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El agua es una máquina del tiempo

Por: Aline Motta

Traducción: Gonzalo Aguilar

Imagen: Aline Motta – (Outros) Fundamentos #04

Aline Motta ensaya una especie de breve autobiografía en un texto plástico y declarativo que se contrae y expande a medida que leemos. A partir del vínculo entre linaje y lenguaje, la artista afrobrasileña permite repreguntarse por la construcción del archivo personal como un archivo otro, un archivo múltiple donde la fabulación crítica configura una historia común. Allí el agua y los movimientos de “la ombligada” actúan como una máquina del tiempo que hace posible reunir los tiempos vitales con los tiempos de la ficción. Publicado originalmente en la revista eLyra número 18 en un dossier dedicado a la poesía y el archivo. La artista fue en 2021 invitada a la exposición Cuando cambia el mundo, curada por Andrea Giunta, en el CCK (Buenos Aires).


1.

A veces, el detalle de un dibujo, que antes parecía apenas una mancha, se vuelve una marca con contornos definidos. En ese momento reconocemos cómo se originó todo. Así fue cuando comencé a hablar más sobre mi trabajo y a localizar sus respiraciones, sus aguas, sus vibraciones. El cuerpo lo vio primero y descubrió de dónde venía todo eso. Todo lo que necesitaba ser expresado, hablado, no guardado. Este texto quiere darle forma a algunas de esas articulaciones, revelar sus líneas de fuerza y las vidas dentro de la vida. Si “la respiración es la reina del cuerpo”i, este texto incorpora esta acción y también se contrae y se expande de acuerdo con su propia respiración, mientras lo estás leyendo.

Buena parte de mi trabajo es sobre mi propia familia, en particular sobre mi abuela. Las abuelas concentran las fuerzas de la curación en nuestra comunidad. Al mediar en los conflictos, las abuelas saben que el conflicto es fundamento, y que la mediación del conflicto también es fundamento. Es por eso que, en mi caso, linaje es lenguaje. La performance de una abuela es una performance colectiva de todas las abuelas. Es la performance de todo un linaje de mujeres que se manifiesta de múltiples maneras y en múltiples direcciones, actuando y enfrentando diversas camadas afectivas, a veces traumáticas. Son plurivoces ancestrales.

¿Es posible fabular nuevos lazos de parentescos, nuevos linajes y hasta una nueva filiación? Hago esta pregunta, que orienta mi trabajo, partiendo del concepto de fabulación crítica propuesto por Saidiya Hartmanii. Uniendo estas dos palabras que parecen opuestas, ella localiza la fabulación en el campo de la imaginación política y sitúa la crítica, no como una práctica de jerarquización que nombra, categoriza y construye cánones y narrativas hegemónicas, sino como el modo de desarrollar una actitud crítica en relación con el material de archivo. De esta manera, cuando hago uso de material de archivo en mis obras, intento discutir si existe un lenguaje diaspórico común y hacia qué camino de intersecciones coincidentes apuntaría este lenguaje. Las lagunas, grietas y abismos de este archivo son como cartografías superpuestas de paisajes internos y externosiii que todavía están por ser diseñadas. Si hay un conjunto de experiencias diaspóricas compartidas, la reconstitución de un territorio es la reconstitución del propio ser. La fragmentación se vuelve metodología e impulso creativo.

“Inventar a partir de un inventario”, dijo Tiganá Santana en una entrevista, basándose en un poema de Jorge Portugal. Con esta frase, Tiganá une dos palabras que, aparentemente, también se contradicen: inventar e inventario. En este sentido, percibo que el inventario no es solamente un conjunto de documentos, sino también el archivo emocional de nuestras familias. Son archivos generacionales.

Buscando crear una yuxtaposición de tiempos, con frecuencia comienzo mi trabajos construyendo las fotografías, fotografías que terminan volviéndose frames. Los frames, alineados secuencialmente, se vuelven films. Cada film contiene todos los films, los que ya hice y los que haré.

Así como cada frame contiene todos los frames del film entero, yo imagino que ellos funcionan como células, y esas células son como semillas, que contienen todo el resto de la creación.

Cada frame está construido de un modo que contenga todas las temporalidades: el pasado, una presentificación del pasado y una dimensión algo distópica del futuro. Este sentido de futuricidad, así como este texto, tiene un carácter oracular. La futuricidad puede ser percibida como una premonición de algo que ya sucedió y que reverbera en dimensiones de tiempo inestables y permeables. Así, es posible atravesarlas.

Aline Motta – (Outros) Fundamentos #01 2017-2019

2.

“Adonde no llegamos, el cielo cayó” es un proverbio bakongo mencionado por el poeta y profesor Abreu Paxeiv en su tesis de doctorado. Es una traducción del kikongo: “kunaketwaluaka-ko zulu dyabwa”. Él comenta especificamente esta sentencia proverbial de la siguiente manera:

Este proverbio ya se revela en sí responsable por los continuos pasajes, de un modo incesante, de unas cosas hacia otras. Hasta se observa que cuando él se agita, revela su carácter explosivo, tumultuoso e infinito de sus tráficos relacionales, en losque las cosas saltan entre sí de unas a otras y con las cosas. Por eso, el centro no se encuentra en ningún lugar.

Tiganá Santana suele decir –tal vez develando el enigma contenido en este proverbio– que en el centro de la rueda no hay secreto sino misterio. Se trata, para mí, de un centro que se mueve, un centro que danza alrededor de sí mismo y con la extensión de sus pluralidades sin fijarse un destino único.

El hecho de entender estas formulaciones como síntesis temporales, que fijan la memoria y que también son elementos de pasaje cognoscitivo, me ha llevado a profundizar en el estudio de los proverbios, principalmente los de África central. El profesor Paxe dice que los proverbios son, en esencia, una ficcionalización de la vida y una textualización de elementos de lo cotidiano. El procedimiento de los proverbios ofrece una clave de lectura posible de mi práctica artística. En un continuo retorno a sí misma, observo que hay juegos de palabras cifrados, donde el centro está presente y a la vez latente,que atraviesa casi todos mis trabajos.

Dos conceptos fundamentales, que afectan tangencialmente mi poética, nacen justamente de la circularidad de estas proposiciones y están basados en cosmologías centroafricanas. Son cosmopercepciones Congo-Angola, y por lo tanto afro-brasileñas, de aprehensión del mundo.v

El primero de ellos es el culto a los ancestros, que consiste en recordarlos, honrarlos y alimentarlos.

El segundo concepto parte de una conexión profunda con la naturaleza y entiende que los ciclos de la vida están intrínsecamente conectados con los ciclos de la naturaleza. En una sistematización del llamado “Cosmograma Bakongo”, la duración de un solo día está ligada al ciclo de vida y muerte de todos los seres. Al accionar el cosmograma, un ser nace a las seis de la mañana, se vuelve maduro al mediodía, envejece a las seis de la tarde y se inscribe como un ancestral a la medianoche. Con sus diferentes grados de fisicalidad, el ciclo se repite todos los días de manera circular, transmutacional e interrelacional. Lo que separa las dimensiones de los vivos y de los muertos es una fina línea de agua llamada Kalunga. En esta forma de ver el mundo, el agua tiene memoria, el agua es vista como un vehículo, el agua es una máquina del tiempo. Es una iniciación.

La máquina Kalunga es una máquina de ver lo invisible con sus ojos de aguavi.

Casi al punto de velar lo que fue capturado, la máquina Kalunga vierte imágenes, activando las calidades refractariasy reflexivas de las entidades que moviliza, tal como una cámara controla cuánta luz es capaz de pasar por el obturador sin borrar los vestigios de lo que enfoca.

La máquina Kalunga es un aparato emancipatorio.

Aline Motta – (Outros) Fundamentos #05 2017-2019

3.

Una vez le escuché decir a Alexis Pauline Gumbs que el primer teletransporte fue nuestro nacimiento. Al profundizar en esta idea, me di cuenta de que, en la fisiología de la gestación, los fetos respiran por el corazón y por el cordón umbilical, que es el que realiza los intercambios gaseosos. En el momento del nacimiento, el bebé respira por la nariz por primera vez, muchas vezes limpiando las vías respiratorias de los fluidos. Esta respiración que drena los líquidos y expande los pulmones parece que duele un poco y por eso el bebé llora. El llanto resuena en la sala de nacimiento, reverberando vibraciones sonoras y confiriéndole un sentido de espacialidad al recién nacido. El ruido agudo se modula, como el sónar de un mamífero marino, con el bebé ya probando, tal vez, una afinación de su voz con la voz de la vida que inicia. Los ojos parpadean sacando fotos desenfocadas. Al salir de un mundo acuático para un mundo aéreo, el bebé respira y mira, al mismo tiempo, por primera vez. Escucha su propio llanto.

Esto debe haberme marcado de tal modo que consigo intuir que mi primera experiencia cinematográfica fue mi propio nacimiento. La sala de cine, oscura y con imágenes agigantadas en proyección, siempre me fascinó y me hacía sentir cómoda al punto de dormirme como si estuviera en casa, según mi mamá. Tal vez transportada a algún lugar en forma de cielo nocturno con sus atisbos de sueños y estrellas fulgurantes. Al nacer, los ojos se abrieron y proyectaron un un film. La primera ficción.

Aline Motta – (Outros) Fundamentos #06 2017-2019

4.

Epistemología de la ombligada.vii Un día, observando una roda de jongoviii, me di cuenta de que ese era exactamente el giro epistemológico que yo estaba haciendo en mis procesos artísticos. Considerada la centralidad que tiene el ombligo para las culturas centroafricanas y afrobrasileñas, hablar sobre el propio ombligo no se configura como un acto de reflejo narcisista.

Más bien lo contrario.Del mismo modo que los flujos oceánicos que salen de Angola y bañan Brasil corren en sentido opuesto al reloj, el reflujo rehace el camino del sol, de este a oeste, en círculos de cuerpos que se mueven en espiral. En esta danza, yo proyecto mi ombligo hacia adelante y convido a alguien para juntarse conmigo en el centro de la rueda. Cuando lanzo mi cuerpo hacia el centro, piso en la intersección de una línea horizontal, que es la Kalunga, con una línea vertical, que representa mi espina dorsal, mis fundamentos. La intersección de estas dos líneas es la encrucijada. En este punto de encuentro, puedo trazar las firmas espirituales de mis antepasados, brújulas del buen vivir, curaciones intergeneracionales. Es el espacio donde es puede escuchar la pregunta y la respuesta simultáneamente.

Cuando estoy en el medio de la rueda, el lugar donde el cielo todavía no cayó, yo doy una ombligada en el tiempo. Doy una ombligada en mis ancestros. Doy una ombligada en mí misma.

Aline Motta – (Outros) Fundamentos #07 2017-2019

i Muniz Sodré: Pensar Nagô. Petrópolis, RJ: Vozes, 2017, p.117.

ii Sayidia Hartman: “Venus em dois atos” en https://revistaecopos.eco.ufrj.br/eco_pos/article/view/27640.

iii El concepto de paisajes internos y externos es concebido por la escritora Sheyla Smanioto.

iv Abreu Castelo Vieira dos Paxe: A migração fractal do provérbio: práticas, sujeitos e narrativas entrelaçadas. 2016. Tesis de Doctorado (Programa de Estudos Pós-Graduados em Comunicação e Semiótica) – PUC/SP, 2016. [Director de la tesis: José Amálio de Branco Pinheiro].

v Los trabajos “Corpo Celeste II e III” (2019/2020) que realicé en colaboración con el historiador y etnomusicólogo Rafael Galante, por ejemplo, están basados en su curso «As diásporas centro-africanas e a formação das musicalidades Afro-Atlânticas», entre otros, y sistematizaron muchos de los conceptos aquí presentados.

vi Olhos d’água (Rio de Janeiro: Pallas Editora, Fundação Biblioteca Nacional, 2016) es el título de un libro de Conceição Evaristo. En el texto para el podcast “Águas de Kalunga” (Episodio1, Museu de Arte do Rio/MAR, 2019), Conceição Evaristo escribió: “Kalunga, según las más ancianas y los más ancianos de mi comunidad, estaba antes en el recuerdo de nuestras antiguas aguas matrices, princípio de la vida. Águas de Kalunga, reino de nuestras ancestralidades, allí estaban los entes que nos guardan en el fondo de sus ojos. Kalunga, aguas que vienen y van naturalmente. Principio y retorno. Las aguas de Kalunga son aguas madres, son generadoras de todo.”

vii “Umbigada”, en portugués, es un paso de diversas danzas afrobrasileñas en la cual los participantes se tocan momentáneamente por el ombligo.

viii “Jongo”es una danza, un género musical y toda una cultura “jonguera” de las comunidades negras del sudeste de Brasil en la que los participantes se van turnando en el centro de la ronda que forman y mueven los vientres en círculos.

Claudia Andujar y los Yanomami: hacia una etnopoética de la fotografía

Por: María Fernanda Piderit

Imagen: «Autorretrato», foto de Claudia Andujar, Catrimani, RR, 1974. Extraído de la Revista Zum

María Fernanda Piderit recupera la travesía de la fotógrafa brasileña Claudia Andujar en la selva amazónica, quien, en 1970 y a pedido de la revista Realidade para un número especial sobre la Amazonía, se internó en el mato y tomó contacto con la comunidad Yanomami. Experiencia vital que derivó, en 1978, en la publicación de tres libros que recopilaron el material de esos años: notas, relatos, dibujos y miles de fotografías en color, blanco y negro, y transparencias. Para Piderit, en la obra de Andujar confluyen diferentes disciplinas y campos y sus respectivos revisionismos, lo que le permitió a la fotógrafa elaborar una forma de representación de los pueblos indígenas transgresora, dado que rompe con los convencionalismos de la etnofotografía y con los estereotipos asociados a la imagen del «indio» que esa fotografía replicaba desde el siglo XIX.


El encuentro de dos mundos

Han pasado cerca de cincuenta años desde que Claudia Andujar se internara por primera vez en el mato, aquel lugardonde el sol penetra poco y la oscuridad de la noche es total”, cincuenta años desde que la revista Realidade convocara, en 1970, a varios fotógrafos para un número especial sobre la Amazonía. Desde ese momento, desde que Claudia sintiera que por fin había encontrado su lugar en el mundo durante la travesía que la llevó hasta Catrimani en el territorio Yanomami, no ha abandonado un activismo político en defensa de esta sociedad en que ha utilizado principal, pero no únicamente, a la fotografía como herramienta de resistencia y lucha. Una fotografía que escapó a todos los convencionalismos de un registro documental o etnográfico tradicional, con una experimentación que hasta el día de hoy nos resulta transgresora. Su obra ha sido tan coherente y al mismo tiempo tan provocadora visual y políticamente, que este año la Fundación Cartier de París organizó, junto con el Instituto Moreira Salles de San Pablo, una retrospectiva sin precedentes para un solo fotógrafo. Signo de nuestros tiempos, programada para los meses entre enero y mayo, la muestra debió ser suspendida por una pandemia que, una vez más, pone en riesgo de muerte, y en muchos casos peligro de desaparición, a comunidades indígenas del Brasil.

Mapa del Territorio Yanomami en el libro Yanomami: frente ao eterno (1978) — Cortesía de Roberto Cecato.

Mapa del Territorio Yanomami en el libro Yanomami: frente ao eterno (1978) — Cortesía de Roberto Cecato.

Por ahora, quisiera remontarme a esa década de los setenta, a los años en que Claudia Andujar estableció contacto por primera vez con la sociedad Yanomami que habita en el noroeste de Brasil, en el límite con Venezuela, en el Estado de Roraima, donde vivió con ellos, se internó en su paisaje y su cultura y, finalmente, en 1978 publicó sus tres primeros libros con el material que recopiló durante todos esos años iniciales de amistad con este grupo de Yanomami. Notas, relatos, dibujos y miles de fotografías en color, blanco y negro, y transparencias; tres libros que dan cuenta de la particular mirada de Andujar, así como de los grados de experimentación artística y visual que hacen de estas obras una suerte de bisagra en la forma de representar a una sociedad indígena en nuestra región sudamericana en un contexto político de tremenda violencia y muerte por parte de las dictaduras militares que nos asolaron. Esos años en que la muerte y el miedo que se proyectaba sobre ella como una sombra de culpa seguía persiguiendo a Claudia Andujar desde que escapara de Europa hacia Estados Unidos en 1946, luego de que su padre y su familia paterna y amigos murieran en los campos de concentración de Auschwitz y Dachau.

En un sentido que nos atrevemos definir como vital, esta primera travesía por una selva prácticamente virgen, de días enteros de caminata incesante y monótona, fue un viaje iniciático para Andujar,

Donde sabía que estaba caminando, que estaba siguiendo a otro, colocando un pie delante del otro, pero con mis pensamientos lejos: me vi de niña en Europa. Una Europa de la guerra, una niña que intentaba desesperadamente vincularse con alguien. Amar y ser amada, ser comprendida, ése era el deseo de mi infancia, que no se cumplió.

En este paso monocorde sostenido también recordó los años vividos en Nueva York, sola, en los parques de la megápolis su voz sin respuesta. Pero después de varios días de esta marcha invariable bajo los árboles espesos de la selva, Andujar comenzó a sentir que era una caminata que la limpiaba de todo lo que estaba dentro de ella, que se había encontrado a sí misma, se “había encontrado en el sentido de haber encontrado lo esencial”, que se sentía un “ser integral”. Durante este viaje Andujar se enfermó de malaria, pasó días con fiebre y dolor y, una vez más, el miedo a la muerte se le hizo presente, un miedo que adquiría la forma de la culpa de estar viva, pues “durante la guerra todo mi mundo fue arrasado de un día para el otro. Y yo seguía viva mientras los otros morían. Moría mi padre, moría mi abuelo, mis amigas y un amigo…”. Sin embargo, fue esta misma experiencia cercana a la muerte, en medio de la selva, casi siempre a oscuras, acompañada por los indígenas que le aliviaban el dolor, la que erradicó el miedo del cual no había podido escapar: y entendió la vida de otra manera, “la vida, donde la muerte es solo un proceso complementario, una otra forma de continuar, un proceso de transfiguraciones de momentos en flujos”. Claudia Andujar se había encontrado para siempre con los Yanomami.

Un lenguaje fotográfico

El chamán Naro Paxokasi thëri inhala el alucinógeno yãkoana, Catrimani, 1972-1976 (extraído de la Revista Zum).

El chamán Naro Paxokasi thëri inhala el alucinógeno yãkoana, Catrimani, 1972-1976 (extraído de la Revista Zum).

Durante los primeros años posteriores al encuentro con la comunidad Yanomami de la cuenca del Catrimani, Claudia no se pudo comunicar de forma verbal con ellos, sino que a través de la observación de sus gestos, de sus actos, de sus miradas, se trataba para Andujar de una forma de absorción que le permitiera, después, expresar esa vida en imágenes fotográficas capaces de narrar experiencias más que de relatar historias concretas o documentar una realidad limitada a la percepción superficial del mundo material. Se trataba de documentar, de alguna manera, el mundo invisible a nuestros ojos, las experiencias de la vida y de la muerte y la de los espíritus de la naturaleza, suerte de luciérnagas en forma de diminutos humanoides luminosos que viven en la selva y que son la “imagen” de seres ancestrales: paráfrasis imposible para definir a los xapiripë: “los xapiri se parecen a los humanos, pero sus penes son muy pequeños y a sus manos les faltan algunos dedos; son minúsculos, como polvos de luz, y son invisibles a los ojos de la gente común”. Esa es una de las descripciones que hará el chamán y activista Davi Kopenawa, amigo inseparable de Claudia Andujar desde esa década, “cuando se dice el nombre de un xapiri, no es solo un espíritu al que se nombra, sino a una multitud de imágenes semejantes”, imágenes como espejos, precisará.

En este aprendizaje, en esta búsqueda de las imágenes del mundo Yanomami, Andujar no necesitaba, en primer lugar, del lenguaje verbal; había otros lenguajes, el de los cuerpos, de los gestos, de las miradas, de los dibujos sobre los cuerpos, de los rituales, de los animales, de los ruidos de la selva, incluso del consumo de alucinógenos, que por el momento le comunicaban más que el lenguaje articulado. Documentar esa realidad, incomprensible para los habitantes de otros lugares, para el resto de una población colonizada hace tiempo, invisible para nuestros códigos de la mirada, requería una forma diferente de hacer fotografía, un lenguaje nuevo también para la fotografía porque, tal como se pregunta Pedro de Niemeyer Cesarino en la Revista ZUM: ¿se puede fotografiar a los xapiripë?, ¿se puede registrar la materialidad de los cantos?, ¿se puede capturar la fusión de los cuerpos en una fiesta?

Claudia Andujar había empezado a experimentar las posibilidades expresivas de las técnicas fotográficas hacía tiempo con el fotógrafo y artista visual afroamericano George Love, quien en 1971, en San Pablo, afirmaba que “es necesario, antes que nada, que el fotógrafo tenga consciencia de que nunca con una cámara, un lente y una película podrá reproducir la realidad”. Abogaba así por una fotografía expresiva, abstracta y con una fuerte carga emocional que utilizaba todos los recursos y procedimientos, incluso las limitaciones y los errores, para transmitir a través de imágenes fotográficas realidades subjetivas e invisibles a la mirada común. Este período de los años setenta se caracterizará, en la obra de Andujar, por la búsqueda de una expresión estética en la fotografía que le permitiera dar cuenta de esas experiencias, de esa otra forma de concebir el mundo y la vida, a través de imágenes que luego serían parte de muestras, filmes y libros fuera del territorio Yanomami.

Sin embargo, desde muy al comienzo, a partir este primer encuentro, lo que le interesaba a Andujar era establecer una relación igualitaria de humano a humano, y que los integrantes de las diferentes comunidades Yanomami con las cuales conviviría durante este período participaran activamente en lo que, la década siguiente —hasta la actualidad— se transformaría en una lucha política por mantener la unidad del territorio Yanomami frente al desmembramiento en zonas aisladas que se proponía desde el régimen militar (y aún hoy). Es así que durante este momento de su producción, Andujar comenzó a desarrollar un lenguaje fotográfico que, tomando prestado el término del antropólogo Carlos Rodríguez Brandao, podemos considerar una suerte de etnopoética fotográfica: una imagen de tipo etnográfica que pase de la información dura al diálogo disonante, de la objetividad unívoca a la multiplicidad de interpretaciones personales, del registro etnográfico a la sugestión mitopoética del gesto; una fotografía que no solo es un objeto útil —reproducción fiel de cierta percepción de la realidad— para la antropología, mera ilustración, sino una fotografía que vuelve a ser imagen en sí misma, con todas las posibilidades expresivas, sensibles y mágicas que puede contener como imagen autónoma más que como “fotocopia” de datos pretendidamente objetivos.

Los años de experimentación

Página desplegada del libro Amazonía (1978). Extraído de la Revista Zum.

Página desplegada del libro Amazonía (1978). Extraído de la Revista Zum.

La experimentación en el lenguaje fotográfico en Andujar se remonta a la década de los años sesenta e incluso a su formación artística en Nueva York, donde además incursiona con la pintura abstracta. Sin embargo, el encuentro con los Yanomami en un ambiente adverso tanto para la cámara como los materiales fotográficos, sumado a la necesidad de documentar una realidad nueva para ella y los destinatarios a quienes estaban dirigidas inicialmente las fotografías —los lectores de la revista Realidade—, la obligaron a llevar esta experimentación más allá de los límites del ambiente controlado que tenía en el laboratorio de la ciudad de San Pablo. Allí, por ejemplo, había realizado la serie A Sônia o O pesadelo para la misma revista, aplicando filtros de colores o superponiendo negativos para la copias finales.

De la serie A Sônia (1971). Extraído de la Revista Zum.

De la serie A Sônia (1971). Extraído de la Revista Zum.

 

De la serie O Pesadelo (1970). Acervo del Instituto Moreira Salles.

De la serie O Pesadelo (1970). Acervo del Instituto Moreira Salles.

Algunos de los primeros problemas que encontró Andujar en medio de la selva fue la oscuridad casi permanente, la humedad que deterioraba las películas y la cámara misma, pero además durante el primer viaje el flash se rompió. Sin flash y con poca luz, tuvo recurrir a tiempos de exposición más largos y diafragmas más abiertos, de manera que los movimientos quedaban borrosos y buena parte de la superficie de la imagen fotográfica desenfocada, incluso con veladuras en algunos casos, una calidad de imagen que, en términos de registro documental tradicional, podría ser calificada como deficiente. Sin embargo, estas características, errores si queremos, se fueron transformando en parte de un lenguaje expresivo que le permitía desarrollar una mirada coherente con la realidad a la que estaba enfrentada. En este sentido, la fotografía de Claudia Andujar –en este período que se ha entendido como el más “artístico”– propone una forma innovadora del registro fotográfico de carácter antropológico y, por lo tanto, de la representación de los pueblos indígenas en nuestra región. Y es en este punto justamente, desde el punto de vista de la representación del mundo indígena, donde obra de Claudia Andujar resulta profundamente innovadora y una suerte de bisagra en la forma que, de ahí en adelante, muches fotógrafes abordarían el tema indígena en la producción de sus imágenes.

Respecto de este último punto me gustaría destacar dos aspectos relevantes para nuestra lectura: por un lado, la escasa presencia de lo indígena en el mundo de las artes visuales, tanto así que todavía en el 2016 Moacir dos Anjos, crítico de arte, afirma que “el arte brasileño contemporáneo —donde se incluye la fotografía— ignora la presencia indígena en el país y lo que hoy significa para quienes lo habitan”. Ausencia que, acusa, no tiene nada de natural, sino que refleja la percepción del lugar sobrante, tanto en términos concretos como simbólicos, al cual están relegados los pueblos indígenas del Brasil. Por otro lado, el cambio que para la fotografía etnográfica significa la irrupción de imágenes muy expresivas —muchas veces bordeando la abstracción— con una alta carga emocional que no pretende de ninguna manera ocultar la subjetividad a la que está expuesto el registro fotográfico, tanto de quien lo produce materialmente —la fotógrafa con todas sus intervenciones—, de los sujetos que participaron activamente para que esas imágenes pudieran ser producidas, es decir, los retratados, sus actividades y su entorno, así como de los potenciales receptores de estas imágenes en diferentes montajes y soportes, además de distintos lugares y tiempos, lo que en las décadas posteriores incluyó a los propios Yanomami en la lucha contra la usurpación de su territorio.

Esta experimentación da lugar a una producción de imágenes fotográficas de carácter etnográfico, donde sin duda se puede ubicar y se ha ubicado el trabajo de Andujar, imágenes que se proponen de alguna manera como autónomas de una discursividad textual —es decir no ilustrativas del o subordinadas al texto antropológico, aunque en necesario diálogo con él—, que intentan narrar fenómenos “invisibles” de la experiencia social y comunitaria, que se presentan como parte de un realidad en vez de representar una realidad ajena al registro mismo. Todas características de una fotografía etnográfica que recién en la década de los años ochenta se presentará, dentro del campo especializado de la antropología, como posible y como válida —más allá de contadas excepciones en el pasado de la práctica antropológica—, pero que también son el resultado de una crisis de la representación en el campo de las artes visuales y de la fotografía, en el mundo occidental.

Entonces, lo que podemos observar en la obra de Claudia Andujar es la confluencia de diferentes disciplinas y campos, y sus respectivos revisionismos, que dan lugar a una imagen transgresora, una forma de representación de los pueblos indígenas que rompe no solo con los convencionalismos de la etnofotografía, sino que también con los estereotipos asociados a la imagen —tanto visual como simbólica— del “indio” que esta misma fotografía venía replicando desde el siglo XIX. Se trata, en definitiva, como propone el título de este ensayo, de una forma de etnopoética de la fotografía inaugurada en nuestra región por la fotógrafa brasileña Claudia Andujar y su familia extendida, los Yanomami.

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Retratos de un travestismo en dictadura. «La manzana de Adán» de Paz Errázuriz y Claudia Donoso

Por: Andrea Zambrano

Imagen: Evelyn, Santiago de Chile, de la serie «La manzana de Adán», 1987. Paz Errázuriz


En el marco del seminario «Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” dictado por Mario Cámara, Andrea Zambrano indaga en la imagen que proyecta la lente de la cámara de Paz Errázuriz y Claudia Donoso al capturar los cuerpos de las travestis Evelyn y Pilar, desafiantes y contestatarias al gobierno militar y autoritario de Augusto Pinochet. «La manzana de Adán» devela las sombras que aplicó el sistema sobre esos cuerpos para ocultarlos al resto de la sociedad, valiéndose de todos los recursos a su alcance, como también sobre las sombras que los cuerpos proyectan sobre sí mismos, en cada pliegue, en cada irregularidad y en cada herida.


Tú sabes que en Chile todos los apellidos son paternos, hasta el de la madre lleva esa mancha de descendencia. Por lo mismo desempolvé mi segundo apellido: Lemebel…

el Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti.

Me dejaron una cuerda y la mitad de la laringe. Tenía voz de ultratumba. Me sacaron también la manzana de Adán, el sueño de toda travesti.

Pedro Lemebel

Una mujer posa sensualmente sobre la cama de una habitación empapelada con motivos vintage. Al fondo, un espejo refleja la actitud reveladora de un cuerpo que, con un dejo de movilidad desafiante, parece presumir la posibilidad de retratarse. Como recreando —y revirtiendo a la vez— a la Venus del Espejo de Velásquez, Evelyn, travesti del burdel La Palmera de un Santiago bajo la dictadura, se deja perseguir por un lente que la captura en distintos momentos del día: en las dedicadas jornadas de maquillaje en las que transforma su rostro; junto a Mercedes, su madre, quien decidió vivir en el burdel junto a sus hijxs después de haber sido rechazada de los barrios de clase media en donde trabajaba; o mirando a la cámara con un almanaque erótico al fondo.

2Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u
3 (1)Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/
1Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/

Durante 1983 y 1987, la fotógrafa chilena Paz Errázuriz documentó la rutina de travestis que, como Evelyn, hicieron vida en prostíbulos clandestinos de las ciudades de Talca y Santiago de Chile durante la dictadura. En un trabajo en conjunto con la escritora peruana Claudia Donoso, Errázuriz se dio a la tarea de capturar la transfiguración de los cuerpos con los que convivió durante este tiempo, constituidos como identidades que desafiaron—a través de una existencia clandestina, marginada e ignorada— a un régimen autoritario abiertamente intolerante a las sexualidades otras.

Paz Errázuriz formó una parte activa de un grupo de artistas,entre los que se destacan nombres como Pedro Lemebel, Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld y Dialmela Eltit, que, en su esfuerzo por ofrecer una lectura posible de un país sumergido en el autoritarismo de la década de los setenta, indagaron en lo que la teórica Nelly Richards denominaría “estética de los márgenes”: un conjunto de obras, eventos, exposiciones o autores nacionales de la época que, al ofrecer discusiones y posiciones alternativas al orden y a la opresión imperante, decidieron situarse “al margen”. Así, lo que se conoció como la Escena de Avanzada Chilena, enmarcada entre el último tramo de la dictadura de Pinochet y los primeros años de la concertación democrática, planteó como objetivo adentrarse en los sectores sociales y sexualmente periféricos, no solo para visibilizar al sujeto bajo represión, sino —sobre todo—para encontrar en  este una identificación que permitiese afianzar la propuesta de un arte-vida,  y que logre desafiar la ruptura sujeto-objeto imperante en el arte canónico y tradicional del momento (WalesckaPino-ojeda, p. 39).

Fue así como La manzana de Adán, trabajo publicado en 1990, se propuso dejar de lado la mirada antropológica para erigir, a través del retrato y el testimonio, un lenguaje de la cotidianeidad que permitiese rastrear el abandono, la opresión, la existencia opacada y las voluntades oprimidas de numerosos cuerpos relegados al escenario de “lo otro”. Paz asegura que el hecho de haber permanecido en Chile durante la dictadura fue el resultado de una “decisión política”, y que adentrarse al mundo de la fotografía documental, y específicamente a la realidad de estos prostíbulos donde transitaron economías sexuales y relaciones sexo-diversas de bajo perfil, se constituyó como un ejercicio de empatía con el que se terminaría por afianzar su compromiso personal y profesional hacia un sector doblemente marginado: tanto por su condición social como por su decisión sexual.

TESTIMONIOS QUE [RE] CONSTRUYEN

La construcción de una crónica fotográfica —y testimonial a la vez— sobre las vidas de Evelyn y Pilar (dos hermanos prostitutos travestis que, junto a su madre, hicieron vida en diversos burdeles de Chile durante la dictadura) fue el resultado de la rutina y la cotidianeidad en las que Errázuriz y Donoso estuvieron inmersas durante los cinco años en los que se desarrolló su investigación.

El libro, que se publicó en su edición bilingüe en el año 1990, indaga en la marginalidad a la que estuvieron relegadas aquellas existencias, cuyas historias de persecución, humillación y destierro inician con el ascenso de la dictadura en 1973.

Para el golpe estábamos con Leila en Valparaíso y nos llevaron a todas en un barco que había arraigado en el puerto. Nos llevaron allá con los ojos vendados en una camioneta. Seis días estuve ahí amontonado, con los ojos en un hoyo. Lo primero que hicieron los milicos fue cortarnos el pelo, que nos arrancaban de raíz y después nos orinaban encima. Nos pegaron tanto (…) Éramos como treinta homosexuales arriba del barco (…) Mataron a varias para el golpe. A la Mariliz, que era bien bonita, igual a la Liz Taylor, la mataron (…)

(Pilar)

Por lo tanto, el año 1973 es el punto de partida de los relatos que las autoras recogen en forma de imagen y testimonio. Este es el año en el que, desde el poder, se agudiza la negación y persecución a las diversidades sexuales en lo profundo de la sociedad chilena, y en donde el travestismo, especialmente, pasaría a convertirse en la minoría sexual mayormente acorralada y ultrajada por el sector militar. El prostíbulo y la cárcel, Talca y Santiago, serían entonces los lugares por los que transitarían lxs actorxs de este libro, en búsqueda constante de una estabilidad que se tradujera en familia, hogar, ropa, pareja, identidad.

Yo dije ¿qué hago con los nervios? Era una de balaceras. Mejor me meto a trabajar de mozo, pensé, y me fui al barrio alto a una mansión fabulosa. Aprendí a servir la mesa con guantes blancos y a alternar con los ricos. Tenía dormitorio con televisión. Pero la pista estaba pesada porque seguían balaceando a los chiquillos. Junté plata y me fui a Calama y después me fui a Bolivia a la boite Maracaibo. A los pocos días me llegó carta en la que me contaban que habían asesinado a la Mariliz.

(Suzuki)

Gracias a una red de contactos con la prostitución chilena, Paz Errázuriz logró conocer, a principio de los ochenta, a Pilar y Evelyn, lxs hermanxs Paredes Sierra que pasarían a convertirse en los protagonistas de sus retratos. En el Burdel La Palmera de Santiago de Chile, un grupo minoritario de travestis convivía  en ese momento con prostitutas mujeres que, según el ulterior relato de Claudia Donoso, temían que se publicaran e identificaran sus rostros. De esta forma, el primer travesti retratadx por la chilena sería Evelyn (Leonardo Paredes Sierra), quien, a diferencia de la gran mayoría, se sintió especialmente halagadx frente al lente de Errázuriz.

Fue también en La Palmera donde, a su regreso de Canadá, Paz conocería a Pilar o Keko (Sergio Paredes Sierra), el “preferido” de su madre, Mercedes, según confesaría ella misma en posteriores conversaciones con Donoso:

Al Keko le gusta esto: la vida artística. El Keko es para la noche. Los dos son para la noche. El Leo se ve bien, pero el Keko se ve mejor. O sea yo tengo mi preferencia. Eso le duele al Leo. Y no me interesa.

Claudia Donoso se integró al proyecto con Errázuriz un año después en el prostíbulo La Jaula, ubicado en la ciudad de Talca. Paz había sido invitada por Pilar a asistir a la elección de “Miss Jaula 84”, y a partir de ese momento la rutina se abriría paso a lo interno del prostíbulo, materializándose en charlas de reconocimiento y horas de comidas compartidas junto a lxs travestis, antes de que la grabadora y la cámara fotográfica pudieran ser parte de la convivencia.

Mercedes, por su parte, quien para esa época se encontraba viviendo en La Jaula debido al rechazo que en su vecindario producía la apariencia de sus hijxs, se había integrado cariñosa y familiarmente con el resto de lxs travestis que hacían vida en el prostíbulo. En los testimonios resguardados en la grabadora de Donoso, Mercedes reveló la forma en que, años anteriores, terminaría por aceptar a Pilar y Evelyn:

Cuando los llevé al hospital para que me los revisaran, me dijeron que era por falla humana del papá. Cuando el Keko se vistió de mujer, casi lo acabé a palos. Pero no estoy disconforme: si Dios me los dio así, así será. Yo creo en Dios y le tengo terror. No me iba a poner a protestar y acepté porque vi que era cosa perdida. Me puse re popular yo: ‘Ahí viene la guatona de los maricones’ me gritaban en la calle. Cuesta adaptarse. Me vienen a avisar a las tres de la mañana: ‘Señora Mercedita, se llevaron al Leo’. Y yo salto a buscarlos a comisarías. Les llevo ropa de calle para que puedan devolverse a la casa. Hablo con el teniente, le explico, hablo con los pacos y se ríen de mí.

Las historias de hostigamiento y persecución por parte del Estado se extendieron durante los años de investigación que documentaron las autoras, siendo 1987 el punto final del registro. Esta fecha coincide con la visita del Papa Juan Pablo II a Chile, en donde las fuerzas represivas intentaron limpiar la ciudad para su llegada. Muchos de lxs travestis con quienes Donoso y Errázuriz cohabitaban afirmaron su preocupación por haber recibido amenazas de detención producto de la trascendencia moral de dicha visita.

A ese caballero no le creo nada. No me gusta el Papa; seguro que van a andar vigilando más que nunca. Capaz que se lleven media casa. La Chichi ya arrancó a Talca. Dejó todo empeñado para conseguir un poco de plata. No aguantó: la semana pasada estuvo dos meses presa.

(Mercedes)

Esta época coincide además con la muerte de Mercedes Sierra, quien falleció tiempo después con el anhelo de volver a ver a Keko, apresado años antes en Europa. Con este hecho, termina por deshacerse el grupo familiar Paredes Sierra y, a efectos de la obra, se daría por culminada la cronología de las narraciones.

IMAGEN Y ESCRITURA: UNA NARRACIÓN AMBIVALENTE

El registro documental que erigieron ambas autoras a partir de estas existencias da cuenta de un período cruel y convulso en la historia política chilena, a través del cual se desarrollaron las vidas de un cúmulo de identidades que coexistieron en una zona intervenida por la pobreza y la violencia. Sería precisamente este espacio de marginalidad el que Errázuriz y Donoso pretendieron narrar a través de la conjunción de dos herramientas documentales: la imagen y la escritura.

Así, La manzana de Adán no se constituye exclusivamente ni como un libro fotográfico ni como una obra de literatura. Textos e imágenes se entrelazan mediante la exploración visual y literaria, por un lado, y la observación cultural y política, por el otro, bajo un particular tono narrativo que logra mimetizarse con la temática de investigación. No existe pues una pretensión de análisis voyerista mediante la inmediatez de registros meramente informativos. Por el contrario, la entrevista, la crónica, el testimonio, el trabajo de campo, la convivencia y la rutina fueron los instrumentos de trabajo que las autoras emplearon durante los años en los que se desarrolló el registro.

La obra erigida por Errázuriz y Donoso transforma la idea de lo meramente literario para adentrarse en el terreno de lo ambiguo. Por un lado, se hace presente la intersección y el ensamblaje con la fotografía como expresión narrativa y, por el otro, se despliegan ambivalencias gramaticales en relación  con las identidades (masculina/femenina) exhibidas en los testimonios: a la vez que las nueces de Adán se asoman en los retratos, la identificación en ambos géneros (nosotras/nosotros, enamorada/enamorado) se expone en las confesiones registradas.

A Héctor lo conocí en un cumpleaños (…) Es la relación más duradera que he tenido y la más loca. En el primer tiempo yo estaba súper agarrado. Me acostumbré a él. No lo dejaba salir ni a la esquina. Ahora no me hago problema como antes, pero cuando me dejó creí que iba a morirme: estaba perdiendo algo que yo quería tanto y había luchado tanto por obtenerlo. Tocó que estuve presa un mes y él se encontró con una mujer (…) Cuando salí se había ido de la casa. Me traté de matar (…) Casi me morí cuando supe que andaba con una mujer. Después Héctor volvió.

(Evelyn)

FOTOGRAFÍA Y MEMORIA

La problemática de la fotografía en cuanto evidencia de lo real sería el tópico en el que Susan Sontag profundizaría sobre esta práctica artística a lo largo de su trayectoria investigativa. En relación con otros sistemas de representación visual, la escritora estadounidense le otorgaría al ejercicio fotográfico —como proceso óptico/químico— un carácter de instantaneidad y congelamiento de fragmentos espacio-temporales, que requieren de una reconstrucción contextual y humanizada junto con la memoria.

Si algo destacaría Sontag de la obra de Paz Errázuriz sería precisamente el componente realista que la chilena otorgó a sus retratos como resultado del diálogo, la complicidad, la divergencia y la tensión entre ambas realidades: la fotógrafa y lxs fotografiadxs. Serían esos momentos de negociación, esos acuerdos tácitos con una identidad “otra”, en donde se produciría ese pacto fotográfico del que son parte activa ambas entidades.

A favor de la idea de la fotografía como testimonio y registro (no invasivo) de la realidad se encuentra anclado el proyecto enarbolado por Errázuriz. Impregnar a los retratos de humanidad y dignidad solo es posible mediante la existencia de una alianza de complicidad entre la retratista y lxs retratadxs.

A pesar de que es difícil separar la fotografía del voyerismo implícito en ella -siempre parece que fuera una mirada a través de la cerradura de la puerta- prefiero pensar que se trata más bien de una mirada por la puerta trasera dentro de mi propia vida. Hacer lo invisible visible -al menos pretender que es así- es como seguir cuidadosamente una interminable hilera de pisadas, hurgando y guardando un mundo que es inefablemente mío[1].

Las viñetas autobiográficas que se desprenden de las imágenes plasmadas en La manzana de Adán fungen como espejo y como idioma alternativo para mostrar y leer, pero también denunciar, la subjetividad de un fragmento espacio-temporal, por un lado, y las huellas de una realidad, por el otro, retratadas bajo estado de sitio.

Tensión, diálogo y complicidad se constituyen entonces como las transacciones resultantes de la práctica retratista llevada a cabo  en el interior de estos prostíbulos. De allí que veamos juegos de luces, sombras y poses como resultado del acuerdo tácito entre ambas entidades. Por un lado: maquillajes, peinados y modelaje de lencería como parte de las jornadas de preparación para las noches, así como bailes, bebidas y fiestas para agasajar y entretener a los clientes. Por el otro: mesas de comida, charlas distendidas y quehaceres cotidianos que reflejan la intimidad colectiva vivida  en el aspecto íntimo de los burdeles.

Hacer una foto es muy atroz, muy agresivo, es muy valiente el acto de quien se deja fotografiar. Hay una cantidad de pactos silenciosos que tú no puedes traicionar (…) Podría decirse que mis fotografías tienen que ver con una mirada a ‘lo otro’, por ejemplo, espacios de una sociedad apartada de lo establecido. Mi trabajo no está separado ni es ajeno. Más bien comienza como buscando algo desconocido y termina siempre encontrando un espejo [2].

4Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u

CONTRA LA ESTEREOTIPACIÓN VISUAL

Si para Sontag la naturaleza depredadora es innata al ejercicio retratista, para Didi Huberman la amenaza de desaparición, invisibilidad y desvanecimiento de la humanidades inherente a la fotografía en sí misma. Cuando en 2014 el teórico francés erigió su planteo sobre la representación político/estética de los pueblos dentro de lo que llamó la “era de los medios”, señaló una evidente preocupación: la desproporcional relación entre exposición/visibilidad y existencia/reconocimiento. En un diálogo cercano con las obras de Walter Benjamin, Jacques Ranciere, Franz Kafka y Hannah Arendt, Huberman señaló la inminente amenaza a la que el arte estereotipador—documentales, televisión, cine, fotografía— había sumergido a los pueblos hasta el punto de arrastrarlos a su propia desaparición. Mientras que, por el contrario, el “aparecer político de los pueblos” (para pensarlo teóricamente con Hannah Arendt) parte de la idea de visibilización de rostros, multiplicidades y diferencias.

La política nace en el ‘espacio-que-está-entre-los-hombres’ y por consiguiente en algo fundamental ‘exterior-al’ hombre (…) La política organiza de entrada a seres absolutamente diferentes, considerando su igualdad ‘relativa’ y haciendo abstracción de su diversidad ‘relativa’ [3].

De allí que la idea de legibilidad de las imágenes, en la que indagaría Huberman con insistencia, pretende señalar la capacidad de asignar —a las palabras mismas— una legibilidad inadvertida. Y es justamente en esa condición legible y descifrable, que pretende visibilizar políticamente al pueblo expuesto, en donde se sitúa el artede Errázuriz y Donoso: una narración que da cuenta de la más absoluta intimidad con lxs protagonistas, materializada en retratos y testimonios que, tanto en conjunto como por separado, logran sortear la estereotipación a través del reconocimiento del otrx.

Si los textos dejan hablar sin intervenciones a los travestis –donde se enlazan los temas del amor, el desamparo y la muerte- las imágenes dan cuenta de la situación de esos cuerpos [4].

IDENTIDADES EXPUESTAS, CORPORALIDADES FIGURANTES

¿Lxs travestis y trabajadores sexuales que protagonizan la obra se convierten en una figura a partir de estos registros? ¿Se constituye la visibilización de sus cuerpos como un espacio político para la autoexposición? Los rostros presentados en La manzana de Adán son cuerpos que se exponen, hablan y actúan frente al lente que los retrata. Cuerpos que conviven en  conjunto/como un colectivo pero que se muestran como identidades singulares, con movimientos singulares, deseos singulares, palabras y acciones singulares que quebrantan cualquier impulso homogeneizante.

Cuando las imágenes y testimonios hacen posible trazar puentes con la memoria (en un país que todavía hoy arrastra los embates de la dictadura); cuando surge ese espacio de reciprocidad que permite circular conflictos, tensiones y diferencias; cuando en lugar de mostrar a “lxs travestis” en plural, estos testimonios pretenden visibilizar a Pilar, Coral, Evelyn, Deborah, Nirka, Susuki, Mirabel, Andrea y Macarena en singular; cuando se genera ese intervalo de autoconciencia figurativa y humanizante, plasmada en fotografías que reflejan corporalidades sugerentes, desafiantes, agitadas y vibrantes; es justo en ese momento —en palabras de Hannah Arendt—cuando nace la política.

 

 

 


[1]Errázuriz en la entrevista contenida en el catálogo a la exhibición «Old World, New World; Three Hispanic Photographers: Paz Errázuriz, Graciela Iturbide, and Cristina García Robero» realizada en el Seattle Art Museum entre el 8 y el 10 de agosto de 1991, en: “La manzana de Adán” de Paz Errázuriz, Auckland, Walescka Pino-ojeda, 2001, p. 41.

[2] Crespo, Gloria. El discurrir de la vida según Paz Errázuriz. Disponible en: https://elpais.com/cultura/2015/12/21/babelia/1450712940_796664.html

[3] Hannah Arendt en: Didi-Huberman, Georges. Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires, Manantial, 2014, p. 23.

[4] Piña, Juan. Prólogo. En: Errázuriz, Paz y Donoso, Claudia. Adam’s Apple. Santiago de Chile, Zona Editorial, 1990, p.11

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Memorias digitales y desaparición. El caso Ayotzinapa

Por: Silvana Mandolessi*

Imagen de portada: #IlustradoresConAyotzinapa

Silvana Mandolessi –profesora de Estudios Culturales de la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente directora del proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”– se pregunta, aquí, cómo pensar las memorias en la era digital. Su texto aborda los debates actuales sobre la llamada “memoria digital” (objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales) y, en particular, indaga en los objetos de memoria digitales a propósito del caso Ayotzinapa, la masacre en la que, en septiembre de 2014, seis estudiantes normalistas mexicanos fueron asesinados y otros 43 desaparecieron.


La tarde del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la escuela normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, del estado de Guerrero, México, se dirigía a Iguala a “botear” autobuses para asistir a la marcha del 2 de octubre en conmemoración de la Masacre de Tlatelolco. Dos autobuses, previamente tomados, salen de la escuela y al llegar a la terminal de Iguala toman tres más. Cuando se dirigen de vuelta a Ayotzinapa, la policía los intercepta y comienza a dispararles indiscriminadamente. Este es solo el primero de una serie de sucesivos ataques que se prolongan a lo largo de toda la noche y en distintos escenarios. A pesar de que los estudiantes repiten que no están armados y no oponen ninguna resistencia, la policía les dispara, a quemarropa y en la escena pública. En total, las víctimas de esa noche fueron más de ciento ochenta. Seis personas fueron ejecutadas extrajudicialmente, entre ellos tres normalistas, más de cuarenta resultaron heridas, cerca de ciento diez personas sufrieron persecución y atentados contra sus vidas y cuarenta y tres normalistas fueron detenidos y desaparecidos forzosamente. Aun hoy continúan desaparecidos.

De acuerdo al informe del GIEI, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, lo que pasó esa noche se trató de un ataque masivo, con una violencia de carácter indiscriminado, un ataque que aparece “como absolutamente desproporcionado y sin sentido”, frente al nivel de riesgo que suponían los estudiantes. “Los normalistas no iban armados, ni boicotearon ningún acto político, ni atacaron a la población como se señaló en distintas versiones” (GIEI, Informe Ayotzinapa, 313). El nivel de agresión sufrida, proporcional al carácter incomprensible, incluye a la decisión misma de desaparecer a los 43 estudiantes. ¿Por qué los desaparecen? Existe una desconexión entre la primera parte del operativo, masivo e indiscriminado, en que los policías no ocultan su identidad, y el segundo, el de la desaparición forzada, al que suponemos un grado de clandestinidad. Incluso varios normalistas sobrevivientes se preguntan, en las entrevistas, por qué ellos habían sobrevivido o por qué los heridos habían sido evacuados, si luego el resto iba a ser desaparecido. De hecho, como se sugiere en el informe del GIEI, el ataque aparece como un ataque contra los buses, más que dirigido contra los individuos, que aparecen en un punto como prescindibles o intercambiables en el despliegue de la violencia.

Ese carácter disponible, prescindible de los cuerpos de los estudiantes va a volver a Ayotzinapa una cifra de la violencia experimentada en México a partir del 2006 –el inicio de la llamada “Guerra contra el Narco”– cuando el entonces presidente Felipe Calderón decidió militarizar la seguridad e iniciar una “guerra” contra los carteles. Hasta la fecha la suma de desaparecidos supera los 40 000. Un emblema, en primer lugar, por la falta de información que rodea el caso: lo que en Ayotzinapa se condensa dramáticamente en la pregunta “por qué” y “quiénes” desaparecieron a los cuarenta y tres normalistas, se traduce en la situación de los otros miles de cuerpos que conforman un paisaje de la desaparición múltiple en el marco del conflicto: en el México contemporáneo, la desaparición excede la definición de “desaparición forzada” promulgada por la Convención, en primer lugar porque el actor que la perpetra ya no es solo el Estado sino también el crimen organizado o ambos actuando en colusión, crimen organizado y Estado vinculados por relaciones fluctuantes, un dispositivo que se “acopla” o se “desacopla” en función de necesidades y pactos coyunturales.

Si los perpetradores son múltiples, también las víctimas: ya no solo militantes, objeto de una represión política que busca eliminar el disenso, sino que se extiende a sectores de la población que no están organizados y que no representan una oposición política al Estado: migrantes, mujeres, jóvenes, los más vulnerables. Los motivos también son múltiples y van desde la trata de personas, los asesinatos selectivos, la explotación de mano de obra o el secuestro extorsivo, a las formas tradicionales heredadas de la “guerra sucia”. En otras palabras, se pasa de un móvil político –aunque no esté ausente como tal– a un móvil económico, territorial y táctico. Los motivos, en cierto punto, se oscurecen por una desaparición que resulta de la lógica burocrática del Estado: en 2017, como señala Yankelevich (Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México, 2017), según estadísticas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos los servicios forenses del país contaban con 16 133 cadáveres sin identificar (más de la mitad de la cifra de desaparecidos a esa fecha), lo que lleva a Mata Lugo a hablar de “desaparición administrativa”:

Aquí la idea de desaparición parece dejar de ser un hecho perpetrado por un agente o grupo del Estado o particular, que cuenta con su aquiescencia o sin ella, para ser planteada como la incapacidad del Estado para determinar la identidad de una persona, ya sea que se encuentre con vida dentro de un centro de reclusión o sin vida (2017).

En este contexto, la desaparición no puede ser identificada con la definición de “desaparición forzada” que surge de los regímenes represivos de los 70; hay un desajuste y a la vez un exceso. “Desaparición”, entonces, deja de ser un término confinado a una definición estática –sea en términos legales, sociales o políticos– y se vuelve un objeto fluido, un objeto sin contornos definidos, cuyos motivos son inciertos, donde la identidad de los actores no puede ser nítidamente determinada; un objeto de mezclas cuyos componentes pueden ser separados, pero no siempre y no necesariamente. Lo que diferencia a todas las diversas instancias de desaparición es tan importantes como lo que las une. La desaparición es un objeto fluido que, como predican Mol y Law (1994), si sigue difiriendo, pero también permanece igual, es porque se transforma de una disposición a otra sin discontinuidad.

Si el objeto “desaparición” difiere en ese contexto de la referencia común de las dictaduras de del Cono Sur, lo mismo sucede con la memoria de las desapariciones. Primero, es posible afirmar que la memoria de las “nuevas” desapariciones recuerdan el legado –el legado de luchas, de saberes y prácticas– de los 70, que se inscribe en los gestos del presente. Segundo, estas nuevas desapariciones, y Ayotzinapa no actúa aquí como “caso” o “ejemplo” sino como punto de condensación, el activismo ocurre en un escenario que difiere en modos substanciales del de los 70 –los nuevos movimientos sociales, los movimientos alter–globalización, la emergencia de la sociedad global, la lógica conectiva. Y tercero, porque los medios digitales en el que los objetos de memoria se crean y circulan está cambiando radicalmente como se forma la memoria colectiva. La pregunta es entonces cómo los nuevos objetos de memoria en torno a la desaparición son los mismos y otros, y cómo esto se materializa en las desapariciones de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

 

Memorias digitales

¿Qué significa exactamente memoria digital? En un sentido estricto, memorias digitales refiere a objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales, que por lo tanto no pueden circular fuera de este medio: la reconstrucción digital de sitios de memoria, un museo virtual como “Europeana”, el gesto de dejar el perfil vacío en Facebook el 24 de marzo. En un sentido más amplio, el término refiere al impacto que el giro digital tiene en la construcción y la diseminación de la memoria colectiva. Para algunos críticos el cambio es tan radical que ya no tiene sentido hablar de memoria colectiva (Hosksins, 2018). Otros prefieren señalar las continuidades entre “viejos” y “nuevos” medios, en lugar de rupturas claras. ¿Qué preguntas plantea el giro digital a la memoria, o al menos a los conceptos con los que estamos familiarizados en el campo de los estudios de memoria? Primero, plantea la pregunta sobre la naturaleza misma de los medios digitales o de Internet como un “medio mnemónico”. Por un lado, dada la capacidad de almacenamiento sin precedentes de Internet y el rasgo archivable por defecto, se ha convertido en un lugar común identificar los nuevos medios con una “memoria total” –una especie de Funes que recuerda todo–, un mito que se remonta a 1945, con el diseño del «memex» de Vannevar Bush. Un estado en Facebook, un tweet, una foto en Instagram se archivan automáticamente, donde está en juego no solo una cuestión de almacenamiento sino de disponibilidad, es decir, el hecho de que se puede acceder fácilmente a la información sin necesidad de ninguna indexación compleja, como sucedía en los medios impresos. Pero, por otra parte, Internet está lejos de ser un archivo perfecto, algo que todos hemos experimentado alguna vez al clickear un link y encontrarnos con “error” y comprobar que el sitio no está disponible. Como señala Wendy Chun: “Los medios digitales no siempre están ahí. Los medios digitales son degenerativos, olvidadizos, erasables” (160). Internet como archivo es poco confiable, es impredecible en lo que recuerda. El contenido desaparece, pero también reaparece de maneras arbitrarias. En este sentido, algunos críticos hablan de Internet como un “archivo anárquico”, un “anti-archivo”, de Internet como un medio sin memoria, y uno de los debates más frecuentes gira precisamente en torno a cómo los medios digitales nos fuerzan a repensar la relación entre memoria, información y almacenamiento, resumidos bajo la categoría de archivo. Esto no solo afecta una discusión conceptual, sino que da lugar a debates legales, como los relacionados con la regulación europea de 2012 “The right to be forgotten”, que intenta legislar sobre nuestro derecho a borrar contenido de la web, nuestro derecho –y, por supuesto, la posibilidad misma– de olvidar y ser olvidado en la era digital.

Segundo, lo digital también cuestiona la naturaleza de las comunidades que dan forma a la memoria. Aunque el adjetivo “colectivo” en “memoria colectiva” siempre ha sido un punto problemático, el término adquiría tradicionalmente un carácter relativamente estable, ya sea como sinónimo de comunidad nacional o como un efecto de los medios de comunicación masivos (el “público”, las “masas” como efecto de los medios masivos, que unificaban el cuerpo social). Pero ahora, la erosión del Estado-nación en el marco de la globalización como marco natural de la memoria, y la necesidad de analizar memorias transnacionales, junto a la sustitución de los medios masivos por la ecología digital, hacen que el adjetivo “colectivo” pierda su estabilidad para volverse múltiple, inestable, heterogéneo, contingente en relación con pertenencias efímeras que mutan y se intersectan en el espacio social conectivo. Es por esto que Andrew Hoskins (2018) reemplaza el término colectivo por “conectivo” o, habla de “memoria de la multitud” para describir “new flexible community types with emergent and mutable temporal and spatial coordinates” (86).

Lo digital también cuestiona el espacio o el lugar de la memoria. Desde Halbwachs, que pensaba el espacio como el factor de estabilidad por excelencia –“It is the spatial image alone that, by reason of its stability, gives us an illusion of not having changed through time and of retrieving the past in the present” (156)–, pasando por el ubicuo concepto de “sitio de memoria” de Pierre Nora, la memoria colectiva tuvo siempre una fuerte localización: estaba enmarcada, contenida, emplazada, situada, inscripta en un lugar, ya sea si pensamos en el espacio simbólico de la nación como comunidad imaginada –todo lo imaginada que se quiera pero imaginada dentro de los claros bordes que separan una nación de otra– o si pensamos en las marcas en el espacio urbano: la importancia de los sitios de memoria, monumentos y memoriales, o en marcas más discretas como “stolpersteine”, baldosas o murales, todos ellos marcas de la memoria en el espacio físico que habitamos. ¿Cómo se combinan la permanencia de estos lugares con la fluidez y la movilidad de lo digital? Que el espacio se reconfigure bajo el impacto digital no significa afirmar que las memorias digitales son necesariamente “memorias sin lugar”, descontextualizadas (aunque para algunos lo son). Si consideramos lugar y movilidad como opuestos, la fluidez de la memoria digital implica una pérdida, o una falta, o un desorden, una carencia de significado. Pero desde otra perspectiva, lugar y movilidad no necesariamente se oponen, sino que deben pensarse juntos. Para decirlo de otra manera, los medios digitales implican una nueva forma de experimentar el lugar que, lejos de las conocidas teorizaciones en torno al “no lugar” de Marc Augé, o las de Edward Relph, piensan el lugar como “relacional”, como un evento que no precede a lo que los sujetos hacen en el espacio, sino que precisamente se configura como resultado de esas prácticas. En términos de memoria esto implica pasar de un concepto de lugar como fijo, estable y pre-existente, a “lugar” entendido como el producto de prácticas sociales que conectan puntos múltiples en una red conformada por actores humanos y no- humanos.

Lo digital también implica re-pensar la agencia: ¿Quién selecciona la información y el acceso que tenemos a ella? ¿Quién estructura la ingeniería social? ¿Quién establece las conexiones, las promueve o las dificulta? No solo “agentes humanos” sino, en la misma medida –aunque de una manera infinitamente más oscura– los algoritmos.

Por último, lo digital cuestiona de qué manera los medios tradicionalmente asociados a la memoria cambian su función cuando son “remediados”, para usar el término de Bolter y Grusin, en la era digital. Por ejemplo, la fotografía. Si la fotografía era tradicionalmente un medio ontológicamente «memorístico», hoy en día, esta ontología se cuestiona drásticamente. Las fotos circulan digitalmente como formas de comunicar el presente, más que referir el pasado, como “momentos” más que “mementos”, en la frase de Van Dijck. Aquí nuevamente el debate es muy amplio, pero el hecho de que lo digital ha cambiado la forma en que usamos la fotografía como medio para crear memoria es innegable. Lo que quiero considerar a continuación no es cómo lo digital cambia la supuesta función mnemónica inherente en la fotografía, sino algo más acotado: cómo el dispositivo usado para representar la desaparición –las fotos– cambia su estado y multiplica su significado. Y propongo verlo en dos casos de la memorización en torno a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa: la iniciativa “Ilustradores con Ayotzinapa” y la obra “Nivel de confianza” de Lozano-Hemmer. No postulo que estos cambios se expliquen por la influencia del medio, por supuesto, sino que deben leerse en las complejas características socio-políticas e históricas del caso de Ayotzinapa y la fluidez de las desapariciones en el marco de la Guerra contra las drogas. Significa, por lo tanto, que los cambios no son solo un cambio de “medio” sino un contexto diferente y una trayectoria de memoria diferente, y “diferente” aquí se refiere a una relación concreta: una que pone en relación a México y Argentina. Con frecuencia, Argentina y México se han opuesto, presentados como dos polos en el espectro de la memoria (por ejemplo, el clásico Activists without Borders (1998), de Keck y Sikkink, aunque su análisis es muy injusto en lo que concierne a México). En estos análisis, Argentina se destaca como el caso de “éxito” y México en cambio como el “fracaso”. Si bien esta oposición simplista oscurece la historia de la memoria de los derechos humanos en México, la comparación sigue siendo útil sin embargo no como contraste, sino más bien porque hay préstamos, circulaciones, tiempos que colapsan y lugares fluidos que ayudan a comprender qué está en juego en el caso de Ayotzinapa.

 

Fotografía y desaparición en el caso Ayotzinapa

Tras lo ocurrido en Ayotzinapa, las fotografías de los rostros de los estudiantes comenzaron a circular. Muy rápidamente se convierten, junto con el número “43”, en la referencia ubicua para señalar el crimen e interpelar al Estado pidiendo justicia. Es importante señalar que antes de Ayotzinapa el rostro no era prominente en las protestas contra la violencia en México. La movilización más importante previa a Ayotzinapa, el «Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad», encabezado por el poeta Javier Sicilia, se negó a simbolizar el conflicto a través de un caso particular y optaron por utilizar texto o el silencio en lugar de imágenes. Fue solo después de Ayotzinapa, como señala Katia Olalde (2016), cuando el término “desaparición forzada” entró definitivamente en el debate público y la violencia adquirió un número y una cara (la de los cuarenta y tres estudiantes), lo que hizo posible representarlo simbólicamente en los rostros. Hubo, por lo tanto, un cambio en el registro semiótico, del texto a lo visual, es decir, del nombre (el signo escrito de identidad) al rostro (el signo visual de la identidad).

Pero lo que me interesa no es la circulación de las fotos como tales sino la transformación de las fotografías en objetos fluidos: las “semejanzas familiares” entre el objeto tradicional y el nuevo. Con objeto tradicional me refiero, principalmente, a la trayectoria que las fotografías de los desaparecidos han seguido en Argentina.

La relación entre fotografía y desaparición ha estado, como señala Luis García, asediada por la pregunta misma acerca del “abismo que las une y las mantiene a distancia”, una pregunta acerca “de las posibilidades y las dificultades de la ‘representación’ del desaparecido a través de la fotografía” (García, La comunidad en montaje, 57).

Como García destaca, las fotos de los desaparecidos tenían –aún tienen– dos funciones principales: una función “documental” y otra “expresiva”. Las fotos fueron utilizadas por primera vez por los familiares, quienes las portaron en sus propios cuerpos, colgada o prendida con un alfiler en las ropas de las madres, para contestar el borramiento que pretendía el Estado y oponerle a la desaparición perpetrada la “prueba” de ese rostro. Este uso como documento se basa en la tradición que considera que la propiedad principal del medio es su carácter de index: el “esto-ha-sido” de Barthes. Pero muy temprano, junto a esta tarea instrumental, las fotografías tomaron una función “expresiva”: el carácter documental retrocede y, en lugar de ser el testimonio de la vida previa de los desaparecidos, su “representación”, se convierten en el testimonio de su sobre-vida, de su vida posterior, su vida póstuma, de su retorno, de su re-aparición, ellas “están allí y ellas son los desaparecidos que re-aparecen” (60-61). En su función expresiva, las fotos de los desaparecidos son, literalmente, su forma de habitar el espacio social y el espacio del presente.

Esta función documental de la fotografía de los desaparecidos estuvo presente desde el inicio en Ayotzinapa, portadas por las madres y los padres, convertidas en pancartas y enarboladas en las masivas marchas que tuvieron lugar.

Figura 1

 

Sin embargo, hay ya una doble “referencia”: no solo los rostros de los “43”, sino que estas fotos nos remiten a la historia de la desaparición forzada de los años 70. No solo existe el carácter indexical inherente, estas fotos son «citas” de una representación ya establecida: reconocemos en ellas la figura de los desaparecidos y los reclamos, las luchas, la historia del activismo que se invoca para dar sentido a la desaparición del presente. Pero es sintomático que otras formas aparezcan para memorializar a los desaparecidos, fotografías no en sentido estricto, o sí, pero con bordes inestables, objetos fluidos que se transforman sin discontinuidad.

 

#Ilustradores con Ayotzinapa

Poco después de la desaparición de los estudiantes, la artista visual Valeria Gallo hizo un retrato textil de Benjamín Ascencio. Luego invitó a ilustradores que quisieran unirse a hacer un retrato basado en las fotos de los estudiantes, con una leyenda que incluyera el nombre del ilustrador y el de uno de los estudiantes. La iniciativa dio como resultado un “banco de retratos” compuesto de dibujos que “remedian” las fotografías iniciales. Estos dibujos se volvieron virales y se han reproducido incesantemente en recordatorios, sitios web, marchas; podemos verlos ocupando el lugar de los dispositivos tradicionales en blanco y negro.

 

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

 

En estos retratos el carácter indexical de la fotografía se pierde radicalmente. Los dibujos no son documentos, ni pruebas, ni rastros materiales de sujetos vivos anteriores a la desaparición. En cambio, la función “ficticia” o expresiva pasa a primer plano.

 

 

¿Cuánto importa –cuánto sigue importando– el carácter documental, la adherencia al referente? Uno de los lugares comunes en el debate sobre la fotografía digital es que, gracias a su fácil manipulación –la forma en que las fotografías pueden ser retocadas, corregidas, mejoradas–, las imágenes digitales han perdido su realismo, lo que da paso al mito de que la fotografía digital tiene una ontología diferente a la análoga, y que esta ontología dicta una relación distinta con el referente, basada en la información, el código y la señalética (la esfera simbólica), en lugar de la esferas icónica e indexical de las formas antiguas de fotografía (Mitchell, WJT , Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics). WJT Mitchell discute este mito afirmando que el supuesto realismo de la fotografía análoga no es ninguna cualidad inherente al medio sino producto de una noción simplista de realismo. El realismo no está inscripto en la ontología de ningún medio como tal, cuyo potencial para capturar el referente radica en las complejas mediaciones que producen un efecto real, cualquier automatismo descartado. Si la fotografía tiene un automatismo, es tanto una tendencia a estetizar y embellecer, como su adhesión al referente.

Mitchell cuestiona, de hecho, que el referente sea algo dado. En el caso de las fotografías de desaparecidos: ¿Cuál es el referente? ¿Es el rostro? ¿Es a la expresión que capta el momento exacto de la felicidad, previo a la irrupción de la violencia? ¿Es la época, plasmada en la vestimenta, los peinados, los gestos de ese individuo? ¿Es un individuo o la manera en que esta biografía funciona como metonimina, la parte por el todo? ¿Es el accionar del Estado, su carácter criminal?

Cuando planteamos esta pregunta, rápidamente el realismo de la imagen se descompone y el valor de la fotografía como práctica social se vuelve obvia. La propuesta de Mitchell es que más que de-realizar, volverse menos creíbles, o menos legítimas, la digitalización ha producido una “optimización” de la cultura fotográfica, en la que la intervención sobre la fotografía perfecciona el realismo antes que aniquilarlo. Mitchell también argumenta que la principal diferencia de las imágenes digitales no está en su fidelidad, ni en su referencia, sino en su circulación y diseminación. Esto es lo que cambia fundamentalmente bajo el impacto de lo digital: si antes las fotografías estaban confinadas a una circulación restringida y lenta, ahora en cambio pueden circular rápidamente, viralizarse, lo que las dota de una vitalidad incontrolable, una habilidad de migrar a través de las fronteras, de quebrar los controles impuestos. En una época que perfecciona las vallas y los muros, que perfecciona sus mecanismos de control, esta capacidad de la imagen digital de transgredirlos funciona políticamente rediseñando el espacio social o, al menos, oponiendo una resistencia a esa lógica.

Lo que hicieron los ilustradores con las fotografías iniciales fue perfeccionar el realismo de los originales, no en el sentido de embellecerlos sino en la de reponer la mirada con la que nosotros los vemos, la indignidad, el dolor, la rabia. El gesto de los dibujos parece hacer retroceder lo digital a una era anterior, no a la reproducción técnica, sino al retrato, cuando el pintor, enfrentado al enigma de la subjetividad, intentaba capturar esos rasgos que individualizaban el retratado, la “verdad” del enigma detrás del rostro. En el mismo gesto, cada retrato es una llamada a demorarnos en la contemplación, un pedido imperioso a que veamos ese rostro que en su singularidad se multiplica frente a nosotros en todas sus variantes, reproduciendo o imaginando, cada vez, otra vez, los mismos rasgos. Si la profusión de imágenes en la cultura digital provoca una especie de ceguera, estos dibujos nos piden demorarnos, observar qué colores se han utilizado, qué otras figuras aparecieron, qué tan delgadas o gruesos son los trazos, o incluso, en los dibujos que se apartan más de la fotografía original,  hasta qué punto todavía vemos un rostro allí, volviendo a la pregunta que hiciera James Elkin  en un libro que se titula no casualmente The Object Stares Back: On the Nature of Seeing (1996): “¿ What is a face? I want to know what counts as a face […], what is on the border between a face and something that is not a face, and what kind of thing is definitely not a face” (161). O también, mirar es una metamorfosis, no un mecanismo.

El segundo punto, como subraya Mitchell, radica en su capacidad digital para circular, romper barreras, multiplicarse y volverse ubicuas. La función «expresiva» de estas fotografías podría hacernos pensar en proyectos muy conocidos como Arqueología de la ausencia, de Lucila Quieto o Ausencias, de Germano. Sin embargo, mientras que las obras de Quietos o Germano son una unidad formal cerrada, Ilustradores es una base de datos cuyos rasgos son los de los “rogue archives”, archivos abiertos, incompletos, permanentemente en construcción, alimentados por la producción cultural de quienes los construyen y los mantienen. Ese carácter abierto y móvil de Ilustradores contesta de manera ubicua el gesto del Estado inscripto en la desaparición. Otra distinción fundamental es el hecho de que estos dibujos son hechos por personas que no tienen un vínculo intrínseco con los desaparecidos. No son hijos, no los une un lazo biológico. No existe un álbum familiar en el caso de Ilustradores, sino personas que establecen una relación con los desaparecidos al dedicarse a la actividad de transformar las fotos en un testimonio personal y un reclamo de justicia. Forman parte de una comunidad mucho más amplia y difusa, la de la sociedad civil global, cuyos valores y normas se transmiten a través de los medios digitales. Los medios digitales son el canal que vehiculiza las demandas de la sociedad civil global, que pone en acto el trabajo de justicia global.

 

Nivel de confianza

 

 

“Nivel de confianza” (2015) es un proyecto del artista mexicano Rafael Lozano-Hemmer. El proyecto consiste en una cámara de reconocimiento facial que ha sido entrenada para buscar incansablemente los rostros de los estudiantes desaparecidos. Cuando uno se para frente a la cámara, el sistema utiliza algoritmos –Eigen, Fisher y LBPH– para determinar qué rasgos faciales de los estudiantes coinciden con los del participante, lo que brinda un «nivel de confianza» sobre la precisión de la coincidencia. Los rostros están en el centro de la escena, pero mediados por la tecnología de reconocimiento facial.

Los sistemas de reconocimiento facial sustituyen el significado de los rostros por una matemática de los rostros, por lo que reducen su complejidad y multidimensionalidad a criterios medibles y predecibles. De hecho, la tecnología de reconocimiento facial implica procesos complejos para reducir y normalizar el rostro, lo que perfecciona las técnicas de vigilancia. En Level of Confidence, las fotografías no se transforman en otro objeto, sino que se usan para poner en contacto tres elementos: el rostro de los estudiantes, el espectador y el régimen escópico. Más que una invitación a ver, como en Ilustradores, lo que plantea Lozano-Hemmer es la incomodidad de ver, la imposibilidad de ver, el punto en que el régimen escópico se alinea con los mecanismos de surveillance.

Nosotros, como espectadores, no podemos elegir cómo ver. El espectador debe pararse frente a la cámara para ser sometido al reconocimiento y debe esperar hasta que se complete el proceso, que al final falla. No podemos elegir desde dónde mirar, ni cómo situarnos en relación a lo que miramos, de hecho, aunque miramos a los estudiantes a la cara, el ritmo de la cámara nos impide demorarnos y nos reduce en cambio a ser un objeto de observación. La sensación recuerda a pasar el control de seguridad en el aeropuerto.  En las marchas las fotografías de los desaparecidos, portadas en pancartas, diseñan un espacio compartido, en el que una comunidad espectral comparte el mismo despacio. Aquí también compartimos un mismo espacio con los estudiantes desaparecidos, pero en una confrontación que distancia (la mediación del dispositivo, el fracaso del reconocimiento) y une (ambos somos sometidos a la tecnología de surveillance). En ambos casos, la sensación es de impotencia, de frustración, como si fuese el reverso de “Aliento”, del artista Oscar Muñoz, en el que al acercarnos a unos espejos y respirar sobre ellos, aparecen los rostros no identificados de colombianos desaparecidos.

Lozano-Hemmer combina la lógica digital, la base de datos y el algoritmo. En este caso, el dispositivo está programado para fallar, ya que sabemos de antemano que no somos uno de los estudiantes. Ese fracaso nos confronta al fracaso de la búsqueda real, al desconocimiento, cinco años después, sobre su paradero.  “Nivel de confianza” se convierte en un objeto de memoria irónico, incluso desde el título mismo. Es simultáneamente una denuncia del poder arbitrario del Estado, un impulso para mantener el reclamo de justicia abierto y un encuentro subjetivo con los rostros de aquellos a los que miramos y quienes nos miran.

James Elkin decía, sobre el rostro, que el recuerdo de un rostro es siempre evanescente y, al mismo tiempo, que un rostro es, definitivamente, el objeto que vemos mejor. Vemos más de lo que creemos ver, más de lo que somos capaces de describir o listar cuando miramos un rostro. El rostro es el sitio de la visión más perfecta de la que somos capaces. Y esto porque, a diferencia de los otros objetos que pueblan el mundo, el rostro es siempre algo incompleto, un “work in progress” que necesita ser visto, tocado con nuestra mirada. Los rostros digitales de los cuarenta y tres estudiantes intensifican aún más esa cualidad: son objetos incompletos, efímeros, evanescentes –con la temporalidad fluida de lo digital– y al mismo tiempo, habitan ese espacio con la permanencia de lo ubicuo, multiplicando y sosteniendo en el tiempo el reclamo de su aparición.

 


Bibliografía

Chun, Wendy Hui Kyong. “The Enduring Ephemeral, or the Future is a Memory”. Critical Inquiry 35.1 (Autumn 2008): 148-171.

Elkins, James. The Object Stares Back: on the Nature of Seeing; San Diego: Harcourt Brace, 1996.

García, Luis Ignacio. La comunidad en montaje: imaginación política y postdictadura. Buenos Aires: Prometeo, 2018.

Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Informe Ayotzinapa. Investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa, 2015.

Halbwachs, Maurice. The Collective Memory. Translated by Francis J. Ditter and Vida Yazdi Ditter.  New York: Harper & Row, 1980.

Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018.

Hoskins, Andrew. “The memory of the multitude: the end of collective memory”. Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018. 85 –  109.

Mata Lugo, Daniel Omar. “Traducciones de la ‘idea de desaparición (forzada) en México”. Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017. 27- 73.

Mata Rosas, Francisco (coordinador y compilador) y Felipe Victoriano (editor de textos y compilador). 43. México: UAM, Unidad Cuajimalpa, 2016.

Mitchell, W. J. T. Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics. Chicago and Lodon: University of Chicago Press, 2015.

Mol, Annemarie and John Law. “Regions, Networks and Fluids: Anaemia and Social Topology”. Social Studies of Science 24 (1994): 641–71.

Olalde, Katia. Bordando por la paz y la memoria en México: Marcos de Guerra, aparición pública y estrategias esteticamente convocantes en la “Guerra contra el narcotráfico” (2010-2014). Tesis Doctoral, Universidad Autónoma de México, 2016.

Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017.

 

 

*Silvana Mandolessi es profesora de Estudios Culturales en la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente dirige el proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”. Este proyecto ha recibido financiación del Consejo Europeo de Investigación, en el Programa Marco de Investigación e Innovación de la Unión Europea Horizonte 2020 (“Digital Memories”, Grant Agreement N° 677955).

 

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La crónica bordada de Sebastián Hacher

Por: Mónica Bernabé (IECH-UNR)

Imágenes: Sebastián Hacher

Mónica Bernabé analiza la narrativa heteróclita del periodista Sebastián Hacher: para la autora, mezcla de literatura, arte y etnografía en la que conviven prácticas heterogéneas. Para pensar la relación entre los cuerpos en peligro, las minorías y la migración, Bernabé se detiene especialmente en el proyecto denominado “Inakayal vuelve”. Una iniciativa que busca desandar el camino que hicieron los prisioneros y prisioneras mapuches en la llamada “conquista del desierto”, a través de la intervención colectiva de sus fotografías mediante la “iluminación” (colorear las imágenes que eran, originalmente, en blanco y negro) y el bordado. Para la autora, Hacher propone desandar esa historia de muerte desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado –ni contado– por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.


“El hombre que teje” es una crónica (si es que podemos seguir usando ese término en este caso) que desde su mismo título deja presentir lo raro. El oxímoron se intensifica cuando descubrimos que el bordador aprendiz en talleres donde reinan las mujeres es también el periodista que durante quince años escribió sobre violencia y movimientos sociales en Cosecha Roja. Es el mismo que durante cuatro años recorrió las noches de La Salada desafiando matones en los pasillos del miedo ¿Qué relación existe entre el cronista de una ciudad oscura y brutal con el que enhebra hilos y letras al ritmo de una Surah del Corán recitada en árabe?

Llamemos, provisoriamente, “proyecto Hacher” a esa mezcla de literatura, arte y etnografía de la que resulta un híbrido donde convergen prácticas heterogéneas. Paso a enumerar: crónica periodística, reportaje fotográfico, autobiografía, bordado artístico, investigación de archivo, diario de viaje, trabajo de campo, arte colaborativo, militancia social, producción multimedia, narrativa documental, diseño pop. Estamos ante un programa experimental desde el que emerge un artista singular que apenas se deja ver en el juego de los desdoblamientos.  Lo adivinamos, por dar un ejemplo, cuando incrusta, en el seno del relato, el video de un programa de la televisión alemana en donde Björk –medio en serio, medio en broma– hace gala de poseer un “control artístico absoluto”. El mismo control que el cronista descubre en Chiquita Martínez, la Björk del ñandutí en Paraguay, un modelo a imitar cuando, sin poner demasiada atención en el dinero, la labor artística se realiza en el tiempo libre, después de concluidas las tareas de la casa o al final de la jornada laboral. Entre el bordado y el tejido, la escritura se acopla al ritmo de una práctica ejecutada por las mujeres desde tiempos inmemoriales: el cronista, entonces, va pergeñando una escritura extraña al patriarcado de las letras nacionales.

Como en un bordado, el hombre que teje trama una imagen de sí que tiene verso y anverso: versiona un modelo de escritor que desafía patrones e incomoda a los que necesitan definir y llenar los casilleros de los géneros y de las identidades. Escribir sobre bordado, aprender a bordar, e inventar un territorio incierto, a mitad de camino entre periodismo y artesanía lo lleva a tensionar y traspasar el oficio de cronista para dar testimonio de la cercanía que existe entre un mundo de despojo y destrucción y la epifanía de unas imágenes que resisten a la catástrofe.

Las crónicas del artesano, o los bordados de periodista, o no sé bien qué, están lejos de la literatura en blog o Facebook que, después de algún tiempo y de un trabajo de edición, suelen ser publicadas en la forma tradicional del libro. “Te queremos como autor, pero no nos cierra el libro” le contesta por mail una editora con la que había entrado en negociación para una publicación.  La negativa confirma el lugar incierto de un autor que a comienzos de siglo aprendía el oficio de periodista en las redes sociales y que, cuando decide torcer su práctica, hecha mano a la tela y el hilo sin pasar por el papel y la tinta.  El libro no cierra porque su experiencia de escritura se cumplió y se cumple fuera de la tecnología de imprenta y del canon del arte ilustrado.  De este modo, el autor sin libro entra en sintonía con tantos otros proyectos artísticos contemporáneos (rémora tal vez de viejas estrategias vanguardistas) en donde la escritura des-borda los límites de la ciudad letrada al tiempo que establece una relación íntima con las imágenes. En caso de ser publicado, el libro del cronista bordador nunca podrá reponer la experiencia de la lectura online, es decir, no podrá reproducir (dicho benjaminianamente) la experiencia de leer, ver y escuchar que propician las entregas de Anfibia, sitio en donde Sebastián Hacher fue diseñando una suerte de programa estético-político, un proyecto que se constituye –como el tejido de las redes– entre distintas formas de contar y construir la realidad.

Detengámonos en el trabajo artesanal y la profundidad casi mística, como decía Valery, que provoca la coordinación de alma, ojo y mano. Aquí, el modo manual no debe ser entendido en oposición a las sofisticadas operaciones de los programadores en internet. El trabajo de Hacher no se adscribe a la polaridad artesanía/tecnología que forma parte del lugar común que contrapone la era posindustrial a la nostalgia de un pasado edulcorado en el que reinaba lo auténtico y original. El artesanado de Hacher nos recuerda a Richard Sennett cuando argumenta sobre la relación entre las antiguas tejedoras y los programadores de Linux. Para el sociólogo norteamericano, las prácticas rebeldes de quienes desarrollan el software de código abierto son similares a los patrones comunitarios del trabajo artesanal: descansan en las formas colaborativas de descubrimiento y solución de problemas y en el carácter impersonal y anónimo de las contribuciones.

Lo mismo podríamos decir de los periodistas independientes de Indymedia, la red global participativa que nace en 1999 en las arenas de la “batalla de Seattle”. No es menor el hecho de que Hacher haya sido uno de los fundadores de la filial argentina de la red –entre el 2001 y 2002, nuestro bienio rojo– con la consigna de “dormir con los borceguíes puestos y la cámara cerca”. En aquellos días aciagos en que cayeron Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lograron torcerle el cuello a las agencias del poder desactivando las maniobras para el ocultamiento del crimen. (http://revistaanfibia.com/piquetes-en-la-prehistoria-de-las-redes-sociales/).

Pero vayamos al tema que nos convoca: los cuerpos en peligro, las minorías y los migrantes; tema que, desde los comienzos, es central en la producción de Hacher. En particular, en el proyecto denominado #Inakayalvuelve, que conecta directamente con la resistencia de la minoría mapuche en Argentina.  El proyecto, que es definido como “una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de no ficción”, discute los cimientos mismos del Estado-nación re-bobinando, a la manera de una proyección al revés, la llamada “conquista del desierto” (1878-1885) para que al dorso emerja la imagen del genocidio mapuche largamente ocultado. Hacher propone desandar la historia desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.

#Inakayalvuelve puede ser pensado como ejemplo del “giro etnográfico” que Hal Foster analizó a propósito del arte neoyorkino a fines del siglo XX. Pero también forma parte de las formas contemporáneas del “arte fuera de sí” que Ticio Escobar vincula con los rituales indígenas del pueblo ishir y de los grupos chiriguano-guaraní. Arte y ritual: pura performatividad que empuja hacia el mundo. ¿Acaso #Inakayalvuelve no despliega el combate entre el fin de la autonomía y el instante precario en el que se manifiesta una diferencia estética?

Mi primera hipótesis es que la práctica artística de Hacher, en particular el bordado de las fotografías del siglo XIX tomadas a los indios cautivos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, conecta con las preguntas que David Viñas formuló en el contexto de la última dictadura militar y su celebración del centenario de la llamada “conquista del desierto”, preguntas que, después de casi cuarenta años, aún siguen provocando: “¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias? ¿O nada que ver con América Latina?”, “¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? ¿O no hubo indias ni indios?, “Quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.

La segunda hipótesis sostiene que si ciertamente estamos ante un ejemplo de arte etnográfico, aquí –al sur del continente– no sería el resultado de la envidia del etnógrafo, como lo piensa Foster, sino, más bien, un ajuste de cuentas con los historiadores y los relatos de la nación de los que el indio fue borrado. El arte etnográfico de Hacher es un arte de “contra-conquista”, en el sentido en que Lezama Lima pensaba el barroco americano: activación de la potencia que anida en las imágenes del pasado para el ejercicio de la justicia estética. Sin embargo, hay otras preguntas que inquietan: ¿Este particular giro etnográfico vendría a configurar una nueva forma de indigenismo, un neo-indigenismo, ahora atravesado por las tecnologías digitales, abierto a la navegación por internet y a la apertura infinita de archivos?

25

Sabemos de los dilemas de la representación de lo indígena. Son innumerables los trabajos y las discusiones críticas que, particularmente a partir de la década de los ochenta, han problematizado los modos en que se ha ejercido el mecenazgo intelectual y político de los sectores indígenas en América Latina. Incaísmo, indianismo, andinismo, neo–indigenismo, cholismo, mestizaje e hibrideces varias hacen del indigenismo un concepto excesivamente ambiguo y riesgoso. Sin embargo, en la larga historia de los movimientos de pueblos y de cuerpos, los diversos indigenismos constituyeron una forma de figuración de un tiempo y un espacio otro, una posibilidad —para decirlo con las palabras de Didi-Huberman— para la emergencia de una parcela de humanidad despojada. El indigenismo latinoamericano de buena parte de siglo XX fue una manera específica de figurar a los otros y también fue una forma de exponerlos. Reparar en los pueblos expuestos, entonces, implica examinar el doblez, el pliegue de esa exposición. Cuando los pueblos son objeto de exposición reiterada en imágenes estereotipadas es porque están, precisamente, expuestos a la desaparición. El indigenismo es la forma en que una serie de pueblos —en trance de desaparición— comienzan a aparecer, a ser figurados en la política y en el arte bajo la abstracción deformadora de un tipo, de una fórmula, de una representación altamente codificada.

La diferencia argentina en la larga historia del indigenismo latinoamericano se explicaría, en parte, por una radical negación que, como decía Viñas, adquiere las dimensiones siniestras de la desaparición: en ese proceso, lejos del indigenismo clásico, lo mapuche fue catalogado exclusivamente como objeto para la investigación positivista. La nueva nación funda un museo de ciencias naturales e incorpora los cuerpos de los vencidos al servicio del reconocimiento osteológico, restos fósiles remanentes de un estadio superado de la evolución de la especie. El indio fue archivado como naturaleza absoluta, lo mismo que las piedras y la composición geológica de los suelos en la que habitaron, esas “tierras sin dueño, tierras de nadie” (como dice la niña que habla en el corto Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel) y, a partir de 1879, bienes raíces de los administradores del capitalismo latifundista, desde el general Roca hasta Luciano Benetton y Joseph Lewis.

El arte de Hacher es un arte de restitución: pretende devolver algo de la vida arrebatada a los cuerpos archivados. Como los antropólogos del colectivo Guías que trabajan en la identificación de los huesos del museo para poder devolverlos a sus comunidades de origen, el bordado de las fotografías que tomaron los científicos positivistas a los prisioneros procura restituirles el alma. En este gesto, Hacher complica a los indigenismos tanto latinoamericanos como argentinos (aquellos que van de la Eurindia del Centenario hasta las carrozas pop que abrieron el desfile de Fuerza Bruta en los festejos del Bicentenario).  Con actitud de etnógrafo, el cronista practica una observación participante y se mimetiza solidariamente con las indias y los indios para interrogar por las identidades: la suya y la de los otros.

Mimetizarse: según la maestra María Moreno es la treta número uno del decálogo Mansilla, nuestro primer etnógrafo en tierras ranqueles. Hacher puede vivir en el vértigo como cualquier puestero de La Salada, en el borde del borde del conurbano profundo donde conoce a Jaime, el migrante peruano procedente de Pucallpa. Hacia allá viaja para, como él mismo dice: “Meter los dedos en el enchufe del continente” y beber y soñar con la ayahuasca como un indio shipibo en la espesura de la selva amazónica. Y luego, trasladarse a la estepa patagónica para danzar en respuesta al llamado milenario de la tierra con los mapuches de la comunidad Pillan Mahuiza en territorios recuperados cerca del río Carreleufú.

En ese mismo gesto, cumple también con otra de las tretas del decálogo Moreno-Mansilla que es la de ir a los extremos. Jamás lo veremos caer en la prosa circunspecta y el tono neutro de la noticia rápida y efímera, nunca la metáfora fácil con pretensión poética. El cronista de la Salada necesita tanto de la palabra certera que pueda desafiar a los matones que mal disimulan el caño de la nueve milímetros en la sobaquera, como de la palabra justa que convoca al silencio para pensar por las formas del festón griego en el gineceo del taller Formosa. Las máximas del conocimiento in situ, de vivir peligrosamente y experimentar con el mundo de los otros hacen que su arte se oriente hacia una crítica cultural subversiva del mundo propio.

Las fotografías de los cautivos del museo están atravesadas por las paradojas del anacronismo: esos rostros del pasado nos devuelven la imagen de los excluidos del presente, en la exhumación del material de archivo el cronista nos señala los actuales prisioneros del sistema. Reducidos a la condición de “vida desnuda”, que es el objeto último de la biopolítica, los nuevos bárbaros son condenados a la marginación interna,  sujetos desechables, sin garantías, gente sin estado dentro del mismo territorio nacional. Para Hacher, ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Veamos su intervención sobre la foto de dos prisioneras: la mujer de Foyel y la hija de Inakayal:

 

Sebastián Hacher

Sobre ellas Hacher escribe:

La mirada de la mayor es de una tristeza enorme. La niña parece no querer entregarse a la cámara. Tiene puesto un rosario y está un poco fuera de foco. Pienso en los niños de mi familia, en mis padres. Nos imagino a nosotros en la misma situación: diezmados, despojados de nuestras casas, nuestras vidas, hacinados. En el abrazo de esa foto veo a mi madre, a mi sobrina. Deben tener la misma edad que ellas. Y quizás el mismo amor que sienten ellas.

Ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Pinto la imagen con una mezcla de furia y cariño. Sus ojos son oscuros, dice Gerardo cuando las imprime. Podría aclararlos, pero prefiero dejarlos así.

De los ojos de la niña saldrán hilos de fuego.

Ojalá puedan quemarlo todo.

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La representación de los Pueblos Originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento

Por: Leticia Rigat

Imagen de portada: tapa del libro

Leticia Rigat nos presenta un fragmento de su libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento (2018), el cual fue seleccionado en el concurso «Llamado a Ediciones para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. Su trabajo parte de los ejes conceptuales «cuerpo», «fotografía» y «cultura» para analizar cómo la fotografía latinoamericana contemporánea –en la obra de Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966) – aborda de manera crítica la representación que la fotografía del siglo XIX y principios del XX cristalizó, en sus retratos, de los Pueblos Originarios de América Latina. Así, la autora propone que las normas de representación que estructuraron la producción de esas imágenes adquieren nuevos sentidos en el corpus analizado, para mostrar así cómo esos grupos fueron desplazados e identificados como una otredad “salvaje” y “exótica”.


El libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento fue seleccionado en el concurso “Llamado a Ediciones 2018 para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. El trabajo propone una reflexión en torno al uso de la fotografía en la construcción identitaria y su incidencia en la producción de imaginarios sociales. Partiendo de tres ejes conceptuales: cuerpo, fotografía y cultura, buscamos analizar cómo en la fotografía latinoamericana contemporánea se produce una nueva significación en la representación de los Pueblos Originarios de América Latina en contraposición a cómo se los retrataba a fines del siglo XIX y principios del XX. Período en el que intereses científicos y coloniales occidentales buscaban crear una imagen de los Otros-indígenas desde el exotismo y el salvajismo, como aquello que estaba en los márgenes de los procesos de modernización y proyectos civilizatorios en los Estados-nacionales posrevolucionarios.

Basándonos en estos usos de la fotografía en dicho período, nos propusimos compararlos con producciones contemporáneas, a partir de las obras de tres fotógrafos latinoamericanos contemporáneos: Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966). En sus obras es posible reconocer una dimensión crítica de la situación actual de los pueblos originarios a partir de la resignificación de ciertas normas de representación que sirvieron para la identificación y exclusión de dichos grupos. Estos desplazamientos en la representación producen un giro histórico, estético y conceptual que marcan un reconocimiento del Otro desde su diferencia cultural.

Partiendo desde aquí consideramos cómo la colonización de las poblaciones originarias de América Latina es representada y denunciada por ciertas obras actuales de la fotografía contemporánea. En estas producciones el cuerpo es colocado en el centro de la representación y en ellas podemos reconocer muchas características de los retratos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX con las que se buscaba identificar y delimitar tipos humanos. En este sentido, consideramos que las normas de representación que estructuraron la producción de este tipo de imágenes son resignificadas en los casos analizados para poner de manifiesto cómo estos grupos eran desplazados e identificados como Otro. Una mirada crítica sobre el pasado pero para hablar del presente, para problematizar lo actual, buscando una descolonización de la mirada, del saber y de las iconografías que gestaron nuestros imaginarios.

En la presente publicación proponemos un fragmento de dicho trabajo, pudiendo ser consultado en su totalidad de manera digital en la página web del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF).

 

La búsqueda de una identidad latinoamericana en la fotografía de América Latina

 Los estudios sobre “fotografía latinoamericana” son relativamente recientes, no fue hasta la década de 1970 que comienzan a aparecer trabajos de investigación, coloquios y exhibiciones que ponían en escena este concepto. El Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía realizado en México en 1978 puede considerarse como el punto inicial a partir del cual se crearon números Consejos Nacionales de Fotografía en distintos países de la región y la réplica de reuniones, coloquios, exhibiciones con la denominación “Fotografía Latinoamericana”.

Desde aquel momento inicial al presente, las investigaciones en el tema, las exhibiciones, coloquios, bienales y debates se han incrementado notablemente, y han ido variando determinados enfoques en torno a la fotografía y a Latinoamérica. De los primeros casos, podemos decir que en su mayoría se trataba de investigadores europeos o norteamericanos que reproducían los ejes verticales de los centros a las periferias, y en función de tópicos como lo exótico, lo tercermundista, el subdesarrollo, la violencia, etcétera.

Es a partir de la década de 1980 cuando comienza a producirse un verdadero giro tanto en las producciones fotográficas como en las investigaciones latinoamericanas: fotógrafos, curadores e investigadores buscan revertir esta visión desde afuera para centrarse en una definición, una historiografía y en una producción que refleje una autorreflexión crítica sobre la fotografía realizada en y desde América Latina.

Precisamente, en 1978 se celebra el Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía en México (organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía y con los auspicios del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública), el cual contó con una amplia participación de fotógrafos y ponentes de distintos países. El principal eje de interrogación del mismo fue: ¿Qué identifica o caracteriza a la fotografía latinoamericana?

La respuesta a dicha pregunta por la identidad de la fotografía de la región giró en torno al documentalismo de compromiso político y social, abogando por el realismo y condenando las intervenciones y manipulaciones de las imágenes. Esto último queda ilustrado por la presentación de Raquel Tibol, quien esgrimiendo a favor de la fotografía como medio de expresión autónomo frente a las artes plásticas afirma:

La fotografía, por el hecho mismo de que sólo puede ser producida en el presente y basándose en lo que se tiene objetivamente frente a la cámara se impone como el medio más satisfactorio de registrar la vida objetiva de todas sus manifestaciones; de ahí su valor documental, y si a esto se añade sensibilidad y comprensión del asunto, y sobre todo una clara orientación del lugar que debe tomar en el campo del desenvolvimiento histórico, creo que el resultado es algo digno de ocupar nuestro puesto en la revolución social a la cual debemos contribuir[1].

 

Convoca a los fotógrafos de la región al encuentro y al diálogo, para que con “elocuencia crítica” contribuyan a expresar el Ser latinoamericano, expresando en los siguientes términos lo que considera “la plataforma común del fotógrafo latinoamericano”: atareado con frecuencia en asuntos nacionales marcados por presiones económicas, políticas y militares, las dependencias del imperialismo y de la explotación oligárquica en la que vive la gran mayoría de los países de la región[2].

Una afirmación en la que puede leerse una postura poscolonial en la que denuncia y critica las dependencias y continuidades coloniales, que se ven reflejados también en colonialismos internos. Un espíritu expuesto en la ponencia de Tibol pero que puede reconocerse también en ‘las notas’ que los fotógrafos enviaron para explicar su labor y los fundamentos de sus obras, notas que han sido incluidas junto a las fotografías que integraron la muestra, en la publicación de las memorias del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía bajo el título Hecho en Latinoamérica.

En las afirmaciones de los fotógrafos puede notarse una constante reivindicación de las cualidades técnicas de la fotografía para la representación fiel de lo real. Una concepción en torno a lo fotográfico como mímesis perfecta de lo real, que valoriza a la imagen desde sus posibilidades técnicas de registro directo, sin intervenciones, ni manipulaciones (documentalismo moderno) que lleva a una reafirmación de la fotografía como documento de denuncia comprometido con un movimiento de cambio. Asimismo en muchas de las notas pueden encontrarse cuestionamientos a las continuidades coloniales y las presiones imperialistas. Por ejemplo Jorge Acevedo (México) afirma en este sentido que el trabajo fotográfico debe buscar una expresión de la realidad y sus contradicciones:

Necesariamente esta producción artística deberá ponerse al servicio de la crítica y de la denuncia de la explotación, la marginación y la colonización y no será posible ponerla en práctica sin un largo camino que vaya limpiando esta misma de la ideología imperante y en la ruptura constante del modelo estético convencional el cual nos atrapa[3].

 

Asimismo, la fotógrafa mexicana Margarita Barroso Bermeo manifiesta que el fotógrafo debe estar comprometido y ser consecuente con su época para poder generar a través de la fotografía una protesta:

Mi intención es mostrar una realidad que muchos pretenden ignorar, o que de alguna manera se nos trata de ocultar o deformar por considerarla hiriente, indignante, o molesta. […] Al hacerlo, estoy autotrasnformando mi conciencia hacia una postura más crítica y más humana; al mostrarlas, trato de ayudar a los demás a lograr lo mismo[4].

 

Desde Chile, Patricio Guzmán Campos advierte que los latinoamericanos debemos compromiso y militancia en las luchas de nuestros pueblos:

El fotógrafo comprometido con su pueblo y su época en su lucha por conquistar su independencia y liberarse de la opresión imperialista, deberá ser fiel a él y saber interpretarlo. […] Debemos estar siempre atento en la denuncia y ayudar mediante nuestra capacidad y sensibilidad, a luchar contra la injusticia social en que viven y trabajan las mayorías nacionales de nuestros pueblos indoamericanos[5].

 

Por su parte, Pedro Hiriart (México) se detiene también en la idea del fotógrafo comprometido con su entorno social latinoamericano, sujeto a presiones exteriores, con imposiciones culturales y mecanismos de enajenación: “La obra es una búsqueda de identidad y un intento de subversión. Búsqueda de la identidad, borrada primero y negada sistemáticamente después. Subversión de la imagen para transformarla de un arma de control en un instrumento critico liberador”[6].

Julia Elvira Mejía (Colombia), destacando que su interés es captar lo cotidiano en su contexto social, afirma:

Este contexto social ha sido descrito en Latinoamérica por medio de situaciones de pobreza, desorden, y basura sin fin ni remedio, de invasiones masivas de valores ajenos, de explotaciones turísticas de culturas autóctonas, de represiones militares, de manifestaciones de fervor religioso que conservan la esperanza y la opresión[7].

Bajo este mismo tono puede reconocerse en muchas de las declaraciones de los fotógrafos una constante denuncia de la situación social latinoamericana en cuanto a choques de culturas, violencias, pobreza y marginación. En cuanto a los pueblos originarios y los afrodescendientes, hay una marcada crítica a su explotación como curiosidad turística y a su representación desde el exotismo. Son notables también las manifestaciones de los fotógrafos cubanos por la reivindicación de la revolución y sus líderes, y de la fotografía como instrumento de la historia, liberador y para crear conciencia.

En 1981, nuevamente en México, tuvo lugar el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía, organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía (creado al finalizar el primer coloquio). En esta ocasión, su director, Pedro Meyer volvía a destacar a la fotografía documental como la expresión por excelencia de la fotografía en América Latina y a la identidad latinoamericana en relación a la colonización (en términos políticos) y a las dependencias y sometimientos de nuestra región por el imperialismo.

Desde los tiempos de la Conquista y la Colonia española cuando éramos ‘el nuevo mundo’, hasta llegar a ser denominados ‘latinoamericanos’, todos aquellos pueblos al sur del Río Bravo habitamos una vastísima extensión territorial, que engloba en sus límites países de habla hispana, portuguesa, inglesa y cientos de lenguas autóctonas. Estos pueblos nos encontramos con regímenes -en este año 1981- que van desde un país socialista como Cuba, hasta las dictaduras fascistas de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay; o pueblos que recientemente surgen de un doloroso proceso revolucionario como Nicaragua; otros que actualmente se debaten frente a la represión más furibunda contra su proceso de liberación como es el caso de El Salvador; o en Guatemala, polvorín sujeto a un súbito estallido social […] Así podemos inventariar cada una de las naciones que forman esta geografía denominada América Latina y que sólo daría cuenta de lo heterogéneo de nuestras realidades compartidas[8].

Afirmando que reconocer que la historia de la humanidad es multicultural permite superar la fase de etnocentrismos, convoca a reconocer las diferencias de los pueblos pero asimismo la unidad latinoamericana y el necesario compromiso con lo propio, reconociendo la represión y explotación sistemáticas (internas y externas) que a lo largo de los siglos hemos padecido. Sugiere así una descolonización del saber y la mirada:

Hasta fechas recientes nos veíamos obligados, por falta de alternativas, a dirigir la mirada, en busca de orientación y hasta de apoyo, a los centros del poder cultural de las metrópolis, a los centros donde la fotografía estaba aparentemente más desarrollada. Finalmente, y a pesar de todo, ya no estamos mirando hacia las metrópolis para recibir su guía y favor. La orientación y el apoyo en busca de nuestro desarrollo nos los estamos proporcionando unos a otros. Con interés seguimos los pasos de lo que ocurre en todas partes del mundo, pero ahora es a nivel de información. Los estímulos nos están viniendo de nuestras propias tierras, de nuestros pueblos hermanos, de nuestras realidades culturales, políticas y sociales[9].

 

Posicionando una reflexión sobre desde dónde miramos y pensamos a Latinoamérica, plantea una serie de interrogantes, a los que las distintas ponencias y diálogos buscaron dar respuesta:

¿Para quién y en dónde estamos fotografiando? ¿Cuáles son los parámetros para valorar nuestras obras? ¿A quiénes y dentro de cuáles contextos interesa mostrar la obra? ¿Cuáles son los mecanismos más idóneos para difundir la obra fotográfica nuestra? ¿Estamos interesados y dispuestos a crear ‘objetos artísticos’ sujetos al libre comercio?[10].

 

Entre las intervenciones que se presentaron podemos nombrar: Néstor García Canclini (Argentina) con la lectura “Fotografía e ideología: sus lugares comunes”;  Lázaro Blanco (México): “La calidad contra el contenido”; la analista mexicana, Raquel Tibol interviene con: “Mercado de arte fotográfico: liberación o enajenación”; Lourdes Grober (México): “Imágenes de miseria, folclor o denuncia”, comentada por el escritor y analista mexicano Carlos Monsiváis y Max Kozloff; el fotógrafo cubano Mario García Joya “Mayito” con “La posibilidad de acción de una fotografía comprometida dentro de las estructuras vigentes en América Latina” comentada por el escritor Mario Benedetti y por Rogelio Villareal; Roland Günter (Alemania): “La fotografía como instrumento de lucha” comentada por Martha Rosler y Stefanía Bril; Sara Facio (Argentina): “Investigación de la fotografía y colonialismo cultural en América Latina”; entre otras.

La sola lectura de los títulos ya permite deducir el eje temático de los diálogos. Al igual que en el encuentro de 1978, la práctica documental es reivindicada, no obstante comienza a cuestionarse la supuesta “objetividad fotográfica”; se manifiesta así la importancia del entorno sociopolítico y económico de la región, y que en las representaciones fotográficas hay un aspecto ideológico que interviene y no debe pasarse por alto, en lo que es posible leer las críticas a la objetividad fotográfica, propia del discurso del código y la reconstrucción, señalado por Dubois.

En este sentido, García Canclini, sirviéndose de la metáfora de la cámara oscura propone una lectura de la fotografía y la ideología (en términos marxistas), no como meros reflejos de lo real sino precisamente como “reflejos invertidos de la vida real”. Advierte así que la fotografía no copia la realidad y carece de objetividad, no se mueve en el terreno del campo de la verdad sino en el de la verosimilitud. Desafiando de esta manera lo que se venía pregonando para el documentalismo latinoamericano, propone un análisis que debe contemplar dos niveles:

Por una parte examinará los productos culturales como representaciones: cómo aparecen registrados en una fotografía los conflictos sociales, qué clases se hallan representadas, cómo usan los procedimientos formales para sugerir su perspectiva propia; en este caso, la relación se efectúa entre la realidad social y su representación ideal. Por otro lado, se vinculará la estructura social como estructura del campo fotográfico, entendiendo por estructura del campo las relaciones sociales que los fotógrafos mantienen con los demás componentes de su proceso productivo y comunicacional: los medios de producción (materiales, procedimientos) y las relaciones sociales de producción (con el público, con quienes los financian, con los organismos oficiales, etc.)[11]

 

Concluye su exposición afirmando que las prácticas fotográficas pueden contribuir a formar una nueva visión, al conocimiento social y a transferir al pueblo “los medios de producción cultural”. La fotografía comprometida puede acabar con los estereotipos, “con las maneras reflejas de representar lo real que las ideologías dominantes nos imponen, y suscitar miradas nuevas, críticas, sobre esta tierra tan poco fotogénica”[12].

En términos similares, Víctor Muñoz (México) afirma: “La práctica fotográfica produce representaciones que materializan aspectos de las representaciones imaginarias de nuestras relaciones con las condiciones de existencia” puesto que “esta cruzada, está constituida entre otros espacios sociales, por el ideológico”[13].

Por su parte, Roland Günter en “La fotografía como instrumento de lucha” advierte que la fotografía puede convertirse en un medio importante para representar la realidad de una manera más exacta y más compleja, por ejemplo hacer visible la conexión entre la explotación y la pobreza, la relación de estructuras sociales en la población con su modo de vida y su cultura popular, amenazada por el consumo y el colonialismo. Abogando por una estética realista, Günter afirma que el conocimiento es un poder transformador, refiriéndose con ello no al saber experto sino:

El conocimiento elemental acerca de los destinos humanos y de los importantes mecanismos que favorecen estos destinos, que los oprimen o destruyen. […] La fotografía y la palabra pueden si trabajan conjuntamente hacer una contribución muy importante, fomentar el conocimiento social y propagarlo[14].

 

Comentando el trabajo de Günter, Martha Rosler también reivindica a la fotografía como arma para la lucha social, pero advierte que no hay que olvidar los significados, discursos e ideologías que intervienen en los códigos de lo visible, puesto que la fotografía, también puede reforzar y confirmar estereotipos perjudiciales: “Así, representando visualmente las características asociadas con un grupo percibido negativamente, puede parecer que la fotografía “demuestra” la verdad de tales perjuicios. Aun cuando un texto presente en forma clara un significado distinto, los mitos reforzados culturalmente pueden prevalecer en último término”[15].

En este sentido refuta a Günter afirmando que puede ser peligroso suponer que, al representar a la gente en forma detallada y específica, se puede “superar la enajenación por medio de la distancia, de tal manera que la gente ya no es extraña, sino amistosa, de tal manera que se crea un sentimiento fraternal”. Toma como ejemplo a la exhibición “The Family of Man” que se organizó en Nueva York pero que circuló alrededor del mundo durante la Guerra Fría bajo el lema “Un solo mundo”, mientras su patrocinador  –Estados Unidos– estaba tratando de forjar un “nuevo orden mundial” de dominación neoimperialista.

Sumado a lo anterior, en las ponencias se buscó definir y convocar a una fotografía comprometida. En este sentido Mario García Joya (Cuba) observa que la así llamada fotografía comprometida debe expresar los intereses de los pueblos y “su mensaje debe contribuir a la reivindicación de los valores más auténticos de la cultura latinoamericana, a la desajenación de las clases explotadas y al mejoramiento del hombre en general”[16]. A lo que agrega que los fotógrafos latinoamericanos deben tener un núcleo de intereses comunes:

Nuestra mayor esperanza la depositamos en que, con el tiempo, podamos concretar una acción coordinada a nivel continental. Para ello es necesario apoyar la consolidación de los grupos nacionales de fotógrafos que, con una plataforma común a favor de la descolonización cultural, la reivindicación de los valores propios, la búsqueda de una identidad en la cultura nacional […][17].

 

A lo anterior cabe agregar las declaraciones de Rogelio Villarreal (México), quien afirma que para crear una verdadera fotografía comprometida en Latinoamérica, los fotógrafos deben asumir un compromiso con sus pueblos vinculándose con los movimientos populares, “para que los fotógrafos en verdad comprometidos sepan expresar, con toda su inteligencia y sensibilidad los intereses y aspiraciones de las clases trabajadoras […]”[18].

Asimismo, en otras intervenciones se destacó que este compromiso no es únicamente “el registro directo” a través del dispositivo fotográfico, si en esto se pasa por alto que en las representaciones median ideas anteriores, y se reproduce una visión estetizante de lo que se busca fotografiar. Bajo esta premisa Lourdes Grobet (México) inicia su exposición afirmando que a su entender la fotografía no puede ser considerada arte, por el contrario, la fotografía es un medio de comunicación, con el que se puede registrar la realidad y poner ese registro al servicio de la sociedad. En base a ello busca diferenciar cuándo las imágenes hechas de la miseria son denuncia y cuándo son folclóricas:

Es la actitud del fotógrafo lo que marca la línea a seguir cuando se enfrenta a la miseria, lo que puede determinar si las imágenes resultantes alcanzan a trascender la miseria de los fotografiados y reivindicarlos, o si se quedan en una mera explotación visual de su apariencia, en una explotación más de los miserables[19].

 

En este sentido Grobet afirma que para que una fotografía de denuncia sea verdaderamente liberadora no requiere necesariamente al realismo, ni la toma directa, con lo que relativiza el binomio documental-ficción que sirvió para el establecimiento del documental como modalidad discursiva:

Un testimonio además de ser un documento es también la interpretación hecha en un momento por el fotógrafo. Escoger el lugar y el momento y encuadrar antes de disparar la cámara ya implica un acto de selección. Pero habrá momentos en que el fotógrafo que busca denunciar la miseria, que busca hacer un documento útil, tenga que recurrir a procedimientos menos directos, menos ortodoxos para evidenciar una situación dada[20].

 

En resumidas cuentas, advierte que lo que diferencia una fotografía de denuncia de una “folclórica” es la actitud del fotógrafo, su grado de compromiso y conciencia de la situación. A lo que Carlos Monsiváis (México) refuerza, advirtiendo:

No predico rumbos para la fotografía. Pero sí me gustaría una visión desde dentro del proceso de cohesión y/o dispersión de las clases subalternas, que con plena honestidad se dedique al registro crítico de la miseria, otro hecho central de este continente. En la tarea cultural y artística de estos años, a la fotografía le corresponde también el abandono y la crítica del exotismo y la pobreza romántica, el rechazo de toda pretensión de neutralizar al mundo, la negativa a asumir, con gozo estetizante, la parte por el todo.

 

En esa línea, la visión crítica debe superar la búsqueda estetizante[21].

En síntesis, puede observarse que en este Segundo Encuentro Latinoamericano de Fotografía, la práctica fotográfica en la región (en especial el documentalismo), continúa siendo reivindicada como un medio social de cambio para generar conciencia. No obstante, se tematiza fuertemente la cuestión de lo ideológico, de las codificaciones culturales del sentido, donde el fotógrafo debe asumir una actitud crítica y comprometida con los propios actores sociales, con conciencia plena de las situaciones a fin de no reforzar, ni reproducir estereotipos; con el objetivo de encontrar una mirada latinoamericana que permita liberarnos del colonialismo. En todo ello es posible reconocer una resonancia a la críticas posmodernas de la fotografía y se pone de manifiesto que la imagen fotográfica no es neutra, ni objetiva, sino una representación atravesada por imaginarios sociales, y que tiene una intencionalidad. Desde esta concepción, la fotografía puede ser un arte crítico que permite una comprensión del mundo y un cambio social.

Tres años después, en 1984 se llevó a cabo el Tercer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, esta vez en la Casa de las Américas de Cuba, en el que participaron ponentes y fotógrafos soviéticos, latinoamericanos y europeos. Los interrogantes y argumentaciones rondaron en términos generales en lo mismo que en los encuentros anteriores. Entre las lecturas se encontraban: “La expresión de lo fotográfico” por Raquel Tibol; “Premisas para la investigación de la fotografía latinoamericana” por María Eugenia Haya; “¿Para quién y para qué fotografiamos?” de Pedro Meyer; y “Estética e imagen” por Néstor García Canclini, entre otras.

Tanto en las muestras fotográficas como en las exposiciones teóricas continua predominando la reivindicación de documentalismo, no obstante comienza a hacerse notar un interés por explorar nuevos géneros, temas y formatos; resaltando la necesidad de crear más espacios para mostrar las producciones, como así también la de fundar centros de fotografía y espacios para la formación, y una revisión historiográfica sobre la fotografía latinoamericana por fuera de las historias universales de fotografía con su visión eurocéntrica.

Es posible observar ciertas constantes en los tres primeros coloquios. En primer lugar, el interés por pensar la fotografía latinoamericana desde una perspectiva propia, buscando descolonizar el pensamiento sobre la fotografía, pero así también la mirada sobre nuestras realidades y cómo las representamos (y las han representado). Así también, el deseo de pensar si hay algo que caracteriza a la fotografía realizada en América Latina; y si lo hay, cómo se articula con los complejos contextos sociales, culturales, económicos y políticos de cada nación en particular y de Latinoamérica en general. En cierto sentido, todo ello estuvo atravesado por la reflexión en torno a qué es Latinoamérica, qué es ser latinoamericanos, en pos de comenzar a narrar nuestra propia historia asumiendo la responsabilidad de no reproducir los cánones coloniales.

En 1996 y a casi veinte años de celebrarse el Primer Coloquio, tuvo lugar el V Coloquio Latinoamericano de Fotografía, cuya sede vuelve a ser México. Desde las presentaciones puede reconocerse ya un ‘camino de reflexiones transitado’ en el que se reivindica a la fotografía “como parte de la producción cultural de América Latina”[22] y a los Coloquios como un espacio de encuentro y diálogo “para reflexionar, estudiar, escuchar y discutir sobre la fotografía como un lenguaje que nos une como hombres y mujeres contemporáneos”, lo que implica “una reflexión sobre nuestro momento y nuestro tiempo, sobre la realidad o las realidades que estrechan o fragmentan la posibilidad de una acción conjunta para estructurar y construir, en el nuevo milenio que toca a la puerta, un mundo de mayor equilibrio y justicia para todos” y reafirmando con ello a la imagen como un arma de lucha[23].

De esta manera, en las presentaciones se convocaba a retomar aquellas inquietudes que se habían presentado en el primer coloquio de 1978:

Lo que es Ser latinoamericano, para discutir sobre el SER latinoamericano, para preguntarnos si un concepto geográfico define la mirada o si genera una entidad; si las circunstancias históricas que nos unen o el lenguaje común marcan una importancia en la forma de ver, gestando un sueño casi bolivariano traducido a la mirada, o si lo que importa ahora es conciencia ética de su acción transformadora[24].

 

En este sentido, se buscó revisar cuáles habían sido los discursos y discusiones que sustentaron este pensamiento sobre la fotografía latinoamericana.

El encuentro, además de una gran muestra fotográfica, contó con la lectura de dos ponencias magistrales, que tematizaron desde un punto de vista histórico y teórico a la fotografía; y la realización de mesas centrales y especializadas en las que se buscó profundizar la reflexión en torno a los usos de la imagen fotográfica.

La primera de las ponencias magistrales, titulada “Tres carabelas rumbos al próximo milenio”, estuvo a cargo de Pedro Meyer. En la misma reconoce que desde aquel Primer Coloquio de Fotografía de 1978 se han suscitado profundos cambios, tanto en la fotografía como en América Latina. Haciendo referencia a la globalización, con sus grandes y aceleradas migraciones, como así también a los cambios que acarrea la digitalización, Meyer propone una serie de interrogantes:

Si hablamos de ‘fotografía latinoamericana’, ¿a cuál fotografía nos estaremos refiriendo?, ¿a la que se origina en determinado territorio?, ¿a la que se crea a partir de cierta sensibilidad y herencia cultural?, ¿a la que solo retrata las caras de América Latina? Mi pregunta sería: ¿Qué condición debe reunir una obra para adquirir la carta de ciudadanía latinoamericana?[25].

 

Genera con ello un desplazamiento de sus propias intervenciones en los coloquios anteriores en cuanto a la búsqueda de una definición homogénea y abarcadora de la fotografía latinoamericana, para pensar ahora no ya en términos geográficos y situados, sino en el nuevo contexto mundial de globalización, sobre lo cual afirma:

[La fotografía latinoamericana] ha perdido esa nitidez conceptual con la que originalmente la habíamos trazado. Pienso que a medida que pasa el tiempo tendremos que ir encontrando nuevas fórmulas que presenten el tema de la identidad de manera más actual. Tendremos que ampliar el espacio que da cabida a lo que consideramos ‘latinoamericano’ y al mismo tiempo responder a las necesidades particulares de identidad que se presentan distintas para cada individuo y para cada región[26].

 

En cuanto a los cambio en la fotografía, auspicia que las nuevas tecnologías pueden colaborar en ampliar el espacio de circulación de la fotografía latinoamericana; como así también se desplaza de la idea del documentalismo como medio de registrar fielmente lo real, para reivindicar otras formas de las prácticas fotográficas en las que se muestren “las ficciones de los real y de las imágenes”.

La segunda conferencia magistral “El elogio del vampiro” fue leída por Joan Fontcuberta; sobre su teoría y cuestionamientos hemos hecho referencia en la primera parte del presente trabajo, en su intervención en el V Coloquio de 1996, ya exponía su visión sobre la necesidad de abandonar la idea de que la fotografía es un espejo, una representación fiel de lo real. Recordemos que para este momento los debates en torno a la digitalización de la fotografía ya habían alcanzado resonancias internacionales, poniendo en cuestionamiento muchos de los conceptos sobre los que se había levantado el pensamiento sobre lo fotográfico y la fotografía.

Las mesas temáticas se organizaron en torno a premisas como: “Medios Alternativos”, “La modernidad en la fotografía latinoamericana”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Pasado”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Presente”, “La experiencia de la transterritorialidad”, “Tendencias y alternativas de la fotografía documental”, entre otras.

Si se observan en detalle los títulos de las mesas de debate, no solo pueden deducirse los temas abordados en general en el coloquio, sino también los cambios respecto a los encuentros anteriores. Los debates giraron en torno a nuevas cuestiones, que abrían el campo para pensar la fotografía realizada en América Latina desde nuevos ángulos, marcando una diferencia entre el pasado y el presente; donde el nuevo orden mundial y la globalización llevan a incorporar autores y visiones internacionales que sirven para volver a pensar los discursos que sirvieron para la reflexión de la fotografía latinoamericana hasta el momento. Se hace evidente asimismo, la necesidad de pensar las nuevas tecnologías y los cambios en las prácticas fotográficas con el advenimiento de la digitalización y nuevos medios de circulación.

En efecto, puede observarse un espíritu de época en torno a la reflexión sobre la fotografía, que es común a distintos pensadores de todo el mundo. Profundos cambios maduraron en la fotografía latinoamericana a partir de la década de 1990, tanto en los temas como en los modos de representación, marcados hasta el momento principalmente por el documentalismo de estilo moderno.

En base a lo anterior, es posible afirmar que, desde los años 1990 y bajo la denominación Fotografía Latinoamericana, se ha buscado definir una identidad latinoamericana abordando una posición crítica respecto al contexto sociopolítico de la región, lo que se ve reflejado tanto en los modos de representación como en las temáticas abordadas, y la recuperación y resignificación del pasado en el presente, principalmente en lo que respecta al pasado prehispánico, al colonialismo y al poscolonialismo (en un contexto marcado por las vivencias de las dictaduras cívico militares, y la implementación de las políticas neoliberales).

En este sentido la conjunción de ambos conceptos, “Fotografía” y “Latinoamérica”, comienza a plantearse con resonancias menos homogéneas y homogeneizantes. Como bien afirma Castellote: “Lo primero será reconocer que el término ‘latinoamericana’ no implica una unidad de la que esperar una coherencia y una comunidad de intereses y de sensibilización. El mismo término tiende a ser considerado un reduccionismo y, por ello, una etiqueta clasificadora”[27].

Como hemos visto en los capítulos precedentes, en las últimas décadas del siglo XX tuvieron lugar ciertos cambios que han abierto caminos a nuevas prácticas fotográficas y la renovación de los lenguajes: las transformaciones en el arte y la idea de un arte contemporáneo profundamente crítico de su contexto; los cambios en el documentalismo a partir de los cuales se incorpora nuevas formas de representación por fuera de los cánones modernos; el avance del mundo global (con la implementación progresiva de políticas liberales en países que habían sido categorizados como segundo, tercer y cuarto mundo); el giro poscolonial que llevaba a repensar las identidades desde lo local, lo nacional y lo propio; y finalmente, la digitalización de los dispositivos de producción de imágenes y la llegada de los nuevos medios de comunicación con base en Internet (cuyas consecuencias sobre la percepción del tiempo y del espacio han modificado los modos de socialización, las comunicaciones en general, la emergencia de nuevos sujetos, nuevas prácticas, nuevas formas de relacionarnos con las imágenes e interpretarlas, etc.).

En relación con lo anterior, en América Latina es posible observar que la violencia vivida a partir de las dictaduras militares que comienzan a establecerse en los años 60 y luego la implementación de las políticas liberales en la década de 1990[28] fueron factores que generaron un fuerte cambio en la forma de pensar la propia identidad. Ambos puntos pueden considerarse como dos ejes centrales para reflexionar sobre las temáticas abordadas en distintas producciones fotográficas (la temática considerada en sí misma como un rasgo de contemporaneidad) y que marca a su vez los modos de representación, en un contexto donde se producen profundos cambios en los lenguajes fotográficos.

Como vimos anteriormente, en los años 1980 cobra un papel importante la cuestión de la reconstrucción del pasado y los discursos sobre la memoria, como explica Huyssen, los discursos sobre la memoria y el debate sobre el significado de determinados acontecimientos históricos cobra un impulso sin precedentes en Occidente, un giro hacia el pasado que contrasta con los imaginarios de principio de siglo, cuyas promesas de progreso no hacían más que mirar hacia el futuro[29]. Esta promesa de modernización y los impactos devastadores que tuvieron en la región políticas como el Plan Cóndor y la posterior apertura al neoliberalismo dieron lugar también a discursos que proponen una revisión identitaria que busca recuperar parte de nuestra historia, en términos de origen y colonización, una colonización que es revisitada en el presente como una visión crítica del contexto contemporáneo.

En este sentido, podemos observar ciertas producciones fotográficas de las últimas décadas en las que estas cuestiones se tornan centrales, y en las que, como observa Andrea Giunta, es posible observar un “retornar el pasado desde las imágenes” pero no como una mera repetición, sino desde el análisis, desde el cuestionamiento de las iconografías gestada como parte del imaginario de la nación, un cuestionamiento de los valores que deconstruyen los cánones coloniales: “El pasado es visitado, recuperado desde sus síntomas en el presente, ya no es un pasado cuestionado para anticiparse a un futuro prometido (como en la modernidad) sino su interrogación desde el presente, para comprender el tiempo en que vivimos”[30]. A partir de esta idea, buscamos analizar distintos casos en los que se problematiza la cuestión de los Pueblos Originarios y en las que a su vez puede ‘leerse’ una resignificación de los modos de representación, deconstruyendo imaginarios que sirvieron a crear una imagen de otredad.

 

2. LOTERIA I G.PALMA (1)

Lotería I

Luis González Palma

LOTERIA I 1988-1991

Técnica: Fotografía más técnica mixta. Medida: 150 x 150cm.

 

 

3. LAS MADRES 1 - PANTOJA (1)

Las madres 1

Julio Pantoja

“Cada vez que entro al monte le hablo en guaraní a la madre tierra y le pido que nos proteja y que cuide a los animales” Rogelia Evarista Pacheco, Bernarda Villagómez, y Rogelia Marcial, son dirigentes de la comunidad avi-guaraní “Hermanos Unidos”, viven en Calilegua, Jujuy.

 

 

4. MUJERES, MAIZ Y RESISTENCIA 2 - PANTOJA (1)

Mujeres, maíz y resistencia 2

Julio Pantoja

Rosario Martínez, campesina.

Trabaja en la “milpas” de su familia cuidando y cosechando del maíz durante todo el año.

Tanivet, Oaxaca, México, 2011.

 

 

5. Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)- BRICEÑO (1)

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

Antonio Briceño

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

 

 

6. MÍRANOS 1 - BRICEÑO (1)

Míranos 1

Antonio Briceño

Míranos (2010)


 

[1] TIBOL, Raquel. Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978: 19.

[2] Ibídem: 20.

[3] En Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978. Páginas sin numeración.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] En Hecho en Latinoamérica 2. Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1981: 9.

[9] Ibídem: 12.

[10] Ibídem.

[11] Ibídem: 18.

[12] Ibídem: 20.

[13] Ibídem: 95.

[14] Ibídem: 44.

[15] Ibídem: 49.

[16] Ibídem: 57.

[17] Ibídem: 61.

[18] Ibídem: 66.

[19] Ibídem: 81.

[20] Ibídem: 82.

[21] Ibídem: 87.

[22] TOVAR, Rafael “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 7.

[23] MENDOZA, Patricia “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 9.

[24] Ibídem.

[25] MEYER, Pedro “Tres carabelas rumbo al nuevo milenio” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 17.

[26] Ibídem.

[27] CASTELLOTE, Alejandro. Mapas abiertos: fotografía latinoamericana. Madrid: LUNWERG. 2007: 5.

[28] Tal como explica Huyssen: “En América latina, el desvanecimiento de la esperanza de modernización adoptó diversas formas: “la guerra sucia” en Argentina, la “caravana de la muerte” en Chile, la represión militar en Brasil, la narcopolítica en Colombia. La modernización transnacional se modelo a partir del Plan Cóndor en un contexto de paranoia por la Guerra Fría y una clase política antisocialista. Las frustradas esperanzas de igualdad y justicia social de la generación de los setenta fueron rápida y eficazmente transformadas por el poder militar en un trauma nacional en todo el continente. Miles de personas desparecieron, fueron torturadas y asesinadas. Otras miles fueron empujadas al exilio” (Huyssen, 2001:7).

[29] HUYSSEN, Andreas “Medios y memoria” en FELD, Claudia y STITES MOR, Jessica (comp.). El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente. Buenos Aires: Paidós, 2009.

[30] GIUNTA, A. Ob. Cit.: 28.

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Una cámara en la mano y una maraca en la otra [ESP]

Por: Paulo Maya

Galería de imágenes: Edgar Corrêa Kanaykõ

Traducción: Juan Recchia Paez

El antropólogo Paulo Maya comenta una selección de imágenes, o “foto-manifiestos” de Edgar Corrêa Kanaykõ, fotógrafo del pueblo indígena Xakriabá del Norte de Minas Gerais (Brasil), que se encuadran en el “territorio de lucha” armado en la Explanada de los Ministerios en Brasilia en lo que fue en abril del 2017 la 14a edición del Campamento Terra Libre.


En abril de 2017, la Articulación de Pueblos Indígenas del Brasil (APIB, por sus siglas en portugués) movilizó en Brasilia más de 4000 manifestantes y cerca de 200 pueblos y organizaciones indígenas de diferentes partes del país para la realización de la 14ª edición del Campamento Tierra Libre. El ATL (por sus siglas en portugués), cuya bandera es “unificar las luchas y fortalecer el Brasil indígena”, posee una larga historia de combate en defensa de territorios indígenas contra el modelo agroextractivista vigente, basado en commodities agrícolas y minerales, que amenaza la soberanía de los pueblos indígenas en Brasil. El esfuerzo por viabilizar un modelo desarrollista con inversiones polémicas en obras de infraestructura —sobre todo en las áreas de transporte y generación de energía— apoyado en la demoníaca alianza del sector económico y político con el gobierno que enfrentan los derechos constitucionales y otros ya conquistados, manipulando así instrumentos político-administrativos (PEC, Ordenanzas, Decretos, entre otros), han sido señalados como los principales recursos utilizados para impedir el reconocimiento y la demarcación de tierras indígenas, para reabrir y rever procedimientos de demarcación ya finalizados, o bien, como para invadir y explotar tierras demarcadas.

La selección de imágenes presentada en esta edición de TRANSAS de Edgar Corrêa Kanaykõ (nacido en 1990), fotógrafo del pueblo indígena Xakriabá do Norte de Minas Gerais (Brasil), encuadra este “territorio de lucha” armado en la Explanada de los Ministerios en Brasilia, capital política del Brasil. Edgar Kanaykõ forma parte de una nueva generación de indígenas que, a diferencia de la de sus padres, se graduó en la universidad y adquirió una familiaridad singular con los nuevos medios, en especial con el video y la fotografía, utilizando las redes sociales como plataforma para la divulgación. Esta generación se destaca por la articulación de estos dispositivos con la lucha política por los derechos indígenas y estrategias de creación y valorización de la cultura. Edgar llama a su trabajo como “Etnofografía” (término utilizado en su página del Facebook así como en las publicaciones de su perfil de Instagram). Él utiliza las imágenes, fijas y en movimiento, como nuevas herramientas que pueden ser llevadas tanto hacia la lucha política como a la constitución de otra mirada sobre las culturas indígenas.[i]

 

Graduado del curso de Licenciatura “Formación Intercultural para Educadores Indígenas” de la Facultad de Educación de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) y magister en Antropología y Arqueología de la misma universidad, Edgar se mueve con gran maestría entre el territorio del cerrado[ii] de su pueblo Xakriabá en el norte de Minas Gerais y el territorio mayoritariamente “blanco” de las universidades brasileñas. Como a buena parte de los indígenas les gusta decir: tiene un pie en la aldea y otro en el mundo. Tuve la suerte de ser su profesor durante la graduación, además de orientar en conjunto su monografía de final de curso. Apenas Edgar llegó a la universidad, se mostró un estudiante curioso, siempre atento, que cuestionaba y realizaba anotaciones y dibujos sobre las clases; demostraba un gran interés  por los conocimientos científicos y, sobre todo, por los conocimientos tradicionales. En su monografía sobre historias y modos de cazar de su pueblo, defendida en 2013, presentó un primer ensayo audiovisual. También recuerdo, vivamente, a Edgar fotografiando las manifestaciones que hicimos en diferentes ocasiones en la UFMG y fuera de ella, en la ciudad de Belo Horizonte, a favor de políticas educacionales y territoriales para los pueblos indígenas. Desde entonces, Edgar se dedica al desarrollo de una estética propia que lo coloca hoy como uno de los principales fotógrafos indígenas del país. [iii]

Seleccionadas por él mismo, las quince fotografías, coloridas y en blanco y negro, están dispuestas en el orden de los hechos de la manifestación del día 25 de abril de 2017, cuando la policía reprimió la primera marcha del Campamento Tierra Libre de la semana con gas lacrimógeno, spray de pimienta y balas de goma. La protesta de ese día estuvo marcada por la tentativa de manifestantes de depositar cerca de 200 cajones negros marcados con una cruz blanca en el famoso espejo de agua del Congreso Nacional. Los cajones representaban centenas de líderes indígenas asesinados por conflictos de tierra. Según el Consejo Indigenista Misionera (CIM, Conselho Indigenista Missionário), solamente en 2015, 55 líderes indígenas fueran asesinados en el país. Sônia Guajajara, miembro de la coordinación de la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB, Articulação do Povos Indígenas no Brasil) y candidata a vicepresidencia de la República en las elecciones de septiembre de 2018 por el PSOL (Partido Político), comentó sobre los cajones: “Son nuestros parientes asesinados por las políticas retrógradas de parlamentarios que no respetan la Constitución Federal”.[iv]

Edgar utilizó una cámara Nikon D3200 y dos lentes, uno de 18-55 mm y otro de 50 mm, para fotografiar todo el 14º ATL entre los días 24 y 28 de abril de 2017. La serie presentada aquí se refiere, entonces, a una pequeña edición de una gran cantidad de fotografías. Otra característica de esta selección es que se refiere a un único evento ocurrido en el encuentro, a saber, la marcha con los cajones negros en la Explanada de los Ministerios hasta el espejo de agua en el Congreso. Se trata, entonces, del registro de un acontecimiento, “la marcha de los cajones”, dentro de otro acontecimiento, el ATL 2017.

Cuando entrevistaron a Edgar sobre si había realizado algún tratamiento sobre el conjunto de estas fotografías, él afirmó haber realizado algunos “ajustes” (exposición, contraste, luz, sombra…), pero “tratamientos”, según él, sería algo mucho más elaborado. Esto denota un fuerte deseo de retener el frescor de la captura de las imágenes al calor de un acontecimiento en el cual el fotógrafo se compromete en cuerpo y alma. Las fotos aquí reunidas no son fotos sacadas por un fotógrafo sobre un evento que él va a “cubrir” o registrar, sino que son fotos realizadas por un fotógrafo que actúa como manifestante: sus fotos son, por lo tanto, una forma auténtica de manifestación. Foto-manifiesto, o para utilizar una noción didihubermaniana, foto-aparición, en oposición a la foto-simulacro.

Un hombre guarani-kaiwoá con una cámara en la mano y una maraca[v] en la otra; una mujer xakriabá que fuma tabaco en una pipa con el rostro cubierto de humo en continuidad con las nubes raras del cielo de Brasilia; la presencia imponente de Raoni Metukire encarnando una legión de líderes indígenas en el mundo; niños y niñas que se esconden o miran directamente a la cámara del fotógrafo revelando al mismo tiempo un temor y un coraje delante de lo que está por venir; mujeres y hombres que cargan o tiran flechas a los cajones negros en clamor de justicia social; cuerpos que sienten pero no temen el poder de las armas utilizadas por el enemigo y cantan y danzan en defensa de la bandera más importante de todas: ¡DEMARCACIÓN YA! La fuerza de estas imágenes proviene de este compromiso que se encarna en diferentes pueblos y cuerpos capturados de forma magistral por Edgar. La foto de una indígena xakriabá tapándose la boca con un pañuelo y con la mirada clavada en el horizonte que cierra la serie es, sin dudas, una de las imágenes más potentes del ensayo. Cómo no emocionarse al saber que la joven Nety Xakriabá participaba por primera vez de una gran protesta como aquella del ATL y que, jamás había imaginado —como ha contado en el viaje de vuelta a la Tierra Indígena Xakriabá— que todo aquello podría haber ocurrido cuando sus parientes, viajaban en diferentes ocasiones a Brasilia y otros lugares en busca de derechos y justicia.

En una entrevista titulada “Apariencias o apariciones” para la Revista de Fotografía Zum, Georges Didi-Huberman habla sobre su método curatorial utilizado en la exposición “Sublevaciones”, inaugurada en París en 2016 y que pasó, en versión modificada y reducida, por Brasil. La exposición propone, por medio de un “montaje de imágenes”, evocar la fuerza política de resistencia de los gestos humanos en diferentes sublevaciones, revueltas, manifestaciones, revoluciones e insurgencias; en suma, movimientos populares. Cuando se le pregunta sobre el aspecto problemático de la espectacularización de las manifestaciones, sobre todo en los tiempos de las “redes sociales”, Didi-Huberman afirma la necesidad de diferencias entre “aparición” y “apariencia” y de esta manera continúa: “Es necesario que todo en la política se vuelva visible para todo el mundo. De ahora en adelante, la cuestión, evidentemente, está en saber cómo producir apariciones y no apariencias. Discúlpenme: no tengo la receta. No obstante, observo que en una misma manifestación popular puede haber apariencias y apariciones. Puedo decepcionarme con el trabajo de las apariencias. Pero nada es más precioso que un evento de la aparición”[vi]. Las fotografías de Edgar Kanaykõ revelan a su modo un gran “trabajo de aparición” de la lucha y resistencia política de los pueblos indígenas en Brasil.

[i] Pueden visitar la página de Edgar en Facebook: @kanayko.etnofotografia, y su perfil en Instagram: @edgarkanayko y Twitter @edga_kanaykon, como también su canal Etnovisão de Youtube: https://www.youtube.com/channel/UCqlN3LCUUc_6_pVm_kAb4ZQ

[ii]  El cerrado es una amplia región de sabana tropical de Brasil (ocupa el 22% de la región brasileña): incluye el Estado de Goiás (en el interior del cual se encuentra el Distrito Federal), Mato Grosso, Mato Grosso do Sul y Tocantins, la parte occidental de Minas Gerais y de Bahía, la parte sur de Maranhão y Piauí, y pocas partes de São Paulo y Paraná. (nota del traductor)

[iii] Pueden visitar el trabajo de indígenas que se han destacado en las redes sociales y proyectos culturales utilizando la fotografía como soporte narrativo: Tukumã Kuikuro, Kamikia Kisedje, Ray Benjamin [Baniwa], Vherá Poty [Guarani Mbya], Alberto Alvares [Guarani] e Patrícia Ferreira [Guarani Mbya]. Sobre el trabajo de Patrícia Ferreira, vale la pena visitar el proyecto “Jeguatá: caderno de imagem” https://www.jeguata.com/

[iv] Protesta pacífica de pueblos indígenas atacada por la policía en el Congreso: https://mobilizacaonacionalindigena.wordpress.com/2017/04/25/protesto-pacifico-de-povos-indigenas-e-atacado-pela-policia-na-frente-do-congresso/%20(acesso%20em%2017%20de%20agosto%20de%202018 (acceso el 17 de agosto de 2018)

[v] Maracá es un tipo de sonajas indígenas utilizadas ampliamente y por diferentes pueblos indígenas tanto en rituales tradicionales como en manifestaciones políticas.

[vi] https://revistazum.com.br/entrevistas/entrevista-didi-huberman/ (acceso 17 de agosto de 2018). Cf. Didi-Huberman, Gerges. Levantes. São Paulo: Ed. Sesc SP, 2017.

En contexto general:

 

«En abril de 2017, en Brasilia, pueblos de todas las regiones del país y de las más diversas etnias reunieron a miles de líderes, jóvenes y mujeres indígenas que hicieron el Campamento Tierra Libre más grande de la historia para reclamar por sus derechos, que vienen siendo vilipendiados sistemáticamente» (resumen de la película ATL2017).

 

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Uma câmera na mão e um maracá na outra [POR]

Por: Paulo Maya

Galería de imágenes: Edgar Corrêa Kanaykõ

O antropólogo Paulo Maya comenta uma seleção de imagens, ou «foto-manifestos», de Edgar Corrêa Kanaykõ, fotógrafo do povo indígena Xakriabá do Norte de Minas Gerais (Brasil), que fazem parte do «território de luta» armado na Esplanada de os Ministérios de Brasília na edição de 14 de abril do Acampamento Terra Libre.


Em abril de 2017, a Articulação dos Povos Indígenas do Brasil (Apib) mobilizou em Brasília mais de 4000 manifestantes e cerca de 200 povos e organizações indígenas de diferentes partes do país para a realização da 14º edição do Acampamento Terra Livre. O ATL, cuja bandeira é “unificar as lutas e fortalecer o Brasil Indígena”, possui um histórico de combate em defesa dos territórios indígenas contra o modelo agroextrativista vigente, baseado em commodities agrícolas e minerais, que ameaça a soberania dos povos indígenas no Brasil. O esforço em viabilizar um modelo desenvolvimentista com investimentos polêmicos em obras de infraestrutura —sobretudo nas áreas de transporte e geração de energia— apoiado na demoníaca aliança do setor econômico e político ao governo que afrontam os direitos constitucionais e outros já conquistados, manipulando instrumentos político-administrativos (PECs, Portarias, Decretos, entre outros), têm sido apontados como os principais recursos utilizados para impedir o reconhecimento e a demarcação de terras indígenas, reabrir e rever procedimentos de demarcação já finalizados, bem como invadir e explorar terras demarcadas.

A seleção de imagens apresentada nessa edição da “Revista Transas” de Edgar Corrêa Kanaykõ (nascido em 1990), fotógrafo do povo indígena Xakriabá do Norte de Minas Gerais (Brasil), enquadra esse “território de luta” armado na Esplanada dos Ministérios em Brasília, capital política do Brasil. Edgar Kanaykõ faz parte de uma nova geração de indígenas, que diferente daquela de seus pais, se graduou na universidade e adquiriu uma familiaridade singular com as novas mídias, em especial o vídeo e a fotografia, utilizando as redes sociais como plataforma de divulgação. Essa geração se destaca pela articulação desses dispositivos com a luta política pelos direitos indígenas e estratégias de criação e valorização da cultura. Edgar chama seu trabalho de “Etnofografia” (termo utilizado em sua página do Facebook bem como nas publicações de seu perfil no Instagram). As imagens, fixas e em movimento, são utilizadas por ele como novas ferrramentas que podem ser mobilizadas tanto na luta política quanto na constituição de um outro olhar sobre as culturas indígenas[i].

Graduado no curso de licenciatura “Formação Intercultural para Educadores Indígenas” da Faculdade de Educação da Universidade Federal de Minas Gerais (UFMG) e mestrando em Antropologia e Arqueologia na mesma universidade, Edgar se movimenta com grande maestria entre o território de cerrado de seu povo Xakriabá no norte de Minas Gerais e o território majoritariamente “branco” das universidades brasileiras. Como boa parte dos indígenas gostam de dizer, tem um pé na aldeia e outro no mundo. Tive a sorte de ser seu professor durante a graduação, além de co-orientar sua monografia de final de curso. Edgar tão logo chegou na universidade se mostrou um estudante curioso, sempre atento, questionando e realizando anotações e desenhos sobre as aulas, além de demonstrar um grande interesse pelos conhecimentos científicos e, sobretudo, pelos conhecimentos tradicionais. Já em sua monografia sobre histórias e modos de caçar de seu povo, defendida em 2013, apresentou um primeiro ensaio audiovisual. Também me recordo, vivamente, de Edgar fotografando as passeatas que fizemos em diferentes ocasiões na UFMG e fora dela, na cidade de Belo Horizonte, em favor de políticas educacionais e territoriais para os povos indígenas, tendo desde então se dedicado ao desenvolvimento de uma estética própria, sendo hoje um dos principais fotógrafos indígenas no país[ii].

Selecionadas por ele mesmo, as quinze fotografias, coloridas e em preto e branco, estão dispostas na ordem dos atos da manifestação da tarde do dia 25 de abril de 2017, quando a primeira marcha do Acampamento Terra Livre da semana foi reprimida pela polícia com gás lacrimogênio, spray de pimenta e balas de borracha. O protesto desse dia foi marcado pela tentativa dos manifestantes de depositarem cerca de 200 caixões pretos marcados com uma cruz branca no famoso espelho d’água do Congresso Nacional. Os caixões representavam centenas de lideranças indígenas assassinadas por conflitos de terra. Segundo o Conselho Indigenista Missionário (Cimi), somente em 2015, 55 lideranças indígenas foram assassinadas no país. Sônia Guajajara, membra da coordenação da Articulação do Povos Indígenas no Brasil (Apib) e vice-candidata a presidente da República nas eleições de 2018 pelo PSOL (Partido Político), esclarece sobre os caixões: “São nossos parentes assassinados pelas políticas retrógadas de parlamentares que não respeitam a Constituição Federal”[iii].

Edgar utilizou uma câmera Nikon D3200 e duas lentes, uma de 18-55mm e outra de 50mm, para fotografar todo o 14o ATL entre os dias 24 e 28 de abril de 2017. A série apresentada aqui refere-se portanto a uma pequena edição de uma grande quantidade de fotografias. Outra característica dessa seleção é que ela se refere a um único evento ocorrido no encontro, a saber, a marcha com os caixões pretos na Esplanada dos Ministérios até o espelho d’água no Congresso. Trata-se, portanto, do registro de um acontecimento, “a marcha dos caixões”, dentro de um outro acontecimento, o ATL 2017.

Indagado se havia realizado algum tratamento nesse conjunto de fotografias, Edgar afirmou ter realizado alguns “ajustes” (exposição, contraste, luz, sombra…), mas “tratamento”, segundo ele, seria algo mais elaborado. Isso denota um forte desejo de reter o frescor da captura das imagens sob o calor de um acontecimento no qual o fotógrafo está implicado de corpo e alma. As fotos aqui reunidas não são fotos tiradas por um fotógrafo sobre um evento que ele vai “cobrir” ou registrar, mas realizadas por um fotógrafo que atua como um manifestante, sendo portanto suas fotos uma forma autêntica de manifestação. Foto-manifesto, ou para utilizarmos uma noção didihubermaniana, foto-aparição, em oposição à foto-simulacro.

Um homem guarani-kaiwoá com uma câmera na mão e um maracá[iv] na outra; uma mulher xakriabá fumando tabaco em um caximbo com o rosto coberto de fumaça em continuidade com as raras nuvens do céu de brigadeiro de Brasília; a presença imponente de Raoni Metukire encarnando uma legião de lideranças indígenas no mundo; crianças que se escondem ou fitam diretamente a câmera do fotógrafo revelando ao mesmo tempo um temor e uma coragem diante do que estar por vir; mulheres e homens que carregam ou flecham caixões pretos em clamor por justiça social; corpos que sentem mas não temem o poder das armas utilizadas pelo inimigo e cantam e dançam em defesa da bandeira mais importante de todas: DEMARCAÇÃO JÁ! A força dessas imagens advém desse compromisso que se encarna em diferentes povos e corpos capturados de forma magistral por Edgar. A foto de uma indígena xakriabá tampando a boca com um pano e com o olhar fitando horizonte que encerra a série é sem dúvida uma das imagens mais potentes do ensaio. Como não se emocionar ao saber que a jovem Nety Xakriabá participava de um grande protesto como aquele do ATL pela primeira vez e que, jamais havia imaginado, como teria contado na viagem de volta para a Terra Indígena Xakriabá, que tudo aquilo poderia acontecer quando seus parentes, em diferentes ocasiões, viajavam para Brasília e outros lugares em busca de direitos e justiça.

Em entrevista intitulada, “Aparências ou Aparições” para a Revista de Fotografia Zum, Georges Didi-Huberman fala sobre seu método curatorial utilizado na exposição “Levantes”, inaugurada em Paris em 2016 e que passou, em versão modificada e reduzida, pelo Brasil. A exposição propõe por meio de “montagens de imagens” evocar a força política de resistência dos gestos humanos em diferentes levantes, revoltas, manifestações, revoluções e insurgências; em suma, movimentos populares. Indagado sobre o aspecto problemático da espetacularização de manifestações, sobretudo nos tempos da “redes sociais”, Didi-Huberman afirma ser preciso diferenciar entre “aparição” e “aparência” e assim continua: “É preciso que tudo na política se torne visível a todo mundo. De agora em diante, a questão, evidentemente, é saber como produzir aparições e não aparências. Desculpe-me: não tenho a receita. Observo, porém, que em uma mesma manifestação popular pode haver aparências e aparições. Posso me decepcionar com o trabalho das aparências. Mas nada é mais precioso que um evento de aparição”[v]. As fotografias de Edgar Kanaykõ revelam ao seu modo um grande “trabalho de aparição” da luta e resistência política dos povos indígenas no Brasil.

 

[i] Confira a página de Edgar no Facebook: @kanayko.etnofotografia ou seu perfil no Instagram: @edgarkanayko e Twitter @edga_kanaykon, além de seu canal Etnovisão no Youtube: https://www.youtube.com/channel/UCqlN3LCUUc_6_pVm_kAb4ZQ

[ii] Confira o trabalho de indígenas que tem se destacado nas redes sociais e projetos culturais utilizando a fotografia como suporte narrativo: Tukumã Kuikuro, Kamikia Kisedje, Ray Benjamin [Baniwa], Vherá Poty [Guarani Mbya], Alberto Alvares [Guarani] e Patrícia Ferreira [Guarani Mbya]. Sobre o trabalho de Patrícia Ferreira, vale dar uma olhada no incrível projeto “Jeguatá: caderno de imagem” https://www.jeguata.com/

[iii] Protesto pacífico de povos indígenas atacado pela polícia no Congresso https://mobilizacaonacionalindigena.wordpress.com/2017/04/25/protesto-pacifico-de-povos-indigenas-e-atacado-pela-policia-na-frente-do-congresso/%20(acesso%20em%2017%20de%20agosto%20de%202018 (acesso em 17 de agosto de 2018)

[iv] Maracá é um tipo de chocalho indígena utilizado amplamente e por diferentes povos indígenas, tanto em rituais tradicionais quanto em manifestações políticas.

[v] https://revistazum.com.br/entrevistas/entrevista-didi-huberman/ (acesso em 17 de agosto de 2018). Cf. Didi-Huberman, Gerges. Levantes. São Paulo: Ed. Sesc SP, 2017.

 

No contexto geral:

«Em abril de 2017, em Brasília, povos de todas as regiões do país e das mais diversas etnias reuniram milhares de lideranças, jovens e mulheres indígenas fazendo o maior Acampamento Terra Livre da história para exigir seus direitos que vêm sendo vilipendiados sistematicamente» (sinopse do filme ATL2017).

 

La valija mexicana: Robert Capa y la Guerra Civil Española

 

Por: Gretel Nájera*

Fotos: Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour

 

La valija mexicana es un valioso conjunto de tres cajas desaparecidas durante décadas que resguardaban los negativos de un gran número de fotografías tomadas por Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour durante la Guerra Civil Española. La valija erró por Europa y Latinoamérica, hasta que en el año 2008 se comunicó oficialmente su hallazgo y una muestra del trabajo empezó a recorrer diversos lugares del mundo como New York, Barcelona, Bilbao, París, México, Budapest y finalmente por San Pablo, el año pasado.


En el año 2007, el International Center of Photography (ICP), en New York, recibió tres cajas de cartón provenientes de México. Estas cajas, llamadas “valijas mexicanas”, contenían dentro los legendarios negativos perdidos de Robert Capa de la Guerra Civil Española. Desde fines de los años 30 hasta mediados de los años 90 el paradero de la valija fue desconocido. Cuando finalmente aparecieron, se encontró en ellas 126 rollos de película (4500 negativos) que mostraban no solo el trabajo de Capa sino también de Gerda Taro y de David Seymour (conocido como Chim), tres de los principales fotoperiodistas de la Guerra Civil Española.

 

El carácter de documento que el hallazgo representa dio lugar a una muestra que comenzó en el ICP y se extendió por varios países. También ha inspirado un documental de una directora mexicana, estrenado en el 2011 y hoy disponible en internet.

 

Capa y sus amigos

 

Robert Capa (1913-1954), cuyo verdadero nombre es Endre Erno Friedmann, es uno de los más prestigiosos fotoperiodistas de todo el siglo XX. Húngaro de nacimiento, tuvo que abandonar su país por motivos políticos a los 17 años rumbo a Berlín donde comenzó a estudiar periodismo y a sacar fotografías para sobrevivir.  Sin embargo no eran buenos tiempos para los judíos en Alemania, así que en 1933 se mudó a París donde conoció a Chim, Fred Stein y Taro, con quien compartía sus gustos por el periodismo y la fotografía.

 

En 1936 Capa y Taro fueron juntos a cubrir la lucha de los anarquistas y comunistas contra el golpe de estado de Franco, siempre como freelancers. A partir de ahí, definitivamente el nombre de Capa ganó prestigio mundial, especialmente por hacer fotos durante las batallas, cosa que no era común entre aquellos que cubrían los conflictos bélicos.

 

En 1937 Taro es atropellada por un tanque de guerra y muere mientras cubría la Batalla de Brunete. Había conseguido en su corta carrera tornarse una fotógrafa pionera. Su estilo, que puede apreciarse en sus fotografías, es similar al de Capa, pero tiene composiciones más formales y un grado más intenso de profundidad en escenas mórbidas. Por su parte, Chim era ya en los años 30 un colaborador regular de la revista comunista Regards, y, así como Capa, documentó toda la Guerra Civil Española, destacando especialmente a los individuos fuera de la línea de batalla. Entre sus fotografías se encuentran retratos formales e informales de trabajadores en su cotidianeidad.

 

Fred Stein también estaba refugiado en París en los años 30, trabajando como fotógrafo. Conoció a Taro cuando le alquiló un cuarto en su propia casa. Stein consiguió huir de la guerra por el sur de Francia y fue a vivir a Nueva York donde en 1967 murió. Fue el único en no morir en acción, Taro, atropellada por un tanque de guerra, Capa por pisar una mina en Indochina en 1954 y Chim por un balazo cuando cubría la Guerra del Canal de Suez, en 1956.

 

Las fotos

 

En 1936 explotó la Guerra Civil Española o, en otros términos, un golpe militar encabezado por el General Francisco Franco que derrocó el gobierno de la República Española. Para completar el panorama Franco recibía apoyo de Alemania e Italia, donde el fascismo estaba in crescendo. En ese escenario, muchos intelectuales y artistas se posicionaron en apoyo de la República, entre ellos los fotógrafos Robert Capa, Chim (David Seymour) y Gerda Taro.

 

Entre mayo de 1936 y la primavera de 1939 los tres fotógrafos cubrieron la guerra. Muchos de esos negativos fueron guardados en una valija, que Robert Capa dejó en su estudio de la calle Froidevaux 37, en París, al cuidado de su revelador y amigo fotógrafo húngaro Imre “Csiki” Weiss (1911-2006).

 

En ese mismo año, cuando los alemanes ya estaban cercando París, Weiss colocó todos los negativos en una mochila y se fue en bicicleta a Bordeaux, para intentar salir por barco hacia México. Cuenta la historia que en la calle conoció casualmente a un chileno a quien le pidió que mandara el paquete de negativos vía consulado para que estuvieran más seguros. Weiss no pudo salir de Francia por su carácter de judío-húngaro-inmigrante y estuvo preso en Marruecos hasta 1941. Finalmente fue liberado con ayuda de unos de los hermanos de Capa y logró llegar a México a fin de ese mismo año.

 

El paquete de negativos siguió un extraño curso y entre 1941 y 1942 alguien se lo hizo llegar al general Francisco Aguilar González, el embajador mexicano para el gobierno de Vichy (Francia). No está claro si el diplomático sabía a ciencia cierta la importancia que los negativos tenían, quizás, el hecho de no saberlo es lo que los preservó de la destrucción.

 

Treinta años más tarde, Francisco Aguilar González murió y el paradero de los negativos nunca se conoció durante la vida de Capa. Recién en 1979, el hermano de Robert, Cornell Capa publicó una solicitud a la comunidad fotográfica buscando algún indicio de los negativos perdidos, pero sólo en 1995 se dio definitivamente con su paradero.

 

Durante esos años hubo otras historias paralelas sobre colecciones de trabajo de los tres fotógrafos halladas en lugares inesperados. En 1971 aparecieron en el Archivo Nacional de París ocho cuadernos de pruebas de contacto de negativos hechos en España por Capa, Taro y Chim, conteniendo unas 2500 imágenes realizadas entre los años 1936 a1939, pegadas en las páginas a modo de contactos. En 1978 se encontraron en el sótano del antiguo estudio de Capa 97 negativos, 27 impresiones antiguas y un cuaderno de contacto de China. Las imágenes eran de la cobertura de Capa de las acciones del Frente Popular de París, de la Guerra Civil Española y de la Guerra Sino-Japonesa. Al año siguiente, se encontraron en Suiza 97 fotografías de la Guerra Civil Española, una colección de impresiones que estaba junto una caja de documentos de Juan Negrín, primer ministro de la Segunda República Española, exilado en París desde el comienzo de la Guerra Civil hasta su muerte. No se sabe por qué Negrín tenía esas impresiones. Se especula con que Capa se las pudo haber entregado entre 1938 y 1939 para ser distribuidas o expuestas. La diferencia de estas impresiones es que incorporan también fotografías de Fred Stein, e incluyen la cobertura de Capa del bombardeo de Madrid en 1936, la Batalla de Teruel en 1937, además de fotos de Taro y Chin hechas en Segovia, Madrid y País Vasco.

 

Finalmente, ya en los años 90, el cineasta mexicano Benjamín Tarver, heredó pertenencias del General Aguilar luego de la muerte de su tía, amiga del militar. Entre los efectos personales se encontró con los negativos de la llamada Valija Mexicana, pero solo le resultaron relevantes luego de ver una exposición del fotoperiodista holandés Carel Blazer sobre la Guerra Civil Española en 1995. Tarver pensó que algo de eso se parecía a lo que tenía en su casa, y contactó al profesor del Queens College, Jerald R. Green, buscando consejos para catalogar el material y darle accesibilidad.  A partir de ese momento y luego de algunas idas y vueltas, finalmente la valija llegó al International Center of Photography (ICP), en los Estados Unidos, de la mano de la cineasta y curadora Trisha Ziff, que dirigió el documental sobre el devenir de los negativos (aquí se puede ver el trailer).

 

Finalmente, desde el año 2010, la Valija Mexicana está itinerante. Ha pasado por New York(donde comenzó la muestra), por Barcelona, Bilbao, París, México, Perpignan, Budapest y finalmente por San Pablo durante el 2016.

 

“Los negativos de la Valija Mexicana son una ventana extraordinaria para la vasta producción de los tres fotógrafos durante ese período: los retratos, las secuencias de batallas, y el devastador efecto de guerra en la sociedad. (…) Este material no solamente proporciona una visión excepcionalmente valiosa de la Guerra Civil Española, un conflicto que cambió el rumbo de la historia europea, sino que también mostró cómo el trabajo de tres fotoperiodistas establece la base de la fotografía de guerra en los tiempos modernos.” (Cynthia Young, curadora de la muestra).

*Gretel Nájera es Licenciada en Sociologia (UBA) y Profesora de Nivel Primario. Curso la Maestría en Estudios Sociales Latinoamericanos (UNSAM) y en Ciencias Sociales y Humanas (UFABC, San Pablo, Brasil). Actualmente trabaja en su tesis de maestría sobre representaciones acerca de los años setenta en el cine brasileño contemporáneo.

La historia como fiesta y encuentro

Por: Denilson Lopes

Traducción: Juan Recchia Páez

Imágenes: Leonardo Mouramateus

El filme brasilero A Festa e os Cães (2015), dirigido y escrito por Leonardo Mouramateus, representa una interesante puesta en escena que interpela el ejercicio de la memoria como dinámica humana que se transforma incesantemente, a partir de diversos y heterogéneos elementos audiovisuales que permiten reflexionar sobre los significados de la imagen y el discurso cinematográfico en contrapunto con los nuevos desarrollos tecnológicos y comunicativos de nuestros tiempos. Denilson López nos ofrece una aproximación al filme, en traducción al castellano por Juan Recchia Páez.


En A Festa e os Cães (2015) de Leonardo Mouramateus, vemos fotos analógicas, imágenes precarias, a veces desenfocadas, hechas por una cámara comprada poco antes de que el director-narrador parta de Fortaleza. Fotos pasadas por manos que podrían ser las del director, después las de amigos, o de alguna otra persona desconocida. Mostrando una a una, no se trata de una secuencia lineal sino de momentos que remiten no solo a los bastidores de la película que realizaba por entonces (História de uma Pena, 2015) sino también a imágenes que están en otras películas.

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De todos modos, no es un álbum de retratos de familia, a no ser que sea la “familia de amigos”, para usar el término de Nan Golding para nombrar las relaciones que estableciera en su conocida Balada da Dependencia Sexual, pero algo menos que un álbum porque las fotos son mostradas como si estuviesen guardadas en un sobre, sueltas. Tampoco son fotos posteadas en páginas de internet. Son las manos las que dan el ritmo a la película. Imágenes que pasan simplemente delante de nuestro mirar y no imágenes que queman como en Nostalgia (1971) de Hollis Frampton[i].

Entre las fotos, aparece el outdoor vacío frente al cual él danzó en Europa (2011) (y que aparece también en Mauro em Caiena de 2012), su casa y su barrio. El narrador-director está en las fotos cuando la cámara es compartida con amigos, al mismo tiempo en que la narrativa se transforma en conversación o cede lugar a otras historias que no son la de él. Las fotos pueden tener varios autores, creando un gesto colectivo que nos acoge a quienes miramos. No nos quedamos como voyeurs distantes de esas imágenes hechas por un soporte anacrónico. Las fotos fueron sacadas mientras la máquina fotográfica funcionaba, como una pausa para hacer películas (que el primo sugiere por motivos, nada estéticos, como la inseguridad de las calles que dificultaría caminar con la cámara cinematográfica). Una pausa del director entre Fortaleza y Lisboa, pero también para los recuerdos de sus amigos, que nos llevan tanto al interior de Ceará y de San Pablo como a Curitiba.

En A Festa e os Cães, me interesa pensar qué significa la imagen fija como configuradora de encuentros. Si para Roland Barthes, entre otros, la fotografía nos remite al muerto, a lo que no existe más, en A Festa e os Cães, las fotos cumplen otro papel. En determinado momento, uno de los personajes y amiga del director pregunta por qué a él le gusta tanto sacarle fotos, él responde: tal vez porque me gusta verte envejecer. Las fotos hablan de un flujo irrepresentable. Somos monstruos inmersos, simultáneamente, en todos los tiempos, para recordar el final de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Más que una suspensión del flujo temporal que permita acceder a la memoria, es el propio pasaje del tiempo lo que ellas encarnan. Las fotos crean un puente entre pasado y futuro, conectan lugares de forma inesperada o desde la experiencia que el director y sus amigos tuvieron, creando así un espacio escénico, cinematográfico construido por los afectos. Son fotos que quieren ser música del tiempo. A Festa e o Cães comienza con imágenes de bastidores de una película, una fiesta para conmemorar la finalización del rodaje de História da Pena, y termina con la descripción de una música que invade las imágenes de esta película, hecha solamente por voces, en sus últimos momentos junto con imágenes de soledad (¿o acaso el estar justo entre quien fotografía y quien es fotografiado?). Si en Europa (2012) es un cuerpo, el propio cuerpo del director, que danza en el final de la película y en Mauro em Caiena (2014), la fiesta aparece apenas por un momento; finalmente, en A Festa e os Cães hay música y encuentros en la pista de baile o fuera de ella, en las fotos pero, sobre todo, en el deseo de que algo pueda quedar (¿una pulsera como un vestigio de la fiesta, ruinas de una casa abandonada, encuentros ya no más existentes?). Finalmente, en las palabras de Leonardo Mouramateus, él, “un perro en la noche, un poco salvaje, un poco en soledad”, va a preguntarse y a preguntarnos: “¿Consigue ver lo que veo? ¿Consigue escuchar lo que oigo?”. Es una última invitación para bailar, para ver. Baile y visión se mezclan. Un perro solitario o una gaviota que puede volar en cualquier momento, alguien que puede alcanzar el último vagón del tren. Con la cámara fotográfica dañada, él vuelve a realizar una película como su primo sugiere.

Existe algo del orden del acaso en la delimitación del periodo de utilización de una cámara fotográfica barata, como tiempo de duración de la película, de las fotos que fueron hechas. Recurso o elección aleatoria, poco importa. Ciertamente no se trata de un dispositivo que aprisiona las imágenes sino, más bien, las libera de las prisiones del tiempo pasado (como nostalgia) y del futuro (como utopía) y conduce al espectador a un estado de disponibilidad. Menos que un gesto, un movimiento. Si la danza moderna amplió sus sentidos entre el no-movimiento y el movimiento-cualquiera, la película concluye en una danza de imágenes, fiesta en el tiempo. Después de la música, no escuchamos sólo sus ecos sino también los ecos de las fotos, como si en las fotos hubiese música. Hay gestos de futuro: caminar hacia un tren, un pájaro que puede volar en cualquier momento. Músicas y fotos sustituyen la voz para crear una atmósfera (mood) que constituye “las maneras por las cuales estamos juntos” (Heidegger apud Flatley, 2008, p. 22). Más que una película sobre partidas es una película sobre los movimientos en la ciudad, entre ciudades, por el mundo; a los caminos el director y nosotros nos entregamos.

¿Será que la historia y una película pueden llegar a ser una fiesta en vez de una catástrofe? ¿Será que la imagen puede decirnos a dónde vamos y no sólo de dónde venimos? ¿Será que la fotografía puede ser un flujo y no una pausa? ¿Será que es posible captar un movimiento sin transformarse en película?

¿Lo que vemos es una película digital de fotos analógicas, un slide show en el cine, o una película-instalación? Cuando el director recupera la voz narrativa y aparece, no más en foto, sino en una escena de imagen en movimiento, de cuerpo entero, cuando cuenta (todavía narra) sobre una música para su primo, se trata de una invitación y no tanto de una confesión. Invitación que evita la confesión tan banalizada. Hablar de otros, hablar de música para hablar de sí. El primo dice que siempre percibía la presencia de él por la música alta que ponía. Música que no le gustaba o que sólo le gustaba porque hablaba de la presencia del primo. Esta escena, casi en el final, nos ayuda a recuperar otro tipo de encuentro donde también somos invitados: la fiesta.

¿La fiesta puede ser no sólo un tema sino también una forma de dramaturgia, de puesta en escena de una experiencia colectiva? La fiesta es en plural, hecha por conocidos, desconocidos, amigos de amigos que vinieron. A los espectadores que tal vez conozcan a los actores-amigos del director, la fiesta gana esta mezcla de conocidos y desconocidos. Una fiesta alrededor de una piscina de plástico en una quinta sin necesidad de mucho a no ser del deseo de conmemorar, de estar juntos. Partes de cuerpos se mezclan, expresiones para la cámara, que eran para el director-fotógrafo, se transforman en gestos que nos son ofrecidos con otros sentidos, con otras sensaciones. Momentos de alegría, de beber, de bailar.

En las fiestas del fin de semana, cuerpos fragmentados, manos que no sabemos a quién pertenecen, un beso sin ver las caras. Fotos de la noche, con un foco de luz central, como una linterna pasando por cuerpos. La fiesta mostrada por imágenes sin música, bocas sin voces, gestos sin historias. La voz del narrador explica algunos hechos pero no nos unifica, nos muestra fragmentos. ¿Es esta la sugerencia de una dramaturgia y puesta en escena de la fiesta?

La película está hecha por un director joven en la que los personajes son básicamente de la misma edad, algunos han compartido experiencias anteriores por algunos años. En las fiestas que vemos, parece no haber niños, ni adultos. La familia no está mostrada a no ser fuera del campo. No hay generaciones, apenas un espacio único, abierto pero restringido. La fiesta no es para todos, como aparece en el relato de Kevin.

Las fiestas del pasado son contadas pero no remiten a un tiempo distante como en Being Boring (1990) clip de Pet Shop Boys, dirigido por Bruce Weber, que celebra la nostalgia de la fiesta en contrapunto con el tedio del presente (de la vida adulta podemos inferir) porque la fiesta como la juventud no duran y el tiempo vacío impera como las personas se separan y mueren. Son banalidades que todos sabemos pero no siempre consideramos. Es verdad que, en la película, aparece una vaga referencia al fin de la facultad, de la partida, al riesgo de dispersión de los amigos. La fiesta del fin de semana es buscada con ansias, sólo como forma de encontrar otros espacios, realizar otros encuentros en la ciudad o, ¿es también la expectativa de escapar del tedio, de la dificultad de no hacer nada, del gran temor de la modernidad que discutimos, en un ensayo anterior, a partir de Leo Charney en Empty Moments? ¿Si no ocupamos el tiempo vacío con la fiesta, lo ocupamos con el trabajo, pero siempre huimos del vacío que nos haga enfrentarnos con nosotros mismos y con nuestra soledad al buscar una vida menos común aunque sea por algunas horas? Estas fiestas no tienen el poder de la inversión del Carnaval, analizado por Bakhtin, sin embargo, son espacios de reinvención de sí mismo y de encuentro. Sin embargo, ¿qué queda más allá de la fiesta? Un deseo de futuro diferente del pasado, un futuro que no se sabe cuál va a ser, que no se desea prever. Un deseo de compartir del cuerpo que bailaba solo, en el final de Europa.

Sin embargo, la fiesta no es mera celebración ni apaga la soledad. El encuentro sólo es posible a causa de la soledad, desde las imágenes de peleas hasta la propia figura del artista como perro callejero, semejante a los que vinieron con los vigías que cuidan de las construcciones.  Se habla de jaurías, pero en las fotos vemos perros solitarios. ¿Puede haber grupos en las fiestas, pero en la salida, el director deja de ser errante y solitario? Un pájaro común, que podría estar en bandada, pero aparece solo, tal vez listo para volar. No vemos el vuelo, pero dejamos de ver sólo Fortaleza y vemos otras imágenes en otros sitios.

El narrador se pregunta qué queda después de la fiesta. ¿Apenas volver a casa de madrugada como en Mauro em Caiena? Aquí parece haber algo que persiste al encuentro y a la fiesta. Algo que no está en el pasado, está en un deseo de futuro expreso en el acto de fotografiar a la amiga porque le gusta verla envejecer, porque ella es una compañía, no sólo en el momento, sino también en el tiempo, pasado sí, pero con apuesta al futuro, como una posibilidad a la que ni la película, ni el director renuncian. Las formas de la pertenencia no son, nada más, espaciales sino también se asocian al tiempo. Hay una sensación de orfandad en que la película delinea algún futuro. No se trata de una restauración del tiempo, sino de un encuentro con el tiempo, en el mundo.

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[i] Érico Lima (2015) realizó un trabajo comparativo entre ambas películas. Beatriz Furtado y Érico Lima escribieron otros artículos sobre el realizador. Como cuando los leí y hasta ahora son inéditos, agradezco la confianza de los autores. Ellos presentan otras posibilidades de lectura diferentes de la que aquí presento.

Una galería entre el cielo y la tierra

Por: Ximena Espeche

Imágenes: Satori Gigie

 

Wilfredo Limachi Mamani, alias Satori Gigie, es egresado de la Carrera de Comunicación Social de la Universidad Mayor de San Andrés, La Paz. Desde 2014 se dedica full time a la fotografía. En este texto, desandamos parte de su producción focalizando uno de sus múltiples aspectos: las elecciones en el tema, los personajes y los cruces entre el cotidiano y el testimonio.


Un avión de línea que sobrevuela la ciudad de El Alto y las aves que también levantan vuelo. Ellas y él que no se mezclan, no hacen un entrevero. Y, aun así, no podemos verlas a ellas y a él sin pensar que comparten un espacio y un tiempo específicos, aunque delimiten las líneas por las que cada cual vuela: el del presente de la foto. De eso se trata. Porque lo que las fotos de Satori Gigie van desplegando es un entrevero que sea en futuro, un deseo, entre el cielo y la tierra, entre el pasado y el presente, entre las asunciones de una continuidad que no tiene más que nombres provisorios y por ello discutibles, e imágenes que farfullan sus problemas: ¿tradicional? ¿moderno? ¿tecno? ¿artesano? Ahí Satori discute: cotidiano sin por ello ser natural.

La fotografía en Bolivia tiene muchos antes que el de las fotos de Satori Gigie. Una enumeración incompleta recuperaría los daguerrotipos finiseculares, el crecimiento del paisaje como foco explicativo de lo que se anulaba en la escena espacial (y temporal): en esa construcción exótica ─y exotista─ de los Andes (que tampoco pueden resumir al país), los hombres y las mujeres que lo habitan con particularidades y conflictos concretos desplazados a ser sólo testigos o público, relleno de imagen; los estudios ya famosos como los de Cordero y Gismondi en la ciudad de La Paz, las series que hicieron de la Revolución del 52 su sentido y su objeto ─que, no obstante, incorporaban a los indígenas desde visiones a menudo bucólicas y “folklorizadas”─. Varios de los retratos de la Bolivia revolucionaria correspondieron a Gustavo Thorlichen, considerado “un gran artista” por el Che Guevara, contratado por Victoria Ocampo y autor de un libro de fotos sobre Argentina prologado por Borges.

O, también, más acá, las imágenes que recorrieron el mundo durante el levantamiento de El Alto en la guerra del gas; y entre tanto: las imágenes de migraciones campo-ciudad y de bolivianos y bolivianas a países limítrofes.[i]

Las fotos de Satori Gigie no tendrían por qué conchabarse con esa historia. Pero se inscriben en ella. No son una serie en el sentido de una teleología que armemos ad hoc, pero sí hay una selectividad que les es propia como en esas imágenes que hacen a la fotografía en Bolivia: por una parte, las locaciones del cotidiano ─al que en otro momento podríamos detenernos y desarmarlo como categoría ingenua que no es─, y las explicaciones que Satori Gigie establece para su quehacer. Por la otra, el juego permanente con los algoritmos: posteos en un perfil de Facebook que a la vez comunican esas fotos con las prácticas de multiplicación de las imágenes en redes sociales y en dispositivos de todo tipo. Cotidianeidad e historia: posibilidades de tomar esas imágenes y no otras. Su foto más famosa a la fecha, en la que su madre, Valentina Mamani, parecía sostener el Illimani en su carretilla, en La Paz, estalló en su perfil de Facebook el 27 de octubre de 2014: fue más de un millón de veces compartida (y no siempre se respetaron los créditos de autoría).

¿Qué otros algoritmos están en juego en sus fotos que no sean los del efecto, o de la lógica, de un posteo? Justamente, aquellos de quienes miramos las fotos: evitar la oposición fácil entre la velocidad en red y la lentitud de quien lleva una carretilla, en una ladera con el monte Illimani como parte del paisaje cotidiano. Volverla condición de necesidad y posibilidad: hoy hacemos las fotos así, podríamos hacerlo de otro modo. Elige ese cotidiano para testimoniarlo, pero desarma la solemnidad. Mejor aún: la solemnidad sería querer ver en esas fotos aquello que nos imaginamos debería ser la imagen en “Bolivia”, de “Bolivia”, como si siguiésemos ignorando que desde 2009 se reconoce como un estado plurinacional.

En varias entrevistas, Satori Gigie insiste en una suerte de testimonio que las fotos llevan consigo. Como una voz de lo que considera enmudecido o falto de escucha, o capacidad de presión: las mujeres y en especial esas mujeres como su propia madre: “Trato de enfocar, también, la capacidad y el derecho que ellas tienen de decidir sobre lo que quieren, ya sea para sí mismas, o para sus hijos.”, dijo en una entrevista en 2015 ─posterior al impacto de likes─.[ii] Oponer a la “negación” de esas vidas, esos trabajos y esas particularidades, las imágenes de presencias constantes. Y allí va como explorador, aunque el paisaje y las personas sean parte de su familia, de lo que fue/es su vida cotidiana.

Diría que lo que hace es que el gesto se vea bien, liso y llano, sin vergüenzas: el retoque. Porque las fotos están retocadas, no es novedad. Nadie esperaría otra cosa. Pero Satori lo recuerda. En otras palabras, el “instante” que ejerció Cartier-Bresson como marca de agua también es parte de un consenso, más o menos conflictivo, entre la legitimidad de quien ha ganado un nombre para definir cuándo ese instante vale la pena ser llamado así.

Si la fotografía pudiera ser ese espejo que se pone al lado de un camino, las fotos de Satori Gigie juegan con esa afirmación poniendo dos espejos enfrentados al lado de ese mismo camino. Para, después, romper alguno y ver qué pasa. Las fotos son de su cotidiano, un cotidiano que está ya “acostumbrado” en la retina de quienes no vivimos allí e imaginamos una “Bolivia andina”. Pero, a la vez, el cotidiano es el de la convergencia nunca simple entre temporalidades diversas, que pueden chocar (como lo han hecho).

El avión y las aves se dirigen a un mismo punto, fuera de la foto, una línea de perspectiva que está más allá de lo que podemos ver. Y sin embargo está presente. La foto no termina nunca, es el comienzo de los mundos posibles, de los testimonios venideros. La intención es otra que la de captar la “naturalidad” del cotidiano. Por el contrario, puede aparecer como capturando el instante, pero el trabajo posterior de luces y sombras, de posproducción, revela las selecciones que también siguen haciéndose una vez que Satori tomó esa foto. Nunca es una sola foto: va cambiando hasta que define cuál será la compartida en las redes. No hay plenitud aunque parezca plena: Satori fotografiando a su madre lo dice. Es símbolo, pero también lo quiebra: es una tramoya.

Esa madre parece llevar al Illimani. Aunque no sea cierto. No porque no pueda ser posible: es un juego óptico, del que la fotografía sigue siendo parte. Y es cierto, también: las mujeres a las que fotografía muchas veces es como si de verdad llevaran sobre sus hombros al Illimani: el trabajo de todos los días, acarrear hojas y bártulos. Va al comienzo y al presente: el hoy de esa fotografía. El nombre mismo de Satori Gigie es objeto de revelaciones: Wilfredo Limachi Mamani “nombre de procedencia alemana y apellidos aymaras”; y “Satori Gigie” está compuesto por un apodo (Gigie) con el que fue bautizado en el barrio, y el Satori que en “en lengua japonesa significa Comprensión; un estado de iluminación en la filosofía Zen”.[iii] Este entre no es un limbo. No. Es una pregunta en modo afirmación: eso que es composición, que es tramoya, también existe. Es comprensión. Y excede la mano del fotógrafo, como si hubiera capturado una imagen, dueño absoluto de la mirada. Por el contrario, se trata de pruebas, de intentos, de vueltas a probar, de repeticiones variadas. Se trata más de esperar, “como un idiota” ─así también afirmó en una entrevista─, con la cámara encendida.

[i] Para una síntesis sobre la historia de la fotografía en Bolivia, muy centrado en la relación entre identidad e imágen, véase: Calatayud Criales Oswaldo y Juan Carlos Usnayo, “Instantáneas del olvido. De la mirada icónica a la lectura fotográfica en Bolivia”, Revista Ciencia y Cultura, Nro. 33, diciembre de 2014.  Disponible en: http://lpz.ucb.edu.bo/Forms/Publicaciones/CienciaCultura/Recursos/RevistaCienciaCulturaVol18N33.pdf

[ii] Puente Florencia, “Satori Gigi, momentos de altura”, Revista Marcha, Nro. Abril de 2015. Disponible en: http://www.marcha.org.ar/satori-gigie-momentos-de-altura/

[iii] Según reza en el sitio de la Revista Anfibia: http://www.revistaanfibia.com/autor/satori-gigie/

La muerte sale por el oriente: proyecto fotográfico en torno a la violencia feminicida en el Estado de México

Por: Jimena Jiménez Real y Sonia Madrigal

Fotografías: Sonia Madrigal

 

Fotografía y palabra se cruzan en un diálogo entre Jimena y Sonia sobre la situación crítica de las múltiples violencias de género en Ciudad Nezahualcóyotl. El proyecto La muerte sale por el oriente busca documentar, geolocalizar e intervenir en la magnitud del fenómeno feminicida en México para denunciar de qué manera “se ha convertido en un terreno hostil para nosotras, a grado tal que se nos ha dejado de garantizar el derecho a la vida”.


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La primera imagen que vi de las intervenciones de Sonia Madrigal representa una silueta de mujer en lámina de espejo al borde de un camino agreste, entre la maleza. Atardece. A la derecha, el camino sigue hasta toparse con la masa oscura de un árbol. A la izquierda, detrás de las ramas y de un cielo violeta cruzado por cables sobre postes eléctricos, las luces traseras de varios autos enfilan la vuelta a casa. Al pie de la silueta hay algo que parece una bolsa de plástico, desechos. El torso del espejo replica el color añil del cielo; empieza en el estómago el reflejo de varios haces de luz, probablemente el flash de la cámara de Sonia capturando la escena y los faros delanteros de su propio auto. ¿Qué pasó aquí?

Sonia Carolina Madrigal es una ingeniera y fotógrafa de Ciudad Nezahualcóyotl, en el Estado de México. Según reportan los medios locales[1], en Ciudad Nezahualcóyotl 7 de cada 10 mujeres son víctimas de algún tipo de violencia de género. En julio de 2015, la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres declaraba bajo Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres[2] a Ciudad Nezahualcóyotl y otros diez municipios más de la misma entidad federativa[3]. El mecanismo, que pretende combatir la violencia patriarcal en territorios donde los índices son particularmente elevados, ha resultado a todas luces insuficiente: en Ciudad Nezahualcóyotl sigue atardeciendo y sigue amaneciendo y, cada mañana, las mujeres continúan apareciendo muertas en el río, en las veredas, en su propia casa. Fue esta situación de muerte y violencia la que movilizó a Sonia a iniciar su proyecto La muerte sale por el oriente.

Intercambiamos varios correos y me cuenta que en Ciudad Neza parece inevitable despertar cada día con la noticia de que han matado a otra mujer. Ella recuerda con nitidez el momento en que tomó consciencia de la magnitud del fenómeno feminicida: aquella mañana de 2006, la noticia del asesinato no era una masa de imágenes arrastrada por la voz monótona del presentador del telediario, desde la pantalla. La chica asesinada no era solo un nombre y la muerte casi había llamado a su puerta: el cuerpo sin vida de María Concepción Pérez, una estudiante de la Universidad Pedagógica Nacional y madre de una niña de 8 años, había sido encontrado envuelto en una cobija, con signos visibles de violencia, a solo unos metros de la casa donde vivían los padres de Sonia. Casi diez años después, en diciembre de 2014, decidió utilizar su buena mano con la cámara para visibilizar que México “se ha convertido en un terreno hostil para nosotras, a grado tal que se nos ha dejado de garantizar el derecho a la vida”.

La muerte sale por el oriente toma su nombre de un capítulo del libro Las muertas del Estado: Feminicidios durante la administración mexiquense de Enrique Peña Nieto, por Humberto Padgett y Eduardo Loza, en referencia a la locación geográfica al este del Estado de México y de la Ciudad de México de los municipios donde Sonia está desarrollando su investigación. Me explica que el proyecto, aún incipiente, se sustenta en tres ejes: uno documental, otro de intervención sobre el terreno y un tercero que aspira a una eventual generación de datos para la geolocalización de los feminicidios en el Estado de México. “El desarrollo del proyecto ha conllevado documentación, investigación de campo, entrevistas con madres de las víctimas, vinculación con organizaciones civiles, asistencia a marchas y manifestaciones, participación en iniciativas como la instalación de cruces de color rosa en el canal de La Compañía e intervenciones en zonas vulnerables con una silueta de mujer hecha de espejo”, explica Sonia. Dice que se decidió por esta forma de intervención porque no le interesa “la reconstrucción exacta de la historia (imagen por imagen) como si hiciera simplemente un registro documental, sino que buscaba esta alteración del paisaje que pudiera permitir otro tipo de acercamiento a estas realidades”. Pretende con ello desligarse de “la gran cantidad de fotografías de nota roja que actualmente han invadido nuestra vida diaria y que, de algún modo, contribuyen a la normalización de la violencia y nos anestesian ante el dolor que atraviesan las familias”. “El mundo que ocurre dentro del espejo (reflejo)”, añade, “me permite invertir la perspectiva, es decir, aquello que vemos en el espejo es a lo que le estamos dando la espalda”.

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La fotógrafa relata que ha buscado entrar en contacto con madres de las víctimas y con algunas organizaciones civiles. “A través de estos vínculos, me he integrado en algunas movilizaciones y el año pasado [en noviembre de 2014] apoyando una iniciativa de Irinea Buendía —madre de Mariana Lima Buendía, víctima de feminicidio en 2010—, participé en la recaudación de fondos y construcción de algunas cruces rosa que serían colocadas en el canal de La Compañía —un punto crítico en Chimalhuacán, Estado de México donde frecuentemente son encontrados cuerpos de mujeres— como declaratoria de que estos casos siguen ocurriendo en total impunidad”. Dice Sonia que apenas medio año después de la colocación de las cruces la presidenta municipal de Chimalhuacán arrancaba dos de ellas, “por lo que, Doña Irinea, madres y familiares de otras víctimas, vecinos de la zona y algunas organizaciones convocaron a la movilización ‘Llenemos de cruces Chimalhuacán’, […] en donde se recolocaron las cruces”.

Como las cruces rosas que allegados y vecinos de las víctimas volvieron a levantar después de que la presidenta municipal de Chimalhuacán tratara de silenciar que, en Nezahualcóyotl, al igual que en muchos otros puntos de Latinoamérica, nos siguen matando, las intervenciones de Sonia buscan “señalar los territorios de la muerte que, para las autoridades, siguen siendo invisibles”. Por el momento, Madrigal trabaja solo en los municipios de Ciudad Nezahualcóyotl, Chimalhuacán y Ecatepec, en el Estado de México, pero proyecta llevar la idea a otros puntos del país y, eventualmente, de Latinoamérica. Cuando nos escribimos, Sonia insiste en que, para ella, la lucha contra la violencia patriarcal desde la trinchera del arte pasa por tejer redes de solidaridad entre artistas, y, sobre todo, entre mujeres artistas. Para expandir su proyecto a otras latitudes, la mexicana prevé establecer alianzas con otrxs fotógrafxs y artistas visuales que trabajen temáticas de violencia de género. A finales de este año 2016, entrará en funcionamiento una web, que Sonia seguirá alimentando periódicamente, donde se exhibirá el material fotográfico en torno a sus intervenciones. Por el momento, se puede consultar el archivo documental del proyecto aquí: http://lamuertesaleporeloriente.tumblr.com/

Sonia Madrigal. Originaria de Cd. Nezahualcóyotl, Estado de México. Estudió la Lic. en Informática en la UNAM. En 2009, comienza su formación fotográfica en la Fábrica de Artes y Oficios (FARO) de Oriente y Tláhuac y en el Centro de la Imagen. Su obra gira en torno a la fotografía documental, fotografía de calle y también explora otro tipo de narrativas a través de la transversalidad de géneros. Ha participado en distintas exposiciones colectivas en recintos culturales de México, España, Italia, Brasil, Chile y Argentina. En 2014 fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), generación 2013-2014, actualmente forma parte del Seminario de Producción Fotográfica 2016 del Centro de la Imagen en la Ciudad de México. Pertenece al colectivo Encontraste y es cofundadora de la plataforma digital Mal d3 ojo.

Notas:

[1] http://www.eluniversal.com.mx/articulo/metropoli/edomex/2016/03/3/en-neza-7-de-cada-10-mujeres-son-victimas-de-violencia

[2] Ver más en la ficha informativa de la AVGM: http://www.conavim.gob.mx/es/CONAVIM/Informes_y_convocatorias_de_AVGM

[3] Se emitió la declaratoria en Chalco, Cuautitlán Izcalli, Chimalhuacán, Ecatepec, Ixtapaluca, Nezahualcóyotl, Naucalpan, Tlalnepantla, Toluca, Tultitlán y Valle de Chalco Solidaridad.

Ficciones en Disputa

Por: Luisa Stegmann

Foto: Dafna Alfie

#El silencio interrumpido

Luisa Stegmann repasa la obra de Laura Arnés y sus posiciones desde donde reflexiona sobre ficciones lesbianas en la literatura argentina. Polemiza sobre las formas de designación de “lesbiana” o “bisexual” y sobre los modos con los que se visibilizan los cuerpos disidentes. Laura afirma que “la omisión no se origina en los textos, sino en los modos de ver y de leer contextuales”. Luisa coloca en primer plano el valor político “Disidencias o no, al final todxs dormimos con la boca abierta”.


 

Hay algo de esta época y sus (nuestras) reivindicaciones que viene a destapar: desempolvar lo silenciado, visibilizar lo omitido.  No solamente se hace presente lo suprimido, sino que se señala ese vacío, una mutilación nada inocente, porque ningún recorte es ingenuo.  Así, críticas y críticos de arte, estudiosos de diferentes áreas, rastrean entre lo velado para hacer de esa cicatriz un gesto político. No es lo mismo callar que no ser oído, o ser forzosamente apagado. Un poco como la historia del árbol que cae en el bosque, ése que no sabemos si hace ruido o no cuando falta alguien que lo escuche. La pregunta está mal formulada y ponemos el centro en el lugar errado, ya que no se trata del árbol y su peso muerto, sino de nuestro potencial para oír.  Pensando en la literatura, específicamente en la voz lesbiana, Laura Arnés afirma que “la omisión no se origina en los textos” (o si esa caída puede hacer barullo) “sino en los modos de ver y de leer contextuales” (nuestro estar ahí, nuestro poder oír).  Entonces, aguzamos la escucha para acercarnos a las interrupciones y las ausencias, sabiendo que si el árbol cayó, entonces hubo ruido, y prestamos oídos a aquellas personas que asumieron la labor de reconstruir el silencio.

Laura está entre lxs invitadxs al evento El Silencio Interrumpido: Escrituras de Mujeres en América Latina, organizado por la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), el Malba y NYU BA, a realizarse los días 3 y 4 de agosto. Ella es una escritora latina, aunque no se defina como tal. Su nombre aparece entre lxs participantes por varios motivos que se cruzan. Y tiene sentido, porque ella corporiza una cruzada. Doctora en Letras, docente, crítica literaria, investigadora en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA) y en CONICET, colaboradora del suplemento Soy de Página 12, feminista, poeta, fotógrafa, activista bisexual. Todas definiciones que le caben, aunque no las usa todas, o no siempre.  Laura se marca y desmarca en actos siempre cargados de intencionalidad significante, porque si hay algo que le resulta claro es que las identidades son dinámicas y sus apropiaciones, políticas. «(…) ella y su duda y su deseo. ella. lo no dicho y lo dicho se inscriben en el bisbiseo del silencio. darse cuenta que la única libertad posible habita en la palabra que desconoce, que se le escapa.” Fragmento de “entre palabras”, Manzana Fue (2011).

Su próximo libro está casi listo. Ya lo escribió, releyó, revisó, corrigió y volvió a leer, otra vez. Ficciones Lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina fue su tesis de doctorado. Lo que inició como una intuición terminó siendo una hazaña de investigación.  Ella notó el mutismo de la voz lesbiana en la literatura argentina y salió a buscarla armada de la paciencia de investigadora que una no se imagina que tiene cuando la conoce de entonar a viva voz en la calle “si no hay aborto legal, qué quilombo que se va armar, te cortamos la ruta y te quemamos la catedral”.  Sus enormes ojos hidrópicos fueron develando la construcción de estas ficciones lesbianas en la literatura, encontrándose con etapas de ausencia, leve susurro de lo que no se puede nombrar, para llegar a aparecer concretamente, ya no como sugerencia sino con claridad, si bien heterodesignada (es decir, definida por un otro).  Su recorrido finaliza en la literatura contemporánea, donde encuentra que la afectividad lesbiana hace un movimiento y ya no se reafirma, sino que se transita en cierta hibridación, cuerpos sexuados que juegan con la identidad, con el erotismo, contra el binarismo. En su corpus el foco no es la persona que escribe, sino la construcción de la ficción lesbiana que se hace en los textos, independientemente del género o la sexualidad de su autor/a. Realiza así una genealogía, la primera que existe del tema, con la dificultad que implica buscar en la oscuridad, dejándose llevar por su agudo sentido del olfato disidente. Encuentra en este periplo aliadas y aliados que le acercan ediciones imposibles de comprar, agotadas allá por los ochenta y que nunca fueron re editadas, personas que recuerdan algún texto, algún autor/a, alguna biblioteca amiga. Consigue entonces presentarnos un análisis novedoso sobre literatura, identidad, sugestiones y sexualidades, además de una lista enorme de textos que vamos a querer leer. Si eso no es político entonces no sé qué es.

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Fotos: Laura Arnés

Visibilizar lo disidente es un paso necesario para luchar contra la hegemonía heteropatriarcal, por eso las categorías son necesarias, aunque sea para después abandonarlas abiertamente. Cuando la conocí, Laura insistía con la bandera de Bisexuales Feministas. Marchemos con la bandera, hagamos stickers, usemos peluca. Yo sentía que autodesignarse lesbiana era más político que definirse como bisexual, porque lo interpreto en Wittig y lo veo en la militancia callejera LGBTIQ (donde el elogio a la cachucha destrona a la envidia del pene y lo que parece despuntar más claramente -muy a nuestro pesar- es una opción entre binarismos).

“- El cuerpo lesbiano tiene mucha más representación semiótica que el bisexual.  El desafío bisexual es construir representaciones que se alejen de las que nos brinda la cultura, que rechazamos, no nos identificamos. El movimiento lesbiano hace muchos años que viene construyendo esto, nosotras no tenemos años de activismo, no tenemos colectivo. Somos una identidad que se mueve mucho entre espacios y que históricamente no tuvo problemas con ponerse otros nombres.”

Como un eterno retorno, volvemos, sin querer, a la importancia de la representatividad semiótica. Si no puedo nombrarte, ¿existís? Sí, existís, pero vas a tener que pelear contra esa ausencia, ese malón de otros designantes con sus ejércitos de “normales” bien establecidos.  La bisexualidad le importa como quiebre de binomio, no como identidad en términos esencialistas. De hecho, cuestiona lo esencialista, lo natural, y lucha contra las categorías.  Pero para abandonarlas o repensarlas, primero tienen que existir y pensarse. Y definirse es un gesto político. En el Encuentro Nacional de Mujeres de 2011 fue de las que convocó al primer taller (autogestionado) de Mujeres y Bisexualidades, que al año siguiente ya se había ganado su espacio en la nómina oficial del Encuentro, y que en 2015 tuvo tantas participantes que se desdobló. Aunque a la hora de bandera, stickers y peluca el colectivo bisexual cabe en un taxi, no hay dudas de que para cuestionar lo que se dice de una, primero hay que conquistar un espacio donde sentarse a escucharse unas a otras (sobre cómo deseamos, amamos, formamos o no familia, nos enfrentamos o no a la monogamia, esquivamos o no el estigma). A interrumpir tanto silencio, como para que después se pueda fluir.

“- En algunos momentos es importante definirse, sobre todo cuando se busca inscribir una diferencia en la hegemonía. Si yo no me defino como feminista, mi práctica igual va a ser feminista, sin embargo hay veces que decir “soy feminista” provoca una ruptura o abre una posibilidad que hasta que no lo decís, no está. Esa luz que aparece en ese espacio que está oscuro, para mí es re importante.”

La primera vez que marchamos juntas me señaló un stencil donde leía “si no puedo bailar tu revolución no me interesa”, frase adjudicada a Emma Goldman (aunque se comenta que es una versión apócrifa devenida slogan creada a partir de una situación que Emma narra en su autobiografía Viviendo mi Vida). En mi memoria quedó asociada a Laura, porque sé que le gusta, la usa y porque ella también viste esa intransigencia, esa seguridad, en que si nuestros cuerpos no pueden estar felices en el combate, entonces ya nos han ganado o no hay revolución posible. A pesar de las pilas de libros que la rodean, entre los que habita hace años, Laura se pregunta en su cuerpo, con su cuerpo, por su cuerpo y sobre los cuerpos. En A tres tiempos (2014), su segundo libro de poemas, hay un cuerpo que se enferma y convalece hasta la muerte. Hay un cuerpo que se exhibe en minifalda y remera sin corpiño. Hay un cuerpo al que le aprietan los zapatos de charol. En su actual proyecto fotográfico hay cuerpos desnudos en la intimidad. Esa cómoda y liberadora confianza de aceptarse en el propio cuerpo: solo, acompañado, capturado en ese instante en el que se había olvidado que la cámara seguía ahí, apuntando fija. No, fija no. Laura empezó a sacar fotos cuando la silla frente a la computadora se le volvió estática, cuando la entrega de la tesis la dejó exhausta, cuando su cuerpo pidió volver a la pista y encontrarse con otros. Lo primero que hizo ante sus fotos fue obligarse a desestructurar la mirada, a cuestionar sus ángulos y sus recortes, a ponerse en juego sin usar la lente de escudo. No busca retratar, simplemente busca.

“La literatura es un dispositivo político donde se modulan múltiples distribuciones de lo que afecta a nuestros mundos sensibles, un espacio privilegiado en el cual se ensayan formas posibles (probables o improbables) de la vida en común y en donde, como consecuencia, se estrenan constantemente nuevas relaciones entre los cuerpos».

Ficciones Lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina (en imprenta)

Arnés 2

Fotos: Laura Arnés

Paradójicamente, la pregunta que le da origen a sus fotos es sobre el cuerpo desnudo y en soledad. Proyecto oxímoron que se autoaniquila al partir en la búsqueda, porque cuando su lente encuentre al cuerpo en intimidad, es porque ella también está ahí, quebrándola.  La insistencia, que suelo considerar necedad -porque soy una necia culposa-, cuando viene de la mano de Laura es porque algo se olió. Y si ella me dice que está reformulando los roles y las distancias entre fotógrafa y fotografiadxs, me inclino a pensar que sí, que abre una posibilidad, que quiebra una escena, que “deja que circule el poder”, que consigue congelar esos cuerpos sin que sientan el frío o la invasión. El fondo sepia sobre el que imprime nos acerca un poco más a esas personas que pidieron posar sin pose, y vemos que la intimidad es del orden de lo privado pero casi que se hace pública a fuerza de repetición. Disidencias o no, al final todxs dormimos con la boca abierta.

 “Ella y ella entran de la mano. entre las luces y los cuerpos hay sombras. una se suelta. y la música cae. y la ropa. otros se acercan advertidos. se hurgan. solos o entre ellos. una, la misma, se sienta y abre las piernas. la boca está ansiosa: -todo, quiero todo adentro. las manos y sus uñas, pijas, tetas, lenguas, saliva. todo. quiere todo adentro.”

(Erotopías, leído en la Feria del Libro de Olavarría, 2014)

Laura transita todo con extrema sensibilidad y una pregunta. Y va plantando conflictos, ideas, pequeñas revoluciones entre copas y coplas. En cada espacio que habita, desde fútbol a la academia, pasando por arte y activismo, va proponiendo desacuerdos productivos.  Con los demás y con ella misma. Su poesía es un poco prosa y su ensayo un poco cuento, su desparpajo en la lucha tan audible como su inagotable batalla por ganarle a las convenciones más naturalizadas. Rompiendo el silencio. Interrumpiendo.

Libros editados:

Manzana Fue, Argentina, Huesos de Jibia, 2011.

A tres tiempos, Buenos Aires, Milena Caserola, 2014.

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“Ofrendas fotográficas contra el femicidio. Archivo por la no violencia a las mujeres”. Sobre prácticas fotográficas, política de los afectos y zonas de contacto feministas.

Por: Paulina Barrenechea, Carolina Escobar, Andrea Herrera y Gabriela Rivera

Foto portada: Macarena Peñaloza

Imágenes 1 y 2: Andrea Herrera; imagen 3: Marcela Bruna

#El silencio interrumpido

 

En esta reflexión a cuatro voces, las investigadoras en estudios culturales Paulina Barrenechea y Carolina Escobar discurren junto a las fotógrafas Andrea Herrera y Gabriela Rivera en torno a la muestra itinerante “Ofrendas fotográficas contra el femicidio. Archivo por la no violencia a las mujeres”, desplegada desde el año 2015, en las ciudades de Copiapó y Santiago y, desde 2016, en Concepción y Curicó, en Chile. Emplazándose en una zona de contacto feminista, las aludidas se reúnen para desnudar la mirada normalizadora sobre la práctica cultural. Apuestan, en cambio, por rescatar, en una obra indisolublemente colectiva y sororal, la potencialidad política de los afectos para dar cuenta, en tanto archivo, de los asesinatos machistas.


¿Qué palabras les faltan todavía? ¿Qué necesitan decir? ¿Qué tiranías tragan cada día y tratan de hacer suyas, hasta asfixiarse y morir por ellas, siempre en silencio? Tal vez para algunas de ustedes hoy, aquí, yo represento uno de sus miedos. Porque soy mujer, porque soy Negra, porque soy lesbiana, porque soy yo misma -una poeta guerrera Negra haciendo su trabajo les pregunto: ¿Están ustedes haciendo el suyo?

  1. La fotografía no es un lujo

La cita que oficia de antesala a este ensayo construido a cuatro voces, es parte de una ponencia leída por Audre Lorde, poeta y activista afroamericana, el año 1977. Nos motiva pensar en la interpelación que da fin al fragmento como una pulsión que da sentido a este trayecto. Lorde asumía su producción literaria desde el convencimiento de que “la poesía no es un lujo” y que el silencio, condición de posibilidad para las mujeres en las narrativas historiográficas, debía ser transformado en lenguaje y acción. Pensaba que el silencio es algo que se ofrece al enemigo, y que para quienes escriben resulta imprescindible examinar no sólo la verdad de lo que se dice sino la verdad del lenguaje en que lo decimos. El lenguaje fotográfico, en ese sentido, tiene una pulsión altamente política porque se convierte, como la palabra escrita, en espacio de validación y enunciación de sujetos/a históricos/as. Se convierte en un correlato de la historia que permite interpelar, a través de la imagen, el silencio, la violencia y la confrontación de aquellos cuerpos que “no importan”.  Es precisamente esa acción de desmontaje la que tiene el potencial de activar en la imagen revelada su filamento político y disruptivo, y que permite hacer lecturas no desde un illo tempore sino desde el presente. Esto resulta un anclaje vital para comprender y acercarnos al ciclo expositivo “Ofrendas fotográficas contra el femicidio. Archivo por la no violencia a las mujeres”, desplegado desde el año 2015 en las ciudades de Copiapó y Santiago y 2016 en Concepción y Curicó. Creemos que este proyecto crítico tensiona el actual escenario de las artes visuales en Chile en dos aristas que desarrollaremos en los párrafos que siguen.

Diremos que lo primero tiene que ver con nuestro deseo de situar “Ofrendas” como un proyecto político articulado a un descentramiento de la mirada (confiscada por la noción tradicional de estética) que lo sitúa como una práctica cultural a-normal siguiendo lo que Rían Lozano propone en su texto Prácticas culturales a-normales. Un ensayo alter-mundializador. Esta investigadora entiende estas prácticas como:

[…] el conjunto heterogéneo de actividades que han llevado a cabo algunos teóricos, docentes, artistas, activistas, etcétera, que superan los límites de sus actividades tradicionales y abren el campo de actuación al sentar las bases para el desarrollo de un tipo de práctica colectiva. Aquí el sentido de colectividad no hace referencia necesariamente a la autoría, sino a la persecución de objetivos comunes: la respuesta a esas cuestiones políticas (Lozano, 2010, p. 79).

La invitación de Lozano es a entender las prácticas artísticas como emplazamientos políticos. Nos sugiere descentrar la mirada hacia otra forma de entender lo estético; una mirada que interpele y supere ciertos cánones propios de la producción de conocimiento occidental. Las narrativas patriarcales del arte no sólo operan desde el gesto historiográfico, que invisibiliza la producción y los procesos reflexivos detrás de la práctica artística de las mujeres; sino que, también, desde sus presupuestos disciplinarios y filosóficos. Por ejemplo, la estética, al constituirse en disciplina, se plantea como objetiva y neutra, presentando un solo tipo de belleza válida como norma universal, dejando fuera a todo lo que no se ajusta a su modelo.

El arte, en singular como gesto ideológico, es una disciplina y una práctica definida por una lógica colonial que es necesario desmontar [1]. En tanto imaginario visual y política de representación/construcción, está indefectiblemente articulado al discurso estructural de los estado-nación, a un ordenamiento global, capitalista y, sobre todo, tremendamente patriarcal. La teoría feminista [2] ha sido y es relevante en ese sentido, pues actúa y media desde la historia del arte tradicional y conocida, a los discursos que se centran en las representaciones; es decir, con la forma en que el imaginario visual construye realidad, corporalidad e instituye procesos de subjetividad.

  1. Un archivo de los afectos: construir una zona de contacto feminista

En segundo lugar, y a partir de dicho encuadre, proponemos pensar “Ofrendas”, efectivamente, como una práctica cultural que se configura a partir de un archivo de los afectos que producen conocimientos y actos creativos. Afectos entendidos como actos que llevan a pensar en otras epistemes posibles en las que se conjugan miradas críticas y artísticas.  “Ofrendas” es interesante por cuanto nos obliga a ejercer un giro contrario a una mirada normalizadora de los espacios, los tiempos, las corporalidades. La producción artística de estas once fotógrafas chilenas (Pía Acuña, Marcela Bruna, Mariana Gallardo, Zaida González, Macarena Peñaloza, Kena Lorenzini, Sumiko Muray, Ximena Riffo, Andrea Herrera, Gabriela Rivera Lucero y Jocelyn Rodríguez) se despliega desde una serie de zonas de incomodidad que responden a una emoción común. Frente a la producción de las narrativas visuales del placer, que actualiza una y otra vez el capitalismo, este corpus de textualidades fotográficas viene a interpelar el cimiente estructural del capital: la violencia del patriarcado. Y lo hace desde aquellas zonas de contacto, es decir, de los afectos, tal y como Judit Vidiella explica:

en una zona de contacto emergen tanto las zonas de proximidad como las de alejamiento, las fricciones, tensiones y desavenencias, las diferencias de posición y de agenda política… es una práctica política de auténtico riesgo en la confrontación interpersonal con los demás ( 2014, p.18).

Las artistas visuales Gabriela Rivera Lucero y Andrea Herrera, coordinadoras de “Ofrendas Fotográficas contra el femicidio”, conciben este proyecto no sólo desde los impactos de su nivel expositivo, sino también, como un archivo que hace visible una multiplicidad de tiempos y espacialidades, relaciones y zonas de contacto. En ese sentido, cada instancia concreta del ciclo de exposiciones (Concepción, Santiago, Curicó [3] y Copiapó) activa una genealogía donde los afectos se comprenden como generadores de saber. En ese sentido, la ira, el amor, la frustración, la empatía, el miedo, no se “padecen”, sino que propician agencias [4]. A nivel de producción de obra, cada artista agencia una política de los afectos enraizada en historias pasadas que producen impactos, efectos y construyen narrativas corporales. Pero, también, cada uno de los montajes se despliegan desde una política de los afectos al articular cada exhibición a conversaciones situadas territorialmente en modalidad de mesas redondas, talleres y diálogo con otros lenguajes, música, gastronomía, poesía. Dotar de cuerpo el espacio museal o exhibitivo, donde no sólo los muros hablan a través de la producción artística, sino que todo él es atravesado por ellos, tensionando los correlatos estéticos.

En este sentido es posible aseverar que el elemento afectivo activa las diversas etapas y procesos agenciales de “Ofrendas”. Sara Ahmed en La política cultural de las emociones (2004/2015), señala que las emociones no sólo mueven a los sujetos sino también moldean los cuerpos y sus prácticas, de ahí su relación innegable con la política. Del mismo modo, las palabras de Lorde vuelven a sernos útiles para comprender esta potencialidad de las emociones. Al explicar la importancia del odio y la rabia para la acción política feminista negra, señaló:

Mi respuesta al racismo es el enojo […] Pero el enojo expresado y traducido a la acción, al servicio de nuestra visión y nuestro futuro es un acto liberador y que fortalece para clarificar, ya que es en el doloroso proceso de esta traducción que identificamos quiénes son nuestros aliados con quienes tenemos graves diferencias, y quiénes son nuestros genuinos enemigos. El enojo está cargado de información y energía. […] Si lleva al cambio puede ser útil ya que, entonces, no es sólo culpa sino el inicio del conocimiento” (2014:2).

Esta relación cuerpo, emociones, conocimiento y acción política es clara en “Ofrendas” y, por supuesto, posee un correlato genealógico que nos permite construir este archivo. En América Latina la necesidad de relevar el cuerpo y la experiencia ha sido la base de los movimientos feministas en sus sentidos sociales y epistemológicos: las producciones literarias en diversos momentos históricos, los movimientos suscitados y otras prácticas culturales, han puesto al cuerpo como lugar de la resistencia y a las emociones como aquello que le impulsa a la acción. En este sentido, los principios de los feminismos descoloniales pueden servir también para comprender las políticas y desviaciones epistémicas que se proponen en “Ofrendas”: hablamos aquí de la necesidad de poner en el centro aquellos otros cuerpos —los cuerpos asesinados; la memoria de las mujeres violentadas; los cuerpos marcados por la raza, la clase, la sexualidad— así como la necesidad de impulsar una “desobediencia epistémica” que dé otros sentidos al arte; que a-normalice la mirada estética occidental.

La pulsión feminista que acentúa la potencialidad crítica y epistémica de “Ofrendas” queda también de manifiesto en su carácter situado. No es un gesto menor que la muestra esté constituida por mujeres artistas chilenas, ni que las temáticas sean los femicidios; pues desde aquí se nos recuerda que las necesidades políticas feministas en Chile y América Latina deben atender a la violencia, y proponer lugares y formas desde donde evidenciarla. Tampoco es menor, entonces, que una de sus primeras presentaciones haya sido en Villa Grimaldi [5]. Son pertinentes aquí, para entender estas pulsiones, las palabras de Lelia Pérez en la segunda presentación de “Ofrendas” en el año 2015:

Es a través del arte que podemos desafiar al aislamiento y al trauma, el retrato intencionado de la soledad, de la muerte invisibilizada, que se transforma en desafío, rebeldía y lucha. La única manera que conozco de reencontrame conmigo, mi cuerpo, mi placer, así como  con mis hermanas en cualquier dimensión en que se encuentren y pensar como mujer libre en construir una sociedad diferente.

Las dimensiones críticas, políticas y epistemológicas entre las que transita este proyecto, y que imprimen este carácter situado y corporeizado, se evidencian -además- en la importancia que tiene la experiencia en el proceso de obra. En los párrafos que siguen quisiéramos narrar y dejar en evidencia dicho proceso, a través del testimonio de las responsables del proyecto, a fin de reafirmar el carácter a-normalizador, colectivo y posicionado de “Ofrendas contra el femicidio”; y, por supuesto, también de este escrito.

 

  1. Genealogías de un proceso de obra.

No es casual el lugar e instancia donde nos conocimos [6]. El Festival de Mujeres Fotógrafas, el año 2013, organizado por el colectivo Las Niñas, fue el espacio en el que compartimos mesa como panelistas. Intervención pionera en Chile y el único festival que, por primera vez, convocaba a mujeres fotógrafas. A partir de ese día “Ofrendas” comenzó a gestarse. En Chile, la violencia contra las mujeres no había sido problematizada ni visibilizada desde la fotografía y se vislumbraba como una urgencia construir y desarrollar obra para abrir el debate.

Pronto comenzó el proceso de desarrollo, que se vio favorecido a través de la adjudicación de los fondos de cultura, que permitió concretar y darle cuerpo al diseño del ciclo expositivo. Lo primero fue convocar a un grupo de fotógrafas [7] a desplegar una obra en torno a la problemática de la violencia de género. Hicimos una selección de artistas, algunas cercanas a nuestro trabajo, siempre bajo la premisa de que tuvieran un discurso crítico y que respondiesen a los criterios que elaboramos para este proyecto. Una pulsión importante fue abarcar diversas generaciones, así como regiones y miradas fotográficas; ya sea desde lo más documental, lo conceptual o lo escenográfico. Un punto de inflexión en esta etapa lo constituye la invitación que se extiende a Oriana Elicabe (artista argentina, radicada en España y especialista en activismo fotográfico) para la realización de un taller de acción fotográfica (ver Imagen 1). Ello nos permitía actuar no sólo desde el ámbito museal sino también, desde lo social con el fin de activar el tejido urbano mediante acciones fotográficas. Junto a Oriana revisamos nuestros trabajos individuales para, desde ahí, enfrentar el desafío complejo de elaborar una obra colectiva. Se evidenció lo necesario que es crear un trabajo en conjunto, sin autoría individual, además de obtener las herramientas necesarias para activar la mirada callejera y concebir la obra desde el contexto particular de cada lugar y momento, deconstruyendo los entramados publicitarios.

Imagen 1. Taller Taf Ofrendas Santiago-Andrea Herrera- 2015

Imagen 1

En paralelo a estos procesos de selección y formación, se planificaron reuniones grupales donde la mirada y asesoría en el proceso de obra de Mane Adaro fue fundamental. Es ella quien, posteriormente, escribiría el texto curatorial para la muestra. El diálogo colectivo en torno a los procesos de producción de las fotógrafas convocadas generó un ambiente de trabajo singular, donde el compartir, avanzar, mejorar, produjo lo que, finalmente, fue/es “Ofrendas contra el femicidio” [8]. Creemos que el giro epistémico del ciclo expositivo, ya reseñado en la primera parte de este ensayo, viene, precisamente, de las motivaciones que Mane Adaro aporta en términos de una revisión de referentes de artistas y fotógrafas latinoamericanas. Sin duda, en el contexto de formación de muchas de nosotras en escuelas de arte universitarias, de mirada andro y eurocéntrica, significó descolonizar nuestra mirada de trabajos clásicos como lo de Cindy Sherman, por nombrar a alguno.

Aunque las variables de tiempo y territorio hicieron imposible que estuviéramos las once fotógrafas en todas las reuniones, fue una experiencia de gran valor para nuestras tomas de posición como artistas y fotógrafas. Los encuentros se convirtieron en espacios de trabajo colectivo y enriquecedoras reflexiones. Destacamos la instancia en la que invitamos a Soledad Rojas, de la Red Chilena por la No Violencia a las Mujeres, quien nos introdujo en las investigaciones y líneas de acción de la organización, ampliando la discusión al campo de la publicidad y la educación, claramente impactadas por un discurso sexista y masculinizado.

 

  1. Itinerancia y acción en regiones.

En la primera etapa de formulación de este proyecto, nos preguntamos de qué manera nuestras obras podrían trascender el espacio museal o de exhibición tradicional. Esta fue una pregunta fundamental para pensar en las diferentes directrices y operaciones que guiarían el proceso de “Ofrendas”. Surgen así dos aristas. Primero, trabajar considerando el espacio público y, segundo, realizar alianzas con organizaciones feministas y activistas en las diferentes regiones que comprendieran la itinerancia.

Plantear una mirada desde la creación fotográfica y las prácticas artísticas, sin involucrarnos con las experiencias, que territorialmente son testimonios de dinámicas de violencia hacia la mujer, nos parecía una incongruencia y, a la vez, un desafío. Debíamos comenzar a establecer relaciones con movimientos feministas y de mujeres para invitarlas a ser parte de un conversatorio y, posteriormente, para realizar una acción en su ciudad. Así ocurrió en Copiapó, inicio de la itinerancia durante el año 2015, y la primera experiencia territorial (ver Imagen 2). Conocimos al Círculo de las Morganas, un grupo de mujeres feministas que han logrado reconocimiento por poner en tapete la violencia de género en Atacama. Compartimos experiencias e intercambiamos nociones sobre feminismos, considerando en primera instancia la acción colectiva como espacio de vinculación.

Imagen 2.Centro_cultural_atacama_Ofrendas-_copiapoŚü 2015-Andrea Herrera

Imagen 2

Villa Grimaldi [9] fue el segundo lugar de exposición de “Ofrendas”. En esta oportunidad, y luego de considerar la experiencia en la región de Atacama, asumimos que era fundamental la realización de conversatorios invitando a mujeres de diferentes campos de acción y distintas aproximaciones en torno a cómo la violencia de género se ha manifestado como instrumento de dominación patriarcal y atraviesa nuestras realidades. En esta ocasión, realizamos la acción de bordado colectivo, donde el acto de reunirse y bordar los nombres de mujeres víctimas de femicidio significó un espacio de reflexión colectiva.

El año 2016 se inicia con la exhibición en Concepción, en uno de los espacios independientes de la ciudad, Casa 916 [10]. Las actividades que se coordinaron lograron confluir en una jornada multidisciplinaria, donde expusieron organizaciones feministas multisectoriales y artistas regionales, además de una propuesta culinaria [11]. Luego de la jornada inaugural, trabajamos con un grupo de artistas jóvenes con quienes, a través del ejercicio colectivo, se escenificó la propuesta “No soy yo, eres tú”, donde situamos la violencia de género y la autodefensa considerando las características climáticas de la ciudad, siendo instalada la intervención artística en el Barrio Universitario (ver Imagen 3).

Imagen 3. Accio¦ün Fotogra¦üfica en Concepcio¦ün. Abril 2016

Imagen 3

“Ofrendas Fotográficas” es una obra colectiva, a diferencia de un colectivo de fotógrafas, que enfatiza y propone, desde una construcción orgánica, procesos de intercomunicación y sororidad que se profundizan y toman valor al construir un archivo donde la creación artística se transforma en acción permanente. Acción que se refleja en un proceso de continua transformación.

NOTAS

[1] Nos referimos a las relaciones de poder y lógicas de apropiación que se reproducen desde el arte hegemónico.

[2] Para las artistas y las escritoras, por ejemplo, la literatura y el arte no son un lujo, son una práctica de saber. Una que no requiere de una crítica tradicional académica que orbite en torno a ella, pues es ella misma una práctica crítica. Se instituye como una práctica de conocimiento. Por ello, cuando hablamos del eje arte/feminismos, no nos estamos refiriendo al feminismo como una teoría más en el arte, no es un instrumento de valoración, no podría jamás hacer un juicio, puesto que la práctica de las artistas y las escritoras al ser objeto de conocimiento y conocimiento en sí mismo, no son susceptibles de dicha valoración. Por lo menos no de la crítica o de las teorías generadas por el sistema de conocimiento disciplinado.

[3] La exposición en Curicó será en octubre de este 2016, por lo que este ensayo recoge las experiencias de las tres primeras ciudades, Concepción, Santiago y Copiapó.

[4] Una política de los afectos, señala Vidiella, se articula a una estrategia de resistencia y es acción situada cuando logramos entenderla como conocimiento y no como debilidad o racionamiento afectado.

[5] Villa Grimaldi es una extensa propiedad ubicada en las laderas precordilleranas de la comuna de Peñalolén, en la ciudad de Santiago de Chile. El lugar es tristemente célebre por haber sido uno de los mayores centros de detención y tortura durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. En la actualidad, es el Parque por la Paz Villa Grimaldi.

[6] Se refiere a Andrea Herrera y Gabriela Rivera, coordinadoras del proyecto.

[7] Importante es reseñar que la adjudicación de los fondos de cultura permitió asignar honorarios a las artistas.

[8] Parte del proceso fueron también la impresión y la articulación de los montajes de las exposiciones. Importante señalar que se elaboró una publicación impresa y un sitio web que próximamente albergará tanto las obras como los procesos reflexivos del proyecto.

[9] El programa de la inauguración en Villa Grimaldi, realizada el día, contó con la participación de Mane Adaro y Gabriela Rivera, quienes presentaron el Proyecto ofrendas fotográficas contra el femicidio. Las acompañaron, Lelia Perez con la ponencia “Tipificación de la violencia sexual en dictadura”, Gabriela Aguilera con el proyecto “Basta contra la Violencia de género”, Ximena Goecke, investigadora en temáticas de mujeres, violencia y ciudadanía; y Cristina Gómez Penna de la ONG Escuela de Empoderamiento Amanda Labarca.

[10] El programa de “Ofrendas”, realizado en Concepción, el día 15 de abril, fue diverso. Contó con la participación de Carolina Escobar y Paulina Barrenechea, investigadoras en Estudios Culturales, que expusieron la conferencia “Arte, género y archivos. Políticas de la memoria, saberes y acción”. También estuvo presente la Coordinadora Feminista 8 de Marzo, el Colectivo La Monche y Débora Ramírez con la intervención “Acciones feministas en espacio público y asociatividad colaborativa”.  Igualmente expusieron las responsables del proyecto Ofrendas Marcela Bruna -Gabriela Rivera Lucero- Andrea Herrera con la ponencia «Construcciones críticas desde el lenguaje fotográfico sobre la violencia de género”. El coloquio contó con la participación de la Colectiva «Y por qué tan solitas» (Bárbara Calderón y Rossy Sáez), quienes realizaron una acción Poética. Luego de la inauguración las artistas Valentina Villarroel y Camila Cijka estuvieron presentes con una instalación de arte sonoro y visuales. Los días sábado 16 y domingo 17 de abril se realizó, en las mismas dependencias, el Taller Experimental de acción fotográfica para el espacio público.

[11] Propuesta culinaria Flor de Calabaza (Cocina Patrimonial – Concepción). Los productos que usaron en el cóctel, incluyendo el vino, están elaborados sólo por mujeres. Desde algas recolectadas en Caleta Perone, hasta tortillas y vino blanco, están pensadas como un tejido que desde el océano al valle refleja el hacer de mujeres de la región del Bío Bio.

BIBLIOGRAFÍA

Lorde, Audre (1978). «La transformación del silencio en lenguaje y en acción». En: Sister Outsider (La hermana marginada) Ensayos y Conferencias (1984).  EEUU: The Crossing Press/Feminist Series.

Lozano, Rían.(2010). Prácticas culturales a-normales. Un ensayo alter-mundializador. México: Programa Universitario de Estudios de Género.

Vidiella, Judit. (2014). “Archivos encarnados como zonas de contacto”. Efímera Revista, Vol. 5 (6), diciembre, pp. 16-23.

Paulina Barrenechea Vergara

Periodista, Magister of Arts. Mención Lengua y Literatura, Doctora en Literatura Latinoamericana. Sus intereses académicos e investigativos tienen como línea principal la cultura y el pensamiento latinoamericano desde los estudios literarios, el arte y el patrimonio. En ese contexto, los énfasis están en los procesos de construcción de imaginarios y políticas de la memoria. Sobre estas áreas he publicado en Atenea, Revista Chilena de Literatura, Mapocho, Alza Prima, Revista Onteaiken, entre otras, y he desarrollado investigación en el marco de proyectos MECESUP y FONDECYT de Postdoctorado e Iniciación. Precisamente, con una de estas investigaciones obtiene el segundo lugar en el Concurso Tesis Bicentenario 2007 con “La figuración del negro en la literatura colonial chilena. María Antonia Palacios, esclava y músico: La traza de un rostro borrado por/para la literatura chilena”, publicada en enero del año 2010. Actualmente se encuentra vinculada a los programas de Diplomado del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago y al programa de Magister en Arte y Patrimonio como profesora visitante e investigadora.

Carolina Escobar Lastra

Licenciada en Educación, profesora de Lenguaje y Comunicación, Magíster en Literaturas Hispánicas, Doctora en Literatura Latinoamericana. Sus líneas de trabajo e investigación abordan de manera transdisciplinaria temáticas relativas a educación, género y cultura, poniendo especial énfasis en los procesos de producción del conocimiento desde la crítica y epistemología feminista.

Gabriela Rivera Lucero

Nace y vive en Santiago, Chile. Es artista visual y fotógrafa, Licenciada en Artes Visuales, con mención en Fotografía, Universidad de Chile (2003) y Diplomada en Fotografía Digital, PUC (2008). En constante aprendizaje en temáticas sobre feminismos y deconstrucción de saberes occidentales. Su obra indaga en la abyección, desde una mirada crítica al patriarcado occidental. Se ha dedicado a explorar el género fotográfico del autorretrato y retrato, lo que la ha llevado a experimentar e interesarse en la performance y utilización de su propio cuerpo como generador de obra y discurso. Buscando en ello generar tensión en torno a rituales vinculados con las convenciones de presentación del cuerpo hacia un otro(a) según la dictadura de lo deseable por la heteronorma. Su trabajo se ha exhibido en museos y galerías en Chile, Canadá, Venezuela, España y Estados Unidos. También se ha publicado en diversas revistas de arte y fotografía en Chile, España y Brasil. He recibido la beca Fondart en cuatro oportunidades, y obtenido el premio Municipalidad de Viña del Mar en el Concurso de Arte Joven, 2006; y mención honrosa el año 2010. Destaca su exposición individual Bestiario, que se exhibió en Estación Mapocho el 2015, proyecto que elabora crítica en torno a la violencia de género y el uso del lenguaje.  

Andrea Herrera Poblete

Licenciada en Artes y Fotógrafa de la Universidad de Chile. Actualmente integrante del Colectivo Caja de Cartón, editores de MIRA, revista y plataforma para la fotografía Contemporánea Chilena y Latinoamericana. Integrante de MESA 8, agrupación de profesionales de arte y gestores culturales de Concepción, a partir del año 2016.

Durante los últimos años ha desarrollado trabajos de producción fotográfica individual y colectiva, incluyendo «50regresiva» junto a Manuel Morales. Desde el año 2015 dirige junto a Gabriela Rivera Lucero el proyecto “Ofrendas fotográficas contra el femicidio en Chile”; expuesto en la ciudad de Copiapó, Santiago y Concepción. Ha participado en diversos encuentros y exhibiciones colectivas en Chile y Latinoamérica. Entre ellas exhibición colectiva “Diálogos sobre el Territorio” durante Agosto 2017 en Festival de la Luz (ARG) e Imagen Intermedia en Museo de Arte Contemporáneo (CHI).