hasta su consagración como ilustradora de libros, en un permanente diálogo con la vida literaria de las vanguardias de 1920 y 1930 en lengua española, principalmente en Argentina y España.

El núcleo inmediato a aquel que recorre su momento ultraísta puede considerarse como segundo núcleo si se comienza la exploración por este camino está protagonizado por las revistas de letras y artes a las que perteneció la artista: Ultra, editada en Madrid; Prisma. Revista Mural, Proa y Martín Fierro, pocos años más tarde en Buenos Aires. Las intervenciones de la artista en esta última (que se distinguen de las primeras, en las que dominaba el lenguaje vanguardista europeo) introducen la faceta estética reflejada en la mayor parte de sus pinturas. Desde 1925 aparecen ilustraciones de Norah en esta publicación, en la que también se encuentra un texto crítico que piensa su obra. En el número 39 de Martín Fierro, del 28 de marzo de 1927, último año de la revista, se publicó el manifiesto “Un cuadro sinóptico de la pintura”. Las líneas de este esquema sientan ciertas bases significativas para pensar su modo de producir obra y crítica de artes. La artista propone el uso de tonos alegres, la elección de colores convencionalmente asociados a cada objeto, pero también su color “místico¨, es decir “el que las cosas tendrán también en el cielo”. Allí defiende a su vez la utilización de formas claramente definidas en función de crear un mundo idealizado, más perfecto que el real. Ofrece, finalmente, referencias a artistas y obras que cumplen con estos mandamientos.

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

En el mismo núcleo que se exhiben estas páginas de revistas puede verse la temprana expansión sudamericana de Norah Borges. La exposición incluye una página de Revista de Antropofagia, de los modernistas brasileños; diversos materiales que ponen de manifiesto la amistad que conectaba a la artista con Xul Solar (una carta astral de ella realizada con absoluta precisión por él, correspondencia entre ambxs, invitaciones de Norah para que Xul la visitara o visitara sus exposiciones en Europa); una Antología de la poesía moderna uruguaya; un ejemplar abierto del número 12 de Proa donde pueden leerse las líneas finales de la escritura de Rosamel del Valle, poeta de la vanguardia chilena. También aquí se encuentra la serie de ilustraciones realizadas para publicarse en una segunda edición de El puñal de Orión. Apuntes de viaje, de Sergio Piñero, fundador de Martín Fierro, que finalmente nunca se imprimió. La curaduría de la muestra procuró reunir todas esas piezas y así, el MNBA exhibe por primera vez esta serie completa, tal como la produjo la artista para el libro.

Hacia la segunda mitad del recorrido, se encuentra el núcleo dedicado específicamente a retratar la relación de Norah con la escritura y la crítica. Este espacio se abre con las reflexiones de Jorge Luis Borges sobre la escritura de su hermana en relación a “Manuel Pinedo”, pseudónimo que ella utilizaba para publicar textos; de acuerdo con sus palabras se trataría de una marca del intento por no “presumir” de escritora. En seguida encontramos obras de Antonio Berni, Fray Guillermo Butler, Enrique Policastro, Onofrio Pacenza, Ramón Gómez Cornet y Laura Mulhall Girondo, pertenecientes al patrimonio del Museo, acompañadas por reflexiones críticas que Norah produjo en referencia a cada una de esas piezas.

Finalmente, los núcleos “Norah ilustradora” y “Españoles de tres mundos” profundizan en el prolongado trabajo de Norah Borges como ilustradora. Y lo hacen para saldar la discusión que minoriza la ilustración como mero acompañamiento de la textualidad en diferentes soportes. La primera de estas zonas comienza con la exhibición de la tapa del libro Norah, única publicación íntegramente dedicada a su obra y comentada por Jorge Luis Borges. A ella le sigue una proliferación de ilustraciones, dibujos y grabados, pequeñísimos y de suma delicadeza, entre los que se destacan las sirenas, las vírgenes y las figuras de mujeres jóvenes que llevan flores y peinados con trenzas, muchas de ellas enmarcadas en relación a ventanas o espejos rectangulares. Nos encontramos, a su vez, con ejemplares originales de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, de Jorge Luis Borges; Paul et Virginie, de Bernardin de Saint-Pierre; Cuadernos de infancia, de Norah Lange; Autobiografía de Irene, Las invitadas y Breve Santoral, de Silvina Ocampo; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; Desde la niebla, de María Esther Vázquez; El imaginero, de Ricardo Molinari; Temblor de Otoño, de Jan Struther; Demasiada Luz, de Marcial Tamayo; Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez, entre muchos otros.

Resalta en este punto del recorrido un “Homenaje a Ricardo Güiraldes” firmado por Rubén Vela e ilustrado por Norah que se expone enmarcado sobre una de las paredes del núcleo, en posición evidenciada. Cierran esta sección materiales que ponen de manifiesto el vínculo con los artistas españoles: una fotografía en la que se la ve junto a Federico García Lorca, algunos trabajos de Guillermo de Torre como editor de Losada y un retrato de la artista escrito por Juan Ramón Jiménez, en el cual sostiene que “Norah Borges es ella misma lo que son ciertas frutas, algunas flores (el caqui; la crisantema) que no pueden dejar de ser nacionales y son internacionales sin perder nada de su natividad” (en Españoles de tres mundos. Viejo mundo, Nuevo mundo, Otro mundo, 1942).

“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia” logra con éxito su propósito de redescubrir y poner en valor las múltiples facetas de esta argentina, tanto en lo artístico cuanto en lo intelectual, como integrante de las vanguardias locales e internacionales. No nos detendremos en la equivocada decisión de colocar en el centro del recorrido una gigantografía de su hermano para exhibir el único cuadro firmado por ella que él poseía en su hogar. La abundancia de documentos vinculados a sus afectos, amistades y familia curados junto a sus obras plásticas invita a pensarla como es natural a la hora de pensar a cualquier artista en esa clave que fusiona labor creativa con ejercicio crítico. Son evidencias de las reflexiones y conocimientos de una mujer con una vasta formación y una prolífica obra sobre el arte, la literatura y la cultura, y marcas de su pertenencia a los círculos sociales de las vanguardias entre las que siempre vivió y produjo.

La exposición puede visitarse hasta el 1 de marzo, de martes a domingos, con opciones diarias de visitas guiadas en español y ocasionales visitas en lengua de señas argentina y portugués. Dentro de este marco, el Museo Nacional de Bellas Artes invita al taller abierto de escritura “Los cuentos imaginarios de Norah”, que se realizará todos los jueves y dos sábados durante el mes. A su vez, cada viernes y sábado de febrero se realiza el taller “Imágenes de la memoria” en relación a la obra de la artista.

Agradecemos el trabajo de Candela Gómez, educadora del Museo Nacional de Bellas Artes, gracias al cual nuestra visita ganó profundidad, nitidez para la observación y movilizantes conocimientos.

Cuando el dibujo deviene en letra. Reseña de Un árbol en el medio del mar, de Pablo Duca

Por: Rosana Koch

Imagen: Isla perdida, de Val R. 

Un árbol en medio del mar (2019) es el poemario más reciente de Pablo Duca, escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Rosana Koch nos propone una lectura que aborda la trayectoria de sentidos que dispara el título de la obra y que pone el acento en la voz poética que emerge de ella: una que invita a revivir la cercanía íntima de aquello que se nombra.


Pablo Duca
Un árbol en el medio del mar
Buenos Aires, Baldíos en la Lengua, 2019.

 

Resultado de imagen para Pablo Duca Un árbol en el fondo del mar

 

Pablo Duca (1969) vive en Bahía Blanca, es escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Ha publicado su primer libro de poesía, Puentes (2015), la antología de cuentos Arde Dios esta noche (2017) y su primera novela, Crónicas del Miravalles (2018). Un árbol en medio del mar (2019) es su última publicación. Su título dispara una trayectoria de sentidos: por un lado, la imagen del árbol que hunde sus raíces en la tierra para aferrarse a ella se reserva la misión terrena de arraigar vida y memoria; por otro, la imagen del mar evoca cierta plasticidad, imágenes que se tornan fluir, movimiento y deriva. En esa tensión entre dos zonas que cohabitan en diferentes direcciones surge este poemario compuesto por cuarenta y siete textos breves.

El libro se divide en siete segmentos. El primer poema de cada uno evidencia una variación tipográfica que parece marcar otro tiempo, otro momento de la enunciación, como si se acercara un zoom para hacernos detener la mirada en esas escenas de escritura que operan como marco a lo largo de todo el poemario: el trazo de un dibujo, modulación expresiva del devenir temporal. Así, en el segmento II: “Una gota de tinta/ que sola y sin mediar sesgo/ dibuja tu contorno”, en el III: “Debajo de una de las copas de vino/ y a tu lado/ hay dibujada una carta. / Dice que sueño que no hay un mar/ entre nosotros”. Variaciones de un mismo trazado que se materializa en el papel a través de “una gota de tinta”, “témpera líquida”, “tinta china” o “el garabato de un niño”, pero que, en todas sus entonaciones, representa lo que Roland Barthes ha denominado “scripción”, ese gesto en que la mano toma una herramienta, avanza y traza sobre una superficie; es precisamente en ese movimiento cuyo recorrido progresa que deviene la letra, la palabra, es decir, la escritura, territorio en que cada poema afirma su presencia. Un dibujo que cobra la forma de relato –de desamor, quizás– para acortar distancias: “Las distancias se anulan/ con la goma de borrar/ y te abrazo”, para desdibujar límites: “El dibujo final tacha kilómetros/ y nos pone cara a cara” o para orientar las palabras en pos del encuentro: “La fe se dibuja como el garabato de un niño, / rulos y circunferencias/ que unen dos cuerpos distantes”. Toda la constelación de poemas, con un lenguaje coloquial y simple, avanza en oleadas que se hacen eco de la ausencia y la pérdida, el deseo y la soledad.

Como dice Terry Eagleton en Cómo leer un poema (2007): “En un mundo de percepciones huidizas y eventos consumibles instantáneamente, nada permanece lo suficiente como para dejar que se asienten esas huellas profundas de la memoria de las que depende la experiencia genuina”. Un árbol en el medio del mar va en sentido contrario, sus versos configuran un espacio poético en el que se despliega una subjetividad que, de una manera u otra, se hace presente en la contemplación, compenetrándose con su entorno natural: el humus, un hormiguero que delinea una fila india, la noche y la luna roja. En este escenario, el yo recorre experiencias cotidianas, sustraídas efectivamente de toda utilidad: el inicio de un día, una naranja recién cortada o las nubes que pasan sin hacer ruido son testimonios de la existencia y aparecen con una intensidad amplificada cuando se le unen los recuerdos de la infancia y aquellos rostros que pueblan ese imaginario. La memoria rescata un espacio familiar en el que reverbera un tono melancólico constante. La figura de la abuela, por ejemplo: “Tuvo que ser austera y eficiente/ con las pocas palabras que tenía./ Mi abuela nos decía te quiero/ con 8 huevos y 6 papas./ Únicamente era soberbia con su tortilla”. La tarea doméstica es, en este caso, “el idioma que ella hablaba” y se asocia con una actividad donde la palabra “cocinar” se reivindica casi como una artesanía.

Otros poemas articulan una mirada hacia el acontecimiento histórico-social-cultural, un ejercicio de la memoria que se asume política, pero que se vincula muy fuertemente con la memoria individual y afectiva. Allí se ven reflejados los rostros del padre y el abuelo, ambos llamados Pedro y ambos peronistas, que recuperan la imagen de Evita dibujada por el padre y que cuelga en la pared de la casa. Escenas de época resuenan en el  tocadiscos con la voz de Gardel, sobrevuelan los años sesenta y setenta en canciones como “El extraño de pelo largo” y una carta de Fidel Castro al Che Guevara en el exilio.   Por eso, en la libre composición poética, en Un árbol en el medio del mar emerge una voz que nos invita a revivir la cercanía íntima con lo que se nombra.

 

 

 

Como las olas en la playa. Reseña de Marea, de Graciela Batticuore

Por: Sandra Gasparini

ImagenFeminine Wave, de Katsushika Hokusai.

 

Marea (2019) es la primera novela de Graciela Batticuore, reconocida investigadora, docente y escritora. La autora ha publicado numerosos ensayos críticos sobre la literatura del siglo XIX argentino y, en los últimos años, varios libros de poesía. La lectura de Sandra Gasparini pone de relieve un tema que atraviesa la novela y que es central en la agenda de los estudios de género: la maternidad. Además, recupera la peculiar composición de la obra: un conjunto de escenas que, oscilantes como las olas en la playa, construyen a través del lenguaje de los sueños y la introspección el paisaje interior de Nina.


Graciela Batticuore, Marea
Editorial Caterva, 2019
141 páginas

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Graciela Batticuore ha escrito interesantes ensayos académicos que se desprenden de su exhaustivo trabajo como docente e investigadora de la literatura del siglo XIX argentino. Su interés por la vida y narrativa de figuras insoslayables como Mariquita Sánchez, Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla, entre otras, ha impulsado proyectos que concluyeron en valiosos aportes para la historiografía y las lecturas críticas de textos claves de la literatura nacional. En el último lustro publicó, también, varios libros de poesía –La noche y El fin de la noche, entre otros– y este año editó Marea, una novela de peculiar hechura que relata, a través del velado lenguaje de los sueños y de la introspección, un paisaje interior examinado en un recorrido que abarca distintas ciudades y temporalidades.

Dividido en tres partes, el conjunto de escenas que componen Marea se mueve en una oscilación, como las olas en la playa, que van dejando una resaca que recupera, rearma y avanza lentamente, siempre que puede. Narra un proceso, con foco en Nina, una transición entre una etapa que se quiere superar y un presente en el que se consolida otra forma del afecto.

Distintas temporalidades atraviesan esas como estaciones: la de la infancia de Nina, con su búsqueda de una identidad; la del presente, de cara a la niñez de la propia hija; el pasado con H., que aunque padre de la pequeña Julia, juega además el papel de hijo; el presente con M., supeditado a la sintaxis de un nomadismo que recorre calles y países desde los que llegan los mensajes por celular.

La maternidad, tema urgente de la agenda de los estudios de género, ocupa un lugar central: Nina, hija de una madre exigente y de rígida moral, es la contracara de la Nina madre del presente de la escritura, acusada de no disfrutar del “placer de la crianza” por H. Marea parece preguntarse, en ese sentido, qué elementos y vínculos constituyen una familia, cuándo se deja de serlo, cuándo cae el último telón de la simulación. La línea que divide a las buenas y malas madres, se sabe, está siempre fechada. Si no cumplen con las expectativas familiares o sociales son estigmatizadas porque, en un gesto esencializante, contradicen el presunto instinto materno propio de todas las mujeres. En esta representación está ausente la subjetividad y Nina se corre, justamente, de esta construcción: “La maternidad era para su madre un todo, el todo de la vida de una mujer, y ella lo entendió enseguida porque el sentimiento la involucraba. Por eso le llevó varias décadas encontrarse con su propio deseo de tener un hijo”.

El mundo de los viajes termina logrando un contrapunto con el de la intimidad: las charlas con M. que a veces está en Berlín, el viaje de Nina y su hija por España en el que se internan todavía más en el pasado –el de la Historia–, otro a Roma, sola, además de la travesía hacia atrás que impone la crianza de un niño para cada madre. Escribir sobre lo íntimo (eso que debería quedar en una sucesión de imágenes o recuerdos inconfesables pero se cuenta), escribir sobre los sueños perturbadores y reveladores, como se propone la protagonista, puede ser un principio de orden, un modo de reanudarse. Taparse y destaparse el cuerpo con tapados, con telas, con toallas. Afirmar su yo al tomar –literalmente– el volante tras el anuncio repentino de la muerte del padre, figura que cobra altura pero decrece sobre el final cuando Nina piensa que nunca le habló de su abuela, una mujer que crió sola a sus hijos durante la guerra. El cuerpo de la “nona” parece fragmentarse en el avance de los “ataques seniles” que concluyen por apartarla del resto de la familia. Como María Josefa, que desafía el poder de Bernarda Alba en la tragedia de García Lorca, la anciana señala con la materialidad de su cuerpo, que se muestra cuando no debe hacerlo, la pulsión transgresora que en Nina despuntará a partir de sueños y remembranzas.

En Marea Batticuore escribe sopesando cada palabra y busca la reflexión sobre el tiempo y la subjetividad en una prosa que se desprende solo levemente del lenguaje poético.

 

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Escritores que no escriben: apropiación y desplazamiento de la palabra en la escritura y en la cultura contemporáneas

Por: Leonardo Villa-Forte

Traducción: Jimena Reides

Imágenes: Leonardo Mora

 

Para Leonardo Villa-Forte, la llamada “escritura de la apropiación” –aquella que no busca innovar, sino seleccionar, organizar y editar– perturba paradigmas y propone nuevas respuestas a interrogantes de larga data: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Cuál es la relación entre la escritura y su medio? En su análisis, el autor aborda distintos materiales: desde los trabajos de Kenneth Goldsmith –Traffic, Weather, Sports y Day, hechos de transcripciones de contenidos informativos de radios y diarios para el medio libro– hasta Sessão, de Roy David Frankel, que utiliza fragmentos de los discursos de diputados brasileños durante la votación de 2016 que decidió el impeachment de Dilma Rousseff.

 


 

1. Actualmente, el texto vive su apogeo en cuanto a su movilidad. Los textos están esparcidos por todos lados y pueden ir de un lado a otro con mucha rapidez. Las multifunciones que se usan en una computadora o en un smartphone facilitan el desplazamiento, la diseminación y también el deslizamiento entre los formatos pues reúnen, en un único soporte, no solo textos, sino videos, música, fotos y otros materiales. En las pantallas interactivas, los diferentes formatos se abren uno junto al otro; incluso, se tratan juntos en un mismo programa, tal como los de edición de video, que aceptan música, imágenes y texto. Cuando un formato se desliza sobre otro se quiebra la rigidez de las fronteras. Se juntan distintos autores, materiales poéticos y no poéticos, cinematográficos y no cinematográficos, literarios y no literarios, entre otros. Y el texto está en todos lados, incluso al revisar videos o música pues incluso en estos casos hay un link, que es texto, hay un título, el nombre del autor, todos escritos, aunque esté en códigos, lo que lleva a Vilém Flusser a temer por la sustitución del abecedario por códigos alfanuméricos. Sin embargo, no nos detendremos en esta previsión que suena catastrófica para la república letrada, pero sí en la pregunta: ¿De qué forma se encuentra hoy la inserción de la práctica de la escritura en este aún reciente ecosistema multifacético, donde reina el copiar y pegar, el desplazamiento, la pérdida de un obstáculo de origen?

Roger Chartier afirma que

Así, es fundamentalmente la propia noción de “libro” a la que la textualidad electrónica cuestiona. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y usos particulares. Así, el orden de los discursos se establece a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el diario, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto ya no ocurre en el mundo digital, donde todos los textos, sin importar cuáles sean, se entregan a la lectura en un mismo soporte (pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmente las que decide el lector). De este modo, se crea una continuidad que ya no distingue los distintos géneros o repertorios textuales que se tornaron semejantes en su apariencia y equivalentes en sus autoridades. De ahí la inquietud de nuestro tiempo delante de la extinción de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. Su efecto no es pequeño sobre la propia definición de libro tal como lo entendemos, tanto un objeto específico, distinto de otros soportes escritos, como una obra cuya coherencia y totalidad son el resultado de una intención intelectual o estética. La técnica digital entra en pugna con este modo de identificación del libro pues lo convierte en textos móviles, maleables, abiertos, y confiere formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de internet, etcétera[1].

Al colocar lado a lado, en el mismo soporte y bajo la misma forma de presentación, textos de distinta naturaleza (como “carta”, “ficción”, “artículo”, “anuncio”, “lista de compras”), se debilita la distinción entre los géneros en cualquier categoría externa al texto en sí como una secuencia de letras y palabras. La diferenciación por soporte simplemente desaparece. Es muy posible que ese encuadramiento de las formas tenga relaciones de intensificación con lo que Josefina Ludmer llamó “literatura posautónoma”: dado que el texto literario pierde, en el medio digital, su apariencia específica y se torna uno más entre tantos otros en los más diversos registros, los objetos impresos artísticos y literarios reproducen esa lógica. En una computadora, desde el punto de vista de la distribución y del soporte, la obra literaria tiene el mismo estatus que una invitación a un casamiento.

Michel Foucault nos dice que la construcción de un “autor filosófico” no se da de la misma forma que un “poeta”, así como, podríamos agregar, un “científico” no se construye de la misma manera que un “novelista”. No siempre una editora que publica libros científicos publica novelas. Una revista que hace reseñas de libros de poemas no siempre hace reseñas de libros de filosofía. La tapa de un libro de teología es diferente de la tapa de un libro de historietas. Son distintas instancias que hacen circular los nombres de los autores y los legitiman. Además, parten de diferencias materiales como, por ejemplo, el tipo de tapa de un libro literario y un libro jurídico. O en la diferencia del formato impreso, el tipo de papel, de una revista de celebridades y una revista de medicina. Lo que pasa es que, en el ambiente digital, esos elementos marcadores de diferencias desaparecen. Cuando recibimos en PDF el capítulo de un libro, es decir, una parte del libro, eso nos impide ver la tapa, ver la biografía del autor; muchas veces no hay tapa. Lo mismo sucede cuando leemos un texto compartido por alguien en una red social, que nos llega solo con una referencia (la validación de quien lo copió o fotografió y compartió). Así, textos de diferente naturaleza se convierten en más indefinidos.

Gran parte de los trabajos del poeta y profesor estadounidense Kenneth Goldsmith, como las obras Traffic, Weather, Sports y Day —todas hechas de transcripciones de contenidos originalmente informativos y funcionales, de radios y diarios, para el medio libro— se insertan exactamente en ese lugar: la indistinción producida en el ambiente digital se trae al medio material. Un libro puede ser el soporte tanto de una historia ficcional como de una edición completa de un diario o incluso, el soporte para la transmisión (ahora en texto) de dos día de informes sobre el seguimiento del tránsito en Nueva York. La naturaleza del soporte y la del contenido que se encuentra en él entran en discusión. No existe un soporte específico para el audio. Puede ser el oído del receptor, puede ser el hard drive de Kenneth Goldsmith, puede ser un archivo de Word en su computadora y, si se transcribe, puede ser un libro. Informes de tránsito completos… nada más que eso. ¿Eso sería material digno de ocupar un libro entero? Goldsmith adopta la indistinción de soportes del medio digital como táctica artística. Si la computadora nivela todos los archivos de texto en formato digital, Goldsmith nivelará textos (procedentes de universos distintos) en el formato libro. Y no escribirá ninguno de ellos. La táctica es la apropiación. Un poeta que no crea. Una práctica que llevó a Goldsmith a formular la idea de uncreative writing, que podemos traducir como “escritura no creativa” o, también, resaltando su carácter de reaprovechamiento, “escritura recreativa”. En una época en que la creatividad pasó a valorizarse en todas las áreas, como en la “economía creativa”, y el término “innovación” pasó a figurar en el vocabulario de todos los campos, desde la ingeniería hasta la publicidad, lo realmente innovador y creativo seria, justamente, no crear. Sino apenas seleccionar y editar, como hace un DJ. Eso ya se convertiría, en sí, en un acto artístico.

En el caso de Goldsmith no se puede decir que sean transcripciones pasivas. Luego de seleccionar el contenido sobre el que se trabajará, el poeta toma decisiones sobre la forma en que se presentará el texto, y esas decisiones afectarán la perspectiva que se tiene del trabajo. Por ejemplo, pensemos en Traffic: a pesar de su método archivístico, la obra no contiene la información que presentaría un archivo común. No sabemos cuáles son los días, qué “gran feriado de fin de semana” es ese. Es un día sin referencia dentro del calendario. Del mismo modo, un “espectáculo de realidad”, para usar un término de Reinaldo Laddaga. Y, quién sabe, una vuelta a la hiperrealidad, dado que al discurso se lo aísla de su contexto y solo tenemos acceso a ese y nada más, como un gran zoom hecho por determinado espacio de tiempo en la oralidad de la radio. La forma en que Goldsmith trata el material de Traffic: los informes de tránsito, dividiéndolos en capítulos, o el material de Day, escogiendo dónde debe aparecer cada tipo de noticia de una edición entera del New York Times, demuestran que existe lo que podemos llamar “decisiones autorales” en juego. El autor Goldsmith es el vehículo de un procedimiento, autor-máquina, sí, pero no sin que eso incluya algún grado de interferencial autoral, en el sentido que Goldsmith presenta su material a la manera propia de Goldsmith. Otra persona podría, con el mismo material en sus manos, presentarlo, dividirlo, disponerlo de otra manera, y eso resultaría en una obra diferente. De esta forma, hay una brecha en ese gesto casi maquinal en que la subjetividad de Goldsmith actúa de manera perceptible.

Marcel Duchamp buscaba hacer arte retiniano, es decir, arte que no tuviera como función agradar a los ojos o, incluso, arte que no tuviese como objetivo principal los ojos, la retina. Arte que no fuese, en sí, la imagen que presenta. Duchamp basaba sus elecciones en las cuestiones de indiferencia y en la total ausencia de buen o mal gusto. Sobre las obras de Goldsmith, podemos decir algo similar: el autor no optó por un texto más o menos próximo a una categoría de “buen gusto” o “mal gusto”. Los criterios son otros. Con Duchamp, la obra “puede” ser mirada, vista, observada, solo que esta no trabaja con las nociones de belleza y destreza manual, como lo hace un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin. De la misma manera, el arte de Goldsmith se puede leer, solo que este no trabaja con la noción de calidad literaria como trabajan Philip Roth o Raduan Nassar. Ni el arte de Duchamp se destaca por el esmero visual ni el de Goldsmith sobresale por el esmero textual: ninguno los dos tiene su fin en el placer estético del ojo o de la legibilidad. Duchamp dice: “Traté constantemente de encontrar alguna cosa que no evocara lo que ya sucedió antes”[2]. Para Duchamp, hacer arte era luchar con su pasado inmediato; en este caso, un pasado compuesto por el arte retiniano de los postimpresionistas y cubistas. De acuerdo con Marjorie Perloff, “como no quería (o no podía) emular las técnicas de pintura de Picasso o Matisse, Braque o Gris, decidió, en un momento crítico, ‘hacer alguna otra cosa’”[3]. Esa parece ser una premisa de la escritura de apropiación: hacer alguna otra cosa, escribir de otra manera. Escribir sin escribir.  Y, en el caso de las obras de Goldsmith —como de otros autores como Craig Dworkin, Vanessa Place y Carlos Soto-Román— hacer “literatura conceptual”, una literatura donde la idea sea más importante que el intento de involucrar al lector en la lectura del texto. Una escritura que busca más pensadores que lectores.

2. Para el crítico y curador francés Nicolas Bourriaud, desde la década de 1990, “una cantidad cada vez mayor de artistas viene interpretando, reproduciendo, volviendo a exponer o utilizando productos culturales disponibles u obras realizadas por terceros”[4]. Bourriaud denomina a dichas actividades prácticas de “postproducción”. Para él, en la actualidad el artista no transforma un elemento en bruto (como el mármol, un lienzo en blanco o arcilla), sino que utiliza un dato, sea este un producto industrializado, un video o incluso un animal. Para Bourriaud:

Las nociones de originalidad (estar en el origen de…) y también de creación (hacer a partir de la nada) se esfumaron en ese nuevo paisaje cultural, marcado por las figuras gemelas del DJ y del programador, cuyas tareas consisten en seleccionar objetos culturales e insertarlos en contextos definidos[5].

Aquí, el sampler se convierte en una figura central. Samplear consiste básicamente en retirar o copiar fragmentos de una o varias fuentes y transferirlos, reposicionándolos en un determinado contexto diferente a aquel de donde se retiraron los fragmentos. Es decir, se asemeja a un reaprovechamiento, un segundo uso dado a cierto material. En literatura, el sample se aproxima a lo que concebimos como una cita. Citar es resaltar un fragmento, ponerlo delante de su conjunto anterior, destacarlo y traerlo a una nueva situación. Citare, en latín, significa poner en movimiento, hacer pasar del reposo a la acción. Cuando citamos, activamos palabras que antes dormían. Pero hay una diferencia crucial entre la cita y gestos más radicales de apropiación: la cita tradicional se hace cuando el contenido copiado se relaciona con un crédito, con la referencia a la fuente: en gestos de apropiación, la aclaración en cuanto al origen puede estar o no. Es decir, el gesto de apropiación varía; en algunos formatos, la fuente puede permanecer oculta. Pero las diferencias no terminan ahí: en general, cuando hablamos de citas hablamos de ese fragmento previamente escrito que se reproduce con el fin de ilustrar una idea, reforzar una posición; aumentar el volumen de sentido de cierta afirmación, además de conferirle autoridad. No hablamos de ese tipo de cita cuando hablamos, por ejemplo, del bricolaje, del mash-up como “montaje de fragmentos”. En estos casos, la cita no es un aumento de sentido a un texto anterior del autor original, justamente porque no existe un anterior que no sea en sí ya una cita o fragmento de otro texto. La cita no viene a ilustrar una idea. Esta es el texto; es la idea. El fragmento se reproduce para ser una de las partes integrantes del trabajo, en el mismo nivel que otros extractos. No se utiliza para aclararlos o reforzarlos.

Pasamos de la “lógica del sentido” —algo que nos ayude en la comprensión— a la “lógica del uso”, donde no hay diferencia de jerarquía o intención entre un fragmento apropiado y otros también apropiados o no. El extracto copiado es un dato, una fuente que se utilizará como ready-made. Está allí no para confirmar o reforzar algo previo, sino como obra en sí. Naturalmente, la forma en que Kenneth Goldmish utiliza la apropiación, instaurando el concepto por encima de una atracción a la lectura, no es la única forma en que los escritores están componiendo obras excepcional y completamente de textos que no son de ellos. El reciente Ensaio sobre os mestres, del profesor y escritor portugués Pedro Eiras, está formado por más de cuatrocientas páginas de pensamiento, ficción, poesía y teoría literaria, compuestas por medio de colajes de fragmentos de varios autores, sin que el mismo Pedro Eiras agregue nada, absolutamente nada “de su puño”. Cada capítulo del libro gira en torno a un tema, como “El Maestro”, “El Discípulo” y “Clases y Conversaciones”. El siguiente extracto se tomó del capítulo “La Muerte”:

En todo caso, fue una de las angustias de mi vida —de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro murió sin que yo estuviera allí. Esto es estúpido pero es humano, y es así. Yo estaba en Inglaterra. Ni Ricardo Reis estaba en Lisboa; había regresado a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero era como si no estuviera. (Fernando Pessoa / Álvaro de Campos 1931: 46)

Nadie lloró su muerte; nadie estaba a su lado, además de la figura vulgar del comisario del barrio y del médico municipal indiferente. (Nikolai Gógol 1834: 123)

“¿Por qué no fuiste al funeral?” “Cuando una persona está muerta, está muerta”. “Deberías haber ido”. “¿Vendrás al mío?” Pensé por un momento y respondí: “No”. (Elena Ferrante 1992: 145) [6].

 

Ahí vemos fragmentos de Fernando Pessoa, Gógol y Elena Ferrante. Ninguno de los pasajes es original y textualmente de Pedro Eiras. Él actúa como una especie de organizador del discurso, un gerenciador de información textual. Y de manera distinta a la estética del choque y de la incongruencia practicada por las vanguardias del inicio del siglo XX, y también de forma diferente a la literatura conceptual, ya que en su obra Eiras busca —y alcanza— una conexión orgánica entre los pasajes que incluso podrían pasar por un texto escrito originalmente por un individuo. El libro de Eiras pide lectores. En el conjunto de fragmentos citados percibimos una narrativa bien establecida: el narrador en primera persona, en el extracto originalmente de Pessoa, está inquieto por no haber asistido a un funeral, entonces tenemos una idea de cómo fue ese funeral con el fragmento de Gógol, y en el tercero, originalmente de Ferrante, hubo un cambio psicológico en el narrador: durante una conversación sincera, se da cuenta de que no necesitaba estar inquieto de esa forma pues, en el fondo, pensándolo bien, hay algunos funerales a los que realmente no iría, como el de su interlocutor.

Con Ensaio sobre os mestres y otras obras, como Endtroducing, de DJ Shadow (en la música), The clock, de Christian Marclay (en el videoarte), y otras en el área textual, como Tree of Codes, de Jonathan Safran Foer, y Nets, de Jen Bervin, es posible notar que en los últimos años el acto de desplazamiento se expandió de la aplicación en objetos cotidianos, como solía ser más común en las vanguardias, a la aplicación en objetos de la cultura: libros, música, películas, etc. Asimismo, el gesto actualmente dirigido al patrimonio cultural no se realiza con la intención de desvalorizar el arte y cuestionar su existencia, sino para utilizarlo en obras nuevas. Esto demuestra, según Bourriaud, “una voluntad de inscribir la obra de arte en una red de signos y significaciones, en lugar de considerarla como forma autónoma u original”[7]. Hoy, la obra se propone, no como antiarte o antiliteratura, sino como un punto donde se cruzan los que forman parte de una gran pantalla (que podrá más o menos aclararse —solo sugerirse— para el lector).

Para el escritor argentino César Aira, “al compartir el procedimientos, todas las artes se comunican entre sí: se comunican por su origen o por su generación. Y al remontarse a las raíces, el juego comienza de nuevo”[8]. El juego que se reinicia es el juego de la identidad del autor, de la naturaleza de la escritura y de la especificidad de los contenidos. El juego se reinicia con las preguntas: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Qué diferencia a un poema de los comentarios en la web? ¿Es solo la forma? La escritura de apropiación lleva a reiniciar el juego. Y perturba paradigmas.

Aunque no sea un ejemplo del objeto compuesto enteramente de apropiaciones, diferenciándose así de otras obras mencionadas, debemos recordar el caso de El aleph engordado. En 2009, el escritor argentino Pablo Katchadjian agregó 5600 palabras al cuento “El aleph” de Jorge Luis Borges y publicó el resultado original con su propia editorial, la Imprenta Argentina de Poesía, con una tirada baja, de alrededor de entre doscientos y trescientos ejemplares, de los cuales dio algunos a sus amigos y otros los vendió de manera informal por un costo bajo. Dos años después, la viuda y heredera de Borges, Maria Kodama, demandó a Katchadjian por plagio y violación de derechos. El caso se extendió durante seis años, con pequeñas victorias de los dos lados, hasta que Katchadjian fue finalmente absuelto.  Si la sentencia judicial hubiese sido desfavorable para Katchadjian, veríamos la apertura de un precedente peligroso para la experimentación literaria y artística en Argentina. Pero el proceso funcionó, para la parte demandante, algunos años después, como un fantasma que sobrevuela en el aire, amenazador. El año en que Kodama comenzó la demanda contra Katchadjian, otro texto de Borges estaba listo para llegar a las librerías. Era la novela El hacedor remake, del español Agustín Fernández Mallo. La editorial Alfaguara publicó el libro y este estaba listo para ser distribuido cuando, a último momento, los editores prefirieron retener los ejemplares en su stock por miedo a sufrir una demanda por parte de la titular de los derechos de Borges, como ocurrió con Katchadjian. Es una triste ironía que tales casos hayan involucrado justamente a la literatura de Borges, el autor que fundó todo un conjunto de textos maravillosos que exploran referencias inventadas, reseñas de libros inexistentes, copias que se reescribieron, imitaciones y la figura del lector-autor (lo que llevó al escritor argentino Alan Pauls a decir que hay “una vocación parasitaria que prevalece en las mejores ficciones de Borges”[9]).

Está claro que, desde siempre, los escritores han citado a otros escritores en sus obras, robado frases y versos o creado otras formas de diálogo y generado intertextualidades. La lectura es la donación de sentido por parte del lector desde siempre. La literatura es un objeto inacabado que pide la actualización del lector. No existe una lectura que no resignifique el texto leído. Lo que sucede es que, con la tecnología, la virtualidad y la digitalización contemporáneas, el texto —y su cantidad, que aumenta exponencialmente— se torna cada vez más maleable, cada vez más desplazable, editable, transmisible, más disponible para la imprevisibilidad de la recepción. Y, como dice Lev Manovich:

Cuando trabajamos con un software y empleamos las operaciones incluidas en este, estas se convierten en una parte integrante del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos, los otros y el mundo. Las estrategias de trabajo con datos informáticos se tornan estrategias cognitivas de carácter general[10].

Esa recepción, al apropiarse del texto y producir uno nuevo por medio del anterior, sea en un entorno digital o impreso, modifica la noción de autoría. De esa forma, que las prácticas de apropiación operan como diferencia es justamente el cambio de la lectura como autoría “implícita” a una autoría “explícita”.

En la década de 1960, Roland Barthes cuestionó dos fundamentos de una idea de autoría. Primero, el de que el autor sería un origen de aquello que se proyecta por medio de sus libros. Segundo, el de que el autor y su vida serían fuentes para interpretar tales escritos. Barthes reformula las dos cuestiones; al fin de cuentas, para él, el texto sería un “tejido de citas”. ¿De dónde viene la llamada “voz” o incluso el “estilo” de un autor sino de todo aquello que el autor ya leyó, escuchó, vio, vivió? Cuando el autor escribe, ¿no está utilizando todo ese bagaje y esa experiencia, que no son solo de él? ¿Cómo pensarlo, entonces, como un origen? ¿Por su mano no pasan palabras, frases, ideas y expresiones que tomó de otros? Sí, es obvio, y por eso el autor no es un origen del texto que él transmite ni una biografía del autor puede explicar su texto. Así, vemos en Barthes un pensamiento sobre la apropiación y la autoría. Sin embargo, la diferencia del “tejido de citas” del cual habla para las prácticas de apropiación de las que hablamos aquí es que estas son una especie de radicalización en el siguiente sentido: el tejido de citas se torna consciente, manifiesto, declarado y entusiasmado; el texto se torna, en la práctica y materialmente, ready-made. No se trata de un tejido de citas hechas por defecto o inconscientemente por el autor o algo que simplemente ocurre porque no podría ser de otra manera. Por el contrario, se trata de una táctica muy bien definida y tramada, un gesto consciente de sí, un ataque material, que copia y pega, y que puede ni siquiera tratarse de un tejido, sino de un desplazamiento del objeto entero, sin un collaje de fragmentos. De esta forma, entre el pensamiento de Barthes y las prácticas de apropiación contemporáneas hay un diálogo establecido por una continuidad a través de una diferencia.

Villaforte (1.2)

   

3. En el libro de poemas más reciente de la brasileña Angélica Freitas, Um útero é do tamanho de um punho, hay una sección titulada “3 poemas hechos con ayuda de Google”. Angélica propone expresiones en Google, como “la mujer va”, “la mujer quiere” y “la mujer piensa” —títulos de los poemas—, y entonces se encuentra con un manantial de resultados indexados por Google. La poeta se limita a navegar por esos resultados, tomar lo que le interesa y luego reorganizar su selección, editarla en forma de versos. No se trata de dadaísmo, a pesar de la semejanza gestual. No se trata de eso porque existe una decidida y fuerte intervención autoral que, incluso abriéndose al azar, controla buena parte del resultado final del poema, aunque Angélica Freitas no haya escrito los versos que se tornan de uno. Lo mismo sucede en Ensaio sobre os mestres, de Pedro Eiras. Una lógica curatorial, que también está presente en el proyecto de “literatura remix” que mantuve entre 2010 y 2013 en el blog MixLit en la plataforma WordPress. Todos estos manifiestan lo que podemos llamar autor-curador. El tejido de citas no es resultado de una previsibilidad; el hecho de que necesariamente escribimos con lo que es nuestro y de los otros. Aquí, el tejido de citas es fruto de una actitud deliberada, consciente de los actos de selección y edición, y con etapas de prueba y verificación.

Esta actitud apropiacionista se expresa también en el libro Tree of Codes, del escritor Jonathan Safran Foer, y en el libro Nets, de la poeta y artista Jen Bervin. El primero, publicado en 2010, es una narrativa que nace de un texto original de 1934, Street of Crocodiles, colección de cuentos interconectados de Bruno Schulz. En las páginas del libro, con un orden editorial impresionante, se imprimen los extractos de Schulz que Safran Foer seleccionó para que permanezcan en su narrativa, y en el lugar de los que Safran Foer optó por retirar hay agujeros, recortes que dejan un espacio vacío. El trabajo de Jen Bervin, en Nets, parte de una lógica similar. Ella usa sonetos de Shakespeare, solo que, en lugar de elegir fragmentos que se imprimirán en el libro y otros que, excluidos, dejarán un vacío, Bervin crea un juego de tonalidades. El texto íntegro de los sonetos de Shakespeare está impreso, pero algunas palabras del texto —las elegidas, que forman el nuevo poema de Bervin— están impresas en negro, mientras que las otras aparecen en gris. Las palabras del poema de Bervin se destacan, obviamente, y el aspecto general recuerda a algo relacionado con la topología, con palabras más “altas” que otras. Figura y fondo. Figura: la lectura de Bervin. Fondo: el original de Shakespeare.

Tanto Bervin como Safran Foer no solo leen e interpretan lo que leyeron, sino que modifican lo que leyeron de forma visible y física. Sus procesos hacen que la lectura deje de ser algo que se hace solamente con los ojos para que se convierta en una lectura con las manos. Las diferencias entre las fuentes —Shakespeare y Bruno Schulz— resultan en juegos distintos con la cuestión de la autoría, naturalmente, pero la diferencia entre los procesos en sí queda clara: mientras que Bervin posproduce el gesto de la selección y deja que el texto original conviva con su nueva lectura, Safran Foer recorta y deja agujeros. Son señales de una lectura táctil. Desde el punto de vista de la producción, ambos encaran el texto en su encarnación original con el deseo de doblarlo y desdoblarlo hasta que de allí se pueda arrancar otra poesía o narrativa de los textos que les ofrecieron terminados. Son hackers del texto original. Invasores de discursos. Lectores-autores que expresan un espíritu del tiempo denominado por Marjorie Perfloff de genio no-original. Ya no importa inventar algo o ser el origen, sino insertarse en una onda preexistente. “’Llegar en lugar de ser el origen de un esfuerzo”[11], como dice Gilles Deleuze.

Mientras Safran Foer, Jen Bervin y Kenneth Goldsmith trabajan con fuentes únicas, sin mezclar materias textuales, Delírio de damasco, “3 poemas hechos con la ayuda de Google” y la serie MixLit están compuestos por la aglutinación de palabras tomadas. Una obra textual que incluye diversas fuentes torna sus márgenes porosos, pues apunta hacia afuera. E incluso abre la posibilidad de que otras fuentes encajen dentro de ella. Así, se convierte en maleable, como si fuese en la práctica una obra eternamente inacabada. Podría continuar sirviéndose de fuentes nuevas, editándolas, arrojándolas dentro de sí. Con respecto a la ficción de Rubem Fonseca, repleta de citas, Vera Follain de Figueiredo dice que “el juego constante de remisiones a otros textos diluirá los márgenes que delimitarían su interioridad”[12]. Lo mismo se aplica al mash-up o bricolaje. Sin embargo, no es cierto que podamos llamar lo que sucede en esos tipos de obra “remisiones a otros textos”. Lo que parece más probable es que esas obras “presenten otros textos”, ya que no solo remiten a ellas. Ellas apuntan a otros textos externos pero, además, son los mismos otros textos.

Las obras contemporáneas responden a una situación propia de los días de hoy, que es el alcance avasallador de la realidad, que nos alcanza donde quiera que estemos, a través de los smartphones, de la radio o del pequeño televisor que nos acosa aún en el ómnibus o los ascensores, prácticamente prohibiéndonos que olvidemos el día de día de los famosos, nuestra suerte astrológica o la cotización de la bolsa. Si el exceso de estímulos termina agotándonos, causando así la negativa, la insensibilidad, una total indisponibilidad para el espanto —hasta entonces el fundamento de la poesía—, el escritor, el poeta, el artista recorren los propios estímulos que los agotan para dejarlos hablar por sí mismos, o por medio de rearreglos, reflejando la banalidad y el tedio, como hacen las obras de Kenneth Goldmisth. Por eso, el término “poesía del posespanto”[13], como dice Alberto Pucheu, caracteriza la poesía de A morte de Tony Bennet, del poeta Leonardo Gandolfi, una poesía en que no hay momentos de intenso voltaje emocional, asumida como poesía de “batería baja” por el autor, hecha de partes de letras del cantante Roberto Carlos, diálogos de películas de espionaje, entre otras tantas fuentes cuyo exceso, en nuestras vidas, nos lleva a una sensibilidad casi plana.

Parte del exceso se debe al hecho de que vivimos una incesante producción de pasado. Cada vez más archivos, cada vez más registros, cada vez más novedades sobre nuestros antepasados, novedades extraídas con las que tenemos que estar y entonces reevaluar dónde estamos, dónde estuvimos y qué hacemos a partir del momento en que ya no podemos ignorarlas. El escritor, percibiendo que el universo ficcional/poético/literario queda enterrado debajo de tanta realidad (aunque se presente, muchas veces, con aires de ficción), sin posibilidad de alcanzar y sensibilizar al lector ya insensible debido a tantas noticias, busca generar una intervención más notable en la realidad o servirse de ella para desastibilizarla (modificarla, colocarla bajo sospecha) por medio de la inserción del mirar poético y de la ficción. Si los periódicos presentan la realidad con todo un aparato que le da aires de ficción, el escritor presenta la ficción con un aparato que le dé aires de realidad; espectáculos de realidad, como dice Reinaldo Laddaga. Y eso no sucede, en este momento, como una especie de reacción triste al exceso de realidad, sino como una proposición entusiasmada por el contacto con lo real, con la posibilidad de tratar con un material que otras generaciones no pudieron tratar (posts y mensajes en redes sociales, por ejemplo, en el caso del Livro das postagens, de Carlito Azevedo). Se trata de la oportunidad de dar una nueva vida a las porciones de realidad, que ha sido asumida con aparente ánimo.

Este ánimo parece mover tanto obras que se hacen a partir de la mezcla entre “pedazos” de lo preexistente y fragmentos originales y también aquellas integralmente no escritas/no creadas por quienes las firman. El autor, principalmente de estas últimas, se convierte en un “procesador del lenguaje y sensaciones”[14], como dicen Frederico Coelho y Mauro Gaspar. Procesador: una máquina. Lenguaje: materia que produce tal o cual sensación y pensamiento, que depende de cómo se manipule. El lenguaje procesado resultante en obras menos o más consecuentes, de mayor o menor intensidad, interés y potencia. Pensemos en la obra Sessão, de Roy David Frankel. El libro parte de una transcripción de los discursos de los diputados brasileños durante la votación de 2016 para el impeachment (proceso de destitución) del gobierno de Dilma Rousseff. En el libro, los discursos se reconfiguran en versos. Las declamaciones de los votos se tornan poesía. La memoria de aquel día y de lo que vimos y escuchamos por la televisión es inmediata. Discursos pobres, vacíos, falsos, violentos, puro escarnio. Al mismo tiempo, la forma poética en versos libres que juegan también con la espacialidad de la página —al resaltar, del lado derecho de la página, toda palabra que envuelve conceptos como “nación” y “patria”— no nos prepara para el contenido allí contenido; por el contrario, camuflan, bajo la forma de poema, la materia de la cual están hechos versos. Por medio de esa operación, Sessão causa una falla en el lector, que no ve el piso. El efecto resulta del contraste brutal entre forma y contenido. Y, curiosamente, hay una carga emocional altísima en el libro, pues es imposible, para el lector brasileño, no deprimirse al dar vuelta página tras página y ver, una vez más, que se mantiene la crudeza discursiva. Es como si estuviésemos entrando en contacto con esas palabras por primera vez, al mismo tiempo que reestablecen un recuerdo amargo. Es como el recuerdo de un trauma. Sabemos lo que tenemos por delante pero, incluso con ese entendimiento, no quiere decir que estemos preparados. Sea el lector un opositor a la caída de Dilma o un entusiasta, es imposible no lamentar la baja calidad intelectual, moral y civil expresa en la oratoria de los diputados. El pasado se revive como diferencia: hay algo del recuerdo afectivo que cargamos de aquel día, pero presentado por medio de un nuevo dolor que se revela en la lectura. Los tiempos y los afectos se desdoblan. El autor no escribió nada.


REFERENCIAS

AIRA, César. A nova escritura. En: Pequeno manual de procedimentos. Curitiba: Arte e Letra, 2007.

AZEVEDO, Luciene. Tradição e apropriação: El Hacedor (de Borges), Remake de Fernández Mallo. En: AZEVEDO, Luciene; CAPAVERDE, Tatiana (orgs.). Escrita não criativa e autoria. São Paulo: e-galáxia, 2018.

BOURRIAUD, Nicolas. Pós-produção: como a arte reprograma o mundo contemporâneo. São Paulo: Martins Fontes, 2009.

CHARTIER, Roger. Os desafios da escrita. São Paulo: Unesp, 2002.

COELHO, Fred; GASPAR, Mauro. Manifesto da literatura sampler. 2005. Disponible en: <http://www.maxwell.vrac.puc-rio.br/12382/12382_5.PDF>.

DELEUZE, Gilles. Conversações. São Paulo: Editora 34, 1999.

EIRAS, Pedro. Ensaio sobre os mestres. Lisboa: Sistema Solar (Documenta), 2017.

FIGUEIREDO, Vera Follain de. Os crimes do texto: Rubem Fonseca e a ficção contemporânea. Belo Horizonte: UFMG, 2003.

GOLDSMITH, Kenneth. Uncreative Writing. Nova York: Columbia University Press, 2011.

MANOVICH, Lev. The language of new media. Cambridge, Mass.: MIT Press, 2001.

PERLOFF, Marjorie. O gênio não original. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2013.

PUCHEU, Alberto. Do tempo de Drummond ao (nosso) de Leonardo Gandol . Da poesia, da pós-poesia e do pós-espanto. Rio de Janeiro: Azougue Editorial, 2014.

[1] Chartier, 2002, p. 109-110.

[2] Citado por Perloff , 2013, p. 268.

[3] Citado por Perloff , 2013, p. 268

[4] Bourriaud, 2009, p. 8.

[5] Bourriaud, 2009, p. 8.

[6] Eiras, 2017, p.398-399.

[7] Bourriaud, 2009, p. 12-13.

[8] Aira, 2007, p.17.

[9] Citado por Azevedo, 2018, p. 82

[10] Manovich, 2001, p. 116. Mi traducción

[11] Deleuze, 1999, p. 151.

[12] Figueiredo, 2003, p.12.

[13] Pucheu, 2014, p. 70.

[14] Coelho y Gaspar, 2005, sin numeración.

El poder del pre-juicio: «Fragmentos de una amiga desconocida» (2019), documental de Magda Hernández

Por: Leonardo Mora

Imagen: Fotograma de Fragmentos de una amiga desconocida.

 

Fragmentos de una amiga desconocida (2019) es un film documental dirigido por la cineasta colombiana Magda Hernández, basado en la vida y el caso judicial de Cristina Vázquez, condenada a prisión perpetua por presuntos cargos de un asesinato ocurrido en 2001 en Misiones, Argentina. El documental hace hincapié en las graves consecuencias que los prejuicios del sistema judicial en torno a la vida y la conducta de Cristina tuvieron en el proceso que decidió su culpabilidad.


“¿Qué pasaría si un día la policía llega a mi casa y me acusa de un crimen? ¿Qué pasaría si un día tocan a tu puerta, y te arrastra la maquinaria de un sistema incapaz de ver más allá de sus prejuicios?” interroga con preocupación la voz en off de Magda Hernández, en su documental Fragmentos de una amiga desconocida (2019). El film versa sobre la dura situación de Cristina Vázquez, una mujer condenada sin pruebas a prisión perpetua por el supuesto asesinato en 2001 de Erselida Lelia Dávalos, anciana de 79 años, en la provincia de Misiones, Argentina.

En Fragmentos de una amiga desconocida, Magda Hernández ejerce de periodista investigativa durante seis años de intensa labor, se adentra en la compleja situación de la acusada –a quien conocía desde antes del caso por haber sido compañeras laborales– y nos ofrece un trabajo audiovisual que muestra no solo las tergiversaciones alrededor del proceso y del expediente de la acusada, sino también la asesoría de la organización Pensamiento Penal para ayudar a esclarecer el caso. Asimismo, registra de manera íntima a Cristina y a su mundo: ella es retratada como una mujer de semblante triste y resignado que nos comparte breves pasajes, recuerdos y expectativas de su vida antes y durante la prisión, su manera de sobrellevar la cotidianidad con sus compañeras de encierro y, sobre todo, de mantener la cordura con la esperanza de que llegue el día en que pueda verse libre de nuevo.

La directora elabora un interesante contrapunto entre la situación de la acusada y su propia posición al respecto, implementando breves monólogos que transitan desde la estupefacción y la duda por la gravedad del caso, hasta un compromiso denodado por ayudarla, compartir su historia y amplificar su discurso en busca de justicia.  Por eso, el documental hace hincapié en que nunca será suficiente el trabajo de sacar a luz las incontables ocasiones en que los engorrosos sistemas judiciales pueden llegar a perjudicar la vida de personas acusadas sin justa causa, víctimas de procesos sin ardua investigación, indagatorias malinterpretadas, urgencia burocrática de cerrar casos, testigos mentirosos, jueces parciales, y sobre todo, de prejuicios y conjeturas que adquieren condición de objetividad, la cual a menudo es potenciada  –como ocurre en el caso de Cristina– por el uso de un lenguaje amarillista de ciertos medios de comunicación.

Actualmente se espera que la Corte Suprema de Justicia, última instancia judicial argentina, sea capaz de absolver a Cristina por el crimen en el que fue implicada, en gran medida, por especulaciones de terceros sobre su modo personal de vida. Como señaló Indiana Guereño, presidenta de la mencionada organización para el portal Infobae:

Su condena viola todos los principios que protegen la libertad, ya que juzga un estilo de vida que el tribunal imagina conocer, cuando en nuestro sistema penal solo se pueden juzgar actos. Para condenar a las personas que cometen esos actos, estos tienen que ser probados en un proceso donde se respeten las garantías constitucionales. Hasta que eso ocurra toda persona es inocente y tiene derecho a ser juzgada en un plazo razonable.

Sobra señalar que no solo se ha vulnerado irremediablemente la vida de Cristina, sino también la de su familia y sus amigos, quienes relatan en el documental la manera en que les ha afectado este infortunio que, hasta la fecha, lleva más de una década, especialmente desde que ella fue encarcelada en 2008 en el Instituto Correccional de Mujeres de la ciudad de Posadas.

Vale la pena visualizar este emotivo y sincero documental estrenado a mediados de este año en el Gaumont y ahora disponible en YouTube, de acertado ritmo narrativo y claridad en la exposición argumental, que nos recuerda de nuevo asuntos delicados como la fragilidad de la libertad humana, el pasmoso poder del pre-juicio y la sospechosa objetividad que establece el aparato judicial especialmente en sus documentos escritos. En algunos momentos ciertas escenas o la opinión de algunos entrevistados hacen pensar inevitablemente en Kafka y su disección sobre el absurdo y la impertinencia de la ley, especialmente en El proceso. El film también se vale de imágenes citadinas, de transeúntes, sus trayectos, costumbres, actividades, pasatiempos para hacer énfasis en la idea de que nadie en la masa anónima está exenta de tener una vida regulada legalmente de una u otra forma. Pero que solo algunos desafortunados individuos sufren las peores secuelas del frío e impersonal accionar de la justicia institucional cuando necesita ejercer su poder y acude a todas herramientas, hasta las más heterodoxas, para hacerlo.

 

Dos manuscritos inéditos: “Las variantes de La cautiva”, de Esteban Echeverría, y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen de portada: Esteban Echeverría y José María Rojas y Patrón (Archivo General de la Nación: AR_AGN_DDF/Consulta_INV: 268476 y 93570)

Alejandro Romagnoli recupera dos valiosos manuscritos inéditos. Un autógrafo de Esteban Echeverría, titulado “Variantes de La cautiva”, en que el poeta anotó versos alternativos de la obra con la que buscó fundar la literatura nacional. Y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre, en la que el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas cuenta sus impresiones de lectura de dos partes del poema.


 

La importancia de un autor –como la de Esteban Echeverría– vuelve rápidamente atractivos los manuscritos desatendidos u olvidados. Sin embargo, constituyen piezas realmente valiosas cuando permiten ampliar con alguna cuota de significatividad la información existente, posibilitan revisar determinada hipótesis o se abren al interés diverso de otras aproximaciones críticas. Por este motivo, acompañamos la publicación de los documentos con comentarios, a fin de apuntar algunos aspectos relevantes.

 

Las variantes de “La cautiva”

Dentro del ejemplar de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez, se encuentra suelto un folio escrito por el propio Echeverría titulado “Variantes de la Cautiva”. Se trata de sesenta y ocho versos (dos de los cuales se encuentran tachados y son en parte ilegibles), indicios de un proceso de escritura que parece contradecir ciertas imágenes del autor como alguien poco inclinado a las reescrituras y las correcciones[1].

A pesar de que las variantes están agrupadas según las distintas partes del poema, no se organizan siempre de acuerdo con la disposición que ocuparían dentro de cada una de ellas (si se toman en cuenta los versos de la edición príncipe). Por ejemplo, en la novena parte (“María”), la variante “Y sombrean de su frente / La resignación paciente, / La nevada palidez.”, que corresponde a los versos 33, 34 y 35, sigue a esta otra, “Aparece nuevamente / Un matiz fascinador”, que corresponde a los versos 320 y 321. Esta correspondencia no es, en rigor, sino una hipótesis, puesto que las variantes no están acompañadas de precisiones al respecto.

Son escasos, en efecto, los datos que permiten vincular genéticamente el manuscrito con la versión impresa. Se destaca una indicación, entre paréntesis, ubicada debajo del segundo subtítulo, “Del Festín”; allí se lee: “Suprimidos”. Se suscitan, por tanto, determinadas preguntas: si esos versos fueron eliminados, ¿por qué no se los tacha como sucede con otros? Y, sobre todo, ¿cuál es el estatuto del resto de las variantes conservadas, de las que no se indica explícitamente que hayan sido suprimidas? ¿Deberían ser interpretadas como verdaderas alternativas, capaces de reemplazar a los versos publicados en las Rimas?

Algunas variantes son, en principio, fáciles de situar. No parece haber dudas con respecto a la siguiente: “Do quier campos y heredades / A los brutos concedidas”. El primer verso es idéntico al verso 16 de la primera parte del poema, y el segundo se vincula con el 17 (“Del ave y bruto guaridas”). Otro ejemplo podría ser “Del día el oscurecer” que, aunque no esté acompañado de otro verso que le sirva de referencia, se vincula con el 40 (“El pálido anochecer”). También, dentro de esta primera parte es posible encontrar dos variantes para los mismos dos versos; si en la versión publicada se lee “Ya los ranchos do vivieron / Presa de las llamas fueron, / Y muerde el polvo abatida / Su pujanza tan erguida.” (I, vv. 161-164; cursivas añadidas), en el manuscrito se registran, unidas por una línea en el margen, estas dos alternativas: “Al vigor de nuestra lanza / Cayó su fiera pujanza”, “Y su indómita pujanza / Rindió el cuello a nuestra lanza”. En la segunda parte, se da un caso particular: cinco versos octosilábicos que, pese a una mayor reelaboración de la frase, parecen corresponder a otros cinco versos de la misma medida:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

En su mano los cuchillos,

a la luz de las hogueras,

llevando muerte relucen;

se ultrajan, riñen, vocean,

como animales feroces

se despedazan y bregan.

 

(II, vv. 215-220)

(Si bien el empleo del término “amigo” referido a la relación entre los indios permite, por contraste, señalar el carácter “inhumano” de sus crímenes, resulta sugerente su uso; la edición príncipe prefiere, en cambio, la animalización directa: “como animales feroces”).

Por otro lado, hay un grupo de variantes que no son tan fácilmente vinculables con los versos publicados. Se relacionan temáticamente con un pasaje del poema, pero no pueden establecerse relaciones tan directas, lo que evidenciaría una etapa de escritura caracterizada por reelaboraciones de mayor alcance. Considérese, por ejemplo, este caso de la parte séptima:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

(VII, vv. 40-48)

 

Existe un ejemplo de una clase distinta a las anteriores: ni correspondencia unívoca ni reestructuración mayor. Se encuentra en la segunda parte (“El festín”). Solamente un verso coincide en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

 

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

(II, vv. 85-98; cursivas añadidas)

 

(La versión del manuscrito le da más espacio a la mención del espíritu pacificador de las indias, que en el pasaje correspondiente de la versión impresa aparece aludido en la indicación de que “las mujeres detestan” aquello que “apetecen los varones”. Por lo demás, en el poema, tal como fue publicado, el afán apaciguador de las indias es referenciado más extensamente en otro pasaje, posterior)[2].

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre

José María Rojas (1792-1882) era, cuando escribió la carta a Marcos Sastre contándole sus impresiones de lectura de dos partes de “La cautiva”, el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas. En el cargo desde el 30 de abril de 1835, fue reemplazado el 28 de agosto de 1837 por razones de salud (en la carta, del 3 de julio, se refiere a su “fluxión” y a “el dolor de la cara”). Había sido partidario de Rivadavia, ministro de Hacienda del gobierno de Dorrego y del primero de Rosas. Después de 1840, sería legislador. Mantuvo correspondencia con Rosas en el exilio. En su testamento, este le dedicó las siguientes palabras, al legarle la espada de puño de oro que, por la campaña al desierto, le había obsequiado la Junta de Representantes de Buenos Aires: “A mi muy querido amigo, a mi sincero consuelo en la prisión de mi pensamiento, en la soledad de mi destino y pobreza, al señor José María Rojas y Patrón”[3].

La misiva está fechada casi tres meses antes de que el poema se publicara como parte de las Rimas y apenas unos días después de que Juan María Gutiérrez leyera las primeras partes en el Salón Literario. La relación de Sastre con Rojas no es secundaria. Como lo ha advertido Alberto Palcos (a partir de la dedicatoria que el primero le hiciera al segundo en un ejemplar del folleto en que se publicaron los discursos inaugurales), parece haber sido por intermedio del ministro de Hacienda de Rosas que Sastre consiguió la autorización para abrir el Salón Literario[4].

La carta evidencia la lectura por quienes no son amigos ni conocidos; Rojas escribe “Echavarría” en lugar de “Echeverría”, y menciona, entre quienes accedieron a los versos, a unas ciertas “Señoras”. Más allá de la menor o mayor popularidad que estos detalles pueden sugerir, el hecho de que la versión manuscrita circulara por manos muy cercanas a las de Rosas contribuye a cuestionar –no necesariamente a invalidar– determinadas interpretaciones que han pensado el poema como una intervención más bien directa en la política del momento: desde la suposición de Juan María Gutiérrez de que Brian era en la mente de Echeverría el “caudillo ideal de la cruzada redentora [contra Rosas] a que concitaban sus versos” hasta la hipótesis sostenida por Noé Jitrik que ve en “La cautiva” un cuestionamiento de la política de Rosas y su versión triunfal de la campaña al desierto.[5]

Otro aspecto que se destaca es de orden estético. Si Rojas elogia al “gran poeta” que ha podido cantar “la naturaleza solitaria”, es decir, si encarece al poeta romántico, lo hace desde una retórica de corte neoclásico: se refiere al “favor de Apolo” y cita la oda III del libro cuarto de Horacio[6].

Resalta también el juico con que introduce, entre las “muchas bellezas”, una crítica: “De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos”. De esta forma, Rojas parece adelantarse a Gutiérrez en el tópico que señala, en la obra echeverriana, la mezcla del “oro de buena ley con materias humildes”, o, como lo dirá luego Paul Groussac, que Echeverría, pese a sus virtudes, “no presenta una página perfecta”.[7] Por otro lado, la indicación de Rojas revela los reflejos que, en estos versos, hay de otras literaturas: en su intento por ver lo propio, el poeta no deja de mirar el cielo del hemisferio norte.

Por último, una especulación. Rojas dice haber leído “los dos cantos” del poema. Si en primer lugar opina sobre “el canto del Desierto” –sería la primera parte–, luego, al referirse a “el otro canto”, no remite al segundo, sino al tercero, dado que es allí donde se menciona la “polar estrella” (v. 322). Por lo tanto, la carta de Rojas, fechada el 3 de julio, permitiría conjeturar que en el Salón Literario no se habrían leído las dos primeras partes, como suele asumirse,[8] sino la primera y la tercera. El anuncio de La Gaceta Mercantil del lunes 26 de junio deja bien en claro que a las siete de la noche se leería en el Salón Literario “el primer canto”, pero el del 1 de julio, en cambio, solo indica que se haría la lectura de “un canto” del poema, sin especificar cuál[9].

 

Ubicación de los manuscritos y criterios de edición

El folio con “Variantes de la Cautiva” –tal el título que lleva– se encuentra dentro del volumen de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez. El poemario está encuadernado junto con otros dos, después de la segunda edición de Los consuelos –en el catálogo solo figura este título– y antes de Elvira (Biblioteca del Congreso de la Nación, Sala de Colecciones Especiales, Biblioteca y Archivo del Dr. Juan María Gutiérrez; ubicación: B.G. 87). En el margen superior derecho, en sentido vertical, de abajo hacia arriba, se lee: “Autógrafo de Echeverría”.[10] Se actualizan las grafías y la acentuación, pero no se modifican ni la puntuación ni el uso de las mayúsculas.[11] La tilde en “ondéar” constituye en realidad una marca que indica la separación de las vocales; de ahí que se la reemplace por la diéresis (“ondëar”).[12] En un caso, se agrega entre corchetes una letra, que falta por la rotura del margen. Se acompaña la edición del manuscrito con pasajes del texto de la edición príncipe (sin modernizar la puntuación); se destacan en cursiva los versos con los que se establecen la correspondencia en los casos en que esta parece ser unívoca.

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre se conserva en la Colección Carlos Casavalle (1544-1904) del Archivo General de la Nación (ubicación: Autógrafos, Legajo nº 12, documento nº 1558, 1). Se adaptan o desarrollan las abreviaturas: S.or: Sr.; D.n: don; q.e: que; p.a: para; p.o: pero; at.o: atento; seg.o: seguro; ser.or: servidor. La palabra subrayada se edita en cursiva. Se busca mantener el tipo de sangría. Se modernizan las grafías y la acentuación, pero se conservan el uso de las mayúsculas y la puntuación (con la excepción de un caso, en que en rigor hay una raya en lugar de punto y seguido). No se da cuenta de una pequeña tachadura.

 

Variantes de “La cautiva”

 

 

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Del Desierto PARTE PRIMERA. EL DESIERTO.
Do quier campos y heredades

A los brutos concedidas

 

 

 

 

 

 

Do quier campos y heredades                      

Del ave y bruto guaridas,

Do quier cielo y soledades

De Dios solo conocidas,

Que él solo puede sondar.

 

 

(vv. 16-20; cursivas añadidas)

 

 

 

 

Del día el oscurecer

 

 

 

La humilde yerba, el insecto,

La aura aromática y pura,

El silencio, el triste aspecto

De la grandiosa llanura,

El pálido anochecer,

Las armonías del viento,

Dicen más al pensamiento,

Que todo cuanto a porfía

La vana filosofía

Pretende altiva enseñar.

 

 

(vv. 36-45; cursivas añadidas)

 

 

Y su cabellera [——]

Flotaba en la esfera [——]

 

 

 

[Todo el fragmento está tachado. La última parte de cada verso es ilegible].

  Ya el sol su nítida frente

Reclinaba en Occidente,

Derramando por la esfera                

De su rubia cabellera

El desmayado fulgor.

 

 

 

(vv. 51-55; cursivas añadidas)

 

 

La verde grama movía

Del campo que parecía

Como un piélago ondëar

 

  El aura moviendo apenas,

Sus alas de aroma llenas,

Entre la yerba bullía             

Del campo que parecía                     

Como un piélago ondëar.

 

 

(vv. 61-65; cursivas añadidas)

Mientras la noche enlutando

Viene al mundo aquella calma

Que contempla suspirando

 

 

 

Mientras la noche bajando               

Lenta venía, la calma            

Que contempla suspirando,

Inquieta a veces el alma,

Con el silencio reinó.

 

 

(vv. 96-100; cursivas añadidas)

 

 

Al vigor de nuestra lanza

Cayó su fiera pujanza

 

——

 

Y su indómita pujanza

Rindió el cuello a nuestra lanza

 

 

[En el margen izquierdo del folio, una línea enlaza los dos pares de versos; se trata de dos variantes].

  Ya los ranchos do vivieron

Presa de las llamas fueron,

Y muerde el polvo abatida                

Su pujanza tan erguida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(vv. 161-164; cursivas añadidas)

Del Festín

Suprimidos

PARTE SEGUNDA. EL FESTÍN.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

[Un verso se repite en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera].

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

 

 

(vv. 85-98; cursivas añadidas)

El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

[La variante elabora de manera distinta el pasaje completo].

En su mano los cuchillos,

A la luz de las hogueras,

Llevando muerte relucen;

Se ultrajan, riñen, vocean,

Como animales feroces

Se despedazan y bregan.

 

 

 

(vv. 215-220)

Del pajonal PARTE QUINTA. EL PAJONAL.
Flor por la desdicha hollada

 

 

 

 

Flor hermosa y delicada,                  

Perseguida y conculcada

Por cuantos males tiranos

Dio en herencia a los humanos

Inexorable poder.

 

 

(v. 92-96; cursivas añadidas)

De la Quemazón PARTE SÉPTIMA. LA QUEMAZÓN.
 

 

 

 

 

Quién que al vicio inmundo

Del inicuo mundo

El cielo iracundo

Pone a prueba ya

 

 

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo, 

Sumido en lo inmundo,                     

El cielo iracundo                   

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48; cursivas añadidas)

 

 

 

Y que otra vez del destino

Triunfase el amor divino

Del pecho de una mujer

 

  Pero del cielo era juicio

Que en tan horrendo suplicio

No debían perecer;

Y que otra vez de la muerte               

Inexorable, amor fuerte                    

Triunfase, amor de mujer.

 

 

(vv. 131-136; cursivas añadidas)

Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[La variante puede vincularse temáticamente con toda la estrofa].

  Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48)

De Dios la justicia

Vierte de repente

Sobre la malicia

Que triunfa insolente

La tribulación

 

 

[Si bien es posible conjeturar determinadas relaciones, no es claro con qué versos de la séptima parte puede vincularse esta variante].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[E]l fuego ondeando

Venía y tremendo,

El aire empañando

Con humo y rugiendo

Como tempestad

 

 

[La variante también puede vincularse, temáticamente, con otros versos de la séptima parte; por ejemplo, con los vv. 11-30].

  Raudal vomitando,

Venía de llama,

Que hirviendo, silbando

Se enrosca y derrama

Con velocidad.—

 

 

 

 

(vv. 74-78)

De Brian PARTE OCTAVA. BRIAN.
               ¡Oh amor puro

De lo más frágil y duro

Se compaginó tu ser

 

        […] ¡Oh amor tierno!                

De lo más frágil y eterno                  

Se compaginó tu ser.

 

 

(vv. 93-95; cursivas añadidas)

 

Su largo bigote espeso

Se mueve erizado y tieso.

 

 

  Se alzó Brian enajenado,

Y su bigote erizado                

Se mueve; […]

 

 

(vv. 195-197; cursivas añadidas)

De María PARTE NOVENA. MARÍA.
 

 

 

 

 

 

 

 

Semejante a la belleza

Que petrificó el dolor

 

  Nace del sol la luz pura,

Y una fresca sepultura

Encuentra; lecho postrero,

Que al cadáver del guerrero

Preparó el más fino amor.

Sobre ella hincada María,

Muda como estatua fría,

Inclinada la cabeza,

Semejaba a la tristeza           

Embebida en su dolor.

 

 

(vv. 21-30; cursivas añadidas)

Al oír tan crudo acento

Como cae el seco tallo

Al menor soplo del viento,

O como herida del rayo

 

  Y al oír tan crudo acento,               

Como quiebra al seco tallo               

El menor soplo del viento,                

O como herida del rayo

Cayó la infeliz allí;

 

 

(vv. 247-251; cursivas añadidas)

 

Aparece nuevamente

Un matiz fascinador

 

 

Sobre su cándida frente

Aparece nuevamente                        

Un prestigio encantador.

 

 

(vv. 319-321; cursivas añadidas)

Las rosas de su mejilla

Entre nieve sin mancilla

Se muestran

 

 

 

Su boca y tersa mejilla                      

Rosada, entre nieve brilla,

Y revive en su semblante

La frescura rozagante

Que marchitara el dolor.

 

 

(vv. 322-326; cursivas añadidas)

 

 

Y sombrean de su frente

La resignación paciente,

La nevada palidez.

 

 

 

  Sus cabellos renegridos

Caen por los hombros tendidos,

Y sombrean de su frente,                   

Su cuello y rostro inocente                

La nevada palidez.

 

 

(vv. 31-35; cursivas añadidas)

Pero asilo eres sagrado

Donde reposa un soldado

 

 

 

Pero hoy tumba de un soldado         

Eres y asilo sagrado:

Pajonal glorioso, adiós.

 

 

(vv. 104-106; cursivas añadidas)

 

 

 

Carta de José María Rojas a Marcos Sastre

 

 

 

Sr. don Marcos Sastre

Muy apreciado Sr.

 

A pesar de mi fluxión he leído los dos cantos del Sr. Echavarría, que han parecido tan bien a estas Señoras como a mí.

El autor se anuncia como gran poeta en el canto del Desierto: para cantar la naturaleza, y la naturaleza solitaria se necesita el favor de Apolo, y no hay duda que nuestro Bardo lo ha conseguido.

 

     Illum non labor Isthmius

     Clarabit pugilem…

      …………………………

      Et spissae nemorum comae,

      Fingent Aeolio carmine nobilem.[13]

 

El otro canto tiene muchas bellezas; pero habiéndome vuelto el dolor a la cara, solo le haré una crítica. De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos.

 

Su atento y seguro servidor

 

Julio 3/837                                                                                José M. Rojas

 

 


Notas

[1] Así explicaba Ángel Battistessa, por ejemplo, aquello que, según su parecer, constituía el mayor defecto de Echeverría, la redundancia: “Esta falta de poda, más que de su gusto procede de la amontonada frondosidad con que debió cumplir su tarea. ¿Por qué, frente a los trabajos de Echeverría no hacer memoria de las circunstancias en que fueron compuestos? En el sobresalto de las facciones, unos; en el desabor de la enfermedad, otros, y por lo común al dictado o a vuela pluma” (Battistessa, Ángel J., “Echeverría. Primera atalaya de lo argentino”, en Echeverría, Esteban, La cautiva. El matadero, Buenos Aires, Peuser, 1958, pág. LXVIII).

[2] “Sus mujeres entre tanto, / Cuya vigilancia tierna / En las horas de peligro / Siempre cautelosa vela, / Acorren luego a calmar / El frenesí que los ciega, /Ya con ruegos y palabras / De amor y eficacia llenas; / Ya interponiendo su cuerpo / Entre las armas sangrientas.” (II, vv. 225-234).

[3] Ese era su nombre completo (en rigor, “Roxas”; actualizamos la grafía). Citado por Cutolo, Vicente Osvaldo, Nuevo diccionario biográfico 1750-1930, t. 6 R-SA, Buenos Aires, Elche, 1983, pág. 465.

[4] Palcos, Alberto, Historia de Echeverría, Buenos Aires, Emecé, pág. 57. En su edición crítica y documentada del Dogma socialista, Palcos cita (conservando la ortografía) la dedicatoria que Sastre le escribió a Rojas: “Sor. D. José María Roxas – ¿Qué hubieran podido mis deseos sino no hubiesen hallado la simpatía de una alma generosa y sabia como la de Ud., y el amparo de su protección? – Nada. Quedarían estériles, como en todos tiempos ha sucedido a votos no menos sagrados, hijos tambien del mas puro patriotismo. ¡Quiera el Cielo que el Gran Rosas acepte la verdad de los labios de Ud. para que tengamos la satisfacción de ver una Sociedad Literaria en nuestra Patria! / Su mui atento servidor Q. B. S. M. Marcos Sastre” (en Echeverría, Esteban, Dogma socialista, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1940, pág. 232, nota al pie; “sino no”: así aparece citado en Palcos).

[5] Gutiérrez, Juan María, “Noticias biográficas sobre D. Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. LIV; y Jitrik, Noé, Esteban Echeverría, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967, pág. 27.

[6] Cutolo (op. cit., pág. 465) señala que Rojas tenía entre sus lecturas predilectas a los clásicos.

[7] Gutiérrez, Juan María, “Breve apuntamientos biográficos y críticos sobre don Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. XLV; y Groussac, Paul, Esteban Echeverría, edición crítico-genética en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>, folio 19r.

[8] Por ejemplo, en Weinberg, Félix, Esteban Echeverría: ideólogo de la segunda revolución, Buenos Aires, Taurus, 2006, pág. 98.

[9] Existiría aún otra posibilidad: que no hayan sido dos, sino tres, las partes leídas; escribió Vicente Fidel López en su “Autobiografía”: “Se anunció la lectura de tres cantos de La cautiva. El salón se llenó de gente y Gutiérrez nos leyó esos trozos con énfasis y con elegancia”. Sin embargo, la memoria de López es, en esta página, poco confiable, puesto que equivoca visiblemente los años en que funcionó el Salón Literario (López, Vicente Fidel, “Autobiografía”, La Biblioteca, t. 1, 1896, pág. 347; cursivas añadidas).

[10] Más allá de esta indicación, el cotejo con otros papeles de Echeverría permite confirmar que se trata de un texto autógrafo.

[11] Sobre los criterios de edición adoptados, véase Tavani, Giuseppe, “Metodología y práctica de la edición crítica de textos literarios contemporáneos”, en Segala, A. (comp.), Littérature latino-américaine et de Caraïbes du XXe siècle. Théorie et pratique de l’édition critique, Roma, Bulzoni, 1988, págs. 65-84.

[12] En la edición príncipe, la tilde cumple idéntica función en la palabra “crúel”. La tilde en “ondéar” se justifica en la medida en que en otros versos la secuencia vocálica se articula como diptongo (por ejemplo, en I, v. 118).

[13] Se trata de los versos 3, 4, 11 y 12 de la oda III del libro cuarto de Horacio: “No lo harán ístmicas fatigas / púgil famoso […] / y las espesas cabelleras / de los bosques lo harán noble con eolio canto”. Alejandro Bekes, a quien pertenece la traducción, sintetiza de la siguiente forma el argumento de la oda: “Aquel a quien desde la cuna mire benévola la Musa, no vencerá en los juegos ni en las batallas, pero compondrá cantos perdurables. Si Roma se digna mirar a Horario como poeta, esto se debe al favor de la Musa, que él agradece” (en Horacio, Odas, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Losada, 2015, pág. 450).

Enloquecer para vivir, vivir para sentir. Reseña de «Los nísperos», de Candelaria Jaimez

Por: Eugenia Argañaraz

Imagen: Leonardo Mora

 

Eugenia Argarañaz nos invita a sumergirnos en la lectura de Los nísperos (2019), la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez. La narración gira en torno a Ana, una mujer que ha sufrido numerosas experiencias traumáticas a lo largo de su vida: además de crecer en un ámbito familiar cerrado y conservador y de vivir amores que se frustran con hombres que no la respetan, Ana pierde a sus padres en un accidente automovilístico y, más adelante, a su única amiga en un aborto clandestino. Por eso, la lectura de Argarañaz pone el foco en el dolor de la protagonista y se pregunta: ¿Cómo se sigue en medio del dolor? ¿Cómo articula Ana sus diversos modos de resistencia? Para Argarañaz, se trata de interrogantes que la autora despliega a lo largo de la obra y que nos acercan, como lectores, a su protagonista.


Los nísperos (Candelaria Jaimez)
Borde Perdido Editora, 2019
101 páginas.

 

El tiempo se puede congelar.

Candelaria Jaimez

Ya no puedo más, ya no puedo más.

Siempre se repite esta misma historia,

Ya no puedo más, ya no puedo más,

Estoy harto de rodar como una noria.

Vivir así es morir de amor,

Por amor tengo el alma herida […]

Melancolía.

Camilo Sesto

 

Recientemente se publicó la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez (Córdoba, 1973), titulada Los nísperos (2019). La autora, con delicadeza rigurosa y trabajo exquisito, ha logrado plasmar las vivencias de un clan atravesado por la tragedia, que se ensancha capítulo a capítulo en una historia personal en donde su protagonista es una mujer, Ana, que vive experiencias dolorosas e imborrables durante las etapas de la niñez, adolescencia y adultez. En los tres estadios se nos informa acerca de las relaciones que Ana tiene no solo con su familia, conservadora y arraigada a costumbres difíciles de cambiar, sino que también empezamos a conocer cómo es la vida de la joven con amigxs, compañeras de la escuela, amores que se frustran, hombres que no la respetan y, además, con una sociedad que la estigmatiza por querer romper con reglas sociales con las que no se siente cómoda ni feliz. Ana atraviesa diversos duelos: la muerte de un primer amor, la muerte de sus padres en un accidente automovilístico –accidente en el que estaban, también, ella y su hermana– y la muerte de su única amiga en un aborto clandestino. Pero no solo las pérdidas de seres queridos le causan dolor a Ana; también ha sido víctima, durante su adolescencia, de abusos, de un acoso particular del cual pudo escapar y librarse gracias a un grupo de amigas que estuvieron ahí para afrontar juntas la aberración.

 

En la vida de Ana aparecen, constantemente, imágenes del pasado, como la voz del fantasma de su madre que, minuto a minuto, en los momentos de más tensión, se hace presente auditivamente recordándole que, decida lo que decida, lo hace mal y desde la irracionalidad. Vemos así la figura de una madre que, aún muerta, sigue permaneciendo en el día a día de una hija llena de dolor y de pena porque el adoctrinamiento y lo impuesto han sido letales y se vuelve complicado arrancarlos. Esto formará un círculo vicioso porque, una vez que la voz de la madre termine de llevar a Ana al límite, continuará el camino con la otra hija, con la hermana de Ana (Clara), a quien siempre se vio como aquella incapaz de cometer “errores”, incapaz de “equivocarse”: vemos, así, que los encasillamientos, las etiquetas, los rótulos son difíciles de quitar cuando el patriarcado sigue presente cada día de nuestras vidas.

 

*

 

El personaje de Ana genera, en quienes leemos la novela, angustia y malestar. La incomodidad de la que nos hace parte se vincula justamente con eso que sentimos por aquellas que (tal vez) juegan con su fragilidad todo el tiempo, tanto que no les importa romperse porque ya otrxs las han roto antes. Aunque también Ana es una mujer fuerte que nos trasmite temor porque, al leer sus accionares, nos preocupamos por ella, por su dolor, por su tragedia, por su futuro. Queremos cuidarla de eso que acontece y, ¿por qué no?, de ella misma. A Ana podemos amarla, entenderla y también odiarla, y es ahí donde nos preguntamos: ¿Por qué la vida se empecina con ella? O al menos esa es una de las preguntas que quizás atraviesen una gran parte de esta novela experimental[1] y coral; características que remiten a un trabajo con la palabra que nos ubican en senderos donde todo tiene lugar: el amor, el dolor, los abusos, el maltrato a las mujeres, los abortos clandestinos, la familia encapsulada hasta el punto de fracturarse por completo y de allí saltar al vacío; a uno sin tope porque el quiebre parece infinito.

 

¿Hasta dónde puede llegarnos y llevarnos el dolor cuando es tan inconmensurable que no sabemos dónde metérnoslo? Pregunta retórica que solo tiene respuesta en una historia de vida. En este caso, la historia de Ana y de su hermana o, tal vez, la historia única de Ana. Personificar lo no dicho y darle entidad no es fácil en una cultura que siempre se ha caracterizado por hacer notar apariencias y conveniencias. Con este relato, Candelaria, su autora, nos introduce en una típica comunidad donde el lleve y trae es parte de la vida diaria, donde el “qué dirán” pesa fuerte y donde las atrocidades se ocultan porque es mejor acallarlas ante la mirada de aquellos encargados de juicios de valor constantes. Quienes somos del interior y quienes hemos crecido en un pueblo pequeño, sabemos que la frase “pueblo chico, infierno grande” no es netamente algo metafórico, es más bien una parte indispensable de ese todo que atormenta.

 

Muchos son los acontecimientos que marcan a Ana (niña, adolescente y luego adulta) a lo largo de su existencia. Primero la muerte de Damián, una suerte de “amigovio” del que tal vez se llegó a enamorar pero a quien no pudo decírselo porque él antes decidió arrancarse la vida. Después de esta situación suceden hechos que hacen que la memoria de Ana guarde errores ajenos, errores de otrxs que se convierten en fantasmas que la sobrevuelan cada día. Así es como nunca puede entender que el chofer de un colectivo la acose e intente abusarla sexualmente siendo una adolescente o que los ojos externos la observen despectivamente porque ella es “la rebelde”, “la hija problemática”, la que seguramente terminará sola, y acá se entiende por “sola” el rótulo de la nueva solterona del pueblo. Todo eso constituye una acumulación asfixiante que se acrecienta hasta que Ana sufre otra gran pérdida, la de sus padres.

 

“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” dice una oración del catolicismo de la que Ana se apropia y hace poner en alerta constante a su hermana, su cuñado y hasta a su amiga, “la Brenda”, quien intenta decirle que eso del diablo es falso, puro cuento pero que ojo, hay que cuidarse, ser cauta, porque “con eso no se jode”. Lo que Brenda no ve es que Ana ya conoció al diablo y entonces, a partir de allí, no le teme a nada, no puede más y, a pesar de eso, avanza. El diablo es presentado en la novela como un todo acaparador: el abusador, la violencia que ejecuta la pareja de su amiga quien sufre y no puede salirse de un círculo vicioso, los mandatos familiares impuestos que perturban a Ana a través de la voz en off de una madre fantasmagórica, las mentiras de un amante sin escrúpulos y, sobre todo, una comunidad que señala y ubica a las mujeres en lugares de revictimización constante. En la trama se nos deja en claro que la vida de Ana fue y es distinta a la vida de su hermana. Los tonos de preferencia con que su madre se manejaba para hacérselo notar logran en ella que el silencio se le adhiera al cuerpo.

 

-Contame. Te juro que no digo nada. Con el diablo no se jode, Ana. Capaz le vendes tu alma al vicio. Hay gente que se ha vuelto loca. Lo ven aparecerse y se les chifla la cabeza.

-Quiero vengarme de un hombre.

-¿De quién?

-De uno. No te puedo contar.

-Dale, no digo nada (Jaimez, 2019: 19)

 

La protagonista de Los nísperos empieza a guardar no solo sus secretos sino los secretos de otrxs, acumula en su memoria muchas cosas y es parte de una sociedad que tiene por costumbre cuidar las apariencias y esconder las verdades. El “yo confieso que he pecado mucho” (de acuerdo a la oración religiosa) guarda un vínculo profundo con el níspero de la casa de su abuelo, ya que Ana es también depositaria de las confesiones de otrxs, de los pecados de otrxs, el árbol de níspero actúa como el lugar donde se cobijan recuerdos pero también como el espacio desde donde se resiste. Ella necesita tener su lugar para guardar no solo objetos queridos sino también secretos, esos que no puede contar ni compartir ni siquiera con su familia. Y así, al mejor estilo de su abuelo, ella también entierra en su ser verdades que no le interesa que el resto descubra. “Abajo del níspero, tu abuelo dejó cosas. Viejo loco, enterraba huesos como un perro” (2019: 54) le dice Agustín, uno de los personajes, que se encuentra encantado de conocer los enigmas de una mujer silenciosa.

 

Candelaria Jaimez, en la presentación de Los nísperos en Córdoba, relató que se escribe creando presencias, se escribe dando cuerpo a fantasmas, a bestias que fluyen entre renglones que cobran vida y entonces, desde ahí, se hace imposible desprenderse de los personajes. Su autora, además, elige para su novela un título que podemos equiparar con esa Ana resistente: los nísperos, árbol frutal, persistente al frío y que llega a sobrevivir a temperaturas por debajo de 0ºC. El níspero, a pesar de esa resistencia, no se lleva bien con el viento fuerte, las heladas o los golpes de calor excesivos, subsiste en suelos arenosos con buen drenaje pero los ideales son los suelos arcillosos, según dicen. Tantas son las características del níspero que tampoco se elude el hecho de que puede crecer hasta diez metros con hojas grandes, largas y onduladas, y llega a formar una copa redondeada. No es casual esta elección, ya que podríamos ver a Ana como aquella capaz de crear un escudo para salvaguardarse de tantas situaciones de violencia. De aquí surge este entrelazamiento con el níspero, no solo como protección sino además como confesionario de lo que muchxs jamás descubrirán de Ana. Para ella no hay mejor respaldo y cuidado que ese que le ofrece la naturaleza a través de un árbol.

 

*

 

Leer Los nísperos es como sentarse a ver una película en donde el desquicio (o mejor dicho lo que otrxs a su alrededor ven como desquicio) de su protagonista nos coloca involuntariamente como partícipes de una historia. Pero también es conocer que la vida enloquece y, en ese enloquecer, el sentir puede llegar a hacernos estallar. “Ana miraba a Pablo” era el nombre que, en primera instancia, su autora imaginó para esta novela. ¿Por qué? Tal vez porque mediante la mirada profunda se descubre cuando el vidrio está a punto de quebrarse. Enloquecer gradualmente para así sentir que ya casi se está en lo más abismal de lo abismal, y entonces así Ana miraba a Pablo (uno de sus amores que no la respeta y le es indiferente haciendo uso de la mentira) pero también Pablo miraba a Ana. ¿Cuáles son las diferencias en esas miradas? ¿Se puede mirar distinto? Evidentemente sí y la protagonista lo deja en claro de principio a fin. Se puede mirar tan fuerte hasta comprender que eso que acontece le sucede también a un colectivo de mujeres que son juzgadas, dado que siempre los adjetivos despectivos, cubiertos de estigmas, son la mejor opción para rellenar hojas en blanco.

 

La historia de Los nísperos, parafraseando a Alejandra Kamiya en su relato “La oscuridad es una intemperie”, da cuenta de que la oscuridad no es perfecta y que la luz es su defecto: “Entrar de una oscuridad a otra es como no entrar a ningún lado” argumenta Kamiya; la cita nos permite pensar en esa mujer que decidió abrir ventanas, transgredir límites y vivir aunque ya no pueda más, aunque el espacio se le expanda. “Todas las mujeres tenemos un secreto desde niñas. No importa de qué está hecho, nos constituye como nos constituye la espera y el silencio” (Kamiya, 2019: 98). Leer a Ana es leer su secreto, hacer que no le pese tanto.  Finalmente, leer a Ana en cada página es verla moverse en medio de hojas de papel al estilo álbum fotográfico con todos sus matices y sentir que, pese al dolor y a la ficción, una mujer está compartiendo su libro diario con nosotrxs: lectores y lectoras dispuestxs a seguir mirando. Leer Los nísperos resulta, entonces, indispensable para nuestro presente y para guardar en nuestras memorias los días de aquellas que ya no están.

 

 

*

 

Candelaria Jaimez: Es Profesora en Artes Visuales, Licenciada en Artes y Gestión Cultural. Pintora y escritora. Se dedica a intervenir el espacio público con murales de creación colectiva. Trabaja como docente en nivel primario, medio y universitario. Ha participado en las antologías Dora Narra – Editorial Caballo Negro y Recovecos (2010) y Los Visitantes, Antología de crónicas de viaje – Editorial Caballo Negro (2011).Ha publicado cuentos breves en La voz del interior – Córdoba.

Eugenia Argañaraz: Es Doctora en Letras, Licenciada en Letras Modernas y Correctora Literaria por la UNC (Universidad Nacional de Córdoba). Actualmente es docente en el nivel medio y superior. Conjuga investigación con docencia porque siente que ambos trabajos van de la mano. Lo que más le gusta hacer es leer, en cualquier momento, en cualquier lugar porque la lectura siempre emana libertad.

 

[1] Se hace referencia de este modo a la novela experimental teniendo en cuenta los rasgos con los que escribían, por ejemplo, Luis Martín Santos y Miguel Delibes en la década del sesenta como reacción al realismo social español de los años cincuenta, con presencia de personajes problemáticos, en lo que refiere a su identidad, que intentan encontrarse a sí mismos y a la razón de su existencia. Se empieza a utilizar el punto de vista múltiple que consiste en narrar bajo la perspectiva de varios personajes, haciendo uso de la técnica del contrapunto, según la cual diversas historias se van cruzando.

Una historia de la imaginación en la Argentina

Video y música original: Leonardo Mora
Imagen y texto: MAMBA


 

VISIONES DE LA PAMPA, EL LITORAL Y EL ALTIPLANO DESDE EL SIGLO XIX A LA ACTUALIDAD

Alejandra Laera, a cargo de la curaduría literaria de la muestra, acompañó a Revista Transas a recorrer «Una historia de la imaginación en la Argentina», un viaje a través del tiempo y el territorio. Como si se tratara de pequeños ríos que se ramifican y cruzan anchas regiones, la exposición recorre diversos motivos visuales que surgen en nuestro suelo y son, aún hoy, re-elaborados a partir de un repertorio de formas, repeticiones y actualizaciones. La exposición incluye más de 250 obras de arte, desde el siglo XVIII hasta la actualidad, provenientes de tres geografías distintas: la Pampa, el Litoral y el Noroeste argentinos. Sobre cada una de estas geografías se asientan tres ejes: la naturaleza, el cuerpo femenino y la violencia. El recorrido por la fantasía pampeana comienza con sus nocturnos; el misterio y sus formas imaginarias bañan la vastedad oscura del territorio. Durante el día, las sombras del ombú se esclarecen y su figura deviene monumento metafísico que rompe el vacío. La inmensidad sublime finalmente muta en un enorme cementerio, entre los huesos y la sangre de batallas y mataderos. En el litoral también domina la incidencia bélica, pero combinada con seres y relatos fantásticos que surgen de la mezcla de lo zoomorfo, lo fitomorfo, lo antropomorfo y lo topográfico. En el noroeste, la línea ya no representa un horizonte claro, sino que juega con el trazo, el color y la materia que deja la montaña en la retina. La línea se vuelve dibujo sintético sobre superficies duras y blandas, como una nueva encarnación de los mitos precolombinos y los relatos coloniales, que reaparecen como marcas de agua o estelas geológicas. Desde el altiplano, la figura de la mujer baja transformada en piedra, como virgen de la montaña, para luego volver a la Pampa húmeda, donde hará referencia a la figura de la cautiva y sus reelaboraciones contemporáneas. La muestra cuenta con un libro homónimo que congrega una serie de ensayos y muestras de literatura argentina, el cual estuvo a cargo de Alejandra Laera y Javier Villa.

 

 

 

Un meteorito llamado Quirós. Reseña de «Campo del cielo»

Por: Nahuel Paz

Imagen: Leonardo Mora

 

Nahuel Paz nos presenta la trayectoria del escritor chaqueño Mariano Quirós (Resistencia, 1979) –prolífera y llena de galardones– y reflexiona acerca de su singularidad en la literatura argentina actual. Al respecto, se detiene en su última obra, Campo del cielo, una antología de cuentos en la que aparecen escenas y temas tan variados como la dislocación entre lo urbano y lo rural, los conflictos de una familia disfuncional, personajes subalternos que someten a otros aún más subalternos que ellos, entre otros. Pero, podemos pensar, el hilo conductor que hilvana a estos relatos se encuentra en sus modos de construir el espacio: un Chaco extrañado que no termina de serlo del todo, un territorio que encierra historias por contar y que se construye a la par que esas historias son contadas.  


Campo del cielo, Editorial Tusquets, 2019, 199 páginas.

Campo del cielo es un territorio ubicado en el límite del Chaco Austral con la provincia de Santiago del Estero. En esa zona, hace cuatro mil años, cayó una lluvia de meteoritos. Los wichís y los qom tienen distintas teorías para explicar el fenómeno. Nosotros preferimos el razonamiento que ofrece Quirós en el relato titulado “Los orígenes”: “Tras aquella pelota de fuego hay una historia, algo que merece ser contado”. Así, los personajes del libro se comportan de maneras extrañas, con lógicas cuyo sentido se nos escapa. En una racionalidad que funciona en esa tierra de extravío.

La carrera literaria de Mariano Quirós (1979) está llena de premios, de hecho, y hasta ahora, el único libro del chaqueño que no recibió ninguno es Campo del cielo; pero, justamente, esta obra confirma su singularidad en la literatura argentina. El escritor narra alejado de la urbanidad (en la polisemia que ofrece pensar la urbanidad: ciudad, civilización, cosmopolitismo, sofisticación, etcétera) para internarse (e internarnos) en un territorio lleno de ambigüedades y búsquedas. Por eso, ¿Los premios dicen algo? A veces sí, a veces no. En el caso de Quirós, sí: los premios hicieron de él alguien que va más allá de la mera suerte. Por eso, brindaremos aquí algunas lecturas acerca de este libro, en particular, y sobre la obra del escritor, en general.

La tradición

La narrativa chaqueña tiene un par de escritores faro que podemos enlazar con Quirós: Mempo Giardinelli y Miguel Ángel Molfino. El primero porque describe cierta violencia que suele vincular con el clima chaqueño, especialmente Luna Caliente (1983), El décimo infierno (1999) y Cuestiones interiores (2001). La violencia en Giardinelli (y también en Quirós) parece inmotivada y lleva a los personajes a practicarla desde los instintos más primitivos. De Molfino, en cambio, Quirós pareciera tomar algunos recursos técnicos de la escritura y la descripción de ambientes de los cuentos de El mismo viejo ruido (1994).

Podríamos sumar que hay ciertas relaciones con otros escritores de su generación, como los cordobeses Federico Falco (1977) y Luciano Lamberti (1978) –Quirós usa como epígrafe para La luz mala dentro de mí un fragmento de un cuento de Lamberti–, el santafesino Francisco Bitar (1981) y la entrerriana Selva Almada (1973).

Una estética

Desde su primera novela, Robles (premio CFI, bienal federal), hasta la última, Una casa junto al tragadero (premio Tusquets de novela) y desde su primer libro de cuentos, La luz mala dentro de mí (premio FNA), hasta el último, Campo del cielo, la literatura del chaqueño viene surcando el firmamento de las letras nacionales. Hagamos un intento por desmenuzar el artefacto narrativo de Quirós.

El libro abre con “El nene”, una narración típicamente quirosiana: una familia disfuncional (en muchas de sus historias hace hincapié en el terreno de estos vínculos), un par de hechos oscuros, apenas delineados y un amor filial puro (en medio de la violencia) y doloroso, el texto nos devuelve la necesaria sensación de que la literatura no necesita de la moral para contar nada. El final es de una belleza brutal.

En este ítem encontramos la relación con Lamberti, especialmente en su relato “La canción que cantábamos todos los días”: algo siniestro que se cuenta a medias, la idea principal es que se despachan las partes turbias del relato como quien entrega información sin importancia. Esta oscuridad de Quirós no es nueva, viene desde Robles (un embarazo entre primos) y está presente en toda su obra: en Río negro hay una violación narrada como “quien no quiere la cosa”, junto a un par de muertes violentas. Creemos que esto es parte de su marca registrada: narrar la sordidez como si no pasara nada.

En el segundo cuento, “Un cráter milenario”, aparece otra cuestión de la maquinaria Quirós: los personajes que someten con su poder a los subalternos. Lecko a su perra, India, “Los melli” a Lecko y así en la cadena de domesticación. Este recurso también está presente en otros textos como Torrente, una nouvelle de 2010.

En “TIbisai”, en cambio, el final se dilata hasta que se impone por sí solo. Quienes leyeron a Quirós van a ver venir algo, porque el artilugio está a la vista, desde el inicio, pero el chaqueño sabe llevarlo con elegancia; quienes no lo leyeron notarán algo ya esbozado en “El nene”: un humor ladeado, incómodo, que deja un resquicio entre las situaciones desesperantes que narra y los personajes que se dejan hacer con una pasividad pasmosa.

En “Nicky González habla entre sueños” reaparece otro de los tópicos de Quirós: la dislocación entre la ciudad y el campo/la selva/el monte. Nicky González como un doble patético de Ricky Espinosa, el malogrado cantante de Flema. El tópico que se actualiza en los autores enumerados anteriormente (Lamberti, Falco, Bittar, Almada) tiene en Quirós una vuelta de tuerca ligada con una cierta torpeza en los personajes, quienes parecen perderse monte adentro y querer imponerle al cielo abierto su propia condición de urbanidad.

“El boxeador y su extraterrestre” es un cuento en el que el núcleo está cargado de literatura: en un deporte en el que la rudeza y la competencia llevan a la victoria, el personaje principal busca que le propinen a él el golpe perfecto. Quirós invierte la lógica del boxeo, escapando hacia el terreno del mero relato. En cuanto el lector entiende esta idea ya está enmarañado en su literatura.

Quirós nos revela un territorio mientras lo explora; nos da la clave del artilugio para después esconderlo o irse por caminos que no esperamos y esa es la última clave de nuestra lectura y, creemos también, de su narrativa y de su colección de galardones. Quirós escribe desde zonas inexploradas en un Chaco que no es el Chaco del todo, sino una construcción; recrea un territorio propio y un tono reconocible que lo hace singular. Los cuentos del libro machacan, inquietan. Nos hacen frenar en una esquina para preguntarnos algo, para cuestionar una palabra, un personaje. Nos meten en el monte chaqueño como si lo conociéramos de toda la vida, en la vida de familias que sentimos la nuestra, en sufrimientos y penurias amorosas que se nos parecen. El Campo del cielo de Quirós está hecho de la mejor literatura.

 

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El film imaginado (o Narcisa Hirsch y Michael Snow hablando)

Por: Federico Windhausen

Imagen: Imagen promocional de Taller (Hirsch, c. 1974)

Federico Windhausen reconstruye el itinerario de la conexión conceptual entre la obra audiovisual de Michael Snow, A Casing Shelved (1970) y el film Taller (c. 1974), de Narcisa Hirsch, cineasta alemana residente en Argentina desde temprana edad y figura esencial del cine experimental latinoamericano. Windhausen elabora el diálogo entre ambas obras a partir de una serie de ausencias; la mayor: Taller fue hecha en respuesta a la obra de Snow, a pesar de que Hirsch no la había visto previamente. Décadas después, a partir del proyecto curatorial de Windhausen, «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow» (Toronto, 2013), el diálogo entre ambas piezas audiovisuales se convirtió en un encuentro real: Snow y Hirsch vieron por primera vez sus obras y conversaron al respecto.


Este texto es la crónica de una serie de diálogos que tienen, en su centro, dos obras estructuradas por una ausencia. La primera es una obra audiovisual que no incluye (y no puede incluir) imágenes en movimiento. Para muchos es una película, aunque algunos filósofos dirían que tal designación es lo que se llama un error categorial. El segundo trabajo es una película hecha en respuesta a la existencia de esa obra anterior. Se hizo a pesar de otra ausencia – de no haber podido ver esa obra audiovisual. Sin embargo esa carencia no excluyó la posibilidad de buscar un diálogo entre películas, un intercambio intertextual que podría ser tan productivo como poco común. Varias décadas después, con un proyecto curatorial pude agregar a esa conexión conceptual un encuentro real. La parte principal de este texto es una transcripción editada de ese evento, que titulé «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow». Pero antes de llegar ese diálogo entre y con los cineastas, empecemos con descripciones de las dos películas.

 

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En 1970, el artista y cineasta canadiense Michael Snow presentó por primera vez una obra titulada A Casing Shelved. La produjo en su taller en Canal Street, a media cuadra de Broadway, en Nueva York. A Casing Shelved consta de una diapositiva fotográfica con una imagen de una estantería (o biblioteca) llena de objetos y una banda sonora (durante muchos años fue un casete de audio) con una narración presentada por Snow que dura 45 minutos. Según el cineasta:

La biblioteca que pinté y usé al comienzo de Wavelength [1967] todavía estaba en el estudio en 1970, pero estaba llena de una gran variedad de objetos relacionados con mi trabajo. Hice una diapositiva de 35 mm y luego, sentado frente a la biblioteca en el lugar donde estaba la cámara, grabé mi voz. Dije todo lo que podía pensar sobre cada elemento de la biblioteca. Antes de la grabación, había decidido las categorías de mi descripción, así como, aproximadamente, el recorrido físico (alrededor del mueble) que tomaría.[1]

La mundanidad de la diapositiva se complementa con el carácter lapidario de su monólogo. En algunos momentos esa narración se asemeja a la típica visita al estudio de un artista en donde presenta y habla sobre sus obras de arte. Pero en la imagen de A Casing Shelved no se puede ver claramente ninguna obra individual – y a veces, Snow entra en un modo más perversamente ensimismado, contándonos sobre objetos (como una lata de café) que simplemente forman detritos y minucias insignificantes dentro de su vida cotidiana en el taller. Su narración parece casual y digresiva pero también intenta ser extensa, lo suficiente como para lograr cierto grado de exhaustividad.

Según Annette Michelson, para quien A Casing Shelved presenta “una redefinición de la noción de un film a través del sonido”, lo que se puede llamar la película “empieza cuando la voz del artista, grabada, comienza a catalogar los objetos, llevándolos a nuestra vista, dirigiendo el ojo del espectador a una lectura de la imagen, haciendo de esa imagen fija una película – y, una vez más, una película narrativa”.[2] El cineasta ha declarado varias veces que estaba usando el sonido para guiar nuestros ojos, para dirigirlos a moverse dentro del espacio del marco de una manera similar a los movimientos de la cámara. Pero, por supuesto, Snow también es consciente de que podemos mirar o no mirar libremente, así como podemos escuchar sus declaraciones con diferentes niveles de atención. Como en muchos de sus otros trabajos que exploran órdenes y dispositivos como el resumen extenso o el recorrido panorámico, Snow establece un contraste ingenioso entre la estructura cumulativa de la obra, que generalmente se presenta de manera sencilla y casi clínica, y la calidad subjetiva de nuestra experiencia estética, que a menudo parece fragmentada e incompleta.

 

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La película de Hirsch se llama Taller (c. 1974) y también se limita a una imagen, filmada en su estudio en el barrio de Recoleta en Buenos Aires.[3] Pero debido a que fue rodada en 16 mm, provoca una relación diferente su relación con lo estático y el movimiento. La película existe en una versión en inglés y otra en español, y en ambos Hirsch comienza al estilo de la obra de Snow, con una discusión de lo que se nos da a ver, es decir, una pared que está predominantemente dominada por otras imágenes, como fotografías e ilustraciones. Aunque los objetos físicos frente a su cámara no se mueven, la iluminación sí cambia, evitando que la toma parezca completamente estática. En un determinado momento las lámparas se mueven detrás de la cámara, generando sombras, y Hirsch usa filtros de gel colocados sobre esas lámparas para transformar los colores en la habitación (tal vez ligeramente inspiradas por el uso de filtros de color en la película Wavelength de Snow).

Lo que Hirsch dice en la banda sonora es principalmente un monólogo, pero se presenta dentro el marco de una conversación con un amigo visitante (Horacio Maira en la versión en español, Leopoldo Maler en la versión en inglés). La conversación se lleva a cabo durante el ritual de la merienda diaria, agregando un toque humorístico en la versión en inglés cuando Hirsch sigue hablando mientras come.

Otra desviación del modelo creado por A Casing Shelved se produce cuando la descripción de Hirsch empieza a hablar del espacio que queda fuera de la pantalla, detallando la escena en su taller de forma circular, como si estuviera recorriendo la habitación con una cámara girándose lateralmente (un movimiento que la cineasta lleva a cabo en el taller en su corto Testamento y vida interior [c. 1977], del que Hirsch menciona algunos aspectos que está desarrollando). Si Snow usa su narración para dirigir nuestros ojos a partes específicas de la imagen, las palabras de Hirsch funcionan solo en los primeros dos minutos del film de manera similar. Luego desarrolla una discusión detallada que presume que la espectadora intentará extender el contenido visual de la película mentalmente, mientras permanece alerta ante ligeros cambios en la imagen proyectada en la sala.[4] Los elementos imaginados de la película incluyen el paneo de la cámara que Hirsch construye a través de la trayectoria de su narración, los objetos de la habitación que la cámara no filma y la escena representada por los sonidos grabados a la hora del té. En la versión en inglés, la cineasta observa que «la sensación de tiempo, [de] espacio» – y de los espacios frontales y dorsales – a veces se confunde. Cuando habla del tema está abordando, sin advertirlo, una especie de enigma fenomenológico que también suele captar el interés de Snow.

Pero en contraste con el enfoque microscópico de Snow en su práctica artística, algo que él mantiene a cierta distancia de su vida personal, el recorrido de Hirsch por el cuarto es una introducción a aspectos seleccionados de su vida en ese momento, no todos los cuales están relacionados con sus películas o su arte. Ella indica, al menos parcialmente, cómo los objetos de su espacio de trabajo surgen de o hacen referencia a su vida familiar, sus amistades, sus filmaciones y otras actividades, algunas de las cuales la distinguen claramente como una mujer con un grado particular de privilegio y libertad. Sin embargo, también parece estar atenta al mundo que habita, una característica que se manifiesta en su narración de varias maneras. Por ejemplo, menciona (en inglés) una “ventana” en el taller:

… una ventana que no va a ninguna parte. Es solo un marco, y detrás del marco hay una foto que también mira hacia el Pacífico en Chile. Y allí termina la pared y comienza otra pared. Y luego tenemos una ventana, una ventana real, y la ventana da a un balcón, y después del balcón está la embajada rusa. No es realmente la embajada rusa. Es el lugar donde va la gente de Rusia cuando viene de visita. Pero nunca vemos visitantes. Me pregunto qué pasa, por qué nunca envían a nadie. Hay muchas palomas como en cuclillas en el techo. Parecen refugiados, creo. Y es un poco gris y está lloviendo en este momento. Y bueno, esa es la ventana a la embajada rusa.

Uno de los temas que emerge en su descripción es la geografía y los viajes, ya que Hirsch traza un mapa de una vida en la que las actividades están marcadas por los lugares y donde los lugares se vuelven importantes por las actividades realizadas dentro de ellos. Como en la película de Snow, los objetos funcionan como un medio a través del cual puede realizar un autorretrato. En el caso de Hirsch, sin embargo, esa auto-representación tiene más que ver con sus relaciones afectivas y su participación en comunidades locales y transnacionales. Pero si Hirsch expone, a diferencia de la insularidad de Snow, elementos de su vida que están más relacionados con lo familiar y lo social, el género y los múltiples papeles de la vida cotidiana, también es evidente que ella se presenta de una manera limitada y selectiva. Esto es consistente con una tendencia general dentro de la filmografía de esta cineasta: el “yo” figura en la obra a través de una interacción dinámica entre la revelación y la ocultación, mediante un juego de toma y daca entre lo que se hace visible y lo que queda fuera de la pantalla.

Complementando ese juego es la estrategia textual que Hirsch realiza con Taller. Hablando de los palimpsestos literarios, Gérard Genette nos ofrece una manera de entender el “texto en segundo grado…o texto derivado de otro texto preexistente” y la “relación que une un texto B…a un texto anterior A…en el que se injerta de una manera que no es la del comentario”. Dentro de la amplia gama de derivaciones, citas y diálogos entre textos clasificados por Genette, puede ser que el más cercano al caso Hirsch/Snow es ese “orden” en el

que B no hable en absoluto de A, pero que no podría existir sin A, del cual resulta al término de una operación que calificaré…como transformación, y al que, en consecuencia, evoca más o menos explícitamente, sin necesariamente hablar de él y citarlo.[5]

Si Taller es una evocación indirectamente explícita de A Casing Shelved, quizás la obra de Hirsch logra agregar algo a la identidad de su precursor, convirtiéndola en una película que no solo fue hecha por un cineasta, sino también imaginada por otra cineasta. Y dejando de lado sus significados más conceptuales, Taller representa otro tipo de injerto, uno de trayectorias históricas y de regiones. Situada al margen de una práctica contracultural con un lugar de por sí precario dentro del campo global de las actividades cinematográficas, Hirsch logra implantar, a través de su film, una obra de los cines vanguardistas del Sur en la terreno de juego del Norte. Igualmente importante para su “operación” es su posición como mujer haciendo cine experimental, inventando sus propias formas de diálogo durante lo que resultó ser los últimos años de la predominancia (por lo menos discursiva) de cierto tipo de cineasta experimental masculino.[6]

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Es probable que Narcisa se haya enterado por primera vez de A Casing Shelved a través de una pariente suya en Nueva York que publicó un artículo sobre la película en 1973.[7] Casi cuatro décadas después, en Berlín en 2012, yo asistí a un congreso de cine al que Michael Snow había sido invitado. Allí le hablé del caso de Taller y le propuse mi idea: en una proyección pública en Toronto, donde él vive, cada cineasta podría ver la película del otro por primera vez y luego, juntos, podrían compartir sus impresiones en una conversación pública. Michael, quien nunca había oído hablar de la película de Narcisa, se rió y aceptó de inmediato.

Lo que sigue es una versión editada de la conversación que moderé después de la proyección de ambas películas en Toronto el 13 de junio de 2013. La transcripción y traducción iniciales fueron realizadas por Azucena Losana, a las que agregué algunos cambios editoriales con la ayuda del buen ojo de Guido Herzovich.

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Narcisa Hirsch: Michael, creo que tenés que hablar primero.

Michael Snow: Realmente disfruté mucho tu película. Y si no estuviéramos en estas circunstancias hubiera pensado que es muy similar a A Casing Shelved. Pero también son muy diferentes. Tenés un visitante, por lo tanto hay un espectador interno. Hay obviamente bastantes diferencias, pero sí, creo que sin saberlo hubiera dicho: «Ah, esto es un poco como A Casing Shelved”. Pero no lo es. Es otra cosa.

NH: Bueno, estaba sentada atrás, así que no podía ver los objetos muy bien. Necesitaría volver a ver la película para observarlos mejor ¡porque son muchos! Pero lo primero que noté, o más bien sentí, es que la película de Michael trata sobre su trabajo, sobre sus herramientas y los objetos que usa para su trabajo, y mi película trata más bien sobre mi vida. Tal vez este es un aspecto más femenino. Tiene que ver con mis amigos porque que hay un espectador/oyente que está allí tomando el té conmigo, con las fotografías de mis hijos en el lugar donde veraneamos, etc. Esto es solo algo que noté como una diferencia principal.

MS: Sí.

NH: Pero por lo demás, creo que es bastante similar porque, como dijo Federico, hice esta película después de enterarme de que Michael había filmado la narración de una diapositiva y lo mío era un intento de superación. Dije “¡haré algo más!” y en lugar de narrar o hablar sobre las cosas que se ven, decidí hablar sobre lo que no se ve. Esa fue mi intención. Sin embargo, siento que hay una similitud aún sin haber visto antes la película de Michael. Esta es la primera vez que la veo. Ni siquiera había visto una fotografía. Es completamente nueva para mí. Todo esto sucedió hace como 40 años, y ¡ahora nos encontramos en este contexto tan peculiar! Esto se lo debemos a Federico que es una suerte de hechicero y organizó este encuentro. Personalmente me siento muy feliz de estar aquí con Michael y Federico, y gracias también a Chris Kennedy. Estar aquí es realmente un honor. Muchas gracias.

MS: Siento lo mismo.

Federico Windhausen: Michael, ¿quieres hablar sobre la relación entre hablar y ver? Narcisa quería hablar sobre lo que no se ve en su película. Eso también es parte de tu película. ¿Se puede decir que hay una perversidad en A Casing Shelved? Porque en el film a veces no se puede ver con claridad de lo que se está hablando.

MS: Bueno, hubo una serie de deseos que me condujeron a hacer este film. Es un intento de hacer una película que no tenga movimiento. La voz guía al espectador sobre la imagen y eso se convierte en una película. Esa era mi ambición, que el movimiento se derive del sonido y no de la imagen, lo cual creo que se logra. Supongo que hay en algunos de mis trabajos un intento de cierto tipo de pureza o algo esencialista que está muy concentrado de alguna manera. Esto tiene relación con una película que llamé One Second in Montreal [1969], que dura aproximadamente 30 minutos, y no hay movimiento, tiene que ver sólo con la duración. Por lo tanto, hay en mi obra muchos de estos intentos de concentrar o de construir un posible acercamiento a este tema en particular.

FW: ¿Dirías entonces que hay un grado de descripción que excede nuestra capacidad de ver de qué se está hablando? Como, por ejemplo, el destornillador. No se puede ver el destornillador. O estás hablando de cosas que a veces quedan dentro de los contenedores que se ven. ¿Fue una estrategia deliberada hablar de cosas que no se pueden ver o que son muy difíciles de ver?

MS: No. Quería hablar sobre lo que se podía ver. Obviamente, a veces había recuerdos sobre cómo llegué allí y ese tipo de cosas. Pero sólo decidí hablar sobre todo lo que podía ver allí.[8]

FW: Esta pregunta es para los dos: ¿la estructura de sus films fue aleatoria? ¿Decidieron lo que iban describiendo y en qué momento? ¿Lo planificaron previamente o simplemente comenzaron a hablar?

MS: Estaba planeado en un sentido general. Pensé en discutir las categorías, porque quería tratar de mover la mirada del espectador de esta taza de café a esa otra taza de café, por lo que fue solo una decisión sobre de qué categorías hablaría, o sobre lo qué había allí y cómo clasificarlo: como una lata o como un cilindro. Todas las descripciones, todas las realidades, surgieron de mirar. Eso es algo interesante. En realidad no lo hice mirando la diapositiva sino la cosa misma.

FW: Narcisa, ¿planeaste lo que ibas a hablar?

NH: Realmente no puedo recordarlo, tenía dos versiones de este film, una en español y otra en inglés. Como la película es principalmente el sonido entonces hay dos películas diferentes, pero la imagen es la misma. Acabo de leer algo de John Cage en donde habla sobre una película que vio y dice: «Esto es hermoso y la belleza te atrapa». Estaba pensando que cuando filmo me encuentro atrapada por el hecho de que la mayoría de las veces necesito referirme a algo hermoso y eso me perturba. Estoy muy perturbada por eso. En A Casing Shelved Michael muestra esos estantes mientras habla sobre el trabajo sin movimiento alguno. Bueno, en mi película hay movimiento a medida de que se mueve la luz de la lámpara naranja, que también aparece en mi película Come Out [c. 1974]. Creo que para hacer una película conceptual hay que llegar a la esencia, como dices, el objetivo es ese. Bueno, siento que en el proceso de mi obra me quedo atrapada en esta idea de belleza y esto me ocurrió en este film.

FW: ¿Estás diciendo que eso te molesta un poco?

NH: Sí.

FW: ¿Porque te convierte en una esteta burguesa?

NH: En cierto modo, sí. Obviamente filmar es algo que necesito en mi vida. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de querer llegar a algo más real de una manera platónica, aunque también siento que es innecesario. Pero eso es una dificultad, sí.

FW: Mirando estos trabajos ahora, son artefactos de un período particular en la práctica artística de ambos. ¿Quieren hablar sobre el contexto? ¿Qué estaban haciendo en ese momento y qué representan todas estas películas como registros de un momento particular en su obra?

MS: Bueno, como dije antes, hay un trasfondo. Me pareció interesante usar los elementos que estaban en el estudio y usarlos de otra manera. Esos objetos son un subproducto de hacer arte y yo los uso para hacer arte. En A Casing Shelved hablo de una pieza con diapositivas que llamé Sink [1970] cuyo tema principal es la imagen de un lavamanos manchado de pintura que estaba en mi estudio en ese momento. Simplemente al fotografiarlo lo tomé por sorpresa, de alguna manera, al cambiar la iluminación en cada diapositiva. Es una pieza de 80 diapositivas (un díptico compuesto también por una fotografía del mismo lavamanos). El objeto pasa por todas estas variaciones de cobertura que a veces son extremadamente radicales. Es algo que proviene de la pintura, pero no es una pintura, y fue más o menos al mismo tiempo que A Casing Shelved.

FW: Vale aclarar que A Casing Shelved tiene un registro [en tu narración] de las personas que trasladan la estantería en tu película Wavelength. Hablás en A Casing Shelved de otras personas.

MS: Sí.

FW: Narcisa…

NH: Bueno, [Taller] obviamente es una pieza histórica porque se relaciona con las cosas que estaba haciendo yo, y la película de Michael se relaciona con las cosas que estaba haciendo él, así que es histórica en ese sentido. No tengo mucho que decir al respecto. Volviendo al acto de la belleza de John Cage, como dije, la belleza te atrapa porque si tienes un objeto hermoso el primer paso es querer poseerlo, quieres colgarlo en tu pared si es una pintura, etc. Mientras que con el arte conceptual no pasa eso. Más tarde puede convertirse en un objeto de deseo también, pero inicialmente es diferente. Creo que eso es algo importante hoy en día, especialmente con el arte moderno, porque en el pasado se suponía que el arte tenía belleza y era un objeto que también podía entenderse de la misma manera en que se entiende la belleza. Pero antes de hacer esta película, fui al MoMA [Museum of Modern Art] a ver Wavelength. Fue la primera vez que realmente veía una película experimental. Estaba comenzando a hacer cine experimental en Argentina a fines de los años 60 y principios de los 70, y todo era muy diferente a lo que pasaba en los Estados Unidos o Canadá. Wavelength me impresionó mucho y mi primera reacción fue: «No puedo soportarlo, dura demasiado tiempo, no pasa nada en esta película». Y luego recordé que la persona que me la había recomendado dijo que duraba 45 minutos, entonces me relajé y pensé: «Bueno, esto va a terminar en algún momento». Entonces pude verla de verdad, recuerdo esa sensación muy claramente. Luego me fui y hablé mucho sobre la película y alguien dijo: «Michael Snow es muy conocido… hizo una película en la que muestra un estante lleno de objetos y habla sobre lo que él ve en el estante». Ese fue el momento en el que dije: «Bueno, tengo que hacer algo más», e hice Taller en donde hablo sobre lo que no se ve. Pero como dije antes, Argentina no era como los Estados Unidos o Canadá en ese momento, eran tiempos muy heroicos en términos de la vanguardia y de todas las cosas revolucionarias que estaban sucediendo política y artísticamente. Es por eso que hablo [en Taller] sobre el cine on the ground o el cine underground, para poder atemperar eso.[9] Nosotros en ese momento éramos un grupo muy pequeño de personas filmando en Super 8, mientras que los estadounidenses principalmente filmaban en 16 mm. Pero el Super 8 era mucho más barato y más asequible, por eso lo usábamos. No se podían mostrar las películas como hacemos ahora. La gente se puede sentar a verlas y les pueden gustar o no. En ese momento Argentina era un campo de batalla y la sangre corría. Estábamos en las barricadas y defendíamos cosas a veces sin saber de lo que estábamos hablando. Había un espíritu muy, muy revolucionario. En los Estados Unidos con las películas underground, Jonas Mekas era como un gurú defensor de ese movimiento. En Argentina fue mucho peor porque tenías que estar de un lado o del otro, y esto era un asunto constante en medio de la dictadura militar. Por eso fue tan importante el Goethe-Institut. Jutta [Brendemühl, directora de programación del Goethe-Institut Toronto] está aquí hoy, el Goethe-Institut en Toronto me invitó, y les agradezco por eso. En Buenos Aires fue muy importante que el Goethe-Institut nos apoyara en esa época porque era una institución extranjera y los militares no se atrevían a tocarla demasiado. Al final lo hicieron, porque invitaron a Buenos Aires al polémico cineasta alemán Werner Schroeter. Él hizo algunas cosas [en un taller de cine abierto al público] y el Instituto Goethe recibió amenazas advirtiendo que si ese hombre no se iba de inmediato, pondrían bombas en el instituto. Ese fue el único apoyo institucional que teníamos en ese momento.

FW: Solo para aclarar, viste Wavelength a fines de los sesenta o principios de los setenta en el Museo de Arte Moderno.[10] Pudiste viajar, así que una de las cosas que hiciste fue comprar copias de películas experimentales para llevarlas a Buenos Aires. Entre ellas estaba Wavelength.[11]

NH: En aquella época yo tenía la posibilidad de viajar. Como dije antes, éramos un grupo muy pequeño de gente que, si bien no hacíamos películas juntos, nos ayudabamos con cuestiones técnicas como los equipos para filmar, etc., y cuando había una proyección, generalmente proyectábamos nuestras películas juntos. Marie

Louise Alemann trabajaba para el Goethe-Institut y también tenía la posibilidad de viajar. Pudimos ver algunas de las películas que se estrenaba en ese momento. Fui al Millennium Film Workshop en Nueva York y algunos otros lugares donde había proyecciones y eso fue una influencia muy fuerte para mí. El resto del grupo no viajaba como nosotras. Sin embargo produjeron películas que no eran muy diferentes a las que se hacían en los Estados Unidos, Canadá o Alemania. Eso vino de… vino porque vino. Fue una inspiración de la época. Pero lo que quiero decir es que, por supuesto, fue una batalla. Tenías que decidir de qué lado estabas. Si hacías una película experimental, eso significaba principalmente que nadie la vería y si la veían la atacaban. A nadie se le podría ocurrir comprar películas de ese tipo y tampoco estaban a la venta, lo cual, en perspectiva, creo que fue algo bueno.

FW: Bien, ahora es el momento de hacer preguntas.

Persona 1: [Pide que hablen de la relevancia del arte conceptual argentino y latinoamericano de la década de 1960.]

NH: Bueno, hablando de asuntos políticos, nosotros estábamos muy cerca de todos esos grupos. También tuvimos que, en cierto modo, elegir si estábamos a favor de los militares o en contra de ellos. Hubo todo un movimiento de cine político argentino. Creo que el arte, siempre y cuando sea arte también es político. Pero nuestras películas no eran políticas en el sentido obvio en el que normalmente se concibe lo político como tal. Creo que el cine experimental o underground, como quieran llamarlo (sin darle una categoría porque estoy de acuerdo en que no debería tenerla), tiene más que ver con la poesía que con el cine de las películas narrativas o comerciales que se ven en los cines. Al tratarse de poesía, creo que tiene una ventaja política diferente. Creo que si le hubiéramos mostrado nuestras películas al recientemente fallecido dictador Videla (quizás algunos de ustedes habrán visto la noticia en los diarios), no le habrían gustado, y tal vez las habría prohibido, así como en la Alemania Nazi habrían prohibido también este tipo de arte. Pero nuestras películas tampoco fueron reconocidas por esos cineastas documentalistas como Pino Solanas, que estaban filmando películas muy políticas. A él tampoco le habrían gustado nuestras películas. Creo que más bien estábamos en una tercera categoría que, como dije, tiene más que ver con la poesía.

Persona 2: Michael, aunque tu film es una pieza bidimensional, parece que el ojo [del espectador se está moviendo]. A medida que miramos, las partes se enfocan. [Los ojos] se acercan, más o menos, a [los objetos de la imagen] a medida que hago foco. Aunque la cámara no se mueve, la estoy experimentando como un zoom. Puedo concentrarme y tengo que mirar y ver qué hay en ese estante, e ir a ver lo que puedo ver en otro estante. Entonces trato de averiguar «¿Dónde está la voz observando? ¿Está hablando de esta taza de café o esta otra?” Hay una experiencia realmente diferente de la otra película [Taller] que opera como un ancla. Lo estaba experimentando como en un sentido tridimensional: estoy sentado en una habitación y escucho dónde estás y puedo seguirte. Entonces tenemos la idea de la autorreflexión del espejo: puedo ver la habitación que estamos viendo frontalmente y detrás de mí. No digo que la película de Michael se sintiera bidimensional. Estaba enfocado hacia adelante, y estaba acercándose y alejándose. Taller es la una experiencia de una habitación en el espacio.

MS: Eso me parece correcto.

NH: Es un buen comentario.

MS: Lo que hice fue concentrarme en ese objeto [la estantería] en particular y todas sus cosas y, por supuesto, fue deliberado.

Persona 3: En el momento en que terminaste la película, ¿qué tipo de lugar o en qué tipo de festival se proyectó y qué tipo de comentarios recibiste en ese momento?

MS: Bueno, no fueron comentarios violentos. Hubo una proyección en la Art Gallery of Ontario. Mi esposa Peggy Gale, que está aquí presente, trabajaba en el departamento de cine. Hubo una proyección en la que, después de unos minutos de A Casing Shelved, era como si la gente tuviera globos de pensamiento sobre sus cabezas diciendo: «Ah, ya veo cómo va a ser esto». ¡Y se fueron! Dejaron claro que sabían cómo iba a ser y que no querían ver más. Y bueno, eso pasa.

Peggy Gale: El 20% de la gente se quedó. También vieron cómo iba a ser y pensaron: «Ah, cool«. O como fuera el término en ese momento.

FW: ¿Recuerdas las primeras proyecciones de este film? ¿dónde lo mostraste? Yo lo vi en los años 90 en una galería de arte. ¿Comenzaste a mostrarlo en galerías o en cines?

MS: La intención original fue siempre de proyectarla en salas de cine, pero hice un video y lo mostré un par de veces con auriculares y fue un error. La imagen era pequeña y con una imagen comprimida que no se veía en absoluto no funcionó la idea de guiar los ojos. Los ojos se quedaban fijos en un solo lugar. Definitivamente no fue una buena idea, por lo que ya no se puede ver más en este formato.

NH: Me gustaría decir una cosa más sobre este tema del público. Recuerdo haber visto, como ya dije, Wavelength en el MoMA. Como dijo Michael, la gente se levantaba indignada diciendo: «Ya sabemos de qué se trata». Recuerdo que también teníamos espectadores diciendo: “Mi hijo de cinco años hace cosas mejores que lo que se muestra aquí”. Tuvimos que soportar muchas agresiones. Pero al menos para mí fue un momento muy feliz. Todo el período en el que estuvimos haciendo películas en los años 60, 70 y también a comienzos de los 80 era un momento feliz para ser desconocido. Feliz para ser una especie de sonámbulo, haciendo cosas que ignorábamos de que trataban. Era como ser un sonámbulo bastante feliz porque no teníamos que rendirle cuentas a nadie. Nadie nos presionaba para que termináramos una película. Nadie nos financiaba y fue una gran libertad, un sentimiento de gran libertad.

MS: Estaba pensando que la mayoría de mis películas fueron bien recibidas, pero hubo una ocasión en particular, durante el estreno de mi película Back and Forth en 1969 en el Museo de Arte Moderno. En aquel entonces el teatro estaba abajo y había 15 o 20 espectadores. En el minuto 10 o 15 alguien del público gritó: “Esto es realmente pésimo. Creo que deberíamos decirles que dejen de proyectarlo. No quiero seguir viendo más”. Otro chico que estaba sentado detrás de él comenzó a discutir y le dijo “Siéntate, queremos ver la película”. Ambos se pusieron de pie y uno intentó golpear al otro. Eso fue asombroso, yo estaba viendo esto sentado entre el público. En la película, la cámara se mueve de un lado a otro y ellos estaban parados frente al haz de luz del proyector. Se movían de un lado a otro golpeándose y se podían ver sus sombras sobre la proyección. ¡Lo arruinaron todo! La gente salió corriendo de la sala. Mi esposa en ese momento, Joyce Wieland, llegó tarde y bajó las escaleras cuando todos huían.

FW: Este es un género de anécdotas de los cineastas experimentales: Lo que sucedió la vez que la gente odió mi película. Una última pregunta…

Persona 4: Con respecto a los colores, la película con los años cambia de color. Ahora, mirando en perspectiva ¿recuerdan los colores de sus películas? ¿Ambos films eran originalmente de ese color? En el caso de Michael Snow, en la película se están describiendo los colores, ¿Recuerdas si la película tenía esos colores? Estabas describiendo azul y verde, pero ahora predominan los rojos y los naranjas en la pantalla, ¿la recuerdas así?

MS: ¿Los colores reales?

Persona 4: Sí. Lo que estamos viendo en la pantalla y lo que hay en tu memoria. A veces los colores son mucho más vívidos en nuestros recuerdos. ¿Recuerdan si sus films tenían esos colores?

MS: Si se pueden hacer copias de proyección, los colores suelen estar lo más cerca posible de lo que se pretende originalmente. Es cierto que las películas, como todo lo demás, se desgastan y los distribuidores en ocasiones no prestan suficiente atención y muestran copias que no deberían proyectarse. Me estoy alejando de tu pregunta. También hay variaciones en las cintas de video. Solo se puede tener control sobre un color cuando se desea desde el comienzo y después se hace todo lo posible por lograrlo.

FW: Narcisa, tu película no se ve como solía verse.

NH: Bueno, no tengo el negativo de esa película, así que lo que vemos hoy es lo que queda de la impresión original.[12] Como viste está muy rayada. Realmente tengo que restaurarla. Pero esto es lo que hay. El otro día la mostré [a la versión de Taller en español] en Buenos Aires y cuando proyectamos esa copia tuve que disculparme con los espectadores por todos los rayones [en la imagen]. Alguien del público dijo: «No, eso es lo atractivo de la película, porque están sucediendo pequeñas cosas y comienzas a prestar atención a los rayones». Eso lo hizo más interesante para esa persona que dijo: «No, déjalos porque nos gustan».

FW: ¿La copia en español tiene mejor color?

NH: Un poco sí. Pero en este punto para mí no hay mucha diferencia porque hoy en día hay una definición maravillosa en el HD, el Blu-ray, etc., es una tecnología perfecta. Y todo el fílmico en 16 mm y sobre todo el Super 8 de esa época, es una tecnología tan deficiente que [mostrar esas copias] exige capitalizar sus defectos. Lo mostramos como era en ese momento, y ahora algunos de los jóvenes estudiantes de arte o de cine quieren filmar en Super 8 porque sienten que su materialidad es una novedad. Para ellos, la tecnología de la perfección es tan familiar que ya no les sorprende. No sienten asombro por eso. Les resulta natural verlo o escucharlo mientras que el fílmico les resulta algo extraño. Les produce curiosidad por usarlo.

FW: Buenos Aires todavía tiene laboratorios para revelar Super 8.

NH: Sí, se puede revelar y hay estudiantes que quieren tener cámaras Super 8 y filmar. Eso pasa.

FW: Gracias, Michael y Narcisa. Y gracias a todos por venir.

Chris Kennedy: Quiero agradecer a Narcisa y Michael, y gracias, Federico, por liderar la discusión y traernos estas películas.

 

Unos agradecimientos especiales: Chris Kennedy era el programador del ciclo Free Screen en el cine Bell Lightbox del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y el promotor principal de mi idea curatorial. El evento fue posible debido al apoyo de Chris, Brad Deane de TIFF y Sonja Griegoschewski y Jutta Brendemühl de Goethe-Institut Toronto.

[1] Citado en “Michael Snow” (programa), Yale Union, https://yaleunion.org/snow/ (2014).

[2] Annette Michelson, «Toward Snow, Part I», Artforum vol. 9, no. 10 (June 1971), p. 37.

[3] Como fuente de fechas para sus propias películas, Hirsch suele ser notoriamente imprecisa. Además, reproducir sus fechas especulativas sin buscar documentación histórica se ha convertido, lamentablemente, en una práctica habitual. No sorprende entonces que varían considerablemente los años asociados con esta película. En los diarios y programas de funciones de cortometrajes en Buenos Aires el primero registro impreso de una proyección pública de Taller aparece en 1974. Como menciono a continuación, Hirsch probablemente se enteró de A Casing Shelved gracias a una escritora, Andree Hayum, que publicó un artículo sobre esa obra en 1973. Por tanto uso la fecha “circa 1974”.

[4] Hollis Frampton es otro cineasta que hizo una película que parece ser una respuesta a esa obra de Snow. En su película (nostalgia) de 1971, un narrador (Michael Snow) habla del significado autobiográfico (para Frampton, quien escribió el guión) de varias de sus fotografías, muchas de las cuales lo llevan a hablar de sus amistades. Pero el espectador solo puede ver cada fotografía después de que la narración ha dejado de hablar de esa imagen, cuando ya está ofreciendo un comentario sobre la siguiente fotografía (que aún no se puede ver). Típicamente esto produce una situación en la que el espectador conecta la imagen visible en pantalla con la narración anterior mientras intenta recordar lo que se dice en el presente – y tal vez intenta imaginar lo que mostrará la fotografía que viene. Hirsch nunca vio y no recuerda haber oído hablar de (nostalgia).

[5] Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, traducción de Celia Fernández Prieto (Madrid, Taurus: 1989), p. 14.

[6] Andrea Giunta observa que «La obra de Narcisa Hirsch tiene zonas de contacto con las prácticas que a comienzos de los años setenta se multiplicaban en Buenos Aires interrogando la constitución del sujeto femenino». Estoy de acuerdo, pero agrego aquí que Taller en particular tiene resonancias con lo que llegó poco después al campo del cine vanguardista del Norte. En 1975 la cineasta experimental Laura Mulvey publicó su influyente crítica feminista de la representación visual de la mujer en el cine de Hollywood, en un ensayo teórico que funcionó también como un manifiesto para su propia práctica cinematográfica. Poco después, Constance Penley y otras teóricas feministas del cine comenzaron a publicar críticas (generalmente en términos ideológicos y psicoanalíticos) de algunas de las corrientes primarias del cine experimental. Esas publicaciones contribuyeron a una disminución general en el grado de prestigio otorgado a cineastas como Snow y prefiguran la llegada y ascenso de mujeres cineastas como Leslie Thornton y Su Friedrich, ambas representadas en la filmoteca de Hirsch con obras tempranas. Debo aclarar que la intención de Hirsch no fue construir una crítica de Snow o su generación de cineastas. Más provocador es el hecho – paradójico en algunos sentidos – de que nunca buscó definirse como feminista o asociarse activamente como artista con el feminismo. Sin embargo participó en varios grupos de mujeres, el primero de los cuales condujo directamente a la producción en 1974 de Mujeres, una película de 16 mm en donde varias mujeres, una a la vez, hablan con una imagen de su propia cara. También merece mención que a lo largo de su carrera ha demostrado un prolongado interés en las ideas de Simone de Beauvoir, citada directamente en dos cortometrajes en Super 8 que están estrechamente vinculados, A-Dios y la segunda película que se llama Mujeres. Véase: Andrea Giunta, “Narcisa Hirsch. Retratos”, en alter/nativas: Latin American Cultural Studies Journal [en línea], otoño 1, 2013. https://alternativas.osu.edu/es/issues/autumn-2013/debates/giunta.html; Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema», Screen vol. 16, no. 3 (October 1975), pp. 6–18; Constance Penley, «The Avant-Garde and Its Imaginary», Camera Obscura no. 2 (Fall 1977), pp. 3–33.

 

[7] Andree Hayum, “A Casing Shelved», Film Culture no. 56/57 (Spring 1973), pp. 81-89.

[8] A veces, durante su narración, Snow claramente habla de objetos que no podemos ver. Es posible que mi pregunta fue mal formulada o que el cineasta no me escuchó claramente. Su respuesta me pareció extraña y luego, después del evento, otros espectadores expresaron su confusión sobre su negación de lo que parecía ser, dentro de su obra, una estrategia típicamente lúdica. Hablar de objetos que no se puede ver durante un monólogo dedicado a todo lo que es visible en una imagen sería consistente con los toques perversos que Snow disfruta insertar en sus películas.

[9] En inglés Hirsch usó la frase “to take away the edge of that” que traduzco aquí como “atemperar”. En Taller Hirsch habla de empezar a hacer cine “sobre el suelo” en vez de cine subterráneo o underground. Teniendo en cuenta cuando realizó la película, me parece que podría estar refiriéndose a la visibilidad que podría lograr a tener su cine (y el cine experimental de sus colegas) en el Goethe-Institut de Buenos Aires, donde Hirsch y Marie Louise Alemann lanzaron un ciclo de cine experimental en abril de 1974. Hirsch presentó Taller en mayo de 1974 en el instituto.

[10] Es muy probable que Andree Hayum fue también la persona que le sugirió a Hirsch que vea Wavelength en el MoMA. En un intercambio de correos electrónicos de octubre de 2013, Hayum especuló que Hirsch vio Wavelength por primera vez en 1971 o 1972. Durante esos años, Hayum participaba en un grupo o colectivo informal de mujeres que incluía a Melinda Ward y Regina Cornwell, ambas asociadas con el departamento de Film del MoMA en ese momento. Hayum recuerda que se enteró de Wavelength a través del interés de Annette Michelson y su artículo de Artforum de 1971 (citado anteriormente). Cornwell finalizó su tesis doctoral sobre la obra de Snow en 1975.

[11] Hirsch compró la gran mayoría de las películas en su colección personal de cine experimental en Nueva York alrededor de 1981, no durante la década del setenta como se suele declarar. Según mis investigaciones, la cineasta publicó artículos y anuncios en 1981 y 1982 para dar a conocer públicamente su compra y ofrecer las películas para proyecciones locales en Buenos Aires. Hirsch se había olvidado de esas publicaciones y sostiene que su oferta fue en gran medida ignorada.

[12]  Lo que dijo Hirsch fue incorrecto. Los negativos para las versiones en inglés y español de Taller se encuentran almacenados en su propio archivo de películas.

Paul Groussac y su relación con la literatura argentina

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen: Paul Groussac en su despacho de la Biblioteca Nacional (1905)

En junio se cumplieron noventa años de la muerte de Paul Groussac, un intelectual fundamental de la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX. En esta nota, Alejandro Romagnoli analiza la relación conflictiva que tuvo con la literatura nacional, tomando como punto de partida un manuscrito parcialmente inédito de 172 folios conservado en el Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría«.


La relación de Paul Groussac con la literatura argentina no es la de un irremediable desencuentro, a pesar de cierta visión predominante durante el siglo XX. La afirmación opuesta tampoco es verdadera. Más bien, diríamos que su viaje intelectual por las tierras de la literatura nacional estuvo signado por un vínculo insistentemente conflictivo, decididamente ondulante. Para verificarlo, nos proponemos examinar –en tiempos de homenajes, a noventa años de su muerte– determinadas operaciones críticas, ciertas intervenciones estéticas.

En sus Recuerdos de la vida literaria, Manuel Gálvez sintetizó inmejorablemente aquella visión negativa: “El maestro, por una parte, nos negaba originalidad, juzgándonos en perpetua ‘actitud discipular’, la cual le merecía desdén; y por otra, nos negaba el derecho a buscar nuestra originalidad”[i]. Tal es, en efecto, la tónica que marca la opinión de Groussac, en distintos escritos, en distintos momentos. Y, sin embargo, existen, al mismo tiempo, otras ideas, otras posturas, que cuestionan ese concepto general. Puede pensarse en el prefacio de uno de sus libros más importantes, Del Plata al Niágara, en que, con retórica afín a la de los jóvenes del Salón Literario de 1837, haciendo un paralelo entre independencia cultural e independencia política, escribió con tono programático: “¿Hasta cuándo seremos ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea? […] ¿Cuándo lucirá el día de la emancipación moral, y alcanzará el intelecto sudamericano sus jornadas libertadoras de Maipo y Ayacucho?”. Es cierto que, a renglón seguido, planteaba el “abismo” que existiría entre “pueblos productores y pueblos consumidores de civilización”; pero no es menos cierto que lo hacía para señalar a la Argentina como un país que, escapando a las leyes de la fatalidad, podía aspirar a un futuro de “progreso y grandeza”[ii].

Se ha dicho que, en consonancia con su predominante actitud condenatoria de la literatura nacional, Groussac apenas si se habría ocupado de autores y libros argentinos. Es probable que le haya dedicado estudios más detenidos a otras literaturas, como la española, y es indudable que mucho de lo que escribió sobre literatura argentina aún permanece disperso en publicaciones periódicas. Sin embargo, produjo suficiente material como para poder anunciar, en 1924, un segundo volumen de Crítica literaria que estaría enteramente dedicado a autores nacionales (Echeverría, Mármol, Andrade, entre otros). Ese volumen nunca se publicó, por lo que no es posible saber cuáles de sus intervenciones acerca de la literatura argentina habría elegido priorizar en la recopilación. Podemos sí explorar algunas de sus principales operaciones. En nuestro caso, fue el hallazgo de un manuscrito en su mayor parte inédito el que nos llevó a revisar esta dimensión. Se trata de 172 folios conservados en la colección Paul Groussac del Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría[iii].

En fecha tan temprana como lo es 1882 ya era posible hallar las ideas que sintetizaría Gálvez, y que en otra ocasión Groussac formuló célebremente polemizando con Rubén Darío en 1896-1897[iv]: la literatura americana en general y la argentina en particular como copias necesariamente degradadas de un original europeo al que solo se podría aspirar a dejar atrás en un futuro nunca especificado. De hecho, uno de los problemas con Echeverría es –para Groussac– que no se habría limitado al “noviciado forzoso” al que se verían obligados las naciones nacidas de la colonización: “Me parece destinado para verter en castellano con felicidad y completo éxito las adorables elegías de Lamartine. Pero ha exagerado y prolongado insoportablemente la nota llorosa y melancólica: es un Lamartine que hubiera cambiado de sexo”[v].

Si en este ensayo se inicia su condena de la literatura argentina, al mismo tiempo empieza también allí lo que considera la posibilidad de cierta originalidad. Si la mayor parte de la obra echeverriana le parece a Groussac estar signada por la imitación o el plagio[vi], La cautiva se trataría de una “feliz excepción”: “Representa la entrada del desierto argentino en la gran poesía”. Y agrega: “Aunque sea siempre el mismo autor, que ha estudiado en Europa, y se sabe de memoria todo el romanticismo, hay aquí una apropiación tan feliz de la poesía sabia al tema nuevo, que resulta la creación en el verdadero sentido artístico”[vii]. Cabe aclarar que las virtudes de La cautiva se limitarían exclusivamente a los versos dedicados a la pampa. Como poeta, Echeverría sería fundamentalmente eso: un poeta “paisista”. Sus retratos carecerían por completo de valor. De su talento dramático es índice la “historieta” de Brian y María, apenas una “trama infantil”[viii]. En otra ocasión (en una nota al pie de un artículo dedicado a “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”), Groussac sentenciará: “¡Pobre Echeverría, y qué malos versos ha cometido! Pero diez páginas de La cautiva lo absuelven de todo”[ix].

Si se revisan las distintas ocasiones en que Groussac estimó una posibilidad que tensionaba su extendido pesimismo hacia el arte nacional, es notable el caso de una serie de crónicas musicales publicadas en Le Courrier Français en 1895 y dedicadas a la ópera Taras Bulba (con partitura de Arturo Berutti y libreto de Guillermo Godio). Allí, casi como en ningún otro lugar, Groussac se declara sin ambages a favor de incentivar la construcción de un arte nacional. Escribe:

Los pueblos nuevos, cuya civilización aún está forjándose, han hecho un esfuerzo por agrupar sus legítimas aspiraciones a la personalidad, al ser, en torno a una producción artística que se origine en el territorio nacional. Desde luego, a las viejas naciones fecundas ya no se les ocurre, habría demasiados reclutas; y, en esta ocasión, el árbol escondería el bosque. Pero Rusia, Brasil, los Estados Unidos, muchos otros, durante largo tiempo y apasionadamente buscaron la obra teatral que pudiera ser el núcleo, el punto de unión, y, como se dice en estos lados, el señuelo de las obras artísticas futuras[x].

Por supuesto que, si declara legítima la tentativa operística de fundar un arte original, no aplaude el resultado, dado que la idea de constituir una ópera argentina con una historia de Ucrania le parece una idea “demasiado barroca”[xi]. Y le parece, además, una ópera estéticamente débil, dado que solo tomaba lo más envejecido de la obra de Gógol, la trama “artificial o torpemente byroniana”. Groussac lo dice con una analogía que resulta sugerente: “Para que entiendan mejor los argentinos: el Taras Bulba de Gógol, es, en más grande, La cautiva de Echeverría; ahora bien, imaginen un ‘arreglo’ del poema que sólo mantuviera la ridícula historia de Brian y María –y del cual la pampa hubiese sido extirpada: ¡los diez cuadros a menudo admirables de la pampa, que son todo el poema!…”[xii].

A continuación, Groussac se desplaza un tanto de su posición de juez y avanza hacia una posición de autor al sugerir un tema para una ópera nacional. Su elección no es obvia: ni la monotonía de la conquista en el Plata, ni menos aún la era colonial o la etapa de la independencia. Tampoco, en esta ocasión, la pampa de “La cautiva”. Anota que podría hallarse buen material en Esteco, la capital del antiguo Tucumán, a la que ya se había referido en su Memoria histórica y descriptiva… de esa provincia (1882). Sin embargo, encuentra el “verdadero tema, simbólico y grandioso, de la ópera nacional” en la leyenda de la ciudad de los Césares, acerca de la cual se contaban “extraños prodigios”[xiii].

Sería posible armar dos series, según Groussac se posicione de manera preponderante como crítico o como escritor de literatura argentina. En la primera, es particularmente llena de matices su lectura de Domingo F. Sarmiento. Aquí podemos limitarnos a recuperar esa referencia al sanjuanino como “representative man del intelecto sudamericano” por su “presteza a asimilarse en globo lo que no sabía y barruntar lo que no aprendiera”[xiv]. La frase se vuelve doblemente atractiva si se piensa que, de acuerdo con la concepción groussaquiana más extendida de la intelectualidad sudamericana, quienes parecieran reunir mayores condiciones para convertirse en hombres representativos serían Echeverría y Alberdi. En este sentido, si en otra polémica –con Ricardo Palma– Groussac resume las características del medio intelectual como un lugar en el que “la labor paciente y la conciencia crítica” son reemplazadas por “el plagio o la improvisación”[xv], habría que recordar que, de todas las condiciones de Echeverría y Alberdi, son la de plagiario y la de improvisador las que, según Groussac, respectivamente más los caracterizan, tal como se desprende del manuscrito dedicado al primero y del artículo dedicado a las Bases del segundo[xvi]. En contraposición, existen buenos motivos para pensar la figura de Sarmiento como una feliz excepción; no por su labor paciente o su conciencia crítica, sino porque, como en “La cautiva” de Echeverría, Groussac encuentra en Sarmiento una rareza: la originalidad. Escribe sobre él: la “mitad de un genio”, “La personalidad más intensamente original de América Latina”, el “más genial” de nuestros “escritores originales”[xvii]. En este sentido, Sarmiento es el menos representativo del intelecto argentino: “Es imposible vivir algunos días en contacto con Sarmiento sin sentirse en presencia de un ser original y extraño, ejemplar de genialidad rudimental, sin duda único en este medio gregario”, puntualiza en el relato de su experiencia con el escritor en Montevideo[xviii]. Si Sarmiento le merece esta opinión a Groussac, la razón reside fundamentalmente en un libro, Facundo, al que considera “el libro más original” de la literatura sudamericana, al punto de ser “inimitable”[xix]. Como con Echeverría, como con Alberdi, Groussac elabora elogios y críticas que, en ocasiones, entran en tensión. Porque Sarmiento no es solo motivo para la frase lapidaria o mordaz. Para notar lo que de positivo hay en su valoración, basta con reparar en la variedad de ocasiones en que Facundo se proyecta –como una sombra, apunta Beatriz Colombi en su prólogo a El viaje intelectual– sobre sus propios textos: pensamos en notas como “El gaucho” o “Calandria”, o en su obra teatral La divisa punzó[xx].

He aquí la segunda serie que es posible recorrer en la obra groussaquiana, la que se organiza en torno a la búsqueda de originalidad en su papel de escritor, y no ya de crítico. En esta faceta, también es posible encontrar intervenciones u operaciones de Groussac que se conjugan no sin dificultades. Por un lado, se verifica su rechazo a formar parte de la literatura argentina. Un ejemplo se encuentra en una carta que le dirige al autor de Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales. Cuando Groussac se entera del proyecto del manual, le escribe: “Soy francés, y no me considero con derecho para ser incluido en la historia de la literatura argentina”[xxi]. Emilio Alonso Criado, por su parte, decidió reducir el espacio dedicado a Groussac, pero no omitirlo, e incluir la carta[xxii].

Por otro lado, existen textos de Groussac que pueden pensarse como nacionales. En sintonía con lo que había escrito en la reseña sobre la ópera de Berutti, es una obra teatral la que puede servir de ejemplo[xxiii]. Nos referimos a la exitosa pieza La divisa punzó (1923), a cuyo estreno asistió una “selecta concurrencia”, incluido el presidente de la Nación[xxiv]. En primer lugar, por razones temáticas, dado que, como Groussac gusta de suponer en el prefacio, “no puede existir para un público argentino, un sujeto teatral que, como fuente de interés y palpitante emoción, se compare al drama histórico que pone en escena, como protagonistas, a Rosas y su hija Manuelita, durante el lapso climatérico de los años 29 y 40”. En segundo lugar, por razones formales: es cierto que la identificación del seseo, el yeísmo y el voseo como propios de un “trasnochado ‘criollismo’” muestra la excesiva aprensión por parte de Groussac a ser identificado con una literatura localista; pero no menos cierto es que, finalmente, permitirá que la obra se imprima con esos rasgos, como si la alegada falta de tiempo para lograr un “texto expurgado” no fuera sino una excusa para renegar de ese criollismo y, a la vez, conservarlo[xxv].

Cuando disfruta del éxito como autor de una obra de teatro que tiene elementos que se plantean como nacionales, es precisamente entonces cuando escribe el prólogo a su Crítica literaria, en que, no solo, como ya apuntamos, Groussac anunciaba un segundo volumen dedicado a autores argentinos, sino que incluía su célebre injuria a la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas, publicada entre 1917 y 1922. Lo que condenaba Groussac del proyecto del fundador de la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires era, fundamentalmente, el carácter orgánico que este le reconocía a la literatura nacional. Podría decirse, por tanto: que en 1924 aún no fuera pertinente para Groussac la mirada del historiador sobre la literatura argentina, no implicaba que considerara que no siguiera siendo necesaria la del crítico; tampoco que no fuera necesaria la de aquel que apostaba, como escritor, aunque no sin inconstancia, a construir una obra que se situara en la tradición nacional.

En la conclusión del ensayo sobre Esteban Echeverría, Groussac se había negado a ensayar la síntesis de sus impresiones sobre el poeta romántico, entendiendo que esa actitud resultaría simplificadora. El propio Groussac asumió para sí esa prevención cuando, en el prefacio de El viaje intelectual, justificó la conservación de las “discordancias” o “contradicciones” que pudiera haber en sus propios trabajos, como consecuencia de la transformación del pensamiento[xxvi]. Del anatema a la retórica programática, del rechazo de su pertenencia a la apuesta por una escritura con rasgos nacionales: las opiniones de Groussac sobre este tema tampoco se dejan atrapar en una fórmula sin tensiones.

 

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

 

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 


[i] Gálvez, Manuel, Recuerdos de la vida literaria (I). Amigos y maestros de mi juventud. En el mundo de los seres ficticios, estudio preliminar de Beatriz Sarlo, Buenos Aires, Taurus, 2002 [1944], pág. 146.

[ii] Groussac, Paul, Del Plata al Niágara, estudio preliminar de Hebe Clementi, Buenos Aires, Colihue/Biblioteca Nacional de la República Argentina, 2006 [1897], pág. 57-58.

[iii] El conocido artículo de Groussac sobre el Dogma socialista formaba parte originalmente de esta obra; en 1883, en La Unión y El Diario, había publicado otros dos capítulos, luego olvidados. Estudiamos y editamos el manuscrito completo en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en la Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2018, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>.

[iv] Sobre la polémica, véase Siskind, Mariano, “La modernidad latinoamericana y el debate entre Rubén Darío y Paul Groussac”, La Biblioteca, Nº 4-5, 2006, págs. 352-362.

[v] ff. 44r-45r. Citamos de acuerdo con la foliación del Archivo General de la Nación (reproducida en Romagnoli, op. cit.).

[vi] Echeverría es para Groussac alguien que ha participado de todas las formas de la imitación, incluso del plagio. “La joya más preciosa de ese tesoro de Alí Babá”, escribe Groussac, la constituiría la siguiente reflexión de Echeverría: “Verdades son estas reconocidas hoy por los mismos francesas”, es decir, el reconocimiento de que a quienes ha imitado son de su misma opinión (f. 91r).

[vii] f. 166r y f. 62r (énfasis de Groussac).

[viii] f. 64r y f. 71r.

[ix] Groussac, Paul, “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”, Anales de la Biblioteca, tomo II, 1902, pág. 213, nota 1.

[x] Id., “Ópera nacional”, en Paradojas sobre música, estudio y notas de Pola Suárez Urtubey, traducción del francés de Antonia García Castro, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2008 (publicado originalmente en Le Courrier Français, Nº 299, Buenos Aires, mercredi 24 juillet 1895), pág. 174 (ser: énfasis de Groussac; señuelo: “En castellano en el original” [nota de Pola Suárez Urtubey]).

[xi] El intento más peculiar de Berutti por componer una ópera nacional sería, sin embargo, su ópera Pampa, basada en Juan Moreira. Al respecto, véase Veniard, Juan María, Arturo Berutti, un argentino en el mundo de la ópera, Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”, 1988.

[xii] Groussac, 2008, op. cit., pág. 175.

[xiii] Ibid., pág. 177.

[xiv] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: primera serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005a [1904], pág. 46 (cursivas de Groussac).

[xv] Id., “Tropezones editoriales. Una supuesta Descripción del Perú, por T. Haenke”, en Crítica literaria, Buenos Aires, Hispamérica, 1985 [1924], pág. 374.

[xvi] Sobre Echeverría, véase la nota 6. Por otro lado, en el artículo acerca de las Bases, si son múltiples los rasgos que señala Groussac en la obra de Alberdi –que no está tampoco exento de haber plagiado–, es la improvisación su atributo definitorio: “improvisador de talento” o “incurable improvisador” son dos de las formas en que lo llama (Id., 1902, op. cit., págs. 200 y 231).

[xvii] Id., 2005a, op. cit., págs. 55 y 99.

[xviii] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: segunda serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005b [1920], pág. 46 (énfasis nuestro).

[xix] Id., 2005a, op. cit., págs. 99 y 95.

[xx] Para el análisis de esas proyecciones, véase Romagnoli, op. cit.

[xxi] Alonso Criado, Emilio, Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales, Buenos Aires, Establec. Tipográfico “La Nacional”, 1900, pág. 80.

[xxii] Esto en la primera edición; a partir de la segunda, Alonso Criado complació a Groussac y eliminó toda la sección.

[xxiii] Otros ejemplos podrían ser “El gaucho” o “Calandria”, ya mencionados; apunta Beatriz Colombi: “… la resignificación del personaje del gaucho por parte de Groussac tendrá nuevas derivas: el gaucho legendario y con matices épico clásicos prefigura las conferencias de Lugones, así como la versión ‘outlaw’ y cuchillera de “Calandria” desembocará en Borges” (en Groussac, 2005a, op. cit., pág. 18). Con respecto a La divisa punzó, Groussac se habría opuesto a la hipótesis aquí sostenida, si fue él –como parece haber sido– quien escribió en tercera persona una “Notice biographique” conservada entre sus papeles (trad. por Alberto M. Sibileau, en El caso Groussac, Buenos Aires, Hesíodo, pág. 48). Sin embargo, también saludó el artículo “‘La divisa punzó’ y el teatro nacional”, en que Ángel Acuña situaba la obra en un lugar fundador del teatro argentino (véase Acuña, Ángel, Ensayos, Buenos Aires, Espiasse, 1926, págs. 89-100 y 221.)

[xxiv] “‘La divisa punzó’ fue estrenada con éxito en el Odeón”, La Nación, 7 de julio de 1923, pág. 7.

[xxv] Groussac, Paul, La divisa punzó, Buenos Aires, Jesús Menéndez e Hijo, Libreros Editores, 1923, págs. XVI, XXI-XXII.

[xxvi] Id., 2005a, op. cit., pág. 38.

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De la percepción a la reflexión. Oscar Masotta y la desmaterialización del happening

Por: Alejandro Virué

Imagen de portada: afiche de «Parámetros», de Roberto Jacoby.
Todas las fotos fueron tomadas por el autor en la exposición «Oscar Masotta. La teoría como acción» (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona).

Alejandro Virué nos introduce, a través de un ejercicio crítico y de imaginación, en el mundo del happening a fines de la década del sesenta. Aún más: logra, en este breve ensayo, llevarnos por los itinerarios de reflexión teórica y experimentación de Oscar Masotta a propósito del género, para mostrar cómo el escritor, en sus distintas apuestas por replicar ese tipo de experiencias en un país periférico como Argentina, apostó por trascender el happening mediante el «arte de los medios de comunicación masiva». Para Virué, en las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y el arte de los medios, se verifica un corrimiento del eje desde la afección sensible (propia del arte) hacia la reflexión.


I. Un ataque a los sentidos en Nueva York
Nueva York, 1966.

Imaginemos entrar a un edificio del West Side en Manhattan con destino al tercer piso. Para eso hay que subir por escaleras largas que dan a salones prácticamente vacíos que parecen deshabitados. En la última de ellas empiezan a escucharse sonidos electrónicos mezclados con otros inclasificables. Se huelen sahumerios. Al entrar al salón, que está en penumbras, los ruidos se vuelven ensordecedores. En la pared del fondo, una luz rojiza alumbra a cinco personas vestidas con túnicas, una de ellas ubicada en posición de yoga, otra tocando un violín de manera monocorde, las demás emitiendo sonidos guturales amplificados por micrófonos. Los sonidos electrónicos se mezclan con las voces y el violín. El volumen es insoportable. Los cinco iluminados parecen estar poseídos, en trance, drogados. Están ahí desde hace horas y se quedarán en esas posiciones, repitiendo sus acciones, por varias horas más. El ruido es tan fuerte que se torna insoportable y vuelve imposible cualquier tipo de comunicación verbal. Ese exceso sonoro produce un efecto paradójico: secuestra el sentido del oído hasta volverlo inútil. Obliga a agudizar la vista en una suerte de compensación. Pero la luz es escasa y solo permite ver a esos sujetos en trance. “¿Cuánto duraría esto? O bien, ¿cuánto me quedaría?” (Masotta, 2004: 300), se pregunta un joven Oscar Masotta. Veinte minutos después, entre confundido y desilusionado por la experiencia, en la que no cree, se va.

Lo que acababa de presenciar era un happening del artista norteamericano La Monte Young. A pesar de su desencanto inicial, unos días después Masotta reivindica la experiencia, al punto de decidirse a replicarla en Buenos Aires meses después. Para el intelectual porteño, La Monte Young lograba con su happening dos efectos “profundos”: una reestructuración del campo perceptual, a partir de la escisión de uno de los sentidos respecto de los otros, que sumado a la monótona escena de los performers bajo la luz roja producía un efecto similar al de los alucinógenos; y una toma de conciencia respecto de la estructura misma de la percepción. Al exacerbar la continuidad de los sonidos, al punto de obturar la capacidad de discriminación del oído, se volvía evidente la importancia de la discontinuidad en la configuración sensorial como tal. En palabras de Masotta, el happening “nos permitía entrever hasta qué punto ciertas continuidades y discontinuidades se hallan en la base de nuestra relación con las cosas” (302).

Entusiasmado, Masotta vuelve a Buenos Aires en mayo de 1966 decidido a hacer un happening. Pero la Argentina no era un país de happenistas (335). Ni siquiera el Instituto Di Tella, la institución más vanguardista del momento, incluía obras del género entre su oferta. A la escasa familiaridad del público local con los happenings se sumaba un problema curioso: pese a la presencia austera del género, el término se había popularizado en la prensa para referirse a cualquier evento irracional y escandaloso (337). El ímpetu por replicar la experiencia que le provocó el espectáculo de La Monte Young terminaría adquiriendo una dimensión pedagógica y modernizadora, la determinación, por parte de Masotta, “de introducir definitivamente entre nosotros un género estético nuevo” (305). Es por esto que reúne a artistas e intelectuales amigos y organiza una serie de ciclos que, además de happenings originales, incluirán réplicas de otros realizados en Francia y Estados Unidos, conferencias teóricas y obras que pretenden ser, incluso, una superación del género.

Lo que inicialmente podría interpretarse como concesiones que el intelectual argentino se vio obligado a hacer para volver asequible el género a un público que, por falta de información o prejuicios ideológicos, parecía no estar del todo preparado para recibir, termina convirtiéndose en un intenso trabajo de experimentación y de reflexión teórica, como puede verse en la serie de ensayos sobre el tema que Masotta publica en esos años. La posición de desventaja que suponía realizar happenings en un país periférico como la Argentina deviene, entonces, impulso creativo. El punto culminante de este desarrollo será la ambiciosa pretensión del escritor de haber logrado, con esas experiencias y desde la Argentina, crear un nuevo género, al que juzga una superación del happening y que bautiza “arte de los medios de comunicación masiva”.

En este texto pretendo dar cuenta de ese recorrido. Para eso, en primer lugar haré una breve caracterización del género, basándome en el célebre ensayo de Susan Sontag y las reflexiones del propio Masotta. Luego, analizaré los proyectos en torno al happening en los que se involucra el escritor, deteniéndome especialmente en los problemas que se le presentan por pertenecer a un país periférico y en las soluciones creativas que encuentra no solo para sortearlos sino, incluso, para convencerse de estar haciendo un aporte novedoso y superador al desarrollo del arte de vanguardia desde Buenos Aires.

II. El happening y su rol en el desarrollo de la vanguardia

Aunque algunos autores sostienen que el primer happening fue realizado por John Cage en 1952 (Bigsby, 1985: 45), cuando el músico superpuso en una misma sala una lectura de poemas, una ejecución de piano y una coreografía de danza, el término fue acuñado recién en 1959 por uno de sus discípulos, el artista plástico Allan Kaprow, que presentó Eighteen Happenings in Six Parts en la Reuben Gallery de Nueva York. El artista dividió la sala en tres áreas, donde un grupo de performers realizó una coreografía de movimientos mínimos, acompañados por sonidos electrónicos y una serie de proyecciones audiovisuales en una pantalla. El objetivo del experimento, según declaró el propio Kaprow, era conectar al público con las cosas sin mediaciones conceptuales ni jerarquizaciones. Los sonidos y las imágenes proyectadas no estaban subsumidas al desarrollo de una acción dramática por parte de los performers. Las personas eran tratadas como un objeto más.

El primer ensayo exhaustivo del género (“Los happenings: un arte de yuxtaposición radical”) formó parte del célebre libro Contra la interpretación, de Susan Sontag, publicado a principios de 1966. Habían transcurrido apenas siete años desde el happening de Kaprow pero el género había proliferado en la escena cultural neoyorquina, principalmente por obra de artistas plásticos, como Jim Dine, Robert Whitman, Al Hansen, Yoko Ono y Carolee Shcneemann, y algunos músicos, como Dick Higgins y La Monte Young.

En su ensayo, la norteamericana describe los happenings como “teatro de pintores” o “pinturas animadas” (Sontag, 2012: 343). Una de sus razones es estrictamente empírica: la mayoría de los happenistas neoyorquinos eran pintores. Pero Sontag va más allá, al punto de sostener que “la aparición de los happenings puede ser descripta como una consecuencia lógica de la escuela de pintura de Nueva York de los años cincuenta” (343), que recurrió a lienzos de gran tamaño a los que adhería materiales comúnmente ajenos al arte plástico, generalmente en desuso, como patentes de autos, recortes de diario, pedazos de vidrio y hasta medias de los artistas. La crítica ve en estos procedimientos una voluntad de proyección tridimensional, que encuentra en los assemblages de Robert Rauschenberg y Allan Kaprow su expresión más radical. El happening sería, desde esta perspectiva, el paso del deseo de tridimensionalidad que ya se veía en los assemblages a su actualización dura y pura en una habitación. Este pasaje permite la incorporación de un material que el lienzo impedía: los hombres. Y aquí radica una de las diferencias fundamentales entre el happening y el teatro: las personas se incorporan como un objeto más, sometido a las mismas leyes que el papel o el vidrio.

Allan Kaprow en su environment "Yard" (1967)

Allan Kaprow en su environment «Yard» (1967)

Al carácter fundamental que adquieren los materiales se suma, por la inexistencia de una trama, un uso peculiar del tiempo. El happening “opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación”, asimilándose a la “a-lógica de los sueños” (340). Sontag ilustra esta característica con la reacción generalizada que observa en el público:

He advertido, tras asistir a un buen número de ellos en el curso de los dos últimos años, que el público de los happenings, un público fiel, atento y, en su mayoría, preparado, suele no darse cuenta de cuándo ha terminado el happening, y se le debe indicar que es hora de marcharse (340).

El otro elemento que denota la libertad que establecen los happenings respecto del tiempo es su “deliberada fungibilidad”: la obra se consume en el momento mismo de su ejecución y, a diferencia de otras artes de la interpretación, como una obra teatral o un concierto, no hay guion o partitura a la que referirse. No hay un más allá del momento presente de su realización.

La importancia de los materiales utilizados le permite a Sontag incluir al happening en la serie del arte plástico. La inconsistencia temporal en el universo teórico del surrealismo. Sin embargo, el rasgo del género que más sorprende a la crítica es el tratamiento del público. Ya sea a través del sometimiento a ruidos ensordecedores o luces molestas, ya sea a partir de una disposición particular de la audiencia, a la que se le puede exigir desde mantenerse de pie durante toda la obra hasta estar amontonada en una pequeña habitación, “el suceso parece ideado para molestar y maltratar al público” (339). Para Sontag, este “modo insultante de comprometer al público parece otorgar a los happenings, a falta de otra cosa, su sostén dramático” (340).

En “Después del pop: nosotros desmaterializamos”, ensayo que escribe en 1967, Oscar Masotta utiliza el happening como un caso emblemático de su teoría de la vanguardia. Allí postula una serie de propiedades que, a su juicio, debe poseer toda obra de vanguardia que se precie de tal: (a) Que pueda reconocerse en ella una reflexión respecto de la historia del arte, es decir, que pueda ubicársela como el resultado de una secuencia de obras; (b) que permita una apertura a nuevas posibilidades estéticas y, al mismo tiempo, realice una negación de un género anterior; (c) que esa negación no sea arbitraria, sino que esté fundamentada en el desarrollo mismo del género que niega; (d) que cuestione, a partir de su hibridación, los límites de los grandes géneros artísticos (Masotta, 2004: 347/348).

Es fácil comprobar la pertinencia del happening en esta caracterización. Como señalaba Sontag, el happening puede pensarse como una realización cabal de la voluntad tridimensional que se manifestaba en el arte plástico previo, algo que Masotta detecta, a nivel local, en el movimiento informalista y las “ambientaciones” de Marta Minujín. Pero esto mismo es lo que lo niega como pintura, al sustituir el lienzo por una sala e incluir elementos propios del teatro, como actores y música, sin poder ubicarse, tampoco, al interior de ese género por carecer de una trama.

La tesis más sugestiva del texto de Masotta refiere a las nuevas posibilidades estéticas que el happening habilita: “En el interior mismo del happening existía algo que dejaba entrever ya la posibilidad de su propia negación, y por lo mismo, la vanguardia se constituye hoy sobre un nuevo tipo –un nuevo género– de obras” (349). El último emergente de la vanguardia mundial habría nacido nada más y nada menos que en Buenos Aires. Masotta llama al género “arte de los medios de comunicación de masas” y considera que “contiene en sí nada menos que todo lo que es posible esperar de más grande, de más profundo y más revelador del arte de los próximos años y del presente” (349/350).

 

III. Los happenings de Masotta y su “superación” por el arte de los medios

En los ensayos que Masotta le dedica al tema, que aparecen en sus libros Happenings (1967) y Conciencia y estructura (1969), pueden rastrearse los inconvenientes que se le presentaron al intelectual para llevar a cabo su objetivo de instalar el happening en la Argentina. En primer lugar, como adelanté, Masotta encuentra un desfasaje entre la proliferación del término en la prensa masiva y los escasísimos happenings que se realizaban en el país.  Como señala Ana Longoni: “Ya en 1962, en su primer número, Primera Plana lo anunciaba como ‘una extraña forma de teatro’ que tenía lugar en Nueva York” (Masotta, 2004: 57). Para el momento en que Masotta organiza sus ciclos, el término se usaba para designar cualquier evento artístico “algo irracional y espontáneo, intrascendente y festivo, un poco escandaloso” (337). El escritor encuentra en la carencia de una crítica local especializada que legitime las producciones de vanguardia (como existía en Inglaterra, Estados Unidos o Francia) una de las razones del fenómeno. Esto repercute sobre la crítica de los medios masivos, que al no poseer fuentes teóricas de calidad en las que basarse termina siendo “mal informada y adversa” (339). Masotta incluye en este último grupo a los periódicos más innovadores de la época, como Primera Plana y Confirmado. Los acusa, en última instancia, de poco comprometidos: “Les interesa más exhibir una información que en verdad o no tienen o han obtenido apresuradamente que usar simplemente de la información que tienen para ayudar a la comprensión de las obras” (339/340). Si bien este diagnóstico del estado de la crítica puede explicar la dudosa calidad de la información que circula en torno al happening, no da cuenta de la proliferación del término. Masotta atribuye esto último a “una cierta ansiedad o alguna predisposición por parte de las audiencias masificadas” (340). La prensa respondería, entonces, aunque de manera ineficiente, a una demanda existente de sus consumidores. En este sentido, el ímpetu innovador y pedagógico de Masotta al organizar sus ciclos de happenings y conferencias estaría correspondido por un deseo genuino e insatisfecho del público local.

Tapa del libro "Happenings", compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967).

Tapa del libro «Happenings», compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967)

A esta coyuntura se agrega, por otro lado, un clima de sospecha generalizado respecto del arte de vanguardia desde ciertos sectores de la izquierda. Los estudios más importantes en historia de las ideas de la época (Gilman, Longoni, Sigal, Terán) coinciden en que “la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida” (Longoni, 2014: 22) con la que empieza el período deriva, una vez afianzada la revolución cubana, en un “militante antiimperialismo” (Terán, 2013: 139), que tendió un manto de sospecha sobre las ideas y producciones provenientes de Europa y Estados Unidos, principales centros de producción del arte experimental. Aun si en estos grupos se dieron grandes discusiones respecto del rol de la vanguardia artística, y en una publicación como Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, podían encontrarse defensas explícitas –como la que realizó el artista Jorge de Santa María en 1969 al otorgarle “un efecto de crítica social” (Longoni, 2014: 221) – la posición predominante era de rechazo por “entendérsela como un modo extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial” (25).

Es probable que esta coyuntura haya influido en algunos de los desplazamientos más significativos entre el happening de La Monte Young y Para inducir el espíritu de la imagen, como llamó Masotta al suyo. Si bien mantendría el esquema general (una ambientación sonora perturbadora, la sala en penumbras, un grupo de personas iluminadas frente al público), antes del evento agregaría un suplemento explicativo: le anticiparía a la audiencia con lujo de detalles aquello que experimentaría unos minutos después. A diferencia de su propia experiencia como espectador del happening de La Monte Young, que apelaba de forma directa a los sentidos, sin mediaciones verbales ni anticipos, la audiencia del suyo oiría un relato pormenorizado de aquello que vería. De esta forma, Masotta operaba sobre sus expectativas y violentaba de manera explícita algunos de los rasgos del género, como su inmediatez, el factor sorpresa, la incertidumbre respecto de su duración.

La otra gran modificación que introduce Masotta es, si se quiere, temática. Los cinco performers de La Monte Young parecían practicar alguna variante de espiritualismo oriental, o por lo menos eso sugerían sus túnicas, los sahumerios encendidos, las poses de meditación. El argentino elige reemplazarlos, en principio, por entre treinta y cuarenta personas reclutadas “entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico de hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida” (Masotta, 2004: 302).  A la distribución de roles entre actores y público Masotta le sumaría una dimensión socio-económica: espectadores de clase media y media-alta pagarían por ver en el escenario a un grupo de lúmpenes. Quizás juzgara que, de esa forma, resguardaría su obra de la sospecha generalizada que, como vimos, la mayoría de los intelectuales de izquierda tenía respecto del arte experimental. El propio Masotta parece sugerirlo cuando dice que en el espectáculo de La Monte Young había “una mezcla intencionada –para mi gusto, un poco banal– de orientalismo y electrónica” (299, el resaltado es mío).

"Segunda vez", recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

«Segunda vez», recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

Pero además de estas adaptaciones coyunturales, propias de cualquier proceso de importación cultural, hay otras que parecen responder a ciertas inquietudes estético-intelectuales de Masotta respecto del género. En el esquema inicial, Para inducir el espíritu de la imagen duraría dos horas. Más adelante decide reducirlo a una sola. En su balance sobre el evento, que narra de manera detallada en “Yo cometí un happening” (una respuesta a la crítica encubierta que publicó Gregorio Klimovsky en el diario La Razón), juzga desacertado ese cambio y lo atribuye a sus prejuicios idealistas, que hacían que se interesara más “por la significación de la situación que por su facticidad, su dura concreción” (305). Podría pensarse, sin embargo, que en esa jerarquización del significado por sobre el hecho en sí (algo que puede verse, también, en el relato anticipatorio con el que comienza su happening) ya está operando una de las diferencias fundamentales que Masotta encuentra entre el happening y el arte de los medios:

Mientras el happening es un arte de lo inmediato, el arte de los medios de masas sería un arte de las mediaciones, puesto que la información masiva supone distancia espacial entre quienes la reciben y la cosa, los objetos, las situaciones o los acontecimientos a los que la información se refiere. Así la ‘materia’ del happening, la estofa misma con la cual se hace un happening, estaría más cerca de lo sensible, pertenecería al campo concreto de la percepción; mientras que la ‘materia’ de las obras producidas al nivel de los medios de información de masas sería más inmaterial, si cabe la expresión, aunque no por eso menos concreta. El pasaje entonces desde el happening a un arte de los medios de información de masas arrastraría una transformación de la materia estética: esta se haría, cada vez, más sociológica (201, 202).

 

Si bien sería absurdo incluir Para inducir el espíritu de la imagen dentro del arte de los medios de masas, por el sencillo hecho de que en su ejecución no intervinieron medios masivos, no es osado pensarlo como una obra de transición entre uno y otro género. Por un lado, como ya dije, la descripción detallada del evento con la que Masotta inicia el happening introduce una mediación entre los espectadores y el hecho performático que, inevitablemente, condiciona su recepción. El hecho de que Masotta reduzca el tiempo de exposición del público a los ruidos ensordecedores y la observación de los performers en la tarima, por su parte, disminuye el efecto que, se supone, estos generarían sobre la percepción. Por último, la introducción de una referencia explícitamente política, al elegir un grupo de performers de extracción social manifiestamente baja, corre el eje del efecto sobre los sentidos a la significación social del happening. De hecho, cuando finaliza el espectáculo y sus amigos de izquierda, como los describe, se acercan molestos a preguntarle por su sentido, Masotta les contesta “usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito, ahora, no fue sino un acto de sadismo social explicitado” (312). La pregnancia de esta descripción en algunas de las investigaciones recientes que tomaron el happening como objeto (Claire Bishop, en Artificial Hells, incluye la obra de Masotta en un capítulo titulado “Social Sadism Made Explicit”; Mario Cámara, en Restos épicos, lo ubica junto a una serie de obras que denomina “Serie sádica”) demuestran que más que su intervención sobre el terreno de los sentidos, lo que primó en la recepción de Para inducir el espíritu de la imagen fue su significación política.

El otro happening que realizó ese año explicita aún más el desplazamiento del interés de Masotta de la inmediatez y la intervención sobre lo sensible que se espera del happening a las mediaciones y la problematización de la comunicación de las que se valdría el arte de los medios masivos. El helicóptero, como lo llamó, involucró dos locaciones diferentes: la sala el Theatrón y una antigua estación de trenes de Martínez. Aunque la totalidad del público fue citada en el Instituto Di Tella a la misma hora, allí se dividió a la audiencia en dos grupos, a los que se les asignaron vehículos diferentes. El objetivo era que ninguno de los espectadores pudiera ver la totalidad del happening, aunque solo se percatarían de esto al final. En el teatro se proyectó un corto en el que una persona, completamente vendada, se agitaba violentamente con el propósito de liberarse; simultáneamente, un baterista y otros músicos tocaban en vivo, las acomodadoras daban indicaciones a los gritos durante el evento y el público era fotografiado una y otra vez. En la estación de trenes, mientras tanto, la actriz Beatriz Matar saludaba al público desde un helicóptero que sobrevoló el lugar durante varios minutos. El happening culminaría con la reunión de las dos partes en la estación de trenes. El objetivo era simple: que los espectadores de cada una de las secuencias les narraran a los otros aquella que no presenciaron. El happening, escribe Masotta, “se resolvía así en la constitución de una situación de comunicación oral: de manera ‘directa’, ‘cara a cara’, ‘recíproca’, y en un mismo ‘lugar’, los dos sectores de la audiencia se comunicaron lo que cada uno no había visto” (359). El énfasis, como es evidente, estaba puesto en las mediaciones: solo a partir de las narraciones de los otros cada espectador podría lograr una apropiación global de la situación.

Afiche del happening "El helicóptero", de Oscar Masotta

Afiche del happening «El helicóptero», de Oscar Masotta

Como puede verse, en los dos happenings de su autoría Masotta le otorga un rol central a las mediaciones narrativas. A los motivos que ya explicité, hay que agregar uno fundamental: si bien su objetivo explícito era instalar el happening en el ambiente cultural local, en el transcurso de la preparación de sus ciclos, y a partir de las discusiones con los artistas e intelectuales que convocó para llevarlos a cabo (Roberto Jacoby, Eduardo Costa, Miguel Ángel Telechea, Oscar Bony, Leopoldo Maler y Alicia Páez), el escritor empieza a dudar de la actualidad del género: “A medida que aumentaba nuestra información crecía la impresión de que las posibilidades –las ideas– se hallaban agotadas” (252). Estas dudas respecto de la posibilidad de hacer un aporte original al género resultarán en otro de los hitos de transición hacia el arte de los medios: en vez de hacer un ciclo de happenings originales, el grupo resuelve hacer un happening de happenings: recrear, en un mismo evento, una serie de obras que se realizaron en otros países y que consideran relevantes dentro del género. A partir de libros, grabaciones y el relato de Masotta de uno de los que presenció en Nueva York, el grupo replicaría happenings de Carolee Schneemann, Claes Oldenburg y Michael Kirby. Sobre happenings, el nombre que eligen para el evento, ya da una pauta de sus intenciones; la idea era realizar un comentario acerca de otros happenings:

Los acontecimientos, los hechos, en el interior de nuestro happening, no serían solo hechos, serían signos. Dicho de otra manera: nos excitaba, otra vez, la idea de una actividad artística puesta en los ‘medios’ y no en las cosas, en la información sobre los acontecimientos y no en los acontecimientos (253)

 

La recreación de esos happenings célebres, además, violentaba otro de aquellos rasgos característicos del género: su fungibilidad. Roberto Jacoby, uno de los integrantes del grupo, muestra la plena conciencia que tenían al respecto: “Los copiamos como si fueran obras de teatro sujetas a guión, lo cual era una manera de matar el happening o transponerlo a las reglas de la reproductibilidad” (68).

Será precisamente Jacoby el que realice el pasaje definitivo al arte de los medios masivos. La invitación a realizar un ciclo de happenings con la que Masotta reúne a un grupo de artistas e intelectuales en abril de 1966 coincidió con algunas ideas que Jacoby venía masticando hacía un tiempo, como la de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición” (70). A mediados de año, Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari anuncian, a través de un manifiesto –gesto clásico de las vanguardias artísticas–, la creación del grupo de Arte de los Medios de Comunicación. Su obra inaugural, que terminó conociéndose como antihappening, consistió en la elaboración de una gacetilla compuesta por relatos y fotografías montadas de un happening inexistente. El propósito era que los medios hicieran circular esa información como si fuera verídica, constituyendo la obra en el proceso mismo de transmisión. El circuito se completaría con la reconstrucción que cada lector hiciera a partir de las reseñas de la prensa. Esta operación, que ponía en evidencia el artificio que interviene entre los hechos y su comunicación –al punto de poder divulgar como un acontecimiento real algo completamente montado por un grupo de artistas–, puede resultarnos algo inocente en la actualidad, a la luz de la proliferación de fake news.

Pero el grupo no se proponía, simplemente, advertir acerca del poder de los medios de engañar a sus audiencias, sino más bien extender los límites de la obra de arte, incluyendo la materia de la que estas pueden valerse y sus vehículos tradicionales. Son paradigmáticas, en este sentido, las presentaciones de literatura grabada en el Instituto Di Tella, en las que se reprodujeron grabaciones de relatos orales recogidos en la ciudad de personajes ajenos al circuito literario tradicional, como un lustrabotas, una psicótica con delirios de persecución y la abuela de uno de los artistas. Las obras no solo desplazaban el medio arquetípico de la literatura del libro al cassette sino que cuestionaban el hecho literario en sí mismo, a partir de relatos no necesariamente ficticios, narrados por no-escritores.

En sus Lecciones de estética, Hegel presenta la tesis de que el arte pertenece al pasado. Con esto no quiso decir que las obras artísticas fueran a dejar de existir, sino que su función, que para el filósofo no era otra que manifestar la verdad, ya no podría darse de manera inmediata. Arthur Danto ilustra esta idea con las latas de sopa de tomate Campbell’s de Andy Warhol: cuando las miramos lo primero que nos preguntamos es si son arte o no. Su inclusión en ese universo depende, en última instancia, de un argumento; deben darse razones (históricas, estéticas, institucionales) que certifiquen tal pertenencia. En otras palabras: arte y filosofía del arte, obra y crítica se vuelven mutuamente dependientes. Sin la segunda no existe la primera. La conmoción, de producirse, es eminentemente intelectual. Hegel diría que el arte ha sido sustituido por la filosofía.

En las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y su supuesta superación por el arte de los medios hay un eco de estas ideas. Si lo innovador del happening consistió en la extensión de la materia del arte –al utilizar materiales plebeyos e incluir al hombre como uno más de ellos–, la imposibilidad de convertirse en objeto de museo por su carácter irrepetible y la extensión de los límites de aquello que puede considerarse obra, las mediaciones narrativas que incluyó Masotta en los suyos y la superposición entre obra y transmisión que llevaron a cabo sus colegas con el arte de los medios masivos corren definitivamente el eje desde la afección sensible, uno de los atributos definitorios del arte, hacia la reflexión. En palabras del escritor: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto– la intención de constituir un mensaje original y nuevo como permitir la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje” (221). La pregunta que estas obras le hacen, en definitiva, a sus receptores, involucra su propio status (¿Es esto una obra de arte?), lo que obliga a reflexionar sobre la constitución misma del hecho artístico.

Escribir/leer poesía: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Video: Leonardo Mora
Foto de Tálata Rodríguez y Carlos Battilana: Luciana Caresani


Compartimos con ustedes el registro audiovisual de la actividad «Escribir/Leer poesía», que ofició como cierre del seminario «El latido del texto: lecturas de literaturas latinoamericanas», dictado por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk en la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad Nacional de San Martín.

Poetas: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Moderadora: Jéssica Sessarego

 

 

Carlos Battilana (Paso de los Libres, Corrientes, 1964). Es autor de los libros de poesía: Unos días (1992), El fin del verano (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005), Materia (2010), Narración (2013), Velocidad crucero (2014) y Un western del frío (2015). También publicó la antología Presente Continuo (2010), las plaquettes Una historia oscura (1999) y La hiedra de la constancia (2008). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Publicó Crítica y poética en las revistas de poesía argentinas (1979-1996), en 2008 en forma digital. Realizó la compilación y el prólogo de Una experiencia del mundo, de César Vallejo, para la editorial Excursiones en 2016, y en co-autoría compiló Genealogías literarias y operaciones críticas en América Latina (2016). Ejerció el periodismo cultural y colaboró en diversos medios (Diario de Poesía, Hablar de Poesía, ADN, Bazar Americano, Poesía Argentina, entre otros). Forma parte del staff de la revista Op. Cit. Revista de Poesía. Se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires y de Introducción a los Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Hurlingham. Este año saldrá publicado su libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia por la editorial El Ojo del Mármol, y en 2018 el libro de poemas Una mañana boreal, por la editorial Club Hem de La Plata.

 

Tálata Rodrígez nació en Bogotá en 1978, de padre colombiano y madre argentina. En 1986, como reto propuesto por su padre para que aprenda a leer, publicó su primer libro Los pájaros de la montaña soñadora, compuesta por poesía y dibujos. Se radicó en 1989 en Buenos Aires, donde se dedica desde los quince años al activismo cultural. Durante años escribió las letras de varios cantantes argentinos, hasta darse cuenta que sus textos se pueden sostener por si mismos. Durante su tiempo de bartender, empezó un día a recitarlos delante de su clientela, que la incitó a seguir y un amigo le propuso grabar el primer video para que se notara cómo lo recita; luego se publicaron nueve poemas y textos como libro objeto multimedial Primera Línea de Fuego (2013, ed. Tenemos las Máquinas). El poema-videoclip “Bob” ganó en el 2014 en la categoría “Arcoiris” del premio Norberto Griffa a la Creación Latinoamericana (BIM14). En el 2015 se estrena su performance “Padrepostal” en el marco del ciclo MisDocumentos en Buenos Aires y publicó Tanta Ansiedad (ed. Lapsus Calami-Caligrama) en España y Nuestro día llegará (ed. Spyral Jetti) en Argentina. Sigue produciendo videoclips con videastas locales. Tálata Rodriguez, escritora, realizadora de contenidos audiovisuales

 

 

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Performatividad y trans-versalidad artística: performance, género y construcciones de la subjetividad trans en aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada:  Christer Strömholm

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Andrés Riveros Pardo propone una lectura de aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada que pone el acento en los cruces (de las disciplinas, los géneros, los soportes, las escrituras). Así, para el autor, estas dos artistas –al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género– construyen su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte.


Nadie me quita lo producido

Effy Beth

Es que sigo creyendo que no soy una individua

fuera de lo escrito o de lo actuado

Camila Sosa Villada

 

 

Dos artistas, dos transiciones, varias acciones artísticas que se interconectan y que, a la vez, generan nuevos vínculos que abren las posibilidades de los cuerpos y las formas de entenderlos/habitarlos. Effy Beth y Camila Sosa Villada son reconocidas artistas que han trabajado la mayor parte de su trayectoria narrando las experiencias alrededor de sus transiciones sexo-genéricas e, igualmente, han llevado registro de estas a través de diferentes obras y géneros artísticos. Esto les dio la posibilidad de abarcar el cambio desde miradas diversas, que mutan, se transgreden constantemente y que llevan en su forma la misma esencia de variabilidad e inestabilidad de les objetos-sujetxs que buscan problematizar.

Effy dirigió su mirada hacia el performance. Muchos de los que llevó a cabo fueron muy reconocidos y tuvieron gran repercusión dentro de los ámbitos académico y artístico. Por ejemplo, en Soy tu creación recopiló más de ochocientos retratos que el público realizó de ella y en Nunca serás mujer, obra en la que extrae toda la sangre que debería haber menstruado hasta el momento de su cambio hormonal, logró hacer visibles muchas de las experiencias y afectos involucrados en su transición hormonal. En el blog dedicado a esta acción, la misma Effy explica un poco más acerca de este proceso:

Reparto la sangre en 13 dosis representando las 13 menstruaciones desde abril del 2010 a abril del 2011, y realizo con cada una de ellas una serie de acciones relacionadas con lo que viví cada mes respecto a la construcción de mi identidad de género. Las acciones son performáticas en su totalidad, aunque algunas en particular son también intervenciones urbanas, y foto-performance[1].

 

Desde esa perspectiva llevó a cabo muchas otras acciones performáticas, como Awomen o Genital Power: Cortala!, que también fueron tanto obras como obras-herramientas y que funcionaron no solo para comunicar su visión sobre los cuerpos, las experiencias de vida y las subjetividades disidentes, sino que fueron en sí mismas partes fundamentales de su proceso de transición.

Esta artista, cuyo género asignado al nacer fue el masculino, es capaz de crear diferentes acciones que captan diversos momentos de su pasado, las transformaciones que ella misma está sufriendo y su posterior tránsito entre géneros. Su capacidad de hacer que sus obras no solo sean visiones y representaciones de estas corporalidades, sino que tengan la potencia de ser actos performativos del género, resalta esta misma característica fundamental de lo que llamamos “género” y pone de manifiesto la idea de producción de identidades, en vez de apelar a la idea tradicional y, al parecer, insuficiente, de la estabilidad “biológica” y “natural” de los cuerpos. Es de vital importancia mencionar la potencia transformadora de sus obras, las cuales no se limitan a denunciar o a hacer activismos —solamente—, sino que llevan en sí mismas una potencia para generar espacios de reflexión y transformación: se están transformando, transforman y “transicionan” con ella y con quienes se involucran en ellas.

 

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

 

Beth (como ella lo menciona en algunos de los escritos registrados en textos creados como homenajes) también hace uso del video, la fotografía y el cómic para ampliar las posibilidades de su obra. A través de ellos hace más evidentes ciertas posturas y condiciones de los cuerpos que están construyéndose constantemente y ciertas características del cambio que se ven limitadas a la hora de realizar únicamente performances. En video-performances como Pequeña Elizabeth Mati (Little Mermaid doblado al español)[2], por ejemplo, interviene videos de su infancia para poner de manifiesto la violencia y las presiones sociales que imponen los padres y las madres a les niñes para que representen un cierto género o demuestren que pueden reencarnar ideales heteronormativos y binarios. A través de subtítulos en los que cambia los diálogos que se escuchan en el audio de los videos, Effy pone en estos mismos las palabras que realmente hubiera querido decir en ese momento o la forma en la que realmente estaba escuchando los mandatos que sus padres le imponían por haber “nacido” como varón.

Su repentina muerte deja varios de sus proyectos artísticos a la deriva. Uno de ellos, Varias miradas sobre la chica que nació con la concha salida, que luego vendría a llamarse a.C/d.C: un libro de Effy Beth, se transformó en un libro en el año 2018. Esta obra conjunta resume de forma más interesante la manera en la que Effy producía su obra a la vez que se producía a sí misma. Este proyecto fotográfico buscaba representar el cambio quirúrgico de la reasignación de sexo. Siempre teniendo en cuenta la característica política y pública de los cuerpos y del género, ella no representa su cambio desde ella misma y su visión, sino que involucra la mirada de les otres, como ya lo había hecho en muchos de sus performances anteriores. De esta forma, convoca a un grupo de artistas a través de una mecánica bastante específica en la que lxs invita a tomarle dos fotografías: una que la muestre antes de su cirugía y otra, más de un año después, en la que se vea el resultado del procedimiento; en este caso, entonces, las fotos mostrarían su vagina. A continuación, transcribo algunas aclaraciones que hace Effy acerca de la toma de las fotografías para el proyecto (las cuales aparecen en el libro de 2018):

La fotografía con el pene será a realizarse dentro de los 30 días luego de aprobada la propuesta, y la fotografía con la vagina será realizada un año o dos años después. Las fotografías estarán realizadas en base a los bocetos enviados, y tanto el boceto como la fotografía resultante se mantendrán en secreto hasta el momento de la publicación del libro. El día que se tomen las fotos, se selecciona cuál es la que quedará en el libro y todas las demás serán borradas en el momento.

 

Effy no lograría llegar a la toma de la segunda foto planeada. Sin embargo, el libro en el que ella planeaba registrar esta obra fue publicado con ayuda de su madre y de les artistas elegidos para fotografiarla. Este texto deja un testimonio asombroso de la construcción social y cultural que tiene el performance –especialmente en América Latina– y que tienen los cuerpos, como lo menciona Silvio de García en su artículo “Arte acción en América Latina: cuerpo político y estrategias de resistencia” (2010):

Es entonces cuando en la performance o el arte acción de Latinoamérica nos encontramos con el “cuerpo político”, es decir, con un cuerpo que no solo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales […]. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social (3).

 

Son, entonces, les otres, les fotógrafes y sus miradas, quienes terminan por completar su cambio. Si la fotografía puede llegar a ser la prueba fehaciente de un hecho o de un evento, si la pensamos en su función más periodística, en esta obra esta técnica no alcanza a evidenciar la transición de Effy. Sin embargo, quienes realizan la obra con ella pueden dar cuenta de su vida y de la materialidad de su proceso a través de la poesía, la escritura, la intervención fotográfica o la elección de otras fotos de ella que pudieran dar cuenta de esta transición. Es la interconexión de las artes, la que ella misma había practicado, la que puede representar de forma más exacta la construcción de un cuerpo marginal, que no se conforma con el discurso biológico, sino que explora las posibilidades, las formas y desvanece, a través de la acción, los límites y las barreras impuestas. Tal como dice Martín Villagracia, uno de les artistas que la fotografió para este proyecto: “Effy nunca fue la construcción exclusivamente de sí misma. De alguna manera, siempre fue un proyecto colectivo en el que participaba todo aquel que compartía su experiencia”. De esta forma, se puede evidenciar el propósito netamente performativo de la obra de Effy.

 

Effy 1

 

Sosa Villada, por su parte, se ha referido a este mismo tema en poemas de su primer libro La novia de Sandro (2015) y en El viaje inútil: Trans/escritura (2018), en el que hace énfasis en la manera en la que la literatura, la lectura y la escritura han hecho parte de su proceso de transición, de su obra y de su vida. Finalmente, en la obra de teatro Carnes Tolendas, puesta en escena en el año 2013, que mezcla registros y fragmentos de obras de Federico García Lorca como La casa de Bernarda Alba (1945), Doña Rosita la soltera (1935), Yerma (1934), Bodas de sangre (1933) y algunos de sus poemas junto con frases representativas de su madre y su padre durante fases de infancia, de su transición y de su reconocimiento genérico.

A través de diferentes lenguajes artísticos como el teatro, la poesía, el ensayo y la prosa, Camila Sosa Villada también narra el proceso que la lleva de Cristian a Camila. Es también, como en el caso de Effy, una artista que ve en la transversalidad de las artes y los géneros artísticos una forma de hacer igualmente performativa la variabilidad genérica de los cuerpos no hegemónicos. A través de la incursión en diferentes artes, las barreras que se instauran alrededor de las artistas se desvanecen y abren la puerta a nuevas posibilidades. Su propio cuerpo y subjetividad son, para Sosa, construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que devienen en sus actuaciones, sus letras, sus personajes y, por lo tanto, están en cada libro y parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión artística que cuenta a través de su obra. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde viene el material para convertirse en lo que ahora es o quisiera ser. Por ejemplo, en su libro más reciente, Las malas (2019), pone de manifiesto y convierte en obra su experiencia en el ejercicio de la prostitución y el recuerdo de los grupos de travestis que se toman las calles y las plazas para poder llevar a cabo su oficio. En sus palabras, tomadas de El viaje inútil: Trans/escritura:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche (90).

 

Entonces, cuando la misma experiencia se convierte en obra, se visibiliza. Y esto mismo sucede con el género y las transiciones sexo-genéricas: solo pueden ser o entenderse desde su práctica, como diría Judith Butler, y no desde su nombre, como nos han hecho creer con los discursos hegemónicos y binarios de la exclusividad del varón y la mujer como únicas variables y posibilidades genéricas. Lo que busco explorar aquí es la forma en la que la transversalidad de artes que practican Beth y Sosa son maneras de poner en práctica las formas de construcción de la subjetividad trans y de hacerlas visibles a través de su puesta en escena en el universo social, “exterior” y público. Al hacer esto las obras son en sí mismas variabilidad, transgresión y posibilidad de apertura. Como parte del proceso de construcción de una subjetividad trans, estas artistas han tenido que experimentar con su propio cuerpo, instrumento político por excelencia de las subjetividades queer, trans o no binarias, para poner en evidencia la idea del cuerpo como una construcción siempre inacabada que, como la obra de arte, toma total relevancia a la hora de enfrentarse a la mirada externa. Esta característica la comparten con la idea de “performance” y de “cuerpo social” antes mencionadas y con la noción de “cuerpo” dentro de la teoría performativa del género estudiada por Butler, especialmente en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015):

El cuerpo no es tanto una entidad como un conjunto de relaciones vivas; el cuerpo no puede ser separado del todo de las condiciones infraestructurales y ambientales de su vida y su actuación. Esta última está siempre condicionada, lo cual no es más que una muestra del carácter histórico del cuerpo” (69 – 70).

 

Tal vez podamos encontrar un gran ejemplo de esto en las palabras de la madre de Effy Beth, Dori Faigenbaum, en una entrevista con la emisora de radio La retaguardia luego de la muerte de Effy y en la que se refiere al carácter social y relacional de las obras de su hija:

Ella era también como muy precisa en cómo pensaba todo y me parece que el impacto de toda su obra es que ella no iba a convencer a nadie de nada, sino que iba a trabajar con la representación social de la gente que pasaba frente a su persona, esto quiere decir: “Yo no te voy a convencer de que el sida es esto u otra cosa, el género es esto u otra cosa, sino que te voy a poner a vos en situación de que pienses y de que digas qué juzgas, qué prejuzgas, o qué opinas en relación a ciertos temas, y si vas a seguir pensando lo mismo después de decirlo en voz alta[3].

 

 

Recuento y encuentro: un poco más acerca de las conexiones entre la obra de Effy Beth y la de Camila Sosa Villada

 Tal vez sea correcto empezar este recuento admitiendo que Effy Beth nunca incursionó en la literatura como tal, mientras que la obra de Sosa Villada se basa, principalmente, en la escritura de poesía, guiones de teatro, prosa y ensayos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar dentro del trabajo de cada una de ellas es la forma en la que han logrado no solo relatar, sino poner en evidencia, con su obra y con su mismo cuerpo/subjetividad, la manera en la que se vive o se experimenta la transición sexo-genérica en las disidencias. Por esta misma razón, he elegido centrarme en las obras aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada. En estas, considero, se muestra de forma más explícita este proceso a través de diferentes mecanismos y sobre todo, como mencioné anteriormente, la trans-versalidad de diferentes géneros y artes. En el primero de estos textos se documentan los resultados del proyecto de Effy ya descrito y se hace un “recuento” del mismo por parte de les fotógrafes y artistas elegides por ella. Igualmente, este texto contiene un pequeño diario de los primeros días de Effy luego de someterse a la cirugía de reasignación genital. Este breve recuento parece de suma relevancia porque pone en palabras la experiencia más personal y afectiva por la que pasan quienes toman esta clase de decisiones. Por otro lado, Camila Sosa Villada también hace mucho énfasis, en el texto ya citado, en los procesos que fue experimentando dentro de su vida a la hora de descubrir que no estaba de acuerdo con el género con el que había sido asignada en su nacimiento y además, con otros temas que la constituyen como una subjetividad disidente al haber nacido sin gran capacidad económica, con un padre autoritario y al haber tenido que ejercer la prostitución. El primer cruce que podemos ver entre ambas obras, además del material escrito que nos dejan, es precisamente la constitución de los cuerpos, los géneros y las realidades que los transitan como algo que está siempre en movimiento y que sucede en varios ámbitos y espectros.

Es importante hacer un brevísimo recuento de su obra para encontrar algunos hitos que las llevaron hasta este punto y para —claro está— entrar un poco más informades en sus expresiones artísticas. En cuanto a las diferentes performances y otras piezas de Effy se podría decir mucho, ya que a pesar de su temprana muerte logró crear numerosas acciones que la posicionaron como una de las artistas más reconocidas dentro del “círculo disidente”. Sin embargo, una de las obras en las que mejor se puede observar la cualidad social y “externa” de sus acciones posteriores sería el performance Soy tu creación. Allí Effy ya empieza a jugar con la construcción social del cuerpo y con la problematización de la mirada a la hora de reconocer a une otre y hasta a une misme. En el texto Que el mundo tiemble: Cuerpo y performance en la obra de Effy Beth (2016) en el que se recopila mucha de su producción artística, se encuentra este pasaje escrito por ella, que revela un poco más los pormenores de la acción: Acostada en un colchón, con poca ropa, simulando máxima intimidad y predispuesta a entablar conversación con quien sea que se me acerque, voy a pedir que se me retrate de manera simple para yo poder verme a través de otros ojos” (54). El performance hace visible el cuerpo a través de la acción del dibujo y convierte la mirada en un fenómeno compartido: quien mira construye al otro y a la vez, quien es reconocido puede moldear su subjetividad con base en la forma en la que le otre mira. Aunque los resultados de los retratos varían es importante resaltar dos de ellos: muchos de les asistentes “binarizan” la corporalidad de Effy llevándola hacia lo femenino e, incluso, exagerando sus senos. Igualmente, se da paso a una corporalidad híbrida: muchos de los retratos realizados muestran a Effy como una sirena. Esto resulta interesante porque enfrenta las dos maneras en las que solemos reconocer el cuerpo, el género y la genitalidad, a saber, a un cuerpo que reconocemos como femenino solemos asignarle una genitalidad femenina o, por otro lado, al no reconocer inmediatamente la genitalidad de una corporalidad disidente la enfrascamos y limitamos al ámbito de la fantasía, de lo que no estamos seguros. Un terreno de incomprensión que preferimos dejar a la imaginación. En las conclusiones de esta obra y de su resultado Mira Colectiva, consignado en el texto antes mencionado, Effy resume la forma en la que hace visible y casi palpable la verdadera constitución de lo que solemos llamar como “interno” y “externo” en términos de identidad y de subjetividad: cómo se difumina esa línea divisoria ya casi inexistente:

Paradójicamente al momento de pensar este proyecto tengo plena convicción de que somos nuestra propia creación con lo que los demás nos dan, y no al revés. Somos los constructores que continuamos individualmente lo que nuestros padres, amigos y sociedad nos ayudaron a construir mediante la ida y vuelta de una mirada crítica. En la obra invierto la función social y la limito hacia un solo sentido: primero digo yo soy yo, y luego los demás construyen o destruyen sobre eso. Esto es lo que me transforma de ser humano a objeto pasivo. Entrego mi persona a capricho del ojo ajeno (63-64).

 

Con esta acción Effy parece demostrar la importancia de la mirada en la construcción de la subjetividad y, por lo tanto, hace “externo” lo que consideramos como “interno”. Al hacer de la mirada un acto cuyo resultado termina en un papel y que puede ser experimentado a través de los sentidos y de “la superficie” se hace evidente el hecho de que construimos con y a través de la mirada y que lo que nos ve o la forma en la que nos ven también nos constituye: no existe algo como un antes o un después en la construcción de la subjetividad, sino que como dice Butler en su texto El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), lo que consideramos “interior” hace también parte de discursos sociales y de realidades “externas”. Es decir que puede llegar a ser tan solo una ficción regulatoria que jerarquiza ciertos planos de la subjetividad por encima de otros, siendo el género, por ejemplo, uno de ellos:

En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones […] son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos (266).

 

En El viaje inútil Camila Sosa Villada hace un recuento de las experiencias y condiciones sociales y familiares que la marcaron y acompañaron tanto en su tránsito sexo-genérico como en su decisión de convertirse en artista. Acciones que van íntimamente conectadas. Las condiciones sociales, como mencioné antes cuando hablé de la obra de Effy, hacen parte de la constitución de su subjetividad. Es la precariedad[4] la que moldea muchas de las condiciones que determinan aspectos de su subjetividad en los años de su infancia y los que la hacen encontrar una salida posible en el arte y la literatura. Estas condiciones “externas” resultan ser de suprema relevancia para lo que ella será “internamenteen años posteriores como escritora:

Contra toda la soledad y la tristeza de vivir en ese pueblo, donde el único entretenimiento es sentarse a mirar los autos pasar por la ruta, en ese pueblo donde nos hemos tenido que anclar las dos, en ese pueblo donde todo llega tarde, donde no tenemos luz eléctrica, ni gas, ni esperanza de nada, ahí resultó que sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, mi mamá me enseñó a leer. Y yo aprendí (19 – 20).

 

Este texto muestra cómo se difumina esta supuesta línea divisoria entre el discurso y la subjetividad. Esto demuestra la compleja relación que se da, aún más en la infancia, entre estos elementos que se materializan y toman forma en la conducta y en la relación con les demás. Es por esto que el terreno de la lucha de les artistas y corporalidades trans se da en el ámbito político, porque es justo allí en donde entra a jugar el discurso del género y la sexualidad que se ha internalizado durante el proceso de la infancia. Bien lo menciona Jack Halberstam es tu texto “Trans*: una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género” (2018) cuando se refiere al devenir trans y a la forma en la que se puede ver claramente en los primeros años de vida que el género “viene de otra parte, en vez de formar la verdad del cuerpo” (83), porque es internalizado después de que la madre, el padre o el grupo social lo declaren. En el siguiente párrafo explica un poco mejor esta idea basado en algunas premisas de Wendy McKenna y Suzanne Kessler descritas en su texto de 1978 Gender: An Ethnomethodological Approach:

Un cuerpo infantil puede escapar a la matriz de la supervisión paternal y pedagógica, pero un sistema de normatividad opera ejerciendo una presión sobre las conductas no normativas y por medio de la interiorización de criterios de conducta que son transmitidos de forma silenciosa e incluso por medio de gestos. En otras palabras, se espera de las criaturas de cualquier origen que interioricen modelos de género y los reproduzcan de modo que encajen con sus posiciones culturales, raciales y de clase, y en relación con los modales, con lo que gusta y es apropiado según el género y lo que no, con las interacciones convencionales dentro de una matriz heterosexual, e incluso con sus propias esperanzas y temores del futuro (85).

 

Camila Sosa Villada comenta, en una entrevista para el medio Agencia Presentes, algo muy parecido a la hora de referirse a las primeras veces en las que decidió empezar a vestirse de la manera asignada al género femenino:

Fue un proceso muy natural, vino con el paso del tiempo. Nunca tuve que ponerme a pensar sobre mi identidad, estaba ahí y fue poco a poco. Primero asumí que me gustaban los chicos, luego apareció Cris Miró en la tele, entonces las cosas cambiaron. Porque todas esas cosas que yo hacía en secreto –vestirme con la ropa de mi mamá, pensarme como mujer– cobró una dimensión social. Yo podía ser como Cris, había alguien que lo había hecho posible. Se veían en la tele todo el tiempo travestis que aparecían en lo de Mauro Viale, mujeres decididas a todo, empoderadas. De repente no me sentí sola, estaba inmersa en un movimiento. Fue muy fácil ese proceso íntimo. El social fue más complicado…[5]

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

 

En El Viaje inútil se interconectan temas como la pobreza, la condición social y la raza, lo que hace que el cuerpo trans no sea solamente determinado por el género, sino también por diferentes condiciones y discriminaciones. La exclusión como herramienta queer para forjar lazos y reivindicar la experiencia disidente la llevan a enmarcar sus vivencias dentro de las diferentes formas de rechazo a la que ha sido sometida como mujer pobre y “negra” que pertenece a una disidencia. Así lo expresa en este poema extraído de su primer poemario La novia de Sandro:

Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto que queda enorme, soy negra como el carbón, como el barro, como el pantano, soy negra de alma, de corazón, de pensamiento, de nacimiento y destino. Soy una atorranta, una desclasada, una sin tierra, una sombra de lo que pude ser. Soy miserable, marginal, desubicada, nunca sé cómo sonreír, cómo pararme, cómo aparentar, soy un hueco sin fondo donde desaparece la esperanza y la poesía, soy un paso al borde del precipicio y el espíritu me pende de un hilo. Cuando llego a un lugar todos se retiran, y como buena negra que soy, me arrimo al fuego y relumbro, con un fulgor inusitado, como una trampa, como si el mismo mal se depositara en mis destellos.

 

De la misma forma en la que cruza estos límites para narrar la manera en la que esto la ha marcado, también logra llevar al ámbito performático todos estos cruces tanto en la experiencia vivida con sus padres y familiares, como con extractos de obras literarias con las que pudo sentirse identificada en su infancia o en su juventud. Esto lo realiza, en Carnes Tolendas una de sus principales obras de teatro en la que es la escritora y la actriz que representa todos los papeles. En esta obra entremezcla las voces de su padre[6], de sus familiares y de sus recuerdos para hacer evidente la manera en la que fue constituida desde la autoridad y la definición estricta de los roles de género. De la misma forma, nos recuerda la manera en la que diferentes historias de personajes de la literatura también han marcado su vida y su subjetividad, sobre todo, uno tan emblemático para las disidencias como lo es Federico García Lorca. Ejemplo de esto es su crítica a esta misma autoridad que presenta en obras como La casa de Fernanda Alba y cuyo extracto es recitado por Sosa: “Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ese porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana”[7]. Que cada una de esas voces pasen por su garganta y sean interpretadas por ella misma no es casualidad: demuestra que estos discursos permanecen en ella a través de su vida y de las etapas de su transición y que por tanto, existen en la medida en que son reproducidas, no antes; característica que tienen en común con el género y su cualidad performativa.

De la misma manera que Sosa Villada narra el peso de su transición a través de estas voces, Effy busca narrar su cambio en tres momentos importantes para ella: el cambio dado por el tratamiento de reasignación hormonal asumido en 2010, la desidentificación con sus genitales y, por último, el cambio corporal que implica la cirugía de reasignación genital. Cada una de estas etapas fue puesta en la esfera pública por la artista a través de diferentes acciones performáticas o por medio de obras que implicaron otra clase de recursos. La primera de ellas fue tratada en Nunca serás mujer, obra que se basó en la visibilización de la “menstruación” que Effy podría haber producido durante un periodo de trece meses, como respuesta a los comentarios de algunas personas que le decían que nunca iba a ser mujer, debido a que no sería capaz de menstruar. A través de este acto también hizo evidente otras preocupaciones de los cuerpos reconocidos como femeninos y de las subjetividades trans: su vínculo inevitable con organismos reguladores como los médicos, las obras sociales y el Estado a través de documentos que supuestamente dan cuenta de la identidad de las personas como la cédula o en DNI; el acoso callejero, y al igual que Camila Sosa Villada, los problemas familiares que implica asumirse trans o no binarix dentro de esta institución asumida como binaria[8].

Para la segunda etapa, Effy exterioriza la “desentificación” de algunas subjetividades trans con sus genitales de nacimiento a través de Genital panic: cortala!, una acción que lleva a cabo en la Marcha del orgullo LGBTIQ y que, como ella explica en la notas acerca de esta performance, es un remake trans de la performance Genital Panic de VALIE EXPORT. Allí, a comparación de la acción original, se muestra el pene de la artista a través de los pantalones agujereados y no es expuesto al nivel del rostro de lxs asistentes a un cine, sino que es amenazado por la misma artista, con unas tijeras podadoras. Ella continúa su explicación, en el texto consignado en el libro Que el mundo tiemble: “En vez de genitales femeninos, dejo a la vista mis genitales masculinos, y en vez de un arma cargo una tijeras. Cuando logro la atención de alguien aprieto mi genitalidad con el filo de las tijeras” (164).

Por último, Effy llegaría a narrar la cirugía de reasignación genital a través del breve diario que deja en el texto antes mencionado. En él cuenta su experiencia justo después del procedimiento[9], así como el proceso post-operatorio, que involucra curaciones, fajas, hinchazones, irritabilidad, falta de apetito y la inserción de dildos de diferentes calibres en la nueva cavidad vaginal para evitar infecciones. Al respecto, Effy escribe en el texto que aparece en aC/dC: Un libro de Effy Beth, consciente del malestar generado tras el sexto día de internación: “He vuelto a nacer y mi llanto es la misma que la de un bebé, que llora la angustia natural de estar procesando su propia existencia”.

Aunque este texto parece ser básico para entender la transición de Effy, es claro que toda su obra, así como la de Villada, es importante para narrar los cambios y la forma en la que se constituye la subjetividad de lxs sujetxs trans. No es en los procesos de reasignación hormonal o genital que se construye o en el momento exacto en el que deciden probar las prendas del “género opuesto”, sino que es un proceso constante de transgresión de los diferentes tipos de regulación y limitación de sus expresiones. No hay un trozo de vida o una experiencia, entonces, que sean básicos para contar una vida trans, sino que, como hemos visto en el caso de estas dos artistas, se narra precisamente en el mismo cruce de fronteras, sean de tipo genérico, de tipo social, familiar o artístico.

 

Camila Sosa Villada, «Carnes Tolendas».

 

Trans-versalidad en los géneros artísticos y cruces entre el performance y la performatividad: una conclusión

Si concordamos con Judith Butler en que la práctica del género es su misma ontología, entonces podemos afirmar que el género que une es se produce en el espacio político y no antes. Por esta misma razón, se puede decir que es acción y no esencia. Butler nos recuerda esto en El género en disputa:

En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esta construcción. (270)

Entonces, los asuntos relacionados con el género transgreden siempre la barrera de lo íntimo y es necesario que las obras que se refieren a su variabilidad o que ponen en tela de juicio su estricto binarismo sean igualmente públicas y exteriores. La cualidad performática de géneros artísticos como el teatro y el mismo performance facilitan esta condición y llevan estos temas supuestamente autobiográficos a lugares en los que la mayoría de personas puede sentirse interpeladas. En su texto Prácticas de Sí: subjetividades contemporáneas en las expresiones artísticas trans actuales en Buenos Aires (2014) Pablo Farneda comparte la visión de la autora Estrella de Diego acerca de este tema. En general, afirma que a la hora en que la experiencia se inscribirse en el arte, sobre todo en el performance, que implica una suerte de autorreferencialidad de la vida de lx autorx, el yo autobiográfico puede llegar a desdibujarse debido al desfasaje que implica el hablar de lo que somos y percibir lo que en realidad percibimos que somos:

En  su  libro  sobre  autobiografía  y  performance  titulado No  soy  yo, Estrella  de  Diego se pregunta: ¿Cómo aproximarse al sujeto “esencial” si hablar de uno mismo implica cada vez  hablar  de  los  demás, incluso de todos esos demás que habitan el sujeto? (…) Cada proyecto  autobiográfico  implica  la  ausencia  de  lo  que  somos  ahora.  De lo que estamos siendo mientras relatamos” (2011: 41 – 48).  En  esta  omisión  se  funda,  para  la  autora,  la imposibilidad  de  clausurar  el  yo  como  esencial  y  el  relato  autobiográfico  o  cualquier autorretrato  como  verdad  individual,  dado  que  nunca  nos  encontramos  allí  donde  nos enunciamos y viceversa, nunca nos enunciamos allí donde nos encontramos (54).

 

De esta manera, al entender que las artes biográficas son más que relatos de un yo y que pueden llegar a representar los discursos y ficciones que nos afectan como cuerpo social, podemos entender que la obra de estas dos artistas (y de muchxs otrxs más) no hablan solamente de su experiencia con su género o con la variabilidad del mismo, sino que sirven para señalar tensiones en lxs espectadores y en la sociedad. Jack Halberstam resume este hecho en su texto Trans*: “Este es un marco perfecto para el cuerpo trans*, que, en última instancia, no busca ser observado y conocido, sino que más bien desea poner en duda la organización de todos los cuerpos” (120). Esto por la cualidad performática de los géneros artísticos que atraviesan el discurso para devenir acciones e igualmente, porque hacen aún más evidente que la división interna-externa de los cuerpos es inexistente. Por esto es que las acciones que ellas realizan en sus cuerpos pueden hablar de su subjetividad y que los elementos que constituyen su subjetividad y su forma de entenderse pueden dar cuenta de los cambios en sus cuerpos y en su entorno. Y esto no solo se limita a estos dos espectros, sino, como ya mencione, se puede expandir al ámbito social, cultural y público.

Si la performatividad inherente al género requiere de acciones performáticas para tocar los temas que lo atañen, esto implicaría que el terreno para tratar sus variaciones y su elasticidad es la acción y no tanto el discurso. Esto resulta básico para las subjetividades trans, ya que su misma auto-denominación como personas trans requiere de la transgresión de las limitaciones y de los sistemas normativos que regulan los cuerpos y sus expresiones. Esto implicaría una construcción constante de la subjetividad, que pasa por diferentes estados en diversos niveles que se conectan y que a la vez, no se limitan a ellos: “la superficie” del cuerpo se modifica con los cambios quirúrgicos y hormonales o a través de prendas o accesorios; el interior del cuerpo también lo hace a través de otros cambios hormonales e igualmente, se presentan ciertas modificaciones en ámbitos más psicológicos como la forma de ser afectade.

La acción constante que podemos percibir en estas subjetividades es el desvanecimiento y el cruce de toda clase de límites. En el caso de la obra de Villada y de Beth podemos darnos cuenta de que el ir de género artístico en género artístico es tan performática y performativa como los cambios que podemos ver en sus cuerpos. Ir del performance a la literatura, de la fotografía al cómic, de la novela a la poesía o ensayo en el mismo libro y en toda su obra es parte importante de la des-limitación de las experiencias. En el caso de Sosa Villada vemos cómo va del ensayo a la poesía y al teatro y, por otro lado, vemos cómo en a.C/d.C se muestran características importantes de la obra de esta artista y de su misma subjetividad a través del cruce de las diferentes voces de les artistas que la acompañaron, la suya propia, fotos, montajes y géneros literarios como la poesía, la narración autobiográfica y el testimonio.

Al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género, estas dos artistas están construyendo su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte: es un proceso que se da en el mismo cuerpo y que se hace a través de la transversalidad de los géneros artísticos para evidenciar la transición sexo-genérica de cuerpos no-estables que pueden modelarse, encarnarse, modificarse en y por medio de la de le otre, y del derecho a expresarse en la escena pública. De la misma forma en que ponen de manifiesto esta cualidad del género y de sus mismas subjetividades, al hacer una obra que trata de limitaciones del cuerpo social, también evidencian las injusticias y la precariedad a la que son sometidos ciertos grupos de los que la sociedad no se siente responsable, a saber, las minorías sexo-genéricas, las travestis que deben ejercer el trabajo sexual, les jóvenes que han tenido que abandonar el núcleo familiar por sus preferencias sexuales, etc. La acción de ponerles en la mira social sirve para reivindicar la lucha de dichas existencias y de sus vidas como merecedoras del llanto[10] y de luto. Como Butler lo anuncia en su texto Cuerpos aliados y lucha política, el hecho de que el género sea de por sí político hace que la lucha que defiende la posibilidad de manifestarlo a través de la misma expresión genérica sea igualmente performativo:

No se puede separar el género que somos y la sexualidad en que nos implicamos del derecho que cada uno de nosotros tiene a afirmar estas realidades en público, con plena libertad y protegidos frente a los violentos. En cierta manera, el sexo no es anterior al derecho de hacer precisamente eso. Es un momento social en nuestra vida íntima, y que debe ser reconocido en términos igualitarios. No solo el género y la sexualidad son en cierto sentido performativos, también lo son su expresión política y las reclamaciones planteadas en su nombre (63).

 


 

[1] Este proyecto está descrito y narrado en el blog Nunca serás mujer, al que se puede acceder a través de la siguiente dirección: http://nuncaserasmujer.blogspot.com/

[2] Obra registrada en el blog: http://tengoeffymia.blogspot.com/

 

[3] Entrevista disponible en: http://www.laretaguardia.com.ar/2015/09/a-effy-no-la-mato-la-sociedad-ella.html

[4] Butler, en Marcos de guerra: Las vidas lloradas (2009), se refiere a ese término como “la condición políticamente inducida que negaría una igual exposición mediante una distribución radicalmente desigual de la riqueza y unas maneras diferenciales de exponer a ciertas poblaciones, conceptualizadas desde el punto de vida racial y nacional, a una mayor violencia” (50).

[5] Entrevista disponible en: http://agenciapresentes.org/2018/01/12/camila-sosa-villada-trans-ya-una-forma-militancia/

[6] Por ejemplo, al inicio de la obra usa la voz él para decir: “Porque esta casa es así, he dicho yo, a esta casa yo le levanté el cimiento, yo le levanté las paredes, yo te mantengo a vos y al maricón que tenés por hijo. Así que en esta casa se me va a empezar a respetar y a hacer las cosas que se tienen que hacer cuando se tienen que hacer y como yo diga que se tiene que hacer. ¿Me estás entendiendo, mujer?”. Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[7] Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[8] En su texto Trans*: Una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género Jack Halberstam se refiere al tema de la familia en las infancias trans* y dice: “La familia designa un sistema que se supone protege, ampara y apoya a sus miembros, pero, como cualquier sistema de pertenencia, a menudo también excluye, avergüenza y ataca violentamente a los extraños. La presencia de criaturas que se identifican con el otro género y de criaturas de género ambiguo en el seno de las familias pone en cuestión todas las ideas habituales sobre el género, la infancia y la corporalidad, y en última instancia plantea dudas sobre la validez de la familia en sí misma” (70).

[9] Effy explica un poco más acerca de este proceso en a.C./d.C de la siguiente manera: “Duración 5 horas. Ingreso al quirófano a las nueve de la mañana. Se me administra anestesia local las primeras 3 horas y luego un sedante en el momento de introducir el injerto. Egreso del quirófano a las 14 horas, ya despierta y con las fajas en las piernas que me habían puesto al inicio de la operación. Tengo un tutor puesto en el interior de mi vagina. Sobre la vagina tengo puestas dos gasas, y sobre las gasas tengo puesto apósitos pegados con cinta”.

[10] En Marcos de guerra: las vidas lloradas, Butler se refiere a las vidas precarias y a su condición de ser lloradas como un requisito para asumirlas: La aprehensión de la capacidad de ser llorada precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha capacidad precede y hace posible la aprehensión del ser vivo en cuanto vivo, expuesto a la no-vida desde el principio” (33).

 

El coraje y la comunidad. Hombres de piel dura, de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Imágenes: fotogramas de Hombres de piel dura, de José Campusano

Luego del estreno en el Festival de Rotterdam y su gira por otros festivales, incluyendo la última edición del BAFICI, el jueves 08 de agosto se estrena en las salas argentinas el nuevo film de José Celestino Campusano, Hombres de piel dura. En esta reseña, Juan Pablo Castro analiza la peculiar mirada del cineasta sobre el campo argentino, sus formas de sociabilidad y los conflictos que se le presentan a un joven homosexual del lugar. También repone el método de trabajo del cineasta, que forja sus guiones a partir del intercambio con una comunidad (en este caso, la población rural de los contornos de Marcos Paz), como si además de cineasta fuera un antropólogo.


En la imagen del campo ofrecida por José Celestino Campusano en Hombres de piel dura, su más reciente filme, se encuentran dos viejas obsesiones suyas -la marginalidad y el culto del coraje- con una fructífera novedad: la perspectiva de género con la que aborda los problemas de ese campo asolado por el prejuicio y la violencia sexual. Sobre esa base, el prolífico director que se dio a conocer por su descarnada disección del conurbano bonaerense construye un relato de iniciación en el que los golpes recibidos por el protagonista -Ariel, interpretado por Wall Javier- adoptan las formas de la opresión y el abuso sexual. Con un giro por demás interesante: si en el típico relato de aprendizaje el protagonista es iniciado en una actividad determinada -la escritura, la sexualidad, el delito, o todas ellas, como ocurre en El juguete rabioso, paradigma latinoamericano del género- en Hombres de piel dura la iniciación se realiza en sentido contrario: Ariel, un joven homosexual de clase acomodada, inicia a dos labriegos -hombres de piel dura- en las delicias del goce homosexual. El problema es que después de consumar lo que podría parecer un simple desfogue utilitario, los hombres quedan predados del joven: “el problema -le dice Julio, uno de los labriegos, mirándolo a los ojos- es que me gustás”.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Sallmeri), en Hombres de piel dura.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Salmeri), en Hombres de piel dura.

A lo largo de su trayectoria, José Campusano ha manifestado un creciente interés por el cine como herramienta de conocimiento antropológico. Así, su método de producción se aparta, con minuciosa deliberación, de los protocolos de escritura y producción exigidos en el cine de estudio. Campusano no escribe un guion para llevárselo a una productora que se lo pasa a unos actores que representan a los personajes que él imaginó. Contra esa forma de trabajo aislado y tan proclive al monólogo o al plagio, Campusano esgrime un método etnográfico en el que el guion surge del intercambio con una comunidad. Esta suele encontrarse generalmente alejada de los medios de expresión que puedan llamar la atención del Estado, y él y su equipo la interrogan en torno a los problemas que sus propios miembros les plantean. Esos problemas suelen centrarse en el malestar que, como un secreto a voces, involucra a la comunidad, pero no ha encontrado el vehículo para convertirse en una manifestación de colectividad. Hombres de piel dura se enfoca en las distintas caras de un problema que la película se esfuerza por no simplificar: el abuso sexual perpetrado por miembros de la iglesia rural; la justicia por mano propia; la homofobia y la hipocresía del pensamiento conservador. Esas aristas se encuentran en un tejido que pone los hechos en una relación de continuidad sin la cual quedarían como destellos aislados, fatalmente proclives a la invisibilidad.

En ese sentido, el proceso de producción convierte a las películas de Campusano en la experiencia compartida con la que una comunidad manifiesta sus problemas a través del cine. Los actores suelen ser los protagonistas de las historias que cuentan, son ellos mismos, pero amparados por el leve manto de la ficción, y el cambio de nombre. Por supuesto, en la transición entre el material en bruto y la película como producto final -editado y montado- hay una serie de transformaciones, recortes y condensaciones siempre sujeta a distintos riesgos: simplificar, moralizar, juzgar, e incluso tergiversar. A mi entender la sabiduría de Campusano consiste en conocer y barajar esos riesgos de una manera en la que el resultado es al mismo tiempo una buena ficción y un documento de la comunidad. Hombres de piel dura no es la excepción.

«Por ser del Sur». Los viajes por Latinoamérica de Lucía Vargas Caparroz

Texto: Lucía Vargas Caparroz*
Imagen: fotografía, Aylin Rodriguez Vinasco; edición, Leonardo Mora


Por ser del Sur es el segundo libro de Lucía Vargas Caparroz, escritora argentina radicada en Colombia. Se presentó, el primero de mayo de este año, en la Feria del Libro de Bogotá, por la editorial Pensamientos Imperfectos. El libro recopila sus diarios de viaje por Latinoamérica –desde 2015 a 2017– y las crónicas que la autora publicó, durante 2018, en El Espectador (uno de los periódicos más antiguos de Colombia). El libro toma su título de la última crónica, inédita hasta ahora, en la cual la autora habla de su retorno al hogar en la Patagonia. Las ilustraciones fueron hechas por Paula Cano, basadas en las fotos de los viajes de Lucía.

A continuación, presentamos tres fragmentos, que son representativos de los tres momentos del libro: un fragmento del diario de viaje por Latinoamérica, otro del diario de retorno a Buenos Aires durante seis meses de 2017 y, por último, una crónica sobre el páramo, en Roncesvalles (Tolima, Colombia), publicada en El Espectador e incluida en la antología Bogotá Cuenta. Una ciudad que se escribe (IDARTES, Colombia).

 

***

30 de enero de 2016, La Paz, Bolivia.

 

El mini bus que nos llevaba venía lleno de gente, así que me senté cerca de la única ventana que había, justo al lado de una mamá con su bebé, que no debía tener más de seis meses. Al principio me miraba algo desconfiado, con sus ojos rasgados hacia los lados y su boca llena de migas de galleta. Pero algo que aprendí en ese viaje es que la sonrisa es un lenguaje universal, para todas las culturas y todas las edades. Entonces desenfundé una de las más sinceras para él. Me respondió muy coqueto mostrándome sus cuatro dientes blancos, iguales a pequeños arroces saliéndole de las encías. La alianza se afianzó cuando estiró su mano y me ofreció el último resto de galleta amorfa, llena de baba. La madre se dio cuenta y me miró sonriente. Por cortesía, acerqué la cara a su manito y mientras se la sostenía, le hice un ñam ñam ñam simulando aceptar el regalo. Él sonrió feliz y escondió la cabeza en el pecho de su mamá. El juego había empezado. Miró mis pulseras, la manga de mi abrigo que colgaba, todo era un juguete y cada cosa que tocaba tenía un sonido diferente, que yo hacía para escucharlo reír. Estuvimos así un buen rato, hasta que decidió agarrar mi dedo índice y recostarse a descansar en el pecho de su mamá.
A estas alturas, ya pasados dos meses y medio de estar lejos de casa y de los afectos, toda muestra de cariño sincera y espontánea era más que un regalo, era una bendición. Durante los días anteriores venía sintiendo esa especie de nostalgia por el contacto humano que no había sentido antes y creo que se enfatizó en una ciudad en la que se nota una timidez general por el acercarse al otro. A pocos metros de llegar a la parada, escuché la voz de mi guía:
“En la esquina que viene bajamos, por favor”.

Solté mi dedo de entre las manos de mi nuevo amigo, que no reaccionó ante nuestra separación.

Fue algo tan rápido: conocernos, jugar, querernos, soltarnos.

 

***

12 de septiembre de 2017, CABA, Argentina.

 

Vivo en Once. He vuelto a mi casa en horas «no adecuadas» para una mujer sola. Creo que, en cuestiones de seguridad, cualquier barrio es una lotería. Tenemos la chance de salir enteros de todas o nos puede tocar vivir alguna de cerca. Ayer me tocó vivirla.
Eran las 12:30 de la noche y el 24 en el que me había subido sobre Av. Corrientes, casi esquina Scalabrini, venía bastante lleno. No tanto como para traer gente parada, pero con todos los asientos ocupados. En el asiento del frente, el prioritario, junto a la puerta de entrada del bondi, venía un tipo joven. Yo estaba sentada dos asientos más atrás, conversando con un chico colombiano que acababa de conocer en la parada. El tipo se movía intranquilo, oscilando entre quedarse sentado y acercarse al chofer. Como no le daban bola, decidió pararse en medio del colectivo, diciendo en voz alta: «Me escuchan, por favor, es un segundo. Hay tres autos que me vienen siguiendo desde Villa del Parque. Me quieren secuestrar. Necesito que alguien se baje conmigo, si es en grupo mejor». Nadie respondía. El tipo le buscaba la mirada a unas mujeres que iban sentadas a su lado, pero todas lo esquivaban. Yo había tocado el timbre en la parada de mi casa, el colectivo comenzó a frenar justo cuando él terminaba de hablar. Me tenía que bajar, pero pensé que nadie haría nada. Nadie diría nada. El tipo no podía más de los nervios. Tenía las venas de los brazos hinchadas, casi no podía articular las palabras, los ojos húmedos y abiertos en estado de alerta. Por fin, le dije: «En la esquina hay guardia policial las veinticuatro horas, bajate acá». Se lo dije sin pensar, sin calcular las consecuencias. Se acercó a mí, se bajó conmigo, corrimos por la avenida hasta la esquina y vimos al policía parado, de brazos cruzados, afuera del kiosco Open 24. Me acerqué pero el tipo me frenó: «Necesito que me dejes llamar a mi casa desde tu celular, no confío en nadie, ni siquiera en ellos. Esto es un secuestro express, los únicos que pueden pinchar teléfonos son ellos». Le expliqué que no tenía posibilidad de llamar desde mi celular, que no tenía número argentino, que había venido de Colombia hacía poco, que mi teléfono solo funcionaba para WhatsApp y solo si tenía wifi. El tipo no entendía, me escuchaba, pero no me entendía. Miraba para todos lados, se metía las manos en los bolsillos y las volvía a sacar, se le caían las llaves de su casa, las levantaba enseguida. Se lo expliqué lento, despacio, mirándolo a los ojos y tratando de que me mirara. Cuando por fin me entendió, dijo: «Ok, vamos a ese bar de la esquina. No me dejes solo, por favor». Caminamos hasta el bar, que ya estaba cerrando, le hice señas al de la caja para hacer una llamada y su respuesta fue un “no”, con la cabeza y los ojos cerrados. Casi como un «perdoname, me duele en el alma, pero no puedo ayudarte», pero que no llegó a ser eso ni por lejos. «Ahí hay un kiosco, vení conmigo». El tipo me señaló un cartel luminoso en medio de la cuadra. Caminamos hasta allá, el kiosquero tardó en entender qué era lo que estaba pasando. Cuando estás nervioso no podés pensar, no te podés explicar, el miedo te aturde: –¿Qué necesitás, pibe? No entiendo. Esperá que llamo a la policía. –No, usted no me está entendiendo, padre. Le vengo diciendo hace quince minutos que quiero llamar a mi mujer o a mi mamá. Mi familia tiene plata, es dueña de una fábrica de bordados.

Justo cuando quise salir del kiosco y volver a la puerta de mi casa, se estacionó una camioneta al lado de la puerta del kiosco. De allí salieron dos tipos a «limpiar» un cartel publicitario que estaba a unos metros de nosotros. Tuve miedo, no supe qué hacer. Caminé hacia el mostrador del kiosco y me agaché, me saqué la bufanda y la guardé en la mochila. Miré a mí alrededor: el kiosquero tenía un bate de beisbol junto a la caja. Al rato apareció y me dijo: «No podés quedarte acá». Salí y le dije que no sabía qué hacer. El tipo me vio, me dijo que necesitaba llamar por teléfono, que necesitaba estar con más gente porque estos tipos lo tenían rodeado. Yo no supe si era cierto o si era su paranoia, pero recuerdo haber mirado a nuestro alrededor y haber visto una ambulancia esperando en la esquina y una camioneta Eco Sport en la otra, exactamente como lo había denunciado en el colectivo. El kiosquero se disculpó y lo despachó: «Disculpá flaco, acá no te puedo ayudar. Tomá diez pesos y corré a la estación de servicio para llamar por teléfono». La estación de servicio estaba a unas cuadras, había gente viniendo del Abasto, al parecer era horario de salida del cine. Los tipos de la supuesta limpieza se habían vuelto a subir a la camioneta, pero no arrancaban. El tipo me pidió que lo acompañara, pero le dije que no podía hacer más, que quería volver a casa, que tenía miedo de que me levantaran de rebote. Lo acompañé hasta la esquina, le dije que fuera corriendo, que iba a quedarme mirándolo hasta que llegara. Le dije que no tuviera miedo, que era cerca. No me salió decirle otra cosa. – ¿Cómo te llamás?– me preguntó.  –Lucía. –Yo me llamo Lucas… Ese es mi nombre completo, acordátelo, por favor, por si me pasa algo –Esta bien, Lucas. –Gracias Lucía, de toda esa gente en el colectivo, fuiste la única que me escuchó y me ayudó. Gracias.

Me miró un rato largo hasta que se dio vuelta y corrió a la estación. Lo miré perderse detrás de unos autos que estaban estacionados cerca. El kiosquero miraba también: «Andá a tu casa nena, yo lo sigo. Ahora llamo a la policía y les aviso que está ahí. Pobre, está paranoico, debe ser de guita, por eso”.

Caminé hasta mi casa con el peso de mil preguntas encima, que volvieron eterna una cuadra: ¿Cuántas personas corren con miedo por las avenidas más iluminadas de Buenos Aires, diciendo «no llames a la policía”? ¿Cuántos kiosqueros no les creen? ¿Cuántos de nosotros les creeríamos o pensaríamos que «está paranoico»? ¿Desde cuándo ser distinto («tener guita» o “ser militante”, por ejemplo) te hace blanco de esos que se creen dueños de la libertad? ¿Cuántos cajeros en los bares nos cierran los ojos y nos niegan con la cabeza, aún cuando estamos parados frente a ellos con las manos juntas pidiendo por favor? ¿Cuántas personas nos escuchan pero no, dan vuelta la cabeza y miran por la ventanilla? ¿Cuántas veces vamos a tener que escuchar el nombre completo de un extraño, seguido de la frase «acordátelo, por si me pasa algo»? ¿A cuántos ya les pasó algo? ¿Por qué algunos viven con ese miedo que los hace correr con las venas hinchadas, con los ojos desorbitados?
Volví a casa, entré, me acosté en mi cama. Reconocí el espacio mientras lo recorría con la mirada: mi escritorio, mis libros. Toqué la frazada, sentí el calor. Cerré los ojos e inevitablemente todo me llevó a la pregunta que nos hacemos todos hace días: ¿Dónde? ¿Dónde está Santiago Maldonado?

 

 

 

***

El tiempo se mide en centímetros

Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.

Del poema Fin y Principios, de Wislawa Szymborska

 

Voy a conocer un páramo por primera vez. Somos tres los visitantes, Sebastián, Rafael y yo, la extranjera. Don Arbey maneja la camioneta. “El sol está como para un milagro”, dice Sebastián, mientras mira el paisaje del páramo Yerbabuena, despejado de neblina. Tiene razón. De las tres semanas que llevamos en Roncesvalles, no podría recordar un cielo tan limpio. Sentándote afuera de cualquier casa, entre las cuatro y las cinco de la tarde, casi podrías calcular el tiempo que se demora la niebla en caer. Te somete la visión de las cosas, los ojos se comprimen y el horizonte se amontona en lo poco que podés ver. A 2700 metros sobre el nivel del mar, se siente la cercanía al cielo.

“Se hizo pequeño el mundo”, dirá don Arbey durante una de aquellas tardes de tinto en la tienda. Y sí, el mundo en Roncesvalles es pequeño. Al mediodía, cuando aún todo es nítido, se pueden ver las diez cuadras que arman la vía más importante. El municipio se ensancha apenas un par de calles más que le corren paralelas a la principal. Después hay casas sueltas, que se van acoplando a la geografía que lo construye. Este es un lugar absolutamente nuevo para mí.

“Aquí hasta las piedras son diferentes”, dirá nuestro chofer al bajarnos de la camioneta, mirando el suelo del páramo. No me doy cuenta y, de pura emoción, empiezo a levantar la voz. Enseguida me advierten: “Hable pacito. Aquí no se puede gritar porque llueve”. El equilibrio del ecosistema en el páramo es tan sensible como esas cosas que se quiebran aún antes de dejarlas caer. Aprieto la boca, comprimo los labios igual que una nena chiquita a la que le piden silencio. Ellos sonríen y siguen hablando bajo. Dicen que, si tenemos suerte, podríamos llegar a ver al oso de anteojos. Aún con la boca cerrada siento que se me cae la mandíbula, que se me hinchan los ojos en el grito que no puedo soltar.

–¿En serio?– pregunto al fin. –Claro, aunque están en extinción. Este es su hábitat.

Subimos lento, con cuidado. El suelo es una gran esponja que suelta agua en cada pisada, tiene encima todo un mundo de algas y plantas que retoñan discretas, desperdigadas como pequeñas hormigas verde fosforescente. Me da pena pasar, me siento más intrusa que nunca. El ruido del agua de pequeñas vertientes secretas acompaña el silencio con el que avanzamos.

Me voy desprendiendo del abrigo, quiero sentirlo todo. El sol de acá es picante, tiene ese sabor al mezclarse con el aire fresco. Ahora alcanzo a ver el monte desbordado de frailejones. Lo picante choca con la suavidad del primer tacto con las hojas. Sonrío, parecen las orejas de un burro. Tienen la misma pasividad, al menos. Lo suave lo dan esos casi invisibles pelitos blancos, que matizan el color verde claro que hay por debajo. Sebastián me explica que crecen un centímetro por año. Muchos de ellos son tan altos como yo. Pienso en los treinta años que necesité para crecer un metro ochenta y en los ciento ochenta años que les llevó crecer a varios de ellos. Sigo el recorrido del tronco con las manos y la rugosidad llega, inmediata. Lo opaco de las hojas viejas cae por debajo de las nuevas que se alzan en la cúspide. Tienen la dignidad de lo que se sabe memorable, de lo que cimienta.

Roncesvalles fue un municipio muy afectado por la violencia, la cual se percibe en la vida de la gente, todavía. Como cuando alguien recuerda a un amigo y dice: “Se lo llevó la guerra”, con la misma naturalidad de quien habla de un pariente que se mudó a la capital. Son muchos los amigos, son muchos los parientes que no están. Son la rugosidad del tronco, lo curtido por los años.

Seguimos subiendo y nos hacemos sobre una piedra, saco un par de fotos panorámicas. No podría calcular cuántos frailejones veo. Así, desde arriba, con este sol milagroso, todos parecen brillar de verde, como esperanzas nuevas. La concentración en reverbero.

Hay una nube de tormenta palpando la cercanía, viene desde el sur. Si llega, solo es agua. Menos mal que solo es agua. Lluvia que caerá sobre ellos solamente para hacerlos crecer un centímetro más el próximo año, la próxima generación.

Nos subimos a la camioneta para irnos, sin haber visto al oso de anteojos. Pero hoy conocí un páramo por primera vez. Hoy vi frailejones y los vi encumbrarse frente a mí. El milagro está cumplido.

—-

Crónica publicada el 10 de julio de 2018 en El Espectador (Bogotá Colombia) y en la antología Bogotá Cuenta. Una ciudad que se escribe, presentada en FilBo 2019, por IDARTES.

 

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*Cynthia Lucía Vargas Caparroz (Buenos Aires, 1987) es Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad del Salvador (USAL), en Buenos Aires, Argentina. En 2015 comenzó su viaje por Latinoamérica y, tras llegar a Colombia en 2016, publicó su primer libro titulado Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, Bogotá, Colombia). Desde julio de 2018 ha publicado las crónicas de sus viajes por Colombia en El Espectador, recopiladas en su segundo libro titulado Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, Bogotá, Colombia). Ha publicado en diversos medios físicos y digitales, en Argentina y Colombia.

Actualmente, vive en Bogotá y trabaja como gestora cultural, promotora de lectura y tallerista a nivel nacional e internacional.

Carlos Alonso. Pintura y Memoria, en el Museo Nacional de Bellas Artes

Texto: Gonzalo Aguilar
Video: Leonardo Mora
Imagen de portada: Carlos Alonso, Fragmento de «Carne de primera N° 1», 1972.


Revista Transas amplía su sección de Archivo a través de videos filmados y editados por Leonardo Mora. En esta primera entrega presentamos un recorrido por la muestra Carlos Alonso. Pintura y memoria, que se realizó en el Museo Nacional de Bellas Artes. La muestra es de una gran importancia porque permite revisar la obra de un artista que llegó a ser canónico en la historia reciente del arte argentino -sobre todo entre los sesenta y los ochenta- pero que después tuvo una proyección menos relevante. Último eslabón de una tradición prestigiosa que se remonta a Antonio Berni (con quien tiene, de todos modos, muchas diferencias) y sobre todo a Spilimbergo, en los sesenta se hizo famoso con la ilustración de clásicos literarios (sobre los que se llevó a cabo una importante exposición en 2008) y fue admirado entre los artistas y el público en general por su talento para el dibujo, los retratos y las escenas cargadas de dramatismo. En los ochenta, su influencia ha sido muy poderosa en el campo de la historieta (pienso en Luis Scafatti o en varios dibujantes de la revista Fierro).

Pese a su importancia innegable, la presencia de Carlos Alonso en las últimas décadas se fue desvaneciendo. La dependencia de la figuración, el apego a la pintura y el uso de un repertorio temático demasiado explícito lo llevaron a un segundo plano. Con la muestra del Museo Nacional Bellas Artes, Carlos Alonso ha retornado y la eficacia política de su arte plantea nuevos interrogantes porque surge en un contexto totalmente diferente. Antes que la invención de un campo experimental parece importar más su capacidad para afectar al espectador. Antes que la ambigüedad y la opacidad, su destreza para trabajar temas argentinos, como el matadero o la violencia. Si la exposición hubiese contenido más material documental, esa distancia habría sido más evidente. Pero, por el modo de exhibición, por la organización de la obra del artista, Pintura y Memoria nos trae a un Carlos Alonso que pide intervenir en el presente.

Las malas de Camila Sosa Villada: la ética travesti y la vida después del límite

Por: Andrés Riveros Pardo

Imagen: El excluido (1927), Álvaro Echavarría.

Las malas (2019), de la escritora, dramaturga y actriz trans Camila Sosa Villada, puede leerse como un homenaje a la comunidad travesti que acogió a su autora en sus años universitarios. En la lectura atenta de Andrés Riveros Pardo, esta comunidad es la verdadera protagonista de la historia. Las vivencias únicas de esta población (históricamente marginada), la condición política de esos cuerpos disidentes y las redes de cuidado que allí se entretejen (y que trascienden los vínculos de sangre) revelan nuevas formas de resistencia y de reivindicación de aquellas vidas que han sido catalogadas, desde siempre, como «no dignas de ser vividas». Para Riveros Pardo, la autora hace hincapié en la potencialidad de cruzar los límites del género que solo pueden lograr las personas travestis o trans. Así, esta «porosidad» de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en nuevas formas de ver (y llegar a) les otres.


Las malas (2019), editorial Tusquets, colección Rara Avis, 224 páginas.

Como ya lo había adelantado en El viaje inútil: trans/escritura –su texto publicado en 2018, en el que entrecruza el ensayo y la autobiografía para hacer un recuento de las experiencias y condiciones que la marcaron en su tránsito sexo-genérico y en su decisión de convertirse en artista–, Las malas (2019) de Camila Sosa Villada rinde un sentido homenaje a las travestis que conoció en Córdoba capital al ejercer la prostitución. La comunidad que la había acogido durante parte de sus años universitarios es la protagonista de esta historia, en la que las vivencias únicas de poblaciones históricamente marginadas, la condición política de los cuerpos disidentes y las redes de cuidado que traspasan los vínculos de sangre se unen para contarnos una nueva forma de resistencia y de reivindicación de las vidas que durante mucho tiempo han sido catalogadas por el sistema patriarcal, hétero-hegemónico y neoliberal como no dignas de ser vividas. En sus propias palabras, tomadas de El viaje inútil, Camila dice acerca de este grupo y de su propósito narrativo:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo, ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche .

Como lo ha demostrado con toda su obra, para Sosa Villada el cuerpo y la subjetividad son construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que, a la vez, devienen en sus actuaciones, letras, personajes y, por tanto, están allí, en cada libro o parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión poética que cuenta en sus libros y creaciones teatrales. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde vienen sus obras más recordadas y a la vez, el material para convertirse en lo que desea ser. Es por esto que para ella resulta importante narrar esos pedazos de vida y a esas cómplices que también la ayudaron a construirse. Todas esas circunstancias que hicieron parte de su vida junto al grupo de travestis del Parque Sarmiento no son solo el material en el que se basa el libro, sino también la potencia transformadora que la ha ayudado a derribar las barreras que la sociedad le impone.

De la misma forma en que la autora narra algunos episodios de la vida de este grupo comandado por la Tía Encarna (una travesti que desafía la edad promedio de vida de quienes pertenecen a esta comunidad en Latinoamérica), la historia intercala momentos autobiográficos que van marcando el camino que la condujo hacia ellas. La vida de Sosa Villada, cuenta, estuvo manchada por la violencia, la rigidez de los roles de género y las carencias socio-económicas: un padre autoritario y alcohólico, una madre que tuvo que asumir muy joven una vida llena de responsabilidades y desgarros. Todas estas circunstancias parecen ser contadas para demostrar al lector que el cuerpo travesti o trans no es solamente determinado por el género, sino que también es el resultado de diferentes injusticias y discriminaciones. Por esto, la posibilidad de traspasar estas condiciones para construir nuevas historias es básico para ella y para las integrantes de esta disidencia. En el caso de la autora, comenzar a leer y a escribir le da la oportunidad de huir y de mentir: la escritura como vida posible se parece a la capacidad de transitar entre géneros para construir otras realidades y otros futuros:

Yo digo que fui convirtiéndome en esta mujer que soy ahora por pura necesidad. Aquella infancia de violencia, con un padre que con cualquier excusa tiraba lo que tuviera cerca, se sacaba el cinto y golpeaba toda la materia circundante: esposa, hijo, materia, perro. Aquel animal feroz, mi fantasma, mi pesadilla: era demasiado horrible todo para querer ser un hombre. Yo no podía ser un hombre en este mundo.

La posibilidad de cruzar los límites del género y de sus realidades individuales y materiales que solo pueden lograr las personas travestis o trans es en lo que la autora parece hacer énfasis en este libro. La constante ruptura de la barrera entre lo privado y lo público lo logra cuando narra la forma en la que estas travestis rondan las calles. Como anuncia Judith Butler en su texto Cuerpos aliados y vida política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015), la vida de las personas se da en la interseccionalidad entre lo mío y lo de le otre, entre el yo y el elles: “Si voy a llevar una buena vida, será una vida en unión con otros, una vida que no es tal sin esos otros”. Esta línea es la que cruzan a diario las travestis para hacer de su existencia algo político, visible y compartido con les demás. El simple hecho de salir a la calle es ya un acto performativo que reivindica su derecho a una vida digna. Esto lo muestra Sosa Villada en los diferentes episodios en que las travestis van por la calle no solo a merced de las violencias, sino cuando hacen de cada uno de estos recorridos algo festivo y alegre. La casa de la Tía Encarna, el refugio en el que estas personas viven y se resguardan, está siempre en contacto con el exterior, con una fachada que poco a poco se llena de manchas resultado de protestas contra su existencia, pero con una puerta siempre abierta para las compañeras heridas o lastimadas, para les amantes y para les amigues.

Igualmente, Sosa Villada trata la ruptura de los límites de los cuerpos y deseos diversos y su relación con la animalidad. Como lo trata Gabriel Giorgi en Sueños de exterminio (2004), las subjetividades disidentes representan para la sociedad cuerpos ininteligibles, que de tan inasibles parecen colindar con lo monstruoso: “Un cuerpo único: un cuerpo extraño a todo linaje y a todo territorio, un ejemplar sin especie. Es un desborde de las reglas de lo ininteligible hecho cuerpo…”. La autora también trata este transitar entre límites humanos y animales a través del personaje de María La Muda, una prostituta sordomuda que vive la mayor parte de su vida encerrada en la casa ayudando en diversas labores a la Tía Encarna y que cada vez pasa más tiempo en su habitación, debido a que se da cuenta de que se está transformando en pájaro. El silencio y el ostracismo de ahora María La Pájara también parecen dar cuenta de la situación de encierro de algunas travestis que, como este personaje, terminan confinadas a los barrotes de un deseo que parece ser siempre negado para las corporalidades disidentes: “En la pizarra mágica que usaba para comunicarse con nosotras, escribió: KIEN ME BA A QUERER. Qué podía responderle. El hombre que no quisiera a una mujer que prometía ser pájaro era un hombre estúpido y olvidable”.

De la misma forma, toca este tema cuando habla de Natalí, una travesti que decide encerrarse en su cuarto cada noche de luna llena porque afirma que justo en esos momentos es capaz de cometer crímenes espantosos. Esta relación con la loba, con la bestia, la lleva a encarcelar su verdadera naturaleza y la conduce hacia consecuencias fatales: No podíamos hacer nada por ella, aunque era la más valiente de todas las travestis que he conocido, porque era dos veces loba, dos veces bestia”.

Uno de los límites traspasados en los que más se centra la novela es el de la femineidad y la maternidad, debido a que gran parte de la historia se enfoca en el encuentro que tiene este grupo con un bebé abandonado entre los árboles de uno de los parques que frecuentaban. El bebé, que termina siendo bautizado como El Brillo de los Ojos y adoptado por La Tía Encarna, encuentra en esta comunidad una familia que lo protege. Como lo mencioné antes, resulta importante centrarnos en el acento que pone la autora en los vínculos no sanguíneos de las familias diversas y en el hecho de que una travesti pueda llegar a convertirse en madre, rol que se considera inherente a las “mujeres”. Esto es un desafío a los límites de lo que se entiende como “natural” y pone esta categoría en duda. Así como María La Pájara y Natalí desdibujan las barreras de lo que se considera humano, la maternidad de La Tía Encarna abre las puertas a nuevas formas de relacionarse, que no se basan en los géneros definidos, sino en el amor y el cuidado:

La Tía Encarna desnuda su pecho ensiliconado y lleva al bebé hacia él. El niño olfatea la teta dura y gigante y se prende con tranquilidad. No podrá extraer de ese pezón ni una sola gota de leche, pero la travesti que lo lleva en los brazos finge amamantarlo y le canta una canción de cuna. Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna.

Este juego con la porosidad de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en una forma de ver a le otre. Si la manera travesti/trans de ver el mundo, como parece plantearlo Sosa Villada, se basa en desdibujar los muros que sirven para separar lo que se supone que “es normalde lo que “no es normaly de lo que se considera público de lo privado, las posibilidades de apertura de la existencia y de las relaciones son mucho más amplias. Cuando se rompen estos límites se vive en la relación y esto plantea otras problemáticas que aumentan la perspectiva de lo que consideramos como nuestra responsabilidad. En el caso de las relaciones sociales, esto nos lleva a reconocer la vulnerabilidad y la precariedad de les otres. Como menciona Judith Butler: Mi propia existencia, mi supervivencia, depende de este sentido de la vida más extenso, de un sentido de la vida que incluye la vida orgánica, los entornos que están vivos y nos sustentan, y las redes sociales que apoyan y ratifican la interdependencia”. Es por esto que luego de leer Las malas quedamos con la sensación de haber visto y reconocido otra forma de hacer comunidad: una nueva ética que defiende a le otre con ferocidad y rabia, que sabe de vulnerabilidad y que, por eso, desmiente todo privilegio y aboga por espacios comunes de cuidado entre personas y especies. Una forma de celebración de la vida que reivindica el deseo, el cuerpo y el amor de algunes cuya voz nunca ha sido tenida en cuenta. Una conexión que desafía los límites del género para abrir nuevas posibilidades de abrazar.

Las malas, entonces, demuestra que el encierro de esta comunidad que poco a poco se reduce también determina la forma en la que sus integrantes van desplegando sus alas. Así, demuestra que ninguna barrera puede contener su fuerza: Camila sigue su propio camino y su verdad, la Tía Encarna, como un camaleón, varía entre géneros para criar a un niño que brilla con luz propia, las travestis se unen en el amor pese a la pérdida de muchas que se quedan atrás. El refugio no es un simple moridero, sino que significa la posibilidad de apertura. Y aunque, en un principio, parezca que el amor y el deseo están lejos de sus puertas, Sosa Villada demuestra, como lo ha hecho en La novia de sandro (2015), El viaje inútil y en la obra teatral Carnes tolendas (2013), que estos siempre superan los límites que condenan a los cuerpos y a las subjetividades travestis a ser finales fatales (como lo pronosticó su propio padre: “¿Sabe cómo lo vamos a encontrar su madre y yo un día? Tirado en una zanja, con sida, con sífilis, con gonorrea, vaya a saber las inmundicias con las que iremos a encontrarlo su madre y yo un día) y que más bien convierten una y otra vez sus existencias en fantásticos relatos en marcha[1].

[1] Término usado por Donna Haraway en su texto La promesa de los monstruos: Ensayos sobre Ciencia, Naturaleza y Otros inadaptables (2019) para referirse a los nuevos parentescos que implican las figuraciones feministas.

Máquinas de lectura poética: Conversación con Fernando Murat

Por: Leonardo Mora

Imagen: Leonardo Mora

Recientemente, Revista Transas tuvo la oportunidad de conversar con el profesor, periodista y escritor argentino Fernando Murat acerca de diversos temas literarios y, especialmente, sobre su labor como tallerista de poesía en la Biblioteca Nacional. El profesor Murat, quien actualmente es docente en la carrera Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA), también nos compartió varias ideas acerca de la concepción del ejercicio poético a nivel creativo y crítico que aplica en los talleres, como ciertas figuras literarias que han perfilado su trabajo como lector de poesía. También nos habló sobre su propia producción publicada y próxima a salir, como el libro de crítica literaria Fábulas morales y soluciones extraordinarias.

Fernando Murat se ha desempeñado anteriormente como profesor en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Además, fue secretario de redacción de la agencia Diarios y Noticias (DyN) y editor de la mesa para América Latina de la agencia de noticias italiana Ansa.


Revista Transas: Profesor Murat, ¿usted considera que la poesía se puede enseñar?

Fernando Murat: Yo creo que uno puede transmitir mecanismos de lectura: formas, sistemas, estrategias para abordar objetos; en este caso, la poesía, dentro de lo que es el marco más amplio que es la literatura. Si uno puede enseñar poesía… En lo que yo llevo, lo que en verdad se puede transmitir son formas de leer. Quien está escuchando o quien participa en el curso va a percibir una ingeniería de trabajo que le permita a él mismo después abordar ese objeto que, en principio, para el lector común y para el crítico también, es uno de los objetos que se presenta con más opacidad de la literatura.

Digo que la poesía es uno de los elementos más opacos que la literatura presenta porque es un objeto que tiende a silenciar al crítico… O el crítico suele tener una relación casi mimética con el poema y termina escribiendo un texto que cuenta el poema de otro modo –que es bastante común–, se pega de la lengua del poema o al sentido del poema y no logra generar un trabajo sobre el poema, salir del poema y estructurar una lectura. Algo que dé cuenta de eso que está ahí, el poema o la poesía o el corpus de textos, según cuál sea el objeto que uno está trabajando.

A mí me parece que uno lo que puede transmitir son estrategias de lectura, formas de leer, sin que eso implique que uno tenga que, cuando formula la lectura, bajar el instrumental teórico que agobia al que está escuchando. Yo soy partidario de que ese instrumental que uno tiene de años de lectura, ese material sedimentado, esté en funcionamiento en la lectura que uno hace, y no necesariamente explicitarlo. Que la teoría sea un instrumental para leer ese objeto que estamos leyendo en ese momento. Sea Rubén Darío, sea Susana Thénon, cualquiera sea el texto que uno está leyendo, que el instrumental esté trabajando en la base de lo que uno va a formular. Uno de los riesgos de la crítica es la “crítica aplicada”, la lectura aplicada. Tengo un cuerpo teórico y lo aplico a este objeto de la literatura y de la poesía porque me sirve, porque es más sencillo. Eso tiende a cerrar el texto, a no esperar cuál es la demanda que el objeto tiene, sino ir con un aparato previo, para montarlo sobre el objeto. Entonces el objeto va a responder siempre a la misma pregunta. En realidad, se trata de esperar que el objeto formule su demanda para ver cuál es el instrumental que yo tengo para eso. Eventualmente, la teoría no tiene un trabajo bien explícito en la lectura, sino que ya tengo los instrumentales en mi cabeza funcionando, y la lectura es la lectura.

Se pueden transmitir estrategias de leer, formas de leer, formas de organizar una lectura, formas de sistematizarla, formas incluso de “formar” un sistema. Nosotros ahora en la UNA, en la parte que versaba sobre modernismo y vanguardia, les propuse [a los/las alumnos/as] formar un sistema de textos que no dependiera ni de la obra ni del autor, sino que se efectuara a partir de los textos que adentramos en ese sistema. Entonces hicimos entrar a Rubén Darío con un poema, a Delmira Agustini con otro poema, a Vicente Huidobro… Y vimos cómo ese sistema trabaja esos poemas y cómo cada poema que ingresa unifica la estructura misma del sistema. Esto es una forma de leerlo. Y este método está dando ciertos resultados. Les cuesta un poco, pero funciona.

RT: En esta estrategia de los sistemas y de los elementos para abordar el análisis de un poema, ¿cuáles son los teóricos con los que usted siente más afinidad?

FM: Hay dos personas con las que yo aprendí casi todo lo que se podía aprender. Una es Ramón Alcalde, profesor mío de Griego. Nos hicimos amigos en la UBA cuando yo era chico y de él aprendí la rigurosidad en el trabajo con la literatura. Incluso de él aprendí la rigurosidad de no estar muy atento a las modas de la teoría, sino de estar atento a los sistemas, esencialmente.

Y la otra persona de la cual yo tengo que decir que aprendí muchísimo y que le debo casi todo es Josefina Ludmer, con ella sí aprendí a formular un sistema. Ella es una máquina de lectura y poeta en acción. También agregaría dos teóricos y críticos en los cuales me basé mucho. Aunque en definitiva uno va tomado elementos de todos lados. Si tengo que nombrar a un crítico que me haya iluminado, fue Walter Benjamin. Su trabajo sobre Baudelaire es algo que uno estudia y se dice a sí mismo: “Todo está acá, es increíble”. Auerbach, con Mímesis, David Viñas con Literatura argentina y realidad política… Distintas formas de leer, distintas estrategias, pero en definitiva máquinas muy severas de lectura, con distintos resultados, con distintos instrumentales también, pero con la severidad del crítico. Yo diría que si tengo que nombrar paradigmas que me sirvan a mí, que sean un alimento en lo cotidiano, diría que a ellos siempre los llevo encima. Cada vez que leo, los tengo a ellos con mirada atenta, eligiendo lo más apropiado para el caso. También mencionaría la pasión para leer de Enrique Pezzoni. Fue un profesor que yo no conocí, pero fue un primer profesor “en serio” que yo tuve en la facultad apenas entré. Fue una sorpresa comprender la literatura en ese universo que planeaba Pezzoni, especialmente esa pasión por leer y esa pasión por la rigurosidad.  A él también le debo algo.

Fernando_Murat_Transas

Fernando Murat

RT: ¿Para usted cómo funciona el trabajo en el taller de poesía, teniendo en cuenta la heterogeneidad de las personas que conforman esos grupos?

FM: Tomando como ejemplo el taller de la Biblioteca Nacional –que es el que vos conocés, aunque esa experiencia se puede dar en otras zonas– debo decir que a mí no me gusta mucho el taller de escritura “correctivo”, el de la consigna fácil para que se la lleven a la casa y traigan un cuento o un poema. No confío mucho en esa práctica. Tampoco confío mucho en la corrección, en corregir a los escritores, sino más bien en acompañar a los escritores por donde ellos estén decidiendo ir y luego uno ve qué puede hacerse con eso. En este taller que he mencionado, lo que nosotros hacíamos era recibir los textos antes y formular lecturas sobre los textos. Leer esos textos de las personas que participaban en el taller del mismo modo que habíamos leído hasta ese momento textos de Borges, textos de Rubén Darío, textos de Bécquer, habíamos leído una cantidad de cosas… La práctica de lectura sobre los textos que traían era una práctica que desarrollábamos a su vez en la producción de los asistentes, tal y como la habíamos formulado con los poetas de renombre.

Eso a mí me dio muy buenos resultados, porque lo que yo percibí –en este taller en particular y en otros también– es que nunca hay que apartar como un axioma importante la siguiente idea: nunca subestimes a tu auditorio. No hagas caso cuando te dicen: “Bueno no, mirá, es muy heterogéneo, hay que llevar otra cosa”. Por ejemplo, la recepción en el taller de la biblioteca, en cuanto a la parte teórica, había sido muy positiva, muy alta, querían más de eso. Y entonces eso también te entusiasma, porque la gente que no está en una instancia académica asumía el proceso de crítica paulatinamente y de forma creciente, pues había que escuchar y trabajar sobre formas de leer, en vez de desplegar cuentitos sobre la literatura.

Entonces yo trato de generar una práctica de lectura sobre los textos que traen, para que en esa práctica de lectura se genere alguna otra cosa en el interior del taller. Eso yo vi que no se hace habitualmente y a mí me ha dado muy buenos resultados. Ahí el tema no es “esto lo hiciste mal o esto lo hiciste bien” porque, en definitiva, quién sabe lo que un escritor está haciendo mal o está haciendo bien. En realidad yo les decía: “Sería bueno saber si vamos a tener en el futuro una literatura de los editores o una literatura de los escritores”. ¿Qué vamos a saber del estado de la literatura actual dentro de cincuenta años? [Vamos a saber] si en realidad tenemos la literatura de los editores o la literatura de los que se supone que tienen algún tipo de saber especializado para corregir eso en un sistema en el que, parecería misterioso, hay cierto consenso de que el único que no sabe lo que está haciendo es el que lo hace: el escritor. Parecería que el escritor tiene que ir a preguntarle qué tiene que hacer al editor, qué tiene que hacer al profesor, qué tiene que hacer al tallerista… parecería que el escritor es el único que no sabe de eso que parece que sí sabe. Bueno, para mí el escritor sabe. Pues uno puede ayudar, pero no corregir. No es ese el mecanismo que, para mí, hay que seguir con el escritor y mucho menos con poetas.

Es más, la experiencia mía en los talleres es que me encuentro con grandes poetas. Uno los mira y dice: “Bueno, leamos cuál es tu necesidad, qué querés específicamente y te voy a ayudar en lo que yo pueda, en lo que vos pidas, desde mis prácticas de lectura, pero no como un asunto de corrección”. Aunque, de hecho, alguna vez fui recriminado por no hacer correcciones específicas. Hubo una experiencia con un poeta que estaba entre nosotros que leyó un poema en una ocasión. En la guía que yo generaba en el curso, cada vez que aparecían los poemas que leíamos, trataba de ver cuál era la concepción de la poesía que había de ese poema. En este caso, deduje que de alguna forma había una concepción casi sanitaria de la poesía. La poesía era un instrumento que venía a compensar algún tipo de desequilibrio. La poesía aparecía ligada a la salud. Una zona donde se podía canalizar una energía que, en otros términos, iría contra el sujeto. Ese poema tenía algunos problemas, pero era un poema interesante. Entonces en esa ocasión hubo otro lector que salió a corregir rápidamente a este poeta. Y yo le dije: “Por favor, no corrijamos, dejémoslo”. Ese poeta luego me envió dos poemas más y uno de ellos es uno los poemas más maravillosos que he leído en los últimos veinte o treinta años. Es decir, bajo qué autoridad va uno a corregir a un poeta. Yo tengo una concepción de esa tarea que se basa en el total respeto y reconocimiento.

RT: Profesor, para finalizar: ¿Nos puede contar un poco acerca de sus publicaciones y trabajos en preparación?

FM: Te comento brevemente. Yo tengo un libro titulado Un día de diversión en la calle Brasil, que es de poemas, poesía ficción. Tengo un segundo libro que es Diario de viaje, una novelita en varios tiempos y ahora estoy armando un libro de poesía que se llama Dios mira como si nada. Y otro libro que en realidad es un solo poema muy extenso, llamado Tren San Martín. Y en la parte de crítica tengo un libro para salir que se llama Fábulas morales y soluciones extraordinarias, que trata de literatura más extranjera. Además sigo pensando en un ensayo sobre Rodolfo Walsh, ya en el pase a la literatura argentina. Básicamente estoy en esto y trabajando las prácticas de la poesía que van generando paradigmas de lectura, para producir posteriormente algo más orgánico.

 

Aborto y violencia de género en “Guillermina: La tempestad del nido” (1902) de Clorinda Matto de Turner

Por: Ana Peluffo

Imagen: fotografía de Clorinda Matto de Turner intervenida por el Comando Plath.

Ana Peluffo (University of California, Davis) nos invita a aproximarnos a la obra de la escritora peruana Clorinda Matto de Turner (1852-1909) desde los debates actuales sobre la legalización del aborto, la sororidad y la violencia de género. Se trata de una propuesta de relectura que, según la autora, nos enfrenta a diversos desafíos: la escasez de bibliografía sobre la interrupción del embarazo en el periodo decimonónico, la dificultad de transportar al pasado el concepto actual que se tiene de esa práctica y, además, volver a pensar imaginarios críticos sobre la obra de la escritora que, por muy arraigados y repetidos, han perdido su vigencia inicial. Peluffo analiza en este ensayo una porción del corpus mattiano que define como «las zonas del no decir», en las que los cruces y tensiones entre la infertilidad, la pérdida del embarazo y la violencia de género se hacen presentes. Además, la autora aborda distintas relecturas que, desde la actualidad, se han hecho de la figura de Matto, para así introducirnos a una pregunta fundamental: cómo leer los feminismos del pasado desde los feminismos del presente.


Quisiera comenzar estas reflexiones refiriéndome a una imagen de Clorinda Matto de Turner (1852-1909) que se viralizó recientemente en las redes sociales en el marco de la votación por la despenalización y legalización del aborto en Argentina. Puesta en circulación por el Comando Plath para convocar una marcha de apoyo desde Lima a la vigilia o «pañuelazo internacional» de las feministas argentinas, el meme muestra a Clorinda Matto de Turner portando un pañuelo verde al cuello en gesto de solidaridad transversal y transhistórico con sus «hermanas» de género del país vecino (Fig. 1). En el rótulo de la imagen, el nombre Clorinda Matto aparece despojado del “de Turner” de su apellido de viuda. Al mismo tiempo, el luto victoriano de la autora, que nos mira con el ceño fruncido desde detrás de sus quevedos, choca con el verde rabioso del pañuelo que, en la genealogía del activismo político, se remonta a la iconografía de las Madres de la Plaza de Mayo. El montaje fotográfico superpone, a la manera de un collage, los tonos sepia de la tarjeta de visita decimonónica con la marea verde del activismo feminista actual.  El gesto combativo de intervenir una foto del pasado para politizarla desde un nuevo lugar de enunciación se convierte según el grupo feminista virtual en una respuesta afectiva al “hartazgo de ser estereotipadas, hartazgo de ser invisibilizadas, violentadas y ridiculizadas” porque “[e]l Comando Plath somos todxs” <https://comandoplath.wordpress.com>.

Figura 1. Fotografía de Clorinda Matto de Turner, intervenida por el Comando Plath.

Figura 1. Fotografía de Clorinda Matto de Turner, intervenida por el Comando Plath.

 

A partir de la fotografía alterada nos podríamos preguntar cómo leer los feminismos del pasado desde los feminismos del presente. En un principio, aproximarnos a la obra de la autora cusqueña desde debates actuales sobre la legalización del aborto puede parecer un despropósito o un anacronismo, en parte, porque plantea todo tipo de desafíos. Si aún en los años cincuenta, dice Alejandra Laera (2018) en una sugerente lectura de un texto de Sara Gallardo, el aborto es un crimen sancionado por las leyes que no se puede nombrar en tanto «pura clandestinidad», en el siglo XIX era un procedimiento igualmente tabú del que tenemos escaso conocimiento. Debido en parte a la carencia de debates públicos sobre posibles formas decimonónicas de interrumpir los embarazos o controlar la natalidad, hablar sobre esta práctica, ya sea en su vertiente natural o auto-inducida, se vuelve un terreno altamente especulativo y espinoso. En Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo (2014), Mabel Bellucci plantea que en la actualidad el aborto es un debate en el que convergen los feminismos de las diversas olas y sus «heterogéneas constelaciones» (24). La cartografía global que la autora traza desde el capitalismo neoliberal deja afuera el siglo XIX, en parte por la ya mencionada carencia de bibliografía sobre el aborto decimonónico, pero también por la dificultad de traducir o trasportar al pasado el concepto actual que tenemos de esta práctica. Algo que podemos extrapolar de la lectura de ciertas novelas del siglo XIX es que regular el tamaño de las familias, en una época de alta mortalidad en los partos, era una forma que tenían las mujeres de adquirir agencia y control sobre sus cuerpos.

Un reto que surge a la hora de leer las novelas del siglo XIX desde esta categoría médica, política y cultural es nuestra tendencia a pensar las narrativas de la construcción nacional en clave alegórica, siguiendo las tempranas propuestas de Doris Sommer (1991) y Benedict Anderson (1993); en ellas, narrar era poblar, y la fecundidad biológica y el mestizaje se enfatizaban como formas de inventar familias en las que los personajes eran sinécdoques de los distintos grupos raciales que configuraban la deseada nacionalidad. Ese paradigma de lectura colocaba toda la fuerza del imaginario biopolítico hétero normativo sobre el cuerpo femenino, al que se le asignaba la función de dar nuevas vidas a la patria, poblar las naciones y, en el caso del contexto posbélico en el que se inscriben las obras de Matto, llenar los vacíos provocados por las bajas masculinas durante la Guerra del Pacífico (1879-1883). El marco teórico positivista basado en la mezcla de sangres no concebía que las naciones pudieran construirse recurriendo a estrategias afectivas y a la circulación de emociones. Tal y como lo sugerí en Lágrimas andinas. Sentimentalismo, género y virtud republicana en Clorinda Matto de Turner (2005) lo que actúa como motor de las alianzas desiguales entre indios y mujeres en los imaginarios empáticos del indigenismo sentimental es la fetichización del sufrimiento de un otro racial en peligro que apela a la compasión e indignación del público lector. Aunque la compasión es una emoción socialmente aceptada para el sujeto femenino republicano –que Matto politiza en Aves sin nido (1889) en nombre de los indios–, la indignación es una emoción política anti normativa que se cuela entre líneas para movilizar a los lectores en contra de las autoridades que oprimen y explotan a los indios.

Pensar la obra de Matto desde debates sobre el aborto, la sororidad y/o la violencia de género implica postular una mirada a contrapelo de lecturas muy arraigadas en el imaginario crítico que de tan repetidas han perdido la fuerza y vigencia que en algún momento tuvieron. Remite, asimismo, a la necesidad de leer la producción cultural de Matto al sesgo, yendo más allá de la retórica del pudor a la que la autora y las escritoras de su red tuvieron que recurrir para hablar de cualquier asunto que tuviera que ver con la sexualidad femenina y su corporalidad. Es en este clima de autocensura que se fue consolidando ese lugar de enunciación colectivo que Francesca Denegri (1996) teorizó en términos de “red sororal” (antes de que las «redes» estuvieran de moda) y en el que las autoras tuvieron que valerse de todo tipo de eufemismos para narrar no solo violaciones y situaciones de acoso sino también partos y embarazos. Aunque no hay referencias explícitas a esta práctica en la obra de Matto, sí hay momentos de crisis del mandato biopolítico de la reproducción compulsiva en los que la “familia-nación”, representada por los Marín, compensa la incapacidad biológica de reproducirse con la práctica afectiva de la adopción interracial. Dentro de lo que llamaré “zonas del no decir” en el corpus mattiano es posible detectar una contra biopolítica sexual (Preciado) que será reprimida con fuerza desde la cúspide de la ciudad letrada. En estas lagunas retóricas o silencios textuales y sexuales, la frontera entre la interrupción del embarazo voluntario o no voluntario es nebulosa, en parte porque en el siglo XIX se pensaba que las mujeres embarazadas estaban en un estado de vulnerabilidad extrema en el que hacer cualquier esfuerzo podía llevarlas a abortar. Se asumía asimismo que los deportes, el trabajo excesivo o los momentos psicológicos de crisis podían poner en peligro la salud de las madres encintas y la vida del niño por nacer. Uso la palabra «embarazo» aquí a pesar de que hasta bien avanzado el siglo XX se recurría a todo tipo de rodeos para nombrar este estado.

En 1902 Clorinda Matto de Turner publica una crónica titulada «Guillermina: La tempestad del nido» dedicada a Zoyla Aurora de Campo de Gavín, en la que ficcionaliza un episodio sentimental y doméstico de la vida de un personaje icónico de la realeza europea. Con una retórica que peruaniza el preciosismo torremarfilista de un Darío con el que Matto tiene por esta época una relación hostil, el sujeto narrativo cuenta la historia de Wilhelmina, la reina de Holanda, «sobre terso marfil recamado de oro con tinta azul y pluma de cisne» (267). La reina imaginada por Matto se distancia de las de Darío porque es una reina política que lucha desde el pacifismo cosmopolita contra una política bélica del odio que en épocas de guerra crea fronteras o barreras afectivas donde no las hay. Esta reina es también un sujeto biográfico anti-normativo que, al igual que otro personaje icónico de las guerras de la independencia —La Mariscala—, está más cerca de la nueva mujer latinoamericana que del doméstico «ángel del hogar». Dentro de este nuevo imaginario sexo-genérico, la reina es un sujeto moderno que tiene dominio sobre su cuerpo: es una experta amazona, posee y adiestra caballos, dirige tropas y se dedica con profesional maestría al patinaje sobre hielo.

El motor de este texto híbrido, a caballo entre la crónica y la tradición, lo constituye la boda extremadamente mediática de la reina Wilhelmina con un príncipe alemán llamado Wilhelm —Guillermina y Enrique, respectivamente, en el texto de Matto— y su posterior embarazo del que traen desordenadas noticias los cables con los que Matto arma este texto (Figura 2). El mandato biopolítico de la reina es darle un heredero a la corona dentro de una política del género que piensa el cuerpo femenino como un útero o receptáculo para “un niño por nacer”. Lo que capta la atención de Matto es la certeza con la que el pueblo holandés espera el nacimiento de un primogénito varón en una época en la que no existían las tecnologías de visualización del feto que tenemos hoy en día. Dice Matto sobre “el príncipe nonato”: “Nadie pone en duda que la reina dará á luz un varón y en esta seguridad, las prendas que confeccionan las buenas burguesas de Holanda, el país por excelencia de la ropa blanca, no llevan el color rosa destinado á las niñas, sino el azul, color que va en las cintas y los moños (270-271; el énfasis es mío). En el proceso de futurización del que depende la perpetuación del patriarcado, Matto se irrita con esas mujeres que parecen haber interiorizado la fetichización del Niño con mayúsculas y que forman comités de señoras en varias ciudades de los Países Bajos para confeccionar la cuna, el ajuar, las cofias y las mantas celestes de ese bebé no nacido al que todos se refieren como el «regio vástago». Con la excepción de un ministro de la realeza que participa de la euforia reproductiva de las holandesas, son principalmente las mujeres las que fomentan y se pliegan a ese colonialismo sexo-genérico que entroniza al varón.

Figura 2. Boda de Wilhelmina, reina de los Países Bajos, con Enrique Mecklenburg-Schwerin, 1901.

Figura 2. Boda de Wilhelmina, reina de los Países Bajos, con Enrique Mecklenburg-Schwerin, 1901.

 

El título de la crónica, «Guillermina: La tempestad del nido», es un eufemismo que Matto usa para aludir a lo que hoy llamaríamos violencia de género, una problemática que recorre como un arco toda su producción cultural. La voz narrativa teje retóricamente la construcción de un nido sentimental hecho de «suavecillas plumillas del pechillo de los ruiseñores, las gasas más tenues de la urdimbre de las hadas, los pimpollos más frescos de los limoneros» (269) y su posterior destrucción por culpa de un marido jugador, celoso y alcohólico que golpea salvajemente a su esposa. Las noticias por cable dan cuenta de la cotidianeidad borrascosa de una reina que sufre todo tipo de abusos físicos a puerta cerrada y cuya historia Matto usa para mostrar el lado oscuro de la ideología de la domesticidad:

 

El cable ha comunicado que el príncipe consorte ha resultado osco, celoso, pendenciero, gran consumidor de líquidos inflamables y con más hipotecas que señales el misal. Se ha dado, diz, de estocadas con dos personajes de la corte retados á duelo, y todo un cáliz de amarguras ha sido apurado en pocos meses por la joven reina que se entregó á Enrique, bajo un cielo sin nubes, sobre un trono de topacio y zafir. Los sablazos y las palabrotas, los líquidos inflamables y las pendencias, han llevado la tempestad al nido, y la voz del Trueno hasta ha dicho DIVORCIO (273).

 

En medio de esta espiral de violencia, vuelan por el aire «suaves plumillas» desprendidas de las alas de la reina (270), una sinécdoque que además de aludir a la violencia de género establece un puente con el imaginario igualmente violento de Aves sin nido. Tanto la crónica como la novela de Matto politizan un bestiario evangélico en el que las mujeres son palomas o corderillos y sus acosadores serpientes o lobos. Dentro del interior distópico de un palacio en el que peligra la vida de un sujeto femenino icónico vulnerabilizado por el terror, ocurre la pérdida del embarazo de la reina, un suceso al que Matto se refiere como «un alumbramiento prematuro, de príncipe en embrión» por el que están «tristes y calladas las burguesas de Holanda […]» (273).

Matto arma esta crónica a partir de la ficcionalización de un referente histórico preciso: la historia de la reina Wilhelmina de Holanda (1880-1962), cuyo mandato se extendió desde 1890 hasta 1948. Se sabe que esta reina se casó en 1901 y que tuvo varios abortos aparentemente espontáneos que preocuparon tremendamente a la corona. No fue hasta el 30 de abril de 1909, ocho años después de su boda y pocos meses antes del fallecimiento de Matto, que la reina pudo finalmente tener una hija, llamada Juliana. La relación de causa y efecto que Matto establece en la crónica entre la violencia de género provocada por el alcoholismo del marido (un dato que de alguna manera atenúa la gravedad del abuso) y el nacimiento prematuro del embrión muerto se articula con una política de la venganza que castiga narrativamente, no solamente al príncipe Enrique al que se describe como rubio y de ojos azules, sino, también, a las mujeres no feministas o súbditas holandesas que según Matto han interiorizado las jerarquías sexo-genéricas normativas que privilegian el linaje masculino. En la misma crónica, Matto critica la emergencia de un dualismo cromático basado en la distinción celeste-rosa que, con el avance de la modernidad, comienza hacia fines de siglo a reemplazar el blanco que se usaba en las primeras décadas del siglo XIX para vestir a los niños de ambos sexos. No me parece casual en este sentido que Matto se ocupe en precisar que «[e]l color favorito de la reina es el blanco» y que «aun para montar á caballo usa una amazona de paño de dicho color, con la cual aparece siempre que pasa  revista a sus tropas» (269). A la hora de especular sobre las causas del fracaso de la reproducción biológica, las referencias de Matto al activismo deportista de la reina no son un dato menor. ¿Abortó la reina por haber incurrido en excesivo ejercicio físico (una creencia muy arraigada en la época)? ¿Fue la misma reina la que se resistió a tener un hijo por algún método no mencionado? ¿O abortó por culpa de los golpes que le propinaba el marido como lo sugiere Matto? El terreno del no decir se transforma en un campo semántico cargado de significado que, nosotrxs como lectorxs del siglo XXI, debemos completar y desentrañar. Al margen de cual sea nuestra respuesta a estas preguntas propongo leer la pérdida del embarazo como una puesta en crisis del patriarcado, una problemática crucial en los feminismos del presente a la que Matto se anticipa en el siglo XIX.

En las comunidades homo-sociales que se van esbozando en las novelas de Matto, los personajes femeninos tejen redes de apoyo o puentes afectivos entre clases y razas para confrontar, desde una política sororal, una serie de crímenes sexuales sobre los que las leyes del patriarcado se resisten a legislar. Las mujeres golpeadas, violadas y maltratadas son recurrentes en una obra que denuncia la manera en que el racismo y la misoginia operan juntos, y que ensaya desde la sororidad formas de frenar y contener esos abusos. Aunque en Aves sin nido (1889) Petronila tiene, como Guillermina-Wilhelmina, un estatus de clase privilegiado como mujer de la elite cusqueña y esposa del gobernador de Killac, eso no la pone a reguardo de las golpizas que le da un marido con el que se ha casado luego de haber sido violada por el cura del pueblo. Dentro de esa «sororidad del sufrimiento» podríamos mencionar también a Marcela Yupanqui, la mujer india que es violada y maltratada por el cura Pascual;  a Teodora, la campesina-amazona que se escapa a caballo del subprefecto, su acosador, para refugiarse en la casa de Petronila; y a Asunción, el personaje infértil de Índole (novela peruana) (1891) cuyas costillas —dice Matto— «perdieron su virginidad á los tres meses de casada, una aciaga noche en que las discusiones matrimoniales subieron de punto» (15). Aún con las inevitables tensiones y quiebres provocados por las diferencias de raza y clase que separan a las mujeres entre sí, las redes sororales que Matto construye se tejen en respuesta a la necesidad del orden dominante de «fomentar separaciones entre las mujeres instalando una y otra vez algún tipo de mediación masculina entre una mujer y otra y por tanto, entre cada mujer y el mundo» (Gutiérrez Aguilar en Gago 2018: 39). Por último, la infertilidad de Margarita y Manuel, las dos “aves sin nido” que no pueden formar una familia por culpa del incesto, responde, como el embarazo fallido de Guillermina, a una razón antipatriarcal. Margarita y Manuel son hermanos sin saberlo por culpa de que un mismo cura ha violado a sus madres.

La crónica de Matto retoma a nivel ideológico una serie de cruces entre infertilidad y violencia de género que ya habían aparecido de forma embrionaria en la primera etapa de su producción cultural. Se trata no solamente de la referencia avícola al hogar como nido (que en la novela es sinónimo de familia y/o nación) sino también de la aparición de un embarazo que se interrumpe repentina y misteriosamente. En Aves sin nido, las afirmaciones de que Lucía está embarazada y que espera la llegada de un «heredero» o «vástago» generan una gran expectativa que se frustra con su posterior desaparición en la continuación de la novela titulada Herencia (novela peruana) (1895) ¿Cómo leer la omisión de este dato, cuando se sabe que Lucía estuvo embarazada en la novela anterior? ¿Tuvo acaso un aborto espontáneo que no se puede mencionar en el recatado siglo XIX? ¿O es, como piensa Cornejo Polar, un error de la trama, algo también factible teniendo en cuenta que hay un intervalo de seis años entre la publicación de ambas novelas? Al igual que en «Guillermina: La tempestad del nido», se asume que el futuro heredero será varón (tal vez como sexo representante de la humanidad toda) y que la familia-nación debe desplazarse a Lima para que “el niño por nacer”, al que Matto se refiere siempre como «vástago», «hijo» o «primogénito», reciba la educación urbana/civilizada que merece. Cornejo Polar interpreta la evaporación del embarazo de Lucía y la infertilidad de los Marín como una justificación de la formación de una familia multirracial, porque «es “natural” que un matrimonio sin hijos opte por adoptar alguno» (69). En mi caso, y teniendo en cuenta que Lucía adopta a las hijas de los Yupanqui mucho antes de que se anuncie que va a tener ese hijo, opto por leer este dato como un gesto anti patriarcal deliberado por parte de la autora, que hace que su heroína pueda ejercer una forma de maternidad no biológica que feminiza la figura del heredero vástago, al mismo tiempo que descoloniza el útero del sujeto femenino republicano. Aunque el tema de la violencia de género está desplazado en Aves sin nido y no aparece en el hogar de los Marín sino en los nidos (o familias) circundantes, Matto pareciera estar planteando que ya en el siglo XIX el patriarcado está en crisis y que hay que encontrar formas menos homogéneas, violentas y jerárquicas de parentesco. Es por eso que el vacío generado por la desaparición del heredero biológico de los Marín se llena en la novela con esas dos hijas adoptivas de descendencia mestiza (Margarita) e indígena (Rosalía), respectivamente, en una familia engendrada desde el corazón. El hecho de que Rosalía, la única de las dos niñas que es verdaderamente indígena, vaya desapareciendo «lentamente» del nido multicultural y feminizado de los Marín hasta salir herida y ensangrentada del accidente de tren que los lleva a la modernidad de Lima, apunta a la dificultad de Matto para incorporar la diferencia indígena a un modelo de nación que privilegia la instancia mestiza. Al mismo tiempo, lo que se desprende del aborto del futuro vástago es que no se trata de poner nuevos huevos en el nido de los Marín sino de cuidar y velar por aquellos cuerpos racialmente otros y vulnerabilizados por el patriarcado de los que no se está ocupando el Estado.

Tanto en Aves sin nido como en «Guillermina: La tempestad del nido», la crítica a la dualidad normativa que organiza la sexualidad moderna cristaliza en la desaparición de ese vástago masculino racialmente blanco que tiene una presencia fantasmagórica en ambos textos. El fracaso de los embarazos de Guillermina y Lucía parece apuntar a nivel simbólico a uno de los lemas salientes de los feminismos actuales: la necesidad de “abortar” un patriarcado global, colonial y racista (Figura 3), que se constituye transhistóricamente como un sistema de violencias encadenadas. Lo que estos textos del siglo XIX exponen con particular lucidez es la forma en que el patriarcado excluye a las mujeres y los grupos racialmente otros del «palacio encantado del saber, el trabajo y la fortuna», al mismo tiempo que coloca paradójicamente a las madres en el pedestal sentimental de la domesticidad. En este sentido, la crítica al orden liberal normativo se articula con otra de las consignas feministas para despenalizar el aborto: la idea de que «la maternidad será deseada o no será» (Figura 4), porque la procreación no puede imponerse por la fuerza. En ambos casos, las heroínas de Matto se niegan a colaborar con un régimen biopolítico que las necesita como cuerpos reproductores de vida pero no las cuida; al mismo tiempo que interrumpen un linaje masculino que no concibe siquiera la posibilidad de su feminización.

Peluffo 3

Figuras 3 y 4. Grafitis alusivos a la campaña por la despenalización del aborto, Buenos Aires, agosto de 2018.

Figuras 3 y 4. Grafitis alusivos a la campaña por la despenalización del aborto,
Buenos Aires, agosto de 2018.

 

Quiero ahora referirme a otra foto de Matto de Turner, muy conocida dentro de su iconografía, en la que la autora se retrata portando una cruz al cuello en el mismo lugar en el aparece el pañuelo en la foto del Comando Plath (Figura 5). En el siglo XIX, el conflicto de Matto con la iglesia no fue, como en las campañas feministas actuales, por la negativa de la institución eclesiástica a apoyar el derecho a decidir de las mujeres, sino por la forma anticatólica con la que Matto descorría el velo sobre una serie de delitos económicos y sexuales cometidos por los curas contra sus feligresas en la región andina. Matto se oponía al celibato y proponía que los sacerdotes se casaran no solo para que pudieran ser “domesticados” por el ángel del hogar, sino, también, para acabar con el acoso sexual de las mujeres en los confesionarios y la explotación de los indios que denunciaba en sus novelas. Acusaba a la iglesia de ser una institución refractaria a la modernidad que actuaba en consonancia con una economía gamonalista y feudal, a la vez que se aprovechaba económicamente de la esclavitud de los indios y su deshumanización para acrecentar su poder en la región. En su activismo anticlerical, Matto rompe un pacto de género en el que se les asignaba a las mujeres el rol de defender la religión católica de los avances de la secularización, y que asumía que los hombres podían ser anticlericales siempre y cuando las mujeres rezaran por ellos. Es por eso que en medio de la conocida campaña inquisitorial en su contra que acabará en la excomunión, el exilio, la quema de sus obras, y el saqueo de su imprenta «La equitativa» en la que solo se empleaban mujeres, Matto se retrata con la cruz al cuello, al mismo tiempo que afirma ser la directora del periódico más católico del Perú, «cuyas páginas están llenas de retratos de Santos, Obispos, clérigos,  frailes, vistas de templos, santuarios y descripciones de milagros». En la litografía de Evaristo San Cristóbal, Matto usa la cruz tal vez en apoyo de eso que llama «cristianismo puro», pero también como escudo para defenderse de los ataques de una sociedad que se resistía a ver lo que ella les estaba mostrando. En las campañas feministas actuales, son los grupos a favor de la despenalización del aborto los que han planteado, mediante la apostasía y por voluntad propia, la necesidad de alejarse de una iglesia que en el siglo XXI sigue siendo el principal órgano biopolítico de control de los cuerpos de las mujeres. En términos necropolíticos, las mujeres que al abortar se resisten a ingresar en el terreno de la maternidad normativa (o sea, la maternidad biológica y reproductiva) son criminalizadas por la ley y corren un riesgo de muerte al que la intervención fotográfica del Comando Plath apunta en términos de «Aborto legal para no morir».

Figura 5. Evaristo San Cristobal, Retrato de Clorinda Matto de Turner 1889.

Figura 5. Evaristo San Cristobal, Retrato de Clorinda Matto de Turner 1889.

 

Clorinda Matto de Turner entró y salió del canon muchas veces. Mientras que en la década del treinta las lecturas de Aída Cometta Manzoni y Concha Meléndez fueron determinantes para darle protagonismo a una novela indigenista que había sido soslayada por su sentimentalismo, en los años noventa fueron las críticas feministas las que protagonizaron un nuevo momento de densidad teórica que les permitió repensar el lugar marginal, o no lugar, que se le había asignado a la autora en las redes indigenistas masculinas. Muchos años más tarde, en la era del movimiento #MeToo, Clorinda Matto vuelve a entrar en el mapa de la literatura latinoamericana del que estaba a punto de desaparecer, gracias a ese activismo feminista que se anticipa, como lo sugiere el  Comando Plath, a las luchas del presente. Si las ópticas zigzagueantes desde las que nos hemos aproximado a su obra han sido siempre las de raza y género, las lecturas actuales parecen inclinar la balanza hacia el segundo polo. En este nuevo giro, las preocupaciones de Matto entran en diálogo con un momento crucial de la historia del feminismo latinoamericano, en el que los debates sobre el aborto, la desigualdad sexo-genérica, la feminización de la pobreza y la lucha contra los femicidios han adquirido una nueva urgencia.

 

 

 

 

 

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«Asfalto», de Renato Pellegrini: un lugar para los homosexuales en la Argentina de los años ’50

Por: Alejandro Virué

Imágenes: Compendio evocador de Asfalto (Tirso, 2004)


Entre 1955 y 1966 existió en Buenos Aires un peculiar proyecto editorial, dirigido por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi. Ediciones Tirso se propuso publicar obras de temática homoerótica en un momento en el que la homosexualidad era un tema tabú. En este texto, Alejandro Virué analiza una de sus publicaciones: la novela Asfalto, de Renato Pellegrini, una de las pocas obras de ficción que describe pormenorizadamente las redes de sociabilidad de los homosexuales en la Buenos Aires de los años ’50. A partir de un breve recorrido por las asociaciones entre homosexualidad y extranjería, hegemónicas en el siglo XIX y gran parte del XX en la Argentina, el autor interpreta la operación editorial de Tirso y la de Asfalto en particular como un modo de resignificar positivamente lo cosmopolita, en aras de habilitar un discurso a contramano del nacionalismo homofóbico de la época.

El texto, además de iniciar la publicación de los avances de las tesis de los estudiantes de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, pretende ser un pequeño homenaje al escritor Leopoldo Brizuela. Él no solo fue el responsable de que, a principios de 2016, se incorporara a los fondos de la Biblioteca Nacional el archivo personal de Abelardo Arias, sino que también fue quien le hizo descubir al autor de esta nota la existencia de Ediciones Tirso y de Renato Pellegrini. Sin su generosidad, este trabajo no existiría.


A principios de 2016, por la gestión del escritor Leopoldo Brizuela, la Biblioteca Nacional recibió la donación del archivo personal de Abelardo Arias. En ese momento yo trabajaba en la oficina contigua al área de “Archivo y colecciones particulares” y Leopoldo solía mostrarme los materiales que iba incorporando al acervo de la institución. Fue así que me enteré de la existencia de Ediciones Tirso, un emprendimiento de los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi que funcionó entre los años 1955 y 1966 y se dedicó mayoritariamente a publicar novelas de temática homoerótica. El proyecto era completamente insólito en el ámbito local: la homosexualidad seguía siendo un tema tabú y los libros eran susceptibles de censura por motivos morales y políticos. La primera publicación de Tirso, Las amistades particulares, del francés Roger Peyrefitte, fue prohibida por la intendencia de Buenos Aires durante seis meses. Un derrotero similar sufrieron varios de sus títulos. Quizás el caso más emblemático fue el de Asfalto, de Renato Pellegrini, publicada en 1964. Además de ser censurada y confiscada, el autor fue sometido a un extenso proceso judicial que culminó con una condena a prisión en suspenso. La editorial retomó su actividad en el año 1994 por impulso del propio Pellegrini, que se había apartado por completo del mundo literario después del affaire Asfalto. Unos años antes la novela había sido objeto de algunos estudios críticos por parte de Osvaldo Sabino, Herbert J. Brant y José Maristany. Este reconocimiento tardío fue, sin dudas, crucial en la resurrección del proyecto editorial que, sin embargo, volvió con un perfil diferente y abandonó la traducción de novelas extranjeras para concentrarse en la producción homoerótica local (Peralta: 191).

Entre los documentos del archivo personal de Arias había un dossier que compilaba las notas de prensa, la recepción crítica y el itinerario judicial de Asfalto. Leí esos documentos de un tirón, azorado por la biografía de Pellegrini, las características de sus novelas, el proyecto editorial Tirso, los entretelones de la publicación de Asfalto, su trágico y rimbombante destino judicial, la anulación completa de su estatus de objeto literario a partir de la confiscación de sus ejemplares y del silencio de los críticos, el abandono de la literatura por parte de Pellegrini.

La constitución de ese dossier era, en sí misma, sintomática: aunque la serie de textos testimoniales y críticos era antecedida por la tapa original de la novela seguida del epígrafe y el prólogo, la obra brillaba por su ausencia. Aunque fue el contenido de esa ficción el que desencadenó esa serie de hechos, estos últimos adquirieron vida propia y volvieron anecdótica a la obra.

 

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

 

Sin obviar el contexto de aparición de la novela y su trayectoria extra-literaria, en este texto procuraré hacer una lectura atenta de Asfalto, concentrándome en los diferentes discursos sobre la homosexualidad que sostienen sus personajes y las redes de sociabilidad homosexuales en la ciudad de Buenos Aires que presenta la novela. Para esto, en primer lugar realizaré un breve recorrido por el modo en que se concibió la homosexualidad en la Argentina desde fines del siglo XIX, haciendo foco en la manera singular que encontraron las élites políticas e intelectuales de excluir a los homosexuales como sujetos legítimos de la nación a partir de su asociación con lo extranjero. Luego, analizaré la forma en que el proyecto editorial de Tirso dialoga con esta tradición, intentando resignificar positivamente la equivalencia entre homosexualidad y extranjería a partir de la traducción de novelas de temática homoerótica de autores europeos que ya contaban con prestigio en la Argentina, con el fin de crear un espacio para la publicación de ficciones locales en la misma línea. Por último, intentaré mostrar el carácter peculiar con el que Pellegrini representa esta oposición a partir de los dos discursos sobre la homosexualidad que entran en disputa en Asfalto, uno limitado por las restricciones del Estado nacional y otro que pretende ir más allá de ellas, identificado con lo extranjero.

 

Homosexuales internacionales       

El 27 de septiembre de 1947 el periódico porteño Parlamento publicó una nota titulada “Degenerado: cuatro criminales, un culpable”. El artículo refiere al asesinato del belga Leopoldo Buffin de Chasal a manos de cuatro jóvenes, uno de los cuales había trabajado como empleado doméstico de la víctima. El hecho generó cierta conmoción pública pero, como anticipa su título, el artículo de Parlamento lo utilizó para dar cuenta de un delito que juzgaba mayor:

El crimen cotidiano, sordo, sin muertos, escondido y silenciado, el crimen moral y físico que los homosexuales cometen todos los días, el crimen visible en las calles, confiterías, cines y paseos, ese crimen, innumerable y diario, ese es el que principalmente importa, el que más interesa o el que debiera interesar.

Frente a la persistencia silenciosa del delito de la homosexualidad, el asesinato de Buffin resulta anecdótico o, peor, es reivindicado como un acto de justicia. Finalmente, los otros son criminales pero él es el culpable. La nota advierte sobre la proliferación de esta actividad inmoral en el centro de la ciudad de Buenos Aires en el que “pululan homosexuales internacionales”. Y reclama la pertinencia de algún “sesudo editorial” que denuncie esta peculiar inflexión de los inmigrantes.

La asociación entre homosexualidad y extranjería es una idea que tiene su tradición en la cultura argentina. Los trabajos de Bao y Salessi la juzgan un lugar común de los textos científicos y jurídicos de fines del siglo XIX y principios del XX. En su tesis doctoral, Jorge Luis Peralta, retomando a Salessi, afirma que “mientras las definiciones en torno de la ‘homosexualidad’ eran confusas e inestables, no se tenían dudas acerca de su origen: se trataba de una enfermedad proveniente del extranjero, más concretamente de Italia y Alemania” (Peralta, 2013: 28). El estudio de las “desviaciones sexuales” fue de la mano del proceso de organización y consolidación del Estado argentino. Los homosexuales y travestis formaban parte de “aquellos grupos que desafiaban el modelo de nación propuesto por la clase dirigente” (Peralta: 27). La redistribución de esos grupos que ejerció el peronismo no incluyó a los homosexuales, que siguieron siendo lo otro de la nación. Omar Acha y Pablo Ben ubican en esas coordenadas la referencia del semanario Parlamento sobre los “homosexuales internacionales”, que “debe ser observada como parte de un proceso que opone a nosotros y los otros. En el primer grupo se encuentran el ‘pueblo’ y el Estado nacional, mientras los homosexuales son concebidos como externos a la sociedad y asociados con lo ‘internacional’ en un sentido nacionalista, en una dicotomía similar a la oposición Braden/Perón” (23). Gabriel Giorgi lee en el mismo sentido algunas ficciones de la década de 1960 que tematizan la homosexualidad. Luego de analizar el cuento La invasión, de Ricardo Piglia, bajo la lógica de lo monstruoso (los homosexuales con los que Renzi comparte la celda cuando cae en prisión le generan una ansiedad que Giorgi califica de “catástrofe perceptiva”, la invasión de un “espectáculo impensable e inesperado” que solo puede ver mientras no logra codificar y que una vez que entiende se niega a seguir mirando) mostrará la especificación nacionalista de esa tipificación en Los premios, de Julio Cortázar, donde el marinero Bob seduce y abusa de Felipe, un adolescente argentino. La novela no solo abunda en descripciones deshumanizantes de Bob sino que enfatiza su condición de extranjero, estableciendo la homosexualidad como límite entre el interior y el exterior de la comunidad nacional (Giorgi, 2000: 248-249).

Aunque la nota de Parlamento y la novela de Cortázar se mueven en un terreno supuestamente descriptivo (el centro de Buenos Aires se representa como asediado por “homosexuales internacionales”, el marinero es extranjero) es inevitable colegir su dimensión normativa: un argentino auténtico no puede ni debe ser homosexual; de hacerlo será considerado un desertor,  cooptado por las perniciosas influencias extranjeras.

Curiosamente, el proyecto de Ediciones Tirso, fundado por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini en el año 1956, pareciera coincidir con este diagnóstico. La traducción y publicación de ficciones europeas y norteamericanas de contenido explícitamente homoerótico es concebida por sus artífices como la apertura de un campo inexistente en el ámbito local. El objetivo de Arias y Pellegrini, sin embargo, es exactamente el opuesto al del semanario Parlamento: la publicación de esas obras, lejos de pretender acentuar el límite entre la nación-heterosexual y lo extranjero-homosexual, procura habilitar un terreno local (una “tradición” y un público) para sus propias novelas sobre el tema, que no tardarán en aparecer.

Como adelanté, Tirso inicia su actividad en 1956 con la publicación de Las amistades particulares, de Roger Peyrefittte, un autor muy leído en aquel momento tanto en Europa como en Argentina (Peralta: 194). Aunque la editorial Sudamericana ya había publicado otros libros del escritor y poseía los derechos de todas sus obras, el contenido polémico de Las amistades particulares los disuadió de sumarla a su catálogo y permitió que Arias y Pellegrini la tradujeran y publicaran como lanzamiento de su sello editorial. Aunque la “amistad particular” a la que alude el título refiere a un vínculo afectivo entre dos adolescentes en un internado católico que no alcanza su consumación sexual, el libro fue prohibido de inmediato por la intendencia de la ciudad de Buenos Aires y se distribuyó recién seis meses después, luego de idas y vueltas judiciales, con un gran éxito de ventas[1]. Además de esta novela, Tirso publicó Los amores singulares (1961), también de Peyrefitte, La ciudad cuyo príncipe es un niño (1958), de Henry de  Montherlant, El otro sueño (1958), de Julien Green, Los fanáticos (1959), de Carlo Coccioli y El regreso del hijo pródigo (1962), de André Gide, entre otras.

Los títulos del catálogo de Tirso confirman y al mismo tiempo desafían la invasión de Buenos Aires por “homosexuales internacionales” que denunciaba el semanario Parlamento una década antes. Estos no solo ocupan, ahora, las calles del centro de la ciudad sino también sus librerías. El escritor Héctor Murena da cuenta de esta novedad en el artículo “La erótica del espejo”, publicado en el nº 256 (enero/febrero de 1959) de la revista Sur. Allí describe a Tirso como una “editorial especializada en sodomía” e inscribe su aparición en el incipiente proceso de “homosexualización de la sociedad” que, desde su perspectiva, afecta a toda la cultura occidental. En el caso específico de la Argentina, este proceso permanece aún en un nivel inconsciente: “… mientras que en el plano mental se continúa rechazando la homosexualidad, en el profundo nivel instintivo se la acepta, se la celebra incluso”. Más allá de la benevolencia con la que pretende referirse a los homosexuales, a los que exculpa por encarnar una más de las patologías de una sociedad que diagnostica “sexualmente enferma”, el texto es abiertamente homofóbico: la “sanación” social implicaría, necesariamente, la desaparición de la homosexualidad, una forma de autoidolización tan perversa como el narcisismo, el tribalismo, la locura y el nacionalismo (Murena: 19). Lo más interesante a los fines de este trabajo es su hipótesis respecto del surgimiento de una editorial como Tirso, que se valdría de una generalizada salida del closet por parte de los lectores, que pasaron de leer a escondidas los libros de Oscar Wilde a pasear por las calles “llevando bajo el brazo las novelas de un Peyrefitte”. Más sorprendente aún es su afirmación de que las “multitudes” que leen literatura homoerótica son “en su mayoría heterosexuales” (Murena: 20).

Aunque la filosofía de la historia de Murena suene arbitraria y delirante, sirve para pensar la dinámica de la primera publicación de Tirso. El Estado, ese complejo aparato que Hegel interpretaba como una de las concreciones más perfectas del espíritu, la prohibió de inmediato. Pero una vez levantada la prohibición el libro se convirtió en un éxito editorial.

El rechazo mental de la homosexualidad que Murena le atribuye a los argentinos se confirma en el cuidadoso paratexto que acompaña las publicaciones de Tirso. En la introducción a Las amistades particulares, se lee:

Ediciones Tirso ha dudado mucho sobre la conveniencia de publicar este libro. Opiniones de escritores, maestros y psicólogos nos han decidido a ello (…) Peyrefitte nos presenta este problema de la EDAD AFECTIVAMENTE INDIFERENCIADA que debe y puede interesar a padres y educadores, a todos aquellos que creen que el conocimiento de la persona humana, por medio del planteo de sus problemas, es la manera más noble de cooperar en su progreso, de alejarse de intolerancias y fanatismos, por sobre todas las cosas: de comprender. Sólo nos resta indicar (pues Ediciones Tirso prefiere rechazar a sorprender a un lector) que no es un libro para todos” (citado en Peralta: 196. Los subrayados corresponden al original).

El texto tiene varios elementos significativos. En primer lugar, hay que desconfiar de su dimensión asertiva. Recordemos que Arias y Pellegrini eligieron el libro de Peyrefittte como la carta de presentación de Tirso en sociedad. Sería extraño que los agentes de un proyecto de estas características no eligieran con sumo cuidado su obra inaugural y le atribuyeran la decisión, en última instancia, a las opiniones de otros actores del campo (escritores) y especialistas en áreas externas a la literatura (educadores y psicólogos). Más verosímil es pensar que ese señalamiento reviste un carácter estratégico, derivado del reconocimiento de que la novela resultaría polémica tanto para los censores estatales como para buena parte del público. La manifestación de las dudas respecto de la publicación del libro es una performance defensiva en la que los editores establecen una relación de complicidad con aquellos que podrían condenar la novela para luego ofrecerles una solución a través de las voces autorizadas en los terrenos en disputa, tanto el literario como el moral. En relación a este último, es interesante que se defienda la ficción por su naturaleza edificante y se recomiende, casi se exija –debe y puede– la lectura  a padres y educadores. Tanto Acha y Ben como Sebreli explican el incremento de la persecución de los homosexuales en los últimos años del primer peronismo a partir del nuevo modelo de familia nuclear que se había vuelto hegemónico en la Argentina desde principios de los ’50 y era fuertemente promovido por el Estado. En este sentido, un libro que representara los pormenores de esa “edad afectivamente indiferenciada” o bisexual que Peyrefitte sitúa en la adolescencia podría incitar a los padres a ejercitar una tolerancia mayor en la crianza de sus hijos o, incluso, a advertir los “peligros” que conllevan para el desarrollo sexual de los jóvenes las instituciones con presencia exclusiva de uno de los sexos, como el internado católico en el que transcurre la novela.

El comienzo defensivo y aleccionador de la presentación del texto deriva, sin embargo, en la valoración del “problema” como un componente más de la complejidad del ser humano que contribuye a su comprensión y, finalmente, a su progreso.

La advertencia final es reveladora y, al mismo tiempo, desconcertante. Al afirmar que el libro de Peyrefitte no es para todos pareciera evocarse la figura del entendido, una operación típica de la tradición homofílica en la que críticos como Brant, Maristany y Peralta incluyen las publicaciones de Tirso. Los entendidos serían aquellos que comparten una serie de rituales codificados que confirman una sensibilidad común. En sus diarios de viajes por Europa en los años ‘50, también publicados en Tirso, Abelardo Arias narra una anécdota con Peyrefitte que ilustra ejemplarmente esta condición. Al elogiar de manera vehemente la estatua de un Hermes de mármol de la época helenística, el escritor francés le pregunta si puede considerarlo uno de los suyos y Arias se lo confirma diciendo: “¡Imagínese, mi primer amor en literatura fueron los clásicos griegos!” (Peralta, 2013: 265). La lógica de los entendidos supone, entonces, la revelación de preferencias eróticas a partir de ciertos referentes culturales.

Pero si la advertencia, en efecto, fuera una moción de exclusividad, ¿cómo se concilia con la primera parte del texto? La introducción empieza evocando un grupo específico de lectores a los que se atribuye una vinculación directa con el tema de la novela (padres y educadores) para luego reivindicar su condición universal por tratarse de un problema del “ser humano”. A mi juicio, la aclaración final es más una reserva de excepción que una invitación a un grupo selecto de lectores, como si se le dijera al lector: si las dos primeras razones no te convencieron, entonces no sigas, salvo que seas uno de nosotros.

 

Asfalto: un lugar para los homosexuales en la literatura argentina

La necesidad de una estrategia para habilitar un espacio de lectura de las publicaciones de Tirso se encuentra en la mayoría de sus libros pero se vuelve aún más patente en las novelas de autores locales. En el caso específico de Asfalto, el prólogo, escrito por Manuel Mujica Láinez aunque publicado sin su firma en la primera edición, replica algunos de los temas del de Las amistades particulares. En primer lugar se refiere a la novela inicial del escritor, Siranger, publicada en 1957, con la que se establece una relación de continuidad: “La ardua temática, de delicadas raíces psicológicas que inspiró su libro inicial y que lo ha hecho acreedor a un éxito notable, vuelve a aflorar aquí, siete años después, robustecida y afirmada por una madurez que nutren la experiencia y el dominio técnico”. Aunque aquí no se dude de la conveniencia de publicar el libro, como lo hacía la introducción al de Peyrefitte, la calificación del tema como “arduo” intenta, otra vez, establecer una complicidad con aquellos que podrían objetar su tratamiento en una obra literaria. El prólogo acentúa esa línea cuando se refiere a los “riesgos” que implica escribir sobre esta temática, riesgos que Pellegrini parece haber sorteado con éxito en su primera novela, lo que lo vuelve acreedor “de una aguda capacidad intelectual muy poco frecuente”.  Sin embargo, el texto de Mujica Láinez, como el prólogo al libro de Peyrefitte, vuelve a evocar la figura del entendido al afirmar que Asfalto “no es, por cierto, una obra destinada al grueso público”.

 

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

 

Otro elemento significativo del paratexto de Asfalto es el epígrafe de Albert Thibaudet: “El novelista auténtico crea sus personajes con las direcciones infinitas de su vida posible; el novelista facticio con la línea única de su vida real. El genio de la novela hace vivir lo posible, no revivir lo real”. Por un lado, parece insistirse con el gesto defensivo: lo que se leerá en adelante, por más verosímil que resulte, no es autobiográfico. No debe buscarse un correlato entre el autor de la novela y sus personajes, más allá de que estos encarnen “las direcciones infinitas de su vida posible”. El epígrafe, además de su contenido asertivo, tiene una dimensión performativa: si la novela fuera meramente un conjunto de recuerdos personales del autor carecería de genio. Al elegirla como antesala de su novela, Pellegrini pareciera querer evitar una lectura autobiográfica; si se la hiciera, habría que creer que el propio autor presenta a su obra como carente de genio, algo en principio absurdo.

El discurso que escribe Abelardo Arias para presentar la novela vuelve sobre la relación entre homosexualidad y extranjería aunque invirtiendo la carga valorativa: la aceptación de la homosexualidad en los países centrales, lejos de generar suspicacias, supone un argumento contundente para legitimar el tema como material del arte y a la novela como objeto artístico.

¿Qué ha hecho Renato Pellegrini en su novela Asfalto? Simplemente tocar con coraje un problema social que la literatura del siglo XX ha planteado después de un largo silencio de siglos. Lo tremendo es que, entre nosotros y a esta altura del siglo, se necesita decir que un novelista tiene coraje para hacer lo que André Gide realizó en su Corydon hace más de 50 años. Lo tremendo es que todavía necesitamos explicar por qué un escritor desarrolla un tema candente.

El texto de Arias pone de manifiesto una y otra vez la paradoja que supone su existencia: por un lado, se empeña en justificar la pertinencia de la novela; por el otro, ridiculiza la necesidad de esa justificación, atribuyéndola a la hipocresía de los lectores argentinos, a los que les valdría la máxima de Henry de Montherlant: “A la gente le gusta hacer cosas sucias, pero que le hablen de cosas muy morales”.

Abelardo Arias recurre a la autoridad de las letras europeas con el objeto de transferirle prestigio a la novela que presenta y a su autor de tres maneras: (a) el profesionalismo de Renato Pellegrini, que posee “una seriedad de escritor europeo”; (b) la actualidad del tema de la novela; (c) el “patrocinio” de escritores de la talla de André Gide, Roger Peyrefitte, Jean Paul Sartre y Jean Genet. Cada uno de esos puntos tiene, como correlato, una crítica a la literatura argentina, ya sea por el carácter improvisado de sus autores, por la falta de actualidad  de sus temas o por la hipocresía con la que son juzgados.

En primer lugar, Arias destaca que Pellegrini se haya tomado siete años para publicar su segunda novela, algo que “no es común entre nosotros, que a menudo publicamos ‘borradores’ de obra”. Para fortalecer este punto, cuenta que en ese periodo Pellegrini escribió otra novela pero no estuvo conforme con su resultado y decidió resignar su publicación. Para Arias, que no oculta su concepción romántica de la escritura, esta capacidad de despojo es un signo de honestidad intelectual y profesionalismo que lo emparenta con sus pares europeos.

Inmediatamente después contrasta el tono defensivo de su discurso con el del que escribió Jean Paul Sartre para presentar la obra de Jean Genet, que se convirtió en un volumen independiente de más de 600 páginas en el que no hay un solo indicio de que se necesitara “dar una explicación de por qué lo hacía”. Para Arias, el “tremendo realismo poético con que Jean Genet se refiere a la unisexualidad” sigue resultando escandaloso en la Argentina y sus libros, como consecuencia, “intraducibles”. Este anacronismo local le da pie para referirse a la concepción de la literatura de uno de los autores publicados por Tirso, Roger Peyrefittte. Para el francés, el hecho de que existan “temas prohibidos” es un plus para la producción literaria, cuya función es oponer a la moralidad vigente un código ético alternativo; en términos de Pascal, a quien cita, “una moral que se burle de la moral”.

Este tono provocador, sin embargo, es matizado en el final del texto. Allí Arias incita a los lectores que puedan sentirse escandalizados con Asfalto a que continúen con la lectura, considerando “que tienen cerca de ustedes a estos grandes escritores que les he mencionado”. Apelando a una admiración por los escritores franceses que da por sentada en los posibles lectores de Asfalto, Arias pretende atemperar el rechazo que la obra pudiera provocarles.

Yendo, ahora sí, a la novela propiamente dicha, en las páginas que siguen intentaré mostrar la forma peculiar en que se representa el estado de cosas antes descripto. Mi hipótesis es que Asfalto es una novela de iniciación en un doble sentido: al descubrimiento y la experimentación de la sexualidad de Eduardo Ales, el personaje principal, lo acompaña el intento de Pellegrini de iniciar a los lectores argentinos en el universo de la homosexualidad, en un movimiento progresivo que va desde una valoración inicial negativa a su aceptación como un modo de vida posible. Este recorrido tiene como correlato, a su vez, un movimiento geográfico desde el interior de la Argentina hasta Buenos Aires y desde allí al mundo, desde un provincianismo conservador hacia un cosmopolitismo liberador.

 

De Córdoba a Europa vía Buenos Aires. El (no) lugar de la homosexualidad en la nación argentina

 Asfalto narra la historia de Eduardo Ales, un joven cordobés que, al quedar libre en el colegio secundario donde cursaba su último año, decide abandonar a su familia y mudarse a Buenos Aires. Tal como lo indica el título, una de las grandes protagonistas de la novela es la ciudad. Allí Eduardo entrará en contacto con un submundo del que apenas tenía noticias hasta entonces y, mientras intenta adaptarse a ella –encontrar un lugar para vivir, conseguir un trabajo–, conocerá a una serie de personajes que pondrán en jaque muchas de sus creencias, principalmente las referidas al amor y la sexualidad.

En “Espacios homoeróticos en la literatura argentina (1914-1964)”,  su magistral tesis doctoral, Jorge Luis Peralta realiza un análisis pormenorizado de la iniciación homosexual de Eduardo Ales en relación al espacio en el que se mueve. Divide el proceso en tres etapas de aprendizaje: erótico, social y emocional. Mientras que el primero tiene su episodio inicial en el pueblo cordobés en el que vivió los primeros años de su vida, los otros dos son puramente urbanos y requieren de la metrópolis para tener lugar. Según Peralta, la ciudad adquiere “un estatus similar al de un personaje. En vez de ser un escenario ‘paciente’, donde ocurren acontecimientos, se manifiesta como un escenario ‘agente’, que los desencadena y determina” (337). Así es que el primer encuentro homosexual de Eduardo Ales, que se da en un parque del pueblo de Córdoba donde vive, el auto reproche que le sigue y la falta de información disponible para reflexionar sobre lo sucedido son determinantes en el impulso que lo lleva a comprar un pasaje y marcharse a Buenos Aires sin dinero ni contactos. Ya en la ciudad, cada uno de los encuentros implicará, de una manera relativamente lineal, una ganancia en satisfacción en el contacto erótico homosexual, una mayor disponibilidad teórica para incorporarlo al curso de su vida y una comunidad que, con sus matices, funcionará como espacio de contención y reconocimiento. Peralta sostiene, sin embargo, que ese progreso queda trunco en lo que respecta al aprendizaje emocional: aunque la figura de Marcelo, un personaje que aparece en el último tercio de la novela, supone un punto de inflexión –la “homosexualización” previa le permite a Eduardo Ales aceptar la atracción a primera vista que siente por Marcelo; esto da lugar a un contacto de mayor intimidad, a un intercambio más allá del sexo– la aparición de Julia, único objeto de atracción heterosexual del protagonista, y el episodio del capítulo final con el lustrabotas, personaje que representa un tipo de homosexualidad parcialmente condenado en la novela, que muere a manos de Ales, confluyen en la imposibilidad de una asunción completamente exitosa de su homosexualidad. No hay final feliz en Asfalto y la historia de amor con Marcelo no se concreta.

Como dije antes, el desembarco de Eduardo Ales en Buenos Aires no carece de dificultades. Sus primeros días transcurren entre pensiones y hoteles de mala muerte, cuyo financiamiento depende, en gran parte, de sus intercambios sexuales. Las descripciones de Ales son elocuentes. Apenas llegado a la ciudad, el joven se encuentra con un panorama desalentador, en el que priman la indiferencia de muchos y la cacería sexual de otros tantos:

Asfalto. Automóviles veloces. Cordón de la vereda. Entrada del subte, a la derecha, succionante. Hombres apostados. Me miran con ojos redondos de animales dañinos. Un gordo barrigón me hace guiños. Lo miro, colérico. El sonríe, tiernamente. ¿Me conoce, acaso? A su lado, otro hombrecito, me sonríe (Pellegrini, 1964: 40).

Aunque sus primeros encuentros están exentos de placer, la búsqueda de Ales no está atada exclusivamente al beneficio económico resultante. Hay una atracción manifiesta por los hombres con los que se cruza, una respuesta activa a sus miradas, una selección (algunos les provocan rechazo inmediato, con otros se toma una copa o se acuesta). Estos impulsos físicos, sin embargo, no terminan de canalizarse de manera exitosa en las relaciones sexuales propiamente dichas ni pueden ser conceptualizados sin rechazo o culpa. El modelo de subjetividad sexual que Ales tiene en mente sigue siendo el del pueblo, explicitado luego de su encuentro sexual en el parque, todavía en Córdoba. Allí, luego de intercambiar masturbaciones con un señor mayor, dice: “No me explico mi proceder. Debí sacarlo a patadas. ¿Me tomó por puto?” (15). Inmediatamente después reflexiona sobre la homosexualidad a partir del recuerdo de sus juegos eróticos con el ruso Méikele, un compañero del colegio. La disyuntiva que se le presenta es si la homosexualidad es una manifestación propia de la adolescencia y su desequilibrio hormonal o si se lleva en la sangre. En ambos casos se trata de una cuestión biológica, propia del paradigma médico que catalogaba a la homosexualidad como una patología. Esta valoración negativa se refuerza con Aldo, la segunda persona con la que Ales intima en Buenos Aires. Luego de un primer encuentro fallido, Aldo lo cita en un café del centro con el objetivo de presentarle a su amigo Enrique, cuyos presuntos contactos en el Ministerio de Relaciones Exteriores podrían ayudarlo a conseguir trabajo. El encuentro termina en un intento de violación en la casa de Enrique, luego de que Eduardo rechazara los avances sexuales de los hombres. Ales vacila entre resistirse y resignarse. Intenta gritar pero lo callan. Cuando cree que la violación es inevitable empieza a imaginar escenas completamente ajenas a la situación para evadirse pero, para su sorpresa, Aldo y Enrique deciden darle una tregua y recurrir nuevamente a la vía del consentimiento. Eduardo aprovecha ese momento para escaparse. Esta experiencia traumática, que podría haber llevado al personaje a desistir de su experimentación homosexual, no logra calmar sus inquietudes. Después de caminar toda la noche y el día siguiente por las calles del centro, solo deteniéndose a desayunar (“Caminar despeja el sueño. La noche anterior, derretida, no existía”: 76), Eduardo Ales recorre “la calle de los cines”, epicentro del yire gay en la novela. En el hall de uno de ellos se cruza con Carlos Nova, que nota su desconcierto y le pregunta si está asustado. Inmediatamente después le hace una señal, invitándolo a seguirlo. Esto suscita la primera asunción explícita de su deseo: “Lo seguí dócilmente. Comprendía confusamente que una especie de remolino me llevaba hacia el final y de que nada valdría luchar contra su fuerza” (77). Aunque otra vez el contacto sexual se interrumpe –Eduardo se queda dormido– la descripción de la secuencia es notablemente diferente. Pellegrini subraya los abrazos, las caricias, el franeleo entre los cuerpos desnudos.

Esta modificación en el desenvolvimiento corporal de Eduardo es la antesala de uno de los encuentros trascendentales en el desarrollo del personaje, el de Ricardo Cabral, que se convertirá en una suerte de tutor, no solo por llevarlo a vivir a su casa sino, principalmente, por la educación sentimental que le otorga y los nuevos lazos sociales que le facilita. El encuentro inicial se da en la puerta de una joyería, donde Eduardo asiste a esperar a Carlos Nova, que nunca llega. Cabral lo rescata de una posible detención policial, obligándolo a subir a un taxi con él luego de advertirle: “No tengas miedo, quiero ayudarte” (83). La introducción al submundo gay por parte de Ricardo comienza enseguida, en un bar que será fundamental para el desenlace de la novela. Allí le explica que la esquina de la joyería estaba rodeada de pesquisas, policías vestidos de civil que persiguen específicamente a infractores del orden moral, como era el caso de los homosexuales en la época. Cabral lo advierte, también, de las “amistades peligrosas” a las que se expone en sus yiros nocturnos por las calles del centro. Establece una diferenciación entre dos tipos de homosexualidad: los homosexuales propiamente dichos, personas de apariencia masculina que se sienten atraídos por otros de su mismo sexo, y su versión “degenerada”, los invertidos, maricas o putos, a los que califica de depravados por estar permanentemente en busca de relaciones sexuales y por sus gestos afeminados. “Por culpa de ellos”, agrega, “el vulgo no establece distingos. Llama putos a todos y se acabó” (85). Ricardo se identifica a sí mismo como parte de los primeros. Eduardo se interesa en la lección y le pregunta si existe, también, la homosexualidad femenina, a lo que Cabral contesta afirmativamente, detallando algunas de sus prácticas, corrigiendo la supuesta superioridad masculina que insinúa Eduardo y relativizando la identificación entre sexo y penetración.

El carácter edificante de la charla es explicitado de inmediato por el narrador: “Sonreímos. A su lado, por primera vez en la ciudad, no me sentía solo. Además, su conversación creaba mundos extraños, habitados de pederastas, sodomitas, pesquisas, mujeres árabes” (86). Finalmente, Cabral le propone un pacto y lo invita a vivir en su casa: “Te hablo con entera franqueza, desprovisto de cualquier sentimiento impuro. Se que nos necesitamos mutuamente. Llenarás mi soledad e impediré que la ciudad te corrompa” (87).

El rol de Ricardo es fundamental en la iniciación homosexual de Eduardo. Él lo introducirá a un tipo de socialización que los encuentros callejeros fortuitos parecían incapaces de otorgarle y le transmitirá una serie de conocimientos forjados en su propia experiencia de homosexual del interior radicado en Buenos Aires. Pero, como vimos, su taxonomía de homosexuales arrastra algunos de los prejuicios patologizantes con los que se concebían las sexualidades diversas en la época, que lo llevan a plantear un modo correcto y otros desviados de ejercerlas. Mientras Cabral le cuenta a Eduardo su historia personal –su vida en el interior como diputado provincial, su juicio y posterior encarcelamiento por un caso de pedofilia, su mudanza a Buenos Aires una vez que salió de la cárcel–, entra al bar un lustrabotas que le termina sirviendo de ejemplo de los casos de homosexualidad perversa que antes describió. El hombre es un habitué del bar y se lo conoce por ofrecer dinero en el baño a cambio de practicarle sexo oral a sus usuarios[2]. La descripción de Cabral es contundente: “Practica la felacio, otro anormal. Habría que meterlo preso para normalizarlo” (89). Y aunque inmediatamente después lo relativiza desde una visión perspectivista (“quizá, el convertirlo en un ser normal resultara para él, finalmente, una perversión”), no alcanza a poner en tela de juicio la idea misma de normalidad/anormalidad. Puede que el lustrabotas considere que practicar la “felacio” fuera una práctica normal para él pero eso no clausura su objetiva anormalidad.

Hasta el momento, entonces, el discurso que Pellegrini invoca a través de Ricardo Cabral postula una homosexualidad válida, que se limita a la atracción entre hombres sin manifestaciones gestuales asociadas a la feminidad ni prácticas sexuales consideradas abyectas, como la felacio, en un espacio que, si bien no es completamente público, como es el caso de los baños, se expone permanentemente al riesgo de ser descubierto. Cuando eso sucede, estamos ante maricas, putos o invertidos, tres maneras de nombrar una homosexualidad degenerada. El rasgo diferencial entre unos y otros es la visibilidad: las manifestaciones del cuerpo que puedan alertar a los otros (no homosexuales) de la preferencia sexual alternativa.

En “Mirar al monstruo: homosexualidad y nación en los setenta argentinos”, Gabriel Giorgi sostiene que la nación, además de una lengua, una raza y un conjunto de tradiciones compartidas tiene una manifestación eminentemente corporal. En el caso de los homosexuales, agrega, lo que los sitúa en una posición de extranjería no es tanto su identidad sino la amenaza de su manifestación corporal:

La nación es el escenario y el efecto de una performance cuyos enemigos son esos cuerpos marcados por la semiótica extraña, y fatalmente extranjera, del homoerotismo. (Los premios es ejemplar en este sentido: dos homosexualidades absolutamente diferentes para lo nacional y lo extranjero. El homosexual argentino dice que es homosexual, pero jamás ‘actúa’ su sexualidad; el extranjero es una ‘pura’ performance, un cuerpo monstruoso, y precisamente por ello se constituye en amenaza. (Giorgi, 2000: 250)

Lo que Giorgi lee en la novela de Cortázar se anticipa elocuentemente en el discurso de Ricardo Cabral. No deja de ser curioso que, a pesar de ello, sea él quien le presente a Ales un personaje que recoge toda la semiología de los maricas. Se trata de  Barrymore, el librero que le dará trabajo y que expandirá la todavía incipiente sociabilidad homosexual que Eduardo ha ido conquistando a lo largo de la novela. Barrymore es presentando como un “hombre con cara de fauno travieso” en el que se observan “modales de refinamiento naturalmente femeninos. A ellos agregábanse tics y gestos que, aunque creen disimular, revelan, siempre, su naturaleza íntima” (Pellegrini: 130). La asociación explícita entre esta performance y su condición extranjera se manifiesta en el argot de Barrymore, en el que se cuelan palabras del inglés a las que, para resaltar su disonancia, Pellegrini transcribe según la fonética del español (“andaba verigud” [136]). Y se radicaliza en una de las escenas más memorables de la novela: la fiesta en lo de un amigo poeta de Barrymore que vive en las afueras[3] de la ciudad, que termina con un show de transformismo por parte de uno de los presentes (la profesora), que recita en francés un poema de Raembó (sic). Que Ricardo Cabral, el mediador entre Eduardo Ales y Barrymore, no asista al evento, confirma, por un lado, su rechazo a ese tipo de homosexualidad y habilita la hipótesis de que el discurso que encarna en la novela es el de los límites entre lo nacional (normal) y lo extranjero (desviado) al que alude Giorgi a propósito de Los premios.

Marcelo, la otra figura central de la novela en lo que respecta a la iniciación sentimental de Eduardo Ales, será el portavoz de un discurso, a mi juicio, superador al de Cabral. Su figura aporta más elementos a favor de la idea de que en los personajes de Ricardo y Marcelo se disputan dos discursos sobre la homosexualidad que tienen como trasfondo las ideas de nación y extranjería.

La aparición de Marcelo da comienzo, según la esquematización de Peralta, a la etapa de aprendizaje emocional del proceso de iniciación homosexual de Eduardo Ales. Recordemos que, a su juicio, es este aprendizaje el que no termina de ser incorporado por el personaje, lo que pone en duda el carácter exitoso del mismo. Tengamos en mente, también, que si bien a esta altura de la trama Eduardo ya ha tenido experiencias sexuales placenteras (aprendizaje erótico) y ha entablado una serie de vínculos trascendentales (Ricardo, su amigo y conviviente; Barrymore, su jefe) para su adaptación a la ciudad (aprendizaje social), no ha habido todavía un encuentro que combine ambos aspectos. El personaje de Marcelo, que aparece en el último tercio de la novela, parecería venir a cumplir esa función. Pellegrini se encarga de generar esta expectativa desde su introducción. Al finalizar el primer día de trabajo, ya de noche, mientras caminaba de regreso a su casa, Eduardo se sume en una de sus habituales reflexiones existenciales:

¿Había continuidad en mí?, ¿era yo, siempre yo, quien cruzaba la línea recta, acerada, del tiempo, de un tiempo que crecía, destruyéndome? ¿Vivía todos los instantes o alguien, un extraño, ocupaba espacios de mi tiempo, produciéndome lagunas? (Pellegrini: 137-138).

Es en medio de ese cuestionamiento sobre la identidad personal que se encuentra con Marcelo, quien le provoca una atracción inmediata e inexplicable:

Nuestros pies se apoyaron, en el cordón de la vereda, quizá en el mismo segundo. Él. Yo. Su cara morena de sol. Su traje oscuro. Nuestras miradas relampaguearon, al cruzarse. Especie de fluido inalámbrico, transmisible por ojos y piel, me hizo vibrar (138).

Lo que sigue es una suerte de éxtasis: Ales describe una “atmósfera compacta” sin tiempo que los tiene a los jóvenes como protagonistas y a la ciudad, “petrificada”, de fondo. Sin mediaciones, la escena se traslada al hall de un cine en el que transmiten la comedia romántica de Frank Capra Lo que sucedió aquella noche. Ales mira con atención el cartel con las caras de Clark Gable y Claudette Colbert, da media vuelta y describe pormenorizadamente cada uno de los elementos del entorno. Recién entonces intercambian las primeras palabras. El diálogo es breve: Marcelo lo invita a pasear pero Eduardo ya está a una cuadra de su casa y al día siguiente, además de trabajar, tendrá la fiesta a la que lo invitó Barrymore en la quinta de su amigo poeta. Pero arreglan para reencontrarse el lunes a la noche en el mismo lugar. La despedida (“Su mano, al cerrarse en la mía, me llenó de calor”: 139) y el estado de asombro en el que queda Ales dan la pauta de un encuentro sustancialmente distinto a los anteriores.

A pesar de que a esa altura de la trama, Eduardo Ales ya había sido introducido de la mano de Ricardo a redes de socialización homosexual que podían prescindir del yiro callejero, y en contra de las advertencias de su tutor sobre las amistades peligrosas que allí pueden generarse, Ales inicia la relación homosexual más íntima de las que aparecen en la novela en el asfalto, sin poder contener las pulsiones de su cuerpo, a la vista de cualquier transeúnte y con el poster de una película norteamericana de fondo.

Unas páginas más adelante, Pellegrini confirma el estatus diferencial de ese encuentro. Refiriéndose a la cita que tendría con Marcelo la noche del lunes, Eduardo dice:

Su encuentro, no se por qué, resultaba importante en mi vida. Además, su presencia, esa comunicación inalámbrica que nos poseyó al vernos, ponía sobre el tapete, definitivamente, todas mis preguntas.

¿Era yo homosexual? (…)

Necesitaba encontrar a ese muchacho, verlo, hablarle, pues él, estaba seguro, ayudaría a descifrarme (154-155).

Si el primer contacto con Marcelo desafía, por su carácter público, las reglas de la “buena homosexualidad” que describió Ricardo Cabral (que coinciden, en los términos de Giorgi, con la única manifestación de la homosexualidad que la nación argentina está dispuesta a tolerar), los que le siguen subrayarán la condición extranjera de la relación a partir de los consumos culturales que Marcelo compartirá con Eduardo. La primera cita tendrá como escenario, otra vez, al cine, aunque ahora puertas adentro. Marcelo invita a Ales a ver una película francesa, cuyo título no se explicita en la novela pero sí la trama, que es descripta por Eduardo e ilustrada, en lo que a los nombres de los actores refiere, por el otro joven. Los encuentros posteriores tendrán lugar en la casa de Marcelo y en un bodegón del puerto. El decorado de la casa llama la atención de Eduardo y lo lleva a calificar a su compañero de bohemio. Los cuadros, a pesar de resultarle extraños, lo cautivan. También lo atrae su biblioteca, de la que toma un libro al azar que resulta ser de James Joyce. Después de leer en voz alta la primera página, Marcelo comenta que la única prosa mejor que esa es la de Proust. Al cine norteamericano y francés, a los cuadros y la literatura europeas se le suman,  más adelante, canciones de música pop francesa. Todo lo que rodea a Marcelo está signado por lo foráneo. Esto se refuerza en la caminata por el puerto que realizan una de las noches, en la que especulan con la posibilidad de irse a vivir a París, y que culmina en una cena en un bodegón en el que Marcelo le narra a Eduardo la vida de Rimbaud (esta vez, a diferencia del recitado de la profesora transformista, con el nombre bien escrito). De regreso a su casa, Eduardo replica uno de los episodios del poeta francés que formaron parte del relato de Marcelo, escribiendo en el banco de la plaza una frase obscena.

Los retornos del joven cordobés a altas horas de la noche son moneda frecuente en la novela. Sin embargo, Ricardo lo someterá, en esta ocasión, a un interrogatorio incisivo. Eduardo le explica que estuvo en la casa de Marcelo, un “amigo” pintor con quien cenó en el puerto. También le habla de Rimbaud y de su grafiti en el banco de la plaza. La reacción de Cabral es tan inesperada como elocuente: después de preguntarle si se está burlando de él, lo agarra del brazo y se lo retuerce, dejando al adolescente al borde de las lágrimas. Después lo empuja violentamente y le dice que, de ahora en adelante, los encuentros con Marcelo estarán mediados por él. Eduardo queda dolorido y enojado. La única explicación que se le ocurre para esa agresión son los celos. Pero si consideramos la relación pedagógica que desde el inicio tuvo el vínculo y damos por cierto que Ricardo se ha propuesto orientar la homosexualidad de su protegido en la senda del modelo tolerado por la nación, podría pensarse que el enojo de Cabral se debe a que Eduardo ha transgredido sus normas. No son únicamente los celos lo que lo mueven, sino el modelo de homosexualidad alternativo que encarna Marcelo, que ha llevado a su alumno a caminar por el puerto, sin tapujos, con su partenaire; que lo ha introducido a la vida de artistas que están dispuestos a hacer pública su homosexualidad y a expresar sus ocurrencias por escrito en el banco de una plaza.

El desarrollo sexo-afectivo de Eduardo Ales es disputado, como se ve, por dos discursos antitéticos sobre la homosexualidad. El que encarna Ricardo Cabral supone un único modo de ejercerla, la recluye al ámbito privado, señala como patológicas las expresiones corporales que se apartan de las hegemónicamente masculinas y coincide con lo que el ideal de nación vigente está dispuesto a tolerar. El otro, que adelanta Barrymore y presenta cabalmente Marcelo, alienta su expresión pública e incorpora al ámbito de lo deseable las performances que transgreden los códigos de la masculinidad, está situado topológicamente en la periferia e inspirado por influencias extranjeras.

Es posible interpretar el final de la novela como un triunfo del primero. La inclusión de Julia, el único objeto de atracción heterosexual que aparece, y la decisión de Ales de escaparse con ella una vez que se entera de que sus padres irán a buscarlo a Buenos Aires, ubican a Marcelo en el lugar del rechazado. A esto se le agrega el hecho de que, para solventar el inicio de su nueva vida con la muchacha, Ales vuelve al bar que frecuenta el lustrabotas con el objetivo de conseguir dinero a cambio de un intercambio sexual pero, ante la reacción violenta de este, termina asesinándolo. Recordemos que este personaje encarna desde el principio una de las formas de la anormalidad. Al asesinarlo, se podría pensar que Ales elimina simbólicamente los modos degenerados de la homosexualidad, aceptando para sí el horizonte moral que propone Ricardo.

Coincido con Peralta, sin embargo, en que este final no significa necesariamente que la iniciación homosexual de Ales no haya sido positiva. Si, como sostuve antes, Asfalto es una novela de iniciación para el personaje protagónico pero también para sus lectores, la progresión de los discursos alrededor de la homosexualidad, las diferenciaciones conceptuales y la galería de personajes que se presentan, muchos de ellos orgullosamente homosexuales, dan un repertorio suficiente para admitir la homosexualidad como un modo de vida legítimo. Si a esto le sumamos algunos elementos extraliterarios, como la situación de clandestinidad a la que estaba expuesta la homosexualidad en la época que está situada la novela[4] y las peculiares leyes de censura al momento de su publicación, es posible interpretar ese final de manera estratégica. El propio Pellegrini reconoció que la inclusión del personaje de Julia “obedeció a la recomendación de ‘atemperar’ la novela” (Peralta: 343), con el objetivo (fallido) de evitar la censura. Peralta sugiere que el final admite una lectura en clave política: “lo emocional parece no (poder) formar parte del territorio de experiencias del homoerotismo durante el periodo considerado” (Peralta: 372). En este sentido, puede pensarse que, aunque Buenos Aires habilita experiencias y redes de sociabilidad inimaginables en el interior del país, hay un límite infranqueable. La novela da pautas suficientes para pensar que este límite tiene que ver con la idea de nación preponderante en la época, que se encarna en el discurso de Ricardo Cabral sobre la homosexualidad,  y es por eso que ofrece un más allá  de Buenos Aires, resaltando los espacios que radicalizan su potencia cosmopolita, asociada a la aceptación de la diferencia y la ampliación de las libertades individuales, y presentando un discurso alternativo sobre la homosexualidad en boca de Marcelo.

El hecho de que Eduardo Ales se decida por Julia en el final de la novela no implica, por otra parte, que haya optado por el discurso de Ricardo Cabral en detrimento del de Marcelo. En primer lugar, aunque la novela no nos cuenta si el proyecto de Eduardo con Julia pudo concretarse o no, el hecho de haberlo elegido lo sitúa en un lugar completamente diferente al de su tutor. Ricardo vive con su abuela, no tiene una relación amorosa estable y aunque se reconoce homosexual, no hay un solo episodio en la novela que demuestre su ejercicio. Él ha asumido el modo correcto de la homosexualidad pero no lo practica, ni siquiera en esa versión limitada. Eduardo, en cambio, opta por una vida en principio heterosexual. La lectura más inmediata que se puede hacer es que los dos modelos de homosexualidad en pugna han fracasado. Pero cabe pensar, también, que la apuesta de Ales es a todo o nada. Como si dijera: si estas son las condiciones en las que puedo ser homosexual en este país, si la relación con Marcelo es imposible, prefiero resignarme a la heterosexualidad.

La otra objeción, que ya adelanté, es de carácter extraliterario. La inclusión de Julia en la novela y la elección de Eduardo en su favor pudo haber sido la estrategia con la que Pellegrini intentó volver legible su novela para el público argentino y evitar una eventual censura por parte del Estado. Si este fuera el caso, el desenlace fallido de la iniciación homosexual del personaje de Asfalto podría pensarse, independientemente de las intenciones del autor, en clave política: la novela de Pellegrini vendría a denunciar que en la Argentina no estaban dadas las condiciones para asumir la homosexualidad como un modo de vida, o, lo que es lo mismo, que el ideal nacional no contemplaba la homosexualidad como una expresión legítima de la subjetividad.

Pero la elección de Pellegrini puede interpretarse, también, en otro sentido. Más arriba sugerí que Asfalto implicaba un proceso de iniciación homosexual no solo para el personaje de la novela sino también para la comunidad lectora argentina. Quizás Pellegrini no haya creído viable que ambas iniciaciones pudieran ser simultáneamente exitosas. Quizás decidió darle un final infeliz a la iniciación homosexual de Ales en aras de una iniciación exitosa del lector en la temática de la homosexualidad. Si este fuera el caso, la censura de la novela y la causa penal que padeció Pellegrini, que culminó con su alejamiento de la literatura, muestran que los límites locales para la aceptación de la homosexualidad, incluso en el universo de la ficción, eran aún mayores a las de por sí pesimistas expectativas de los miembros de Tirso.

 


[1] Después de agotar dos tiradas de 3.000 ejemplares, los editores lanzaron una versión de bolsillo. Peralta atribuye el éxito no solo al prestigio del autor sino, principalmente, a la polémica desatada por la censura (194).

[2] Tanto Brant como Peralta coinciden en que esta es la primera referencia en la historia de la literatura argentina al uso del baño como tetera, término común en la jerga de la comunidad gay para describir el intercambio sexual en los baños públicos.

[3] No es el único momento en el que las afueras de Buenos Aires aparecen como un lugar donde la homosexualidad se puede manifestar públicamente sin riesgos de ser penalizada. En uno de los yiros nocturnos de Eduardo posteriores a su encuentro con Ricardo Cabral, conoce al Dr. Iturri, un señor “paquete” (Pellegrini: 121) que ostenta consumos culturales sofisticados (confiterías caras, conciertos de música clásica). Iturri invita a cenar a Eduardo a una suerte de café concert que, como la casa donde transcurre la fiesta, está en las afueras de la ciudad. El lugar impacta al joven: las mesas están ocupadas por parejas homosexuales de hombres y mujeres que se acarician y besan en público sin despertar la atención de nadie. En relación a una pareja de lesbianas, dice Ales: “Mi sorpresa llegó al máximo cuando las vi inclinarse y besarse en la boca, largamente, desesperadamente. Nadie pareció notarlo. Dos mozos, cerca de ellas, conversaban entre sí, impasibles. Más allá, en otra mesa, dos hombres se besaban como la cosa más natural del mundo. ¿Y no lo era?” (152). Los dos lugares periféricos de la ciudad que aparecen en la novela están reglados, como se ve, por normas alternativas a las que rigen en la ciudad, donde los intercambios entre homosexuales se regulan por códigos para entendidos que los preserva de la mirada de los otros.

[4] No hay un consenso crítico sobre el período exacto en el que transcurre la historia y la novela no da referencias contundentes al respecto. Ben, siguiendo la línea autobiográfica, la ubica en los años ’40, cuando Renato Pellegrini se instala en Buenos Aires siguiendo un itinerario similar al del personaje de Asfalto. Brant, por el contrario, sostiene que el período narrado coincide con el de escritura, entre el año 1960 y 1963. Peralta, por su parte, sugiere que la novela transcurre en la década del ’50, ya que muchos de los escenarios descriptos por Pellegrini coinciden con dos libros muy importantes sobre la década publicados poco después que Asfalto: Buenos Aires. Vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebrelli, y el estudio sociológico de Carlos Da Gris, El homosexual en la Argentina. Sea como fuere, en cualquiera de estos periodos el estatus de la homosexualidad y las leyes de censura no tienen grandes variaciones.

“EN LOS MOMENTOS DE ESCRITURA, YO ERA ELI Y ALUCINABA”. Entrevista a Pablo Giorgelli, director de Invisible

Por: Karina Boiola y Martina Altalef

Imágenes: Fotogramas de Invisible (2017)

Invisible (2017) es la segunda película del director argentino Pablo Giorgelli. Con guión de María Laura Gargarella y Giorgelli, el film nos presenta a Eli, una adolescente de clase trabajadora que vive en el barrio de monoblocks de La Boca. La historia de la protagonista se construye a partir de la omnipresencia de su soledad, en un mundo regido por y para adultxs ausentes de la vida de la joven. En ese contexto, Eli descubre que transita un embarazo, producto de su vínculo con un varón adulto, hijo del dueño de la veterinaria en la que trabaja. Invisible nos muestra entonces el periplo interno de Eli -y su corporificación- frente a la necesidad de tomar una decisión vital, en el contexto de clandestinidad del aborto en la Argentina. A partir de allí, la película reflexiona sobre el desamparo en la adolescencia y la situación socioeconómica que marca la vida de la protagonista. En el marco del acompañamiento que hizo Revista Transas al debate sobre el Proyecto de Ley IVE que se llevó adelante en Argentina durante 2018, Martina Altalef y Karina Boiola conversaron con el director para desentrañar qué nos cuenta y cómo se gestó este film.


 

¿Cómo comenzó tu interés en la historia de Eli, enfocada en el embarazo en la adolescencia, las decisiones de la protagonista y las dificultades para acceder a la interrupción del embarazo?

 

Curiosamente la película no arranca por ese lado. No me propuse hacer una película sobre el embarazo y el aborto desde el primer momento. Uno no tiene tan en claro las ideas, las películas, los proyectos. De golpe, tenés un universo, un personaje, una sensación, a veces algo muy indefinido. Muchos de los que hacemos películas estamos todo el tiempo al acecho, a  ver cuándo, dónde está escondida la próxima película. Las Acacias (2011), mi película anterior, tuvo un recorrido que nunca nos hubiéramos imaginado, nos sorprendió: prácticamente se estrenó en todo el mundo, ganó muchos premios y tuvo mucha difusión. Después de eso necesité un tiempo para volver a encontrar qué tenía ganas de hacer. Entonces, lo primero que me vuelve –en aquel momento decía “lo que me aparece”– es la cuestión de la adolescencia. Tenía ganas, deseo, enamoramiento por volver a echar una mirada a la adolescencia desde mis ojos de adulto, repensarla, explorarla, reconectarme con mi propia adolescencia pero también mirar la adolescencia de hoy. Y el primer personaje que se reveló fue femenino, para mi sorpresa. Tenía otros, pero decidí empezar a tirar del piolín de ese personaje femenino. Entonces empecé a conectar con el universo adolescente, con cuestiones que están más cerca de lo femenino, con el barrio de monoblocks –lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso la adolescencia es ese barrio– y ya no puedo imaginar a ese personaje en un barrio que no sea ese. Todo empieza a confabularse para que ese personaje y ese universo crezcan hasta que en un momento descubro que la película que me interesa tiene que ver con el desamparo, la vulnerabilidad, la incertidumbre, la búsqueda de la propia identidad, propios de la adolescencia. La adolescencia de hoy no es tan radicalmente diferente a la mía. Fui adolescente en los ochenta. No veo en esencia algo distinto a los pibes de hoy. Tienen celular, otras cosas que nosotros no teníamos, pero no es tan distinta la cuestión esencial. Diría que es la misma; lo que cambia son las herramientas. Yo fui adolescente en la primavera democrática, después de la dictadura. En el 83 tenía 15 años. Viví esa explosión de libertad que era Buenos Aires. Ambigua, porque pasaban cosas horribles, pero pasó algo espectacular en ese momento en Buenos Aires. Una potencia, el surgimiento de miles de cosas que estaban ahí. Música, cine (menos, era una época difícil para el cine pero había). Una explosión linda.

 

Y una vez que el embarazo entró en la historia, prácticamente para protagonizarla, ¿cómo encararon el trabajo con todos los tópicos que se desprenden de él?

 

El siguiente personaje que se me empezó a dibujar fue el de la madre. Recién ahí sentí que tenía una película, en ese vínculo. Había muchas escenas de ella y la madre que no están en la película porque después en el proceso de escritura e investigación y con el tiempo de maduración, nos aparece –a Laura Gargarella y a mí– preguntarnos qué pasa si ella está embarazada. Y en este país, en el contexto de ilegalidad. Eso nos ayuda a contar mejor y de manera más profunda el estado de desamparo y vulnerabilidad. Por supuesto que cuando eso surge, todo cambia. Tuvimos que parar de escribir para repensar el tema del embarazo y la posibilidad de abortar: nutrirnos, investigar, entender. Entender sobre todo desde qué punto de vista lo íbamos a contar. En ese tiempo hablamos con profesionales, referentes vinculados a la temática, periodistas, gente de ONGs y con adolescentes. Muchas adolescentes de La Boca que pasaron por situaciones parecidas a la de Eli. Embarazos, embarazos no deseados. Algunas habían abortado, otras no. Algunas habían abortado el primero y tenido el segundo. Otras, dos abortos seguidos. Miles de casos. Y eso me ayudó a entender la especificidad. Cada situación tiene que ver con las personas, el contexto, las posibilidades, las ideas, los deseos. Empecé a preguntarme quién carajo es uno para decir lo que está bien y lo que está mal o lo que debería hacer otro. Y, por supuesto, en otro nivel uno también piensa el tema como una problemática de salud pública, de políticas del estado. Ese doble proceso me dio muchas herramientas para reescribir el guión con el embarazo y la posibilidad de abortar.

 

Otro elemento que destaca en esta historia es el vínculo sexoafectivo de Eli con un varón adulto. ¿Podrías hablarnos de algunas decisiones estéticas que la película toma a la hora de seleccionar estas instancias narrativas que le suman tintes específicos al hilo embarazo-adolescencia-aborto?

 

Para mí la forma de la película es igual de importante que su contenido. Es indivisible. Encontrar el tono, la forma, el alma me toma tiempo, requiere mucho cuidado. En la escritura del guión surgió el punto de vista, desde dónde está contada la película y quién la cuenta. Lo más frecuentes es que la cuente el autor o la cuente el personaje. Cuando entendí que la película tenía que ser contada por ella, en primera persona, para acceder a su intimidad y mirarla como si fuéramos mosquitos invisibles, pude terminar de definir casi todo el planteo formal de la película. Todo tenía que estar subordinado a esa realidad imaginaria, todo tiene que ser orgánico y verosímil respecto de ese personaje y sus modos de ver y habitar el mundo. No el mío, yo tengo una distancia enorme con Eli a pesar de que compartimos el mismo barrio de monoblocks, Catalinas sur. Yo tengo 51, ella 17; yo soy hombre, ella es mujer; ella tiene y vive solo con su madre; yo tuve una hermana, un padre, una madre. Viví mi adolescencia en los ochenta. Tenemos un montón de diferencias. Entonces entendí que para poder escribir la película en primera persona, no podía sino convertirme en ella, yo tengo que ser Eli. Ese es otro desafío. Cómo hago para convertirme en Eli, adolescente, mujer, que vive en la Ciudad de Buenos Aires hoy en día. Uno como autor debe desaparecer, dar un paso al costado para que sea el personaje quien cuenta su historia. El guión lo escribí yo, con María Laura. Hay una construcción, pero está hecha desde el punto de vista imaginario de ese personaje en el que me convierto a la hora de escribir. No me interesaba hacer una película militante, aunque termina siéndolo. No sé si en el sentido de pañuelos verdes y celestes, sino una película política. Tiene una postura política clara, es crítica de este sistema de clandestinidad, de esta sociedad en la que el embarazo adolescente aumenta, en la que un sector de la adolescencia está desamparado, con un Estado ausente. Eso sí está construido más desde el lugar del autor. Siempre soy yo, pero yo no soy siempre yo. Por otro lado, él tampoco es un monstruo. Puede resultar poco simpático para algunos, no tengo dudas, pero no es un monstruo. Él hace lo que necesita, lo que le conviene, defiende sus intereses. Entiendo que a costas de algo, lo que sea. Para mí esa relación no está planteada como una Eli víctima ingenua de un adulto. Por supuesto que hay algo de desigualdad y de poder. Sobre todo en una cultura patriarcal como la nuestra. Hay algo, pero tampoco es que Eli es una ingenua que cayó en la garra de un chacal. Ella también eligió a ese tipo.

 

Ahora bien, hay una presencia -fuerte pero frágil, frágil pero fuerte- de la amiga de Eli. Si bien no elimina el rasgo de soledad, la acompaña en ese estar solas. En ese núcleo narrativo, la película se hace eco de un tópico fuerte de los feminismos. ¿Qué produjo la experiencia de hacer esta película como director varón? ¿Hubo alguna rearticulación de roles o especificidad del trabajo marcada por los géneros de les miembres del equipo de filmación?

La experiencia fue alucinante porque me gusta hacer esto y es como el trabajo de un actor. Convertirse en otro por un rato. Hay un momento en que el actor es un general, una dama antigua, un niño y realmente es eso, no es el actor. En los momentos de escritura yo era Eli y alucinaba. Fue una experiencia muy estimulante, hermosa. Con Las Acacias también fui ese camionero. Desde ese lugar escribí las dos películas que hice, no se escribieron desde afuera. Ninguna de las dos está contada desde el punto de vista del autor. Entonces yo soy el personaje siempre. El día que haga una película desde el punto de vista del director, ese autor omnipresente que observa a sus criaturas, puede ser distinto. Uno pasa por todos esos estados, te angustiás, te emocionás, estás inquieto. Estás en un estado de disponibilidad permanente, absorbés las cosas como si fueras Eli.

Algo que resalta del personaje de Eli es que les espectadores pueden fácilmente sentir empatía por su angustia, una constante en toda la película: en muchas escenas la vemos pensativa y preocupada, sin poder expresar al mundo adulto lo que le pasa. ¿Cómo fue el proceso de construcción de este personaje? Y, en ese sentido, ¿cómo fue la preparación y el trabajo de Mora Arenillas para el papel?

De eso se trata la película. Ella recorre un proceso. En ninguna de las instancias nadie la contiene, nadie la acompaña. Podría ser una decisión perfectamente lógica y natural la que toma ella (al respecto de su embarazo). Pensé bastante en cómo terminar la película hasta que llegué a este momento. Siempre sentí que la película era un poco más compleja, que nos interpelaba desde otro lugar, por eso termina así. El trabajo con Mora Arenillas fue muy bien. Ella vino muy pronto al casting. Hice un casting que duró casi un año y medio. En películas de personaje como esta, me tomo mucho tiempo para elegir, no puedo fallar. Si te equivocás ahí no funciona la peli. Morita vino muy al principio. Era muy chica todavía, tenía 15 años, entonces la descarté por una cuestión de edad. Un año y medio después pedí que la volvieran a llamar porque se había quedado en mi cabeza. Me parecía perfecta y ella trabaja muy bien con esa cosa de habitar el espacio sin remarcar, sin subrayar nada. Es muy difícil estar presente, habitar un espacio y ya. Y otra cosa muy difícil en el cine es contar un conflicto interno. Si no lo exteriorizás de algún modo te quedás sin contar lo que sucede. Eso es algo que yo creo que la cámara es capaz de ver. Mora trabajaba eso muy bien, me parecía ideal. Trabajamos sobre poder contar esa procesión que va por dentro sin verbalizarla.

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Al ver la película percibimos que la protagonista está constantemente sola, como si la historia del personaje se construyera a partir de una omnipresencia de su soledad. ¿Qué nos muestra Invisible sobre las conexiones entre la soledad y ser no visible? ¿Qué ocurre con la voz de Eli en este sentido?

Esa es la película. Es una película sobre el desamparo, la soledad, la imposibilidad de conectar con el otro, con otros, y de recibir a otros también. Esa es una condición que, para mí, de algún modo es resultado de un contexto, una época, una cultura, un sistema económico y social. La película habla del capitalismo, del mundo que tenemos. Esta película transcurre en Buenos Aires, pero podría haber ocurrido en casi cualquier otra ciudad grande. Con características diferentes. En Europa hay aborto legal hace cuarenta años, eso sí hubiera cambiado la película, pero solamente en lo que hace a la cuestión del embarazo y el aborto. En relación con el desamparo, con el vínculo entre adolescentes y adultos, con la precarización laboral, con gente que tiene que enfrentar un sistema que cada día los empuja un poco más hacia afuera, eso está en todos lados. En Inglaterra, en Turquía, en Asia, en América Latina. Gente que lucha para no caer del sistema, para no ser excluida. Algunos se pasan la vida luchando, otros caen. Eso somos nosotros.

Hay una figura paterna ausente, una madre…

La madre es también es una víctima de ese sistema. Es una figura que tiró la toalla, no puede más, se retira, se queda en la casa, se aísla. Eli es eso veinte años antes. ¿Qué va a pasar con ella a los 50? Madre soltera, con una hija, con un sistema que sigue apretando, ajuste, devaluación, fugas de capital, ricos más ricos, pobres más pobres, represión, gente de derecha. Todo eso está en la película. Ella va al colegio y lee un texto sobre la deuda externa, lo que escucha en la tele es eso. Al final es una película sobre el desamparo de una joven perteneciente a una clase trabajadora que lucha cada día contra ese capitalismo que la excluye cada día un poco más. Esa sería una definición de la película, más que una película sobre el aborto. No diría que es una película sobre el aborto, es mucho más que eso.

 

Invisible se estrenó el 8 de marzo de 2018, una fecha sumamente significativa para los movimientos de mujeres y las luchas feministas y, a su vez, en pleno debate por la legalización del aborto en nuestro país. ¿Cómo se resignifica, si lo hace, la historia de Eli en ese contexto? ¿Cómo considerás que el cine, o la ficción en general, aporta e incide en ese debate?

El aporte que hace cualquier disciplina que piense temas imprescindibles para nuestra sociedad desde otra perspectiva, que los dé vuelta, los explore y los vuelva a poner patas para arriba o para abajo, de cualquiera que trabaje con esa “materia sagrada”, es enorme. Se puede romper moldes que uno trae, anteojeras que no dejan ver más allá. Eso es lo más valioso que tiene la representación artística sobre cualquier asunto. En este caso embarazo, aborto. Ocurre lo mismo con una comedia o una película que no sea de pretensión realista. El aporte del arte es ayudarnos a pensar por nosotros mismos lo que ya tenemos pensado de otro modo. Me interesaba hacer una película conformada por preguntas más que por conclusiones. Para que la complete el que la ve, con la propia experiencia, los propios sentidos, la propia mirada del mundo. El espectador es responsable de lo que ve. Me interesa ese espectador más activo. La película está trabajada para dejar espacios que permitan completar aquello que no está deliberadamente expuesto. Entonces espero que la película aporte su granito para repensar el embarazo adolescente, el desamparo en la adolescencia, el capitalismo, el abandono, la ausencia del Estado, la legalización del aborto. Para eso hay que dejar de lado los propios prejuicios, dogmas, las ideas preconcebidas y entender que detrás de todo eso siempre hay una persona. Eli es una persona. Si hay una posibilidad de cambiar el mundo es a través de esto. Cuando todos pongamos en práctica nuestro lado artístico, el mundo puede llegar a cambiar.

 

Datos técnicos:

Drama. Argentina/Francia, 2017. 86’, SAM 16. Dirección: Pablo Giorgelli. Guión: María Laura Gargarella y Pablo Giorgelli. Producción: Tarea Fina y Aire Cine (Argentina). Elenco: Mora Arenillas (Eli), Mara Bestelli (madre), Diego Cremonesi (Raúl), Agustina Fernandez (Lore), Paula Fernández Mbarak (Gloria), Jorge Waldhorn (Antonio).

Vivir, hacer arte, hacer memoria. Reseña de “La vida narrada” de Leonor Arfuch

Por: Luciana Caresani

Imagen: Videoinstalación Investigación del cuatrerismo (Albertina Carri, 2015)

 

En esta reseña Luciana Caresani escribe acerca de La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (2018), el último libro de la docente, investigadora y crítica cultural Leonor Arfuch. Una obra útil y necesaria que invita a la reflexión para seguir problematizando acerca de las derivas de la memoria, la literatura y el arte contemporáneo e indagar en los entrelazamientos de las memorias subjetivas con la memoria pública desde el presente, hecho que a su vez entra en consonancia con el aniversario por los 35 años de recuperación democrática en la República Argentina.


La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (Leonor Arfuch)

Eduvim. Serie Zona de Crítica, 2018

195 páginas

 

¿Cómo pensar la relación entre los significantes “memoria”, “subjetividad” y “política” en la actualidad? ¿Cómo problematiza el arte comprometido con su contexto histórico con dichos significantes? Y más aún, ¿cómo operan estos campos entrelazados en un espacio como el nuestro, en donde las memorias y el trauma de la experiencia que dejaron los vestigios de las dictaduras todavía deja huellas en el imaginario colectivo? Estos y otros interrogantes son algunos de los ejes que atraviesan el libro más reciente de Leonor Arfuch, La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (2018), un trabajo que compila las investigaciones de la autora de los últimos cinco años y que recoge, a su vez, buena parte de los temas que atraviesan su obra. Doctora en Letras por la UBA, donde es Profesora titular e investigadora en el área de Estudios Culturales, Arfuch nos ofrece, desde el comienzo del prólogo de su libro, realizar un recorrido que invita a ser pensado como una conversación.

Inflexiones de la crítica, la primera de las tres partes que componen el libro, se halla integrada por tres capítulos en los que la autora irá esbozando el terreno teórico y los debates actuales que hilvanan su investigación. En el primero de ellos, El “giro afectivo”. Emociones, subjetividad y política, Arfuch revisa los antecedentes de este fenómeno (que ha ganado mayor terreno en los años recientes) en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales (especialmente en el mundo anglosajón), y cuyos inicios la investigadora señala hacia finales de los años ochenta, coincidente asimismo con la caída de las grandes utopías revolucionarias que atravesaron el siglo XX, el famoso “retorno del sujeto”, el auge de los géneros canónicos (memorias, biografías, autobiografías, diarios íntimos, correspondencias) y sus diversas derivas en los medios hasta llegar al campo de la literatura, el cine y las artes visuales con el documental subjetivo y la autoficción. Trayecto que a su vez le permite a Arfuch adentrarse de lleno en el concepto de “espacio biográfico” (término acuñado por la autora y que atraviesa buena parte de su obra) el cual excede los géneros discursivos y que permite describir una trama simbólica y de época para pensar la subjetividad contemporánea. Cabe destacar el interés especial de la investigadora por confrontar dichas tendencias con otras posiciones de la crítica cultural que retoman la discusión en términos éticos y políticos (dos ejes claves que atravesarán todo el libro) en una perspectiva transdiciplinaria que abarca desde el análisis del discurso, la semiótica, la teoría literaria, la crítica cultural hasta diversos enfoques filosóficos, sociológicos y psicoanalíticos. A partir de estos interrogantes éticos, estéticos y políticos que se deslindan del denominado “giro afectivo”, Arfuch retoma los aportes de dos autoras: por una parte, Sarah Ahmed, quien piensa las emociones como prácticas sociales y culturales y que se asumen desde el cuerpo social en tanto brindan cohesión al mismo. Por otra parte, la autora recupera el concepto de “intimidad pública” de Lauren Berlant, dando cuenta de fenómenos producidos en el horizonte mediático y cultural al tiempo que desdibujan los límites entre el ámbito público y privado.

Finalmente, hacia el final de su primer capítulo, Arfuch subraya el contrapunto entre una posición “anti-intencional” o “pre-discursiva” y por otro lado aquellas que articulan lo corporal, lo discursivo y lo social como sus consecuencias políticas. Y es allí donde la autora esboza sus premisas teóricas concernientes a las emociones y a la política, cuestionando tanto la separación entre lo emocional y lo cognitivo o intencional en las ciencias sociales. A su vez, destaca la importancia de la performatividad del lenguaje, planteando que discurso y afecto no son excluyentes sino co-constitutivos, y dando lugar a la pregunta de qué hacen las emociones ante este estado del mundo y qué hacemos nosotros con ellas.

En el capítulo segundo, De biógrafos y biografías: la pasión del género, la autora establece un estado de la cuestión acerca del género biográfico, trazando un recorrido que va desde las Vidas paralelas de Plutarco pasando por John Aubrey, Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Lytton Strachey y Michael Holroyd hasta llegar a autores más contemporáneos como Roland Barthes y François Dosse. Dicho trayecto le permite pensar en el afán de la tentación biográfica, el deseo de dejar huella, más allá de las obras o del recuerdo de seres cercanos, en una narrativa que perdure y nos sobreviva: “¿qué nos lleva a atisbar, como lectores, esas vidas ajenas, confundidas tal vez con sus obras o en su simple devenir? ¿Qué es lo que sostiene la pasión del género al cabo de los siglos y hasta hoy?” (Arfuch, 2018: 32). Y ante estos interrogantes, una buena respuesta parecería hallarse en la noción de “valor biográfico”, término acuñado por el autor ruso Mijaíl Bajtín para no solamente organizar la narración de la vida de otro, sino que también permite ordenar la vivencia y la narración propia de uno mismo, un valor que puede ser la forma de comprender, ver y expresar la vida propia. Es entonces a partir de ello que la autora rescatará el carácter intersubjetivo, la dimensión ética de la vida en general junto con su cualidad de “forma”, una puesta en forma (narrativa o expresiva) que es también una puesta en sentido.

Narrativas de la memoria: la voz, la escritura, la mirada es el tercer capítulo del libro que se compone por dos partes: una primera teórica en la que se esboza una perspectiva transdiscipliaria para el análisis, destacando el rol configurativo del lenguaje y la narración como una idea de sujeto cercana al psicoanálisis (concepción no esencialista de la identidad) que valora el concepto de “identidad narrativa” esbozado por el filósofo francés Paul Ricoeur. En la segunda parte, la autora recorre las narrativas de la memoria según fueron surgiendo desde la post-dictadura cívico militar argentina hasta la actualidad, presentando algunos hitos en ese devenir y problematizando un terreno no menor, el de la memoria pública, y sus resistencias a llamarse “colectiva”. Por ello, al hablar de narrativas de la memoria destaca la necesidad de explicitar desde dónde se habla (en este caso víctimas, sobrevivientes, exiliados, hijos o nietos de desaparecidos, generaciones, militantes, etcétera) como la consideración del género discursivo en el cual toma cuerpo esa palabra.

La segunda parte del libro, centrada en la literatura y en las narrativas de la memoria vinculadas a la infancia en dictadura, reúne tres ensayos (escritos en los últimos años) en los que se analiza la voz de hijas e hijos de desaparecidos y exiliados. Son obras atravesadas por una fuerte marca autobiográfica, incluyendo el modo de la autoficción.  Esta parte, que abre con el capítulo cuarto, (Auto) figuraciones de infancia, se centra en diversas obras que atraviesan los tópicos de infancia y dictadura, un corpus que traduce según la autora un “estado de memoria” en la Argentina, a más de treinta años del retorno de la democracia. Dicho corpus está compuesto por los films (auto) ficcionales Infancia clandestina, de Benjamín Ávila (2011) y El premio, de Paula Markovitch (2011); la tesis sobre la revista infantil Billiken, publicado bajo el título La infancia en dictadura de Paula Guitelman (2006) junto con el libro ¿Cómo es un recuerdo? De Hugo Paredero (2007), recogiendo entrevistas realizadas a 150 niños en el período de recuperación democrática argentina en 1984.

El capítulo quinto del libro, Memoria, testimonio, autoficción. Narrativas de la infancia en dictadura se centra en las narrativas de mujeres cuya infancia se vio atravesada por la dictadura, que fueron víctimas directas de ella y que hoy tienen mayor edad que sus padres militantes. En este caso, son las novelas autobiográficas o autoficciones de Laura Alcoba, La casa de los conejos (2008), Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles y dos obras heterodoxas que nacieron de un blog de las redes sociales para luego pasar a transformarse en libros: Diario de una princesa montonera (2012) de Mariana Eva Pérez y ¿Quién te creés que sos? (2012) de Angela Urondo Raboy. Leonor Arfuch destaca además su especial interés en estas obras por dos motivos: en primer lugar, por la potencia de su condición auto/biográfica, el modo en que abordan una experiencia singular. Y en segundo lugar, porque estas permiten articular la noción clásica de “archivo” (cartas, documentos, fotografías, recuerdos, poemas, textos, etcétera) con las “tecnologías del yo” (en términos de Foucault) y la incorporación de elementos de las redes sociales.

 Por su parte, el capítulo El exilio de la infancia: memorias y retornos, se halla estructurado en los relatos de mujeres de entre treinta y cinco y cincuenta años para quienes la experiencia del exilio marcó vidas y obras tras las dictaduras chilena y argentina respectivamente: se trata de un corpus que también obedece a una mirada de género (gender), y que lo integran Conjunto vacío (2014), novela gráfica y autoficcional de la artista visual Verónica Gerber-Bicceci, El azul de las abejas (2014), tercera novela autobiográfica de Laura Alcoba y los films documentales y testimoniales El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló y La guardería (2016) de Virginia Croatto. Frente a este corpus seleccionado, Arfuch destaca por un lado la necesidad de colocar la problemática del exilio en el marco de la reflexión actual sobre migraciones forzadas y, por otro, señalar el modo particular en el cual el pasado cobra vida desde el presente de la enunciación y cómo las nuevas formas autobiográficas y autoficcionales (fuera de los límites marcados por el canon) aportan su potencia en el trabajo sobre la memoria.

La tercera y última parte que compone este libro, De la vida en el arte, busca ampliar su análisis marcado por el ámbito literario para pensar en los cruces entre arte y sociedad en otros lenguajes artísticos, pasando por las dimensiones del trauma y la memoria. Es por ello que el capítulo Albertina, o el tiempo recobrado analiza las videoinstalaciones Operación fracaso y El sonido recobrado (2015) exhibidas en el Parque de la Memoria por la cineasta Albertina Carri, en un homenaje a la figura de sus padres militantes desaparecidos, a través de diversos usos de material de archivo tanto personal como público. En ese gesto de Carri de leer al padre con imágenes y las cartas de la madre bajo cobijo en la voz de la hija, Arfuch vuelve a adentrarse sobre las mismas problemáticas antes mencionadas: el cruce entre lo íntimo y lo publico bajo el homenaje, la figura de la herencia, la palabra y la letra perdidas asomándose al mundo de la infancia, el dolor de la pérdida y del duelo sin restos.

Recuperar la investidura afectiva de los objetos en el arte contemporáneo para pensar nuevas formas de problematizar la memoria es el eje del capítulo Arte, memoria y archivo. Poéticas del objeto. Más específicamente, Arfuch se centrará aquí en los trabajos de la artista visual chilena Nury González, titulados Sueño Velado (2009) y La memoria de la tela (2010), entre otros; y en la argentina Marga Steinwasser, en particular su obra Trapo (2007), partiendo de la primacía que arte y memoria tienen en el horizonte contemporáneo, ya sea plasmado en políticas oficiales como en las prácticas artísticas comprometidas con el presente. De ambas artistas la autora destaca el rescate de lo viviente, de aquello que es capaz de reencarnarse en un objeto vibrante, testimonial pero no fijado en la melancolía.

Su último capítulo, Identidad y narración: Devenires autobiográficos es una suerte de cierre conceptual de los planteos teóricos esbozados a lo largo del libro como una premisa para pensar los vínculos estrechos entre construcción identitaria y narración autobiográfica. Más específicamente, la autora se adentra en dos exhibiciones presentadas simultáneamente en Buenos Aires en el año 2012 y sus repercusiones en la esfera local para pensar el arte público o crítico. Se trata de las instalaciones del artista francés Christian Boltanski, Migrantes (realizada en el viejo Hotel de Inmigrantes) y Flying books (en la vieja Biblioteca Nacional, en un homenaje a Borges) y de la artista inglesa Tracey Emin, quien presentó la muestra How it feels en el MALBA, integrada por videoinstalaciones sobre relatos de experiencias traumáticas en su vida (que van desde el aborto, la discriminación o la depresión). De estas muestras Leonor Arfuch destaca el entramado que une a estas obras perturbadoras, que fueron capaces de cuestionar memorias, afectos y sensibilidades imponiendo una inquietud reflexiva. Y a su vez, ambas experiencias artísticas lograron (en su propia dimensión ética, estética y política) abordar las relaciones complejas entre lo individual y lo colectivo, rescatando esa pregunta por el Quién…? que inspira todas las historias.

Finalmente, en el Epílogo. Horizontes futuros de la memoria, Arfuch se interroga sobre las modulaciones del recuerdo en el futuro, haciendo un llamado de atención a los tiempos actuales en los que hay signos notorios de giro a lo no-memorial en la institucionalidad política de nuestro país. Asimismo, la autora vuelve a destacar esta necesidad de escucha como hospitalidad hacia el otro, en este caso hacia las nuevas voces de hijas e hijos de represores de la última dictadura cívico militar, otras formas de vidas narradas que sufrieron de una forma u otra a la clandestinidad. Un final que apuesta al futuro para que nuevas voces de jóvenes sigan tomando la posta en materia de memoria en el porvenir.

 

Arte y literaturas de matriz africana: memorias y narrativas

Por: Elisa Fagnani y Florencia Ordoqui

Imagen: Fotografía tomada por Tim Mossholder de la obra «Our Ladies of Guadalupe» de Lindsey Ross.

Los días 15 y 16 de noviembre se realizaron, en el marco de la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad de San Martín, dos paneles en los que participaron distintxs referentes del arte y las literaturas de matriz africana. En este artículo, las coordinadoras de los encuentros, Elisa Fagnani y Florencia Ordoqui, desarrollan algunas de las reflexiones que se compartieron en ellos.


Las actividades académicas que se llevaron adelante el 15 y el 16 de noviembre pasados estuvieron motivadas por la visita a Buenos Aires de Jhonmer Hinestroza Ramírez, quien es Magister en lingüística de la Universidad Nacional de Colombia, y director de la Corporación Cuenta Chocó, así como también el máximo referente de la difusión de la literatura afro e indígena en el departamento del Chocó, Colombia. Junto a Hinestroza Ramírez dialogaron: las artistas afro-feministas de la Colectiva Kukily, quienes trabajan de manera interdisciplinaria utilizando sus habilidades en teatro, cine, performance, danza, audiovisuales y música para investigar y ahondar en una nueva estética; la periodista afrocolombiana Lisa María Montaño Ortiz, nacionalizada argentina en 2016,  integrante de la Comisión Organizadora del 8 de Noviembre y su Área de Género, y de la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora; y la profesora especialista en literaturas africanas, así como referente del movimiento de caboverdeanxs de la Argentina, Miriam Gomes, quien colaboró en la redacción del informe sobre Racismo y Discriminación entregado al relator especial para el racismo de la ONU, y presentó ante el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU-Ginebra el Informe sobre la situación de los DDHH de africanos y afrodescendientes en la Argentina.

Hubo un interrogante que resonó con fuerza en ambos paneles y fue en referencia al lugar de enunciación: ¿quién es él/la que narra? ¿Qué se quiere narrar? ¿Quién puede narrar, y qué?

El hecho de comenzar por estas preguntas invitó a cuestionar sobre cuáles son lxs sujetxs que tienen voz en una sociedad organizada bajo los principios de la blanquitud, la masculinidad y la heterosexualidad. Pero ¿qué es el lugar de enunciación? Este concepto es acuñado por la filósofa brasileña Djamila Ribeiro quien sostiene que el lugar de enunciación no es un lugar individual, es decir que no se refiere a unx sujetx diciendo algo, sino que se trata de las condiciones sociales que permiten o no que ciertos grupos accedan a la ciudadanía y ejerzan los derechos correspondientes. Se trata, entonces, del lugar que ocupan los distintos grupos sociales en las relaciones de poder y de cómo estos están atravesados y definidos por las categorías de raza, género y clase; categorías que funcionan, a su vez, como dispositivos de opresión que codifican lxs distintxs cuerpxs y las relaciones que estxs pueden establecer. En definitiva, se trata de reflexionar sobre el lugar social que nos fue impuesto y de cómo el hecho de “pertenecer” a determinados colectivos dificulta, cuando no impide completamente, trascender las jerarquías del sistema blanco-hetero-occidental y acceder a ciertos espacios reservados para las minorías hegemónicas. En la medida en que todxs tenemos un lugar de enunciación, es importante reconocer desde dónde estamos construyendo conocimiento y sobre qué o quién estamos hablando. Al mismo tiempo, saberse desde un locus social, permite a las personas blancas dar cuenta de cómo es construido ese lugar, de las jerarquías y privilegios que se articulan en él y cómo impactan de modo directo en la construcción de los lugares de los grupos sociales subalternizados.  De aquí que reflexionar sobre el espacio desde el que hablamos se vuelva una posición ética: la dialéctica entre el enunciado y el lugar de enunciación está siempre configurada a partir de relaciones de poder y dominación.

En nuestro primer encuentro -en el que dialogaron Jhonmer Hinestroza Ramírez y la Colectiva Kukily- se reflexionó críticamente sobre las distintas expresiones artísticas que tienen como protagonistas a personas negras pero que están producidas y dirigidas por personas blancas. Esta reflexión nos llevó en vuelo directo al problema del racismo y a la necesidad de adoptar una postura ética que promueva la re-configuración de los espacios de poder y la re-distribución de las herramientas necesarias para llegar a ocupar, en igual medida, dichos espacios.

Somos conscientes de que las características atribuidas tanto a lxs sujetxs de piel blanca como a lxs sujetxs de piel negra son construcciones coloniales que se erigen sobre una exaltación selectiva de las diferencias en pos de legitimar un acceso desigual a los espacios de poder. Las estratificaciones y las jerarquías que construyó el colonialismo europeo sobre nuestrxs cuerpxs y territorios determinaron qué vidas y qué cuerpxs importan, qué sujetxs pueden hablar. El resultado fue -y continúa siendo- la invisibilización y negación de toda forma de vida y perspectiva del mundo diferente a la blanca-europea-occidental. Es en virtud de esta herencia colonial que insistimos en que lo afro o lo indígena  no deben ser entendidos como “lo otro”. Hablar de otredad presupone la existencia de una “mismidad” encarnada, en este caso, por lxs sujetxs blancxs-europexs-occidentales. A esta mismidad le corresponde el lugar de poder, la verdad, el entendimiento claro y la capacidad de producir conocimiento; en contraste, a la otredad le corresponde el lugar de la emocionalidad, de la incapacidad de producir conocimiento científico y, por ende, la posibilidad (única) de ser objeto de conocimiento. Bajo la aún vigente concepción colonialista ser unx sujetx negrx implica ser aquel al que se le ha negado toda riqueza cultural y vitalidad posibles; se relaciona casi exclusivamente con características negativas y, en el mejor de los casos, con rasgos exóticos.

En este sentido, durante los paneles se puso de manifiesto la necesidad de estimular la producción y circulación de saberes afro por parte de lxs integrantes mismxs de la comunidad. Cuando nos preguntamos por el lugar de enunciación se hace evidente la importancia de la auto-narración: ¿quién puede hablar sobre qué? ¿Quiénes acceden al privilegio de narrar y de narrarse? ¿Son (o somos) siempre lxs mismos sujetxs privilegiadxs lxs que producimos las narrativas y los saberes que circulan, aun cuando esos saberes refieren a grupos sociales subalternizados?

Las artistas afrofeministas “Kukily” presentaron algunos fragmentos de la performance “Bustos”. El objetivo y el sentido político de la obra residen en la construcción de bustos de mujeres negras como símbolos de poder a partir de la sororidad, del cuidado, y de la recuperación de los valores rituales tradicionales de algunas comunidades africanas. La obra se propone, a su vez, interpelar el espacio urbano “blanqueado” por la estética europea característica de la Ciudad de Buenos Aires; preguntarse e imaginar cómo sería una ciudad con una estética afro, cómo serían los tonos, los colores, las texturas. Resulta sumamente interesante como la mera presencia de un cuerpo afrodescendiente frente a la Facultad de Derecho es un acto político en sí mismo, que pone de manifiesto la historia de la negación sistemática de estos cuerpos (negación exacerbada en Argentina, donde la idea imperante en el imaginario colectivo es que no hay afrodescendientes en el país). De aquí que construirse como símbolos de poder permite visibilizar una parte oculta de nuestra historia: historia de saqueo y negación en pos de una blanquitud que insiste en ponderarse como la identidad nacional argentina.

Respecto de la producción artística de matriz africana, se debatió ampliamente, además, sobre la existencia y circulación de literatura afro en Argentina y en Colombia. Jhonmer Hinestroza Ramírez trajo a este diálogo la importancia del legado de Rogerio Velásquez Murillo, escritor negro, referente de la literatura de raíces afro, que sin embargo ha sido invisibilizado por la academia colombiana. Jhonmer Hinestroza Ramírez enfatizó sobre la importancia de abrir espacios a estas narrativas que, entre otras cosas, dan cuenta de la heterogeneidad de la población negra, indicando como una grave consecuencia del colonialismo racista la homogeneización de las personas negras, y por lo tanto la negación de su heterogeneidad en cuanto a cosmovisiones, producción cultural y científica, tradiciones, etc. Sabemos que esta producción literaria existe; pero resulta evidente, también, que en los currículos académicos poco y nada aparecen estas narrativas y, si lo hacen, es para encarnar nuevamente el lugar de la subalternidad. Creemos que el desafío reside no solamente en estimular la circulación de estas literaturas e incluirlas en nuestras prácticas docentes, sino en hacerlo sin caer en lecturas estereotipadas y exotistas. En este sentido, Hinestroza Ramírez también insistió en este punto: no debemos entenderlas como “otras literaturas” sino -y más aun en el mundo actual globalizado- como parte fundamental del corpus académico.

En este punto aparece la pregunta por el canon: ¿quién/es establecen el canon? ¿Qué agencia tenemos para poder transformarlo y desafiar las lógicas de una institución escolar/universitaria que se empeña en visibilizar y darle valor siempre a las mismas narrativas? Miriam Gomes hizo particular hincapié en la importancia de la implementación de políticas públicas que contemplen dicha problemática. Asimismo, en su presentación, nos ofreció un relevamiento de autorxs  afrodescendientes que al día de hoy no son incluidos en los currículos escolares y de cómo la falta de estas narrativas influye en el falso relato acerca de la desaparición de lxs afrodescendientes en el país.

Por último, la periodista Lisa María Montaño Ortiz puso énfasis en la carga ideológica del lenguaje de uso cotidiano respecto del racismo y leyó fragmentos de discursos y prácticas que se transmiten desde los medios de comunicación (cine, tv, radio, teatro, instituciones académicas, redes sociales) que refuerzan estereotipos sobre qué y cómo es ser una persona negra. En Argentina, sentenció Lisa, está completamente naturalizado utilizar expresiones como “trabajo en negro” y “tengo un día negro” (sin mencionar la aberrante expresión “negro de m…, que exalta un racismo explícito y directamente violento). En estos modos de expresarse resulta evidente cómo la palabra negro y la idea de negritud aparecen siempre vinculadas con connotaciones negativas. Basta echar un vistazo a las definiciones de la palabra “negro” que propone la Real Academia Española: 7. adj. Oscuro u oscurecido y deslucido, o que ha perdido o mudado el color que le corresponde. Está negro el cielo. Están negras las nubes; 8. adj. Muy sucio; 9. adj. Dicho de la novela o del cine: Que se desarrolla en un ambiente criminal y violento; 10. adj. Dicho de una sensación negativa: Muy intensa. Pena negra. Frío negro; 11. adj. Dicho de ciertos ritos y actividades: Que invocan la ayuda o la presencia del demonio. Magia negra. Misa negra; 13. adj. Infeliz, infausto y desventurado. 15. adj. coloq. Muy enfadado o irritado. Estaba, se puso negro. 19. f. coloq. Mala suerte. Pobre chico, tiene LA negra.

A modo de conclusión, queremos insistir en la importancia que tienen estos debates en el marco de las instituciones académicas, las cuales, siendo espacios de producción y legitimación del conocimiento, aún anidan una memoria colonial que reproduce andamiajes teóricos que, muchas veces,  poco tienen que ver con la historia de nuestros territorios y sus voces. Pensar el lugar de enunciación es también pensar en quién escucha, porque solo si hay quienes escuchen seremos sujetxs hablantes.

 

El abuso en primera persona. Reseña de “Por qué volvías cada verano”, de Belén López Peiró

Por: Jimena Reides

Imagen: Representación de una ordalía por agua, habitual en los juicios por brujería, circa 1600.

 

“¿Por qué volvías cada verano?” es la pregunta que más se repitió sobre Belén López Peiró tras atreverse a denunciar a su tío, el comisario de un pueblo bonaerense, por los abusos cometidos contra ella a lo largo de su adolescencia. Se trata asimismo del título que la autora ha elegido para transmitir su testimonio, una indagación en torno a las condiciones que llevan a las mujeres a guardar silencio tras situaciones de abuso. ¿De qué herramientas se dispone para hablar? ¿Por qué se siente tanto miedo al hacerlo? ¿Por qué volvías cada verano? es la crítica de un sistema en el que el acto de denunciar es menos una garantía de escucha que una extensión del abuso.  


Por qué volvías cada verano (Belén López Peiró)

Editorial Madreselva

2018

124 páginas.

 

A la luz de todo lo que sucedió en la Argentina esta última semana, con respecto a la acusación de una actriz por una violación que sufrió a  manos de un adulto que trabajaba con ella cuando tenía 16 años, muchas mujeres han comenzado a contar sus propias experiencias de abuso sexual. En ese contexto, parece inevitable mencionar el libro de Belén López Peiró, Por qué volvías cada verano, que narra en primera persona los abusos que la autora recibió por parte de su tío cuando era adolescente.

En este libro, Belén López Peiró cuenta cómo fueron las distintas situaciones de abuso con su tío, comisario de un pueblo y “hombre de familia”. Debido al crédito otorgado por esos títulos, cuando ella se animó a confesar y a denunciar todo lo que había pasado, nadie le creía. De más está decir, su tía y su prima la trataron de mentirosa y dijeron que estaba inventando todo. De ahí el título de la novela, una pregunta hecha recurrentemente a la autora sobre por qué decidía volver a pesar de los abusos. Y esa pregunta iba acompañada de acusaciones sobre cómo ella estaba celosa de su prima: “Porque ella tenía muchos amigos, porque podía salir a bailar y tenía mucha ropa. Ah no, pará. Ya sé por qué lo hacés. Porque ella tiene una familia que la quiere. Y vos no”.

En relación con esto, cabe mencionar a la periodista Luciana Peker, que en su libro Putita golosa (2018) dice: “Y las mujeres —o las que pueden y se animan y son acompañadas o son fuertes— ya no se callan más. El abuso ya no es un sapo que se traga, sino que se frena”. Cuando Belén se anima a contar su experiencia, se puede ver claramente la reacción de quienes la rodean. Por un lado, están las personas que no le creen y la juzgan, que la desprecian, y por otro lado aquellas que le dan su apoyo. Pero por lo general, se pone en duda su palabra, le preguntan por qué iba nuevamente durante el verano a esa casa a pesar de los abusos, por qué no lo contó antes.

La historia está contada a través de distintas voces: la de sus familiares y también la de los empleados del poder judicial que fueron tomando cartas en el asunto después de que ella hiciera la denuncia. Mediante esta narración, la autora logra plasmar el modo en que fueron respondiendo las personas que la rodean frente a su confesión. Asimismo, la novela se divide entre estos pasajes que relatan la historia de abuso con las distintas partes del expediente judicial que inició, incluidas las declaraciones testimoniales que fueron prestando los testigos.

Los cuestionamientos a la autora también se empecinaban en los motivos por los que no había hablado antes o “había dejado” que los abusos se le infligieran: como si ella hubiese tenido la posibilidad de frenarlos. Se puede ver una vez más cómo una víctima de abuso es cuestionada por lo que cuenta y la forma en que se deslegitima  su confesión, cuestión que se agudiza teniendo en cuenta la posición de poder que tenía su tío al ser comisario y la apariencia de conducta intachable que tenía delante de los habitantes del pueblo. Tal como se afirma en un extracto de la novela: “…con este tipo no se jode. Tiene a la policía comiéndole de la mano y es uno de los dueños del club. […] Ahora también prepara con el cura las misas de los domingos y ayuda a las señoras de cáritas para que los pibes tengan un plato de comida”. Como expresa Catharine MacKinnon en su libro Feminismo inmodificado (2014), la situación de acoso sexual surge a partir de esa situación de poder, de jerarquía, que se da en las relaciones entre hombres y mujeres, teniendo también en cuenta que el género es en sí mismo una jerarquía.

Y ese poder ejercido por el hombre también trae como consecuencia el silencio de la mujer, la amenaza que siente al momento de considerar si hacer público el abuso o no, porque tal como expresa MacKinnon, “es un hecho que el conocimiento público del abuso sexual casi siempre es más perjudicial para la abusada que para el abusador”. En cuanto una mujer que sufrió abuso decide denunciar el hecho, siempre se la juzga y se cuestiona la veracidad de lo que está contando.

También la autora menciona en distintos pasajes cómo la afectó el abuso en cuanto a sus relaciones sexuales ya que, tal como expresa, sus relaciones son con vergüenza y dolor. Luego del abuso sufrido, ella ya no se siente dueña de su cuerpo y siente culpa, culpa de que la juzguen por disfrutar del sexo después de lo que le pasó, culpa “por no ser la víctima que todos esperan”. En relación con esto, deben recordarse las palabras de Rita Segato en su libro La guerra contra las mujeres (2016), en el que la autora señala: “Uso y abuso del cuerpo del otro sin que este participe con intención o voluntad, la violación se dirige al aniquilamiento de la voluntad de la víctima, cuya reducción es justamente significada por la pérdida de control sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento del mismo por la voluntad del agresor”.

En conclusión, esta cruda novela es una lectura obligatoria para entender mejor la situación que atraviesan las víctimas de abuso y el porqué de su accionar: por qué callan, por qué deciden hablar cuando lo hacen y las consecuencias que traen los abusos en su vida en cuanto al aspecto psicológico, físico y también social, pues los abusos no solo dejan marcas en la psiquis y en el cuerpo, sino en el modo de relacionarse con los demás.

 

Un (bio)drama político: “Los Amigos” de Vivi Tellas

Por: Verónica Perera

Imagen: foto de «Los Amigos» (Alternativa Teatral)

 

“Los amigos”, el nuevo biodrama de Vivi Tellas que se presenta en el teatro Zelaya, tiene como protagonistas a dos inmigrantes senegaleces que se radicaron en Buenos Aires. Verónica Perera analiza la relación entre lo “teatral” y lo fuera del teatro, que en el biodrama de Tellas se fusionan de manera particular y muestran el carácter político de la intimidad en escena.


Como suele suceder en los biodramas de Vivi Tellas, no sabemos con precisión cuando empieza y cuando termina “Los Amigos”. Para el más reciente de estos documentales escénicos (que Tellas llamó “Archivos” hasta 2009 y directamente “Biodrama” desde entonces), nos reunimos alrededor de Mbagny Sow y Fallou Cisse mientras hacemos  cola en un jardín para entrar a la íntima sala Zelaya del barrio porteño del Abasto. Los vemos conversar y tomar té con hierbas. Los vemos conversar, pero nosotrxs, público de Buenos Aires, no entendemos lo que dicen. No entendemos porque estos jóvenes senegaleses hablan en su wolof natal. A lo largo de la hora siguiente, sin embargo, esa frontera cultural, esa lengua tan ajena para una audiencia porteña, se desdibuja hasta casi desaparecer. No solamente porque una vez en la sala, nosotrxs en las butacas y ellos en el escenario, cambian al idioma español, sino porque con la sucesión de diálogos, relatos, fotos, filmaciones, objetos, la canción infantil y las plegarias de la obra nos acercan un mundo inmigrante y africano para volverlo íntimo, cotidiano, amable y amigable. No sorprende, entonces, que como ocurre generalmente en los biodramas de Tellas, la función, más que terminar, se abra a una reunión entre actores y espectadorxs, donde al té con hierbas se le suman vino, maní y magdalenas. La música alta, todxs en el escenario alrededor de la mesa, la conversación animada y los intercambios de sonrisas arman la fiesta y nos hacen olvidar que estábamos en el teatro, o traen al teatro algo que generalmente excede su contrato más convencional.

En realidad, me animaría a decir, el motor de Tellas en los biodramas está siempre ahí: en el afuera del teatro. En la Introducción a Biodrama. Proyecto Archivos, Pamela Brownell y Paola Hernández argumentan que este “macroproyecto artístico” de Vivi Tellas acciona un doble movimiento. Por un lado, el biodrama es un concepto que busca “la teatralidad fuera del teatro”, como ha dicho la propia Vivi en más de una entrevista. Pero también se trata de “cargar al teatro de lo no-teatral”. Se trata de volver a “lo real”; de reconocer a las personas como archivos, como reservorios de experiencias, saberes, textos, imágenes capaces de ser traducidos a una dramaturgia que, aunque precisa, oscila permanentemente entre lo acordado y lo espontáneo. ¿Cómo pensar, entonces, la relación de “Los Amigos” con el “afuera del teatro” y con la “carga no teatral del teatro”? ¿Qué busca, qué trae, que sale de este biodrama? Quiero argumentar, en lo que sigue que a “Los Amigos” entran dos cuerpos que se afirman y despliegan (su) vida—y en ese mismo tránsito, sale un decir sutil pero potente y político. O mejor dicho, un decir que se vuelve político contra el escenario de una Argentina crecientemente xenófoba, donde el odio como afecto público y gramática de subjetivación, parafraseando a Gabriel Giorgi, “pone en discusión los sentidos y las formas de lo público y los límites mismos de la dicción democrática”[i].

El texto dramático de Vivi Tellas comienza con intercambios que podríamos llamar explícitamente políticos. Fallou le plantea a Mbagny tres temas: la llegada de los árabes al África, la esclavitud y la colonización europea. Con semejantes tópicos, y desde una zona que cruza el aula universitaria con la sobremesa del domingo, los jóvenes senegaleses inician una conversación histórica donde despliegan saberes, opiniones, diferencias, matices. El primer libro sobre la historia de África por un africano se escribe recién en 1972. El Islam: ¿es religión o es cultura? La llegada de los árabes, ¿fue motivada por el comercio o para difundir la fe del Corán? La construcción de la imagen de Egipto con una élite no negra sino equivocada y arbitrariamente caucásica. Aceptadas las diferencias (“Vamos” hacia la misma dirección pero por caminos diferentes”, dicen) y saldada la conversación con un apretón de manos, Fallou se para frente al micrófono para leer ante el público una suerte de Manifiesto donde denuncia a políticos y periodistas ignorantes que estereotipan africanos como mafiosos. Mbagny y Fallou se reconocen de “una patria que no los protege”, pero se reivindican ciudadanos del mundo.

Pasadas las dos primeras escenas, sin embargo, “Los Amigos” se distancia de todo género, formato o tono catalogable como “político”. Lejísimos está de Brecht, o del teatro documental clásico de Peter Weiss, o del teatro popular o comunitario argentino, también del teatro del oprimido de Augusto Boal. Los documentos y los objetos son personales y del archivo doméstico: la pelota de básquet que se infla en escena y cuyos rebotes reflejan los latidos del propio corazón (o así lo decía el profesor); las mochilas de la escuela (compradas en Once pero reemplazando las que llevaban tiempo atrás); la túnica para rezar. Las fotos son de un álbum naíf y familiar: mamá y papá enamorados deseándose cosas buenas el día de un bautismo; la abuela que bromea con “el más negro de la casa”; la hermana mejor amiga; la cabra que murió dos días antes de la partida de Fallou. Hay relatos de accidentes graves y rescates corajudos pero narrados con humor, lejos de cualquier épica. Hay anécdotas que evocan la ansiedad y la desprotección de los primeros pasos en Buenos Aires y hasta menciones a la presencia policial en la vida de los vendedores ambulantes (Mbagny vende billeteras en la calle), pero la gramática es ajena a cualquier reivindicación, denuncia por derechos vulnerados o violencia institucional.

“¿Porqué eligieron a la Argentina?” gritó una espectadora cuando terminó el último aplauso antes que fuera posible armar la mesa para seguir conversando en el escenario. Su ansiedad es colectiva, intuyo. Durante la hora que acaba de pasar, nos acercamos a Mbagny y de Fallou, escuchamos fragmentos de sus vidas, vimos las evidencias. Pero queremos más. Y la curiosidad al salir de la obra rodea, fundamentalmente, creo, la experiencia migrante. ¿Por qué dejaron Senegal? ¿Hay crisis económica y falta de trabajo? ¿Cómo hicieron, material y emocionalmente, ese tránsito? ¿Cómo los recibió la Argentina? ¿Conocían a alguien al llegar? ¿Los discriminan? ¿O mejor dicho, quiénes y de qué manera los discriminan? ¿Cuántos senegaleses migrantes hay en nuestro país? “Los Amigos” exhibe mucho del archivo íntimo de dos amigos senegaleses; pero se guarda claves fundamentales de la experiencia migrante africana; silencia las condiciones y los dilemas que marcan las vidas afro en Buenos Aires.

¿Por qué, con semejantes silencios, insisto en llamar “político” a este biodrama? Su politicidad aparece cuando lo pensamos, otra vez, en relación al afuera del teatro. Su fuerza política emerge cuando lo vemos a contrapelo de esa esfera pública que, como parte de una nueva avanzada neoliberal, reedita los viejos mantras del odio a los otros de la nación, al tiempo que crea nuevas figuras para el repertorio xenófobo. A “los abusadores de hospitales públicos, universidades nacionales y una generosísima seguridad social” (“¡con la plata de mis impuestos!), y a “los que le quitan el trabajo a los argentinos” se les sumaron, por ejemplo, descripciones como “Las villas de la Argentina tomadas por la resaca de los peruanos narcotraficantes”, o “los que vienen a delinquir y nos complican la vida”, nada más y nada menos que desde el centro de las voces gubernamentales. No son exabruptos individuales. Son permisos culturales y reflejo de los expandidos límites de lo públicamente decible. La imaginación política (y las fantasías de limpieza y seguridad) de la doctrina Chocobar y los balazos por la espalda le reserva a los inmigrantes las “deportaciones exprés”[ii] y aumentadas exponencialmente[iii]. O las aplicaciones para que los celulares de las fuerzas represivas puedan detectar inmigrantes indocumentados o sus antecedentes penales[iv]. Contra este escenario social, entonces, la presencia de Mbagny y Fallou en el escenario íntimo de la sala Zelaya, no es poco. Es, más bien, una línea de fuga, una creación de resistencia desde adentro del teatro.

 

 

[i] Giorgi, Gabriel. 2018. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad”. Revista Transas. Letas y Artes en América latina. https://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad. Ultima visita: 5 de diciembre, 2018.

[ii] En enero 2017, un decreto presidencial modificó la Ley de Migraciones, reduciendo de cuatro años a cuatro meses el tiempo necesario para los procedimientos de detención y deportación de los inmigrantes sometidos a cualquier tipo de proceso judicial penal y también de quienes hayan cometido faltas en los trámites migratorios. Ver https://www.pagina12.com.ar/152664-migrar-no-es-un-delito. Ultima visita: 30 de noviembre, 2018.

[iii] Las deportaciones de inmigrantes que hayan delinquido pasó de 4 en 2015 a 150 en 2018, estimándose 200 para fin de año. Ver https://www.lanacion.com.ar/2187741-con-una-fuerte-suba-de-las-deportaciones-el-gobierno-ajusta-el-control-de-extra. Ultima visita: 6 de diciembre, 2018.

[iv] Ver https://www.infobae.com/politica/2018/08/19/el-gobierno-producira-una-app-para-detectar-inmigrantes-ilegales-o-con-antecedentesas-penales/ Ultima visita: 6 de diciembre, 2018.

 

Cuando lo diferente es difícil de etiquetar. Reseña de “Jotón”

Por: Vanina Dalto

Imagen: João Silas

En esta reseña, Vanina Dalto comenta los avatares de la extranjería, la maternidad y el lenguaje que protagonizan Jotón, la primera novela de la escritora e investigadora argentina Natalia Crespo.


Jotón (Natalia Crespo)

Editorial Modesto Rimba, 2016

189 pág.

Jotón es la primera novela de la escritora e investigadora Natalia Crespo, quien ya está preparando su segunda novela. Se ubica en el contexto socio-económico del año 2001, cuando se produjo en nuestro país, entre otras catástrofes sociales, una extensa fuga de cerebros que arrastró a los protagonistas de esta novela: un matrimonio porteño con su pequeña hija. Se trata de una novela intimista y experimental cuyos acontecimientos más relevantes se centran en explicar la vida de esta familia fuera de su país. El nuevo destino será la ciudad de Houghton, ubicada en Michigan, frontera con Canadá, lugar donde Eduardo, el marido de la protagonista, consigue un puesto de trabajo como científico en la Universidad. Por otra parte, Marisa, su esposa, tendrá que adaptarse a esta nueva realidad y encontrar un lugar como profesora de español en medio de sus responsabilidades como madre. En este punto, no confluyen de manera armónica los intereses de este matrimonio en relación a lo que dejaron atrás, a la crianza de su hija, al desarrollo profesional y al personal.

La experiencia de abandonar el país, aun cuando no es forzada, expone la crudeza de dejar atrás “el terruño” y resignifica el ADN cultural que nos constituye. En la literatura argentina y latinoamericana abundan notables experiencias de expatriación, desde Sarmiento hasta Puig. Muchas de ellas, tal vez anónimas, quedaron registradas en el tango y el folclore.

El desplazamiento pone en evidencia el contraste de dos mundos y allí la maternidad cumplirá un rol fundamental. La pregunta que cabe hacerse es: ¿cómo se transmite lo socio-cultural a una hija que corre el peligro de olvidar sus orígenes? Se inicia, así, la preocupación prioritaria de Marisa que constantemente piensa en la crianza de su hija en un mundo que le es hostil y extraño. No sucede lo mismo con Eduardo, quien se encuentra maravillado por lo foráneo y ubica su paternidad en un segundo lugar.

“Para ella, lo más difícil de su condición de extranjera es eso: ni tropicalizarse, ni agringarse, nadar con soltura entre las dos opciones. Asumir su extranjería sin excederse, sin banderas de protesta ni panfletos pro-minority.” (Crespo, 2016: 98).

Lo que Crespo nos presenta no solo es la oposición de dos culturas, sino también la importancia de sostener la argentinidad en el afuera, ya que el deseo mayor de Marisa es que su hija Lucía no sea “jotonesa”. Nos permitimos utilizar el título propuesto por la autora: “Jotón”, que deviene de Houghton, la ciudad antes mencionada. Es atractiva la propuesta con respecto a este juego fonético-lúdico para remarcar la extrañeza y no dejar de aferrarse a su lengua madre desde un término hispánico como lo es Jotón. Entonces, no es solo un problema de culturas diferentes, sino también es una cuestión lingüística que evidencia el extrañamiento. Todo esto sumado a la hipocresía que presenta el “Nuevo Mundo” que, por un lado, tiene una política “inmigrants friendly”; y por el otro, manifiesta un rechazo total hacia lo extranjero. Planteo que nos resulta, hoy por hoy, muy actual en tiempos de Trump, cuando las fronteras se convierten en trincheras del odio. Reproducimos a continuación un diálogo entre Marisa y Lara, su futura empleadora en la Universidad, que devela los prejuicios y las inclemencias de vivir y trabajar en el exterior:

“—A nosotros nos alegra mucho que vengan extranjeros a Houghton. La diversidad cultural nos encanta —responde Lara con voz estridente—. Además, me encanta tener una oportunidad de practicar mi español, aunque sea español del Cono Sur.

[…]

—Literatura latinoamericana es un tema bonito pero, ¡Oh my God! ¡Latinoamérica! A mí me da repelús todo lo que está pasando con los latinos. La manera excesiva en que han llegado a los Estados Unidos. Pero te aclaro: yo sé muy bien que no son todos iguales.” (2016: 76, la negrita es propia).

Se deja entrever en este diálogo con cierta sutileza el racismo que los latinos sufrimos en USA, la estigmatización y en algunos casos la discriminación.

Otra temática que se cuela entre las páginas y que resulta muy actual es la referencia continua a los trágicos sucesos ocurridos durante el 2001; y que hoy, 2018, se vuelven a revivir con tanto dolor. Por ejemplo, en los primeros capítulos se presenta otro juego lúdico textual que refiere a la problemática de las cacerolas en plena crisis del 2001: hay un trabajo con los verbos “cacerolear”, “cartonear”, “cajonear”, “carterear”, “caretear”, “cirujear” (Crespo, 2016: 87). Este trasfondo narrativo surge en una conversación entre Marisa y su amiga argentina Mónica a través de SKYPE. El personaje de Marisa no deja de tener contacto con la realidad argentina, va y viene en sus recuerdos e intenta asumir su experiencia sin excederse ya que para ella “la extranjería no deja de ser un charco de agua” (2016:113).

Luego, en la segunda parte, sucede algo previsible, pero no por eso, aburrido de leer: la soberbia y la pedantería de Eduardo desatan el final del matrimonio y dejan traslucir su posición machista aún en el extranjero. Existen solo dos episodios importantes en la novela que reflejan la mirada de Eduardo sobre la vida en Jotón y su comportamiento como esposo-padre, ya que en general en la obra se adopta un narrador heterodiégetico que focaliza de manera casi hegemónica en  Marisa. En esta sociedad americana que él tanto ama y admira, sin reparar en ello, el fácil acceso a las armas como la que se compra Eduardo en el shopping, marca que no todo lo que brilla es oro en los hábitos del American way of life. Pero eso ya no importa porque para él la vida únicamente pasa por el prestigio, el reconocimiento, el buen pasar y una buena educación para su hija:

“Al fin de cuentas, eso ha hecho siempre, arreglárselas solo, sin ayuda de nadie. Marisa, en cambio, se la pasó dependiendo de otros y ahora no hace más que lloriquear de la mañana a la noche, sin lograr olvidarse de una vez por todas de sus padres y de la Argentina. Porque ¿qué es su pasado para ellos hoy en día, felizmente instalados en Houghton, con dos trabajos bien pagos, prestigiosos y asegurados, con  una casa preciosa y una educación de excelencia para su hija? Una rémora. Un lastre. Y él está harto de explicarle cómo son las cosas a la pedorra de su mujer. En realidad, la base del problema es que no todos tienen la garra necesaria para adaptarse al Primer Mundo.” (Crespo, 2016: 134).

Finalmente, el trabajo narrativo de Crespo es sumamente minucioso en el sentido de configurar una novela circular que empieza con la partida de los protagonistas y termina con el regreso de Marisa y su hija a Buenos Aires, dejando atrás esos años oníricos e inimaginables en Jotón.

La novela finaliza con una aliteración que resalta la letra O en donde se refuerza nuevamente el trabajo con el lenguaje: “¡Tiene un cero, señora! ¡Un cero redondo y gordo!” (2016:197), le dice un ciruja en la calle que la desafía y confronta con su propia verdad. “Redondo y Gordo”, refiriendo a la segunda sílaba de Jotón, donde se potencializa esa O de un nombre que no solo aplasta, sino que además llega a asfixiar a Marisa. Porque Jotón puede ser tan redondo como el destino o como el mundo.

 

Un fantasma recorre Europa: “1945” de Ferenc Törok (Katapult Film)

Por: Facundo Bey[1]

Imagen: Fotograma de 1945.

En esta reseña, el filósofo y politólogo Facundo Bey explora las preguntas desatadas por la película 1945 del director húngaro Ferenc Törok, recientemente estrenada en la Argentina. Insertándose en un entramado de obras artísticas que abordan el tema, el film vuelve a instalar la cuestión tan vigente hoy en día de la complicidad de la ciudadanía de a pie en crímenes de lesa humanidad.


El 29 de septiembre pasado llegó finalmente a las pantallas grandes de la Argentina este multipremiado film del director húngaro Ferenc Törok que fue, en realidad, estrenado el año pasado en Berlín. La historia, una adaptación del breve relato “Hazatérés” (“Regreso al hogar”), incluido en el libro Lágermikulás (El crujido de las botas vacías, 2004) del escritor Gábor T. Szántó (1966), natural de Budapest, retrata en blanco y negro la llegada de dos judíos ortodoxos a una pequeña ciudad húngara en la que se está por celebrar un casamiento entre una campesina y el empleado de una perfumería cuyo temperamental padre es, a un mismo tiempo, propietario del comercio en el que trabaja el joven y alcalde del lugar.

La marcha espectral de estos dos desconocidos desata las tensiones invisibles que colman el aire saturado del pueblo, en el que, junto a sus personas simples y características conviven los fantasmas de una silenciosa culpa colectiva que estos visitantes extraños sacuden con su sola presencia. Los protagonistas del film no son, sin embargo, estos ilustres visitantes ni su misterioso cortejo, en el que son acompañados por un carretero que transporta una frágil caja con la que llegaron en tren a la estación del pueblo, sino los rumores que circulan lenta pero brutalmente, con la pesadez y la furia de la marcha de un paquidermo. Los murmullos toman vida propia, se apoderan de todo, vuelven a fundar lo real. Más que como una peste que avanza sobre los hombres y mujeres, salpicando mortíferamente sus danzas y sus alimentos, los ecos levantan el telón detrás del que se oculta la escena final de una podredumbre provincial maquillada hipócritamente con resignación, dinero y salvación ultramundana.

¿Cuál es la pregunta que esta película propone al espectador? Como es sabido, la inmediata posguerra dio lugar con increíble velocidad y lucidez a centenares de films que tematizaron la naturaleza de las relaciones humanas antes, durante y después de esa gran catástrofe mundial, quizás con una capacidad igual o mayor que la literatura. No solo me refiero al neorrealismo italiano y los insoslayables Roberto Rosellini o Vittorio De Sica, sino a otros directores italianos que filmaron, con estilos muy distintos, grandes obras, sobre todo durante los años ’60, como Luchino Visconti, Luigi Comencini, Pier Paolo Pasolini, Dino Risi, Francesco Rosi, Valerio Zurlini y Mario Monicelli; o a la maestría de los alemanes Bernhard Wicki, Wolfgang Staudte y, más tarde, Michael Verhoeven; al francés Robert Bresson e incluso a la magnífica incursión en este terreno de su coterráneo Jean-Pierre Melville con su L’armée des ombres (La armada en las sombras, 1969); al polaco Andrzej Wajda y su inolvidable Krajobraz po bitwie (Paisaje después de la batalla, 1970); al demoledor Ormens ägg (El huevo de la serpiente, 1977) del sueco Ingmar Bergman; o a los directores soviéticos Andrei Tarkovski y Elem Klimov.

Esta enorme y valiosísima producción aquí consignada difícilmente pueda ponerse cara a cara con la recuperación temática de los últimos años del cine, caracterizada por un exagerado recurso a los efectos especiales durante las escenas de combate. Desde el punto de vista de la literatura contemporánea, merecen destacarse el autorreferencial (lo que no significa un demérito) Un roman russe (Una novela rusa, 2007) de Emmanuel Carrére y Wil (Voluntad, 2016) de Jeroen Olyslaegers, entre las novelas que buscaron regresar sobre la tentativa de comprender en qué modo aún podría hablarse de un carácter humano de relaciones entre hombres reducidos a engranajes de máquinas de guerra y ceniza.

libros

El amberino Olyslaegers explora en Wil, por medio de una historia que despierta la incómoda complicidad del lector desde un primer momento, la dificultad para determinar inocentes y culpables entre los ciudadanos de la urbe belga que lo vio nacer y que colaboraron de un modo más o menos directo con las fuerzas de ocupación nacionalsocialistas desde sus posiciones, por mínimo que pudiera ser su poder efectivo en cuanto individuos, pero sin subestimar los subsuelos morales de la sed de supervivencia. La película de Törok, podría decirse, retoma esta cuestión a partir del libro de Szántó, pero elige hacerlo desde un lugar muy distinto, de un modo más difuso que el que emplea la narrativa de Olyslaegers pero, a su vez, más determinante. El húngaro sumerge al espectador en la cotidianidad, pero utilizando esta familiaridad para disolver lentamente cualquier empatía naïve mediante los propios gestos y acciones de los personajes: sus silencios, sus palabras, sus miradas, su carácter evasivo y, finalmente, su desmoronamiento colectivo.

En el pueblo de 1945, una vez terminada la segunda guerra mundial, nada ni nadie descansa en paz, ni los vivos ni los muertos. La aparente apacibilidad del lugar descansa en una violencia tácita, en un pacto de complicidad que no sólo ha silenciado a sus habitantes, sino que los ha dejado enmudecidos y entumecidos. Los vivos tomaron el lugar de los muertos y de lo que ha muerto cuando asumieron que podrían continuar con sus asuntos como si nada hubiera pasado. Los muertos, por su lado, reviven ya sin miedo, alzándose protegidos por la memoria y el sufrimiento. El miedo de los victimarios y sus cómplices despierta un monstruo que solo sobre el final se muestra de pie en su esplendor más terrorífico y que, tras un rito de justicia que enciende la visión de un aquelarre, se hunde estúpido en la tierra frente a la indiferencia de las víctimas (nuevamente victimizadas por meduseas miradas grises) quienes, al ritmo de la verdad y su desolada desnudez, vuelven sobre sus pasos para abrirse camino y seguir.

Sin dudas, el film logra poner entre signos de interrogación durante su desarrollo el lugar fáctico de lo humano en las relaciones entre las personas, en un contexto mundial excepcionalmente fértil y urgente para plantear y replantear cuáles son los sentidos comunes que con crudeza justifican desde hace siglos la expoliación material presente y futura de hombres y mujeres cuya mera existencia se presenta como clandestina en el espejo perverso de la ciudadanía, del derecho y del interés nacional, nociones que gozan del prestigio de ser hijos de la mater pace, cuyos propios progenitores son nada menos que el odio, la codicia, la soberbia y la destrucción.


[1] Mg. en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales-Universidad Nacional de General San Martín), Doctorando en Filosofía (Escuela de Humanidades-UNSAM; Becario CONICET), Investigador (Centro de Investigaciones Filosóficas; Universidad de Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Gino Germani), y Profesor de Ciencia Política (USAL).

Sobre pliegues poéticos: De punta a punta (2018), un poemario de Jorge García Izquierdo

Por: Leonardo Mora

Imagen: Leonardo Mora

De punta a punta (2018) es el primer poemario de Jorge García Izquierdo, autor radicado actualmente en Buenos Aires. El siguiente texto a cargo de Leonardo Mora desea elaborar una aproximación a la voz poética y a las formas implementadas en la obra.


De punta a punta (Jorge García Izquierdo)

Prosa Editores, 2018

73 páginas

 

Jorge García Izquierdo es un joven poeta español que recientemente ha publicado en Buenos Aires su primer libro titulado De punta a punta, con la intercesión de Prosa Editores. En el presente texto intentaremos cristalizar y brindar algunas ideas concretas sobre tal obra, pero reconociendo siempre el riesgo y las dificultades en la tarea de establecer los elementos que constituyen la voz  y las formas de un poemario.

En primera instancia, la experiencia al leer De punta a punta permite ver un cuidadoso trabajo de composición en los poemas; los versos, mayormente breves, denotan conocimiento y experiencia en el manejo de diversos recursos estilísticos. Aunque el poeta es cauto y limpio en la expresión, ello no riñe al momento de generar mundos sugerentes y ambiguos, ricos en metáforas de gran profundidad. Con respecto al temperamento poético, valga traer una interesante confesión de Jorge Luis Borges consignada en el prólogo de su poemario La cifra (1981):

Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse «poesía intelectual». La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas.

Siguiendo esta suerte de bifurcación provisoria, creemos que la naturaleza de De punta a punta pertenecería más al ámbito del sueño, porque sus poemas se ajustan a las características que aduce el autor argentino: esencialmente se elaboran con imágenes. Los versos manifiestan de manera prolífica elementos casi siempre desde un plano visual (detalles del cuerpo de la persona amada, objetos, colores, animales, fenómenos telúricos, etc.) para luego entrelazarse  con la expresión de sentimientos, estados de ánimo o evocaciones de seres en notoria clave nostálgica. Además, gran parte de los escenarios en que se instalan los poemas campean en un ámbito onírico y fantástico:

 

El mundo

se cae cada día y muere,

mientras las flores advierten

que se ha quedado viejo.

Muere la tierra a diario

y resucita entre clavos de fuego.

Espantos entre madera y sangre.

 

Mueren árboles por tablas,

flores por soplidos.

Está ya el mundo mayor,

de cuerpo negro.

Sotanas y más sotanas con falda.

Grita el demonio apostasía

y mueren por fieles carpinteros.

 

(“El mundo viejo”).

 

Otro aspecto recurrente en el poemario de Jorge García Izquierdo es el influjo de una cotidianidad aparentemente anodina, de objetos muertos, la cual es asimilada por la voz poética de manera lúcida y sensible, hasta lograr con creces uno de los mayores cometidos de la poesía: magnificar la realidad, trasponerla a un sentido más espiritual, diseccionarla infinitesimalmente, a través del manejo adecuado de la palabra, y lejos del nulo asombro o de la miopía mental que rige en las conciencias más adocenadas y obtusas:

 

Como en el despertar

de una cobaya doméstica,

desayuno el agua de una planta.

Y entre tantas jaulas de cristales

se oye el ruido de tu muñeca y

la velocidad de tus pulseras.

 

Las casas vacías gritan de soledad:

la ventana sola, las esquinas solas,

la puerta sola, el silencio solo.

 

(Versos del poema Soledad).

 

De punta a punta no sólo poetiza situaciones íntimas y personales, sino que también manifiesta otras de tipo social y político (y aquí valga señalar la faceta militante del poeta). Algunos poemas poseen preocupaciones en tales esferas, pero en ningún momento se advierten visos proselitistas o condicionamientos particulares. Antes bien, los versos se plasman desde una óptica sensible y reflexiva que asiste a circunstancias condenables de la realidad, que se indigna pero mantiene la capacidad de hablar con lirismo sobre ello. El compromiso y la ética en términos activos preocupan a la voz poética, porque la sensibilidad, cuando es real, debe manifestarse en todas las esferas de la vida, debe romper los límites de la individualidad, reconocer la otredad, trabajar por un  verdadero sentido de empatía que contribuya a la armonía social; los tiempos que corren son álgidos y la historia trae de nuevo tragedias que se creían sobrepasadas:

 

Somos una mujer sin dientes pidiendo monedas.

Una extranjera,

una emigrante con otro acento

o una propia que viene con la mochila llena.

 

Que si carne o pescado,

que si rosa o azul.

Todavía. Morir delante del sur.

Desaparecer pecando.

 

Caer delante de los tacones muertos.

Una mitad de las calles silenciada,

una policía brava.

Somos millones de cuerpos sin miedo.

 

(Versos del poema Sin miedo).

 

De cualquier manera, tanto en lo “privado” como en lo “público”, De punta a punta manifiesta notable originalidad e imprevisibilidad en su composición. Al decir de la crítica argentina Alicia Genovese en su libro Leer poesía, “el lugar común, la metáfora congelada por el uso, el formato estrictamente codificado producen un borronamiento de lo singular que tiende a tranquilizar la percepción en una secuencia repetitiva”. En ese sentido, el libro de Jorge García Izquierdo contiene un interesante y potenciado nivel de ambigüedad, que impide la aparición de fórmulas o sentidos gastados, y en contraposición ofrece incontables caminos de tránsito para el pensamiento y el goce estético. Aún más, por su lenguaje, por su talante, el poemario está bastante lejos de ser un compendio de anécdotas en vertical: como plantea Irene Gruss en Notas para echar una tanza, hay una gran intención de “no literalidad”; el motivo de cada poema ha pasado por una metamorfosis o por un alejamiento que le permite consolidarse a partir de la afirmación de un “yo lírico” antes que un “yo literal”.

Sin más intentos -siempre sospechosos- de conceptualización sobre un poemario como De punta a punta, solo resta extender la invitación a leerlo destacando su factura de gran nivel (más aun teniendo en cuenta la corta edad del autor), la cual solicita detenimiento para adentrarse en el mundo poético propuesto: es un viaje que vale la pena y sobresale en medio de la vasta producción actual, la cual no pocas veces surge de una idea equivocada que encuentra en la brevedad de los poemas modernos la vía libre para persistir en la falta de rigor, la superficialidad y la ingenuidad que puede poner en entredicho los criterios tanto de escritura como de lectura. Un poema no es un vómito, ni siquiera lágrimas, señala con acierto Denise Levertov.

 

Una curaduría interdisciplinar. Reseña de “Enredadera” (3.a edición)

Por: Araceli Alemán[i]

Imagen: Portada oficial de Enredadera

De la mano de Araceli Alemán, entramos al complejo mundo de la tercera edición de Enredadera. Mujeres en la literatura y el teatro, una obra interdisciplinaria que convoca a actrices, directoras, escritoras y artistas audiovisuales para difundir los libros de autoras argentinas contemporáneas. El espectáculo se presenta los miércoles y sábados de noviembre a las 20.30 en La Libre, una librería de San Telmo, ubicada en Bolívar 438. La propuesta dio sus primeros pasos con Naty Menstrual y con Gabriela Cabezón Cámara, y hoy presenta en tres puestas escénicas fragmentos de las poderosas narraciones de Fernanda García Lao.


Parte 0 – El baño

Llego temprano. Como siempre, a todo. Tiene sentido esta vez: el teatro es una librería. Me sorprende Johann Jakob Bachofen parado en una mesa central. Creo que nunca había visto El matriarcado en libro físico. Me da felicidad, y eso que no soy fetichista. Están cerca Luciana Peker, Margaret Atwood (no veo El cuento de la criada, sino Penélope y las doce criadas), una cantidad de libros que no conozco pero intuyo que me gustarían y, por supuesto, las escritoras de las ediciones anteriores del ciclo: Naty Menstrual y Gabriela Cabezón Cámara.

Hay vino para servirse y escucho la sorpresa de alguien al que le preparan un café que no tiene que pagar: “es de regalo”. Hay mucha gente, dicen que más de la habitual. Se arma una fila frente al baño y yo estoy primera. Observo como en cámara lenta cuando Fernanda García Lao cruza la puerta del baño y se dirige hacia donde está el micrófono para que, en unos minutos, a oscuras lea el poema que marca el inicio de la función. En persona, parece más menuda cuando está seria y en silencio.

Parte 1 – “Naufragio”

Una actriz enfundada en un vestido celeste baila de espaldas en un rincón mientras bajamos y nos acomodamos en el lado más estrecho del sótano. Es Candelaria Sesin, actriz y organizadora del ciclo junto con la directora de este segmento, Danae Cisneros.

No identifico el primer texto, pero sé que es de ella. (Más tarde, confirmaré que pertenece al libro de cuentos Cómo usar un cuchillo [Entropía, 2013]). Ese absurdo entre hilarante y tremendo. Y la historia: que pasen cosas y no la nada misma, tan hostil a veces para el lector/espectador. La cantante de cruceros, de espaldas primero, de frente después, también acostada en un banco y sumergida debajo del mar, acaba enredada, literalmente, en una red de pesca. No se aleja más de un metro del rincón, y su espacio es gigante. La constricción es productiva. La energía de sus movimientos y emociones es la justa y necesaria para que el público se desborde de risa.

Parte 2 – “Pasión en remojo”

Giramos hacia el otro lado del sótano. Melina Benítez, la actriz que hace de actriz, tiene una mano ensangrentada y vendada. ¡Esto sí que lo reconozco! Es La piel dura (El cuenco de plata, 2011). No sé por qué me entusiasma tanto la asociación en mi mente. Pienso en los aedos y en los rapsodas y en los niños y en la memoria y, más fundamentalmente, en el placer de escuchar historias que conocemos. El director de ficción es Martín Kahan, el único hombre en este universo de féminas. La directora de no ficción es Agustina Suárez. Felicito mentalmente su elección de tal flanco del sótano: algunos ven la escena de frente; otros, como yo, de costado. Me gusta esta perspectiva de la relación actriz-director, siento que quedo en medio de uno y otro. El director se dirige al público de un modo que se me empiezan a formar respuestas en la boca. Cuando se derrama el agua de la palangana a la mesa y de la mesa al piso, todo se detiene. Me conmueve, me silencio interiormente, ya no reconozco la escena.

Parte 3 – “Doy rara”

De vuelta en la planta baja de la librería, al fondo. Otra escena de actriz frustrada, aunque diferente. Marina Carrasco, por la peluca naranja y por todo lo demás, en efecto, da muy rara. La directora, Nadia Sandrone, en la charla abierta después de la obra, entre García Lao, las directoras y actrices, revelará su cautivación cuando leyó en La piel dura la frase que da título a esta parte. Sus pulgares tipearán en un celular invisible desde un colectivo invisible que lo tienen que hacer, que el texto es increíble. Marina Carrasco, a su lado en el sótano, asentirá.

Cuando se publicó la quinta novela de García Lao, Fuera de la jaula (Emecé, 2014), Silvina Friera vaticinó en Página 12 el futuro y el pasado: “No hubo, no hay ni habrá otra igual. Fernanda García Lao es la escritora más rara de la literatura argentina”. La afirmación no tiene nada de hiperbólica.

 

Parte 4 – El after

Todas las participantes del diálogo de cierre afirman, cada una a su manera, el compromiso con la coyuntura política, específicamente en materia de género. No hay declaraciones grandilocuentes, sino la explicitación de una militancia pragmática y cotidiana desde el trabajo de cada una. Esto, que no es poco, no explica todo lo que Enredadera es.

Una curaduría de la obra de García Lao en una librería a cargo de actrices, dramaturgas y artistas audiovisuales es un plan maestro. No puedo enfatizar esto lo suficiente: les pediría que “hagan un esfuerzo lingüístico” (como escribe García Lao en “No hay mantra”, el primer relato de Cómo usar un cuchillo). Por un lado, transformar sus relatos y poemas en teatro es devolver a García Lao a su propio origen teatral; o, mejor, es develar el origen que se actualiza en un contexto diferente con cada nueva publicación de la autora, cuyo lenguaje nunca cesa de estar densamente corporeizado. Movimiento en potencia y en acto. Por otro lado, transformar la librería en museo vivo acerca esta producción artística por fuera de los marcos disciplinares a la noción de Museología Radical de Claire Bishop (Libretto, 2018): un espacio que nos ayuda a comprender y sentir colectivamente lo que ya se encuentra implícito en las obras con el objetivo de cuestionar el presente y concientizar, “en lugar de meramente consolidar el prestigio privado”. Enredadera moviliza nuestras percepciones hacia un borde desde el cual podemos “reiniciar el futuro”.


[i] Lic. en Letras. Egresada del Programa de Actualización en Comunicación, Género y Sexualidades, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia aspectos lingüístico-cognitivos en la narrativa de Fernanda García Lao para su tesis doctoral.

Salir a la superficie. Reseña de «Subacuática».

Por: Eugenia Argañaraz[i]

Imagen: Joselyn Díaz

 

Eugenia Argañaraz nos ofrece una reseña de la novela Subacuática, de Melina Pogorelsky, en la que lo líquido de la natación del relato conecta con la fluidez narrativa de la novela. Una historia sobre la paternidad, los roles de género y el duelo.


Subacuática (Melina Pogorelsky)

Odelia Editora, 2018

109  páginas

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar

que es el morir (…)

Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre

 

 

Subacuática es la primera novela para adultos de Melina Pogorelsky, autora con una gran trayectoria en el mundo infanto-juvenil y con un desempeño arduo en la difusión y mediación de la Literatura para niñxs y jóvenes. Con esta novela sorprende, ya que la historia no se reduce simplemente a un hecho doloroso (como lo es la muerte de una madre), sino que además se narran los pormenores que un padre debe atravesar para ser un “buen padre” y para consagrarse en el rol de “madre” intentando, así, rellenar huecos vacíos. Resulta llamativo repensar el proceso de escritura que dicha autora realizó con este texto, dado que el objetivo no es generar un dramatismo extremo e incluso no se quiere hacer de la tragedia un suceso aún más atroz. Pogorelsky logra contar con humor y ligereza qué sucede cuando una madre deja de existir y qué acontece con la orfandad materna, con la pérdida y con el dolor extremo, lo cual otorga una respiración especial a la narración.

La gama de temas es amplia: la representación de la depresión de Pablo, el padre, una depresión distinta que lo logra mantener en pie; sus nuevas experiencias como viudo; y hasta cómo vive su sexualidad en el presente del relato.

Observamos, además, luchas interminables y, sobre todo, nuevos retos que son exteriorizados por el padre en la crianza de su hija Lola. Desde ese lugar surgen interrogantes internos que no se muestran explícitamente en las líneas de la narración: ¿soy un buen padre/madre? ¿Cómo llego a serlo? Preguntas que dan cuenta de un objetivo claro planteado por parte del protagonista sin dejar de lado la profunda oscuridad en la que se encuentra sumergido, consecuencia del desborde que vive diariamente en su vida. Pablo da lugar a una historia breve pero punzante y hasta hiriente y que la narración elige mostrar desde lo simbólico y rutinario de las vidas. Este personaje es tan cuidadoso en la demostración de sus sentimientos que llega a proyectar a la perfección la sombra de la madre muerta.

Varios son los personajes que aparecen y reaparecen en la vida del padre, ahora solo: su suegra, su hermana, dos jóvenes mujeres que lo harán redescubrirse a nivel sexual y Alejandra (una de las madres del club de natación), quien parece ser la “indicada” para en algún punto sumarle vida a la pérdida, al dolor y al vacío del día a día.

El texto nos convoca y llega a despertar una curiosidad extensa acerca de la configuración del proceso de escritura en donde, inevitablemente, palabra y movimiento se alían. Se presenta un hilo argumental diferente: en tan solo ciento nueve páginas la autora consigue condensar una historia de dolor con la crianza de una niña pequeña en manos de un hombre que, de golpe, obligadamente, debe romper con los estereotipos de una sociedad que ha impuesto la maternidad a un solo género. Pablo empieza a ser padre de tiempo completo, dado que la crianza de Lola se concilia con su trabajo realizado, en muchas ocasiones, desde el hogar. En medio del inicio de su paternidad, empieza a transitar sus días como viudo, título que adquirió el mismo día en que nació su hija. Desde esta forma de lo paterno es que el hilo narrativo nos permite avistar cómo se han ido planteando los roles en nuestra sociedad: roles para los que se prepara a la mujer, no al hombre. Es interesante, en esta instancia, el modo en que Pogoreslsky diagrama los puntos para que el género masculino —no preparado para lo materno— se adapte a la crianza de una hija en medio de una de las tristezas más abismales que puedan existir. Este hecho también brinda singularidad al texto, puesto que nos hace repensar y reflexionar sobre por qué solo las mujeres somos “las encargadas” de desarrollar, en la mayoría de los casos, la crianza de los hijxs.

La novela es expuesta en tres capítulos o apartados. Dichas partes refieren al ejercicio de la natación: “Matro’’, “Pullboy’’ y “Subacuática’’. Cada uno de estos capítulos reflejan un ritmo y vínculo directo con lo corporal, con el movimiento, con el hecho de poder transgredir lo que resulta arriesgado. Como sabemos, la matronatación alude a un tipo de relación más ensamblada entre la mamá y su bebé. Estas clases afianzan siempre el lazo materno; sin embargo, en este caso se alude a la conjunción entre Pablo y Lola en la pileta, donde ambos conocerán a Alejandra y a su hijo Tobi. El agua, aquí, es el conducto que los lleva a concretar esa unión tanto interna como externa, ya que en medio de dicho ejercicio Pablo mira y observa a Alejandra.

La profundidad está a la vista en esta narración que no se queda atrás y nos hace sumergir por completo en los pensamientos y sentires de quienes desarrollan las acciones. El agua, el nadar, el movimiento resignifican para Pablo la sumersión hasta encontrar el momento justo para él. Media hora es la que le alcanza para repensar su vida mientras Lola nada en el andarivel de “Las mojarritas”. Más adelante, el capítulo “Pullboy” (una técnica de nado) realiza una conjunción perfecta con la implementación de quienes la desarrollan. Es el método que Pablo elige para dispersarse en esa media hora de la que dispone y, así, hacerse presente en la profundidad con el objetivo de reflexionar, ya que le resulta casi imposible pensar en él, en su vida de padre solo y viudo, cuando sale a la superficie. Sabe que allí, bajo el agua, puede realizar los movimientos justos para olvidar (tal vez) por un momento su hoy; ahí está su palabra y su movimiento; movimiento que, como ya lo ha expresado la autora, se demuestra andando y por eso es que nombramos para movernos, contamos para movernos y llevamos adelante hechos y circunstancias con movimientos.

Quienes nadan conocen que la técnica del Pullboy logra que el nadador se concentre en la ejecución de su brazada, permitiendo focalizar, de esta manera, en su trabajo. Lo más interesante es que se llega a mejorar la horizontalidad del cuerpo y ayuda a los nadadores a trabajar su posicionamiento corporal. En ese dejarse llevar por el agua, Pablo, además de adaptarse a su rol de padre y madre, se adapta también al dolor de la pérdida. Por otro lado, junto con Lola y el resto de lxs niñxs que nadan a la par de sus madres (como es el caso de Alejandra y Tobi) se visualiza que no son presentados como simples cuerpos que se mueven en una pileta; son más bien cuerpos capaces de repensarse poniéndose en movimiento para no permanecer estáticos y fijos. Esa conciencia corporal es provocada por el agua, que cumple, en este relato, una función primordial a modo quizá de “flujo de la conciencia”.

Es incluso en el capítulo “Pullboy” donde Pablo se afianza como padre de Lola, reniega y putea, donde los recuerdos de su vida con Mariela (mamá de Lola) se reiteran en su mente unos tras otros. Evocaciones en que el agua está presente de modo constante. En este apartado, Pablo se anima a experimentar nuevas cosas en su etapa de viudez y de padre primerizo. “Pullboy’’ no es un simple apartado, la narración llega a adquirir formas fluidas, de un movimiento que se conjuga con lo acuático, ya que hay diversos subcapítulos referidos a lo corporal, y allí vuelve a aparecer la matronatación, actividad en la cual Pablo se acerca a Alejandra, madre cansada de su rutina, separada y a la que la soledad la colapsa y acapara al igual que a él. Pullboy es entonces el tipo de nado justo para este padre que busca su equilibrio todo el tiempo a través del movimiento físico y no tanto mediante las palabras:

Qué bien estaba nadando, la puta madre. Con cada brazada se sentía más poderoso. Notaba el sutil cambio en su cuerpo, pero, sobre todo, percibía cómo cada día el agua se le iba transformando en un medio mucho más cercano y casi natural. Se asombró al pensar que había vivido todos estos años sin ir a la pileta…A veces le costaba recordar que hubo una vida sin Lola…Uno se acostumbra. Qué bien estaba nadando, la puta madre (Pogorelsky, 2018: 73).

Así, movimiento tras movimiento, la novela encuentra un andarivel, permitiéndole al lenguaje corporal incursionar en huellas que se conjugan con las acciones propias del dolor y del cometido de no ser solo padre, sino también madre. “Pullboy” implica movimiento, deslizarse, pero también encierra libertad porque ser madre no es como nos cuentan ciertos lugares comunes, tampoco ser padre es así. Frente a esta circunstancia, Pablo nadará repensándose hasta salir a una superficie para quizá ver el panorama un poco más claro y posicionarse lejos del dolor.

En cuanto al último capítulo, titulado “Subacuática’’: representa una metáfora del buceo hacia otro lado, otra dimensión. Aparece la voz de la madre muerta, voz en off que se hace presente aquí y dice: “El piso de la pileta se abre y me meto”, “atravieso el cráter y me hundo más”, “tendría que salir a la superficie, lo sé… pero no puedo” (2018: 108). La imagen de la pérdida, de la muerte, se ha hecho presente en la vida de los personajes, está en la superficie; mientras que el pensar y el sentir figuran subacuáticamente, en lo profundo, bajo el agua, en el agua, dentro del agua donde la mente se entrega no solo al poder de los recuerdos para liberarlos y volverlos a abrazar en el afuera, sino además a lo irreparable, a aquello de lo que no se vuelve y que implica un bucear absoluto, una entrega total. Esta última metáfora se explicita en las líneas narrativas de un modo transparente y fugaz como lo es la llegada efímera (en algunos casos) de la muerte a la vida.

El trabajo con el lenguaje hace pertinente referir nuevamente al título prefijado. La autora nos lleva hacia lo hondo, el sub como el prefijo que marca, desde el principio, lo profundo y por qué no lo infinito, el interior. Etimológicamente “sub” es una partícula que procede del latín que indica un estar por “debajo de”. Luego de este prefijo le sigue la palabra acuática, articulación inconfundible con el agua. El agua, para la filosofía china y, específicamente para el taoísmo, representa inteligencia y sabiduría y, en el budismo, es conjugada con uno de los cinco movimientos. En lo que respecta a nuestra cultura occidental, el agua ha sido tomada como signo y símbolo de lo memorial, de aquello que fluye pero que no se olvida. Tal es el caso de Juan. L Ortiz, Juan José Saer, Haroldo Conti y Roberto Arlt que han narrado desde las orillas, han contado, de alguna manera, desde la sensación de que el escribir se iba convirtiendo en algo así como navegar. Arlt en una de sus Aguafuertes fluviales de Paraná reflexiona: “Y mientras escribo y miro el terraplén con declive de guijarros, en la sombra, me pregunto en dónde radicará el motivo original de que los ríos de las novelas, de la literatura; los ríos de los cuentos y de los relatos escritos son tan distintos a los ríos reales…” (Arlt, 2015:41). Cita contundente para reflejar el lugar que ha ocupado el agua en nuestra literatura.

Otro ejemplo a mencionar es el cuento “Nadar de noche” de Juan Forn, donde observamos a la natación como aquella actividad reveladora que vincula al agua y a su extensidad con lo infinito, con lo inexplicable, con el encuentro necesario con un padre que ha muerto. Pogorelsky sabe conjugar en su relato lo memorial con el pensamiento, la escrituralidad con el cuerpo y este con los movimientos de buceo. Nos invita a adentrarnos en la oscuridad de ciertos momentos de la vida de un individuo, reflejando la crisis de una sociedad que impone quehaceres-mandatos y justo allí, nos hace conocer a un personaje, Pablo, que intenta salir a la superficie desde lo más hondo de su interior, desafiando a la marea —como lo ha explicado Julián López en la contratapa de Subacuática—, para regresar al extremo más profundo de su existencia y así salvarse. Importa, entonces, continuar sobreviviendo en la hostilidad de la vida pero siempre desde el buceo recóndito y punzante.

Ya Virginia Woolf en su novela Las olas (1931) distingue al agua como símbolo de tiempo fluyente. De allí es que nos interesa indagar en la forma en que el tiempo nunca se detiene, al igual que el movimiento del agua. En el mar las olas avanzan inexorables hacia la orilla hasta morir en la arena. En todos estos casos el agua se convierte en metáfora referida al paso del tiempo.

La escritora bonaerense recrea aquí una trama en la cual condensa la batalla entre la mente y el movimiento y donde destaca el símbolo agua como ya lo hicieron las grandes escritoras Virginia Woolf (Las olas) e Iris Murdoch (El mar, el mar), además de los argentinos que ya hemos descripto. Así, de las conexiones entre autorxs, casuales, impredecibles, maravillosas, surgen el agua y el mar representando al tiempo, tiempo que (de manera inevitable) conduce a la muerte. El agua como principio y final de todo. Útero, tumba, vida y muerte. Y, primordialmente, el agua en entrelazamiento con personajes que son vínculo perpetuante de inmensidad, anhelo de regreso reflejado siempre en lo más reservado de nosotros.

[i] Eugenia Argañaraz nació en 1986 en Córdoba. Es Lic. en Letras Modernas por la UNC y en estos momentos se encuentra finalizando su Doctorado en Letras también en la UNC. Actualmente se desempeña como docente en el nivel superior. Es Prof. Adscripta del equipo de investigación en el CIFFyH-UNC: “Canon y margen en el sistema literario argentino”, dirigido por el Dr. Jorge Bracamonte.

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Prácticas escénicas mapuche contemporáneas o cómo pensar las propuestas políticas del arte en contextos de violencia estatal

Por: Miriam Álvarez y Lorena Cañuqueo.

Fotografía de portada:Matías Marticorena.

Lorena Cañuqueo y Miriam Álvarez proponen un análisis de “las nuevas prácticas escénicas mapuche” que se ejecutaron en Argentina y Chile como modo de respuesta a la violencia estatal. Las autoras comentan los trabajos del Grupo de Teatro Mapuche “El Katango” en su búsqueda de reactualizar tradiciones míticas mapuches para pensarlas no como leyendas del pasado, sino como narraciones que permitan explicar su presente, y el Festival Teatral de Pueblos Originarios, donde un nuevo teatro busca otra forma de hacer política y fortalecer, desde la emoción y la propuesta poética, formas originales de crear comunidades de sentido que incluyan a indígenas y no indígenas.


 

El 25 de noviembre de 2017 es una fecha que implicó un giro en las políticas del estado nacional hacia el Pueblo Mapuche. Ese día, fuerzas especiales de Albatros pertenecientes a la Fuerza Naval argentina acataron la orden de disparar contra un grupo de jóvenes mapuche[i] que permanecían resistiendo un posible desalojo de un territorio recuperado. Una de las balas terminaría con la vida de Rafael Nahuel, un joven mapuche de 22 años. Sin embargo, ese no era el inicio sino el punto máximo en una escalada represiva que el gobierno nacional había diseñado como política hacia las demandas territoriales de las comunidades mapuche, aplicada a través del Ministerio de Seguridad de la Nación. Antes y después del asesinato de Rafael, los voceros gubernamentales y sus aliados mediáticos sostuvieron la teoría de “enfrentamiento”, argumentando que los mapuche y el Grupo Albatros eran parangonables en recursos. Aun cuando se construya en base a hechos no demostrados y se trate de argumentos inadmisibles, ese relato le ha permitido al gobierno nacional sostener que los mapuche “atentan contra el orden constitucional”.[ii] Por lo tanto, desde la retórica gubernamental, el asesinato de Rafael, así como la desaparición y posterior muerte de Santiago Maldonado en el contexto de represión por parte de Gendarmería Nacional a la Lof en Resistencia Cushamen -entre otros hechos represivos, de persecución y amedrentamiento hacia referentes y comunidades mapuche- se enmarcan en una supuesta defensa del orden democrático.[iii]

La lectura que realizamos en este artículo de las propuestas escénicas contemporáneas mapuche, parte de una trayectoria de activismo que viene construyéndose desde principios de este siglo y que se enmarcó en la Campaña de Autoafirmación Mapuche Wefkvletuyiñ -estamos resurgiendo, una red de activistas mapuche y no mapuche. Wefkvletuyiñ tuvo como objetivo cuestionar la construcción identitaria que reforzaba estereotipos sobre los indígenas que el estado y el propio movimiento mapuche realizaba. En particular, buscaba visibilizar la presencia urbana de los mapuche y dar cuenta de la compleja trama de relaciones que se establecían en el presente entre ser mapuche y construir desde diferentes lugares de enunciación esa identidad. Fue desde el teatro, la comunicación y la investigación académica que se apostó a deconstruir esa imagen que excluía a gran porcentaje de la población mapuche. A su vez, eso nos permitió analizar el proceso de incorporación violenta del territorio mapuche al estado argentino silenciado en la historiografía nacional, así como sus consecuencias: los desmembramientos familiares, los desplazamientos forzados, el confinamiento en campos de concentración (Delrio 2005; Pérez 2016; Nagy y Papazian 2011), el sometimiento y el despojo territorial, la disposición arbitraria de personas como mano de obra esclava de familias aristocráticas bonaerenses e incipientes centros económicos (Mases 2002; Escolar 2008), así como la reclusión de familias completas en museos (Colectivo GUIAS 2011).

La desestructuración de la sociedad mapuche y el modo en que a partir de ahí quedaron diseñadas las relaciones respondieron a una misma lógica de disciplinamiento social que no sólo fueron dirigidas a los indígenas, sino que también implicó, en palabras de Diana Lenton, una manifestación del biopoder en la sociedad en general (Lenton 2014). Las características de su aplicación encuadran en la figura del delito de genocidio que, sin embargo, aún avanzado el siglo XXI, sigue siendo silenciado y soslayado en los círculos académicos y políticos como evento fundante de la matriz estatal argentina (RIG 2010). Los despliegues realizados entre 1870 y 1880 por el estado argentino para incorporar el territorio ocupado por población indígena, unificado como “Campaña al Desierto”, debe ser leído entonces como un momento de inflexión dentro de la construcción de la nación. Los efectos de esa política genocida se manifiestan en la serie de dispositivos ideológicos que, en el presente, naturalizan prácticas racistas y estigmatizantes que posibilitan que se asocie lo indígena a lo “salvaje”, “exótico”, “atrasado”, “violento” y, con el viraje de la política gubernamental, incluso con la categoría de “terrorista”.

Son, justamente esas consecuencias y sus silenciamientos, invisibilizaciones y naturalizaciones en el sentido común las que comenzaron a ser indagadas y cuestionadas desde el teatro. Parte de las propuestas artísticas que compartimos aquí tuvieron por finalidad deconstruir nociones sobre la identidad mapuche a partir de reconstruir la propia historia, pero también establecer puentes que permitieran repensar nuestra sociedad desde la lectura crítica en los tiempos presentes de estos procesos históricos.

 

Teatro y discursos identitarios mapuche

En el último tiempo, tanto en Argentina como en Chile, donde se emplaza la población mapuche, se pueden constatar diferentes prácticas escénicas mapuche que de manera sistemática vienen trabajando para instalar una nueva poética teatral y, a su vez, una nueva forma de hacer política. Dubatti (2007) nos explica que hoy estamos ante el “canon de la multiplicidad”, afirmando que la definición acerca de lo que se considera teatro se ha convertido en un problema: por un lado, podemos encontrarnos con puestas teatrales que nos proponen espectadores y actores juntos y, por otro lado, un teatro sin actores donde sólo aparecen proyecciones digitales. En consecuencia, en este escenario emerge una complejidad inédita que nos obliga a redefinir el teatro a partir de nuevas prácticas y desde un nuevo contexto histórico. En esta dirección, Diéguez (2008) afirma que, en los últimos años en Latinoamérica, debido a diferentes situaciones políticas, económicas y sociales, fueron surgiendo diferentes prácticas escénicas que han tenido que recurrir a nuevos procedimientos estéticos para poder “decir” las situaciones dramáticas que se estaban viviendo, motivo por el cual se debieron transgredir las formas escénicas tradicionales.

Entendemos que lo que denominamos “las nuevas prácticas escénicas mapuche” que han venido instalándose en la escena artística desde el año 2002 encuadran en estas necesidades de generar nuevos procedimientos estéticos para poder articular relatos que intervengan en las discusiones políticas.[iv] Si bien existen puestas teatrales desde fines de la década del 1980, en el último tiempo se ha generado una serie de propuestas dramáticas que tienen por objetivo cuestionar formas de alteridad que desarrolla el discurso hegemónico, junto con proponer nuevas imágenes sobre los indígenas. Sin embargo, aunque la apuesta sea criticar la imagen exotizante de los cuerpos y prácticas mapuche, muchas veces las propuestas teatrales terminan reproduciéndolo como consecuencia misma de forma de producción de la hegemonía (Segato 2007). Pese a ello, lo importante es que el teatro ha servido como lenguaje poético para discutir con nociones de aboriginalidad[v] Nos interesa desarrollar aquí algunas líneas de debate que observamos que estas puestas escénicas abren en diálogo con el Estado-nación, con las organizaciones políticas mapuche, los medios de comunicación y la sociedad en general. En este sentido, es necesario aclarar que estas formas dramáticas no buscan arraigarse en lo ancestral mapuche, ni piensan el arte como espacio de ritual. Es decir, que estamos frente a una propuesta renovadora que se propone instalar a través de lo poético, lo performático y lo político, la pregunta acerca de la identidad mapuche: ¿qué es ser mapuche hoy?.

 

El grupo de Teatro Mapuche El Katango: la reactualización de las narraciones mapuche

El Grupo de Teatro Mapuche “El Katango” buscó generar con el teatro una nueva poética teatral que narre la realidad mapuche, pero además que conforme procedimientos poéticos teatrales mapuche. Se buscó entonces, no solo un relato escénico, sino una “forma mapuche” de instalarlo. La primera puesta teatral se basó en el mito de origen del Pueblo Mapuche que buscó reactualizar dicho mito no como leyendas del pasado, sino como narraciones que permitan explicar el presente mapuche. Dice el texto de la obra en uno de sus fragmentos finales:

Y hoy Kay kay tal vez comience otra vez a agitar las aguas. Porque como aquella vez los mapuche volvemos a ser solo “che”, ¿nos estamos olvidando nuevamente de la tierra, de ser gente de la tierra, de ser “mapuche”? ¿No deberíamos escuchar a nuestros espíritus del pasado? (Fragmento de la obra Kay Kay egu Xeg Xeg, 2006: 65).[vi]

La segunda puesta teatral de este grupo, se llamó Tayiñ Kuify Kvpan -Nuestra vieja antigua ascendencia-, la obra propone una escenificación de la muerte interrelacionada con lo cotidiano: el tejido, la conversación, la comida, marcos en los cuales se abordan los despojos sufridos por el Pueblo Mapuche desde relatos actualizados desde la memoria social mapuche que se encontraban silenciados por la narrativa oficial e incluso dentro del seno de las familias mapuche:

Anciana: Qué íbamos a pensar nosotros que nos iba a pasar esto. Llegaron los malones wigka y se llevaron todo. La humareda quedó no más, todos desparramados, unos por allá, otros por acá, qué sé yo (Álvarez, 2004. p. 2).[vii]

El planteo de la puesta nos permite identificar contenidos vinculados con la espiritualidad, la historia, la disputa política y la vida social de los mapuche. La obra nos remite al pasado del Pueblo Mapuche pero, a su vez, nos trae al presente. Se trabaja con recuerdos-imágenes, momentos del pasado relacionados con ceremonias antiguas, como el ritual de los muertos, que aparecen entrelazados con prácticas de la cotidianidad del presente. Por otro lado, la obra nos remite a los conflictos territoriales iniciados a fines del siglo XIX y continuados en la actualidad, que se hacen presentes a través de imágenes proyectadas y eso transcurre en un espacio circular donde el público y los actores quedan mezclados, reflejando la emergencia de ese canon de multiplicidad del que habla Dubatti.

Pewma, la historia silenciada

Para los mapuche, el pewma representa una forma particular de sueño, porque es donde se predicen cosas importantes. Si alguien tiene un pewma, se presta atención a su presente, porque seguramente ese sueño está marcando un camino. La propuesta escénica aborda esta forma particular de soñar a través de la historia de dos mujeres que migraron a la ciudad, Carmen y Laureana. Ambas, a través de acciones cotidianas como tejer, lavar ropa y cocinar, intentan alejarse del pasado doloroso de sus familias. Sin embargo, el pewma las inunda y lo silenciado cobra vida en las imágenes del sueño. Esta obra tuvo como objetivo trabajar con relatos recopilados por investigaciones propias y de otros investigadores desde la memoria social mapuche con respecto al genocidio indígena. Por un lado, se narraban situaciones que han sido transmitidas intergeneracionalmente -incluso a través de los silencios y secretos- de las violaciones sufridas en el proceso de las campañas de avance estatal, tal como podemos graficar en el siguiente fragmento de la obra:

Laureana: Que no me van a sacar a mi hijo. Lo voy a esconder otra vez en mi vientre para que no lo vean. Aunque me corten los pechos por no caminar más. Aunque me corten de los garrones. Me voy a quedar acá tiradita, arrolladita, para que no me vean. Sino me llevan y me encierran en los alambrados. Me voy a morir ahí. (…) (Álvarez, 2010.p.34).

Por otro lado, la obra buscaba generar imágenes que reflejaran la dimensión de ese proceso de violencia estatal sobre los cuerpos indígenas, al mismo tiempo que proponía generar una narrativa que contuviera a actrices y espectadores atravesados por ese proceso.

 

 

 "Pewma -sueños-", del Grupo de Teatro Mapuche El Katango de Bariloche, Río Negro (Fotografía: Bárbara Marigo)


«Pewma -sueños-«, del Grupo de Teatro Mapuche El Katango de Bariloche, Río Negro (Fotografía: Bárbara Marigo)

 

El Festival Teatral de Pueblos Originarios

Durante el 2009 se organiza por primera vez en Argentina un festival teatral de los Pueblos Originarios en la ciudad de Fisque Menuco -pantano frío, denominación en mapuzungun que se le da a la región donde se emplaza la ciudad de General Roca, en la provincia de Río Negro. La coordinación estuvo a cargo de un teatrista mapuche, Juan Queupan, quien durante ese primer encuentro estrenó su obra Una leyenda del Río Negro, basada en la leyenda escrita por Juan Raúl Rithner.  El festival se llevó a cabo desde el año 2009 y hasta el 2017. La obra teatral presentada de Queupan, es abordada desde el género de la leyenda, intentando dar vida a un teatro diferente, para lo cual toma la leyenda y la adapta para una puesta teatral. La obra propone una relación con elementos de la naturaleza y relata la historia de tres jóvenes mapuche: Neuquén, Limay y Raihue con sus miedos, sus deseos y sus rivalidades. También nos muestra la relación que estos jóvenes mantienen, por un lado, con sus mayores y, por el otro, con la naturaleza:

Viento: ¡Neuquén! ¡Limay! ¡Se acabó la búsqueda del mar, solitarios! ¡No hay  más Raihue, soñadores! Ni para mí ni para ustedes ni para nadie… ¡Para nadie! (Fragmento de la obra “Una leyenda del Río Negro”1988)

 

"Festival Teatral de Pueblos Originarios", Fisque Menuco, Río Negro (Fotografía: Juan Queupán)

«Festival Teatral de Pueblos Originarios», Fisque Menuco, Río Negro (Fotografía: Juan Queupán)

 

En cuanto al Festival como espacio permitió que varios grupos teatrales mapuche nos encontráramos y pudiéramos discutir sobre una nueva forma de hacer teatro y de hacer política. Para eso generó el encuentro entre teatreros mapuche de Gulu Mapu -Territorio del Oeste, hoy dentro del estado chileno- y el Puel Mapu –Territorio del Este, actualmente dentro del territorio argentino-. De esos Festivales formó parte Andrea Despó, quien escribe y actúa la obra teatral Sueños de agua, basada en la historia de María Epul de Cañuqueo machi y “camaruquera” mapuche de la zona de Cerro Negro, ubicada en el límite entre el Departamento Paso de Indios y Mártires, en Chubut. Machi es guía espiritual del Pueblo Mapuche, quien tiene el rol de curar los males físicos y emocionales de las personas. Doña María era, además, “camaruquera”, es decir, la persona que lleva adelante la ceremonia del camaruco.[viii] La propuesta escénica aborda momentos del pasado de la vida de esta machi, reconstruye su trabajo de curandera de la zona, su relación con los pobladores del lugar, así como su relación con figuras del estado nacional en la década de 1940. Dice un fragmento de la obra:

Contaba que un día salió de su casa. No supo que rumbo tomó. Se perdió. Era muchacha chica. Y cuando vino a tomar a conocimiento dice que estaba adentro del agua. Estaba ahí, y no podía salir. Estaba sentada. No sentía frío. No sentía nada. No podía hablar. La habían agarrado los sueños de agua (Despó, 2005).

 

"Sueños de agua", de Asociación Metateatro de Trelew, Chubut (Fotografía: Juan Namuncura).

«Sueños de agua», de Asociación Metateatro de Trelew, Chubut (Fotografía: Juan Namuncura).

 

Del Gulu Mapu, participaron las puestas teatrales del Grupo Teatral Rumel Mulen quienes estrenaron en la convocatoria del Festival del año 2015 la obra Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-. La puesta trabaja desde la memoria social sobre las contradicciones que los mapuche deben afrontar en la actualidad a través de la historia de dos mujeres y genera imágenes corporales a través de texturas y diseños del tejido mapuche –witral– y sonoridades que emulan al ül -canto tradicional-.[ix]

 

"Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-", del Colectivo Rumel Mulen de Santiago de Chile (Fotografía: Lorena Cañuqueo)

«Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-«, del Colectivo Rumel Mulen de Santiago de Chile (Fotografía: Lorena Cañuqueo)

 

Producto de estos encuentros teatrales, creadores del Puel Mapu han entablado relación con el trabajo teatral de Paula González Seguel, quien desde el teatro documental también busca indagar en situaciones conflictivas y soslayadas de la vida cotidiana mapuche para enlazarlas con los procesos de violencia y represión que a diario sufren comunidades y miembros del Pueblo Mapuche en Chile.[x]

 

Prácticas escénicas mapuche: el arte y la política

Las producciones dramatúrgicas mapuche que hemos descripto se caracterizan por la búsqueda de procedimientos poéticos que reflejen estéticas, imágenes, cuerpos y dimensiones de tiempo y espacio propios del pensamiento mapuche. A su vez, los integrantes de estas producciones participan de espacios de debates políticos acerca de la identidad mapuche a través de sus propuestas. Así, abordan cómo se revitaliza la pertenencia y la identidad en un pueblo que ha sido largamente sometido por los estados nacionales; y, a la vez, problematizan cómo realizar esas puestas desde la creación de una poética propia (recurriendo a danzas, rituales, el idioma, narraciones, formas de hablar, gestualidades y corporalidades). Entendemos que este repertorio de prácticas corporales conforma en escena un nuevo teatro que busca otra forma de hacer política, toda vez que impugna y al mismo tiempo propone nuevos marcos de interpretación sobre las secuelas de un proceso de violentamiento -que se sigue replicando en el presente-, sobre los estereotipos construidos por el imaginario nacional y busca fortalecer desde la emoción y la propuesta poética nuevas formas de crear comunidades de sentido -que incluya a indígenas y no indígenas-. En esa búsqueda, se trabaja desde la investigación teatral, la discusión de estéticas y en forma articulada con trabajos académicos, sobre la memoria social mapuche.

Estas propuestas teatrales contemporáneas ponen en jaque las ideas tradicionales de identidad indígena al correr la discusión sobre lo mapuche al terreno de lo artístico a partir de pensar la problemática indígena desde lo poético. De esta forma, se indaga en la deconstrucción de la imagen fosilizada y anclada en estereotipos estigmatizantes de los indígenas, sedimentada en el sentido común y difundida por los medios de comunicación y los discursos hegemónicos, aún en el presente. A su vez, estas manifestaciones artísticas exploran en nuevas formas estéticas que integran de manera heterogénea distintos lenguajes expresivos. Así, las posibles nuevas poéticas teatrales mapuche contribuyen a un colectivo social más amplio a reflexionar acerca de la continuidad del Pueblo Mapuche, a pesar de los desplazamientos y las fragmentaciones familiares sufridas, así como en nuevas maneras de construir una sociedad a partir de evidenciar los silencios de la historia y las violencias estatales sobre los mapuche.

 

[i] Mapuche es una palabra en mapunzugun -idioma mapuche- que puede traducirse como “gente que forma parte de la tierra” y no un gentilicio del idioma castellano, por eso no corresponde pluralizar en castellano, puesto que la palabra ya indica un colectivo.

[ii] Pese a la insistencia de los medios en reproducir tal hipótesis, aún el Poder Judicial no ha podido demostrar que Rafael hubiese portado armas en el momento de la represión, pero sí se sabe con certeza que corría cerro arriba y que recibió un disparo en el muslo que le perforó órganos vitales, es decir, fue baleado por la espalda. Sin embargo, los dos jóvenes mapuche que transportaron desde el cerro a la ruta el cadáver de Rafael tienen pedido de captura acusados del delito de usurpación y atentado a la autoridad. El miembro del Grupo Albatros imputado por el crimen de Rafael espera las resoluciones judiciales en libertad, tal como garantiza el principio de inocencia, que parece invertirse cuando se trata de activistas indígenas.

[iii] En este marco, los gobiernos provinciales de Chubut, Río Negro y Neuquén junto al Ministerio de Seguridad de la Nación crearon un comando unificado que tiene como objetivo articular acciones represivas en contra de una organización supuestamente terrorista, denominada Resistencia Ancestral Mapuche. Nuevamente, no se ha podido demostrar la veracidad de tal imputación, aunque sirve para generar consensos sobre políticas represivas contra los mapuche en la Patagonia argentina.

[iv] A partir del 2002, con el Primer Encuentro de Arte y Pensamiento Mapuche que se desarrolló en Bariloche donde se presentaron tres puestas teatrales mapuche, es que se vienen dialogando acerca de otra forma de hacer política desde el arte en diálogo con el activismo mapuche. Para un registro de ese encuentro, ver: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/encuentro.htm

[v] Aboriginalidad se refiere al proceso de creación de la matriz estado-nación, en el cual el indígena es construido como un “otro interno” dentro de los márgenes de esa configuración (Beckett 1988). Su particularidad respecto a otros mecanismos de creación de alteridades basadas en rasgos etnicizantes y racializados es que se parte de que esas “otredades” son autóctonas. El proceso de construcción de aboriginalidad está mediado y condicionado por las concepciones sociales sedimentadas, los recursos en disputa y los medios políticos disponibles, lo que da como resultado rasgos específicos en cada contexto que explican la diferencia entre diferentes “geografías” y contextos etnogenéticos (Briones 1998).

[vi] Un registro de la obra se puede ver en: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/KayKay.htm

[vii] Un registro de la obra se puede ver en: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/TKK.htm

[viii] Camaruco se denomina a la ceremonia comunitaria que se realiza una vez al año.

[ix] Un registro de la obra se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=l_WxTsivDoE

[x] Un registro de “Ñuke. Una mirada íntima hacia la resistencia mapuche”, trabajo reciente de Kimvn Teatro se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=CcSujMd2dBk

Un caleidoscopio de Malvinas: «Campo minado» y «Teatro de guerra» de Lola Arias

Por: Verónica Perera*

Foto de portada: Tristam Kenton

La guerra de Malvinas, además de ser uno de los sucesos políticos más importantes y traumáticos de nuestra historia reciente, ha sido uno de los más tematizados por la ficción desde 1982 a la fecha. En esta nota, Verónica Perera reseña de manera aguda una de las propuestas más ambiciosas del último tiempo: el reencuentro entre ex combatientes de los bandos argentino y británico que supuso la obra Campo minado, de Lola Arias, y las formas de recordar que se narran en la película Teatro de guerra


 

Antes que un rompecabezas donde cada pieza encaja en un sólo lugar, la memoria es un caleidoscopio, dice Pilar Calveiro en Política y/o Violencia. A partir de movimientos circulares, en una posición aparentemente fija, el caleidoscopio genera un sinfín de imágenes, variaciones a veces imperceptibles de formas y colores. Después de casi dos años y veinticinco ciudades, Campo minado, de Lola Arias, volvió a Buenos Aires —esta vez al Teatro San Martín (en noviembre y diciembre del 2016 se había presentado en el Centro de Artes Experimentales de la UNSAM) —. Campo minado se reestrenó junto con Teatro de guerra, la película filmada entre los castings y los ensayos de la obra de teatro. Junto a la video instalación “Veteranos” (presentada en el Battersea Arts Centre de Londres en 2014 y en el Parque de la Memoria en Buenos Aires en 2016) forman un corpus de objetos de arte que hablan entre sí mientras exploran la guerra y la posguerra de Malvinas con sus ex combatientes. Crean un caleidoscopio de memorias que expanden los límites de las imágenes socialmente dominantes de la guerra, de los hombres que la batallaron y de sus vidas en la posguerra. Voy a concentrarme, en lo que sigue, en Campo minado con algunas visitas a Teatro de Guerra.

 

Entre el teatro documental y el experimento social, Campo minado propone un gesto dramático y político sin precedentes. Reúne en el mismo escenario a seis veteranos de ambos lados del conflicto bélico: tres argentinos, dos ingleses y un gurkha. Con un texto dramático pedagógicamente dividido en dieciséis capítulos y una puesta en escena que se vale desde fotos del álbum familiar hasta el archivo público de “24 horas por Malvinas” o del Canberra; desde cartas íntimas hasta las conocidas tapas de la Revista Gente o The Sun; desde filmadoras y proyecciones en escena hasta los audios de Galtieri y de Thatcher (y los performers usando sus caretas); desde objetos de la guerra y una maqueta hasta instrumentos musicales y una banda en vivo; estos cuerpos socializados para aniquilarse mutuamente treinta seis años atrás, hoy comparten un escenario que itinera por el mundo. Estos cuerpos producen, colaborativamente, testimonios ficcionalizados y ficciones testimoniales que memorializan sus muchos padecimientos y sus magros alivios en la guerra, y sus vidas en la posguerra. Recuperan un pasado de violencia extrema y fronteras nacionales, en un presente que, en buena medida gracias a los objetos de arte en los que participan, se les aparece catárquico, sanado y mucho más internacionalizado. Forman una comunidad afectiva plurinacional y multilingüe (la obra transcurre simultáneamente en español y en inglés, con cantos y poesía nepalí no traducidas) capaz de desplazarse desde Londres a Buenos Aires, desde Santiago de Chile a Kyoto, desde Roma a Madrid, entre otros recorridos. Combatientes de la nación ayer, actores en escenarios globales hoy.

 

Corsets

¿Cómo sucedió? ¿Cómo son posibles semejantes movimientos? El casting fue largo y trabajoso, me contó Arias en una entrevista personal el 12 de septiembre del 2017. El equipo de producción entrevistó aproximadamente a ochenta ex combatientes de ambos lados del Atlántico para luego audicionar y elegir a aquellos que, además de criterios estéticos referidos a sus narraciones, pudieran suspender trabajos y obligaciones para comprometerse con la obra y sus giras. Hubo resistencias que vencer y personas que convencer, dice la directora. Pero, además, nada de esto hubiera sido posible, sugiero, sin posicionamientos políticos adelgazados y sin una soberanía encorsetada. La pieza nos cuenta, por ejemplo, que mientras Marcelo Vallejo “sí quería ser soldado”, Gabriel Sagastume estaba lejos de desearlo, pero se vio forzado por un servicio militar obligatorio, vigente en Argentina hasta 1995. Sin embargo, la obra evade las infinitas divisiones que hacen a la cartografía de las asociaciones de ex combatientes de Malvinas en Argentina —reflejo, por supuesto, de antagonismos anteriores y que hoy atraviesan a los propios performers de Campo minado —. Mientras Vallejo participa fervorosamente, todos los años, de la nacionalista, católica y militarista vigilia del 2 de abril en San Andrés de Giles, Sagastume formó parte del CECIM, la organización antibélica, antimilitarista y denunciante de las torturas en Malvinas.

 

Por otro lado, Campo minado no reclama soberanía sobre las Islas para ninguna de las dos partes. La pusieron entre paréntesis. “La obra no quiere trabajar sobre la soberanía” me dijo Arias. El conflicto se nombra, las diferencias se marcan: los argentinos cantan el himno a las Malvinas; David Jackson reclama por la ausencia de los muertos ingleses (¿Dónde carajo están los muertos británicos en esta obra?”) y Lou Armour insiste en que los isleños son y quieren ser parte de Gran Bretaña, tal como lo ratificaron, casi unánimemente, en un plebiscito hace sólo cinco años. Pero nadie se entrega al conflicto. La obra no se compromete con esos antagonismos. La respuesta, creo, o la politicidad a la que quizá todos apuestan—los ex combatientes, Arias, el corpus todo, el público que sigue aplaudiendo de pie—aparece, tal vez, no en la obra de teatro sino en una escena de la película. En Teatro de guerra, Galtieri y Thatcher (o mejor dicho, sus caretas en las cabezas de Sagastume y Jackson) se besan, entre apasionada y calculadamente, durante un silencio largo. Evocan, así, una suerte de pacto silente entre poderes gubernamentales a espaldas de las mayorías populares. Con la “recuperación” de las Islas Malvinas, la dictadura genocida de Galtieri buscaba, después de cinco años, denuncias y resistencias por las violaciones a los derechos humanos y una profunda crisis económica, recuperar legitimidad para continuar en el gobierno. Con la “victoria patriótica” en la Falklands War, el gobierno de Thatcher  consiguió su propia legitimidad para implementar, “sin anestesia”, políticas neoliberales. Antes que ciudadanos nacionales politizando conflictos de soberanía, resabios coloniales, aventuras imperiales, o como queramos llamarle, Campo minado y Teatro de guerra nos hacen mirar esa suerte de sinergia entre élites que, entre los setenta y los ochenta, y desplegando distintos tipos de violencias, inauguraron y traccionaron, tanto en América latina como en Europa, la gubernamentalidad neoliberal.

 

 Entre generaciones

Antes de comenzar las entrevistas con Arias y su equipo, los ex combatientes tenían sus propios relatos sobre la guerra: “se te arma un cassette, una parte de tu historia expuesta para contarla”, me dijo Sagastume. Los argentinos daban charlas en las escuelas. Lou Armour testimonió en 1987 en el documental de la televisión británica The Falklands War: the Untold Story, dirigido por Peter Kominsky. Pero el encuentro y la escucha de Arias y su equipo desorganizaron esas narraciones, sacudieron esas verdades subjetivadas. Al tiempo que se abrieron ventanas y surgieron nuevas formas y colores en el caliedoscopio de memorias, comenzó la disputa por el control del testimonio. ¿Quién cuenta qué y cómo?¿Porqué las experiencias que los veteranos narraban en una hora tuvieron que reducirse a cuatro o cinco minutos? ¿Qué queda afuera del escenario y quién lo decide? “En la guerra también hay historias de vida. Yo le salvé la vida a Marito, un cabo de la Marina. Pero no lo puedo contar en Campo minado”, me dijo Rubén Otero. Gabriel Sagastume, por otro lado, contra la voluntad de Arias, logra no hablar en primera persona de los estaqueamientos a los soldados argentinos que robaban comida. Los ingleses insisten en que se trata de un proyecto sobre el sufrimiento argentino. Y en una escena de Teatro de guerra, David Jackson, fastidiado y conversando con Lou Armour, se burla de las instrucciones incesantes de Arias “¡Hacé…! ¡Decí…! ¡Soy un ex Royal Marine! ¡Soy sicólogo! ¡No soy actor!”. Todo esto indexa las negociaciones entre la directora y los veteranos performers; las condiciones en las cuáles se produce un testimonio vivo y un texto dramático surgido entre el documento y la ficción. Pero, sobre todo, esto también nos habla de la imposibilidad de una memoria estable; de la naturaleza plural, disputada, fragmentada, rizomática de la memoria —una idea que el corpus de Arias vuelve a explorar en la última escena del film—.

 

Rubén Otero recrea el hundimiento del Crucero General Belgrano junto a Marcelo Vallejo y Gabriel Sagastume.

Rubén Otero recrea el hundimiento del Crucero General Belgrano junto a Marcelo Vallejo y Gabriel Sagastume.

 

Hacia el final de Teatro de guerra (un final, por cierto, muy teatral, que bien podría ser un ejercicio de Augusto Boal en Teatro del Oprimido), los veteranos tienen dobles de la edad que ellos tenían cuando fueron a Malvinas. Los veteranos y sus dobles jóvenes se preparan, en la intimidad del uno a uno, para recrear, una vez más, la escena en la que Lou Armour cuenta del oficial argentino que murió en sus brazos mientras hablaba en inglés. En Campo minado supimos de este episodio y cuanto marcó la posguerra de Lou. Pero Teatro de guerra lo subraya tantas veces que no podemos dejar de pensar en el trabajo reiterativo que implica elaborar un trauma, ese revivir necesario para volver a vivir, alivianado y distanciado del dolor, como diría Elizabeth Jelin en Los Trabajos de la Memoria. Otra vez en silencio, los jóvenes ponen el cuerpo y se dan permiso para crear una imagen pasada y nueva a la vez; una imagen presente donde los veteranos pueden verse, desde afuera, en aquella guerra de 1982. Y así el caleidoscopio sigue girando, hacia las generaciones que siguen.



*La autora es socióloga y Doctora en sociología por la New School for Social Research (Nueva York). Desde 2013 es Profesora Titular e Investigadora en la cátedra de Memoria, Derechos Humanos y Ciudadanía Cultural en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Avellaneda. 

Sobre la escucha. Voces de mujeres sobrevivientes al terrorismo de Estado

Por: Claudia Bacci

Imagen: «Azulejaria Branca em Carne Viva», Adriana Varejão, 2002, Fondation Cartier.

En Surviving State Terrorism: Women’s testimonies of repression and resistance in Argentina, Bárbara Sutton recorre testimonios de mujeres sobrevivientes al terrorismo de estado registrados por Memoria Abierta. En esta reseña, Claudia Bacci destaca cómo ese camino de análisis implica poner de manifiesto los modos generizados de la represión y la resistencia sin restringirlos a la violencia sexual, atender a las voces de las mujeres sin hacerlas hablar por otros, reconstruir el protagonismo del cuerpo y las formas del afecto, los cuidados y la solidaridad sin anular sus potencias para resistir. Sumado a ello, estos trabajos practican una actualización del archivo y una política feminista de la cita.


 

Surviving State Terrorism: Women’s testimonies of repression and resistance in Argentina (Bárbara Sutton)

New York University Press, 2018

325 páginas

 

Sobrevivir al terrorismo de Estado: testimonios de mujeres sobre la represión y la resistencia en la Argentina es el más reciente libro de Bárbara Sutton que indaga en un conjunto de testimonios orales de mujeres sobrevivientes de distintos centros clandestinos de detención durante la última dictadura, que dan cuenta de los efectos del terrorismo de Estado en la Argentina. Sutton, socióloga argentina, recorre una serie de 52 testimonios audiovisuales realizados por el Archivo Oral de la Asociación Civil Memoria Abierta desde 2001 hasta el presente, y se pregunta de qué modo las interpretaciones y representaciones en el espacio público sobre estas narrativas desoyen las voces de las sobrevivientes. A través de una escucha delicada y generosa, la autora se propone mostrar sin condescendencia las aristas que estos relatos abren a la comprensión de la resistencia a la violencia desde los cuerpos y los afectos en femenino. En este camino, recoge los giros no reconocidos de esas experiencias, en particular de las referidas al dolor y al trauma, pero también aquellas narrativas sobre la militancia política revolucionaria previa y a las formas colectivas y personales de afrontar la violencia estatal y de buscar justicia y reparación desde el retorno de la democracia en 1983.

A partir de su interés por los fenómenos relativos a la protesta social en la Argentina de fines del siglo XX, Barbara Sutton desplegó en su trabajo anterior, Bodies in Crisis: Culture, Violence, and Women’s Resistance in Neoliberal Argentina (Rutgers University Press 2010), estrategias de observación y recolección de voces de mujeres, para explorar la relación entre corporalidad y resistencia política entre mujeres integrantes de organizaciones sociales de base, en el contexto de la crisis socioeconómica que sacudió a este país en 2002 y 2003. En ese volumen planteaba ya la hipótesis de la centralidad del cuerpo para comprender las prácticas cotidianas y la protesta colectiva liderada por mujeres, analizando prácticas de feminidad, los activismos por el aborto y contra la violencia hacia las mujeres, entre otros aspectos. En su nuevo libro, la escucha de los testimonios de las sobrevivientes busca “mostrar el carácter generizado de la violencia estatal que excede el recurso a la violencia sexual”, subrayando las formas en que la violencia estatal, la resistencia y la memoria de esta experiencia son incorporadas, es decir, se constituyen y atraviesan las formas de vivir el cuerpo-del-género.

Por otra parte, el análisis de estos relatos se sobrepone a las representaciones que refuerzan una mirada victimizante sobre la violencia de género, entendida como una estrategia que olvida el carácter político de estos relatos y memorias. Reconociendo la importancia para las construcciones memoriales y las acciones de justicia de las representaciones e intervenciones públicas de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, Sutton elige poner en primer plano las perspectivas de las mujeres sobrevivientes sobre la violencia estatal que aún reciben menor atención pública y académica. Si estas voces no son audibles en nuestra sociedad no se debe a que no hablen o a que ‘elijan no hablar’ sino a que “los guiones sociales del género otorgan mayor legitimidad a las mujeres para hablar en nombre de otros que para hablar de sus propias experiencias”. Por ejemplo, al mostrar el modo en que operaba el trato especialmente cruel por parte de las fuerzas de seguridad que dirigían los centros clandestinos –desde guardias hasta secuestradores y torturadores-, hacia lo que consideraban “maternidades no alineadas al orden” de las mujeres que militaban en organizaciones armadas, Sutton procura abordar las experiencias de las mujeres más allá de la maternidad, sin evadir la especificidad de las regulaciones y controles sobre los cuerpos femeninos en el contexto del cautiverio. También, al resaltar las instancias de la agencia de las mujeres antes que su victimización, recupera la politicidad de estas voces en la transmisión de las memorias colectivas.

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Portada de Surviving State Terrorism: Women’s testimonies of repression and resistance in Argentina de Bárbara Sutton, New York University Press, New York 2018. 325 páginas. Su utilizó una imagen del mural temporario de Grone de Luca en la entrada de la Ex-ESMA, fotografiado por Bárbara Sutton. Diseño de portada por Ryan Murphy.

Estas restricciones y dificultades a la hora de escuchar en la escena pública los relatos de las experiencias de las sobrevivientes, pueden reforzarse con el énfasis en la escena judicial de denuncia, como la autora señala también a partir de los trabajos de académicas y activistas de América Latina, como Kimberley Theidon (Perú) de quien retoma la advertencia acerca de los problemas de circunscribir los trabajos sobre la opresión y desigualdad de género en contextos de violencia estatal al fenómeno de la violencia sexual, a la cual trasciende. Como señala Sutton aquí, el género constituye un conjunto de “normas, instituciones e ideologías, un sistema de desigualdad, una dimensión de la espacialización social y una performance […] que se articula y es mutuamente constituido con otras categorías de diferenciación y desigualdad”, prestando atención así a un abanico de aspectos que atraviesan estas experiencias de la violencia en diferentes niveles y contextos. Es esta capacidad para desplegar perspectivas amplias acerca de los efectos de la violencia sobre las desigualdades de género y las violencias contra las mujeres y violencias sexuales, muchas veces conjugadas en un mismo relato, la que destaca en la intervención de la autora.

El libro explora primero algunos testimonios que abordan de manera reflexiva las experiencias de tortura, el sufrimiento y la incredulidad frente a este proceso deshumanizador (Capítulo 2, “Decir el terror”). Sin eludir las formas de crueldad que toman al cuerpo como materia, Sutton se enfoca luego en la forma en que las prácticas de tortura reproducen y se sostienen en “imaginarios y prácticas culturales generizadas”, y en aquellas narrativas donde la corporalidad es central para las construcciones generizadas de la feminidad y la masculinidad que movilizan el aparato represivo dentro de los centros clandestinos (Capítulo 3, “Narrar el cuerpo”). El lugar central del cuerpo en estas narraciones también delinea los relatos acerca de las acciones posibles en ese marco para sostener la sobrevivencia. Así, en el capítulo titulado “Cuerpo, supervivencia, resistencia y memoria”, la autora recupera aquellos testimonios que muestran diferentes aspectos de las tácticas y estrategias corporales que, incluso cuando recurrían a formas normativas de género como la feminidad, la sexualidad o la maternidad, constituían prácticas de resistencia y solidaridad dentro de los centros clandestinos cuya temporalidad excedía el cautiverio para alcanzar las acciones de denuncia y memorialización del presente. Finalmente, el último capítulo sobre “Transmitir la memoria, reclamar la utopía” escucha las voces políticas de estas sobrevivientes que dirigen una mirada crítica a su participación en diferentes instancias de activismo antes de la dictadura, cuestionan el presente desde sus experiencias de participación en las luchas por los derechos humanos desde la vuelta de la democracia en 1983, y buscan nuevas instancias para transmitir su legado.

En este recorrido analítico, Sutton elabora un entramado testimonial fundamentado en un fino trabajo metodológico de selección e interpretación y en su particular tratamiento de los propios testimonios. El libro recupera el esfuerzo de organismos de derechos humanos en la construcción de un archivo de acceso público como el realizado por Memoria Abierta, para destacar de manera más general la importancia de este tipo de intervenciones en contextos como el nuestro, donde el compromiso de activistas y organizaciones de derechos humanos no siempre encuentra eco en instancias institucionales y/o estatales para el desarrollo y preservación de este tipo de reservorios de memorias. Por otra parte, como la propia Sutton señala, los archivos constituyen espacios de preservación del pasado, pero también sitios dinámicos cuya puesta en circulación reactiva y actualiza las preguntas, produciendo nuevos acercamientos por parte de la academia y los activismos. Así, cuestiones todavía invisibilizadas pueden emerger al revisar críticamente los aparentes “silencios” y “ausencias” en estos archivos y otras formas de registro de las memorias colectivas.

El libro también, en un gesto poco frecuente, construye un diálogo fecundo con diferentes trabajos realizados sobre el tema por investigadoras y activistas de estas problemáticas, como el desarrollado por el equipo del Archivo Oral (Alejandra Oberti, Susana Skura, María Capurro Robles y Claudia Bacci), Y nadie quería saber: Relatos sobre violencia contra las mujeres en el terrorismo de Estado en Argentina (Memoria Abierta 2012), entre otros con los cuales debate y construye su propia interpretación. Este tipo de articulaciones constituyen una verdadera política feminista de la cita y la inter-referencia, fundada en la idea de que solo a partir de la construcción colectiva que resulta de reconocer en sentido genealógico las diferentes perspectivas previas, es posible recuperar las instancias políticas de este tipo de producciones. Para quienes, como la autora y tantxs colegas, nos dedicamos a estudiar y producir este tipo de relatos, la pregunta sobre qué significa realizar una “investigación implicada” se presenta como un verdadero desafío acerca del sentido social y político de nuestras intervenciones.

Al tiempo que evita producir una mirada paternalista o victimizante que naturalice la violencia de género como un riesgo inherentemente femenino o resalte la cualidad homogénea del rótulo “mujeres”, Sutton muestra las diversas tonalidades de experiencias que despliegan estos testimonios en torno a los guiones genéricos implícitos en la práctica de la tortura, más allá de los más evidentes registros del género propios de la violencia sexual. Nos muestra, con delicadeza pero sin afectación, “cómo las nociones normativas de ‘lo femenino’ son recreadas a través de la tortura y el tormento que construyen a los seres humanos como solo cuerpos, fomentando la hiper-conciencia del cuerpo, intensificando la vulnerabilidad, y produciendo monstruosidad”. También recupera las formas en que estos testimonios manifiestan su carácter político: porque se atreven a contar, porque persisten en hacerlo a lo largo de muchos años, porque no reniegan ni se excusan de sus pasadas militancias aunque plateen hoy sus críticas, y porque perseveran en dar un sentido político al trabajo de testimoniar y legar estas historias y se niegan a aceptar el estado de las cosas.

Estos relatos transmiten así algo más que ciertos hechos –que por cierto se ocupan de denunciar y hacer públicos en diferentes escenas, como la judicial o la mediática–, y constituyen también expresiones de una búsqueda colectiva por recordar y comprender. La comprensión, dice Hannah Arendt, “es un proceso complicado que nunca produce resultados inequívocos. Es una actividad sin final, en constante cambio y variación […] El resultado de la comprensión es el sentido, que hacemos brotar en el mismo proceso de vivir, en la medida en que intentamos reconciliarnos con lo que hacemos y padecemos”[1]. Estos testimonios, tan arduos de escuchar, son puntos de sutura momentáneos, efímeros, entre lo que hay de sufrimiento y la posibilidad de actuar y resistir en contextos de extrema vulnerabilidad y precarización como los conocidos en centros clandestinos bajo el terrorismo de Estado. Constituyen de este modo testimonios de pase, relatos que nos permiten vincular temporalidades extensas de nuestra historia con las experiencias de otras generaciones en las reconstrucciones memoriales.

En este sentido, el libro de Sutton es también testigo, porque pone a circular en otros contextos y desde su propia mirada los testimonios que descansan en un archivo público, y da cuenta de lo que puede significar escucharlos y prestarles atención. Esta puesta en circulación constituye, como sostiene la autora, “una práctica que puede enriquecer a los miembros de diferentes grupos de edad y supone potencialidades creativas –incluso si puede implicar negociaciones intersubjetivas complejas y conflictivas”. No se trata entonces de un pase sin conmoción ya que, si hablamos de memorias y experiencias, es el presente con sus preguntas el que las atraviesa: “¿Qué tipo de sociedad vale la pena construir? ¿Con qué herramientas y métodos? ¿Qué lecciones pueden ser extraídas de un pasado plagado de dolor y horror?”. Escuchar estos relatos sobre el pasado también permite reconocer las persistentes marcas de la violencia contra las mujeres hasta el presente, sus transformaciones sociales, y las oportunidades de articulación política entre actores diversos –movimiento de derechos humanos, de mujeres y feminismo, por ejemplo– en las luchas por revertirla.

Las historias que Bárbara Sutton despliega con detalle y sutileza en su libro no cuentan circunstancias individuales, “aunque individuos remarcables emergen de la historia de las luchas por los derechos humanos”, sino que en su ejemplaridad establecen legados activistas que nos permiten “imaginar de otro modo” formas de solidaridad para continuar el trabajo de fortalecer la memoria y buscar la verdad y la justicia para las futuras generaciones.

[1] Arendt, Hannah, “Comprensión y política (Las dificultades de la comprensión)”, Daimón. Revista de Filosofía, nº 26, 2002, pp. 17-30.

“El vecino alemán” de Rosario Cervio y Martín Liji (Nanacine)

Por: Facundo Bey[1]

Imagen: Documentos de A. Eichmann extraídos de  Yad Vashem Archives, Museo del Holocausto Argentina y AFP, recopilados por el autor

En esta reseña, el politólogo y filósofo Facundo Bey analiza el documental El vecino alemán (2016), dirigido por Rosario Cervio y Martín Liji. Este retrata la vida cotidiana en Argentina de Adolf Eichmann, una figura central del nazismo, que fue posteriormente secuestrado y enjuiciado en Israel. Bey construye un diálogo entre la película y diversos datos históricos que permiten resignificar los hechos que allí se relatan. 


Durante el mes de julio el Museo Argentino de Arte Latinoamericano (MALBA) estuvo proyectando, semanalmente en sus salas, el film El vecino alemán, documental sobre la vida cotidiana en Argentina del criminal de guerra Adolf Eichmann (1906-1962), corresponsable del asesinato de seis millones de judíos, juzgado en Jerusalén en 1961 y ejecutado un año después. La obra, dirigida por Rosario Cervio y Martín Liji, fue estrenada oficialmente en noviembre de 2016 en el Festival de Cine de Mar del Plata. Cervio cuenta en su haber de directora y guionista con dos cortos: “Guernica” (2010) y “Las segundas” (2012), por lo que El vecino alemán es su primer trabajo de larga duración (94’), mientras que la experiencia de Liji está, casi exclusivamente, relacionada con su rol de productor de cortos y documentales. Tuve la oportunidad de asistir a la proyección del 15 de julio pasado, que contó con la presencia de ambos directores, quienes generosamente invitaron al público a hacer preguntas y comentarios al término del documental.

El documental se encuentra hilvanado por la adecuada (aunque impertérrita) actuación de Antonella Saldicco (Renate Liebeskind), en el rol de una ficticia traductora al castellano del proceso judicial al que fue sometido Eichmann en Jerusalén, de obvia ascendencia judía, que decide reconstruir su identidad investigando la vida cotidiana del Obersturmbannführer en la Argentina a través de quienes lo conocieron de primera mano y recogiendo el testimonio de supervivientes del holocausto (y algunos de sus familiares).

Eichmann había ingresado al país en julio de 1950, proveniente del puerto de Génova con un pasaporte del Comité Internacional de la Cruz Roja, confeccionado en Ginebra bajo el nombre falso de Ricardo Klement, gracias a la ayuda del nazifascista obispo católico, de origen austriaco, Alois Hudal (1886-1963). Este último, junto al sacerdote católico croata y ex teniente coronel Krunoslav Draganović (1903-1983), y gracias al apoyo de Caritas, la Cruz Roja y Giuseppe Siri (1906-1989) –el arzobispo de la ciudad italiana de la que partió Eichmann– organizó sistemáticamente, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la fuga de nazis, fascistas y ustaša (de estos últimos, que hayan llegado a nuestro país, podemos mencionar nada menos que a Ante Pavelić, Dido Kvaternik y Dinko Šakić) a América Latina (especialmente Argentina, Brasil y Paraguay) y Oriente Medio.

De esta rattelinie, verdadera red de complicidades institucionales que hizo posible el ingreso de Eichmann y, seguramente, su último empleo como electricista en la planta Daimler-Benz de González Catán (Provincia de Buenos Aires), no se habla en el documental más que por medio de una escueta referencia al asunto del pasaporte falso. Del nexo orgánico entre la Iglesia Católica Apostólica de Roma y otras rattelinien, la dictadura del G.O.U., el posterior gobierno peronista y los nazis locales (alemanes y criollos) directamente no hay noticia alguna en los 94 minutos de la pieza filmográfica. Inclusive, ante la pregunta de una de las espectadoras, al terminar la proyección, sobre por qué no hubo en el film ninguna referencia al marco más amplio por el cual ingresaron decenas de criminales de guerra nazis en Argentina durante el primer gobierno de Perón, la única respuesta de Cervio fue “hubiera sido otra película”. Sinceramente, la directora no resultó muy convincente: cualquiera pensaría que dos minutos de una voz en off mencionando la complicidad de las autoridades migratorias argentinas –principalmente, Santiago Peralta, Pablo Diana y el golpista Coronel Enrique González– y de la “Coordinación de Informaciones de Estado” (CIDE) –a cargo de Rodolfo Freude– con los nombres de los casos de criminales fugados de Europa más conocidos hubiera sido mejor que la decisión por el silencio (no sólo me refiero a Mengele, Roschmann, Priebke, Schwammberger, Kutschmann, Skorzeny, von Alvensleben, Rudel, Richter, von Oven, Bohne, Fuldner, Fritsch, Kopss o Kreuger sino al menos a uno de estos nombres que es mencionado especialmente durante la misma película por su cercanía a Eichmann –lo entrevistó y luego vendió las transcripciones de las conversaciones a las revistas Time/Life y Stern–: el del colaboracionista neerlandés-flamenco Wilhelmus Antonius Sassen, periodista propagandístico pronazi antes y después de la guerra, primero en Holanda, luego en Argentina, miembro de las Waffen-SS durante la contienda mundial y asesor en los ´70 de los dictadores Augusto Pinochet y Alfredo Stroessner).

En cambio, sí existe un relato más o menos detallado, puesto en boca de un funcionario argentino, sobre cómo fue el secuestro por parte de las fuerzas de inteligencia israelí, el posterior traslado de Eichmann y el breve contencioso entre ambos Estados que se inicia con la denuncia internacional del gobierno del presidente Arturo Frondizi (1908-1995) debido al carácter clandestino con el que se llevó a cabo la “Operación Garibaldi”, que dejó a la Argentina al borde de la ruptura de relaciones diplomáticas con Israel. Sorprende, de todos modos, las nulas referencias a Lothar Hermann (1901-1974), el emigrado judío-alemán, exprisionero del campo de Dachau y vecino de Eichmann del barrio bonaerense de Olivos, quien fuera el primero en descubrir su presencia y realizar la correspondiente denuncia en 1957 ante el fiscal de juicio de Auschwitz en Frankfurt, Fritz Bauer (1903-1968). La denuncia fue luego rechazada por el Mossad y el gobierno de David Ben Gurion (1886-1973), lo que llevó a Hermann, en 1960, a quejarse públicamente de la inacción del gobierno israelí. Insólitamente, Hermann fue “confundido” con Josef Mengele (1911-1979) por el Mossad y torturado por la Policía Federal durante 14 días en 1961, hasta que se demostró, con escandalosa lentitud, su verdadera identidad. Recién en 2014, a 40 años de su muerte, comenzaron a realizarse homenajes oficiales a Hermann en Argentina. Este film hubiera sido una excelente ocasión para que Hermann tenga un digno desagravio.

Fotograma de "El vecino alemán"

Fotograma de «El vecino alemán»

Quizás el punto más alto del film es su recolección de testimonios sobre las principales actividades de Eichmann entre el sur de Tucumán y la frontera con Catamarca (Graneros, Concepción, La Cocha y Aconquija) a principios de los años 50. Los entrevistados son excompañeros de trabajo (sobre todo peones rurales, mineros y obreros que trabajaban bajo sus órdenes) y vecinos del alemán. Las palabras de los entrevistados son, en general, recuerdos con tonos de admiración sobre un teutón campechano de buenos modales, ilustrado, agraciado, “blanco”, que balbuceaba el castellano y contaba con conocimientos de ingeniería por los que había sido contratado como hidrólogo e ingeniero para distintas obras locales de infraestructura (Eichmann había dejado inconclusos en su juventud estudios de mecánica en la Universidad Federal de Ingeniería Eléctrica, Ingeniería Mecánica y Construcción en Linz, pero esto tampoco se menciona en el film), principalmente el Proyecto Potrero del Clavillo de la empresa “Capri”, propiedad de otro ex-SS, este de nacionalidad argentina: Horst Alberto Carlos Fuldner Bruene (1910-1992).

Los testimonios del barrio bonaerense de San Fernando, última residencia de Eichmann, son pocos y breves –debido a una cierta resistencia que encontraron entre los vecinos, según comentó Liji– y, en general, subrayan el tono deliberado del documental: mostrar la dimensión de hombre común de Eichmann durante sus años en Argentina (uno de sus exvecinos hasta lo caracteriza como un hombre reservado y solidario, comprometido con los problemas del barrio). Este objetivo el film lo cumple a la perfección, pero los costos por momentos son demasiado altos cuando uno piensa en las omisiones.

Los años recientes proporcionaron nuevos datos sobre el caso Eichmann, de gran relevancia, que tampoco son incluidos en el documental. Uno, para nada menor, es que, según documentos de la Central de Inteligencia Americana (CIA) publicados en 2006, en 1958 el Bundesnachrichtendienst (BND), la agencia de inteligencia extranjera del gobierno de Alemania Occidental, informó a un agente estadounidense del paradero de Eichmann. Efectivamente, el BND ya tenía en 1952 cierto conocimiento de su ubicación: la entrada en una ficha del archivo rezaba “el Standartenführer EICHMANN no está en Egipto, sino que se está quedando con el nombre falso de CLEMENS en Argentina. La dirección de E. es la del editor en jefe del periódico alemán en Argentina ‘El Sendero”[2], publicación argentina de emigrantes alemanes nazis.[3] Esta información, que no fue compartida por el gobierno federal Adenauer (ni por la CIA) hubiera sido de vital importancia en aquel entonces, huelga decirlo, sea para el gobierno israelí, sea para el argentino.

En una olvidable escena del documental se noveliza una discusión entre unos jóvenes que rondan la treintena y que manipulan, en tono coloquial y sin rigor alguno, las ideas centrales de Hannah Arendt (1906-1975) sobre “la banalidad del mal”, llegando al absurdo de afirmar, como si siguieran implícitamente a la autora, que Eichmann actuó ciegamente convencido de la doctrina racial del nacionalsocialismo (caracterización que contradice in toto al modelo de insensible e irreflexivo funcionario y ciudadano fiel, cumplidor del deber y de la ley, de Arendt). Incluso, en la misma escena, una de las jóvenes sostiene algo así como que “Hay que entender que el nazismo fue también una cosmovisión”. Para quien haya puesto un mínimo de interés en el tema no es un secreto que el término alemán Weltanschauung, frecuentemente traducido por “cosmovisión” en castellano, tuvo un peso específico en el discurso oficial nacionalsocialista y no es sólo “un modo de decir”, mucho menos en una película que intenta mostrar dimensiones de la vida cotidiana de un exjerarca nazi. No debe tomarse esta por una crítica pretenciosa con ínfulas de intelectualismo, pues más bien el gesto vanidoso es el que se revela en el tratar, ante una gran audiencia, sobre conceptos y pensadores sin responsabilidad (que no debe confundirse con erudición académica, sino más bien con honesta precisión). En contraste, los comentarios de los especialistas dan al espectador la sensación de estar superando el sentido común sobre el hombre común que sobrevuela el film.

En síntesis, el documental logra instalar el estupor entre los espectadores, la sensación desesperante de haber estado conviviendo con Eichmann como un vecino más también durante la proyección. Sin embargo, el film no logra despegar de esta idea contundente pero insuficiente. Con ello colabora también la reproducción de imágenes de archivo del juicio que lo sentenció a morir en la horca, que Renate mira una y otra vez para desgrabar su traducción, hipnotizada por el cinismo de las palabras de Eichmann. Esas imágenes frías, junto con los testimonios de los supervivientes, donde lo descarnado es la palabra, durante la mayor parte del documental, son la principal puerta de entrada al horror. La otra, la cotidianidad.


[1] Politólogo (Universidad de Buenos Aires), Doctorando en Filosofía (Universidad Nacional de General San Martín-CONICET), Investigador (CIF, IIGG-UBA) y Profesor de Ciencia Política (USAL).

[2] Esta información la proporcionó el periodista alemán Hans-Wilhelm Saure en una nota aparecida el 7 de enero de 2011 en el periódico alemán Bild. La traducción me pertenece.

[3] Der Weg. Monatshefte zur Kulturpflege und zum Aufbau [El sendero. Cuaderno mensual para el fomento y la construcción cultural] fue editado en Buenos Aires por la editorial Dürer, clausurado definitivamente en 1957 por divergencias internas, cambios políticos en Argentina y la situación financiera crítica del periódico. La publicación fue en un primer momento dirigida por el exlíder de la Hitlerjugend Eberhard Fritsch y, por un tiempo, se imprimió también en Alemania. El editor político fue Reinhard Kopps entre 1949 y 1952. Su sucesor fue Dieter Vollmer. Entre los colaboradores del periódico se encontraban los mencionados Hudal, von Oven, Skorzeny, Bohne y hasta Rudolf Hess.

Por un realismo entornado: sobre En torno al realismo y otros ensayos de Sandra Contreras

Por: Leo Cherri

Imagen:  Juan Álvarez Ajamil

El presente texto se propone reseñar el último libro de Sandra Contreras titulado En torno al realismo y otros ensayos (Nube Negra, 2018). Para eso, se recorrerá el libro de un modo más ensayístico que el estilo sumario que las reseñas más clásicas acostumbran. Leo Cherri propone aquí detenerse especialmente en lo que respecta a la argumentación teórico-crítica que se encuentra sobre todo en la primera parte titulada “Intervenciones”. Ya que allí se juega no sólo la base del libro sino su potencia misma: la capacidad de leer la literatura y las artes del presente.


En torno, dice Sandra Contreras, es la forma de designar los rodeos que fue adoptando su modo de tratar, y a veces de lidiar, con el problema del realismo, rodeos que a veces asumieron la forma de un recomienzo en la argumentación, de una decepción en relación con los objetivos de una investigación pero que, en definitiva, generaron el entorno para la aparición de una pregunta que no puede formularse del todo sin antes seguir la trayectoria de sus modulaciones: es decir, como una pregunta por la literatura, su concepto y los valores a él asociados, como así también, su carácter expandido o relacional con otras artes.

Pero el juego de palabras no sólo nos remite a la locución preposicional y al sustantivo, sino también, al torno (aquella máquina que entre otras cosas perfora por revolución, es decir, por vueltas) y, por otro lado, al verbo entornar, que usamos para designar una ventana o una puerta que no ha sido completamente cerrada: un umbral pero en peligro. La serie de palabras, aunque Contreras no nos remita directamente a ellas, expone algo de la experiencia que gesticula el libro: la insistencia de un pensamiento, como así también la permanencia de un problema con el que no se puede dejar de lidiar y que por momentos se presenta como una puerta que aunque entornada amenaza con cerrarse definitivamente. La serie de palabras, nobleza obliga, me llega por Suturas (2015) de Daniel Link, pero es un eco de Guilles Deleuze y Félix Guattari.

La casa no nos protege de las fuerzas cósmicas, como mucho las filtra, las selecciona. Las convierte a veces en fuerzas bondadosas […] Pero también las fuerzas más maléficas pueden entrar por la puerta, entornada o cerrada: las propias fuerzas cósmicas provocan las zonas de indiscernibilidad […] y estas zonas de indiscernibilidad desvelan las fuerzas ocultas […] Se da una complementariedad plena, un abrazo de las fuerzas como perceptos y de los devenires como afectos.[1]

Esa es la lección de Sandra en cuya sofisticada lógica no puedo dejar de escuchar el eco de Deleuze aunque ella, paradójicamente, no lo cite. De seguir la analogía, la casa es la teórica-crítica del realismo en tanto institución que, como sabemos, no puede protegernos de las fuerzas pero que, sin embargo, las filtra y las selecciona.

El realismo no es meramente una cuestión de forma representacional, sino que ese es el término “bondadoso” que nos ha sido impuesto: el realismo como una forma de equilibrio “entre mímesis y distancia, entre rigor (en la verosimilitud) y libertad (en la experimentación)”, incluso “en el propio ejercicio crítico, equilibrio entre el horizonte de una definición precisa” (que nos prevenga de la disolución conceptual) y “una disposición a la libertad de formas” (que nos salve de la normatividad) (p. 11). Así como para Eric Auerbach el realismo era una cuestión de escalas o de niveles, dice  Contreras, para Franco Moretti es una cuestión de regularidad.[2] Por esta misma estela también debería llamarnos poderosamente la atención “el hecho de que […] en la crítica argentina el imperio realista puede expandirse hasta darle un lugar fundacional a lo epigonal”  (p. 10).

Esta es la primera puerta cerradísima que Sandra ha entornado para nosotros. Sus comparaciones, más allá de lo provocadoras que pueden llegar a resultar, señalan ejemplarmente la axiomática del asunto (es decir: cómo el realismo ha sido confinado a la prisión gris de los promedios) y, por consiguiente, nos formula una pregunta crucial; ¿cómo leer el realismo de esas literaturas desmesuradas, divergentes, ambivalentes, que insisten en inclinarse por la experimentación de lo real olvidándose o desconociendo esta bondadosa tradición?

En este punto cabe preguntarse: ¿el realismo no es, más bien, una cuestión de fuerzas? Dice Deleuze: “No hay cantidad de realidad, cualquier realidad ya es cantidad de fuerza”.[3] Y si bien esta definición, así sintetizada, nunca llega a ser dicha –e incluso se me podrá decir que es contradictoria con el pensamiento de Contreras– para mí está en el centro mismo –centro ausente– de su campo de operaciones y me gustaría poder leer este vacío a través del cual su discurso respira.

La segunda puerta que la crítica ha querido cerrar fue al situar a Gálvez en el inicio de la tradición realista, lo que en los términos de Sandra supone una “fuerza de obstrucción” que impide que nuestra tradición realista sea fundada en su punto más alto con Roberto Arlt ese sacado. El trazado de tal línea, más allá de la discusión por el corpus que puede llegar abrir (Benesdra, Saer, etc), no puede suscitarse sin la irrupción de la fuerza maléfica que llamamos César Aira, en la medida que su intervención retorna, o mejor, nos retorna –como si de un salto hacia delante se tratara– a la ambición realista de Arlt pero también al concepto de realismo que elabora el joven Lukács, el ensayista, leyendo a Balzac. Sandra, que ve todo esto con una sagacidad a la que ya deberíamos estar acostumbrados, hace de la mala lectura aireana[4] una pura potencia de sentido –desde tiempos remotos sabemos la potencia de la mal-dicción.[5] A través de esta grieta –esa palabra usa– el realismo retorna al presente como un método que “postula la captación de las fuerzas latentes de una sociedad y su expresión a través de la invención de una forma que crea sus propios paradigmas”. Pero esa invención formal, si reponemos los términos lukacsianos, supone un valor que se dirime no en la forma representacional sino en su efectividad metódica para revelar, captar, exponer las fuerzas de lo real. Dice Lukács: a mayor arte de la transfiguración –“expresionismo” usa Contreras para hablar de Aira– mayor realismo.

La operación crítica que pone en entredicho los cánones, que multiplica los corpus y las formas de leer, nos envía a revisar toda una cuestión teórica.

Como nos lo recuerda la autora: es este el Lukács que no puede leer Adorno al sostener que “sólo en la cristalización formal el arte converge hacia la realidad” y “sólo en virtud de la contradicción” entre realidad empírica e imagen artística la obra se hace a su vez “arte” y “justa conciencia: conocimiento negativo y crítico de la realidad”.[6]

Banal será –deberíamos decirle a Adorno– una teoría estética que reduzca la obra al conocimiento olvidándose de la experiencia, que reduzca la forma a la representación olvidándose de la acción, pues encontrar una forma es crear un mundo. La cita es de Aira (“Arlt” en Paradoxa, n° 7) pero Sandra la hace resonar para nosotros.

Por esta misma estela la vanguardia –digamos, la vanguardia hegemónica– buscó un equilibrio entre experimentación formal y compromiso. El punto de vista de la autonomía –la malicia filológica también es de Sandra–  supuso, no sólo en nuestra tradición teórico-crítica sino también en el plano internacional, una denostación en bloque de la teoría lukacsiana.  Así Jacques Rancière sostiene que un arte político es un arte que sabe que su efecto político pasa por la distancia estética (El espectador emancipado). Así, más acá, David Oubiña y Rafael Felipelli objetaron Estrellas de León y Martínez para ponderar Copacana de Rejtman por sus “planos equilibrados”, por acertar en la “distancia justa” (Punto de vista, n° 88, 2007). Incluso así, Beatriz Sarlo leyó a Washington Cucurto (Punto de vista, n° 86, 2006).

Sandra resuelve rápido el entuerto. No tanto por sacar a relucir al Barthes de La preparación de la novela que ve en la “notación” –es decir, en la búsqueda de la forma entendida como método y no representación, como dispositivo óptico y no como conocimiento crítico– un retorno del realismo. No tanto, incluso, por oponer al equilibrio de la distancia estética el real traumático de Hal Foster. Lo logra, quiero ser claro, con una pregunta: ¿No será acaso que Rancière naturaliza el régimen estético del arte que el mismo define como histórico?

Esta lección es, en este caso, del Lukács de ¿Narrar o describir?, pero a Contreras  debemos saber escucharla en el momento justo y atentamente. Narrar o describir no son meramente dos técnicas diferentes de representación sino un dilema que Lukács hace corresponder con otro previo: participar u observar. Son dos posiciones o colocaciones de los escritores en relación con la vida –y con el mundo– en dos periodos históricos sucesivos del capitalismo. Lukács lo dice literalmente: “Entre el narrar y el escribir se constituye, también, otro problema: la relación del escritor con la vida”.[7]

Me permito hacer aquí un pequeño rodeo. Sabemos que la polémica no suscitada en torno al realismo, o mejor, suscitada a des-tiempo, es con Bertolt Brecht. Sin embargo, siempre me pareció más interesante poner a dialogar este Lukács con Walter Benjamin que, un año después, escribe el ensayo sobre La obra de arte… donde le achaca a la humanidad no estar a la altura de la técnica creada, en la medida en que una guerra esencialmente técnica ha destruido la experiencia a niveles insospechados. El enemigo es el mismo: el capitalismo, pero sobre todo, el capitalismo entendido como dispositivo de cosificación de lo viviente.  Compárese la idea de Lukács, por ejemplo, de que observar es tratar a lo humano como cosa –es decir, mercancía– y, por otro lado, el final del ensayo de Benjamin cuando dice, parafraseo, la humanidad alienada por la técnica contempla su aniquilación como un espectáculo estético de primer orden.

En efecto, narrar es para Lukács tomar partido, y ese tomar partido habría que entenderlo como un compromiso con lo viviente. El hecho de que los objetos analíticos de Benjamin sean otros, el cine y la fotografía, no debería hacernos perder de vista la similitud con la que plantean el problema. La preocupación por la destrucción de la experiencia –es decir, la cosificación de lo humano– la encontramos en El narrador (1932). Benjamin no esencializa la narración, como tampoco lo hace Lukács. Lo que ambos están pensando son estados históricos de la técnica. Lo que Benjamin intenta presentar tampoco es una mera técnica, sino un dispositivo completo: es decir, una forma de vida que supuso un modo de leer (digo: de producir e intercambiar experiencias) que estructuró la subjetividad de las sociedades (la experiencia común) y un tipo específico de episteme (el lado épico de la verdad, la sabiduría). Es preciso entenderlo: en un momento dado la narración funcionó como la estructura específica de la producción de experiencia. Esto supone, si seguimos la generalización teórica, que la experiencia no se produce sino en relación con las técnicas de una coyuntura. En la “Crisis de la novela”, reseña sobre Berlin Alexanderplatz que escribe en 1930, Walter Benjamin dice:

Escribir una novela significa, en la representación de la existencia humana, llevar lo inconmensurable hasta el extremo. [Por eso] El libro es la muerte de los lenguajes auténticos. Al poeta épico, que sólo escribe, le pasan inadvertidas las más importantes fuerzas creativas del lenguaje.

Luego de introducir la cita, acota: “Flaubert jamás se habría manifestado de este modo. Aquella es la tesis de Döblin”. Esto ilumina, a mi juicio, este asunto. ¿Pero a qué tipo de épica se puede aspirar y qué supone tal cosa? Benjamin encuentra tales respuestas en la novela de Döblin: ella no está compuesta por novísimas operaciones técnicas, ni por grandes diálogos interiores, ni remisiones  a Joyce; el procedimiento de Döblin es el montaje. Y el montaje, dice Benjamin, se basa en el documento. Eso es lo que lee en el dadaísmo y en el cine, ejemplarmente.

Si el realismo es un problema técnico, lo es en la medida en que entendamos la técnica como un medio o sistema productivo, es decir, método, aparato, dispositivo; y, por eso mismo, lo es en la medida que compromete al escritor con lo viviente, como así también los aparatos comprometen a los sujetos que atraviesan.

Hay otra cosa que Lukács dice literalmente: “la mayor complicación de las relaciones sociales exige” para el nuevo arte “el empleo de nuevos medios”. Es decir, en la medida en que nuestra realidad cambia, deben cambiar también los métodos para captar las fuerzas que la componen. Esa lección es la que Benjamin pone en práctica cuando, sutil e indirectamente, nos dice: el montaje es el nuevo narrar.

En un presente molecular y mass-mediático donde, robando las palabras de Donna Haraway, ¡ya somos cyborgs! (seres ambivalentes de realidad y ficción, definición que resuena en las literaturas posautónomas de Josefina Ludmer), ¿seguiremos pensando que el realismo –y con él la literatura y nosotros mismos– es una cuestión de promedios, tipos, equilibrios, distancia, geometría, clases: un universal abstracto, en todo tiempo, en todo lugar? Nada de eso, dice Sandra Contreras: ¡Particularidades absolutas!

¿Cómo no entender la angustia de Sandra? Su desasosiego y, me animo a decir, su aburrimiento, a causa de ver tamaña reducción aplicada sobre lo real. Entornar para nosotros la puerta de la casa del realismo clásico –llamar “casa” a tal prisión es casi un eufemismo– es propio de la modestia que caracteriza su genialidad.

En su pensamiento, que este libro viene a reunir en forma de recopilación y a estratificar en forma de años, ha tratado al realismo como una singularidad y, por consiguiente, ha dado un combate para sacarlo de su homogeneidad, de sus relaciones métricas, y llevarlo a su conjunción virtual, a su puro lugar de lo posible para que cada singularidad –una estética, una obra, un escritor, una vida– despliegue una riqueza de potencialidades, parafraseando al Deleuze de La imagen-tiempo. Contra el tacaño y mezquino equilibrio, la fuerza de lo real. Su faz mutante, dada la coyuntura: hay un Aira que opone la pasión por la literatura al costumbrismo, otro que opone el trabajo de invención al giro autobiográfico y referencial. ¿Acaso nos dice Contreras que lo real –esa ambición, esa desmesura– es un choque de fuerzas?

La palabra “fuerza” también aparece cuando el modo documental de Sergio Chejfec la lleva a recordar la “iluminación profana” de Walter Benjamin, entendida como un “hacer estallar las fuerzas que se alojan en el mundo objetual”. No por nada Sandra ha sabido leer en Aira la forma testamentaria por medio de la cual deja un documento –entendido como compuesto de fragmentos de lo real, “resto” supo decir Florencia Garramuño en La experiencia opaca– para una civilización futura, para cuando la Argentina –o el mundo mismo– haya desaparecido. La idea me lleva a recordar que “el percepto es el paisaje de antes del hombre o en la ausencia del hombre” (Deleuze, ¿Qué es la filosofía?). Y lo que queda allí, en ese paisaje, no es el artista ni mucho menos la obra sino ese bloque de perceptos y de afectos, lo que Sandra llama sistema, método de notación, invención formal. Si Aira tiene para Sandra Contreras una posición e insistencia diferente es porque los señalamientos que su nombre designan se han convertido en una completa máquina de lectura, en unos ojos renovados que nos permiten volver a ver (entiéndase: a vivir) un nuevo día en el desierto (de lo real). Es esto, justamente, lo que le permite leer a Sandra lo documental como singularidad y experiencia común en Campusano, entre otras cosas.

Gracias al trabajo de Contreras, y para nuestra alegría, el realismo ha alcanzado la zona de indiscernibilidad que le es propia. Los desplazamientos críticos que propone, las zonas analíticas que aborda a lo largo del libro –como las economías literarias y laborales, la reflexión gremial en un documental que también tiene por tema la ciencia ficción, o la lógica extensiva de las “grandes novelas” – no hacen sino confirmarnos esto último.

Al leer En torno al realismo y otros ensayos no nos enfrentamos solo a un libro, sino a la incursión de una zona –la malicia filológica ahora es mía– en la que se juegan las bases teóricas y críticas de un modo de leer la literatura y el arte argentinos que hoy tiene nombre propio

[1]              ¿Qué es la filosofía?, Barcelona: Anagrama, 1997, p. 187.

[2]              El sentido de la comparación –y su diferencia– se basa en que “si bien Auerbach subraya los puntos de inflexión en que el realismo adquiere una máxima expresión, Moretti propone desplazar la mirada de lo excepcional a lo cotidiano, de los textos extraordinarios a la gran masa de hechos literarios” (p.10)

[3]              Nietzsche y la filosofía, Barcelona: Anagrama, 2002, p. 60.

[4]              Dice Contreras: “Por otro lado, Lukács insiste, y mucho, en la necesidad histórica de la posición del escritor: no es que Zola elija colocarse en la de puro observador sino que es la evolución social de la burguesía la que ha transformado la vida del escritor y su “colocación” en la sociedad. Con lo que laidea airiana de que para Lukács la participación del escritor en lo real exige un desprendimiento de sus determinaciones históricas es, con toda claridad, un error” (p. 41-42)

[5]              Ver Todo caliban de Fernández Retamar, o los respectivos comentarios sobre el asunto en Suturas de Daniel Link.

[6]              Theodor W. Adorno, “Lukács y el equívoco del realismo”, en Georg Lukács y otros, Polémica sobre el realismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971.

[7]              En Problemas del realismo, Bs. As.: FCE, 1966, p. 216.

 

* El texto fue leído en el marco del evento de presentación del libro que tuvo lugar el 4 de abril de 2018 en la librería Eterna Cadencia y del que participaron Sandra Contreras y Florencia Garramuño.

* * Leonel Cherri es Licenciado en Letras (Universidad Nacional del Litoral) y Doctorando en Literatura (UBA-CONICET). En este último marco, se encuentra estudiando la relación entre imagen y literatura en la obra de Mario Bellatin. Actualmente se desempeña como docente de Ciencias del Lenguaje I (UADER) y como Secretario Académico del Programa de Estudios Latinoamericanos Contemporáneos y Comparados y Consejero de Redacción de Chuy. Revista de Estudios Literarios Latinoamericanos (UNTREF).

                 Sus investigaciones se enfocan en el estudio de las problemáticas del estatuto literario y de la literatura argentina y latinoamericana contemporáneas desde una perspectiva transdisciplinaria centrada en el análisis de documentos y de textos literarios y de otras artes, como en la puesta en relación de discursos y prácticas heterogéneas.

“La Organización Negra eran, en este contexto, aquellos que decidían hacer memoria, recordarnos sobre universos oscuros como los que acabábamos de vivir en los años de dictadura”

 Por: Karina Boiola y Mario Cámara

Imagen de portada: Fotograma de La Organización Negra (ejercicio documental), 2016

En el marco de las Jornadas “LITERATURAS Y ARTE EN LOS OCHENTA: DESDE LOS SÓTANOS” organizadas por la Maestría en Literaturas de América Latina-UNSAM que se llevarán a cabo los días 15 y 16 de agosto en el Malba, entrevistamos a Julieta Rocco, directora de La Organización Negra (ejercicio documental). El documental se proyectará el miércoles 15 a las 21hs y contará con la presencia de la directora junto con Manuel Hermelo y Pichón Baldinu.


1- ¿Cómo surge tu interés en el tema, cómo te encontraste con el colectivo La organización negra? ¿Por qué contar su historia? ¿Por qué LON y no otro grupo o protagonista de los ochenta?

Mi interés por La Organización Negra data de cuando era una estudiante de Diseño de Imagen y Sonido, ávida espectadora de videoarte y video experimental, que tuvo un fuerte auge y desarrollo en la década de los 90’s. Tuve la suerte de conocer la obra de Ar Detroy, un grupo formado por ex integrantes de La Negra, que comenzaban a incorporar el video a sus performances, que luego también convertían en videoinstalaciones. En esa época con mi amigo Aldo Consiglio –con quien inicié este trabajo documental– habíamos conocido a Charly Nijensohn, artista que había participado en LON y en Ar detroy. Recurrimos a él para contarle nuestras ganas de hacer este documental y a través de él ponernos en contacto con el resto de los integrantes.

No vengo del ámbito de las artes escénicas pero siempre fui una ávida espectadora de la experimentación en este campo. Había visto mucha de la producción del Parakultural, Babilonia y otros lugares en donde se daban este tipo de producciones. Conocer, aunque fuese en diferido, la obra de La Organización Negra, fue un gran descubrimiento, encontrar una gema en un movimiento enorme de manifestaciones artísticas como fueron los años ‘80. La particularidad de La Negra se daba en el hecho de lo apocalíptico de su obra, los recursos plásticos, los universos a los que remitían los hacían únicos en su especie: mientras muchas de las obras utilizaban el humor, el absurdo o buscaban hablar sobre las nuevas identidades de género, lo sexual, había una explosión de color y alegría en muchas de ellas, dada la primavera alfonsinista que se estaba viviendo en los primeros años de democracia. La Organización Negra eran en este contexto, como define Ana Longoni, los “aguafiestas”, aquellos que decidían hacer memoria, recordarnos, aunque no sea explícita o conscientemente, sobre universos oscuros como los que acabábamos de vivir en los años de dictadura. Algo de eso hay en el hecho de haberlos elegido para contar su historia. Y a su vez el hacer colectivo, la autogestión de sus producciones, la búsqueda de tomar las calles que hasta ese momento estaban prohibidas como escenario de manifestación artística.

2-¿Enfocar en LON supone algún tipo de recorte o perspectiva sobre los ochenta? Es decir, hay una zona podríamos decir de alegría, tenemos ahí la idea de “estrategia de la alegría” de Roberto Jacoby como resistencia al periodo de la dictadura, pero observando el trabajo de LON, por ejemplo la etapa de Cemento, la percepción es otra, hay algo muy denso, muy oscuro allí.

Sí, un poco como contaba antes, esa fue una de las características que diferencian al colectivo LON con el resto de los colectivos de la época. Creo que esta estética postapocalíptica, industrial y oscura que remite la tortura, el secuestro, la violencia y que se desarrolla a través de la provocación y la fricción con su público, como fue UORC, la obra del grupo en Cemento, remite a ese mundo denso del que hablás y tal vez, también, a los años oscuros de la dictadura. No es algo a lo que el grupo haya querido remitir o haya sido una inspiración para el grupo, su mensaje aspiraba a ser más universal y más existencial, según los testimonios que aportan sus integrantes, pero, tal vez en retrospectiva, es posible ver cómo LON es un hijo de su época, una especie de médium de lo que le tocó vivir a esos jóvenes criados y formados en los años 70s. Muchos de los que fueron espectadores de UORC relatan la experiencia como una especie de catarsis del miedo que muchos repetían y recomendaban. Una búsqueda por experimentar, de alguna manera, el horror de la tortura, la falta de libertad y la amenaza de violencia que se habían vivido en nuestra sociedad en aquellos años previos. Como si La Negra viniera a ser, sin quererlo, un agente de la memoria de nuestra historia reciente y hasta, tal vez, de los movimientos socioculturales a nivel internacional: la cultura del hiperconsumo, la alienación del hombre moderno, la caída del muro de Berlín.

3- Viendo el documental, se observan varias etapas de LON, ¿no? Pasan de las acciones callejeras a la puesta claustrofóbica de Cemento y a las intervenciones en altura, ¿cómo pensaste eso vos?

El documental cuenta la historia del grupo de forma cronológica, así que las etapas del grupo y la historia de sus búsquedas estéticas y formales se cuenta de la manera en que realmente se fue dando. De comienzo a fin hay puntos en común y cosas que cambiaron mucho. Lo que es interesante observar es la búsqueda de espacios que fueron haciendo: comenzaron en la calle, armando ejercicios muy cortos que sorprendían a espectadores casuales en puntos muy concurridos de la ciudad, luego encontraron espacios cerrados pero no convencionales, Cemento era realmente una discoteca, y en el Centro Cultural Recoleta eligen la terraza, que en ese momento no se usaba ni estaba habilitada para obras artísticas, y el punto más alto de estas búsquedas se da cuando toman el Obelisco con la Tirolesa. Luego entran en la sala de Teatro tradicional, pero es un poco como ellos dicen en el documental: para ellos que no tenían formación como actores, que investigaron la calle, que sus obras no estaban basadas en el texto dramático, etc., entrar en una sala a la italiana era una instancia súper experimental, que nunca habían probado hasta el momento. Fue como hacer una vuelta de ciento ochenta grados, así que incluso esa búsqueda es muy experimental como grupo. En cuanto a las búsquedas estéticas y formales, creo que mantienen a lo largo de todas las obras muchos denominadores comunes, como la conexión con la plástica, el no texto dramatúrgico, las obras que se basan en la plasticidad de las imágenes más que en la palabra interpretada, la idea de ser poner el cuerpo más que de actuar.

4- ¿Cómo fue el proceso de recopilación y organización del material de archivo (imágenes, registro en vídeo de las obras, diarios, etc.) y de los testimonios de los miembros de La Negra, teniendo en cuenta, precisamente, que se trata de un “ejercicio documental”?

La Negra llamaba «ejercicios» a sus primeros trabajos en la calle, por ser las primeras experimentaciones, la búsqueda de un lenguaje propio, el trabajo colectivo y autogestionado. Ese fue mi leit motiv en el proceso de mi documental, un concepto inspirador. Salvando las distancias, quise seguir esas mismas formas de hacer en el documental, que es de hecho mi primer largometraje, y en honor al grupo lo llamé así.

El proceso fue largo, muchos de los miembros del grupo ya no estaban en contacto entre ellos ni tampoco tenían su propio archivo, así que fue un verdadero trabajo de hormiga ir localizando y recolectando el material que había sobre sus obras. Pero gracias a la fuerza que tuvo el grupo, muchos artistas habían realizado obras sobre las obras de La Negra: muchísimas fotografías, registros de obra, videaorte y hasta un film en 16 mm, el documental intenta articularlos y transmitir un poco lo que era estar inmerso en una obra de La Negra. Y poder relatar estas experiencias de manera coral, a través de las miradas de sus integrantes y de figuras del arte contemporáneas a su época, que había vivido estas experiencias en persona.

5- Al comienzo, uno de los miembros de La organización negra da una definición de “espectador” a partir de la frase de Reich “las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo”. Más adelante, se menciona que uno de los objetivos del colectivo era “romper con el conformismo de las plateas”. ¿Cuál es tu “definición” de espectador (si es que tenés una) o, más bien, qué reacciones buscás que tengan los espectadores a partir de este ejercicio documental?

No creo tener una definición propia de «espectador», pero como espectadora que siempre fui, me fascina esa idea de Reich, en la que ellos se inspiran en sus primeras obras, y es por lo que los admiro. La Negra siempre buscaba romper esta inercia del espectador pasivo, moverlo, llevarlo a emociones puras desde la provocación, la fricción, el contacto con el cuerpo en todo su esplendor y con elementos básicos de la naturaleza como el fuego, aire, el agua. Romper con la cuarta pared que lo deja sentado en la butaca y hacerlo partícipe de la obra apelando a sus sentimientos más básicos como el miedo, la alegría, el vértigo, el amor. Tomo las palabras de Fernando Noy en el documental: “Es necesario romper, latigar de algún modo el conformismo de las plateas, la sincronía previsible del aplauso”.

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Fotograma de La Organización Negra (ejercicio documental), 2016

6- Una idea que cruza la película es la tensión entre las “identificaciones artísticas” y las “identificaciones políticas”. De hecho, La negra suscitaba cierto recelo porque no se inscribía dentro de una identificación político-partidaria, aunque mucho de sus miembros definieron su accionar como una “guerrilla artística”. ¿Qué pensás de esas tensiones en la producción del colectivo y su relación con su contexto de producción?

Una gran parte del grupo arranca en el conservatorio de arte dramático, en plena vuelta de la democracia y en ese momento volver a la pertenencia de los partidos, recomponer el centro de estudiantes, aparece como una necesidad natural de los estudiantes. Y La Negra no comulgaba con las propuestas partidistas, quería una propuesta que tuviera fundamentos artísticos y por eso decide armar su propia lista, que paradójicamente gana seis bancas en el centro de estudiantes. A lo largo de su carrera, nunca buscó un mensaje político, ni partía a crear desde una ideología partidaria en particular, pero claramente hay una ideología política clara en la horizontalidad con la que trabajaban como compañía, en la forma asamblearia en la que se tomaban las decisiones en los procesos creativos, en la evocación de ciertas imágenes dentro de un contexto socio-político post dictadura, como evocar la tortura, las fosas comunes, la caída del muro de Berlín. Aunque todas estas evocaciones las hacen de manera no consciente, pero respondiendo sin premeditación como verdaderos hijos de la época en la que les tocó formarse y crear.

7- ¿Cuál creés que fueron el legado, la repercusión y los vínculos que pueden trazarse entre La organización negra y sus producciones, y el presente?

El legado es grande y variado. No soy yo, una investigadora de lenguajes escénicos, pero puedo trazar alguna línea desde mi mirada como espectadora. La Negra abrió el camino a nuevos lenguajes, como los usos no convencionales del espacio, el aire como un nuevo espacio escénico e incluso la ciudad o lo urbano como escenario. La incorporación de un espectador activo en un espacio “inmersivo” de la obra, la incorporación de dispositivos escenográficos de gran escala y que incorporan efectos o elementos nuevos a la escena como el agua, el fuego, televisores, objetos electrónicos, etc. El desplazamiento del texto, que ya no está en el espacio y tiempo de la obra, sino que es complementario a ella en forma de fanzines o publicaciones; la música inédita hecha especialmente para una obra, algo que viene, si se quiere, más del mundo de la danza, y tantas otras cosas más que hoy como espectadores ya nos parecen totalmente asimiladas por el lenguaje del teatro o la performance. En el presente hay manifestaciones que parecen continuar esta línea y en lo personal lo veo en algunos grupos de performance como FACC u ORGIE, colectivos que se están abriendo camino en la escena actual.

 

Teaser disponible para ver online

 

Julieta Rocco nació en 1973 en Buenos Aires. Es Diseñadora de Imagen y Sonido. Realizó varios cortometrajes e instalaciones. «La Organización Negra (ejercicio documental)» es su primer largometraje. Actualmente se encuentra trabajando en un nuevo proyecto relacionado a mujeres, arte y autogestión.

 

 

Canon al espejo (imágenes de imágenes). Contrastes y complicidades entre Raúl Ruiz y Juan Downey

Por: Fernando Pérez Villalón

Imagen: Fotograma de The Looking Glass [El espejo] (Juan Downey, 1982, video color, 28:49 min.)

En el marco de las Jornadas “LITERATURAS Y ARTE EN LOS OCHENTA: DESDE LOS SÓTANOS” organizadas por la Maestría en Literaturas de América Latina-UNSAM que se llevarán a cabo los días 15 y 16 de agosto en el Malba, se presentará Fernando Pérez Villalón, Director del Departamento de Arte de la Universidad Alberto Hurtado (Chile), quien discurrirá acerca de los puntos de contacto entre dos grandes cineastas experimentales de Chile, Raúl Ruiz (1941-2011) y Juan Downey (1940-1993). Ambos trabajan en la idea de exacerbación del artificio y confluyen en dos imágenes muy potentes: por un lado la de Narciso como “reflejo siempre distorsionado” de la realidad y la de las Meninas como idea de representación adentro de la representación. Sus obras están llenas de contrastes, cruces y complicidades entre el cine y el video, el impulso etnográfico y la ficción, la exploración de lo local y el cosmopolitismo, el exilio y el arraigo, el humor cáustico y la melancolía. En este capítulo del libro La imagen inquieta (Santiago: Catálogo Libros, 2016) se exploran algunos de estos derroteros, a partir de los motivos del espejo y las imágenes de imágenes como elementos de una antropología negativa de la imagen.


“Hacer cine quiere decir, señoras y señores, mirar el mundo a través de una máquina o monstruo medio mecano, medio cámara fotográfica, medio bicicleta; máquina solar, porque se agita al contacto con la luz; noctámbula, porque acuna entre penumbras. En ella, medio entreverada, se encuentra una cinta transparente, larga hasta de un kilómetro y ancha de no más de 70 milímetros. Antes de atarla a la máquina, se unta nuestra cinta con una gelatina que se obtiene según una receta no muy distinta a la que se usa para fabricar la sustancia de Chillán. Se hierve en una olla de huesos de caballo y se la deja enfriar. Allí, se sumerge el celuloide. Así tratada, la cinta, como la uva, adquiere la propiedad de absorber las apariencias de lo que se le ponga por delante. Una vez que la cinta absorbe las sombras y transparencias con que se enfrenta, se pone a marinar en un estanque y luego se cuece a bañomaría. De esta manera, se hace aparecer una cantidad inverosímil de imágenes espejeantes, a las que se les agrega, antes de servirlas, un poco de música, palabras evocadoras y uno que otro sonido. Un ojo con un párpado que pestañea 24 veces por segundo”.

Así describía Raúl Ruiz su “curioso oficio” en un discurso del año 97, agudamente consciente de la materialidad del medio con el que trabajaba y de las lógicas pragmáticas y fantasmáticas de su operación, que compara intencionalmente con una suerte de cocinería, una serie de procesos con algo de mágico, pero también mucho de concreto, artesanal, con la tensión entre los dos polos del misterio y ministerio a los que se refería en su Poética del cine. Varias veces escuché a Ruiz afirmar que el tipo de producción de una película podía definirse por el número de camiones que necesitaba, y en el curso de su trayectoria el cineasta trabajó siempre con todo el espectro, desde proyectos con presupuesto mínimo a los que no tenía problema en adaptarse, hasta producciones multinacionales con actores consagrados, abundantes recursos y las dificultades que ellos traen consigo. En todos los casos, estaba clara la naturaleza del cine como un producto muy marcadamente colectivo, colaborativo y destinado a un tipo particular de circulación que Ruiz tenía muy presente, la oscuridad de la sala de proyección: “Cuando las imágenes así obtenidas se proyectan en la noche artificial, otros párpados –prótesis de una linterna ciclista– nos obligan a parpadear a todos a un mismo ritmo y compás. Y de aquella unanimidad rítmica nace una como ilusión de movimiento que nos encanta”.

Contra esta vocación nocturna de la imagen cinematográfica tradicional, heredera en cierto sentido del teatro de sombras y de la linterna mágica, y basada en la proyección a través de un haz de luz de imágenes fotográficas fijas a una velocidad que las hace moverse ante nuestros ojos, la imagen de video parece adscribirse a un régimen diurno, destinada a la pantalla de dimensiones reducidas del televisor, ella misma una fuente de luz que produce una imagen por la traducción de los impulsos magnéticos de la cinta a intensidades luminosas en una superficie de vidrio. En general, los primeros practicantes del video arte, y en esto Juan Downey no era una excepción, estaban muy conscientes de la necesidad de explorar las propiedades de este nuevo medio: lejos de concebir la cámara portátil de video como un instrumento que ofrecía la posibilidad de hacer cine de manera más económica, querían descubrir las posibilidades nuevas de otro modo de trabajo.

En efecto, con la aparición de las primeras cámaras portátiles se volvía posible registrar la realidad de manera instantánea y reproducirla transmitiéndola a un monitor sin pasar por el proceso de revelado que exigía el cine (sometido en esto todavía a la lógica de cámara oscura de la fotografía). El formato del video permitía, además, editar una cinta con equipos mucho más fácilmente accesibles, manipulando y alterando la imagen en el proceso de montaje con efectos imposibles de lograr en celuloide (al inicio la edición de video era un proceso muy rudimentario, pero al poco tiempo se fue sofisticando, y en las producciones tardías de Downey puede verse que tuvo acceso a estudios de edición que permitían efectos más complejos y todo tipo de juegos con la imagen). Pasar directamente de la cámara a un monitor no sólo permite ver inmediatamente la imagen que se está registrando, sino también explorar las relaciones con la propia imagen reproducida en vivo sobre una pantalla, a veces sin grabarla, una dimensión del medio que frecuentemente lo llevó a ser asociado con el espejo y con la figura de Narciso. Downey comprendió tempranamente las posibilidades del feedback directo, que ocupan un lugar central en su serie Video transaméricas, pero también jugó en reiteradas ocasiones con la idea de la imagen de video como un reflejo de su propio rostro en la pantalla o como un doble inquietante, con el que sostiene un curioso diálogo en El espejo (1982). Ruiz, por su parte, aunque reticente a filmarse a sí mismo, a aparecer en la pantalla de sus películas y hasta a ser fotografiado mientras trabajaba, compartía esta fascinación por los espejos, que en sus películas con frecuencia multiplican y complican el espacio, duplicando los decorados en los que transcurren sus historias y las perspectivas desde las que contemplamos a sus personajes. En su caso el espejo más que ser un dispositivo en el que contemplarse a sí mismo es un objeto que, dispuesto en diagonal respecto a la mirada, permite ver lo que no está directamente ante nuestros ojos, asomarse a otras escenas de manera oblicua (tal vez más cercano en esto al mito de Perseo enfrentando a la Medusa que al de Narciso enamorado de sí mismo).

Por cierto, la especificidad medial del cine y del video, en la que se centró gran parte de la discusión en los años de emergencia del segundo, está hoy en día completamente desdibujada por el formato digital que ha absorbido a ambos y que hace que veamos en DVD las películas de Downey y Ruiz, indistintamente en la pantalla de un computador, en un televisor, proyectadas en salas de diversos tipos, o incluso en las minúsculas pantallas de nuestros aparatos portátiles. Hay quienes comprenden este fenómeno como una muerte del cine, o en todo caso como su disolución en un campo más amplio en el que convive con videojuegos, comunicación en redes sociales, comerciales, videoclips, pornografía, TV digital y video arte, sin que sea posible dibujar fronteras nítidas entre esos medios y modos de consumo de la imagen. Pero el purismo no parece haber estado nunca al centro de las preocupaciones de estos artistas, que más bien se servían de todas las posibilidades que tenían a mano y las exploraban hasta el límite, sin miedo a la mezcla y la impureza. Contra la tendencia actual a desconfiar de las imágenes, Ruiz y Downey parecían siempre dejarse llevar por el entusiasmo, la seducción y el placer de las imágenes, aunque sin nunca perder la lucidez respecto a sus propiedades y peligros. Hay en ambos un fuerte optimismo respecto a las posibilidades de la imagen de hacer surgir mundos posibles mediante los cuales se modifica el mundo real, de cuya evidencia y solidez de hecho la imagen nos enseña a desconfiar al mostrarnos fantasmas que parecen reales, ensueños que invaden nuestra vigilia y en los que nos adentramos con los ojos abiertos.

En una entrevista incluida en los documentos que acompañaban la exposición El ojo pensante, Downey declaraba que en el cine “existe una resolución de la imagen, una textura que permite una mayor distancia, una escala diferente en cuanto al tamaño del espectador, de manera que es un medio omnipresente, que llega a controlar las conversaciones entre la gente, puede sostener la atención de un centenar o varios centenares de personas simultáneamente”; en cambio en el video, decía, “debido a su baja resolución de la imagen y en cuanto a su escala con respecto a la audiencia, es importante una proximidad porque hay una reacción más espontánea del espectador”. En otra entrevista, probablemente de la misma época, subraya nuevamente la mayor definición del cine, su escala monumental (una palabra que Downey asociaba a la arquitectura producida por un Estado coercitivo), su “capacidad de distancia y de ángulos abiertos que el video no tiene”, y las contrasta con la capacidad de retroalimentación directa del video, su “especial calidad para el tratamiento de los primeros planos y las entrevistas”, y sus cámaras silenciosas y de menor tamaño que producen una interacción menos intrusiva con el entrevistado, que “logra olvidarse de la presencia de la cámara”. Es interesante matizar declaraciones como estas con el hecho de que, como recuerda Kirk von Heflin, que trabajó como camarógrafo en varias obras de Downey, cuando filmaron pinturas en diversos museos de Londres, París y Madrid, decidieron recurrir a película de 16 mm., que permitía una mejor resolución en la captura de la imagen, y luego transferirla a video para poder editarla con mayor flexibilidad.

Una de las primeras cosas que se advierte en los videos de los años 70 y 80 es su feroz obsolescencia: se ven como imágenes muy claramente de otra época, la diferencia de ellas con una imagen de video digital de alta definición es mucho más dramática que la que hay entre ese video y una imagen de cine de una película antigua, porque finalmente la película fotográfica análoga era un dispositivo caracterizado desde muy temprano por una definición detallada y precisa de la imagen. Pero era en parte ese aspecto del video el que le interesaba a Downey, cuyo primer proyecto a gran escala en este medio (Video transaméricas) se proponía utilizar la posibilidad del playback para poner en circulación una gran imagen múltiple de la diversidad y unidad cultural del continente americano, en una suerte de narcicismo colectivo que sería también la dispersión total del narcisismo especular individual. Este proyecto implicaba una concepción del artista como etnógrafo, comunicante cultural, antropólogo, y hasta podría decirse que reportero. Pero ni en Ruiz ni en Downey se trató jamás principalmente de documentar ni registrar la realidad, sino de producir conjuntos de imágenes deliberadamente distorsionadas y manipuladas, en el caso de Ruiz con frecuencia por medio del uso de filtros de colores o iluminación artificial, ángulos y movimientos de cámara inusuales, y una muy peculiar gramática del montaje tensionada entre las tendencias centrífugas y centrípetas de cada plano; en el caso de Downey, utilizando en buena parte del conjunto de su obra la división de la pantalla en partes, la introducción de una paleta cromática alterada, la intervención de la imagen con textos y diagramas geométricos y todas las posibilidades de transformación de la imagen disponibles en la tecnología de su época. Este gusto por el juego, por lo artificioso, los emparenta a ambos con la estética barroca que a menudo citaban en sus obras y los sitúa en las antípodas de la concepción baziniana de la imagen cinematográfica como esencialmente objetiva, como una tecnología que habría finalmente satisfecho nuestra obsesión por la semejanza y la consiguiente búsqueda de realismo, al producir una imagen que no se parece a lo real sino que lo registra. Esto no quiere decir que para Downey o Ruiz sea irrelevante la capacidad de la cámara de captar o capturar la realidad, pero ello no se lograría simplemente dejando operar sus capacidades técnicas, sino que exacerbando el artificio, revelando que la transparencia es ilusoria y que a la realidad se accede solamente a través de la teatralización, el simulacro, el juego, e incluso el engaño, la mentira, la ficción, el mito y la mitomanía.

            Si uno de los modos en que tanto Downey como Ruiz exploran las posibilidades de sus respectivos medios es la utilización de toda la gama de sus recursos técnicos, hay en ellos también una reflexión sumamente consciente sobre la imagen como un fenómeno capaz de transmitirse por diversos medios, transmutándose en ese tránsito, pero conservando algunas de sus propiedades: ambos no sólo mezclan o alternan libremente el cine y el video, sino que llevan a cabo en varias de sus obras un trabajo sostenido con lo que Raymond Bellour ha llamado el espacio entre-imágenes, al incluir en ellas imágenes fijas fotográficas, pinturas, diagramas y mapas que trastornan el tiempo de la imagen móvil y sus relaciones con la historia, los relatos, el espacio, y la imaginación.

            En Ruiz, este motivo entra a su obra de modo consciente desde finales de los 70, época en que realiza una película utilizando casi solamente imágenes fijas conectadas por la voz de un narrador (Coloquio de perros, 1977), una serie en video sobre la historia de Francia compuesta a partir de la edición combinada de películas populares sobre sus grandes acontecimientos (Pequeño manual de historia de Francia, 1979), y dos adaptaciones muy libres de Pierre Klossowski (La vocación suspendida, 1978, y La hipótesis del cuadro robado, 1979), en las que dialoga con ciertos debates vinculados a la teología de la imagen. Las películas de esta época, en particular La hipótesis, se plantean preguntas sobre la interpretación de una pintura o una imagen fotográfica, su descripción verbal, su vinculación con un relato y con los estereotipos a partir de los que se produce todo simulacro, sirviéndose de la experimentación con el montaje, los movimientos de cámara y los tableaux vivants, que ponen en escena en el espacio tridimensional el drama que una pintura representa. Así, los cuadros vivientes en La hipótesis tienen por función explícita servir a la reconstrucción del sentido de un conjunto de pinturas a las que les falta un cuadro que permitiría comprender cabalmente la serie, pero son también un procedimiento que pone en juego la tensión entre la inmovilidad relativa de la pose y la movilidad de la imagen cinematográfica, como transposición de la tensión entre el tiempo detenido de la pintura y el tiempo en flujo de la acción, que sin embargo es siempre, en el universo klossowskiano, la reiteración de una imagen, el retorno de un gesto preexistente. Para Klossowski el simulacro, lejos de ser una imitación degradada del mundo visible, es una exacerbación por medio del estereotipo de algunas de sus tensiones subyacentes e invisibles que permite aprehender los fantasmas a los que la realidad imita sin saberlo. El tableau vivant, por tanto, restituye el modelo que el cuadro copió pero también hace aparecer lo que en el cuadro queda oculto por ser irrepresentable, le devuelve las fuerzas invisibles que lo constituyen y revela el entramado fantasmático que articula lo real.

Estos motivos seguirían presentes en la obra de Ruiz durante las décadas siguientes, en películas que interrogan la relación paradojal entre un territorio y su representación cartográfica, entre una imagen fija y el tiempo que congela, en un fenómeno que se vincula de modo inquietante con el paso de la vida a la muerte y de la muerte a los retornos fantasmáticos de los que el cine es una instancia. Sus películas están llenas de pinturas que parecen a punto de animarse, de personajes cuyas acciones imitan o reiteran sin saberlo las de un cuadro, de imágenes de imágenes que nos proponen una rigurosa pero delirante reflexión sobre el vértigo de lo visible, con sus paradojas y aberraciones.

El impulso autorreflexivo estuvo presente en la obra de Downey desde sus inicios, pero se acentúa hasta el delirio en los videos de la serie El ojo pensante, que ponen en escena algunas de las mismas paradojas y preguntas que plantea la indagación de Ruiz sobre la relación entre imagen fija e imagen animada. Las meninas (1975), sobre el cuadro de Velásquez, La Venus del espejo (1980), El espejo (1982) e Información retenida (1983) son meditaciones acerca de la relación entre la realidad y su reflejo, entre el pintor y su modelo, entre la mirada del espectador y los sentidos de lo visible. En el caso de la pintura, estas relaciones se caracterizan, a partir de una idea de Leo Steinberg que cita Información retenida, por la ambigüedad deliberada que, a diferencia de los signos, evita entregar información con claridad y coherencia. Las pinturas serían signos opacos, reticentes, equívocos, fascinantes precisamente por su ineficacia comunicativa. Asimismo, aparece la transposición de una escena pintada (Las meninas) a un cuadro viviente en el que actores representan la escena como un modo de comprender el drama que en ella se presenta, la fascinación por la perspectiva deformada de la anamorfosis, la exploración de la pintura como un mundo cuyas fronteras con la realidad externa son porosas, un espacio en que podemos penetrar con la mirada y que al mismo tiempo nos penetra, nos permea, nos devuelve la mirada. Downey relata en varias ocasiones su relación intensa, erótica y hasta casi mística, con ciertas imágenes, en particular con Las meninas: “Hay una pintura a la que visitaba cada día, aunque fuera por un breve rato, y es Las meninas de Velásquez. Se refleja al otro lado de la galería en un pequeño espejo, y la atmósfera mágica de toda la habitación, donde la luz natural que entraba por una ventana lateral me envolvía muchas veces en la ilusión de que yo estaba dentro del espacio barroco de la pintura, como si fuera posible para mí caminar en torno a las figuras de contornos difusos de las meninas. Podía sentir mi cuerpo desaparecer tras el torso brillante de seda de la infanta, mi piel se volvía ocre, como una pintura. Los rituales mágicos que llevé a cabo en el espacio de Velásquez eran iluminaciones de mente y cuerpo, similares sólo a un encuentro con Dios, la Gran totalidad, la luz blanca, lo desconocido radiante”.

Tampoco Ruiz fue inmune a la fascinación ejercida por Las meninas como cuadro que condensa la capacidad de la imagen de poner en abismo su relación con lo representado, con la mirada del espectador como dimensión virtual del espacio pictórico y con su propio proceso de producción: en el corto Wind Water (1995), filmado en formato de video para la televisión británica, nos muestra el cuadro de Velásquez alternado con fragmentos de pinturas chinas, mientras en la banda sonora escuchamos una narración en francés y voces en off “en árabe antiguo, en español para el perro del cuadro y en mandarín para el pintor chino del siglo XVII Shi Tao”.

Ahora bien, si en Ruiz siempre persiste una mirada distanciada, irónica, barroca y juguetona pero fuertemente reflexiva, dotada de cierta reserva respecto a la propia exposición (el propio Ruiz no aparece nunca, que yo recuerde, en su propio cine, salvo como voz), Downey se entrega por completo al juego de la identificación con su doble o reflejo, se sumerge en el espacio líquido de la imagen, como el Narciso inclinado sobre una fuente que, en una escena reiterada de El espejo, se arroja al agua y se hunde en ella. Ruiz en cambio se sitúa más bien en el lugar del voyeur, oculto atrás de un espejo transparente como el que aparece en Klimt (2006), sin revelar su rostro, pero proyectando juguetonamente sombras chinescas con sus manos sobre la pantalla.

Aunque en la obra de uno y otro hay guiños innegables al género del diario, la autobiografía o el autorretrato, como ya dije Ruiz prefiere optar por la reserva, la fabulación y la especulación desde detrás de la cámara, que le sirve de máscara, mientras que Downey se inclina con frecuencia hacia lo confesional, hacia el relato en primera persona y la filmación del propio rostro (siempre con la conciencia de que el yo es un personaje, una ficción que se pone en escena). A Ruiz le interesaba mucho la idea de Erving Goffman de que en nuestra vida cotidiana en realidad ponemos en escena representaciones ante el público de las personas con las que interactuamos (desarrollada en un libro que leen y discuten los personajes de Diálogo de exiliados), que en su obra se vincula a la idea barroca de theatrum mundi, del mundo como espectáculo, y Downey, además de ser conocido por su afición a comportarse como un personaje “de película”, siempre aparece en sus videos con una alta dosis de teatralidad y de artificio.

Tal vez más que con el diario fílmico o el documental autobiográfico, géneros con los que ambos juegan, se podría decir que Ruiz y Downey exploran las posibilidades del autorretrato fílmico, en el sentido que le da Michel Beaujour al término en su memorable Espejos de tinta: una exploración de la propia personalidad y a la vez de las posibilidades de la escritura y su relación con la memoria, el pensamiento, el saber y el mundo. Si la autobiografía se caracteriza por la construcción de un relato lineal, cronológico y continuo, el autorretrato en cambio “intenta crear coherencia a través de un sistema de referencias cruzadas, anáforas, superposiciones, o correspondencias entre elementos homólogos y sustituibles, de manera de dar la apariencia de continuidad, de yuxtaposición anacrónica, de montaje, en oposición a la sintagmática de una narración, sin importar cuán embrollada, ya que el embrollamiento de una narración siempre invita al lector a ‘reconstruir’ su cronología”. Si la autobiografía aspira a ser un relato retrospectivo en que coinciden protagonista, autor empírico y narrador, verídico en la medida de lo posible, en el autorretrato la veracidad importa menos que la exploración de las fronteras difusas entre el yo y el mundo, que difumina la linealidad del relato: “El ‘yo’ resume la estructura del mundo, como el microcosmos la del macrocosmos”. En al autorretrato según Beaujour, hablar sobre sí mismo es hablar sobre el mundo en su dispersión y su complejidad, es compilar una enciclopedia infinita de saberes fragmentarios en los que el yo y las cosas se entremezclan y esclarecen mutuamente: “uno debería ver en el autorretrato una imagen en espejo del ‘yo’ que refleja en abismo los espejos enciclopédicos del ‘gran mundo’.”

Ni vidrio transparente que nos permite contemplar el mundo detrás suyo, a resguardo de las inclemencias del tiempo, ni espejo que lo refleja fielmente, la imagen de cine y video en Ruiz y Downey funciona como un dispositivo complejo que hace aparecer lo invisible a simple vista, que distorsiona y filtra deliberadamente al registrar, y que investiga las propias ambigüedades al exacerbar su condición de simulacro, volviéndose sobre sí misma no para morderse la cola ni quedarse en la fascinación de la apariencia sino para, al agitar el agua, ver al mismo tiempo el fondo de la fuente, su reflejo en ella y el mundo del que ese reflejo es un pliegue escondido.

 

Referencias

Las citas iniciales de Ruiz provienen del discurso dado con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales en Cuneo (ed.) Ruiz (Santiago, Ediciones UDP, 2013), p.329.

Sobre los inicios del video arte en Chile, ver Apuntes para una historia del video en Chile (Santiago, Ocholibros, 2010), de Germán Liñero.

Sobre la relación entre el medio del video y el narcisismo, ver el texto de Rosalind Krauss “Video: The Aesthetics of Narcissism” (October, Vol. 1, 1976, 50-64).

Ver también, sobre los motivos de Narciso y del espejo en la obra de Downey, “El misterio de la gran pirámide”, de Justo Pastor Mellado (en Video porque te ve) y “Risa en el espejo: los videos de Juan Downey”, de Carla Machiavello (en AAVV Efecto Downey. Espacio Fundación Telefónica, Buenos Aires, 2006.

Sobre la relación de Downey con las técnicas de edición de video, ver el testimonio de Rick Feist en Juan Downey: The Invisible Architect 151-153.

La entrevista a Downey sobre cine y video es la misma citada anteriormente (15) . La otra entrevista está en la revista Enfoque, en un número que contiene también una conversación con Ruiz (s/a “Juan Downey: tiempo espacio, abstracción” (entrevista), Enfoque, revista de cine 7, 1986, 25-27).

Raymond Bellour desarrolla las relaciones entre imágenes de diversos medios y la presencia de la imagen fija en el seno de la imagen móvil, en su Entre imágenes. Cine, foto, video (Buenos Aires, Colihue, 2009).

Klossowski desarrolla su teoría del simulacro en relación con el tableau vivant en diversos ensayos recogidos justamente bajo el título Tableaux vivants. Essais critiques 1936-1983. (París, Gallimard, 2001). Ver en particular “La description, l’argumentation, le récit”.

El relato sobre la relación de Downey con el cuadro Las meninas -una transcripción del audio del video Las meninas– se encuentra en Juan Downey: The Invisible Architect (Valerie Smith ed., MIT List Visual Arts Center y Bronx Museum of the Arts, Cambridge Massachusetts, 2011).

Sobre el tema de las fronteras porosas entre imagen y realidad, ver “Entrando en la imagen” de Valerie Smith, en el catálogo El ojo pensante (Julieta González (ed.), Fundación Telefónica de Chile, 2010).

La descripción del propio Ruiz de Viento agua está la filmografía comentada en Ruiz 244.

El libro de Erving Goffman que discuten los personajes de Diálogos de exiliados es La presentación de la persona en la vida cotidiana (Buenos Aires, Amorrortu, 2001), que trata sobre el carácter de puesta en escena de las interacciones sociales.

Sobre el impulso autobiográfico en la obra de Downey, ver los textos “Video arte y autobiografía” y “El ojo de la papa: autobiografía y video en la obra de Juan Downey”, de Justo Pastor Mellado, en

Juan Downey, Video porque te ve (Santiago, Ediciones Visuala Galería, 1987).

Las citas respecto al género del autorretrato provienen del libro de Michel Beaujour Poetics of the Literary Self-Portrait (Nueva York, NYU Press, 1991), p.3.

 

 

Sin dios ni ley: Nefer, la personaje de Sara Gallardo.

Por: Alejandra Laera

Imagen: retrato fotográfico de Sara Gallardo.


En este breve ensayo, Alejandra Laera reflexiona sobre la primera novela de la escritora argentina Sara Gallardo, Enero (1958). En su lectura, el cuerpo de Nefer, su joven protagonista, es un cuerpo deseante, que gesta un hijo que no quiere tener, revelándole una corporalidad que siente ajena. En la novela, el aborto es, como todo lo clandestino, aquello prohibido por las leyes y por la moral cristiana (incluso, lo que no se puede nombrar plenamente, sino que se susurra, en secreto), aunque no por las costumbres. Allí se juega el dilema de la novela: ni dios ni la ley están a favor de la adolescente, cuya subjetividad se construye a partir de su deseo (sexual y corporal) y su rechazo a una maternidad impuesta, que la protagonista percibe como un castigo.


“Tal vez si me subo a caballo y galopo mucho, tal vez si trabajo muy bruto, tal vez si me duermo muy profundamente podré despertarme sin nada… Yo pensé que si iba a casa de, de alguna persona me podría… a casa de… Tal vez si Dios me ayuda… ¿Dios? ¿Y si rezo? ¿Y si rezo un avemaría y tres credos y sucede un milagro?” (Sara Gallardo, Enero). La que así piensa es Nefer, de dieciséis años, hija menor de unxs puesterxs rurales en una estancia de la provincia de Buenos Aires, que fue seducida y violada por un trabajador del pueblo en la fiesta de casamiento de su hermana. Estamos a fines de la década de 1950, es verano, en el campo hace un calor infernal y Nefer no sabe qué ni cómo hacer para volver a quedarse “sin nada”, sin ese hijo no deseado que va a nacer en el invierno. Entre la naturaleza y dios, entre el accidente y el milagro, entre la pesadilla y la desgracia, la cita anuda todo el hilo del relato, aquello mismo que no se puede nombrar: la posibilidad del aborto. Porque así como el hecho, imaginado, buscado, no llega a ocurrir nunca, la palabra tampoco aparece en el discurso de Nefer, en la voz de la narradora, en los dichos de los demás personajes. Igual al aborto mismo, la palabra que lo nombra solo se adivina en sus alusiones, en sus elipsis, en los puntos suspensivos. El aborto, en la novela, es la pura clandestinidad. Como si referir el aborto por su nombre fuera un modo de afirmarlo, de sacarlo de la clandestinidad, la palabra estuvo prohibida por las normas, censurada por decoro, dicha a medias o apenas susurrada; esa misma palabra que ahora no solo decimos en voz alta sino que escribimos una y otra vez. Nefer está ubicada en el umbral que separa el no decir del decir, y el reconocimiento de una solución posible para su “desgracia”, como la llama, de los impedimentos para su realización. Ella no puede decidir.

Nefer es la protagonista de Enero, la primera novela de Sara Gallardo, publicada en 1958 por la editorial Sudamericana y leída como el discreto ingreso de una joven mujer de la elite a la literatura: una historia breve escrita en tono menor, equívocamente entendida, en el tironeo del realismo político de los 50 y de la experimentación vanguardista de los 60, como un relato ruralista más o menos convencional que solo en un primer momento acaparó cierta atención. Habría que esperar muchos años, entre otras cosas el declive del formalismo, la renovación de los realismos, el interés en subjetividades diferentes y sobre todo los feminismos, para que fuera esporádicamente reivindicada hasta la imprescindible relectura contemporánea. En los últimos años, Enero fue reeditada varias veces, siguiendo el envión de la relectura de la propia Sara Gallardo, quien tras el ojo atento de escritores tan distintos como Ricardo Piglia, Leopoldo Brizuela y Pedro Mairal fue redescubierta por la crítica literaria, en particular por Lucía de Leone, que dio a conocer y estudió sus imperdibles notas para la prensa periódica. Lo que quiero decir es que eran necesarios algunos cambios y ciertas circunstancias para poder considerar a Enero en todas sus dimensiones. Los mismos que hicieron posible su visibilización total cuando la escritora Claudia Piñeiro la mencionó en el discurso de apertura que dio para la 28va. Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires en abril de 2018 y en el marco más amplio de la discusión por la legalización del aborto en la Argentina, en vísperas de la votación del proyecto en la Cámara de Diputados, donde fue ajustadamente aprobada con media sanción, y mientras espera la inminente votación en el Senado, donde la posición a favor de la ley se ve amenazada por las mismas falacias y por la misma hipocresía que rodean a la protagonista de la novela.

Pero todavía hay algo más. En Enero, el embarazo de la chica es resultado de una violación, o mejor dicho de una violación que es mostrada como una seducción seguida de abuso sexual. Que el abuso del hombre a la mujer no aparezca en la novela condenado con claridad redunda en más de un sentido. En primer lugar, permite correr el foco de la escena de la violación, recordada vagamente por Nefer, para ponerlo en su condición de “preñada”, que es tal como ella misma se percibe. En segundo lugar, y en consecuencia, ese corrimiento pone en evidencia la naturalización de la violencia machista que, con diversos grados y bajo diversas manifestaciones, preponderó en toda la sociedad hasta su fuerte puesta en crisis en los últimos años. Que esto sea posible, a la vez, se debe al hecho de que la violación sea revivida por Nefer, en ese potente discurso indirecto libre usado en la narración, con atenuantes: la fiesta, el alcohol, el mareo, la seducción, la ignorancia, el deseo… El deseo: pero no solo el deseo del hombre sino el de la mujer. En un tour de force excepcional, la novela hace aflorar el deseo de Nefer, solo que no se trata de su deseo por Nicolás, que es quien abusa de ella, sino por el Negro, de quien estaba enamorada inútilmente y a quien había esperado conquistar en la fiesta. Si hay un culpable, para Nefer, es el Negro, por ser quien suscita su deseo, su confusión y su entrega. Nefer no puede distinguir entre un acto de deseo y un acto de abuso, de allí la sustitución. Quiero decir: al no culpar a Nicolás por el abuso y culpar al Negro, por sustitución, se culpabiliza a sí misma por su deseo.

Contra lo que podría pensarse, una vez más, la atenuación de la violencia del hombre (algo que de otro modo y en otra clave está presente también en la violación final de La casa del ángel de Beatriz Guido, escrita apenas un par de años antes) termina enfatizando lo que más importa en la novela: esta adolescente deseante que espera un hijo no deseado al que no quiere tener. Porque la subjetividad de Nefer está compuesta, precisamente, de esos deseos y de esos rechazos, tanto como de su incapacidad para sentirse una víctima del abusador. Si el embarazo es, para Nefer, un castigo, una desgracia, una maldición, su cuerpo es siempre aquello que parece no pertenecerle, es aquello con lo que no sabe qué hacer: desde la imposibilidad de decidir en la escena sexual con el hombre, hasta la imposibilidad de detener u ocultar el crecimiento de su vientre que se agranda día a día hasta transformarse por completo, pasando por la imposibilidad de interrumpir el embarazo. Y aunque son varias las situaciones que imagina para que eso suceda (el accidente, la intervención, el milagro), sabe que la única chance es ir a hacerse un aborto. Desde la perspectiva inocente de Nefer, tanto la naturaleza, al permitir que quede embarazada, como dios, al castigarla, han hecho lo suyo. Por lo tanto: Nefer está, en principio, decidida a interrumpir su embarazo.

Pero: ¿quién hace los abortos en el campo a mediados del siglo XX sino las curanderas, acusadas de brujas y de herejes, aisladas por la comunidad, censuradas por la ciencia médica, malditas por la iglesia? Nefer llega al rancho de la curandera, entra, saluda, y no se anima a hablar. Tiene miedo. Miedo al lugar, a la mujer, a la muerte, a la condena. En la novela, el riesgo de vida ante su clandestinidad tanto como la penalización del aborto son amenazas reiteradas y concretas. En ese estado de intemperie, en ese estado de precariedad, el único refugio resulta la vuelta a casa. Pero ese regreso solo puede ser nostálgico (el mundo de la infancia que acaba de quedar en el pasado) o figurado (la vaga sensación que siente al subirse a su caballo). Nefer no está en condiciones de darse cuenta (¡una personaje como Nefer no puede darse cuenta!) de que su casa ya ha dejado de ser su hogar. Nefer no es la protagonista, por ejemplo, de La vida tranquila, la novela de 1944 de Marguerite Duras, que lleva al extremo la ruptura de los lazos familiares, abandona toda doble moral y deja la casa para retornar solo cuando ella ya sea otra y consiga asumir plenamente la primera persona. Nefer, en cambio, apenas consigue gritar su secreto para seguir el mandato familiar, social e institucional.

Frente al oscurantismo de la curandera, aparecen el médico y el cura con el doble control de un cuerpo que ya no es más sujeto de deseo. Ni la medicina ni la iglesia protegen a las chicas como Nefer. El médico las ausculta, las palpa, las toca: confirma embarazos, los determina, se pone del lado de la ley. El cura las interroga, las confiesa, las comulga: confirma pecados, determina culpas y castigos, y si no se pone del lado de la ley es porque la ley que penaliza estuvo siempre de su lado. Dos saberes sobre el cuerpo, el del que sabe y el del que busca saber, que son su puro sometimiento. Por eso, a las chicas como Nefer, que ceden sus últimos restos de libertad y voluntad, solo les quedan algunas tretas, como mentir o no tomar la hostia o disimular.

Mediados del siglo XX en la campaña argentina: no hay aliados posibles para la mujer joven y soltera, y menos si queda embarazada. Los protocolos de la medicina se limitan al diagnóstico y el cuidado del embarazo, no ayudan a interrumpirlo. Y la iglesia se revela en todo su convencionalismo y represión, avalando la doble moral. Porque el aborto, como todo lo clandestino, es aquello prohibido por las leyes y la moral cristiana pero no por las costumbres, y ahí se juega todo el dilema. Ni dios ni la ley están a favor de Nefer. Esta es la conversación entre Nefer y su madre sobre el asunto:

– Mamá, vos hoy dijiste que… que mañana me ibas a… a sacar todo…

– ¿Yo…? Lo dije de rabia, pero no se puede hacer, la policía te lleva.

– ¿La policía? ¿Y a la señora Lola, cómo no la llevaron; y a la Paula…?

– Bueno. No se puede hacer. Andá.

– Pero vos dijiste…

– “Vos dijiste, vos dijiste”, y vos, ¿qué dijiste? ¿Te acordás lo que dijiste? ¿Sí o no? “Conmigo no se mete nadie”, eso dijiste, ¿no? Bueno, ahora arreglate. El que se anda divirtiendo, que la pague.

– No. No. Yo no me voy a arreglar sola, voy a ir a lo de la vieja Borges si vos no me ayudás, voy a ir a lo de la Paula, o si no, me voy a matar, para que estés contenta. Vos querés que me muera, ¿no? Eso. ¡Me voy a matar, y te van a llevar presa igual! Vas a ver… vas a ver…

– ¡No seas estúpida! ¡Callate!, ¿querés? ¿O te creés que somos idiotas? Ya vas a ver cómo se arregla todo… pero ¡callate! (pp. 66-67)

 

Y en efecto, todo se arregla. Porque desde las convenciones sociales y la moral cristiana, la novela tiene un final feliz: el hombre que violó a Nefer acepta casarse con ella y reconocer a su hijx. ¿No se trata, en definitiva, de un hombre bueno y trabajador? ¿No se trata de un hombre honesto que, a pedido de la patrona de la estancia, acepta reparar sus excesos y tomar a la chica por esposa para formar una familia? Todo de una vez: abuso sexual, deseo sexual, dudas, miedos, confesión religiosa, intentos de aborto quedan convertidos en un mismo desliz que puede ser corregido cuando se lo domestica. El abuso no solo se naturaliza sino que se lo legitima entregando a la víctima, alienada ya de toda libertad sobre su cuerpo, como esposa. Y ahí sí aparece la ley y vuelve a aparecer dios: se legaliza la unión por civil y por iglesia, se tiene el hijo, se forma la familia. Hacia ese camino vemos partir a Nefer, que termina dejando su casa para acompañar a su marido, en la última escena de la novela.

Subjetividad tan incipiente como frustrada, la de Nefer. La pregunta de la cita que elegí para abrir este ensayo tenía una respuesta anunciada que la personaje solo conoce al final: “¿Y si rezo un avemaría y tres credos y sucede un milagro?” No hubo milagro. Porque los milagros no existen. En lugar del milagro, en otros tiempos y en otras circunstancias, la posibilidad de la autodeterminación, para que las chicas como Nefer tengan libertad sobre su cuerpo. Con o sin dios, pero que sea ley.

 

Biodrama | Proyecto Archivos: seis documentales escénicos, de Vivi Tellas

Por:  Pamela Brownell (UBA)  / Paola Hernández (University of Wisconsin-Madison)
Javier Guerrero (Princeton University)

Fotos: Nicolás Goldberg

En el marco de las Jornadas «Literaturas y arte en los ochenta: desde los sótanos», que se realizarán el 15 y 16 de agosto en el MALBA, tendrá lugar la presentación de un libro fundamental para el teatro argentino de los últimos años: Biodrama | Proyecto Archivos: seis documentales escénicos, de Vivi Tellas, con la compilación y coordinación de Pamela Brownell y Paola Hernández (colección Papeles Teatrales / FFyH, UNC, 2017), que incluye seis piezas teatrales inéditas del proyecto teatral documental de Tellas en el que lleva a escena a personas que no se dedican a la actuación. Las obras teatrales están acompañadas por ocho textos críticos escritos por los reconocidos investigadores Graciela Montaldo, Brenda Werth, Beatriz Trastoy, Jean Graham-Jones, Julie Ward, Federico Baeza, Fernanda Pinta y Javier Guerrero. El libro incluye también una entrevista realizada a la directora por Alan Pauls y fotografías de las puestas en escena tomadas por Nicolás Goldberg. A continuación compartimos un pasaje de la introducción de Pamela Brownell y Paola Hernández y el texto de Javier Guerrero, Emergency Exit.


Cuando Vivi Tellas creó el Proyecto Biodrama, algo se sacudió en la escena teatral argentina. Y es la onda expansiva de esa acción –que aún hoy se siente con fuerza– la que explica mucho de lo que ha podido hacerse y pensarse en términos biográficos y documentales en nuestro teatro reciente. Esta es, sin dudas, su intervención más clara y de repercusiones más directas, ya que la misma ha sido catalizadora de una gran diversidad de experiencias.

Son muchas las razones por las cuales Vivi Tellas resulta una artista insoslayable de la escena argentina de las últimas décadas. Su vasta producción, su permanente inquietud experimental, su impronta conceptual y su rol fundante en términos de curaduría teatral, la han mantenido, a la vez, en el centro y en los bordes del campo teatral: siempre influyente y seguida con atención, y siempre corriéndose hacia los márgenes en busca de nuevos espacios y proyectos.

Biodrama surgió como el nombre de un interés por explorar (y valorizar) la vida de las personas desde el teatro, y se consolidó como un productivo proyecto biográfico-documental que ha tenido distintas expresiones. Proyecto Archivos, la serie que presentamos en esta ocasión, constituye uno de sus momentos fundantes, y es, en gran medida, por el trabajo desplegado en el marco de este proyecto que Tellas se destaca actualmente como una referente no solo local sino también internacional de esa tendencia tan vital de la escena contemporánea que hoy se estudia como teatro de lo real. Esto se debe a que comenzar a recorrer el camino teatral más reciente de esta directora es encontrarnos con la expresión más desarrollada de su audaz manejo de la teatralidad y, en particular, con su modo singular de trabajar en las difusas fronteras entre el artificio y lo real.

Las inquietudes estéticas que se evidencian en la creación de Biodrama han estado presentes de una u otra forma desde el comienzo de la carrera artística de Tellas en los años ochenta, cuando concluyó su formación primero en artes visuales y, luego, en puesta en escena, y realizó sus primeros trabajos como performer y directora teatral. Pero es desde mediados de la década del noventa, con su propuesta curatorial de Proyecto Museoscuando comienzan a evidenciarse más claramente. […]

Desde ese momento, y más aún con su puesta de El precio de un brazo derecho (2000), el trabajo de Tellas se enfoca cada vez más hacia lo real, aunque –cabe aclarar– siempre con una mirada guiada fervorosamente por lo teatral. La síntesis de esta mirada teatral se expresa en su identificación de lo que, en sus palabras, es el ‘Umbral Mínimo de Ficción’ (UMF): una unidad de medida poética que ella crea para señalar esos momentos en los que “la realidad misma parece ponerse a hacer teatro” […]. El UMF es una herramienta que le permitió a Tellas conceptualizar su interés por buscar la teatralidad fuera del teatro –expresión que utiliza para describir el motor de esta etapa de su trabajo– saliendo de la dicotomía ficción-no ficción y adentrándose en espacios de cruce e indefinición para explorar lo que constituye el centro de su atención: las personas y sus mundos.

De esta zona de interés surgió en 2001 su propuesta de curaduría para el Teatro Sarmiento, que Tellas comenzaba a dirigir, para la cual ideó el nombre de Biodrama, y también de ella surgió su proyecto personal de dirección, al cual inicialmente dio el nombre de Archivos y presentó como una experiencia de teatro documental. Esta definición terminológica también fue una intervención decisiva en la escena argentina, ya que teatro documental era una expresión que no estaba siendo utilizada en ese momento. La tendencia hacia un nuevo teatro documental que hoy está tan afianzada, entonces recién empezaba a manifestarse. Con el tiempo, ambos proyectos confluirían bajo el nombre del primero […], pero en esa primera etapa, fue en Proyecto Archivos que Tellas desarrolló su ya muy conocido estilo de trabajo con intérpretes no profesionales –es decir, personas que no se dedican a la actuación: médicos, filósofos, guías, entre otros– invitándolos a hacer teatro a partir de sus experiencias, sus objetos y los destellos de teatralidad de sus vidas profesionales y personales.

El presente libro dirige la mirada hacia ese proyecto, en el que se condensa el núcleo de la propuesta escénica de Tellas, indagando en las formas innovadoras de su trabajo. La publicación recupera las versiones escritas de las primeras seis obras de Archivos, que son a su vez, según señalaremos un poco más adelante, las únicas que pueden identificarse inequívocamente como parte de este proyecto. Se trata de: Mi mamá y mi tía (2003), Tres filósofos con bigotes (2004), Cozarinsky y su médico (2005), Escuela de conducción (2006), Mujeres guía (2008) y Disc Jockey (2008).

 

Tapa del libro "Biodrama. Proyecto Archivos. Seis documentales escénicos", de Vivi Tellas.

Tapa del libro «Biodrama. Proyecto Archivos. Seis documentales escénicos», de Vivi Tellas.

 

Obra: "Mujeres guías"

Obra: «Mujeres guías» (2008)

 

 

Emergency Exit
Por: Javier Guerrero

 

Salir de una obra de Vivi Tellas y sentir que el teatro se extiende más allá de sus fronteras inmediatas suele ser una experiencia compartida. Los ojos, aún desconcertados tras abandonar la sala, se detienen en las vidrieras que dejan ver a la repostera en acción, a la pareja que cena cerca de la puerta del restaurante, al señor que se arregla el saco antes de bajar al subte: cuerpos que hacen gestos ampulosos, que parecen a todas luces excesivos. Nos invade la sensación de que todo parece seguir un guión, que la rutina ha sido ensayada. El UMF (Umbral Mínimo de Ficción) del teatro de Tellas, muy explorado en esta edición, inexplicablemente se convierte en su gemelo fantasma: el UMF (Umbral Máximo de Ficción). Este nuevo UMF nos garantiza que aquello que hemos visto, previamente encuadrado en la sala de teatro, es menos ficcional que la realidad misma. En cierto sentido, la invención biodramática de Vivi Tellas desde Mi mamá y mi tía, y a lo largo de su incesante experimentación con el concepto, el biodrama, delata su insuficiencia. Es decir, ante la sensación que he descrito al principio, el descubrimiento de toda una realidad ficcional desconocida, Tellas ha comprendido lo que todavía parecía estar latente en su propuesta inicial: que el biodrama abre una nueva compuerta para explorar ya no lo documental en el espacio teatral, sino lo ficcional fuera del teatro, en el corazón de lo que hemos designado como realidad. De allí la radicalidad de su novel concepto, aún en etapa de experimentación, de Teatro Encontrado. Esta nueva invención de Tellas busca devolver la autorreflexividad que le ha sido suprimida al estatuto de lo real. Es decir, el nuevo instrumento da cuenta de la profunda contextura ficcional de la realidad como objet trouvé. Hacerse de un público o hacer visible el público de un espacio escénico despojado de su condición escenográfica lo confirma y, entonces, produce una performatividad que le confiere teatralidad. Asimismo, evidenciar la pulsión teatral sobre la que está fundada la arquitectura de la ciudad moderna es consecuencia directa de esta nueva incursión.

No obstante, Vivi Tellas va más allá. Su teatro documental destituye el concepto de ficción. Y digo destituye y no inquieta porque colocar la realidad teatral en una instancia previa a lo real, haciéndola antecedente y no consecuencia, constituye una nueva ontología de la ficción; o, más bien, corrijo: una nueva ontología de lo real. Porque es la realidad la dimensión verdaderamente en disputa, la más cuestionada por Vivi Tellas. El biodrama, como se lee entrelíneas a lo largo de este libro, no solamente descuadra la división del mundo, produciendo un conflicto irresoluble que extiende una estremecedora zona gris, capaz de suspender la oposición binaria realidad-ficción, sino que encuentra en esta disolución su urgente necesidad de materializar una nueva ontología. Por tal razón, el trabajo de Tellas ha incursionado en un más allá: el más allá teatral pero también en el más allá, a secas. En La bruja y su hija o en Channeling Cage, abordado por Graciela Montaldo en este libro, Tellas entiende que la incorporación de esta zona de intranquilidad funciona también como marcador del masivo deslizamiento de las fronteras propuesto por su trabajo. El más allá enfatiza la implosión sin vuelta atrás del perímetro teatral, de la celda dramática fuera o dentro del teatro. Porque el teatro de Tellas es un progresivo desconocimiento del propio concepto de teatro y aquí halla su materia, localiza la zona de continuo extrañamiento que produce su política teatral.

A propósito de esto, en la función inaugural de Las personas, llevada a escena en 2014 en el Teatro San Martín de Buenos Aires en el septuagésimo aniversario del teatro, se produjo un gesto que ahora me interesa resaltar, un gesto que encuentro presente de una u otra manera en su teatro. Se trata de lo que considero una figura fundamental de la experiencia biodramática de Tellas: el error. Y no me refiero al error de los cuerpos ajenos a la escena, el de esos “actores ocasionales”, que en todo caso no sería considerado como error dada la particularidad biodramática. Me refiero al error ubicado del otro lado del escenario, dentro del espacio destinado al público. No resulta casual que al ingresar al teatro en el que se presentó Las personas, antes de producirse cualquier movimiento en el proscenio, ya la acción teatral tuviera lugar. De acuerdo con la propia directora, la función comenzaba con el ingreso del público a la sala, cuando los ocasionales acomodadores –en un tono de voz más alto del habitual, pero que no superara cierto nivel propio de lo cotidiano– hacían su trabajo. Luego de ubicar a los últimos espectadores, cuatro acomodadores subían al escenario. Ya allí, comenzaban sus relatos. En un momento, una de ellos, bañada por el chorro de luz de un seguidor, habla de su su padre, también acomodador, refiriéndose a lo ocurrido al final de una función de cine en una de las salas del complejo teatral. El acontecimiento narrado es nada menos que la muerte de su padre, quien falleció allí cuando terminaba una película. Al relatar la historia, los espectadores aplauden, como han comenzado a hacerlo tras cada relato de la acomodadora y como seguirán haciéndolo a lo largo de todo el espectáculo, luego de experimentar cada momento teatral. Y es que, en cierto sentido, los espectadores de Las personas han inventado un nuevo manual de conducta teatral, desprendiéndose del tácito. En este caso, parecen darse cuenta del error. Es decir, el público aplaude al final de la historia, cuando la acomodadora acaba de relatar la muerte de su propio padre. El error produce un necesario e inmediato ajuste en los códigos de etiqueta, subsanado por el silencio y alguno que otro grito ahogado. El error se convierte, entonces, en un momento de ajuste. En cierto sentido, Tellas altera la hamartia griega –ese error necesario del héroe trágico presente en el decálogo aristotélico–, la gira, la da vuelta. El error, ahora del espectador, provoca un extrañamiento a causa de su vacilación. Así, el momento que más me interesa destacar de este episodio no es el instante de incomodidad ni, mucho menos, la reactivación del manual de conducta teatral: más bien, se trata del momento de incertidumbre producido en ese umbral. Como en Cozarinsky y su médico, en el cual Cozarinsky le pide al público que guarde un secreto, y entonces revelar el secreto es extender la realidad teatral, pero también traicionarla. Estos momentos producen una dimensión que trasciende la dialéctica realidad-ficción. Porque, ahora, en el más reciente trayecto de la directora, marcado por su concepto de Teatro Encontrado, paradójicamente el teatro ya no se encuentra, se ha perdido para siempre. En este sentido, Las personas, concebido como parte del aniversario del Teatro San Martín a partir de los biodramas de sus trabajadores, hace girar el escenario para ver su backstage, y el público gira con ellos. Por lo tanto, ya no se trata de la emancipación del público sino de su deconstrucción máxima del teatro y, con ella, aparecen las personas.

Obra: "Cozarinsky y su médico" (2005)

Obra: «Cozarinsky y su médico» (2005)

 

Pero además de la experiencia biodramática que ha llevado a escena en teatros y espacios no convencionales, fuera y dentro de la Argentina, Vivi Tellas ha trabajado con comunidades no teatrales universitarias. En el otoño de 2014, como Belknap Fellow del Council of the Humanities de la Universidad de Princeton, la directora llevó a cabo dos experiencias que me interesa discutir en este contexto. Durante su residencia, Tellas propuso la intervención de la ciudad de Princeton con su concepto de Teatro Encontrado. En esta oportunidad, el recorrido deshizo las sólidas fronteras entre universidad y ciudad y, en un par de horas, produjo el reconocimiento de una ciudad más compleja, abarrotada de ready-mades urbanos, antes inadvertidos. Ya no se producía el adentro y afuera, inevitable al habitar la sala teatral; el Teatro Encontrado, en definitiva, prescinde del dúo. Pero es sobre su segunda intervención, el biodrama titulado Yo soy, I am, estrenado en diciembre de 2014 en la Universidad de Princeton, sobre el que más me interesa reflexionar. En esta oportunidad, la obra incluía a los participantes de su taller de teatro documental. Al entrar en la sala, los acomodadores pedían al público que traspasáramos el marco de una puerta, un dintel que no ocultaba su constitución de objeto teatral. Es decir, luego de traspasar el pórtico que daba entrada al recinto, requerían que volviéramos a atravesar una puerta, innecesaria, que por supuesto nos daba la bienvenida a otra realidad. Ya en nuestro rol de público incorporado, todos sentados en muebles que rompían con la serialización de las butacas teatrales, y tras algunos minutos de espera, comenzaba el mosaico biodramático. Trece episodios se llevaron a escena. Entre ellos, un participante afroamericano habló imaginariamente con su primo encarcelado. Sentado frente al público, conversó sobre las importantes diferencias de sus vidas: su familiar, interpretado por un participante blanco, se ubicó de espaldas a los espectadores. Otro episodio del biodrama lo protagonizó un participante que, tras relatar la muy temprana muerte de su mejor amigo, se desvistió en escena para mostrar el tatuaje que inscribía, para siempre, a su amigo muerto en su propio cuerpo. El biodrama de Princeton aborda una serie de problemas, entre ellos, el masivo encarcelamiento de las comunidades negras, a las puertas del movimiento Black Lives Matter en los Estados Unidos. Sin embargo, es precisamente la puerta lo que más me interesa a propósito de este volumen sobre el teatro de Vivi Tellas. Porque la puerta del biodrama de Princeton no es una puerta de entrada sino de salida. Salida que no tiene únicamente que ver con la ficción o la reducción a su umbral mínimo sino con un más allá. La entrada escenificada por Tellas es siempre una salida de emergencia.

La experiencia biodramática ya no busca entrar en realidades cerradas, transcender a su oponente, su hallazgo se produce precisamente en la salida constante, su emergencia hacia un desconcertante e incierto más allá. Ya no se trata de un espectador violentado o emancipado, como ha propuesto la teoría teatral de Artaud a Rancière. Aquí se busca convertir a los actantes teatrales en personas cuya misión es una salida incesante. La experiencia de Vivi Tellas constituye una intervención teórico-filosófica cuya relevancia dentro del pensamiento de la contemporaneidad visual debe tenerse muy en cuenta.

 

 

Obra: "Tres filósofos con bigotes" (2004)

Obra: «Tres filósofos con bigotes» (2004)

Obra: "Mi mamá y mi tía" (2003)

Obra: «Mi mamá y mi tía» (2003)

La cena blanca de Romina: San Pedro de Jujuy y la maternidad obligatoria

Por: Jorge García Izquierdo

Imagen: fotograma extraído de La cena blanca de Romina (Rizzi y Martín, 2017)

En esta reseña, Jorge García Izquierdo analiza La cena blanca de Romina, un documental producido por el grupo Ojo Obrero. Este presenta el caso de la muchacha jujeña que, en 2005, fue condenada a 14 años de prisión. Tejerina había parido en un baño, sola, una beba prematura, y la había matado. Dijo que vio en ella la cara de su violador. Su historia ilumina algunas de las aristas del actual debate sobre el aborto.


Bertolt Brecht repetía, al final de cada estrofa de su poema »La infanticida Marie Ferrer», las siguientes palabras: »A ustedes les ruego, se abstengan de juzgar,/ pues toda criatura necesita ayuda de todas las demás». El autor alemán contaba en nueve estrofas el caso de la niña Marie Ferrer, quien, aún joven, tuvo que ocultar su embarazo con una faja tras varios intentos fallidos de aborto y, finalmente, después de parir, golpeó al bebé hasta que se callara. Murió en una prisión, seguramente no menos fría que el cuarto de servicio donde ella sobrevivía hasta entonces a las intemperies del invierno.

El documental La cena blanca de Romina (2017), dirigida por Francisco Rizzi y Hernán Martín y con guión de Olga Viglieca, lleva esos dos versos al comienzo y los hace su línea de acción narrativa. En esta nota haremos un breve análisis de la película en relación con las formas en que esta construye e hila las imágenes y los discursos para contar, finalmente, los diversos factores que incidieron en el caso de Romina Tejerina: la influencia de la Iglesia en la juventud, el carácter heteropatriarcal de las instituciones políticas –con especial hincapié en el intendente–, la concepción de la maternidad en las adolescentes del pueblo y las distintas maneras en que dichos factores confluyeron en un debate popular sobre la soberanía del cuerpo de las mujeres y la necesidad de que el aborto legal, seguro y gratuito sea ley.

El paraíso patriarcal: contexto espacial

La cena blanca de Romina recupera la historia de Romina Tejerina quien, en 2005, fue condenada a catorce años de prisión por matar a su bebé, producto de una violación que quedó impune. Recordemos: en ese momento, la Corte Suprema de Justicia aún no se había pronunciado sobre los alcances del aborto no punible en la Argentina ni tampoco había establecido que los casos de aborto por violación podían ser practicados con la sola declaración jurada de la víctima, sin autorización judicial previa. Pero el documental no solo relata el caso judicial de Romina Tejerina: también aborda el lugar y la sociedad local donde se produce, San Pedro de Jujuy. Se trata de una ciudad de 70 000 habitantes, ubicada en la provincia de Jujuy, Argentina, cuyo centro social se encuentra en la iglesia, que aparece en la película en imágenes dominadas por una aridez y una soledad –caminos sin vegetación, comercios cerrados, pinturas borradas– muy similares a las que se observan en las de la cárcel del lugar. El propio pueblo, en definitiva, se muestra como una cárcel para las mujeres, como un panóptico del patriarcado.

Las cuatro primeras escenas que vemos son representativas del espacio en el que sucede todo: la primera es un mural con pinturas infantiles en el que se ha pintado por encima una frase romántica (»Sucederás…lo sé…»), de la cual se desprende que el amor se relaciona con la infancia y, por tanto, con la visión positiva que se le da en el pueblo a la maternidad; inmediatamente después, un hombre mayor aparece arreglando un coche, símbolo de la masculinidad reinante; la maternidad vuelve con uno de los monumentos vigilantes, el monumento a las Madres, del mismo blanco que el uniforme escolar de lxs chicxs que aparecen en la escena siguiente, saludando con alegría. Tras estas cuatro escenas, las tres primeras mujeres adultas que aparecen visten de blanco y de rosa, colores que se repiten a lo largo del documental, como una marca de género que influye en la simbolización moral del pueblo. El juego de imágenes en el film se construye de la misma forma que estas primeras escenas: un significante se va uniendo con su opuesto –la maternidad que se opone a la masculinidad–, en una lucha de péndulo por conseguir hablar del otro.

La ruralidad del espacio es uno de los factores clave que los directores proponen para leer el caso de Romina Tejerina. Ambas partes, tanto la que no cree que sufriera una violación como la que luchó por su salida de la cárcel, le otorgan a esta característica connotaciones positivas o negativas. Al intendente no le gustan las lucecitas de Buenos Aires y al amigo del violador le parece una “boludez” denunciar los casos de abuso contra la mujer porque todos en el pueblo se conocen; en cambio, para Elsa Coqui, de la Casa de la Mujer de San Pedro de Jujuy, el pueblo es un espacio muy conservador, que se llenó de odio hacia Romina Tejerina una vez que ella denunció que fue violada y rompió el pacto de silencio imperante hasta el momento.

La federalización del caso de Romina Tejerina se muestra, al final del largometraje, con la filmación de una multitudinaria marcha a favor de su libertad en la capital del país. En este caso la antítesis de la marcha es la catedral, donde un joven que se define como católico llega a la plaza para defender el edificio de los militantes »homosexuales o izquierdistas». La unidad feminista de la marcha contrasta con las contradicciones al interior de la militancia católica, en la cual el primer joven amenaza con golpear a las feministas, mientras que otro aparece en silencio, rezando. Este broche final niega la ruralidad del patriarcado con la que se juega en la mayor parte del documental, pero en la ciudad los equilibrios de ambos sectores son distintos porque el movimiento feminista parece mayoritario que el movimiento anti-derechos, todo lo contrario a lo que sucede en los testimonios populares de la gente de San Pedro de Jujuy.

El poder de la Iglesia: su voz omnipresente

La Iglesia tiene un papel central en la creación de discurso y opinión en el pueblo. El espectador, a la hora de escoger un bastón de mando, una persona centralizadora del poder de San Pedro de Jujuy, no podría sino dudar: el sacerdote o el intendente. El discurso moral de ambos es idéntico: »El amor, que todo lo puede; el amor, que todo lo soporta; el amor, que es servicio»; esto es, da igual que quedes embarazada producto de una violación, da igual que tu pareja te maltrate o abuse de ti porque el amor –la sumisión de la que habla más adelante una joven feligresa– te hará saber cuál es tu posición de poder en cualquiera de esos casos.

La película pone en evidencia el patriarcado local a partir de un evento social que para las personas jóvenes del pueblo es ansiado: las “cenas blancas”. Una de las adolescentes declara lo siguiente sobre este acontecimiento: »[Es] el momento más importante de nuestras vidas porque terminamos la secundaria, nos separamos todos».

Son fiestas en las que se celebran el fin de la etapa de escolarización obligatoria de los y las jóvenes en la provincia de Jujuy. Son, más que nada, un rito social que en cada espacio puede ser leído de forma distinta: el paso del joven a la adultez y del estudiante al trabajo. Es el momento en que la influencia de la Iglesia sobre ellxs se hace más explícita y directa.

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Foto de La cena blanca de Romina, 2017

 

Un retrato de la juventud jujeña: el sueño de la cena blanca

La relación entre Iglesia y juventud es muy clara en estas cenas blancas, pues el mismo sacerdote da un discurso como parte de la fiesta. A partir de las palabras de este cura y de su bendición, que le escapan a cualquier tipo de celebración laica, los y las jóvenes festejan con sus mejores galas, pero son las jóvenes las que más empeño e importancia ponen en su aspecto exterior; la misma adolescente de la cita anterior reconoce que toda la gente las mira y ellas se sienten gratamente observadas. El documental hace lo mismo y centra su objetivo en ellas, entre las que hay dos madres con sus bebés.  Por eso, la valorización de las mujeres se da por su cuerpo: por su capacidad de gustar a los hombres o por su capacidad de gestar.

Más allá de esta fiesta, la obra muestra a la juventud organizada en torno a la iglesia –que, como la cena, el monumento a las Madres y el uniforme de lxs chicxs, es también blanca–, la cual parece tener mucha facilidad para imponer en la localidad sus creencias morales. Dos nuevos símbolos –dos nuevas miradas– “observan” a las adolescentes cuando entran a la iglesia principal del pueblo: un pequeño Cristo blanco de mármol, imponente, en el medio de la escena; y la estatua, también blanca, de la Virgen María con su bebé, como modelo de madre y de mujer. Terminada la misa, la fiesta y la noche, los símbolos religiosos siguen copando los espacios públicos: después de que una serie de mujeres adolescentes hablaran sin tapujos de los problemas que han tenido con hombres, la estatua, de nuevo blanca, de un monje multiplica el ojo vigilante de la moral del poder.

Por otro lado, el argumento común al intendente y al representante de la iglesia más importante de San Pedro tiene unas bases económicas que la película no deja escapar; el intendente relaciona este amor del que ambos personajes hablan con un rédito económico al que no se puede renunciar: »Los boliches que hay en Jujuy dan más ganancia y más rédito económico que los de Salta. […] Me explicaron la diferencia que hay entre la mujer de mi zona». Esta moral, repetida hasta la saciedad en todos los símbolos del pueblo, no es sino una excusa para la cosificación de sus cuerpos con fines lucrativos; esto es, para que las mujeres puedan ser un producto económico desde adolescentes. La maternidad obligatoria es una consecuencia de esto: la oportunidad para alimentar al cada vez más mermado sistema productivo.

Por su parte, las niñas y adolescentes del pueblo aparecen como potenciales víctimas cuando pasan en varias escenas por pintadas en las que aparece la frase »VIOLADOR». El pueblo se dibuja como un lugar de peligro para las mujeres, especialmente para esa juventud que tiene su mente en el acontecimiento ritual de despedida del colegio.

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Foto de La cena blanca de Romina, 2017

 

El poder político en manos de un intendente machista

Una de las tantas problemáticas que el documental pone encima de la mesa es el aumento de adolescentes embarazadas en la localidad. De eso nos advierten Estela Alvarado y Ricardo Cuevas, doctorxs del Hospital San Salvador de Jujuy, quienes alertan sobre la falta de información acerca de la sexualidad y de los métodos anticonceptivos en la población más joven, lo cual incide directamente en una baja constante de la edad en la que se inician en la maternidad las mujeres jujeñas.

El intendente, presentado por Rizzi y Martín como la imagen alterna a la de la autoridad moral de la ciencia (la de la doctora y el doctor), piensa, sin embargo, que el hecho de que haya cada vez más adolescentes embarazadas no es negativo sino que es fruto del amor, ese amor que todo lo puede. Sin embargo, el intendente niega que su pensamiento sea machista con un único argumento: que tiene mujeres en su equipo. Añade, además, que las “mujeres para mí políticamente son más leales, más trabajadoras”, precisamente por su capacidad de tener el triple de trabajo sin que por ello se reduzca su calidad: ser “buenas” políticas, “buenas” esposas y “buenas” madres. Esta triple explotación es presentada, sin tapujos, como una virtud de fuerza y vigor.

No hay igualdad con precariedad sanitaria

La necesidad de despatriarcalizar la sociedad, las instituciones y la juventud, así como de separarlas de la Iglesia, pasa indudablemente por un reforzamiento del rol social del Estado. La película pone el foco en la salud pública como espacio de canalización de los derechos civiles de las mujeres. El hospital aparece como un lugar de precariedad y la primera escena muestra varias decenas de médicxs y enfermerxs protestando por la falta de equipamiento: hablan, por ejemplo, de falta de gasas y otros insumos.

Las palabras del médico y la enfermera son tratadas como testimonios de autoridad, de una moral distinta a la general del pueblo; son los que mejor conocen la problemática de la maternidad temprana en la localidad. De hecho, el documental centra su recorrido por el hospital en la planta de maternidad y todos los casos que muestra son de mujeres que acaban de dar a luz, mayoritariamente adolescentes, como las de la primera mujer, que antes mencionamos, una joven de apenas quince años, ya con su bebé en los brazos.

Como sucede con la juventud y con las instituciones, la religión y la Iglesia se hacen paso también en este hospital: a la entrada de la Sala III (la destinada a la maternidad) hay un cartel con una oración a San Ramón Nonato y una virgen que, siguiendo las tonalidades de todos los símbolos religiosos y de la moral anti-derechos, es azul y blanca.

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Foto de La cena blanca de Romina, 2017

La imposición de la maternidad obligatoria

El ocio y la maternidad se presentan mezclados en la escena en que varixs adolescentes bromean con la maternidad: »Ahora», dicen, »cualquiera quiere ser mamá». Esta se convierte, pues, en la aspiración de muchas mujeres jóvenes jujeñas, cuya profesión o carrera vital la sueñan siempre dentro de su hogar y como titulares únicas de las tareas de cuidados. Entre todas las conversaciones con adolescentes jujeñas, un grupo de ellas cuenta que otra joven denunció que un chico la violó; y ellas, sin embargo, trivializan ese hecho, sin darle demasiado crédito a las palabras de la que realiza la acusación. Además, normalizan el embarazo adolescente y no lo observan como una realidad preocupante sino, más bien, como una moda o un juego.

Esta maternidad obligatoria y cada vez más temprana se enfrenta con la contradicción de la precariedad juvenil: el Estado no permite la realización de abortos, pero tampoco tiene la voluntad de dotar de capacidades materiales suficientes a estas mujeres para ser madres. Es una norma, pues, imposible de cumplir que, a pesar de ello y  según lo que cuenta el largometraje, se va imponiendo cada vez más. Los últimos testimonios de mujeres adolescentes relatan sus casos y lo que eso les implica vitalmente. Una de ellas le da un consejo a las otras adolescentes: »Yo les diría que se cuiden y que no confíen en nadie, si se enamoran o algo no confíen en esa persona porque la gente cambia… los hombres más que nada cambian de un día para el otro».

La defensa del violador como consenso popular

Romina Tejerina no pudo asistir a su cena blanca a pesar de haber terminado el secundario porque se lo impedían los muros de la cárcel. El debate en el pueblo tras el doble juicio –de su violación y el del asesinato del bebé– fue intenso, pero las personas que defendieron a Romina en San Pedro de Jujuy fueron, lamentablemente, una minoría. Según su madre, su sueño era, precisamente, ese: hacer su cena blanca, sueño como el de tantas jóvenes de la zona. Continúa relatando su madre, con dos peluches ocupando el espacio ausente de su hija, que Romina era una fiel rezadora y, a pesar de ello, no se salvó de la condena moral de todo el pueblo.

Entre quienes se posicionaron del otro lado –en defensa del violador– está Julio Carlos Moisés, el intendente –a estas alturas del largometraje esta opinión ya no produce sorpresa ni estupor–, quien llama a esta joven jujeña »asesina» y declara, sin que parezca removerse nada en su estómago, que las violaciones son culpa de las mujeres: »si mi hija me dice ‘papá, me violaron’, le contesto: ‘hija, tu papá no es tonto’». La opinión de este dirigente político coincide con lo que dicen la mayoría de los vecinxs del pueblo: una vecina cree al hombre, es decir, no piensa que fuera un violador; otra dice que tendría que haber regalado al bebé; una tercera  que se relaciona con la Iglesia argumenta que los derechos del bebé están por encima de los de Romina: »Ella es la que no merece vivir y vive gratis. Encima viven bien estando presos». Ambas mujeres, al contrario que las mujeres que defienden a Romina Tejerina, aparecen cocinando.

No obstante, la película muestra tantas personas defendiendo a Romina como acusándola, aunque los perfiles de ambas posturas son bien distintos, pues quienes la defienden se encuentran, generalmente, en un estrato social menos popular que quienes la acusan; los primeros defensores que salen en la cinta son, además, del exterior del pueblo: Laura Restrepo, escritora colombiana, y Jorge Lanata, periodista argentino. Entre las personas que salen a defender a la encarcelada, se encuentran, entre otras: Elsa Colqui; Mariana Vargas, ex-abogada de Romina Tejerina; y el médico del hospital que aparece en el filme varias ocasiones, quien ataca a la condena pública del pueblo hacia ella. Vargas defiende a la enjuiciada diciendo que sufrió un episodio psicótico en el momento de ver, en la bebé, la cara del violador; su defensa jurídica se basó en la imposibilidad de controlar sus actos en medio de esa convulsión mental.

El perfil más popular de quienes defienden al violador cuenta con la excepción de Argentino Juarez y de Miguel Míguez Agras, que hablan a partir de un discurso jurídico. El primero fue el juez instructor del caso y el último el abogado defensor del »Pocho» Vargas, quien no cree que hubiera violación y llega a relacionar el feminismo con los medios de comunicación como opuestos a la moral rígida patriarcal que definiría la identidad local de San Pedro de Jujuy. No obstante, a pesar de tener un discurso jurídico, la escenificación es bien distinta en el caso de Miguel Míguez Agras que, al contrario de las defensoras de Romina Tejerina, aparece en una sala llena de botellas de alcohol, dando una imagen similar a la que aporta la del testimonio del amigo del violador.

Una conclusión: el derecho al aborto legal, seguro y gratuito

Hacia el final del film, las distintas problemáticas presentadas –maternidad adolescente, violaciones no enjuiciadas y rol subordinado de las mujeres en la sociedad patriarcal– confluyen en una sola de gran actualidad hoy en día: el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. La Iglesia vuelve a estar en la reacción moral y una joven direcciona su pensamiento anti-derecho al aborto directamente con el de la institución eclesiástica: »[Es] la doctrina con la que me estoy formando con la Iglesia… lo entiendo así». Esta define al aborto como un asesinato comparable al de cualquier ensañamiento de los que aparecen en los televisores; en esa comparación, dice, el aborto es una acción incluso aún más desdeñable porque la víctima –el feto– no tiene cómo gritar. Esta es la conclusión más clara que se puede sacar del documental: si Romina Tejerina hubiera podido abortar de manera legal, segura y gratuita, no habría entrado en la cárcel. Que sea ley.

“Lo que abunda no daña / cuando no es mal ni cizaña”. Apuntes sobre La flor, de Mariano Llinás

 Por: Patricio Fontana

Imagen: fotograma de La flor (Mariano Llinás)

En la última edición del BAFICI, el cineasta Mariano Llinás presentó su trabajo La flor: arriesgado y extenso filme de 14 horas que se nutre de diversas vertientes formales y temáticas, provenientes tanto de la tradición argentina como de coyunturas y diálogos de tipo global. En el siguiente texto, Patricio Fontana discute los alcances y las limitaciones de la película bajo la óptica de la cinematografía moderna y el rol activo de los espectadores que solicita el realizador argentino.


Hace dos años, en diversas localidades del país, la productora “El Pampero cine” presentó la primera parte de una película que, según se anunciaba, en su versión final –todavía en realización– duraría 14 horas: La flor, dirigida por Mariano Llinás. Dos años después, durante la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), se proyectó la versión final de esa película; los productores y el director habían cumplido: las 14 horas de La flor eran ya una realidad.

La película de Mariano Llinás termina con gauchos, con cautivas, con Desierto, y con fragmentos de textos sobre la Argentina escritos por una inglesa; antes, en la segunda parte, durante el decurso de una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, se citan al menos dos sextinas de El gaucho Martín Fierro (la agente Fox, por ejemplo, parafrasea las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “La agente Fox no va a permitir que se le haga esto a unas valientes”). La película, entonces, de algún modo clausura o agota o le da un punto y aparte a una serie de motivos de la cultura argentina que hunden sus raíces en el siglo XIX (en textos de Esteban Echeverría, de Domingo Faustino Sarmiento, de José Hernández, pero también en cuadros como «La vuelta del malón», de Ángel Della Valle; luego, en películas como Nobleza gaucha, de 1915). ¿Podremos, después de ver esta película, tolerar algún plano más de la llanura pampeana o alguna historia más con gauchos o con cautivas? Pero, al mismo tiempo que trabaja con tradiciones locales, la película se abre generosamente –irreverentemente, para usar, de manera acaso inevitable, una palabra que Borges usa en “El escritor argentino y la tradición”– a lo extranjero: varios idiomas, varios países del mundo, varios momentos de la historia… Lo vernáculo y lo foráneo, entonces, conjugados de manera muy eficaz y fluida (sin que se noten las suturas). De hecho, Fox, sin saberlo, cita el Martín Fierro, pero no en castellano sino en francés. Ese breve momento de La flor es un cabal y sucinto ejemplo de esa cruza o solapamiento entre lo típicamente argentino (el Martín Fierro) y lo extranjero (la lengua francesa) que varias veces se realiza en La flor. En este sentido, Llinás demuestra una vez más que sabe manejarse muy cómodamente tanto con lo local (gauchos, cautivas, llanura…) como con lo foráneo: por ejemplo, al urdir en su película un episodio apócrifo (el de las arañas) de la autobiografía –las Memorias– del célebre veneciano Giacomo Casanova; es decir, se atreve a intervenir sin mayores escrúpulos un famoso texto de la literatura europea. Algo de esto estaba ya en Historias extraordinarias, pero acá esa cualidad se extrema, se expande, se acentúa.

Por lo demás, a propósito de la presencia en La flor de Giacomo Casanova, habría que decir también que si en Historias extraordinarias se establecía un paralelo más o menos evidente entre la ambición del arquitecto Francisco Salamone y la de Llinás, en esta el paralelo es entre el director y el aventurero veneciano; y esto, entre otras cosas, porque para la existencia de la película fue fundamental la relación de mutua seducción –una trama afectiva y profesional– entre Llinás y las cuatro mujeres que, desde 2003, conforman el grupo “Piel de lava”: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Ellas son las protagonistas casi absolutas de La flor; y ellas, acaso tanto como Llinás, son responsables primeras de la existencia de la película. De lo que se trata, entonces, es de las relaciones (de seducción, de amor, de odio, de rechazo, de poder…) entre un hombre (Llinás) y cuatro mujeres (Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes). De esas relaciones surge la película pero, también, de esas difíciles pero productivas relaciones habla la película (ese –el de los inextricables vínculos entre un hombre y varias mujeres– es uno de los temas del filme, y esto no solo en la historia de Casanova sino, por ejemplo, en la de Casterman y las agentes a su cargo). Por ello, en los créditos finales se asegura que la película es el resultado de la colaboración entre “El Pampero cine” y “Piel de lava” (vale decir, se asegura que la película no es una producción de “El pampero cine” en donde esas cuatro mujeres tan solo actúan).

Como Historias extraordinarias, La flor no es meramente una película extensa sino que es una que hace de esa extensión un problema. Ambas, entonces, no son únicamente películas extensas sino que son películas sobre la extensión. El problema de lo extenso aparece en La flor no solo bajo su forma temporal sino también espacial: el Desierto, Siberia. También, en el arranque de la parte tres (en la que Walter Jakob encarna a una suerte de alter ego de Llinás), como el problema de la prolongación del rodaje en el tiempo: cinco años, seis años… Existiría en este sentido un correlato entre el inevitable desgaste o, si se quiere, los esperables altibajos de una relación larga (la del director con las cuatro actrices durante los varios años de filmación: tema central del episodio que inaugura la parte tres) y el posible cansancio de los espectadores ante un película que, entre otros excesos, los obliga a ver a esas actrices en pantalla más allá de lo acostumbrado. Saturación del director, entonces, y también saturación de los espectadores. No por nada, si la última historia –la de las cautivas- tiene a esas cuatro actrices como exclusivas protagonistas, la anterior –un idilio en blanco y negro entre unos “gauchos turísticos” y una madre y una hija- las deja de lado, las aparta: una suerte de recreo para el espectador (y también para el director) antes de ese relato final que vuelve a darles exclusividad absoluta (y en el que la cámara, y los espectadores, se vuelven a enamorar de sus rostros, de sus cuerpos: en donde ellas vuelven a ser imprescindibles para la película). De lo que se trata es de aguantar, de soportar, de tolerar, de buscar estrategias para no cansarse y seguir adelante.

Pero si en Historias extraordinarias se coqueteaba con la posibilidad de que la película se extendiera aún más (seguir siempre de viaje, en la ruta: a eso aludían las imágenes finales) en esta es importante que se termine, que concluya. Historias extraordinarias aludía a la posibilidad del filme infinito (como, en literatura, el libro de arena que pergeñó Borges); La flor, por el contrario, más bien trabaja con la idea de algo muy extenso que sin embargo debe, necesariamente, terminar: ese es el desafío, esa es la promesa. En los créditos de cierre, en contraste con Historias extraordinarias, el equipo celebra largamente la finalización del rodaje. Además, cerca de una hora y media antes, el director les había advertido a los espectadores que solo faltaban dos historias más, y nada más; les pedía un poco más de paciencia. Pero creo que, a propósito de La flor, la palabra clave no sería en este caso extensión –o no sería tan solo extensión– sino, antes bien, agotamiento. No por nada, al menos dos veces en la tercera parte, se lee o se oye (o se lee y se oye) la expresión latina ad nauseam; expresión que, chapuceramente, podríamos traducir como «hasta el agotamiento» (Wikipedia: “la locución alude a algo que continúa hasta llegar —en sentido figurado— al punto de producir náuseas”). Eso es lo que hace la película en distintos niveles: agotar. Agotar procedimientos de diversa índole, géneros (el fantástico, el de espías, el de aventuras, etcétera), tradiciones culturales; también, agotar al espectador incluso físicamente (si se me permite el oxímoron, diría que, al término de sus 14 horas, La flor produce un agotamiento feliz). Tanto del lado de la realización como del lado del espectador se debe soportar, aguantar: vencer distintas modulaciones del agotamiento o del cansancio –y esto, como dije, a cambio de un placer cinematográfico atípico, inusual–. Hay, pues, algo del orden de la resistencia en la disposición que tanto los realizadores como el espectador deben tener para con la película. A propósito de esto, podría postularse que los espectadores participan de La flor como quien vive una aventura, en el sentido que Georges Simmel le otorgó a esta palabra. La aventura es, entre otras cosas, algo que nos saca del confort de nuestras casas (y de nuestras certidumbres), algo que experimentamos como muy diferente de la vida de todos los días: algo extraordinario, algo que nos desorienta. Pero, también, la aventura es algo que termina integrándose, de alguna manera, al todo de la vida. Después de experimentar esta aventura cinematográfica que es La flor: ¿cómo nos relacionaremos con ese patrón cinematográfico que solemos llamar largometraje? ¿De qué manera integraremos la visión de la película de Llinás a nuestro vínculo cotidiano con el cine y lo audiovisual?

En un ensayo sobre el “cine moderno” que escribió en 1982, Pascal Bonitzer apuntó: “¿Qué es lo que falta en este cine? ¿Cuál es el deseo que no se satisface? Los murmullos hablan de él, el aburrimiento lo delata: es el deseo de historia, el deseo de emociones”. Sin duda, primero Historias extraordinarias y ahora La flor deben considerarse en relación con cierto regreso del cine contemporáneo –y, más ampliamente, de lo audiovisual: pienso, por supuesto, en el fenómeno de las series– a las historias y a las emociones (y, en consecuencia, también a los géneros); algo que se hace evidente en un cineasta ineludible de la contemporaneidad: Quentin Tarantino (influencia decisiva en Llinás; lo que de ningún modo implica decir que Llinás es un mero remedo sudamericano de Tarantino). Las películas extensas de Llinás (las cuatro horas de Historias extraordinarias; las catorce de La flor) responden excesivamente a ese deseo que, según Bonitzer, el cine moderno defraudaba: lo cumplen en demasía, dan de más. Podría pensarse, entonces, que no por falta de historias y de emociones sino por exceso de ellas, el cine de Llinás, también, como el cine moderno, aunque por razones totalmente inversas, está allí para incomodar al espectador, para perturbarlo. Por supuesto, no estoy aludiendo en principio al posible componente moderno del cine de Llinás (aunque quizá sea necesario reflexionar sobre ese punto) sino al modo particular como este director crispa o convulsiona la escena audiovisual contemporánea extremando algunas de sus características: cuestión de magnitudes.

En el BAFICI, La flor ganó el premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional. Durante este año (julio o agosto), la película se proyectará en la Sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires. Según anuncia la página del Complejo, el estreno de La flor se realizará en coincidencia con la retrospectiva “Piel de Lava” en el Teatro Sarmiento y con el estreno de la obra Petróleo.

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David Viñas y el Che: una obra de teatro desconocida

 Por: Carlos García

Imagen de portada: Fabián Ciraolo, «Che Guevara»

 

En esta nueva contribución para Revista Transas, el investigador Carlos García reseña la reciente publicación bilingüe de una obra de teatro inédita de David Viñas: Del Che en la frontera, editada y traducida por el académico alemán Dieter Reichardt. García ofrece, además de una valoración crítica de la obra y el derrotero político-editorial que frustró su publicación y representación en vida del escritor argentino, parte del intercambio epistolar entre Viñas y Reichardt, que ilumina el lugar de esta obra en la biografía intelectual de Viñas.


En una larga toma al comienzo de La dolce vita, un helicóptero trans­porta una enorme estatua de Jesús, como si el advenimiento del Mesías solo pudiera tener lugar, en nuestra época, con ayuda de la tecnología. Deus ex machina se llamaba a esas escenas ya en la antigüedad clásica, que no ahorraban aparatosidad al espectador.

Cerca del final de Del Che en la frontera, la obra teatral póstuma de David Viñas que el investigador alemán Dieter Reichardt publicó en 2016, el cadáver del Che también es trans­por­tado por un helicóptero, para enviarlo no se sabe a dónde:

lo van ha­ciendo un paquete. O momia. Envol­vién­dolo en trapos, pedazos de pe­riódicos viejos, bolsas de nailon. Lo atan con un hilo de yute, entre tironeos, hasta dejarlo convertido en una especie de obsceno ma­tambre.

No satisfecho con la genial metáfora, Viñas hace que el helicóptero vuele por sobre las cabezas del público, con un ruido atronador. Y si el Jesús de Fellini va ca­mino del Pa­pa y Marcello Mastroianni camino de la próxima fiesta, el Che sube al cielo, en revertida parusía, y desaparece en él: “Hacia la pe­numbra. Hacia lo oscuridad del fondo.”

Así concluye, con irónico tufillo a beatificación frustrada, una obra desmo­ra­li­zante y crítica. Tex­to barroco, complejo, lleno de asuntos políticos y fi­siológicos, entrelazados entre sí, como sucede a menudo en Viñas.

Quien conozca otras de sus obras teatrales reconocerá algunos re­cur­sos: las me­lo­peas, el papel del coro, las metáforas corporales y del mundo ani­mal. El héroe, como en Dorrego y en Lisandro, es uno que se ha descas­tado a sí mismo, que se ha pasado al otro bando. También en este caso, una vez más, a la causa del pue­blo. Pero el Che que muere asesi­nado en Bolivia no es ya un héroe: es un mito, una moda, un divertimento de salón para europeos. “Tania”, el principal perso­na­je femenino, se lo dice en la cara, anticipando lo que vendrá:

vos sos una especie de cartel, Ernesto. De afiche. De enorme afiche. Ya estás en todas partes: en cada pieza de estudiantes del mundo; con la boina; con sonrisa, sin sonrisa.

Así en Córdoba, en New York, en París, en Hamburgo, en Milán y en La Habana… Poco importa que el retrato del Che al cual se alude (llamado “Guerrillero he­roi­co”, hecho por Alberto Díaz “Korda” hacia 1960) recién alcanzará la notoriedad in­sinuada despúes de la muerte del Che: el autor juega con lo que sabemos o creemos saber.(Personalmente, creo que una derrota aún peor del Che fue el que su retrato figurara en los billetes de banco cubanos: triste destino para un revo­lu­cionario, sobre todo para uno que, encargado de la economía del país, no supo hacer las cosas bien.)

El esquema de la obra de Viñas sigue más o menos fielmente el curso de los aconte­ci­mientos según se desprenden del Diario boliviano del Che, que, por lo visto, ha servido de fuente. Las figuras principales son las mismas que en el dia­rio, aunque sus nombres sean a veces mo­di­ficados o solo se aluda a ellos con tí­­tulos como “Francés” (trasunto de Régis Debray) o “funcionario del partido”. Sin embargo, como Viñas no calca sino que reinventa la historia, hay ade­más coros de ángeles, uno de las Masturbaciones, otro de pedos, numerosos co­reu­tas con texto indi­vi­dual, coros de lloronas y anticoros, muchos gar­deles, perio­dis­tas trai­dores, per­sonajes alegóricos como Con­ciencia y varias Tenta­cio­nes.

El sentido global del texto no es de inmediata comprensión: el autor no se lo hace fácil a sí mismo ni allana el camino al lector / espectador. Hay, sí, en toda la obra un regusto a derrota, a fracaso. El Che no es un héroe lu­minoso, sino cavilante, des-ubicado, marginado (“en la frontera”), con accesos de asma, de mal humor y de injusticia. La ineptitud de alguno de sus soldados, la traición de perio­distas, el desinterés o el encono de la población no hacen más que apre­surar su fin, que ya estaba previsto (al menos en la vida real): el Che sucumbe a su propio error de apreciación.

El punto de vista crítico que adopta el autor podría explicar por qué la obra no fue publicada o representada en vida de Viñas. Reichardt, su editor y traductor, conjetura que Viñas optó por no publicarla en Argentina porque, al re­gre­sar al país tras un largo exilio, no quería provocar susceptibilidades en los gru­pos afines, al desbaratar “el último mito intacto de la izquierda lationameri­cana”. Especialmente temía, supone Reichardt, que fuese criticado “el enfoque sobre la derrota en la selva bo­liviana como una negación de los méritos histó­ricos de Guevara por la revo­lu­ción cubana y el continente entero”.

Yo creo, por un lado, que esa discu­sión era necesaria y hubiese sido muy útil y saludable a la izquierda argentina. Por otro, conjeturo que Viñas tuvo motivos de orden literario para dejarla finalmente en el cajón, ya que entre 1983 y 1984, cuando menos, aún había esta­do de acuer­do en que Reichardt enviara su tra­ducción alemana a varias edito­riales y direc­to­res de teatro.

Dieter Reichardt, el editor del texto original y tra­duc­tor al alemán, es un profesor emérito de la Universidad de Hamburg, autor de numerosos trabajos sobre au­tores argentinos de poca for­tuna crítica en su propio país: Alberto Ghiraldo, Ni­co­lás Olivari, Enrique González Tuñón, Omar Viñole. También se ocu­pó de Bor­ges, de Macedonio Fernández y de Gom­browicz, así como de otros autores his­panoamericanos. No debo ni deseo si­len­ciar que compusimos años atrás un libro juntos: Bi­­bli­ografía y anto­lo­gía crítica de las vanguardias lite­rarias. Argen­tina, Uru­guay y Pa­ra­guay (Madrid, 2004). Más fama, al menos en Alemania, le atra­je­ron sus numerosas publicaciones so­bre el tango y un diccionario de autores lati­noamericanos. El primero o quizás ambos debían aparecer en Buenos Aires, con ayuda de Bea­triz Sarlo, Carlos Al­ta­mirano o Ricardo Piglia, pero todo eso quedó en bo­rrajas.

Reichardt es también quevedista, por ello no le chocan los pasajes más barrocos y desbocados de Viñas y se le da con facilidad el traducirlos. Su versión ale­mana es muy fiel, muy buena y lograda. El texto en castellano que acom­paña la edición contiene algún que otro fallo menor, que podría haberse evitado si algún ha­blan­te nativo hubiera echado una mirada al texto antes de que fuera a imprenta: pero son solo minucias, típicas de edición de autor.

Viñas y Reichardt se conocieron en Buenos Aires en 1973. Reichardt re­lata sus ex­­periencias en Argentina en Zaunkönigs Argentinien 1973-1987 (La Argentina de Zaunkönig, 2015), una au­to­biografía novelada, de carácter rabelaiseano, enri­quecida aquí y allá con excur­sos de crítica o historia literaria. Desfilan por ella numerosos autores argentinos con quienes Reichardt tuvo relación personal y epistolar. (“Zaunkönig” es el nombre de un pájaro cantor, “tro­glo­dytes troglodytes”. En Alemania, es el personaje de algunos mitos y cuentos de hadas, y en el libro un “alter ego” del autor).

La escena inaugural de la larga amistad entre Viñas y Reichardt es narrada casi al comienzo del libro. La publicación del volumen aquí comentado es una deuda de amistad, pero tam­bién el intento de Reichardt de lavar una culpa, aunque inocente. Reichardt ha­bía prometido a Viñas traducir la obra y hacerla representar en Alemania. Cum­plió con lo primero; sus gestio­nes para lo segundo no tuvieron en cambio mayor éxito, aun­que escribió a más de una docena de editoriales y grupos teatrales de avanzada. Viñas parece haber tomado a mal ese fracaso, ya que “Zaunkönig” alude en la página men­cionada a que el argentino se refirió de manera negativa a él en al­guna de sus últimas novelas.

¿Cuándo comenzó Viñas a escibir Del Che en la frontera? Reichardt afirma que tuvo las primeras noticias al respecto en 1979. Varias cartas de 1983 aluden a la obra sobre el Che (también hay alguna mención posterior). Hago a continuación un repaso de lo que con­tienen.:

En una misiva del 11 de enero de 1983 (a la que Viñas adjunta un recorte de su texto “Eduardo Mallea. Un modelo de intelectual latinoamericano”, publicado el 7 de enero de 1983 en México D.F.) se ve a un Viñas celoso, por un lado, de quie­nes regresan a Buenos Aires tras años de exilio, pero temeroso a la vez (re­cuér­dese que la dictadura militar le mató una hija y un hijo, además de otros pa­rien­tes):

Yo no me animo. Tengo miedo. Miedo no al tiro en la nuca. Miedo a la humillación. A la patada en la cara. A que me rompan la jeta. A que me dejen idiota. […] O que me lleven así a la televisión y me hagan decir cosas: traiciones, tergiversaciones. […]

Pasemos. Eso es la muerte. No quiero la muerte, por eso trabajo.

Luego habla, por fin, sobre Del Che en la frontera:

Me hablás del Túpac en París. Gracias. Especialmente por el envío a Adolfo Dorín, a quien no conozco. Apenas si me dicen que es “un buen profesional”. Ojalá. Y ojalá que eso salga. Como el Lisandro (del que los Ayala / Olivera me anunciaron que querían reponerlo en la calle Corrientes con Pepe Soriano). Ojalá. Es una trilogía de recusación de la muerte. De desafío y sanción. Digo, esas dos piezas y Del Che en la frontera que estoy escribiendo (y apurando. Porque me han dicho que un grupo dirigido por un ami­go –Humberto Martínez que puso La cantata de Iquiqué– quiere montarla en Suecia hacia fines del 83). Ojalá. LisandroTúpac y el Che (un acoso en dos encrucijadas, cá­mara negra, seis coreutas y un protagonista, intercambiables, jungla, “árboles de ma­no”, chistidos, monólogo del tener huevos, del rematar huevos, de qué cosa es eso, del grotesco criollo y de artó…).

Entre esa carta y mayo-junio de 1983, Reichardt parece haber recibido un ejem­plar de la obra (plausible, ya que esta lleva al final la fecha “6 de marzo de 1983”), y haber remitido a Viñas un comentario elogioso y entusiasmado. El 17 de junio, Viñas escribe al amigo alemán:

Mi querido Dieter: Te pasaste, mi viejo (aunque, qué decirte, me enterneció que el Che te pareciera potable y me lo dijeras con tanta precisión como fervor). Incluso, que lo pusieras “en movimiento” como solía hacerse con la pelota […].

Es mi baraja, hermano, mi baraja – como creo que te decía en otra carta – para ver de juntarme con algunas rupias (?) y poder desembarazarme de la ciudad azteca […].

Baraja (y vuelvo, casi obsesivamente): me dices de Augusto Fernández. Desde ya que es la persona que mejor puede manejar una pieza que solicita “desencadenamiento”. Pero si por ahí se arruga o carraspea o mira hacia el infinito (y tú sabes de las gambetas de los amigos argentinos), no habría que irse al mazo sino más bien buscar por el lado de tu amiga de Bremen: ella debe conocer gente no del gran teatro hamburgués (¿“dramaturgia hamburguesa”? ¿Lessing? ¿Lessing una especie de Dideró?), sino del off-Hamburgo. No te olvides, mon vieux, que el Lisandro – cuando se hizo, se montó en lugar nada oficial. Y allí va la gente si la cosa calienta, si el asunto provoca… Ese naipe off habría que tenerlo muy en cuenta y orejearlo con calma, puntualidad y suti­leza. Ojalá.

En carta del “6 de setiembre”, Viñas ya deja entrever que lo inquieta la falta de noticias sobre el destino de la obra, pero aún confía en su “querido Dieter” y en su propio texto. Esa carta se cruza con una de Reichardt, a lo cual alude Viñas en otra del 28 del mismo mes. Allí llama a su obra sobre el Che nuevamente “mi naipe”, porque aún confiaba en poder remontar con ella la mala situación econó­mica.

El 3 de octubre de 1983, Viñas propone a Reichardt, a instancias de una “amiga del alma”, compartir “fuelles y muelles con el naipe del Che”:

Quiero decirte: que te ofrezca –me sugiere ella– que te ofrezca algo que suele refrescar el alma. Ineludiblemente: la mitad de las rupias que dé el Che. […] Que quede claro: lo que salga de esa baraja sobre cualquier tapete, “mitá y mitá”. ¿Vale?

Reichardt, que ya había comenzado antes a hacer difusión de la obra, sigue en ello, cuando menos hasta mediados de 1984. En febrero-marzo de ese año, por ejemplo, se la ofreció a Augusto Boal, el en­­tonces fa­moso director del Grupo que hacía el “Théatre de l’Opprimé”. El 20 de marzo Boal responde, en castellano, que aunque la obra le gustó “en mu­chos aspectos” no puede ponerla en Nürnberg por falta de personal, ya que dis­pone de solo “6 comediantes” (quiere decir, “actores”).

En mayo de 1984, Reichardt remite un ejemplar de su traducción al afamado dra­­maturgo y director Uwe Jens Jensen, quien por esa época trabajaba en el tea­tro principal de Bochum, y a Hannes Hehr, del de Köln. Ni esas ni otras gestiones dieron fruto. Reichardt abunda sobre el tema en páginas 223-224 de su edición y en páginas 207-208 de Zaunkönig. Ignoro cuándo desistió de su plan y cuándo lo aban­donó Viñas. Al relatar el último encuentro entre ambos en Buenos Aires, el 12 de septiembre de 1987, dice Zaunkönig (pág. 236): “No se habló más de representar su Che en Argentina”.

Oficialmente, la amistad entre ambos no sufrió mella. Pero la correspondencia conservada por Reichardt, que había comenzado en 1977, cesa poco después, en 1990. Se ha­bían escrito hasta entonces un promedio de una carta por mes.

Volviendo a la traducción:

Zaunkönig, a quien le gustó la a veces grotescamente cómica, a veces extáticamente obscena, rara y alocada, y al mismo tiempo estremecedora obra sobre los últimos días de Guevara en Bolivia, no pudo comenzar a traducirla sino a fin del año [1983]. […] Necesitó para ello seis semanas […].

La versión alemana se hizo en base a la fotocopia de un original mecanogra­fiado, que aún hoy se conserva en el ar­chivo de Reichardt, que he visto, y del cual poseo copia. Es en parte de dificultosa lectura, porque contiene numerosos cambios y agregados manus­cri­tos. Fue ne­cesario, por ello, hacer primero una transcripción en limpio. Ese ingrato trabajo fue lle­vado a cabo por Gisela Hubert, una simpática y eficiente bibliote­caria de la Uni­ver­sidad de Hamburg (por cuyo inter­me­­dio conocí en 1998 a Reichardt). En base a ese texto hizo Reichardt la traducción, en algún pa­saje con ayuda de una amiga que solo figura en Zaunkönig bajo el alias “Char­lotte”.

Inquirido acerca del destino de otros ejemplares de la obra, y sobre todo del ori­ginal en cas­tellano, me dijo Reichardt que supone que Viñas perdió el suyo, pero que quizás haya una o dos copias más en circulación.

La finalidad de una obra de teatro es ser no solo leída, sino también repre­sen­tada. Ignoro si Del Che en la frontera es representable desde el punto de vista téc­nico. Es un texto denso, complicado, sinuoso, contradictorio, pero imagino que un buen director podría hacer algo bueno con él. Temo que el problema principal para ponerla en escena será de orden político. Si cuando surgió podía temerse la incom­pren­sión de algunos seg­men­tos de la sedicente izquierda, ahora, tras el gran backdraft neoliberal que asola al país debe temerse que falte el público o el ámbito idóneo para este tipo de trabajos. Es como desde hace ya mucho: la Argentina se debate una y otra vez, y siempre estéril­mente, entre opciones falsas. Yo hago votos para que Del Che en la fron­tera se estrene de una vez, a 35 años de haber sido escrita: sería justo para con Viñas, pero, más importante aún, sería una buena contri­bución a la cultura po­lítica del país.

Cuerpo, sensibilidad y políticas de género: apuntes sobre «La sinestesia colectiva: sentidos y percepciones en las vanguardias de los años 20» de Francine Masiello

 Por: María Vicens

Imagen de portada: Norah Borges, «Anunciación»

A partir de los diálogos desarrollados en el taller “La sinestesia colectiva: los sentidos y las percepciones en las vanguardias de los años 20” que se realizó en septiembre en la UNSAM, a cargo de Francine Masiello, María Vicens elabora en este artículo una propuesta para pensar las políticas de género en cruce con el arte en los años 20, en Argentina.

La palabra «sinestesia» tiene, según la Real Academia Española, tres acepciones vinculadas respectivamente con la biología, la psicología y la retórica. La primera la define como una «sensación secundaria o asociada que se produce en una parte del cuerpo a consecuencia de un estímulo aplicado en otra parte de él»; la segunda, como una «imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente»; y la tercera, como la «unión de dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes dominios sensoriales». En resumen: sea a través del cuerpo, de la mente o del lenguaje, la sinestesia tiene que ver ante todo con una percepción desacompasada del mundo por parte del sujeto; con sensaciones que se producen a partir del encuentro de distintos tipos de estímulos. Cuerpo, lenguaje e imagen; percepción y sorpresa: esas son las coordenadas con las que Francine Masiello busca aprehender el dinámico panorama de la Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX y analizar cómo la ciudad en pleno proceso de modernización impacta sobre las experiencias de los sujetos y sus estéticas como artistas.[1]

Adentrarse en el mundo de los años 20 a partir del concepto de sinestesia –enfocándose en el campo de las emociones más que en el de las ideas y las corrientes estéticas– es clave para que la autora articule una sutil y hábil operación de corrimiento que busca iluminar otras zonas críticas de ese universo artístico-literario: más que las polémicas entre Boedo y Florida, más que los grupos literarios y sus proyectos colectivos, Masiello va a centrar su trabajo en experiencias cruzadas y expresiones que le permitan dibujar una sensibilidad de época. Esa «sensibilidad encarnada», explica la crítica, se apropió, en las primeras décadas del 1900, de los sonidos y las imágenes de la ciudad en expansión y de las nuevas tecnologías –perturbando «el archivo de sensaciones» de esos tiempos– y dio lugar así a las estéticas de vanguardia. Los paisajes chirriantes y las miradas extrañadas desestabilizaron las certezas sobre el estado de la experiencia, sostiene Masiello. A partir de esta perspectiva, la autora conecta puntos distantes entre sí de una cartografía literaria configurada, en la historia de la crítica canónica, en función de otros criterios. En el mundo sensible que boceta «Sinestesia colectiva: sentidos y percepciones en las vanguardias de los años 20», los textos de Roberto Arlt y obras de Xul Solar comparten un mismo campo de emociones, aunque sus enfoques y maneras para plasmar esas sensaciones sean diferentes.

Por ello, Masiello analiza la sinestesia ya no sólo como un recurso retórico más de la caja de herramientas que utilizaron las vanguardias para renovar los lenguajes artísticos, sino también como la noción fundamental para asir el «giro sensible» que, según la autora, atraviesa el campo cultural argentino en los años 20.[2] Afirma: «La sinestesia conectó los niveles de experiencia racional e inconsciente, registrando la distancia y la cercanía. Y en su expresión más radical nos llevó a concebir una comunidad colectiva cuyas experiencias de recepción se mezclaban con lo nuestro». De este modo, Masiello señala cómo, a partir de esta puesta en primer plano de la sensación: «El mundo devenía una posesión sensual cuya forma y sustancia fueron verbalizadas mediante el ondulante ritmo de sus frases; un ambiente poblado por vistas, sonidos, sabores y ritmos en pleno contraste». Ese mundo, además, visibilizó un conjunto de experiencias que, en su diversidad y extrañamiento, eludía «tanto el control institucional como el control comercial estricto», propulsando más bien el potencial político subyacente de esas percepciones.

Frente al panorama que esboza el análisis de Masiello, la propuesta de este trabajo se centra en pensar cómo esta noción de sinestesia colectiva interactúa de manera específica con las escritoras y las artistas de esos años y hasta qué punto ese «giro sensible» opera del mismo modo en el caso de las mujeres. ¿Qué lugar ocuparon las escritoras y artistas del período en la red de afectos y amistades que tejieron las vanguardias locales? ¿Procesaron esos cambios en el archivo de sensaciones de una forma similar al de sus compañeros? ¿Fueron también para ellas los sentidos y la sinestesia las vías de expresión que condensaron ese momento de transformaciones? Y, en ese caso, ¿este cambio de paradigma abrió un espacio más amplio para que las mujeres, consideradas históricamente el género «sensible», pudieran participar del campo cultural? ¿Cómo intervino en el caso de las mujeres –atadas aún a la impronta romántica e idealizada de lo femenino– ese mundo de los sentidos y del cuerpo en el que se adentraron las vanguardias?[3]

En este punto, la impronta de Alfonsina Storni se recorta en el panorama local como un caso interesante para pensar en diálogo con las propuestas de los años 20, ya que fue una de las escritoras argentinas del período que trabajó de manera más intensa con la puesta en poesía de sus propias emociones y su corporalidad y, unida a ellas, de su deseo. Si bien Storni no perteneció al grupo vanguardista local –por el contrario, son conocidas las anécdotas que aluden al desdén martinfierrista por sus producciones–,[4] su modo de corporizar su figura de escritora recuerda a ese giro sensorial que describe Masiello, algunos años antes de que se impusiera el lenguaje de las vanguardias en la escena literaria porteña. En el perfil que publica la revista El Hogar en 1916 (año de su primer libro, La inquietud del rosal), Storni se presenta a sí misma ante el público porteño del siguiente modo:

Desde muy niña dos cosas han constituido una obsesión para mí: mi nariz y la palabra «moderación». Mi nariz, de extraña belleza, es algo así como una clarinada en medio de la noche. A la altura de los ojos una depresión marcadísima, con que se inicia, es precursora de súbitas arrogancias. Y en efecto, no tarda de sobresalir curiosa, empinada hacia el cielo con atrevimiento tan singular, que algunos han dado en clasificarla como la característica de mi psicología. Las ventanas nasales bien dilatadas anuncian una sorpresa permanente…, y cierta carnosidad de los músculos orbiculares le prestan robustez, una robustez entre irónica y seria.

En cuanto al vocablo «moderación», me lo sé de memoria, lo que es en mí extraño, pues la memoria ha sido huéspeda a la que he dado siempre poca hospitalidad. […] A los doce años, cuando hice algunas cosas que parecían versos, mi madre recalcó más severamente que nunca la palara «moderación» y peroró al respecto un largo rato, sin parar mientes en los pucheros «del poeta» que estrujaba nerviosamente entre sus manos algunas cuartetas incendiarias. […]

Y ahora se me ocurre que sería curioso escribir un libro sobre la psicología de una nariz y la palabra «moderación». Si estas mis frases preliminares no resultan «inmoderadas» es muy posible que algún día lo haga, dándole, como es natural, excelente presentación: buen papel, mejores tapas y un cierto aire de antigüedad, como para convencer a tanto inconvencido y, aún más, a tanto inconvencible.

El autorretrato apunta a la diferencia. No sólo porque la ironía de Storni repone su corporalidad a la prensa y al público –estableciendo un corte abrupto con imágenes como las del ángel del hogar y la madre republicana, y con nociones asociadas a ellas, como la timidez y la delicadeza femeninas–, sino también porque la disidencia de ese cuerpo respecto de los modelos establecidos se proyecta sobre su poesía y su posicionamiento como autora. Ella es la loba que se separa del rebaño y, desde ese lugar, interpela.

En la representación que Storni hace de sí misma, la marca de lo nuevo, de su experiencia como mujer moderna, pasa por el cuerpo y por una autoconfiguración autoral que preanuncia de algún modo la famosa confesión de Virginia Woolf en «Profesiones para la mujer» (1931) sobre cómo, para convertirse en escritora, había tenido que matar al ángel del hogar. Apartada de la retórica sororal que promovía la legitimación de las escritoras de finales del siglo XIX como «hermanas en las letras» y de la identificación con esas jóvenes gráciles y virtuosas que miran soñadoramente al futuro y reservan para la adultez la pose estoica,[5] Storni elige poner el cuerpo –su cuerpo– en primer plano y se concentra en lo que está fuera de la norma para ilustrar su disidencia. En este marco, su nariz se convierte en el símbolo de su rebeldía, de su capacidad de desestabilizar a quienes la rodean: no es diminuta y recatada, sino «de una extraña belleza», expresada en una metáfora sonora: »una clarinada en medio de la noche». El cuerpo y el lenguaje están puestos en primer plano para transmitir la experiencia, pero no de la sinestesia colectiva, sino de la diferencia.

El gesto se repite en sus poemas. La sexualidad, el erotismo, la rebeldía se entraman como las directrices de sus primeros libros, y dialogan con sus artículos periodísticos. Mientras en sus columnas Storni trabaja la prosa breve y filosa de la prensa en auge y modela con su ironía los perfiles tradicionales y nuevos de las mujeres que circulan por la ciudad moderna (las dactilógrafas, las manicuras, las costureras, las maestras normalistas y, también, las feministas, las escritoras, las rebeldes), sus poemas se concentran en expandir un yo poético que se desborda de manera sistemática en la experiencia sensorial y emocional de la vida: «Mis nervios están locos, en las venas / la sangre hierve, líquido de fuego / salta a mis labios donde finge luego / la alegría de todas las verbenas» («Vida», 1916: s/p). «El mundo late», se afirma en la cuarta estrofa de «Vida» y el yo que se configura frente a esa experiencia sensible es el de una subjetividad que percibe ese entorno desde el cuerpo –»Hice el libro así: / gimiendo, llorando, soñando, ay de mí» («Así», 1948: 13)–, en la lucha del deseo y con el otro, al punto de recortarse en la soledad de su diferencia. En «Alma desnuda», el yo poético concluye: «Soy un alma desnuda en estos versos, / alma desnuda que angustiada y sola / va dejando sus pétalos dispersos.» (1948: 88).

Si bien el posicionamiento de Storni como escritora parece solitario en su actitud disidente y en la configuración de ese yo poético que desborda de deseo, este se relaciona, sin embargo, con las poses que asumieron otras colegas de su tiempo. Tanto Juana de Ibarbourou como Salvadora Media Onrubia e, incluso, poetas no alineadas con posturas libertarias y abiertamente feministas como las de ellas, incursionaron en el campo literario a partir de un lenguaje que buscaba otro tipo de relaciones con el cuerpo y la experiencia de una ciudad en vías de modernización. La propia Masiello ha sugerido esta posible línea de análisis que vincula cuerpo, lenguaje y disidencia en Entre civilización y barbarie, al señalar que, desde distintas posiciones (más y menos cercanas a las configuraciones de la élite en el mundo literario), las escritoras modernas «destacaron el lenguaje alternativo que surge en las fronteras de una comunidad ordenada» (1997: 256). Desde esta perspectiva se podría leer el protagonismo de la corporalidad en los poemas de Storni, así como la emergencia de representaciones disidentes de la sexualidad heteronormativa –como señala Laura Arnés (2016) en el caso de Salvadora Medina Onrubia– y la tensión entre erotismo, feminidad e inocencia que introduce la figura de Delmira Agustini, según analiza Sylvia Molloy, en el escenario modernista del 900.[6]

Frente a este breve panorama, se podría concluir que ese «giro emocional» trazado por Masiello para el escenario de los años 20, que se asoma con el modernismo y figuras como José Ortega y Gasset y se impone con las vanguardias, también está presente en las escritoras de la época, pero de un modo distinto al que se plasma en las obras de artistas como Xul Solar o de escritores como Roberto Arlt. Sobre todo, porque en esa apuesta a la sinestesia que describe la autora en relación con los vanguardistas de los años 20 aparece un límite y ese límite es el género. O mejor dicho: las redes y políticas de afectos que se traman durante este período están atravesadas, a su vez, por políticas de género que intervienen en la configuración de esos vínculos. ¿Cómo pensar entonces esa serie de obras propuestas por artistas y escritores que, según la autora, están marcadas por la «indisociabilidad» en relación con quien se piensa que es inevitablemente, esencialmente, distinta? ¿Cómo pensar esas experiencias atravesadas por el cuerpo y los sentidos en la interacción entre los escritores y escritoras de la época? Porque, si en el breve rastreo delineado en este trabajo se pretendió visibilizar el modo en que las mujeres de letras también registraron ese cambio de paradigma vinculado con la desestabilización de las percepciones del sujeto a partir del cuerpo y el campo de lo sensorial, tanto sus escritos como la recepción que tuvieron en su época evidencian hasta qué punto la noción del arte como experiencia colectiva aparece complejizada por otras mediaciones cuando quien está detrás de esa obra es una mujer.

En este contexto, y a modo de contraargumento, se podría arriesgar que los martinfierristas fueron mordaces con Storni estrictamente por un problema de naturaleza estética: para ellos, la poeta representaba el pasado, junto con gran parte de las producciones de los integrantes del grupo reunido en torno a la revista Nosotros. La idea de sinestesia estaría entonces delimitada por la noción de contemporaneidad y sería compartida, en consecuencia, sólo con quienes defendieran un núcleo similar de ideas, mientras que el corte con el pasado habilitaría la emergencia de una nueva sensibilidad. Según esta perspectiva, el eje del debate ya no se centraría en las corrientes estéticas, los bandos literarios y artísticos ni las políticas de género, sino en una percepción otra del mundo, modelada por un nuevo lenguaje; una percepción capaz de atravesar todo el campo artístico y literario local, desde Girondo y Xul Solar hasta Arlt. La distancia con autoras como Storni, Agustini y Medina Onrubia estaría dada por ese lenguaje nuevo, por esa nueva percepción del mundo que, en consecuencia, conllevaría a la crítica de sus obras.

Sin embargo, en las trayectorias de mujeres de vanguardia como Norah Lange y Norah Borges aparece de nuevo, insistente, la diferencia. Esta diferencia está pautada por el género y se hace visible en la distancia que emerge entre las prácticas y los cuerpos, por un lado, y los discursos, por otro; entre las percepciones que plasman en sus obras y el modo en que son valoradas en el plano de la representación, tanto ellas como estas producciones. Incluso, aparece en las poses que ellas mismas asumen por momentos, apropiándose de las imágenes idealizadas que sus colegas hombres proyectan sobre ellas. Una de las más famosas y celebradas es el retrato que Leopoldo Marechal hace de Norah Lange en la idealizada Solveig Amundsen de Adán Buenosayres (1948); otra, las apreciaciones de Jorge Luis Borges sobre la obra de su hermana en el prólogo de Norah, con quindici litografie di Norah Borges (1977). En ese texto, el escritor destaca el personalidad enérgica y el arrojo infantil de su hermana –»en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso» (s/p)– para luego contrastar esta primera imagen rebelde con la delicadeza e ingenuidad de sus obras, y concluir: «Empezó siendo rígida, casi heráldica: después, su mundo se abrió a las formas trémulas de los pétalos, de los árboles y de los pájaros» (s/p). Borges no fue el único en destacar ese carácter tierno y religioso en las producciones de Norah; por el contrario, ese tipo de atributos vinculado al campo semántico de la tradicional «sensibilidad femenina» se constituyó en un verdadero tópico a la hora de valorar una obra que, según señala May Lorenzo Alcalá, ofrece a la distancia otros matices marcados por las líneas quebradas de las primeras vanguardias y la sexualidad difusa de sus vírgenes y sirenas. Esos matices rupturistas fueron escondidos, según la crítica, en el «enmascaramiento de la artista detrás de la femineidad» (2006 :24).[7]

Una recepción similar puede observarse también en el caso de «la otra Norah», Norah Lange, cuya trayectoria estaría marcada por lo que Carmen Rodríguez Martin define como «su identidad pendular de creadora y musa» (2015: 352) y la mirada de los colegas hombres, quienes, como en el caso de su tocaya, la integran al colectivo desde el lugar de la diferencia de género. En este punto, Rodríguez Martin subraya que, mientras Guillermo de  Torre «integra y legitima» (354), a través de sus reseñas, a Norah Borges (su futura esposa) «dentro del movimiento pero poniendo el acento en su sensibilidad femínea» (354), Marechal operaría de un modo similar a la hora de comentar Los días y las noches de Lange, al destacar «su canto extrañamente juvenil» (356) y «la señoría de feminidad delicada» (356) en contraposición a «la vasta sensualidad que han erigido en afiche algunas poetisas actuales» (356), en alusión a los poemas de Alfonsina Storni. De hecho, tanto en el caso de Lange como de Borges, recién en las últimas décadas y de la mano del avance de los estudios de género en el campo de la crítica literaria, esas imágenes autorales tan cercanas al modo en que habían circulado en el imaginario forjado por sus colegas hombres –como las esposas o hermanas o musas de…– han sido cuestionadas, deconstruidas, re-enmarcadas, a  partir de trabajos como los del Sylvia Molloy (1996) sobre Norah Lange o los ya citados sobre Norah Borges, entre otros.

En síntesis: el giro sensible y las políticas de género se presentan en este contexto como dos campos en diálogo que tensionan ese nuevo mundo sensorial del que buscan dar cuenta los escritores y artistas de los años 20. En este sentido, creo que el modo en que Francine Masiello analiza el período –la manera en que vuelve a esos años para mirar desde otro enfoque ese corpus fundamental en la historia cultural de la Argentina– abre nuevos interrogantes en relación con las escritoras de ese tiempo y las diversas maneras que encontraron para plasmar en sus obras sus propias experiencias de modernidad. Así como, también, la forma en que estas producciones se entrecruzaron con otras variables, como las políticas de género, para moldear las subjetividades de la época, sus percepciones y su sensibilidad.

 

 

Notas

[1] Todas las citas del trabajo de Masiello pertenecen a la versión abreviada y traducida especialmente para la revista Transas del capítulo del libro The senses of Democracy: Perceptions, Politics and Culture in Latin America, de próxima publicación.

[2] El trabajo de Masiello dialoga con el campo de estudios vinculado con los afectos y las emociones, de gran expansión en la última década en el mundo de las ciencias sociales, los estudios culturales y las humanidades en general. Las propuestas de Masiello sobre las producciones de los años 20 en la Argentina sintonizan con las ideas de Brian Massumi (2002), quien postula la noción de afecto como un fenómeno corpóreo, pre-consciente y pre-individual, que perfora la lógica de la interpretación social, pero sin establecer una división tajante con el campo de la emoción, e incluso pensándolo como parte de un proceso de experiencia, como ha sido trabajado por autores como Margaret Wetherell (2012). El debate en torno a los afectos y las emociones es vasto y excede los alcances de este trabajo, pero no quería dejar de mencionar la filiación.

[3] La figura de la escritora se afianzó en el campo cultural argentino en las últimas décadas del siglo XIX y de la mano de una serie de representaciones que buscaban apaciguar las fricciones y resistencias provocadas por su presencia en la esfera pública. Las mujeres letradas se valieron de imágenes como la de la escritora romántica –vinculada sobre todo a Juana Manuela Gorriti– o las del ángel de hogar y la madre republicana para dar a conocer sus opiniones y escritos, sin cuestionar abiertamente la construcción tradicional de «lo femenino». Para un panorama más amplio sobre el período, me remito a los trabajos de Lea Fletcher (1994), Francine Masiello (1997), Graciela Batticuore (2005) y Mónica Szurmuk (2007), entre los más destacados.

[4] Existe una amplia bibliografía crítica sobre la recepción de Storni en el campo literario local y el rechazo del grupo martinfierrista. Véanse, entre otros, los trabajos de Delfina Muschietti (2003), Tania Diz (2006) y Alicia Salomone (2006).

[5] Gorriti es el caso paradigmático en este punto: en Lo íntimo (1897), el diario que se publica después de su muerte, se presenta como una «sibila», vestida de negro, etérea e inapetente, de luto por la pérdida de dos de sus hijas y de gran parte de su familia. En contraste con esta pose estoica, la escritora desarrolló una intensa vida social en sus últimos años, marcada por viajes, amistades y la publicación de gran parte de sus obras. Para una aproximación a las escritoras de finales del siglo XIX y la noción de «hermanas en las letras», me remito a los trabajos de Ana Peluffo (2015) y Pura Fernández (2015).

[6] La autora trabaja sobre los cruces que producen la presencia del erotismo en la poética de Agustini con la mirada aniñada que tanto ella como sus colegas hombres imponen a su impronta de escritora. En este contexto, la crítica señala en relación con el intercambio que surge del encuentro entre Agustini y Rubén Darío: «La mujer y no el cisne, y no el epiceno lector, dicta la pasión erótica creciente: desea y dice su deseo. Simplificando, podría decirse que el yo dice –y dice con exceso, con esa ‘femineidad feroz’ que le atribuye Alfonsina Storni a Delmira Agustini– lo que Darío no dijo.» (2012: 165).

[7] Señala Lorenzo Alcalá, en relación con la última etapa artística de Borges, que se desarrolla a principios de los 40 y es considerado su período neoclásico: «Nadie parece percibir la ambigüedad de esas figuras: las ángeles no tienen alas o ellas se confunden con los fondos –cortinados u otros ropajes–; los jóvenes son andróginos asexuados y las sirenas pueden usar faldas. Norah, que se ha enmascarado a sí misma para compatibilizar la realización como mujer con sus necesidades artísticas, oculta también la verdadera naturaleza de sus personajes» (2006: 25).

 

Bibliografía

Arnés, Laura (2016). Ficciones lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina. Buenos Aires: Madreselva.

Batticuore, Graciela (2005). La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870. Buenos Aires: Edhasa.

Fernández, Pura (ed.) (2015). No hay nación para este sexo. La Re(d) pública transatlántica de las Letras: escritoras españolas y latinoamericanas (1824-1936). Madrid: Iberoamericana.

Fletcher, Lea (ed.) (1994). Mujeres y cultura en la Argentina del siglo XIX. Buenos Aires: Feminaria.

Lorenzo Alcalá, May (2006). «Norah vanguardista o la construcción de un estilo». En: Norah Borges: Mito y vanguardia. Neuquén: Museo Nacional de Bellas Artes, pp. 15-25.

Masiello, Francine (1997). Entre civilización y barbarie: mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

Massumi, Brian (2002). Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation. Durham: Duke University Press.

Molloy, Sylvia (1996). Acto de presencia: la escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México DF: Fondo de Cultura Económica.

—- (2012). Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Muschietti, Delfina (2003). «Borges y Storni: la vanguardia en disputa», Hispamérica, vol. 32, núm. 95, pp. 21-44.

Peluffo Ana (2015). «‘That Damned Mob of Scribbling Women’. Gendered Networks in Fin de Siècle Latin America (1898–1920)». En: Rodríguez, Ileana y Mónica Szurmuk, eds. The Cambridge History of Latin American Women’s Literature. Cambridge: Cambridge University Press.

Rodríguez Martín, Carmen (2015). «La (in)visibilidad de la mujer creadora en la vanguardia: estrategias de legitimación femenina en la Argentina de los años veinte». En: Fernández, Pura (ed.). No hay nación para este sexo. La Re(d) pública transatlántica de las Letras: escritoras españolas y latinoamericanas (1824-1936). Madrid: Iberoamericana.

Salomone, Alicia (2006). Alfonsina Storni: mujeres, modernidad y literatura. Buenos Aires: Corregidor.

Storni, Alfonsina, Nuestros poetas jóvenes, El Hogar, XIII, 363, 15 de septiembre de 1916, s/p.

—- (1916). La inquietud del rosal. Buenos Aires: Sociedad Editora Latinoamericana.

—- (1946). Obra poética. Buenos Aires: Ramón J. Roggero y Cía.

Szurmuk, Mónica (2007). Miradas cruzadas: narrativas de viaje de mujeres en Argentina. México DF: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Wetherell, Margaret (2012). Affect and  Emotion: A New Social Science Understanding. London: Sage.

Woolf, Virginia (1981). «Profesiones para la mujer», Las mujeres y la literatura. Madrid: Lumen, pp. 67-74.

«Soy de las que cree que todo arte es político». Entrevista con Lucía Reissig (Proyecto NUM)

 Por: Jorge García Izquierdo

Imagen de portada: Lucía Reissig

Lucía es artista plástica y activista feminista. A partir de la marcha del 3 de junio de 2015 bajo el lema Ni Una Menos, habló con Laura Arnés y comenzaron juntas el proyecto de edición de PROYECTO NUM, al que se sumaron otras tres compañeras más; ella se encargó de la edición de las imágenes que aparecen en el libro y nos recibe en su taller de trabajo para charlar sobre feminismo, arte y el proceso de creación de esta obra sacada a las calles con mil ejemplares, de los que aún quedan bastantes por vender.

Tengo una pregunta que ya le hice a Laura Arnés, pero que me parece fundamental, y me gustaría repetirla. Hablemos en torno a lo que dice el primer texto y eso que hablasteis en la presentación del libro en El Silencio Interrumpido, esto es, la relación entre el arte y la política. Dices que el arte no es un objeto pasivo, por tanto, PROYECTO NUM tampoco; ¿en qué medida se puede ver esa relación con esta obra?

Nosotras lo que notamos que el motor para armar este archivo fue esa relación [entre el arte y la política] de cómo en ciertos momentos políticos determinados bien intensos hay una necesidad física, personal y colectiva de salir a la calle, de tomar el espacio público, de que nuestros talleres estén tomados por temas políticos, etc. Yo soy de las que cree que todo arte es político; no es que el arte tenga que ser político, sino que ya lo es. En las obras y temas que cada artista decide trabajar está implicado todo un modo de vida y ese modo de vida está siendo violentado por el sistema patriarcal. La relación se da, sobre todo, por una necesidad de hombres, mujeres y personas trans de expresarse; y no sólo a través del diálogo y de las convenciones sociales sino también de la necesidad de hacer un proceso de transformación interno que es lo que se ve en obras como ésta.

¿Cuáles serían esas transformaciones?

Hay muchas cosas que se pudieron sanar a través del arte; por ejemplo, en el segundo Ni Una Menos se trató el tema del abuso sexual, y se desmitificó la idea del abuso sexual como algo que sucede en un callejón o en medio de una calle oscura, donde viene un chabón y te viola. Empezamos a decir que no es así; creo que todas fuimos violadas. Eso nos llevó a pensar en qué involucra el consentimiento. Por ejemplo: cuando no estás diciendo sí quiero incluso con tu pareja y no querés realmente. Entonces, hicimos un trabajo de revisión todas donde reconocimos que nos violaron. Muchas de las obras que están en la parte que va después del 2015 [segunda parte del libro], que es cuando salimos a pegar esos carteles con testimonios que sacamos de internet, forman parte también de poder cerrar un proceso, de cómo se puede procesar una información tan traumática. Es a través, para mí, de la sororidad, del hablar entre compañeras y del poder transformarlo en obra. Y si se puede salir a la calle con eso, mejor.

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Foto: PROYECTO NUM, pág. 343

Es un llamado a la colectivización: »nos ha pasado a todas». Una afirmación con consecuencias.

Exacto. Ahí rompés una barrera de la vergüenza y el secreto. Son todas cosas que también están escritas: la violación trae que vos te sientas culpable, que tengas vergüenza, etc. No es algo que lo compartís, algo que te hace salir a la calle y decir: »a mí me pasó esto». Cuando hablamos del poder y de la relación entre el arte y la política, esto es un ejemplo que está bueno porque ahí realmente se ve el efecto que tiene el arte de ser transformador.

En este sentido, ¿el arte primero se piensa desde una posición política o simplemente la representa de facto?

Hay muchas formas de trabajo, pero creo que cuando se empezaron a plantear estos temas no era sólo como una cuestión de revisar el tema de la cultura patriarcal sino también el del arte y sus funciones. No estoy diciendo que todas, de repente, empezamos a hacer arte político, pero hubo una generación mayor de arte político [con el Ni Una Menos] y de mayor politización, y después también se empezó a preguntar sobre qué es el arte: ¿qué es un museo? ¿Qué función tienen las instituciones artísticas? ¿Qué obras entran en el circuito institucional del arte y cuáles no y por qué?

¿A qué conclusiones llegasteis con estas reflexiones?

Empezamos también a desnaturalizar la historia del arte. Vamos un poco a la historia del arte: vos vas al Museo de Bellas Artes, que es como la institución argentina, y sólo podés ver expuestas menos de un 8% de obras de mujeres artistas, sin embargo mujeres desnudas sí. Pero hay menos de un 8% en todas las ciudades [de Argentina] de exposiciones individuales que son de mujeres o de personas trans. Todas las demás son muestras individuales de hombres; en todos los lugares tienen privilegios los hombres cis, en todos los ambientes artísticos. De todos modos, decidimos que en nuestro libro no hicimos eso de que fuera sólo de mujeres. Nosotras recibimos de todo, y hay obras de hombres, pero lo que sí hicimos es que este fuera el tema central del libro. Las mujeres en nuestro mundo no suelen ser las que tienen esa actitud activa. La idea del proyecto es también poder darles un lugar nosotras a estas obras que no pueden entrar en el circuito.

¿La condición federal del libro es también una decisión política?

Aparte, otro tema dentro del arte es el de la centralización que hay en Buenos Aires: todo el resto del país está muy apartado y la única escena central es la que pasa en Buenos Aires. Por ejemplo, en ARCO Madrid el año pasado llamaron a dos curadoras a elegir qué galerías de Argentina querían llevar allí porque eran como stands que podían elegir. Ellas sólo eligieron galerías que estaban en Buenos Aires y dijo que la calidad de las galerías que no están en Buenos Aires es menor, sin tener en cuenta toda una cuestión de un proceso demográfico sociopolítico para que eso ocurra porque todos los fondos están centralizados acá, porque no hay un mercado del arte que funcione y que pueda abastecer a todos los artistas, no hay buenas instituciones de formación. Entonces, sí, todo se terminó centrando acá y por eso el tema de que el libro sea federal es una pata muy importante para nosotras. No sólo porque se puedan representar estas obras que están en el borde y son obras límite, sino que también vienen de distintas partes del país. Hay bastantes más obras de C.A.B.A. pero tenemos obras de todos lados.

El tema de la dispersión y la migración hace también más difícil que el porcentaje de mujeres y hombres en las exposiciones cambie.

Sí, creo que son dos puntos centrales importantes. Esto de que el arte tenga un circuito hegemónico hace que sea muy clave el hecho de que las obras que vayan a la calle porque están hablando en un lenguaje que no es sólo un lenguaje de artistas para espectadores artistas o espectadores de arte sino que también están hablándole a un público que somos todas. Eso puede generar incomodidad, sororidad, emoción o repudio a esa obra: todo está ahí, todo lo que está en la calle se lee de una manera distinta y muchas de estas obras que pusimos están en la calle. Otras, en cambio, están creadas desde lo privado; pero bueno, lo privado es político.

¿Sabes si a partir del lanzamiento del libro las participantes tomaron algún impulso o pudieron romper esa barrera en relación a las exposiciones?

No creo que se sea el punto. Sí ayudó mucho el hecho de que viniera gente a la presentación del libro. Vino gente de Córdoba, gente de Santa Fe, gente que venía de 10 horas en auto no sólo para recibir su libro sino también para ser parte del proyecto. Después, me metí a ver en Facebook que la gente ponía el hashtag del evento y era la gente como re feliz, con el libro mostrando dónde estaba su participación. Eso lo vemos todo el tiempo en Facebook. Siento que, de alguna forma, por más que este libro no legitime nada, sí generó una especie de autoestima: »Yo pude ser publicada»; »mi obra está acá». No sabemos hasta dónde puede llegar el libro, pero quizás llegue a otros países.

Otra de las cosas sobre las que reflexionaba al ver el libro: hay dos tipos de obras: unas explícitamente políticas como carteles o diferentes actos y otras que son ya muy morbosas que se sitúan fuera de la manifestación y fuera de la marcha. PROYECTO NUM logra crear un relato único entre dos tipos de obras que, en principio, parecen bien distintas: de una mujer con una bolsa en la cabeza a otra con un cartel reivindicativo.

Fue todo un trabajo de edición. En la parte de edición lo primero que hicimos fue pensar un criterio porque llegaron más de 400 obras: hay obras de antes de la marcha [del Ni Una Menos de 2015], hay obras de la marcha y hay obras de después de la marcha. Entonces lo pensamos un poco de un modo temporal porque había que llevarlo a contexto particular; y también quisimos llevarlo a una sensación de grados e intensidad. Cuando empieza el libro hay mucho aire, son obras bastante livianas, es muy estético al principio; luego llega la maratón de lectura [contra el feminicidio], el evento que hizo que se junte fuerza y se haga lo que hizo posible el Ni Una Menos; y, finalmente, viene el Ni Una Menos propiamente dicho. Entonces, tenemos como toda una parte de flyers y de carteles que convocaban a la marcha y, después, todo lo que pasó en la marcha: performances, carteles, muchos fotógrafos que documentaron la marcha… Ahí, si te fijás, es como que las imágenes no tienen aire, están como sofocadas, ultraintensas, llevadas al máximo. Y lo sentís, sentís la intensidad, que es bastante como se sentía en ese momento. La diseñadora fue nuestro ángel. Yo creo que quedó muy bien, pero fue realmente muy difícil porque es un libro muy grande.

¿Tenías una idea previa de cuánta extensión podría tener el libro?

Al principio dijimos 180 [páginas], pero la verdad es que eran cada vez más y cada vez más. No imaginé que iba a ser un libro tan grande.

¿El financiamiento colectivo también tiene que ver con la llegada de tanto material?

Fue el último recurso hacer el IDEAME [plataforma virtual de financiamiento colectivo] porque realmente pensábamos que podríamos llegar a alguna beca, pero no hubo caso. Necesitábamos mucha plata y no pudo ser así. Tocamos mil millones de puertas, como a las universidades, pensamos mil millones de opciones. Yo tenía miedo, no me imaginé ni loca que se iba a lograr [reunir el dinero a través de IDEAME]. Me daba mucho miedo porque es un país que está en crisis, no sabía si la gente iba a poder. Aparte, había pasado mucho tiempo del 2015, y no sabía si la gente se seguía acordando, si le seguía pareciendo importante que salgamos. Fue una situación de mucha angustia, creo. Vertimos mucho tiempo, pero la gente nunca se olvidó, eso es lo loco. Sí, no puedo creer todavía que funcionó porque no es tan fácil. Sé que estas plataformas funcionan, pero no sé si funcionan tan bien como funcionó la nuestra. Hoy en día seguimos trabajando en eso: entregando los libros, haciendo envíos… En la comercialización nos ayudó Madre Selva porque tiene la coedición y nos dio la plata que nos faltaba.

El texto de Andrea Giunta habla sobre una corriente literaria y artística que surgió hacia finales de la década de 1960 en torno a lo feminista y a lo político. ¿Pensáis que PROYECTO NUM se puede pensar en relación a esa tradición?

Ojalá. Sería hermoso porque para mí esa tradición es mi favorita en la historia del arte y la política. Es la que a mí, por ejemplo, me inspiró a hacer arte. Andrea Giunta fue una de las que más estudió esta disciplina. Fue algo latinoamericano, no sólo argentino, como en Chile. Aparte, estéticamente a mí me atrae muchísimo esta tradición. Creo que con esto respondería bastante a tu primera pregunta, porque, de alguna forma, como en esta corriente, es poner el cuerpo. Hay una cuestión de bajar a lo corporal, que es uno de los recursos más accesibles que tenemos las mujeres y las artistas. Entonces, a mí me encantaría que nos podamos inscribir en esa historia.

PROYECTO NUM hace también un ejercicio de memoria al romper con la idea hegemónica de que el artista es hombre.

Sí. Bueno, en esa época, en la que dice Giunta ahí [en su texto en Proyecto NUM] se consiguió mucho en la década de 1980. Tuvo mucho que ver la llegada del SIDA a toda América Latina: muchos de los artistas que tomaron esa escena eran artistas homosexuales. Esto también es importante: no es que son sólo los hombres los que están inscritos en la historia del arte, sino que son los hombres heterosexuales. Mayoritariamente es gay del arte contemporáneo, muy queer, pero sí se excluyen otras temáticas como estas. Creo que todos estos movimientos van abriendo el camino para los que vienen después.

La vanguardia invisible

 Por: Luciana Del Gizzo*

Imagen de portada: Accent Rouge (Carmelo Arden Quin, 1947)

Inicialmente concebido como un proyecto que incluyó poetas y artistas plásticos, el Invencionismo se convirtió en un grupo de poetas vanguardistas que han quedado en el olvido. La investigadora Luciana Del Gizzo, especialista en literatura argentina, recupera en esta nota los fundamentos de su estética y compila una serie de poemas de sus mayores exponentes.

 

 

Según nos enseñó durante un siglo la ocurrencia dadaísta de Tristan Tzara, sabemos que si sacamos de un sombrero palabras recortadas de un diario y las combinamos más o menos, tendremos un poema bastante digno y, sobre todo, original. ¿Pero qué pasa si en lugar de sombrero tenemos el cerebro de un poeta del que salen, en vez de términos en letras de molde, los sonidos que designan la modernidad ordenados por un afán disgregador, más que el mero azar? No, no se trata del sincericidio del surrealismo, sino de una ignota vanguardia argentina de los años cuarenta llamada invencionismo, cuyo dogma, momentáneo desde un principio, pergeñó el poeta Edgar Bayley en su juventud.

Aunque la operación de sentido –o de sinsentido– de los poemas invencionistas se asemeje en su resultado a la del movimiento francés, su base teórica se encuentra en las antípodas. Ligado al arte concreto desde su inicio, el primer planteo apareció en la revista Arturo (1944), hito de comienzo del arte abstracto en Argentina, que nucleaba a un conjunto de artistas que luego conformarían el movimiento Madí y la Asociación Arte Concreto-Invención: Carmelo Arden Quin, Gyula Kosice, Rod Rothfuss, entre los primeros; Tomás Maldonado, Lidy Prati y el propio Bayley, entre los últimos. Esta vanguardia se oponía al automatismo y se colocaba en la línea de la abstracción geométrica, con antecedentes como el neoplasticismo, el constructivismo y el suprematismo.

Pero, ¿cómo hacer geometría con las palabras? Igual que esos movimientos, el invencionismo reivindicaba la actividad racional como ordenadora del espíritu para la producción de objetos poéticos no representativos y autónomos, que incidieran la realidad por efecto de un dislocamiento deliberado y por su universalismo, producto de la falta de sentido. Romper con la representación implicaba que el arte interactuara de manera directa con lo real, sin la falsa mediación de la mímesis, como la juzgaban. Si la plástica acudía a la geometría como la estructura básica de la bidimensionalidad –es decir, aquello que la pintura era en su aspecto más puro–, la poesía iba contra el plano de la lengua que tenía la capacidad de reflejar la realidad –la semiosis– para exponer su estructura gramatical y fónica.

El objetivo era instar al arte a asumir un carácter puramente objetivo y no simbólico, es decir, de cosa en sí, que solo es signo de sí misma, invalidando toda transcendencia –hacia afuera– y toda hermenéutica –hacia adentro–. Esta apuesta por la supremacía de la forma no implicaba la búsqueda de una novedad vacía o la repetición a destiempo de experiencias vanguardistas anteriores; se trataba de una renuncia a los sentidos dados, de la deserción a manifestar un estado de cosas y del propósito de prescindir de la semejanza como modo de relación del arte con la vida.

Es que, contrariamente a lo que señalan la mayor parte de los estudios críticos sobre los movimientos de los años veinte en Argentina, el lenguaje llano, conciso, inesperado que legó la vanguardia no logró afincarse una vez clausurado su primer periodo. En verdad, los poetas de los años treinta y cuarenta volvieron –o tal vez nunca se habían ido– al verso medido, las metáforas tradicionales, las referencias mitológicas, las temáticas clásicas como el tempus fugit o el ubi sunt, y hasta al uso de interjecciones dramáticas como “oh”, aun cuando decían ser de vanguardia porque su poesía se oponía notoriamente a la desarrollada por la generación anterior, el martinfierrismo.

Dado que las posiciones vanguardistas renegaban de la tradición para determinar lo que se consideraba artístico y tampoco existía un consenso global sobre las nuevas formas, su presente se extinguió en una pura experimentación que requería de alternativas para justificar su práctica. En el caso del invencionismo, la actitud subversiva hacia el lenguaje estaba destinada al fracaso como empresa unipersonal porque no bastaba la voz de uno para sostenerla. Necesitaba de un grupo que la convalidara. El primero fue Juan Carlos La Madrid. Una década mayor que el resto de los integrantes de la Asociación, en ese tiempo adicional había reunido experiencia en la cárcel, el boxeo, los garitos de juego clandestino y el ambiente del tango. Aportó al invencionismo cierta cadencia tanguera y bastante léxico del lunfardo.

Dicen que cuando Juan Jacobo Bajarlía –sí, el Jean-Jacques de Pizarnik– se enteró del último grito de la vanguardia argentina corrió a detener la inminente edición de su libro Literatura de vanguardia. Del “Ulises” de Joyce a las escuelas poéticas (1946) para agregar un apartado sobre la idea de invención. Admirador de Huidobro, antecedente reconocido por el invencionismo en Arturo, sería fundamental para el grupo: colaboraría con las definiciones teóricas en sus libros y daría amparo editorial a la corriente poética una vez que se escindiera de la plástica.

Es que la contienda contra la representación tenía un límite: la disociación de lo real hacía estéril la práctica artística e impedía la realización de la utopía de reunir el arte con la vida. Era preciso hallar una función social y eso evidenció la distancia entre las disciplinas. Tomás Maldonado, hermano de Bayley y líder del grupo concreto, pronto encontró que la alianza con las artes proyectuales era más prolífica a la hora de pensar problemas estéticos. El diseño industrial, en particular, resolvía el problema de conjugar la praxis artística con la vida, porque creaba objetos de uso que incidían en lo cotidiano. Su desarrollo en este campo lo llevaría a radicarse en Alemania en 1954, a abandonar la pintura en 1957, a dirigir la Hochschule für Gestaltung (HfG) en Ulm y a influir como teórico en el desarrollo  del diseño en el país y el mundo.

 

Tomás Maldonado, piezas de ajedrez

Tomás Maldonado, piezas de ajedrez (Fuente: www.bagtazocollection.com)

 

En los años cincuenta, la literatura era sospechosa de idealismo y su función no quedaba clara. Interpelada por la plástica, la poesía quedó relegada de la Asociación Arte Concreto-Invención y sus publicaciones, hasta que esta también desapareció. La revista Contemporánea (1948-1950), que dirigía Bajarlía, sería el ámbito donde dar continuidad a la aventura. Literalmente, porque entre sus colaboradores los invencionistas reclutarían a Raúl Gustavo Aguirre, Jorge Enrique Móbili y Mario Trejo, que acogerían sus ideas, las difundirían en la revista poesía buenos aires (1950-1960) y ofrecerían un grupo de poetas en expansión, ávidos de poner en práctica y discutir sus supuestos. En pocos años, sus filas se engrosarían con Alberto Vanasco, Rodolfo Alonso, Francisco Urondo, Miguel Brascó, Nicolás Espiro, Wolf Roitman, entre otros.

Bayley no cesaría de pensar y repensar los fundamentos teóricos. Para el momento en que comenzaba poesía buenos aires, estaba completamente convencido de la limitación que implicaban los dogmas, de la necesidad de abrir la poesía hacia las zonas insospechadas que los preceptos invencionistas habían procurado generar, pero que la insistencia había transformado en restricciones. Mientras los jóvenes del grupo descubrían y ejercían ese desmonte de las piezas del lenguaje, el mayor de los hermanos Maldonado ya había desarmado la retórica poética, esa de la que se quejaba Cortázar en sus cartas, la misma que había agobiado a Wilcock hasta hacerlo escribir en otro idioma, y llevaba la poesía hacia otras costas.

La descomposición de la lengua en sus partes había servido para despojarla de lo accesorio, para resistir los sentidos dominantes, pero también para comprobar las limitaciones de la palabra sin función. El experimento, lingüístico y personal en la relación con el grupo, había demostrado que la poesía tenía un cometido: el de reunir a los individuos a través de una comunicación más genuina, a través de palabras que cobraran un sentido fuera del “inventario”, dado por “el mismo tono en todos”. Esa comunión permitía realizar la mayor utopía de la vanguardia, porque reunía la praxis artística con la praxis vital en los vínculos humanos.

Aunque la reposición de la comunicación como función social de la poesía se dio de forma paulatina en el ejercicio de la escritura, implicó un cambio drástico en los principios contra la representación. Posiblemente, la actitud más vanguardista, más a contrapelo de lo instituido y de lo considerado poético, haya sido la consciencia de transitoriedad que Bayley tuvo acerca de su propuesta y que su grupo compartió. De eso hablaba Aguirre cuando decía “poesía buenos aires tendrá a bien no devenir institución” o “no sabemos qué es la poesía ni mucho menos cómo se hace un poema”.

Tal vez a causa de la autoconciencia histórica que el romanticismo le legó a las vanguardias, o bien por la experiencia de haber presenciado el olvido de rutilantes figuras de antaño, estos poetas sabían que su movimiento era un acontecimiento fugaz en el enorme transcurrir. Aceptar el final de la poética para evitar su institucionalización fue el sacrificio que ofrecieron a las generaciones futuras, en los prolegómenos de la poesía conversacional y el objetivismo de los sesenta. El sacrificio implicaba la concesión de la libertad poética de un lenguaje dispensado de retóricas que se habían tomado el trabajo de desarmar.

 

 

Segundo poema en ción

 

Está bien podemos ser tristes

Umumumumumumumumumu

mumumumumu ERTEMUR

Detrás de la cortina se ha detenido

el remanente

El pez se pone en la tarde como

si fuera una tarjeta postal

Y yo que estoy en la semana

me siento

por esa razón

muy triste y escribo:

lujo de la joroba en la muerta

Detrás vienen vagones

Ahora se sabe

que los vinos enredan los yugos

que la hierba crece de preferencia

en el cielo

y que un bello cuadro

es una

EYACULACIÓN

Pero fundamentalmente

soy persuadido

por los colores y los años

y los mismos cementerios me persuaden

La persuasión es acaso necesaria

La voz y el piquete de fusilamiento

Se ha llegado

Y los grupos de hombres y mujeres jóvenes

que disparan entre sueños al paisaje

Es la nadadora azul en la guerra

Doblado sobre el mar bajo la ternura

Vuelven y establecen sobre el tiempo

Ahora definitivamente ganada la batalla

Desafío

Interrogo: ¿es preciso ser persuadido de este hecho?

Piedras para los inventores

Solos horadan el porvenir

Esta máquina reconstruye la luna

 

Edgar Bayley,  Arturo,  nº 1, verano de 1944.

 

 

 

Aracy recorta los himnos (fragmento)

 

[…]

Muchas mujeres llevaban en dirección al galpón toda clase de gafas y manipuladores desvencijados; un grupo de muchachas arrastraba, valiéndose de cuerdas, una canoa, en el interior de la cual iba un soldado acostado. ¡Hermosa empapadura que ni los monólogos alcanzaban a inclinar! ¡Con cuánta vehemencia los cabellos se negaban a aceptar los ronquidos! En ese momento, Duilioto terminó por comprender hasta dónde el lado típico requiere las proposiciones de las barbas. Cómo, a menos que haya un chubasco inferior, los espumarajos se encaminan hacia la mostaza. Lo que más llamaba la atención de Duilioto era la gran cantidad de animales que transitaba de aquí para allá, sin que nadie reparara en ellos. Parecía, realmente, que los planes flordelisados impusieran sus sombreros a las guías del bigote.

La mayoría de los animales tenía formas poco comunes […] Había unas cabezas absolutamente calvas con un brazo en un costado y una pierna en el otro. La posición natural de este extraño animal era con la mandíbula hacia arriba y la frente hacia abajo. El brazo, que era considerablemente más largo que la pierna, terminaba en una mano. Estas cabezas se entretenían en tomar piedras de todo tamaño y en arrojarlas al zanjón.

[…]

 

Edgar Bayley, invención 2, Buenos Aires, invention, 1945, s.p.

 

Edgard Bayley en su lugar de trabajo (Fuente: http://www.fracturaexpuesta.com.ar)

Edgard Bayley en su lugar de trabajo (Fuente: http://www.fracturaexpuesta.com.ar)

 

1

 

Juego a la vieja sombra que no me representa

y mi sombrilla verde del cromático olvido

intercepta los ciclos de la droga sinfónica.

 

La catarata trepa las laderas sin límite

y un humor paralítico exhuma los solanges

mientras el piano esférico remonta en ademanes

la mirada del dios soltero de caballos.

 

¿Quién retoma el arqueo de relojantes mitos

que el rabdomante alquila a la mueca turingia?

He aquí la pregunta corsética, primera,

el botanismo que hunde sus aceros en nadie.

 

Este nograma de odio recorneadigrafado

me returna de amores sobre la geografía

y recorto bahías sobre los dulces mapas

mientras urdo con trenes jubilosos recaldos.

 

Pero la canción

magia del angulero

es

caja botinal,

es decir, melocrática

bajo el brazo del hombre.

 

Y no es aquella soledad de los rombos suicidas,

(siempre los mismos rombos)

lejos aun del color conquistado

al par de la llanura y de los vinos.

Mesas pergaminadas, oleadoras,

traque traque del mazo,

hilando subibajas latigueros.

 

Simón Contreras [pseud. J.C. La Madrid], Revista Arte Concreto, nº1, agosto de 1946: 11.

 

 

4

 

Ya no es apenas el glaciar de bolsillo

Cuando la aguja ordena su pelambre

Y el martillo reembolsa danzómetros dentados,

Ya sin mango ni adiós, como tanto poema.

Ya no es apenas la tarde, ni el adiós

Ni el olvido matador del silencio elemental,

O el plano que devuelve la réplica del hombre

A la zona de vértebras lucínigas dialécticas.

Mavrela ardió en el riomar de tangos

La tarde en que abrazé sus carabelas

Con mis dos falos de nadár y ámbar.

Antes rotó mordida de romances

Lejanamente abismada por la duda

Del skating solemne recorredor del círculo.

Simón Contreras [pseud. J.C. La Madrid], “Suplemento poesía”, Revista Arte Concreto, nº1, agosto, 1946: s.p.

 

La canoa recogió sus aldabas, y, con un golpe de paraguas desplazó sus terceras dimensiones del espacio iluminado por las intermitencias del pasto iónico. Este movimiento pentográdico permitió que mi tonsura se manifestara en campanadas a través del ámbito de jugos ágilmente armado por las innumerables patas de otros tantos martillos neumáticos, que, a cada rotación de sus escudos atmosféricos, acrecentaban la sensación de júbilo y firmeza, dinamizando la planificación de los valores de mundo digital. Corunal intercambió su juego de dedos 27 y extendió el tajamar hertziano en la esquina pulimentada, mientras vigilaba el funcionamiento de los grandes pulmones arenosos que regulaban, distribuyendo colores y ángulos, el nivel geo-aéreo de los hoteles algebraicos y de los parques rotativos.

Simón Contreras [pseud. J.C. La Madrid], “Suplemento poesía”, Revista Arte Concreto, nº1, agosto, 1946: s.p.

 

 

el impulso acumulado

homenaje a Lautréamont

 

futuro cauteloso que se hincha en la pupila

cuando el fuego recoge su espanto y agita sus cerceles en la arena de los días

y las horas que el viento lleva en los anillos de tu látigo

 

tus voces crecieron en las sienes de un alba que resteñaba sus ecos y caía

en la sangre de un estupor que lanzaba sus pendones

y vinieron las huestes inflamadas en el sopor que absuelve tus esfinges

y cayeron bajo la lámpara que el silencio reverbera en el hilo que distiende

los ocasos.

para llenar tus gritos y tu cuerpo y tu amor en la escala que licúa sus deseos

sumergidas en los números que asfixiaban sus raíces

 

tus hogueras se blanquearon en el polvo junto al signo

sobre mármoles dorados que acumulan sus impulsos en la llaga

y quedaron en camino con sus piedras florecidas

 

Juan Jacobo Bajarlía, Contemporánea, nº 4, primera época, 1950, s.p.

 

 

Poema

 

sobre el hierro y el tiempo de tus manos

sobre tu puerta y la arena sobre el aire

sobre tu llama

sobre todas tus auroras y tu habla mecida

sobre el horizonte del asombro

sobre la tormenta y el sueño

y mi pregunta y la extensión de castores

sobre tu inverno espumoso de tiza y dientes

sobre tu socorro y tus olas dormidas

como el hacha y el viento

sobre tu lecho llano

herido en sus gavetas internas

en sus costumbres o en sus pasajes vivientes

sobre tus muslos y los haces de otoños y ejemplos

sobre tugurios y respuestas puras

sobre las hojas y el ala de la tierra

sobre tu boca liberada de nombres

no sé más decir ni enseñar en frío

ni palpar la cortesía de los que pueden

sobre la razón y el secreto

clamar por nuevo ojos.

Edgar Bayley,  Conjugación de Buenos Aires, nº1, vol. 1, enero de 1951, p. 3.

 

 

Rosa Buenos Aires. El tango (fragmento)

 

(…)

Tango,

aprendido a bailar en las veredas

cuando el barrio era de árboles,

(“nací en un barrio de magnolias y astros…”)

y los tríos: violín, guitarra y fueye,

gambeteaban el ritmo de los chotis

entre el vino carlón y los marianos.

Este perfil fumado,

esta ranera,

este logi afanado,

esta temperatura de jalaifes,

me hacen garabatear la fugitiva,

desesperada forma para hallarte;

para apresarte, danza y dolor en el relantisseur

de espejo hipnotizado, Los Dopados.

Velos aceitunados cuando muere

el rumor de los tacos de las minas,

y el esguince

de las cinturas apaches

en las vertebraciones melancólicas,

me juega en su diagrama de las cortes,

me tatúa,

con su linterna parda del coraje.

Me quema su melena por la boca

y entro a la torva espuma de los solos.

 

Compadritos y tauras se cruzaban

sobre el cuadriculado de los patios.

Todos ellos vestían de violeta

y el yeso de la fuga era ungido en sus rostros.

 

La noche, sólo ella,

creía en sus fantasmas:

el ortiva, la paica, los scruches…

La noche, sólo ella,

era heroica y sumisa

entre el fraseo de los fueyes

y el cartoneo de los giles,

que como una astrología tributaria

sobre la calle angosta,

aparecían

con sus flores de gas y de moscato.

 

El Ciruja, 1926.

Más allá del silencio.

 

Una vez, nada más, el hombre vuelve,

sobre su soledad,

el dinamismo que dramatiza cosas y lugares,

a descifrar la adolescencia

que devoraron los galápagos.

 

Juan Carlos La Madrid, Conjugación de Buenos Aires, nº1, vol. 1, enero de 1951, pp.4-5.

 

La soledad o es ella

 

ella abre sus brazos al horizonte

pero el mar es tan grande

que sólo una gaviota la atraviesa

 

ella abre sus brazos al mundo

abre sus brazos pero es tan grande el dolor

que sólo se acercan los niños

 

ella abre los brazos a la oscuridad

abre los brazos pero no viene nadie

y entonces el hombre que la habita fuma

y la hace toser

 

Raúl Gustavo Aguirre, poesía buenos aires, nº 8, invierno de 1952.

 

 

Ella en particular

 

de buena fuente sé que tu sonrisa estalla como los frutos

que tu nombre resuena como las declinaciones más antiguas

que en ti todo se excede como el año se vuelca

 

que los días te siguen hasta hacerte llorar

que tu boca es más suave que los saltos del universo

más dulce que la memoria de las primas que tanto hemos amado

 

es en tus ojos donde la luz desata sus mares

es por ti que el mar reanuda su juego

es tu voz donde la noche amansa sus vientos propicios

y es en el centro de tu risa donde el día ordena sus mástiles

 

es a ti a quien la mañana dedica su empeño

a quien prefiere la línea del mediodía

por quien se preparan los hábitos del anochecer

es por ti que cada hombre ha clavado sus anclas

y por quien el año alberga demasiado optimismo

y el hilo de la historia se ha vuelto susceptible en extremo

 

es en tu corazón que madura lo que está por venir

 

Alberto Vanasco, poesía buenos aires, nº 13-14, primavera de 1953 – verano de 1954.

 

*Luciana Del Gizzo es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en vanguardia artística y en poesía argentina del siglo XX. Es docente de la materia Problemas de Literatura Latinoamericana (FFyL, UBA). Fue becaria doctoral y posdoctoral del CONICET y del Instituto de Literatura Hispanoamericana (Facultad de Filosofía y Letras, UBA).Ha trabajado como traductora y editora en organismos internacionales, y ha sido docente auxiliar de la cátedra de Literatura Europea del Siglo XIX (UBA). Es autora del libro Volver a la vanguardia. El invencionismo y su deriva en el movimiento poesía buenos aires (Madrid, Aluvión, 2017) y, junto con  Facundo Ruiz, compiló la Antología temática de la poesía argentina (Buenos Aires, EUFyL, 2017).

La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad

 Por: Gabriel Giorgi

Fotos: Diarios del odio

El crítico Gabriel Giorgi analiza los Diarios del odio en sus tres formatos: instalación, libro de poemas y puesta musical. A partir de ellos descubre y disecciona los discursos políticos y afectivos de estas «escrituras violentas, anónimas, exasperadas» que circulan por la web.

En la dictadura

Néstor Kirchner les chupaba la pija

A los militares,

Y los militares decían

ChupáKA

Y Néstor chupaba…

 

(“Bajaron los cuadros”)

Dios siempre se encarga de poner en su lugar

A los que legislan en contra de su ley,

No tenemos que preocuparnos.

La humanidad ya pasó por esto

Y ocuparse de lo mismo es retrógrado

Aunque lo quieran hacer aparecer como moderno.

Varón y mujer hizo Dios, lo demás es invento humano

(“Luz verde para la identidad de género”)

ESTA ES LA ESENCIA DEL MOROCHO,

Cococho, CABEZA y MESTIZO

SON LOS QUE TIRAN PIEDRAS

Y ALIMENTAN EL CANCER

DEL PERONISMO ENGORDANDO

LOS INDICES DE POBREZA Y VIOLENCIA…

MOROCHO ARGENTINO = VIOLENCIA

AL PAN PAN Y AL NEGRO CABEZA

 

(“Piketeros”)

 

Lo que circula, lo que se comparte, lo que se viraliza, lo que se forwardea; lo que se publica en Facebook, en los comentarios online de los diarios; lo que entra en las cadenas de Whatssap; lo que pasa entre los muros, los foros y las conversaciones en territorio electrónico; lo que pasando por ahí se hace: imágenes de la vida colectiva en la Argentina. Una especie de magma de lenguajes (“cloaca” dirán algunos) que se exhibe y se dramatiza en los Diarios del odio, la instalación-procedimiento de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny que recopila los comentarios online de los diarios La Nación y Clarín durante 2008 y 2015 -años, podemos pensar, en los que se elaboraban lenguajes y afectos que se volverán líneas dominantes de lo público en el presente-. Los Diarios remiten fundamentalmente a un procedimiento: el que recopila, edita y archiva  esas escrituras violentas, , exasperadas a la vez que gozosas y frecuentemente festivas (incluso carnavalescas),  en las que parece emerger  una nueva configuración, convulsiva y violenta, de lo democrático y de lo público. El procedimiento se enfoca en una materia afectiva – a la que llama «odio»- y en un recurso formal —la escritura electrónica-—; en esa intersección sitúa la pregunta por lo democrático en el contexto de una nueva avanzada neoliberal. Dado que allí, en ese procedimiento, lo que se ilumina son enunciaciones que en el terreno aparentemente efímero y residual del “muro virtual” demarcan formas de lo subjetivo que se revelarán más perdurables, más insistentes y más consistentes que lo que el posteo instantáneo parece indicar: una sedimentación de escrituras que, destinadas al olvido, se volverán el paisaje espeso del presente.

Lo que los Diarios escenifican es un corrimiento o reacomodamiento aparentemente menor, pero que, quiero sugerir, será clave para pensar afectos y lenguas políticas del presente: el cruce entre un cambio tecnológico y un permiso cultural para escribir en  público las palabras que antes se susurraban o se circulaban en privado; un corrimiento sísmico, podríamos decir, que desde el subsuelo del territorio electrónico irá ganando gravitación y que al hacerlo pone en discusión los sentidos y las formas de lo público y los límites mismos de la dicción democrática.

Y a la vez, y decisiva e interesantemente, ese corrimiento es inseparable de la pregunta por el terreno difuso, siempre incierto y siempre desfondado (y siempre futuro), que es el de la literatura: el espacio mismo donde “escritura” y “democracia” se enlazan y se tensan cada vez, allí donde se disputan las enunciaciones y los lenguajes públicos, los modos de hablar, de escribir, de interpelar a otrxs y de circular enunciados. Escritura y democracia, donde se litigan las enunciaciones, en las guerras de lenguas y por la lengua: allí se activa, una vez más, el terreno de la literatura. Los Diarios se vuelven, en este sentido, una suerte de laboratorio en el que situar la pregunta por lo literario en el contexto transformado del presente.

diarios instalacion

Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, Diarios del odio, Universidad General Sarmiento (2017)

 

Odiar en común

Diarios del odio, la instalación (2014-17) y el libro de poemas (2016) de Roberto Jacoby y Syd Krochamalny continuados en la puesta musical y coreográfica de Silvio Lang y el grupo ORGIE (2017), identifican un punto central de la pregunta por la cultura y lo estético en el contexto de la nueva avanzada neoliberal. Y lo hacen no solamente porque nombren y trabajen el odio como afecto político central en las democracias del presente —aunque ese es, desde luego, un gesto decisivo— sino fundamentalmente porque dicen que ese odio es inseparable de una transformación de los modos de escribir. Registran un desplazamiento o una reinvención, no necesariamente emancipadora ni liberadora, de lo democrático (que implica el derecho a hablar, a expresarse: el formato de nuestras “libertades”)[i] a partir de una transformación de los universos de la escritura, de sus tecnologías y de sus públicos. Los Diarios se ubican precisamente en el punto de interfaz entre el universo de afectos políticos y el universo, aparentemente heterogéneo, de las tecnologías y las formas de escritura. Y lo hacen desde un núcleo clásico: el diario como género cultural, como medio desde donde se articula la esfera pública en la modernidad, y como medidor de lo cotidiano, del pulso diario de lo social. En el diario como género y como temporalidad, los Diarios trazan el umbral de emergencia de un nuevo anudamiento entre escritura y democracia.

Los Diarios del odio se conjugan, como decía antes, a partir de un procedimiento de archivo: el de recopilar comentarios online de los diarios Clarín y La Nación durante un período de varios años (2008-15) en torno a temas y figuras que conjugaron antagonismos políticos  durante  el gobierno de Cristina Fernandez de Kirchner  (los “negros”, los “k”, “Kristina”, los “ñoquis”, «los piketeros», etc.), pero que claramente recuperan líneas que ya venían de antes.  Dicha recopilación tiene, sin dudas, un efecto de intensificación: acumulando comentarios violentos, los modos del insulto, la denigración y la deshumanización de figuras sociales (que trabajan, frecuentemente, con alta complejidad retórica; esto es: con el goce del juego verbal, con una cierta carnavalización de las lenguas de la agresión), los Diarios revelan la naturaleza colectiva, hecha en el flujo de la lengua, de esos afectos circulando en lo público. La recolección, la acumulación, la yuxtaposición de los comentarios indica su dimensión colectiva, sistemática, y no puramente individual, patológica, o particular. Lo que emerge en la colección armada por los Diarios es, así, una imagen de lo social, menos como una postal o un paisaje de un orden social en un momento dado sino más bien en lo que tiene de virtual o potencial: los comentarios online iluminan un terreno abierto a producir colectividad, a generar “común” a partir del odio. El odio compartible, como se comparten posteos de Facebook, chats de Whatsapp, como se viralizan los mensajes y las imágenes que se postean en los foros de respuestas a las noticias en el momento en que los diarios adquieren vida electrónica, más allá del papel (“compartir” es, sabemos, una de las funciones principales de nuestros procesadores de texto y, evidentemente, de las aplicaciones de redes sociales). Eso compartible acá emerge y se conjuga bajo el signo del odio. Los Diarios sacan consecuencias de eso, como veremos. Pero lo hacen a partir de ese procedimiento básico: el de recolectar, antologizar, acumular y luego seleccionar y reproducir los comentarios. Una gimnasia de archivo que es un ejercicio de lectura, un “cómo leer” el diario. A partir de ese subsuelo, ese yacimiento de lenguajes y temporalidades extrañas, se lee el diario y se piensan los universos de lo público y lo democrático en el momento de disputas políticas en vías de radicalización.

Los Diarios, entonces, en primer lugar, como ejercicio de archivo: la recolección de lo que se piensa a sí mismo como insignificante, como basura y como deshecho efímero, y que en la operación misma del archivo revela su centralidad a la vez estética y política. Mal de archivo, podríamos decir, en acción, como rearticulación de un campo de lenguajes.

Ese procedimiento de archivo va a tener distintas encarnaciones. Primero como instalación, donde los comentarios del muro online se reproducen, en carbonilla, en las paredes de un centro cultural (y donde amigos de Jacoby y Krochmalny son convocados a transcribir, cada uno con su trazo, como copistas, estas sentencias brutales; al reproducir, exhiben y desvían, a la vez, el lenguaje del odio.) Se pasa del muro virtual al real, y de la escritura electrónica a la carbonilla, gesto que subraya la naturaleza efímera de estas escrituras, temporalmente pautadas (aunque sus tiempos sean indefinidos): no son escrituras que apunten a la permanencia sino a la desaparición[ii]. Después, los Diarios se reencarnan  en un libro de poemas, publicado en 2016 por la editorial n direcciones. Y por último se vuelven una puesta en escena a la vez musical y coreográfica del grupo ORGIE, dirigido por Silvio Lang, en el que se cantan y se bailan, en los tonos de un “pop evangelista”[iii], los textos reunidos en el libro de poemas, superponiendo la voz y un estilo musical pegadizo a una coreografía de cuerpos y fuerzas, un teatro físico que se conecta de modos heterogéneos a la violencia de las letras pero también al universo melódico de la música, trabajando desde allí las intensidades en circulación bajo la rúbrica del odio.

Graffiti, poema, canto: esta serie que recorre distintos formatos me parece especialmente significativa porque desarma la relación clásica entre literatura e instalación, o entre poemario y “versión escénica”, dado que  enfoca una circulación y un modo de producir públicos que ya no responden los géneros dados del “arte”, de la “poesía” o del “teatro y la danza”, sino que capturan un modo de la escritura y de la lectura que viene de otro lado: de los comentarios online, de ese registro y de ese medio, desde donde se desclasifican géneros, identidades, públicos, y donde emergen otras formas de subjetivación. Y donde se escenifican y se tematizan formas múltiples de insertar lo escrito en lo público. En tal sentido, los Diarios resuenan nítidamente con lo que Florencia Garramuño llama “arte inespecífico”, subrayando su dimensión política explícita: la de ciertos desplazamientos formales que implican o apuntan a reinvenciones de los públicos y de lo público[iv]. Los Diarios pescan algo central de lo contemporáneo que pasa por el modo en que una transformación general de los dispositivos y los modos de leer y escribir formatea afectos y subjetivaciones.

Diarios del odio, poemas 4

Roberto Jacoby, Syd Krochmalny, Diarios del odio, n direcciones (2016)

Afectos eléctricos

El odio como afecto político es un operador de coherencia. Se trata del “odio”, en singular, no de “los odios”, de una diversidad de odios clasificados a partir del objetos de su agresión frecuentemente transcriptos en «fobias», como cuando hablamos de “transfobia”, “islamofobia”, «lesbofobia», “misoginia”, etc. Aquí el odio es un bloque, un afecto unitario, aparentemente unívoco, que reúne una multiplicidad de objetos de agresión -piqueteros, mujeres, negros, personas transgénero, etc- que se unifican bajo el manto de una energía afectiva continua en la que parece emerger una nueva normalidad hecha de segregaciones raciales, genérico-sexuales, xenofóbicas:

Argentina negra

 

“Me confieso racista,

no por maldad,

simplemente está en mi

código cultural.

la clase media argentina

tiene sus raíces en Europa

y se enorgullece de ellas.

 

Me molestan los negros africanos (…)

Buenos Aires se ha transformado

en un mercado negro

Blanqueemos el Mercado…” (11)

Ñoquis

 

“Al menos un 50% de los empleados

públicos

burocráticos

son individuos carentes de un título

terciario o universitario (…)

 

Francamente el estatal genérico,

es decir el negro groncho o la gorda con calzas

que están atrás de un escritorio público,

me generan mucho,

pero mucho asco…” (29)

 

Esa nueva normalidad no tiene un o una representante, una encarnación: se distribuye colectivamente, circula, se despliega en la lengua anónima y compartida. Funciona como agenciamiento colectivo de enunciación: nos habla y somos habladxs por ello. Ese agenciamiento colectivo parece haber encontrado un punto de realización tecno-escriturario: el comentario online. Y esa emergencia transforma las configuraciones de la lengua compartida en algunos sentidos fundamentales:

1) Por un lado, permite (como lo hicieron —y todavía hacen— los baños públicos, los graffitis, y los muros físicos que antecedieron a su versión online) el demarcado público de una posición de sujeto —justamente desde el anonimato— re-trazando una distancia y una jerarquía amenazada respecto de unos cuerpos que pueblan demasiado el espacio de lo social: un espacio de escritura que se estructura a partir del gesto compartible de la segregación de esos cuerpos  que, de golpe,  están demasiado próximos, se hicieron demasiado visibles,  invadieron el territorio “propio.”[iv] Un espacio de escritura como algoritmo y medición de ese demasiado: demasiado cerca, demasiado iguales. En contextos de un desarreglo (siquiera moderado, como fueron los años del kirchnerismo) de identidades, posiciones sociales, jerarquías tradicionales, en contextos de desobediencias —sin duda estrictamente vigiladas, como lo prueban estos mismos textos— a  mandatos del género, de la sexualidad, e incluso de la raza, donde las disputas por la igualdad adquirieron varios puntos de emergencia,  allí emerge esta nueva normalidad y sus tonalidades afectivas como reafirmación de una segregación y una distancia. Ese desarreglo moderado y vigilado tiene, como veremos más adelante, un punto de recurrencia al que los textos de los Diarios vuelven una y otra vez: el del goce impropio, fuera de lugar, de ese repertorio de cuerpos que se vuelven el objeto del odio. Demasiado cerca, y disfrutando demasiado de lo que “no les corresponde”: mis impuestos”, la calle, incluso (quizá sobre todo) su propio cuerpo.El efecto de archivo de los Diarios es justamente hacer legible ese odio como gramática de subjetivación y no como reacción episódica, «crispación», humor social pasajero: esto, parecen decir los Diarios, está para quedarse.

2) Por otro lado, traza una línea de disputa en el espacio público sobre lo decible en contexto democrático, excavando el espacio para nuevas enunciaciones que, a contrapelo de lo que consideran corrección política, reclaman su derecho a la expresión a partir del desarmado de pactos previos: una guerra en y por la lengua. El archivo de los Diarios demarca esa línea de vacilación sobre las formas y los sentidos de lo democrático en el contexto de la avanzada neoliberal.

3) Por último, hace del anonimato —y de la naturaleza impersonal de la escritura, sobre todo en territorio electrónico—[v] un factor clave para su dimensión colectiva o colectivizable: es una máscara (del comentarista, el troll, etc), lo que aquí se dibuja en estas expresiones violentas, absurdamente vociferantes;  una máscara que, más que revelar convicciones personales secretas o reprimidas (no hay que sobrecargar el valor testimonial de estos detritus verbales, aunque claramente los sentidos estén ahí), funciona como lugar de enunciación en la lengua, como un espacio que se va haciendo de juegos, chistes, palabras brutales que descansan sobre ese nuevo hecho de que ahora esas palabras puedan ser escritas en territorios públicos transformados. Incluso desde la máscara del troll —e incluso si quien escribe estas fórmulas solo quiere provocar, tensar la discusión, etc— el resultado es el mismo: una normalización en la lengua pública, una estabilización de lugares desde donde gravitan nuevos modos de expresión en el formateado de las “libertades” democráticas. (En la puesta de Lang, cada texto es cantado por un “vecino” que se desprende de la masa u horda danzante, se coloca una corona con la que “toma la palabra” y canta: la adopción de una “persona pública” antecede a la voz, y es ese lugar de enunciación —esto es: máscara, pose y  personaje— lo que vemos emerger en estos territorios verbales: una  nueva trama de lugares para el decir público).
Estas del afecto político que los Diarios registran le dan un tono específico al momento en el que el ordenamiento neoliberal no se conjuga tanto alrededor de retóricas e imágenes de la inclusión a partir del mercado y del emprendedorismo (como lo hizo en los años 90, por caso) sino que más bien cliva hacia lenguajes e imágenes de la guerra permanente, y que se materializa en  lo que podríamos denominar «guerras de subjetividad», guerras que operan desde y sobre las divisiones internas, biopolíticas, de la población y que pasan por un continuum mediático, económico y policial permeando la constitución misma de lo social: la gubermentalidad de la avanzada neoliberal conjugada a partir de una «organización de guerras de clase, de sexo, de raza y de subjetividad”[vi] que descartan toda promesa o fantasía en términos de consenso democrático. Los ejemplos abundan, tanto en la Argentina como en otras latitudes: la nueva legitimidad de los racismos en los vocabularios públicos y, quizá paradigmáticamente, la “guerra contra las mujeres”, en la formulación de Rita Segato.  El odio, entonces, como tonalidad y como índice de las “guerra de subjetividad” que definen las reconfiguraciones de la avanzada neoliberal marca el momento en el que las contradicciones producidas por el ordenamiento neoliberal no pueden ser absorbidas por las formas cívicas que diseñaron las liturgias de lo democrático en las últimas décadas. Lo que está cambiando, parecen decir estas voces, es la idea de la democracia: tal la profecía que se repite en sordina en los Diarios, su promesa ominosa.

Uno de los aciertos de la puesta de Silvio Lang es superponer el tono del “pop evangelista” de las canciones con la violencia de estos textos, donde conviven, de modos equivalentes, la “pastoral” neoliberal -—que quiere conducir suavemente las subjetividades hacia la funcionalidad del mercado, hacia la forma-empresa como matriz del deseo y de la acción y hacia el consumo y la deuda como hitos de la felicidad-— y el odio como línea de intensificacion afectiva que moviliza subjetividades y sueña con exterminios inmunitarios, y que en la puesta en escena pasan por la horda de cuerpos a la vez violenta y deseante. Ambas retóricas -—la pastoral  y el exterminio-— no se niegan una a otra: son coextensivas, se pueden ver en continuidad, “en continuado”: así las dispone la puesta de Lang. Esa coexistencia, esa oscilación sin crispaciones entre la reconciliación pastoral y la violencia racista y sexista enmarca modos de subjetivación, las “guerras de subjetividad” del presente.Entonces: el odio como corriente afectiva en la que se consolida una nueva normalidad. Digo “corriente deliberadamente: se trata de un odio eléctrico, que recorre la red, que pasa por medios electrónicos, por conexiones y por imágenes transmitidas electrónicamente. Las figuras del odio aquí están hechas de retransmisiones  «viralizadas”, que pasan por los clicks, por «posteos», por los foros y sus «cadenas», todo ese universo táctil o háptico que es el de la escritura electrónica, y que aquí es  decisivo para pensar las formas contemporáneas del odio y, fundamentalmente, sus usos, sus producciones de realidad.[vii] El odio como afecto político produce subjetivaciones y relaciones con lo colectivo -ambas operaciones son inseparables-no solamente por el hecho de ser un odio hablado, escrito, cantado, sino también porque es un odio transmitido, «viralizado», que opera por vías eléctricas: toca, circula, postea, reproduce: “comparte.” Y lo que comparte es afecto: hace que el lenguaje sea fundamentalmente canal de afecto y de tacto, de una afectividad que pasa y toca los cuerpos. Es fundamentalmente manual y táctil: clickear, marcar, puntuar, en un lenguaje en el que las palabras se dejan clivar hacia lo que aquí resulta absolutamente fundamental: el gesto, el límite con el cuerpo. La escritura electrónica es una escritura de gestos, que pasa por las manos (✌ 👍 👌) y por los rostros (👮‍ 👪 👽): un teatro minúsculo y proliferante de los cuerpos en la escritura. Es desde allí que este dispositivo sea fundamentalmente afectivo, en la medida en que el afecto, como señala Deleuze, pasa por esa capacidad de afectar cuerpos y ser afectado en tanto  cuerpo. A esto se le suma, evidentemente, el anonimato que ofrecen estos medios: son lenguajes y afectos colectivizados sin rostro (sin poner la cara, como cuando hablamos) y sin poner la firma, o alguna forma de responsabilidad autoral. El medio eléctrico potencia el anonimato a escalas insospechables una década atrás, y desde ahí se realiza en esa figura del no-rostro y de la no-firma, ese no-autor que es el comentarista online y, luego, el troll y que, paradójicamente, pasa por y toca los cuerpos. Esa máscara, ese enmascaramiento que es propio de estas escenas de escritura electrónica, va directo al cuerpo: no pasa por el “yo”, por la “persona”, por el sujeto como figura pública. Un circuito impersonal: de la máscara al cuerpo.

Los Diarios sitúan ahí al odio: escrito y transmitido electrónicamente, como productor de coherencia en términos de subjetivaciones compartibles, en el teatro de un cuerpo anónimo, y en la interfaz directa de lo absolutamente íntimo y lo absolutamente público.

Ahí se escribe el odio en presente.

diarios instalacion 2 (1)

Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, Diarios del odio, Fondo Nacional de las Artes (2014)

 

La raza, los derechos, lo humano: un odio democrático
¿Qué se escribe? ¿Cuáles son los significados, las nociones que atraviesan estos sentidos afectivos que se anudan en torno al odio? Fundamentalmente se escribe la raza, o quizá mejor: la racialización de cuerpos e identidades. Lo que se escribe en estos comentarios, y que se vuelve poema en el libro y canto en la puesta de Lang, es una operación recurrente: la transcripción de antagonismos de clase, de género, sexuales —es decir: antagonismos de lo que llamamos «construcciones sociales»— en antagonismos inmediatamente biopolíticos,  que pasan por la raza, la «naturaleza», la biología y los límites mismos de lo humano. En otras palabras: antagonismos ontológicos, que actualizan el límite mismo de la especie. Pasamos de los lenguajes de la diferencia social o cultural a los lenguajes de la especie y de la «naturaleza»: las escrituras reunidas en los Diarios escenifican una y otra vez esa operación clásica de la imaginación política moderna, que es la naturalización biopolítica de diferencias sociales, históricas, discursivas.  «Los fragmentos elegidos» —señalan Roberto Jacoby y Syd Krochamalny en el epílogo— «rastrean específicamente aquellos núcleos discursivos donde se produce la deshumanización de sectores enteros de la sociedad argentina.»[viii] Esa deshumanización se conjuga alrededor del límite racializante: el “negro”, que es siempre también el animal, el indio, la puta, el puto, el trava, los “kk”, etc, como una especie de matriz biopolítica que marca el umbral bajo de la especie, la “sub-raza” (Foucault). Sobre ese límite los Diarios proliferan.

Situándose allí  los Diarios están registrando algo fundamental: el modo en que los antagonismos, los conflictos propios de la era neoliberal son imaginados como insuperables políticamente, donde la única forma de resolver un antagonismo es en el lenguaje de la guerra. O, como dice una de las voces, hablándole al

«Querido negro de mierda:

(…)

Te deseo un verano caluroso,

ni un peso para el vino

y una bala en la cabeza»7

 

Estas voces, imantadas por los lenguajes de la seguridad, dicen a coro que la única salida son las fantasías de guerra y exterminio. Sin embargo, no creo que haya que darle excesiva realidad sociológica a estas letanías en términos de llamados a la acción (el «hay que matarlos a todos» ha sido y sigue siendo un rezo cotidiano en la Argentina); este vaciadero de fantasías y detritus se sostienen en el goce reactivo que los produce más que en cualquier valor testimonial.[ix] Se trata en todo caso de ver qué registran en términos de un estado de lengua, qué formas otorgan a sentidos, afectos e imaginarios políticos. Y registran un momento límite, que en estas escrituras se quiere terminal, de cierta idea de lo democrático y de su capacidad para resolver los conflictos generados por un ordenamiento neoliberal de lo social. Algo de lo democrático-liberal en general pero sobre todo de la democracia que se construyó en la Argentina desde 1983, simbolizada por las luchas en torno a los derechos humanos, que no puede absorber la altísima conflictividad generada por la producción sistemática de desigualdad que es específica al orden neoliberal. Obviamente esto no es un proceso exclusivamente argentino: los ejemplos sobran. Pero en la Argentina lo democrático es inseparable de las luchas en torno a la herencia de un genocidio, y es eso lo que aquí parece emerger como un límite histórico: las voces y escrituras del odio declaran, una y otra vez, el fin del pacto democrático en torno a los derechos humanos.

En un gesto muy claro, el poemario incluye este epígrafe, que enmarca toda la serie:

ESMA

Deberían lotear esa porquería

Y hacer torres de viviendas

Si, con amenities y todo lo que quieras

Para sacar esa basura urgente

 

No se trata sólo de la cuestión de los derechos humanos como uno de los temas del odio; es el sedimento mismo de la democracia argentina construida en el repudio al genocidio previo. Ese repudio se vuelve objeto de burla y de descarte discursivo: “no valés ni un solo derecho humano”, le dicen al “negro KK”, y con ello, una cierta idea de la democracia fundada sobre el horizonte de los derechos humanos. Porque la novedad que registran los Diarios es que estos lenguajes de deshumanización, que obviamente no son nada nuevo, empiezan a ser los modos en que se imagina, desde estas nuevas esferas públicas, la democracia misma; no son el opuesto de la democracia, las hablas interdictas del pacto democrático, sino que reclaman los espacios de la democracia para trazar el horizonte de los iguales y sus límites y sus segregaciones; ese es su desafío y su transgresión. El coro de voces —la dimensión colectiva, que se captura de modos decisivos en el canto colectivo de la puesta de Silvio Lang— que se reúne en los Diarios traza ese nuevo horizonte de los iguales, el espacio de esos nuevos muchos que diseñan el espacio de lo común a partir de la segregación de los «negros» , de los cuerpos trans, de los «ñoquis», etc; que hacen de esa segregación de cuerpos, potencialmente infinita, el fundamento de su común imaginado. La novedad que registran los Diarios es esa performance verbal de los racismos y masculinismos argentinos —que fueron núcleos antidemocráticos durante décadas— empujándolos hacia el interior de lo democrático en la figura del «foro» público.

El odio como tonalidad nueva de lo democrático, y no como su opuesto; la democracia no como pacificación sino como exacerbación de conflictos y de antagonismos que se pueden gestionar y, digamos, administrar con formas de securitización diversas. Las «guerras de subjetividad» como forma de gubermentalidad, que funcionan como producción transitoria, estratégica, short-term, de imágenes de lo colectivo. Ahí se demarca un contexto de los Diarios. Entonces, estos materiales registran y piensan —podríamos decir: escenifican— algo que resulta decisivo para esta inflexión de la avanzada neoliberal: el momento en el que las precarias matrices cívicas que operaron como fundamento de la imaginación democrática argentina desde el ’83 buscan ser desfondadas a partir de un nuevo permiso compartible («viral») de unas escrituras anónimas circuladas en torno a los grandes medios de difusión. Ahí se lee la emergencia de las enunciaciones y subjetividades que buscan sacarse de encima la interpelación ética de los derechos humanos, adaptarse a las exigencia de una desigualdad social que se percibe como definitiva, y que moviliza marcadores biopolíticos y afectivos como sus símbolos. Es en ese territorio electrónico donde emergen litigios por la enunciación y por las lenguas de lo público. Ahí entra la pregunta por lo literario; es allí donde hay que pensar con qué se está escribiendo ese «escribir».

Lang 1

Silvio Lang, Grupo ORGIE, Diarios del odio (2017)

Un “parque textual”

Los Diarios verifican la expansión y transformación de eso que llamamos «escritura” a partir de las voces, las retóricas, las formas y los circuitos que se gestan en los comentarios online, los «foros» y los «muros» de internet, y en la figura del comentarista online y del trollLo que se juega allí es una disputa “performativa”[x] sobre la distribución de las enunciaciones en lo público y de la circulación de la palabra entre los públicos; la disputa por quién toma la palabra, en qué registro, interpelando a quiénes, de qué manera y según qué pacto. Los Diarios hacen del odio un modo de intervención en la lengua, fundamentalmente en las demarcaciones entre lo que se dice y lo que se escribe, entre lo anónimo y lo público, entre lo oral y lo escrito, allí donde aparece ese dispositivo desclasificador formidable que es la escritura electrónica, que se vuelve un dispositivo de disputa por las lenguas públicas. Esa disputa es siempre el terreno de las hablas legítimas e ilegítimas, de los que saben y pueden hablar y escribir en público, y que al hablar y al escribir redefinen y reinventan lo público. El nombre clásico que tenemos para esa disputa es literatura, “ese nuevo régimen del arte de escribir donde no importa quién es el escritor ni el lector”[xi], donde el escritor y el lector son cualquiera. Los Diarios del odio son, en tal sentido, un material productivo para reenmarcar la pregunta por lo literario en  contextos donde nuevas tecnologías de escritura reconfiguran ese “no importa quién” de lo literario, las figuras de esos “cualquiera” que toman la palabra, y al hacerlo redefinen circuitos, enunciaciones y públicos a partir de otros modos de circulación y de publicación de lo escrito. Evidentemente, los materiales recopilados y reescritos en los Diarios poco tienen de esa indeterminación formal, “pre-individual”, que Rancière asocia al trabajo literario; por el contrario, son enunciados fuertemente cristalizados, que quieren producir antagonismos muy reconocibles. Pero trabajan sobre una vacilación en la lengua que es propia del momento en el que se debaten los límites de lo decible y fundamentalmente de lo escribible y lo publicable. Una intestabilidad de sentidos, en el momento en que se disputa el límite de lo que es posible escribir en público: donde se ven los contornos de enunciaciones —que son a la vez máscaras y lugares de subjetivación— que tensan el espacio del decir público. Ahí emerge la pregunta por lo literario, en el momento de transformación de circuitos y tecnologías de lo escrito.

Diarios del odio, en todas sus encarnaciones, es fundamentalmente una destreza del oído: oye los tonos de los pactos y las guerras en la lengua. Gerardo Jorge lo señala con precisión: justamente, si leemos estos materiales como “poemas”, dice, es porque estamos «poniendo el oído en la zona de ambigüedad que los enunciados tienen».[xii] Lo que emerge en los comentarios online son, evidentemente, palabras brutales, fórmulas de la muerte, tropos de las fantasías racistas; pero, fundamentalmente, lo que se cristaliza ahí son los tonos que recorren la lengua, que la electrizan, que la conectan directamente con los cuerpos, tonos que acompañan el dispositivo técnico que es propio de estas escrituras. Eso emerge como afecto, como intensidad, como pulsión: en todo caso, interesa que esa dimensión aural y auditiva emerja en estos circuitos de escritura, que recuerdan eso que Ludmer, hablando de la gauchesca, denominaba «oír los tonos» de la lengua. No casualmente su última instanciación (al menos hasta el momento) es un musical y una coreografía, que sitúan estas palabras en los circuitos de los tonos  —y la voz en tanto que tal—  que pasan entre los cuerpos. Estas escrituras públicas trabajan, así, con los tonos colectivos: campo de resonancia, cámara de ecos, vibraciones de la voz en la palabra, lo que se trafica en las lenguas. El ejercicio de lectura y de escucha de los Diarios… nos exige, sin duda, mirar el folklore monstruoso del microfascismo, pero también no quedarnos fijados en ese repertorio (bastante previsible, por lo demás) sino también poder escuchar las vibraciones y sus movimientos, porque allí se trafica el goce de estos lenguajes, su punto de intensidad y resonancia afectivo. Dado que de ahí emerge la otra línea afectiva clave: no ya la del odio, sino la del goce; mejor dicho, la política del goce que acompaña al odio.Los Diarios escenifican así la disputa por quiénes y cómo gozan: quiénes y cómo disfrutan de la riqueza, sea la  de sus cuerpos o la riqueza colectiva: ahí, obviamente, el repertorio de ñoquis, putas, travestis, borrachos, vagos; todos «negros» que lo único que hacen, en estas miradas, es arrancarle el goce que le corresponde a los que escriben:

Milagro en Roma

“Perdon; la milagros es alemana????

ésta mina en Italia???

que desastre por Dios…

NEGRA PU—TA CON QUE GUITA GARPASTE LOS VIAJES???

…SEGURO QUE CON LA DE MIS IMPUESTOS

LA PU—TA QUE TE PA—RIO…” (31)

 

En los Diarios, el goce es un bien escaso y privativo: no se puede distribuir, se tiene que disputar.  En esa disputa, los personajes maldecidos son los cuerpos del disfrute: los que gozan con «mis» impuestos; los que disfrutan de lo que no les correspone, según una economía del disfrute hecha a medida y desde la perspectiva del cuerpo privado, desposeído, del que escribe. Dicción reactiva del que asiste, desde afuera, a la «fiesta» de los otros, que por eso mismo se vuelven enemigos. Pero a la vez el espacio de la escritura es el de la revancha: la escritura del odio es en sí misma una forma de goce en la lengua; el odio es el espacio donde estas voces parecen encontrar su capacidad para jugar con las palabras (y, como en el texto recién citado, de disolverlas y tornarlas puro énfasis tonal, quiebres de sonido.) Formas reactivas, tristes, del disfrute: pero esto también es parte de la lengua, de los agenciamientos que nos hablan, y de la disputa por lo literario, una «lengua que se encarama y adopta ritmos que la comunican por momentos con zonas vitales de nuestra literatura, incluso en la cloaca de estos comentarios» (Gerardo Jorge, ibidem).

Leer y «resonar» con los tonos, con lo a-significante, que se conjuga y se trafica en estos lenguajes, «poniendo el oído» allí, porque ese es un terreno clave de lo que llamamos subjetividad, sus políticas y sus guerras, para disputar y contestar las formas de los afectos, los deseos y los placeres en lo público. Los Diarios, en el pasaje entre soportes y medios múltiples, captan una transformación de las tecnologías de escritura en la que se reconfigura la circulación de la palabra, sus campos de resonancia, el formateado de los deseos y su circulación, táctil, entre los cuerpos. En los itinerarios de estas escrituras se lee la filigrana tensa, por momentos insoportable, de este momento de lo democrático. También sus líneas de reversión, de invención, en el terreno nuevamente (y por suerte) irreconocible de la literatura.

Lang 3

Silvio Lang, Grupo ORGIE, Diarios del odio (2017)

Escrituras del contra-odio

Lo literario registra y activa en la lengua las líneas de fuga de un orden social:  la instancia donde las sociedades disparan sus latencias y sus memorias virtuales, sus promesas de justicia y sus futuros fantaseados (que pueden incluir sus sueños de limpieza y seguridad), las líneas de derrame desde donde se deshace la postal fija de un orden dado. Esas líneas pueden ser activas o reactivas, hechas de multiplicidades heterogéneas o de bloqueos y cristalizaciones, pero pasan siempre por un cierto afuera de la vida social donde se suspenden identidades inteligibles, nombres reconocibles, sentidos dominantes y compartidos. No tiene que pasar por el repertorio de los “márgenes”, ni en las “voces menores” o subalternas, ni en los “cuerpos abyectos”: ese derrame nos atraviesa a todxs y nos enfrenta al umbral donde nos desdibujamos como sujetos reconocibles. Esa fuga hacia el exterior de los lugares y subjetivaciones dadas es donde tienen lugar los devenires y las mutaciones. En ese terreno difuso emergen nuevos lugares de enunciación, que son la instancia donde se van recomponiendo alianzas, afectos, tonos, complicidades, memorias latentes. Una nueva enunciación es un espaciamiento que se abre en la lengua, y que queda disponible para otrxs: una nueva posición que trafica alianzas, formas de lazo; una nueva esquina en la lengua para ubicar la voz (siempre estamos, como se advierte, entre lo oral y lo escrito, entre lo que se escucha y lo que se lee, entre lo que resuena y lo que se archiva.) Esa zona de pasaje, ese espaciamiento compartible, es el trabajo de lo literario.

Ese trabajo de lo literario  —su pertenencia genuina en los derrames de lo social, como línea de mutación de lo dado—  encuentra en el paisaje actual de desigualdades intensificadas y “guerras de subjetividad” una gravitación nueva: ahí se experimentan voces, enunciaciones y registros y se forjan, desde el ejercicio mismo de las hablas, herramientas verbales para producir subjetivaciones e imágenes de lo colectivo. En esto se juega una dimensión fundamental de la literatura del presente: una literatura «fuera de sí», “expandida” o “postautónoma”[xiii], que adquiere en el terreno iluminado por los Diarios una dimensión explícita y abiertamente política, en términos de una reconfiguración de lo público a partir de nuevos circuitos y tecnologías de escritura y nuevas posiciones de enunciación y subjetivación: unas escrituras públicas en las que se materializan nuevos modos de inserción y de interrupción de lo escrito en lo público, y nuevos circuitos  —siempre al menos potencialmente políticos— de la escritura.[2]

Allí tienen lugar las guerras de subjetividad del presente. Allí hay que pensar la literatura y el odio como afecto central de las subjetivaciones, pero también como instancia de una disputa por los modos de dicción democrática, por las hablas de la democracia. Dado que, ¿cómo se responde a estas imágenes de la democracia como segregación y guerra permanente que se verifican en los Diarios? No, seguramente, con una literatura sin odio, o con escrituras del apaciguamiento y de la educación de las pasiones cívicas (quizá uno de los peores equívocos de nuestra época sea imaginar un sujeto democrático como un sujeto “libre de odio”, capaz de sublimar sus pasiones en una práctica de consenso y deliberación, donde la escritura cumpliría un rol fundamental en esa educación de los afectos para una civilidad abstracta o ideal).[xiv] Pienso, más bien, en escrituras que movilizan el odio como afecto político para trazar nuevos espacios compartibles, para producir otras imágenes de lo colectivo, como una suerte de contraofensiva de fuga, contra los usos del odio como reafirmación de identidades previas, y en pura restauración imaginaria. Un ejemplo claro viene (no casualmente) del feminismo, no sólo en términos de las enunciaciones que conjuga sino de sus modos de ocupación de lo público.»Al patriarcado lo hacemos concha», se leía en una de las marchas de NiUnaMenos: la “concha” como reinvención y como destrucción al mismo tiempo, para odiar al patriarcado, y para odiar al Macho, y hacer de ese odio línea emancipatoria, una mutación de los cuerpos (“hacer concha”) y de las subjetividades como ejercicio de imaginación democrática. Donde la escritura se sitúa de otro modo entre los cuerpos, en el espacio de la marcha, de la asamblea, aunque sin duda puede también pasar por el territorio electrónico y el foro virtual pero que en la marcha se conecta con el entre-cuerpos colectivo en lugar de quedar fijado en el avatar y el troll, que parece ser la terminal de los lenguajes del foro online. Donde la calle ve vuelve el territorio de la escritura —la calle como la inflexión colectiva de lo escrito— y no solamente el foro virtual o el mensaje viral como punto de detención o agujero negro de los lenguajes. Ahí la escritura exhibe el trazado de una nueva enunciación colectiva, un agenciamiento y una alianza que pasa por otros territorios compartidos posibles, y que usa el odio al Macho para construirse[xv].

La calle es también un agente de contra-odio en un poema formidable de Carlos Ríos, “Ha muerto el troll”, donde una cepa de odio, apenas disfrazada de perversa compasión, dispara una elegía a la muerte del troll que Ríos escribe y publica por Facebook, disputándole, justamente, el territorio electrónico a esa figura cuya muerte se narra y se celebra en la parodia. En una resonancia exacta con el territorio demarcado por los Diarios, Ríos mata al troll y —máxima revancha— nos descubre el cuerpo avergonzado del avatar, que solo aparece en el momento de su muerte:

“Ha muerto el troll,
apaguen esas má-
quinas. Ocurrió co-
mo ocurren las divi-
nas casualidades: la
de él fueron las ganas
de comer una hambur-
guesa y un colectivo de
la Línea Oeste que se lo
lleva puesto en la avenida.
Tardó en llegar a su cubícu-
lo, mejor dicho nunca llegó:
la sangre del troll fijó en el
asfalto la silueta de un mu-
ñeco, algo contraída, dedos
de formato irregular, produc-
to del dele que te dele sobre
el teclado de la notebook (…)”

Lo que mata al troll es la calle, el revés de su existencia simbólica y de su poder, allí donde aparece, sin nombre ni avatar, como un cuerpo en su necesidad y desamparo, y sin otro que lo venga a socorrer. La venganza de la calle y del poema, que no escatiman detalles de humillación ante esta figura cuyo poder, sin embargo, ya es indiscutible, es un poder de escritura:

“¿quién tomará su
caja de adjetivos que él
sabía colocar tan a me-
nudo en la boca torcida
de la viejita leuca en cu-
ya identidad de tejedora y
maestra de primaria se en-
mascaraba? Apaguen esas
máquinas, no hay nada que
leer en tales imprecaciones
que siempre son para uno,
hoy todas para él (…)”

La “caja de adjetivos” como terreno de un poder elusivo, aparentemente insignificante, pero que pasa del troll a la tv (“la viejita leuca”), y que remite a una sucesión de máscaras y avatares que van conjugando estas criaturas de lenguaje que en la interfaz entre internet y la televisión guionan las guerras del presente.

Ante eso, el poema es una instancia de reversión tanto de los lenguajes como de los territorios: las imprecaciones, “que siempre son para uno / hoy son todas para él…”, y la “divina casualidad” que viene de la calle, contra el “cubículo” al que el troll no retorna, en un poema que se escribe y circula en facebook, pero a partir del evento callejero, esa otra configuración de lo público que el troll y sus escrituras quiere elidir y sofocar.

Usos del odio escrito: ahí se trabajan formas y circuitos que activan  y potencian conjugaciones de lo colectivo,  subjetivaciones a contrapelo de la gramática sedimentada de la raza, la nación, el patriarcado y la heteronorma que es lo único que el odio de la avanzada neoliberal ha sido capaz de concebir como disputa en el interior de la democracia: la reafirmación de viejos privilegios fantasmales, de  racismos originarios, del «inconciente colonial» (Rolnik) de una nación que, destrozada por el capital, se moviliza contra sus diferencias internas; un odio, en fin, que no inventa nada nuevo, pero  que no por eso se vuelve menos poderoso, sino más bien al contrario, que basa su efectividad en operar sobre certezas imaginarias. El odio, pues, como un afecto matrizando la dicción democrática del presente y como fuerza ambivalente que traza lugares de enunciación heterogéneos.

«Literatura», insisto, es una de las formas que tenemos para nombrar esos momentos de disputa por la enunciación y de reorganización de estados de lengua. Por eso los Diarios del odio capturan la pregunta por  lo literario en el presente: una literatura hecha en un terreno irreconocible, sin las figuras clásicas de «escritor» o de «lector», sino con trolls, artistas, editores, directores de escena, producida en medios electrónicos , galerías de arte y escenarios diversos,  y  hecha con un tejido de  voces anónimas. Una literatura que es instancia de una muy radical ambivalencia ética y política: empieza en los comentarios online, en su violencia y su trivialidad, y que se espejea, en un momento de inteligencia estética y política, en el archivo de los Diarios.

Lo fundamental aquí no es pensar que “la cultura” le contesta a los “odiadores” desde una altura moral, sino algo mucho más interesante: el hecho de que no hay cultura que no esté ya implicada en la disputa por las enunciaciones y las lenguas de lo público, y por lo tanto, en las gramáticas bajas, subterráneas, de lo democrático.

 

 

Notas

[1] Ese formato de libertades es una de los puntos críticos que recorre el proyecto de de Jacoby y Krochmalny: “No es nuestro proyecto que se eliminen los comentarios o que persigan judicialmente a quienes los envían. Pero estaría bueno que se discutiera qué es la libertad de prensa, cuál es la responsabilidad de la persona que admite publicar eso en un medio masivo….”  Entrevista de Miguel Russo, Miradas al Sur, 25/10/2014, accedido en http://sydkrochmalny.blogspot.com/2014/11/diarios-del-odio-en-miradas-al-sur.html , 20/03/2018

 

[2] «Pensamos –dice Jacoby–  que la carbonilla era lo mejor, no sólo porque es un material que se limpia y sale, sino porque representa la vida quemada, es un árbol quemado…” , “Diarios del odio: una muestra de las zonas más oscuras de la sociedad argentina”, entrevista de Juan Rapacioli, Télam, 23/10/2014. http://www.telam.com.ar/notas/201410/82725-roberto-jacoby-presenta-diarios-del-odio-una-muestra-sobre-las-zonas-mas-oscuras-de-la-sociedad-argentina.html, accedida 20/03/2018

 

[3] «Lo que hicimos fue transformar el plano enunciativo de los poemas en uno musical-sonoro, yarmamos una banda de pop evangelista.»  Yaccar, Maria Daniela, “El odio como pasión política universal” (entrevista con Silvio Lang), Pagina12, 10/06/2017. Ver: https://www.pagina12.com.ar/43213-el-odio-como-pasion-politica-universal

 

[4] Garramuño, Florencia, Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Buenos Aires, FCE, 2015

 

[5] Silvio Lang sobre el “odio de la derecha”: “Un odio al pueblo avivado, es decir, a lxs que no portan títulos de poder, ni herencia de propiedad, meros hijos de la tierra que en movimiento se constelan o se juntan, devienen multitud y se autorizan como poder autónomo de existencia colectiva. No es sólo odiar a los negros, a las travestis, a los pibes y las pibas pobres, a las maestras de la escuela pública, a lxs militantes, a lxs migrantes latinoamericanxs… El odio de derecha es el odio a lo que puede un cuerpo heterogéneo en sus abiertos y azarosos encuentros. Ver: “Diarios del odio-Diarios del macrismo”, Lobo Suelto, diciembre 2017, http://lobosuelto.com/?p=18449

 

[6] “(S)e trata de poner en estado de experiencia una motivación física, corporal y material de enunciados que se hicieron posibles sólo bajo la condición sine qua non de ocultar el cuerpo de quien pronuncia el discurso”, señala Ariel Schettini en su reseña de la puesta de Lang de los Diarios del odio. Ver: http://revistaotraparte.com/semanal/teatro/diarios-del-odio/

 

[7] Donde gubermentalidad y guerra se leen en continuidad, en lugar de pensarse como tecnologías contrapuestas. Ver al respecto Alliez, E. y Lazzarato, M, Guerre et capital. Editions Amsterdam, Paris, 2016.

 

[8] En un trabajo reciente sobre las transformaciones de la escritura, Sergio Chejfec identifica “una pelea más o menos silenciosa” entre dos concepciones de lo escrito:

 

“…una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro y lo impreso) y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)”. (Ultimas noticias de la escritura, 56)

 

Esa “pelea” sin duda, contrapone ideas y resoluciones formales de lo escrito, pero también disputas sobre la vida pública de la escritura, sobre sus circuitos, sus lectores, los modos de leer y de circular sentidos y afectos. Ver Chejfec, Sergio, Ultimas noticias de la escritura, Buenos Aires, Ed. Entropía, 2015

 

[9] Diarios…op.cit. pag. 41

 

[10] Aunque, evidentemente, los sentidos de una nueva aceptabilidad del linchamiento y la violencia quedan latentes, siempre capaces de ser actualizados en contextos específicos: las “guerras de subjetividad” son también ese reservorio de fórmulas disponibles.

 

[11] Dice Jacoby: «Lo que nosotros hacemos es trabajar eso mismo desde el lenguaje (,,,) en forma de frases, porque son palabras sucias, que hacen daño, afectan; es un discurso armado. De alguna manera, esto es el performativo, como se usa en lingüística, aquellas frases que en sí mismas son una acción» Ver entrevista de Miguel Russo, Miradas al Sur, op.cit.

 

[12] Ranciére, J, Politica de la literatura, p. 21

 

[13] Jorge, Gerardo, “Nota del editor” Diarios del odio, op.cit, pag 45

 

[14] Ludmer, Josefina, Aqui América Latina. Una especulacion, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010; Garramuño, Florencia, La experiencia opaca. Literatura y desencanto, Buenos Aires, FCE, 2009.

 

[15] ¿Por qué re-pensar lo público? Al menos por tres razones fundamentales. En primer lugar, porque es el lugar donde la interfaz entre lo subjetivo y lo colectivo pasa por formas de medialidad, es decir, por las formas de exposiciòn y de performance ante otrxs. Un lugar de interfaz movil, inestable, de fronteras porosas (tal era, creo, una dimensión clave de la expresión “imaginación pública” que usaba Josefina Ludmer.): lo público como una figuración de lo que pasa entre  la dimension de lo individual, personal, propio, y la de lo colectivo, lo compartido o compartible, lo que es de todos y de nadie;  —y por lo tanto, entre lo colectivo, lo común y lo estatal (que para nosotrxs es uno de los sentidos clave de “lo público.”). Ese entre que pasa por lo público  es precisamente el lugar de la escritura, como performance del espaciamiento de lo público  allí donde no está dado.

En segundo lugar, lo público es también una noción que nos permite repensar figuraciones de lo colectivo a partir de instancias màs episódicas, efìmeras, móviles, a contrapelo nociones mucho màs estables y sedimentadas como “sociedad” o “comunidad”, o incluso “común.” Lo público es performativo, episódico, hecho de configuraciones móviles que se hacen y se desarman: esa movilidad interesa para pensar dinámicas de lo contemporáneo.

En tercer lugar, porque en sociedades matrizadas en torno a circuitos múltiples de interpelación y consumo no puede seguir pensàndose en tèrminos de una “esfera pública” a la Habermas, homogénea, estable, dada, de base letrada (modelada en culturas blancas y europeas), que concibe a lo impreso como su núcleo y su esencia.  En este sentido, pienso, por ejemplo, en la noción de “contrapúblico” en Nancy Fraser y Michael Warner, como invención anti-normativa de públicos y de modos de existencia pública por parte de culturas subalternas o disidentes, feministas y queer. Pienso tambièn en la intervenciòn de  Lionel Ruffel, en Brouhaha. Les mondes du contemporain: dice que el estudio de la literatura contemporánea (y de «lo contemporáneo”) implica leer las relaciones entre lo literario por fuera de una esfera pública idealizada, y en el terreno de una «arena conflictiva» hecha de una «multitud de espacios públicos» y que se despliegan por fuera de los circuitos editoriales tradicionales y en tensión con el mercado editorial. «La publicación» argumenta, «está en vías de convertirse en uno de los conceptos claves de lo contemporáneo», mientras que, la “literatura” , en su acepción más clásica, remitea directamente a lo moderno.  También argumenta que la reflexión sobre la “estructuración del espacio público artístico” (que absorbe las formas previas de lo literario) se vuelve la tarea de las estéticas de lo contemporáneo, poniendo el foco en, justamente, la reinvención de lo público. Ver Ruffel, L. Brouhaha. Les mondes du contemporain… p. 203 y Rosenthal, O. y Ruffel, L., “Introduction”, Littérature 2010/4 (n 160),  3-13; Warner, Michael, Publics and Counterpublics, Cambridge, Zone Books, 2002

 

[16] Como ilustración de la relación entre odio y luchas cívicas, ver la “réplica” colectiva (“odiamos”) de Mariana Sidoti ante el amenazante “odio a los hombres” del feminismo: “Sí, los odiamos”. Ver: http://lobosuelto.com/?p=18622

 

[17] El odio como fuerza desubjetivadora es, como se recordará, el impulso que recorre O búfalo, el cuento de Lispector donde una mujer va al zoológico para aprender a odiar junto a los animales: lo que nadie le enseñó en su educación femenina. Odiar para dejar atrás a la Mujer, a la norma de lo femenino: odiar para desarmar la representación normativa del género; ahí emergen otros usos del odio.

 

Agradezco a Ana Porrúa, Fermín Rodríguez, Soledad Boero, Alicia Vaggione y Carlos Bergliaffa los comentarios y objeciones sobre las primeras versiones de este texto.

 

Anexo

 

Carlos Ríos

HA MUERTO EL TROLL

Ha muerto el troll,
apaguen esas má-
quinas. Ocurrió co-
mo ocurren las divi-
nas casualidades: la
de él fueron las ganas
de comer una hambur-
guesa y un colectivo de
la Línea Oeste que se lo
lleva puesto en la avenida.
Tardó en llegar a su cubícu-
lo, mejor dicho nunca llegó:
la sangre del troll fijó en el
asfalto la silueta de un mu-
ñeco, algo contraída, dedos
de formato irregular, produc-
to del dele que te dele sobre
el teclado de la notebook. Di-
cen los que lo conocieron que
era bueno en lo que hacía, ge-
nial en el uso de los adjetivos y
mejor aún en las maneras con
las que sembraba desprestigio
por acá y por allá (todo en ma-
yúsculas, mucho entre signos
de admiración, así escribía el
que no regresará). Ha muerto
con él una expresión (mejor ya
no decirla). Ha muerto; ya le con-
gelaron la cuenta sueldo, no va-
ya a ser; ha muerto y el pie de
página luce vacío, igual a las
avenidas cuando la obra pú-
blica florece (sí) en tu ciudad;
hay palabras dichas y todo es
en su honor, pues le faltaban
apenas dieciséis años para
jubilarse, para estallar de
júbilo; ¿quién tomará su
caja de adjetivos que él
sabía colocar tan a me-
nudo en la boca torcida
de la viejita leuca en cu-
ya identidad de tejedora y
maestra de primaria se en-
mascaraba? Apaguen esas
máquinas, no hay nada que
leer en tales imprecaciones
que siempre son para uno,
hoy todas para él. Y ha es-
pichado el troll, su cuerpo ni
un rasguño ni familia ni com-
pañeros ni paddle dice el dia-
rio: limpio está su expediente,
ni un viaje al exterior, por más
que le busquen no le encontra-
rán el hueso ni la novia o el no-
vio. Ha muerto el troll, quién u-
sará su máquina y quien here-
dará la silla de oficina con una
ruedita inmóvil por el óxido del
gobierno que lo antecedía, co-
sa que se sabrá más adelante,
después del verano y las vaca-
ciones consabidas (un troll ne-
cesita del sol, de Carapachay,
de cacerías en Rancho Albino
y excursiones en Silicon Valley,
ya ni se diga). Está contratado
para despedir su cuerpo un ex-
tra de fantasmas que usó Cam-
panella en un documental y si-
guen desocupados; reclutados
de otras escenas más triviales
y menos tremendas hacen de
llorones, ponen lo que dicen
que hay que poner en estos
casos. Ha muerto el troll; su
enseñanza quedará estam-
pada en el posteo ejemplar
donde fue derribándose, a
golpe y desmenuce de ti-
pografías, la memoria de
cualquier oposición, sus
componendas.

Proyecto NUM: Recuperemos la imaginación para cambiar la historia

 Por: Jorge García Izquierdo

Foto: Laura Arnés


Laura Arnés es Doctora en Letras (UBA), investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA) y del CONICET; docente en la carrera de Letras -también de la UBA-, en la UNTREF y colaboradora del Suplemento Soy de Página 12. Publicó los libros Manzana fué, A tres tiempos y Ficciones lesbianas. Además, es activista feminista y participante del movimiento Ni Una Menos. En PROYECTO NUM fue la encargada de la edición de textos, tanto de las crónicas como de los literarios.

Lo primero que queríamos charlar contigo es sobre la relación entre arte, literatura y política que aparece ya en el primer texto del libro y que apareció en El Silencio Interrumpido en torno a la pregunta de en qué medida el arte y la literatura pueden relacionarse con la sociedad o con la política. Además, decís en vuestra introducción al Proyecto NUM que los objetos artísticos no son objetos pasivos, ¿de qué forma esta obra es un proyecto activo y cómo está dialogando con la sociedad y la política?

Me parece que la relación entre política y literatura y arte es una relación a pensar, es una relación que no es estable y que hay que considerar en cada momento específico. Yo creo, en algún punto, que toda obra es política incluso por omisión, pero habría igual que verlo caso por caso. Y también la otra pregunta en torno a esa relación, es como el huevo y la gallina, ¿qué es primero? ¿El arte crea, el arte representa? ¿El arte cobra cuerpo cuando hay algo emergiendo en el campo de lo social o se anticipa a alguna problemática? Son preguntas que claramente en el libro no están resueltas tampoco. Nosotras nos planteamos esas preguntas y cuando llegamos al final de la edición del libro tampoco lo teníamos muy claro, pero por lo menos me parece que Proyecto NUM plantea la pregunta.

En cuanto a lo que vos decís de cómo [Proyecto NUM] se convierte en un objeto que no es pasivo, creemos que la idea es pensar Proyecto NUM como un archivo, aunque en algún momento nos hayan dicho que el archivo es un conjunto de imágenes o de obras que están detenidas y que se piensan en relación a un contexto, a nosotras nos gusta pensar el archivo de un modo más activo, más hábil, más interrelacionado con la perspectiva y el momento en que se vuelve a abrir. Entonces, la idea es que cada vez que se abra el libro Proyecto NUM, las obras que hay puedan dialogar con los contextos específicos además de contar una historia sobre el pasado.

Este es un archivo distinto si se tiene en cuenta que el patriarcado no es algo muy contextual.

Claro, no va a terminar en un momento próximo. Sí, totalmente. Pero también habría que pensar que en los tres años que demora la edición del libro desde la primera convocatoria o desde que lo empezamos a pensar o, incluso, desde que empezamos a ver que ciertas cosas estaban apareciendo como la «Maratón de lecturas contra el femicidio» o los siluetazos, que fueron previos a nuestra convocatoria, y el momento en que ya cerramos el libro y lo estamos presentando, creemos que cambiaron bastante las formas de la representación, a pesar del patriarcado y con el patriarcado. Me parece que se sofisticaron algunas herramientas, se salió de algunos lugares más comunes que tenían que ver con la experiencia directa, y el arte pasó a mediatizar más las experiencias, por ahí hay productos más interesantes. Habría que ver qué pasa de acá a cinco años también y cómo se pueden repensar estos imaginarios que aparecieron al principio de la visibilización del ‘Ni Una Menos’.

 Foto I

Foto: Muerte al falo, Ariadna Laser

En cierta manera el feminismo sí que ha cambiado el arte y la percepción del arte y cómo se construye el arte.

Esa es la otra pregunta. La pregunta, me parece, un poco también sería si es la perspectiva feminista la que junta estas obras y, al proponer una lectura feminista, las activa en ese sentido o si las obras son feministas ad hoc, que yo tampoco sabría responder eso. Habría que pensarlo en cada caso y muchas veces también habría que pensarlo en términos de inscripción autoral cuando por ahí son obras que surgen en grupos feministas o cuando surgen como respuesta específica a un femicidio, por ejemplo. Hay muchas obras que aparecen a raíz de una violencia específica. Pero no necesariamente me parece que son feministas, así consideradas por los autores y autoras.

De hecho, algunas pueden llegar a considerarse demasiado morbosas.

Exacto. Y había más de esas [de las obras morbosas].

Pero, claro, cuando pones esa imagen morbosa en relación con el texto de al lado se accionan.

Exacto, ahí me parece que es cuando se hacen las cosas interesantes.

Cuando os llegaron las obras, ¿teníais idea de si las autoras eran activistas o si no tenían mucha relación con el movimiento feminista?

Depende. Por ejemplo, todas las que son de la Maratón [de lecturas contra el femicidio] son conocidas y esos textos fueron pedidos; la mayoría de ellas son autoras de lo que se llama la ‘joven narrativa argentina’, no todas, algunas son críticas, pero eran conocidas y sí son feministas. Después, algunas otras como Fátima Pecci, que es la chica que pinta los rostros de las víctimas de femicidio, también es feminista conocida por nosotras. Pero muchas personas no: de hecho, no tenemos idea.

Sólo las conocéis del email de recepción.

Exacto. Sí, respondieron a nuestra convocatoria, digamos.

Son un montón y es difícil saber de dónde puede venir cada una.

Son un montón, sí. Y es interesante también saber cómo ponen en juego imaginarios con respecto no solo a la violencia sino también con respecto a lo femenino. Es un poco también lo que se charlaba en esa presentación [de El Silencio Interrumpido 2017]: hay algo de un imaginario social que prefiere algunas imágenes por sobre otras por alguna razón. Lo que estaba en juego muchas veces era la representación de la afectividad o de la corporalidad femenina, de eso también recibimos mucho; eso es otro punto donde anclan fuerte las representaciones políticas.

Ahí puede ser un punto en que accionen estas obras con la política porque la violencia machista no se manifiesta solo en los asesinatos, hay un resto de violencias simbólicas que estos textos y estas imágenes ponen en juego poniendo, en consecuencia, otros discursos en juego.

Exacto, sí. ¿Qué imaginarios se activan? Eso es bien claro también, ¿cómo es posible pensar unas cosas y no es posible pensar otras? Cierto hecho social hace que se puedan imaginar cosas que estaban obturadas hasta ese momento.

Sí, romper ciertos imaginarios hegemonizados es ya un hecho político.

Exacto, sí.

Por otro lado, quería hablar acerca del debate sobre si el movimiento trans y el movimiento contra los travesticidios forman parte de la lucha feminista.

Nosotras creemos que realmente sí. Se incluyen algunas imágenes y representaciones en relación con los travesticidios, pero lo cierto es que no fue lo que recibimos en calidad mayor; de hecho, algunas de esas  imágenes las tuvimos que pedir porque las habíamos visto circulando y, entonces, las pedimos. Tal vez también habría que pensar por qué ámbitos circuló nuestra convocatoria, que en algún punto no lo sabemos porque el modo [de difusión] que tienen las redes sociales es incontrolable.

¿No fuisteis a ciertos colectivos o espacios feministas en particular? ¿Hubo contacto por email pidiendo material artístico?

Fue todo por internet, fue virtual. No recuerdo lo del email, pero te diría que no. Me parece que en ese momento no quisimos, salvo algunas cosas específicas que queríamos que estuviesen incluidas, volcar las producciones hacia lo que nosotras pensábamos a priori. Quisimos dejar a ver qué pasaba.

Foto 2

Foto: Diana Sacayán, Melisa Scarcella

Ese debate de la inclusión de las luchas trans en la agenda feminista sigue siendo polémico, también en la Argentina. No sé si en algunas de las recepciones que ha tenido el libro habéis encontrado cierta negatividad por incluir imágenes como la de Diana Sacayán.  

No. Lo cierto es que todavía no lo presentamos tanto, pero en términos generales la recepción fue muy buena. Recibimos un montón de comentarios e invitaciones para seguir presentándolo. A mí me parece que, al igual que ahora, en la medida en que nos están invitando a algunas ciudades de otras provincias y nos están invitando colectivos feministas, también vamos a ir viendo qué pasa ahí.

Nos preguntábamos también si había habido algún tipo de diferencia a la hora de presentar Proyecto NUM entre los eventos académicos y los de espacios activistas.

Lo cierto es que, en realidad, hicimos la primera presentación, que fue básicamente una fiesta y en ella participaron muchas de las integrantes del libro, y en ese momento le dimos más importancia a la literatura que a las imágenes porque durante todo el proceso de edición lo que habían circulado más eran las imágenes y fue totalmente diferente porque era más de festejo, de presentación. Después, lo presentamos en la Feria del libro de Tandil y ahora nos toca presentarlo en la Feria del libro de Córdoba. Fue diferente sobre todo en las preguntas que hubo en la audiencia: en Tandil, por ejemplo, yo diría que, sobre todo, la preocupación fue que describamos qué quería decir violencia como una cuestión más arraigada en el feminismo y en la práctica social que en el arte. Parece que El Silencio Interrumpido nos dio lugar a que pudiéramos hablar un poco de estética.

En Tandil, aparte, nos invitaron alrededor de una convocatoria que hubo acerca del Ni Una Menos e incluyeron varios libros que trabajaban el tema. Entonces, me parece que en Tandil fue más gente interesada en prácticas sociales.

En El Silencio Interrumpido se habló de género en la literatura, ¿cuánto faltan este tipo de debates en la academia?

No hay mucho, no. Y, sobre todo, yo diría que se tiende mucho hacia lo que es homosexualidad o teorías de pensar lo homosexual y no ya tanto lo feminista porque parecería que en algún lugar del imaginario pasó de moda. Sin embargo, creo que, por ejemplo en el seminario que yo dicto hace varios años en la UBA, que lo fui dando con diferentes personas, fue aumentando exponencialmente la cantidad de alumnos en los últimos tres años. Así que me parece que hay una demanda que tal vez venga conjuntamente con la demanda social del Ni Una Menos, quiero decir, aunque fue muy criticado todo lo que generó el Ni Una Menos y cómo se produjo, yo sí creo que hay algo del imaginario que se movilizó; hay algo de lo discursivo que empezó a circular de otro modo.

Me parece que hay algo de lo que no se hablaba: no se hablaba de la violencia de género, no se decía violencia de género, no se decía heteropatriarcado, no se hablaba de violencias de las representaciones en el periodismo ni en la academia, no se hablaba de todo eso. Que la gente empiece a escuchar estas palabras hace que crezca el interés, que empiecen a darse cuenta de que existen seminarios que se pueden cursar y llegan alumnos que ya tienen un poquito de formación en feminismo y me parece que hay algo que se está moviendo y que de vuelta tal vez empiece a cobrar un poco de fuerza: la crítica feminista, la perspectiva feminista, los estudios de género…

Teníamos la pregunta también de si en la cantidad de material artístico que recibisteis hubo alguno que os descolocara especialmente, alguno que no esperarais que entrara en ese llamado en el sentido de que moviera vuestra percepción del arte.

Me parece que, por un lado, lo que se nos presentó es la pregunta sobre el valor estético: qué obras y por qué razón incorporábamos obras. Muchas obras nos sorprendieron por lo violentas y decidimos no integrarlas porque nos parecía que eran como violentas sin mediación en algún punto, como regodeo de lo morboso, pero sin poder proponer nada más allá de eso, ni en términos estéticos ni en términos políticos. Después, en algunos casos, recibimos obras que nos descolocaron mucho en términos de estética, pero que venían acompañadas de mensajes que, entonces, nosotras consideramos que tenían que ser publicados y publicamos las obras con mensajes aclaratorios. Obviamente, recibimos muchas obras acompañadas de mensajes que eran muy movilizadores y eso nos extrañó mucho: el nivel como de relación personal entre las [participantes] que nos mandaban obras y nosotras.

Por otro lado, también recibimos algunas otras obras que son durísimas: por ejemplo, la obra documental que se hizo sobre una mujer que fue quemada por el esposo. Es una imagen muy cuidada, no hay morbo acá, ella está dando la cara, que también tiene un montón de implicancias estéticas y políticas.

Foto 3

Foto: Se puede, Nicolás Pezzola

¿Quién envió esta imagen?

Fue el fotógrafo, pero es una serie hecha con el permiso de ella y hecha para circular. Pero sí, posó.

Entonces, bueno, algunas nos impactaban de diferentes modos.

De manera política y estética.

Exacto. Yo creo que hay un montón de obras que pueden ser impactantes.

Foto 4

Foto: Mutilación ritual, María Sol Gosmaro

Esta imagen que es fortísima y que, además, para mí se pueden pensar un montón de significados; por ejemplo, una resignificación de la famosa obra de Coubert, El origen del  mundo, más la labor femenina del bordado, más todo el tema de la violencia obstétrica, que es un tema que tampoco aparece, y nos impactó bastante traerlo al arte.

Hay muchas cosas que nos impactaron en diferentes sentidos y que nos parecieron interesantes de diferentes modos. La foto de Diana Sacayán, que poco después fue víctima ella de un travesticidio; de repente teníamos una foto que se resignificaba con la muerte de ella. Fue impactante.

¿Se podría decir entonces que Proyecto NUM tiene un mensaje común sobre el feminismo y la estética?

Sí, yo creo que está dialogando con las dos cosas y me parece que también es un llamado de atención no solo por lo que el libro dice sino para pensarnos y también pensar qué arte queremos hacer a partir de lo que hay, de lo que se está viendo, de lo que está apareciendo. Me parece que tiene un impacto diferente dejar de ver las cosas todas salteadas y en la velocidad de internet que poder verlas juntas y detenerse; incluso, nos pasó a nosotras que cambió significativamente nuestra percepción y reflexión sobre algunas obras al verlas agrupadas.

Se significan unas con otras a pesar de ser de autores que no se conocen.

Sí, y de hecho no solo no se conocen sino que vienen de diferentes lugares de Argentina que no son tan semejantes; la Patagonia es totalmente diferente a Tucumán en términos socioculturales y geográficos. El patriarcado nos atraviesa: es transhistórico y transgeográfico.

 

Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo en Imán 2 (París, 1931-1932)

 Por: Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]

Foto: Macedonio Fernández

En una nueva colaboración para Revista Transas el investigador Carlos García indaga en Imán, publicación argentina de breve vida. García dio con parte de las pruebas de imprenta del segundo número de la revista, que no llegó a ser publicado, y que contiene colaboraciones de Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo.


Macedonio Fernández y Alberto Hidalgo en Imán 2 (París, 1931-1932)

En todos los repertorios bibliográficos se informa que de la revista argen­tina Imán, fundada y dirigida por Elvira de Alvear (1907-1959), solo apareció un nú­me­ro en abril de 1931.

El aserto es correcto. Sin embargo, la decisión de clausurar la publicación no fue toma­da inme­diatamente: aún a fines de 1931 se planeaba sacar un se­gundo nú­mero, que debía aparecer en abril de 1932, a un año de la entrega anterior (si bien se había previsto originalmente que la aparición de la revista fuera tri­mes­tral, y así se ponía precio a las suscripciones).

Tuve la primera noticia relacionada con ese segundo número al leer la tesis de Jesús Cañete Ochoa, titulada La primera narrativa de Alejo Carpentier (Alcalá, 2015). Carpentier había sido secretario de redacción de la revista (no su fun­dador, como a menudo se afirma), y en ese papel ha­bía tenido contacto per­sonal y epistolar con varios de los colaboradores, sobre todo los franceses, ya que Alvear y Carpentier residían por esas fechas en París.

De la interesante tesis de Cañete Ochoa surge que los originales para el segundo número de Imán ya habían ido a imprenta, y que hasta se imprimieron unas pruebas a fines de 1931.

Este es el listado de lo que contiene ese número inédito, cuyos materiales se conservan en Cuba, en la Fun­dación Alejo Carpentier, según lo reproduce Cañete Ochoa (la pagina­ción alude a la de las hojas de las pruebas de imprenta):

Macedonio Fernández (texto incompleto cuyo título no aparece) [Agregado de CG: P. 9-28]

León Paul Fargue. Nacimiento (Naissances), texto bilingüe (traducción de Elvira de Alvear). P. 31.

Stefan Zweig. El libro como introducción al conocimiento del mundo (traducción de E. Salazar S.). P. 37.

Leo Ferrero. París y la pasión de los principios (traducción de Alejo Carpentier). P. 45.

Jules Supervielle. El alba (L’aube), texto bilingüe (versión española de M. Altolaguirre). P. 58.

La pájara pinta. Guirigay lírico-bufo-bailable para marionetas. (No se refleja el nombre del autor, pero se trata de Rafael Alberti. Aparece solamente la primera página con los dramatis personae). P. 64.

Emmanuel Berl. El burgués y el amor. Traducción de F. de M. P. 113. [Agregado de CG: Probable alusión a Francis de Miomandre (1880-1959), prolífico escritor francés, traductor de Góngora, Miguel de Unamuno, José Martí, Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Miguel Ángel Asturias y otros autores de lengua castellana.]

Luis Cardoza y Aragón. Martirio de San Dionisio. P. 128.

Miguel Ángel Asturias. Emilio Lipolidón. P. 135.

León Pierre Quint. El régimen celular: la familia y la educación. Traducción de Félix Rodríguez. P. 146.

Pablo Neruda. La noche del soldado. P. 171.

Pablo Neruda. Juntos nosotros, Monzón de Mayo, Alianza, Sistema Sombrío. P. 173.

Alberto Hidalgo. Acta de paso, Brújula de sangre, Exégesis de incógnito, Circunvalación por esto. P. 178.

Alberto Hidalgo. Exégesis para que tampoco se entienda. P. 181.

Jorge Guillén (texto incompleto). Playa (niños), Oleaje, Playa (indios), Arena, El apa­recido. P. 209.

Mariano Brull. Dos poemas: Epístola y Blanca de nieve. P. 215.

Manuel Altolaguirre. Poemas: I, II, III (Amor), IV, V (A mi madre).

Raymond Queneau (texto incompleto). Comprender la locura. P. 222.

Le Corbusier (texto incompleto cuyo título no aparece). P. 257.

George Duhamel. Palabras pronunciadas por el autor en su jardín de Valmondois y re­pro­­du­cidas con su autorización.

Luc Durtain. Estos últimos siglos de historia… P. 263.

Jean Cassou. Para los franceses, la idea latina… P. 265.

Marius François Gaillard. Mi pensamiento inquieto… P. 267.

Elvira de Alvear había comenzado a planear su revista en 1929. Alfonso Reyes, a la sazón embajador de México en Buenos Aires, anotaba por esas fechas en su Diario (II, 158):[1]

Mientras Elvira de Alvear anda con el plan de su revista Imán, europeo-argen­tino-católica, que sólo ella entiende […].

Y algunas páginas más adelante, cuando ella y otras damas de sociedad y escri­toras argen­tinas parten rumbo a Europa, anota don Alfonso (Diario, II, 162; 18-XII-1929):

Anoche se fueron en el [buque] “Conte Rosso” Victoria Ocampo, Delia del Carril […] y Elvira de Alvear (que va a fundar a París su revista Imán) […].

La cercanía entre las mujeres nombradas no es fortuita ni estéril: había lazos de amistad entre ellas, pero también celos culturales. La idea de Alvear compite en más de un sentido con Sur, la revista que Victoria Ocampo ya estaba planeando por estas fechas (si bien aún bajo otro nombre) y con la que Imán guarda alguna similitud, ya sea por su tamaño, ya por la calidad de la impresión y la clase de colaboradores (entre los que so­bresalen autores fran­ceses y argentinos o hispa­noa­­mericanos).

Tanto del contenido del primer número de Imán (que traía textos de Elvira de Al­vear, Hans Arp, Miguel Ángel Asturias, Georges Bataille, Alejo Car­pentier, Ro­bert Desnos, John Dos Passos, Léon-Paul Fargue, Benjamin Fondane, Nino Frank, Jean Giono, Vicente Huidobro, Eugène Jolas, Franz Kafka, Michel Leiris, Sixto Martelli, Walter Mehring, Henri Michaux, Eugenio d’Ors, Georges Ribemont-Des­saignes, Xul Solar, Philippe Soupault, Lascano Tegui, Jaime Torres Bodet, Arturo Uslar Pietri, Roger Vitrac y otros) como del inédito segundo se desprende que la revista fue mucho mejor de lo que permiten entrever los pocos comen­tarios que recibió en su época. Solo le faltó la continuidad que sí alcanzó Sur.

Imán tuvo poca fortuna crítica. Aparte de la tesis de Cañete Ochoa, que se ocupa con gran solvencia de ella a lo largo de varias páginas de su libro, solo conozco al respecto un trabajo de Carmen Vásquez: “La revue Imán”: Revue du Surréa­lisme Mé­lusine numéro 3: Marges non-frontères, Lausanne, Editions L’Age d’Homme, 1982, págs. 115-121.

Pero lo que aquí interesa no es la revista en detalle, sino lo rela­cionado con Ma­ce­donio Fernán­dez, en primera línea, y con Alberto Hidalgo, de refilón.

Apenas me enteré de la existencia de esos materiales para el número nonato, comenté la posibilidad de que hubiera en La Habana un texto inédito de Macedo­nio a tres cómplices macedonianos esparcidos por el mundo: Ana Camblong (Mi­sio­nes), Daniel Attala (Lorient) y Gabriel Sada (Buenos Aires). Aunque Cañete Ochoa no sabía dar razón acerca del título del aporte de Macedonio, conjeturé que el texto en cuestión fuese Una novela que comienza. Más adelante se verá en base a qué.

Ana Camblong, más resoluta que yo, escribió al archivo cubano, y obtuvo co­pia del texto en cuestión. Imagino que ella narrará desde su punto de vista las vi­ci­situdes del caso, y estoy seguro de que comentará sagazmente el texto de Ma­cedonio.

Con el documento a la vista, se comprueba inmediatamente, a pesar de la falta del título, que no se trata de un texto del todo desconocido. En efecto, y según supuse, se trata de una versión con ligeras variantes de Una novela que co­mien­za. El título falta, simple­mente, porque se han perdido las páginas iniciales (equiva­len­tes a las 11-12 y al comienzo de página 13 en OC VII).

El texto de Macedonio que se ha conservado comienza abruptamente en página 9 con las palabras: “diferencia que nos sabemos…”, y concluye con su firma en página 28.

En esta versión, la distribución de párrafos difiere de la del texto publicado en las Obras Com­pletas.

Hay, además, cambios de otro tipo; consigno a continua­ción algunos de ellos:

En OC VII, 13 dice “esto que se me encargo” [sic]; en Imán, “esto que se me en­carga”.

Faltan las notas al pie que figuran en OC VII, 14 y 17.

En Imán, los nombres de los meses están en mayúscula, no así en OC.

Dice “Diéguez Hnos.” en OC VII, 18; “Rodríguez Hnos.” en Imán 16.

La interesante frase “¿Cómo será ser mujer?” de OC VII, 19 falta en Imán. (Recuérdese que el relator de Adriana Buenos Aires, un trasunto de Macedonio, dice: “he descubierto a la mujer a los cuarenta y cinco años”; OC V, 20).

Puesto que los cam­bios introducidos por Macedonio en sus textos son a menudo agregados, puede afirmarse con alguna certeza que la versión publicada en Imán es ante­rior al texto que aparece en las Obras Com­ple­tas.

Lo más interesante de esta versión es una va­riante que figura en página 20: allí se menciona, en vez de a “Adriana” (como en OC), a “Isolina”.

Este detalle muestra que el título Isolina Buenos Aires aún era válido a fines de 1931, lo cual a su vez confirma lo que dice Obieta acerca del posterior cambio de nombre de la novela, que habría ocurrido en algún momento imprecisable de la década del 30, quizás en 1938 (OC V, 7-8).

Una novela que comienza está íntima­mente rela­cio­nada con Isolina / Adriana Buenos Aires; en ambos textos hay resabios de algu­nas experiencias per­so­nales.

Como dije ya en mi libro Macedonio Fernández / Jor­­ge Luis Bor­­ges: Corres­pon­dencia 1922-1939. Crónica de una amistad. Buenos Aires: Co­rre­gidor, 2000, pág. 53, n. 59:

La persona real que sirviera de base a “Isolina” se lla­maba Celina Candreva (Kantre­va) Lamac. Su familia era oriunda no de Alba­nia, como Ma­cedonio da a en­tender en su texto, sino de Co­­senza (Ita­lia), y pro­fe­saba el ca­to­licismo “del ri­to griego”; sus antepa­sa­dos paternos sí provenían de Albania. Mace­donio la co­noció, según he averi­guado me­dian­te tes­ti­monios inéditos de hacia 1922, en abril de 1921. “Isolina” vivió su­cesiva­men­te en Viamonte 2354 (Dpto. 6; teléfono 5920 Juncal; cf. OC V, 74, 113, 162), en una pen­sión de Lavalle 2051 (Dpto. 9) y en Sarmiento 643; su hijo se llamó real­mente Ser­gio, como en Adriana (OC V, 169). El “R.G.” de Una novela que comienza se llamaba en rea­lidad R. Gómez, y vivió en Suipacha 512, 5° piso (Tel. 2885 Liber­tad; cf. OC VII, 11). De tratarse del mismo, su nombre de pila era Rómulo, y tenía re­lación no sólo con Ma­ce­donio, sino también con un hermano de éste, Adolfo Antonio Fer­nández del Mazo. Gómez ha­bitó, en algún momento imprecisable, en Avda. de Mayo 715. De­ce­nios más tarde, Ma­­­cedo­nio mantendrá aún corres­pon­den­cia con la viuda de Rómulo, Lu­cre­cia Za­mudio de Gó­mez (OC II, 246-250 y 388-392).

(Álvaro Abós, quien en su biografía de Macedonio toma todos los datos rela­cio­nados con Isolina de mi libro, no lo men­ciona en este contexto.)

En la “Ad­ver­tencia previa” a Adriana Buenos Aires, Obieta ase­vera que “la última no­vela mala”

fue escrita en 1922 y revisada suma­ria­mente en 1938, sin que en el intervalo ha­­­ya sido tocada ni pos­te­riormente se hi­ciera otra cosa que men­cio­­narla al­guna vez. De 1938 son el final (capítulos XI-XV) y el IV, y las pá­gi­nas previas al relato propiamente dicho, además de al­gunas aco­taciones de pie de página.» [OC V, 8]

En apoyo de esa datación, cf. por ejemplo OC V, 214, don­­de Ma­ce­donio adu­ce 1922 como fe­cha de composi­ción del libro. En el texto mismo se alude a febrero “de 1922” y al “car­na­val de 1922” (OC V, 91, 177). Hay otros indicios, que apuntan incluso al año anterior: la acción de la novela tiene lugar a partir de “febrero de 1921” (OC V, 19).

Obieta agrega (OC VII, 11, nota):

Una novela que comienza y Adriana Buenos Aires a­pa­­re­cen pues re­dac­tadas y re­visadas casi al mismo tiem­po, ade­más de pró­­­ximas por cierto pa­­­rentesco no­­­­ve­lístico que in­cluye el nom­­bre mismo de Adriana (ex Iso­lina) en ambos casos.

Por mi parte, considero que Macedonio trabajó al mismo tiempo, a partir de me­dia­dos de 1921, en Una no­vela que co­mien­za, El Hom­bre que será Presidente, Adria­na Bue­nos Aires, El Re­­cienvenido (diferente del libro Papeles de Recien­ve­nido) y en los primeros brotes que conducirán desde la Niña de dolor Dulce per­sona, de un amor que no fue conocido a Museo de la Novela de la Eterna.

No afirmo que todos esos textos existieran de manera autónoma. Postulo, más bien, que de un enjambre de notas se fueron destilando paulatinamente en di­ver­sos libros; algunos fueron abandonados, otros fueron subsumidos en traba­jos más am­biciosos. En todos esos procesos siempre hubo ayudantes, co-auto­res, fa­cilitadores, catalizadores (Borges, Hidalgo, Reyes, Evar Méndez, Consuelo Bosch de Sáenz Va­liente, Sca­labrini Ortiz…).

Aunque he accedido a pocos manuscritos de la época, creo discernir que en ellos se imbrincan di­ver­­sos pro­­yectos li­­te­ra­­rios, po­lí­ticos y senti­men­­­­tales que ocu­­­­pa­ban a Ma­ce­do­­nio si­mul­­­­tá­­nea­men­te: el duelo por la muerte de su es­posa Elena en 1920, la con­fec­ción de una no­vela en cla­ve que re­la­ta­ra las peri­pecias de una re­la­ción afectiva con una muchacha real lla­mada Iso­­lina, las cam­­pañas pre­si­denciales de 1922 y 1928,[2] y los primeros gér­me­­nes de una re­vo­­lu­cio­naria teo­ría de la no­vela, que lo llevaría más tarde a la confección de Mu­seo. A más tardar desde 1928, la mítica fi­gura de Elena de Obieta co­mien­za a ser reem­plazada en el imaginario de Macedonio por la de Con­suelo, lo cual da­rá nuevos impulsos a sus pro­­yec­tos literarios.

Existen indicios de que Una no­vela que comienza fue re­to­cada en 1926-1927, siquiera levemente. En ese sen­tido, de­be men­cio­narse la “Car­ta abierta ar­­gen­ti­no-uru­guaya” (Martín Fierro 34, 5-X-1926, 257; OC IV, 38-43). Allí, Ma­cedo­nio alude no so­lo a Una no­vela que co­mien­za, sino también al “bue­na­zo de Don Juan”, ha­bi­tante de pen­sio­nes en las calles La­va­lle y Li­ber­­tad (OC IV, 42), per­sonaje y mo­tivo que rea­parece en Adria­na Bue­nos Aires (OC V, 151-152), y en alguna nota del iné­dito “Cua­der­no 1925a” (en mi nomenclatura; véase mi texto “Macedonio Fernández: Bibliografía, 1892-1999”: www.academia.edu; allí lo referido al “Cua­derno 1925a [marzo 1925]”: Inédito. Cuaderno “Miscelánea”, de 100 hojas, 107 páginas numeradas por Adolfo de Obieta, incluidas tapas y con­tra­ta­pas ante­riores y poste­riores; dos veces, por error, pág. “38”).

Mi fundamento para suponer, antes de ver las pruebas de imprenta de Imán 2, de que se tratara de Una novela que comienza, es la aparición de algunos textos del peruano Alberto Hidalgo en ese mismo número dos de Imán.

Macedonio e Hidalgo estaban unidos, en esta época, por una fiel amistad (preparo la edición comentada de su correspondencia).

En una carta a Hidalgo, sin fecha, que yo dato 27 de abril de 1927, Mace­donio alude a Una novela que co­mien­za (OC II, 89-91). Le ha pasado el ma­nuscrito a Hidalgo y le otorga per­­miso para retocarlo y publi­car­lo:

(Antes de hablarle de lo que hago liquidemos lo de mi libro de reco­pi­la­cio­nes. Déjolo en libertad de publicar o no, pero reclámole que el brin­dis de Ma­rechal y las primeras páginas sensibleras de Novela que comien­za sean observadas severamente por usted y lo sensiblero tachado peren­to­ria­mente por usted.)

Obviamente, Macedonio deseaba publicar Una historia que comienza, o había al menos cedido a las propuestas de publicación de parte de Hidalgo. En esa época se planeaba aún publicar esos textos en Buenos Aires, en el marco de un volu­men misceláneo, primer avatar de lo que luego, con cambios y agregados, será Papeles de Recienvenido. Es de imaginar que Mace­donio re­to­có poco antes el tex­to en­­­via­do a Hidalgo por la misma época.

Pues bien, el texto al que ahora se puede acceder gracias a que fue conservado siquiera parcialmente en las pruebas de imprenta del segundo número de Imán debe ser el que Hidalgo trans­mitió por camino desco­no­cido a los editores de la revista.

O quizás no tan desconocido: existe una carta de Elvira Martínez de Hidalgo (es­po­sa del poeta peruano) a Macedonio, del 13 de julio de 1931 (OC II, 378; aquí mal atribuida a Alberto Hidalgo), en la que ella le dice: “He sabido por Elvira de Alvear que usted tiene tres mujeres- ¡Mal hombre!”. Hidalgo agrega una nota al pie de la carta de su mujer.

Es decir: Hidalgo tiene, a través de su esposa, contacto epistolar con la funda­dora de Imán poco después de la aparición del primer número de la revista, en abril, y quizás ya desde antes de la partida de Alvear a París en 1929.

Azuzado por el éxito de Camblong, escribí también yo al archivo cubano, y ob­tuve copia de los textos de Hidalgo.

¿En qué consisten esos materiales? Se trata de los poe­mas “Acta de paso”, “Brújula de sangre”, “Exégesis de incógnito”, “Circun­va­la­ción por esto”, y de la prosa “Explicación, para que tampoco se entienda”, donde el peruano comenta sus pro­­­pios poemas. Debe constatarse que el texto de Hidalgo no se ha con­servado completo: falta el final de la “Exégesis” (o, al menos, no recibí copia de ello).

Hidalgo ya había comentado exhaustivamente sus propios textos, por ejemplo en Simplismo (1925). A partir de 1926-1927 había comenzado a escribir ensayos acer­ca de su teoría literaria, y en 1941 publicará un Tratado de poética (1941).[3]

Los textos de Imán formaban parte de un poemario suyo, que aparecería de manera completa en Buenos Aires en marzo de 1933: Actitud de los años.[4]

En el Tratado de poética (1941, 96) escribió Hidalgo: “Mi lector soy yo mismo”. Bor­ges parodia y critica avant la lettre el giro, al afirmar, en comentario a Actitud de los años:

Hidalgo no es únicamente el autor de este libro, sino su ingenuo y aterrorizado lector. Así lo prueba el comentario perpetuo que hace de los dieciocho poemas. En ese co­mentario —que abarca más de una mitad del volumen— les (y se) promete inmorta­lidad, fundado en ciertos ilusorios contactos de su poesía con la doctrina de Einstein, con el kantismo y con el galimatías universitario de Hegel.

Deploro esa incongruente reclame, porque los poemas son eficaces.[5]

En relación con los materiales conservados, no huelga mencionar lo siguiente:

Como puede verse en el sello que traen las primeras y algunas otras páginas, se trata de pruebas de imprenta de un taller francés (Imán apa­re­­cía con pie de im­prenta “París”).

Lo interesante es el nombre de esa imprenta: “Imprimerie Coulouma”: fue tam­bién allí, es decir, en Argenteuil, donde Oliverio Girondo había hecho im­pri­mir la primera edición de sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). Quizás él haya recomendado a Elvira de Alvear esa casa impresora (aunque Carpentier afirma en una carta a su madre que entre las ta­reas que él cumple figura la “elección de imprenta”).

Interesante es también el que la revista fuese distribuida en especial por tres agencias: Librería Viau y Zona (Buenos Aires), Librería Española (París), Librería Sánchez Cuesta (Madrid). La primera fue ya un famoso sitio de encuentros litera­rios en la Buenos Aires de los 20 y 30.

Intenté averiguar si en el copioso archivo póstumo de Sánchez Cuesta, el famoso “librero de la Generación del 27” espa­ñola, hay alguna otra huella de este asunto, por ahora sin éxito.

Las pruebas de imprenta (“épreuves”) llevan por fecha 30 de noviembre de 1931. Pocos días antes, Carpentier había escrito a su madre (carta del 19-XI-1931) que el segundo nú­mero de la revista

está listo: su salida es cuestión de horas. En él se anuncia la aparición de mi libro. Una nota de Elvira explica por qué no se publicó el número de verano. Es solo ahora, con la editorial, cuando comienza la revista a ser lo que debía. El primer número lo consi­de­ramos como un prospecto, un catálogo, que ha servido para el lanzamiento. Ahora ya no habrá retrasos, ya que la organi­za­ción financiera –culpable de todo el retraso, pues la moneda argentina bajó conside­ra­ble­mente durante un tiempo y a ella no le enviaban sus administradores dinero por miedo que perdiera demasiado en el cambio– está arre­glada.

A pesar de lo que dice Carpentier, las pruebas de imprenta del 30 de noviembre ya traen “abril 1932” en la portada (véase la primera imagen al final de este tra­bajo). Ignoro los motivos de esa postergación.

Los planes de publicación de la revista fueron abandonados, finalmente, porque, por cues­tio­nes impositivas, Elvira de Alvear debió regresar a Argentina, donde perdió mu­cho dinero como tardía consecuencia de la crisis de la bolsa nortea­mericana de 1929. Murió en 1959 en la pobreza y el desvarío. A ello alude Borges al decir que “todas las cosas tuvo y len­ta­mente / Todas la aban­donaron” (“Elvira de Alvear”, El hace­dor, 1960).[6]

Concluyo con una cita de la tesis de Cañete Ochoa (2015, 255-256):

La revista argentina Criterio, de ideología ultracatólica, informaba en su número 237 (sep­tiembre 1932), que Elvira de Alvear estaba de regreso en Buenos Aires: “Después de algunos meses que le servirán para tomar contacto más de cerca con nuestro am­biente, volverá a París, a seguir publicando la gran revista Imán.” A continuación se in­­­forma de que la segunda entrega de Imán

contiene una novela íntegra de Macedonio Fernández, poemas de Leon Paul Fargue y muchas otras co­la­bora­ciones de grandes firmas y de valores jóvenes. Además, la sección “Conocimiento de América Latina”, que completa la unidad y el sentido de la revista. El tercer número estará dedicado a los autores alemanes, y constituye un original homenaje a Goethe; escriben sola­mente alemanes – desde Spengler hasta los más nuevos, pero ninguno se ocupa ex­pre­sa­mente de Goethe. Elvira de Alvear prepara ahora el cuarto número, que pone ya al día su revista, con colaboraciones únicamente de argentinos. (Criterio, Buenos Aires, 237, Septiembre 1932).

La nota sobre Elvira de Alvear concluía informando de la próxima publicación de su poema “Pampa”.

Llama la atención que se diga que Alvear prepara el “cuarto número” de Imán, como si hubiera existido un tercero. Desconozco indicios que confirmen esa in­for­mación.

(Hamburg, 8-VIII-2017 / 29-X-2017)

 

*Gracias a la Fun­dación Alejo Carpentier (La Habana), sobre todo a la profesora Gra­ziella Po­golotti Jacobson y al especialista de investigación, Yuri Rodríguez Gon­zález.

Iman Foto I

[Original conservado en la Fundación Alejo Carpentier, La Habana, Cuba]

Iman Foto II

[Original conservado en la Fundación Alejo Carpentier, La Habana, Cuba]

[1] Véase mi trabajo “Alfonso Reyes en su Diario”: Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade y Fatiha Idmhand: Diarios latinoamericanos del siglo XX. Bru­xelles: IPE Peter Lang, 2016, 55-67; re­producido, en versión de noviembre de 2016, en www.academia.edu, donde publico bajo el nombre “GarciaHamburg”.

 

[2] Al respecto, véase mi trabajo “Macedonio, ¿Presidente?”, texto de 1998, en versión de 2016, en www.academia.edu.

 

[3] Véase mi trabajo “Alberto Hidalgo en Pulso (1928). Dos textos”: www.academia.edu, subido en julio de 2016. Daniel Attala critica el libro de Hidalgo en “Macedonio Fernández. Bases de su metafísica artística”: Boletín de Estética 38, Buenos Aires, 2017, 48-49.

 

[4] Alberto Hidalgo: Actitud de los años. [Poesía y prosa.] Buenos Aires: M. Gleizer Editor, 1933 (co­lofón: 25-III-1933), 91 págs. [Contiene: Obras de AH; dedicatoria a Alfredo O. Raffo; epí­grafe anónimo; los poemas: Acta del paso; Elogio exacto; Infinitesimada figura; Circunvalación por esto; Brújula de sangre; Tumba de lo que nunca muere; La extraña visita; Exégesis de incógnito; Programa para el día siguiente de la ausencia; Retrato imperceptible; Regreso a la madre; El compañero; País que nos baña; Poema de llamada; Habitante del pecho; La existente del tiempo-todavía; Ser de seis letras; Bandera de la vida. Prosas: Clave para que tampoco se entienda. Primera palabra; notas en prosa tituladas como los poemas. Se conserva un ejemplar dedicado “A Macedonio Fer­nández, / a Ma­cedonio I. Desde mi / pequeñez hasta su altura. / Alberto Hi­dalgo / Piedras 180 / Bs. As. 1933”; contiene también notas de MF, a lápiz. El poema “El compañero”, de este libro, será publicado más tarde por MF y sus hijos en Papeles de Buenos Aires 5, mayo de 1945, 2.

 

[5] Jorge Luis Borges: “Actitud de los años”: Selección. Cuadernos Mensuales de Cultura, Buenos Aires, N° 1, mayo de 1933; reproducido en Textos recobrados, 1931-1955, Buenos Aires, Eme­cé, 2001, 42. El libro de Hidalgo fue comentado también por Augusto Cortina en No­sotros 27 LXXVIII 287, Buenos Aires, abril de 1933, y por Lisardo Zía en Poesía 3 (entrega 2), Buenos Aires, julio de 1933.

 

[6] Borges publicó el poema también en Estados Unidos: “Elvira de Alvear”: The New York Review of Books, 10-IV-1969, 4-5.

Un viaje de aprendizaje. Reseña sobre «Mamá India» de Soledad Urquía

 Por: Jimena Reides

Foto: J.L. Gérome. Le charmeur de serpents

Jimena Reides reseña para Revista Transas la novela Mamá India de Soledad Urquía, una  obra que indaga sobre el viaje al Oriente y el encuentro con lo otro.


Libro: Mamá India

Año de publicación: 2016

Autora: Soledad Urquía

Número de páginas: 112

En 2016 Soledad Urquía —una joven escritora cordobesa— publica, a través de la editorial Tenemos las Máquinas, su primera novela, Mamá India, que narra la historia de un viaje hacia este país asiático que se torna en una crónica de viaje narrado en primera persona. Tal como otras crónicas de viajes a Oriente que se fueron publicando a lo largo del tiempo, podemos ver a través de este viaje ese mundo extranjero, remoto, que es tan distinto al universo occidental que conocemos. Porque a pesar de que algunas personas viajan para tener una experiencia transcendental inmediata, “consumismo espiritual” en palabras de la narradora, hay otras que están realmente comprometidas con encontrar el anhelado sentido.

¿Qué se busca cuándo se viaja? ¿Cuál es el objetivo de irse a un país completamente distinto al que uno pertenece? En su primera novela, Soledad Urquía nos cuenta la historia de un viaje a la India en el que no falta la búsqueda de la anhelada Verdad en un viaje que es fundamentalmente autodescubrimiento, un intento de encontrar el sentido, pero que también nos sumerge en ese mundo desconocido con términos habituales en el país, tal como sadhu, zafu y bahjans. La introspección y la meditación son esenciales para intentar encontrar ese conocimiento, a pesar de que, en exceso, también pueden acarrear resultados negativos, “la introspección excesiva puede transformarse en una cárcel”. A lo largo de la narración, contada como si fuese en cierto modo una bitácora de viaje, se va presentado a los distintos personajes que la narradora va conociendo en su viaje. Cada uno de ellos tiene un pasado particular, una historia distinta que contar. Entre capítulos, también podemos encontrar cartas escritas en un cuaderno.

La novela surge a partir de la idea que tiene la autora de narrar sus experiencias durante el viaje. A pesar de que no se sabe con exactitud cuáles relatos son verídicos y cuáles no, puede verse cómo todas las anécdotas están cargadas de esa subjetividad propia de las crónicas de viaje. Este libro sirve para darle cierto orden cronológico a esas experiencias vividas. Es por ello que la autora se interna en ese nuevo mundo por conocer, para poder formar parte de este como una más. No hay lujos en esta nueva vida: la narradora viaja en trenes descritos por poseer un “aire con olor constante a especias, incienso y superpoblación”, alquila pequeños cuartos que no se caracterizan por su higiene y sus comodidades y pasa largas horas meditando. Hay un despojo de la vida occidental conocida por poner énfasis en lo material. En la India, esas cosas pasan a un plano insignificante. El objetivo es que Oriente deje de verse como algo extraño y distante para convertirse en un entorno familiar.

Podemos ver además en la novela la introducción de los distintos personajes que van apareciendo en la vida de la narradora. Por medio de las vivencias que se tienen con estas personas, se observan también los disímiles motivos que los llevan a emprender ese viaje a lo lejano desde el mundo occidental, para señalar de alguna forma esas distinciones existentes entre el Oriente y el Occidente cosmopolita y, asimismo, esa transición que recorren al dejar de lado las comodidades mundanas, si quiere decirse, para encontrarse con uno mismo y para hallar el verdadero sentido de las cosas.

En relación con ese tiempo que se pasa en las sesiones de meditación y a la importancia que se le da a esta actividad, se puede advertir la dicotomía que existe entre “la vida seria” versus “la vida en la India”, ya que muchas personas acuden a los maestros para luego regresar a la vida Occidental. Se pueden ver, podría decirse, las expectativas que tienen los demás sobre nosotros, los cuestionamientos que se hacen cuando no se cumple con las convenciones sociales y esa posibilidad de dejar a un lado los mandatos impuestos. Y uno de los mandatos sociales que se rompe en esta novela es aquel que espera que una mujer occidental esté acompañada de un hombre si decide recorrer la India y no solo como ocurre en este caso. La soledad se vislumbra como algo que no es dable, es algo inaceptable para una mujer, y esto también representa algo exótico, pero para los locales.

A través de la lectura de la novela, podemos descubrir que la formación académica de la autora no tiene una relación estrecha con las enseñanzas del Maestro que se mencionan en el libro y que, de hecho, ella se volcó a estudiar una carrera vinculada con las ciencias duras, más específicamente Ingeniería Química. El viaje a la India marca un antes y un después para la narradora en muchos sentidos. Tal como lo describe en uno de sus fragmentos, fue “un corte que no fue dramático pero sí contundente”. A medida que va transcurriendo el viaje, la autora empieza a sentir que toda la vida anterior —la vida occidental— es un sinsentido y comienza a cuestionarse sus decisiones de vida anteriores, por ejemplo en lo relativo a la carrera que estudió y el trabajo que tuvo hasta que decidió emprender el viaje. También, una vez que se decide volver, está el temor por regresar; pensar en ese viaje de vuelta es algo que se va posponiendo pero que será inevitable en algún momento, y eso es algo que desespera. Pero definitivamente “el que se fue tampoco es el mismo que decide regresar”. La persona que viaja a Oriente atraviesa una profunda transformación.

El propósito de esta novela es narrar un viaje interno, ese tipo de viajes que cambian a una persona, que la transforman y, por este motivo, uno ya no volverá a ser el mismo. Mamá India intenta narrar aquello llamativo y atrayente del lugar, ese “algo” que hace que la narradora que se quede más tiempo que lo esperado en un principio. La India se muestra como un lugar hipnotizante, fascinante, que atrae a las personas y las cautiva con sus particularidades. Ese “algo”, lo exótico de la India también lleva a su madre a viajar a la India para visitarla y hacer todo “como lo hace la narradora”. Es la concepción de ese Otro del que hablaba Edward Said en Orientalismo, esa contracara a lo conocido, que es la sociedad occidental; es esa idea e imagen que una percibe en un lugar completamente distinto. Al encontrarse en ese espacio que es tan distinto al habitual (nuestro “hogar”) se intenta reconstruir el sentido de pertenencia que uno tiene de hecho en tal sitio. Así, puede afirmarse que la narradora abandona ese lugar que reconoce como su casa para adentrarse en un país completamente marcado por otra cultura.

Mujeres lectoras en la Argentina del siglo XIX

 Por: Agustina Mattaini

Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina (Graciela Batticuore)
Ediciones Ampersand, 2017
176 páginas

Agustina Mattaini reseña el libro recientemente publicado de Graciela Batticuore, en el que recorre los modos de acceso a la lectura de las mujeres argentinas en el siglo XIX, que a pesar de estar las más de las veces bajo la tutela de los hombres o aceptarse solamente por una necesidad de mercado, no dejaron de habilitar ciertos desvíos productivos en su ingreso a una cultura letrada que las había excluido por completo.


En Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina, Graciela Batticuore (escritora, investigadora de CONICET y docente de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) se propone reconstruir las diversas figuras de mujeres lectoras presentes en ciertas representaciones pictóricas, literarias, epistolares y cinematográficas decimonónicas. Cartas de lectores y artículos de redactores masculinos impostando una voz femenina en los periódicos –Domingo F. Sarmiento incluido-, epístolas a la vez amorosas y políticas de la enamorada Guadalupe Cuenca al ya fallecido Mariano Moreno, los retratos pictóricos de Manuelita de Rosas o la representación de una escena de lectura en el film Amalia se convierten en puntos de partida, en fuentes que se entrelazan conformando una constelación documental que nos indica cómo el siglo XIX construyó -en contexto faccioso, con sed de civilización y con expectativa ante el devenir de la vida moderna- su propio imaginario sobre las mujeres en relación a la lectura.

¿Por qué y cómo leen las mujeres? ¿Qué leen? ¿Qué relación hay entre los imaginarios decimonónicos y las prácticas femeninas concretas que tuvieron lugar a lo largo del siglo? Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina abre múltiples interrogantes al mismo tiempo que intenta responderlos a partir del establecimiento de tres tipologías: la lectora de periódicos, la de cartas y la de novelas.

1.- Dado el altísimo porcentaje de analfabetismo en la población femenina -producto de la escalofriante e histórica misoginia-, la relación de la mujer con la lectura aparece desde sus comienzos atravesada por los deseos, prejuicios y prácticas masculinas. En este contexto -y como producto de la división de género entre lo público masculino y lo privado femenino-, el vínculo de la mujer con la prensa tiene al hombre como figura mediadora: mientras ella borda, se ocupa del hogar o descansa, “él selecciona, recorta, organiza, supervisa, administra, da a conocer lo que a ellas les conviene o debe interesar” (p. 24). Batticuore hace énfasis en que las mujeres se convierten en lectoras de periódicos recién cuando el mercado decide darles la bienvenida: conviene enseñarles a leer y a escribir para que ellas también consuman. En este caso: prensa. Prensa masculina, claro. Es decir, aquellos periódicos publicados a modo de instrucciones destinadas a indicarles cómo comportarse en familia y en sociedad: cómo devenir mujeres civilizadas.

2.- Si bien la idea de que el género epistolar es uno de los más frecuentados por las mujeres se asocia tanto a la posibilidad del género de albergar una escritura intimista y amorosa como al vínculo entre lo femenino y la domesticidad, la autora nos muestra cómo el contexto faccioso de la primera parte del siglo XIX en Argentina irrumpe en la vida privada y produce un corrimiento: nos encontramos con una escritura femenina cuya “retórica sentimental se ve interceptada y asaltada constantemente por referencias o relatos de la guerra, la revolución o el exilio” (p. 73). Este vínculo particular con lo epistolar otorga a las mujeres letradas un doble valor: tanto la capacidad en sí misma de ejercer el arte ilustrado de la corresponsalía (que incluye las esperadas enseñanza y práctica de la lectoescritura junto a sus hijos) como también el inédito rol de mediación entre los sucesos político-militares y los interlocutores masculinos ausentes: la mujer tiene ahora acceso a la prensa -léase: a lo público-, “tiene una opinión propia sobre la realidad social y política en la que está inmersa” (p. 79): se compromete con su presente.

3.- Las mujeres lectoras contribuyen al afianzamiento de la novela como género preferido del siglo XIX, pero esto no sucede libre de sospechas masculinas. La investigadora estudia y analiza en su libro cómo circulaba el prejuicio misógino de que la novela era una lectura peligrosa para las mujeres en tanto género capaz de «activar una sensibilidad femenina siempre propensa al desborde, a la fantasía» (p. 128). De todos modos, el alto provecho económico para los sujetos vinculados al mercado editorial produjo múltiples mecanismos de legitimación del género: entre ellos, la noción de novela como dispositivo educativo para las lectoras, noción que puso nuevamente en funcionamiento la mediación masculina. Batticuore pone el ojo en un hecho: el acceso de la mujer a la novela aparece nuevamente regulado «por la tutela de un padre, un marido, un hermano, un maestro o, en su defecto, una madre entrenada previamente, a su vez, por un hombre (su padre, hermano, maestro…), el cual disponía lo que a ella le convenía o no leer» (p. 144).

 

Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina es, en suma, una investigación que invita a conocer y pensar la conformación del vínculo de la mujer con la lectura desde una perspectiva que no duda en problematizar sus propias fuentes ni en atar cabos entre dominación masculina, consumo y modernización, siempre arriesgándose a localizar los desvíos que funcionaron (y aún hoy actúan) como condición de posibilidad de las mujeres lectoras.

 

Discurso Presidencial 2001: Cruces

 Por: Sylvia Molloy

Traducción: Alejandro Virué y Mauro Lazarovich

Obra (imagen): National September 11 Memorial

A partir de los acontecimientos en los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, Sylvia Molloy propone una reflexión acerca de la necesidad del diálogo intercultural y de la importancia de una revalorización crítica de los usos de las competencias multilingües y multiculturales en el mundo actual.


Años atrás en Toronto, Elaine Marks se alegraba de pronunciar su discurso presidencial en un país oficialmente bilingüe, un país en el que coexistían el inglés y el francés, tal vez no siempre pacíficamente, pero en el que incluso los conflictos eran un signo de conciencia lingüística y dinamismo. Contemplando, por un utópico momento, la posibilidad de que el bilingüismo llegara a la convención de la MLA, y “para el caso, a toda Norteamérica” (366) y, de alguna manera, combatiera lo que ella llamó “la enfermedad del monolingüismo”, Elaine ponderó la forma que sus palabras iniciales hubieran tomado: “Por ejemplo, hubiera agradecido la obligación  de pronunciar  mi discurso en francés y en inglés, no traduciendo oración por oración, o párrafo por párrafo, sino usando ambas lenguas en oraciones individuales, de modo que mi saludo hubiera sido ‘Mesdames and gentlemen, dear Friends et chers collègues’” (366).

Ocho años después, al pronunciar mi propio discurso en New Orleans, una ciudad con una herencia lingüística igualmente diversa, aunque no de manera oficial, estoy tentada de complicar aún más el switching bilingüe de Elaine, y empezar, digamos, con un “Señoras and messieurs, dear amigos and chers colegas,” sin poner, sin embargo, en cursiva las lenguas “extranjeras” (porque, después de todo, quién puede decir dónde radica la extranjeridad), sino dando a todas las palabras el mismo peso, dejando que unas y otras se mezclen. De todas maneras, no es mi intención ofrecerles esta mezcla interlingüística normativamente, y no continuaré el resto de mi discurso en esta línea, no tanto para ahorrarles la incomodidad lingüística, o la cacofonía disonante (cosas no necesariamente malas), si no para pedirles que consideren esta mezcla reflexivamente, como un llamado de atención e, incluso, como una herramienta crítica.

Mi tema de hoy ciertamente son las lenguas, en plural: las lenguas cuando se cruzan; las lenguas cuando chocan, las lenguas cuando son entendidas o malentendidas; las lenguas cuando son enseñadas, interpretadas, traducidas; las lenguas cuando colaboran entre sí o se resisten una a la otra. Los terribles eventos del 11 de septiembre literalmente revelaron a este país las limitaciones del unilateralismo lingüístico y el malentendido cultural. De repente, estudiantes de “otras” lenguas, lenguas de Medio Oriente en este caso, fueron muy demandados. El gobierno necesitaba traductores; ¿dónde estaban? El New York Times reportó que una agencia del gobierno de los Estados Unidos pedía a las compañías de traducción que presentaran un proyecto para traducir largas listas de palabras del inglés al árabe, darí, pastún, urdu y uzbeco; no palabras técnicas, eso sí, sólo “ordinarias”, palabras “coloquiales” con las cuales comunicarse, a pesar de que es difícil imaginar qué comunicaciones, ni que digamos conversaciones, podrían entablarse a partir de una lista de las así llamadas “palabras coloquiales”, aisladas, fuera de contexto (Browning). De repente, los expertos en esas “otras” culturas eran buscados por los medios, y a pesar de eso, lo que usualmente veíamos en la televisión eran autoproclamados analistas culturales y comentaristas de televisión traduciendo al “otro” en citas concisas, en ocasiones reveladoras, pero la mayoría de las veces simplistas. De repente, además, el multiculturalismo de la educación superior fue denunciado, por la New York Times Magazine nada menos, como un promotor de superioridad moral, pero no de un involucramiento lingüístico real. Pese a que la autora pudo haber tenido algo de razón, su afirmación  de que la enseñanza de idiomas se había contraído a nivel nacional era cuestionable, y su conclusión increíble: “los establecimientos conservadores pueden haber hecho más por mejorar nuestra compresión de lo que el otro está diciendo -aunque sea literalmente-  que lo que la academia de la corrección política logró nunca” (Talbot, 24). Las cifras de MLA muestran que el advenimiento de la corrección política no parece haber afectado el aprendizaje de idiomas (Brod and Welles). Pero esto, en última instancia, es un tema aparte; lo que me preocupa  de este artículo es la noción de entender al otro “aunque sea literalmente” (sin considerar el contexto). Por ejemplo, en la Argentina de los setentas y los tempranos ochentas cuando se decía que alguien había desaparecido hubiera sido dificultoso interpretarlo como que simplemente se había esfumado, o perdido de vista. Significaba que esa persona había sido asesinada por las fuerzas represoras del estado.

Después del 11 de septiembre la necesidad de instrucción en la “otredad” se sintió en muchos niveles, a menudo de forma bienintencionada pero simplista. Por ejemplo, uno de mis alumnos de una clase de literatura latinoamericana -un muy buen alumno, debo agregar-, interrumpido en su lectura de un cuento Borges por un comentario displicente que decía que los matones de la New York del siglo XIX eran mucho menos elegantes que los de Buenos Aires, me preguntó si esa declaración reflejaba el sentimiento anti estadounidense en Latinoamérica. Le aseguré que era un juicio estético, pero no sé si me creyó del todo. En mi universidad se temió por un momento que las inscripciones para programas en el extranjero decayeran por lo eventos del 11 de septiembre. Al contrario, inesperadamente aumentaron. Los padres habrán concluido, como diría un escéptico, que el extranjero era un lugar más seguro que New York, pero los padres (y los estudiantes también) quizás comprendieron además , por primera vez, que el extranjero era más que nunca una necesidad cultural.

Puede parecer que estoy abogando por una enseñanza del lenguaje más comprensiva, por conseguir una inversión más generosa en las competencias multilingües y multiculturales a la que la mayoría de nosotros está acostumbrado. Y, de hecho, lo estoy. Sin embargo, esto no es todo lo que nos pido que contemplemos, profesores de lengua y literatura. Estoy pidiendo también que indaguemos la sola idea de una competencia lingüística y cultural, que examinemos la complejidad de sus perspectivas, la sola posibilidad de su existencia, sus promesas y, al mismo tiempo, su incompletitud y su inadecuación como herramienta para la indagación crítica. Estoy pidiendo que complejicemos la noción de competencia lingüística y cultural, para evitar todo entendimiento que se conforme con lo literal, como quería la comentadora del Times. Es más, estoy pidiendo que admitamos que el esfuerzo que implican las competencias culturales y lingüísticas puede llevar a la impotencia, la frustración, la perplejidad; y estoy pidiendo que aun así lo hagamos.

Porque debemos justamente complejizar la noción de competencias lingüísticas y culturales. Permítanme una digresión y considerar, por un momento, lo que creo que las competencias culturales y lingüísticas no deben ser. Una búsqueda online de referencias convencionales sobre el tópico resultó en descubrimientos reveladores (aunque supongo también predecibles). Las competencias lingüísticas y culturales aparecían más comúnmente relacionadas, no con investigaciones académicas, sino con campos de actividad específicos de nuestra sociedad. La expresión estaba relacionada con una practicidad inmediata, con una utilidad concebida en términos materiales, principalmente relacionada con cuerpos y dinero. El mundo de los negocios estaba interesado en las competencias culturales: los traders tenían que conocer las costumbres sociales y las normas culturales de las personas con las que iban a tratar. La industria de asistencia médica también estaba interesada en las competencias culturales: los proveedores de servicios de salud necesitaban entender las creencias culturales y los hábitos de los cuerpos que iban a atender. Aun así, lo que me sorprendió en muchas de estas referencias fue la poca o nula conexión que establecían entre competencias culturales y un compromiso con el conocimiento de idiomas. En estos artículos, las competencias culturales estaban empaquetadas, comercializadas, reducidas a una suma de detalles, en buena medida del mismo modo en que la agencia estadounidense que buscaba traductores había empaquetado a la comunicación en una lista de palabras. Las competencias culturales eran básicamente presupuestas como información, no como relaciones; faltaba una narrativa lingüística. Mi artículo favorito se llamaba “Cultural Competence for Clinicians”. En una sección titulada “Enhancing Your Cultural Communication Skills”, agradecí particularmente dos preguntas que sugeridas a los médicos para cuando atendieran pacientes “étnicos”. Primero: “¿Podría informarme sobre creencias o prácticas […] que usted considere que yo debería saber?”. Segundo: “¿Hay otras consideraciones culturales que yo debería tener en cuenta para ayudarlo con sus problemas médicos?”. Me pregunté, ¿Cómo diablos podría saber un paciente de qué “consideraciones culturales” carecía el otro? ¿Qué le diría yo, una latinoamericana, a ese médico? ¿Que en América Latina (como en Francia), apenas uno siente un malestar digestivo lo atribuye a un ataque de hígado, o crise de foie, mientras que en los Estados Unidos esas dolencias (y quizás el hígado mismo) parecieran no existir? Humor aparte, a pesar de todas las buenas intenciones de “Cultural Competence for Clinicians”, la responsabilidad de lo que los médicos debían saber era asignada, de forma cortés pero firme, al informante nativo. Él o ella tenía que saber qué información necesitaba el otro y luego debía proveérsela de manera concisa, aunque no necesariamente de forma directa, ya que el artículo consideraba que muy probablemente todo este intercambio estaría mediado por un intérprete. Simplista al punto de la caricatura, la escena de diagnóstico evocada por estas preguntas me recordó por un momento a “Wrong Channel” de Roberto Fernández, citado por Doris Sommer en su rica meditación sobre juegos bilingües:

“No bueno”[1], dijo el doctor sombríamente, mientras hacia su entrada  con la placa de rayos x de Barbarita.

Le dijo a Mima, “pregúntele si tiene TB [tuberculosis]”.

Mima se volvió hacia Barbarita. “Pregunta si tienes televisión”.

“Dile que sí, pero en La Habana. No en Miami”.

Mima le dijo al doctor, “dice que tiene tevé en Cuba, pero no en Miami. Pero su hija sí tiene tevé acá”.

“En ese caso vamos a tener que revisar la TB de su hija”.

Mima tradujo. “Dice que va a tener que testear la televisión de tu hija para ver si funciona, si no no vas a poder obtener tu green card”.

“¿Por qué la televisión?”, preguntó Barbarita desconcertada con la placa de rayos X.

‘¿Cuántas veces te dije que tenías que comprar una? ¿No te das cuenta Barbarita? Esto es América”. (55)

 

A pesar de su asesoramiento reduccionista, “Cultural Competence for Clinicians” señala un punto válido: haga preguntas, se le dice al médico monolingüe, incluso si no siempre sabe lo que está preguntando. Sea curioso, incluso si tiene que hacer el ridículo. No suponga. Resigne su autoridad cultural, aunque sea por un momento, y trate de entender.

Como investigadores y críticos, estamos obligados a una reflexión diferente y a una práctica distinta de traducción cultural, una práctica que no involucra cuerpos sino lenguajes, una práctica, sin embargo, a la que también se aplican algunas reglas similares. Me gustaría considerar por un momento un cuento de Borges que resume el esplendor y las miserias de la traducción y la (in)competencia cultural, un cuento extrañamente melancólico y, para mí, inolvidable. “La busca de Averroes” narra el dilema del filósofo, médico y especialista en Aristóteles que trabaja pacientemente en la Andalucía musulmana del siglo XII tratando de escribir un comentario de la Poética. Averroes es  interrumpido de su lectura por las palabras tragedia y comedia, cuyo significado no logra descifrar. Mientras sopesa varias interpretaciones, ninguna de ellas satisfactoria, una conmoción que viene de afuera lo obliga a mirar por la ventana. Un grupo de chicos andrajosos, hablando en “dialecto grosero” (149), como es llamado el español antiguo de Andalucía, juega a ser una congregación de muecines; naturalmente, están montando una puesta teatral. Sin embargo, Averroes, leyendo esta escena desde los parámetros culturales que tiene disponibles, los del Islam, no puede reconocer que eso que ve es teatro.  Si hubiera podido habría encontrado la solución a su dilema de traductor pero, como los médicos citados antes, ignora sus propias carencias. Luego, esa misma noche, creyendo que había encontrado una respuesta -es decir, interpretando las palabras tragedia y comedia desde su sistema conceptual- de manera confiada (y aberrante) traduce: “[Aristóteles] denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario” (155). Lo que me resulta más llamativo de este cuento no es tanto su resolución, la reveladora mala traducción, sino el momento de impotencia, de no saber, la frustración de carecer de una representación cultural que se pudiera corresponder con el texto “ajeno”. Reconocer esos momentos es lo que nos pido, reconocer la opacidad lingüística y cultural que no se resuelve unilateralmente sino a través del diálogo y la negociación, a través de un dar y recibir entre culturas, a través de contactos y contaminaciones productivas y mutuas.

El cuento de Borges hace hincapié en el pathos  del conflicto de Averroes: haber estado tan cerca y a la vez tan lejos de entender lo que significaba el teatro para Aristóteles. Esto le otorga a la historia un tono deliberadamente melancólico que la vuelve inolvidable, al menos para mí. Pero no dejemos que la melancolía nos tape la verdadera limitación del traductor, que no reside ni en la imposibilidad de ver la puesta que ocurre del otro lado de su ventana ni en su incapacidad de reconocerla como teatro. Después de todo, ¿cómo podría haberlo hecho? Al enfrentarse al problema y buscar una solución, el Averroes de Borges termina autocomplaciéndose  en un gesto revelador: va a un estante de su biblioteca, acaricia uno de sus libros más preciados y se regocija en el hecho de que “en toda Córdoba (acaso en todo Al-Andalus)” él es el único que posee esa obra perfecta, que no está preparado para compartir con otros. Esa vanidad, ese recogimiento en el propio prestigio ante el enfrentamiento con algo desconocido que juzga intrascendente (la actuación de los niños pobres en un dialecto vulgar), muy posiblemente sea la verdadera debilidad de Averroes, la mayor de sus imposibilidades, como le gustaba a Borges nombrar a las limitaciones. Y, por cierto, es esta imposibilidad la que torna imposible una indagación crítica .

Después de leer este cuento en mi seminario de ingresantes, les pregunté a los estudiantes cuántos venían de un hogar bilingüe y un número considerable levantó la mano. Sólo dos portaban  lo que hoy se consideran combinaciones comunes, inglés-español e inglés-chino. La mayoría venía de contextos lingüísticos “menos enseñados”: turco, húngaro, urdu, holandés. Como el meollo de la clase eran la cultura y la representación, les pedí que reconocieran el problema de Averroes, que entendieran que las diferencias culturales no son inmediatamente comprensibles (es decir, reconocibles) y que, además, no siempre pueden traducirse por completo. Quizás fue pedirles demasiado a jóvenes aún no graduados, incluso a los más lúcidos, ansiosos como suelen estar por incorporar conocimientos, no siempre de manera crítica; deseosos de traducir sin obstáculos o dejándolos de lado. Pero quizás lo que más me sorprendió fue que no tuvieran, en verdad, ningún indicio de la diferencia cultural. Cuando les pedí que identificaran un nódulo de resistencia en la lengua de sus padres, un concepto, un dicho que no tuviera una versión en inglés, que fuera difícil de traducir y necesitara mucha explicación para poder ser comunicado en la otra lengua, no pudieron dar con un solo ejemplo. De repente resultó claro que estos estudiantes no reconocían conceptos en las lenguas de sus familias , o por lo menos habían abandonado la posibilidad de representación en esas lenguas y renunciado a realizar una inversión cultural significativa en ellas.  A pesar de que todos las hablaban de manera fluida (en sus casas, en el barrio, con sus familiares), formaron su pensamiento, o creyeron haberlo formado, en una sola lengua: el inglés. Esa jerarquización inconsciente, que derivaba en un monolingüismo de facto, me pareció muy triste. No solo sus lenguas maternas habían perdido poder, sino que habían perdido, también, la fuerza de resonar en su inglés nativo, de proveer el eco (perplejo y seductor), el diálogo implícito con uno mismo al que te enfrenta hablar entre lenguas y culturas. (Mi historia familiar indudablemente estimuló  mi reacción: mi madre perdió el francés que posiblemente hablara de chica con sus padres, inmigrantes franceses en Argentina que decidieron hablarle a sus hijos en español. A mis siete años, insistí en aprender francés para reparar esa pérdida y recuperar la otra lengua de mi madre).

Al registrar la reducción lingüística de mis alumnos, manifestada con tanto desinterés, me acordé de una anécdota que me contó la sobrina de Jules Supervielle, una poeta por derecho propio que, previsiblemente, prefiere ser considerada como traductora. Supervielle había impuesto el francés como lengua exclusiva en su casa (la mejor manera de ser un poeta francés, decía), al punto de que el español se había convertido para él en un borborygme de langage, como lo llamó, algo así como un “eructo lingüístico”. La sobrina de Supervielle me confesó que, a la esposa del escritor, una uruguaya nativa como él, le resultaba tan difícil hablar el francés que era penoso escucharla, “parecía estar infringiéndose mucha violencia a sí misma”, me dijo Silvia Baron Supervielle. El eructo español del marido había sido reemplazado por el francés de su mujer. Qué precio el monolingualismo, pensé; qué precio la poesía.

Para volver a mi clase, curiosamente los mismos estudiantes que habían perdido (o pensaban que habían perdido) la textura cultural de sus otras lenguas me comentaron cuánto les gustó tener que leer la poesía de Borges en una edición bilingüe. Les gustaba tener la versión en español en la página izquierda, dijeron, para ir de una a la otra. Pero, ¿de qué a qué?, me preguntaba. Ellos no sabían español, con la excepción de una alumna latina que posiblemente lo hablara en su casa. Aun así estaban contentos de tener las dos versiones (en español e inglés), de leer el efecto de traducción en el lado derecho del libro. Esto les confirmaba que había un “otro” del texto en inglés, y no importaba demasiado cuál era la traducción y cuál el “original”. No todo está perdido, pensé.

“El nuestro es un tiempo de conexiones”, dice un personaje de Homebody/Kabul, de Tony Kushner, el mismo personaje que se desconecta desapareciendo en Afganistán y al que no volveremos a ver ni escuchar otra vez. Menciono esta obra intencionalmente, ya que monta un escenario que fácilmente puede juzgarse como falto  de conexión en su más básico nivel: el del lenguaje. Si bien la mayoría de la obra es en inglés, una buena parte es en farsi, pashto, esperanto y una extraña mezcla de árabe, alemán, francés, farsi, inglés y otros idiomas que habla elocuentemente el personaje que antes mencioné, la bibliotecaria de Kabul, una mujer que, de manera no poco significativa, es considerada demente a causa de ese balbuceo multilingüe. Lo notable de esta obra, quisiera argumentar, no es tanto su trama política, tan alabada por los medios en sus “premoniciones”, como el hecho de que se les permita a todas estas lenguas coexistir en el escenario, ese espacio donde se supone que la comunicación es lo esencial, y aún más, que se les permita coexistir sin el recurso trillado de facilitar una interpretación que las explique o las traduzca. No hay ningún ansioso “¿Qué está diciendo?” al que un tranquilizador intermediario responda “Está diciendo tal o cual cosa”. No hay nadie que hable por el otro. No hay aquí ninguna traducción útil o normalizadora de las palabras desconocidas e impenetrables (para la mayoría de los espectadores) que se escuchan en escena; la audiencia (parte de ella, ¿la mayoría?), al igual que los personajes de habla inglesa a los que atormentan las frases que no pueden entender, son abandonados en la oscuridad. Lo último, aunque no menos importante, es que el inglés en sí mismo, en el impactante  monólogo del primer acto que realiza el mismo personaje que declara “El nuestro es un tiempo de conexiones”, también se transforma en un idioma denso, prácticamente impenetrable, extrañado por los giros barrocos que utiliza la hogareña que da nombre a la obra, una extranjera en su propio lugar. ¿Qué está diciendo? ¿Por qué habla de esa forma?, preguntan su hija y su esposo, los personajes que no comprenden farsi, pashto, esperanto, ni el vociferante afgano multilingüe de la bibliotecaria.

Para que no se crea que, por plantear la impenetrabilidad de todas las lenguas y las limitaciones inevitables de la traducción, estoy afirmando, en última instancia, la inutilidad de las acciones multilingües y multiculturales, quiero dejar en claro que pretendo defender exactamente lo contrario. Debido a que las lenguas son impenetrables y las traducciones inevitablemente insuficientes –en síntesis, porque ser multilingüe y multicultural es demandante y complejo, a veces imposible– es que debemos persistir en esta empresa. Solo cuando enfrentemos de manera honesta las limitaciones de cualquier diálogo intercultural, las dificultades de la comprensión intercultural, estaremos en condiciones de abordar los verdaderos problemas de la comunicación cultural y sentiremos la necesidad de una acción que trascienda la mera información lingüística. Es verdaderamente bueno hablar español, inglés y francés, como de hecho lo hago. Pero si no utilizo esas lenguas para “traducir” lo que digo o escribo o lo que enseño, con el fin de verlo bajo una luz diferente, en un contexto cultural diverso; si no experimento la frustración de no ser siempre capaz de realizar ese cruce; si jamás siento la insatisfacción con uno de los idiomas, escuchando en él la ausencia de los otros dos; y si no comparto esta reflexión trilingüe con mis colegas y, más especialmente, con mis alumnos, mi conocimiento de estas lenguas será pasivo: mera información. “En vez de formar estudiantes ‘que sepan lenguas extranjeras’ quizás deberíamos empezar a pensar en formar personas bilingues, biculturales (o multilingues y multiculturales)”, escribe Mary Louise Pratt. “Quizás debiéramos unir nuestros esfuerzos con la necesidad de individuos más profundamente informados y culturalmente competentes en un mundo globalizado”.

En la línea del discurso presidencial de Linda Hutcheon del último año, me gustaría hacer hincapié en la naturaleza profundamente colaborativa de esta empresa de cruces culturales. Es obvio que no podemos hablar todas las lenguas ni ser competentes en todas las culturas. Podemos, sin embargo, abandonar lo que Edward Said denomina la “proliferación ortodoxa de los campos especializados” (146) y buscar de una buena vez “al otro” en un nivel institucional, no hablar por él o ella (como en esos cursos multiculturales célebremente criticados por practicar un acercamiento del tipo ‘nos encontramos con el otro y habla en inglés’) sino para conversar, aprender, formar equipos, traer nuestras lenguas a la par y combinar nuestra expertise, nuestra manera de dar clases, por ejemplo, en un curso de literatura caribeña poscolonial en inglés, francés y español.  Este es un ejemplo fácil, obviamente, un ejemplo cotidiano. Debemos esforzarnos por reconocer, tal vez imaginar, cruces más complejos pero igual de necesarios. Aún si nuestra docencia es en un solo idioma (tengo un colega que da un seminario en el departamento de español titulado “La novela moderna: Kafka y Rulfo”), debemos asegurarnos de que el efecto de traducción, el eco de otras lenguas y culturas, sea una parte integral de nuestra pedagogía colaborativa y, más aún, un tema constante de reflexión de los estudiantes. “El énfasis en el trabajo colaborativo se ha vuelto un ideal necesario” , escribe David Damrosch, y agrega, “Es también una pasión intelectual genuina: la única y la mejor manera de desterrar la melancolía de los límites de una lengua escolar única o la ansiedad de quien hace ecoturismo en el mundillo literario” (132). Por necesidad profesional, la mayoría de los comparatistas sabe esto; aquellos que pertenecemos a departamentos de lengua y literatura más tradicionales, el de inglés incluido, debemos aprender a experimentar la misma necesidad productiva y seguir su ejemplo.

Nuestro “mundo ideal no es aquel en el que todos hablamos dos idiomas”, dice Doris Sommer. “Es más bien uno en que cualquiera de nosotros pueda anticipar que algún otro va a hablar en una lengua que no podremos manejar, como una advertencia permanente de la necesidad de ejercer el respeto y no presumir que podemos pensar o hablar en el lugar de otros”. Reconocer nuestras limitaciones, nuestras imposibilidades, y enseñarles a nuestros estudiantes a reconocer las suyas es un paso en la dirección correcta. El primero de muchos.

 

*Traducción de: Molloy, Sylvia. “Presidential Address 2001: Crossings”. PMLA, Vol. 117, No. 3, mayo 2002, pp. 407 – 413.

 

 

Epílogo: The Buenos Aires Affair

 Por: Sylvia Molloy

Traducción: Karina Boiola, Jorge García Izquierdo y Jimena Reides

Obra (imagen): Le Corbusier, «La cité des affaires»

Como lo indica su título (tomado de la novela homónima del gran Manuel Puig), la destacada escritora y crítica Sylvia Molloy se ocupa en este artículo de esbozar los affaires de la Ciudad de Buenos Aires en su percepción –siempre cambiante, siempre esquiva a sentidos definitivos– de porteña que ya no vive en su ciudad natal. Una ciudad, según nos relata, hecha de memorias, de citas (un “depósito de invenciones literarias”) pero, también, de hechos insoslayables que la impactan, en cada nueva visita, con toda la contundencia de su realidad. Para Molloy, entonces, escribir sobre Buenos Aires es siempre una forma de volver. Y volver significa mirar a Buenos Aires con los ojos de quien ya no vive allí, para así desnaturalizar y cuestionar aquello que la experiencia cotidiana de la ciudad ha cristalizado.


Cuando escribí mi primera novela, En breve cárcel, estaba decidida a borrar cualquier referencia al espacio y hacer en lo posible que todas las acciones (si esta es la palabra adecuada) ocurrieran en un lugar desprovisto de marcas específicas, lo más cercano a la abstracción que pudiera. Este gesto más bien pretencioso estuvo destinado a impedir cualquier reconocimiento del lector, representando la ciudad  —o, en este caso, las ciudades— irreconocible y, por tanto, aunque no excesivamente, extraña. Luego, hacia el final de la novela, con un gesto igualmente pretencioso, identifico estas ciudades y arbitrariamente revelo sus nombres. Una de estas ciudades fue París, donde había vivido durante muchos años, la segunda Búfalo, donde había vivido poco tiempo, y la tercera Buenos Aires, donde nací y pasé los primeros treinta años de mi vida. Al mirar atrás, pienso que mi deseo de enmascarar estas tres ciudades podría haber sido menos frívolo de lo que aparentaba. Sospecho que no quise identificar a París porque era demasiado obvio como lugar de exilio, especialmente para un latinoamericano. Preferí eludir Búfalo porque, aunque había vivido algún tiempo allí, la siento como la Polonia de Alfred Jarry, c’est a dire nulle part. Buenos Aires, supongo ahora, se ocultó por razones más complejas: principalmente, creo, porque la ciudad, que durante un largo tiempo había sido para mí más o menos un construcción familiar e inmóvil, hecha de memorias manejables y, sin duda, embellecidas, se volvía más y más inquietante con cada viaje que hacía. La represión política entraba en cortocircuito con la ilusión aurática. Es difícil reconocer una ciudad, o lo que una recuerda de esa ciudad, cuando ves soldados en cada esquina.

En breve cárcel termina con la protagonista esperando en un aeropuerto, agarrando un manuscrito, a punto de despegar a un destino desconocido. Mi segunda novela, El común olvido, comienza con el protagonista llegando a otro aeropuerto, tomando una mochila que contiene una urna con las cenizas de su madre, las cuales, de acuerdo con sus últimos deseos, está trayendo de regreso para esparcirlas en el Río de la Plata. La ciudad, esta vez, está identificada: es la Buenos Aires de mediados de la década de 1980. Era tiempo de volver a casa, para mi personaje y para mí, aunque ambos sabíamos que uno llama hogar a aquello que ha dejado atrás.

Durante muchos años, cuando enseñaba literatura latinoamericana, yo jugaba con la idea de trazar un curso en Buenos Aires, una Buenos Aires fantasma hecha de referencias literarias y citas. Comenzaría probablemente en la mitad del siglo diecinueve con Sarmiento, me digo a mí misma, quien, en su remota provincia de San Juan soñó con una Buenos Aires como modelo civilizatorio que salvaría a Argentina de los rebeldes e incultos bárbaros y aún no había pisado la ciudad. De hecho, la primera vez que Sarmiento puso sus ojos sobre Buenos Aires fue desde la distancia, desde un barco anclado en el Río de la Plata rumbo a Europa. Este defensor de Buenos Aires conseguiría conocer Río de Janeiro, París, Madrid y Roma años antes de que llegara a Buenos Aires y se apropiara de esta ciudad. Después de Sarmiento, continuaría componiendo este imaginario de Buenos Aires, construido extensamente a partir del deseo, citando a Lucio Mansilla, quien en la década de 1880, en la víspera de la masiva inmigración y enorme renovación urbana, escribió conmovedoras memorias evocando la ciudad en el umbral del drástico cambio, una amable «gran aldea» que todavía sostiene sus hábitos coloniales mientras se está convirtiendo en una cosmópolis. Después de Mansilla, yo iría a Borges, cuyo gesto literario inicial fue la desafiante recreación de una extraña y marginal Buenos Aires; luego quizás a las memorias del paisaje urbano de Alfonsina Storni y continuaría con los caminos melancólicos a través de los barrios obreros de Adolfo Bioy Casares en El sueño de los héroes; y del Rayuela de Julio Cortázar a la fantasmal La ciudad ausente de Ricardo Piglia; y quizás Manuel Puig, cuyo título he tomado prestado para este texto. Nunca completé ese proyecto, pero bastantes de esos fragmentos o partes de textos se han grabado en mi mente tanto que cuando pienso en la ciudad suelo imaginar una topografía de citas. He vuelto a Buenos Aires un depósito de invenciones literarias. En este sentido, podría decir de la ciudad lo que Calvino dijo de París: »es un trabajo referencial gigante, una ciudad que puedes consultar como una enciclopedia»[1] (171-172).

Cuando vuelvo a Buenos Aires  —y lo hago todos los años, si puedo— intento que no parezca que no vivo ahí. Y a pesar de que lo intento de manera firme, me descubren. Manifiesto sorpresa cuando debería parecer indiferente. Veo unos artistas callejeros en una esquina, algunos de ellos niños, haciendo malabarismos mientras los coches esperan a que cambien las luces de los semáforos. Digo la frase equivocada. »Qué actuación más peligrosa», remarco, mientras ellos corren hasta los coches para pedir una moneda. »Hacen una fortuna, no sienta pena por ellos», dice mi antipático taxista. »Y de todas formas, son todos serbios», añade enigmáticamente. »Pero, entonces, ¿vos no sos de acá, no?». Voilá: me descubrieron. Como los presuntos serbios, yo soy el sujeto de su despreciable xenofobia. No entiendo de qué se trata todo esto realmente.

No es que no sepa encontrar lugares o haya olvidado el nombre de las calles. Ellas están de  un modo indeleble grabadas en mi mente, aunque ya no como un conocimiento vivido: son parte de un archivo, donde voy cuando las necesito. En la distancia, yo les doy un poder mágico. Me siento cómoda enumerándolas para mí misma. Y más de una vez, cuando he tenido problemas para quedarme dormida, descubrí  que recitar el nombre de las calles de Buenos Aires era una buena forma de calmar aquello que me mantuviera despierta: Charcas, Paraguay, Córdoba, Viamonte, Tucumán. Sin embargo, lo que he perdido definitivamente es mi sabiduría callejera y eso, me temo, no lo recuperaré nunca. A pesar de mi deseo, no pasó.

Cuando Marchel Duchamp visitó Buenos Aires en 1918, rápidamente afirmó que Buenos Aires n’existe pas. Once años después, Le Corbusier llegó a Buenos Aires e, incluso antes de aterrizar, esbozó una serie de propuestas para transformar la ciudad. Estos planes incluían el traslado del distrito comercial a la parte sur, mirando al Río de la Plata. Sostenía (no sin razón) que Buenos Aires hacía un pobre uso de su río, al punto de darle la espalda. Las ideas de Le Corbusier nunca se implementaron efectivamente, aunque su idea sobre el río, de alguna manera, prevaleció. La urbanización más ambiciosa de Buenos Aires en la década de 1990, Puerto Madero, consistió en la reedificación y aburguesamiento de la deteriorada zona del puerto, al sur del antiguo centro de la ciudad, de cara al río. Puerto Madero no es la “Cité d’Affaires” que Le Corbusier imaginaba pero sí, como lo describe la guía turística, un “popular punto moderno” de la ciudad. Puerto Madero  —el sueño de todo urbanista, alimentado por intereses financieros multinacionales — es un distrito de hoteles de lujo, restaurantes y discos, favorecido por la afluencia de turistas y empresarios y mayormente inasequible para los locales. Una característica notable de Puerto Madero es que sus calles tienen nombres de mujer: un gesto bien intencionado, pensado como un tributo al feminismo, que parece, sin embargo, curiosamente inapropiado. Las mujeres a quienes se honra son en su mayoría activistas del siglo veinte, comprometidas con la educación, la justicia social, las reformas políticas y los derechos humanos.Parecen extrañamente fuera de lugar en el brillo de Puerto Madero, orientado al consumidor y, por otro lado, los habitués de este barrio (en su mayoría extranjeros) ni siquiera saben quiénes son. En este simulacro de “barrio”, destacado por nombres como Pelli, Calatrava y Starck, el intento de conmemoración urbana pasa enormemente desapercibido o, en el mejor de los casos, provoca un escalofrío irónico, ya que pueden verse, adornando la misma calle, el cartel con el nombre de Alicia Moreau de Justo  —una de las fundadoras del Centro Socialista Feminista en 1902— y los neones oximorónicos del restaurant Pizza Banana, con su promesa de una exótica cena pseudo caribeña.

El enclave de Puerto Madero se apoya sobre el Río de la Plata, como mencioné, y sobre una gran extensión verde llamada “la Reserva Ecológica”, destinada a preservar las plantas y la vida silvestre. Llamada parque natural, es cualquier cosa menos eso y, como sucede tan frecuentemente en Buenos Aires, es el producto de encuentros azarosos y de la sagacidad local. Inicialmente concebido como un proyecto de vertedero para la construcción de un enorme complejo deportivo y de viviendas residenciales (y como una forma de lidiar con los escombros de las demoliciones circundantes), fue abandonado antes de que se tomara cualquier decisión ecológicamente sensata. Extendiéndose sobre el río, el vertedero pronto comenzó a atrapar barro, junto con semillas, plantas y vida animal que eran llevadas hacia el Río de la Plata por sus dos afluentes, el Paraná y el Uruguay, desde tan lejos como el norte de Misiones, en la frontera entre Paraguay y Brasil. Estas se desarrollaron muy bien en su nuevo entorno y el terreno se volvió un repositorio de formas de vida migrantes, no muy diferente a la propia ciudad de Buenos Aires. A los huéspedes adaptados, ahora naturales del área, se los declaró oficialmente “especies protegidas”  —con más fanfarria que esfuerzo real— y solo el ojo del especialista (o quizás el del extranjero atento) puede distinguir un pájaro, planta o lagartija nativos de aquellos provenientes de otro lugar. Puerto Madero puede representar un descanso efímero para el transeúnte, pero los “desechos” que llegaron a la Reserva están ahí para quedarse.

Buenos Aires fue y continúa siendo una ciudad de inmigrantes, muy similar en ese aspecto a la ciudad de Nueva York. Pero los patrones de la inmigración han cambiado. El siglo veinte vio la llegada de inmigrantes europeos. Mis abuelos llegaron de allí: los padres de mi padre de Irlanda, los de mi madre de Francia. Como muchos de los recién llegados, la familia de mi padre se asentó en la zona sur de la ciudad, en un barrio de inmigrantes (la mayoría irlandeses) no muy lejos, de hecho, del ahora aburguesado Puerto Madero. Alguna vez el lugar más pintoresco de la ciudad, el “Barrio Sud” fue gradualmente abandonado por los adinerados, luego de que las epidemias de cólera y fiebre amarilla de 1870 dejaran en claro que se trataba de un área insalubre. Las élites se movieron hacia el norte, a la zona más alta, y los inmigrantes ocuparon su lugar. Mi padre recordaba a una pareja vecina de ancianos; recordaba cómo el viejo llegaba tarde a su casa, borracho, y golpeaba la puerta de la casa de mi familia en lugar de la suya, recordaba cómo la esposa del anciano salía y, parada en la escalera de entrada, lo amenazaba: “Papá, los sorjers están viniendo”, con lo cual el hombre se volvía a toda prisa a su casa.

De nuevo, como Nueva York, Buenos Aires está actualmente formada por una heterogeneidad más compleja. Hay pocos inmigrantes de Europa (hoy en día, la migración va en la dirección contraria) y, como en muchas capitales latinoamericanas, hay largas filas en la puerta de los consulados europeos. Son los nietos de los inmigrantes, buscando reclamar la nacionalidad de sus antepasados, para así probar suerte en Europa. Además, como expresa la sabiduría popular, siempre es bueno tener un segundo pasaporte. Durante años, muchos de mis amigos esperaron impacientes que Polonia se anexara a la Unión Europea, para así poder solicitar la ciudadanía a través de abuelos o padres que se vieron forzados a emigrar de allí porque eran judíos. En cuanto Polonia formó parte de la Unión, mis amigos obtuvieron sus pasaportes polacos. Con la típica perspicacia porteña, captaron la ironía de la situación, su sutil justicia poética.

Si bien los porteños fueron dejando Buenos Aires desde la década de 1970 (primero por motivos políticos y luego por causas económicas, y a veces por las dos razones combinadas), nuevos arribos aparecieron en escena. Siempre se ha dado la migración dentro de las fronteras de Argentina. Trabajadores indígenas pobres provenientes de las provincias comenzaron a descender en manadas a la gran ciudad con la primera presidencia de Perón, lo que desmiente de una vez por todas el mito de que la Argentina es un país de europeos blancos y de que Buenos Aires es principalmente una ciudad europea. Aunque este mito no desapareció, ahora se ha complicado debido a una nueva inmigración, esta vez desde los países vecinos. Buenos Aires tiene una población considerable de inmigrantes bolivianos y paraguayos que, al igual que los inmigrantes europeos a finales de siglo, son trabajadores no calificados, a veces son indocumentados, hacen los trabajos de más baja categoría y son un objeto general de desprecio, como muestra Adrian Caetano en su película devastadoramente lúcida, Bolivia. Cuando Argentina sufrió su colapso económico a finales de 2001, las calles de la ciudad tuvieron un número de mendigos mayor que el habitual “Son todos bolivianos” y “Son todos paraguayos” fueron las frases que escuché por lo general de los comerciantes, taxistas y, sí, algunos miembros de mi propia familia. Cuando protestaba, me encontraba de forma sistemática con el comentario familiar “Vos no vivís en esta ciudad”, una frase que se aplicaba con frecuencia a cualquier observación que hiciera contra el consenso.

Esta es una frase difícil de escuchar, una que extingue el debate en lugar de fomentarlo, dejándome con mi “Pero incluso si viviera aquí…” atorado en la garganta. Esos son momentos verdaderamente raros, en los que mi situación de extranjera se me hace tan clara que de hecho me convenzo: he perdido mi derecho a un lugar. Al mismo tiempo, ese desarraigo me permite ver la ciudad, creo, y hacer hincapié en detalles que las personas que son de la ciudad dan por sentado. Esto se me hizo patente durante la dictadura militar de las décadas de 1970 y 1980, cuando en mis viajes a Buenos Aires me sorprendía con cosas que la gente había aprendido a aceptar o, por motivos de supervivencia, a ignorar. El terror estatal había llevado a una naturalización de la violencia que me conmocionaba como la extranjera que era. Una noche, me pararon unos policías armados que me preguntaron qué estaba haciendo, me retaron por estar afuera tan tarde, una mujer sola, y me exigieron que les mostrara el documento de identidad. Sin pensarlo, lo había dejado en el departamento de mi madre. Me llevó un rato, un rato terriblemente largo, aclarar las cosas. Cuando, todavía asustada, les conté a mis amigos al día siguiente, casi no se compadecieron. “¿A quién se le ocurre salir sin un documento de identidad?” fue todo lo que me dijeron.

Este incidente ocurrió hace casi treinta años, y aún continúa en mi mente, todavía ocurre una y otra vez en mi cabeza a pesar de que Buenos Aires ya no está cautiva del terrorismo estatal y es poco probable que me detenga la policía. Pero tal vez los recuerdos más notables que tengo de Buenos Aires son de unos años después, justo al final de la dictadura. Hay dos cosas que sobresalen en mi memoria que marcan a la “nueva” Buenos Aires, a la que ahora regreso cada vez más. Una fue la ausencia de soldados jóvenes con ametralladoras en el aeropuerto. La otra —recuerdo esto claramente, mientras miro por la ventana del taxi después de llegar al aeropuerto— son las paredes de la ciudad, literalmente empapeladas con siluetas. Cada superficie disponible, o eso parecía, estaba cubierta con contornos negros de formas humanas sobre papel blanco grueso, marcado con los nombres de las personas y las fechas de su desaparición. El impacto visual de estos fantasmas de papel fue enorme; no pude dejar de hablar sobre ello, no pude evitar mirarlos de cerca, verificando los nombres y las fechas, con miedo a encontrar un nombre que conociera. La gente en Buenos Aires parecía menos traumatizada que yo por esta muestra. Para ellos, había sido una experiencia diaria; para mí, era un recordatorio descarado de lo que me habían dejado.

Aunque nunca di un curso sobre una Buenos Aires fantasmagórica hecha de alusiones literarias y citas prestadas, el proyecto me siguió acechando. Cuando comencé a escribir El común olvido, la idea me visitó una vez más, y le permití entrar en mi ficción. Quería recuperar Buenos Aires a través de las palabras de otros, para reciclar fragmentos, pedazos de textos que otros habían escrito o dicho, palabras no necesariamente prestigiosas o siquiera memorables pero con las que, por algún motivo, me había encaprichado. Quería recuperar historias y sobre todo voces, cosas que había dicho la gente y el tono que habían usado en el relato, el parloteo de una ciudad donde había nacido y vivido en diferentes períodos de mi vida que llenaban mi memoria. Esta reconstrucción, un tipo de arqueología de cuento dos veces contado, no surgió de la nostalgia. No sentí que estaba reuniendo a un mundo perdido para siempre; en cambio, me estaba divirtiendo. Era un placer reescribir y volver a contar las historias que hablaban de una ciudad que amaba, una especie de homenaje.

Cuando la gente me pregunta si volvería a vivir en Buenos Aires, siempre dudo antes de responder, nunca respondo exactamente lo mismo y, a veces, no contesto nada. En las semanas posteriores al 9/11, pensé seguido en Buenos Aires, soñé con la ciudad noche tras noche. Estos sueños (o recuerdos; ya no puedo distinguir cuál es cuál) eran de un pasado distante, cuando aún no tenía noción de que no pasaría el resto de mi vida en Buenos Aires; sueños (o recuerdos) de voces, viejas expresiones, imágenes desconectadas, la mayoría de ellas felices, a pesar del ruido constante de helicópteros que sobrevolaban Nueva York que también, inevitablemente, trajeron otros recuerdos de Buenos Aires, menos distantes y no tan reconfortantes. Después del 9/11, fue como si el clima se hubiera detenido en Nueva York, con la ciudad suspendida en un otoño templado, soleado, eterno. Nunca tuvimos invierno ese año. Creo que esto contribuyó en gran medida a mi desorientación, ya que comencé a sentir que estaba (que estaba físicamente) en Buenos Aires. El clima se parecía al de Buenos Aires: primavera en septiembre y octubre, y verano a fin de año, trayendo la Navidad y el aroma de fresias y jazmines. Incluso el perro ladrando en el edificio detrás del nuestro en Manhattan sonaba como el perro que ladraba en el jardín del vecino, pidiendo que lo dejaran entrar, cuando era niña. El trauma hace que quieras irte a casa, a cualquier hogar que hayas fabricado para la ocasión, y mi invento entonces resultó ser Buenos Aires, una Buenos Aires que no me dejará. Es una forma de volver.

[1] Traducción propia.

 

*Traducción de: Molloy, Sylvia. «Afterword: The Buenos Affair». PMLA, Vol. 122, No. 1, enero 2007, pp. 352 – 356.

Cartas inéditas de José Bianco (1954-1956)

 Por: Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]

Imágen: José Bianco

En una nueva colaboración para Revista Transas, el investigador Carlos García recupera materiales inéditos y de considerable valor. En este caso se trata de los intercambios epistolares entre José Bianco, figura central de la revista Sur, y los escritores españoles Guillermo de Torre y Corpus Braga.


Fue por encargo del entretanto fallecido Ricardo Piglia que en el año 2011 bus­qué en archivos europeos material inédito de José Bianco, con miras a una edi­ción comentada de su co­rres­­pondencia que se estaba pre­parando en Estados Unidos.

Encontré en su momento una a Guillermo de Torre y dos a Corpus Barga, que repro­duzco en este trabajo, con algunas notas. Me ocupo en ellas y en la intro­duc­ción a los apartados especialmente de los destinatarios, ya que imagino que son me­nos conocidos en Argentina que Bianco, sobre el cual hay abundante bibliografía (registro títulos suyos y sobre él al final del presente trabajo).

Los pasajes de las cartas que requieren anotación son comentados al final de cada mi­siva. Todas ellas proceden de la Bi­blio­teca Nacio­nal de España (BNE, Madrid).

La selección puede parecer caprichosamente heterogénea, pero no lo es. Reúne a dos autores españoles, que se conocían de Madrid –donde habían trabajado ocasionalmente juntos– y quienes, ambos republicanos, debieron exiliarse y rehicieron su vida en América, uno en Argentina y otro en Perú. Todo ello pro­fundiza y hace eco a las investigaciones de Emilia de Zuleta (1983, 1999).

El carácter, el estilo de un escritor de cartas no surge de una antología tan breve como la presente, sino de aquellas correspondencias que se extienden por un largo pe­riodo y entre personas que tienen algo personal o intelectual que de­cirse.

Las misivas aquí recopiladas son apenas documentos de trabajo, notas remitidas por Bianco a fin de conseguir contribuciones para Sur.

Sin embargo, y a pesar de ser material de circunstancia, permiten algún vis­lumbre en la tras­tienda de una pu­blicación hemerográfica.

Al respecto dicen Carlos García y Martín Greco en La ardiente aventura. Cartas y docu­mentos inéditos de Evar Méndez, el director de ‘Martín Fierro’:

[O]bserva Jacqueline Pluet-Despatin (“Une contribution à l’histoire des intel­lectuels : les revues”. Cahiers de l’Institut d’Histoire 20, Neuchâtel, marzo de 1922, 130-131) que toda publicación tiene dos espacios: “l’espace écrit, public” y “l’espace humain, caché, où se cuisine et se négocie le sommaire”. En el espacio privado se debate, a veces con aspereza, la estrategia del espacio pú­blico; las disputas suelen ocultarse para presentar en el espacio público un frente único. Puede hablarse entonces del anverso y el reverso de una publicación; el reverso no siempre es accesible al investigador por carencia de fuentes. […] Entre el revés y el derecho hay una circulación de señales que no es fácil interpretar porque la mayoría de las veces faltan las piezas testigo, por ello es nece­sario recurrir a otras fuentes de información, impresas y manuscritas.

Una fuente de primer orden para hacer ese trabajo son las correspondencias de editores y secretarios entre sí o con los colaboradores. Muestran cómo y cuándo surgen las ideas acerca de los temas a tratar, se notan las ur­gencias del caso, se aprecia el recurso al nombre de la directora para reforzar el pedido de colabo­ra­ción, se registra que los firmantes cambian a menudo de título, etc.

El verdadero valor de cada una de estas cartas y de otras similares (como las que se conservan en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno) podrá ser mejor apre­ciado en el con­cier­to de todas, una vez publicadas.

 

I

Guillermo de Torre

(Madrid, 1900-Buenos Aires, 1971)

 

La primera carta de Bianco aquí recopilada está dirigida al poeta, en­sayista y pe­riodista español Guillermo de Torre, crítico de literatura y de arte, na­cio­na­lizado ar­­gen­tino en 1942. Desposó en 1928 a Norah Borges, con quien había estado “enno­via­do” desde comienzos de la década.

Torre fue, en el Madrid de hacia 1916-1917, el inventor del término “Ul­traísmo”, que designa al movimiento de vanguardia español del periodo 1919-1923, que tuvo también ramificaciones en Argentina y otros países hispa­noamerica­nos (en Argentina, mayormente debido a Borges). El término fue adoptado y divulgado por Rafael Cansinos Assens, pope del movimiento. La firma de Torre apareció bajo el primer mani­fiesto ultraísta, de fe­brero de 1919, aunque al parecer sin su consen­ti­miento (cf. C. García 2016/10).

Torre fue autor de un “Ma­ni­fiesto Vertical” (1920), que debía ser el germen de un nuevo movimiento, que no llegó a cuajar, y de uno de los libros clave del Ultraísmo: Hélices (1923), su único poe­mario, más famoso por recopilar algu­nos tics de la época que por su belleza o su calidad.

Su obra más importante fue, en todo sentido, Literatu­ras euro­­peas de van­guar­dia (1925), que sirvió de manual a gene­ra­ciones de investi­gadores, tanto en Es­paña como en Hispanoa­mé­rica. En 1965, Torre re­hizo y amplió ese libro ger­minal, aún hoy no superado en su género, bajo el título Historia de las li­te­­ra­turas de van­guar­dia.

En su juventud, Torre explicó pacien­temente, desde la pren­sa de Madrid, el arte moderno al público es­pañol. Entre sus tí­tulos de crítica de arte so­bre­sa­len Iti­ne­rario de la nueva pintura es­pañola (Montevideo, 1931) y Vida y arte de Pi­casso (1936).

Torre fue un in­cansable perio­dista; parte de sus publica­cio­nes heme­ro­grá­fi­cas pa­saron a conformar sus libros de historia o crítica literaria, de los cuales enu­mero aquí sólo unos pocos: El fiel de la balanza, (1941), Guillaume Apol­linaire: su vida, su obra y las teorías del cubismo (1946), La aventura y el orden (1948), Pro­­ble­mática de la literatura (1951), La meta­morfosis de Proteo (1956), La aventura esté­tica de nuestro tiempo (1961).

Colaboró en numerosas revistas del mundo de habla hispana: en casi to­das las de vanguardia en España, y en muchas de Argentina. Pero también lo hizo más tarde en órga­nos prestigiosos y establecidos, como Re­vista de Occi­dente, (Ma­drid), La Na­ción o Sur (Buenos Aires). Fue miembro de numerosas redac­ciones, desde las que promovió la obra de mu­chos autores, en especial de la Gene­ración del 27 es­pañola o de clásicos de ese país.

Recopiló las primeras Obras Com­­pletas de Federico Gar­cía Lorca y de Miguel Her­nán­dez para Editorial Losada, de la que fue uno de los funda­do­res y en la que tra­­bajó hasta el fin como ase­sor literario.

Fue asimismo un temible corresponsal, que se carteó con casi todas las per­so­nas de cierta importancia en el ámbito literario hispano y francés de su época.

En cuanto a Sur, por lo general se silencia que Torre aconsejó a Victoria Ocam­po desde el principio y que fue él quien, desde las bambalinas, dio vida a la revista du­rante sus pri­me­ros dos años.

Así lo reconoció en parte Victoria Ocampo, quien dirá en “Vida de la revista Sur. 35 años de labor”: Sur 305-307, Buenos Aires, noviembre de 1966-abril de 1967 (nú­me­ro aniversario, con el índice del período 1931-1966), 8 y 18:

Sur empezó su vida en un modestísimo cuartito de mi casa que servía de Redacción y Administración. Ahí nos juntábamos con Eduardo Mallea y nuestro excelente y ac­tivo secretario Guillermo de Torre. La empresa no contaba con otro personal. Era un Sur hogareño. […] Guillermo de Torre fue el primer e inmejorable secretario nuestro. Sur lo recordará siempre con la gratitud que merece.

(Mallea había sido una de las personas que incitaran a Torre a radicarse en Buenos Aires. Este lo planeaba ya desde 1924, pero no viajó hasta septiembre de 1927; cf. C. García 2016/07b y 2016/08).

El título de “secretario nuestro”, como lo designa Ocampo, no define adecuada­mente la intensa y polifacética actividad de Torre, ya bastante experimentado en estas lides a pesar de su juventud: daba artículos propios a la revista, con­se­guía los de otros autores, corregía, organizaba, hacía las tratativas con las im­prentas y papeleras, se ocupaba de la distribución, etc. Entre 1931 y 1966 firmó más de cincuenta contribuciones, entre ensayos, tra­duc­cio­nes y comen­tarios de libros; redactó además efemérides y textos relacionados con ani­versarios.

Torre se había radicado en Argentina a finales de 1927, donde permaneció hasta 1932. Vivió luego un tiempo efervescente y productivo en Madrid, hasta que el le­vantamiento fascista lo obligó a emigrar en 1936. Regresó a la Argentina vía París, y vivió de allí en más en Buenos Aires hasta su fallecimiento.

En 1938, a raíz de la creciente fascistización de la sucursal argentina de Calpe, un grupo al que per­tenecía Torre se escinde de esa editorial y funda otra: Losada. Ello pro­duce fric­cio­nes entre Victoria Ocampo y Torre, ya que Ocampo estaba mal aconsejada por Or­tega y Gasset, quien afirmaba insidiosa y erróneamente que Losada fuera una edi­torial “roja” (era, sí, liberal de izquierdas). Los intereses pri­va­dos de Ortega esta­ban, por cierto, ligados a Calpe desde antiguo, y el se­dicente “es­pec­tador” no se posi­cionó cla­ra­­mente en contra del levantamiento fas­cista, mientras que Torre, convencido re­publicano, tra­bajaría por estas fechas como Agregado cul­tural de la em­ba­jada de la república española en Buenos Aires (cf. C. García 2016/07a).

Quizás para evitar que lo echaran (había rumores en ese sentido; cf. García / Gre­co 2007, 307-308), Torre decide separarse de Sur.

(Hay aquí un paralelo con Bianco, quien en 1961 abandonará la redacción de Sur por un desa­cuer­do con la directora surgido cuando él aceptó viajar a Cuba, invitado por la Ca­sa de las Amé­ricas)

Torre retomará más tarde la colaboración con la revista. De esta última fase es la carta que re­produzco y anoto a continua­ción:

 

1 9 5 4

[1]

[Carta de José Bianco a Guillermo de Torre, 1 hoja, 2 páginas manuscritas. BNE, signatura Mss 22820 / 11:]

[Membrete:]

SUR dirigida por Victoria Ocampo

Revista mensual – Calle San Martín N. 689 – Buenos Aires

Dirección cablegráfica: vicvic – Baires

 

[Buenos Aires,] Jueves 28 [de octubre de 1954]

Mi querido Guillermo:

No quiero que pase este año sin que en Sur se hable de Rimbaud. Le ruego, pues, que con motivo de los libros de Etiemble me escriba usted un artículo o una crónica para publicar en el número que aparecerá, sin falta, el 1° de di­ciembre. Es decir, que la necesito cuanto antes.

En ese número aparecerán muy buenas colaboraciones (no sobre Rim­baud): Maurois, Graham Greene, (un cuento inédito), Borges (un artí­culo sobre el “Es­cri­tor argentino y la tradición”, etc.).

Ahora en SUR pagamos un poco más que antes (esto no tiene nada que ver con usted, que es la generosidad personificada con la revista, que­rido Guillermo), pero me satisface hacerlo constar.

Su amigo afmo.

Pepe

[GT anotó:] José Bianco

Le agradezco mucho los ejemplares de Valéry. Saldrá en Sur una nota de Mas­tronardi sobre los 2 libros.

Bianco alude al comienzo de su carta a René Etiemble: Le mythe de Rimbaud. Paris : Gallimard, 1952, obra en tres volú­menes (Genèse du mythe, 1869-1949; Structure du mythe; Succès du mythe).

A pesar de la ur­gencia de Bianco, el texto requerido no apareció en el número 232 de la re­vista, sino en el si­guiente: Guillermo de Torre: “Rimbaud. Mito y poe­sía”: Sur 233, Buenos Aires, marzo-abril de 1955, sección “Crónicas y no­tas”, y fue reproducido más tarde en su libro Las meta­morfosis de Proteo. Bue­nos Aires: Losada, 1956, 157-166.

Torre se había ocupado ya a menudo de Rim­baud, desde su juventud: “Es­quema sobre ‘el caso’ Rimbaud”: Alfar 34, La Co­ruña, no­viem­­bre de 1923, 24-25; “Correo literario. Los ingleses excéntricos. Rim­baud, el golfo”: Luz, Ma­drid, 25-X-1933. [Sobre Edith Sitwell: The English Eccentrics, Londres. Ben­jamin Fon­dane: Rimbaud, le vou­you, París]; “El mundo de los libros. Un enigma resuelto. ‘El so­neto de las vocales’, de Rim­baud”: Diario de Madrid, Madrid, 1-IX-1934

Los otros textos mencionados por Bianco sí aparecieron en Sur 232, enero-fe­bre­ro de 1955: Jorge Luis Borges: “El escritor argentino y la tra­di­ción”; Graham Greene: “Tareas espe­cia­les”; André Maurois: “Últimas pala­bras”.

Finalmente, Bianco alude en la posdata al comentario de Carlos Mastronardi a dos títulos de Valéry: “Miradas al mundo actual y La idea fija, Buenos Aires, Losada, 1954”: Sur 233, págs. 89-93.

(Según Nicolás Magaril, “Presencia de Paul Valéry”: Fénix 18, Córdoba, octubre de 2005: “El caso más significativo de la re­cepción valeriana en la Argentina es indudablemente el de Carlos Mastronardi”).

Los títulos de Valéry habían sido traducidos precisamente por Bianco para la editorial en la que trabajaba Torre (Losada), lo cual permite suponer que hubo trato asiduo y más co­rres­pondencia entre ambos, que no he hallado aún.

Curiosa­mente, ninguno de esos títulos de Valéry figura hoy en lo que se conserva de la biblioteca de José Bianco donada a la Biblioteca de la Universidad Torcuato Di Tella (Lazarovich 2015).

…..

II

Corpus Barga

(Madrid, 1887-Lima, 1975).

 

“Corpus Barga” era el nomme de plume de Andrés Gar­cía de Barga y Gómez de la Serna: periodista, poeta, na­rrador y ensayista es­pañol, tío de Ra­món Gómez de la Serna (aunque este lo tratara a veces de primo).

Colaboró en numerosos órganos hemerográficos de su ciudad: Los lunes de El Imparcial, El Radical, El In­tran­sigente, El Liberal, El País, El Sol, La Co­rres­pon­dencia de Espa­ña, Índice, Nue­vo Mun­do, España, La Pluma, Crisol, Luz (que diri­gió y en el cual colaboró asiduamente Torre), Dia­rio de Madrid, Cruz y Raya, Re­vista de Oc­cidente, La Gaceta Literaria, El Mono Azul y en Hora de Es­pa­ña (to­dos Ma­drid), La Pluma (Montevideo) o La Nación (Bue­nos Aires).

Vivió varios años en París. Fue uno de los organizadores del II Congreso Inter­na­cional de Escritores Anti­fascistas (julio de 1937). En 1934 fundó el se­manario Diablo Mundo (que apareció entre abril y junio de ese año), cuyo con­sejo de redacción es­taba con­­formado por Rafael Al­berti, Dámaso Alon­so, León Felipe, Ángel Ferrant, José Gaos, Antonio Ma­cha­do, José Moreno Villa y otros. Tam­bién Guillermo de Torre cola­boró asidua­mente en Diablo Mundo.

Nigel Dennis se ha ocupado de ese importante órgano, tanto en el prólogo de la reedi­ción facsi­mi­lar (Liech­ten­stein: Topos Verlag, 1981) como en la Antología Diablo Mun­do. Los inte­lectuales y la Se­gun­da República. Madrid: Funda­men­tos, 1983.

Por sus actividades en pro de la república, Corpus Barga debió exiliarse tras la Guerra Civil. En 1948 se radicó en Lima, donde dirigió la Escuela de Periodismo de la Univer­si­dad Nacional de San Marcos y colaboró en varias revistas. Man­tuvo también correspondencia con Guillermo de Torre, cuya edición pre­­paro.

En 1974, poco antes de su muerte, Barga recibió en Perú el premio de la crítica por Los gal­gos ver­dugos, con la que finalizaba su tetralogía de memorias titu­ladas Los pasos con­ta­dos. Una vida espa­ñola a caballo en dos siglos, 1887-1957 (1963-1973), confor­­ma­da por Mi fa­milia. El mun­do de mi infancia (1963), Pue­rilidades burguesas (1965), Las delicias (1967) y Los galgos ver­dugos (1973), que era una reela­bo­ración de su novela La vida rota (1908-1910).

Obras: Cantares (1904, poemas), Clara Babel (1906, relatos; aquí utiliza por pri­mera vez su seudónimo), La vida rota (1908 y 1910, novela), París-Madrid: un viaje en el año 19 (1920), Pasión y muerte. Apocalipsis (1930), La baraja de los desatinos (1968). Recopilaciones póstumas: Entrevistas, semblanzas y cró­nicas. Introducción y edi­ción de Arturo Ramoneda. Valencia: Pre-Textos, 1992. Fuegos fugitivos. An­to­­­logía de ar­tículos de Cor­pus Barga (1949-1964). Lima, 2003. Viaje por Italia. Ed. de Arturo Ra­­moneda. Sevilla: Rena­ci­miento, 2003. Véase Arturo Ramoneda Salas: Cor­pus Barga, 1887-1975. El escritor y su siglo. Bel­al­cázar: Ayuntamiento de Belal­cá­zar, Dele­ga­ción de Cultura, 2000.

Su archivo se conserva en la Biblioteca Nacional de España (Ma­drid): Cor­pus Bar­­ga. Inventario de su archivo personal. Madrid: Colec­cio­nes sin­gu­­lares de la Bi­­blio­­teca Nacional, 2005.

Las dos cartas aquí reproducidas, muy liga­das temáticamente entre sí, giran al­rededor del pla­neado número de Sur en homenaje a José Ortega y Gasset. Acerca de otros aspectos de ese homenaje, véase mi trabajo “Los 70 años de Ortega y su festejo póstumo en Sur (1956). Adelanto de la correspondencia Ortega-Torre” (www.aca­de­mia.edu, 9-II-2017).

 

1 9 5 6

[2]

[Carta de José Bianco a Corpus Barga, 1 página mecanografiada, 28 x 22 cm. BNE, signatura Arch CB /1/30, 1:]

[Membrete:]

SUR dirigida por Victoria Ocampo

Revista bimestral – Calle San Martín No. 689 – Buenos Aires

 

Buenos Aires, 12 de enero de 1956

Señor

Corpus Barga

 

Estimado colega:

Sur se propone dedicar un número especial a José Ortega y Gasset. Qui­sié­ra­mos hacerlo lo más completo posible, un número que abarcara las innu­me­ra­bles fa­ce­tas de este hombre eminente, sus preocupaciones o sus atisbos socia­les, lite­rarios y estéticos, su sistema filosófico y sus ideas filosóficas [sic]. Que­da­ríamos reconocidos si usted colaborara en él. Podría usted tratar cualquiera de los as­pectos señalados y, desde luego, cualquiera de los no señalados en esta rapi­dí­sima enumeración. Necesitaríamos que su trabajo, que no tiene por fuerza que ser dema­siado extenso (de 3 a 10 páginas a máquina a doble espa­cio, más o me­nos), estuviera en nuestro poder del 1° al 15 de Marzo. No des­pués.

La directora de Sur, Da. Victoria Ocampo, actualmente fuera de Bue­nos Aires, se lo agradecería mucho. En nombre de ella le escribo.

Cordialmente suyo

José Bianco

[Sello:] Jose Bianco

Jefe de Redacción

…..

Es de notar que Bianco firma aquí como “Jefe de redacción”. En otras cartas, por ejemplo en una a Gabriela Mistral de 1945, lo había hecho como “Secretario de Redacción”.

 

[3]

[Carta de José Bianco a Corpus Barga, 1 página mecanografiada, 28 x 22 cm. BNE, signatura Arch CB /1/30, 2:]

 

[Membrete:]

Editorial SUR S.R.L.

San Martín 689                      T.E. 31-3220

Buenos Aires – República Argentina

 

[Buenos Aires,] 5 de abril de 1956

Señor Corpus Barga

LIMA

 

Estimado colega:

Mil perdones por no haberle acusado recibo de su excelente artículo sobre Or­tega. Pero me llegó al día de haber empezado yo unas largas va­ca­ciones. El nú­mero dedicado a Ortega será el que corresponde al bimestre julio-agosto.

Victoria Ocampo le agradece su colaboración y le retribuye sus afec­tuo­sos salu­dos.

Cordialmente suyo

José Bianco

Jose Bianco

El homenaje al español apareció en Sur 241, julio-agosto de 1956. En él parti­ci­paron, ade­­más de Cor­pus Bar­ga, Julián Marías, Fernando Vela, Guillermo de Torre, Victoria Ocampo y va­rios otros autores.

El aporte de Barga se tituló “Un as­pecto de Ortega. El refractario”; el de Torre, “Las ideas estéticas de Ortega”.

Tengo entendido que la publicación de la correspondencia de Bianco es inmi­nente. Vaya aquí, pues, este diminuto hors d’oeuvre.

 

(Hamburg, 2011 / 21-VIII-2017)

 

 

Bibliografía de consulta

Balderston, Daniel (comp.): Las lecciones del Maestro, homenaje a José Bianco. Rosario: Bea­triz Viterbo, 2006.

Bianco, José (1932): La pequeña Gyaros. Buenos Aires: Viau y Zona, 1932 (Relatos).

Bianco, José (1943): Las ratas. Buenos Aires: Ediciones Sur, 1943.

Bianco, José (1944): Sombras suele vestir. Buenos Aires: Emecé, 1944 (Cuadernos de la Qui­mera).

Bianco, José (1972): La pérdida del reino. Buenos Aires: Siglo XXI, 1972 (Novela).

Bianco, José (1977): Ficción y realidad. Caracas: Monte Ávila, 1977.

Bianco, José (1984a): Páginas de José Bianco seleccionadas por el autor. Buenos Aires: Celtia, 1984.

Bianco, José (1984b): Homenaje a Marcel Proust, seguido de otros artículos. México: UNAM, 1984.

Bianco, José (1988): Ficción y reflexión. Página preliminar de Jorge Luis Borges. México: Fon­do de Cul­­tura Económica, 1988.

Bianco, José (1993): “Páginas dispersas”: Cuadernos Hispanoamericanos 516, Madrid, junio de 1993, 10-37.

Bianco, José (1997): “Dossier José Bianco”: Cuadernos Hispanoamericanos 565-566, Madrid, julio-agosto de 1997, 9-76.

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Borges, Jorge Luis (1985/09b): “Página sobre José Bianco, el del estilo invisible”: La Razón, Buenos Aires, 25-IX-1985, 9.

Gai, Adam [¿Seudónimo?]: “Lo fantástico y su sombra: doble lectura de un texto de José Bian­co”: Hispamérica 34-35, Maryland, abril-agosto de 1983, 35-49.

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García, Carlos (2016/08): “Gui­llermo de Torre en Buenos Aires (1927). Literatura y negocios”: www.academia.edu, subido el 26-VIII-2016.

García, Carlos (2016/10): “El primer manifiesto del Ultra (1919). Irregularidades y enig­mas”: www.aca­demia.edu, 18-IX-2016 (GarciaHamburg).

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Lopérgolo, Julieta: “Los ensayos de José Bianco. Entre la crítica y la literatura”: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria 9, Rosario, diciembre de 2001, 77-89.

Pasternac, Nora: Sur, una revista en la tormenta. Los años de formación, 1931-1944. Buenos Aires: Paradiso Ediciones, 2002.

Podlubne, Judith (2008): “El joven Bianco: de La Nación a Sur”: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria 13-14, Rosario, diciembre de 2007-Abril de 2008, 1-18.

Podlubne, Judith (2011): Escritores de Sur. Los inicios literarios de José Bianco y Silvina Ocam­po. Rosario: Beatriz Viterbo / Universidad Nacional de Rosario, 2011.

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Wilson, Patricia: “José Bianco, el traductor clásico”: La constelación del Sur. Traductores y tra­ducciones en la literatura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004, 183-227.

Zuleta, Emilia de (1983): Relaciones literarias entre España y la Argentina. Madrid. Ediciones Cultura Hispánica, 1983 (Sur: páginas 111-144).

Zuleta, Emilia de (1995): Españoles en la Argentina. El exilio literario de 1936. Buenos Aires: Atril, 1995.

Sinestesia colectiva: sentidos y percepciones en las vanguardias de los años ’20

 Por: Francine Masiello (University of California, Berkeley)

Traducción: Jimena Jiménez Real

Foto de portada: Luigi Russolo and his assistant Ugo Piatti in his studio with the intonarumori (noise machines), Milan, 1914–15, Courtesy of Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto, Archivio del ‘900, Fondo Russolo

 

Este texto es una versión abreviada especialmente para Transas de un capítulo del próximo libro de la investigadora y crítica Francine Masiello, The senses of Democracy: Perceptions, Politics and Culture in Latin America. Masiello propone el concepto de sinestesia no sólo para leer el efecto que las vanguardias del siglo ’20 buscaban generar en su público sino también para pensar el vínculo entre las prácticas individuales y las colectivas. 


“¿Qué es Caligari?”, se preguntaban los escritores de Crítica (1922) anticipando el nuevo filme alemán que estaba a punto de llegar a la Argentina: “Caligari emociona como una sensación extraña. Caligari aterra como una espantosa tragedia… Caligari atenaza los impulsos, Caligari es terriblemente impresionante.” El miedo, el temblor y el movimiento debían conquistar al público en una película que daba espacio a la colisión de la sensualidad inmediata con los cálculos de la razón.

En Argentina, la estética de Caligari resonó en los trabajos de Roberto Arlt, para quien la modernidad era también una cuestión de shock y despertar físico. Los estímulos sensoriales destinados al lector constituían la base de una estética contundente que tomaba en cuenta el cuerpo. Sensibilidad encarnada: sentir desde las percepciones físicas y sólo después llegar a la conciencia, al acto interpretativo. Este tema fue importante para Arlt en su busca de una estética que recuperara la modernidad urbana, y, por otro camino, para el artista Xul Solar, para quien los sentidos y las percepciones conducían a una conciencia colectiva,  mística y espiritual. Pero eso no es todo. La experiencia sensorial no solo ponía a artistas y escritores en contacto con el cuerpo sino que también les permitía registrar las tecnologías del momento, explorar la imagen cinemática y el sonido radiofónico, y rastrear las representaciones cambiantes de espacio, tiempo y movimiento. A través de cierta disposición somática, los artistas representaban la experiencia completa de la modernidad a principios del siglo veinte y expresaban la excitación del contacto sensual con los objetos en el campo perceptual. Para conquistar la distancia, para traer lo innombrable al alcance de la mano, para poner a prueba la propia percepción de los objetos materiales, para afirmar la centralidad de lo humano y luego fundir lo humano con la máquina: los sentidos entraron a las obras culturales de la década de 1920 y exigieron nuevas lecturas.

De Huidobro a Neruda, de Jean Epstein a Guillermo de Torre, los sentidos se evocaban para aprehender un extraordinario campo de objetos nuevos y para redescubrir la relación que uno tenía con las cosas. Todos, desde los fisicalistas, que celebraban el cuerpo humano para capturar la velocidad, hasta los místicos, que usaron los sentidos para tocar otros mundos, hicieron notar que las percepciones sensoriales son una fuerza dominante en la cultura. Tal énfasis en el sensorio humano nos empuja en varias direcciones: por un lado, hacia el shock y el terror presentes en el cine y el teatro de la cultura de masas; por el otro, hacia la salvación filosófica del individuo frente a las emergentes fuerzas de expansión del capital. Ambos tironeos desafían, conjuntamente, la rápida deshumanización que a menudo se asocia a la lógica de los relojes, a la alienación del trabajo fabril, y a las imponentes tecnologías de la guerra. El “giro sensible” restaura la ilusión de poder del individuo, permitiéndonos afirmar un involucramiento directo en los eventos del momento actual.

Y, por si se nos ocurriera pensar que esto es del todo nuevo, recordemos que los modernistas nos prepararon para este escenario. La atención persistente al sonido y a la imagen, rasgo definitorio de la poética de Rubén Darío, se entiende con mayor profundidad al pensar en los inventos en contacto con su mundo más inmediato. La noticia del fonógrafo en 1878, la introducción del gramófono de Edison en 1899, las luces eléctricas que deslumbraron a los indios fueguinos y los cilindros de cera que Lehmann-Nitsche usó ─la primera vez en 1905─ para grabar las voces de los nativos argentinos no son sino una minúscula parte del repertorio tecnológico que fascinó al público y prometió incrementar audición y vista a finales del siglo. Y a la par que los científicos medían la calidad de la voz, trazando gráficos que representaban decibelios y tonos de transmisiones, los poetas modernistas medían el timbre de la línea lírica. Por ejemplo, Herrera y Reissig descubrió el sonido de un estornudo, y Asunción Silva estudió sus propias exhalaciones como precursoras de la emisión de vocablos. Las transmisiones musicales, las visiones caleidoscópicas y el tacto de nuevas telas y texturas se abrieron paso a la poesía que emergió con el cambio de siglo. Hacia la década de 1920 esta obsesión materialista dominaba a los poetas canónicos.

En Pablo Neruda, el deseo de traer las “cosas” a su línea de visión, acortando la distancia que le separaba del mundo (y despertando en ello los sentidos), marca el ritmo de su Residencia en la tierra. No solo en su celebración del sonido ─la base del poema─ sino también en las percepciones de la vista, el gusto y el tacto que sus versos muchas veces expresaban, Neruda describía repetidamente las texturas de prendas de vestir, un paisaje de vistas y ruidos: el alcance físico de su cuerpo. El mundo devenía una posesión sensual cuya forma y sustancia fueron verbalizadas  mediante el undulante ritmo de sus frases; un ambiente poblado por vistas, sonidos, sabores y ritmos en pleno contraste. El estallido del mundo de las sensaciones siempre exige las atenciones del poeta, aunque este no sea capaz de observarlo en su totalidad. No nos hallamos aquí en el terreno del shock y el terror de Caligari, sino en la encrucijada donde los seres sensuales salen del sueño, y declaran que están vivos. Podría decirse, en pocas palabras, que la experiencia perceptual directa permitió a los intelectuales centrar sus cuerpos para recibir tanto la maravilla como el horror de lo nuevo. A algunos esto les irritó (suponía la materialización de una vía lucrativa alimentada por la prensa amarilla); para otros fue una oportunidad de alcanzar un nivel de conciencia más profundo a partir del cuerpo y de buscar mediante las percepciones compartidas los lazos intersubjetivos capaces de superar la alienación que imponía la modernización acelerada.

Por doquier, se esperaba de los sentidos que “pensaran por nosotros”, estableciendo el cuerpo como registro de la experiencia del límite entre el mundo material y el yo. Figuras de la alta cultura y aficionados a la ciencia popular trataron por igual de localizar las conexiones entre la sensación y el inconsciente: líderes espiritistas, teósofos, magos, psicoanalistas. Todos, desde los herederos de Madame Blavatsky a los seguidores de Carl Jung, recurrieron a ayudas perceptuales para alcanzar a sus fantasmas. Al mismo tiempo, el cuerpo sintiente daba fe de nuestra presencia en el mundo.

Martin Jay llama la atención sobre los debates en torno a la experiencia que corren desde el mundo greco-romano hasta el momento actual. Estos giran, una y otra vez, alrededor de la cuestión de la accesibilidad: cómo equilibrar la relación entre experiencia y conocimiento; cómo identificar lo “auténtico”; y cómo tener acceso a una experiencia directa y encontrar un modo de definirla. Sin necesidad de volver a Descartes y Leibniz, a las observaciones de Hume o Condillac, o de emprender los frenéticos encuentros sensuales que buscaban los románticos, permítaseme abordar ahora la cuestión de la experiencia tal y como se entendía en el último fin de siglo y, con ella, entrar en la discusión sobre los vínculos entre la percepción encarnada, el espíritu y los usos de la razón en la cultura vanguardista de la década de 1920.

El debate sobre la experiencia, bien tratado solo a través de la impresión sensorial, bien como un primer paso para la cognición y el juicio, ocupó a artistas e intelectuales a principios del siglo veinte. Por ejemplo, en 1903, George Simmel señaló que la gente sufría las avasalladoras fuerzas de la modernidad: ruido, velocidad, movimiento, y exceso de sensación. La solución ─un modo de calmar los nervios─ la halló en las búsquedas intelectuales, que preservaban la vida subjetiva de los estímulos de la ciudad. Simmel introdujo asimismo la cuestión de la distancia, y, en relación con ella, hizo indagaciones en torno a la experiencia de largo y corto alcance en el espacio y el tiempo: cómo acercar las cosas a nuestro ámbito de alcance mediante la alerta de los sentidos, cómo situar el conocimiento a través del cuerpo. Muchos de los escritores y artistas de vanguardia buscaron restaurar el poder de los sentidos para entrar en contacto directo con una realidad que escapaba rápidamente a su control más inmediato. Esta obsesión se convirtió en referente estético y pancarta social, pues, en efecto, los tropos de distancia y cercanía estaban por todas partes.

Años más tarde, Walter Benjamin, que fundó su reputación sobre la base de una atención temprana y continuada a estas cuestiones, repensó la relación de los sentidos con la experiencia individual centrándose en los bombardeos de estímulos que recibimos. Igual importancia tuvo que se ocupara de los extraños efectos de disociación que producía la tecnología moderna: las voces lejanas que la comunicación telefónica acercaba; el dedo que apretaba el resorte del obturador de una cámara para retener una imagen permanente del “ahora”; los estruendosos anuncios de periódicos y vallas publicitarias que nunca dejaban descansar. Eran unas pocas de las muchas formas de acosar al sujeto perceptor, dislocando los lazos entre pasado y presente y la medida de la distancia y la cercanía. Benjamin revivió así la muy disputada distinción entre Erlebnis y Erfahrung, propia de la Ilustración. La primera aludía a la experiencia vivida, y la segunda, al tipo de sabiduría que deriva del viaje (Fahrt) del pensamiento, una acumulación de recuerdos que han sido procesados muy sentidamente y con la implicación de nuestro más profundo intelecto. La clave sería el impacto de la sensación inmediata frente a una vida mental prolongada; el cuerpo de carne y sangre como vehículo del conocimiento frente a declaraciones abstractas de una verdad universal que puede guardarse y transmitirse de generación en generación.

El mundo hispánico no estuvo ausente de este debate. También en las primeras décadas del siglo veinte, José Ortega y Gasset, siguiendo el modelo de la fenomenología de Husserl, defendió la primacía de objetos y eventos en la formación de la subjetividad, lo que más tarde evolucionó en la defensa de Ortega de una “razón vital” en la que reemplazó la razón pura cartesiana por una explicación de la consciencia basada en la fusión de la vida subjetiva con la realidad externa.

Ortega defendió la primacía del cuerpo en tanto receptor sensual que despierta el pensamiento humano. Rechazando tout court el idealismo de los neokantianos, aspiró a un punto medio entre una fenomenología de la percepción y un abordaje sistemático de la experiencia que llevara a la comprensión del yo. Para este propósito, evocó dos momentos de la percepción: en el primero, nos apoyamos en los sentidos para ver, escuchar, oír; en el segundo, reflexionamos sobre ese momento de percepción como si fuera un evento del pasado. Llegamos al conocimiento solo tras el momento crucial del encuentro sensual.

Esto se hace evidente, por ejemplo, en su ensayo sobre Proust, que apareció en La nación en varias entregas, comenzando en enero de 1923. Ortega escrutó los más pequeños detalles de la percepción y analizó el impacto de los estímulos y nuestra relación con la materia sensible: colores, sonidos, olores y formas que acuden a nuestra presencia mediante la observación y permanecen luego con nosotros en el recuerdo. Repensando la prioridad asignada al sentido de la vista, insistió en la necesidad de un cambio y tomó la tactilidad como sentido básico del que se deriva el resto de la experiencia humana:

Parece cada día más verosímil que fue el tacto el sentido originario de que los demás se han ido diferenciando. Desde nuestro punto de vista más radical es cosa clara que la forma decisiva de nuestro trato con las cosas, es, efectivamente, el tacto. Y si esto es así, por fuerza tacto y contacto son el factor más perentorio en la estructuración de nuestro mundo.… en él se presentan siempre a la vez, e inseparables, dos cosas: el cuerpo que tocamos y nuestro cuerpo con que lo tocamos. Es, pues, una relación no entre un fantasma y nosotros, como en la pura visión, sino entre un cuerpo ajeno y el cuerpo nuestro. (“La aparición del otro”. En El hombre y la gente. Madrid: Revista de Occidente, 1964).  

Sin embargo, Ortega mostró escepticismo hacia los experimentos con la percepción encarnada, tanto en los textos de vanguardia como en la cultura de masas. Se opuso particularmente a las respuestas rápidas, sentimentales, incluso, del melodrama, el folletín y el cine, que parecían eludir la razón. También Borges había esperado superar los juegos (y engaños) sensoriales representados por la vanguardia para encontrar el moderado punto medio donde un sujeto perceptor pudiera despertar ética e intelectualmente. Y si hay un factor que los une (a Benjamin, Ortega y Borges), es el objetivo de superar la experiencia domeñada por el shock propia del frenetismo vanguardista.

Queda por discutir otro tema del ámbito de las sensaciones: los momentos en que registros de sensación independientes parecen cruzarse o entremezclarse. Nuestro inconsciente hace nacer imágenes poco claras o ilógicas del mundo conocido; y cuando surgen, como proponía Benjamin, ofrecen no solo la posibilidad de la “iluminación profana”, sino también de la praxis revolucionaria. Buena parte de la modernidad se define por esta búsqueda, pero el enfoque simultáneo en múltiples sensaciones es de vital importancia para el arte y la cultura, sobre todo en la era de la intensificación tecnológica correspondiente a los primeros años del siglo veinte. La sinestesia, en este contexto, asume a menudo un rol específico.

Si, como muchos han apuntado ya, el principio del siglo diecinueve marcó la individuación de los sentidos, a mediados de siglo un poeta como Baudelaire comenzó a encontrar provechoso trabajar con los cruces sensoriales que las percepciones a menudo ofrecen. Esto se vio sobre todo en sus “Correspondencias” (cuya técnica mereció los elogios de Benjamin), donde la sinestesia recurre a rituales y repeticiones de las “capas de la prehistoria[2]”. Dicho de otra forma, la sinestesia permite al pasado hacerse un lugar en la memoria de la experiencia: el doble momento estético sostiene dos flujos espaciotemporales, como apuntó Benjamin, esta vez en referencia a Valéry.

La sinestesia es imprecisa, y, con todo, está plenamente presente; alude a nuestros sentidos más allá de la razón y abre realidades ocultas que, en silencio, esperaban a ser reveladas bajo el trasiego de la vida diaria. La sinestesia lleva al tipo de fusión inseparable de materiales que en los casos más extremos puede provocar la indisociabilidad que sugiere la experiencia colectiva. Veamos ahora si puedo llevar adelante esta propuesta y relacionarla con la producción cultural.

Al elaborar sus obras pensando en la sinestesia, los escritores y los artistas plásticos alteraron las categorías de significado tradicionales; perturbaron el archivo de sensaciones. Paisajes chirriantes, visiones táctiles, o un campo auditivo coloreado: este conjunto de experiencias entrecruzadas dependía de una amplia gama de efectos, eludiendo tanto el control institucional como el control comercial estricto. La sinestesia conectó los niveles de experiencia racional e inconsciente, registrando la distancia y la cercanía, y, en su expresión más radical, nos llevó a concebir una comunidad colectiva cuyas experiencias de recepción se mezclaban con la nuestra. Al recibir esta arremetida de conocimiento sensorial, el cuerpo se convertía tanto en freno contra la deshumanización como en puente hacia la idea de la colectividad como base de lo social. William James también vio en este solapamiento sensorial un recordatorio de la infancia, describiéndolo con cierto deleite como “una gran confusión, floreciente y frenética”. Los sentidos aparecen, aquí, sumamente enredados.

Jonathan Crary señala que los sentidos primero se entremezclan para luego volver a convertirse en unidades discretas con el inicio del siglo diecinueve. Respecto de los cambios acaecidos en este siglo, explica que un único sentido ─el poder ocularcéntrico─ termina triunfando. Mas, contra la trayectoria de Crary, la cultura de principios del siglo veinte no parece acabar con el entremezclado sensorial; más bien, en su empeño por evocar los dilemas de la cercanía y la distancia, continúa borroneando las distinciones nítidas. Kandinsky se dedicó a buscar el “sonido amarillo” como parte de un esfuerzo por encontrar sensaciones que sobrepasaran la percepción aislada. El dadaísta Raoul Hausmann, que consideraba el “espacio-tiempo” como el sexto y más importante de los sentidos, inventó en 1922 un optófono para transformar las señales auditivas en luz y color. Marinetti insistió en el uso de “tablas táctiles” para enseñar al público a sensibilizarse con las impresiones plásticas, mientras que su colega Luigi Russolo se valió de la experiencia sinestésica para vincular el campo táctil al sónico a través de sus intonarumori. Xul Solar relacionó los colores con la escala musical, y Jacobo Fijman, por su parte, escribió sobre la fusión de voz y color, o de color y olfato. En Los siete locos, Roberto Arlt interpretó de una forma distinta estos intercambios materiales cuando trató de explicar el paso del tiempo como una “gota de sonido”.

Drago

Xul Solar, «Drago»

 

Puede ser que Shklovski estuviera en lo cierto cuando escribió, en 1925, que “el arte existe para dar sensación de vida; para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra[3]. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como experiencia perceptual  y no como conocimiento[4]”. Más aún, en los años de innovación vanguardista, la sinestesia como técnica también expresaba esta mezcla de sensaciones anteriores al momento en que la cognición despierta.

No pocos trabajos recientes han tratado de desentrañar el significado de los cruces sinestésicos. Por ejemplo, Steven Connor apuntó recientemente que este artilugio pone en primer plano la idea de “combinación” y “complexiones”. La mezcla borra la idea de un punto nodal como comienzo de las experiencias, y nos acerca en cambio al pensamiento rizomático de Deleuze. Los efectos sinestésicos se extienden sin control, eludiendo las cartografías e identidades precisas a que estamos acostumbrados. No es de extrañar que la generación de la década de 1920 se valiera a menudo de la sinestesia, pues esta producía una sensación vaga e indiferenciada que desestabilizaba las certezas sobre el estado de la experiencia y su potencial político subyacente.

Los experimentos vanguardistas también cuestionaron la idea de que el lenguaje tuviera una base de significado predecible o un foco único de representación. Gritar, chillar, coquetear con el sinsentido, aumentar y reducir la fuente de una página, cruzar visión y tactilidad, mezclar oído y gusto: todas ellas técnicas que ocupan un lugar central en el repertorio vanguardista y se repiten a través de los géneros. El entrecruce de sonido y significado, en su caso más simple, se encuentra en la onomatopeya. Quizá muchos recordemos los poemas onomatopéyicos de los dadaístas Raoul Hausmann y Hugo Ball, la onomatopeya bruitista del futurista Marinetti, la preocupación por las dendritas sensoriales que aparece en la obra de Leopoldo Lugones, o las distorsiones sensoriales de los Veinte poemas de Oliverio Girondo, donde los versos portan destellos somáticos que entrecruzan el campo visual y el sónico. Oímos, palpamos, e inhalamos, la expansión voluble de sus poemas.

La “bulla”, cuyo origen César Vallejo trata de desentrañar en el primer poema de Trilce, aparece asociada no solo al sonido de la poesía sino al propio cuerpo del verso. El cuerpo habla y el cuerpo recibe; contiene los elementos dispares que son los materiales sensoriales del mundo. Nótense, entonces, los artilugios sinestésicos que Vallejo congregó en Trilce, libro que comienza con excrementos de pájaro que se fusionan para formar una masa de tierra viscosa y palpable, dando paso luego a descripciones de los desechos humanos que nos vinculan a todos en ciclos naturales de crecimiento y desintegración. Valiéndose del impacto de estos eventos en las percepciones corporales, Vallejo hace que sintamos la fusión de materiales. A menudo tal impacto confunde a los sentidos, como cuando Vallejo escribe sobre el “estruendo mudo”, que al revés aparece impreso como “odumodneurtse”, de forma que la cacofonía silenciosa se mantiene como experiencia visual: vemos el poder del sonido cruzado con el silencio. Lo que resulta obvio de Trilce es que el cálculo numérico y las matemáticas no nos son de gran ayuda. Más bien debemos aprender a pensar desde el cuerpo, haciendo la cabeza a un lado. En Trilce, Vallejo nos induce a pensar que es en nuestras respuestas compartidas donde podemos localizar el centro de lo ineluctablemente humano. A menudo se hace evidente que estas combinaciones de letras y sonidos, mezcla de sentidos del orden más radical, se niegan a llevarnos al lugar de la razón. Como el relámpago o el fragor del trueno, sus alusiones sensoriales entrecruzadas barren el entendimiento convencional y apelan a una comprensión tácita y colectiva.

En la historia de la literatura, son muchos los que han tratado de trazar una jerarquía de los sentidos: bajo el signo del barroco, Calderón vinculó fe y audición; San Juan de la Cruz se refirió a su “soledad sonora”; y Santa Teresa describió su unión con Dios como el éxtasis del cuerpo. Más tarde, la experiencia sinestésica se asoció a las primeras etapas humanas, a la primera infancia o a la niñez. Por ejemplo, en Émile, Rousseau propuso rescatar nuestra naturaleza interna (las sensaciones primitivas e indiferenciadas que caracterizan a la primera infancia) y garantizar que la educación de los primeros años de la niñez incluyera una educación de los sentidos para que el individuo, una vez adulto, no se encontrara convertido en un monstruo, irremediablemente confundido e inepto. La crítica ha señalado el peso de la descripción de Rousseau en Mary Shelley, y de la influencia de esta última en Horacio Quiroga, especialmente en “El hombre artificial” (1910), cuento sobre un grupo de científicos que intentan crear en un laboratorio un ser humano vivo (véanse las valiosas observaciones de Beatriz Sarlo en 1992). Bajo el influjo del poder de la electricidad y otras tecnologías, traen a la vida a una criatura de percepciones sensoriales indiferenciadas. El objetivo de los científicos es dotar a su creación de “experiencia vital”, y ayudarla a distinguir los sentidos para que pueda sobrevivir. Sin poder evitarlo, fracasan, y su monstruo, como es lógico, se ve también abocado al fracaso.

El ejemplo vanguardista se vuelve contra las narrativas de este tipo, borroneando las líneas entre los sentidos sin intentar restaurar la singularidad de ninguno de ellos. De hecho, la acción de la sinestesia respecto de los sentidos mantiene una insolubilidad formal; apela a respuestas profundamente personales del espectador o lector a la vez que apunta a la recepción interpretativa y emocional de la comunidad como un todo. Moviéndonos en la superficie, los artilugios sinestésicos, paradójicamente, alcanzan profundidades comunitarias. A su vez, los practicantes de la sinestesia moderna confiesan que es imposible localizar ninguna experiencia “auténtica” en el texto. Es decir, admiten que no hay un regreso equivalente al momento alumbrador descrito por Rousseau, Shelley y Quiroga. La experiencia sinestésica nos permite habitar el presente, pero, por su forma irresuelta, por su interrupción de un significado único, hace posible llenar el vacío y capturar la multiplicidad sensorial de la que es capaz el cuerpo.

En más de un sentido, esta forma de representación anticipa las propuestas de Merleau-Ponty, quien, en su intento de “restablecer las raíces de la mente en el cuerpo[5]”, aspiró a captar “la espontaneidad que reúne la pluralidad de las mónadas, el pasado y el presente, la naturaleza y la cultura en un único todo[6]”.  Proyectó su idea de experiencia sensorial ambigua que apuntaba a “un mundo que es (…) una multiplicidad abierta e indefinida donde las relaciones son relaciones de recíproca implicación”. El primer impacto de sensación entremezclada determina entonces la conciencia y el pensamiento. Transferido al campo literario y artístico, se convierte en el tema de la modernidad. El pensamiento encarnado se convierte en principio rector y pancarta: marca el tiempo doble de lo arcaico y lo moderno; acorta distancias sostenidas en el tiempo y el espacio; supera el lapso entre percepción sensorial y juicio. Produce, como de hecho anotó Merleau-Ponty, un “milagro” en el que el sentido deriva del aparente sinsentido. Entre las manifestaciones comunes de esta magia del texto artístico se encuentra la sinestesia.

Dos autores de la vanguardia de la década de 1920 hicieron notar las contracorrientes de sensación e intelecto, y las resolvieron mediante la sinestesia: Jean Epstein y Guillermo de Torre. Ofrecieron, también, un modo contundente de repensar la sensación encarnada como base de la vanguardia. Jean Epstein, director de cine y uno de sus primeros teóricos, trató de describir la disposición estética que guio a su generación. En La poésie d’aujourd’hui (1921), Epstein se enfocó en lo que llamó “un nuevo estado de inteligencia”, que basó en el tipo de asociación libre y sin orden que a menudo se produce en estado de fatiga. Sentimos antes de comprender; tenemos la capacidad de reconocer objetos sin pasar antes por el proceso de asimilación profunda que requiere el conocimiento histórico. Dice Epstein: “La fatiga de la memoria está ahí todo el tiempo. Invita a las analogías más extraordinarias…Tiende a la invención”. Basando sus ideas en las incipientes ciencias fisiológicas y teorías de la sensación, Epstein pretendía explicar una excitación general del sistema nervioso como equivalente de una “psicosis generacional”. Entramos de esta forma en el régimen discursivo de lo que él llama en un primer momento “cenestesia”, es decir, la combinación de sensaciones orgánicas que conforma la conciencia de un individuo de su propia existencia corporal.  Es semejante al “sexto sentido” que Aristóteles buscó en Acerca del alma, abordaje oblicuo al mundo que es inefable y amorfo. Según Epstein, el principal efecto que provoca la cenestesia es el de sentir antes que comprender.

Guillermo de Torre desarrolla la propuesta de Epstein en su Literaturas europeas de vanguardia (1925). Leídos en conjunto, Epstein y de Torre nos ayudan a comprender cómo se interpretaba en 1920 el mundo sensorial, y, en particular, la sinestesia. La clave reside en el vínculo con un “intelectualismo sensorial”, idea que propuso en primer lugar Jean Epstein y que de Torre tomó prestada más tarde. Este último autor comienza con una crítica a los vanguardistas que siguen una literatura de la sensación: el shock, la sorpresa, y los efectos mecánicos encabezan esta lista. Pero no tarda en recordarnos que este mundo de sensación no debe abandonarse: con la obra de los cubistas en primer plano, trata de encontrar una amalgama de sensación que recurra a nuevas profundidades intelectuales. De Torre observa la superposición de formas incongruentes, las yuxtaposiciones de sensaciones e imágenes, la simultaneidad de los planos visual y verbal, y los hilos de vibración sostenidos por antenas humanas que llevan al mundo de las ideas. Al abandonar la narrativa, solo resta el proyecto de la sensación, anclándonos en un presente puro: “Así, la espontaneidad y la impulsividad, la influencia de la velocidad, el flujo subconsciente y la cenestesia ─señaladas por Epstein─, la ascensión al plano intelectual único. Y, sobre todo, la preponderancia de un ‘intelectualismo sensorial’, descubridor de un arte y un lirismo halagador de los ‘sentidos inteligentes’”. Opera aquí en la percepción encarnada un mecanismo psicológico interno; “sinestesia” es la palabra que él usa para referirse a esta respuesta. Frente al rigor de la forma inmutable, de Torre exige la fusión de imágenes y experiencia profunda, mezcla de comprensiones materiales ─conscientes e inconscientes─ que evocan psique y physis.

Si Jean Epstein defendió la cenestesia desde su primera iteración en el siglo diecinueve hasta su práctica definitoria en la modernidad, de Torre insistió en que la cenestesia ─y, análogamente, la sinestesia─ habla al corazón de las literaturas de principios del siglo veinte. Las asociaciones de sentidos se cruzan; las simpatías se extienden; la sinestesia descubre el proceso dinámico tras el texto vanguardista. De Torre se enfoca en instancias específicas de técnica en el poema, y, concretamente, en la capacidad de condensación que se permite la sinestesia: “Tal sensación cenestésica que se interpone entre el sujeto y el mundo, y su carácter confuso favorece la actitud reflexiva y la captación de los recuerdos, que no duermen en la inteligencia, sino en la subconsciencia cenestésica. El sentimiento de religiosidad y la devoción hacia la ciencia «a la que piden los escritores la novedad, la transformación de los presentimientos cenestésico en horóscopo o, en fin, posibilidades estéticas nuevas», son especímenes de esta característica”.

Ante todo, la propuesta estética pone la inestabilidad y los movimientos transmigratorios entre el mundo interno y el externo en el centro del texto vanguardista.  Nos hallamos en el espacio de la excitación sensorial, la suspensión momentánea de la razón. Para de Torre, el arte y la literatura de los años 20 asumieron este monumental reto. La década se enfrentó a las duras realidades de la posguerra: la transformación del trabajo, la emergencia de la cultura de masas, el crecimiento dramático de los centros urbanos, la alienación causada por la rápida modernidad, y el feroz control ejercido sobre las vidas humanas por el reloj fabril y por la naturaleza incolora de una economía adinerada que trocó calidad por llana indiferencia. La cultura vanguardista empleó la técnica sinestésica como modo de resistencia.

De Torre vio a miembros de la vanguardia en busca de una comunidad perdida, los “vasos comunicantes” que tan importantes eran para surrealistas como Breton. Cifró sus esperanzas en encontrar en la poesía la whitmaniana alma colectiva. Meta reiterada en las primeras décadas del siglo veinte ─en la idea de inconsciente colectivo de Jung, en el concepto de “fluir de vida” de William James, que consideraba la consciencia una continuidad del entorno, o incluso en la celebración de Yvan Goll del lazo cósmico fraternal que unía a los poetas del mundo─, la búsqueda de de Torre encontró este espíritu comunitario en la experiencia cotidiana de la cenestesia, y en la capacidad de fusión sinestética de la literatura.

Llegamos ahora a un punto de divergencia: si bien un enfoque fenomenológico llevó a los pensadores de la década de 1920 a repensar el cuerpo sensible, devolviendo cierto poder al individuo ante el avance de la modernidad, también intervinieron otros factores, lo que en términos generales resultó en la pluralidad de opiniones respecto de los efectos que pudiera engendrar la percepción sensorial. Por un lado, la prensa amarilla alimentó el shock y el estado de terror que pedían los lectores, llevando al público las impactantes escenas de desastre y destrucción pertenecientes a la modernidad; por el otro, los modernos de corte teosófico o espiritista consideraban que el mundo de lo sensible era el primer paso hacia un entendimiento colectivo. Tirando, aparentemente, en direcciones opuestas, estas miradas distintas sobre los usos de los sentidos circularon por igual entre las élites intelectuales y los lectores populares.  Tal era la confusión sensorial que un colaborador de la revista Martín Fierro se refería a la década de 1920 como una gran “sinestesia colectiva[7]”.

Roberto Arlt y Xul Solar apuntan a los extremos de esta bifurcación. Bajo la siempre presente obsesión con un mercado de ventas, Arlt explotó los temas del shock y el escándalo mediante experimentos con la percepción encarnada, mientras que Xul intentó rechazar el shock (que se buscaba con el fin de impulsar las ventas) para utilizar los sentidos en la búsqueda espiritual de un alma colectiva. Para expresar esta pesquisa, recurrieron a un método basado en la sinestesia.

Sin necesidad de revisar en detalle su famoso prólogo a Los lanzallamas, sabemos que el “cross a la mandíbula” de Arlt apela al shock. Toque de atención, sacudida: la literatura tenía que dejar un efecto visceral sobre el lector. Reflejando el impacto de lo que algunos han llamado “modernización neurológica” (Bentley), Arlt desarrolla la elevación estética que trae consigo actos de ataque físico y el shock de lo nuevo, pero también recela enormemente del mercado por su sensacionalismo y por los cultos espiritistas que utilizarían la experiencia sinestésica para entrar en contacto con los muertos. Basta recordar el comentario de Silvio en El juguete rabioso, cuando contempla la transformación de la materia: “La cal hierve cuando la mojan”. No hay aquí transformación mística, ni elevación estética; ni transformación de las clases sociales; es solo el material de la ciencia más básica: dejemos a los sentidos en paz. Y si a los teósofos les obsesionaba la metamorfosis del cuerpo en alma, a Arlt todo aquello le hacía reír.

A medida que se investiga el “shock de lo nuevo” (y el shock registrado en el cuerpo), Arlt también se mofa de los experimentos literarios de las vanguardias que explotan la forma sensacional. Lo vemos en su narración de los sueños de Hipólita (que podría ser una alusión jocosa a los círculos giratorios que aparecieron en las primeras películas de Marcel Duchamp); lo vemos también en la percepción del paisaje del Astrólogo ─las nubes triangulares y los cielos perpendiculares hendidos por pensamientos sobre Lenin─; lo vemos, por fin, cuando el cuerpo de Haffner yace en una cama de hospital y se reduce a pura sensación (nuevamente, ¿una burla de las escenas “de cama” de Proust y Joyce?). Expresionistas, grotescos, fragmentarios e incoherentes, los personajes de Los siete locos ponen el realismo a prueba cuando sus cuerpos, absurdamente tropistas, responden como formas de vida primitivas a las esquirlas de luz y oscuridad o a estímulos que inducen un dolor considerable. El objetivo, apunta el Astrólogo mientras piensa en poner a funcionar sus planes, es “mover…una montaña de carne inerte”. Hay en sus palabras poco o nada de iluminación profana, o de promesa de redención. La mezcla de sensaciones, que conmociona a los lectores de la prensa popular, nos brinda solo la oportunidad de poner en el mercado una crónica roja, un guión de cine y, quizá, ganar un poco de dinero o reconocimiento. Pero esta no es más que una parte de la historia: el apogeo de los 20 introdujo otra forma de abordar la vida sensible, empleando los receptores corporales para alcanzar un alma colectiva.

En un ensayo de 1892, George Simmel admitió que la moda espiritista había contagiado a amplios sectores de la población, y trató de denunciarlo plenamente. Como si anticipara el ataque de Roberto Arlt en un ensayo de 1920, Simmel consideró que sería mejor dejar “sin explorar” el mundo de la búsqueda espiritista en su totalidad. Aunque Simmel y Arlt asociaban el espiritismo a la nostalgia por los milagros, al anhelo del pasado, y a la incapacidad de enfrentar el futuro, en el contexto latinoamericano más amplio, esta corriente se vinculó con frecuencia a tradiciones liberales, por ejemplo, en la estela de Allen Kardec. Entre los artistas de vanguardia que siguieron este camino, Xul Solar fue una de las figuras más importantes.

Xul era lector de las ciencias místicas, mezclando tarot y zodíaco, el I Ching con la cábala. Dibujó mapas del cielo y de la tierra como astrólogo, rastreó las correspondencias entre color y sonido en su música, buscó la espiritualidad en la imagen visual y en la propia lengua. Estos vínculos sinestésicos también estuvieron presentes en sus pinturas; en sus planes de alterar la estructura de los instrumentos musicales, especialmente del piano; en sus bocetos para un nuevo juego de ajedrez y en su invención de una panlengua. Pero la sinestesia como metáfora está mejor expresada en sus objetivos éticos: me refiero a su deseo de alcanzar una panconciencia que trascendiera la singularidad del ego y el aislamiento del yo. Apunta, más bien, a la colaboración, a la mezcla de percepciones y formas, e incluso, en su propuesta más radical, a la condición transhumana. En la amalgama de humanos y máquinas Xul Solar halló el nuevo mestizo.

Por encima de todo, insistió en los tropos del puente y la escalera, expresando un deseo de unidad y armonía colectiva entre los hombres. El objetivo de su propuesta sinestésica no era el shock sino el encuentro, o el contacto del individuo con la comunidad. Ya fuera mediante arreglos arquitecturales de palabras y números, mediante motivos musicales o tendencias pictóricas pannacionales, Xul cruzó sistemas de entendimiento para hacernos ver el fracaso de los órdenes dominantes, que impedían la armonía entre el universo y el cuerpo humano. A la luz de lo anterior, apenas sorprende que, entre los proyectos de su última etapa, cuando sintió que se ponían a prueba sus esperanzas de un cambio político positivo, asumiera el reto de alterar robóticamente el cuerpo humano, aumentando su sensibilidad a percepciones y materiales para que pudiera experimentar la densidad del momento, y produciendo, en última instancia, nuevos casos de sinestesia con el potencial de despertar el pensamiento colectivo.

Junto con la literatura y el arte, los ensayos y textos filosóficos de las vanguardias abordan cuestiones relativas al conocimiento encarnado y enfatizan la sensación. Mas, aunque los efectos sinestésicos de sonido y color se mezclan, uniendo la vista y el oído en una misma percepción, también nos llevan otra vez a la cuestión de la distancia y la cercanía; a la experiencia prerracional de las relaciones entre las personas y las cosas, y de las personas en el seno de su propia comunidad; nos dan la oportunidad de imaginar una reconciliación de los individuos con su mundo. La sinestesia deviene práctica que representa el deseo de los intelectuales de un alma comunitaria que escaseaba en los tiempos modernos. Desafía a la fragmentación; se centra en las percepciones cruzadas.

En este sentido, Arlt y Xul Solar respondieron a la cultura de la sensación que los medios de masas alimentaban en aras del mercado. Arlt llevó este proyecto a extremos abyectos (no sin motivos para reír), mientras que Xul Solar emprendió la búsqueda de una amalgama sinestésica indicativa de una vida colectiva ─y unificada─ de cuerpos, máquinas y almas. Ambos enfatizaron la relacionalidad, acercando objetos y personas, eventos y percepciones, y, sobre todo, aliviando la radical soledad a la que la modernidad las había relegado. Las conclusiones de Ortega y Gasset en un ensayo que escribió en la década de 1930 pueden resultar iluminadoras en este punto: “desde el fondo de radical soledad que es propiamente nuestra vida, practicamos, una y otra vez, un intento de interpenetración, de desoledadizarnos asomándonos al otro ser humano, deseando darle nuestra vida y recibir la suya”. Quizá sea el que sigue el argumento más importante a favor de una lectura a través de los sentidos: la necesidad de mantener el contacto humano, de expandir nuestro mundo perceptual, y, sobre todo, de vivir enteramente en el presente y resistir la anónima soledad a la que la etapa moderna nos ha relegado.

[1] La presente es una versión abreviada del tercer capítulo de mi próximo libro, The Senses of Democracy: Perception, Politics, and Culture in Latin America [Los sentidos de la democracia: percepción, políticas y cultura en América Latina]. Austin: University of Texas Press, 2018.

[2] Según la traducción de Jesús Aguirre de “Sobre algunos temas en Baudelaire”, por Walter Benjamin, en Iluminaciones II. Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo (Madrid: Taurus, 1980).

[3] Las itálicas son nuestras.

[4] La cita proviene de la traducción de Ana María Nethol de “El arte como artificio” (en Teoría de la literatura de los formalistas rusos, ed. Tzvetan Todorov. Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 1978).

[5] Según la traducción de Ramón Castilla Lázaro de “Le primat de la perception et ses conséquences philosophiques” [“La primacía de la percepción y sus consecuencias filosóficas”], incluida en Problemas de la filosofía: textos filosóficos clásicos y contemporáneos (Eds. Luis O. Gómez y Roberto Torretti. San Juan: Universidad de Puerto Rico, 1991).

[6] Ibídem.

[7] Se trata de Antonio Vallejo en “Criollismo y metafísica”, texto publicado en el número 32 de Martín Fierro (1926).

Copi, la lengua por venir

 Por: Pablo Farneda*

Fotos: Eva Perón y El día de una soñadora

 

En ocasión de los treinta años de la muerte de Copi, que se cumplen en diciembre, el Teatro Cervantes puso en escena dos de sus obras más emblemáticas, Eva Perón y El homosexual o la dificultad de expresarse, además de una puesta de El día de una soñadora (y otros momentos). Pablo Farneda, quien hace años investiga prácticas artísticas trans y queers, reseña estas obras, iluminando sus hallazgos pero advirtiendo, al mismo tiempo, como los cuerpos y la lengua de Copi son todavía intempestivos.


El Teatro Nacional Cervantes se atreve a una puesta doble de dos obras fundamentales en la dramaturgia de Copi: El homosexual o la dificultad de expresarse, seguida de Eva Perón, con dirección de Marcial Di Fonzo Bo. A este ciclo, que puede verse de jueves a domingos hasta el 9 de septiembre, se suma la puesta magistral El día de una soñadora (y otros momentos), adaptada y dirigida por Pierre Maillet e interpretada por Marilú Marini, que ha contado sólo con cuatro fechas y ha finalizado el lunes 7 de agosto.

Sin ser explícito, el “acontecimiento Copi” en el Teatro Cervantes puede pensarse como un homenaje a los treinta años de su fallecimiento, que se cumplirán el próximo 14 de diciembre. Y casi medio siglo después de estas escrituras, ellas siguen produciendo una desestabilización que no se amansa y no se domestica.

Por eso, tal vez, la puesta de sus obras no puede pasar desapercibida: genera controversias, debates, acusaciones de infidelidad y de traiciones a su “espíritu”, si es que algo así como un espíritu o un estilo pudiera reunirse y simplificarse en un nombre. Por eso la expresión “acontecimiento Copi” puede dar cuenta, tal vez, de esa heterogeneidad que habita los textos: estas obras no se parecen entre sí, cada una de ellas funda un mundo extraño y monstruoso en donde se sostiene, y que luego veremos desmoronarse por el solo placer del jugar. El engarce de las dos primeras obras, El homosexual… y Eva… resulta una apuesta interesante para brindar al público una muestra de este caleidoscopio.

 

La dificultad de abismarse

En El homosexual… asistimos, en principio, al conflicto entre una madre (interpretada por Juan Gil Navarro) y su hija Irina (Rosario Varela), que se niega a continuar tomando sus clases de piano. En el medio de la estepa siberiana, donde se ambienta la pieza, hará aparición la señora Garbo, la profesora en busca de su alumna, lo qu devela una relación amorosa entre ellas. En el papel de la Señora Garbo se despliega la actuación de Hernán Franco, quien sin dudas destaca por encontrar el punto para un personaje que, con un glamour animal, inventa y pierde constantemente sus rasgos de humanidad: una fiera a la caza en el medio de la estepa. En esta obra, los cuerpos y las identidades se deshacen y se recomponen solamente para volver a perderse. Como el propio director declara, “la ecuación parece ser: cuanto más se sabe sobre los personajes, más inestables se vuelven sus identidades”. Y efectivamente iremos, a lo largo de la obra, desconociendo sus rasgos, sus géneros y sus sexualidades, sus relaciones de parentesco y todo lo que declaren. Rosario Varela, en el papel de Irina, es quien forma el contrapunto perfecto para la señora Garbo, con una composición impecable de su personaje, convirtiéndose en el dúo actoral que sostiene la complejidad de la pieza. En esta trama el cuerpo de Irina es el límite para los deseos desbocados del resto, que se lanzan sobre ella y que ella resiste con distintas estrategias: desde un simple “¡No! ¡No quiero!” a la serie de incidentes extravagantes que soporta en su cuerpo (como cagarse, romperse una pierna o cortarse la lengua). Así, la huida del régimen totalitario ruso que estos personajes se proponen va tornándose complejo. El montaje escénico a cargo de Oria Puppo y el vestuario en manos de Renata Schussheim adquieren gran relevancia, permitiendo a los intérpretes desplegar en escena las variaciones y los desvaríos de sus cuerpos.

 

La Eva de las pieles

Por otro lado, la obra Eva Perón continúa en el 2017 y para nuestra sorpresa hiriendo susceptibilidades en ámbitos donde la figura histórica de Evita se considera “deshonrada en su vivo recuerdo” por la escritura de Copi. Esta producción, que data de 1969, vendrá a formar sistema con una serie de Evas travestis, villeras, malhabladas, como las que Perlongher compone, pero también con las apropiaciones que distintas artistas travestis y trans han realizado en los últimos años, como Susy Shock, Marlene Wayar y la performance de Charlee Espinoza Evita Die.

La pieza teatral de Copi ha contado con detractores desde un primer momento y es interesante observar que uno de sus rasgos más insoportables, desde su estreno en París en 1970, giró en torno a la interpretación de la figura de Eva en el cuerpo de un actor (Fernando Bo) travestido. Independientemente del gesto ofensivo que resultó para un sector del peronismo de la época la caracterización de Eva en base al relato anti-peronista (aunque, como señala Daniel Link, no fiel a ese relato), aquello que unificó a peronistas y anti-peronistas frente a la puesta de Copi estuvo directamente vinculado al travestismo.

La obra gira en torno al encierro de Eva en sus (supuestas) últimas horas antes de morir, junto a sus allegados, todxs enclaustrados: Perón, su madre, la Enfermera e Ibiza, su secretario (un personaje que encuentra resonancias en la figura de su hermano, Juan Duarte). Desde allí, desde el cáncer y desde el encierro, Eva digita la vida y obra de los demás personajes, disponiendo incluso los términos de su propio entierro, de su embalsamamiento, de su sepelio y hasta de su duelo. Mientras tanto pedirá a la enfermera, a quien donará sus pertenencias, que se vaya vistiendo, primero con sus vestidos, luego con sus joyas y su pelo, sólo para verla, sólo para verse. Así Eva es montada (y desmontada) independientemente del sexo de los cuerpos, varón o mujer. “Evita” aparece tanto en Eva como en la enfermera.

La interpretación aquí corre a cargo de Benjamín Vicuña, en una Eva que da más de lo que se espera, sosteniéndose en un trabajo actoral acertado en su expresividad, pero manteniendo un cuerpo todavía demasiado articulado para la máquina teatral copiana, que produce cuerpos siempre en vías de desarticulación. El excelente contrapunto vendrá de parte Carlos Defeo en el papel de su madre, robándose más de una vez las escenas y comprendiendo el humor corrosivo de la pieza. Juan Gil Navarro, en el papel de Ibiza, Rodolfo de Souza como Perón y Rosario Varela interpretando a la enfermera acompañan de manera acorde el despliegue. También aquí el vestuario será crucial para la construcción de la trama, y para la puesta en juego de todos los travestismos que la obra propone.

Marini 2

El heterosexual o la dificultad de expresarse

Otra cosa es el entreacto a cargo de Gustavo Liza, así como sus apariciones desenganchadas en el medio de la primera obra. Allí nos encontramos con un actor que hace de una travesti haciendo de Copi. Este entreacto tiene una pretensión humorística que no alcanza a realizarse, y en cambio se vuelve pedagógico y explicativo respecto del autor, su obra y su vida, como si hubiera, otra vez, que amansar la corrosión, la extrañeza y la incomodidad que producen los textos y los personajes. Continúo preguntándome por qué el travestismo y todos los cuerpos desestabilizantes como los que Copi producía, invocaba y convocaba en sus creaciones se mantienen tan prolijamente ausentes de estas puestas, como si todavía no tuvieran un lugar, como si algo de esta escritura no hubiera germinado aún, como si la lengua cortada de Irina nos anunciara una lengua aún por venir. Resulta llamativo que, otra vez, un actor actúe de travesti, existiendo en los escenarios argentinos (y no sólo porteños) tantas artistas y actrices travestis. Si es cierto que en la producción de Copi la identidad no es vocación, y no interesa justamente quién es travesti, también es cierto que Copi perteneció a una manada de borders, locas excluidas y auto-excluidas, homosexuales activistas y monstruos travestis, y bien podría homenajeárselo y honrarlo de una manera un poquito menos prolija.

 

Ella Copi

Como corolario, quién se lleva todos los laureles de este ciclo y un Teatro Cervantes a sala llena, aclamándola enteramente de pie, es Marilú Marini interpretando a Jeanne, personaje de El día de una soñadora, adaptada por Pierre Maillet, que incluye fragmentos del único texto explícitamente autobiográfico escrito por Copi, titulado Río de la Plata. Marini, acompañada por Lawrence Lehérissey en el piano, es capaz de desplegar una polifonía a través de la modulación de la voz, un gesto, una arruga de la cara o el movimiento de un dedo. El escenario, que pasa gran parte del tiempo de la obra despojado, se puebla de personajes no sólo por las voces en off de Difonso Bo y Maillet, sino por la sonoridad de los textos que la actriz lanza y relanza, entrando y saliendo, entre Jeanne y Copi. Marini, amiga de Copi en Francia, es capaz de encontrar el tono, siempre dislocado entre la emoción y la risa, entre lo macabro y lo tierno, a partir del cual armar la escena de la espera y de la cita que Jeanne tiene con la muerte. En el cuerpo de esta actriz el teatro recupera toda su potencia de verbo impersonal: el morir, el exiliarse, el volver, el partir, el desear, no tienen nombre ni apellido, son más bien la cifra del acontecimiento en donde perdemos nuestro nombre para recomenzar, para volver a realizar una tirada de dados. Una más. No sólo la lengua sino todo un cuerpo es lo que está aún por venir con el teatro de Copi.

 

*Pablo Farneda es Licenciado en Comunicación Social y Doctor en Teoría e  Historia de las Artes por la Universidad de Buenos Aires.

Icho Cruz o las volutas de la memoria

 Por: Isabel G. Gamero

Foto: Icho Cruz

 

Ubicada a 47 kilómetros de la ciudad de Córdoba, Icho Cruz es una típica localidad de las sierras, con sus arroyos, sus colinas y sus bosques. También es el título de la ópera prima de Candelaria Sesín (1987), quien además de dirigirla, la ha escrito en colaboración con sus actores. Historia de recuerdos y secretos familiares, Isabel G. Gamero destaca en su reseña para Revista Transas el carácter abierto y la prolijidad de la propuesta. Logros que la hacen desbordar de los estrechos límites de la región donde transcurre hacia una dimensión más amplia, casi universal.


Hay obras cerradas, saturadas de palabras, objetos y contenidos, con líneas y formas tan claramente definidas como las de una naturaleza muerta. Estas obras narran o explican, sin fisuras, todo lo que sucede en la escena y no dejan espacio libre para que el espectador las interprete a su manera, las sienta o pueda, incluso, discrepar con ellas. Éste no es el caso de Icho Cruz de Candelaria Sesín que, más que explicar, muestra o deja entrever una constelación de conflictos familiares no explicitados, desdibujados por el paso de los años y las trampas de la memoria, inaccesibles, como la llave que los protagonistas de la obra desearían tener.

 

Justamente son los objetos perdidos, las historias a medio contar o las palabras que se eligen no decir los que esbozan unas líneas borrosas y abiertas (hacia el pasado o hacia el futuro), que dan vida y sentido a Icho Cruz. Ante la ópera prima de Candelaria Sesín (Córdoba, 1987), el espectador no puede más que sentirse interpelado e identificado, ya que es posible proyectarse en las vivencias, gestos e incomodidades de los protagonistas y completar sus silencios y los huecos vacíos que dejan sus palabras con nuestros propios recuerdos, con las historias veladas que hay en todas las familias, que casi todos los primos, sobrinos y nietos conocemos pero que, en muchos casos, preferimos dejar atrás.

 

La trama es tan sencilla y natural como lo que presenta la escena: una vieja mesa de madera, dos troncos que sirven de asiento, una parrilla, desvencijada y oxidada y, al fondo, una pila de leña. El piso entero está cubierto de hojarasca de tonos otoñales, a lo lejos se escucha el rumor de un río y el canto de algunos pájaros. Los efectos de iluminación y sonido, mínimos, sutiles, muy trabajados y realmente bien conseguidos logran dar la ambientación adecuada y permiten, incluso, cambios espaciales. Desconozco cómo lo han logrado, pero dentro de la sala huele a campo, a yerba; hace fresco, parece que estamos al aire libre, en plena naturaleza, cerca de un río.

 

Volvamos a la trama: dos primos se reencuentran, tras varios años sin verse, para hacer un asado en el patio de la casa de su abuela, en el pueblo donde pasaron los veranos de su infancia. El diálogo fluye de forma casual y desordenada, en ocasiones se interrumpe o fluctúa de un tema a otro, sin aviso, creando volutas, como las del humo de la parrilla; subiendo y bajando como el caudal del río en las distintas estaciones.

 

Los temas que tratan los primos (interpretados con solidez por Nicolás Balcone y Julián Marcove, quienes también contribuyeron a escribir la obra) son diversos, cotidianos, íntimos e inesperados; no voy a desvelarlos en esta reseña. Sí resulta pertinente decir que mucho de lo que sucede o se rememora en la escena son historias de la propia familia de la autora, Candelaria Sesín, quien creció en tierras cordobesas, cerca de Icho Cruz. Sin embargo, pese a ser en parte biográficas, las historias y emociones que se muestran en esta obra adquieren una dimensión más amplia, casi universal. Entre los espectadores que asistimos al estreno había (hasta donde puedo saber) personas de procedencia argentina, italiana, española y francesa y todas nos sentimos reflejadas en algunos momentos de Icho Cruz, que despertó recuerdos y emociones de nuestras propias historias familiares.

 

La obra remueve así sensaciones relacionadas con la nostalgia de la infancia y de la adolescencia, con el peso de lo que se dice y de lo que se calla, con las cargas familiares y deja una extraña sensación de haber perdido, sin darnos cuenta, algo de enorme importancia, que ni siquiera sabemos muy bien lo que es, pero que ya no podemos recuperar, aunque aún nos duela. Esto se debe a que el mismo polvo y la herrumbre que recubren y estropean los muebles viejos de las casas de nuestras abuelas también invaden, desdibujan y deforman nuestros recuerdos; y en esos casos resulta conveniente volver a ellos, pasarles un trapo para quitarles las capas de polvo, tratarlos con mimo.

Escrita por Candelaria Sesín, con apoyo de los dos actores, una versión más breve de Icho Cruz se presentó en 2016 en el festival “El Porvenir”, organizado por el Centro Cultural Matienzo y dirigido a creadores menores de treinta años. Posteriormente, y tras la buena recepción del público, la directora y los actores decidieron hacer una versión más larga de esta obra que es la que se puede ver, hasta el próximo 22 de septiembre, en el Teatro Beckett de la capital.

 

Icho Cruz de Candelaria Sesín, desde el 31 de julio al 22 de septiembre de 2017, todos los viernes a las 11 de la noche en el Teatro Beckett de Buenos Aires (Guardia Vieja 3556)

Historia de una ausencia: Rodolfo Walsh, David Viñas y «Les temps modernes»

 Por: Carlos García (Hamburgo)

Foto: portada de Les temps modernes (1981)

 

 

El investigador Carlos García nos brinda un adelanto de su investigación actual en torno al archivo que el académico alemán Dieter Reichardt conserva de David Viñas, que incluye una extensa correspondencia y algunos manuscritos. Allí encontró, entre otras cosas, la respuesta a la ausencia de Rodolfo Walsh en la edición que la revista francesa Les temps modernes dedicó a la Argentina durante la última dictadura militar, que el propio Viñas se encargó de coordinar. Presenta, también, el artículo “Dé­jenme ha­blar de Ro­dolfo Walsh”, que publicó en 1981 en la revista española La calle y que contiene correcciones manuscritas del propio Viñas.


Aunque en general propenso a la modestia, en una entrevista de 1984 David Viñas no titubeó en asegurar que el número especial de la re­vista sartreana Les Temps Modernes aparecido en París en julio-agosto de 1981 fue de lo más im­portante que se publicó en el extranjero en relación con la Argentina durante los años de la dictadura militar.[1]

Ese número, bajo el subtítulo Argentine entre populisme et milita­ris­me, había sido coor­dinado por Viñas y César Fernández Moreno, y reco­gía el ba­lan­ce hecho por varios autores acerca de la situación en el país vista desde el exilio. Parti­ci­paron en él, además de los coordinadores, Julio Cortázar, Juan José Saer, Beatriz Sarlo, León Rozitchner, Noé Jitrik, Marta Eguía y mu­chos otros (Viñas y Sarlo, además de a nombre propio, bajo seudónimo).[2]

Repasando ese volumen, llama la atención que nada se escribiera en él sobre Rodolfo Walsh. Creo estar en condiciones de explicar por qué. Para ello debo volver a mi reseña de una obra de David Viñas, publicada en marzo de 2017.[3] Expliqué allí que accedí a algunas cartas de Viñas al profesor de lite­ra­tura ale­mán (entretanto emérito) Dieter Reichardt. En aquel entonces, solo ha­bía vis­to algunas de las misivas relacionadas con la obra teatral Del Che en la frontera, inédita hasta ha­ce poco. En el intervalo, he accedido a más cartas de la co­rrespondencia entre Viñas y Reichardt. Se conserva una larga cincuentena de misivas, que abar­can el perio­do 1977-1990. En el corpus hay también algún manuscrito de Vi­ñas y nu­me­rosos recortes de su obra periodística o relacionados con la pues­ta en escena de sus obras teatrales. Preparo actualmente la edición co­mentada de todo ese ma­te­rial, tarea que insumirá, imagino, entre 12 y 18 meses.

Una de las cartas de Viñas a Reichardt, del 21 de abril de 1980, informa al amigo acerca de que César Fernández Moreno y él llegaron

a un acuerdo con la gen­te de Temps Modernes (sin paternalismo ni tutelajes ni inter­cam­bios de­­­ni­­gran­tes), para organizar un número espe­cial de la revista íntegra­men­te de­dicado a la Argentina 1980.

Y luego viene el pasaje decisivo en este marco, subrayado por Vi­ñas:

Y aquí mi pedido: si estás con tiempo y vehemencia suficiente, te ruego que pienses en escribirte 9/10/12 cuartillas sobre algún tema argentino actual que te caliente. El tra­bajo tendría que estar en la dirección de César Fer­nán­dez Moreno (Unesco, 7 – Place de Fontenoy – 75700 París) hacia el mes de julio de este año. Los galos traducen, editan, pagan y distribuyen. Ar­gu­mento nada desdeñable.

Yo te ruego –por muchas razones– que te unas a esta “patriada” (donde estarán los amigos del [¿libro?] de adentro y de afuera de la Argentina). Por lo menos, será una salu­­­da­ble oportunidad de blasfemar contra el [ilegible] o de levantar a valores siste­má­­­ti­camente ninguneados por el vi­de­lato.

(¿Qué tal que tus 10 páginas sean sobre Rodolfo Walsh? ¿Qué te pa­re­ce?)

 

Hasta donde alcanzo a ver, Reichardt no escribió ni publicó nada sobre Walsh, ni en esta ni en otra ocasión, salvo en su Diccionario de autores la­ti­noa­me­ricanos (reproduzco más adelante esa entrada, en Apéndice I). Nada suyo apareció en ese nú­mero es­pe­cial de Les Temps Modernes, aunque sí cola­boró con Viñas en otras ocasiones, tanto en revistas como en libros o congresos.

Interrogado al respecto, Reichardt me comentó que a pesar de la propuesta del amigo no escribió lo que se esperaba de él porque en esa época tenía mucho tra­bajo en la Universidad y como coordinador de la revista Ibe­roamericana (Frank­furt), y que la editorial le urgía la entrega del mencionado Dic­cionario (que, sin embargo, no aparecería sino casi diez años más tarde).

Viñas, por su parte, escribió a menudo sobre Walsh. Paralelamente a esta co­rres­­pondencia, por ejemplo, publicaría “Déjenme hablar de Walsh”: Casa de las Amé­ricas XXII.129, La Habana, 1981, 147-149 y en Plural 2ª época, XX.118, Mé­xico, julio de 1981, 17-19.[4] Menos conocido es que ese trabajo fue también publicado en Madrid, en La Calle, el primer órgano de izquierda importante tras la caída del franquismo:[5] un recorte de ese texto (sin fecha, pero de hacia abril de 1981, ya que fue remitido con una carta del 21 de ese mes), con tres co­rrecciones autógrafas, se con­serva en el archivo de Reichardt y es reproducido aquí más abajo (Apéndice II).

Aunque no viene del todo al caso, cito otro pasaje de la misma carta:

Otrosí: ¿Podrías informarme sobre la gente alemana que está trabajando en la estética de la recepción? Por favor.

Reichardt ya había alu­dido brevemente a la teoría de la recepción en una carta a Viñas del 3 de mayo de 1978. Viñas debe haber pensado en autores como Hans Robert Jauß, Harald Weinreich, Rein­hart Koselleck y Wolf­gang Iser. La perte­nen­cia de Jauß (1921-1997) a las SS durante la época de Hitler, descubierta pre­ci­sa­mente poco antes de esta carta, en 1979, en­som­breció merecidamente su re­nom­bre como teórico de la literatura (las polémicas, acusaciones y excusas acerca del tema que tuvieron lugar en Alemania a lo largo de los últimos decenios hubieran interesado tanto a Viñas como o a Walsh).

La pregunta de Viñas acerca de la teoría de la recepción es especialmente inte­re­­sante, porque de vez en cuando ha causado irritación su falta de referencia a autores y teo­rías modernas europeas; véase por ejemplo lo que dice Horacio Legrás (460):[6]

La referencia de Viñas era Viñas, su prueba (su prosa es notoriamente dogmática), una recusación del elemento de la prueba en el juicio académico. Luego algunos le criti­carían esta suerte de amateurismo, la ausencia de la nota al pie, el olvido de las grandes corrientes renovadoras del pensamiento crítico. Los que esgrimen estas observaciones parecen nunca haberse percatado del hecho curioso de que “aparato crítico” es una categoría que suele estar formidablemente ausente de la prosa de un Foucault o un De­rrida, por no mencionar a Benjamin o Adorno.

Analía Gerbaudo menciona una irritación análoga en Beatriz Sarlo ante Viñas (“Las bi­blio­tecas de David Viñas”: Badebec, vol. 5, N° 9, septiembre de 2015, 330-355).

Otro pasaje de la carta reza:

me dices en tu última carta de publicar en tu revista mis “Diva­ga­ciones” en torno a la nueva narrativa de América Latina. Si te parece po­table, sea. Será la primera colabo­ración mía con tus cosas.

Viñas alude a su trabajo: “Pareceres y digresiones en torno a la nueva narrativa lati­noa­mericana”: Iberoa­me­ricana IV.2, Frankfurt, 1980, 9-35; puede vérselo en in­ternet: www.jstor.org/stable/41671899.

Se conserva en el archivo de Reichardt el original mecanografiado de ese trabajo, que sirvió de base a la publicación en la revista: 42 apretadas páginas a 26 ren­glones cada una, un texto bastante limpio, con mí­nimas correcciones ma­nus­critas. Aunque apareció a mediados de 1980, está firmado en “Agosto de 1979” y tiene una curiosa nota autógrafa agregada al final:

Para Dieter, apelando a sus disculpas: por esta expansión y por ser un “Judas” que no viaja hasta su casa.[7] Fraternalmente / David

También la despedida de la carta arriba citada es afectuosa:

Y hasta tus noticias, hermano Dieter.

Allá va mi impar abrazo.

Fraternalmente / David Viñas

Conviene decir que, al revés de lo que insinúa Viñas, no fue esa su primera con­tribución a la revista, sino esta, publicada poco an­tes: “Monstrua­rio”: Iberoa­me­ricana IV.1, Frankfurt, 1980, 34-37 (en colaboración con Emilio Miguel). Reichardt era uno de los editores de la publicación, en la que ya había co­men­ta­do un libro de Viñas: “Qué es el fascismo en Lati­noa­mé­rica”: Ibe­roamericana 2, Frankfurt, 1977, 81-82.

Me he dejado llevar por el vaivén de los textos, pero no inadvertidamente, sino con el propósito de mostrar, siquiera de refilón, el interés y la riqueza del ma­te­rial sobre el cual estoy trabajando.

 

 

Apéndice I

Dieter Reichardt

Artículo sobre Walsh en Autorenlexikon Lateinamerika, editado por D.R. Frank­furt am Main: Suhrkamp [1992], 1994, 127-128 [la traducción del alemán es mía; agrego algunos pocos datos en­tre cor­chetes].

 

Walsh, Rodolfo (Jorge)

* 1-I-1927 en Choele Choel / Río Negro, 25-III-1977 secuestrado y asesinado.[8] Pro­cedía de una famillia de inmigrantres irlandeses. Desde mediados de los 50 tra­bajó como periodista y escribió, entre otros, para los periódicos Panorama, Ma­yoría, la agencia cubana “Prensa Latina” y –en los 70– para los diarios La Opinión, el peronista de izquierdas Noticias y el órgano sindical CGTA [CGT de los Argen­tinos]. Poco antes de su muerte denunció los crímenes de la Junta Militar en una carta abierta.

Walsh escribió novelas y cuentos policiales y algunas obras de teatro. Más significa­tivos son, sin embargo, sus amplios reportajes, que pueden ser vistos como mo­de­lo de periodismo comprometido. Operación masacre (1957, filmada 1973) do­cu­­menta los asesinatos de obreros peronistas a manos de los militares. Los crue­les hechos de junio de 1956 en un basural habían sido silenciados por la prensa. El in­forme de W., que se basaba en entrevistas con algunos sobre­vivien­tes, fue pu­blicado en una pequeña imprenta [Ediciones Sigla] y se difundió en muy poco tiempo. También los siguientes reportajes se basaban en detalladas investi­ga­ciones, hechas a ries­go de la propia vida. El caso Satanowsky (1958 [publicado en 1973]) se ocupa del asesi­nato de un abo­gado a manos del servicio secreto y del contubernio de este con los intereses eco­nómicos de grandes empresas. ¿Quién mató a Ro­sendo? (1969) re­construye hechos aún más explosivos: el asesinato del po­deroso líder sindical R. Gar­cía (mayo de 1966). Pero no se trata solo de un caso criminal. W. intervino con este trabajo en la disputa entre la corrupta cúpula sin­dical pero­nista y la base militante. El comando asesino militar que secuestró a W. destruyó sus papeles relacionados con un trabajo sobre la masacre de Ezeiza (junio de 1973), en la que estaba involucrada activamente la mencionada cúpula sin­dical.[9]

Otros trabajos: Relatos: Variaciones en rojo (1953), Los oficios terrestres (1965), Un oscuro día de justicia (1973). Teatro: La granada. La batalla (1965). Edición: Obra literaria completa. México, 1981 [con prólogo de José Emilio Pacheco; Siglo XXI].

Literatura crítica: Á. Rama, “R.W.: El conflicto de culturas en Argentina”, Escri­tura I (1976), 2, 279-301; D. W. Foster, “Latin American Documentary Narra­tive”, PMLA, 99 (1984), 1, 41-55; “Homenaje a R.W.”, Revista Iberoamericana (Pittsburgh) 52 (1986), 135/6 (nú­me­ro especial).

 

Apéndice II

Reproduzco a continuación el recorte del texto de Viñas titulado “Dé­jenme ha­blar de Ro­dolfo Walsh”: La Calle, Madrid, ca. abril de 1981, con co­rrec­ciones y agregados au­tógrafos. El original se conserva en el archivo de Dieter Reichardt:

Viñas- Déjenme hablar de Walsh I

Viñas- Déjenme hablar de Walsh II

 

[1] “Paremos de cascotearnos”: El Porteño, Buenos Aires, abril de 1984, 66-68 (entrevista de María Seoane con DV). El pasaje correspondiente: “Lo más considerable de lo que he leído (escrito en el exilio exterior) son trabajos de Antonio Di Benedetto y de Héctor Tizón. Un mendocino y un jujeño. Aclarándote que, por limitaciones culturales [a mano: coyunturales] (por lo menos) no pude leer sistemáticamente lo que tendría que haber leído… Con todo, creo que lo más considerable fue el número de Temps Moder­nes íntegramente dedicado a la Ar­gentina, dirigido por César Fernández Moreno, aparecido en diciembre de 1981… Y que con­te­nía tra­bajos de Por­tantiero, Osvaldo Bayer, Juan Gelman, Beatriz Sarlo, Oscar Braun Me­néndez, León Rozitchner, Cristina Iglesias…”. Adviértase tanto el error en la fecha de publi­ca­ción como el hecho de que Viñas no mencione su participación en el proyecto.

 

[2] La Biblioteca Nacional publicó una edición traducida al castellano de ese número: Revista Tiem­pos modernos. Argentina entre populismo y militarismo. Prólogo de Horacio González. Bue­nos Aires, 2011(www.trapalan­da.bn.gov.ar:80­80/jspui/han­dle/123456789/6546)

 

[3] Carlos García: “David Viñas y el Che: sobre una obra de teatro desconocida”: www.aca­de­mia.edu (subido el 22-III-2017). Se trata de la primera reseña publicada sobre Del Che en la fron­tera, obra de teatro finalizada por Viñas en 1983 e inédita hasta el 2016, cuando Reichardt la dio a luz en una versión bilingüe. Marisa Martínez Pér­sico acaba de publicar otra reseña en la revista El Hipogrifo 7, Roma, primer semestre de 2017 [www.re­vistael­hipo­gri­fo.com].

 

[4] El texto fue también incluido en una recopilación de Roberto Baschetti (ed.): Rodolfo Walsh, vivo. Buenos Aires: De la Flor, 1994.

 

[5] En la Bibliografía de Viñas publicada en El Matadero 8, Buenos Aires, 2014, se men­cio­nan algunas publicaciones suyas en La Calle. Esta, sin embargo, no figura en el listado. La primera allí registrada es “Las armas secretas”: La Calle 125, Madrid, 12-18 de agosto de 1980. Acerca de la revista, véase Vanessa Sáiz Eche­za­rreta / Adrián Pérez Checa: “La España democrática y la primera revista de iz­quierdas: La Calle (1978-1982)”, texto de 1999, ahora reproducido en https://goo.gl/5pGo6r. El trabajo ofrece más de lo que anuncia el título, ya que también se ocu­pa de la situación política en la España de la época y de otros órganos hemerográficos del mo­mento, como Triunfo y Cam­bio 16, en los que también colaborara Viñas.

 

[6] Horacio Legrás: “David Viñas (Buenos Aires, 1929-2011)”: Revista de Crítica Literaria Latinoa­me­ricana 73, Lima / Boston, 2011, 459-466.

 

[7] Aunque se vieron varias veces durante la estadía de Viñas en Europa, ocurrió cuando menos en dos ocasiones que el argentino anunciara una visita al alemán que no se concretó: Viñas explica las razones en sendas cartas del 27-XI-1977 y del 5-III-1980. Imagino que remitió a Reichardt el texto después de la segunda ocasión.

 

[8] En contra de lo que se pensaba por esas fechas, Walsh no fue secuestrado: murió en la calle, en un tiroteo con un gru­po paramilitar que ve­nía si­guiendo su huella desde días atrás y que in­tentó secuestrarlo. Walsh había logrado difundir el día an­te­rior a su asesinato, el 24-III-1977, una “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, re­­producida en di­ver­sos órganos; véase, por ejemplo, www.domhel­der.edu.br/ve­re­das_direi­to/pdf/26_160.pdf (con­sul­ta del 8-VII-2017).

 

[9] Acerca de la matanza de Ezeiza, organizada por la derecha peronista, véase Horacio Ver­bitsky: Ezeiza. Buenos Aires: Contrapunto, 1985. (En su libro Doble agente: La biografía ines­perada de Horacio Verbitsky. Buenos Aires: Sudamericana, 2015, Gabriel Levinas afirma que la investigación para Ezeiza fue realizada por un grupo liderado por Susana “Pirí” Lugones y Walsh, entre otros.) Una versión subjetiva y casi carnavalesca de los he­chos en Ezeiza ofrece Dieter Rei­chardt, a la sazón de visita en Argentina, en su diario novelado: Zaun­königs Ar­gen­tinien, 1973-87. Hees­lingen: Ei*Del*Hus, 2016, 56-58.

 

 

Museo pasado, museo posible

 Por: Fernando Degiovanni (The Graduate Center, CUNY)

Foto: Leonardo Mora

El museo vacío: acumulación primitiva, patrimonio cultural e identidades colectivas (Argentina y Brasil, 1880-1945) [Álvaro Fernández Bravo]

Buenos Aires, Eudeba, 2016.

 

Las políticas cambiantes de los museos en materia de exclusión e inclusión tanto a nivel artístico como social, sus relaciones con otras instituciones, como el Estado, o con los discursos de la historia, la identidad, la tradición y las etnias originarias en los contextos argentino y brasileño de finales del siglo XIX e inicios del XX, son algunas de las impostergables  reflexiones que Fernando Degiovanni despliega en esta aguda y erudita reseña sobre la más reciente obra de Álvaro Fernandez Bravo, El museo vacío: acumulación primitiva, patrimonio cultural e identidades colectivas (Argentina y Brasil, 1880-1945).


Para entrar a El museo vacío, quiero empezar citando la muestra que tiene lugar en estos momentos en la azotea del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde se expone una instalación del artista rosarino Adrián Villar Rojas, titulada “Teatro de la desaparición”. Se trata de un conjunto de 16 esculturas resultantes de la réplica, en tres dimensiones, de decenas de objetos provenientes de los 17 departamentos curatoriales de la institución. Las réplicas en tres dimensiones fueron realizadas utilizando dos métodos: la fotogrametría, una técnica de mapeo aéreo y arquitectónico (que se vale de imágenes tomadas por una cámara común), y el escaneo láser. Para producir los objetos que se ven en la muestra, Villar Rojas ensambló estas réplicas unas con otras, y les agregó figuras de su propia invención.

El tema de la colección y el museo están en el centro de la obra de Villar Rojas, que se proyecta, monumental, contra el monumental paisaje urbano de Central Park, visto desde arriba. Villar Rojas recorrió los 250 mil metros cuadrados del Metropolitan Museum of Art para mostrar, según declaraciones al New York Times, “la manera en que las cosas son parte de la vida cotidiana de la gente, y cómo la museología, con sus operaciones de congelamiento, aparta las cosas de la existencia ordinaria que éstas comparten con los humanos”. Los objetos del Metropolitan Museum of Art, extraídos de todas partes del mundo, alguna vez fueron utilizados para la alimentación, la lucha, o las ceremonias rituales, pero ahora, se lamenta Villar Rojas, son preservados detrás de “vitrinas, estantes, sistemas de protección y seguridad, barreras, guardianes … que les arrancan la vida”, que los sacan de “la trayectoria natural de uso, reciclaje y regeneración” en las que se hallan insertos. El artista espera así “rejuvenecer” la colección, “trayendo estos objetos de vuelta a la vida”. Villar Rojas señala, además, que trabaja “bajo la premisa ontológica de imaginar museos sin divisiones, sin geopolítica, totalmente horizontales”. Monumentalidad, génesis y apocalipsis suelen ser términos asociados a la obra de Villar Rojas, que planea intervenir museos enteros de Europa y Estados Unidos el próximo año. Las respuestas críticas a esta instalación fueron dispares: el New York Times la valora, sobre todo porque el artista parece escapar aquí de los “instintos destructivos” que permeaban su obra anterior; Time Out, en cambio, señala que Villar Rojas es “constructor de divertimentos monumentales para las elites globales, divertimentos que también apelan a las masas en busca de entretenimiento en la alta cultura”.

Más de un siglo ha pasado desde que el museo se instaló definitivamente en el imaginario global, pero la institución sigue en el centro del debate crítico por su complejo lugar material y simbólico, por los contradictorios modos de intervención política y social que lo definen: la apropiación y la exhibición cultural, su relación con las comunidades y las elites que los formaron, así como con los sectores a los que apelan hoy, y aquellos a los que apelaron en el pasado. Lo que me interesa marcar aquí es que la interrogación en torno al modo en que “las cosas son parte de la vida cotidiana de la gente, y cómo la museología, con sus operaciones de congelamiento, aparta las cosas de la existencia ordinaria que éstas comparten con los humanos”, es fundamentalmente distinta en Villar Rojas y en este nuevo libro de Álvaro Fernández Bravo. Y esa distancia pasa no solo por la diversa contextura de las colecciones de las que parten, sino por la forma en que implícitamente ambos imaginan el museo y con él, la colección, la comunidad y la vida.

Leo El museo vacío de Fernández Bravo como un libro que habla del museo pasado para hablar del museo posible. Su análisis, centrado en Argentina y Brasil, se inicia en 1880, en el comienzo de la era de formación del dispositivo museo en la región, y tiene su fecha de cierre en 1945. Pero es precisamente la interrogación sobre ese después de 1945 la que va marcando, aquí y allá —a veces en referencias breves, a veces en oraciones al paso, a veces en citas a pie de página, y a veces de modo declarado— la preocupación sobre el museo que nos debemos (y, con él, sobre las políticas culturales, el gestionamiento del patrimonio, y el cuestionamiento de las identidades colectivas), sobre todo en Argentina. Y en esos interrogantes se plantean reflexiones sobre la relación crucial entre Estado y cultura, y en particular sobre la cuestión del patrimonio indígena, eje de la indagación del libro.

Como otros trabajos de Fernández Bravo, El museo vacío tiene su eje en la figura de itinerantes, viajeros, exiliados, desplazados: Robert Lehmann-Nitsche, Alfred Métraux y William Henry Hudson, definidos por la relación de llegada o de regreso a Europa o Estados Unidos, y Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Samuel Lafone Quevedo, Juan B. Ambrosetti, llegados de las provincias a Buenos Aires. Del lado brasilero, Couto de Magalhaes, Euclides Da Cuhna, Silvio Romero. De algún modo, todos son parte de una empresa estatal que busca dotar de colecciones a una nación que empieza a poblarse de inmigrantes en los que se inscribe la categoría de futuro, y desplazar a sus poblaciones nativas al pasado remoto. Pero esa empresa, destinada a suplir una carencia llenándola de cosas, es al mismo tiempo precaria, ya que parte de un “escuálido” apoyo estatal (21): se trata de un Estado que, particularmente en el caso argentino, promueve, por un lado, las economías patrimonialistas fundadas en la expropiación, y por otro, desampara a sus investigadores y carece de sistematicidad en sus procesos de acumulación primitiva. Toda la cuestión del capital y la propiedad frente a las políticas de Estado se juega así en una tensión que el libro explora, y que extiende sus premisas al presente. La cuestión de las políticas culturales, y de los intelectuales ligados o separados de ellas, es un tema crucial de discusión en este contexto. El tema del déficit simbólico crónico, y el modo en que las culturas indígenas sirvieron para abastecer un patrimonio cultural vacío sirve aquí para pensar categorías biopolíticas que tienen que ver con un museo que no se ve como representación de la nación, sino como espacio de la violencia y el sacrificio fundacional de esa nación. Si el libro de Fernández Bravo es un libro sobre el museo posible es porque la violencia y el sacrificio están en el eje de las discusiones que presenta.

Brasil opera, en El museo vacío, como un referente que atraviesa el debate sobre el lugar de las poblaciones indígenas en el espacio del museo y la colección. Fernández Bravo va tramando relaciones de intersección entre etnógrafos y filólogos que actuaron en Argentina y Brasil. Pero Brasil es en el libro el espacio en que se opera otro modo de construcción de patrimonios: discutiendo la cuestión del tráfico de imágenes de indígenas en el Centenario argentino, imágenes que permanecen en la actualidad, Fernández Bravo escribe que “las fotografías indígenas resultaron útiles por su capacidad de ser reproducidas e integradas en un sistema educativo donde todavía permanecen. La Argentina continúa prestando poca atención a su población nativa en instituciones públicas (no existen museos indígenas o un ente equivalente al Funai, la Fundación Nacional do Indio, en Brasil)” (106); no hay un Museo del Indio (187), como en Río de Janeiro. Más adelante apunta que el Estado argentino no estableció una política cultural nítida o coherente después de 1945, como sí sucedió con el régimen de Vargas; Argentina no hizo de la cultura un locus político ni trabajó desde entonces por la cooptación de los cuadros intelectuales, ni por la formulación de una legislación temprana y duradera sobre el patrimonio, sino que “operó una constante hostilidad hacia la actividad cultural” a partir del peronismo (166).

En su mirada al pasado que es futuro, Fernández Bravo insiste además que en Argentina no hubo un esfuerzo crítico decidido para que el patrimonio indígena saliera del mundo del positivismo etnográfico hacia la esfera estética (de los museos de historia natural a los de arte) (187). De hecho, ocurrió al revés: en ocasiones, se expulsaron objetos del Museo Nacional de Bellas Artes al Museo Etnográfico, en una relación inversa a la de los modelos metropolitanos. La apropiación de la cultura indígena, como componente del cual obtener capital simbólico, aunque violenta y originaria, es en todo caso más lenta y ambivalente en Argentina que en Brasil, por la atención dada aquí a la cultura gauchesca desde el fin de siglo (201). Se trata, en otras palabras, de modos biopolíticos diferenciados de entender la comunidad a partir de los cuales el museo se forma. Solo que en el libro de Fernández Bravo ese museo no se reduce a instituciones que llevan propiamente ese nombre, sino que se refiere también a catálogos, antologías, historias literarias y relatos. De hecho, El museo vacío hace precisamente de las formas del dispositivo museo, presente en libros-museo (historias literarias, tesoros lingüísticos, colecciones de fotografías, antologías de textos), el espacio más heterodoxo y punzante de sus formulaciones, en las cuales el patrimonio intangible emerge decididamente como espacio para el ejercicio de la gubernamentalidad y la expropiación cultural.

Pero si tuviera que decir a través de qué figuras Fernández Bravo imagina museos posibles a partir de los del pasado, y con ellos una nueva relación entre Estado, acumulación y culturas nativas, me atrevería a decir que esas figuras son William Henry Hudson y Alfred Métraux. Me gusta pensar en El museo vacío como un museo que van componiendo estas dos figuras de entrada y de salida de la cultura argentina, en la que vivieron durante décadas y a la que no regresaron una vez que salieron de ella, pero que nunca abandonaron en su obra, escrita al margen de las aduanas disciplinarias. Métraux atraviesa el libro entero de Fernández Bravo, y es uno de los pivotes a partir de los cuales se arman las múltiples redes intelectuales que articula el libro. Hudson aparece casi al final, pero con una resonancia afectiva difícil de obviar.

En Métraux y Hudson se inscriben formas de producción de conocimiento que establecen una relación dinámica y compleja entre acumulación, estética y saberes científicos; ambos plantean desafíos al conocimiento disponible, polemizan con la idea establecida de colección, la expanden y la alteran. Métraux y Hudson son figuras híbridas desde el punto de vista de la filiación, de la comunidad, y de los anclajes epistémicos. “Nada más lejos de Métraux que una visión positivista de las culturas indígenas” (43), escribe Fernández Bravo. Métraux reinsertaba los objetos artísticos en el mundo social de donde habían sido extraídos; de hecho, se ocupó de los indígenas como agentes vivos, contemporáneos y activos de la cultura argentina en las décadas de 1920 y 1930. En el caso de Hudson, Fernández Bravo dice que “es difícil saber dónde está”, ya que su obra opera entre la descripción y la narración, entre problemáticas científicas y estéticas, desde una noción de pérdida que es, a la vez, ganancia. De hecho, describe la labor de Hudson en líneas que replican las que utiliza para caracterizar su propio lugar como autor e investigador de El museo vacío: “la posición intermedia e híbrida [de Hudson] … es funcional a los debates actuales sobre la caída de las jurisdicciones nacionales y la disolución de las fronteras rígidas, no sólo geográficas y políticas, sino también discursivas, disciplinarias y epistemológicas” (245). Fernández Bravo también describe su proyecto como un dispositivo producido más allá de las “aduanas [que] controlan el tráfico de mercancías sino también la circulación de los discursos, sobre todo cuando éstos atraviesan las fronteras disciplinarias” y se describe “situado sobre todo en un lugar intermedio, en entre-lugar elegido y deliberadamente incómodo frente a los comportamientos estancos” (9).

Esta incomodidad es la que debe operar en un museo que se interroga por la posición de “objetos cuya trayectoria aún no se ha detenido”, en palabras de Fernández Bravo (21). Utilizando el mismo concepto de “trayectoria”, Villar Rojas condena las prácticas que “arrancan la vida, y la trayectoria natural de los objetos”. Pero uno y otro se sitúan en lugares diferentes para repensar esa trayectoria. Desactivar formas de congelamiento de la cultura no consiste solo en imaginar, como lo hace Villar Rojas, un museo sin divisiones internas, desde una posición que privilegia lo espacial, incluso lo arquitectónico, y donde la vuelta a la vida—reutilización, reciclaje, regeneración—comienza por una operación de ensamblaje sin sutura de calcos, a los que paradójicamente no se pueden tocar. Fernández Bravo propone, en cambio, recuperar esa trayectoria para lanzarlos hacia el presente y hacia adelante, pero subrayando que se trata, ante todo, de objetos que “albergan una resistencia y una carga histórica imborrable” (48). Ese reclamo de resistencia y esa carga histórica imborrable es lo que hace de El museo vacío un libro para el presente, pero también el fundamento de una teoría crítica del futuro en comunidad.

Cuatreros, de Albertina Carri: herencia an-árquica

 Por: Erin Graff Zivin, U. of Southern California

Traducción: Jimena Jiménez Real

Foto: Cuatreros, Alberti Carri

Erin Graff Zivin reseña Cuatreros, la última película de Albertina Carri y, desde ella, reflexiona acerca de la construcción de la memoria desde un archivo anárquico y sobre la violencia inscripta en la herencia, dos temas centrales en la filmografía de la directora argentina.


Albertina Carri, directora de cortos y largometrajes, ficción, animación y documentales, performance y una película porno que pronto estará terminada, atraviesa discursos y debates en torno a la animalidad y la sexualidad, las familias burguesas y la justicia burguesa, la ira y el duelo, la violencia política y la memoria histórica. Consolidó su reconocimiento internacional con su debut Los rubios (2003), filme sobre sus padres montoneros, Roberto Carri y Ana María Caruso, desaparecidos en 1976. Este metadocumental con aspectos de ficción, que cuestiona la posibilidad de la memoria, la verdad, y el género documental en sí mismo articula, tanto en sentido performativo como constativo, la siempre ya mediada naturaleza de la memoria y la representación: la representación de la historia, de la identidad, de la verdad. El filme, aclamado internacionalmente, también atrajo críticas por su alejamiento de los enfoques más testimoniales de la historia de la dictadura cívico-militar y de los movimientos militantes que esta suprimió con la violencia. En lugar de investigar lo que les ocurrió a sus padres “realmente” (aunque la pregunta sí se plantea en la película), lo que la habría alineado con las normas del género documental y también con los esfuerzos infatigables de las familias de los desaparecidos por encontrar indicios forenses de sus familiares asesinados, Los rubios diserta sobre los puntos ciegos y errores de la memoria individual y colectiva, y los rastrea. El ejemplo más evidente es el que dio origen al título de la película: cuando el equipo técnico pregunta a una vecina de clase trabajadora por Roberto, Ana María y sus tres hijas, ella recuerda erradamente que eran rubios (“eran todos rubios”, insiste). Su “error”, muestra la película, revela la quizá más significativa “verdad” de que Carri y Caruso, en tanto intelectuales de clase media, llamaban la atención en el barrio de provincias, representando metonímicamente la complicada alianza entre estudiantes y trabajadores cuyo fracaso tantas veces asoló a tantos movimientos de izquierdas de la época, como ha planteado Gabriela Nouzeilles.

Si Los rubios es un filme de gran sofisticación teórica de una precoz directora joven, Cuatreros, de 2016, es conceptualmente madura y formalmente compleja ─de nuevo, no del todo un documental, y no del todo ficción─ que regresa una vez más al fantasmal archivo del pasado militante y fuera de ley de Argentina, en esta ocasión para documentar la vida del cuatrero Isidro Velázquez: o digamos, más bien, para documentar el fracaso del intento de Carri de hacer una película sobre Velázquez. Roberto Carri, nos recuerda Cuatreros, escribió un libro sobre él, Isidro Velázquez: Formas prerrevolucionarias de la violencia. Hubo también una película (Los Velázquez, basada en las investigaciones para el libro de su padre), pero nunca se terminó y su director, Pablo Szir, también fue desaparecido durante la dictadura militar. “Debería hacerse una película sobre el caso Velázquez”, narra Albertina en un voice-over. “Debería, debería. Lo mismo que dijo mi hermana cuando empecé a estudiar cine: ‘deberías hacer la película de los Velázquez.’ Como nunca me llevé muy bien con el ‘debería,’ nunca me interesó el asunto.” Pero Carri no se limita a revertir su actitud hacia los deberes (tareas, obligaciones, deudas), abrazando con entusiasmo una historia que antes había eludido. Más bien, lo que hace Cuatreros ─película que triunfa en su intento de documentar el fracaso de hacer una película sobre Velázquez─ es desestabilizar los conceptos del deber, de la herencia, y de la conexión entre ambos, que han estructurado debates en torno a la memoria histórica, así como la relación entre responsabilidad ética y producción estética. ¿Qué clase de deuda hereda esta película, y qué caracteriza dicha herencia? ¿Qué ocurriría si pensáramos en la herencia, paradójicamente, como una suerte de rechazo de las obligaciones, los deberes o las deudas, uno que acepte a la vez que rehúse recibir pasivamente el legado ético-político de la generación previa, aun cuando esa generación (en este caso, los padres de Carri) dio la vida por su causa?

Luego de múltiples intentos frustrados de hacer una película sobre Velázquez, Carri hace un descubrimiento. El punto de inflexión ─que la propia Carri narra hacia la mitad de la película─ ocurre cuando la cineasta descubre el documental Ya es tiempo de violencia (Enrique Suárez, 1969) en el archivo del ICAIC (el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) durante su estancia en Cuba para presentar Los rubios. Juárez, también desaparecido en 1976, había hecho un filme que vinculaba el Cordobazo de 1969 con otras instancias de levantamiento violento en todo el mundo. La película ─que defiende la necesidad de la resistencia violenta─ sumada al nacimiento de su hijo Furio, que aparece retozando con Carri entre luces y sombras hacia el final de la película (“Aparezco en una de las escenas”, me dice con orgullo luego de preguntar si me gustó la película), “regresa” a Carri a sus progenitores, y especialmente a su padre, con cuya militancia se puede identificar ahora: indirecta, oblicua, románticamente.

Empezamos a ver, en Cuatreros, que la noción de herencia guarda una relación bastante particular con la violencia, en tres sentidos, al menos. Primero, Albertina, en tanto huérfana de padres asesinados, hereda la violencia (aquí la violencia es el objeto de la herencia, es “aquello” que se hereda, aunque también es cierto que la heredera aparece en una postura de extraña pasividad). Segundo, se hace evidente que la herencia es necesariamente violenta; Albertina ─otra vez, de forma ostensiblemente pasiva─ se ve acosada por una herencia tal. Y hay una tercera posibilidad, aunque contraria al sentido común, o inesperada: en Cuatreros (como en Los rubios, aunque de una forma distinta), el acto de heredar en sí se muestra como necesariamente violento, la heredera ─ya no pasiva sino decididamente activa─ realiza un acto violento en su ordenar y desordenar el material archivístico, y al mostrar el archivo como constitutivamente anárquico.

Carri reflexiona sobre el carácter violento de la anamnesis y la amnesis: se podría decir que, si olvida, la cineasta niega o aniquila el pasado, pero su supervivencia en ocasiones parece depender de un cierto olvido. Es más: el acto de la representación estética en sí (el rodaje de las escenas, el troceo y recorte de la producción cinemática) puede leerse como violento, conexión que ella hace ya en Los rubios:

ALBERTINA (en off): Ella no quiere hablar frente a la cámara. Se niega a que le grabe su testimonio. Me ha dicho cosas como “yo no hablé en la tortura, no testimonié para la CONADEP, tampoco lo voy a hacer ahora frente a una cámara”. Me pregunto en qué se parece una cámara a una picana. Quizá me perdí un capítulo en la historia del arte, no sé. Pero en ese caso me pregunto en qué se parecerá su cámara al hacha con que matan a la vaca.

“Me pregunto”: pregunta retórica a la vez que indecidible. ¿Borra o aniquila Albertina a sus padres al negarse a seguir sus pasos, en sentido ideológico? Justo antes de descubrir la película de Juárez en el archivo del ICAIC, Albertina relata su horrorizada reacción a lo que encuentra en la Habana, así como el horror que siente al imaginarse a sí misma conociendo a sus padres en el cielo (o en el infierno), cuando la acusarían inevitablemente de haber abandonado su lucha, de mirarse el ombligo en lugar de continuar el legado de ellos. Tras ver Ya es tiempo de violencia, no obstante, Carri confiesa al espectador que, si hubiera tenido la edad de sus padres en aquel momento de la historia, habría seguido el camino que ellos escogieron, pero ella había nacido en otros tiempos: identificación-desidentificación simultánea, cuyos efectos formales pueden rastrearse en la naturaleza poco ortodoxa, y experimental, del filme.

Ver Cuatreros es una experiencia más bien violenta: el espectador se ve acosado por imágenes ─una, tres, cinco a la vez─ acompañadas de sonido diégetico y extradiegético que a menudo no concuerda con el exceso de imágenes, y de la narración de la propia Carri. Las imágenes, que Carri ha extraído de archivos desordenados, intentan recrear una cierta estética de la época de sus padres, pero no lo hacen con una narrativa cohesionada: estilos, gestos, reportajes periodísticos y porno suave se codean con las historias de Velázquez y Carri, narradas en la voz de Carri. La propia voz narrativa hace gala de una naturaleza obsesiva, mitigando y desmitigando de manera simultánea la ostensible anarquía de las imágenes, a menudo en tercetos y quintetos. (En este sentido difiere bastante de Los rubios, donde la figura de Carri se divide en dos o tres personajes, y donde la de Carri es una de muchas voces). Horacio González dice atinadamente de la obra que manifiesta un cuatrerismo formal, que él entiende como una relación particular con el archivo: “Lo que hizo Albertina Carri ya es una modalidad segunda o adicional del archivo, es decir, en el sentido profundo del archivo, llevar al origen, a la arjé, una historia del poder, esto es, una crítica al poder y por lo tanto a los archivos institucionales, con otro archivo destrozado, que extrañamente la memoria torna homogéneo”. El efecto acumulativo del juego entre inteligibilidad e ininteligibilidad, traducibilidad y opacidad, es la postulación de una relación an-árquica con el archivo, o la exposición del archivo como siempre ya an-árquico.

Daniel Link acierta al considerar la película “pensamiento político”. Aunque quizá yo lo diría de una manera algo distinta: diría que, al exponer el núcleo violento, an-árquico, del archivo, en su rechazo y búsqueda simultáneos de una herencia violenta, Cuatreros realiza una suerte de pensamiento ético violento. Carri “fracasa” en su intento de hacer un documental al uso, que conseguiría excavar la historia de Velázquez, junto con (suponemos) la “verdad” de la militancia de su padre, y tal fracaso da paso a una relación an-arqueológica con el pasado militante, con su herencia violenta. Aquí, la ética (entendida como responsabilidad con esta herencia) toma la forma de una fiel traición, a la vez pasiva y activa, un recordar y un olvidar: un heredar violento.

Confieso qué, gracias a quién y cómo he leído. «La lectura: una vida…», de Daniel Link

 Por: Agustina Mattaini

Foto: loveartnotpeople.org

La lectura: una vida… (Daniel Link)
Ediciones Ampersand, 2017
220 páginas

 

Agustina Mattaini reseña el último libro de Daniel Link, uno de los inauguradores de la colección Lector&s, de Ediciones Ampersand. Fiel a su título, el crítico reconstruye en esta obra la emergencia de su condición de lector, en un recorrido en el que los grandes libros y autores tienen un rol igual de protagónico que aquellos que propiciaron ese encuentro, sus maestros.


Lejos de ser un mero top ten de recomendaciones literarias, la novísima colección Lector&s de Ediciones Ampersand, a cargo de Graciela Batticuore, invita a distintos escritores (hasta hoy: Jitrik, Burucúa y Link, próximamente: Molloy) a pensar –y  pensarse– en clave a la vez reflexiva y autobiográfica alrededor de sus trayectorias como lectores. En este contexto nace La lectura: una vida…, que abre un interrogante al mismo tiempo que intenta responderlo: ¿cómo hacer de la lectura una vida?

“Este libro quiere ser un acto de justicia: yo no sería quien soy sin esas manos amigas”, anuncia Daniel Link, y se embarca en la reconstrucción de su yo lector, al mismo tiempo que nos ofrece a nosotros, lectores, su propia pedagogía de la lectura. Asistimos a la formación del Link que hoy conocemos (escritor, crítico literario y profesor universitario), a partir del recorrido cronológico que el autor propone y el libro dispone: historiza sus lecturas a través de las figuras que, desde su niñez, oficiaron de mediadores –azar y metodología mediante– entre él y los libros, y propiciaron las condiciones necesarias para la gestación de su indisoluble vínculo con la lectura, la escritura, y la enseñanza de la lectura, vínculos que hicieron de él también una figura de mediación, un puente entre los libros y nosotros.

A cada maestro, acompañado de sus respectivos modos de lectura y dinámicas de enseñanza, Link le asigna un capítulo de los diez que conforman el libro. Allí aparece la infancia, atravesada por sus instituciones predilectas e inevitables -–la familia y la escuela– y representada como un espacio-tiempo donde, pese a todo pronóstico (“soy el ejemplo viviente de que una vocación lectora no se induce”) se asentaron las bases para un Link dispuesto a leerlo todo. También aparece la irrupción de la dictadura que –muy a su pesar– sella en sus libros de juventud (desde Walsh a Lacan, pasando por Vallejo y Borges) la conciencia de la lectura como arma contracultural (es decir, la certeza de que todo lector es político) y la posibilidad de resistir al silenciamiento y adoctrinamiento, tanto desde la educación formal vía Enrique Pezzoni, como desde la clandestinidad de los talleres parainstitucionales de Beatriz Sarlo, y asistir así «al milagro de que el conocimiento pudiera continuar pese a todo». Por último aparece retratada su adultez, atravesada por la desilusión de la vuelta a la democracia y el aprendizaje de la lectura como profesión ligada tanto al trabajo editorial (que piensa al libro en tanto mercancía) como a la labor de discusión y pedagogía en las cátedras universitarias (Semiología del CBC, Literatura del siglo XX en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA).

Si bien la rememoración de sus maestros estructura el relato, Link dedica el último capítulo del libro a sus amistades, dado que –como señala la dedicatoria– “por fortuna hay muchos que ocupan más de una de esas clases convencionales”: maestros, compañeros de trabajo, amigos. El yo autobiográfico se trasviste de escritor (tercera persona mediante) para repasar anécdotas y libros que lo vinculan a Ana Amado, Raúl Antelo, Diego Bentivegna, Josefina Ludmer, Sylvia Molloy, María Moreno y Ariel Schettini, repaso que supone un doble movimiento: el reconocimiento de las lecturas del mundo que aquellos tuvieron y escribieron y la inclusión de la propia lectura sobre esas cosmovisiones. Link formula así una ecuación en la cual la lectura equivale definitivamente a la vida, en tanto leer se presenta como una vía posible para establecer lazos comunitarios que a su vez trazan líneas de fuga, de goce, de olvido.

En La lectura: una vida… Daniel Link se presenta sí mismo como sinónimo de su voluntad lectora: su vida aparece a la vez como causa y consecuencia de la lectura (y viceversa). Su pulsión voraz de leer es producto de las propias condiciones materiales (“yo leía, creo, para escapar de la pobreza y de la tortura de una vida doméstica que ocupaba enteramente mi capacidad de comprensión”), como su vida es resultado del encuentro con toda una serie de bibliotecas (la de su primo desaparecido repleta de libros prohibidos, la de la Biblioteca Popular de Martínez donde conoció a la poeta Delfina Muschietti, la del Instituto de Filología de la UBA) y lecturas ajenas hechas cuerpo que, si bien dispuestas diacrónicamente en el libro y en su cronología vital, resuenan todas en el presente de su yo lector e intervienen en la gestación y consolidación de su propia pedagogía de la lectura. Ubicado en el cruce entre una enseñanza ligada al aprendizaje de la Ley y otra destinada a la lectura del Texto, el modo de leer que Link nos ofrece se inclina por la potencia emancipatoria y soberana de la literatura y tiene, como efecto inevitable, la consolidación del propio Link como nuestro maestro

Pudor e impunidad. Reseña de «Bienaventurados los mansos», de Patricio Escobar

Por: Facundo Bey

Foto: fotograma de Bienaventurados los mansos, de Patricio Escobar

El nuevo documental de Patricio Escobar, Bienaventurados los mansos, retrata la larga relación entre la Iglesia y el Estado argentino. En su reseña, el politólogo Facundo Bey sostiene que el lenguaje de las imágenes puede ser el código adecuado para instalar un debate necesario: el obsceno financiamiento de esta institución por parte de un Estado con una enorme deuda social.


 

¿Cómo se debe hablar hoy, a un público masivo, del poder que retiene la Iglesia Católica Apostólica Romana sobre la vida pública en la República Argentina? ¿Cómo se debe enfrentar ese infinito silencio que, en algunos casos, es índice de apatía, temor o pereza, pero que en muchos otros lo es de complicidad? ¿Cómo debe preguntarse sobre la situación hegemónica de poder que sostiene el catolicismo en Argentina por encima de cualquier otro credo? Con una cámara. Esto nos responde Patricio Escobar (La crisis causó 2 nuevas muertes, 2006; ¿Qué democracia?, 2013; Sonata en Si menor. 35 años después, 2014), director del documental recientemente estrenado Bienaventurados los mansos.

La película de Escobar no pretende hacer una historia de la Iglesia Católica en la Argentina y el mundo (aunque no falten las referencias históricas y doctrinarias), un balance de sus claros y sombras, de las virtudes y vicios de sus personajes más notorios. El tema del film puede bien resumirse en tres palabras: privilegios e impunidad. Como es posible deducir, aquí no se ataca una fe ni se estigmatiza una religión y sus creyentes; no se trata de una inquisición de signo ateo militante. Si hay una apología, es de la información; si hay una denuncia, es de corrupción y encubrimiento; si hay una persecución, es de la ignorancia.

Los ejes de conflicto que toca el documental son múltiples e insoslayables, todos en los términos antes consignados: los antojadizos caminos que recorren los fondos públicos que recibe la Iglesia Católica por medio de distintas agencias estatales; el contraste entre el discurso oficial eclesiástico y los reveses prácticos del clero ante los casos de pedofilia investigados y/o condenados, junto con el tibio accionar del Poder Judicial; el carácter dudoso de los balances contables –a veces supervisados por las propias instancias administrativas eclesiásticas– de dinero proveniente tanto de donaciones privadas como de aportes públicos (caso Fernando María Bargalló, Cáritas); la evidente desigualdad en la distribución de recursos que se da al interior de la Iglesia, sobre todo en detrimento de las parroquias más marginales (caso Francisco Olveira, cura párroco de la Isla Maciel); la “zona liberada” –más bien “abandonada” – por la política y el Estado en la que penetra territorialmente la Iglesia al ritmo del hambre, la droga y la falta de infraestructura, controlando recursos que le son restringidos a organizaciones sociales de barrios pobres y villas; la complicidad de algunos miembros de la Iglesia con la última dictadura militar y la falta de una actitud oficial sinceramente comprometida con los valores de verdad, memoria y justicia, velados por un absolutorio discurso reconciliacionista; la intransigente indiferencia ante la muerte de miles de mujeres en abortos clandestinos; la donación de tierras públicas por parte del Gobierno de la Ciudad; el desfinanciamiento de la educación pública por medio de los subsidios estatales a las escuelas confesionales, sobre todo en las zonas más marginales; los escandalosos fraudes financieros del Vaticano, denunciados y probados (caso Emiliano Fittipaldi).

Sería absurdo, infantil, malintencionado, reducir el discurso del documental a una serie de imputaciones de delitos e hipocresías a la Iglesia Católica. Es verdad que la película articula un discurso apóstata (y hasta se han distribuido unas “guías para apostatar” en ocasión de su proyección en sitios públicos). Pero este discurso se circunscribe a un simple, contundente y acotado argumento: todos los argentinos aportan económicamente a la Iglesia, aunque la mayoría no lo sabe.

Si hay, como mencioné antes, una insistencia sobre los privilegios e impunidad de los que goza o ha gozado durante mucho tiempo esta institución es porque se quiere subrayar al agente que ocupa el rol de partícipe necesario, por acción u omisión, en estas concesiones: el Estado argentino. Un ejemplo inexcusable son las leyes de Videla, Galtieri y Bignone, aún vigentes, que determinaron en plena dictadura militar la erogación de asignaciones mensuales, pasajes y jubilaciones aportadas por el Estado a la Iglesia, beneficios obscenos para un país que hoy registra cerca de 15 millones de pobres.[1]

En un documental donde no faltan los testimonios de obispos, miembros del Opus Dei, miembros de la Asociación de Libre Pensamiento, políticos, psiquiatras y profesores, el lenguaje de las imágenes intenta abrir un debate tan pendiente como necesario.

[1] Entre esas normativas, se destacan: el Decreto-Ley Nº 21.540 “Asignación a determinados dignatarios pertenecientes al Culto Católico Apostólico Romano”; Decreto-Ley Nº 21.950 “Otórgase a la Jerarquía Eclesiástica una asignación mensual equivalente a un porcentaje de la percibida por el Juez Nacional de Primera Instancia”; Decreto-Ley Nº 22.162 “Facúltase al Poder Ejecutivo Nacional a otorgar una asignación mensual para el sostenimiento del culto Católico Apostólico Romano a curas párrocos o vicarios ecónomos de parroquias situadas en Zonas de Frontera”; Decreto Nº 1991/80 “ Norma de aplicación para el otorgamiento de órdenes de pasajes a representantes del Culto Católico Apostólico Romano”; Decreto-Ley Nº 22.430/81 “Asignación mensual vitalicia para Sacerdotes Seculares del Culto Católico Apostólico Romano no amparados por un régimen oficial de previsión o de prestación no contributiva”; Ley Nº 22.950 “Sostenimiento del Clero de nacionalidad argentina”.

 

Kinderspiel: serios y cándidos en «La vendedora de fósforos», de Alejo Moguillasnky

Por: Alejandro I. Virué y Mauro Lazarovich

Fotos: La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky (portada y fotograma)

En su nueva película, ganadora de la competencia oficial argentina del último BAFICI, Alejo Moguillansky monta, en torno a la preparación de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, los trabajos y los días de una joven pareja de artistas y su pequeña hija.


Lo 1° sentarse en el πano

 & lo de + sería lo de –

Nicanor Parra

 

Al principio hay una advertencia: el film documenta el detrás de escena de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, que formó parte del ciclo Colón Contemporáneo en 2014. Se presenta también al elenco: músicos que hacen de músicos, dirigentes gremiales que representan a dirigentes gremiales, funcionarios públicos en el papel de funcionarios públicos y, por último, Walter y María (Marie) padres de una nena (la hija  de Alejo Moguillansky): pareja joven, sin trabajo y de inclinaciones artísticas. En el comienzo hay también dos entrevistas laborales: la del personaje de María Villar, que se convierte en la asistente de la maravillosa pianista Margarita Fernández, joya de la película, que hace de sí misma; y la de Walter Jakob, que pasa a ser el régie de la ópera. Una ópera que además del cuento de Andersen involucra a un militante revolucionario alemán de los sesenta y, curiosamente, un texto de Leonardo Da Vinci, acompañados solamente por una música perturbadora, que Jakob no duda en calificar de ruidos y que claramente no disfruta ni entiende. Falta un detalle: la puesta en escena de la ópera es interrumpida por un paro general de transporte y un conflicto gremial.

El dinero (que no se tiene) y el trabajo (o su falta) son dos temas centrales de la película. Walter y Marie no tienen con qué pagar el café que se sientan a tomar para ver si consiguen trabajo (que necesitan para conseguir dinero, y así); entonces dejan la tarjeta de crédito, sin fondos, “a crédito” por una cuenta que, finalmente, nunca pagan. Más plata es también lo que reclaman los músicos del teatro y lo que exigen, a su vez, los gremios del transporte que, paradójicamente –la película desborda en paradojas–, tienen atrapados a los músicos en el teatro. Los dos temas sirven también como puntapié para reflexionar sobre el arte. Arte o economía: en el film de Moguillansky una cosa siempre está interrumpiendo a la otra. “Quiero que hablemos de mi sueldo”, le dice Marie a su jefa, y ella le contesta: “Y yo quiero hablar de Schubert”. Se interrumpen, pero son partes fundamentales de una misma discusión.

La política, cuando aparece, lo hace siempre fuera de cuadro o en blanco y negro. En La vendedora de fósforos la política es: la carta de un exiliado en una Alemania en crisis, una foto de un guerrillero alemán (un terrorista, dice Lachenmann, sin querer criticarlo), un afiche político que apenas se divisa en el fondo del cuadro, los colectivos fantasmas que, en un momento, dejan de pasar. Ocupará, sí, el centro de la escena cuando se suba al escenario (al escenario del Colón, encima), en ocasión del debate interno de los músicos/empleados: ¿ensayan porque priorizan que la ópera sea lo más bella posible o paran hasta que les prometan que van a cobrar las horas extras que les corresponden? ¿Se pone en riesgo una obra, su estreno, la perfección de su puesta en escena por un reclamo codicioso o se utiliza la supuesta nobleza del arte para justificar una actitud avara? La política, digamos, es una forma de hablar del arte.

Es el mismo debate interno del compositor, que ve que un conflicto gremial impide la reproducción de su obra, de resonancias morales y políticas. La política interrumpe el mensaje político de la representación de Lachenmann. Pero ahí falta una capa: son los problemas del tercer mundo, la política del subdesarrollo, los que ponen en jaque la obra del alemán y, más todavía, los que vienen a enfrentarlo con sus contradicciones ideológicas. “Ésta es mi última ópera –comenta, entre triste y divertido–, la próxima voy a escribir una pieza para un violín solo.”

Dijimos: si algo falta es dinero pero, en el momento que el dinero aparece, cuando Marie roba (“toma prestada”) una plata de su jefa, se compra un piano. Una apuesta por lo vano y lo inútil: un piano que recién se está aprendiendo a tocar en una casa llena de deudas. Resuena allí El cielo del centauro (2016), la última película de Hugo Santiago, que pone una trama terriblemente compleja, con gran derroche de recursos, al servicio de algo finalmente minúsculo, casi insignificante, pero indudablemente hermoso. La apuesta por las cosas que, en su belleza, se justifican a sí mismas.

No sólo La vendedora de fósforos enarbola también esa bandera sino que ella misma actúa, en buena medida, como su condición de posibilidad. No es gratuita la sensación de película chiquita y sensible (“vulnerable”, dijo alguien del público) que deja en algunos espectadores. El propio director, cuando la presentó en el Bafici, se refirió a su obra como una película extremadamente pulida, hecha a partir de un gran conjunto de escenas (restos) que terminarían quedando afuera del montaje final. Esa selección, que probablemente le haya hecho ganar en solidez, no le quita, sin embargo, ni su voluntad lúdica, ni su estilo disperso. Todo el tiempo Jakob y Villar se preguntan “¿esto es una ópera?” y la duda, por supuesto, es una forma de reflexionar sobre la película misma, que por momentos no parece más que una exposición de materiales diversos, un fragmentario montaje caprichoso: la obra de Moguillansky va tomando y dejando temas, todos organizados, eso sí, con ritmo y coreografía, de nuevo a la Hugo Santiago.

Las referencias al cine y la música son infinitas, tantas que se suman al ruido de la ópera y de las calles del centro de Buenos Aires. En La vendedora de fósforos están Robert Bresson (se recrea con gran belleza una escena de Au Hasard Balthazar) y Matías Piñeiro (con El hombre robado), a quien roba una actriz y el estilo juguetón y delicado. Ese tono puede verse, por ejemplo, en las escenas con nenas hermosas que se repiten una atrás de la otra en el casting improvisado que dirige Jakob, donde se reiteran en loop los anhelos tristes de la vendedora de fósforos: la belleza parece siempre del lado de lo inocente. Hay también un estilo, un poco clásico, como de elegancia antigua. Contra el ruidoso Lachenmann, el bálsamo de Margarita Fernández interpretando Beethoven y Bach (incluidos en los créditos de la película como actores de reparto). En la película de Moguillansky se percibe cierta búsqueda de belleza pura, como de gracia inocua, o exquisita nadería. La apuesta estética y política de La vendedora de fósforos está ahí: en el elogio del juego y la niñez, tanto en la forma de articular los materiales, como en el modo en que los personajes, algo infantiles todos, se relacionan con el trabajo y el dinero.

La vendedora fotograma

La vendedora de fósforos termina, como el cuento de Andersen, con un final aleccionador y moral, casi un reto. Se trata, a fin de cuentas, de un relato para niños, una parábola. En la versión del cuento de Andersen que leen en la película hay un reproche: no son sólo los padres los culpables, sino que todos como sociedad somos cómplices de la muerte de una niña inocente y buena. ¿Y la “adaptación” de Moguillansky? En la última escena de la película, Margarita Fernández oye monologar largamente a Lachenmann que, escuchando a Ennio Morricone –su compositor preferido, como le confiesa, secretamente, a un músico de la orquesta–, conmovido como un chico, habla y habla. El alemán sigue atrapado en la paradoja de su juventud: ¿cómo conciliar el arte de vanguardia, su pasión, con la justicia social, su vocación política/ideológica? En la voz de Margarita Fernández, que lo para en seco y le dice que su arte no es provocador (como quiere el alemán), sino que se trata apenas de un juego de niños (Kinderspiel), y en la mirada rendida de Lachenmann, que recibe la puñalada, y la acepta, y no piensa rebatirla, la película desliza una duda, y pone en crisis la moraleja del cuento original. Hablando de Morricone, Lachenmann dijo alguna vez: “El entretenimiento miente, pero miente con honestidad. Los así llamados compositores ‘serios’, como yo, estamos siempre tratando de mentirnos a nosotros mismos”. Por su parte Margarita, se sabe, es una de las mejores intérpretes de una de sus obras más vanguardistas (Güero), en la que el piano, más que tocarse, se roza. El de Lachenmann es un juego de niños que Margarita Fernández disfruta y que Moguillansky explota para armar el suyo.

“Nunca imaginé que en Latinoamérica había teatros, el capitalismo arrasó con todo”. Por culpa de la nieve, de Alfredo Staffolani

 

Por: Gustavo Adolfo Palacios y Juan Recchia Páez

Imágenes: Federico Peña

Por culpa de la nieve es una pieza teatral del joven dramaturgo argentino Alfredo Staffolani, la cual se articula a través de las profundas grietas emocionales de una familia integrada por turbios integrantes que luchan por sobreponerse al lastre de un pasado oscuro y a sus fantasmas personales. Gustavo Palacios y Juan Recchia nos ofrecen una minuciosa reseña de la obra.


La tercera temporada de Por culpa de la nieve de Alfredo Staffolani comenzó un día de febrero, en pleno verano, en las tablas del Teatro Abasto en Almagro. Un día de calor extremo, de esos en los que el sol cae tarde, la entrada a la sala se vivió, de alguna manera, como una especie de pasaje. Del calor y la luz del sol cuando atardece, entramos en una sala previamente acondicionada con aire frío, cortinas de humo, proyecciones y tonalidades grises que lo alteraron todo. Nos volvimos extranjeros en la propia tierra al preguntarnos: ¿Cómo va a desarrollarse una obra sobre la nieve, el frío y la distancia situada entre Londres y Luxemburgo, en pleno verano porteño?

Una escenografía simple pero muy productiva: a sala pelada, sin telones, tablados de madera marcaban un cuadrado, con apenas unos conjuntos de butacas en sus extremos, cuatro mesitas con diferentes bebidas alcohólicas (gin, cognac, vodka, vino tinto) y copas refinadas, y los cuernos de un alce euroasiático que marcan el centro de la estirpe en la casa familiar.

Cuando la obra de Staffolani inicia nos damos cuenta de que estamos si no en el final, en un punto álgido de todo el entramado: un padre está saliendo de prisión, hay un par de matrimonios arruinados, una relación pasional que se difumina ante la presencia de un nuevo amor y un hermano idiota caído en desgracia. La acción comienza con un regreso, el padre vuelve a la casa (no sabremos si para quedarse) después de un año de prisión. Decimos “prisión” y no “cárcel” porque el espacio en el que se sitúa la acción se aleja, o al menos eso nos parece al principio, de la realidad de Buenos Aires. En paralelo con la llegada del padre, se presenta una ausencia: ¿Qué pasó con Adolfo, el hermano menor, del que todos los personajes hablan pero nadie quiere contar?

El padre, universitario y delincuente, personifica dos caras de una misma figura de autoridad oscura que por un lado daba clases para adictos al crack y, a la vez, es un estafador que a raíz de un mal negocio con unas máquinas para limpiar la nieve cae preso. Esta condición dual del padre no hace que los hijos retiren su afecto por él, sino que intentan de alguna manera readaptarse al regreso del pilar familiar, pues en este padre están definidos los caracteres más profundos de cada uno de los demás personajes. Cristina, hija y hermana anglicana, es la voz de quien intenta sostener las riendas familiares y busca siempre calmar situaciones de violencia y ocultar problemas graves. “Cuando papá lo vea a Adolfo le agarra un ataque”, anticipa en varias oportunidades, y se preocupa por las reacciones de los otros, marcando un contrapunto con Ruth. Willy, esposo de Cristina, hombre de negocios es el propio denunciante del padre de familia y un cobarde sensato, pues siendo uno de los menos vinculados por medio de un nexo familiar potente es de los primeros que desea emprender una huida de aquella familia. Ruth, la mujer catárquica, expone lo ocurrido con mucho sarcasmo e ironía, como cuando dice: “Los padres son así, te traen al mundo para que cargues sus piedras… Luego se mueren”. O casi siempre preanuncia la desgracia y formula abiertamente su condición en la familia: “Me casé para toda la vida”; es la mártir de una fe que se agota y, aunque no quiera, está dispuesta a amar a su esposo. Blas es el segundo hermano y esposo de Ruth, un hombre hastiado de la vida, que la continúa como un acto pusilánime, detestando un poco a su familia en general; es el hombre que no se considera merecedor de su propia vida, que está hecho para pensamientos más nobles, para ideas más grandes. Por último se encuentran Adolfo y Katia. El menor de todos los hermanos cumple con el rol de ser el bien amado por todos, el favorito del padre y quien le respalda, al menos piadosamente, en su accionar delictivo. Es por ello que sobre él recae la mayor desgracia (el accidente como ley y castigo de alguna manera divino, pues se estrella con una maquina limpiadora de nieve), en la que pierde no solo su mano izquierda con la que toca el violín, sino también parte de su ser pensante, convirtiéndolo casi en un desvalido que depende enteramente de su novia, quien en primera instancia parece amarlo. Katia, por su lado, es la actriz frustrada e incomprendida; su arte se está apagando y necesita de nuevos aires para arrojarse descuidadamente al mundo del teatro. Esta chica naufraga en la inseguridad, buscando por medio de los hombres una tabla de salvación, en este caso Adolfo; más tarde será Blas quien termina convirtiéndose en su amante.

 

Aunque cada uno de estos personajes tiene bien marcado su devenir y actúa en consecuencia, se logra ver un engranaje que marca el dramatismo de la obra. Una tríada que deviene en padre, familia y religión. Padre como fundador de la estirpe, el pilar que sembró los preceptos a los que son fieles y quien dejó sus más grandes intentos de amor hacia los suyos, sin importar que uno o que otro de esos intentos fuera inmoral. De esta manera, la figura del padre se va perdiendo en la primera y en la última escena; en las escenas intermedias se completa el cuadro donde se retrata una familia fragmentada y a punto de romper. Solo son seres humanos luchando por subsistir, queriendo recurrir al milagro de dios, sin contar con que esta misma divinidad ya ha perdido interés en los implicados.

La obra pareciera tocar aquí un modelo de organización económica, cultural y social que podríamos llamar mundializado, en tanto como espectadores porteños se producen identificaciones con las tramas familiares, religiosas y patriarcales. No a todo el mundo le habrá pasado que su padre sea un ladrón y que esto acarree consecuencias innombrables dentro del seno familiar. Pero de lo que sí nos hemos despertado muchos en algún momento es de enterarnos que la vida cuidadosamente construida, hilada con sedas muy delicadas, se puede romper o enredar con la menor palpitación de una pasión o una emoción demasiado exaltada.

Preocupados el uno por el otro, no dejan de lado un cínico humor negro en el que poco importan las desventuras, o bien se las toman muy a la ligera. Humanos de pie, en la lucha gracias al bienestar económico, apoyados en las bases más tradicionales de la religión y la familia como si fuera el último peldaño antes de caer en el abismo de sí mismos y, sin embargo, todos precipitados y destrozados por la cotidianidad. Hartos de sus vidas organizadas y con preocupaciones frugales, llegados ante la felicidad como una trampa. Por tanto, queriendo: unos escapar a toda costa antes de que se hundan en bandada, los otros queriendo aferrarse al amor de los hijos o la religión y, otro par, queriendo refugiarse en la estupidez y obviar el desastre.

La huida, la fuga, el destierro, la extranjería son el límite de la acción cuadrangular en la que se enmarcan los personajes. Pero, justamente, se trata de un límite siempre presente y nunca realizado en su completitud. Son varios los personajes que amenazan con romper los ambientes crípticos de la obra, pero “ni siquiera tenés coraje para cruzar la puerta sin que te empujen”, se dicen unos a otros. El propio Adolfo lo enuncia hablando de sí mismo, de sus artes como violinista: “Me dicen que no tengo límites”. Al decir del propio director: “una obra es siempre un país extraño, y los actores, extranjeros dentro de ese sistema”.

Las escenas en la obra van cayendo y la trama dramática decanta poco a poco como la nieve. Gracias a una proyección que marca los comienzos de cada escena, la cronología de la obra se estructura con una aparente linealidad retrospectiva en la que el tiempo corre hacia atrás. Las máquinas barredoras no pueden limpiar la densidad de capas, al padre se le frustra su compra, Adolfo es aplastado por una máquina barredora, son varios los autos que quedan atascados, cubiertos bajo la nieve en cada una de las escenas. Es como si el tiempo mismo fuera la nieve, apabullante, estancada, siempre presente, que se apodera del escenario y la vida de los personajes, una nieve que los culpa y recuerda a cada uno de ellos los tropiezos cometidos a lo largo del camino.

Sucede que, en un mismo tiempo, lo viejo no consigue ser reemplazado por la nueva estirpe. Dentro del marco de la obra no entran como familia William, y mucho menos Katia. El primero es solamente el objeto de la estafa y quien por voluntad propia se retira ante el regreso del padre, gran figura de poder dentro de la obra, de modo que por este lado la creación de una nueva familia es sesgada. En segunda instancia están los hijos de Blas y Ruth que no son otra cosa que una mera mención al martirio de tenerlos, la pérdida de la libertad, el sacrifico y la infelicidad. Estos no son los hijos que fundan una nueva familia, sino los que la truncan y desgastan. Finalmente, Katia aparece interesada en dos hombres de la familia y es la esperanza de que Adolfo por fin siente cabeza. Ella se compromete a cuidarlo y quererlo; sin embargo, a la menor oportunidad desea huir nada menos que con Blas, un corte certero y limpio a una familia naciente. Ante esto, pervive lo antiguo, la figura central del padre que instaura y sostiene a la familia, un dictador que hace a su antojo con los hijos, impone sus condiciones y no le importa dañar al “familiar” invasor con tal de mantener a los suyos con lo necesario para un buen vivir.

El espacio escénico se expande hacia un primerísimo primer plano donde los personajes se posicionan de frente, de cara al público, y también hacia un atrás de escena, que se presenta transparente para todo el público. Pareciera que en contrapunto con las zonas oscuras de la familia, el escenario se abre de par en par, simulando una transparencia total. ¿Será, tal vez, ese el color de la nieve? Vemos lo que pasa entre personajes por detrás, vemos el accidente de Adolfo, vemos, hasta en las proyecciones, varios transeúntes cruzando una calle nevada en algo que parece como el fondo de una ciudad o un puente. De alguna manera, los actores no tienen para dónde salir fuera de escena.

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Sin embargo, la familia no está sola ni aislada completamente. Del afuera llegan señales, llegan irrupciones, suena el teléfono y no se sabe quién llama. Atiende uno, atiende otra, pero la llamada se mantiene anónima. Un anonimato producto de un afuera globalizado que se extiende de Bélgica a Buenos Aires y que nos pone en primer plano los modos contemporáneos de la comunicación. Hablar pero no contar, la obra marca así, un uso de la palabra que se extenderá en las diferentes escenas y con este ancla en uno de los problemas centrales como lo es la imposibilidad de una comunicación. ¿Quién sale a buscar a Adolfo?, se preguntan unos a otros mientras afuera cae una fuerte nevada; del accidentado nadie quiere hacerse cargo. Diálogos truncos en los que se preguntan cosas que nadie responde, o hasta en los que se superponen preguntas, como cuando hablan Katia con Adolfo: “¿Estás enamorado de mí?”, ella pregunta, y él le repite: “¿Dónde está el auto?”.

Este manejo, minucioso en el trabajo con los diálogos, produce un extraño efecto sobre el drama de la obra. Las enunciaciones de los personajes no son para nada cómicas o felices, pero, sin embargo, una y otra vez, provocan la carcajada en el público. Como si al llevar al extremo la tragedia, y sobre todo al ponerla en palabras desde el cuerpo de cada uno de los personajes, el drama se vuelve algo que da risa a los espectadores, quienes entienden que la sumatoria de las desgracias ocurridas es producto del accionar de los personajes. Se trata de otra identificación, por medio del extrañamiento entre el público porteño y la acción situada en el país euroasiático. Y así lo resalta Cristina cuando Katia se presenta como actriz: “Tenés la carita triste, debés ser buena para lo clásico”.

De esta manera, la obra presenta una dramaturgia, muy bien trabajada, que apuesta a un realismo crítico y entabla, como también lo enuncian los propios personajes, un diálogo directo con una tradición teatral cuyo mayor exponente es Ibsen. Para el dramaturgo noruego se hizo preciso enseñar al público del siglo XIX con su obra Casa de muñecas que los hábitos y costumbres humanos no siempre están cargados de sentido por el simple hecho de representar un status quo sino que, por el contrario, se desdibujan al tomar los caminos que van a contramano de la voluntad humana: de allí que para la señora Linde lo más conveniente sea abandonar a su familia para realizar su propio ser. Del mismo modo, en Por culpa de la nieve Blas quiere huir con Katia, Adolfo se refugia en su ser infantil con más esmero después del accidente, Ruth se victimiza y busca la gracia de la religión ante su fracaso matrimonial, Cristina destierra a su propio padre como si él fuera una especia de Rey Lear. Por último está el padre, que se niega a tomar nuevos caminos y pretende seguir siendo el patriarca que puede llevar el control de la situación. De aquí la cita de nuestro título, y este interrogante con el cual la obra habilita una lectura propia, una producción propia de un drama que se inscribe en una tradición teatral occidental.

 

Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época

 

Por: Mario Cámara

Foto de portada: Cildo Meireles. «Tiradentes: Totem – Monumento ao preso político», 1970

El Premio Fondo Nacional de las Artes en su edición 2016 ha otorgado al crítico literario argentino, Mario Cámara, el primer premio en la categoría Ensayos. A la espera de la publicación, por Libraria Ediciones, Revista TRANSAS presenta para su lectura una breve introducción donde el autor comenta los orígenes del libro, sus tópicos y desplazamientos en torno a la necesidad de defender un texto que narra una tortura, y de comprender la naturaleza de un lenguaje y una escena –la militancia, la revolución– que retornan sin previo aviso. Cámara formula qué implica trabajar con imágenes del arte y de la literatura cuya lectura nos acercan a lo perturbador y amenazante. Se trata de focalizar en restos de sintagmas revolucionarios y sus emblemas a contracorriente –el obrero, el militante, el intelectual, el pueblo, entre muchos otros– con el fin de enredar los presentes políticos en los cuales estas producciones han actuado, y por lo tanto, con el objetivo de contaminar sus temporalidades.


Apertura

 

 

“Yo no hablaría así de política.

Plantearía la cosa en otros términos”.

Osvaldo Lamborghini

           

 

Este libro reconoce un doble origen o impulso. El primero se puede precisar en el tiempo, tiene un año, un sitio específico, un rostro. El otro es más extendido y difuso. El primero sucedió en 2004, cuando con mis colegas de la revista Grumo decidimos traducir al portugués el relato de Osvaldo Lamborghini “El niño proletario”, que narra la historia de la tortura, la violación y el asesinato de un niño pobre por parte de un grupo de niños burgueses.

La revista Grumo se proponía como un puente entre Argentina y Brasil, y qué mejor que dar a conocer a Osvaldo Lamborghini, pensamos esa vez, que nunca había sido traducido al portugués. Antes de publicar el texto, y como varios de nosotros íbamos a participar de unas jornadas en la PUC (Pontifícia Universidade Católica) de Río de Janeiro, hicimos fotocopias y las distribuimos durante una de las tardes en que se desarrollaba el congreso.

La respuesta general fluctuó, al menos para mi sorpresa, entre el desdén y el repudio. Todavía recuerdo que una amiga y colega brasileña me recriminó: “¿Es necesario escribir esto?”. Y a mi inicial asombro se sumó mi dificultad para explicar que sí, que era necesario, que lo había sido; que, si uno observaba la tradición argentina, veía que el grupo de Boedo victimizaba demasiado a los pobres, que el escritor Elías Castelnuovo era demasiado llorón, y que había sido obligatorio para la literatura argentina invertir esa tradición lacrimógena. Sin embargo, era complejo justificar frente a un brasileño que la tortura y la muerte de ese niño proletario en verdad debían leerse de modo desplazado o aun invertido, que la clave estaba en esa primera persona parsimoniosa que, con serenidad y elegancia, narraba los infinitos padecimientos que le aplicaban él y sus amigos a ese niño.

Más allá de las lágrimas de la izquierda, de cortar con el liberalismo bienpensante o de “denunciar” a la burguesía asesina, el relato instala, como afirma Ricardo Strafacce, “un malestar que ni la cita de Rubén Darío (‘Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo’) […] ni la ‘luna joyesca’ […] (o joyceana) podían disimular”.

El segundo impulso es el resultado de una serie de experiencias populistas recientes en Latinoamérica que, invocando vocabularios e imágenes que parecían definitivamente olvidados, han ido complejizando las distinciones entre un pasado revolucionario y un presente democrático. Decenas de signos esparcidos en los lenguajes públicos, tales como “militancia”, “patria”, “emancipación” y “revolución”, adquirieron, de repente y en el curso de los últimos años, una segunda vida. Esa existencia fue leída alternativamente como un efectivo regreso o como una farsa.

¿Qué memorias del pasado se ponen en juego cuando una de las características marcantes de ese pasado revolucionario fue la lucha armada? ¿Cuál es el legado de Héctor Cámpora o de los bandidos rurales? ¿Cómo resuenan esos nombres y esas imágenes en el presente? En su libro Las cuestiones, Nicolás Casullo daba por muerto aquel período y sostenía: “La emblemática revolución socialista o comunista pensada como pasado es un dato crucial en el proceso de caducidad de los imaginarios que presidieron la modernidad. […] Ese tiempo pasado de la revolución es, hasta hoy, un pensar no pensado, o quizás, en muchos aspectos, no pensable, en tanto nuevo mundo que se establece. Se asemeja a una suerte de conjugación cultural que hace años entró en errancia sin recaudos, en desmembramiento verbal, en desmemorización de aquel referente que supo ser la actualidad por excelencia. Lo no pensable de una historia tiene que ver sin duda con condiciones del presente, pero también con las formas catastróficas que adquiere el fin político de un proyecto histórico”. ¿Son las invocaciones del presente una desmentida, un retorno fantasmático o una resignificación de lo que Casullo daba por extinguido?

La necesidad de defender un texto que narra una tortura, y de comprender la naturaleza de un lenguaje y una escena –la militancia, la revolución– que retornan sin previo aviso es lo que articula la totalidad de este libro. Estas dificultades, de explicación y de entendimiento, me indujeron a pensar en el tiempo. ¿Por qué, en un período hegemonizado por una experiencia del tiempo que conducía directo hacia el futuro y la revolución, la literatura torturaba y asesinaba a un niño proletario?, ¿por qué, además, ese texto había sido leído con fruición en esos años? Las palabras que describían esa muerte desafiaban la temporalidad futura de los sesenta, la ponían en crisis y la desarmaban. Eran, para utilizar palabras que Oscar del Barco le dedicó a Sade, “la imposibilidad referencial”, es decir, la demostración de que un futuro libre de crimen era una quimera. Los vocabularios del presente, mientras tanto, iban desarmando un orden consensual para el cual ya no había régimen de futuro, pero tampoco de pasado. ¿Cómo se reactivaban la palabra “patria” o la palabra “militante”?, ¿era efectivamente una reactivación o una farsa?, ¿el pasado retornaba apenas como farsa?, ¿y cómo pensar en esos retornos desde la literatura y el arte?

Tanto en el pasado como en el presente, el tiempo se presentaba agujereado y contradictorio, permeable a una azarosa lógica de los acontecimientos. Aquel crimen y estos sintagmas ponían en crisis tanto un régimen de presente-futuro como uno de presente-presente y mostraban que la división temporal entre los heroicos tiempos revolucionarios y los sensatos tiempos democráticos podía y debía ser problematizada. Al sostener esto no estoy pensando en un régimen de historicidad tal como lo plantea François Hartog, es decir, como un modo variable de articular pasado, presente y futuro. Más bien, se trata de una temporalidad hecha de remolinos, flujos y reflujos, de retornos y sobrevivencias, de síntomas y promesas, pero también de ruinas y silencios. “Todo objeto tiende a un fin”, sostiene Raúl Antelo citando a Walter Benjamin, pero no sabemos cuál es o debería ser ese fin, ni si se concretará; ni siquiera sabemos qué significa que se concrete. En nuestro presente, las herencias son difíciles de escrutar y en muchos casos están desquiciadas. El fuera de quicio, ese tiempo salido de sus goznes que enunció Hamlet y retomó Jacques Derrida para pensar una ciencia de los espectros que se contrapusiera a la pura presencia de un presente igual a sí mismo, tal como parecía anunciar la caída del muro de Berlín durante los noventa, no contiene en sí mismo el germen de ninguna resistencia, pero tampoco lo contrario. Como apunta Daniel Link, “el fantasma está siempre allí como señal de la inconfortabilidad de toda caverna, de cualquier casa, y de lo infinito del mundo”. El fantasma está allí, en el presente, pero aun en un régimen de desaparición y sin enunciar ninguna buena nueva desintegra las consistencias y las certidumbres del tiempo. Este libro, su gesto crítico, no solo busca responder y comprender, sino describir y construir una serie acotada pero diversa de desquicios temporales y sus posibles sentidos estéticos, políticos e históricos.

Perseguir un crimen, pero también posibles fantasmas, produjo un primer recorte en los objetos con los cuales debía trabajar. En efecto, no tuve en cuenta las construcciones en donde lo político se hubiera inscripto apenas como un suplemento expresivo de una determinada ideología, sino precisamente lo contrario. Era necesario que hubiera referentes reconocibles de la historia política latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, pero que al mismo tiempo esas presencias no significaran una literatura o un arte que reafirmaran las premisas emancipatorias hegemónicas en los sesenta y setenta, o las premisas democráticas que fueron imponiéndose luego de las dictaduras, a partir de los ochenta. Ello impuso rastrear inscripciones de sintagmas revolucionarios y sus emblemas –el obrero, el militante, el intelectual, el pueblo, entre muchos otros–, tanto en el presente como en el pasado, pero que se hubieran dado de un modo desplazado o contraclimático. La premisa fue indagar objetos literarios y artísticos en los cuales la inscripción política referencial apareciera a contracorriente. Es decir, tratar con objetos que problematizaran algunas consignas del arte crítico que habían tenido como fundamento la creencia en una relación directa entre eficacia estética y eficacia política. Que un objeto estético se situara a contracorriente significaba colocarse en el interior de dicha tradición para, desde allí, cuestionar de diversos modos tal creencia, produciendo una literatura y un arte críticos fundados en la ambivalencia de sus proposiciones, y asumiendo por este motivo un carácter inesperado en los contextos de sus apariciones.

Procuré reflexionar, por ejemplo, en torno a obras en cuyo interior se pudieran percibir núcleos de sentido posfundacionales en pleno período histórico fundacional; y de reflexionar, en el período histórico que se abre con las transiciones democráticas, en torno a obras que, sin caer en la ilusión de la restitución total o de la transparencia histórica absoluta, aun así reinscribieran signos de aquel pasado fundacional.

Desplazamientos y contracorrientes ofrecían la posibilidad de enredar los presentes políticos en los cuales estas producciones han actuado, y por lo tanto de contaminar sus temporalidades. Para ello, indagué en palabras e imágenes que hubieran cuestionado el momento revolucionario en el instante mismo de su primacía, e interrogué imágenes y acciones que han ido reinscribiendo, desde diferentes perspectivas, sintagmas y emblemas revolucionarios a partir del período de las transiciones democráticas. Estos cuestionamientos y reinscripciones fueron el modo de problematizar la separación absoluta entre pasado y presente, y de deconstruir tanto una percepción escatológica del tiempo como una que lo presentara como inmóvil e incapaz de transformación alguna.

En términos más acotados, los objetos con los cuales voy a trabajar, por la inscripción de referentes políticos reconocibles y por el modo desplazado o contraclimático de esas inscripciones, permiten pensar en una serie de reformulaciones del lugar de la literatura y el arte producidos a partir de los años sesenta y setenta: el rol del artista como portavoz o como aquel que percibe con mayor comprensión y claridad los mecanismos de opresión social, las compensaciones imaginarias o la “justicia poética” para con los pobres y los excluidos; la sutura de la experiencia para que emerja coherente y digerida en el objeto estético. Por otra parte, estas producciones recuperan un lugar propio del arte sin que ello reconstruya una postura estrictamente autonomista. El arte y la literatura se ubican en un no lugar, poroso a la recepción de todo material, pero se configura allí un tipo de experiencia que se reclama como propia y singular. Se trata de una experiencia que tensiona las inscripciones históricas con lo que podríamos definir como su contrario o con una cierta diferencia. Por un lado borra, neutraliza, singulariza, socava, en este caso los emblemas emancipatorios, sin por ello desactivarlos; por el otro, los recorta y remonta, los reenmarca, y por eso los transforma, los relee y los reescribe. Esa articulación irresuelta es el sitio de la literatura y el arte que los emblemas emancipatorios y los sintagmas revolucionarios que voy a estudiar permiten pensar.

 

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La noción de resto atravesará la totalidad de los capítulos. La idea de resto se puede rastrear, en primer lugar, en una constelación que incluye las supervivencias, tal como son recuperadas, sobre todo, por Georges Didi-Huberman, la categoría de origen que propone Walter Benjamin y la idea de resto diurno que elabora Sigmund Freud. Destaco de tal constelación al menos dos ideas: la que permite pensar en una reactivación y la que permite pensar en una recursividad o retorno a. Reactivación y recursividad son las formas en que ese resto se ofrece como disponibilidad para que los hechos históricos considerados caducos puedan –mediante determinados procedimientos, el montaje por ejemplo– recuperar potencia o uso en el presente desde el cual se los lee o en el cual se inscriben. Esa potencia y ese uso, sin embargo, no deben ser entendidos como restauración, sino más bien como reemergencia desplazada que escenifica un uso inaudito y una potencialidad desconocida, frecuentemente más asociada a la idea de revuelta que a cualquier programa de tipo revolucionario.

En una segunda constelación, el resto se configura como evento traumático, es decir, adquiere un carácter sintomático que resiste su simbolización y, sin embargo, persiste o funciona como fósil enigmático, presencia muda de un pasado histórico que se presenta como pura caducidad. Una figura que se asocia con esta idea de resto es la de ruina. “La ruina –sostiene Gérard Wajcman–, objeto de memoria. Objeto de la memoria. Objeto del tiempo de la memoria. Objeto del tiempo del arte de la memoria”. Es decir, se trata de pensar el resto como incapaz de articulación con el presente, como vestigio que sin embargo incomoda o perturba con su presencia.

Es esta doble serie en torno al concepto de resto la que me permite encontrar y delimitar los tratamientos desplazados de sintagmas revolucionarios. Y son estas figuras las que logran agujerear las consistencias temporales mencionadas, enmarañando pasados y presentes en un movimiento de vaivén perpetuo que los torna densos y plurales. Por lo tanto, este libro se enfocará principalmente en los contextos inesperados, las escenas consideradas revulsivas o carentes de sentido, los anacronismos o montajes inusitados, es decir, en la aparición de emblemas revolucionarios allí donde no se los espera, provistos de lenguajes o actitudes que no son los que nos hemos acostumbrado a escuchar o ver, o bien tratados de un modo diferente al que esperamos que sean tratados.

Los tratamientos desplazados de figuras emblemáticas provenientes del horizonte emancipatorio se agruparán en cuatro ejes. En el primero, las figuras estudiadas son sometidas al martirio, al insulto o a algún tipo de profanación. La irrupción de esta violencia funciona como tajo del tiempo histórico que se autopresenta como teleológico y naturalmente destinado a la emancipación del hombre. Este eje trabaja con la idea fuerza de lo real, teniendo en cuenta que tal concepto ha sido convocado por la literatura y el arte como una dimensión con la que se establecía un contacto efímero y desestructurante tanto en lo que concierne a la subjetividad como al ámbito de lo social. En tal configuración se expulsa al lector y al espectador del recurso a la cultura y a la tradición como instrumento decodificador. Desde esta perspectiva, lo real, más que como un sitio concreto, aparece como un paisaje inconmensurable, dotado de una temporalidad kairológica. La emergencia de lo real desordena categorías, destruye los vectores temporales que apuntaban al futuro, impugna la capacidad de representar la voz de un “otro” y descubre la potencia de la revuelta y la destrucción. Es eso lo que se puede observar en el happening que Oscar Masotta presenta en 1967, Para inducir el espíritu de la imagen, o en la instalación de Oscar Bony La familia obrera (1968). Masotta y Bony se referirán a sus intervenciones como ejercicios de sadismo, teniendo en cuenta el sitio que hacían ocupar en ellas a los protagonistas: simples extras vestidos de pobres y exhibidos frente a un público que los observaba, en el caso de Masotta; y una verdadera familia de un obrero metalúrgico mostrados sobre una tarima en un museo, en el caso de Bony. Ambas configuraban cierta escenificación o producción del malestar.

En el segundo eje, dichas figuras, a través de procedimientos de montaje, adquieren una nueva dimensión, articulando temporalidades históricas que iluminan su presente y reescriben el pasado desde el cual emergen. El concepto de montaje se piensa aquí como un procedimiento que puede deshacer o problematizar una temporalidad que se presenta como irreversible. En este sentido, los acontecimientos pueden ser encadenados en otras líneas temporales que iluminen nuevos sentidos. El montaje supone un desplazamiento que incluye la desconexión de la línea temporal en que el acontecimiento estaba inserto y la reconexión que pretende construir otro punto de vista. ¿Cómo se utiliza el montaje para pensar el tiempo de la revolución en el Brasil de la dictadura y en el Brasil que comienza a imaginar la democracia por venir? La figura de Tiradentes se recupera desde la propia dictadura y desde el arte. ¿En qué cadenas temporales la insertan el artista plástico Cildo Meireles, con su obra Tiradentes: Totem-monumento ao presao político (1971); Joaquim Pedro de Andrade con su film Os inconfidentes (1972); y Silviano Santiago, ya al borde de la democracia, con su novela Em liberdade (1981)?

En el tercero se reenmarcan figuras estigmatizadas, se reactivan potencias de revuelta y se disputan sentidos hegemónicos. Se trata, en este caso, de abordar una temporalidad hecha de sobrevivencias. Para ello, se toman como punto de partida ciertos conceptos de Judith Butler y Vilém Flusser en torno a la producción de sentidos diferenciales para la imagen fotográfica, producto de su inscripción en contextos y soportes diferentes. El trabajo con archivos fotográficos de presos en la cárcel de Carandiru o de obreros en la construcción de Brasilia que realizó la artista Rosângela Rennó constituye un buen ejemplo. El desplazamiento de esas fotografías transformó su sentido originario y disciplinar. Rennó seleccionó, amplió las imágenes y creó un dispositivo de exhibición que convocaba una nueva memoria histórica y contraía una potencia singular para aquellos cuerpos y aquellos rostros. Hélio Oiticica, muchos años antes que Rennó, había realizado una experiencia similar al reutilizar fotografías de bandidos muertos que aparecían en los periódicos. Con esas imágenes, construyó una serie de homenajes que confrontaban con los relatos de la prensa escrita. El eje busca reflexionar, de este modo, sobre una serie de intervenciones –los homenajes de Oiticica y una fotografía de Eva Perón– que, a través de un conjunto de procedimientos, reactivaron significados reprimidos.

Y en el cuarto eje, las figuras emblemáticas y los sintagmas revolucionarios adquieren una presencia fantasmática, como si fueran espectros sobrevivientes, dotados de esquirlas discursivas que aluden al pasado al cual pertenecen. Se trata de la inscripción de un tiempo cargado de ruinas o de una imagen del pasado como ruina, y para ello se trabaja con la perspectiva de la fosilización, tomando en cuenta las reflexiones de Walter Benjamin ya referidas. Se trata, asimismo, de retornos, en la estela de las elaboraciones de Freud y Georges Didi-Huberman, mencionados anteriormente. Sin embargo, establezco diferencias. Mientras que en los años de entreguerras Walter Benjamin intentó imaginar la emergencia de una imagen que interrumpiera el flujo de la historia, a la que dio el nombre de imagen dialéctica, ciertos retornos o sobrevivencias, más que transmitir un saber o una tradición, asumen la apariencia de lo intempestivo y están dotados de una escasa o nula capacidad de transmitir algún tipo de inteligibilidad. Un ejemplo de ello son las voces incomprensibles de los militantes de organizaciones armadas que pueblan un poema como “Punctum” (1996), o el joven protagonista del cuento de João Gilberto Noll “Algo urgentemente” (1980), que acompaña el breve período de clandestinidad de un padre militante de una organización armada, sin poder entender no solo en qué consiste esa militancia, sino qué creencias hacen que su padre participe de ella. ¿Cómo pensar en esas imágenes que insisten en no decirnos nada y en esos espectros que parecen definitivamente desactivados?

En el conjunto de las producciones por recorrer, obreros, militantes y demás figuras emblemáticas de la época de la emancipación son las que llevan adelante una relectura sobre su propio presente o sobre el pasado al cual parecen pertenecer, y son ellas las que se encargan de fundar nuevas temporalidades, o ejecutan soliloquios indescifrables. Inadvertidas en muchas ocasiones o escandalosamente presentes, estas figuras suplementan y perturban las imágenes, y las líneas temporales que apuntaban al futuro, al mismo tiempo que mantienen en un suspenso amenazante ese pasado para que no deje de ofrecer cada vez un nuevo rostro en nuestro presente, a veces monstruoso, otras desconocido o incomprensible, pero siempre perturbador.

“Elaborar la narrativa de una vida es parte de una búsqueda de sentido”. Entrevista a Leonor Arfuch

 

Por: Fabiana Montenegro y Luciana Caresani

Foto: Luciana Caresani

 

El giro producido en las ciencias humanas y sociales por el denominado auge (o retorno) del sujeto moderno ha generado nuevos campos de interés y de reflexión teórica, que van desde la concentración en la figura del individuo, la inclinación por el valor de la biografía y el contrapunto entre las nociones de historia individual y colectiva. A su vez, en las décadas recientes la creciente proliferación de producciones artísticas realizadas por las nuevas generaciones de jóvenes cuya infancia o adolescencia transcurrió durante la última dictadura cívico-militar argentina permite repensar desde el espacio biográfico nuevas formas de la memoria y de identidades contemporáneas. Y sin dudas, la crítica académica no podía dejar de hacerse eco de ello. A modo de diálogo, y en consonancia con su seminario Narrativas de la memoria, inflexiones de lo biográfico. Literatura y artes visuales en América Latina dictado en el marco de la Maestría en Literaturas de América Latina conversamos con Leonor Arfuch* sobre estos y otros temas.


Para comenzar, no podemos dejar de mencionar que es el género de la entrevista el eje central de su libro La entrevista, una invención dialógica. ¿Qué opinión le merece este gesto meta-reflexivo de pensar la entrevista en su misma instancia de enunciación?

La entrevista es un género muy interesante ya que permite, en primer lugar, el contacto interpersonal y a su vez la puesta en escena entre dos personajes, porque la entrevista siempre crea un personaje. En su teoría de los géneros, Mijaíl Bajtin plantea que los géneros cotidianos son importantes dado que logran modificar usos y costumbres. Y que siempre hay un género predominante en una época. Cuando comencé mis investigaciones sobre este tema en los años ochenta el género predominante era la entrevista. Y no solamente en Argentina, donde durante el retorno de la democracia significaba volver a tener voces en el espacio público y contar experiencias de la dictadura en libertad. En ese momento circulaban mucho más las entrevistas que los discursos políticos canónicos, éstas mostraban una cantidad de registros de la cultura política que podían salir a la luz de otra manera. Con el tiempo me fui encontrando con un corpus que cada vez se iba ampliando más: empezaron a llegar a Buenos Aires libros de conversaciones (que eran otro género) y los programas de largas entrevistas llegaron a la televisión. Y lo que allí aparecía, más allá del objeto de la conversación, es que el entrevistado de una forma u otra siempre terminaba hablando sobre sí mismo. Aunque la entrevista no fuera biográfica terminaba poniendo en escena una biografía que salía en ese juego de palabras. Por otro lado, yo estaba trabajando fuertemente la teoría de Bajtin, y el dialogismo bajtiniano incluye al diálogo como uno de los géneros discursivos predominantes.

Luego empecé a reflexionar sobre los alcances de la entrevista en el ámbito de las ciencias sociales, que coincidió con el denominado auge o retorno del sujeto en las humanidades. Del ímpetu de lo cuantitativo se volvió a lo cualitativo y la voz del actor social volvió a ser valorada. Hasta ese momento la entrevista como un género con sus pautas, sus modos de enunciación, sus personajes, el ida y vuelta del diálogo, la configuración de una temática narrativa y la puesta en pugna de dos sujetos en oposición eran aspectos que no habían sido estudiados. Intenté  problematizar la idea de cuestionario armado con el que el investigador va a hacerle preguntas al “informante clave”, para pensar cuánto de la entrevista mediática más relajada y más considerada hacia el otro podía ponerse en juego en las ciencias sociales: esto es, cómo considerar al otro como un par más allá de la cuestión del poder para llegar al campo de una manera más desprovista de prejuicios, de preconceptos, no pensando en lo que se va a encontrar sino abierto a lo que surja, dando lugar a los entredichos, los intervalos, lo que sucede en ese momento y valorarlo. Hasta cierto punto, el entrevistado contesta en torno a lo que el entrevistador cree o supone de él. A su vez, me parecía necesario poner el énfasis en una crítica del lenguaje, algo no muy presente en los estudios sociológicos, para aguzar la escucha en el sentido psicoanalítico. Eso motivó que mis informes finales se transformaran con el tiempo en el libro La entrevista, una invención dialógica.

 

La biografía y los relatos que contribuyen en la configuración de subjetividad/es son algunos de los temas que atraviesan buena parte de su obra. ¿Cómo surgió su interés por estos asuntos y qué encuentra de paradigmático en ello?

Siguiendo por el mismo camino de la entrevista surgió la idea de lo biográfico, y allí empecé a ver que lo biográfico aparecía en muchos otros registros. Esto derivó en la idea del espacio biográfico, que iba más allá de los géneros canónicos como la biografía o la autobiografía. Ese fue un segundo y gran tema de investigación, que fue el tema de mi tesis. La idea del espacio biográfico emergía en un contexto de cambio o aflojamiento de las costumbres y las normas, de una mayor apertura a la sexualidad y de otras temáticas de las que hasta ese momento no se podía hablar. Fue parte de lo que significó el post 68 y el post 70.

A su vez, lo biográfico aparecía a fines de los ochenta bajo lo que se denominó el giro entre la modernidad y la posmodernidad: la pérdida de los grandes relatos y sujetos colectivos, la postrevolución, el pueblo versus el retorno al yo, al sí mismo. De esta forma la identidad, la subjetividad y lo biográfico fueron significantes que se fueron articulando en un mismo recorrido. La subjetividad vino del trabajo de un género entre dos sujetos. Y a su vez la subjetividad y lo cultural aparecían nítidamente en todo tipo de entrevistas, y allí pude empezar a establecer una modelización. Luego esto se va complejizando, porque al poner en orden el relato de una vida esa vida vivida se resignifica: elaborar la narrativa de una vida es parte de una búsqueda de sentido. En esa narratividad aparecen casualidades, causalidades, una temporalidad que se cuenta y que se recuerda. Y lo pienso también en torno a las temporalidades de la memoria: no es siempre la misma memoria, no contamos la misma historia. La contamos en virtud del otro que tenemos enfrente. Por eso lo biográfico me parece que es fundamental, incluso los valores que están implícitos en ello (como la educación sentimental, sexual o familiar). Según Aristóteles la buena vida cambia según las épocas. Los ejemplos de tener una “buena vida hoy” son claros: tener un buen trabajo, tener educación, acceso a los bienes culturales, tener una buena pareja, lindos hijos, vivir en una buena casa, conocer el mundo, etcétera. Y para lograr eso todos hacemos cosas poniendo el acento en uno u otro aspecto. Hace un tiempo no muy lejano, tener una vida feliz fue hacer algo por el prójimo, más que por uno mismo. Mi generación y los que tuvimos alguna forma de militancia teníamos ideales y sentíamos que éramos útiles para cambiar el mundo.

 

¿Cómo piensa el cruce entre el espacio biográfico y el arte?

El vínculo entre la definición de espacio biográfico y el arte surgió cuando empecé a poner sobre la mesa todos los géneros discursivos y sus diversas manifestaciones: documentales biográficos, autorreferentes, e incluso el documental subjetivo. Al mismo tiempo que Vivi Tellas empezó a realizar obras teatrales que denominó “biodramas” (en donde pone en escena personajes que actúan de sí mismos) apareció el reality show, que es la interpretación de la circunstancia biográfica, propia y vivencial del sujeto común más allá de los ricos y famosos. Luego vinieron las redes sociales y esa necesidad imperiosa de expresar una subjetividad. Cuando Bajtin analiza el valor biográfico plantea que ponderamos el relato autobiográfico de alguien porque de alguna manera éste pone en escena una conflictividad que nos toca y nos concierne. Ese otro interpela algo que nos está pasando, generando una suerte de sintonía porque el otro es un ser de la vida real como uno. Dicho en otras palabras, en la narración de la vida del otro me identifico con mi propia vida. A diferencia de la literatura, que está creada a partir de una novela y la construcción de ciertos personajes, en el relato biográfico hay una cercanía vivencial, por más de que no creamos todo lo que el otro dice. La autoayuda también forma parte de esa necesidad de contención, de narrativa.

La autoficción es otro género que también integra el espacio biográfico y que fue surgiendo en esta hibridación de los géneros como tal. Aunque literariamente, dado que el autor se escuda sobre un personaje para hablar de sí mismo. Uno podría decir que toda biografía es autoficcional porque no hay verdades reveladas, no hay hechos sino relatos sobre los hechos y todo lo que cada uno cuenta sobre sí mismo, aunque cuente la verdad de lo que pasó, es un relato literario. Contamos un relato como se narra en las novelas, en las biografías. Como diría Roland Barthes, el relato es lo más conspicuo de la humanidad, no hay pueblo sin un relato desde la antigüedad en adelante sea cual fuere su lengua. Por eso me pareció interesante pensar un espacio biográfico mucho más allá de los géneros canónicos, porque vivimos todo el tiempo en esa dimensión.

 

¿Cómo cree que influye la figura del testimonio en la multiplicidad de identidades individuales durante la postdictadura argentina?

Con el regreso de la democracia en nuestro país, al abrirse el terreno de la palabra y al destaparse el pasado empezaron a brotar numerosos relatos del horror que son relatos autobiográficos. Con la Conadep y el Primer Juicio a las Juntas en 1985 surgieron relatos desgarradores que enfrentaban a la persona a hablar de las cuestiones más terribles de la intimidad (como es la tortura o la vejación) en el espacio público del juicio. Allí aparece con fuerza la cuestión del testimonio, imprescindible para establecer los crímenes y la culpabilidad de los condenados.

Cuando en 1995 Adolfo Scilingo confesó ante las cámaras de televisión que participó en los vuelos de la muerte fue un caso paradigmático e impactante. En ese momento todavía estaban vigentes los indultos a los militares, y eso exponía un tema que se sabía en la sociedad y que estaba en un espacio indefinido hasta que de pronto apareció en primer plano. Y allí es donde la preeminencia de asumir el “yo” en el espacio de la confesión impacta desde todo punto de vista, en donde nadie asume la palabra para decir que hizo algo si en verdad no lo hizo. Con la confesión de tremenda atrocidad se puso en evidencia la complicidad civil en su conjunto, y la pregunta era cómo fue posible que sucedieran estas cosas.

Luego afloraron otros testimonios: memorias, autobiografías, relatos del exilio o de la militancia, cartas de la cárcel, de forma tal que el espacio biográfico se fue ampliando y tomando distintos géneros discursivos. María Inés Roqué filma en el 2000 su documental subjetivo Papá Iván, que es una especie de autobiografía sobre su padre. Tres años después Albertina Carri realiza Los rubios, donde hace trizas todo lo convencional de la narración y pone en escena los vacíos, los fracasos y las fracturas de aquello que no hay cómo llenar para reconstituir quienes eran sus padres. En el 2015, con la instalación Operación Fracaso y el Sonido Recobrado en el Parque de la Memoria, Carri pudo hacer algo con las cartas que su madre les escribió a ella y a sus hermanas mientras estuvo secuestrada cuarenta años antes. Hay temporalidades de la memoria que implican que haya cosas que sólo puedan decirse y abordarse mucho tiempo después de lo inmediatamente sucedido. Por ello el caso argentino es singular: los trabajos sobre la memoria están ligados al hecho de que los genocidas aún hoy estén siendo juzgados y muchos de ellos estén presos, que no es lo que sucedió en Chile, Brasil o en Uruguay. En este sentido, el espacio biográfico se articula con lo memorial vinculado a las memorias traumáticas y con el testimonio como un género que alcanza un auge tremendo por el horror de lo vivido. Es decir, si el ejemplo de la Shoah y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial son los emblemas memoriales del siglo XX, en nuestro caso lo que sucede es algo notable.

 

En el libro El trabajo del testigo, Mariana Wikinski señala que, cuando el testimonio se trata de un trauma colectivo,  es fundamental el aporte de los recursos narrativos para el conjunto de la sociedad, que pueden facilitar u obturar el trabajo de significación individual. ¿Está de acuerdo con esta apreciación? ¿En qué medida le parece que han contribuido las políticas de la memoria de los últimos años en relación con la profusión de textos sobre esta temática?

Que lo narrativo es imprescindible no lo dudo. Está comprobado que la narración en el caso del trauma tiene un efecto catártico. El que ha padecido tiene necesidad de contar. En este sentido, la figura de Primo Levi sigue siendo emblemática. Y de alguna manera, el narrar contribuye a poner en el espacio público el sufrimiento. Algunos de los sobrevivientes de Auschwitz pensaban que la fuerza que los mantenía vivos era para poder contar las atrocidades vividas.

Para todo esto las narrativas ayudaron enormemente. Los hijos de desaparecidos y quienes han sido tocados por ese infortunio reconocen la importancia de poder narrar, sacar y compartir sus experiencias, de poder encontrarse con otros. Cuando en Arqueología de la ausencia Lucila Quieto, que no tenía ninguna foto con su padre (porque ella nació después de su desaparición) proyecta fotos de él y se pone ella misma en la imagen para lograr una especie de realidad imaginaria, reconoce esa pérdida y la necesidad de un padre, de cómo crearse un padre. Todos los relatos de hijos de desaparecidos, como Raquel Robles en Pequeños combatientes, Laura Alcoba en La casa de los conejos (que aunque sus padres no están desaparecidos vivió esa experiencia traumática) o Mariana Eva Pérez con Diario de una princesa montonera dan cuenta de que hay que expresar esa experiencia de alguna manera.

Sin embargo, hay que tener un sentido crítico porque no todo testimonio de por sí se autojustifica. En Crítica de la memoria, Nelly Richard compiló una serie de artículos sobre hechos sucedidos en Chile, y entre ellos, la experiencia de una periodista que entrevistó a un torturador y violador. El problema es que en el deseo de acercar el horror del personaje al conocimiento público terminó produciendo un texto obsceno, siendo víctima del manejo del victimario. Es un claro intento fallido, en donde Richard pone un límite ético. Algo similar he planteado en mi libro Memoria y autobiografía con el texto Ese infierno, sobre las memorias de cinco mujeres en cautiverio durante la dictadura, esos relatos fueron editados pero borrando el dolor que producen las vacilaciones, los llantos. Y la lectura que tiene una potencialidad restaurativa no puede evitar ese umbral donde se produce un exhibicionismo voyeur, donde alguien es llevado a ver lo que quizá no querría ver y lo que quizá no haga falta decir. Es un tema muy delicado, en especial ante el sufrimiento que produce. Porque volver a narrar es volver a vivir y volver a padecer ese momento. Es un poco lo que padecen quienes más de una vez tienen que ir a dar testimonio en los juicios.

 

¿Qué piensa sobre el vínculo entre archivos y memoria?

El auge de los archivos viene en relación con una época que es memorial. Esto no sucede solamente en nuestro país. La memoria brota por todos lados, memoria de viejos tiempos y de nuevos tiempos. Y la noción del archivo es elemental para guardar registro de todas estas voces.  Siempre que aparece la palabra archivo me viene a la mente el Mal de archivo de Derrida y su idea de que el archivar produce tanto como retrata o describe el acontecimiento. Es decir, es el modo de archivación lo que produce el acontecimiento. Hay un modo, una estructura de archivo que, como la estructura narrativa, pone en valor ciertas cosas y no otras. Es interesante porque en Abuelas de Plaza de Mayo armaron un archivo biográfico para los nietos recuperados para que, a medida que fueran apareciendo, se encontrasen con su historia familiar. Memoria Abierta es otro ejemplo de archivo imprescindible, y es valorable que exista y que tenga un acceso público.

Por otra parte, la memoria se podría pensar desde un abuso de memoria, tal como lo llamó Todorov. En La memoria saturada, Régine Robin plantea esta especie de riesgo del exceso de memoria y su contrario. Es decir, son necesarias las políticas de la memoria (como el Parque de la Memoria, la Ex ESMA, la conservación de los ex centros clandestinos de detención) porque implica que el Estado se hace cargo del horror que produjo el estado dictatorial. Esos espacios no pueden ser otra cosa después de ese destino dado. Estas políticas son necesarias y, al mismo tiempo, no pueden evitar quedar asociadas al color político de quien las instrumenta. Hay muchas discusiones en torno de qué se debe hacer con los espacios para la memoria, que van desde la museización hasta los riesgos de una posible estetización. En Alemania surgió la idea del anti monumento, dando cuenta del vacío o la ausencia de la destrucción, buscando evitar que sea la edificación una reposición artificial de lo que falta. Las obras de Horst Hoheisel son un buen ejemplo de ello. El Parque de la Memoria tiene algo del anti monumento: las paredes de piedra con los nombres de los fallecidos y desaparecidos para que no se borren, los espacios vacíos y las aberturas como grietas en la tierra que permiten ver el río desde todos los lugares.

Considero que debe haber políticas de la memoria más allá de las políticas de estado, que surjan de la misma comunidad, de los colectivos barriales. Para dejar marcas en un espacio amplio y concernido que hable para el conjunto de la sociedad, no sólo para los interesados, politizados o que por cuestiones personales estuvieron más cerca de los hechos. La dimensión crítica tiene que estar alerta sobre estas problemáticas en todo sentido. Por ese motivo, yo siempre apuesto al arte más que a todo el resto de lo que pueda decirse. El arte tiene un papel fundamental por lo metafórico y por poder llegar a expresar otras cosas gracias a la distancia. Porque está bien vivo y se va abriendo el campo de la ficción ante las tragedias cotidianas. Es como decía Aristóteles: el arte permite hacer ver el mundo de otra manera. Es por esto que la reflexión académica también tiene que ser sensible para seguir pensando la interacción entre la praxis del arte y la teoría.

 

* Leonor Arfuch es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Profesora Titular e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales y del Instituto Gino Germani (UBA). Trabaja en temas de subjetividad, identidad, memoria y narrativa desde una perspectiva de análisis del discurso y crítica cultural. En 1998 obtuvo la Beca Thalmann de la UBA, en 2004 el British Academy Professorship Award, en 2007 la Beca Guggenheim y en 2013 ha sido Tinker Visiting Professor en la Universidad de Stanford, Estados Unidos. Es autora de varios libros, entre ellos La entrevista, una invención dialógica (1995, 2da edición 2010); El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea (2002, segunda Ed. 2005 y reimpresiones); O Espaço Biográfico – Dilemas da Subjetividade Contemporânea, Trad. de Paloma Vidal, Río de Janeiro, EdUERJ Editora, 2010; Crítica cultural entre política y poética (2008) y Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites (2013).

 

¿Cómo suena un libro? Entrevista a Tálata Rodríguez

Por: Gianna Schmitter

Imágenes: Carla Sanguinetti y Editorial Tenemos las Máquinas

Tálata Rodríguez es una joven artista colombo-argentina que efectúa su trabajo a partir de las convergencias entre el video, la literatura, las narrativas orales y las nuevas tecnologías comunicacionales. En conversación con Gianna Schmitter, nos revela diversas ideas acerca de sus métodos y concepción de trabajo, las transformaciones y alternativas de la poesía en una sociedad eminentemente multimedial, los consumos culturales, sus canales actuales de difusión y los procesos creativos generados en estrecho contrapunto entre el artista y el público.


Nació en Bogotá en 1978, de padre colombiano y madre argentina. En 1986, como reto propuesto por su padre para que aprenda a leer, publicó su primer libro Los pájaros de la montaña soñadora, compuesta por poesía y dibujos. Se radicó en 1989 en Buenos Aires, donde se dedica desde los quince años al activismo cultural. Durante años escribió las letras de varios cantantes argentinos, hasta darse cuenta que sus textos se pueden sostener por si mismos. Durante su tiempo de bartender, empezó un día a recitarlos delante de su clientela, que la incitó a seguir y un amigo le propuso grabar el primer video para que se notara cómo lo recita; luego se publicaron nueve poemas y textos como libro objeto multimedial Primera Línea de Fuego (2013, ed. Tenemos las Máquinas). El poema-videoclip “Bob” ganó en el 2014 en la categoría “Arcoiris” del premio Norberto Griffa a la Creación Latinoamericana (BIM14). En el 2015 se estrena su performance “Padrepostal” en el marco del ciclo MisDocumentos en Buenos Aires y publicó Tanta Ansiedad (ed. LapsusCalami-Caligrama) en España y Nuestro día llegará (ed. SpyralJetti) en Argentina. Sigue produciendo videoclips con videastas locales.

 

¿Cuándo y cómo surgió la idea de hacer videos para tus textos?

Yo escribo desde muy chica. Tengo un libro que es un buen antecedente, lo hicimos con mi papá cuando yo tenía 5 años. Es un libro de poesías y dibujos. Fue el clásico ejercicio de los padres del cuentito antes de dormir. Mis papás tenían una imprenta, y mi papá me prometió que si aprendía a leer para los 5 años me publicaría un libro que era este. Y entonces yo me puse las pilas y aprendí, e hicimos el libro. Si bien este libro lo hice a los cinco años, hasta los 32 años no volví a hacer nada vinculado de una forma tan directa con la literatura.

 

Pero vos habías estudiado letras en la UBA, ¿no?

Sí, yo estudié Letras, no terminé, pero hice casi toda la carrera. En ese momento había hecho letras de canciones para quien era mi pareja y para otras personas, y no había vuelto a publicar. Cuando me separo, se va también la música en algún punto. Entonces me queda sólo el texto y me doy cuenta de que los poemas me los sé de memoria y descubro que tienen mucha potencia cuando los digo. En ese momento tenía 33 años y recién ahí empiezo a hacer cosas directas con la literatura. Trabajaba de bartender en mi propio bar, un bar que tenía con amigos, y los empecé a recitar a los clientes de la barra. Los recitaba de memoria. Y un día, uno de esos clientes, que era videasta, me dijo: “Me encanta, tenemos que hacer un video para que se note como los decís”.  Lo estrenamos y lo ve otro amigo, también videasta, que me dice: “Yo quiero hacer uno, quiero hacer de este poema, específicamente”.

 

¿Qué poema fue?

El segundo fue “Bob”, el primero fue “Tanta ansiedad”, que es un poco un remake de un video de Samuel Beckett que se llama “Not I”, que es muy delirante, es una boca loca que habla. Lo destacable también es que yo hago los videos antes del libro y para mí eso le dio una marca a toda la investigación en la que estoy, hoy en día, más interesada, que es la literatura que está “por fuera del libro”. Lo literario sin objeto libro. Entonces se volvió como un método; ya había hecho dos videos y decidí hacer todo en video. Y ahí descubrí un mecanismo de acción para hacer estos videos. Que tiene que ver con “Not I”, por ejemplo, que fue la idea de investigar y poner en juego lo mismo que está en juego en la poesía, en el hecho de hacer el video. Para el vídeo del taller mecánico, investigué todos los vídeos donde hubiera una chica en un taller mecánico. Y todos estos referentes visuales también entran de nuevo en el hacer del video. Yo descubro ahí nomás en el formato video que quería poner a jugar las mismas cosas que jugaban en mi mundo literario, la idea de que el videopoema no es un videopoema porque se dice un poema, sino por el dispositivo poético que lo concibe. Todo esto fue muy interesante para mí y la verdad me dediqué más a ese proyecto que al proyecto de edición de un libro.

 

Justamente, ¿a los videos cómo los calificarías? ¿Como videopoemas, como performances, como videoarte, como videoclips?

Me cuesta mucho la clasificación y prefiero que sea desde afuera. Con eso quiero decir que prefiero que mi etiqueten a etiquetarme yo misma. No me gusta etiquetarme en general, lo mismo pasa con mi proceder. A veces escribo un poema, hago un video, hago performance, escribo una obra de teatro… no sé, no soy una videasta por ejemplo. Cuando subo los videos a YouTube, en lo que más tardo es en poner las etiquetas. Realmente no sé qué poner, y entonces pongo todo: videopoesía, videoarte, videoclip, en inglés, en español. Yo creo que finalmente es un producto medio raro. No quedaron descolgados porque encontraron mucho circuito. Tienen mucha salida. Pero no termino de darme cuenta de qué los consideran, porque van a festivales de videoarte, van a festivales de videopoesía, y a su vez son videoperformances… yo adhiero a todo. Lo que tengo al hacerlos son parámetros muy claros. El primero, más vago, era trabajar con la imagen, de la manera en la que se hacen los videoclips de rock, que fueran muy freaks, aunque siempre los haga con equipos de producción muy chicospero con una estética del mundo MTV. Esto lo tenía muy claro. Lo segundo, que después empezó a ser más claro para mí, fue un interés en que fueran un desplazamiento en algún punto. Porque la lectura es un desplazamiento en la página, de arriba hacia abajo. Entonces en mi trazado de estos parámetros también está la idea de que haya una trayectoria, o un recorrido, y la mayoría son o caminatas, o viajes en el subte o el teleférico. Están involucrados en lo que sería una trayectoria. Esta idea me gusta en la medida de que la lectura es una trayectoria, entonces es como conservar ciertas cosas de orden poético, o de los símbolos que yo quería trabajar. Y otro parámetro fue trabajar siempre con equipos muy chicos, sonidista, cámara y yo. O a veces una persona más. Para que las cosas se puedan resolver en un día sin llamar mucho la atención y no perder lo que vendría a ser el otro parámetro: la cualidad de intervención de cada uno de los videos. Por ejemplo, el del teleférico, “Estado Dexcepción”, que es el mejor para ejemplificar esto: la primera vez que lo hicimos, el texto me sobraba, salía del teleférico sin haber terminado el texto. Y me di cuenta que perdí un montón porque la gente había escuchado todo y era público cautivo y se quedaron sin el final. Entonces lo modifiqué, corté el texto para que entre exactamente en el viaje del teleférico y se convirtiera en una intervención en sí. Y a su vez, la idea que teníamos para el video era realizarlo con cámaras de celular porque el argumento, para decirlo de alguna manera, era que se trataba de una minita loca que se pone a hablar en el teleférico y la gente la filma. Y lo que terminó pasando fue eso, la gente me filmaba, además estaban los amigos con los que yo estaba haciendo el video. Pero la gente, espontáneamente, empezó a sacar sus celulares y fue otra cualidad de la intervención, donde también la intervención ganó mucho. Fue tan interesante el laburo del video, que fue una intervención en sí.

 

¿Y cuántas veces hicieron el viaje?

Seis.

 

¿Y el video está hecho a partir de los seis viajes?

Sí. Al final fue muy importante que siempre trabajara con gente diferente. Y también me di cuenta de que el núcleo que funciona con más afinidad es cuando trabajo con un camarógrafo, o digamos, cuando no trabajo exactamente con directores. El rol de la dirección está más diluido al estar estos parámetros tan concretos y puntualmente manifiestos. Y lo que también es importante es que en esas uniones lo que más me interesa es lo que trae esa persona en ese momento, que es lo que va a distinguir ese video de los demás. Entonces también hay un diálogo sobre lo que trae el otro, que es importante en la construcción de cada video. Si bien hay parámetros muy firmes.

 

¿Y a las ideas las tenés vos? ¿Vos decís quiero filmar en un taller mecánico y a partir de ahí se arma?

Sí, en general. Siempre todo se da en un marco de conversación. El del taller mecánico fue el tercero. Una amiga había visto el primer y el segundo video y me dijo “yo quiero hacer uno también”. Justo quería hacer el de “Autopista al infierno” y le dije que me gustaría hacerlo en un taller mecánico. Me contestó “mi mejor amigo de la primaria tiene un taller mecánico”. Genial. Después resultó que su amigo tiene un Dodge mil quinientos, su auto fetiche, y el poema es sobre un Dodge mil quinientos. Él se volvió loco y la pasamos genial; también está filmado en un día de trabajo normal del taller, con ellos. Al final se sabían el poema de memoria, les encantaba. Pasan estas cosas que a mí me parecen muy importantes también. El contenido de intervención de los videos es muy importante. Lo que se pone en juego cuando se hace. En la cancha de Boca también hubo momentos muy interesantes, muy puntuales.

 

¿Cuáles?

Nos quisieron sacar la cámara por los derechos de fútbol para televisión. Entonces nos mandaron a la oficina de prensa. Yo había conseguido un permiso del abogado de la 12, que es el padre de la novia de un amigo, pero un permiso que no era para cámara, era un permiso para entrar. La necesidad de hacerlo ese día era que jugaban Boca – Vélez, y el poema habla de Vélez. Y me acordé que Boca tiene toda esta afinidad con Colombia, que es mi país de nacimiento, y entonces me puse a hablar en colombiano y les dije que estaba ahí de paso y que se trataba de un proyecto de poesía y que lo tenía que terminar, etc. Hubo muchos jugadores de Boca que eran colombianos, entonces los quieren. Y el tipo me escuchó un poco y me dijo: “tranquila, nos encanta Colombia, nos encanta la poesía, pero hoy mucha poesía no va a haber porque no juega Riquelme”, que era el crack. Y fue un momentazo, hermoso, nos dejó la cámara. Entonces también hay un punto donde todo eso es como el extraño factor de la poesía, que va analizando otras cosas. Lo que me gusta mucho es que la poesía es una labor muy solitaria, y al hacer esto se abre mucho. Por esto decía: volcarlo a la mirada del otro, del director, del camarógrafo, hasta del sonidista, que también hay referencias muy puntuales de la parte de ellos, trabajos sobre el sonido muy específicos, es muy lindo para una actividad que es tan íntima y tan individual. Al darle esta vertiente, se puede abrir a los demás, digamos. Esto es lo que me gusta, o por qué lo hago. Me gusta mucho cómo entran los demás a esta actividad muy solitaria de la literatura, entonces al hacer los videos es que uno de repente hace equipo con una actividad que en principio era para uno solo. Y eso lo relaciono con un pensamiento de Lautréamont: la poesía será hecha por todos y no por uno solo. Y todo esto, tanto como el escritor Charly.gr, las búsquedas en Google, y toda esta cosa muy básica que permite la tecnología, el uso primario de la red de conectar, me parece que está modificando y cumpliendo a la vez cosas que vienen de la literatura desde siempre. No sé, para mí el buscador de Google es el sueño de Lautréamont hecho realidad. Que pongas la pregunta y que te salgan cosas de todas las personas del mundo.  No hay que alarmarse tanto por esto. Me parece que está bueno trabajar con estas cosas, la literatura trabajó con cosas que estaban afuera. La literatura es un reloj que adelanta. También está bueno seguir adelantando. Está bueno asumir todas estas problemáticas que vienen con este paquete. ¿Por qué hacer los videos? Hay un montón de motivos, pero para mí el primer motivo no fue llegar a nuevos públicos por un canal de YouTube. No parte de esto, no parte de transmedia. Parte de una densidad que tiene que ver con el peso mío como poeta, artista, con otra cosa. Después, la mirada se profesionaliza y va viendo potencialidades de algo que antes era solo una intuición de bueno, quiero hacer el video. Esto sucede, pero no es lo que da origen. Si yo hubiera dicho, voy a hacer videos porque va a tener más circulación que un libro, no los hubiera hecho nunca. O lo que haría es lo que hacen muchos, que abunda: el poeta leyendo en la terraza, estar con el libro en el ascensor, que es un embole. A esta idea de la búsqueda de lo no-público, realmente se arriba desde una perspectiva que olvida la poesía, la olvida en el sentido de que la poesía es una herramienta de la filosofía para deconstruir el pensamiento. Entonces si vos decís que es un videopoema porque aparece un chabón leyendo un poema… no tiene calidad, densidad, no tiene peso artístico per se ese producto. ¿Es un registro? Sí. ¿Es un documento? Sí. ¿Sirve para un archivo? Sí. ¿Pero tiene carácter de obra? No. Por eso te decía que el hecho de hacer los videos tiene que ver con una necesidad. Por eso te mostraba también el libro que es de dibujos y poemas, y el otro, Primera línea de fuego, también tiene los videos y los poemas, como una continuación. Toda la vida estuve atrás de la misma idea. No sé arriba porque llegó al mercado y por una cosa que tiene que ver con una especulación sobre la circulación de la poesía o de la distribución. Se arriba por una necesidad de obra.

 

Pero creo que se ve claramente en el hecho de que tu propuesta sea completamente diferente. Por eso te preguntaba como lo calificabas, porque yo no sé cómo calificarlo. No es la “videopoesía” del poeta que lee y muestra la pava en un plano grande

No, no es esta videopoesía con voz en off, que es para tirarse un tiro. Cuando dicen “vamos a hacer un video poético”, al final la arruinan peor. Plano cerrado de la pava durante una hora mientras dice el poema sobre el viento que sopla en no sé dónde. ¿Por qué? Lo que creo es que hay algo mercantil, el video hecho para simplemente entrar en el circuito del video y en el mercado, por decirlo de alguna manera, o el mundo virtual. No sé por lo que cada uno va, el experimento tendrá su necesidad porque lo hacen, pero los videos que surgen de esta necesidad descuidan lo más esencial para mí, que es el trabajo poético con la imagen en sí, con la situación. De hecho, este año no hice ninguno porque no soy una máquina de hacer chorizos. Hay que tener una idea copada y hacerlo. También, ya me cansé de que todo soy yo, como bueno, ahora te cuento esto, ahora te cuento lo otro, entonces este año fue: bueno, voy a ver. Y voy a apostar a más también. Las apuestas que quiero hacer son un poco más demandantes, osadas, más desafiantes para mí. Pero sí, me parece que ahí hay una clave, en que proceda algún peso… además mi poesía es muy visual. Por eso también pasaba esto que le gustaba a los videastas, porque ya había una cosa de imagen, de tratamiento que les resultaba atractivo.

 

Sí, pero también es tu manera de decirlo.

Claro, sí. Pero bueno, solamente diciéndolo parada ahí tampoco tendría gracia.

 

Hay un tratamiento que para mí es muy del videoclip.

Total. Soy muy fan de los videoclips, es una cultura a la que pertenezco completamente. Y al día de hoy el triple, estoy muy metida ahí. Soy fanática de Romain-Gavras, de los directores de cine que dirigen videoclip, acá está Luis Ortega, que hizo un par ahora que son una cosa demencial, son películas. Yo muchas veces prefiero ver los de Romain-Gavras, me los veo como una peli, duran cuatro minutos, no son tomas largas, pero tienen un pegue, un trabajo que no lo distingo de el de una película, de un corto. Eso también me interesaba, el formato compacto, en la potencia también de la poesía, volvemos a eso: menos es más para mí. El videoclip es un formato donde me hallo muy cómoda, donde puedo poner a jugar muchas referencias que, en mi cabeza, por lo general están deshilvanadas de lo que es la poesía, y entonces hacer esta reconstrucción también es productiva para mí, para mi investigación, es la maduración de la obra.

 

Ya me dijiste que para los primeros textos el video vino después. Y ahora, ¿cuándo escribís un texto, ya tenés el video presente, o te sentás y escribís un texto y luego ves?

Sí, a veces sí, pienso en el video desde entrada. También otra cosa que empezó a pasar es que se me compone mucho el texto en la cabeza y lo bajo a la hoja. No los estudio los poemas, no los memorizo, no hago este trabajo de memorización, digo lo que recuerdo, y tengo también unos parámetros muy claros: yo trabajo con el olvido, o el error como ventaja, y como algo funcional al éxito de lo que estoy haciendo. Después de todo es poesía: menos es más. ¿Me olvidé de tal frase? En general estaba además esa frase. Entonces confío mucho en ese decir y no lo memorizo. Después digo ah, me olvidé de esta parte, me doy cuenta, pero es otro trabajo. Después del libro pasó que los textos se me empezaron a manifestar cuando iba caminando, y cuando llegaba a la casa agarraba y “tatátatatá”, finito. Hubo un par donde sí, ya tenía la idea, justo uno que terminé y me iba a España e hice el video allá.

 

¿El de “Todo en oro”?

Sí. Después hay otros que no les encuentro la onda. Insisto: siempre tienen que tener esta necesidad, no es hacer video para hacer video. Entonces espero que se produzca esa especie de llamada de la necesidad. Después tengo ideas para hacer los videos sin tener el texto que les quiero poner. Ahora quiero hacer uno… acá en la Argentina se dice embole, qué embole. Ah, la poesía es un embole. Y embolar es cuando te sentás para que te lustren los zapatos.  Como vos estás sentado y tenés que esperar, es un embole. Entonces quería hacer una especie de intervención, donde el texto no sería tan importante, donde yo lustre zapatos ajenos, diciendo poesía. Ya en algún momento baja esta idea y la hago con cualquier texto, en este caso el texto no va a importar tanto. Seguramente cuando lo tenga que decidir se va a jugar todo. A veces tengo las ideas para los videos, a veces tengo las ideas para los textos por otro lado. Lo que pasa es que no vivo la situación como un estado de emergencia, como un deber ser de que tengo que hacer. No, yo no tengo que hacer. Lo que tengo que hacer es sobrevivir en este mundo en el que vivimos, pero no me siento obligada ni a hacer un video por año, ni nada. Entonces eso: cuando está bueno, se hace, sino, mala suerte, o buena, no sé.

 

Antes hablábamos un poco de la elaboración de los videos. Cuando lo tienen grabado, ¿cómo es la elaboración del video mismo? Por ejemplo: ver qué pedacito va con…

Ahí sí, me entrego completamente a la gente con la que lo hago. Por ejemplo, el video que hice en Colombia, “Rana sobre piedra”, ese video fue una demencia, seis días, cientos de escenarios… ese video fue con un director. Cambia todo. A partir de ahí fui cada vez más clara con que los videos se hacían en un día, más clara en concretar las ideas, porque esto fue una locura. Tardamos dos años en hacerlo. Está buenísimo, es un video genial, pero llevó mucho tiempo y también hay algo para pensar: cómo uno quiere afrontar los procesos. Pero en general es así: las ideas son, “vamos caminando, bajo Flores, “papapá”, ya hay una especie de guión visual. Después en la edición yo no me meto para nada. Alguna cosa de alguna dicción: si no se escucha bien, podemos hacer alguna otra toma de voz. Pero lo visual, en general, no. Eso también es muy gratificante para el que trabaja editándolo. Esta parte, donde el otro mete lo que tenía para aportar, viene con cómo hacer el montaje. En la parte de posproducción no hago nada.

 

¿Y cuándo están grabando, ahí sí?

Sí, en general, sí. Ahí sí, hay una gran confianza en el otro porque básicamente no me estoy viendo. Yo me doy cuenta cuando quiero decir algo que me parece que me salió mal, me doy cuenta como vocalizo o como hago alguna cosa, o a veces también, bueno, este fondo es relindo, hagamos algo acá. Hay cosas que no me quiero perder. Esa parte es muy de la sinergia de los equipos con los que trabajo para cada poema.

 

Me llama la atención que siempre hay un eco entre texto e imagen, pero no es lo mismo. Hay un trabajo sobre la imagen que concuerda con la palabra, pero también hay disonancia que crea otra cosa, ¿no?

Sí, en general trato de que no haya una narrativa lineal, idéntica a la del texto. Por ejemplo, el texto de “Bob”, que es en el subte, la mina se despierta en la casa y cuenta un cuento. El video no es en la casa de la minita, es en el subte, es otra cosa. Y eso también es una premisa, no tiene que haber concordancia. O sea, la puede haber, esto que te decía antes, nombra a Vélez, y justo era el partido de Vélez. Yo, en este video, tengo la remera de Boca. Pero la minita en el poema es de Vélez. Entonces lo raro es eso: de repente se distancia el personaje. Yo ahí también creo mucho, y eso me encanta, también está en los videos de Gavras y todos estos, en esta idea de un montaje como lo dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo. Como un montaje disruptivo en algún punto, donde el efecto de una cosa con otra hace una perturbación. Me parece que el arte debe de ser perturbador. Molesto, desacomodar algo, tocar algo. Para mí, esa es la intención, que no es comunicativa. Esto también, pensando en estos videos de lectura simple, son comunicativos esencialmente. Son como otra finalidad. Son de difusión.

 

Igual, el tuyo también es comunicativo.

Sí, pero quiero decir que lo prioritario es este efecto perturbador, no es pedagógico-comunicativo. Sino que yo quiero que esto, acá, sea muy freak. Como el taller mecánico que me cago de la risa porque todo el tiempo estoy limpiando, lo único que sé hacer, todo el tiempo estoy limpiando una piecita. Y eso es porque me vi todos los videos que me encontré en la web de minas en taller mecánicos. Y eran solo minas en bolas de reggaetón, o unas publicidades de una marca de lubricantes para autos de los años 80, alemana, y eran todas unas chicas increíbles, con los tachos de lubricante… todo esto está ahí. Tiene su linaje visual. Lo del reggaetón, nos matamos de la risa todos. Pero también por esa situación de la actitud del poeta. No es la pasividad detrás del libro. Con respecto a eso pienso un montón de cosas. Conceptuales, porque para mí la poesía es un arte conceptual. Es filosofía, sobre todo, pero después es un arte conceptual, justamente por esto. También hay algo que me interesa mucho investigar ahora a partir del libro Resonancia siniestra, el oyente como médium de David Toop, editado por Caja Negra. De ahí rescato la idea siguiente: ¿Cómo suena un libro? La mayoría cree que en el libro suena el texto que contiene. Pero el libro suena… si lo dejás caer hace bum, y así suena el libro. No sé, hay unas cositas que me parecen interesantes no dar por sentadas a la hora de trabajar en estos nuevos productos vinculados a la literatura, pero precisamente es algo divertido que tiene que ofrecer el entorno internet y el entorno de productividad del hoy, es de nuevo la pregunta: ¿Qué es literatura?

 

Claro. ¿Y qué es literatura?

Hoy en día, yo no distingo un mensaje de texto de la literatura, prácticamente. No sé, si no lo es, pego en el palo. Esas cositas que están ahí como un germen vienen corroyendo estas preguntas: ¿Qué es literatura? ¿Quién es el autor? ¿Cómo suena un libro? Lo que viene a aportar es poner en duda todo, y ponerlo en duda de verdad. Entonces, “Bob” por ejemplo, lo mandé a un concurso de literatura que era multimedial. Mandabas algo y podía tener un hipervínculo. Entonces yo mandé el texto de Bob y el video del poema en el subte. No lo gané, obviamente, y la devolución es: “Esto es más para ser visto que leído”. Rarísimo. En un concurso que supuestamente es sobre narrativas transmedias. Y después “Bob” se ganó el premio de la creación audiovisual latinoamericana en una bienal de la imagen. Ahí ves también esta debilidad de lo que decíamos al principio: yo no me etiqueto, porque no me conviene etiquetarme. No hallo la etiqueta, pero también porque pasan estas cosas. Donde está la perturbación de si hay literatura, o no hay literatura, ¿o acaso hay videoarte? Sí hay, entonces premio. Es muy divertido y está muy en diálogo con lo que pasa hoy con la creatividad, con el arte, con qué es literatura, la originalidad. Me parece que esta confusión es productiva y también, no sé… a mí me interesa esto de lo perturbador del arte, hacer preguntas, no encontrar respuestas. Esto también es como liviano. Yo creo que hay una gran carga de todo esto, de lo literario vinculado a… ¿Quién puede pensar que el PDF es el futuro del libro? ¿O el Kindle? No entendimos nada si creemos que la tecnología solamente llegó para hacer que el libro se vea en la pantallita. Me parece que está bueno sostenerlo ahí. Pero para volver a la pregunta, de la resonancia o no entre texto e imagen. Tomaba la pregunta ¿Cómo suena el libro? precisamente como ejemplo para demostrar que no hay que ir por el camino que parece el indicado, básicamente. No sabemos por dónde ir, pero seguro que no es por ese camino. Eso ayuda también, tener claro lo que no. Yo te decía antes que nunca más he hecho cosas de literatura, y yo tampoco nunca leí en un evento de literatura. Ahora estoy haciendo unas performances medio locas con libros pero es otra cosa. Y si no lo hice es porque no me gustaba, y yo decía no, no puede ser que sea así, tiene que haber otra cosa. Otra forma de hacer esto. E insistí con que no iba a hacer eso, que no me gustaba, hasta que se dio el momento donde me di cuenta cómo lo podía hacer, cómo quería hacerlo, y no lo voy a hacer de otra manera. Saber lo que no, ayuda. Y sí, concordancia es un camino que no va.

 

Pero vos entonces, cuando lo ves, más allá de la ruptura, del momento perturbador, hay otra cosa también que se crea, otro sentido.

Total. Pero bueno, tanto no nos podemos hacer cargo de esto. Entonces para mí, sólo hay que hacer el ruido. Después cada uno escuchó lo que escuchó. Eso también es algo re plomo de la lectura del libro, sobre todo cuando es en vivo… hay gente que lee muy bien igual. Pero sinceramente es practicar la misma actividad que pueda hacer el lector. Es como que se pierde lo poético. Otra vez queda reducido a que es poético porque existe un texto que es un poema, que viene a legitimar que la cosa es poética. Ahí vamos otra vez con que tiene que pasar algo poético para que haya poesía. El texto no legitima nada. Fija. Esto es otro parámetro que no dije antes, pero que es la falta de respeto. La literatura tiene esta cosa solemne de la tradición y este gesto presumido de lo inteligente, de la cultura que rastra con el símbolo literario: hay que hacerlo pelota, hay que destruirlo. Se viene haciendo, como los surrealistas… Otra cosa que digo siempre es que no hago nada nuevo. El origen de la literatura era oral. Me causa mucha gracia cuando me describen como algo muy novedoso. Sí entiendo que se perciba como novedoso, pero cero nuevo. La materia del video es como otra cosa. Pero nunca fue mi interés. No era que yo quería hacerlo así para hacer algo nuevo. Yo lo quiero hacer así porque me gusta. Y sino sigo trabajando de bartender. Después sufren los escritores, que es otro lugar común que no me gusta. Me estoy poniendo medio punk ya (risas). Sufren, dicen: “no me gusta leer”. ¿Y para qué vas a leer si no te gusta leer? O escóndete adentro de una caja, con una linterna, o léelo dentro de una columna, pero resolvelo. Si no, no lo hagas. Ni siquiera es que nos pagan un montón para hacerlo. Entonces, ¿para qué lo hacés? Es esta cosa que tiene que ver con lo solemne, lo reverencial; y yo creo que no, y la falta de respeto es fundamental. Con la memoria es básica la falta de respeto. Yo no voy a respetar lo que está escrito. Es el primer pacto. Eso hacélo vos, comprate el libro y leelo, yo lo hago con lo que me acuerdo. La falta de respeto me parece clave. Que es algo que me permitió hacer los videos también. Si no hubiera venido alguien para proponerme hacer el libro, ni lo hacía.

 

¿Y por eso tampoco volviste sobre los textos después de haber hecho los videos, para “corregirlos”? Si vos lees los textos al mismo tiempo que estás mirando el video, hay diferencias…

El texto está vivo. En esta medida también es una belleza de la literatura oral, que el texto que esté vivo. Y a mí esto me resuelve un montón de cosas. En el origen, a los trovadores, a los cantores del gesto, no les importaba la originalidad, no era un criterio de algo bueno. Porque no importaba que fuera original. Lo original era el tratamiento del tema, pero lo que se esperaba era que diga lo mismo que había dicho en el otro pueblo, y en el otro, y en el otro. También esto a mí me parece que es lindo, y que está bueno internalizarlo, porque le da una liviandad a las cosas que el texto se mantiene rehaciéndose. Entonces, en cada interpretación pasa algo distinto con esa gente que lo vio; aunque lo diga siempre igual, lo digo siempre distinto. Y no pasa solamente por el olvido. Situaciones, voces, estados de ánimo. A finales de “Bob” hay veces que pasa algo muy energético, que es clarísimo, y la gente llora y yo sé que van a llorar, ya me estoy dando cuenta como es la energía, que se precipita al final. Y también ahí hay cosas que ensayar. Yo sí ensayo, pero no ensayo la situación de memorización, ensayo la parada, la energía, la forma en la que se mueve la mano. La mirada. Cosas con mi voz. Cómo experimento las cosas cuando hablo grave… porque lo quiero dominar, pero no es por el texto.  El texto se vuelve a escribir cuando lo decís. Cuando lo estás repitiendo. Esto de las representaciones de lo literario, sobre todo lo poético, es que el texto nunca puede mandar, es el dispositivo de la poesía que tiene que ser prioritario. Eso me parece muy clave. Tanto en lo que es performance, como en lo que es video. Se conserva un dispositivo que es poético. Un poema es casi lo de menos.

 

¿Había momentos problemáticos con la diversidad de soportes? Cuando realizaron los videos, o después también. Hay un video que ya no está, no sé si estuvo algún día. El video de “Detenida”. No funciona.

No, porque ese fue un audio. Y ese es un audio, porque es el texto más biográfico, el personaje es una niña, y realmente me parecía que tenía este contenido de declaración policial, y entonces estaba bueno el audio, como en estos archivos policiales. Pero también porque no lo resolvía. No daba hacer un video sin resolución. Problemas en general no tuve. Hice un video para el Encuentro de la Palabra el año pasado con otra técnica que uso mucho, que es el remix literario, el patchwork, lo que hacían los Dadaístas, los Surrealistas, casi lo que se llama un cadáver exquisito, pero con un procedimiento particular, puntual, para hacer este ejercicio. Para el video del Encuentro de la Palabra tomé textos de Silvina Ocampo, de Antonio Porchia… de un montón de poetas de acá y armé un textito. Lo subieron a la página del Encuentro de la Palabra y la otra vez me dejaron un comentario que decía “mátenla por favor”. Lo leí y dije, ay, llegué. Tengo un hater. Es muy bueno. ¿Quién me desea la muerte por hacer poesía? No tuve ningún problema, aparte del dinero. El dinero siempre es el problema. Yo los financié a todos los videos. Igual, gracias a los realizadores y lo tengo que decir más, hoy leí una entrevista que di el año pasado y parece que lo hiciera todo yo los videos, los videos de Tálata Rodríguez, y dije uy, me deben de odiar mis amigos, si leen esto así, no me gustó, pensé que tengo que encontrar la manera de decirlo mejor, son muy importante los realizadores. Entonces, el problema siempre es la plata, y ahora no estoy haciendo nada, porque no tengo la plata para financiarme yo misma. Y los que tengo en carpeta, los presenté a una convocatoria, a ver si sale.

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Bueno, pero por ejemplo en el libro Primera línea de fuego está puesto que hay una página en el Tumblr donde están todos los videos. Y no existe más.

Ah, eso es porque no puedo con todo. No tenía Facebook cuando hice el libro. Tengo Facebook desde el 2014 y ahora tengo una situación complicadísima, no doy más con Facebook, muchos mensajes, el otro día encontré una carpeta con mensajes que nunca había visto… El Tumblr ya no está más por negligencia, lo abandoné. Era relindo. Lo que más me gusta es YouTube. Fan total. Me casaría con YouTube. Me encanta, todo lo escucho en YouTube, sigue muy en ejercicio mi cosa visual porque no escucho música, miro videos musicales. Nutre.

 

¿Y los códigos QR eran idea tuya?

Sí. No sé dónde lo vi. Eso estuvo bueno, pero muy gracioso, porque el código QR fue una tecnología que enseguida pasó a la prehistoria. No funcionó mucho. Es una linda idea. Esto era mejor: una pequeña pegatina con un código QR y el título del poema. Esto lo pegábamos en los lugares y sí funcionaba.

 

¿Y el nuevo libro que estás preparando también viene con video?

No, va a ser un libro tradicional, pero voy a hacer unos videos demenciales para textos de este libro. El tema es ahora que estos videos los hice con mi plata para alquilar los equipos, y también con alguien que me dice “te lo hago”. Y ahora tengo como dos propuestas para hacerlos, entonces seguramente los voy a hacer, pero realmente esto es tan complicado… Si llega a estar el video, se ve si se incluye, no sé. Sí pienso hacer más videos, pero no sé si van a estar relacionados con el libro.

 

¿Y en tu concepción de Primera línea de fuego, cómo sería el proceso de lectura?

Yo qué sé. El libro es como un pasaporte. Pero la verdad, de lo que más me llaman para hacer cosas, llegan por los videos, así viajé. Y de hecho los nuevos libros nacieron por los videos también, no por el libro. En España me editan por los videos.

 

No, pero me refiero a que cuando vos abrís la página de este libro, ya nada más que visualmente hay una intriga. Cuando yo compré el libro estaba preguntándome lo que hago yo como lectora.

Bueno, yo tenía la fantasía de que lo que podía pasar, lo que me gustaba, que es algo muy cinematográfico también y una especie de pensamiento multimedia, es que la persona pudiera leerlo, escucharlo y verlo. Mirá, si vos escaneás acá, y tenés el celu acá, entonces lo vas escuchando. (Tálata mira mi libro con las anotaciones de las diferencias entre texto oral y escrito). Ah mirá, ¿esto es todo lo que está distinto? Ay, qué loco. Un montón. ¿Sabes lo que me mata? Es que están mucho mejor los videos. Este libro que ahora estoy armando es con Mansalva, y yo los adoro, es mi editorial favorita, estoy re contenta. Pero el libro no es muy importante para mí. Hacer libros hoy en día es una locura. Que lo hagan me parece algo heroico, y eso es lo que respeto al hacer el libro. No ninguneo al mundo editorial, yo lo amo. Cuando fui a Bélgica el año pasado, un chico me contó que leyó a Fogwill porque yo lo había mencionado. Entonces digo que también está esta perspectiva con respecto a la angustia frente al final de la literatura, o que la tecnología viene a colapsar la literatura, y a aniquilarla. No estoy de acuerdo. Porque esto también ayuda al libro. En realidad el gesto crítico, o mi pregunta ¿qué pasa cuando no es un libro? es por amor, no destructiva. La literatura posible, pensada sin angustia. A mí me hace demasiado ruido la idea de la destrucción del lenguaje, me parece facilista. Esto tiene que ver también con lo que trato de abordar. El otro día leí una cita de alguien en Facebook: hay una crisis, pero entonces no insistamos con las mismas soluciones. Volviendo a pensar de cómo suena un libro, cómo experimentar con el video, el videopoema, la videoliteratura. Hagamos los “no”, dejemos de lado todo lo obvio que no vamos a hacer. Por ahí es contradictorio con otra cosa que pienso, que es que hay que hacer simple. Es muy difícil hacer simple, y en realidad hay que tratar de perseverar las ideas simples. Lo simple no es lo obvio tampoco. No es tan contradictorio, al final.

 

Y si tuvieras que describir el mecanismo de traslación de un medio a otro, ¿cuál sería? ¿Con qué palabras lo harías?

Creo que es un dispositivo poético.

 

¿Pero para vos hay una traslación, una traducción entre texto y video?

No, para mí se trata como de experimentar la misma confusión productiva de la mente cuando se hace un texto. Te pasa lo mismo cuando hacés el texto que cuando hacés el video, o cuando hacés algo en vivo. Siempre tiene que pasar esto. Que para mí se llama poesía. Pero qué raro lo de traslación, porque ahí ves que si existe esta traslación, o si en realidad, aunque forme este todo que es el videopoema, lo que hay es una autonomía de esas esferas donde en cada una pasa eso. La esfera video hace su juego simbólico y trabaja con una estructura y la esfera texto es eficiente en su función del decir. No sé si hay traslación, no sé cómo sería. Sí es evidente que hay una decisión de visualizar las palabras, visualizar el texto. Pero es como conciliar esto que ya te decía antes, que ya tengo la idea esta del embole, es una idea autónoma, entonces…

 

Sí, para mí, tanto el texto como el video tienen mucha autonomía. Sí que es el mismo texto, pero a su vez no es la misma lectura, no es la misma experimentación literaria, sensorial, visual, y entonces no te abre el mismo camino de experiencia.

Total. ¿Cómo se percibe? Mirá, nunca pregunté esto, qué egoísta.

 

Como decís vos, el libro es como un pasaporte. Está bien, el video puede llegar a más gente, pero…

En el mundo de la literatura a duras penas me aceptan, ya con tener un libro. Pero si no tuviera un libro… no sé. Me mandarían a Siberia. A mí no me quieren mucho los de la literatura.

 

¿Por qué?

Porque es más para ser visto que para ser leído (risa). No, igual, algunos me quieren. Cuando fui a la feria del libro de Guadalajara, fui a una mesa de literatura y tecnología, que me pasa seguido. Y la tendencia de estas mesas es que los escritores dicen este tipo de cosas como la destrucción del lenguaje, antes era mejor, etc., que el blog… deslegitimar a todos los que escriben blogs, deslegitimar a Facebook, muerte al celular, no entiendo lo que escribe mi hijo, que no pone más vocales. Yo siento que es tan reaccionario como cuando salió el Punk Rock y las señoras decían “¿pero por qué vas a tocar la guitarra así?” Es igual y no, yo no voy a vivir mi mundo así. No quiero tener esta actitud.

 

Ahí nombrás el Punk Rock. ¿Y las vanguardias?

Creo que Ulises Carrión es clave para todo esto, para las relaciones intermediales. Es fundamental. Para mí es como el precursor de Internet. El libro Lilia Prado superestrella y otros chismes es un experimento: les pide a algunos amigos que hagan correr un chisme. Y va viendo cómo evoluciona el chisme a medida que se lo van pasando. Facebook, con los comentarios, es lo mismo. Y este otro libro, El arte correo y el gran monstruo, son las postales que mandaba y que iba pasando de amigo en amigo, una versión de arte correo sin que se pueda mandar por correo. O este otro, El nuevo arte de hacer libros, es hermoso, muy fundamental, muy lo que pienso: “¿Qué es un libro? Un libro es una secuencia de espacios, un libro no es un estuche de palabras, un saco de palabras, un soporte de palabras. Un escritor, contrariamente a la opinión popular, no escribe libros. Un escritor escribe textos”. En el sentido de internet tiene una visión analógica, porque no tiene la tecnología, pero toda esta experimentación sociológica… y es muy bueno esto, porque también ahí podemos hacer este vínculo sano entre lo literario y la tecnología.

 

La tecnología y la literatura tienen una relación muy fuerte desde hace siglos, y no empecemos a hablar de la Vanguardia. Todos los que están gritando ahora eran los mismos que estaban gritando frente a la Vanguardia, me imagino.

Sí. Y otra cosa que lo decías antes y que es clave también es la idea de lo intermedial que se quiere pensar en relación a lo visual, a la música, a cosas más tradicionales. Son como parámetros. Yo que pienso en la producción, no es la poesía de la torre de marfil, que piensa en lo íntimo, en el estado de ánimo. Entran todas esas cosas teóricas, y por esto la poesía para mí es filosofía. La mayoría de los libros que hay en mi casa son de filosofía y me parece que es un entrenamiento para que el pensamiento reordene y acomode y encuentre nuevas secuencias para el lenguaje, en algunos casos el lenguaje textual, pero que opere en todos los sentidos. Y me parece que esa situación es clave. Por ejemplo, lo veo también en la dificultad de pensar al autor; pero en la música está el cover, el remix, el sample, que son técnicas profesionalizadas y bien vistas. Y la literatura todavía tiene un problema con respecto a la autoría. Me encanta lo que dice Goldsmith, que internet es la verdadera muerte del autor. Es muy genial, y también es esto: hay que mantener unas preguntas. Lo que está bueno de este momento es que realiza de por sí un montón de cuestionamientos y que está bueno experimentar respecto a esto. Y después no hay que olvidar que siempre todo esto fue igual, también. No veo que todo esto tenga un corte re novedoso. Porque, digamos, cada época tiene sus desafíos. En este momento es esta coyuntura.  Lo que vos decías antes: si la reacción es la misma que ante las vanguardias, es porque los procedimientos también. Esto también nos permite ser más realistas en cómo podemos plantear nuestras investigaciones.

 

(Abro las páginas 11-12, 20-21 de Primera línea de fuego y se las muestro a Tálata).

Acá hay un posicionamiento estético también.

Sí, totalmente. Me gustaría también pensar que no son entidades que compiten. El escritor que trabaja de una forma tradicional, para mí es un bendito. Los que se levantan a escribir cada mañana de las 6 hs a las 9 hs de la mañana. Es genial. No hay órdenes de competencia. Hay lugar para todos. No todos tenemos que hacer esto, ahora. No todos tienen que hacer multimedia. A mí los poemas que me siguen gustando, los momentos de goce de la lectura, me sigue sucediendo con textos en un libro o con posteos en Facebook. Pero con el texto. Hay unas tendencias muy radicalizadas en los pensamientos que no me interesan. Los que piensan a todo esto como una entidad menor de la literatura. Lo importante es escribir, mantener el estado. Que la gente quiera escribir es genial. Es algo que no hay que perder. Por ningunear dejamos afuera, y no está bueno. Mis pequeñas búsquedas tienen que ver con tratar de ver la traslación. El año pasado hicimos una obra de teatro, fue la primera vez que escribí una obra de teatro con una amiga. La presentamos, un poco de casualidad, a un concurso y ganamos, la tuvimos que estrenar y terminamos dirigiendo y actuando. Se llamaba Limbo scroll y era sobre todo esto que estamos hablando. Era básicamente un personaje que hacía de internet.Darle cuerpo a internet. Entonces el personaje está diciendo cosas como: “Tenés 16 notificaciones”. Que lo diga alguien. Era sobre la traslación, precisamente, de la información. En otra parte tratábamos de asignar un movimiento a cada secuencia de datos de una oración de programación cuando mandás un mail. Como una coreografía. Vos mandás el mail y no te das cuenta que esto viajó, salió al segundo anillo de la estratósfera, rebotó, volvió y llegó a la otra persona que dice: “ay, este celular de mierda”. En ese sentido de las operaciones. Lo tecnológico me parece muy importante a nivel de la sensibilidad de nuestra época. Esto de “el celular es tu cerebro en la palma de tu mano”. Es importante que lo sepas usar bien.

 

¿Y cuándo vos escribís, cuánta escritura no creativa hay?

Y ahora un montón, pero la “escritura no creativa” es una terminología tan rara. La escritura siempre fue un diálogo, todos están reescribiendo a todos todo el tiempo, eso lo dice un artista que conocí por Goldsmith: Ken Solomon. Hace la captura de pantalla, pone Lichtenstein en el buscador de Google e imágenes, y luego salen todas las imágenes de los cuadros y él pinta la captura de pantalla en un lienzo. Eso es una mezcla muy copada, es una idea simple, pero conceptualmente compleja también. Y técnicamente compleja en la realización con el lienzo, pero parte de una simpleza divina. Ese tipo de operaciones me gustan mucho. Hay alguien que dice: “el arte es un diálogo, no una oficina de patentes”. Y para mí eso es muy importante. La escritura no creativa deliberada es muy copada para ejercitar, para soltar y para escribir, para seguir escribiendo. A mí me gusta mucho, y te diría que es raro decir escritura no creativa porque precisamente es tan creativa… básicamente no existe nada no creativo. Ahora para este libro hice un poema sobre una serie que hubo acá en la Argentina en los 90 que se llamaba El otro lado y el visitante, una serie de un periodista llamado Fabián Polosecki, que se muere joven, se suicida. E hice este poema sobre un capítulo, por obsesiones muy puntuales. Me vi todos los programas que había y bueno, es como escritura no creativa, pero el poema es otra cosa. Tiene pedazos, como también hay pedazos de las canciones de ACDC, o algunas frases en otro lado. Esa es mi cuota de escritura no creativa. Una conciencia de lo dialógico que me interesa. Por ejemplo, este texto que hice en Colombia: citar en el mismo texto a Agamben, a García Márquez y a Rafael Chaparro Madiedo. Había algo conceptual que me interesaba trabajar con respecto a eso. Yo diría que salta la cuota, pero no sé si la puedo discriminar tan exactamente. Sin dudas es importante. Ahora tengo un proyecto acá en casa: copio los índices de los libros y después los mezclo. Es divino, es como terapia también. Cuando estoy aburrida, hago esto. No me gusta la angustia ante la página en blanco, no es que no me guste: es de otra época. Nuestra página no está en blanco. Creo que hace mucho igual que ya no está. Cuando vino Goldsmith acá hizo una actividad que era que cada uno le tenía que postear en la computadora del otro. Como si fuera el otro. Todo el mundo tenía que dejar sus usuarios abiertos, y entonces yo iba a tu compu, por ejemplo, y escribía algo. Cómo reaccionaban todas las personas con respecto a la publicación de esta persona. A mí me parece que es una cosa linda que trabaja justamente la página en no-blanco. Tal vez no tenés que escribir algo sobre el amor. Poné en tu buscador de Google la palabra amor, y compilá todo eso. Hacé una cosa buena con eso que ya venías haciendo. Y son estas cosas que terminan entrenando ciertas cosas de confianza y de ejercicio. Lo importante es escribir. Temo también que siempre hay mucho temor a los resultados de esto. Siempre está lo peyorativo. Que los textos sean criticados por baja calidad. Pero esto dependerá de lo conceptual.

 

¿Y ahora qué proyectos tenés presentes?

El libro. Estaba invitada a la Latinal, pero tengo que conseguir una beca para pagar los pasajes. Es a finales de octubre. Me voy a San Martín de los Andes a dar un laboratorio, que también es una faceta que me gusta mucho, dar talleres, me sienta bien. Y además del librito con Mansalva, sale otro librito en España que quiero que sea otra cosa. Y estos videos, que uno es con Mondongo, los artistas plásticos, quiero hacerlo con unas obras de ellos, y el otro es este, el embole. Básicamente esto.

 

¿Se puede conseguir tu texto Carita feliz, nube, corazón, rayo?

No, este no existe como texto. Porque es un texto que exige oralidad, exige cuerpo, porque es un texto que proviene de lo virtual total. Es un texto de chat, bajado y editado para que quede una anécdota que contar. Yo lo leo del celular, siempre. Una vez lo interpreté por WhatsApp, estoy tratando de volver a armar eso. Pero leerlo así nomás sería un embole total, lo tengo que presentar para que haya un dispositivo poético. Cuando yo presento el texto te manda al nivel del chisme, a la anécdota que estoy contando. El concepto de este texto es la lectura de la intimidad que pareciera que está ocurriendo porque yo lo estoy leyendo, pero en verdad está ocurriendo porque alguien lo estaba leyendo. Tiene sentido en el momento de la performance, porque requiere el cuerpo, la presencia física, esto le devuelve todo, todo lo que no parece tener por no provenir de una inspiración literaria.

“Creo que la tierra es redonda, entonces todo lugar es el centro”. Entrevista a Luis Sagasti

Por: Carolina Tamalet Iturrios

Imágenes: LA NACIÓN e ilustraciones inéditas de Ana S. Durán

El escritor argentino Luis Sagasti conversa con Carolina Tamalet Iturrios, en un diálogo en el que reflexiona acerca de su obra ya publicada y en el que presenta su último libro, El arte de la fuga, publicado este año por EDICIONES 36.


“Nota. Entre muchas cosas, en un pentagrama no solo debe consignarse la nota que se va a tocar, sino también cuánto ha de durar. Por eso se las dibuja con distintos signos, que se llaman figuras y son siete”. Así comienza El arte de la fuga, el último libro de Luis Sagasti. Nacido en 1963 en Bahía Blanca, es docente, escritor y crítico de arte. Publicó El canon de Leipzig (1999), Los mares de la luna (2006), Perdidos en el espacio (2011), Bellas artes (2011), Maelstrom (2015) y El arte de la fuga (2016). Incursionó en el cine participando como actor en Vino para robar (2013, dirigida por Ariel Winograd).

Durante una tarde gris en que una garúa finita comenzaba a apropiarse de la jornada bahiense, entre mate y mate, hablamos de música, de literatura y de lo que fue fluyendo a la par de las diminutas gotas.

 

¿Cómo se realiza el libro? ¿Cómo se logra el ensamble entre tu texto, las ilustraciones de Ana S. Durán* y la música de Hernán Jacinto, Christine Brebes y Patricio Villarejo, entre otros?

El arte de la fuga es una idea muy vieja. Yo hacía un programa de radio con Mario Ortiz y surgió como idea para un número. O sea, tenía la idea nada más: una corchea a la que ejecutan. Pero no era una idea posible de realizar en radio. Entonces terminamos haciéndolo con una X que no quería ser despejada y cerramos con chistes. Bien radial. Y siempre me quedó esa idea y luego charlando con la editorial apareció de nuevo y sumamos una ilustradora (Ana S. Durán*, España) y músicos.

Parece de ciencia ficción. Yo trabajaba en la editorial, rodeado de pantallas me comunicaba por Skype con Ana.  Ella mandaba dibujos y dibujos; iba y venía. La idea, en general, planteaba que los dibujos no fueran figurativos. Entonces Ana probó mucho hasta que encontramos estas cositas. Y después Rodrigo Fresán hizo una contratapa impresionante.

Ahora terminé un libro que es muy semejante a Bellas Artes. Se llamará, tal vez, Una ofrenda musical. Es otra obra de Bach. Es decir, las dos últimas obras de Bach son El arte de la fuga y Una ofrenda musical. Y la temática tiene claramente que ver con música, sonidos (se observa una gran biblioteca musical que sirvió de archivo para el libro). En todos está el tema de la música.

En el libro, cuenta Fresán en la contratapa, se plantea un recorrido musical con paradas en clásicos, modernos y eternos, como Bach, los Beatles, Cage…

Todos los temas que aparecen daban justo para la historia. El tema “Un día en la vida” de los Beatles desemboca en Cage. Se da de forma natural. Y a mí me pasa eso cuando escribo: cuando yo encuentro que la cosa fluye y que las ideas van, entonces eso que estoy escribiendo está bien. Luego hay que escribirlo con cierta pulcritud. Pero tenés una certeza: esto encaja, encaja, encaja todo. Cierra, cierra, cierra solo. Encontrás una unidad. Y produce mucha felicidad ese encuentro.

Bellas Artes comienza con una cita de Spinetta “Ahí va el Capitán Beto por el espacio…” y el primer cuento, “Luciérnagas”, termina cuando “el ruido de las esferas comienza a sonar”.  La música es lo recurrente en tu literatura, ¿verdad?

Sí, siempre. Mi primera novela es sobre Bach. Casi todos mis libros tienen títulos musicales. Seré medio músico frustrado. Pero además me interesa la musicalidad del texto, creo que es lo que más me interesa: que suene. Grabar para el último libro se le ocurrió a la editorial. No sé qué se les ocurrió primero, si la música sola o la música y mi voz (el libro viene con un CD con dos pistas 1. Cuento y música y 2. Versión instrumental).

También leo con música cosas de Bellas Artes y de Maelstrom. Leo la parte de las estrellas con música de Pedro Rossi. Con él hicimos una suerte de recitales + música. En un primer momento, Pedro iba a hacer la música de El Arte de la fuga, junto con Alejandro Usabiaga y Sebastian De Amicis. Pero por un tema de fechas no se pudo. En la presentación que hicimos acá, en Bahía, tocamos los arreglos de Alejandro. Impresionantes los arreglos, de mucha sutileza.  Mezclaba la “Ofrenda Musical” con la “Marcha Fúnebre” con la sinfonía 5º de Beethoven.

Sí, pero es una fuga musical al silencio absoluto.

Es una novela existencial. La ejecución es el destino. No hay salida posible. Entonces queda abierto, como el final. Están ahí, hay un telón que se abre… y la vida después de todo es eso. No hay una resignación. Estuve veinte años con esta idea en la cabeza.  Quizás imaginaba una obra de teatro.  Un escenario, con cuerdas formando un pentagrama y los artistas agarrándose de ellas.  Entonces me lo imaginaba, pero no funcionaba. ¿Sabés la fuerza que tendrían que tener para estar colgados durante toda la obra? (risas). Fresán cree que es tranquilamente una historia para Pixar.

Siempre se me ocurren ideas en las que todas las posibilidades están latiendo. O sea, que la idea no está clara. Es como una bola, por llamarla de alguna manera, que puede dispararse para cualquier parte. Lo puedo ejemplificar leyendo un fragmento de Una ofrenda musical: “el poema Sinfónico para cien metrónomos de Ligeti deberíamos verlo como una instalación […]. O si se quiere uno de esos juegos de niños que consiste en enumerar reglas y obstáculos pero que nunca llega a poner en práctica, jugar a los soldaditos por ejemplo, no era otra cosa que preparar escenografías, acomodar ejércitos con entusiasmo, planificar desplazamientos pero jamás de los jamases entrar en acción así como tampoco dilucidar algún método que indicara quién era el ganador de un juego cuyo destino era ser interrumpido por la merienda, el timbre, la calle, cualquier cosa. Es que a veces se presenta bruto y sin talla lo que puede desarrollarse de mil modos. hay algo anterior a una historia que solo parece tener sentido si se desplaza hacia todas sus posibilidades al mismo tiempo.” Entonces para mí pasa eso: al principio sucede una especie de big bang. Hay algo, pero que no se puede llevar a las palabras. Me pasó también con Bellas Artes. Tenía la idea de gente que se pierde en lo alto, que se cae. Esa gente ve cosas. No sé qué. Se desprenden los libros. Tuve esa idea, pero no sé si es lo que yo realmente quería. A veces pasa. La idea general se desmerece cuando se lleva a palabras. Todo está latiendo, pero no hay posibilidad.

¿Entonces tu trabajo de escritor está relacionado, de alguna manera, con hilvanar todo después de ese big bang?

Sí, claramente es así. Esa gran intuición puede dispararse para cualquier lado. Yo voy anotando en un cuadernito cosas para trabajar, cosas para hacer. Por ejemplo, me imagino a Heiddeger viejo en un bosque de la Selva Negra y a alguien que lo llama para decirle que han encontrado al Ser y… mientras te explico esto, lo pienso en imágenes. Después llevarlo a palabras es muy difícil. Yo tengo tendencia a ir relacionando cosas, toda la vida me fui por las ramas. Tengo facilidad para relacionar, encontrar resonantes entre las cosas.

¿Te ayudó seguir la carrera de Historia para eso?

No, de historia no sé. De hecho, Perdidos en el espacio no es un libro de historia sino una reflexión sobre la historia y cómo se cuenta. No sé historia como un profesor tradicional de “en 1800 sucedió… “. Eso está en internet.  Cuando era chico mi abuelo compraba una enciclopedia que se llamaba Lo sé todo. Era increíble. Era internet.  Presentaba artículos, pero así: los dinosaurios, la historia del vestido, Confucio, las cruzadas, indios de América, Marte. Todo con dibujos. No tenía orden.

Eran búsquedas aleatorias de Google.

¡Eran fabulosas! (risas). A través de internet empiezo por buscar algo y termino en cualquier lado. Voy y vuelvo. Soy muy curioso.

En Bellas Artes está claro ese rizoma, esos pequeños núcleos que se relacionan y arman grandes hilos de temas.

Sí, a mí me llama la atención cuando dicen que es un libro inclasificable porque a mí me resulta natural ver así y escribir así. No fue forzado. Es una novela.

¿Pensás en tus lectores al momento de escribir?

Jamás pienso en el lector. Nunca me pregunté para quién escribo. Tengo ganas, intuiciones, historias que creo que valen la pena. Pero no hay un destinatario. Tampoco le creo a los que dicen “yo escribo para…”. A menos que sea un comerciante.

¿Te considerás un escritor latinoamericano?

Yo me puedo considerar un escritor del castellano, independientemente de la calidad. Me interesa mucho el trabajo plástico del lenguaje que puedo hacer en este idioma. La temática que toco no es latinoamericana, salvo algunas cositas. Por ejemplo, en Una ofrenda musical hablo algo de la música en la dictadura y de las Islas Malvinas, muy poco. No podría decir qué es hoy un escritor latinoamericano. Pero desde un punto de vista político, cuando observo todo lo que se acaba de derrumbar con Dilma, con todos, sí puedo considerarme latinoamericano. Tengo algunas ideas para escribir sobre lo que ha pasado, sobre cómo los medios de comunicación te hacen ver realidades inexistentes. Me interesa abordarlo por ese lado. Una historia mínima, un poco paranoica de pensar. ¿Quién está construyendo? Entonces mi parte latinoamericana tiene que ver con la política concreta y la política educativa.

En la novela que va a salir sí nombro una vez a Borges, pero no es que reniegue. Me sale así. Yo soy medio universalista, me interesa todo. Obviamente vivo acá, en Bahía Blanca y quiero que a Bahía le vaya bien. Uno ama su terruño. Uno siempre piensa que los lugares chicos pueden salvar algunas cosas, pero no. ¿Por qué desarman las dos orquestas sinfónicas de las villas de bahía? No las desarman, las dejan morir, no les dan presupuesto, los músicos no pueden ir, no compran instrumentos. Eso de no poder conservar nada me rebela muchísimo.

Es como una aplanadora. Incluso es más difícil crear grupos de relación para hacer frente.

Sí. Yo marcho, firmo, cuelgo cosas en Facebook. Dimos un discurso en la plaza con Mario Ortiz. Pero la situación me tira muy abajo. Ahora estoy mejor. Tampoco es que cuando escribo me aíslo. Incluso en el último libro hay historias de músicas en campos de concentración nazis.

Me preocupo por poner algo local, incluso bahiense. Que podría ser de cualquier otra ciudad, pero ocurrió en Bahía. El año pasado hubo un debate entre los candidatos a intendente en Canal 7. Les hacían preguntas personales. En el único momento en que surgió alguna sonrisa, fue cuando les preguntaban qué música preferían. Y ahí se distendían. Entonces pongo ese dato: ahí aparece la distensión. Quería poner algo de Bahía; si bien voy a Buenos Aires muy a menudo, uno elige estar acá.

Y a Borges de alguna manera siempre lo nombrás.

Siempre me encantó Borges. Lo leía en quinto año, no entendía nada. Me encantaban los principios, después no entendía nada. Y en la universidad lo agarré ya. Es una literatura de un cristal tan perfecto que, al mismo tiempo, por no tener ninguna pasión, ninguna tensión, es un buen antidepresivo.  En momentos de melancolía, de duelo, en momentos en que la he pasado muy mal leí Borges y Oscar Wilde. Y Piglia me llamó para que participara del programa sobre Borges con Mario Ortiz, porque le había gustado El canon de Leipzig.

Leí que El canon de Leipzig fue corregido por Laiseca.

Sí. Yo tenía la novela lista y él venía seguido a Bahía. Visitaba el Museo de Arte Contemporáneo donde trabajé. Y un día me llama y me dice “leí tu novela”. Eso fue en el año 1998. Vino a casa y estuvo hablando por lo menos tres horas de la novela, punto por punto. Genio. Y me hacía unas lecturas increíbles. Él me señaló que terminaba de manera muy abrupta. Me aconsejó dilatarla, agregarle dos capítulos. Los agregué y salió. Fue mi primera novela. De reeditarla tocaría algunas cosas. La idea de esa novela es de febrero de 1990 y salió en 1999. Estuve como ocho, nueve años, tomando notas, investigando. No había internet, todos los datos son de amigos que iban a Alemania, me traían fotos, información. Hoy todo eso es más fácil. Yo tenía un plano de Múnich. Me han preguntado si estuve en Alemania por las descripciones de la novela. Y no, fueron amigos, me trajeron fotos. Tengo una carpeta con el archivo de esa novela. Ahora con internet pareciera que no hay más archivo. No hay más manuscrito. De Bellas Artes también tengo archivos. Me gusta documentarme.

Estuviste casi nueve años con esa novela, y la idea de El arte de la fuga tiene más de veinte…

Sí. De hecho, lo que estoy empezando a escribir ahora es de 1984. Es el año en que falleció mi hermano y ya hay una distancia como para tratar el tema de manera plástica. Es una reflexión no sé si sobre la muerte, o sobre el lenguaje. Y lo que se desvanece. Me gusta detenerme en gestos. Por ejemplo, volvés del entierro de tu hermano a las cuatro de la tarde. ¿Qué hacés a las seis de la tarde? Yo no me acuerdo de lo que hice, pero sí me acuerdo de otros. Me interesa ver cómo el cuerpo resuelve cosas para las que la cabeza tarda. Y sobre todo ver cómo una persona que muere se termina transformando en lenguaje. Esto empezó porque el año pasado mi mamá me dijo que ella le escribe una carta a mi hermano todos los cumpleaños. Entonces pienso: un día mi vieja se va a morir, voy a ir a limpiar la casa y van a estar todas esas cartas. ¿Qué se hace con esas cartas? Leerlas no, eso no se lee. Tirarlas tampoco. Entonces empecé a pensar en las cosas que viven en tanto no se tocan, no se hablan.

Un secreto que a la vez es su duelo.

Además yo pensaba en Borges y otros escritores que siempre hablan sobre aquel que ve la totalidad y muere. Ahora, cuando se te muere un hijo vos viste una totalidad. Vos lo viste nacer y lo viste morir. Siempre ves de tus padres la muerte, de tus hijos ves el nacimiento. Pero no vas a ser la misma persona después de ver el todo. Y ver el Todo está más allá del lenguaje. Es sobre todo esto que estoy comenzando a escribir.

Una persona muere cuando ya no se la nombra.

Me acuerdo de la abuela ciega de un amigo. De los que conocieron a la abuela, él, que tiene mi edad, es el único que todavía está vivo. Ni su mujer, ni sus hijos la vieron a la abuela. Cito: “si yo lo sobreviviera a mi amigo estoy completamente seguro de que seré la última persona de haberla visto con vida y recordarla. Y me la llevaré para siempre cuando muera. Alguien hará lo propio conmigo alguna vez. Así hablamos el mundo las dos veces que lo hacemos, de a pares, acaso con gente que apenas conocimos y que por lo tanto no ha significado mucho para nosotros, no sé si estas líneas salvan a la abuela de mi amigo o acaso al chico curioso que yo fui”. Tengo esa idea. Cuando uno muere, muere también otro tipo, pero uno es el único en recordarlo.

Volviendo a un tema anterior, ¿cómo es ser escritor en Bahía Blanca?

Yo creo que la tierra es redonda entonces todo lugar es el centro. En otra época tal vez era Buenos Aires o París o New York. Para escribir, para los actos creativos, no hace falta ninguna parte. Además, la experiencia de lo contemporáneo pasa por las redes, sin duda, y por supuesto también por una cuestión urbana. Supongo que el hecho de que yo viaje tanto a Buenos Aires, una vez al mes, me hace vibrar en consonancia con muchas cosas.  Por tomar el subte nada más. Lo contemporáneo parece que pasa por las grandes ciudades. Lo moderno urbano. Pero no hace falta un lugar físico donde producir y eso se ve en la cantidad de pibes que empiezan a aparecer ahora que no viven en Buenos Aires. No hay muchos, pero hay. Hasta hace veinte años no había nadie. Quien publicaba vivía en Buenos Aires. Todos pensaban que yo vivía en Buenos Aires. Eso me rompía las pelotas. Una vez fui invitado para un reportaje radial en radio Palermo, para una noche, por Los mares de la luna. Me llamó la secretaria y le dije: “Mirá, ¡estás hablando a Bahía Blanca!”. Acá está bueno vivir para escribir porque puedo trabajar y escribir. La escuela (Luis da clases en las Escuelas Medias de la Universidad Nacional del Sur) me queda a dos cuadras, la Universidad es cerca también. Esta cercanía me da tiempo para escribir. Además, nunca entendí eso de escribir en un café. A lo sumo yo tengo un cuadernito para cuando voy a la playa, ahí sí puedo tomar apuntes. Pero no escribo, tomo ideas. Por ejemplo: fuera de Suiza no hay nieve en las fotos de los Beatles, cuando están filmando la película Help. La única foto con nieve de los Beatles es en Suiza. Tampoco en sus canciones aparece la palabra nieve. Como si habitaran una eterna primavera de los años sesenta. Anoto esas cosas, después uso algunas y otras no.

Parecen datos sueltos, pero que después se logran hilvanar en Bellas Artes.

 Tal cual. Por ejemplo, la relación entre Vonnegut y Boys no estaba trabajada. Lo de Ungaretti con Wittgenstein tampoco lo encontré en la red. Y, en el último sobre la música, las variaciones Goldberg de Bach que fueron compuestas para que el Conde Keyserling durmiera. Entonces se me ocurrió compararla con Sherezade. La estructura de variaciones de Las mil y una noches es la misma. Es muy loco. La famosa noche en que Sherezade cuenta su propia historia, todo vuelve a empezar. Las variaciones Goldberg tienen en la mitad exacto. Una de las variaciones es una obertura, pero la última es la primera. La idea es “no te dormiste entonces empezamos de nuevo”. Empecé a ver todas las cosas circulares que hay en música y algunas nada más en literatura. Más en música porque en literatura está muy trabajado. Entonces por ejemplo empecé a ver Sgt. Pepper’s de los Beatles. También hay estructuras repetidas a lo largo del disco, incluso dentro de los temas, que van cerrando todo. Cuando va cerrando todo ves que funciona. En el último libro también encontré que 4:33 de Cage en segundos da 273 segundos, o sea, el cero absoluto, el único lugar donde hay silencio. Y Cage nunca habla de eso. En segundos es el cero absoluto, con lo cual no se puede alcanzar nunca. Y como el silencio es absoluto no llegás nunca. También encontré una versión de 4:33 hecha por el hijo de Harpo Marx, el mudo. Me parece maravilloso. Uno no puede dejar pasar eso. Hubo muchas cosas que deseché con el tema de los silencios porque algunas eran demasiado increíbles para ser ciertas. Sonaría a muestrario de curiosidades y la idea es el silencio como una imposibilidad. En otro capítulo encontré algo más que no está trabajado (¿por qué trabajarlo?): en 1942 los nazis sitian Leningrado. Durante tres años rodean Leningrado y Shostakóvich compone la 7º sinfonía. Arman una orquesta. Los músicos no tienen ni aire para los pulmones. Va todo Leningrado a escucharlo. Lo pasan por altoparlante, para que escuchen los alemanes. Fue cuestión de estado. De hecho, a Shostakóvich lo sacan, se lo llevan para que la componga y se estrena. Ahora bien, eso tiene un contrapunto en 1945, en Berlín. Los rusos están a tres kilómetros. La filarmónica que es la nave insignia de la cultura germana ejecuta el último concierto van a tocar. “La caída de los dioses” de Wagner. A la salida reparten pastillas de cianuro. Entonces los rusos con los alemanes acá, los alemanes con los rusos allá. Hay que coserlo nada más. Me entusiasmo cuando encuentro estas cosas. Estoy contento con estas cosas del último libro.

Estás contento con tu papel de escritor.

Yo, a mí mismo, no me puedo ver bajo ningún rótulo. Tal vez sí de docente, me gusta mucho dar clases. Yo soy yo la mayor parte de las veces, pero básicamente cuando doy clases, cuando escribo y cuando corro. Es como que me encuentro completo. Corro con música. Yo me dedico en serio a esto, es mi vida. Pero igual tengo algo medio adolescente cuando termino un libro, saber si me lo van a aceptar. Y me llama la atención. Será porque también vivo acá. Cuando estás allá, estás como en el ambiente. Soy amigo de muchos escritores. Sentís que hay una pertenencia. Pero al vivir acá, salgo a correr, miro básquet, soy más bahiense. Voy en el verano a Monte Hermoso (risas). Supongo que si fuera porteño y viviera en Buenos Aires, diría “soy escritor, tengo vida de escritor, salgo a tomar café”. Pero sí me siento escritor, por supuesto. Pienso en términos literarios.

Cuando tengo historias, se me vienen imágenes como escenas. Como fotografías. Pienso en escribir y vienen imágenes con mucha claridad de lo que estoy escribiendo. Pero no podría decir con exactitud cómo lo imagino. Por ejemplo, tengo imágenes físicas de los números y las cantidades, y me es imposible llevarlas a palabras. Ciertos nombres para mí son clarísimamente un color, sin la menor duda. Hugo es violeta, Fernando es marrón, Marcelo es azul, Luis es amarillo. Las ideas se me representan como imágenes. No son alucinaciones, es un pensamiento plástico. Un libro se cierra, entonces, cuando hay una cuestión plástica y una cuestión musical y hay imágenes que terminan redondeando todo y ahí ponés punto final y nunca más volvés sobre él.

*Ana S. Durán nació en Madrid en 1965 y siempre quiso ser artista o creativa. Su trayectoria es variopinta. Comenzó pintado murales en parque temáticos, en espacios culturales y en casas particulares, siempre en España. Ha colaborado como creadora especializada en diseño gráfico por ordenador en diversos proyectos experimentales de artesanía de vanguardia en España y Portugal. El arte digital trabajado desde la pintura tradicional es una de sus formas de expresión favoritas y le siguen muy de cerca la acuarela y el acrílico.

El arte de la fuga comenzó en 2012, cuando Luis contactó a Ana para proponerle ilustrar la loca idea de una fuga…. que aún no estaba escrita. Trabajaron en conjunto durante todo un año, y fue realmente divertido compartir ideas, formas y colores con Luis. Las ilustraciones fueron tomando forma poco a poco; en 2013 ya estaba todo casi definido: faltaba la editorial. Por fin, en 2015, de la mano de Editorial 36 y de Margarita Tambornino, las ilustraciones se ajustaron a otros criterios: los personajes, las notas, pasaron a ser bichitos divertidos y rítmicos. Todas las ilustraciones son técnica mixta, llevan acuarela, lápiz y pintura digital. Para ver más recomendamos visitar su portfolio y su página de facebook.

El ciudadano ilustre y sus trampas

Por: Patricio Fontana*

Imagen: Fotograma de El ciudadano ilustre

En estas líneas Patricio Fontana reflexiona sobre El ciudadano ilustre, el último filme de Gastón Duprat y Mariano Cohn. Película tramposa que intenta desestabilizar los límites entre realidad y ficción, se ha convertido, a pesar de su aparente oscuridad, en un éxito de taquilla.


“Hacerlo simple es un acto de generosidad artística”

(Daniel Mantovani)

 

La más reciente película de Gastón Duprat y Mariano Cohn cuenta, en principio, una historia sencilla. A cinco años de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, el escritor argentino Daniel Mantovani acepta inopinadamente la invitación que las autoridades de su pueblo natal, Salas (ubicado a más de 700 km de la ciudad de Buenos Aires), le hacen para que visite el lugar y, entre otras actividades, reciba la medalla de ciudadano ilustre. Hace casi 40 años que Mantovani no pisa Salas; sin embargo, toda su literatura se basa en sus experiencias en ese pueblo: Mantovani no ha podido escribir sobre otra cosa (“La fuente de mis relatos se quedó acá, en el pueblo”, dirá en alguna oportunidad). Desde el momento en que Mantovani toma la decisión en su lujosa y refinada mansión de Barcelona –como en El hombre de al lado, las casas son aquí sumamente importantes en tanto funcionan como una suerte de correlato arquitectónico de quienes las habitan–, y hasta la secuencia final, la película repasa con prolijidad varios de los lugares comunes referidos no solo a la vida en un pequeño pueblo de provincia, sino también al motivo narrativo del regreso del hijo pródigo. El pueblo, como es de esperar, es uno en el que se dan cita el intendente acomodaticio y acaso corrupto (y debidamente peronista), las frustraciones que incuban violencia o resignación, el resentimiento, el mal gusto, el chauvinismo de pequeña aldea y algunos destellos de inocente generosidad (por ejemplo, el cálido mate que unos ancianos le ofrecen a Mantovani cuando ya nadie parece apoyarlo) o de embrionaria inteligencia (por ejemplo, el empleado del hotel que escribe cuentos que, en palabras de Mantovani, son muy buenos porque en ellos no hay “recursos tramposos”). Por su parte, también como es de esperar, el regreso de Mantovani traza con esmero el arco dramático que va de la festiva y acogedora recepción inicial a las instancias finales en que se verá en la necesidad de huir del pueblo a la carrera y entre disparos. Con esos elementos, y hasta la secuencia final, Duprat y Cohn construyen una película lineal –a veces sutil y a veces de trazos gruesos, caricaturescos, como si no se decidieran por el tono que quieren darle– que de todos modos entretiene, que se deja ver sin incomodar nunca (aunque uno intuya, aquí y allá, que hay voluntad de que esto suceda).

Ahora bien: hasta los últimos minutos, el espectador bien podía creer que lo que había visto, que aquello de lo que había sido testigo, era lo que a Mantovani le había sucedido en realidad desde que decidiera ir a visitar por cuatro días su pueblo natal. Pero sobre el final, luego del disparo resentido (se me permitirá la hipálage) que parece haber terminado con su vida, se nos informa que no solo sobrevivió, sino que, sobre la base de sus experiencias en Salas, escribió una novela –titulada El ciudadano ilustre–, la primera luego de haber recibido el Premio Nobel (y la primera que lo tiene como protagonista). ¿Lo que vimos, entonces, no fue exactamente lo que a Mantovani le ocurrió, sino lo que escribió a partir de ello? Más aún: ¿quizá no hubo disparo; quizá no hubo viaje?

La escena final es una rueda de prensa en la que un periodista le pregunta a Mantovani cuánto tiene su novela de “verdadera creación” y cuánto de “realidad”. La respuesta de Mantovani es: “¿Importa eso, amigo?”; a lo que agrega, haciendo ostentación de sus lecturas de Nietzsche, “No hay hechos, solo sus interpretaciones”. Enseguida, Mantovani exhibe una cicatriz sobre su pecho e interroga al periodista más o menos con estas palabras: “¿Esta cicatriz es el resultado de una operación, de una caída de bicicleta o de un disparo? Tarea para el hogar”. De este modo, con este giro narrativo, con este doblez, la película intenta poner en crisis –desestabilizar– el estatuto de lo que vimos hasta ese momento. Acaso en esta suerte de trompe l’oeil cinematográfico (¿o “recurso tramposo”, para usar los términos de Mantovani?) se jueguen las verdaderas cartas de los directores, el verdadero motivo que los llevó a realizar esta película: interpelar los borrosos límites entre realidad y ficción. Demasiado poco, a estas alturas, para una película de casi dos horas. Por lo demás, ¿importa que sea indecidible si las cosas que vimos ocurrir en el pueblo fueron realmente así o son el resultado de la imaginación del escritor? Y, más precisamente: ¿puede el cine lograr esa desestabilización del mismo modo –con la misma eficacia– que la literatura?

A propósito del filme Pánico en la escena (Stage Fright), Alfred Hitchcock se lamentaba de haber hecho un flashback que era mentira. ¿Por qué se lamentaba? Porque, para Hitchcock, era difícil convencer al espectador de que aquello que se le había mostrado era falso. Algo por el estilo parece aseverar Jacques Rancière cuando, en su libro Las distancias del cine, señala cuál es la “desventaja” de este arte con respecto a la literatura: mientras que las palabras pueden corregir a las palabras, una imagen no puede corregir ni modificar la impresión causada por una imagen previa; así, mientras que la literatura puede restar sumando, en el cine siempre se suma. Esto, para Rancière, se debe al intenso “poder de impresión sensible” de las imágenes: paradójicamente, en ese poder se cifraría una debilidad, una imposibilidad del cine respecto de la literatura. Este es el problema con el final de El ciudadano ilustre: esa pátina de irrealidad que se le pretende dar a aquello que se narró hasta los minutos finales resulta ser solo eso: una pátina, un barniz. Palabras contra imágenes, la interpelación de Mantovani en la secuencia final no logra persuadirnos de que aquello que vimos quizá no haya sido lo que exactamente sucedió; es decir, la sorpresa narrativa final no logra quitarle verdad a aquello que se nos narró hasta ese momento. Como bien escribió Silvina Rival en una reseña de todos modos elogiosa, “la ficción (dentro de la ficción) no logra ganarle a la realidad que se representa en El ciudadano ilustre”. La película es, en este sentido, menos una película que la diligente ilustración de algunas ideas superficiales sobre el vínculo complejo entre realidad y ficción. En una película que trabaja con el cruce entre cine y literatura, faltó una reflexión sobre la diferencia entre estas artes.

Al momento de escribir estas líneas, con más de medio millón de entradas vendidas, El ciudadano ilustre se ha transformado en un éxito de taquilla. Creo que este éxito radica, antes que nada, en que la película –suerte de crowd pleaser a su pesar– complace simultáneamente el gusto de varias audiencias. Los más cultos se reirán de los discursos formateados de Mantovani, de su demagogia inocua, de su cultura de manual, de sus inofensivas declaraciones y actitudes pour épater les bourgeois; otros, de la brutalidad pueblerina (misógina y paternalista pero acaso tierna y hasta comprensible) del ex Midachi Dady Brieva; finalmente, los más formalistas celebrarán los malabares postreros entre ficción y realidad. Calculadamente, la película tiene de todo y para todos: esto y aquello. A pesar de su aparente –insisto: aparente– oscuridad, El ciudadano ilustre no deja de ser uno de esos filmes que suelen denominarse feel-good movies.

 

*Patricio Fontana es doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, docente de Literatura Argentina del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET. Estudió cine en el ENERC. Ha publicado artículos en revistas académicas y volúmenes colectivos sobre cine y literatura argentinos. Con Claudia Roman realizó la traducción, el estudio preliminar y las notas de Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las Pampas y entre los Andes, de Francis Bond Head (Santiago Arcos, 2007). Es autor de El cine no fue siempre así (en colaboración; Iamiqué, 2006) y de Arlt va al cine (Libraria, 2009).

Las revistas montoneras. Entrevista con Daniela Slipak

Por: Fabiana Montenegro

Daniela Slipak es socióloga (Universidad de Buenos Aires), Magíster en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales-Universidad de San Martín) y Doctora en Estudios Políticos y Ciencias Sociales por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.

En su reciente libro Las revistas montoneras: cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, publicado por Siglo XXI, indaga –sin concesiones- acerca de la historia del movimiento y las lógicas que lo atravesaron. Lo hace con una mirada aguda, explorando una perspectiva poco desarrollada en la literatura del tema: lejos tanto de la idealización de la militancia como  de la certeza de sus errores.

En esta charla, Slipak recorre algunos de los ejes que desarrolla en su libro: la identidad de Montoneros a través de sus publicaciones, la relación con el peronismo y con Perón, los códigos internos.


¿Cómo se construye un montonero?

Yo te puedo responder cuál sería la construcción simbólica que se hace del militante montonero a través de  las publicaciones, más allá de las apropiaciones individuales de dicha construcción.  La pregunta específica me la hago en el último capítulo del libro cuando hablo de la publicación Evita montonera. Lo que veo es cómo tratan de reconstruir el modelo de militante que se estaba demandando por parte de la publicación. Me ayudo además con  los códigos de disciplina de la Organización Montoneros, que prescribían determinados delitos, castigos, procesos jurídicos. Busco indagar el modelo simbólico de militante, las acciones que se premiaban y se mostraban en la revista.

Ese modelo de militante es integral, no se prescribía solo cuál debía ser la conducta militar o la conducta en un trabajo de superficie barrial o en una fábrica, sino que se prescribió un militante en todas las esferas de la vida (política, militar, familiar, sexual) en las cuales participaba. Se propusieron patrones normativos de lo que debía ser una familia, festejaban las relaciones maritales estables, con un tiempo dedicado a los hijos. El código disciplinario del  ‘75 prohibía la infidelidad, por ejemplo.  Se trató de un intento de gobernar todos los aspectos de la vida. En otras palabras, evitar que exista un ámbito privado respecto de la injerencia de la política de la Conducción.

¿Un intento de homogeneizar?

La idea de homogeneizar el espacio de pertenencia es propia de varios grupos revolucionarios de entonces. Se trató de establecer una disciplina que moldeara un militante obediente. Eso aparece, por ejemplo, en los escritos de Guevara; cómo debía ser un militante, cómo debía responder.

En las revistas se ve ese intento por mostrar cómo debía ser un militante: disciplinado, obediente de las órdenes, sacrificial, es decir, sacrificarse por la causa revolucionaria, hasta el punto de entregar su propia vida. Esto ya  aparece en Cristianismo y Revolución, una publicación de muchos años antes, que comenzó a editarse en 1966.

La figura sacrificial, de un mártir, que también debía ser un héroe, fue troncal en los grupos armados de entonces. También atravesó al PRT-ERP, como lo señala Vera Carnovale.  Montoneros también la reprodujo.  La figuración de un militante que sacrifica su vida por la causa. A eso se suma una escenificación de la muerte violenta como un acto heroico. En este sentido, en las publicaciones de Montoneros observé la idea de la muerte bella, que Beatriz Sarlo identificó en la carta donde Walsh reconstruye la muerte de su hija. Esto muestra, me parece,  más allá de la situación personal, que el escritor estaba inmerso en una trama simbólica en la cual la muerte violenta era vista como un acto heroico. Es una figura que va a aparecer  en todas las publicaciones, también en las legales,  por ejemplo, a través de semblanzas que se escriben de militantes “caídos”.

Otra cuestión que hay que sumar es la tradición peronista; fue un tipo particular de peronismo el que ellos defendieron  en la revista, un peronismo combativo. Es un peronismo que tiene una relación tensa con Perón y al mismo tiempo es un peronismo que reivindica la figura de un pueblo combatiente, revolucionario. Una reconstrucción del peronismo que se fue construyendo desde la proscripción en adelante.

¿El peronismo fue una máscara?

Carlos Altamirano retoma la metáfora de la máscara en un texto clásico, subrayando en qué sentido los símbolos son importantes para el análisis político, y en qué sentido las identidades son importantes para el juego político como tal. Una máscara política no es solo una máscara; uno se convierte al mismo tiempo en ella. De esta manera, Altamirano impugna las lecturas estratégicas que se hacen de Montoneros, que plantean que defendían a Perón, pero después se sacaban esa máscara hipócrita.

En política, y más cuando hay apuestas como exponer  o quitar la vida,  esas máscaras no son meros accesorios. Uno termina constituyéndose con esas máscaras con las que juega, con esa trama simbólica. Esto explica la importancia que tienen  los símbolos y las identidades en la construcción de la política como tal.

Entonces, la máscara es la metáfora para hablar de la tradición peronista. No es que se reivindicó al peronismo como una estrategia por debajo de la cual ocultaban sus verdaderas intenciones. O, por lo menos, no se trató solo de eso. Uno se ve interpelado por esa realidad y esa tradición peronista termina siendo la propia identidad. No todo se explica en términos estratégicos.

Reconociendo ese espacio de reivindicación y reinvención de las tradiciones, Montoneros se apropió de la tradición peronista y al mismo tiempo la reinventó: el significado que tenía el pueblo,  la propia relación con Perón, probablemente no sean los mismos para otros sectores del peronismo ni para otros sectores de la llamada “izquierda peronista”.

Tomando la figura de las máscaras, las identidades, analizo cómo se construye un peronismo que reivindica a Perón, que es impensado sin su figura, pero que también toma la tradición posterior al ’55. En contraposición al trabajo de (María) Ollier, que plantea que Montoneros –creo que ella se refiere a la “izquierda peronista”- reivindica la tradición peronista de la resistencia, no tanto la tradición del 17 de octubre. Yo eso también lo encuentro. Reconstruir el peronismo fue para ellos recuperar tanto el legado de lo que ellos llaman la década del gobierno peronista desde el 17 de octubre de 1945, propia de la mitología del peronismo clásica –el líder que se encuentra con el pueblo sin mediaciones, el pueblo feliz de la mano del líder –, como la figura del pueblo más protagonista y combativo de después del ‘55.

¿Cómo  aparece la relación de Montoneros con Perón?

La relación con Perón es tensa, no pueden pensar el peronismo sin Perón, pero heredan –a su vez– esa tradición más combativa de un pueblo sin Perón. Esto no tiene por qué ser resuelto; eso convivió, estaban los dos relatos. Las ideologías,  los símbolos y las tramas no tienen por qué ser coherentes y lineales.

¿Hay una contradicción entre el “luche y vuelve” pero mejor que no vuelva?

Está la lucha por el retorno, la reivindicación de lo que fue la década del gobierno, del vínculo, pero al mismo tiempo está la reivindicación de un pueblo que ellos dicen encarnar, que casi no necesita de un líder porque así se figura que estuvo durante muchos años, un pueblo combativo que lo que quiere es tomar el poder, para decirlo en la gramática de la época.

Pero hacen cosas que saben que los  van a terminar alejando de Perón…

Y… matar a Rucci, el pilar del pacto social, a dos días de haber ganado Perón las elecciones. Además  tenía una simbología distinta a los ajusticiamientos populares. Una provocación, una amenaza.

Tu libro discute con la idea de “desvío”, según la cual se cree que los ideales defendidos se transformaron a mediados de los años setenta con la militarización y la burocratización.

Parte del discurso de la disidencia es que se militarizaron, que se convirtieron en el “enemigo” y desvirtuaron los principios políticos originarios. Es la fundamentación de buena parte de la juventud peronista Lealtad, que se fueron en el 73, 74, diciendo que había un desvío. También en las disidencias posteriores hay algo de ello: explican que hubo un desvío de ciertos valores políticos, preservándolos de lo que pasó posteriormente. Justifican que la derrota fue porque se desviaron de esos principios iniciales. Yo discuto eso, no para negar las transformaciones, que las hubo. Pero hay que marcar que buena parte de la simbología  militar estuvo desde el principio, lo militar estaba imbricado con lo político. De hecho en los primeros documentos, ellos están pensando en un ejército popular, toman esa simbología. Las agrupaciones de superficie son parte de esa estrategia bélica. Sería demasiado lineal pensar que esto fue de un desvío posterior y que la culpa la tuvo   la imitación, esta cuestión del espejo, o de actitudes de otros, y no tratar de buscar en el propio derrotero de la organización una imbricación entre lo político y lo militar que explica en buena medida algo de lo que pasó después. Uno puede rastrear retrospectivamente que en el origen estaba esa imbricación de ambos universos de sentido y que no es que lo militar sustituyó una simbología y unas prácticas políticas desprovistas de eso. Hay una amalgama desde el inicio; luego se intensificaron los aspectos militares, pero eso no significa que se hayan pervertido los principios iniciales.

Ellos tenían el movimiento peronista montonero, que tenía una política frentista con diversas ramas (juventud, política, sindical, etc.).  Es interesante eso porque, en la última etapa,  el trabajo de lo que uno entiende en sentido más restringido por política se seguía haciendo. La propaganda política, la política frentista aparecen también. De modo que, si uno tratara de explicar que primero viene lo político, después lo militar, estaría dejando vacíos por todos lados porque en la primera parte la simbología militar estaba y, luego, la simbología política también. Nunca se abandona  la aspiración a una política de base; no es que después se transforman solo en el ejército montonero sino que también mantienen una estructura con diversos frentes.  Por ejemplo, Rodolfo Puiggrós estaba en el movimiento peronista montonero. Otro ejemplo: en el 75, ya en la clandestinidad, hacen una alianza con una fuerza local de Misiones y se presentan como el Peronismo Auténtico.

El argumento que dice que hubo un desvío tiende a reproducir la lectura militante del derrotero, que preserva los primeros  valores políticos, clausurando su crítica y explicando que después se fueron desviando. O que la culpa fue porque llegaron las FAR (que tenían un origen guevarista) a Montoneros e introdujeron el foquismo y desvirtuaron sus raíces peronistas. Ese esquema es propio de los protagonistas de la época, quienes explicaron su filiación y luego su salida de la organización (por ejemplo, Lealtad) y contribuyó al mito de la propia disidencia. Este tema lo estoy trabajando ahora. Es un mito de la propia militancia –que tiende a simplificar, al igual que en el juego político- y que varias investigaciones toman  y reproducen. En ese sentido, es un esquema problemático porque oscurece situaciones más híbridas con entramados más complejos y tensiones que creo que hubo. Eso es entendible para la dinámica  política; pero creo que una investigación desde la sociología política puede hacer un aporte desde otro lugar, con otras herramientas. Es un problema cuando se idealiza esa militancia, se ven solo los aspectos que se reivindican y no se da lugar a zonas de grises que creo que son las situaciones históricas en general.

También es interesante el recorrido que hacés de la memoria construida sobre los militantes.

Solo recorro a grandes rasgos el lugar de los militantes en la memoria social y política. Y en los trabajos sobre el tema. En un primer momento prima más la noción de víctima, sin pertenencia política, para subrayar la condición humana. En los 90,  la voz del militante vino a restituir identidad política, las adscripciones políticas,  una militancia a la cual se le había negado su carácter político en pos de castigar el horror perpetrado a la condición humana. La aparición de la voz militante se dio en paralelo a cierta condena de la conducción. El problema de estas lecturas que tienden a marcar una ruptura tan fuerte entre cúpula y militancia es que otra vez  tienden a oscurecer que las responsabilidades y las tramas, si bien fueron jerárquicas  y desiguales, fueron compartidas. Oculta el hecho que esos “perejiles”  también persistieron en la organización y adscribieron a determinados ideales. La muerte de Aramburu, por ejemplo, era coreada en las manifestaciones. Eso no significa que todos lo mataron, desde luego, pero es cierto que hay un tipo de responsabilidad por haber participado en una trama política en la cual se coreaba la muerte de una figura vista como enemiga. No se trata, hoy, de condenar sino de  comprender, de observar que había  una trama compartida de  legitimación de un asesinato político sustentado en la figura de la justicia popular. Si no, uno cae en las lecturas  simplificadoras como la que propone que Perón manipuló a los obreros. La misma estructura podría aplicarse a la organización: Montoneros manipuló a la militancia. Bueno, no. Las acciones  y las adhesiones son decisiones políticas.

 

Cuando hablás de responsabilidades pienso en la teoría de los dos demonios…

Creo que podemos hacer una lectura densa que dé lugar a la espesura de esos años.  Indagar los grises que  en ciertos estereotipos de la memoria todavía no se reconocen. Muchas veces, los análisis que muestran  estas cuestiones más antipáticas son censurados o considerados como defensores de la teoría de los dos demonios. Y eso obtura una discusión sobre la época que no necesariamente debería derivar ahí.

Analizar cómo se construyó una trama y mostrar  las tensiones no es lo mismo que decir  que Montoneros y los militares fueron lo mismo, o que no tuvieron nada que ver con las tramas sociales por detrás, ambos argumentos ligados a la teoría de los dos demonios. En fin, analizar los grises de una experiencia no significa negar los crímenes de lesa humanidad de los militares. Creo que ya circularon muchos debates sobre el período y cada vez hay más trabajos que demuestran que hay interés. Aprovechemos estas condiciones para poder dar un análisis político más complejo.

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«Trabaje lo que trabaje, siempre vuelvo al género». Entrevista con Mónica Szurmuk

Por: Andrea Zambrano y Jéssica Sessarego

Foto: María Birba

  #El silencio interrumpido

Una de las grandes tareas de la crítica literaria feminista, entre muchas otras, es poner en discusión el canon más tradicional, casi completamente masculino, y permitir que emerjan tantas autoras olvidadas o poco conocidas debido a su género. En pleno siglo XXI una querría creer que este asunto ya está resuelto, que no hay que demostrarle a nadie que efectivamente las mujeres existimos y hemos tenido/tenemos un rol en la historia de la humanidad. Pero basta echar un vistazo rápido al plan de estudios de cualquier carrera de Letras, al menos aquí en Nuestra América –pero probablemente también en muchos otros sitios– para desechar esta vana esperanza. Hay materias enteras en las que no se lee a una sola autora, y las pocas veces que se las lee suele ser en módulos o incluso materias específicas sobre mujeres, como si fuéramos siempre una historia aparte, visible solo para nosotras (y solo para algunas de nosotras), interesante únicamente como fenómeno específico: ¡pero qué curioso que las mujeres también escriban! ¡Quién lo hubiera pensado! ¿Y cuáles son sus características particulares, esas que las diferenciarían (porque hay que diferenciarlas) de la otra literatura, la que se escribe con mayúsculas, la universal?

Una puede girar los ojos con hastío frente a estos lugares comunes, aunque la mayoría de las veces, vistas por la necesidad, terminamos recurriendo a esas mismas estrategias (la creación de “módulos especiales”, como se dijo antes) ante la desesperación de no lograr romper ese canon hermético, esa fraternidad de escritores (como dijo Unamuno, no hay que olvidar que fraternidad viene de frater, ‘hermano’, y no de soror, ‘hermana’) que por cumplir con lo políticamente correcto hoy nos deja hacer lo que queramos mientras sea fuera de su tradición literaria.

Un poco para continuar ese combate infinito que abra espacios de igualdad para las mujeres es que Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez se abocaron apasionadamente a reunir los artículos que constituyen The Cambridge History of Latin American Women’s Literature, publicada este año por Cambridge University Press. Este voluminoso libro, lamentablemente, aún no está traducido. Pero, para quienes quieran empezar a saborearlo, se presentará en Argentina en el evento El Silencio Interrumpido: Escrituras de Mujeres en América Latina, organizado por la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM) y su director Gonzalo Aguilar, el Malba y NYU BA.

El encuentro dura dos días y tendrá dos sedes. El miércoles 3 de agosto, de 14 a 21hs, el Malba será el espacio para compartir lecturas y debates con reconocidas escritoras de literatura así como con críticas y críticos, entre ellxs: Cynthia Rimsky, Anna Kazumi-Stahl, Perla Suez, Nora Domínguez, Ana Peluffo, Laura Arnés, Cristina Rivera Garza, Cristian Alarcón, María Negroni, Tununa Mercado y, por supuesto, las  mismas Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez. El jueves 4, en cambio, el lugar será el edificio de la New York University en Buenos Aires y el horario de 10 a 18hs. Algunxs de lxs expositorxs de ese día serán: Voluspa Jarpa, Laura Fernández Cordero, Karina Bidaseca, Carolina Justo, Germán Garrido, Andrea Andújar, Pablo Farneda, Claudia Torre, Valeria Añón, Beatriz Colombi, Nora Strejilevich, Carolina Tamalet Iturrios y Ana Forcinito.

Para introducirnos en las ideas del libro y el evento, así como en la temática de género que dominará el próximo dossier de la revista, Transas realizó una extensa entrevista a Mónica Szurmuk, que les presentamos a continuación. Szurmuk es doctora en Literatura por la University of California, trabajó como profesora e investigadora en el Departamento de Lenguas Romances de la University of Oregon y en el Área de Historia Social y Cultural del Instituto Mora de la ciudad de México. Actualmente, vive en Argentina y se desempeña como investigadora en el Conicet, especializándose en temas como  la relación entre la literatura y la sociedad y las articulaciones entre poder, cultura letrada y modos de subalternidad y resistencia. Pensando en eso, la primera pregunta que le hicimos fue básica pero también difícil de responder en pocas palabras:

¿Podrías señalar algunos de los cruces más importantes entre literatura y estudios de género?

Mónica Szurmuk: Empiezo por hacer una historia. Más o menos en la década del ´80 se empieza a estudiar la literatura de mujeres. El primer lugar donde se empieza a hacer sistemáticamente el estudio de mujeres es en Inglaterra y hay una editorial que se llama “Virago” que empieza a publicar estudios  sobre literatura de mujeres. Lo que está claro para cualquiera que estudie literatura de mujeres es que a lo largo de toda la historia siempre hubo mujeres que escribieron, pero que son olvidadas después. O sea, esto es muy claro por ejemplo si uno revisa el corpus que hay sobre el siglo XIX argentino, es muy amplio sobre mujeres que escribieron en el siglo XIX argentino y sin embargo fueron olvidadas, y no entraron al canon. Entre los ´70 y los ´80, surge en EE. UU., en Inglaterra, y bastante pronto en América Latina, el interés por recuperar el corpus de escritoras mujeres.  Esa es la primera impronta de lo que podría llamarse democratizar el canon, incluir a las mujeres que fueron olvidadas, que fueron anuladas de la historia. Cuando a nosotras nos piden que armemos The Cambridge History of Latin American Women’s Literature –una historia de la literatura latinoamericana de mujeres–, lo primero que nos planteamos es: si a esta altura seguía teniendo validez pensar como categoría la literatura latinoamericana escrita por mujeres. Esto era muy claro en los ´80, en los ´90, pero no sé si es tan claro ahora que sea una categoría que hay que rescatar. En mi opinión, sí lo es. La experiencia de armar el libro nos dio la sensación de que hay muchas más mujeres escribiendo en todo el continente y que muchas no tienen el reconocimiento que merecen. También vimos que hay una genealogía ininterrumpida de producciones, muchas veces no pensada como literatura.  Uno de los gestos más importantes para nosotras fue empezar antes de la conquista, empezar con otras formas de representación y ver cómo la misma siempre está atada a temas de género, cómo hay resquicios de una historia de mujeres registrándose a través de diferentes modos desde el principio del momento letrado en el continente y antes. Entonces me parece importante tener en cuenta que, aunque hoy ya no están algunos de los límites que hubo en ciertos momentos (en el siglo XIX era común que las mujeres tuvieran que escribir con seudónimos, por ejemplo), sí existe una desigualdad sobre la que hay que trabajar. Y los estudios de género hacen dos cosas fundamentalmente: una es investigar los determinantes del género en la escritura, es decir, no trabajar la escritura de mujeres, sino trabajar cómo el género es central para pensar otras formas de subalternidad y cómo esas diferentes formas de subalternidad se conectan. Y por otro lado, esta tarea que sigue siendo importante, que es rescatar escritoras mujeres. Que ya se ha hecho mucho, en la Argentina hay una tradición de rescate desde el siglo XIX, pero sigue habiendo escritoras que es necesario rescatar, por ejemplo, hay una colección “Las antiguas” que se dedica a publicar a estas mujeres olvidadas.

Pensando en esta tarea de “rescate”, el trabajo de archivo realizado en el libro, ¿recorre todos los países del continente o solo algunos?

MS: Nosotros lo que quisimos hacer es recorrer todo el continente, recorrer todas las épocas, buscar todas las lenguas de las Américas. Hay artículos sobre lengua indígenas, sobre literatura escrita en inglés o francés en las Américas, también incluimos a las escritoras latinas de EE. UU. y tratamos de dar un panorama muy general, que incluya lo más posible todas las latitudes y todos los momentos. Es un libro que está organizado cronológicamente y también muy sociológicamente, tiene una impronta muy relacionada con movimientos sociales y lo que sí hicimos es “dar espacio”. No hay un capítulo sobre literatura argentina pero sí hay un capítulo sobre literatura andina, por ejemplo. Es decir, dimos un espacio particular a literaturas que suelen circular menos, y la sorpresa más grande es el caudal de escritura que hay en todo el continente. El otro elemento era no centrarnos sólo en la producción letrada sino en otros tipos de producciones: producciones orales, pictográficas, en teatro, en performances. O sea, en ampliar la idea de lo literario.

Mencionaste que en el libro incluyeron a escritoras latinas que residen en EE. UU., queríamos que nos contaras un poco la experiencia de ellas. Al ser latinas escriben desde una condición de margen produciendo para un centro. ¿Son estas concebidas como escritoras menores?

MS: Hay una producción enorme de mujeres, no solo de mujeres, pero hay una producción enorme de escritoras latinas en Estados Unidos, y me parece que una escritora fundamental es Gloria Anzaldúa. Ella no renuncia a ninguno de los dos idiomas, y hace teoría. Me parece que es una figura central que sin embargo en América Latina no es conocida porque no renuncia a ninguno de los dos idiomas. En muchos casos, escritoras que ya son segunda o tercera generación de residentes en Estados Unidos, eligen el inglés como idioma, y algunas como Sandra Cisneros, por ejemplo, llegan a América Latina traducidas al castellano. Mientras que muchas eligen el bilingüismo, eligen esta situación de estar entre países, eligen estar en el borde. Me parece que esta experiencia fronteriza es una experiencia tremendamente importante y es una experiencia, además, cada vez más generalizada. Creo que cada vez hay más casos de personas en general, y escritores en particular, que viven entre dos culturas. Y además todos los medios han hecho posible este vivir entre dos países, dos culturas, dos idiomas, entonces para Ileana [Rodríguez] y para mí era muy importante que esto se incluyera. Hay una inclusión de mujeres escritoras latinas en EE. UU. desde el siglo XIX, lo cual también es muy importante para mostrar la centralidad de la cultura latina en la historia de EE. UU., relacionada con los conflictos territoriales con México, por ejemplo.

Y reflexionando sobre esta particularidad de la literatura escrita por latinoamericanas en EE. UU., ¿en algún punto no se inserta en esa particularidad el libro que ahora presentás? En el sentido de que está escrito por mujeres latinoamericanas pero para EE. UU.

MS: Lo que a mí me pareció interesante es que en el momento en que nos pidieron este libro, Ileana [Rodríguez] y yo ya no vivíamos en EE. UU. Las dos vivimos varios años allá, pero ahora Ileana vive en Nicaragua y yo en Argentina. Me parecía un desafío insólito que nos lo pidieran a nosotras,  especialmente considerando que ninguna de las dos estábamos ya en los Estados Unidos. Hay un gesto en este encargo que es problemático, porque en realidad lo que se nos pedía era que nosotras representáramos a toda América Latina. Pensé que teníamos que aceptar porque lo podíamos hacer de otro modo. Me parece que a veces para las escritoras que están en Argentina, por ejemplo, o en Brasil o en México, es mucho más difícil que para las que están en EE. UU. o en Inglaterra, pensar todo el continente, inclusive las bibliotecas no te lo permiten. El desafío era pensarlo desde América Latina y hacer el salto. Tenemos autoras que están en EE. UU., pero tenemos también unos cuantos autores y autoras que viven en América Latina, y la mirada, el modo en que imaginamos el libro, es muy latinoamericano.

Un libro así que se mete con una problemática social que es la inclusión de la mujer, no solamente aporta a la crítica literaria, sino que además puede hacer un montón de otros aportes. ¿Creés que eso pasa con este libro?

MS: El libro ya se está usando en EE. UU. y en Inglaterra en cursos de sociología, de historia, porque efectivamente algunos de los capítulos funcionan extraordinariamente bien para pensar temas sociales.

Considerándolo en un nivel más general, ¿cuál es la relación de la crítica con las escritoras mujeres?

MS: A mí me parece que la crítica feminista ha sido muy importante en el rescate y la difusión de las escritoras, en general. No es que las escritoras necesiten esa crítica pero me parece que hay una estimación común y eso genera un espacio productivo. Les voy a contar una cosa: el libro se escribió rapidísimo y no tuvo ningún tipo de financiamiento porque nosotras no lo pedimos. Podríamos haberlo pedido, pero si lo hacíamos la publicación podía demorarse o incluso cancelarse. Hoy hay mucho menos financiamiento que en otros momentos. Todos los que escribieron se entusiasmaron, lo hicieron con compromiso, así que nosotras no escapamos del lugar común de decir que fue un trabajo de amor. Me parece que ahí hay una cosa muy compleja de los estudios de género porque la mayoría de la gente que escribió en el libro, yo creo que todos, tienen un compromiso emocional con los temas que trabajan y con los autores y autoras que trabajan, por lo cual todo el mundo trabajó rapidísimo, y trabajó bien. Me da la sensación de que hay un compromiso emocional, en general, de la crítica feminista con las escritoras, que supondría yo que es diferente a otro tipo de compromiso. Pero el riesgo que presenta eso es que de alguna manera puede subalternizar el trabajo de la crítica feminista, como el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres que siempre es menospreciado. No sé, me parecía que había algo del entusiasmo de la gente por el corpus y no sólo de mujeres, sino también de los autores que tienen un compromiso con estos temas, hay un entusiasmo muy fuerte por el corpus y una fascinación con ciertas escritoras. Eso es lo que notamos, y es algo que hay que seguir pensando.

Siguiendo un poco con esta relación “de amor” con la escritura de mujeres, ya que tenés investigaciones previas sobre esto, ¿cómo surge tu interés por la escritura de mujeres en el continente?

MS: Yo me fui a hacer el doctorado en EE. UU. a los 24 años, pero antes, con un grupo de amigas empezamos a pasarnos libros, en realidad, porque nos interesaba. O sea, la lectura era un poco afuera de la academia, no sé si es muy justo decir esto, pero sí, no era que no se leían mujeres en la Universidad pero empezó como un grupo de interés fuera de ella, en el que empezamos a leer mujeres, un área muy particular tenía que ver con mujeres, memoria y exilio, y con escritoras de los ´80 como Reina Roffé, como Cristina Peri Rossi, que trabajaban mucho esa área del exilio y la literatura.  Y cuando yo llegué a EE. UU. a empezar el doctorado, tomé un montón de clases de literatura de mujeres. Yo estaba en un departamento de literatura comparada, por lo cual tomé clases de literaturas de mujeres francófonas, de literatura victoriana, de literatura mexicana, por ejemplo tomé un seminario específicamente sobre Rosario Castellanos, y estaba en un departamento donde había una serie de gente que trabajaba muy seriamente la literatura de mujeres, como Susan Kirkpatrick, entre muchas otras, como Mary Louise Pratt, que estaba trabajando sobre mujeres viajeras. Entonces en el momento de elegir el tema de la tesis de doctorado yo tenía dos áreas que me interesaban, una era el área del exilio de los ’80, y el otro era “las viajeras”, y muy ambiciosamente pensé que iba a hacer todo, que iba a empezar en 1850 e iba a terminar en el 90 y pico. Después me di cuenta de que lo tenía que cortar y que el otro tema, el tema de memoria, era mucho más complicado emocionalmente que este que me llevaba al siglo XIX y con el que había más distancia. Finalmente fui a trabajar con Mary Pratt en la biblioteca de Stanford. Uno de los expresidentes de Stanford había coleccionado literatura de viajes, entonces había una biblioteca con una colección enorme de literatura de viajes sobre Sudamérica, muchos textos que nadie había trabajado. Ahí fue cuando me di cuenta de que había un área para trabajar. Y había también otras áreas. Por ejemplo tomé un seminario con Masao Miyoshi sobre poscolonialismo y allí trabajé a Hudson, hay todo un área ahí para pensar esta idea del adentro y el afuera.

En algún punto, fue desde fuera de Latinoamérica que pudiste abordar académicamente a las escritoras de aquí… ¿cómo te parece que son leídas las escritoras latinoamericanas adentro y afuera de Latinoamérica? ¿Se leen menos o más afuera que acá?

MS: Mirá, yo creo que las escritoras se leen nacionalmente. Hay pocas escritoras latinoamericanas que circulan fuera de sus países. Hay casos, por ejemplo, para pensar en el siglo XIX o en el temprano XX, hay ciertas escritoras que viajan como Teresa de la Parra, que viajan en el sentido de que son leídas fuera de sus propios países, o Gómez de Avellaneda. Hay una serie de escritoras que sí logran tener ese tipo de reconocimiento internacional. Pero muchas de las escritoras siguen siendo leídas solo dentro de sus países, o dentro de una región. Y en EE. UU. hay algunas escritoras, especialmente las que llegan a ser traducidas, que se transforman en las “representantes de la literatura latinoamericana” en EE. UU. Yo di clases, por ejemplo, en un programa de Literatura del Tercer Mundo, entonces enseñaba Peri Rossi porque era la que estaba traducida, La nave de los locos se podía leer en inglés. Es decir que en la selección de textos dependía de las traducciones ya hechas de determinados libros. Igual creo que hay un mito que es que mucha gente piensa que se leen muchas más mujeres de las que se leen. Si ustedes preguntan a licenciados en Letras “¿cuántas mujeres leyeron durante la carrera?”, te responden que leyeron muy poquitas… Y esa es una pregunta que yo he hecho en muchos países y se repite en todos lados, de hecho, la experiencia en gente que está en Comités Directivos de las carreras de Letras, es que todo el mundo piensa que esto ya no es un problema, que se leen, que hay representación de mujeres, y llegado el momento los estudiantes finalmente leen pocas mujeres en general.

Además, parecería que no se lee desde una perspectiva de género, para nada, tampoco a los autores varones. Y muchas veces las autoras que se estudian quedan encerradas en el módulo de mujeres escritoras, en vez de admitir que en cualquier área que estudies vas a encontrar una mujer escritora…

MS: Claro, claro… pienso en un seminario que dicté el año pasado en el cual leímos varias autoras mujeres, sin embargo yo no lo pensé como un tema de cupo si no que eran textos que valía la pena leer, que eran pertinentes para el tema del seminario. Pero creo que hoy se siguen leyendo menos y que se siguen incluyendo menos en la curricula en general.

Volviendo al libro, ¿cómo hicieron Ileana y vos para convocar y seleccionar a las personas que iban a participar en el mismo?

MS: Primero, hay una serie de autoras que son las autoras básicas del campo, ¿no? Que son Jean Franco, Mary Pratt, Francine Masiello, Gwen Kirkpatrick, Catherine Davies, Beatriz González-Stephan… Pero nosotras queríamos que se abriera el proyecto a gente muy joven también, entonces hay gente que recién está empezando, queríamos tener cobertura internacional. Cuando con Robert Irwin hicimos el Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos, tuvimos más suerte porque lo escribimos y la primera edición salió en castellano por Siglo XXI, entonces había autores y autoras de todos los países de América Latina. Acá, el inglés es una traba, porque la gente tenía que: o poder escribirlo en inglés o tener financiamiento para cubrir la traducción, por lo cual se nos limitó mucho en ese sentido. Y después otro criterio que consideramos es que para nosotras había ciertos temas que eran muy importantes. Por ejemplo, uno de estos temas era lograr  empezar antes de la conquista, que la conquista no fuera el inicio de nuestra literatura, y por eso encontramos a Santa Arias, que viene trabajando todos estos temas. Y después queríamos trabajar literaturas en lenguas indígenas, y Arturo Arias está trabajando eso. Sin embargo, hay casos de temas que no logramos que hubiera alguien que pudiera escribir sobre eso en inglés. Por ejemplo, esta producción, que ya es bastante importante, en mapudungun, sobre todo en la Patagonia, eso no logramos incluirlo en el libro. Pero quisimos que fuera lo más abierto posible, porque la propuesta de Cambridge en esta colección es que se describa y se mapee todo un campo. Claro, es una propuesta difícil, pero nosotras considerábamos que no lo tenía que hacer la gente que dominaba el campo, pero que esa gente tenía que estar presente y además nos pasó algo muy lindo que es que la gente como Jean, como Francine, escribió algo completamente nuevo, en algunos casos inclusive contradictorio con cosas que ya habían escrito, o sea, que el gesto de aprender, fue un gesto colectivo, fue un gesto muy amplio. Ese fue el objetivo. Quedaron cosas que quizá en una nuevo edición se podrían agregar, pero me parece que se logró hacer algo que realmente abre el campo. Y que no se restringe a ciertas literaturas que son las dominantes, como la mexicana, la brasilera y la argentina.

Ya que quedaron temas afuera, si te ofrecieran escribir un segundo tomo del libro, ¿lo harías?

MS: Yo creo que no. Creo que habría dos o tres cositas que me gustaría revisitar en cinco años, porque son áreas que se están trabajando ahora. Una es nuevas producciones en lenguas indígenas, otra es literaturas afrocaribeñas, que está cubierta pero menos. Y supongo que va a haber muchas más. Pero sí logramos tener cosas sobre performance, logramos tener un capítulo sobre feminicidios, logramos abrir lo suficiente para dar cuenta de lo que hay hasta ahora. Pero bueno, ya está claro que hay cosas nuevas que están saliendo, que de aquí a cinco años va a haber muchas cosas nuevas.

¿Cómo surgió la idea de acompañar la presentación del libro con el evento El Silencio Interrumpido: Escrituras de Mujeres en Latinoamérica?

MS: En realidad la idea surgió de Gonzalo [Aguilar], la idea es que como este trabajo, como ustedes dijeron, es raro, porque es un trabajo sobre Latinoamérica escrito en inglés pero desde Latinoamérica, cómo darle un lugar en la Argentina, cómo atraerlo de vuelta, cómo compartirlo, por eso surgió la idea de hacerlo de este modo.

Ahora que The Cambridge History of Latin American Women’s Literature  está terminado y publicado, ¿te encontrás trabajando en alguna investigación o proyecto nuevo que también se relacione con los estudios de género?

MS: Yo, en realidad, trabaje lo que trabaje, siempre me entra el género, siempre vuelvo al género. Me parece que el género también es una manera de mirar, no hay que trabajar escritoras mujeres para eso. Por ejemplo acabo de escribir una biografía de Alberto Gerchunoff y sin embargo me parece que el género se cuela en un montón de miradas, a pesar de que es una biografía de un escritor hombre.  Y me parece que además el género y la mirada de género abren nuevos modos de mirar un corpus.

Y un poco vinculado con esto, con que el género amplía la mirada, queríamos preguntarte qué consejos les darías a lxs nuevxs investigadoras o investigadores que estén abordando estos temas, qué áreas te parece importante explorar porque todavía no hay mucho hecho al respecto, o qué te parece más valioso, para Latinoamérica o para Argentina, etc…

MS: Mirá, primero, una formación en teoría feminista es fundamental, para mirar todo el contexto. Y después me parece que está lleno de áreas que no han sido exploradas. O sea, hay muchas escritoras que no han sido estudiadas, hay muchas experiencias… Me parece que la mirada de género lo que hace es que una vuelve a un texto y lo ve como nunca antes lo había visto, entonces me parece que ese es el consejo. Y que no necesariamente sea trabajar mujeres, sino que sea incluir esa mirada para iluminar los diferentes corpus.

Despojos de lo humano: el fin de la ciudad y sus abismos. Reseña de “La máquina natural”

 Por: Javier Madotta

Foto: Richard Droker

 

El escritor marplatense Ignacio Fernández publicó en 2015 su novela prima, titulada La máquina natural. Luego de un aparente “apocalipsis” moderno, una oscura fuerza militar está reorganizando a la humanidad. La virginal cabaña en la cordillera de los Andes que habita Francisco, el protagonista, es penetrada por tres sobrevivientes de la civilización y fugitivos del nuevo orden. Ejecutada con pulso firme y versatilidad, la trama se desplaza entre recuerdos e inminencias, humor y nihilismo. El texto cuestiona el lugar del hombre en la naturaleza con eficacia, sin distracciones científicas ni pretensiones dogmáticas: cruda ficción.

 


 

La máquina natural (Ignacio Fernández)

Ediciones de Baile del Sol, 2015

173 páginas

 

La máquina natural inaugura la obra del escritor argentino Ignacio Fernández.  El título refiere al poder de la naturaleza, a sus mecanismos inapelables y al lugar mínimo del hombre en sus designios. Pienso en mecanismo porque será interrogado el corazón de un sistema: nuestra vida cotidiana, sus gestos, nuestros falsos dioses; y anoto lugar porque el espacio es central en esta cosmovisión en la que la humanidad es un grano de sal en el universo. Vía metafórica o literal, ambos caminos son válidos para recorrer la novela.

Luego de una catástrofe eléctrica, tres fugitivos de un reclutamiento mundial (el Hereje, Fernández y Ángeles) llegan a pedir ayuda a la cabaña de Francisco, un ermitaño que vive en la ladera argentina de la cordillera de los Andes. Este hombre, solitario y en simbiosis con la nieve y la montaña, aislado del mundo urbano, redacta noticias inventadas en un diario llamado El Apocalipsis, que es distribuido en un pueblito cercano. Los extraños en fuga, invirtiendo la figura evangélica, irrumpen con la mala nueva: una organización supranacional de ejércitos está al mando del mundo y regirá ley marcial para los rebeldes. Vagas reminiscencias de ghettos y períodos infames de reorganización aparecen como fogonazos en la oscuridad de un laberinto a través de estas páginas.

A pesar de que el género post apocalíptico está trabajado hasta la saturación, tanto en la literatura como en el cine, creo que allí nace el acierto sorpresivo de este proyecto: en su riesgo, su tránsito por el borde. Juega al límite, muy cerca de la repetición, de la obviedad, y sin embargo, es posible emerger fresco de la novela, con el despertar intenso de los sentidos, como en un chapuzón helado mar adentro. La construcción de dos destinos opuestos agregan la cuota necesaria de tensión: el progreso hacia la muerte de Francisco se articula con la lucha por la vida de Ángeles embarazada.

La prosa de Ignacio Fernández es clara, detallista, reflexiva. Se esmera en otorgar veracidad a cada afirmación. Es un texto que goza ser escrito. Esto es claro en frases en apariencia intrascendentes, como por ejemplo: “El Hereje está rebañando con un pedazo de pan la olla del guiso pernoctado”. Así, el narrador no escapa al momento poético, aunque evita el drama. Ante lo trágico de un asesinato, elige describir la parábola de las esquirlas del rostro baleado o  el ojo suelto que rueda por el piso, antes que indagar en las emociones posibles en esa escena. De alguna manera, este procedimiento narrativo opera sobre la idea de que la naturaleza ha sido liberada en su interior y deja al hombre en un sitio de subordinación, en el que su animalidad prevalece.

La temática del apocalipsis es retomada con ironía. No es el fin de los tiempos, pero será el fin de la etapa tecnológica basada en las conexiones eléctricas. Sin embargo, todo lo que conocerá el lector es la falta de electricidad y cómo esa carencia pone de cabeza a todo el sistema de organización humana vigente. Las reflexiones sobre la humanidad en tal situación de crisis se unen a una escritura precisa y punzante, tan ácida como humorística, que bucea en el lirismo pero también en lo crudo de lo carnal.

La violencia, que se jerarquiza como el impulso más natural del hombre, está representada en el personaje del Hereje. El narrador cuenta, con cierto darwinismo,  que ante la incertidumbre reinante es la fuerza la que manda. Afirma, por ejemplo, que “La perfección es destrucción”. O también: “Porque la violencia es leal”. Jaurías salvajes y ancianos errantes son dos de los colectivos que quedan a la deriva en esta nueva realidad. Además, otra comunidad que se observa vagar sin rumbo, es la de los niños, luego reclutados con ferocidad. Una escena al final muestra la ejecución de un joven militar, pueril y asustado, y es el Hereje su verdugo: hay una nueva ley vigente, y la impiedad se instala como la pasión humana dominante.

Es posible proyectar a los personajes como símbolos. Francisco se irá transformando en la figura de un sabio, a la vez que se disuelve su voz en la del narrador. El Hereje, la naturaleza desatada como fuerza violenta, antagoniza con Fernández, que es el hombre de razón y ciencia, compasivo, sensible. Ángeles, la chica embarazada a punto de parir, se instala como la posibilidad de la vida, incluso en las circunstancias adversas que se narran. Aparecerá un personaje menor, el cura, que es utilizado para focalizar y materializar la crítica a las instituciones, en especial y como es evidente, a la religión (católica). Otros dos personajes secundarios serán Anselmo, el “jinete del Apocalipsis”, que se encarga de llevar en burro el diario al pueblo, y Paulina, la partera, borracha desde que murió su hijo en un accidente absurdo.

Según hemos escrito arriba, el escritor explora las dimensiones, las distancias, el mapa de nuestros recorridos. Nos lleva desde la costa Atlántica hasta el Océano Pacífico. Subyace una pulsión por retroceder el tiempo, de desandar destinos. Esta voluntad o negación está expresada literalmente, de modo poético, por Ángeles, cuyo deseo es “ver, montados a lo largo de las crestas de las olas, los destellos del sol que se hunde y creer realmente que no es un ocaso sino un amanecer que retrocede”, y construye a partir de esa frase una circularidad en la historia, que aparece en el principio y en el final, donde la inmersión del astro en el océano Pacífico será un verdadero ocaso. Por otro lado, esa sabiduría inesperada en Francisco piensa: “El camino nos nutre a todos”. La sentencia, ante el retroceso vertiginoso en el tiempo por la falta de combustible, hace a las distancias inmensurables. Dirá: “mira a sus pies y no ve nada en concreto, pero ahí se acaba el mundo ¿Qué hay más allá? ¿Cómo se cruza esa distancia?”. Y más adelante, la respuesta: “más allá estaba el silencio verdadero del mundo: se podía percibir el apacible vértigo de cómo sería el mundo sin humanos”. La tierra arrasada, regresando a su punto nodal, transforma drásticamente la noción de espacio, reduciéndola a la vanidad de mera abstracción, de una simple categoría.

En cuanto al enclave del relato en la temporalidad histórica, los autos que utilizan los fugitivos nos dan un atisbo de pista, pues son siempre modelos viejos (por ejemplo el Renault 12 que usan para el escape). He referido ya que se edifica memoria en la bruma de episodios traumáticos como los campos de concentración y las dictaduras. Y si bien el territorio de soporte es Argentina, de costa a cordillera, ¿se ocupa el texto de construir una mirada local sobre esta crisis mundial? En absoluto. Se intenta una definición rápida de cierto modo de argentinidad en una frase: “El mundo estaba en todas partes y en ninguna pero ellos estaban en el centro: qué desesperación más argentina”. ¿O acaso situar la novela en este país es un modo de hablar sobre esa centralidad desesperada? ¿O será que el tiempo histórico no se difiere, y el atraso que se vislumbra es el del país de mar plateado?

Explorando el despojo del ser de sus pasiones, afirma el narrador que “Todavía conservaban vicios residuales de la civilización como la vergüenza y la esperanza”. En ese aspecto, La Máquina natural resulta un cuestionamiento a las ficciones humanas contemporáneas. Y en particular, a la religión y el periodismo. Dice el narrador: “Sus noticias, las religiones, los nombres, la nieve: todas esas ficciones que se agotan por su propia naturaleza y que necesitan ser alimentadas una y otra vez”. En cuanto a la parodia del periodismo, allí es donde observo su mejor imaginación y destreza: se insertan en la novela cinco fragmentos de noticias del diario Apocalipsis, a medida de lo que la gente quiere leer, porque en definitiva, todo es una cuestión de entretenimiento. Vale la pena resumirlos: cuatro presidiarios se fugan y, al ser detenidos, tres de ellos explotan en forma de murciélagos y uno en pajaritos blancos; un perro maltratado por sus dueños les salva a su bebé, lo que genera una discusión científica sobre la piedad canina; se descubre la inexistencia de un país diminuto denominado “Bután”; los gobiernos del mundo prohíben la muerte por un día; por último, el creciente aumento de correspondencia dirigida simplemente a Dios trae algunos problemas logísticos y la perplejidad de un ciudadano al que se le devuelve la misiva al no poder localizar al destinatario.

            Para terminar esta pátina desprolija, acaso más gravosa que la padecida por el Ecce Homo de García Martínez (ver http://www.lanacion.com.ar/1501502-una-anciana-arruino-una-obra-de-arte-del-siglo-xix), quisiera dejar una cita más, que refleja el pesimismo radical de este texto en su mirada sobre la modernidad: “Ahora mismo somos el último eslabón de la cadena evolutiva humana, pero este eslabón ya no tiene contacto con el primero. Perdimos la curiosidad del conocimiento más elemental porque el mundo ya estaba ahí cuando nosotros llegamos”. Se ridiculiza la impotencia del hombre ante la catástrofe: “Pero no parecía tratarse de un retorno al estado de naturaleza […] Era incivilizado matar para comer. El frío y la oscuridad se combaten girando perillas, pulsando botones ¿Qué es todo esto?” La pregunta es retórica: el hombre es un diente de león en Sudestada. El conocimiento actual es inútil, en el sentido amplio. Dígase sin titubeos: en La máquina natural, al narrador “nada de lo humano le es ajeno”, ni indistinto, ni se salva de su pensamiento corrosivo. O más bien, casi nada: sobrevive la literatura.

Ecce Hommo

 

 

 

El juego y el hecho vivo. Entrevista con Gustavo Tarrío

Por: Juan Pablo Castro
Foto: Laura Ortego

El año pasado vi por primera vez “Todo piola”, la obra que Gustavo Tarrío escribió -en colaboración con Eddy García y Mariano Blatt-, que dirigió y sigue en cartelera en el Teatro del Abasto. Cuando llegué a mi casa después de la función escribí en un cuaderno: “el que quiera recuperar la fe en la humanidad que vaya a ver ‘Todo piola’”.

La obra presenta el encuentro amoroso entre un chico y una chica ¿…o son un chico y un chico? No importa, porque como dice Tarrío “hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros”. La relación de esos dos cuerpos es eufórica y fugaz, pero perdura tras ella la calidez del enamoramiento. Y de las obras piola. Piola completa.

Gustavo Tarrío es egresado del CERC (actual ENERC) y del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). Ha trabajado como camarógrafo, realizador y guionista de televisión desde 1991 hasta la actualidad. Ha escrito y dirigido una veintena de obras, además de series de televisión y películas. En abril de 2014 participó con “Una canción coreana” de la Competencia Argentina en BAFICI 16. Trabajó como guionista en “Los siete locos” y “Los lanzallamas” para la Televisión Pública.

Hay una idea que circula actualmente de que las grandes innovaciones estéticas que se producen en la cultura porteña pasan más por el teatro que por la literatura. Creo que tus obras forman parte de esas producciones. ¿Me gustaría saber si te sientes parte de un grupo que de algún modo tenga un horizonte de búsquedas comunes (la experimentación, el género, los cruces)?

GT: La verdad es que sí me siento parte de un colectivo enorme de producción independiente, y más ahora que en otros momentos, quizá porque empiezan tiempos más difíciles en los que el eje del trabajo se define de modo más claro y hay una necesidad más evidente. Lo que apuntás sobre el género, la experimentación o los cruces creo que estuvieron siempre en mi interés. Un poco porque siempre fui un poco bicho raro en los espacios en que me muevo (el cine, el teatro, la tele). El teatro, sin embargo, de a poco, se convirtió en la aventura más vital.

El circuito del teatro independiente suele cerrarse mucho a un mismo público. ¿Qué estrategias se pueden poner en práctica para tratar de llegar a más gente?

GT: Bueno, tratar de salir. El Instituto Nacional del Teatro hace una convocatoria abierta para la Fiesta Nacional del Teatro, por ejemplo. Este año fue en Tucumán. Es algo que tiene mucha difusión, porque ellos tienen muchas delegaciones en todas las provincias. Y se hace esta Fiesta Nacional para la cual cada provincia presenta una cantidad de proyectos. De Buenos Aires fuimos “La Pilarcita”, de María Marull, que está en el Camarín de las musas y “Constanza muere” de Ariel Farace, que está en El portón de Sánchez. Nosotros fuimos con “Todo piola”. Y fue muy interesante porque en Tucumán hay mucha movida. Muchos teatros y muchas iglesias (risas)… Son teatros grandes, más de tipo concierto, más tradicionales, aunque teatro independiente también hay. Y está buenísimo: se ven obras de todas las provincias. Nosotros vimos una de Salta, de teatro comunitario, que la verdad estuvo muy buena. Estuvimos poco tiempo porque los chicos tenían que volver a trabajar. Pero la próxima vamos a ir a Rafaela y allá seguro nos vamos a quedar más tiempo.

En varios de tus proyectos hay una apuesta por poner en diálogo el cine y el cuerpo presente. En “Una canción coreana”, por ejemplo, se pasaba un documental tuyo sobre una cantante coreana del Bajo Flores, Ana Chung, que sobre el final de la función se presentaba sorpresivamente en el escenario y cantaba la canción que le habíamos visto ensayar en el film. En “Super” un grupo de actores doblaban en vivo una película proyectada. ¿Qué efecto genera ese cruce? ¿Es algo que te interese trabajar conscientemente?

GT: Bueno, me interesa mucho lo híbrido. Un poco escarbar en la posología de los géneros. Debo haber empezado jugando un poco a eso. Pero ahora ya es parte de la mecánica de producir una obra. Responde también a eso, a la experiencia y al juego. En algún momento empecé a hacer algo más consciente, más tipo proyecto personal, casi como si fuese un juego de guionista hollywoodense que investiga mezclar dos géneros para tratar de conquistar algo más de público. Esto en algo que ve muy poca gente como es el teatro que hacemos (risas). Por ese tiempo había leído un libro de guion en inglés que hablaba del high concept (algo así como la cima del concepto). Y era un libro que hinchaba mucho las bolas con los géneros y la mezcla y cómo se administraban uno y el otro. Y eso me quedó en algún lugar. Creo que lo desarrollé más como un juego que como algo consciente, pero evidentemente me quedó en algún lugar.

En relación con el cine y el teatro, bueno, no me interesan mucho los géneros puros. Ni los cinematográficos ni los teatrales. Pero con los cinematográficos es con los que me siento más emparentado. No sé si esto lo sabés, pero el cine argentino hace un par de años tenía una demanda muy grande por hacer películas de género. A mí me molestaba un poco esa demanda, aunque los resultados que produjo a veces fueron muy buenos. En parte porque los géneros te organizan muy claramente las reglas del juego y en ese sentido facilitan las cosas hacia los dos bandos, al espectador y al realizador. Pero a mí en ese punto siempre me interesa más como contradecir o bombardear los géneros. Me parece que me sale, no es algo que piense. Yo doy clases de dirección y a veces hablamos de las correspondencias entre un plano y el otro. A diferencia de lo que parece cuando se ve una obra mía, que por ahí parece que estoy incorporando el cine a un contexto teatral, bueno, a mí me parece que todo es teatro en realidad, hasta el cine también. Lo propio del teatro es lo del ritual, lo de poder cambiar, lo de poder operar sobre lo que se ha hecho. Operar más desde adentro de la materia…

El acontecimiento…

GT: Claro y a mí en realidad el cine ha dejado de ser un acontecimiento que me interese. Ir a una sala y verlo con más gente, a eso me refiero. Me parece que al mejorar las condiciones de ver una película en tu casa, perdió mucho el cine como arte comunitario, compartido. En cambio creo que se puede ir a ver una obra mala y eso siempre tiene sentido. Porque siempre estás viendo un grupo de gente que está tratando de hacer algo, y hay algo ahí, en el hecho vivo, que me atrae mucho más. Independientemente de la calidad, aunque también me gustan mucho, por otro lado, las películas malas.

¿Te interesa la literatura argentina como tradición para trabajar?

GT: No tengo ninguna relación. Sí como lector, pero no… Por ahí porque en principio no es mundo que particularmente me fascine. Me asumo bastante menos como lector que como cinéfilo. Tampoco me interesa mucho el teatro como literatura. “Esplendor” es la primera obra escrita por otra persona que hago. Y también es una obra en la que yo hablé mucho con Santiago Loza, mientras él iba escribiendo. Tal vez le tengo un excesivo respeto, pero por la razón que sea no me siento para nada parte del mundo literario. Yo escribo más como guionista. Siento que el texto es un guion. Me interesa la belleza de lo que se dice, pero también lo transitorio. Entonces todo lo que tiene que ver con el templo de la literatura me parece que es un mundo donde yo no tengo muchas herramientas.

¿Y en el caso de Blatt, con la poesía?

GT: A la poesía siento que le puedo faltar más al respeto o que la puedo mezclar más. Yo siento que puedo mezclar bien las cosas. Puedo editar bien. Más que escribir o dirigir bien. Me siento un buen editor del teatro. Por un lado porque edito mis películas, tengo un entrenamiento con eso. Y editaba cosas mucho antes de que existiera el final cut. Es un entrenamiento que también pasa por haber visto mucho cine. Y mucha televisión. El zapping es una forma de edición. Algo parecido pasa con la red, cuando vinculás un artículo con un video de YouTube, o lo que sea. Hoy en día creo que todos somos un poco editores, de noticias y de ficciones. Viste que en la sinopsis de “Todo piola” se habla algo de la fan-fiction

Con internet también hiciste algunos cruces.

GT: Sí, en un momento hice un espectáculo que se llamaba “Decidí canción”, que era sobre la pérdida del aura de la música al remplazarse el soporte CD. Tenía un formato documental y lo que trataba era de indagar en la relación de cuatro actores con las canciones más importantes de sus vidas. Esto era, canciones en soporte CD. Y después sí, hice “Doris Day”, un proyecto de graduación en el ex IUNA, que fue el primero que hice con ellos. Era un espectáculo que jugaba con la idea del amor en internet. El amor completamente desparramado, sin ninguna posibilidad de soporte en una persona. “Doris Day” era una comparación entre la pareja y la red, y postulaba la incompatibilidad entre esos dos entes. Esto a partir de una figura fantástica como la de Doris Day, que es algo así como el mito de la pareja típica americana.

Ya centrándonos en “Todo piola”, está muy presente en la obra el imaginario del conurbano. Si bien esto viene por el lado de Blatt, me parece que parte de la innovación del espectáculo pasa por el modo en que se trabaja ese imaginario. En la obra el barrio se trabaja desde la fantasía, el glamour, el brillo… ¿Por qué no desde la cumbia, digamos?

GT: No me interesaba hacer algo representativo. Aunque tampoco veo mucho la cumbia en la poesía de Blatt. Veo más las canciones de cancha y esas cosas. También en ese sentido está la inversión del género, ¿no? Me parece que lo esperable era eso, la cumbia o que apareciera otro pibe al principio. Y después medio por sugerencia de Virginia Leanza, que es la coreógrafa, y también por la aparición de Carla Di Grazia, me pareció que contradecir esas expectativas les venía bien a todos. Aunque la relación que se construya, la historia de amor, dure poco en “Todo piola”: básicamente es eso, un ratito de amor entre ellos dos. Pero sí, sobre todo porque no me interesaba hacer algo representativo. Y después lo del conurbano bueno, yo soy de Castelar, Eddy es de Lomas, Carla es de Caseros. Ahí hubo un diálogo también. Hubo un ensayo en que nos dedicamos a hablar de nuestros barrios.

Está la hipótesis de Brecht en la que los cortes generan una distancia a favor de la reflexión, “el distanciamiento”. En “Todo piola” hay muchos cortes, muchas interrupciones del “pathos”, pero no da la impresión de que esto se haga en virtud de producir una distancia crítica (o algo por el estilo), sino de que los cortes complementan la emocionalidad. ¿Hay alguna reflexión que te interese inducir en el espectador?

No sé si espero algo de eso. Yo creo que es algo más simple. La obra está pensada en términos de cuadros. Y si bien estos cuadros están aislados, hay una progresión y una relación entre ellos. Tal vez pase también por algo abstracto. Claro que, Guadalupe Otheguy, la cantante, también cumple una función, uniendo, a veces relajando las escenas. Es un poco como aparecen las canciones en las películas de los hermanos Marx. Viste que ponían a Harpo a tocar el arpa, o al chico a tocar el piano para parar un poco la potencia cómica que, por otro lado, también era muy violenta. Por otro lado, esto de los cuadros también pasa por algo un poco de modè que a mí me interesa mucho, que es el teatro de variedades. Acá en Argentina hay una fuerte tradición con eso. A mí me llega de mis abuelos, que trabajaban ahí. Es una tradición popular que me interesa mucho. Y pensar en cuadros también hace pensar en la sorpresa.

¿En ese rescate de tradiciones populares incluirías a tu obra “Talía”?  

Sí, “Talía” jugaba muy conscientemente con eso. Fue una obra basada en una revista de crítica que existió acá por muchos años. El formato de la obra estaba pensado como revista. Había vedettes, había monólogos, había lo que sería el equivalente a una crítica política.

¿Cómo pensar, en “Todo piola”, el cuerpo en su dimensión más pulsional en cruce con la ensoñación, ese romance idílico en clave idealista?

GT: Me arriesgo, aunque no lo tengo pensado. Hay en la obra una mirada sobre el amor como una fantasía y como una fantasía que puede existir independientemente de la genitalidad y los géneros. Si bien está claro que él es un chico que quiere estar con otro chico desde el comienzo, hay algo que la fantasía desborda y hace posible. La fantasía de ser un bonobo, la fantasía de la pareja de “La laguna azul”, que es como un Adán y Eva ochentoso… Entonces sí, lo que para mí en Blatt es solcito, porro y vereda en el teatro es medio fantasmagoría y oscuridad. También por la materialidad, ¿no? Cuando teníamos que lograr el efecto de la luz a través del follaje de los árboles nos daba a película de terror, ¿entendés? Entonces, bueno, la transposición ya da otra cosa. Yo no iba a hacer ningún esfuerzo por lograr un sol amarillo. Sí que la luz blanca pegara sobre esos cuerpos y que esos cuerpos fueran deseables. Buscaba conseguir que el espectador también los desee. Una mirada que desee y que los ponga también en entredicho a los espectadores con su propia orientación sexual. Es esta idea de la orientación sexual que para mí es tan jodida en la heterosexualidad y en la homosexualidad también. Entonces poner en cuestión eso desde la obra. Conseguir que se pueda desear a los dos. Y que se pueda desear el amor entre ellos dos también.

¿Por qué Blatt?

GT: Habíamos trabajado como un año con Eddy y otro grupo con otros poemas de Blatt. Con Eddy particularmente en ese taller no hicimos nada de Blatt. Sí trabajamos algo que después quedó en la obra, que es la cuestión más política. Esa mezcla entre política y fantasmagoría que ahora tiene un momento más desarrollado en la obra. Queríamos ver si se acercaban esos dos mundos. Por un lado, esa zona en que él empieza a hablar de las amazonas lesbianas, de quemar las iglesias, esa parte anti-patriarcal que está cada vez más crecida en la obra; y por otro lado, el universo del poema. Y en realidad cuando yo le propuse hacer un espectáculo a Eddy le dije “agarremos esto y después vemos en qué momento se cruza con Blatt”. Para mí “Todo piola” era el poema más famoso de él. Y en vez de esquivarlo y hacer otra cosa dijimos “bueno, es famoso pero para nosotros”. Así que empezamos por ahí. Decidimos hacer todo el poema y que Eddy lo hiciera solo. Después la convocamos a Guadalupe, la convocamos a Carla y empezamos a trabajar con ideas de escenas. Por eso tal vez quedó esto que vos señalás sobre los cuadros y los cortes. Porque se trabajó un poco así también. Tomemos esto y esto y ahí empezamos a unir. Blatt la vio varias veces y le encantó. Después no quisimos seguir acosándolo.

¿Cómo pensás su poesía, como cultura popular o como “alta cultura”?

No, me parece que el público de Blatt somos nosotros, pero también es un público de internet. Nosotros a Blatt antes que leerlo, lo vimos, en YouTube, en distintos canales visuales. Blatt empezó a escribir en fotologs. Parece que los fotologs fueran de hace siglos, pero bueno, no (risas)…

Hay algo muy fuerte en el deseo entre los dos personajes de la obra, y también hay algo muy fuerte en el deseo que tienen de convertirse en el otro.

GT: Sí, bueno, ellos dos se parecen mucho. Y hay ahí también como un juego de espejos. Es interesante que la veas con la otra actriz, Quillem Mut Cantero, el reemplazo de Carla; de hecho el viernes que viene lo va a hacer ella. Y está buenísimo porque suceden otras cosas. Hay adaptaciones, hay pequeños cambios, lo que resulta interesante, porque en un momento decíamos “si no se parecen, no se va a contar”. Pero pasan otras cosas. Y sucede igual. Yo tenía ganas de hacer una obra donde lo físico esté muy presente. Las palabras, bueno, también. Las palabras siempre abrochan mucho sentido.

¿Te gustaría comentar algo sobre “Esplendor”, la otra obra que tienen en cartel?

GT: En “Esplendor” hay dos espectáculos mezclados. Me parece que ahí se sintetiza bastante algo que yo trabajo bastante, que tiene que ver con la apropiación. Usurpar un mito que no nos corresponde, que no estamos autorizados a habitar y es como meterse en ese templo. En este caso ese templo es Hollywood. Es como los vagabundos de las películas de Buñuel, que entran a una mansión y se comen todo… En “Esplendor” hay un juego con eso. Y por otro lado, es un mito también de mi infancia, la muerte de Natalie Wood, la presencia de su marido, Roger Wagner y la presencia de un actor incipiente que es Christopher Walken en ese escenario un poco siniestro en el que todo transcurre. Luego está la hermana de Natalie, Lana, que es la que cuenta la historia. Ella es la narradora desde afuera.

Suena muy bien. Muchas gracias.

GT: Gracias a ustedes.

Secretos que no prescriben. Reseña de «La maestra rural».

Por: Mauro Lazarovich
Foto: Felipe Barceló

La maestra rural es la primera novela del escritor Luciano Lamberti (1978). Lamberti forma parte de una generación de escritores cordobeses -junto con Federico Falco, Carlos Godoy y Carlos Busqued- que están escribiendo algunas de las obras más interesantes de la literatura argentina contemporánea. En La maestra rural el autor se permite regresar a la década del 70, para reescribirla desde una perspectiva que remite tanto a Juan Jose Saer y al fantástico argentino como a la ciencia ficción norteamericana.

 


 

“La maestra rural” (Luciano Lamberti)

Literatura Random House, 2016

288 páginas

 

La maestra rural es la primera novela del escritor cordobés Luciano Lamberti, conocido en buena medida por sus dos libros de cuentos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), ambos destacables por la singularidad de su estilo y temática dentro del rico y heterogéneo (y a veces también corriente y familiar) panorama del género en la Argentina. La novela narra la historia de Angélica Gólik, maestra rural, poeta ignota cordobesa y designada “loca del pueblo” casi unánimemente por todos los personajes que conforman el coro de la novela. La ficción se construye principalmente a partir de dos testimonios, los únicos que se repiten a lo largo del volumen: el diario personal de Angélica, y el de Santiago, un joven estudiante de letras, autor de una serie de “poemas malísimos”, obsesionado insana y descontroladamente con la poesía al punto de que vive su vocación, heroico e ingenuo, como un magisterio sagrado.

Santiago sufre un desestabilizador encuentro -por una serie de casualidades misteriosas- con los libros (auto-publicados y menores) de Angélica y descubre en ella a una autora que lo fascina y lo lleva a salir a su búsqueda. El acercamiento lateral al género policial de Lamberti, que sigue el formato “poeta/detective busca a poeta desconocida”, lo emparentan inmediata y evidentemente con la obra de Roberto Bolaño. Sobre todo considerando que La maestra rural es, como Los detectives salvajes, por un lado, una obra que destila poetas y que trata a la poesía como una “cofradía secreta”, conformada por una serie de personajes anónimos, invariablemente pobres y excéntricos que la viven como apóstoles de una causa sacra y, por otro, a que recurre casi a la misma estructura: parte journal y parte relato coral y polifónico.

Agrego como última coincidencia que, al igual que Bolaño, Lamberti no escapa de la (parcial) representación de la década del 70, ni de la aparente atracción por una época de innegable efervescencia política y estética. De hecho la novela construirá una larga serie de testimonios laterales que, si bien suelen orbitar alrededor de Angélica, la cual recorre como un rumor toda la novela, escapa del mundo de la poesía y posibilita la incorporación de dos condimentos fundamentales para la narración: la ciencia ficción (término aquí intercambiable con el “fantástico”, es decir, con las particularidades del género en la Argentina) y la lógica paranoica. Me detengo brevemente en ambos elementos.

En una reciente entrevista sobre su libro Lamberti dice: “Quería contar la dictadura mediante la paranoia y la monstruosidad, me interesaba el clima ominoso de la dictadura sin caer en lugares sabidos”. Ya Juan Terranova, en un sólido ensayo sobre el autor, incluido en su libro Los gauchos irónicos (2013), destacó el modo en que el minimalismo norteamericano le facilitaría una forma distintiva de retratar a la clase baja. En este caso será la perceptible -aunque implícita- referencia a los escritores de ciencia ficción norteamericanos (con toda probabilidad Phillip K. Dick y Stephen King, aunque provocadoramente Lamberti incluye en los agradecimientos del libro al “doctor” Zecharia Sitchin) la cual le ofrece una solución innovadora para una temática acostumbrada.

Lamberti recurre a dos momentos fundamentales de la historia argentina: el último peronismo (el peronismo del oscuro López Rega susurrando secretos al oído de un anciano Perón) y la última dictadura militar, para conseguir una revisión original –aunque incompleta, apenas sugerida- de la historia argentina en clave conspirativa, paranormal y freak. En La Maestra Rural hay desapariciones no-políticas y abducciones (algo que un poco remite a Los Rubios de Albertina Carri), sectas misteriosas que se comunican telepáticamente con sus miembros, viejos que se vuelven jóvenes, parapsicólogos, brujos y curanderos, “hombres y mujeres muy poderosos”, ocultos a plena vista, que anticipan la inminente llegada de un apocalipsis postergado pero anticipado por todos.

La combinación de estos elementos, ubicados conscientemente en una época que, vista desde el presente, aparece como territorio del absurdo, aspira a una recodificación retrospectiva que permita revelar sus fisuras y visibilizar la imperante irrealidad del pasado histórico, tanto para subrayar su extrañeza como para denunciar la entrecomillada normalidad del presente contemporáneo. Tanto en la particular aproximación a la temática como en el cuidoso modo con el que Lamberti elige sus palabras, se percibe un potente efecto de distorsión en el discurso de sus personajes, deformado hasta volverse inquietante. Filtrada por Lamberti, por ejemplo, la imagen de los militantes esperando un “mensaje” del exiliado Perón, remite menos a una romántica fidelidad partidaria que a un grupo de fanáticos esperando la llegada de una señal de la nave nodriza. Uno de los personajes de la novela parece explicar perfectamente el ejercicio: “leer el pasado como parte de un plan. Tomar elementos históricos facticos y rearmarlos para que digan algo distinto”.

La revisión de parte de la historia argentina a través de la impronta de la ciencia ficción se combina, como dije antes y como sugiere el fragmento recién citado, con la incorporación de una lógica conspirativa y paranoide. Ricardo Piglia sugiere que la ficción paranoica está formada por dos elementos: por un lado la “idea de amenaza” (el enemigo, el que persigue, el complot, la conspiración) y, por otro, el “delirio interpretativo”, es decir, la creencia de que las casualidades no existen, de que “todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que me está dirigido”.

Walter Benjamin, en una intervención citada hasta el hartazgo, relaciona la emergencia del género policial con la expansión urbana y la consecuente formación de una masa anónima. Como si asumiera esta premisa como un desafío, Lamberti procura todo lo contrario: retomando una línea que podríamos relacionar, como Terranova, con Juan José Saer y Horacio Quiroga, apuesta por el espacio rural como territorio de lo desconocido y lo siniestro (elemento que de manera totalmente distinta apareció también en Jauja de Lisandro Alonso). Al situar buena parte de la acción en un pueblo del interior de Córdoba, con personajes desplazados –lúmpenes- y deformes (la poeta bigotuda, el marido tuerto), el autor reubica la posibilidad de la amenaza en la soledad de las rutas provinciales, en el inquietante silencio del campo, y trastoca la idea de sospecha, ahora escalofriantemente presente en la realidad más cotidiana, más directamente, en la vecindad y en la familia.

La segunda premisa de Piglia, aplicada a La Maestra Rural, podría insinuar una forma de concebir la actividad literaria. Otorgando la razón a sus personajes el autor parece pensar la literatura como una imposición del destino: son los libros los que buscan a sus lectores y les revelan la realidad como un simulacro, condenándolos a intentar descubrir su verdad oculta, a descascarar los misterios de su presente y encontrar, invariablemente, algo “negro y resbaloso”, algo que da “miedo y nauseas”.

“Hay que ser raro para dedicarse a escribir, sobre todo poemas”, repiten con variaciones los personajes de la novela. El comentario me sirve para introducir una paradoja, creo, planteada por Lamberti en su libro: ¿la literatura es la posibilidad de acceder a lugares inaccesibles o es una consecuencia de ese acceso?

La pregunta, que Lamberti confiesa arrastrar desde que escribió su tesis de licenciatura sobre el poeta Héctor Viel Temperley, cuyos dos últimos libros (Crawl y Hospital Británico) parecen escritos en un estado de éxtasis místico y religioso, desde un territorio infranqueable y “posthumano” o, como Angélica, desde el “infinito y más allá”, resuena en varios momentos y personajes del libro. Figuras como la de Santiago, quién “transportado” por la lectura de Gólik parece incapaz de retomar su vida con normalidad, procuran devolver a la literatura un contenido mágico y trascendente, y a la poesía un origen entre espiritual y extraterrestre.

De favorecer una lectura alegórica (advierto: desaconsejable) podríamos argumentar que la capacidad de ingresar a territorios alternativos de la realidad a través del dominio de las palabras ofrecería una suerte de compensación, una forma -torcida- de paraíso contra el menosprecio que padece la obra de estas figuras fantasmales que, desde el más absoluto anonimato, cambian el destino de la literatura sin que nadie se entere. Sugiero, sin embargo, que la apuesta de Lamberti es con todo y que La Maestra Rural busca reconocer la literatura como un instrumento poderoso y, en consecuencia, un arma de doble filo: capaz de salvar a una poeta huraña de las ajustadas fronteras de la identidad, pero también de volcar a un joven inocente a la locura, de revelar una verdad horrorosa e indeleble, de destruir una existencia.