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ARTE INDÍGENA EN LA Iª BIENAL DE LAS AMAZONIAS: ALGUNAS NOTAS

Por: Marlene Binder Meli[1] (PPGARTES – UFPA) y Afonso Medeiros[2]  (PPGARTES-UFPA/CNPq)

¿Qué es el arte indígena? ¿Es posible preservar la esencia de la creación cuando la obra habita un espacio extranjero a su origen? Lxs autorxs reflexionan acerca del arte indígena, su irrupción en las muestras contempóraneas, la mirada actual sobre las obras provenientes de artistas indígenas y el camino que aún queda por recorrer.


El artículo presenta algunas notas sobre la evolución de la percepción del arte indígena en el sistema de las artes brasileño, desde su conceptualización hasta su inclusión en bienales. Analiza algunas obras de la I Bienal de las Amazonias realizadas por artistas indígenas, como Hamaca atada guaraya prehispánica, de Genoveva Orirepia, y Maery, de Moara Tupinambá, a partir de los conceptos de artificación y agencia cultural. El texto reflexiona sobre la complejidad de la representación indígena en las instituciones artísticas en el contexto del giro decolonial de los últimos años, el reconocimiento del arte indígena contemporáneo y su papel en la resistencia cultural.


La recepción de la producción estética de las culturas indígenas en el sistema del arte y la historia que lo acompaña es, según Dagen (2019) una «invención moderna», sin mayor discusión epistémica y bajo la «autoridad» del circuito euro-estadounidense del arte. Teniendo en cuenta la incuestionable contribución del arte indígena contemporáneo a las bienales de todo el mundo, cabe preguntarse si esta inclusión apunta a una ampliación del concepto de arte occidental, instalado por Europa a partir del siglo XVI y se entiende como un sistema de «objetos únicos e irrepetibles que expresan el genio individual y la capacidad de exhibir una forma estética desconectada de otras formas culturales y depurada de utilidades y funciones» (Escobar, 2014, p.40), o si, por el contrario, se trata de un proceso más de aculturación inherente a todo proceso de colonialidad.

Abordaremos esta cuestión analizando la presencia del arte indígena en la I Bienal de las Amazonias, pero antes pongamos en perspectiva un concepto clave: ¿a qué se denomina «arte indígena» en el sistema del arte? En el caso brasileño, históricamente fue llamado arte pre-cabralino o primitivo – mencionando principalmente el arte Marajoara – como observamos en libro de Francisco Acquarone História da arte no Brasil (1939). Cuarenta años más tarde (1979), en un capítulo de apenas diez páginas, ya es denominado como arte indígena – refiriéndose a la cerámica y la pintura corporal Marajoara y Tapajónica – por Ottaviano De Fiore, quien afirma: “Estas artes no se fusionaron significativamente con las artes europeas y africanas que formaron nuestra tradición artística” (De Fiore, 1979, p. 17), en ambas visiones, con innegables tintes regionalistas. Si comparamos estos dos modos de recepción del arte indígena a lo largo de cuarenta años, comprobamos que ha pasado de ser visto como parte constitutiva del devenir de la brasileñidad (en Acquarone) a una casi negación de su importancia en la tradición artística brasileña (en De Fiore), a pesar de los esfuerzos de artistas modernistas como Theodoro Braga, Manoel Pastana e Íris Pereira – por poner sólo tres ejemplos de Pará.

Una actitud considerablemente diferente puede encontrarse en el libro seminal História Geral da Arte no Brasil (1983), organizado por Walter Zanini. De hecho, sin descuidar su carácter historiográfico, el planeamiento de la obra es en sí mismo un síntoma del caleidoscopio contemporáneo del arte, que reúne confrontaciones y diálogos entre distintas áreas – historia, antropología, sociología, diseño, arte/educación, etc. En este marco se inscriben los dos primeros capítulos sobre el Arte en el periodo precolonial, del historiador Ulpiano Bezerra de Meneses, y sobre el Arte indio, en el que el antropólogo Darcy Ribeiro define y analiza un conjunto diverso de producciones artísticas.

El hecho de que lo que entonces se conocía como arte indio recibiera un capítulo entero escrito por un antropólogo -y no por un historiador- demuestra que la visión antropológica empieza a ser asumida dentro de la historia del arte, y así se vislumbra el lugar que ocupa este arte, que el propio Zanini aclara en el prefacio:

El arte, una de las formas que mejor ha definido el carácter de las civilizaciones, síntesis de expresión y comunicación, se revela en Brasil a través de múltiples aspectos, aquellos que pertenecen profundamente al marco de la cultura occidental hasta aquellos en los que se manifiesta el espíritu indígena o en los que se produce el sincretismo afrobrasileño, y es esta complejidad la que el estudio pretende abarcar en sus líneas más generales (Zanini, 1983, p. 14).

En sólo cuatro años, las artes indígenas, de escasa importancia en la formación de «nuestra tradición artística» (en De Fiore), han asumido un lugar destacado en el carácter de la civilización brasileña, junto con la europea y la africana (en Zanini et al). ¿Qué ha cambiado? O, si consideramos también la inclusión histórica de Acquarone, ¿por qué la aceptación del arte indígena ha fluctuado en el canon histórico-artístico brasileño?

Según Sally Price, la disciplina de la Historia del Arte se ha constituido sobre una temporalidad preeminentemente cronológica, mientras que “hasta hace muy poco, la antropología ha sido casi militantemente ahistórica, con esas mismas culturas ‘atemporales’ como protagonistas” (Price, 1996, p. 210). De este modo, la temporalidad del discurso historiográfico y la atemporalidad del discurso antropológico se sitúan en una disputa en la que el estatuto estético-documental del arte tiene como telón de fondo la diferenciación entre culturas «ágrafas» y «letradas».

En Arte índia, Darcy Ribeiro comienza definiendo el arte como “ciertas creaciones modeladas por los indios según patrones prescritos, generalmente se utilizaron para servir a usos prácticos, aunque buscando la perfección” (Ribeiro, 1983, p.49). En esta afirmación, el autor revela una polaridad entre la función del objeto y su belleza formal, destacando una búsqueda de la perfección sin explicar quién es el encargado de establecer los patrones de belleza y juzgar la consecución -o no- de estos patrones. Esta definición también nos lleva a pensar en aquellas expresiones artísticas tradicionales (como el arte plumario y la pintura corporal) que no tienen una función utilitaria aparente.

Es importante destacar que cuando Ribeiro se refiere a la producción de los indígenas, las llama «creaciones» y no «obras de arte» (íbid, p.50). A pesar de eso, el capítulo de Ribeiro continúa diciendo que, entre todas las piezas producidas por los indígenas, pueden ser consideradas arte «aquellas que alcanzan un alto grado de rigor formal y belleza que se destacan de las demás como objetos dotados de valor estético» (Ribeiro, 1983, p.49). Por el contexto, podemos aventurarnos a decir que no es la comunidad indígena la que establece el «valor estético», sino el etnógrafo que desvincula el objeto de su vida en sociedad y lo encierra en una colección o museo. Así, un objeto ordinario y mundano, “cualquier arco de caza ordinario o cualquier humilde colador de mandioca es mucho más bello y perfecto de lo que necesita ser para cumplir la función a la que está destinado” […] y que eso “sólo puede explicarse porque su función efectiva es ser bellas” (íbid., p. 49). Al sugerir que existen por lo menos dos tipos de funciones – una aparente (la función práctica) y otra efectiva (la función estética), Ribeiro parece ignorar el hecho de que al transferir el objeto a una colección o museo opera una re-estetización del objeto que originalmente fue estetizado en la cultura que lo creó, siendo esta última, según Ribeiro, la principal preocupación de los indígenas en todos sus quehaceres (íbid., p.50).

Aparentemente, estas interpretaciones se encuentran basadas en la mera observación y valoración de artefactos que se remontan a la interacción de Ribeiro con los kadiwéu desde finales de la década de 1940 (Ribeiro, 2019). Sin embargo, al afirmar que “un indio pasa más horas satisfaciendo su deseo de belleza haciendo cosas bellas, adornando su cuerpo, cantando o bailando de las que cualquier otro artista profesional nuestro dedica a su oficio, a veces es tan altamente especializado que deja de ser placentero para él”, Ribeiro (ibíd., p. 53) parece reiterar y subrayar el hecho de que estos artefactos son producidos por pueblos que no comparten la noción occidental de arte, inventada por la modernidad europea (Shiner, 2008; Ocampo, 1985). Desde esta perspectiva, la producción indígena es un indicador de que el disfrute creativo del ocio, tan buscado por las sociedades capitalistas modernas, pero sólo posible como distinción de clase, desconoce las divisiones entre arte y vida comunitaria. Además, la antropóloga Els Lagrou, de acuerdo con la visión de Ribeiro sobre la búsqueda de la belleza en las creaciones de los pueblos indígenas, agrega que la importancia dada a esta búsqueda varía entre los pueblos y se basa en concepciones diferentes de las difundidas por la modernidad occidental. En su libro Arte indígena no Brasil: agência, alteridade e relação, la autora define las obras de arte indígena como “objetos que condensan acciones, relaciones, emociones y sentidos, porque es a través de los artefactos cómo las personas actúan, se relacionan, producen y existen en el mundo” (Lagrou, 2009, p. 13). Según la autora, esta unión entre arte y vida es lo que aproxima el arte indígena a las búsquedas del arte conceptual y contemporáneo occidental – como se vislumbrará en el análisis de las obras realizadas por manos indígenas y expuestas en la Iª Bienal de las Amazonias.

Otra cuestión problemática a la hora de definir el arte indígena es el mito existente en la cultura occidental de que el arte de los pueblos nativos debe permanecer inalterado para seguir siendo genuino, o que los cambios que se producen son lentos en comparación con el arte de los no indígenas. Sobre este punto, Ribeiro (1983, p. 50) afirma que “sin embargo, varían muy lentamente y sólo por acumulación de pequeños cambios casi imperceptibles en cada generación, preservando así el perfil estilístico tribal a lo largo del tiempo”. El teórico paraguayo Ticio Escobar se enfrenta a esta concepción del arte indígena, acusándola de develar un paternalismo etnocéntrico, de ser el argumento favorito de los románticos y una apelación a ideologías nacionalistas. En respuesta a afirmaciones como las de Ribeiro, Escobar sostiene que «la creatividad popular es suficientemente capaz de asimilar nuevos desafíos y crear respuestas y soluciones a la medida de su propio ritmo y necesidades históricas» (2014, p.135). Además, el «conservadurismo evidente» del que habla Ribeiro (íbid, p.50) encuentra eco en la crítica de Sally Price a la imagen ahistórica que dan los antropólogos a las artes de los pueblos considerados primitivos: “es la imagen de pueblos artísticamente conservadores hasta el extremo, enterrados en la tradición, atrapados por costumbres ancestrales y que sólo reconocen el tiempo pasado a través de los relatos míticos de la creación” (Price, 1996, p. 210). Así como la autora indica en su texto la existencia de cambios e innovaciones en las artes de las comunidades quilombolas de Surinam, es posible afirmar el cambio como un derecho y una necesidad en las producciones culturales indígenas, con la incorporación de temas, tecnologías y medios expresivos. Es lo que el artista indígena Denilson Baniwa denomina «reantropofagia» como una reivindicación de su ancestralidad, estableciendo una estrategia para forjar un nuevo ser-en-el-mundo creando cuerpos diferentes del ser occidental (Canal Inconsciente Coletivo, 2023). El artista señala hasta qué punto el modernismo brasileño ha amputado las culturas indígenas, por lo que busca reapropiarse del término para transformarlo en una nueva operación que responda a sus propias necesidades, utilizando estrategias como el uso de los lenguajes del arte contemporáneo para crear obras en las que los indígenas se reconozcan y reivindiquen su cultura.

Otro aspecto importante a la hora de reflexionar sobre el arte indígena es la cuestión de la conservación y exhibición de las piezas. Según Els Lagrou, “la mayoría de los pueblos amerindios no conservan las prendas, máscaras y adornos de paja o plumas una vez utilizados en rituales” (2009, p. 65). Ante esta realidad, nos encontramos con un arma de doble filo: ¿cómo exponer en un museo un objeto tradicional indígena que ha sido creado como perecedero? ¿Por qué hacerlo? Sobre este punto, Gell afirma: “considero que el deseo de ver estéticamente el arte de otras culturas nos dice más sobre nuestra propia ideología y su veneración casi religiosa de los objetos de arte como talismanes estéticos, que sobre estas otras culturas” (Gell, 1998 apud Lagrou, 2009, p. 3). La presencia del arte indígena en espacios expositivos del sistema de artes visuales puede verse como un esfuerzo por ampliar la sensibilidad estética del público para que otras artes puedan incorporarse a discursos legitimados, pero hay que recordar que en muchas ocasiones se trata de piezas que fueron llevadas como botín de conquista a museos europeos, incluidos los de antropología, y que no fueron concebidas para tales fines. 

Como hemos señalado, diferentes valoraciones de la práctica artística entran en conflicto al considerar la producción de los pueblos indígenas como arte, como el hecho de que no exista un «estatus social de artista» dentro de las comunidades indígenas. Si consideramos la producción material indígena como una obra de arte, estaríamos en condiciones de reconocer a la persona que la realizó como artista. Sin embargo, hay un alejamiento de la figura central del artista como creador de la obra de arte indígena, ya que “no es sólo la necesidad de un producto final lo que importa, sino el proceso, el intercambio de experiencias” (Simões Paiva, 2022, p.215). Aunque al grupo étnico no le interese necesariamente distinguir al hacedor de la pieza, Sally Price señala que existe una actitud occidental de borrar la individualidad de estos pueblos llamados «primitivos» y homogeneizar los rasgos distintivos de cada persona o comunidad, siendo una cosa consecuencia de la otra: “a la negación de la individualidad le sigue el anonimato artístico” (Price, 1996, p. 212). Si consideramos al hacedor como un artesano y no como un artista, se instala la idea de que, a efectos prácticos, el papel de hacedor/creador es intercambiable, ya que este se limita a «copiar» los modelos transmitidos de generación en generación. Y, como hemos visto anteriormente, este supuesto conservadurismo no se corresponde con la realidad, y menos aún si tenemos en cuenta las producciones artísticas de los pueblos indígenas que han adoptado los lenguajes del arte contemporáneo en su producción.

Darcy Ribeiro menciona como «principales géneros del arte indígena» (Ribeiro 1983, p.66) el arte lítico, los trenzados y tejidos, la cerámica, la música y la literatura, y además menciona otros tres campos de interés “de una mayor y más meticulosa elaboración estilística” (íbid, p.66): el embellecimiento del propio cuerpo, la construcción y decoración de grandes malocas (viviendas comunales) y de los utensilios que se encuentran en su interior, y la organización de fiestas. Sin embargo, en el llamado giro decolonial del arte brasileño, vemos cómo se incorporan a los espacios legitimadores obras de artistas indígenas contemporáneos que utilizan los lenguajes del arte occidental actual, al mismo tiempo que se exponen obras de las tipologías tradicionales enumeradas por Ribeiro. Podemos citar como casos emblemáticos de este giro decolonial hacia el arte indígena lo que viene ocurriendo en la Bienal de São Paulo. En los últimos tiempos, la temática indígena y amazónica han comenzado a reflejarse muchas de las obras allí exhibidas, aunque en la mayoría de los casos han sido de artistas no indígenas que han buscado replicar el imaginario de estas comunidades o hacerse eco de sus reivindicaciones.

En su lucha por ser reconocidos e incorporados a las exposiciones, artistas indígenas contemporáneos condujeron diversas acciones que propiciaron, por ejemplo, su protagonismo en la 34ª edición de la Bienal de São Paulo, conocida popularmente como «la Bienal de los Indígenas»[a]. Varias otras instituciones siguen haciéndose eco de esta tendencia en los principales centros urbanos del sur y sureste de Brasil[b], pero lo que nos interesa aquí es la participación indígena en la I Bienal de las Amazonias, que tuvo lugar en la ciudad de Belém, en el corazón de la Amazonia y cuna de muchas de estas producciones indígenas, pero aún al margen del sistema artístico brasileño. Entre las piezas expuestas, podemos distinguir una tensión entre dos tipos de obras: unas más vinculadas a técnicas y procesos tradicionales y otras con un lenguaje artístico familiar al arte contemporáneo occidental. Como ejemplo de ello, analizaremos dos obras: Hamaca atada guaraya prehispánica, de Genoveva Orirepia, y la obra Maery, de Moara Tupinambá.

La obra Hamaca atada guaraya prehispánica (Imagen 1) consiste en una hamaca confeccionada con un tejido de hilo de algodón, siguiendo el formato tradicional de las hamacas utilizadas en la región panamazónica. Fue confeccionada en telar por Genoveva Orirepia, originaria del municipio de Urubichá, en la Amazonia boliviana, región donde habita el pueblo Guarayo. Las mujeres de esa etnia son reconocidas hamaqueras que han conseguido recuperar la técnica prehispánica de fabricar hamacas atadas. Desde el punto de vista del espectador, parte indispensable del trípode obra – autor – receptor, sorprende la disposición espacial de esta obra. En la sala de exposición, la hamaca confeccionada por Genoveva estaba colgada verticalmente con hilos invisibles como si flotara en medio de la sala, pareciendo un tapiz o una alfombra mágica. La idea de flotación se encuentra presente en la propuesta expositiva de la arquitecta Julieta Godoy, responsable del proyecto, quien buscó traducir el concepto de bubuia, tema principal de la curaduría de la exposición. Según el poeta y escritor paraense João Jesus Paes Loureiro, «en el lenguaje ribereño, lo que está flotando está de bubuia o bubuiando» (2023, p.11) y, por eso, «la expografía se basa en un espacio fluido como un río, que huye de la rigidez y de la obviedad, que no es hermético ni se trata únicamente de exponer sistemáticamente obras de arte» (Delaqua, 2023).

Imagen 1 – Obra «Hamaca Atada Guaraya Prehispánica», de Genoveva Orirepia, 150 x 265 cm, 2023, Bienal de Amazonias – Foto: Marlene Binder Meli

Godoy afirma que en el espacio de la Bienal «todo flota, nada toca completamente el suelo» (apud Delaqua, 2023). Suspender la hamaca de un modo poco convencional desvía el objeto de su función original, pero subraya el interés de exponer la hamaca de un modo que resalte su cualidad estética. Sin embargo, nos gustaría cuestionar si esta era realmente la intención, o si la hamaca se colgó verticalmente (como se cuelga un cuadro en una exposición de arte occidental) por miedo a que se revelara su función utilitaria y cotidiana, perdiendo su estatus de obra de arte en el contexto de una Bienal de arte contemporáneo. Es importante destacar que justo en la entrada del edificio, se colgaron convencionalmente otras hamacas «ordinarias» para que el público descansara en ellas.

Lo que ocurre con la hamaca de Genoveva Orirepia, de la etnia Guarayo, es lo que podríamos llamar un fenómeno de artificación, en el que «objetos antes no considerados artísticos por la cultura occidental pasan a ser expuestos en museos de arte» (Simões Paiva, 2002, p.56). Aún hoy, las hamacas Guarayo se venden en la región como piezas utilitarias en mercados artesanales, pero en el contexto de la I Bienal de las Amazonias se la expuso como objeto artístico, creando así un divorcio entre arte y vida. Esto demuestra que aún hoy existe una fricción en la distinción entre objeto artístico-estético y objeto artesanal-utilitario, que puede llevarnos, por ejemplo, a cuestionar los criterios que justifican la inclusión de esta hamaca como obra de arte en el contexto de la Bienal y la exclusión de otras hamacas guarayas, aparentemente iguales en forma, función y ejecución. Sobre este punto, autores como Danto y Gell han trabajado la noción de intencionalidad con la que fue realizada la pieza, distinguiendo (en el caso de Danto) las realizadas únicamente con intención de uso instrumental de las destinadas a evocar un significado superior, siendo estas últimas las únicas que pueden ser consideradas obras de arte. Sin embargo, Gell intenta superar la antinomia clásica afirmando que la imagen no sólo representa, sino que también presenta una acción, un concepto de la sociedad que la creó, que reside no sólo en la contemplación, sino también en su agencia, es decir, en cómo el objeto actúa sobre el mundo. Según Lagrou: «su eficacia es a la vez instrumental y sobrenatural y reside en la compleja relación entre diversas intencionalidades puestas en relación a través del artefacto» (Lagrou, 2009, p.34). En el caso de la Hamaca de Genoveva Orirepia, y con la información disponible tanto en la sala de exposición como en la página web de la Bienal[c], no tenemos más información sobre la agencia de este tipo de red en el contexto de la comunidad tradicional Guarayo. Sería necesaria una investigación profunda del sistema de creencias de la comunidad Guarayo para poder reconocer las intenciones que permean el artefacto-obra para sus creadores en su contexto de origen.

La intersección entre el arte indígena y el arte contemporáneo occidental, aunque inicialmente paradójica, revela muchos elementos en común. El diálogo entre ambos permite revalorizar la relación entre arte y vida, ya que es a través de los artefactos que las personas actúan, se relacionan y existen en el mundo, como es el caso de la hamaca Guaraya. Ambas experiencias estéticas ofrecen una alternativa al concepto tradicional del arte como mera representación, permitiéndonos considerar como obra de arte piezas que tienen una función utilitaria, anulada o no en el contexto expositivo. Tanto para el arte indígena que utiliza técnicas tradicionales como en el que utiliza un lenguaje plástico contemporáneo, se presentan objetos que encapsulan complejas redes de significado, desafiando al espectador a participar en un proceso cognitivo para descifrar estos objetos y sus interacciones. En la siguiente obra, también de una artista indígena, podemos identificar algunas estrategias expresivas más cercanas al arte contemporáneo occidental, con agencia tanto en el presente como en el pasado del pueblo al que pertenece el artista.

La obra Maery (Imagen 2) de Moara Tupinambá, artista indígena nacida en contexto urbano, presenta un manto con el que busca destacar la presencia tupinambá en la Mairi de la actualidad. La artista se refiere a su ciudad natal de Belém con el nombre que le dieron los pueblos tradicionales, como una forma de reivindicar la presencia indígena en este territorio tras cinco siglos de invisibilización. En el manto están escritos en negro los nombres de los líderes tupinambá que fueron asesinados y olvidados, en un acto de confeso artivismo. Encima del yute hay semillas naturales de açaí colgando de un hilo y en la cabeza hay algunas plumas rojas y otras semillas, como jarina y guaraná. El borde de la prenda está bordado con hilo de tucum, semillas de Mari Mari, escamas de pirarucú, pez de la cuenca amazónica, e hilo rojo. Junto con la capa, se exhibe un folleto titulado «Nuestra historia tupinambá de Mairi», ilustrado con collages que relatan el levantamiento tupinambá que tuvo lugar entre 1617 y 1621 y un pequeño glosario con palabras en tupinambá de Belém.

Imagen 2 – Obra Maery, de Moara Tupinambá, 180×100 cm, 2023, Bienal de las Amazonias – Foto: Marlene Binder Meli

La capa de Moara Tupinambá está relacionada con la historia de resistencia y reafirmación étnica de la región norte y con la propia militancia de la artista. Tal como se presenta en la Bienal, no es una capa para llevar puesta. No sabemos si se ha vestido alguna vez o si se hará en alguna representación artística o ritual. En el espacio expositivo, encarna un objeto de contemplación. Sin embargo, se diferencia de un cuadro por ser una prenda que tiene la potencialidad de cubrir un cuerpo, de ser activada y movida por un cuerpo-presencia. Las semillas utilizadas evocan el origen amazónico de los materiales como también el uso de la técnica tradicional de enhebrado de cuentas, utilizada para decorar el cuerpo de los indígenas en sus prácticas ancestrales.

El artificio operado en la hamaca de Genoveva Orirepia no está presente en el caso de la capa de Moara Tupinambá, ya que no se trata de un objeto cotidiano: la obra fue realizada para ser expuesta con la intención de transmitir un mensaje específico a los espectadores indígenas y no indígenas de la Bienal. Según Alessandra Simões Paiva (2022, p.213), «la nueva generación de artistas indígenas que ha surgido en el sistema del arte contemporáneo brasileño, especialmente en los últimos años, ha mostrado una estrecha relación con las formas de operar del arte contemporáneo extrapolando el uso de soportes tradicionales como la pintura y la escultura». Moara Tupinambá forma parte de esta nueva generación en la escena brasileña actual. Criada en Belém, residiendo actualmente en São Paulo, conoce bien las armas del colonizador y se apropia de ellas para irrumpir en el medio artístico e imponer debates largamente postergados. Sus obras plantean cuestiones sobre la conciencia indígena en las zonas urbanas y los procesos de invisibilización de las identidades provocados por la colonización. Para Neine Terena de Jesus, profesora, artista e investigadora de la etnia Terena, esta es una de las principales motivaciones para hacer arte (2009, p.12): «las artes son necesarias para expresar ideas y confrontar narrativas ya establecidas sobre los pueblos indígenas: serían dispositivos contra-narrativos capaces de proyectar realidades, muy diferentes de lo que el Movimiento Indígena organizado es capaz de hacer hoy, incluso haciendo que las artes lleguen a públicos no vinculados a la agenda indígena.»

Como conclusión provisional de estos apuntes, reconocemos que, aunque sea motivo de celebración la revisión del concepto de arte indígena y la entrada de artistas indígenas en el panorama de las artes visuales legitimadas, superando las exposiciones etnográficas de los museos de antropología y ganando estatus de arte, es importante señalar que sólo unos pocos artistas indígenas han alcanzado el éxito en este medio. Mientras tanto, muchos otros siguen vendiendo su arte precariamente como artesanía en las calles y ferias urbanas, intentando sobreponerse a las desigualdades. Creemos que es crucial exponer tanto obras de artistas indígenas con enfoques más contemporáneos como piezas que representen lenguajes tradicionales, como forma de valorar y preservar la resistencia del arte indígena. Como señaló Neine Terena de Jesús, «si el arte indígena contemporáneo existe, es porque el arte tradicional resiste» (2022, p.27), subrayando la importancia de no considerar estos logros como una moda pasajera, sino como un legado que hay que sostener.


[1] Estudiante de la Maestría en Artes en el Programa de Posgrado en Artes de la Universidad Federal de Pará – UFPA (Belém-PA, Brasil). Especialista en Industrias Culturales en la Convergencia Digital por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Argentina). Licenciada en Artes Visuales por la Universidad Nacional de las Artes (Argentina). Correo electrónico: marlenebinmel@gmail.com.

[2] Profesor Titular del Instituto de Ciencias del Arte de la Universidad Federal de Pará. Investigador del CNPq y del Programa de Postgrado en Artes y de la Facultad de Artes Visuales. Correo electrónico: saburo@uol.com.br Belém-PA, Brasil.


Referencias bibliográficas

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CANAL INCONSCIENTE COLETIVO. Denilson Baniwa: a reantropofagia. Youtube, 2023. 59 min 10 seg. Disponível em: https://www.youtube.com/watch?v=bAySt92G0jQ&t=1723s. Acessado 18 Abr 2024.

DAGEN, Philippe. Primitivismes: une invention moderne. Paris: Gallimard, 2019.

DELAQUA, Victor. «A relação entre a água e a arquitetura na Bienal das Amazônias: entrevista com Juliana Godoy » 25 Out 2023. ArchDaily Brasil. Acessado 10 Jun 2024. <https://www.archdaily.com.br/br/1008818/a-relacao-entre-a-agua-e-a-arquitetura-na-bienal-das-amazonias-entrevista-com-juliana-godoy> ISSN 0719-8906

ESCOBAR, Ticio. El mito del arte y el mito del pueblo: Cuestiones sobre arte popular. Buenos Aires: Ariel, 2014.

JESUS, Neine Terena de. Arte indígena no Brasil: midiatização, apagamentos e ritos de passagem. Cuiabá, MT: Oráculo Comunicação, 2022.

LAGROU, Els. Arte indígena no Brasil: agência, alteridade e relação. Belo Horizonte, MG: C / Arte, 2009.

PAIVA, Alessandra Simões. A virada decolonial na arte brasileira. Bauru, SP: Miraveja, 2022.

PRICE, Sally. A arte dos povos sem história. Revista Afro-Asia, Bahia, n. 18, p. 205-224, 1996.

RIBEIRO, Darcy. Arte índia. In: ZANINI, Walter, org. História geral da arte no Brasil. São Paulo: Instituto Walther Moreira Salles, 1983.

RIBEIRO, Darcy. Kadiwéu: Ensaios etnológicos sobre o saber, o azar e a beleza. São Paulo: Global Editora, 2019.

SHINER, Larry. 2001. La invención del arte: Una historia cultural. Barcelona: Paidós, 2004.

ZANINI, Walter, org. História geral da arte no Brasil. São Paulo: Instituto Walther Moreira Salles, 1983

* Todas las traducciones de citas en portugués son de la autoría de Marlene Binder Meli.


Notas

[a] El nombre «Bienal de los indígenas» apareció con frecuencia en los medios de comunicación, por ejemplo en el sitio web https://amazoniareal.com.br/a-bienal-dos-indigenas/

[b] Algunos ejemplos de ello, mencionados por Simões Paiva (2022, p.53) son: Itaú Cultural, Sesc, Sesi, Masp, Pinacoteca, IMS, CCBB, Museos de Arte Moderno de Río y São Paulo, etc.

[c] Al momento de escribir este artículo, abril de 2024, aún no se había publicado el catálogo de la Primera Bienal de las Amazonas.

Red eléctrica, apagones y hongos. Artes de la observación para un imaginario de la crisis

 

Por: Martín de Mauro Rucovsky

En este ensayo, Martín de Mauro Rucovsky indaga, desde el cono-sur, la relación entre infraestructuras, cuerpo y subjetividades a partir de una lectura simultánea entre Materia Vibrante de Jane Bennet, Los hongos del fin del mundo de Ann Tsing y el ensayo Voyager de la dramaturga chilena Nona Fernández.


Habitamos entornos electrificados, estamos rodeados de líneas de cableado que cruzan las calles, vivimos inmersos en un enredo de conductos sin orden aparente. En todas partes enchufes, interruptores de luz, máquinas de acoplamiento y asociación. Esa experiencia pedestre que forma parte de nuestro horizonte cotidiano, permanece incorporada en forma de hábitos regulares a tal punto que su producción está separada del registro de lo familiar. La energía eléctrica se revela como un recurso cuyo consumo está disociado de sus edificios materiales y entendimiento técnico, de las fuerzas organizativas y su presencia en nuestros imaginarios sociales y culturales. ¿En qué momento tener luz eléctrica fue algo disponible, de modo continuo y accesible? ¿Cómo llegamos ahí, a ese punto de incorporación de lo eléctrico que subyace en las capas epidérmicas del campo social, de las infraestructuras, pero también de los cuerpos y subjetividades?

Una constatación como punto de partida: habitamos entornos electrificados pero nuestra experiencia compartida indica la interrupción e interferencia del sistema de iluminación, la falla y el acontecimiento, los apagones recurrentes, cortocircuitos de los transformadores, las experiencias de desamparo, instantes de vivir sin resguardo y hasta la vivencia palpable del colapso.

*

Domingo 16 de junio de 2019, se produce un apagón en Argentina que afecta a gran parte del territorio expandiéndose también hacia Uruguay y Paraguay. Mientras transcurría el día del padre, rozamos la catástrofe.

Ese domingo se produjo un corte en el suministro eléctrico que dejó sin energía a más de cincuenta millones de personas. Genera un efecto desterritorializante en lxs usuarixs y consumidorxs del sistema eléctrico y las rutinas se ven reducidas al borde del aislamiento y la desorganización del ecosistema urbano. Los cortes de luz son la confirmación episódica de la estructuración normativa de la red eléctrica, pero en un sentido inverso, ya que son las fallas, anomalías y discontinuidades las que confirman el funcionamiento más regular y estandarizado del mismo. En este punto, los apagones exhiben una promesa trunca de abundancia y de persistencia infinita de la energía ligada al imaginario antropogénico que en su declinación latinoamericana se configura sobre la base de la fragilidad, la inestabilidad y las crisis del entramado eléctrico. Estos son nuestros problemas acumulados, la catástrofe ecológica y climática que refiere, a su vez, a la distribución jerárquica y desigual de los recursos energéticos disponibles.

Justo ahí pone el foco Jane Bennett, en su libro Materia Vibrante. Un episodio de cortocircuito generalizado, un apagón que afectó a más de cincuenta millones de personas en EUA en 2003. El corte del suministro se revela locus privilegiado de análisis. Prestar atención a la energía, pero en el instante de interrupción, allí cuando advertimos la importancia de la electricidad en nuestras vidas. La autora rescata ese episodio en la historia reciente para ensayar un método, para prestar atención a la energía en su capacidad de agenciamiento técnico y de infraestructura material. Un método que es una táctica de percepción, una “atención sensorial, lingüística, imaginativa a la vitalidad material”. Una táctica puesta al servicio de la materia como principio activo para afirmar tautológicamente la existencia de la energía eléctrica y traerla a la superficie sensible. En esta línea, agrega Gabriela Milone, una táctica para cultivar las artes de la observación y de la escucha a la común materialidad entre lo humano y lo no-humano tanto en su especificidad como en su inespecificidad.

El apagón se convierte en un nudo condensador para la pensadora norteamericana porque le permite traer al análisis un ensamblaje híbrido de componentes humanos y no humanos. Eso es la red eléctrica y el sistema de interconexión de energía: un agrupamiento de electrones, bombillas, cables y postes, campos electromagnéticos, cortocircuitos y descargas que son “fuerza tanto como entidad, energía tanto como materia, intensidad tanto como extensión”.

Imagen: Ana Laura Cantera. 

Electrones o un flujo de iones que avanzan a través de un conductor, la electricidad está siempre en movimiento, yendo hacia alguna dirección, aunque el lugar de llegada no es enteramente previsible. La velocidad de las trayectorias involucradas exhibe un desvío que hace que algo nuevo aparezca o una direccionalidad imprevista, tal como ocurre con los apagones, que en ocasiones elige su ruta sobre la marcha, dibuja flujos circulares en respuesta a la interacción con otros cuerpos con los que se encuentra. La efectividad de esa agencia no está localizada necesariamente en un cuerpo o en un colectivo producido por esfuerzos humanos puesto que todos los seres equivalen en este mundo de inmanencia ontológica.

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Hay que volver a una de las preguntas que se guardan aparte, sin respuesta, en la insistencia de los enunciados conceptuales de Jane Bennett.  La electricidad es un ensamblaje agencial compuesto de elementos híbridos, pero ¿de quién sería la agencia material si la efectividad del acople no-humano depende necesariamente de la observación de Jane Bennett, digamos, de una táctica de percepción humana? Aún cuando la electricidad es una hibridación por acoplamiento con capacidades agenciales -imprevisibilidad, direccionalidad aleatoria y presencia no estática- que exceden los significados, los designios o los propósitos humanos, en los términos materialistas que Bennett anuncia ¿A qué le presta atención el materialismo vital de la autora y que se mantiene opacado simultáneamente? La energía no deja de ser una escenografía narrativa sobre un fondo de ajenidad. Es decir, al final de cuentas, es un actante agencial que irrumpe exteriormente en el transcurso de las vidas humanas.

De un modo un tanto más oblicuo, durante la lectura de Materia Vibrante se me cruza el ensayo de la dramaturga chilena Nona Fernandez, titulado Voyager (2020) y la lectura misma produce un cortocircuito. En pocas palabras, la madre de la autora se desmaya, los episodios de lapsus se vuelven recurrentes, tiene lugar un síncope y la pérdida de memoria parcial. Ante cada episodio y cuando vuelve en sí, extravío de recuerdos. Algo de ese ensayo insiste en una sugerencia sencilla: ¿Por qué el dibujo de un rayo eléctrico se parece a las ramificaciones de un tejido neuronal? Ese es el punto de partida, como enhebrar historias y conectar por acoples, que se pone en evidencia con el desmayo de la madre y un diagnóstico médico en dirección a los circuitos neuronales. Desde allí la analogía del cerebro con sistemas más vastos y complejos, como el firmamento, las constelaciones, el cosmos y el universo: “el mecanismo neuronal es un acto presente que reverbera eléctricamente con la forma de una constelación” escribe Nona.  

Las Voyager son una dupla de sondas exploratorias lanzadas al cosmos por la Nasa en agosto y septiembre de 1977 respectivamente. Ambas contienen un disco fonográfico de cobre bañado en oro cuyo contenido, sonidos e imágenes que retratan la diversidad de la vida y la cultura en la Tierra, pretende ser una combinación de cápsula del tiempo y mensaje interestelar destinado a cualquier civilización. En este sentido, las sondas condensan una promesa de un tiempo caduco porque poseen una energía limitada -su futuro es, inexorablemente, la chatarra espacial- pero sobre todo porque se proyectaron sobre un imaginario de la extinción planetaria, su lanzamiento estuvo atado a la posibilidad del contacto extraterrestre, pero con una civilización ya extinta (humanidad). Una posibilidad ciertamente cargada de una potencia negativa, esto es, el contacto con los registros y el disco-memoria de una civilización fenecida. Los discos también contienen una grabación de una hora de duración con las ondas cerebrales, datos del cerebro y del corazón de Ann Druyan; la información codificada de la activista, productora y escritora estadounidense se convirtieron en sonidos para la interpretación posterior de algún tipo de vida extraterrestre.

Las sondas Voyager son el motivo para armar una serie, poniendo el cuerpo en conexión le permiten a la dramaturga chilena unir la pérdida de recuerdos de su madre con la posibilidad de testimoniar el pasado. Energía corporal humana en contigüidad con la energía lumínica de las estrellas según un tiempo flotante. La serie que exhibe Nona Fernández se conecta con la constelación de los caídos, todo un trabajo político de posmemoria, formada por veintiséis estrellas renombradas con cada uno de los nombres de los chilenxs ejecutadxs por la Caravana de la Muerte en tiempos de la dictadura pinochetista.

Los episodios por síncope de la madre apuntan a una red neuronal que procede por destellos eléctricos, flujos de polarización y sinapsis química. Los desmayos y las sondas espaciales, el cerebro de la madre y las ondas cerebrales de Ann Druyan -contenidas en el disco de oro que viaja con las Voyager-, los códigos de ese sistema se basan en los cuerpos, en la capacidad del sistema cuerpo-energía para recibir, conectar, distribuir y cortar información. La energía recorre los cuerpos y los atraviesa. La energía no es, como presume Jane Bennett, un fondo exterior (exosomático) sino un modo de imbricación.  Como la madre y sus episodios de epilepsia, esas pausas espacio-temporales en el sistema eléctrico neuronal.  El sujeto es una vida corporal cargada de sinapsis constantes (a nivel cerebral) y movimientos circulatorios de sangre (a nivel cardiovascular) que no cesan de empalmar una máquina-órgano a una máquina-energía, una carga química en su cuerpo, unas cuantas neuronas y otras tantas células.

Consideremos una inversión de roles, acaso una superposición de lecturas, Jane Bennett leyendo Voyager de Nona Fernandez. El ensayo de la chilena es, pues, un mecanismo narrativo de intersección. La actividad eléctrica puede pensarse como un punto de cruce en donde confluyen una mirada externalista y un registro que parte de la energía corporal: necesitamos de otrxs para sostenernos fisiológicamente, animales humanos y no humanos, vegetales, bacterias y microbios, para sintetizar componentes alimentarios o utilizarlos como fuentes de energía. Los dos planos no cesan de interferirse: la electricidad es un telón de fondo, pero también relaciones fisiológicas, nutricionales, energéticas y de retroalimentación química, ambos planos no cesan de actuar el uno sobre el otro, y de introducir, uno en el otro, bien una corriente de flexibilidad, bien un punto de rigidez.

Contemplemos ahora otro desvío posible. Leo Los hongos del fin del mundo de Ann Tsing en simultáneo con Materia Vibrante de Bennett.  Una descarga por lecturas disonantes. La escritura de Tsing registra lo infraordinario y reflexiona sobre un tipo de hongo de setas aromáticas, el tricholoma matsutake que se extiende en entornos ecológicos devastados, asociado a los bosques de pinos cuyas parcelas no planificadas son apropiadas por los flujos territorializantes del capital. Los hongos proceden por expansión subterránea, creando redes rizomáticas, mallas densas y sistemas radiculares compartidos (micelios). Así como las cargas electromagnéticas de una nube se separan formando un río de truenos en bifurcación. Los fungi son organismos -ni vegetales ni animales- que se extienden formando redes y madejas, ligando raíces y suelos minerales. Su funcionamiento presenta la reconversión de energía y de estados de la materia, son descomponedores primarios de la materia muerta de plantas y de animales, un vaivén entre el mundo de los vivos y de los muertos. 

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Así como la electricidad es para Bennett un ensamblaje agencial, ¿de qué está hecha la red eléctrica y el sistema de interconexión de energía? ¿Cuáles son sus componentes y qué elementos forman parte del catálogo materialista animista en el pensamiento de la autora? Mayormente, estos son objetos, cosas, actantes y modos de manufactura técnica e industrial, elementos híbridos naturo-artificiales. Tal es la contradicción performativa que se vuelve un problema de táctica metodológica, apunta Gabriela Milone.  ¿De quién sería la agencia material si la efectividad del ensamblaje eléctrico depende necesariamente de una táctica de percepción no-humana? La cuestión es entonces cómo romper con esa inercia y evadir, por lo mismo, la matriz antropocéntrica que se presume de modo subterráneo.

Un disyuntor que prende y apaga la luz. Para Tsing las redes micelares junto con los recolectores forman acoplamientos, conjuntos polifónicos de asociación abierta y de confluencia entre ritmos y escalas temporales en las formas de vida que se agrupan. Aquí se forma otra lectura posible, una corriente transitoria de voltaje en frecuencia de intensidad. Estamos rodeados de numerosos proyectos de creación de mundos -todos los seres forjan mundos- apunta Tsing, medios de subsistencia preindustriales como la recolección de hongos matsutake, pero para poder considerarlos debemos reorientar nuestra atención.

Imagen: «El sueño de Endimión II» (2016) de Daniel Lezama. 

Hace un tiempo, Verónica Gerber Bicecci deslizó una observación: ¿Por qué el dibujo que proyecta un rayo eléctrico se parece a las raíces de las plantas? Habitamos entornos electrificados, estamos rodeados de cables, objetos y artefactos técnicos, pero también de vegetales y plantas, insectos, mosquitos y animales en compañía. ¿Y si nuestro tiempo, escribe Tsing, constituye el momento idóneo para reorientar la atención y percibir la indeterminación, los encuentros imprevisibles y la precariedad (ambiental)? De la agencia material a los ensamblajes híbridos, desde esta línea de errancia, la energía lumínica producida por “fenómenos naturales” como la aurora boreal, la bioluminiscencia de insectos, luciérnagas, peces, algas marinas (noctilucas) y medusas o los organismos que producen color en la luz emitida como bacterias (Vibrio harveyi y Vibrio fischeri) y los hongos (del orden Agaricales Basidiomycota), se tornan fenómenos no escalables, acoplamientos vegetales-animales radicalmente no humanos pero cargados de misticismo, magia y de una extrañeza digna de admiración. Una pregunta que se repite en diferido: ¿Qué es aquello a lo que prestamos atención, pero no logramos percibir? ¿Qué es aquello que indefectiblemente nos pasa inadvertido?


Bibliografía

Bennett, Jane (2022) Materia vibrante. Una ecología política de las cosas. Buenos Aires: Caja Negra.

Milone, Gabriela (2023) “¿Una pizca de antropomorfismo no(s) basta(rá)?”. En 452ºF  #29 (2023) pp. 75-90. Link: https://revistes.ub.edu/index.php/452f/article/view/42014

Fernández, Nona (2019) Voyager. Santiago: Random House.

Imágenes: Ana Laura Cantera y Daniel Lezama.

Tsing, Anna Lowenhaupt (2023) Los hongos del fin del mundo.  sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Buenos Aires: Caja Negra.

 

José Martí desde la toma universitaria

Por: Juan Recchia Paez

Escena de las clases públicas en el contexto de la lucha por el financiamiento de las universidades nacionales y del sistema científico de Argentina: lecturas coyunturales de “Nuestra América” de José Martí.

Imágenes: @camilo_cienfotos


Tras la aprobación en Diputados del veto del gobierno de Javier Milei al presupuesto universitario y en el marco de la profundización de las medidas de lucha que, desde principio de año tiene como protagonistas a toda la comunidad universitaria (docentes, no docentes, estudiantes y familias), explotaron, en todo el país, medidas de paros, tomas de facultades y marchas federales. En este marco, el pasado martes 15 de octubre se dictaron clases públicas sobre la avenida circunvalación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata.

Con la cátedra de Literatura Latinoamericana I venimos estudiando las poéticas modernistas de José Martí, Rubén Darío y Delmira Agustini. En particular, estamos leyendo las primeras crónicas del exilio estadounidense de Martí en Nueva York entre los años 1881 y 1892 desde un enfoque que busca reponer la noción de “religación” acuñada por Susana Zanetti (1994). La propuesta de la cátedra es leer la integridad del proyecto modernista en el cruce entre estéticas y políticas que posibilitó aquello que Angel Rama (1983) llamó la segunda independencia de América Latina.

Mientras nos acomodábamos en ronda en medio de la avenida, con la ayuda de la adscripta, Juana, comenzamos nuestra clase releyendo esas primeras impresiones que registra la crónica martiana: “un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana” (Ramos 1989): donde el joven cronista se fascina y asombra frente al nuevo parque de diversiones de la metrópoli yanqui. Tal como apunta el cubano: “En los faustos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte.” Esta cita que abre la clase no obtiene una mirada amable por los y las estudiantes militantes que vienen de pasar la noche en la facultad y cursan con la bolsa de dormir debajo de sus pies, pero nos sirve de excusa para llamar la atención sobre el punto que queremos tratar a propósito del célebre texto que es “Nuestra América”.

 

Por ello, inmediatamente, reponemos las condiciones de posibilidad de la “prosa urgente” (Weinberg 1993) del discurso dictado por Martí en la Primera Conferencia Panamericana de Washington de 1889. En esta antesala de lo que es hoy la OEA, se buscó renombrar a la región como panamericana y también allí se germinaron principios de la gran lucha antiimperialista que caracterizó al siglo XX. En un contexto realmente adverso, contexto en el cual Cuba continuaba siendo colonia española, y el intervencionismo yanqui, avalado por la doctrina Monroe, avanzaba como un “gigante de siete leguas”; Martí alertaba a viva voz, la necesidad de retomar las luchas independentistas, contra “el tigre de afuera” y “el tigre de adentro”. Así lo leímos en la clase:

“Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominio en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, caudas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”

Nos detenemos sobre este llamado de atención, en esa tensión constitutiva de la prosa martiana que sostiene por un lado el ritmo vertiginoso del acecho, del peligro y de la amenaza que implica para los pueblos de América Latina el poderío de la incipiente sociedad de consumo (en épocas en que Mc Donalds no existía ni como un almacén) frente al proyecto espiritual y culturalista de un “nosotros” quienes, como una rebelde mariposa libre, vivimos “en la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria”. Tensión que aparecerá en la prosa de Nuestra América no necesariamente como respuesta al avance incesante de la todavía joven “ansia de posesión de una fortuna” vacía de espíritu, sino como proyecto necesario de creación y disputa de afiliación y alianza latina. Con la vista en ello, Juana aprovecha para leer la siguiente cita de Ramos (1989):

“El valor y el signo político de cada reflexión sobre lo latinoamericano no radica tanto en su capacidad referencial, en su capacidad de “contener” la “verdadera” identidad latinoamericana, sino en la posición que cada postulación del ser ocupa en el campo social o, para ser más exactos, intelectual, donde la “definición” se enuncia. En ese sentido, América Latina existe como un campo de lucha donde diversas postulaciones y discursos latinoamericanistas históricamente han pugnado por imponer y neutralizar sus representaciones de la experiencia latinoamericana; lucha de retóricas y discursos –a veces seguidas de luchas armadas– que se disputan la hegemonía sobre el sentido de “nuestra” identidad.”

Luego, para comentar esta cita apuntamos la pregunta incómoda acerca de qué nos define como latinoamericanos y por qué se supone, en el sentido común, que el ser latinoamericano es la sumatoria de la triple herencia indígena, afro y europea, o el color local de toda una serie de adscripciones marginales: pobres, campesinos, indígenas, afrodescendientes… La ruptura con la referencialidad que señala Ramos, vuelve a aparecer cuando, maliciosamente, hablamos del uso de los pullovers norteños que vemos entre los y las estudiantes y nos volvemos a preguntar: ¿Cómo podemos desarticular la lectura panfletaria de este famoso ensayo propia de cierto progresismo a lo largo del siglo XX y XXI? ¿Cómo desentenciar la prosa política de los discursos identitarios latinoamericanos?

Juana había preparado una serie de apuntes a propósito de los recursos estéticos que rescata David Lagmanovich (1987) sobre el “nosotros” del texto. Nos detenemos a observar y leer  una serie de imágenes muy bellas sobre toda la flora y la fauna que aparece en el ensayo para repensar el grosor nada metafórico que tiene la simbología martiana. Los árboles, que se han de poner de pie, por ejemplo, se alejan demasiado del árbol saussuriano en tanto imagen del signo lingüístico y cobran corporalidad en una imagen que nos permite extrapolar un comentario sobre discusiones contemporáneas a propósito del avance desmesurado del extractivismo y de los desmontes en nuestros territorios.

La pregunta por el “nosotros” nos lleva también a reconstituir el movimiento dinámico de las textualidades modernistas en sus circuitos de publicación por las capitales del continente y el uso del español como lengua (bastarda) de la hermandad latina. Si han viajado alguna vez al exterior, podemos corroborar como, por más mínima que parezca, esa hermandad se comprueba cuando entre latinos nos consultamos dudas y compartimos algún mate o café. Por ello, nos preguntamos también, si en este contexto de tomas universitarias y de clases públicas, no estaríamos ocupando el lugar de ser los y las lectoras ideales en la mirada martiana. ¿Cómo la lucha actual está construyendo nuevas alianzas en las que no abandonamos nuestras disputas históricas pero que nos llevan, por ejemplo, a marchar junto con los grandes dinosaurios de la institución académica y hasta compartimos videos de Mirtha Legrand apoyando a la Universidad Pública?

Ya está avanzando la mañana y el sol empieza a subir y a pegar fuerte en la calle, una alumna me ofrece un poco de protector solar para ponerme en la cara. Llegamos al célebre pasaje sobre las dos Grecias que aparece en Martí. Juana pregunta ¿qué significa Grecia y cual sería “nuestra Grecia” según el texto? Los y las estudiantes que, por lo general vienen de cursar más de dos o tres años de lenguas clásicas en su formación curricular, se quedan como atónitos entre la obviedad y el desconocimiento. Aparece ahí un nudo interesante con el cual seguimos hablando sobre el escaso estudio de las lenguas indígenas en nuestras instituciones y del por qué no podríamos estudiar, por ejemplo, al guaraní como lingua franca de nuestras civilizaciones.

Las críticas martianas al positivismo cientificista, nos vienen como anillo al dedo para unir estos últimos dos tópicos. Sobre todo cuando Martí ataca el famoso lema sarmientino: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Desde la coyuntura que nos convoca, señalamos, las diferenciaciones entre el “hombre real” y el “letrado artificial” sobre la cual se determina el “arte del buen gobierno” según el intelectual cubano. Nos detenemos en apuntar una serie de limitaciones martianas, donde a las claras el privilegio del “buen gobernante” estaría vedado para los sectores marginales de nuestra sociedad (mujeres, indígenas, afrodecendientes). Y apenas mencionamos cierta referencia a los discursos y políticas del presidente actual, ya que toda la jornada de lucha es contra estas políticas, pero sí reponemos la lectura que aporta Graciela Montaldo (1994) y que nos sirve como propuesta de relectura de nuestra praxis social en términos estrictamente artísticos o literarios:

“Lo latinoamericano entonces no parece ser para los modernistas (ni en sus actitudes ni en sus textos) un conjunto de rasgos a definir sino un espacio de construcción para una tradición estética, de una identidad individual, de una figuración sobre el pasado y los orígenes; fundamentalmente una posibilidad de desprenderse de las formas culturales de sus antecesores y la posibilidad también de sentar las bases de una nueva formación cultural. América Latina aparece como gran espacio de circulación cultural global, casi por primera vez. Aparece menos como pasado que como futuro.”

Mientras Juana repone la pregunta por los tiempos verbales del ensayo, yo me dedico a sacar unas fotos y veo el esfuerzo de cada estudiante sentado en la ronda, con el sol de frente, el viento que vuela los papeles, las caras que hacen fuerza por escuchar las palabras de la profesora entre tantos camiones y autos que tocan bocina en apoyo a la medida. Veo, también, a las estudiantes alemanas  subiendo fotos de la manifestación en Instagram y compartiendo contenidos con sus colegas extranjeros. Además de los y las estudiantes que militan en las más de 12 agrupaciones estudiantiles de la Facultad, se han conformado grupos espontáneos y comisiones de estudiantes que, tal vez, por primera vez están pasando día y noche en la protesta. Por suerte están bien equipados, algunos sacan agua mineral, otros toman mate, aquél se abre una Coca cola para refrescarse. Bromeo acerca de que, contra mi prejuicio, a la clase de hoy no faltó nadie.

Me pregunto si no estaremos presenciando una nueva figuración de la lucha en América Latina. No lo pienso en contenidos revolucionarios, creo, sino más bien en formas dinámicas de disputa, en alianzas concretas y en construcciones comunitarias. Mientras tanto la escucho a Juana que señala el carácter proyectivo que tiene el presente de la escritura martiana, cuyo principal objetivo es el de romper con la copia, con la mímesis de los principios y de las identificaciones “a la europea”. Me siento limitado para entender las reverberaciones ideológicas de la nueva generación, pero hay algo allí de lo colectivo que se activó en este año de marchas federales, multitudinarios encuentros y manifestaciones masivas que pone en jaque nuestra cotidianidad capitalista.

Si bien no sabemos bien qué forma tomará todo esto, evidentemente hay aquí una creación imparable, la de la potencia joven, tal vez eso que Martí gustaba tanto de llamar “espíritu” que, una y otra vez, desde la reforma universitaria hasta el presente, sigue articulando de manera heterogénea  no una esperanza en abstracto sino la energía inagotable de las fuerzas del aula:

“Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la lenvantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.”

Cerramos la clase, me dirijo a Juana que está muy cansada y me confiesa que vino a dar la clase sin dormir y que ya mismo va a aprovechar a ir a darse una ducha antes de la marcha de antorchas interclaustros programada para la tarde (la marcha universitaria platente que fue, según dicen, la más grande de la historia). Mientras junto los apuntes y las fotocopias, una alumna viene y me dice: “Profe, le acabo de mandar una foto al mail donde se lo ve leyendo a Martí con los grafittis y las banderas de la toma.”


Bibliografía

Imágenes: @camilo_cienfotos

Lagmanovich, David, “Lectura de un ensayo: ‘Nuestra América’ de José Martí”, en Iván Schulman (ed.), Nuevos asedios al modernismo, Madrid, Taurus, 1987.

Montaldo, Graciela, La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y Modernismo, Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1994.

Martí, José, Escenas Norteamericanas y otros textos, seleccionado por Ariela Schnirmajer, Buenos Aires: Corregidor, 2012.

Rama, Ángel, «La modernización latinoamericana. 1870-1910», en Hispamérica, a. XII, n. 36, 1983, pp. 3-61.

Ramos, Julio, Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, FCE, 1989.

Weinberg, Liliana, “Nuestra América en tres tiempos” en José Martí a cien años de Nuestra América, México, UNAM, 1993.

Zanetti, Susana, “Modernidad y religación: una perspectiva continental (1880-1916)”, en Ana Pizarro (Org.), América Latina: Palabra, Literatura e Cultura. Volume 2: Emancipaçao do Discurso, Sao Paulo, Memorial da América Latina, Unicamp, 1994, pp. 489-534.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Ancestralidades glamorosas: apropiaciones de la moda y activismos antirracistas

Créditos: «Esperança Garcia, Luísa Mahin e Maria Firmina dos Reis», Elian Almeida, 2021. Galería Nara Roesler

Por: Victoria Solis

En este artículo, Victoria Solis explora las obras del pintor brasileño Elian Almeida y las fotografías de Alejandra López con el colectivo Identidad Marrón, con el objetivo de analizar el modo en que ambas se apropian del dispositivo de la moda para intervenir en los debates antirracista del presente. Este escrito forma parte del dossier «Arte y moda en América Latina».


En el año 2021, el artista brasileño Elian Almeida cobra una gran notoriedad al realizar una transposición elocuente: en la serie “Vogue Brasil”, las tapas de la icónica revista francesa son reimaginadas y convertidas en pinturas de tinta acrílica.

Esta novedosa materialidad trae aparejadas diversas modificaciones en el horizonte de lo esperado para una publicación como Vogue. Con pinceles, telas y tintas, Almeida realiza una operación de relectura afrocentrada y provocadora: las modelos de la portada ya no son esas mujeres blancas, delgadas y hegemónicas, sino figuras femeninas negras, representantes icónicas de una cultura que ha sido históricamente negada e invisibilizada.

Las revistas de moda, como lo historiza Kate Nelson Best en El estilo entre líneas (2019), se configuran como plataformas imprescindibles del dispositivo de la moda, hasta el punto de alcanzar un carácter simbiótico: ellas “generan deseos”, anuncian tendencias, muestran un repertorio de imágenes normativas y, por supuesto, consolidan estereotipos e íconos. Al responder sobre la elección de las tapas como disparador de su obra, Almeida menciona que “una tapa, para mí, representa un demarcador de un tiempo, de un momento (…) En un país de mayoría negra, las personas no conocen a sus referencias históricas” (2021). La portada, así, como condensación visual o retrato histórico del racismo imperante en el país tropical.

La moda, esa tecnología de género uniformizadora y binaria (De Lauretis), se convierte aquí en una plataforma política: una herramienta capaz de alojar la diferencia y de construir narrativas alternativas al discurso blanco europeizante. Las diversas tapas de esta Vogue presentadas en la muestra “Antes – Agora – O Que Há de Vir”, exponen una historia del feminismo afrobrasileño a través de la inclusión de dieciséis retratos de mujeres pertenecientes a distintos períodos históricos, desde la esclavitud hasta la actualidad. De este modo encontramos, entre otras, a Esperança Garcia, esclava del siglo XIX que se hizo abogada después de recuperar su libertad, y a Luísa Mahin, la “Rainha da Bahia”, que lideró la Revolta dos Malês (1835). Asimismo, a contemporáneas como la escritora Conceição Evaristo y la filósofa y activista Djamila Ribeiro.

Como el título de la muestra lo indica, las tapas reúnen temporalidades diversas que las pinturas recuperan e imaginan, de cara a un tiempo futuro. De tal forma, aparecen como una imaginación ancestral y afrofuturista que disloca los sentidos primarios que las tapas, pero también los retratos, tenían en un inicio. Frente a los usos colonialistas de los retratos y grabados del Brasil esclavista, dedicados a plasmar el exotismo negro desde las miradas europeizantes, el artista señala que es una “elección política” (Almeida, 2021) pintar a las mujeres negras y adoptar la operación tradicional de enmarcarlas. Las técnicas, soportes y materialidades se decolonizan, subrayando el enaltecimiento de esas figuras y la inclusión reparadora. Importa resaltar que las pinturas no solo se expusieron en muestras museísticas; además, ilustran la Enciclopédia Negra (Companhia das Letras, 2021), volumen que reúne las biografías de más de 550 personajes afrobrasileños y restituye las memorias silenciadas.   

La Vogue negra y feminista de Almeida conforma, entonces, un archivo visual e íntimo, ya que el artista destaca que creció rodeado de ediciones de la revista coleccionadas por su hermana1 –en cuyas tapas, por supuesto, no había mujeres negras. Pero, también, estético y material, debido a que resaltan en las tapas las telas y adornos de las escritoras, activistas, actrices, músicas y políticas que protagonizan los retratos.

Los trajes ocupan el primer plano, no solo porque la escena está mayormente despojada de objetos (un jarrón, una planta), sino porque todos los rostros están difuminados, en consonancia con el borramiento sistemático que han sufrido; al mismo tiempo, se trata de un mecanismo que le permite a cualquier persona conectar con las protagonistas que posan en las pinturas, según afirma en entrevistas. Predominan los atuendos blancos, que contrastan y realzan las pieles oscuras, los trajes bahianos con faldas largas y los turbantes afrobrasileños, que en la actualidad se han tornado símbolo de resistencia y herramienta política encarnada en el cuerpo vestido. También destacan los accesorios que singularizan a las mujeres a través de la dimensión personal que tuerce la fuerza de patronización del vestido (Casarin), frente a la uniformización de los rostros. Así, por ejemplo, la pintora Maria Auxiliadora da Silva es retratada en una pose relajada y confiada, vestida de blanco y con el típico pañuelo en la cabeza a la manera de vincha con la que se muestra en la mayoría de los registros fotográficos.

«Maria Auxiliadora da Silva», Elian Almeida, 2021. Galería Nara Roesler

Del mismo modo, encontramos a la actriz bahiana Chica Xavier con su turbante y rosario, a la bailarina Mercedes Baptista (primera mujer negra en integrar el cuerpo de baile del Teatro Municipal de Río de Janeiro) con su traje de danza, o a Sabina da Cruz, figura de la cual no existen registros fotográficos, pero que Almeida reconstruye con el traje bahiano y rodeada de frutas, porque era vendedora de naranjas.

En la intersección entre arte y moda, Elian Almeida se apropia del lenguaje de la moda y abre espacios dentro de la industria misma, que se torna escenario de los debates antirracistas y feministas del presente. Así, por ejemplo, la Vogue Brasil invitó al artista a diseñar la tapa de la edición de febrero de 2022 que invitaba a repensar la Semana del Arte Moderno a 100 años de su emergencia.

Almeida, una vez más, se sirve de los archivos fotográficos y realiza un nuevo torcimiento, a partir de una foto icónica en el imaginario cultural brasileño. Se trata de la famosa fotografía que ha quedado plasmada como la representación de la Semana del Arte Moderno, aunque no fue tomada en aquellos días de febrero de 1922 sino en 1924, en el hotel Terminus de San Pablo. En esa foto podemos ver al colectivo de hombres intelectuales blancos, que visten con diversas corbatas y trajes. Están, entre otros, Paulo Prado, Manuel Bandeira, Mário de Andrade y Oswald de Andrade. La importancia de destacar la vestimenta en ese registro responde, sin duda, a que la apariencia fue vital para la trayectoria artística modernista, de modo tal que la performance corporal ha quedado aunada a la artística (Casarin).

Siguiendo a Barthes (2005), el vestido material y físico se transforma, en la fotografía, en vestido imagen. Almeida instaura nuevos regímenes visuales porque transforma esa foto en pintura y propone un registro feminista alternativo. En la imagen que crea para la tapa de Vogue, en lugar de esa elite masculina e intelectual legitimada, encontramos a escritoras, artistas e intelectuales afrobrasileñas que ocupan un nuevo lugar en tanto subjetividades femeninas en el Brasil contemporáneo, y como modelos emblemáticas en la plataforma de la revista de moda. Se trata de Conceição Evaristo, Carolina Maria de Jesus, Beatriz Nascimento, Maria Auxiliadora da Silva y Djamila Ribeiro, reunidas en una yuxtaposición de temporalidades diversas. Esta última autora apunta que la tapa es importante para incluir a aquellos sujetos inexistentes en el movimiento modernista (negros, indígenas y mujeres, en menor medida) y para repensar la historia del propio Brasil. Al respecto, como lo señala Ribeiro, en el centenario de la Semana del Arte Moderno, “la revolución estética y cultural nacional está compuesta por intelectuales negras” (2022).   

La pintura fotográfica de esta publicación de Vogue Brasil no escatima en transmitir el glamour, encanto y femineidad típicamente reconocibles en la revista, ni tampoco las poses calculadas –como las de la foto modernista– o el foco en los colores, volados y adornos de los vestidos. Al igual que en toda la serie, predominan los colores blanco y azul sobre sus pieles oscuras, y vestidos largos con cola, cortos y bahianos, que comunican a través de la vestimenta esa yuxtaposición temporal mencionada. Aquí, la belleza tiene rulos afro y usa turbantes afrorreligiosos que condensan, como señala la investigadora Hanayrá Negreiros, “memorias estéticas” en un presente de glamorosa resistencia.

Izq: Tapa de revista Vogue por Elian Almeida (2002) / Der: Archivo MIS-São Paulo

En este diálogo entre moda y ancestralidad, cruzando la frontera, encontramos al colectivo argentino Identidad Marrón. Compuesto por personas marrones-indígenas, hijos de indígenas y también migrantes, comenzó a agruparse en el año 2019 y a realizar diferentes operaciones antirracistas, con el objetivo de denunciar el racismo estructural imperante que desconoce las raíces indígenas, relata una historia eurocéntrica y pondera modelos de belleza blancos. La producción que analizaré se centra, justamente, en este último punto y no es una obra pictórica, como la anterior, sino fotográfica. Específicamente, se trata de una serie de imágenes que se apropian del lenguaje de la fotografía de moda, otro dispositivo esencial del sistema de la moda, llevada a cabo por la fotógrafa Alejandra López y el estilista Jorge León. No fueron tomadas para ilustrar una publicación de moda: fueron expuestas en la muestra “Belleza Marrón” (Centro Cultural Borges, 2022), con el objetivo de interrogar “¿qué pasa cuando fotografiamos a las mujeres y diversidades marrones como sujetos de belleza, utilizando los mismos dispositivos que dichos medios poseen?” (López)[1].

Este cuestionamiento, rector de toda la serie, produce fisuras (Molloy) y disensos que cuestionan los estereotipos y modelos reinantes en la sociedad en general, particularmente, en la industria de los medios, la moda y la belleza. En las fotografías de “Belleza Marrón”, las profesionales con trayectoria en este campo son reemplazadas por mujeres marronas que posan por primera vez en una producción de esta índole.

Al igual que en la serie “Vogue Brasil”, las mujeres subalternizadas se tornan protagonistas de estas narrativas divergentes. Entre otras, se encuentran la escritora Dina Choquetarqui, la artista Flora Alvarado (Flora Nómada), la activista Chana Mamani y la fotógrafa Wari Alfaro, cuyos nombres aparecen como título de cada cuadro. Todas miran a la cámara con gestos mínimos y posan con movimientos que imitan aquellas poses características de las publicaciones de moda: una mano apoyada en el rostro, la otra levantada, jugando con un tajo seductor o de perfil delante de la cola dorada de un vestido que vuela majestuosamente.

Izq: Dina Choquetarqui – Der: Belén Silva. Serie Belleza marrón, Alejandra López, 2023

 

Sin duda, reconocemos el lenguaje de las fotografías de moda que, como lo apunta Barthes, acarrea elementos y tropos distintivos, como un paradigma gestual particular, poses artificiosas y conscientes, y la escenificación que enmarca los cuerpos vestidos. Frente al “tempo impaciente” (Simmel) y fugaz de la moda, la fotografía de moda “congela la esencia del ahora” (Wilson), siempre escurridiza. Si para Almeida las tapas se tornaban condensación de un tiempo de desigualdad, estas fotos podrían transformarse en la huella que permita rastrear un presente colonial.

El estilista Jorge León –profesión fundamental en la moda, capaz de imaginar nuevas figuraciones o de perpetuar aquellas reificadas– fue quien guió ciertas decisiones fundamentales para la composición de las fotografías. Por ejemplo, todos los trajes respetan la gama del marrón, crema y blanco, con fondo marrón “para que no hubiera otros colores que compitieran con el de la piel” (2023)[2]. Son vestidos glamorosos, de gala, vaporosos, la mayoría largos, algunos con transparencias, pliegues y capas. El maquillaje, igualmente, está en función de iluminar esas pieles, manteniendo los tonos marrones y utilizando bronce para hacerlas brillar.

Alejandra López retrata los cuerpos haciendo foco no solamente en el traje sino también en otros elementos que forman parte del acto del vestir, como los tatuajes, piercings o los mechones teñidos de fucsia (Johnson, Hegland y Schofield, 1999). Indudablemente, así como lo registrábamos en las tapas de “Vogue Brasil”, aquellos elementos parecen contribuir a individualizarlas y vislumbrar sus personalidades o temperamentos. En contraposición, el fondo de cada fotografía es marrón e inespecífico, lo que provoca que resalten las mujeres retratadas. De este modo, la marronidad ocupa un lugar central y ya no está representada en los territorios periféricos en los que habitualmente se las ubica, como denuncian las protagonistas.   

Wari Alfaro, Belleza Marrón de Alejandra López (2023)

Ahora bien, retomando la pregunta inicial de la fotógrafa, utilizar los mismos medios que excluyen a estas mujeres pone en jaque los estereotipos, patrones de belleza y gestualidades hegemónicas, además de generar una “confusión visual” que torna evidente el régimen escópico colonial imperante. Esta obra, como la anterior, disputa el capital de la apariencia en manos de los sujetos hegemónicos, concepto delineado por Michèle Pages-Delon (1989) para aludir al “resultado material de la inversión de tiempo, energía, conocimiento y dinero para la apariencia” (43).

Así, se aúna la belleza a estas pieles racializadas y se producen imágenes ausentes. Flora Alvarado subraya la posibilidad de una “ausencia con potencia creadora que habilita a encontrar en los medios masivos más rostros y pieles marrones, más rasgos indígenas, otras experiencias y nuevos protagonismos” (2023). La belleza, entonces, como hecho político y derecho que otorga privilegios, garantías y la posibilidad, en definitiva, de aparecer y ser mirada.

Al racismo y al predominio de imágenes blancas se los combate en el terreno de la visualidad; la moda, en tanto imagen, se vuelve esencial como estrategia combativa. Las fotografías de moda, en apariencia banales y fantasiosas, se tornan una plataforma disidente que permite la inclusión de discursos, temporalidades e historias silenciadas por el relato oficial de la nación Argentina blanca y europea, reivindicando la ancestralidad en tiempo presente.

Es importante destacar que el trabajo fue realizado de forma colectiva y participativa. Lejos de hacer del lente una herramienta que sostiene el régimen oculocéntrico, se sirve de él para potenciar encuentros y abrir la mirada a otras bellezas. Las participantes, incluso, apuntan que “fue un ejercicio colectivo de reconstrucción de nuestra autoestima” (2023)[3]. Las sesiones de fotografía se transforman en un espacio hospitalario de conversación, observación y también autoconocimiento. Bajo la mirada de Alejandra López, las protagonistas aparecen gracias a la obra de arte y la diversidad es visibilizada a partir del encuentro artístico.

En síntesis, hemos revisado los modos en que ambas producciones se apropian de la plataforma de la moda para intervenir en los debates antirracistas del presente y configurarla como posible plataforma de intervención política.

Pero, ¿por qué la moda? ¿Qué tiene ella para aportar en las discusiones contemporáneas? En estas obras, los cuerpos vestidos se vuelven contadores de historias marrón y afro centradas que disparan contranarrativas repletas de glamour y ornamentos; mientras que las revistas y fotos fashionistas son el territorio capaz de cuestionar, revisar y construir nuevos archivos y visualidades combativas. La Vogue aquilombada y las bellezas marrones constatan que la moda puede ser un lenguaje y una expresión identitaria fundamental para decolonizar las apariencias y sostener, desde el arte, resistencias no verbales.

A modo de apéndice, me permito cerrar este ensayo con una última reflexión sobre una obra de Elian Almeida, titulada “Minha casa, minha vida” (2020), nombre del programa social de los gobiernos del PT que facilitaba el acceso a viviendas populares.

 Aquí, el extendido uso de la palabra francesa maison, que remite a las casas de moda de alta costura, aparece traducido al portugués con el título “Casa Vogue”. Ese es el nombre de la revista Vogue dedicada a diseño y decoración. En esta pintura, no solo se apropia de una revista existente, sino que el término se traduce, desvía y afectiviza, al retratar el espacio íntimo, protegido y amoroso de una familia negra. La moda, así, como hospedaje y territorio hospitalario de encuentros y estéticas plurales.

«Minha casa, minha vida», Elian Almeida, 2020. Galería Nara Roesler


[1] En entrevista con el diario Página 12: https://www.pagina12.com.ar/586787-alejandra-lopez-siempre-escucho-a-las-mujeres-sufrir-por-su-

[2] En: https://www.lofficiel.com.ar/arte-y-cultura/belleza-marron

[3] En: www.telam.com.ar/notas/202306/630161-identidad-marron-ensayo.html.

 

 


Bibliografía

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Simmel, G. (1934). Cultura femenina y otros ensayos. Madrid: Revista de Occidente.

Wilson, E. (2003). Adorned in Dreams: Fashion and Modernity. New Jersey: Rutgers University Press.

 

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La moda femenina en Lima. Estudio interpretativo a partir de las publicaciones periódicas de la época, 1919-1930

Por: Daniella Terreros Roldan

En este artículo, que forma parte del dossier “Arte y moda en América Latina”, Daniella Terreros Roldán (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú) expone la importancia y los desafíos implicados en la investigación en torno a la moda femenina limeña de inicios del siglo XX a partir de publicaciones periódicas y del acceso a archivos documentales.  


La relación del ser humano con su indumentaria ha evidenciado el intento incansable de cada generación y época por construir sus señas de identidad por medio de la vestimenta.  Asimismo, el camino hacia la construcción de una historia del traje y la moda en el Perú ha sido, hasta la fecha, abordada de manera tangencial, tanto para el periodo prehispánico, virreinal y republicano. Son los archivos y bibliotecas, que representan toda una institución del conocimiento, los encargados de recoger las huellas de la historia de la moda limeña, sin esa intención manifiesta, a través de la conservación, gestión, difusión y accesibilidad a los fondos documentales y hemerográficos en donde quedaron plasmadas tipologías de prendas de vestir, siluetas, así como la visibilización de la mujer a través de la moda.

La investigación ha sido examinada desde un enfoque cualitativo, a través de la búsqueda, selección e identificación de tipos documentales para luego proceder a su interpretación. Para el periodo que nos compete abordar (1919-1930), las publicaciones periódicas se han clasificado en dos: material escrito, referente a los artículos sobre moda; y material visual, concerniente a las ilustraciones de cuerpos vestidos, trajes y accesorios extraídos de todo este acervo hemerográfico.

La importancia de examinar las publicaciones periódicas de este modo radica en analizar las ilustraciones, aportando un valor en las descripciones e interpretaciones del material visual que se tiene disponible y permitiendo incluso encontrar puntos de confluencia y divergencia entre la moda limeña del segundo decenio con la indumentaria de otros países latinoamericanos tales como Argentina, Chile o Colombia. Asimismo, la información escrita ayuda a determinar la función y usos de cada uno de estos trajes dentro del contexto social de la Patria Nueva del presidente Augusto B. Leguía.

Bibliotecas y archivos: “guardarropas” que custodian la moda limeña escrita

La organización del acervo bibliográfico y hemerográfico de las bibliotecas y archivos comprende una serie de criterios relacionados con las características y alcances del almacenamiento y custodia de los distintos materiales, la conservación preventiva y el grado de disponibilidad o acceso de estos a los usuarios (Biblioteca Nacional de Argentina, 2012). Para el caso de Lima, existe una serie de repositorios, a partir de los cuales se tiene acceso al material hemerográfico que nos permite investigar sobre moda. Si bien el tema que nos compete se encuentra ubicado dentro del espacio temporal de los años 20, a partir de las publicaciones periódicas custodiadas por instituciones como la Biblioteca Nacional del Perú, la Dirección del Archivo Republicano de Lima, el Fondo Reservado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Biblioteca Municipal de Lima o la Biblioteca del Congreso de la República, las investigaciones en materia de moda pueden ser abordadas dentro del espacio cronológico de mediados del siglo XIX hasta nuestros días.

Para la presente investigación se consideró importante realizar una selección de las revistas y diarios peruanos a fin de encontrar información referente al tema (no solo para la década de los años 20), así como resaltar las principales dificultades a las que se enfrentan hoy en día las instituciones encargadas de custodiar dichos materiales. La información hallada en cada uno de estos diarios y revistas es un espejo de todos los aspectos sociológicos, políticos y culturales de la sociedad, así como del espíritu de una época determinada, conformando una fuente de información científica irremplazable que, en ocasiones, debe enfrentarse a ciertas dificultades.

Respecto a las publicaciones periódicas decimonónicas, muchas de estas se hallaron en calidad de intangibles, por lo que no pudieron ser consultadas. No obstante, algunas de ellas pueden encontrarse digitalizadas en la biblioteca digital de su institución correspondiente. La organización y preservación eficiente de las colecciones son cruciales a fin de poder cumplir con las exigencias de los investigadores. A continuación, se expone una selección de publicaciones periódicas del siglo XIX que custodia la hemeroteca de la Biblioteca Nacional del Perú, donde puede extraerse información en materia de moda.

  Publicaciones periódicas a partir de las cuáles puede extraerse información en materia de moda – SIGLO XIX
  Publicación periódica Años vigencia Años disponibles en la BNP
Diario La Patria (1871 – 1882) (1871 – 1880)
La Bella Limeña: periódico semanal para las familias (1872 – 1873) 1872
El Nacional (1865 – 1903) (1865 – 1899)
El Comercio (1839 – actualidad) (1839 – 1844), (1846 – 1850), (1854 – 1860), (1861 – 1870), (1871 – 1879), (1883 – 1890), (1891 – 1899)
Revista La Alborada: semanario de las familias (1874 – 1875) (1874 – 1975)
Perlas y Flores (1884 – 1886) (1884 – 1886)
El Perú Ilustrado (1887 – 1892) (1887 – 1892)
El Álbum: Revista Semanal para el Bello Sexo (1874 – 1875) 1874
El Correo del Perú (1871 – 1878) (1871 – 1878)

En lo que concierne a la disponibilidad de información hemerográfica sobre moda, es significativo resaltar que muchas de las publicaciones periódicas formaron parte de los importantes cambios en la opinión pública limeña de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Si bien la mayoría de estas publicaciones estaban dirigidas a un público masculino, en el caso del público femenino, destaca el hecho de que mujeres intelectuales como Juana Manuela Gorriti, Carolina Freyre de Jaimes, Angélica Carbonell de Herencia Zeballos o Clorinda Matto de Turner hayan colaborado en importantes revistas como El Álbum: Revista Semanal para el Bello Sexo (1874-1875), La Alborada (1874) o diarios como El Perú Ilustrado (1887-1892) respectivamente. Si bien para el segundo decenio del siglo XX no se destaca la presencia de revistas o periódicos que se restrinjan exclusivamente al tema de la moda, muchas de las publicaciones presentan secciones de moda y publicidad dedicada específicamente para el consumo femenino.

Es una constante en las revistas y periódicos de esta década la presencia de ilustraciones de modelos blancas y esbeltas en silueta recta luciendo lujosos y ligeros vestidos de terciopelo y telas de algodón. Aunque aparecen algunas semblanzas y anuncios dirigidos hacia hombres, es innegable que la moda es un campo de dominio privilegiado de las mujeres. Debido a la coyuntura de modernización del espacio público y privado, las mujeres, en su ejercicio del rol de amas de casa, tomaron parte activa en las decisiones del consumo familiar. Por ello, la profesionalización del comercio y de la prensa llevó a construir un discurso que apelaba al ideal doméstico de ama de casa y al consumo de modas como componentes de la identidad femenina (Espinoza, 2013). A continuación, se expone una selección de publicaciones periódicas del siglo XX (1900-1930) custodiadas por la hemeroteca de la Biblioteca Nacional del Perú en la que puede revisarse información sobre moda, así como anuncios publicitarios referentes al tema.

  Publicaciones periódicas a partir de las cuáles puede extraerse información en materia de moda (1900 – 1930)
  Publicación periódica Años de vigencia Años disponibles en la BNP
Diario El Comercio (1839 – actualidad) (1900 – 1915)
La Crónica (1912 – 1990)  (1912 – 1988)
La Prensa (1903 – 1984) (1903 – 1984)
Revistas Lima Ilustrada (1898 – 1904) (1898 – 1904)
Actualidades (1903 – 1907) (1903 – 1907)
Variedades (1908 – 1931) (1908 – 1931)
Lulú (1915 – 1916) 1915
Prisma (1905 – 1907)  (1905 – 1907)
Mundial (1920 – 1931) (1920 – 1931)
La Revista Semanal (1927 – 1934) (1927 – 1934)

Cuadro Nº2. Publicaciones periódicas del siglo XX (1900 – 1930). Elaboración propia a partir de la información extraída de la Biblioteca Nacional del Perú.

Hacia la construcción y desarrollo de más guardarropas digitales de libre acceso

¿Para qué es importante digitalizar? Podemos decir que digitalizamos para la ampliación del acceso, la preservación y conservación, la reducción de costos, la optimización del espacio de almacenamiento físico, la transformación de servicios o la recuperación de la información. A través de los archivos digitales, se puede mejorar el acceso al documento (Pérez & Surroca, 2004).

El acceso en línea permite, además de la consulta digital de los textos, hacer más sencilla la búsqueda en materia de moda mediante el uso palabras clave como “indumentaria, miriñaque, textil, etc.”, facilitando enormemente la investigación en las hemerotecas.  Repositorios en línea, nacionales y extranjeros, como la Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional del Perú, la Biblioteca Central Pedro Zulen de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el repositorio digital de la Universidad Católica del Perú, el repositorio digital del Instituto Ibero-Americano de Patrimonio Cultural Prusiano, la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca Digital George A. Smathers, así como la página de Facebook “Fuentes históricas del Perú”; si bien no son repositorios especializados en moda, contienen valiosas publicaciones periódicas y revistas a partir que permiten abordar el tema.

Esta ampliación de acceso a la información por parte de la digitalización nos permite obtener un servicio de 24 horas al material; es decir, a la hora de sumergirnos en un proyecto de investigación en moda, garantiza un incremento de la productividad y el rendimiento de nuestro trabajo. Debemos ser conscientes de la importancia que tiene transformar el material hemerográfico en un archivo digital y en formato libre de descarga, ya que con esta operación se invierte en la conservación del patrimonio documental y a la par se facilitan los trabajos de investigación de las futuras generaciones que presenten interés en abordar temas de moda. Indudablemente, los repositorios digitales se convierten en una herramienta básica de apoyo en la investigación; sin embargo, ¿por qué no pensar en la construcción de un guardarropa digital hemerográfico exclusivo de moda? 

Otros temas de investigación, en materia de moda, presentes en las publicaciones periódicas consultadas

Como parte de este estudio interpretativo de las publicaciones periódicas de los años 20, que actúan como productos culturales que facilitan la investigación tanto de la historia de las mujeres como de la moda limeña, se ha elaborado una serie de temas adicionales, que también pueden ser estudiados a partir de las consultas de la selección del material hemerográfico revisado:

  • La imagen femenina en la publicidad gráfica de moda.
  • La construcción de la imagen de “mujer moderna” a través de la prensa.
  • La evolución de la silueta femenina a través de la prensa.
  • El acceso de las mujeres al espacio público: el trabajo, la educación superior y la política.
  • Moda y feminismo.

La participación femenina dentro del espacio público a través de la prensa tuvo un difícil comienzo, cuestionándose fuertemente la capacidad intelectual de las mujeres para reflexionar y expresar libremente sus pensamientos e ideales, así como también el atrevimiento de su incursión en terrenos que excedían la esfera doméstica, considerada como la propia y adecuada para ellas. Dentro del panorama latinoamericano, será para la segunda mitad del siglo XIX, donde las mujeres empiezan a escribir en las revistas de moda. Juana Manuela Gorriti y Clorinda Matto de Turner que crearon revistas de moda en Buenos Aires, se lamentaban de las cinturas ceñidas por corsés y de las capas de telas que la indumentaria europea imponía a las mujeres. Cada vez más, se abogaba por el intento de adoptar una forma más racional en el vestir (Fogg, 2014).

Dentro de la naturaleza transversal del estudio de la moda y la indumentaria de Lima, existe un vacío en la literatura académica referente al estudio de la materialidad de los trajes, de las prácticas relacionadas con la confección y códigos de uso, sobre la construcción de la imagen femenina a través de la prensa o respecto a la manera en que la moda influyó socioculturalmente en alguna etapa de la historia. Temáticas que constituyen un ejercicio complejo, pero necesario, que requiere de un análisis histórico-crítico a partir de la búsqueda, selección, identificación e interpretación de las publicaciones periódicas de una época determinada a investigar. Las fuentes hemerográficas nos ofrecen un espacio para la reflexión y son un testimonio valioso que contribuye a abrir una veta de investigación en el campo de la historia del traje limeño de los 20’s.

El siglo XX se convierte en el siglo de las modas más diversas, de los nuevos centros de la moda mundial, donde la influencia de la moda francesa, con diseñadores como Paul Poiret (1879-1944) y Coco Chanel (1883-1971), así como el español Mariano Fortuny (1871-1949), será hegemónica en las clases altas limeñas durante las primeras décadas de este periodo. Ya en el Oncenio se dará notable presencia en el desarrollo de nuevos espacios de ocio y tiempo libre como las nuevas diversiones deportivas, el veraneo, las estancias en los balnearios, los viajes, los encuentros en los hipódromos, etc., repercutiendo así en el modo de vestir de las mujeres.

Para el contexto europeo, es en la sociedad de posguerra donde se encuentran por primera vez las mujeres de todas las clases sociales. El mercado laboral las impulsa a dejar sus hogares y empezar a trabajar, a tener una vida activa; es decir, una vida pública, fuera del hogar. Es a partir de ese momento en el que toman las riendas de su cuerpo, se apropian de él y a través de ello se muestran como figura pública junto al personaje masculino.

Nacerá un nuevo tipo de mujer que huye del corsé y empieza a enseñar el escote y los tobillos. Esta imagen de fémina, por primera vez, es creada por mujeres y no por hombres. Es la época de la mujer trabajadora y eficiente, que lucha por el derecho al voto e intenta entrar en terrenos a los que antes sólo tenía acceso el hombre. Para ello, los vestidos se hacen más simples y aparece el denominado traje sastre (Boehm, 1945).

Para el caso de Lima, este escenario se verá plasmado en los textos y en las imágenes de revistas y periódicos de los años 20. Además, desde el último tercio del siglo XIX se observa la consolidación de la primera generación de mujeres ilustradas en el Perú. Las escritoras emprenden sus estudios en el campo literario; por medio de una prolífica producción, indagan y debaten sobre su situación dentro de la sociedad limeña. Una de las primeras publicaciones en abrir sus páginas a las féminas fue el diario El Correo del Perú (1871-1878); asimismo, para 1872 se instauraría la primera revista dedicada exclusivamente al público femenino: La Bella Limeña (Liendo, 2018).

Llegado el siglo XX, publicaciones como Lulú, Variedades, Mundial, entre otras, mostraron también diferentes aspectos de la moda: artículos sobre la descripción del vestir (imagen 1), las nuevas tendencias de la moda (imagen 2), así como referencias puntuales o indirectas referentes a la indumentaria. Pero también crónicas sociales con considerables alusiones a la moda que dejaba entrever la participación femenina dentro de los espacios públicos.  A continuación, una descripción de las mujeres limeñas en una de las páginas de la revista semanal ilustrada Variedades:

«La limeña es fina, graciosa, elegante por naturaleza. Sus dedos de hada arreglan con unos cuantos metros de género un primoroso vestido y no pocas de las lindas toilettes que admiramos estas noches de ópera se han hecho en seis horas con tres metros de tul ¿verdad, lectoras? Para la limeña de menguada estatura, que no puede o no debe adoptar la falda bouffante, nada más a propósito que el vestido enterizo de bastante vuelo y recogido con un fruncido junto a los pies» (Variedades, 7 de agosto de 1920: 57).

La página femenina de Mundial. Revista Mundial, 6 de mayo de 1921

La Lima de los años veinte registra una progresiva liberalización de costumbres y, sobre todo, de la sexualidad. Ello se reflejó, por ejemplo, en el cine. Por su lado, las mujeres empezaron a fumar en público y a frecuentar, no acompañadas, bares y lugares similares (Orrego, 2008). Vestidos de vaporosos tules, sedas, gasas, terciopelo y encajes; suntuosas salidas, chales y mantones de vivos colores describen la nota alegre y animada de sus matices, de sus reflejos y tonalidades (Variedades, 7 de agosto de 1920). Se generalizó el empleo de maquillajes faciales y de lápices de labios, las faldas se acortaron hasta la rodilla, la ropa interior femenina se simplificó y estilizó, y los trajes de baño se redujeron de forma notable. Un amplio panorama de diversos cambios estilísticos, donde las publicaciones periódicas de la época y el cine estadounidense repercutirán en gran medida dentro de estos nuevos comportamientos del vestir. Se inicia una especie de racionalización de la vida cotidiana, observando en la gente un comportamiento mucho más práctico. Tal y como puede observarse a continuación:

«Lo que nos agrada sobre todas las cosas en la moda actual, queridas lectoras, es esa constante diversidad tanto en el porte como en el estilo y los colores. Puede decirse que durante el verano de este año de gracia de 1920 van a lucirse todos los estilos, desde los trajes camisas con su respectivos tableros y polisones a los lados, hasta los modelos a la Luis XVI y la crinolina Segundo Imperio. A nosotras toca, pues, escoger tratando siempre de respetar esa línea particular en la que se basa la personalidad, valor tan apreciado entre las damas de buen tono» (Variedades, 9 de octubre de 1920: 61).

Entre fines del siglo XIX e inicio del XX, la ciudad de Lima pasó por un proceso de modernización de los espacios públicos. La investigación histórica ha demostrado la formación de zonas de sociabilidad y de entretenimiento asociados a los intentos de la élite modernizadora por inculcar los valores modernos en la población limeña. Lo particular es que estos nuevos espacios públicos generaron a su vez nuevas formas de interacción entre los sexos masculino y femenino, en tanto la mujer comenzó a participar de manera más autónoma en la esfera pública, no solo por medio de la educación y el trabajo no doméstico, sino también a través del deporte y el consumo de modas (Espinoza, 2013).

Las publicaciones periódicas de las primeras décadas del siglo XX, con segmentos de moda, constituyen una fuente de información exclusiva para la mujer, ya que se reportaba acerca de la moda vigente en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, enfatizando la necesidad de la moda elegante que, a pesar de considerarse costosa, se recomendaba. La moda en prendas de vestir y objetos de tocador era tema predilecto y necesario para las limeñas; además, eran su instrumento de belleza, necesaria para la coquetería, que equivalía al ocio de la vida social acomodada que caracteriza a la élite limeña, a la que muchas mujeres deseaban pertenecer (Chávez, 2013). Los años 20 dejaron entrever la rica diversidad que esta sociedad mostró en cuanto a las formas de vestir; donde la Lima de la Patria Nueva convive con una relativa libertad de acción de las mujeres y una transición hacia un cuerpo femenino menos aprisionado y, por ende, más libre.

La moda en París. Revista Mundial, 6 de mayo de 1922

“La palabra moda significa mucho más que ropa o prendas de vestir. Se identifica como un fenómeno de cambio social, como un mecanismo general, que regula múltiples sectores, que incluyen al vestido, pero no se reducen sólo a este” (Pedroni; Pérez: 2019, 2). Parte de cómo se concibe la moda de hoy en día es por cómo se ha construido y construye su historia, que no se olvida gracias a las revistas y diarios de la época en las que podemos encontrar información acerca de ella. Valioso material hemerográfico que sirve de almacén a todos los recuerdos de aquellas limeñas de largas pestañas y miradas profundas que luchaban por la igualdad de sus derechos luciendo ropas rectas, sencillas y ligeras, y paseando despreocupadas por las calles de Lima de los queridos años locos.


Archivos consultados

Dirección de Archivo Republicano (DAR).

Biblioteca Municipal de Lima (BML).

Biblioteca Nacional del Perú (BNP).

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Experimentos de tela y carne. El vestido como mediador de experiencias estético-políticas en el arte mexicano de finales del siglo XX

Créditos: «Pectorales», Paula Santiago, 1996.

Por: Claudia de la Garza Gálvez

Claudia de la Garza Gálvez, investigadora mexicana y directora del Museo UNAM Hoy, presenta un recorrido por diversas obras del arte mexicano de las últimas décadas del siglo XX que experimentan con el cuerpo-vestido, caracterizado por la autora como un espacio fronterizo con potencial de resistencia. El artículo forma parte del dossier “Arte y moda en América Latina”.


Fronteras

La moda es un espacio fronterizo, dinámico, siempre cambiante y polivalente, un lugar de experimentación cruzado por múltiples discursos que no necesariamente son armónicos o van en la misma dirección, sino que se intersecan, se mezclan, se contraponen. La historia de la moda y la historia del arte se han narrado por separado; sin embargo, las fronteras entre uno y otro campo no son claras, al contrario, sus búsquedas y estilos, preguntas y ejes de experimentación han estado estrechamente vinculados. En particular, me interesa observar las relaciones entre el vestido y el cuerpo. El vestido como espacio fluido que produce al cuerpo y lo hace legible frente a las miradas de los demás: un lugar a través del cual nos inscribimos estéticamente en el contexto. Este potencial expresivo y comunicativo del vestir ha sido retomado por artistas, diseñadores de moda, creadores en todas las épocas para cuestionar, reforzar o expandir los límites del cuerpo. Como historiadora del arte y estudiosa de la historia de la moda, he enfocado mis investigaciones en experiencias de artistas visuales que incorporan el vestir como parte de su práctica para experimentar con sus cualidades estéticas, simbólicas y políticas.

Aunque podemos hablar de momentos clave en este tipo de práctica a lo largo de la historia1, el cambio de paradigma en la década de los sesenta que transformó las concepciones del arte y sus formas de distribución y exhibición es nuestro punto de partida. La desmaterialización del arte y el rechazo a la sacralización del objeto artístico por las instituciones tradicionales, llámese museo, galería o academia, implicó la búsqueda de nuevos canales, dirigiéndose para ello directamente a la calle, al encuentro de la gente común inmersa en su cotidianidad. Se proponía un replanteamiento del papel del espectador frente a la obra de arte, convirtiéndolo en elemento activo e indispensable para su desarrollo. Algunas de estas experimentaciones encontraron en la indumentaria un medio que les permitió construir puentes hacia las y los espectadores al establecer diálogos no necesariamente verbales.

Tradicionalmente, el cuerpo se ha constituido como el lugar físico de la diferencia. En esta lógica, el vestir se ha pensado como una práctica disciplinadora y normalizadora de los cuerpos, generando formas corporales distintas y opuestas, estableciendo fronteras.2

Sin embargo, la filósofa estadounidense Judith Butler explica cómo a través de prácticas corporales como el vestir, “actuamos” una y otra vez un conjunto de normas; en el curso de esta repetición, el cuerpo se produce y se materializa como cuerpo generizado, racializado, inteligible a las miradas de quienes nos rodean. Mediante este proceso de iteración, denominado por la autora como performatividad, las prácticas corporales configuran el cuerpo, sus movimientos, su materialidad, generando la ilusión de tener un carácter fijo. Esto implica una “reconcepción del proceso mediante el cual el sujeto asume, se apropia, adopta una norma corporal”, no como algo a lo que se somete, sino como una evolución en la cual el sujeto pasa por el proceso de identificación y asume ciertas posiciones (Butler, 2022). En ese sentido, esos bordes que el vestido contribuye a delinear no pueden ser tan precisos y estables como parecieran a primera vista. Simultáneamente, junto con los confines corporales, se produce un afuera de esa esfera constitutiva de los sujetos, un espacio de lo abyecto, de lo ininteligible, en donde el proceso de materialización se encarga de regular las prácticas identificatorias que procuran el repudio y la desidentificación del sujeto con aquella abyección.

De ahí que el vestir sea una práctica corporal que debe entenderse de manera situada, lo cual implica reconocer al cuerpo como una entidad social, y al vestir como el efecto, la presentación y la representación siempre en proceso, en cuyo caso se incluyen factores sociales y acciones individuales (Entwistle, 2002).

El cuerpo-vestido, como llamaré a esta unidad en lo consecutivo, es imposible de fijar en una sola faceta; inasible y ambivalente, puede ser al mismo tiempo un lugar de inscripción de la norma o un espacio de resistencia e insubordinación.

Dentro del arte contemporáneo, estas cualidades se potencian y se erigen como un sitio privilegiado para la crítica y la enunciación política. El vestir como práctica artística excede el campo de lo visual, es una práctica híbrida que reconoce el terreno de lo sensible, involucra sentidos, movimientos, sensaciones; abre paso a la interacción y la reflexión a través de las experiencias multidimensionales que propicia.

En las siguientes secciones abordaré una selección de trabajos ubicados en México durante las últimas décadas del siglo XX, experimentos con/desde el cuerpo-vestido en los cuales se trasciende el aspecto funcional del vestir para convertirlo en un lugar de problematización y de denuncia, una articulación deliberada de significado en torno al cuerpo para narrar historias, dejar al descubierto mecanismos de control y desnaturalizar las categorías de opresión.

Desdibujar los bordes

Se ha dicho que la década de los setenta comenzó dos años antes, con el movimiento estudiantil y social de 1968, un punto de inflexión para el país pues dio cabida a un intenso proceso de transformación de la vida nacional. Los valores, las prácticas y las relaciones se resignificaron en una sociedad mexicana asfixiada dentro de los estrechos márgenes que imponía el esquema normativo e institucional. El protagonismo de los jóvenes, las reivindicaciones feministas, la presencia del exilio latinoamericano, la creciente exposición a realidades de otros países fueron algunos de los factores que conformaron el escenario social de la década. En 1968 surgió el Salón Independiente como respuesta a la Exposición Solar, organizada por el INBA en el marco de los Juegos Olímpicos. En contra de este modelo de exposición al servicio de los intereses del Estado, el SI fue una iniciativa heterogénea, colectiva, interdisciplinaria, con el objetivo de abrir espacios de experimentación para la creación –que incluyó áreas poco exploradas como el cine y la moda–, así como para la gestión y exposición de sus producciones. Un ejemplo emblemático fue el proyecto Moda Sí 70 cuya intención era recaudar fondos para la realización de la exposición del Salón Independiente de aquel año. La idea era organizar un gran desfile de modas, “un espectáculo pop”, a manera de happening, bajo la dirección de Juan José Gurrola, Carlos Monsiváis y Alejandro Jodorowsky. Las modelos mostrarían los audaces diseños de artistas como José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Kasuya Sakai, Helen Escobedo, Marta Palau, Francisco Icaza, Manuel Felguérez, Juan García Ponce y Lilia Carrillo, entre otros (García, 2018). Aunque el proyecto no llegó a concretarse, precisamente por falta de recursos, quedaron los bocetos como testimonio de las creaciones corporales proyectadas, la mayoría de ellas con elementos futuristas, con toques espaciales a lo Pierre Cardin; diseños que recobraron vigencia frente al escenario de la reciente pandemia; algunas otras abordaron temas abiertamente políticos en vestidos que encarnaban la inoperancia de las instituciones, mediante referentes visuales retomados de la cultura visual internacional, como el cine y la televisión.

Créditos: Manuel Felguérez, Sin título (Boceto para desfile de modas), 1969

El lenguaje efímero de la moda, su capacidad de transformación e innovación era un medio idóneo para desmarcarse de la tutela de las instituciones culturales mexicanas y del relato identitario nacional en busca de espacios de libertad y autogestión. Sin duda, estas propuestas tuvieron continuidad a lo largo de la década en las propuestas de la llamada generación de Los Grupos.

Paralelamente, pero del otro lado de la frontera, el grupo ASCO (1972-1987) hizo un interesante uso de los lenguajes de la moda. Integrado por Patssy Valdez, Harry Gamboa, Jr. Gronk y Willie F. Herrón III, trabajaron en el este de la ciudad de los Ángeles, California, en el contexto de las luchas por los derechos civiles de los chicanos, aunque no compartían las definiciones culturales y estéticas de autenticidad que estos movimientos reivindicativos enarbolaban; ASCO comenzó utilizando el performance y el grafiti a modo de guerrilla pública (Chavoya y González, 2011). Desde sus inicios, el grupo se interesó por una exploración intermedia que buscaba transgredir los lenguajes artísticos, así como las limitaciones de los estereotipos y prejuicios que enfrentaban en su vida cotidiana.3

La producción de ASCO se enfocó sobre todo en prácticas efímeras que incluían derivas, performance, happenings y otras piezas multimedia, en las que sus cuerpos-vestidos en transformación constante eran el centro de la obra. Por ejemplo, en las llamadas No movies, fotografías, diapositivas, carteles o cuadernos de dibujo, los miembros del grupo se apropiaban del glamour y de la estética del cine clásico hollywoodense y se convertían en una especie de Chicano Stars que encarnaban dichos estereotipos deformándolos de manera deliberada, al incorporar estrategias culturales chicanas, como referencias a los pachucos y a la aún más transgresora figura femenina de la pachuca, sin entrar en los discursos y referentes obvios utilizados por los movimientos chicanos de la época.

Como argumenta Amelia Jones, no eran una simple negación vanguardista a la industria cinematográfica: eran también un gesto de afirmación. Las acciones de ASCO se presentan como testimonios de identidades emergentes, que al autorrepresentarse se colocan como productores culturales y agentes históricos. Valdez comenta al respecto cómo al elegir un personaje y confeccionar una indumentaria para transformar su identidad, ella proyectaba sus fantasías, aquellos roles que en la vida real le estaban vedados:

“Tenía muchas ganas de gritarle al mundo que los latinos somos todas estas cosas diferentes, así que, de alguna manera, cuando miro a la cámara te estaba desafiando, desafiando al mundo, ese era el sentimiento que tenía…”.

La posibilidad de apropiarse de la representación, de ser sujeto y objeto al mismo tiempo, de narrar la propia historia permite observar desde una perspectiva crítica las maneras en que se experimenta el cuerpo, en particular, el cuerpo femenino, que había sido el objeto por excelencia de la representación artística. El arte feminista emergió entonces como una invitación a deconstruir lo culturalmente construido para crear otras visualidades y ampliar el repertorio de representación.

Cuerpo-vestido de mujer

En los años setenta muchas artistas reconocieron el canon del arte como una estructura de exclusión y subordinación, como una estrategia discursiva en la producción y reproducción de la diferencia sexual; cuestionaron las nociones de individualidad y genialidad artísticas para propiciar experiencias colectivas que reconocían la relevancia de las vivencias personales y su carácter político en contraposición a la supuesta existencia del arte como expresión universal y neutra. Propusieron prácticas artísticas que revaloraban técnicas anteriormente consideradas dentro del ámbito de la artesanía o las artes aplicadas por su asociación con lo utilitario, lo doméstico o lo privado, en donde estaban ubicados componentes sociales hasta entonces invisibles en la Historia del Arte con mayúsculas: lo híbrido, lo impuro, lo indígena, lo negro, lo no-occidental y, por supuesto, lo femenino. El bordado, el tejido, la confección y una multitud de nuevos materiales no convencionales se incorporaron a la experimentación artística. El trabajo colaborativo y grupal, en oposición a la noción del genio creador, fue otra de las estrategias de estas artistas.4

Un ejemplo fue el proyecto La Fiesta de Quince Años,realizado el 20 de agosto de 1984, bajo la organización de la colectiva Tlacuilas y Retrateras5, con la participación de distintos miembros de la comunidad, desde las y los vecinos del barrio, artistas mujeres y varones, feministas y no feministas, otros colectivos de arte feministas como Polvo de Gallina Negra y Bio-Arte, hasta críticos y medios de comunicación. La intención de este suceso era invitar a la reflexión sobre los rituales productores y reguladores del género. La fiesta de 15 años es un acontecimiento de gran importancia familiar y social dentro de la sociedad mexicana, cuyo origen está en el ritual de tránsito de la infancia hacia la pubertad, asociado con el intercambio o el tráfico de mujeres en edad reproductiva. El “festejo” tuvo lugar en la Academia de San Carlos y consistió en la bajada de las escaleras de las damas, el baile con los chambelanes y la presentación de la dama en sociedad. Como comenta Mónica Mayer, hasta la escultura de la Victoria de Samotracia de la entrada recibía a los invitados ataviada como quinceañera “entre nubes de hielo seco” (2004, p. 30).

El vestido en este tipo de rituales opera como elemento de distinción que inviste a la muchacha festejada con una serie de cualidades y atributos alusivos a su “recién adquirida” disponibilidad sexual, sus capacidades para la reproducción y para cumplir con sus deberes como madres y esposas. El padre, por su parte, cumple con el papel de presentar y promover a la hija ahora lista para entrar al mercado de la carne, como lo refería visualmente el performance realizado por Robbin Luccini, María Guerra y Eloy Tarcisio al final del evento, ataviados con bistecs (no, Lady Gaga no fue la primera…) (Antivilo). El cortejo de las damas de honor, todas ellas artistas, fue una lúdica pasarela de inverosímiles vestidos que señalaban de manera humorística dichos simbolismos: una de ellas incluyó un cinturón de castidad como parte de su atuendo; otra llevaba la crinolina por fuera, y la otra llevaba el vestido estampado con huellas de manos. El sentido del humor, la ironía y el sarcasmo fueron estrategias recurrentes que permitían a las artistas reírse hasta de ellas mismas al replicar los comportamientos cotidianos y, mediante la parodia y la broma, hacer visibles las conductas machistas aceptadas y naturalizadas socialmente.6

Por su parte, la cantante y performer Astrid Hadad recurrió también a la sátira en la confección de sus extraordinarios trajes. Su carrera profesional comenzó en la década de los ochenta dentro del grupo de Jesusa Rodríguez; pronto comenzó a desarrollar un estilo personal, enfocado en la reconfiguración de la iconografía de la llamada cultura popular mexicana desde el cabaret político. Mediante la articulación de la música y el vestido, Hadad juega con los mitos que sirven como columna vertebral a los discursos identitarios en México, desmonta símbolos de la historia nacional y remueve estereotipos de todo tipo (la mujer golpeada, la pecadora, la santa, la madre sufrida, el charro, la tequilera, entre muchos otros), para dejar al descubierto las contradicciones: experiencias de corrupción, machismo, pobreza y desigualdad social.

Un ejemplo que permite entender su ingenioso y provocador estilo fue su show Heavy Nopal, escenificado entre 1990 y 1993, en donde elementos icónicos como el nopal, la pirámide o la imagen de la virgen se entremezclan con armas y objetos de “fayuca” para conformar sus complejos atuendos, los cuales reconfiguran su cuerpo y lo transforman en un altar móvil, un escenario humano, la ciudad enmarañada: un territorio de disputa, una puesta en escena de esa sociedad mexicana “moderna” que se venía gestando durante la década de los ochenta que suspiraba por los objetos “Made in USA” al tiempo que se complacía en su arraigo ciertas costumbres y tradiciones, entre devaluaciones y la expansión de los medios masivos de comunicación.

Identidades en tránsito

A finales de la década de los ochenta, el avance de los medios masivos –que creaban la ilusión de mostrarlo todo al tiempo que negaban la visibilidad a ciertos agentes sociales– y la utopía inconclusa de la modernidad, con la anhelada promesa de desarrollo que se abría ante la entrada del país a las economías del libre mercado, delineaban el paisaje. En el arte, las estrategias de representación se centraron en el cuerpo como soporte y como espacio de inscripción; se trataba de una mirada nueva, en donde los límites se flexibilizan: un cuerpo en tránsito marcado por las huellas del sismo del 85 y el SIDA; un cuerpo autobiográfico, situado, orgánico, pero también semiótico, construido, posthumano, abyecto. Un cuerpo en donde la noción de frontera deja de ser límite para convertirse en desterritorialización, apertura, espacio para la experimentación.

Los confines entre el cuerpo-vestido y el entorno que habita se diluyen también. El vestido ya no es solo esa cubierta suave de tela, el cuerpo se cubre de sus propias excrecencias, se expande a través de extensiones tecnológicas, se funde con otros cuerpos, se eleva en un conjuro ritual. Un ejemplo es el trabajo de Paula Santiago, quien utiliza su propio cuerpo como materia prima para la conformación de su obra: materiales orgánicos como el papel arroz y la cera se mezclan con fluidos corporales; sus cabellos y su propia sangre sirven como hilo unificador de narrativas interiores. Lo cotidiano y lo íntimo, materializados en sus vestidos frágiles y etéreos, quedan expuestos; el cuerpo se entreteje con el paisaje, pero no cae en la metáfora esencialista de la mujer naturaleza, sino que excava más profundo, aludiendo a la dimensión ritual que sirve como núcleo de las identidades que transitamos.

Numerosos artistas incorporaron el vestir en su práctica en esta época, a partir de estrategias y perspectivas muy diversas: las cubiertas simbólicas de Marcos Kurtycz; las extensiones corporales posthumanas de Martin Rentería; Gustavo Prado y su finado alter ego travestido Aurora Boreal; Laura García, con diseños que configuraban al cuerpo femenino desde una estética del desecho; Katnira Bello, quien usó el vestido como detonador de la memoria, y el multifacético Guillermo Gómez Peña, quien a través de prendas y objetos desarrolló una serie de personajes híbridos, en donde entretejía todo tipo de estereotipos de lo femenino y lo masculino, tecnología y tradición, lo mexicano y lo gringo, por mencionar algunas de estas experimentaciones. 

Durante la década de los noventa, las acciones y performances fueron ocasión de fértiles intercambios entre moda y arte que se llevaban a cabo en tomas callejeras artísticas, espacios alternativos y antros, y, poco a poco, se fueron desplazando a espacios culturales institucionales, como el Museo Carrillo Gil, el Museo del Chopo y el Ex Teresa. Se realizaron varias pasarelas de “moda alternativa” que estimularon reflexión sobre el cuerpo-vestido y sus posibilidades. En 1996, por ejemplo, Lorena Wolffer organizó la pasarela Modas bordadas de sueños modernos en Ex Teresa; destacaron las pasarelas organizadas por Cristina Faesler en el marco del Festival del Centro Histórico de la Ciudad de México: 1997 en el Teatro Metropolitan, “Modas terminales, ojales apocalípticos o los dobladillos del caos” y en 1998 “Modas de Juguete. De hilvanado nacional y corte universal… o lo que es lo mismo… tengo una muñeca vestida de azul” en la Universidad del Claustro de Sor Juana, las cuales convocaron tanto artistas visuales de distintas generaciones –como Maris Bustamante, Martín Rentería o Laura García Franco–, como a diseñadores de moda, como Cynthia Gómez o las hermanas Julia y Renata Franco en un espacio de colaboración y experimentación (Prado y Andonella, 2017). Estas experiencias sirvieron como antecedente de nuevas propuestas como el Festival Modales, organizado por Pancho López en el Museo del Chopo en 2002, así como de otras propuestas desde el ámbito académico.

Un gran número de mujeres artistas hicieron su aparición, determinadas a hacerse escuchar. Los feminismos de esta época eran diferentes a los de los setenta, siendo ahora la consigna el derecho a la diversidad. El vestido fue una herramienta útil para señalar cuestiones relacionadas con las reivindicaciones étnicas, sexuales y políticas que se estaban dando en otros campos, así como para la incorporación de experiencias personales.

Destaca el trabajo de Lorena Wolffer, quien desde entonces aborda temáticas de violencia de género. En varias piezas presentadas durante la década de los noventa se apropió de los dispositivos de difusión de la moda para visibilizar la intersección de opresiones de género, racialización y clase social. Por ejemplo, en el performance If she is Mexico, who beat her up? utiliza el dispositivo del desfile de moda para plantear una analogía entre el cuerpo femenino, su propio cuerpo y la situación nacional. La artista aparecía sobre una pasarela ataviada con prendas sensuales y llamativas de los colores de la bandera nacional, modelando no sólo los vestidos, sino las marcas de heridas y golpes en su piel, en alusión a la ficción de salud y belleza con que se mostraba un país sistemáticamente golpeado y abusado.7 Otra pieza que llama la atención fue la serie Soy totalmente de hierro, en alusión a la famosa campaña publicitaria de la tienda departamental. Consistía en una serie de fotomontajes diseñados a partir de los formatos publicitarios, que en 1999 aparecieron como anuncios espectaculares por toda la ciudad, lo que le permitió salir de los canales dedicados al arte para alcanzar a un público masivo.

Por su parte, el artista originario de la ciudad de Querétaro, Valerio Gámez, utiliza el dispositivo de la moda y sus medios de exhibición y promoción para articular elementos que parecieran contraponerse: modernidad y tradición. En su trabajo, los arquetipos religiosos coexisten con el glamour de los reflectores; moda y religión, ambos elementos estridentes a los ojos del artista por la forma en que son consumidos por las masas con una fe absoluta. En Tendencias Guadalupanas (1999-2000) presentó una colección basada en los atributos iconográficos de la Virgen de Guadalupe, que orquestaba de manera lúdica los estereotipos aportados por la industria de la moda en la forma de hacer y la utilización de recursos estéticos con una serie de elementos asociados con la identidad religiosa y nacional.

Créditos: «Guadalupapi». Proyecto Tendencias guadalupanas, Valerio Gámez, 2000.

La imagen de la virgen de Guadalupe y sus atributos habían sido utilizados dentro del arte contemporáneo para trastocar los símbolos identitarios. Un ejemplo emblemático es el de Guadalupe Series de 1978 de la artista chicana Yolanda López, en donde ella misma aparecía autorrepresentada con el vestido rosa y el manto de estrellas, calzando unos tenis, en plena carrera, cuestionando el modelo femenino impuesto sobre las mujeres chicanas.8

En el caso de Gámez, resulta interesante que los atributos de La Guadalupana, figura materna por excelencia de los mexicanos, símbolo de una feminidad inmaculada, etérea, sacrificada, benefactora inagotable fueron utilizados para confeccionar prendas que no estaban destinadas exclusivamente para el cuerpo femenino, de hecho, en su mayoría son para varones. No obstante, la figura masculina que se presenta está muy alejada del estereotipo identitario del macho mexicano “feo, fuerte y formal”, para mostrar una imagen que se coloca en un lugar de ambigüedad sexual, en donde el travestismo opera como un elemento desestabilizador, de irrupción sexual y política: un lugar de visibilización y reivindicación de la diferencia que deja al descubierto la construcción y la simulación que supone lo femenino.9

A lo largo de este escrito he revisado algunas experiencias que sirven como muestra de las múltiples maneras en que el vestir operaba como práctica artística a finales del siglo pasado, a través de las cuales es posible vislumbrar los antecedentes de muchas de las exploraciones corporales presentes en los campos de las artes y la moda contemporánea.

El cuerpo-vestido es un espacio fronterizo cuyo carácter procesual lo mantiene inaprehensible, imposible de fijar en una sola faceta, evidenciando que la identidad es un vehículo inestable. Por esta razón, el vestir ha desbordado su función como práctica corporal en el plano de lo social, para convertirse también en una práctica artística. Desde los repertorios expresivos desplegados en la década de los sesenta, cuyo sentido crítico se hacía manifiesto en la selección de técnicas y materiales, el planteamiento de temáticas y la integración de nuevos marcos conceptuales, se reconoce el potencial del vestir, es decir, la acción de articular una serie de prendas u objetos sobre el cuerpo, como transmisor de saberes, de memoria, de identidades. Los y las artistas exploradas utilizan el vestir como un lenguaje, es decir, como un sistema de signos, a través del cual presentan tipos o situaciones estereotípicas para generar distorsiones, irrupciones, rupturas con los modelos de representación convencionales. En las experiencias revisadas el cuerpo-vestido aparece atravesado por perspectivas territoriales, culturales, religiosas, sociales, étnicas y raciales que visibilizan los “efectos-de-representación” con los cuales los discursos hegemónicos intentan naturalizar y fijar ciertas relaciones de poder y privilegios, monopolizando el derecho de nombrar, clasificar e identificar. A través del vestir las y los artistas vierten su subjetividad: lo que padecen y lo que desean, más allá de los roles y las posiciones sociales que ocupan.

Estos ejemplos revelan al vestir como un elemento multifacético, de gran riqueza poética y enunciativa dentro de la práctica artística. Su cualidad performática y su fuerza expresiva, pero, sobre todo, su carácter paradójico y ambiguo lo convierten en frontera o margen que dibuja los contornos del cuerpo, estableciendo límites aparentemente claros y definidos; o, al contrario, se vuelve capaz de desdibujarlos y hacer evidente su condición permeable y fluida, al subvertir las normas y expandir los límites de lo posible.


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Prado, Gustavo. Mextilo. Memoria de la moda mexicana. León: Trendo.mx, 2017.

Wolffer, Lorena. Sitio web de la artista. Disponible en: https://www.lorenawolffer.net/00home.html (Consultado el 15 de julio de 2020).

Entrevistas

Entrevista con Karen Cordero, 27 de mayo de 2013.

Entrevista con Patssy Valdez, 3 de julio de 2013.

Entrevista con Laura García Franco, 2 de agosto de 2020.


  1. [i] En México, algunos ejemplos emblemáticos de estas relaciones entre moda y arte durante el siglo XX son los vestuarios e ilustraciones de Roberto Montenegro, Miguel Covarrubias y Ernesto “Chango” García Cabral, los looks y la performance de Frida Kahlo, los cómics y diseños de Javier Valdiosera y un largo etcétera. ↩︎
  2. [i] Al vestir transformamos nuestro cuerpo en una superficie apropiada para inscribir señales que funcionan como formas de clasificación que nos vuelven legibles en la vida social (por ejemplo, posición familiar, rango social, género, etnicidad, religión, edad y un largo etcétera). Como segunda piel, el vestido asumió la tarea de establecer dichas fronteras para separar al cuerpo de lo considerado impuro, inmoral, “otro”.
      ↩︎
  3. El nombre de ASCO fue acuñado en 1974 por ser, de acuerdo con Gronk, “la [re]acción general ante el trabajo que hacemos, cuando empezamos por primera vez a hacer piezas, la gente decía, refiriéndose a ellas, que les daba ‘UuHllhh!’ asco”. Con esta postura, el grupo subrayaba la violencia y el rechazo que vivían, pero no se asumían como víctimas, sino que le daban un giro, lo incorporaban a su proceso creativo para generar tensión entre lo brillante y lo revulsivo de la sociedad. Op. Cit., 37 ↩︎
  4. Araceli Barbosa señala que en México el fenómeno del arte feminista grupal fue resultado, por un lado, del “proceso crítico cultural, abierto por el movimiento de liberación de la mujer y su influencia sobre algunas artistas; por otro, del curso de arte feminista (1982-1984) impartido por Mónica Mayer en la Academia de San Carlos (ENAP-UNAM)”, a su regreso de Los Angeles, California, del posgrado en el Feminist Studio Workshop en el Woman’s Building. Araceli Barbosa, Arte feminista en los ochenta en México. Una perspectiva de género (Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2008), 100. ↩︎
  5. Esta colectiva estaba integrada por Ana Victoria Jiménez, Karen Cordero, Nicola Coleby, Patricia Torres, Elizabeth Valenzuela, Lorena Loaiza, Ruth Albores, Consuelo Almeida y Marcela Ramírez. ↩︎
  6. He seleccionado este ejemplo por la resonancia que tuvo en su momento, el carácter mítico que ha adquirido y porque involucra a numerosas artistas; sin embargo, vale la pena mencionar de manera especial el trabajo de artistas como Maris Bustamante, Lourdes Grobet, Eugenia Vargas, entre otras, quienes incorporaron el vestir de manera recurrente en su práctica. ↩︎
  7. Otros ejemplos fueron The Fashion Show Residency, acción presentada en San Francisco y Canadá, en 1999; 1-800-liposuction, presentada también en San Francisco. ↩︎
  8. Las referencias guadalupanas son innumerables en el arte contemporáneo mexicano. Por mencionar algunas: la performancera Elizabeth Romero, quien se tatuó la imagen de la virgen en la espalda o la artista queer chicana Alma López con su obra Our Lady (2001), presentada en distintos medios. ↩︎
  9. Esta colección presentada a través de fotografías de moda y pasarelas precedió la obra la colección “Moda dolorosa” (2002), incluida en el catálogo “Católica Industry” (2007) y en una exposición en Casa Vecina, en donde se borraban las distinciones entre la galería y la boutique. ↩︎
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Las fotografías de Mário de Andrade en bata

Por: Carolina Casarin

Traducción: Laura Biagini Calvo

En este artículo –con traducción exclusiva para el dossier «Arte y moda en América Latina» de revista Transas1–, la investigadora brasileña Carolina Casarin analiza las fotografías de Mário de Andrade vestido con una bata y analiza los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectadas en esas fotos.


“Cuando estimamos que una fotografía es significativa, le estamos atribuyendo un pasado y un futuro”

(John Berger, 2017)

 

A Mário de Andrade le gustaban las fotografías. Le gustaba fotografiar y, al parecer, también le gustaba ser fotografiado. En el Archivo del IEB existe un conjunto de fotografías en las que Mário aparece vistiendo un robe de chambre2 encima de otra prenda hogareña, probablemente un pijama. Esas fotografías, fechadas en 1938, están documentadas como “retratos de Mário de Andrade” y recibieron el título “Lote Mário de Andrade em casa”. Según información contenida en los documentos relacionados, son “seis fotos que retratan a Mário de Andrade en su casa, en la calle Lopes Chaves, nº 546, Barra Funda, São Paulo. Fecha establecida a partir del cuadro A colona, que aparece en una de las fotos”. Todas son en blanco y negro y de tamaño cuadrado de 5,5 cm x 5,5 cm.

El “Lote Mário de Andrade em casa” incluye siete registros fotográficos diferentes. En ellos, Mário aparece en bata en casa, y está siempre en acción. Toca el armonio, sostiene un libro o una partitura, fuma en el sillón, lee sentado en el escritorio. En las escenas fotografiadas, el intelectual está solo, rodeado de obras de arte, libros, objetos de estudio y trabajo. Vestido con una bata que, imagino, fue diseñada por él, como indica el boceto hecho por Mário de Andrade y guardado en su documentación personal en el Archivo del IEB. En el modelo bosquejado por Mário (Figura 1), hay especificaciones de tejido, raso (“satin brillant”), detalles (“el cinto es de satin brillant por dentro y con ribetes por fuera”) y acabados (“los rayones de tinta son costuras que aparecen”).

Figura 1 – Modelo de bata; boceto con explicaciones sobre el tejido y el modelo, s. l., s. d.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-DP-096

Si bien el catálogo del IEB informa que las fotografías fueron realizadas en la casa de Mário de Andrade en la calle Lopes Chaves, en San Pablo, en 1938, esas imágenes fueron reproducidas en diversas publicaciones que indican otras ubicaciones y fechas3. Además, por el análisis de su ropa, de los gestos y de los objetos que lo rodean, vemos que otras fotografías fueron tomadas en la misma ocasión, pertenecen a la misma sesión fotográfica, pero no están incluidas en el “Lote Mário de Andrade em casa”.

Por ejemplo, la foto que muestra al autor de Paulicéia Desvairada sentado en el suelo con un libro en su regazo, al lado de una estantería baja junto a una ventana (Figura 2), fue reproducida en su fotobiografía, A imagem de Mário, cuya introducción es de Telê Ancona Lopez y el texto crítico de Ferreira Gullar4, acompañada por la nota “Mário en su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 119). Esta imagen también aparece en el libro de correspondencia Pio & Mário: diálogo da vida inteira (Andrade; Corrêa, 2009), con trazos biográficos, firmado por Antonio Cándido y con introducción de Gilda de Mello e Souza, con la leyenda “Mário de Andrade en su casa, entre los cuadros y objetos de valor artístico que adquirió en el transcurso de su vida, a pesar de haber sido siempre un hombre de recursos financieros escasos. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 316).

Figura 2 – Mário de Andrade en su casa, leyendo, sentado en el suelo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1869.

Otro ejemplo, la fotografía de Mário de Andrade vestido con una bata y recostado en el sillón con un cigarrillo en la boca (Figura 3) aparece en el catálogo de la exposición “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”, uma “autobiografia” de Mário de Andrade, realizada en el Centro Cultural São Paulo en 1992, con la leyenda “Rio de Janeiro, 1938”. Esta foto también fue reproducida en la fotobiografía A imagem de Mário, acompañada del texto “Mário en su estudio con muebles diseñados por él, 1935” (Andrade, 1998, p. 48).

Figura 3 – Mário de Andrade en su casa, leyendo en el diván. Arriba y al fondo, en la pared, un cuadro de Tarsila do Amaral, s.l. [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1871.

De las fotografías que no se encuentran en el “Lote Mário de Andrade em casa” y fueron reproducidas en estas publicaciones, llaman la atención aquellas que muestran al poeta sosteniendo un crucifijo. Es una escultura de marfil con detalles policromados, un Cristo agonizante, cuyo naturalismo “se expresa por la tensión del pecho (de quien contiene la respiración), costillas marcadas, venas en los brazos y por la acentuación de las heridas, esculpidas y pintadas de rojo” (Batista, 2004, p. 102)5. En esas fotos, son visibles también un oratorio, una escultura de madera del torso de Cristo atado a la columna para su flagelación (Batista, 2004, p. 124) y dos pinturas: el retrato de São João Evangelista, que data del siglo XVIII (Batista, 2004, p. 94), y Descida da cruz, de Antônio Gomide, óleo de 1923 (Batista; Lima, 1998, p. 102).

Son cuatro tomas diferentes, pero que presentan poses parecidas (Mário de Andrade en bata, de pie), y ninguna de ellas está en el lote de fotos de Mário en su casa. En aquella que llamo Toma 1, el poeta, con la cabeza gacha (el mentón pegado al pecho), mira fijamente al Cristo suplicante que aferra. Al fondo, desenfocado, el oratorio. Esa imagen fue reproducida sin leyenda en tamaño grande, ocupando todo el espacio de la página, en el catálogo de la exposición 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade: pintura e escultura, realizada por su centenario en el Instituto de Estudos Brasileiros (Mário faz 100 anos, 1993, p. 13). Muy parecida con Toma 1, la foto de Toma 2 también muestra a Mário mirando atentamente el crucifijo en sus manos, pero, al fondo, junto al oratorio, se ve el torso de Cristo flagelado, con sus perturbadores ojos de vidrio. Esa foto aparece en A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário y piezas del imaginario religioso, católico, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 120), y también fue publicada en el volumen que contiene los objetos de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, organizado por Marta Rosetti Batista. En ese catálogo, debajo de la imagen de Toma 2 dice: “Mário de Andrade examinando piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 22).

En el mismo volumen de la colección Religião e Magia…, en la página de al lado, fue publicada en tamaño grande otra fotografía de Mário sosteniendo el mismo crucifijo, Toma 3, junto a la leyenda “Mário de Andrade con piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 23). En esa ocasión, él no se enfrenta a su Cristo agonizante. Mira en diagonal y tiene la otra mano metida en el bolsillo de la bata (como, de hecho, la figura humana vestida de bata en el boceto dibujado por Mário). Esa foto fue reproducida en Pio & Mário con la indicación “Mário de Andrade en casa. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 318). Es también en este libro que se encuentra la foto de Toma 4, que muestra a Mário con un codo apoyado en la cómoda que sostiene el oratorio y el torso de Cristo atado a la columna. Detrás del poeta, la pintura religiosa de Antônio Gomide. La leyenda de la imagen indica que la fotografía fue realizada en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 316).

*

En total, conté 15 poses de Mário de Andrade vestido con bata en su casa (¿en la calle Lopes Chaves, en São Paulo, o en Santo Amaro, en Rio de Janeiro?), en siete escenarios diferentes. Es interesante observar cómo es fotografiado en acción: Mário toca el armonio, Mário lee, Mário fuma, Mário trabaja, exhibe sus obras de arte, sus objetos de trabajo y de uso cotidiano. Se trata de una sesión fotográfica, y es evidente que las escenas fueron dirigidas (¿por quién?). Vemos partituras, libros, cuadros, esculturas, papeles, el armonio, su escritorio, estanterías, el sillón y, claro, ceniceros. “Detesto tirar cenizas en el piso”, dijo Mário, cierta vez, “tengo cerca de 30 ceniceros en mi estudio y en cada uno de los sillones, diseñados por mí, hay un cenicero incrustado. Tiro, sin embargo, cenizas en las pieles de jaguar que traje de mis viajes, porque eso les hace bien” (apud Amaral, 2006, p. 37).

Escenario 1: Mário de Andrade toca el armonio

Se conocen dos fotografías de Mário sentado frente al armonio, con las manos posadas sobre el teclado. Hay cuadernos de partituras a la vista, pero da la impresión de que él está representando la acción de tocar el instrumento más que efectivamente ejecutando una pieza musical. Solamente una de esas fotografías forma parte del “Lote Mário de Andrade em casa”, el documento MA-F-1868 (Figura 4). Mário, con el cuerpo ante el armonio, tiene las dos manos apoyadas en el teclado y mira de reojo a la cámara fotográfica. Esta foto fue reproducida en tamaño grande en el libro A imagem de Mário, ocupando una doble página (Andrade, 1998, p. 122-123). En la otra pose, fotografiada en el mismo escenario, también publicada en su fotobiografía (Andrade, 1998, p. 118), el intelectual tiene una mano apoyada en el instrumento (apretando levemente una tecla con un dedo) y, con la otra, aferra el brazo de la silla en donde está sentado. Nuevamente, no gira enteramente hacia la cámara. Su mirada acompaña el cuerpo, en diagonal. En esta imagen es posible ver con claridad el cuello de raso de la bata, como indica el boceto dibujado por él, y las finas rayas del tejido, que probablemente era terciopelo de seda.

Figura 4 – Mário de Andrade en su casa, tocando el armonio, s. l. [1938]. Archivo IEB/USP,  Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1868.

Escenario 2: Mário de Andrade sentado en el suelo, próximo a una estantería de libros.

Mário está sentado en el suelo con las piernas cruzadas, junto a una estantería baja. Sostiene un libro voluminoso, que está abierto. Se conocen dos poses en este escenario. Mário mira a la cámara, espontáneo y sonriente (Figura 2), y una fotografía publicada en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 116), que lo captó de lado. La boca cerrada destaca en el maxilar prominente. Encima de la estantería, vemos esculturas de madera. Cabeça de negro, de Ricardo Cipicchia (Batista; Lima, 1998, p. 55); la representación de un Oxê (u Oxé) de Xangô, o doble hacha de Xangô (Batista, 2004, p. 236); un exvoto de cabeza masculina geometrizada (Batista, 2004, p. 260).

Escenario 3: Mário de Andrade en el sillón

Es la famosa fotografía de Mário de Andrade recostado en el sillón, con el cigarrillo en la boca (Figura 3). Sostiene una revista abierta y la mira atentamente, como si estuviera leyendo. Sobre el sillón, un cenicero y dos almohadas, y, encima, la pintura O mamoeiro, de Tarsila do Amaral, de 1925 (Batista; Lima, 1998, p. 14). Es la única imagen en la que vemos completamente su cuerpo, lo que permite una visión privilegiada de su apariencia. Los detalles de raso de la bata, en el cuello, en los bolsillos, en los puños. Y también su gran longitud, llegando a los tobillos. Mário lleva un pañuelo en el bolsillo superior de la bata y medias en los pies.

Escenario 4: Mário de Andrade sentado en su escritorio

Fue posible juntar las cuatro poses diferentes de Mário trabajando, sentado en el escritorio. En una de las fotografías (Figura 5), el intelectual sostiene un cigarrillo en una de las manos y con la otra apoya un libro, que lee. Encima de la mesa, papeles, objetos de trabajo. Al fondo, en el ángulo superior izquierdo, vemos un pedazo del retrato de Mário hecho por Lasar Segull en 1927 (Batista; Lima, 1998, p. 214). Esta es una imagen bastante difundida de Mário de Andrade, y en el volumen de la correspondencia Pio & Mário aparece con el comentario de que fue hecha en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 318). Según el Catálogo Electrónico del IEB, un duplicado de esta foto fue recortado [se recortó la parte superior] y pegado en cartón, preparado para ser impreso en la Livraria Martins Editorial, São Paulo”.

Figura 5 Mário de Andrade en su casa, en el escritorio, leyendo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1872.

En otra pose (Figura 6), tenemos la visión de un ángulo diferente de Mário de Andrade sentado en el escritorio. Esta vez, sostiene un libro con ambas manos y mira, compenetrado, las páginas. En esta otra perspectiva del escritor en su ambiente de trabajo, se destaca la pintura A colona, de Candido Portinari, de 1935 (Batista; Lima, 1998, p. 179). Llama la atención también otra escultura de madera que representa el Oxê de Xangô (Batista, 2004, p. 238), apoyada sobre una pila de papeles.

Nuevamente con el cigarrillo en la boca, sentado en el escritorio con los codos apoyados en la mesa, Mário aparece en una tercera pose en este escenario, en una fotografía reproducida en el libro A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 115), y que no consta en el “Lote Mário de Andrade em casa”. El objeto más visible en esta foto, publicada en dimensiones reducidas, es el papel secante. La leyenda dice “Mário en su estudio, 1935 (?)”. El lienzo de Portinari, de grandes proporciones (97 cm x 130 cm), parece ser el personaje principal de la cuarta pose fotografiada en este escenario, tan importante para la construcción de la figura del intelectual. Es una fotografía muy similar a la Figura 6, con una leve diferencia en el ángulo de la toma. La foto fue publicada en Pio & Mário (Andrade; Corrêa, 2009, p. 315) y no pertenece al “Lote Mário de Andrade em casa”. Según la información iconográfica del libro de correspondencia, está en el Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, sobrino del autor de Paulicéia Desvairada.

Figura 6 – Mário de Andrade leyendo en su escritorio. Cuadro de Portinari al fondo.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873ª.

Escenario 5: Mário de Andrade sentado en una silla con la escultura de su cabeza en primer plano

La escultura en bronce Retrato de Mário de Andrade, de Joaquim Lopes Figueira, fechada en 1938, aparece desenfocada en primer plano en la pose en la que Mário está sentado en una silla y tiene un libro voluminoso apoyado en sus rodillas –la sombra del poeta emerge entre la escultura y su cuerpo, casi una triple figuración (Figura 7)–. El libro está abierto, y el poeta mira hacia abajo, contemplando una imagen que parece ser la reproducción de una obra de arte. Sus manos tocan las páginas, como si estuviera hojeando el libro. La boca entreabierta esboza apenas una sonrisa. Esta fotografía fue reproducida completa en el catálogo de artes plásticas de la colección Mário de Andrade, y recortada, sin la cabeza en bronce, en el libro A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário en el hall de entrada de su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 121). Esta fue publicada en tamaño grande en los dos volúmenes, ocupando todo el espacio de la página. Como la figura de Mário es aproximada en la fotobiografía, debido al recorte en la imagen, se puede ver con claridad el pañuelo en el bolsillo de la bata.

Figura 7 – Mário de Andrade leyendo. Escultura de la cabeza de Mário de Andrade (hecha en bronce) a la derecha, s. l [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia  MA-F-1873b.

Escenario 6: Mário de Andrade de pie, delante de una biblioteca

Frente a una biblioteca alta, Mário sostiene con ambas manos un gran volumen de partituras con la página abierta en la melodía del “Canto de Xangô”. Con el cuerpo volteado hacia la cámara (la parte del cuerpo que tiene el pañuelo en el bolsillo superior de la bata), él gira la cabeza hacia el fotógrafo (o la fotógrafa) y sonríe. Dientes a la vista, ojos pequeños debajo de los anteojos. Es una fotografía en plano americano, la única pose en este escenario (Figura 8), reproducida en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 117) con la leyenda “Mário en su casa, 1935 (?)”. Al fondo, apoyado sobre la repisa, un bastón antropomorfo, probablemente originario del Congo, etnia Kuyu. “Estas cabezas-bastón –entre otros usos– son empuñadas en las danzas de iniciación, recordando la creación del primer pueblo por el dios serpiente” (Batista, 2004, p. 326).

Figura 8 – Mário de Andrade con un libro en la mano, de pie, junto a la biblioteca, s. l. [1938].  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873c.

Escenario 7: Mário de Andrade sostiene un crucifijo junto a un oratorio y obras de arte vinculadas a la religión católica

Se conocen cuatro poses registradas en este escenario, ya analizadas anteriormente.

En enero de 1944, Diretrizes, revista de Política, Economia e Cultura creada por Samuel Wainer, publicó una entrevista de Mário de Andrade hecha por Francisco de Assis Barbosa (1944) que generó gran repercusión. Una fotografía de Mário en bata, al lado de Chico Barbosa, ilustra el reportaje. Podríamos suponer que se trata de una foto tomada en la misma ocasión que las del “Lote Mário de Andrade em casa”. Pero el aspecto físico del poeta es bastante diferente en cada momento, a pesar de que el escenario del retrato es el mismo: su biblioteca. De hecho, fue otra ocasión en la que el intelectual escogió ser fotografiado con la bata.

*

Además de la información que podemos inferir de las imágenes –los escenarios, los objetos, los gestos y la ropa de Mário–, estas fotografías plantean varias preguntas: ¿Por qué fueron tomadas? ¿A pedido de quién? ¿Del propio Mário de Andrade? ¿Quién tomó las fotografías? ¿Para quién? ¿Fueron publicadas? ¿En dónde? ¿Cuándo fueron hechas? ¿Dónde ocurrieron esos registros fotográficos? ¿Por dónde circularon? El hecho es que entre finales de la década de 1930 y su muerte, en febrero de 1945, Mário de Andrade fue fotografiado algunas veces en su casa, vistiendo una bata.

Mário se mudó a Rio de Janeiro en julio de 1938, donde vivió hasta febrero de 1941. “Se instaló en el departamento 46, en el cuarto piso del edificio ‘Minas Gerais’, en la calle Santo Amaro, 5” (Castro, 2016). La duda acerca del lugar de las fotos no es banal. El poeta decide vivir en Rio después de, según sus palabras, haber sido “ser expulsado de mi cargo” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 317) en el Departamento de Cultura de la Municipalidad de São Paulo. El intelectual es ascendido al cargo de director del Instituto de Artes y profesor de Historia y Filosofía del Arte de la recién creada Universidade do Distrito Federal (UDF). Su clase inaugural fue la conferencia “El artista y el artesano”.

En una carta escrita al tío Pio desde Rio de Janeiro, fechada el 10 de octubre de 1938, Mário afirma:

“Superaría con facilidad la falta de un hogar. Tengo una energía bien entrenada en corregir saudades y demás penas del corazón. Pero como que extraño a quien solía ser. Mi puesto, al no ser permanente, hace que tenga que ir mudándome lentamente, no puedo traer todo lo que fui juntando, principalmente mis libros, obras de arte y ficheros. Y sin todo eso no soy del todo yo. En este momento soy un ser extraño, como si estuviera bailando sobre la vida, y aunque esté realizando una verdadera vida de profesor universitario, viviendo con los estudiantes, estudiantes pasando todo el día en mi departamento, estudiando mis libros, discutiendo conmigo, etc, la noche cae todos los días sobre la tierra, y cuando estoy solo conmigo mismo, y no me siento completo, y me falta tal libro o tal parte del fichero, o no puedo reconocerme en el pasado en que adquirí tal cuadro, extraño enormemente a quien fui, me siento amputado, sin músculos, intelectualmente anémico, en una convalecencia indefinible, que amenaza durar mucho” (en Andrade; Corrêa, 2009, p. 318).

Como recuerda Moacir Werneck Sodré (2016), uno de los estudiantes que frecuentaba la casa del profesor y luego se convirtió en su amigo, para Mário, “Vivir solo era una emocionante novedad para un solterón empedernido, a pesar de lo mucho que extrañaba a los suyos. Y encima vivir en un departamento, palabra en aquellos años cargada de emanaciones de vicio y misterio”. También según el autor de Exílio no Rio,

“[…] el departamento [de Mário de Andrade en Rio de Janeiro] constaba de recibidor, salón, cuarto, baño y cocina, sin lavadero  ni dependencias de servicio. Ocupaba 65 metros cuadrados. La mayor habitación, dispuesta como living y sala de trabajo, tenía la pared exterior que formaba un semicírculo sobre la esquina”. (Castro, 2016).

El espacio descrito por Moacir Werneck parece exiguo frente al mobiliario, los objetos de arte y los libros que figuran en las fotografías de Mário de Andrade en bata. Sin embargo, Mário llevó a Rio de Janeiro objetos y obras de arte de su predilección. Según Moacir Werneck de Castro, José Bento Faria Farraz, en aquel momento secretario del escritor, enviaba desde São Paulo los pedidos de Mário. Un pijama de seda y los cuadros “que más le gustaban, entre ellos su retrato por Segall, A família do fuzileiro naval, de Guignard, y A colona, de Portinari” (CASTRO, 2016). “Poco a poco”, cuenta Moacir Werneck, “la nueva morada tomaba forma. Al gusto del dueño, que solo sabía vivir en un ambiente con su marca. El confort moderne, como se solía decir, alcanzó un nivel decente con el teléfono y una heladera pequeña, tipo “mascota” (Castro, 2016). Es posible, por lo tanto, que las fotos hayan sido tomadas en la capital fluminense. La fotobiografía de Mário reproduce una nota mecanografiada de Zé Bento Faria Ferraz que enumera “los cuadros y objetos enviados al Prof. Mário de Andrade”, en Rio de Janeiro. La fecha es 24 de agosto de 1938:

7 cuadros

2 estatuas, siendo 1 de bronce y otra de madera

1 docena de vasos de cristal

1 máquina para tomar baños de luz

5 almohadas

1 corta-papel de carey

*

Es también Zé Bento Faria Ferraz quien nos da un testimonio importante sobre la apariencia de Mário de Andrade y la manera en la que se relacionaba con la ropa.

“Yo llegaba temprano a la casa de Mário, a las siete y media. Él ya estaba con aquella bata de seda, azul, muy chic. Toda su ropa era así, refinada. Los zapatos eran hechos a medida, encargados en la casa Guaraní, en la calle XV de Noviembre. Zapatos de punta fina. Él guardaba los zapatos con moldes de madera adentro, para mantener siempre la forma adecuada. Le preocupaba la elegancia y era metódico por excelencia” (Lopez, 2008, p. 65).

Mário de Andrade fue una persona bastante consciente de las reglas de vestimenta de etiqueta. La siguiente declaración, de Gilda de Mello e Souza, da una pista sobre la relación que Mário tenía con los hábitos del vestir6 a los que se sometía.

Ella menciona las chaquetas de seda a rayas, usadas en casa, confeccionadas por la madre de Mário, doña Maria Luísa.

“Y una cosa que me impresionaba –no en esos días–, muchas veces él bajaba con una chaqueta de seda, que mi abuela hacía para él, en general de seda muy bonita, a rayas, que se ponía en vez de la chaqueta. Cuando llegaba del conservatorio, se sacaba la chaqueta diaria y tomaba una chaqueta de esas de seda. Y, a veces, tenía una de repuesto para la visita. Me acuerdo perfectamente de una noche en que Manuel Bandeira cenó allí en su casa, una noche muy calurosa, y él lo instó a sacarse el abrigo, subió y trajo una chaqueta de seda para él. Y a Manuel le pareció divertidísimo llevar aquella chaqueta de seda. Este es el recuerdo que guardo de él dentro de su casa (Souza, 2014, p. 199).

Sin ser exactamente una bata, la chaqueta de seda rayada usada en casa es un tipo de vestimenta hogareña que, por un lado, es más adecuada al clima tropical y, por eso, más confortable. Por otro lado, la chaqueta de seda rayada que Mário le presta a su amigo íntimo Manuel Bandeira para que use es un traje que funciona como una mediación entre los ámbitos público y privado. Sin que fuese necesario quedarse en mangas de camisa, ni que los hombres se vean obligados a llevar chaqueta en casa (a causa del calor), la chaqueta hogareña denota la conciencia que Mário de Andrade tenía respecto de cierta formalidad en los modos de vestir.

Además, son frecuentes los testimonios que hablan sobre su elegancia. Maria Rossa Oliver, escritora argentina, que estuvo con el poeta en 1942, así lo describe:

“Mário de Andrade aparentaba entonces unos cincuenta años. Alto, delgado, tenía esa agilidad un poco desgarbada a la que le sentaba tan bien la ropa de buen corte. Incluso entre los hombres mejor vestidos de Londres o de Roma, Mário de Andrade habría destacado por su elegancia. Su distinción física era reflejo de su distinción moral. De tez pálida, cabello lacio, castaño claro, con ojos pequeños que miraban con serena vivacidad a través de los anteojos de montura de carey, en su rostro alargado, de frente amplia, la nariz un tanto ancha, los labios carnosos y la mandíbula pesada denotaban ascendencia de tierras cálidas. De gestos cuidados, hablaba con simpleza” (apud Amaral, 2006, p. 40).

Al ser consultado por Maria Rosa Oliver, que estaba de paso por Brasil, camino a los Estados Unidos, “si ya había estado o si pensaba visitar ese país”, Mário de Andrade dice: “Dos veces me invitaron a ir y con condiciones muy generosas. No acepté. ¿Vos no sabés que tengo sangre negra?” (apud Amaral, 2006, p. 40).

En la primera mitad del siglo XX, las normas vinculadas con la formalidad de la vestimenta eran bastante rígidas. La formalidad de los modos de vestir estaba relacionada con las prácticas sociales. Las diferentes ocasiones, vinculadas al espacio en donde se desarrollaba el evento y al momento del día, caracterizaban las reglas de etiqueta adecuadas a cada circunstancia. Entonces, de acuerdo a la formalidad, el vestuario era clasificado en formal, informal y elegante. La vestimenta de interior, u hogareña, vestimenta informal, estaba circunscrita, como su nombre lo indica, al espacio de la casa. La bata, así como el pijama son vestimentas hogareñas que se caracterizan por el confort, por la simpleza de las formas y de los materiales y por la ausencia de accesorios.

La bata es una vestimenta hogareña que se remonta a los siglos XVII y XVIII. En esa época, la bata, usada por hombres y mujeres de la corte francesa, era un vestido (robe) que se diferenciaba del vestido de la corte porque su uso era admitido en los cuartos (chambre) de los aposentos reales, en situaciones que no fuesen recepciones y ceremonias. En el transcurso de los siglos XIX y XX, las batas se destinaron al uso en casa de manera general, en vez de solo en el cuarto o en los aposentos íntimos. Llamado déshabillé o negligé por los franceses, esta vestimenta hogareña es una pieza usada entre cambio de ropa o con otra prenda debajo.

El origen del diseño de la bata es el kimono oriental. Es una pieza holgada, de mangas largas, hecha de tejido liviano y lujoso y con bolsillos de parche (es decir, no son bolsillos incorporados sino cosidos por fuera de la vestimenta, como aquella versión del boceto de Mário de Andrade). Normalmente tiene un diseño cruzado y se ata en la cintura. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, a pesar de haber caído gradualmente en desuso por los hombres, las batas masculinas mantuvieron su estilo clásico: son de seda o de franela y su largo es hasta la altura del tobillo. Además, no podemos ignorar la dimensión utilitaria de la bata, que muchas veces sirve de abrigo para quien la usa. Denis Diderot, en el clásico ensayo “Lamentações sobre meu velho robe”, vincula definitivamente la bata con el trabajo intelectual. 

En las fotografías en bata, Mário de Andrade parece tener conciencia de que esta prenda es más un objeto –un objeto de vestuario– que lo conecta al trabajo y a su función de intelectual. Como son fotografías en casa, la bata funciona justamente como una mediadora entre los ámbitos privado y público de la vida del escritor. Si pensamos en la dimensión política de la pose, en la “fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto político” (Molloy, 2022, p. 122), estas fotos sirven como una representación ejemplar del papel del intelectual.  Todo en estas imágenes parece proyectar la figura del escritor, del profesor, del intelectual. Desde los libros hasta las obras, pasando por la presencia marcante de las representaciones de Xangô, orixá ligado a la racionalidad, a la inteligencia, a la sabiduría intelectual. “Operario intelectual”, es así que Moacir Werneck de Castro (2016) define al Mário de Andrade que vivió exiliado en Rio. Ya viviendo en Santa Teresa, los chicos iban allí a robar frutas, y no sabían qué pensar de aquel hombretón en bata que les guiñaba un ojo cómplice” (Castro, 2016).

Al revisar las publicaciones en donde estas fotos circularon, pretendí analizar los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectada por Mário de Andrade en estas fotografías, y la política de la pose en el sentido de afirmación del lugar del intelectual. Por supuesto que al posar de intelectual, Mário era consciente del vestuario requerido para aquella escena.

 

 


Bibliografía

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-Lopez, Telê Porto Ancona (Org.). Eu sou trezentos, eu sou trezentos e cincoenta: Mário de Andrade visto por seus contemporâneos. Rio de Janeiro: Agir, 2008.

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-Molloy, Sylvia. A política da pose. In: Molloy, Sylvia. Figurações: ensaios críticos. Tradução Gênese Andrade. São Paulo: Editora 34, 2022, p. 120-133.

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-Terminologia do vestuário: português; espanhol-português; inglês-português; francês-português. São  Paulo: Escola Senai “Engº. Adriano José Marchini”-Centro Nacional de Tecnologia em Vestuário, 1996.

-Volpi, Maria Cristina. Estilo urbano: modos de vestir na primeira metade do século XX no Rio de Janeiro.  São Paulo: Estação das Letras e Cores, 2018.


  1. El texto fue publicado originalmente en portugués en la Revista do Instituto de Estudos Brasileiros, n° 83 (2002, pp. 192-210). ↩︎
  2. Nota de la traductora. Se ha traducido el término original robe de chambre como bata. ↩︎
  3. Agradezco inmensamente la ayuda de Gênese Andrade y Carlos Augusto Calil en la recopilación de estas publicaciones. Para escribir este artículo, analicé las siguientes obras, enumeradas según la fecha de las primeras ediciones: 1) Coleção Mário de Andrade: artes plásticas (1985); 2) “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”. Una “autobiografía” de Mário de Andrade (1992); 3) Mário faz 100 anos. 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade – pintura e escultura (1993); 4) A imagem de Mário: fotobiografia de Mário de Andrade (1998); 5) Coleção Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano (2004); (6) Pio & Mário: diálogo da vida inteira (2009). La información bibliográfica completa se encuentra en las referencias. ↩︎
  4. Según la indicación iconográfica presente en la fotobiografía de Mário de Andrade, “la documentación que compone [el] libro pertenece al Archivo Mário de Andrade del Instituto de Estudos Brasileiros da Universidade de São Paulo”. Sin embargo, como dije anteriormente, algunas de esas fotografías no están almacenadas en el “Lote Mário de Andrade em casa” y no conseguí localizarlas en la base de datos del Archivo del IEB. En la primera página del libro se menciona que “los textos extraídos de la obra de Mário de Andrade fueron seleccionados por Telê Ancona Lopez con la participación de los editores”. Asumo que las leyendas fueron escritas por el mismo equipo. Las fotografías publicadas en Pio & Mário y analizadas en este artículo pertenecen a tres acervos diferentes: Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, Acervo do IEB y Acervo Ouro sobre Azul. ↩︎
  5. También según información del catálogo de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, ese Cristo crucificado probablemente “fue adquirido por Luiz Saia para Mário de Andrade en el Nordeste (Recife o João Pessoa), [en] mayo de 1938” (Batista, 2004, p. 102). ↩︎
  6. La expresión “hábitos de vestir” hace referencia al término “formas vestimentares”, que “articula los aspectos simbólicos, comunicacionales, materiales y tecnológicos de un conjunto de prendas de vestir de un grupo social en el tiempo y el espacio” (VOLPI, 2018, p. 14). De este modo, los “hábitos de vestir” dicen tanto de la “expresión individual” como de las “elecciones simbólicas de un grupo” (Volpi, 2018, p. 14). ↩︎

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Fabulous Nobodies: arte y moda en tiempos del sida

Por: Daniela Lucena

La investigadora argentina Daniela Lucena rescata algunas producciones artísticas centrales de la década de 1990 en Argentina que intervienen en la problemática del VIH a través de los diálogos registrados entre arte, moda y prácticas vestimentarias. Este artículo forma parte del dossier «Arte y moda en América Latina».


 

Introducción

Durante la década de 1990 la epidemia de VIH/SIDA se convirtió en un tema crítico a nivel mundial. En esos años, Argentina experimentó el crecimiento acelerado de la enfermedad. En paralelo, el estigma y la discriminación contra las personas que vivían con el virus también se multiplicaron.

Dado que los primeros casos de sida fueron detectados en la comunidad gay, especialmente en hombres homosexuales, se construyó una percepción social errónea de que el sida era un problema exclusivo de esa población. El término “peste rosa”, utilizado para referirse a la enfermedad, da cuenta de los prejuicios que enfrentaban las personas con VIH en ese momento. El virus era utilizado para marginar a las disidencias sexuales, acrecentando la homofobia existente (Pecheny, 2000; Meccia, 2011). La falta de información y el miedo al contagio también contribuyeron a la generación de mitos e ideas erróneas sobre la transmisión de la enfermedad, que eran reforzados en los medios de comunicación con coberturas sensacionalistas.

Pensando en ciertas prácticas estéticas, el investigador Francisco Lemus (2021) estudió el impacto significativo del sida en el arte de la época. Aunque poco explorado, el virus actuó como un catalizador de imágenes, conocimientos, emociones y temporalidades que a veces se entrelazaron orgánicamente, mientras que en otras ocasiones generaron tensiones, contradicciones y preguntas sin respuesta. Siguiendo esta perspectiva, que pone de relieve la influencia multidimensional y compleja del VIH en el ámbito artístico y cultural, me centraré en algunas iniciativas donde la moda y las prácticas del vestir también registraron este impacto.

Fabulous Nobodies

En el año 1993 el Centro Cultural Ricardo Rojas, perteneciente a la Universidad de Buenos Aires, fue sede del ciclo ¿Al margen de toda duda? Pintura. En una de las mesas, dedicada al vínculo entre arte y moda, el artista y sociólogo Roberto Jacoby presentó junto a Mariana “Kiwi” Sainz un texto performático en el que se daba a conocer Fabulous Nobodies, una marca de alta moda pero sin productos. El nombre había sido elegido por la novela de la periodista australiana Lee Tulloch, traducida al español como Gente Fabulosa. La historia parodiaba el mundo de la moda, la opulencia y el consumo a través de personajes que intentaban ingresar, de modo fallido pero glamoroso, al círculo fashion del East Village neoyorquino de los años 80.

“En Fabulous Nobodies pensamos que primero está la publicidad y, luego, la producción. Nos dedicamos exclusivamente a hacer avisos y no hacemos absolutamente nada más”, explicaba Jacoby. La frase daba cuenta de un fenómeno crucial de la época: el giro del capitalismo industrial hacia un tipo inédito de producción inmaterial en el que las empresas cambiaban su forma tradicional de comercializar sus bienes. Mientras que en las décadas anteriores se habían dedicado a fabricar productos físicos, desde mediados de los 80 se volcaron a producir y vender marcas portadoras de valores, ideologías y creencias.

Este giro, al que algunos autores han denominado como “capitalismo semiótico” o “semiocapitalismo” (Berardi, 2003) expresa el cambio hacia una etapa en la que la producción y la circulación de signos se vuelven centrales para la economía. Se trata de un punto de inflexión histórico en el modo de entender la relación capital-trabajo-consumo. Las firmas se convierten en productoras de signos que funcionan como códigos de comunicación e identificación que intervienen en el imaginario cultural disputando adhesiones y sentidos. En su libro No Logo, Naomi Klein (2001) señala que a medida que las corporaciones se dedicaron a desarrollar marcas, comenzaron a terciarizar su producción de bienes en lugares con mano de obra barata que muchas veces es explotada en pos de una mayor rentabilidad.

Fabulous Nobodies ironizaba sobre esta nueva situación aludiendo a la industria de la moda, que fue de las primeras en destinar grandes sumas de dinero al marketing y la publicidad con la intención de construir logos capaces de establecer una conexión emocional con los consumidores. Además, Jacoby se refería a las relaciones entre arte y moda señalando las maneras en que se percibían ambos campos en una época caracterizada despectivamente como “light”: mientras que a la moda se la trataba con excesiva frivolidad, al arte se lo tomaba con excesiva seriedad.  La reflexión seguía con una explicación de las similitudes entre las dos disciplinas:

“Un límite de la moda consiste en tomar una apariencia similar a la de una gran cantidad de gente: es el borde igualitario, masificador. En este sentido, ‘sigue la moda’ significa lo mismo que ‘sigue al rebaño’. El individuo se torna invisible como tal, pero se incorpora a la imagen de una colectividad. En la otra punta, la moda es invención individual, exclusiva. Es el extremo monárquico, autocrático. Y en el arte sucede algo parecido con la singularización y la aceptación social. Una frontera de la moda es barroca, un afán incesante de complicaciones. En la otra orilla tenemos la ficción minimalista de la simplicidad y el ascetismo. Lo mismo que en el arte”.

La frase en cuestión parece ilustrar un concepto central en las ideas del sociólogo alemán Georg Simmel (1934) sobre la moda, dado que el autor observó tempranamente la coexistencia de dos tendencias contrapuestas en los individuos: la necesidad de pertenencia grupal y el deseo de diferenciación. Simmel argumentaba que el fenómeno de la moda moderna logra conjugar, por un lado, la imitación, que promueve la cohesión social al proponer estilos que nos hacen sentir parte de un grupo y, por otro, la diferenciación, que nos permite destacar y mostrar nuestra personalidad individual. Así, seguir la moda puede llevarnos a una uniformidad que borra las diferencias individuales, algo particularmente visible en la existencia de tendencias que dictan lo que se considera “de moda” y producen cierta homogeneización de la apariencia personal. Pero Simmel también veía en la moda un territorio fértil para la expresión y la singularidad. La elección de desoir las reglas dominantes, ya sea a través de gestos sutiles o de apuestas más audaces, permite a los individuos comunicar su identidad única e irrepetible. De esta manera, la moda debe comprenderse en el marco de la dialéctica entre imitación y distinción, donde se reflejan no solo las variaciones de la industria sino también las complejas dinámicas sociales que definen la interacción humana y la construcción del ser social.

Jacoby observaba que este movimiento de la moda se reproducía también en el arte, donde los artistas enfrentan el dilema de seguir los estilos hegemónicos para integrarse al circuito de exhibición o romper con lo dado y producir lo nuevo, a riesgo de ser excluidos del universo artístico. Asimismo, tanto el arte como la moda pueden manifestarse en un amplio abanico de posibilidades estéticas, que van desde los estilos más complejos y ornamentados hasta los enfoques más simples y minimalistas. Desde el público, el fotógrafo Alejandro Kuropatwa apoyaba estas ideas y relacionaba los diseños de Coco Chanel con las pinturas de Francisco Zurbarán que, según su punto de vista, también debían ser consideradas dentro del campo de la moda.

De Loof, Maresca y Schiliro

Los Fabulous Nobodies incluyeron en su presentación algunos nombres del arte nacional en los que vale la pena detenerse. En un tramo de su escrito, Jacoby comentaba que si bien los argentinos tradicionales cultivaban más “el extremismo de la sobriedad”, por suerte había aparecido “una nueva estirpe de gente de moda, con desmesurados tremendos como Sergio De Loof o Cristián Delgado, que por eso mismo son de los mejores artistas argentinos”.

La elección de reivindicar a Delgado –también conocido como Cristián Dios– y a De Loof como lo mejor del panorama artístico era provocadora: sus producciones estéticas inclasificables se ubicaban en un potente pero difuso límite entre el arte, la moda y el diseño que muchas veces era incomprendido por las instituciones. Cultores de una narrativa de la pobreza que reivindicaba el uso de desechos y prendas de segunda mano para la creación de trajes de alta costura, ambos fueron parte central de una comunidad que desde fines de la década de 1980 impulso un activismo fashionista que hizo del cuerpo vestido un territorio de glamorosa indisciplina (Lucena, 2019).

Entre sus costuras irreverentes y desprejuiciadas, puede mencionarse la participación de De Loof en ExpreSida, exposición que en 1992 trajo a Buenos Aires las campañas internacionales de prevención del VIH. Realizada en el Centro Cultural Recoleta, la muestra se caracterizó por su diversidad de materiales, que incluían afiches, videos y estampillas realizados con la intención de concientizar a la población sobre la epidemia. El programa también contemplaba conferencias y mesas redondas, así como la participación de exitosas figuras del rock como Fito Páez, Fabiana Cantilo y Luis Alberto Spinetta.

La intervención de De Loof en Expresida se tituló El drama de la moda pobre o Los harapos de la realité de la machine de la Couture. Las largas prendas hechas con patchwork de lanas y retazos de distintas texturas fueron protagonistas centrales de la sesión fotográfica de la colección, realizada en la estación de trenes de Temperley, en la zona sur del conurbano bonaerense. Con esta puesta en escena, el artista proponía una recreación de los clochards franceses, pero tomando como referencia los personajes que veía en sus viajes en colectivo hacia su hogar en el barrio de Lanús.

En la pasarela, varios modelos vestidos con harapos desfilaron llevando consigo botellas de ginebra y bolsas de agua caliente. A través de diseños con varias capas de prendas superpuestas, grandes moños de tul rasgado y sombreros adornados con viejos osos de peluche, el artista situaba en primer plano una situación acuciante en aquella época: la indigencia y la mendicidad, que debido a la crisis económica se habían vuelto parte del paisaje habitual de Buenos Aires.

La voz en off de De Loof, en el backstage del desfile, hacía alusión a la tristeza de las telas, frase que en el contexto de ExpreSida resonaba especialmente en relación con el drama de las muertes de los afectados por la epidemia. Al mismo tiempo, sus diseños ponían en primer plano las condiciones socioeconómicas que agravaban el impacto de la enfermedad. La pobreza y la exclusión eran factores que aumentaban la vulnerabilidad al sida, que golpeaba con mayor crudeza a los pacientes de comunidades marginadas.

El otro artista mencionado en el texto de Fabolous Nobodies era Omar Schiliro, quien formaba parte de un grupo de artistas cercano a la Galería de Artes Visuales del Rojas, a cargo de Jorge Gumier Maier entre 1989 y 1996. Como curador de ese espacio, Gumier Maier fue artífice de una desjerarquización de la alta cultura que reivindicó “la valorización del trabajo manual, de la artesanía, de la moda, del diseño, la recuperación de las artes aplicadas”, tal como analiza la socióloga Mariana Cerviño (2018: 79). Estos valores democratizantes, a contrapelo de la concepción erudita del arte y del artista tradicional, se expresaron en la obra de Schiliro de un modo muy particular. Su obra, caracterizada por el uso de materiales cotidianos y la inclusión de elementos lúdicos, contribuía a expandir las fronteras de lo que se consideraba arte. Estos rasgos se observan con claridad en el traje que Kiwi Sainz lució en la campaña de lanzamiento de Fabolous Nobodies, publicada en la revista Escupiendo Milagros.

 

 Fuente: Archivos en Uso

El diseño de Schiliro consistía en una falda de palangana y un balde a modo de top, todo en plástico color rosado. El modelo se completaba con adornos tomados de una vieja araña, guantes de goma de cocina y un sombrero helicóptero de ala grande.

“El suyo era un mundo de caireles, bowls, palanganas y farolitas, pero nada de fregar. Todo se encendía y era nuevo, como en un carnaval –pero de lujo, como no vi otro–. Es que las obras de Schiliro tienen el color de la fiesta, de las golosinas, del caramelo derretido visto a trasluz”,

escribía Sainz en una carta de despedida al artista, que murió a causa del sida en 1994.

A esta primera campaña de Fabolous Nobodies siguió el aviso protagonizado por la artista Liliana Maresca, que apareció en el octavo número de la revista El Libertino del año 1993. La producción contó con el vestuario de Sergio De Loof y la participación del artista Sergio Avello en el rol de “maquilladora”. La serie de fotografías, realizada por Kuropatwa, mostraba a Maresca en una secuencia de poses eróticas, vestida con short blanco y remera a rayas, en compañía de un osito de peluche. Entre las imágenes se leía el texto Maresca se entrega todo destino y se anunciaba su número telefónico personal, donde recibía los llamados de las personas interesadas en la cita y les informaba acerca de su estado de seropositiva (forma de indicar el VIH en estado de latencia). Como bien ha señalado María Eugenia Giorgi, la obra de Maresca proponía “dos interpretaciones: una, la posición frente al imaginario sobre el sida; otra, el deseo sexual que despierta una persona con VIH” (2014: 49), tema este último sobre el que nunca se hablaba en aquellos años.

 Fuente: Archivos en Uso

Yo tengo sida

Por último, Fabulous Nobodies orquestó la campaña Yo tengo sida, cuyo objetivo era combatir la discriminación y los prejuicios. Luego de una profunda investigación sociológica sobre los mitos y los temores en torno a la enfermedad, Jacoby y Sainz impulsaron una acción que buscaba concientizar y al mismo tiempo visibilizar el estigma que padecían quienes se habían contagiado el virus. “El sida no es un crimen. No es una vergüenza. No es un ataque a la sociedad. Es una enfermedad crónica con la que se puede vivir bien mucho tiempo”, explicaban en el texto que fundamentaba la campaña; “por temor se ha vuelto impronunciable. Se ha tornado invisible. Por eso el rechazo social agrava el problema de salud de los enfermos”.

Para terminar con el silencio y la exclusión, la estrategia elegida fue la creación de una remera que decía Yo tengo Sida: “Si muchos usáramos esta remera sentiríamos el sida como una experiencia personal. La discriminación sería más difícil. Porque la primera discriminación está en nuestra propia cabeza”, afirmaban.

Las prendas de la campaña estaban confeccionadas en algodón verde, azul y rojo, y tenían un diseño que, a pesar de su aparente simplicidad, lograba un efecto visualmente impactante. En la parte del frente, sobre la superficie lisa de la tela, las coloridas letras con la frase Yo tengo sida se robaban toda la atención. El modelo se alineaba con el estilo de marca de moda italiana Benetton, reconocida globalmente por el uso de colores brillantes y saturados e inscripciones con letras de distintos tonos. Situada en la época, esta similitud resulta más que elocuente.

Desde comienzos de los 90 Benetton había emprendido un nuevo enfoque comunicacional a tono con la creciente necesidad de desarrollar una identidad distintiva de marca. La revista Colors, bajo la dirección del fotógrafo Oliviero Toscani, fue una plataforma clave en la renovación de su narrativa visual, dado que no se enfocó en la publicidad directa de los productos, sino que se dedicó a tratar temas de la agenda política y cultural, como el racismo, la diversidad sexual, los conflictos bélicos y la ecología (Serra, 1997). El sida formó parte de estas reflexiones y se tematizó tanto en las páginas de la revista como en las campañas que Benetton desarrolló en la vía pública. La más controversial fue la publicidad de 1991, creada bajo la dirección de Toscani. La misma mostraba a un hombre que transitaba la última etapa del sida en la cama, rodeado de su familia, en un desolador momento de profunda tristeza. Más allá de los debates, esta imagen redefinió el contenido de las campañas de moda y colaboró en la concientización sobre la enfermedad a nivel mundial, dado que su impactante mensaje trascendió fronteras.

No ajena a las controversias suscitadas por la enfermedad, la remera Yo tengo sida de Fabulous Nobodies buscaba revertir la discriminación y el aislamiento con un diseño atractivo y una frase contundente. Ponerse la remera era ponerse en el lugar del otro marginado; era sentir en carne propia el temor, la vergüenza y la exclusión de la mirada ajena. La remera era, en definitiva, una invitación a vestir la otredad haciendo cuerpo con la causa, desafiando los prejuicios y promoviendo la aceptación de los enfermos.

En un principio la prenda se exhibió en la exposición Uno sobre el otro, de la galería MUN de Buenos Aires, pero su alcance buscaba exceder el ámbito artístico. Jacoby y Sainz tenían la intención de que las remeras fueran utilizadas en la vida cotidiana, no solo por ellos sino también por personalidades conocidas, con el fin de maximizar su impacto y llegar a un público más amplio. Sin embargo, la respuesta no fue la esperada; llevar esta declaración tan visible en el cuerpo no era tarea fácil.

 

 Fuente: Archivos en Uso

El único famoso que se animó a vestir la prenda fue Andrés Calamaro, líder del exitoso grupo de rock Los Rodríguez. Calamaro cantó luciendo la prenda frente a 120 mil personas, en un masivo show realizado en la ciudad de La Plata en noviembre de 1994. En uno de los temas más conocidos, que decía: “brindo hasta la cirrosis por la vacuna del sida”, el músico extendió la remera mostrando la inscripción Yo tengo Sida al público, en un gesto simbólico de solidaridad y conciencia. En ese mismo escenario, esa misma noche, el grupo Virus se reunía por primera vez luego de la muerte de su cantante, Federico Moura, víctima del VIH. Aunque fue un acto aislado, el uso de la remera en ese multitudinario y emotivo concierto fue realmente significativo.

Tras el recital, la prensa se hizo eco de la acción de Fabulous Nobodies e incluso dos periodistas del diario Página 12 decidieron experimentar las resonancias de la remera en carne propia. Las respuestas en la calle evidenciaron el rechazo, los malentendidos y los prejuicios asociados a esta enfermedad. Faltarían años todavía para que el sida dejara de cargar con estos estigmas y para que las remeras, obras de arte listas para usar, fueran reconocidas como un episodio clave de nuestra historia cultural.

 Fuente: Archivos en Uso

 

 


Bibliografía

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Meccia, E. (2011). Los últimos homosexuales. Buenos Aires: Gran Aldea Editores.

Pecheny, M. (2000). La salud como vector del reconocimiento de derechos humanos: la epidemia de sida y el reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales. En A. Domínguez Mon, F. A. Findling L. & A. Mendes Diz (Eds.), La salud en crisis. Una mirada desde las ciencias sociales. Buenos Aires: Dunken.

Serra, A. T. (1997). United Colors and Untied Meanings: Benetton and the Commodification of Social Issues. Journal of Communication, 47(3), 3-25.

Simmel, G. (1934). Filosofía de la moda. En Cultura femenina y otros ensayos. Madrid: Revista de Occidente.

Ríos heridos, aguas diversas. La potencia creativa de las mezclas en la literatura amerindia

Fuente:  «Palabras a las aguas», Seba Calfuqueo

Por: Antonela dos Santos y Sonia Sarra

Antonela dos Santos y Sonia Sarra realizan una lectura en clave antropológica de las producciones literarias de escritores pertenecientes a diversos pueblos indígenas americanos para captar en ellas indicios de otras-antropologías o antropologías de los Otros. Este texto recoge algunas de las reflexiones iniciadas a raíz del dictado del seminario “Poéticas de los desvíos. La fluidez de cuerpos y pertenencias en las narrativas amerindias contemporáneas” (2023) en la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM).


Introducción

El pensador y líder quilombola Antônio Bispo dos Santos (Piauí, Brasil) utiliza la imagen de las aguas que confluyen para reflexionar sobre las relaciones entre elementos distintos que se vinculan sin necesariamente fusionarse o producir una mistura. Explica: “un río no deja de ser un río porque confluye con otro río. Al contrario: pasa a ser él mismo y otros ríos, se fortalece. Cuando confluimos, no dejamos de ser nosotros mismos, pasamos a ser nosotros y los otros” (2003: 4, traducción nuestra). Este breve escrito es una invitación a navegar en las aguas diversas que confluyen sin homogeneizarse en algunas producciones literarias de escritores, filósofos, poetas y artistas pertenecientes a diversos pueblos indígenas indígenas americanos. Sus textos constituyen ejemplos poderosos de lo que la escritora mapuche Daniela Catrileo (Santiago, Chile) llama “sutura de las aguas” (2024), ejercicios de costura o tejido mediante los cuales se curan y/o tratan los pormenores de las confluencias y mezclas que son constitutivas de estas personas y colectivos. Una lectura en clave antropológica nos permitirá en lo que sigue aproximarnos a sus producciones desde una perspectiva anti-identitaria y contra-mestiza para captar en ellas indicios de otras-antropologías o antropologías de los Otros (cf. Wagner, 1981; Viveiros de Castro, 2002), es decir, indicios de las formas propiamente indígenas de concebir y conceptualizar lo humano y lo extra-humano, lo social y lo individual, lo natural y lo cultural y las diversas relaciones entre estos ámbitos.

Las estéticas champurrias y mapurbes (Catrileo, D. 2019; Aniñir Guilitraro, 2009), el “border arte” o “arte de la frontera” (Anzaldúa, 2021) y la literatura indígena queer (Tatonetti, 2014) son algunas de las elaboraciones indígenas que dan cuerpo a dichas antropologías. Estas manifestaciones se caracterizan por desafíar algunas de las categorías y géneros habituales en el occidente moderno y proponer ‘desvíos creativos’ (Catrileo, A. 2019) que nos alertan sobre los alcances de nociones como las de ‘identidad’ o ‘género’ advirtiéndonos que, lejos de ser transhistóricas, ellas cargan consigo una serie de presupuestos que responden a una manera blanca, hegemónica y naturalista de entender la continuidad y el cambio, la cultura y la tradición, los procesos de mestizaje y miscigenación, la constitución del cuerpo, y las relaciones entre los seres. Todas esas ideas y conceptos no necesariamente resuenan con las matrices indígenas de pensamiento que muchas veces entienden lo propio y lo ajeno desde otras preocupaciones y bajo otras coordenadas, en la mayor parte de los casos, más fluidas y porosas.

Los autores indígenas que confluyen en este texto viven en ciudades, han accedido a la educación superior y utilizan la escritura como herramienta de expresión poética. Su doble y fluida pertenencia a sus comunidades de origen y a circuitos académicos los coloca en un lugar fronterizo, un adentro-afuera desde el cual articulan y re-elaboran con una mirada crítica conocimientos de mundos diversos. Al hacerlo muestran lo que la antropóloga peruana Marisol de la Cadena llama “la herejía del intelectual indígena” (2006), su constante desafío tanto a la educación escolarizada como a los mandatos normalizantes, y su pericia en manejar lo “raro” pensando tanto desde adentro como desde afuera de formas de conocimiento europeas e indígenas. Aunque no representen la totalidad de la literatura indígena ni expongan fielmente todas sus preocupaciones, las escrituras indígenas “herejes” que presentamos aquí —que comparten un carácter manchado o mezclado, incontenible y difuso— constituyen un locus de especial riqueza para acercarnos a procesos de apertura al otro y a la tendencia a la constante transformación, que son centrales al pensamiento amerindio.

Nos preguntamos, haciéndonos eco de la provocación de Catrileo en Río Herido, “¿Qué se abre / en el lenguaje de / las aguas?” (2020: 19). ¿Qué perspectivas introducen las imágenes-conceptos de lo ‘champurria’ o lo ‘chi’xi’? ¿En qué universos nos adentran las reflexiones sobre las ‘anomalías’, las ‘rarezas’ y los ‘desvíos’? Aguas que se entreveran, que fluctúan, que confluyen, se evaporan y caen y que permiten pensar, en su fluidez, en los posicionamientos intermedios e incómodos de estos diversos escritores indígenas y de sus obras. Cuerpos-personas permeables y textos porosos abiertos a la alteridad de otras culturas, de otros géneros y de otros mundos no-humanos.

Escrituras del yo mezclado. Manifestaciones champurria y chi’xi

“Quizás nunca le di importancia al tema del origen, porque a estas alturas de la historia, la mezcla me parecía hermosa”, dice Mari, la protagonista de Chilco (2023), la reciente novela de Catrileo. La mezcla que Mari reivindica atraviesa la geografía política de toda Latinoamérica y refiere a las consecuencias palpables hasta hoy en día de la mixtura biológica y cultural que se dio entre individuos y grupos de origen indígena, europeo y africano desde la época colonial. El mestizaje fue un elemento clave en la construcción y consolidación de las identidades nacionales en nuestro continente, tanto si fue postulado como lo propio y distintivo de estas latitudes, como si fue descartado como amenaza y fuente de degeneración moral y racial. En todos los casos, fue a partir de las teorías del mestizaje que se discutieron ideas sobre las purezas y las impurezas y se pensaron y piensan incluso hoy en día las identificaciones o pertenencias posibles y aquellas que no lo son. En este marco, lo indígena apareció o como reservorio étnico puro y homogéneo que antecede a la mezcla, o como aquel componente negado e invisibilizado en pos del progreso. A pesar de que ambas alternativas condenaban a la extinción a los indígenas, ellos no solo siguieron existiendo sino que hoy en día cobran visibilidad y, haciéndose cargo de su historia colonial, delinean otros cursos en los que ellos no están ni extintos, ni irremediablemente mezclados, pero tampoco permanecen puros u homogéneos.

Fuente: «Tray Tray Ko», Seba Calfuqueo

En “Esa horrible costumbre de alejarme de ti” (2002) la escritora colombiana de origen wayuu Vicenta María Siosi Pino narra en primera persona la historia de una joven wayuu que, desde temprana edad, convive con una familia alijuna (no-indígena). En el relato acompañamos las transformaciones que vive esta niña mientras, a cambio de ser educada para ser “otra persona con buenas costumbres”, realiza los trabajos domésticos del hogar. Conforme la narración avanza presenciamos el tránsito desde la añoranza de la cotidianidad en la ranchería familiar que la lleva a procurar escapar de la ciudad y volver a ella, hasta el rechazo que, con el correr del tiempo, le comienzan a producir esos mismos lugares y personas que inicialmente extrañaba. “Ni yo misma me explico este desafecto a mi raza (…) no soy feliz en la ranchería, mucho me he acostumbrado a la ciudad, pero tampoco ella me acepta. Los rasgos de la tribu me delatan. En cualquier fiesta soy la indiecita. Tengo confusión de sentimientos. Creo mía esta casa ajena y de mi Guajira indomable ni recuerdos tengo ya” (Siosi Pino, 2002).

La protagonista del relato nos introduce en el limbo en el que parece encontrarse al saberse wayuu pero no aceptarlo plenamente y, a su vez, no formar tampoco del todo parte del mundo alijuna en el que, a pesar de sus evidentes cambios, sigue siendo vista como “una indiecita”. Como ha puntualizado el antropólogo francés Guillaume Boccara, las exigencias del colonialismo convirtieron a los indígenas, en muchos casos, en unos “individuos extranjeros a sí mismos no sólo en el presente, sino también en el pasado. Desconectados de sus antepasados ‘indios’, tampoco logran reducir la pequeña diferencia colonial que los separa de los miembros de la sociedad criolla” (2013: 262). Es decir, son como “las piscolín sañoras en Comalapa” que menciona la antropóloga maya-kaqchikel Aura Cumes (Chimaltenango, Guatemala) en Algunas líneas de mi vida (2014): mujeres indígenas que, al adoptar la vestimenta ladina, eran inferiorizadas y discriminadas tanto por los indígenas como por los ladinos. O, como queda claramente resumido en la sentencia que, de boca de una vecina, cierra la narración de Vicenta Siosi (2002), son “india(s) desnaturalizá y desgraciá!”.

En el poemario Parias Zugun (2014), la machi (aprox. ‘mujer sabia’) y poeta mapuche-huilliche Adriana Paredes Pinda (Osorno, Chile) muestra cómo también a nivel biológico, en los “balbuceos de la sangre”, resulta “pudoroso” pero al mismo tiempo “apremiante” desandar las mezclas y sus consecuencias y, en su caso, hilar las continuidades de una historia familiar de “champurria sangre” (2014: 23). Ella misma reflexiona, en otra ocasión, sobre esos “intersticios ‘sospechosos’, indefinidos, ‘poco puros’” (2013: 11) que habita, y reivindica la posibilidad de enunciarse mapuche incluso desde “los espacios menos tradicionales, menos ataviados por el Ad Mapu (Conocimiento)” (ibid). Junto a ella, otros indígenas de diversos pueblos sostienen también que, a pesar de estar atravesados por las heridas pasadas y presentes del colonialismo, tienen aún capacidad y fuerza para emprender proyectos cotidianos de existencia y re-existencia que tensionan o discuten los imaginarios de pureza, ancestralidad y homogeneidad que le son impuestos. 

Con las movilizaciones indígenas ocurridas en distintos rincones de América a partir de la década de 1990 en demanda de una reparación económica, del respeto a la diversidad cultural y el derecho a manejar desde marcos propios sus especificidades étnicas (Bengoa 2000: 24-25), crecieron también en número y en presencia pública las manifestaciones artísticas y literarias indígenas que ponen en primer plano las experiencias urbanas signadas, habitualmente, por el despojo, el dolor y la discriminación. Como indígenas y académicos han puntualizado, esta “emergencia” (ibid), aunque positiva en muchos aspectos, no pudo –al menos en sus comienzos– desligarse de las dinámicas y los requerimientos del multiculturalismo. Por eso, los reclamos tendieron a focalizar en la importancia y necesidad del resurgimiento identitario, es decir, en lo imperioso de recuperar ciertos rasgos definidos y validados de antemano como propiamente indígenas. Tales definiciones multiculturalistas ancladas en lo étnico suponen la existencia de colectivos homogéneos unidos por un bagaje patrimonial o cultural común. Es justamente este cerramiento culturalista en torno a la pérdida, el mantenimiento y/o la recuperación el que denuncia el artista urbano Luanko (Santiago, Chile) en su canción “Champurria” (2021),  en la que nos habla de la existencia de una “verdad absoluta purista” que “actúa como derechista” y que “es igual de destructiva que la conquista” puesto que propone que, ante las historias de despojos e inferiorizaciones, hay que levantarse, “recuperar lo imposible”, “no rendirse” o “hablar mapuche cuando todo estaba en contra”. Es decir, perpetúa imaginarios en torno a lo indígena que son imposibles o difíciles de satisfacer desde las biografías de aquellos indígenas migrantes de segunda o tercera generación en la ciudad que, como el propio Luanko, o como la poeta mapuche Viviana Ayilef (Chubut, Argentina), no tuvieron una “abuela fogón de relatos” (2020):

Yo no tuve una abuela / fogón de relatos / ollitas humeantes / telar que congregue. / No vi perderse en el horizonte la piel del caballo / No me bañé nunca en la aguada. / Y no corrí a la intemperie, descalza. / He vivido presa. / Pero no puedo mentir esa historia. / No puedo decir “en mi recuerdo de infancia los mayores…” algo. / Porque no había mayores.”

(…)

Trato de ficcionar un relato mapuche a la usanza / para llenar el inciso / No sé cómo presentarme. / Abro la boca y se traba el tuwün, balbuceo el kupalme. / Tampoco puedo nombrar a mi madre. / No puedo hacer pentukun (…)

A Ayilef se le traba el tuwün y el kupalme, es decir, no sabe a ciencia cierta quién es, no puede narrar ni en términos geográficos ni en términos de descendencia de dónde viene y, debido a eso, está inhabilitada para hacer pentukun, el saludo fundante de la socialidad mapuche en el que cada individuo se posiciona como persona en el marco de la sociedad más amplia y delimita el tipo de relaciones que puede establecer con los otros. “El río es voz que no calla” dice la ya nombrada Daniela Catrileo (2020), quien reflexiona a partir de la etimología de su apellido, que proviene de la unión de dos términos en mapudungun: katrü, que significa corte, y lewfü, río. ¿Qué sucede con los cortes e interrupciones? ¿Qué pasa cuando no hay mayores y, siguiendo a Ayilef, no se puede mentir esa historia? 

Fuente: «Kowkülen (Ser líquido)», Seba Calfuqueo

El mapudungun tiene el concepto ‘»champurria» para referir a la idea de lo mezclado, lo heterogéneo o mixto (cf. Catrileo, 2024). Aunque originariamente designaba peyorativamente a las personas de sangre mezclada, es decir, a quienes tenían un progenitor indígena y uno que no lo era, con el correr del tiempo el término ha adquirido otros sentidos y otras connotaciones. Actualmente se utiliza para pensar también aquellas historias «desviadas» (sensu Catrileo, A. 2019), que no se amoldan a los relatos oficiales u oficializados entre indígenas y no-indígenas sobre “lo puro” o “lo tradicional”. Las reivindicaciones champurrias o champurriadas, «mapurbe» (neologismo para ‘mapuche urbano’), «warriache» (de warria, «ciudad» y che, «gente», «gente de la ciudad», en contraposición a «mapuche», ‘gente de la tierra’) nos introducen en mundos en los que prima la existencia de seres que están en continua variación. Veamos, por ejemplo, la imagen de la “machi en actitud hardcore” que nos presenta David Aniñir Guilitraro (Santiago, Chile) en su poema “Perimontú” (2014). Allí, el poeta mapuche nos habla de “una minosa punx atrevida mapuche / 2.0”, de “una machi de la pobla / Una hermusa mapunky borracha / Marichiwaniando eufórica” que consume “brebaje de ácido sulfúrico y mudai / en volá de kuymi”. Esta machi mapurbe, así como otros personajes que pueblan los poemas de Aniñir y habitan los límites y encarnan las mezclas, nos adentrar en mundos en los que es posible ser “casi indio”, “casi no-humano”, “casi blanco”, “casi machi”, “casi pobladora de los suburbios” y también “más indio”, “más negro”, etc. Imágenes similares se encuentran también en “la ruka de David” (2012), en la que el poeta Jaime Huenún (Valdivia, Chile) describe cómo su existencia transita con cierta continuidad entre “los wingkas”, “los literatis”, el rock occidental, la caza, la escritura, la militancia indígena, el español y el mapudungun

Estas manifestaciones artísticas dejan entrever la tensión entre lo indígena asociado a sus artefactos tradicionales, su idioma y su cultura, y los personajes liminales que, pisando el barro y el cemento, intentan habitar una frontera nada cómoda, evitando los encuadramientos y sosteniendo, abiertamente, que no son ni simplemente población pobre o empobrecida de las ciudades, ni indígenas prístinos del campo. Son otra cosa, son ambas cosas, o no son ninguna. La escritora aymara Silvia Rivera Cusicanqui (La Paz, Bolivia), recordando un encuentro con el escultor Victor Zapana y su conversación sobre las piedras, dice: “Me dijo entonces ‘ch’ixinakax utxiwa’, es decir, existen, enfáticamente, las entidades ch’ixis, que son poderosas porque son indeterminadas, porque no son blancas ni negras, son las dos cosas a la vez.” (2018: 79) y más adelante, reflexiona: “Estas alegorías me inspiran a preguntar ¿por qué tenemos que hacer de toda contradicción una disyuntiva paralizante? ¿Por qué tenemos que enfrentarla como una oposición irreductible? O esto o lo otro. En los hechos estamos caminando en un terreno donde ambas cosas se entreveran y no es necesario optar a rajatabla por lo uno o lo otro.” (2018: 80).

Los discursos e ideologías del mestizaje anclados en presupuestos occidentales modernos sobre las identidades, no sólo erosionan el poder creativo de las transformaciones y de las aperturas al otro, sino que tampoco permiten pensar en procesos de mezcla que no necesariamente conduzcan a la homogeneización. El panorama de textos indígenas que aquí pusimos a dialogar, aunque fragmentario e incompleto, sugiere la existencia de mixturas o entreveros que, en lugar de producir una nueva entidad homogénea, cerrada y acabada, mantiene latente los movimientos de las aguas que la constituyen y saca de allí su fuerza creativa.

Mezclas anómalas y cuerpos-personas fluidos en la literatura indígena ‘dos espíritus’

Navegar por aguas diversas nos sumerge, también, en múltiples mundos que se solapan, superponen y co-existen en este mundo que desde Occidente suponemos unívoco. Ríos, lagos, lagunas, mares son espacios cosmológicos en los cuales confluyen mundos diversos, humanos y no-humanos, y la frontera ontológica que separa a unos y otros se vuelve porosa en la fluidez del agua que, sin homogeneizar dichos mundos, habilita transiciones entre ellos. Así, zambullirse en el lago Eufaula (Oklahoma, Estados Unidos) puede ser, como relata el escritor muscogee creek Craig Womack en su novela Drowning in Fire, peligroso para quienes no saben leer en los movimientos arremolinados del agua la cercanía de Tie-Snake, poderosa entidad no-humana que otorga habilidades chamánicas y rapta humanos.

En uno de los capítulos de la novela, Womack describe una escena homoerótica de jóvenes que juegan en el lago y la intercala con relatos de historias antiguas transmitidas de generación en generación. Josh, uno de los personajes principales, se sumerge en el lago para buscar una piedra del fondo y queda atrapado con una tanza de pesca que lo conduce a una ciudad subacuática. En alusión metafórica a identidades de género que fluyen entre mundos, el joven Josh atraviesa no solo la frontera entre géneros sino también el límite entre el mundo terrenal humano y el mundo no-humano de las profundidades del lago, morada de Tie-Snake y donde los peces compran suministros y vestimentas tal como sucede en una ciudad humana. Un vehículo aparcado en una calle debajo del agua y un bagre entrando a una tienda acuática entremezclan elementos que, en condiciones normales, se encontrarían separados pero que, sin embargo, no resultan disonantes en las socio-cosmologías indígenas, en las cuales abundan las referencias a seres no-humanos como animales, espíritus, antepasados y dueños protectores del entorno que se comportan como humanos.

Este relato nos conduce a la noción de “anomalías” teorizada por el escritor y crítico literario cherokee Daniel Heath Justice (2010). “Ser Cherokee tiene mucho de emocionante, poderoso, perturbador y maravillosamente peculiar, extraño y anómalo”, responde Heath Justice en una entrevista ante la pregunta sobre su identidad de género (en Driskill, 2011: 100, traducción nuestra). Evitando el uso de categorías que pretenden encasillar lo que, en sus términos, es imposible de ser clasificado, el autor cherokee enfatiza su atracción por lo anómalo e indefinido. Estas características no solo refieren a las personas sexo-genéricas disidentesque transitan entre el mundo de lo femenino y lo masculino sino también, de modo general, a personajes liminales entre mundos, como Tie-Snake. Su carácter anómalo se debe a que posee cualidades especiales que la distinguen de una serpiente común y corriente: con cuerpo de ofidio posee cuernos de ciervo y todo tipo de colores. Calificada como una poderosa figura queer, Tie-Snake entremezcla mundos y fluye entre planos cosmológicos.

En un sentido similar, el académico cherokee Qwo-Li Driskill (2016) desarrolla el concepto de asegi que puede ser traducido como ‘extraño’, ‘raro’, ‘peculiar’, ‘extraordinario’ e, incluso, ‘queer’. La expresión asegi udanto es una de las tantas formas que existen en lengua cherokee para describir a personas que quedan por fuera de los roles masculinos o femeninos o que mixturan ambos. La palabra udanto no encuentra una traducción ajustada en lenguas occidentales y puede ser traducida, aproximadamente, como ‘corazón’, ‘mente’ y ‘espíritu’. Asegi udanto refiere, entonces, a una forma diferente de sentir, pensar y ser por fuera de los roles tradicionales masculinos y femeninos (Driskill, 2011).  Lo asegi y las anomalías, tal como son entendidas por los autores mencionados, refieren a entidades que se encuentran en espacios liminales y que cruzan límites como, por ejemplo, las personas two-spirits que transitan entre lo femenino y lo masculino, y ciertos seres no-humanos que entremezclan elementos, cualidades y habilidades de diversas especies y que no se adecúan a las categorías taxonómicas occidentales.

El cuestionamiento a las identidades fijas, el rechazo a los términos impuestos y a categorías como LGBTQI+, la tendencia a la transformación y el entre como lugar privilegiado desde donde situarse en el mundo son algunos temas que afloran en poesías, ensayos y otras producciones que componen la ‘literatura indígena queer’(Tatonetti, 2014), también denominada ‘literatura indígena two-spirits’. Si bien existen disputas terminológicas, varios autores aunados en este heterogeneo campo eligen referirse a sí mismos como personas two-spirits con el fin de diferenciar la experiencia indígena de las disidencias sexo-genéricas blancas o no-indígenas. Two-spirits es un término paraguas, acuñado en los años 90, que abarca un amplio abanico de posibilidades y, a diferencia de las categorías occidentales, avanza en enfatizar en el aspecto espiritual. Ello abre paso a pensar en otras formas no-occidentales de experimentar y concebir el sexo y el género que no se adecúan ni al sistema sexo-género binario ni a la noción occidental de persona asociada a cualidades como la conciencia individual, la autonomía, la privacidad y la libertad individual.

Desde el wallmapu, el ngerewirinkafe epupillan (aprox. tejedor-escritor de dos espíritus) Antonio Calibán Catrileo (Curicó, Chile) también expande el sentido de las disidencias sexo-genéricas indígenas. A lo largo de los ensayos que componen su libro Awkan Epupillan Mew: dos espíritus en divergencia, el joven escritor mapuche desarrolla el concepto epupillan (‘dos espíritus’, de epu, ‘dos’ y pillan, ‘espíritu’). Imposible de ser definido de manera unívoca, epupillan alude a una idea amplia que excede al género en tanto, en términos de Catrileo, “epu es un dos abierto a otras cosas” (2019: 95). En efecto, no es una categoría de género, sino que, como afirma Valentina Bulo en el prólogo al libro de Catrileo, tiene que ver con un “modo de ver en las hebras de la singularidad”, con un lugar de entendimiento que no es “ni tan humano, ni tan indio, ni tan hombre, ni tan mujer” (2019: 14-15). Este lugar intermedio, múltiple y plural descentra al ser epupillan de cualquier encasillamiento en categorías estancas (‘mujer’, ‘hombre’, ‘homosexual’, ‘humano’, ‘indígena’, ‘mapuche’). En una de las tantas evocaciones poéticas a través de las cuales Catrileo se aproxima –sin pretender definiciones cerradas– a la noción de epupillan, expresa que “ser epupillan es devenir líquen: establecer relaciones simbióticas entre las diversas experiencias epupillan como sucede entre hongos y algas” (2019: 110). En otro pasaje, en un sentido similar y aunque nunca de manera unívoca, afirma “epupillan es la niebla que vuelve difusos los contornos” (2019: 108). Estas ideas permiten comprender más cabalmente aquello que Catrileo quiere decir cuando afirma que epupillan es un “dos abierto a otras cosas”. La “niebla que vuelve difusos los contornos” remite a la porosidad de cuerpos-personas que abandonan su individualidad para, como afirma Catrileo, hacerse plurales.

Fuente: «Kowkülen (Ser líquido)», Seba Calfuqueo.

En un texto online, Catrileo (2020) describe una escena del baile tradicional ckoike purrum (‘danza del ñandú’) en la cual se aprecia no solo una crítica al hetero-mapuche-patriarcado sino también un descentramiento radical del ser humano. Describe la mirada desconfiada e incómoda de los wentru [‘hombres’] al verlo a él, junto a su compañero Manuel, con las uñas pintadas y vestido con atuendos que solo las zomo [‘mujeres’] pueden usar. Ante la insistencia de las mujeres mayores, las papay, el joven se une al baile ritual de los hombres:

“Me uní con esos hombres, aunque yo no olía a masculinidad, sino más bien olía a otra cosa inclasificable. Sabía que no me querían ahí porque estropeaba la puesta en escena de hombres viriles emulando el cortejo de un pájaro. Porque yo precisamente no hacía eso, sino que para mí el choyke purrun era un espacio y tiempo para darme el placer de bailar y transitar (…) cerré los ojos y difuminé el ruido, poco a poco comencé a sentir que mis latidos se sincronizaban con el ritmo de Consuelo, y le pedí a los espíritus que nos estaban visitando en ese momento, que me borraran la humanidad por ese corto tiempo de ceremonia. (…) La niebla cubrió toda la rogativa, solo podíamos escucharnos y ver siluetas espectrales. Aún así sabíamos que estábamos girando. Saqué a Manuel al baile, me atreví a darle la mano, aunque dijeran que hombre con hombre no se podía. Yo sabía que ningunx de lxs dos era realmente un hombre. Éramos una energía compartida que se dejaba tocar por chiwayantü, la niebla. En ese baile poroso nos (Catrileo, 2020) besamos sin tocarnos: Manuel, la niebla y yo. Fue un gesto de amor epupillan”.

En los escritos de Catrileo, los desvíos que él reivindica no sólo designan las trayectorias “torcidas” de hombres mapuche con las uñas pintadas y vestidos de zomo, de hombres que no huelen a masculinidad. Sus desvíos creativos y rabiosos proponen un abandono de toda idea fija y cerrada acerca de lo que es la humanidad. Cuando pronuncia en una de sus poesías, “Aquí estoy, río herido / vine a lavar con tu agua las llagas / esas que me causaste sin saber bien por qué / No pude contener el dolor / necesitaba hidratarme un poco / Aquí estoy, río viejo, / escuchando tu palpitar. / Mi transformación de humano a raíz no ha sido fácil, / mi cuerpo cicatriza lentamente / aunque por dentro sigo húmedo” (Catrileo, 2015:   19), el escritor mapuche actúa como la niebla que vuelve difusos los contornos o, siguiendo la imagen evocada en la poesía, como el agua que parece diluir la frontera entre su propia humanidad y la no-humanidad del río. Difuminando los límites entre uno y otro, el contacto los vuelve porosos, permeables a la diferencia. Sin reducirlos a una misma entidad, los expande y hace múltiples.

Lecturas en clave abierta al otro

“¿Puede ser la impureza un derecho, uno más entre los múltiples derechos conculcados a los pueblos indígenas?”, se preguntó recientemente la historiadora Claudia Zapata Silva, para luego recordar las palabras del escritor peruano José María Arguedas al recibir el premio “Inca Garcilaso de la Vega” en octubre de 1968, cuando exclamó “yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. Ciertas lecturas antropológicas podrían conducirnos a sugerir que, además de un derecho, la impureza es una característica constitutiva de las identidades amerindias (Lévi-Strauss, 1992; Viveiros de Castro, 2002a) en las que hay una permanente incorporación de lo ajeno y una disposición abierta a la diferencia que se ve reflejada, en los textos que compartimos, no solo en las formas indígenas de entender los procesos identitarios étnicos sino también en sus maneras de apropiarse de ciertos lenguajes poéticos e, incluso, ciertas lenguas, que, en principio, no les son propias. Lo mapurbe, lo champurria, lo chi’xi, lo asegi, las entidades two-spirits, lo epupillan, así como las anomalías y los desvíos, aparecen como puertas de entrada a antropologías-otras que, en este caso en particular, se nutren del mundo sensible de las aguas para describir y conceptualizar lo existente y sus características fluidas, porosas, abiertas, contra-mestizas y anti-identitarias.

Reivindicar esta creatividad indígena e invitar a entenderla dentro de lógicas nativas de mayor alcance no implica ni desconocer ni negar que los procesos de contacto con el mundo no-indígena han estado desde la época colonial y hasta hoy en día signados por la violencia y por una profunda desigualdad. Sino más bien, como sostiene Rivera Cusicanqui (2018: 81), colaborar en “revertir el lamento y transformarlo en gesto de celebración”.

En “De por qué escribo… Mollfvñ pu nvtram” (2005) Paredes Pinda sostiene:

“La lengua hispana nos ha violentado, lo confieso, nos ha socavado, por eso escribo; la lengua castellana me ha perdido sin retorno tal vez, me ha mordido los pensamientos y yo ‘pecadora’, pobre de mí, me he enamorado de la lengua castellana meretriz, me ha robado el mapuzungun (…) este pensar weñefe [ladrón] de mi, este espíritu weñefe de mi que vino de afuera y me mató el adentro, y nos  ha poseído a unos más que a otros”

Años después, en “Cartas al País Mapuche” (2014a), expresa:

“… porque soy una machi champurria, a mala honra. Sólo mapuche de madre, lo que ya me hace ‘ambigua’; y más aún poeta y profesora, ‘machi escueliá’, como dicen las papay, una anomalía, algo raro e indefinido. A pesar de mí misma, debo decir, porque si no “me atoro”y finalmente lo único que tengo, lo único que soy, y el único tuwün y küpan posible para los seres como yo, es la palabra”

Poseída por la escritura y por una lengua violenta que socava, que seduce y nubla los pensamientos y arrasa con otros lenguajes. Ladrona y pecadora por haberse entregado al lenguaje del colonizador, ambigua, rara e indefinida por haber accedido a la educación y provenir de una familia de filiación mixta. Las palabras de la machi y poeta huilliche, así como, en términos generales, todos los textos que referimos a lo largo de este escrito, nos permiten sugerir que, aunque no exentos de dificultades y de cuestionamientos propios y ajenos, los escritores indígenas que aquí reunimos han podido utilizar una de las potencias tecnológicas más grandes de los blancos –la palabra escrita– sin necesariamente sucumbir ante las trampas identitarias que imponen las fijezas de su lenguaje. Conscientes de que “las aguas y sus cursos nunca vuelven a ser las mismas” (Catrileo, 2019, A.: 28) y de que en todo río existen “desvíos que trazan el camino de sus aguas” (Catrileo, A. 2019: 48), la poesía, los ensayos y las narraciones que presentamos nos regalan la posibilidad de abrazar estas aguas tumultuosas y revueltas y nos animan a navegarlas en su complejidad.


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Arguedas en disputa

Por: Alfredo Lèal

A partir de la edición conmemorativa de «Los ríos profundos» de José María Arguedas (RAE-ASALE, 2023), Alfredo Lèal (Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM), comenta críticamente esta publicación para interrogar quiénes articulan estos espacios y cuáles son las memorias que se conmemoran.


Las ediciones conmemorativas de la Real Academia Española de la Lengua son, además de incómodas para quienes gustamos de hacer anotaciones en los márgenes —no tanto, empero, nunca tanto como las de Cátedra—, reconocibles a primera vista. Esto se debe, sin duda, a que en todas queda la huella de aquel Quijote del cuarto centenario donde, por primera ocasión, muchxs de nosotrxs leímos cuidadosamente la novela que hubo de cambiar la historia de la literatura para siempre, cuyas pastas duras, en el libro que llevamos a bares y cafés y tratamos como se trata cualquier libro que esté realmente vivo, hacían difícil abrirlo en el microbús o el metro cuando la lectura lograba imponerse a las condiciones en las que viajábamos. No difícil: imposible doblar una de las tapas de manera que la mano libre, es decir, la que no sujeta el pasamanos, sostenga la totalidad del libro —¿será que el formato universal para los dispositivos electrónicos de lectura responda a esta necesidad, si no es que incluso se inspire en tan peculiar materialidad de la hoja impresa?—; como imposible era, también, no echar un vistazo a los textos que componían el volumen.

No quiero decir, sin embargo, que nos hayamos educado con esas ediciones. O no, al menos, quienes ya teníamos, hace cosa de 20 años —gracias sin duda a Piglia y los mitos en que había convertido a Macedonio y a Arlt— un gusto por las ediciones críticas. Al autor de la Novela de la Eterna y al de Los lanzallamas los leímos, a falta de una reedición de carácter popular conseguible por aquel entonces en México (hoy tenemos las de Ediciones B y Corregidor, respectivamente, a un click en Amazon), en los libros de la Colección Archivos, de la UNESCO; en bibliotecas o, a lo sumo, fotocopias, lo cual no impidió que nos entusiasmaran los textos de los aparatos críticos, al grado de pedirle al autor de los diarios de Emilio Renzi, de visita en el COLMEX, que autografiara nuestro trabajosamente conseguido Adán Buenosayres, en el que figuraba una de sus entradas como proemio. Digo esto porque tengo la sospecha de que el aparto crítico que venía con el Quijote nos ayudaba mucho más —lectores adolescentes que éramos— a confirmar el carácter erudito del texto que a ampliar, como se supone que lo haga, la lectura de una novela que, la mayoría, habíamos apenas hojeado en secundaria, alrededor de siete años antes de aquel 2005, en ediciones Austral o Porrúa, a saber, las que nuestros padres o bien nos heredaban de sus tiempos de estudiantes o bien conseguían en las librerías donde compraban los libros de la lista de útiles. Así, las ediciones conmemorativas de la RAE cumplían a secas con su rol de especialización.

Me doy cuenta, en este sentido, de que nunca las tomé muy en serio, quizá porque todas las mercancías de carácter masivo de la RAE —desde los diccionarios hasta los tuits en los que se denigra al lenguaje inclusivo (Fig. 1)— tenían y siguen teniendo un aura un tanto incómoda de alta cultura.

Fig. 1

En el caso de las ediciones conmemorativas, el efecto podría acaso compararse con el de un Platón o un Eurípides de kiosco publicado por Gredos que estuvieran prologados, hoy día, por Farid Dieck. Tal vez por eso no me extraña que el primer libro de las susodichas ediciones, tanto como el último (publicado este año)[i], abran, ambos, con un texto de Vargas Llosa. Del primero, es decir, la novela de Cervantes, lo entiendo; pero del más reciente, de Arguedas, me resulta, sin más, inaceptable, al menos para quienes sabemos de la rivalidad entre el autor de La ciudad y los perros y aquél de Los ríos profundos —los cuales, ahora recién editados, abren:

Entre todos los escritores peruanos el que he leído y estudiado más ha sido probablemente José María Arguedas (1911 – 1969). Fue un hombre bueno y un buen escritor, pero hubiera podido serlo más si, por su sensibilidad extrema, su generosidad, su ingenuidad y su confusión ideológica, no hubiera cedido a la presión política del medio académico e intelectual en el que se movía para que, renunciando a su vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo, hiciera literatura social, indigenista y revolucionaria. (Vargas Llosa en Arguedas 2023: XV)

Me pregunto, de manera muy honesta, si Vargas Llosa cree verdaderamente en estas palabras. Supongo, o mejor, quiero suponer que cuando has ganado el Nobel es casi un hecho que cualquier cosa que garabatees, sea en un papelucho —no tengo bases científicas para esto, pero no imagino a ninguno de lxs galardonadxs escribiendo en la app de notas de sus dispositivos móviles— o en la introducción de yet another book para la RAE, posee una fuerza que probablemente domine al autor, a diferencia de lo que, se supone, es el movimiento por excelencia de quien se dedica a hacer literatura (a crear una versión del mundo cuya sola condición sea la de estar hecha en su totalidad de palabras), que consiste en dominar toda fuerza (llámese ideología, economía o egotismo) que trate de vencernos antes de concluir el texto. ¿De veras cree el otrora candidato a la presidencia del Perú que la “confusión ideológica” de Arguedas es lo único que lo llevó a hacer “literatura social, indigenista y revolucionaria”? Y, suponiendo que así fuera, ¿es sólo la de “izquierdas” una “ideología”, sin que este nombre implique también las directrices del pensamiento liberal caracterizadas precisamente por difundirse, cuando no incluso imponerse, mediante los que Althusser definiera como aparatos ideológicos de Estado, como lo es la RAE?

Quisiera usar este párrafo que se encuentra al inicio de la nueva edición de Los ríos profundos como pie para comentar críticamente el concepto de “ediciones conmemorativas” bajo el cual la RAE recupera textos de autores —y, hasta ahora, sólo una autora: Mistral— para editarlos junto con el capital alemán de Bertelsmann a través del sello Alfaguara. Si, según la propia RAE, conmemorar significa “recordar solemnemente a algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”, ¿podemos decir que es claro a quién le pertenece, o mejor, quién articula el espacio de la memoria en el que dichos monumentos se están erigiendo? En otras palabras, ¿qué memoria exactamente es la que conmemora en estas ediciones —y, más importante aún, por y para qué?

Resultaría poco menos que una estulticia pretender ahora cierto carácter novedoso en la afirmación de que América Latina, desde su nombre mismo, está y ha estado atravesada —aparte de por las pugnas categoriales o directamente políticas por la especificidad del territorio y las diversas producciones culturales que han surgido en sus correspondientes regiones, o bien, más precisamente, debido a dichas arengas geográficas— por el problema de la memoria de sus pueblos. Cuando nos detenemos un momento a pensar lo que significa “recordar”, “rememorar”, “hacer memoria” en América Latina nos encontramos, casi sin excepción, con los problemas propios de un proceso doblemente cargado de significados político-sociales con algún grado de conflictividad para las partes que no se sienten directamente representadas por los resultados que produce. Me explico: si, por un lado, la memoria implica siempre una instancia institucional que la articule —aun cuando se trate de sujetos—, tenemos una larguísima tradición de textos que dan cuenta de nuestra estancia en estas latitudes; por otro lado, está el hecho irrefutable de que dichos textos, a veces incluso en su carácter de grafía, precisan de un destinatario capaz de decodificarlos, para cumplir con la función de la memoria,. Sintetizando, diríamos que la historia latinoamericana puede entenderse siempre ya como historiografía, en cuanto está en conflicto con la materialidad misma de sus condiciones de existencia y de posibilidad.

Digo pues que se trata de un proceso doblemente cargado de significados conflictivos porque es evidente quién se encuentra de un lado y del otro de las producciones arriba señaladas. Y aclaro: no se trata solamente de textos que daten, sea en forma escrita u oral, de antes de 1492 -textos que, no tanto para evitarnos las etiquetas coloniales/decoloniales sino, al contrario, para ahondar en ellas, podríamos denominar como precapitalistas-: ¿qué es, por ejemplo, la música de Bad Bunny sino una continuación de esas mismas producciones culturales que dan cuenta de una memoria latinoamericana siempre en disputa, incapaz de ser decodificada por ciertos destinatarios (pensaría yo, aunque acá hay un prejuicio de mi parte, que serían aquellos que tienen a la RAE como algo más que un árbitro cuyo trabajo es simplemente el de velar por que se respeten las reglas del juego)? Sin decir que es la única manera de estudiarlo, me parece evidente que a Benito Antonio Martínez Ocasio se le debe interpretar, como a Arguedas, desde la transculturación.

Llegamos así al que, creo, es el punto clave de la edición conmemorativa de Los ríos profundos, que podemos determinar mediante un criterio que cualquier estudiante de literatura podría considerar válido: cuáles son las ediciones con base en las que se realiza ésta y, así, por qué la ausencia —no sólo en la Nota al Texto sino incluso en la bibliografía (Fig. 2 y 3)— de la edición de 1978, volumen XXXVIII de la Biblioteca Ayacucho (Fig. 4), coordinada por Ángel Rama, cuestión central para entender el tipo específico de memoria que, mediante la disputa por obras y autores, se construye desde la RAE.

Fig. 2 y 3

Fig. 4

Para introducirnos en esta ausencia, es menester recordar un episodio en el que ya había habido una obra en disputa entre Rama y Vargas Llosa. En 1972, en la revista Marcha, el autor de La ciudad letrada escribía una reseña poco favorecedora para el libro Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, autoría del peruano nacionalizado español. En la introducción al volumen publicado en Buenos Aires en 1973, que recopila el intercambio que mantuvieran en Marcha, dice:

El intercambio polémico dignificó en todo momento a ambos contendores, no sólo por ratificar en él las notorias y brillantes dotes intelectuales sino porque, a partir de un chispazo de desacuerdo, se vieron obligados a discutir en el más alto nivel, uno de los temas esenciales de la literatura como quehacer humano: qué es la novela, qué es un novelista, cuál es la dinámica que lo sacude y lo mueve a ser. Puede afirmarse que muy pocas veces como ésta un debate intelectual ha llegado, con todas las reglas del juego, a explicitar con claridad y audacia, diferentes concepciones sobre la escritura novelesca» (Rama et al 1973: 5)

Allende el hecho de que un medio como Marcha es material e ideológicamente impensable hoy en día y, además, considerando que no existe ningún otro que se le compare, creo que Vargas Llosa no sólo puede efectuar este tipo de actos conmemorativos en los que articula el ethos liberal de la literatura que prepondera la “vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo” porque no existen las condiciones en las que un crítico como Rama podría, perdonen la expresión, ponerlo en su lugar. Lo hace porque siempre es más sencillo silenciar a quienes están muertos. Quiero pensar, empero, que no hay una relación entre esta actitud y los propios compromisos que Vargas Llosa mantiene (¿“por su ingenuidad y su confusión ideológica”?) con ciertos grupos del corporativismo latinoamericano, como lo demuestra la foto con la que acompañara un tuit el ex ocupante del poder presidencial en México (Figs. 5 y 6), quien llegara al puesto después de un fraude electoral en 2006: Felipe Calderón Hinojosa —cuya “guerra contra el narco” gustaba, por así decir, del silencio de los muertos, en su caso los más de 350,000 que dejó.

Figs. 5 y 6

Especificidades prosopográficas aparte, me pregunto si las nuevas generaciones podrán leer a Arguedas sin que en ello estén en juego los conflictos propios que a mediados del siglo pasado escribieron un correlato de las atrocidades políticas articulando una serie de atrocidades literarias o, para ser más precisos, campo-culturales. Y no me refiero a que a Arguedas se lo considere como ajeno a casos que, desde Padilla hasta Aguilar Mora, podrían colocarlo en uno u otro lado del espectro ideológico, sino que quienes se acercan al autor de Agua, como nosotrxs hace dos décadas, cuenten con las herramientas interpretativas suficientes para entender por qué es fundamental en el ritmo de su prosa, la sintaxis del quechua; de qué manera leer los pasajes que parecen estar escritos desde los ecos mismos de la etnografía; en qué sentido pudo Arguedas decir que él no era un aculturado. ¿Existen las condiciones para que entendamos lo que significa la novela-ópera de los pobres (Rama 1978) —o, en su caso, el teatro vacío en el que Alejandro Losada (1985) quiso creer que se interpretaba ésta—, para que sintamos palpitar la heterogeneidad que encontrara en él Cornejo (1996), incluso para que le opongamos a ésta la categoría de hibridación de García Canclini?

Me temo que la respuesta a todas estas inquietudes es por ti y por mí, lectorx, harto conocida. De lo que no cabe duda es que Los ríos profundos sobrevivirán a todos ellos. Incluso a una edición de la RAE que decide olvidarse por completo de incorporar en su aparato crítico la de Ayacucho, quizá porque se propone hacer como que no existe aquel pasaje de la carta de Arguedas a Losada: “Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo en ninguna parte” (1972: 275).


[i] En el colofón, se lee: “este libro se acabó de imprimir en el centenario del deslumbrante viaje del autor de puquio a andahuaylas y ayacucho (1923), junto con su padre, siguiendo el susurro de su zumbayllu”.

Bibliografía

– Arguedas, José María (1972). El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada.

———————————— (2023). Los ríos profundos. Edición conmemorativa. Madrid: Real Academia Española de la Lengua – Asociación de Academias de la Lengua Española – Alfaguara.

-Rama, Ángel, Mario Vargas Llosa (1973). Gabriel García Márquez y la problemática de la novela. Buenos Aires: Corregidor – Marcha.

-Rama, Ángel (1978). “La novela-ópera de los pobres”. En La crítica de la cultura en América Latina. Selección y prólogos de Saúl Sosnowsky y Tomás Eloy Martínez. Cronología y bibliografía de la Fundación Internacional Ángel Rama. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

-Losada, Alejandro (1985). “Nueva novela y procesos sociales en América Latina: La contribución de Ángel Rama a la historia social de la literatura latinoamericana”. Texto crítico, Vol. 31–32, pp. 246-270.

-Cornejo Polar, Antonio (1996). “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno”. Revista Iberoamericana, Vol. LXII, Num. 176-177, pp. 837-844. 


El invento como operación universal en «Mar Paraguayo» de Wilson Bueno

Por: Francisca Ulloa

Francisca Ulloa, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina, recoge el texto de Wilson Bueno, Mar Paraguayo, y convoca en su análisis a vislumbrar en el escrito la invención de una lengua, de un lenguaje literario, de un lector.


En distintas entrevistas y charlas la directora de Zama (2017), Lucrecia Martel, profundiza sobre aspectos del idioma de los distintos personajes en la película y menciona cómo se construyó para cada uno un dialecto específico. Ella misma escribió y describió los modos de hablar de cada personaje, incorporando tonadas de distintas provincias de argentina, el guaraní, el portugués y el español del siglo de oro. Las formas de habla fueron construidas a partir de un montaje, creando un habla particular a cada personaje que se evidencia como producto de una convivencia cultural en distintos grados. Martel afirma que esto es una dimensión más de la invención de un pasado inaccesible, así como es la invención de la lengua nacional; para ella inventar el modo de habla a partir de rastros en el lenguaje actual tiene tanto de precisión histórica como cualquier otro artificio, y probablemente más precisión que la hegemonía de una única lengua.

El lenguaje montado, como parte esencial del paisaje sonoro de la película, es un señalamiento a la ausencia de estos registros: en vez de representarla en sus precisiones históricas (que son imposibles), se escoge representarla en su carácter polifónico que caracterizó a Latinoamérica. Esta operación, lejos de suscribir a un dominio político, escoge justamente representar los efectos colaterales que devinieron del desarrollo histórico. Es decir, no construye el lenguaje para que sea preciso históricamente, sino que construye distintos lenguajes y fonismos que den cuenta de los procesos de mestizaje e hibridación. No importa tanto exactamente cómo sonaban, sino cómo se construían y se superponían entre sí. Traigo a cuenta esta particularidad de la película sin buscar remarcar el cuestionamiento de la hegemonía de la lengua institucionalizada, que no es algo para nada nuevo, sino para pensar esta operación como una respuesta a la construcción de una identidad latinoamericanista, que disipa las fronteras nacionales y lingüísticas, y en este desafío reconfigura otro tipo de fronteras.

El montaje que realiza Martel para Zama es un punto de partida para reflexionar sobre estas operaciones de invención del lenguaje. Para ahondar en este tema me resulta interesante poner foco en la obra de Wilson Bueno, Mar Paraguayo (1992), pensándolo como una puesta en acción de esta operación que abre nuevas formas de abordar la literatura latinoamericana; y en el cual es posible profundizar en la construcción de un territorio indeterminado donde confluyen el español, portugués y guaraní. En Bueno se pueden observar estos “efectos colaterales” que se mencionan en el párrafo anterior y que revelan la manera en que se transforma el panorama sociolingüístico a partir de nuevos modos de hibridación e intervención. Pero esto no es solo un montaje de lenguas enfrentadas a través de interferencias, préstamos, transfonetizaciones, etc., sino también de otros registros que dialogan en el texto a través de ellas y se desafían performáticamente. Y es a partir de esta superposición de múltiples elementos sobre los que se construye el territorio de Mar Paraguayo: un entre-lugar, donde distintas categorizaciones que exceden el lenguaje desbordan las fronteras que las separan.

Nestor Perlongher escribe en el prólogo de Mar Paraguayo que esta publicación es un “acontecimiento”, la aparición de un nuevo lenguaje literario que inaugura un periodo de nuevas exploraciones en torno al lenguaje y que resuenan en su contexto histórico. La década del 90 está signada en gran parte de Latinoamérica por el ingreso del neoliberalismo, en que los flujos del mercado y la globalización sortean las fronteras nacionales con más fuerza que nunca. Pero frente a este escenario, la posición de la publicación de Mar Paraguayo es ambigua. Por un lado, hay un argumento anti mercado, es una producción que no se vende por sí misma porque sale del circuito de consumo burgués o legitimado. Pero por el otro lado, también hay una intención universalista, que desborda el mercado. Bueno enfrenta el reto de abrirse al diálogo cultural apostando a la sonoridad de otras lenguas y sensibilidad de quienes las hablan; todos pueden entenderlo, aun si no entienden palabras específicas. No oscila entre el cosmopolitismo y el localismo; ni siquiera se piensa esta dicotomía. Su texto responde a esta demanda que trasciende las fronteras nacionales, pero no pierde en el camino la marca local, al contrario, la refuerza.

Esto es posible porque el traslado del universo simbólico no depende de la traducibilidad en el sentido clásico, al contrario, es una traducción rebelde que se opone a la definición de las dinámicas de circulación internacional. La construcción neobarroca, con su multiplicidad de elementos, perturba el orden conciliador de las imágenes para proponer un nuevo régimen que habilita el ingreso al texto a través de su ambigüedad; y donde es el lector el que va otorgando sentido a los símbolos que lo atraviesan. Lo universal, entonces, se revela como un espacio vacío a conquistar que Bueno habilita a través del encuentro de las lenguas en movimiento.

Construcción del territorio literario de la Triple Frontera

La lectura de Mar Paraguayo no es una lectura simple, no sólo hay un entretejimiento de idiomas sino también una superposición de registros que derivan de estas lenguas. A través de una construcción artificial del lenguaje, Bueno propone una operación que abre nuevos puentes en dos contextos nacionales que se percibieron aislados culturalmente del resto del continente: Paraguay y su situación como país bilingüe, y la presencia de Brasil en un continente hispano parlante. Si bien Bueno no es el primer autor en escribir utilizando el guaraní o el portuñol, por la forma en la que está construido Mar Paraguayo ingresan elementos permiten que las tensiones excedan las palabras y sus posibles traducciones. Se construye una superposición de registros que aborda el conflicto histórico de otra manera y plantea un recorrido alternativo a los procesos de globalización. Antes de analizar estas dimensiones del encuentro entre las lenguas hay tres aspectos que pueden funcionar como marcos de lectura.

En primer lugar, y central para el análisis de Mar Paraguayo, es la presencia de la condición de migrante. La narradora lo revela inmediatamente en el texto de manera directa, aun cuando la fusión de lenguaje ya lo revela. Desde el principio, está exiliada de la certeza de la lengua nacional, no responde a una sino a todas, pero estas no se estructuran de la misma manera. Si el portugués y el castellano se devoran entre sí, el guaraní aparece incrustado, separando y entrelazando la lengua vernácula y la vehicular con una pausa o un sobresalto. A partir de este incruste se crea el vacío o la tensión que detiene y conduce el arremetimiento de las otras dos lenguas. Esto es interesante porque en su devenir histórico el guaraní ha expuesto de forma reiterada su potencia para liberarse de las estructuras tradicionales que contienen a la  lengua institucional. Desde sus inicios, el guaraní es una lengua que se muta y se transforma en el acto de la migración y del movimiento. De las múltiples variaciones del guaraní que se escuchaban en el periodo precolombino, producto de un constante flujo en el territorio, fueron pocas, reestructuradas y cada vez más homogéneas, las formas que sobrevivieron al periodo de la Conquista y colonización de América. Pero eso no implicó que el carácter mutable del lenguaje se perdiera completamente.

A partir de la conformación del Estado en Paraguay, una vez que el guaraní se vio reducido y organizado de acuerdo a lineamientos lingüísticos europeos, se pueden observar dos oscilaciones con respecto a las transformaciones durante el siglo XX. Un primer periodo, que puede datarse desde la guerra del Chaco 1932 – 1935 hasta el final de la dictadura de Stroessner (1954 – 1989), donde el Estado encuentra un vehículo de identificación nacionalista en el guaraní que luego evolucionará a una censura del lenguaje, inaugurando etapas sin sobresaltos tanto en lo estético y procedimientos, como a recursividad temática y semántica. Y, por otro lado, un segundo período superpuesto al anterior, atravesado por la migración y los flujos de población, que se caracteriza por ser un período de movimiento que enriquece las manifestaciones estéticas y literarias de la lengua. Si bien va a empezar en la década del 50, con operaciones que sortean la censura dentro de Paraguay y la escritura del exilio por fuera de Paraguay, se va a multiplicar tanto en formas como en cantidad con el regreso de la democracia hasta la actualidad.

Dentro de las distintas manifestaciones literarias que adopta el guaraní en este segundo periodo, es interesante observar la operación de lenguaje que ocurre en dos escritores icónicos de Paraguay exiliados durante los años del stronismo: Augusto Roa Bastos y Rubén Bareiro Saguier. Ambos autores habían explorado los cruces entre guaraní y castellano en su literatura, pero esto cobra un sentido aún mayor con el exilio. La necesidad de pensar en nuevos interlocutores posibles, en consonancia a su afán de dotar de visibilidad una cultura y una tradición literaria oral construyeron canales para romper el aislamiento cultural en el que estaba sumido Paraguay dentro del continente, en búsqueda de una expresión más bien latinoamericana que reposa sobre la oralidad y el componente colectivo del guaraní, y se habilita la lectura de estos nuevos interlocutores a través del castellano. Ahora bien, si desde el movimiento del exilio y la migración aparece una manifestación intelectual que atiende a la posibilidad de borronear fronteras sin liberarse del guaraní, los procesos sociales del 90 van a reforzar el surgimiento de nuevas manifestaciones estéticas y experimentales del lenguaje que pongan el foco en un habla más popular y cotidiana que excede la condición de cultura rural que había mantenido antes del stronismo. 

Para 1992, por primera vez el Censo Nacional contará más personas viviendo en ámbitos urbanos que rurales, es decir, se agudiza y evidencia en Paraguay un periodo de cambio demográfico de migración interna y descampesinización. A esta transformación debe sumarse el Tratado de Asunción, firmado en 1991 por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, que sentó las bases del Mercosur, provocando un cambio en las relaciones económicas con Argentina, Brasil y Uruguay, y que dará lugar a una compleja situación de transición sociolingüística. El desplazamiento implicó también un desplazamiento de la lengua a zona urbanas, reduciendo el monolingüismo guaraní, y aumentando el protagonismo del jopara. Además, todo este proceso de cambio del paisaje demográfico coincide con el estatuto oficial que se otorga al guaraní en 1992. En ese sentido, las nuevas manifestaciones literarias no van a ser similares a la literatura del exilio, una literatura más “purista” en su tratamiento con el idioma, que rechaza la contaminación entre las lenguas.  

En el mismo año del censo y de la oficialización del guaraní, se publica Mar Paraguayo, cuya narradora pertenece a uno de estos flujos de movimiento que la depositan en un entre-lugar que va a construir Bueno. El guaraní, como una lengua en constante transformación, va a orquestar el encuentro entre dos lenguas más rígidas o limitadas por estructuras tradicionales. Dice el mismo autor, que el guaraní es esencial en el relato como el vuelo de pájaro, es justamente su carácter furtivo, su carencia de arraigo y discrecionalidad.

El emparentamiento con el portuñol selvagem también es parte de esta avalancha lingüística de las últimas décadas del siglo XX, proponiéndose extremar la confluencia de modos de oralidad de las lenguas. Esto se fortalece con la vinculación regional con Brasil y los movimientos migratorios producto de su peso económico. Es en este contexto que surge la exploración del espacio de la Triple Frontera como zona literaria y de mezcla lingüística. De todas formas Mar paraguayo, toma características particulares. Primero que nada, geográficamente está desplazado, situado en Curitiba, en el estado brasilero de Paraná; pero a lo largo del texto hay una distorsión geográfica que oscila entre las lenguas y que crea una mezcla artificial de ellas: una nueva Triple Frontera, que no corresponde necesariamente al habla coloquial de la escena geográfica fronteriza. El invento, lo que Perlongher nombra en el prólogo de la obra como un acontecimiento, radica en irse haciendo a medida que se avanza.

La artificialidad impide la estabilidad del relato, que se distancia, por ejemplo, de su contemporáneo paraguayo Damián Cabrera que integra las lenguas con una actitud menos celebratoria, donde el uso de estas radica en señalar no solamente la situación de negación e invisibilización simbólica del guaraní, sino también económica acercándose más a los escritores “puristas” como Roa Bastos. Al contrario de esta situación de denuncia, que en Bueno se borren las fronteras de la lengua es el mecanismo para romper todo tipo de fronteras, no señalarlas. La zona de intercambio que se produce en Mar Paraguayo responde más bien a la dinámica de la antropofagia, movimiento modernista brasilero, surgido en la década del 20. Si el mestizaje había provocado una convivencia cultural de subordinación y negación, la antropofagia implica crear una nueva identidad latinoamericana donde estas jerarquías se desarman. No solo hace estallar estas estructuras, sino que también desafía la gramática, las narraciones lógicas y los ordenamientos cronológicos. Hay una atención sobre la permanencia, lo antiguo no se piensa como lo pasado sino como la supervivencia de elementos en el ser contemporáneo.

Este continuo movimiento de devoración abre espacio para que reine la ambivalencia, las fronteras no están definidas sino invertidas. Esto, tanto en la antropofagia como en Bueno, no implica que haya tibieza en sus posiciones sino que es una característica central de la devoración. Es decir, no significa que el texto de Bueno sea menos crítico que el de Cabrera sino que en el texto de Bueno la antropofagia excede la realidad material: la identidad, en su caso, no está dada sino que se hace y rehace en el mismo devenir del texto, y arrastra consigo distintos registros latentes a lo largo del monólogo. Si para la antropofagia del 20, el componente indígena funciona como un arquetipo del ser nacional brasilero, cuya identidad está latente pero irresoluta, en Bueno no hay tal ser nacional porque no hay barreras nacionales. No busca una identidad de una región geográfica a través de la oralidad, tampoco señala un carácter etnográfico o antropológico, sino más bien una identidad que reside en la operación que la construye.

La Triple Frontera de Wilson Bueno

Douglas Diegues describe a los personajes de Bueno como personajes originales, selváticos, carnavalescos y fantasmagóricos; si las primeras tres condiciones se construyen a través del neobarroco, los elementos que se entretejen, se superponen y se devoran están cubiertos por la última condición: la cara fantasmagórica de la ambivalencia. El lugar desde donde habla la narradora es un lugar impreciso en todo sentido, una especie de limbo entre condiciones diferentes e incluso contradictorias. La parte “fantasma”, ni viva, ni muerta, es la tensión que sostiene la lectura performática de Bueno. La corporalidad que toma la fluidez del monólogo es parte esencial de su operación: antes que las cosas se terminen de nombrar ya se pone en cuestión su significado, sea con el encabalgamiento de las lenguas, a través de repeticiones o el agregado de sufijos o prefijos, y reconfiguran de esa manera el régimen de vacío y el devenir incierto. Ni siquiera el género literario es específico, oscilando entre la poesía, el monólogo teatral, la confesión novelesca. Lxs lectores están frente a un monólogo interminable, que parece más bien el flujo de una conciencia que se interrumpe constantemente pero sin cortar hilo, y que atraviesa el mundo externo y el mundo interno de su narradora sin mucha distinción.

Incluso el título es una ironía, no existe el mar paraguayo. El escenario que construye Bueno es casi un lugar onírico, el océano de indeterminación no sólo envuelve las lenguas sino también el espacio geográfico: se construye un entre-lugar que abarca las ambivalencias. Sobre este escenario, la dinámica antropofágica de Bueno va más allá de los aspectos materiales y atraviesa otros registros: el género, sexo y edad a través de los personajes, así como la clase social. La narradora, la marafona, está siempre lindando los límites entre mujer/varón; el viejo, cuya muerte dispara la narración, aparece constantemente desafiando la individualidad de la narradora y transformando su voz en una multiplicidad de voces. Sumado a las referencias al niño que también son ambiguas, por momentos edípicas e incestuosas. De cierta manera, la mujer ingresa como una figura que oscila entre estos dos personajes. Asimismo, tomando en cuenta la condición socioeconómica, si bien la voz narradora corresponde a una persona en condición de migrante no hay una enunciación que haga referencia directa a la figura explotada y marginal en sentido referencial. No se trazan fronteras rígidas sobre una condición socioeconómica particular.

Pero hay una de estas fronteras difusas que me resulta más interesante que el resto: hay una operación de movimiento entre lo humano y las formas híbridas de existencia. El cruce desborda la oscilación entre vivo y muerto. La cercanía de la muerte ronda en este entre-lugar desde el principio de la narración y a lo largo del texto sostiene las reflexiones y las reinicia. La insistencia cíclica en este tópico pareciera también generar otra oscilación de registros: entre la resignación cristiana, la idea de que es la muerte la única frontera certera, y la anulación de este límite. Esta oscilación no sólo se evidencia en la figura del viejo que continúa emergiendo en el texto a medida que la Marafona lo revive y vuelve a declararlo muerto; sino también por esa constante presencia del infierno, nombrado en las tres lenguas, como un espacio que se habita y que coexiste con el entre-lugar. La clasificación de la muerte se da a través de expresiones sensoriales, donde se van solapando los significados: la muerte como desintegración del cuerpo, como final, como dirección, como presencia, como escenario. En un verso, la Marafona termina el párrafo exclamando: “No, no desejo ver desfacerme in polvo y huessos ossossosporosos”. Esta frase puede servir para pensar este vaivén fantasmagórico de observar el proceso de muerte por fuera de sí misma, la muerte del cuerpo como una muerte material pero no total. Así como esta presencia/ausencia del viejo.

Así como hay un entretejimiento entre lo vivo y lo muerto, donde el sujeto y el cuerpo material se piensan escindidos por momentos, esta oscilación no recorre solamente de manera unidireccional. La búsqueda de otras formas de existencia también se acerca a una búsqueda zoológica. Este aspecto de Mar Paraguayo funciona para abordar una última dimensión esencial que no se ha nombrado hasta ahora: la oralidad del texto. Se habilita la construcción de un conocimiento que reside en el orden de los sentidos, pero sin someterse a un mero constructo al servicio de la humanización. Pero si el neobarroco prepara un espacio de superposición y reconfiguración simbólica, es el universo guaraní el que traza puentes para cruzar la frontera que separa al humano del animal. Incluso, Bueno describe al guaraní como el vuelo de un pájaro, “el alma-palabra convertida en párraro” es el mismo idioma el que encarna la devoración antropofágica del animal como otro y toma sus características. Pero no lo hace con un sentido de apropiación, es un movimiento más de esta capacidad de tránsito inter-especies. Aparecen los insectos y los pájaros, la tela de araña, como elementos que guían o construyen los pensamientos reproducidos en el monólogo. Se podría indagar si esta correspondencia entre la animalidad y el guaraní proviene de un estereotipo quizá asentado en un sistema de representación colonial que Bueno reproduce tácitamente, o si se trata de una operación que Bueno reinterpreta en otros tonos.

Si el ingreso y la importancia del idioma en esta construcción artificial radica en las fronteras que disuelve y no que crea, es en este mismo espacio de ambivalencia o disolución donde se pueden pensar el ingreso de un paradigma no europeo. El perspectivismo es esencial en Bueno, donde la apariencia corporal no es un atributo fijo, permitiendo la emergencia de una multiplicidad de voces que se da a través de una personificación que contribuye a que todos los artefactos se vuelvan ambiguos; son encarnaciones materiales de una intencionalidad no material. Lo fantasmagórico o lo espectral de la Marafona reside en su capacidad de ser cualquier especie en cualquier lengua, en cualquier lugar. Pero el carácter performático se construye en el encuentro de un manierismo corporal habilitado desde el perspectivismo y construido por la superposición de elementos del neobarroco. En este cruce se refuerza la disociación y redistribución de elementos: la araña por ejemplo, aparece en distintas ocasiones oscilando entre su significado guaraní de ñandu, que significa tanto araña como sentir: “(…) acá ñandu: su opacidad de sentimiento: me siento: sinto: ñandu: canceriana mi verbo es sentir: me ver: ñandu: o que vá de secreta identidad entre estos dos cosas abssolutamente distintas: arañas y escorpiones?”

Incluso el mismo texto se nombra como una telaraña, que puede pensarse desde el entretejimiento de lenguas y registros, como atravesado por el sentir: la muerte y el amor como grandes tópicos de Mar Paraguayo.

Ahora, este perspectivismo que adopta el texto abre un aspecto fundamental al que se hizo referencia en varias ocasiones: el lenguaje se inscribe menos como palabra que como voz. Lo performático en Bueno se completa en la oralidad de Mar Paraguayo. La construcción ficcional no es solamente sobre un lenguaje sino sobre la estructura artística, que también es cíclica, como si fuera un ritmo ritual que reinicia constantemente. Pero la artificialidad de la estructura, al mismo tiempo, impide que funcione como un elemento diferencial que nos remita a un sector social. En otras palabras, Bueno retoma la tradición poética latinoamericana que trabaja con la oralidad, pero no lo hace en la dirección ortodoxa. No recoge los elementos semióticos de origen oral-popular con la intención de que las palabras operen como unidades de significación que dotan al hablante de una identidad reconocida, sino que los reelabora para dotar a la hablante de una construcción que no obedece necesariamente a un proceso colectivo o grupal en sentido histórico, sino más bien ahistórico. Nuevamente, referenciando a una dinámica antropofágica, se invierte también la linealidad de la historia para pensar el pasado como una materia que se resiste a ser eliminada, como una dimensión lúdica que se revela contra la racionalización dominadora. El pasado no es un pasado referencial sino que está en el presente e incluso es contemporáneo a él, alejándose, por ejemplo, de la artificiosa fonética de los autores indigenistas tradicionales.

En la construcción idiomática de Bueno hay una ruptura de la sintaxis tradicional, que cede paso a una organización de palabras que no está relacionada con un orden lógico sino emocional e intuitivo, característico del lenguaje oral y colectivo. La relación entre frase y frase, entre lengua y lengua es implícita: surge de un contexto marcado por impulsos emocionales más que racionales. Las palabras están en movimiento, más que ser denominaciones fijas. Y en este movimiento, logra disolver la diferencia entre nacionalismo y cosmopolitismo, revelando lo universal como espacio vacío. Como menciona Aguilar en su texto sobre la antropofagia, aparece una idea que se pueden asociar con las ideas políticas que derivan de este movimiento: la identidad no está dada sino que es algo que está constantemente por hacerse, cuestionando la identidad misma como lazo comunitario. No hay codificación sino borramiento, se despoja al individuo de las señas de identidad para construir uno nuevo; reclamando de ese modo la universalidad a partir de una compleja singularidad.

Conclusión

Mar Paraguayo es un texto cuya ambivalencia permite un sinfín de abordajes y nuevos análisis. El acontecimiento, el invento de un habla no se limita a la enunciación de la voz narradora. También alude a un lector inventivo:

“a vos, lectores inventivos, más invenctivos que la invención de mi alma cautiva de estos derrames, de estos exageros de tango y guaranias harpejadas dolientes in perfecta soledad al margen de los lagos o de las profundas montañas, a vos, que me decifraron en outra dimensión, a vos confidencial”

En este punto, la narradora y el autor se fusionan y hacen referencia directamente al invento, pero este invento no implica un lector artificial sino a un lector/operador. Opera sobre un texto cuya comprensión es compleja y está signada por su propia lectura, los registros personales, su propia oralidad. El lector inventado es el que evidencia la imposibilidad de realizar una lectura cerrada sobre el sentido de la enunciación. Entonces, el invento no solo está en la obra, sino que desborda los límites textuales para ofrecerse como vehículo o como espacio donde la ambigüedad es la norma. En la indeterminación, Bueno crea también ese lector universal.

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De basureros e inodoros: lenguaje literario de la clandestinidad

Por: Andrea Zambrano

Desechos. Residuos. Sangre. Muerte. Sustantivos que, contradictoriamente, sirvieron para nombrar lo que por años se mantuvo innombrable, ilegal, invisible. Una literatura que encuentra en un lenguaje codificado la posibilidad de visibilizar, aún desde la clandestinidad, una realidad punzante. Hoy, a pesar de su conquista como derecho adquirido, la discusión por el acceso al aborto legal, seguro y gratuito en Argentina vuelve a instalarse.


Las escritoras Claudia Piñeiro y Dahiana Belfiori se propusieron construir un lenguaje ficcional como mecanismo para narrar, a través del relato como formato literario, experiencias de abortos secretos, ocultos, riesgosos y clandestinos, por medio del uso de objetos caseros o medicamentos de acceso reducido. En sus textos, “Basura para las gallinas” (Piñeiro, 2010) y “Por el inodoro” (narración que es parte de una serie de relatos más amplia titulada “Código Rosa”, Belfiori, 2015), Piñeiro y Belfiori narran una realidad que para el momento todavía estaba prohibida por la ley. Y esta prohibición encuentra en la ficción un refugio esencial para convertirla en experiencias posibles, visibles y nombrables. Un formato literario que les permitió a ambas hacerse de la función política de otorgar un lugar de enunciación a aquellos sujetos colectivos invisibilizados por la ley.

Imagen: Megan Diddie

En la narración que construye Piñeiro se nos presenta al personaje inicial justo en el momento en el que se dispone a atar una bolsa de plástico negro que llenó demasiado y que le cuesta cerrar. Un par de golpes cortos y secos la ayudan a comprimir el contenido para finalmente poder atarla con dos nudos. En el proceso se permite recordar que en su casa de infancia no había bolsas de plástico donde tirar los residuos y desperdicios:

Su abuela metía en un balde todos los restos que podían servir para abonar la tierra o para alimentar las gallinas (…) Al balde iban las cáscaras de papas, los centros de las manzanas, la lechuga podrida, los tomates pasados de maduros, las cáscaras de huevo, la yerba lavada, las tripas de los pollos, su corazón, la grasa.

Nuestra protagonista, narrada en tercera persona, sale del edificio dispuesta a dejar el bulto en el árbol donde suele parar el camión de basura. Lleva la bolsa cargada y abrazada contra su pecho cuando:

(…) se da cuenta de que la aguja de tejer perforó el plástico y saca su punta hacia ella, como si la señalara.

Mientras espera la llegada del camión siente una brisa fría que le corta la cara, implacable como el recuerdo de la aguja que también, hace años con su hermana, había usado su abuela.

Por eso sabe cómo hacer: clavar la aguja, esperar, los gritos, los dolores de vientre, la sangre, y después juntar lo que salió en el balde y tirarlo a las gallinas. Ella aprendió viendo a su abuela (…) Sólo que esta vez resultará mejor, porque ella ahora sabe qué tiene que hacer si su hija grita de dolor y no deja de largar sangre, sabe dónde llevarla, a ella no se le va a morir (…)

Belfiori, por su parte, nos presenta un relato con múltiples voces: por un lado, la protagonista viviendo la experiencia clandestina, y, por otro, la de quien, a la vez que contiene su testimonio, lo complementa con sus intervenciones escritas. Así, a través de este discurso ficcional, se hace presente la voz narradora (socorrista, escritora y mujer que ha abortado) hilvanada junto a la voz autoral para otorgar a la escritura un sentido sensible y militante, y para construir una cadena sentir-pensar-argumentar en torno al aborto y a la discusión de su legalización.[i]

El relato inicia con la voz de Laura, la protagonista del procedimiento clandestino, cuestionándose a ella misma por haber atravesado dos veces la misma situación. Deja entrever en sus palabras los conflictos que enfrenta con su núcleo familiar y sus vínculos cercanos: su madre, su padre, su hermana, su novio. Vive el proceso acompañada, pero no por sus afectos (siempre ausentes), sino por el grupo de contención al que pertenece la voz narradora:

No soy madre. Aborté. Aunque me sentí sola, también me sentí acompañada. Otras como yo estaban abortando quizás al mismo tiempo. Y ustedes existían al otro lado del teléfono.

La voz que narra, por su parte, se presenta intersectando las palabras de Laura:

(…) Todo se va por el inodoro. Aparece en la memoria de mi cuerpo un poema que escribí hace años:

/confirmación
una lágrima entre las piernas, roja
parece caer, como todo lo que gira
parece
yo la veo como si fuera de otra
incapaz de asumir la forma de la sangre

la vida y la muerte resbalando
hacia el inodoro.


Vuelve la sangre. Sale del cuerpo confirmando que no seremos madres (…) Rueda y niega lo que se espera de nosotras, se va por el inodoro. ¿Será que en la sangre que se pierde hay una prueba evidente -material, concreta, definida- de que elegimos la propia vida?

En el primer texto, Claudia Piñeiro opta por un lenguaje que permanentemente bordea lo indecible y que brinda al lector la posibilidad de leer una experiencia contundente mediante una escritura codificada que se apropia de objetos como recursos narrativos (la bolsa de plástico, la aguja de tejer), en un contexto en donde visibilizar el aborto en sus propios términos era todavía una hazaña. En el segundo texto, Dahiana Belfiori sí se permite nombrar lo que para el momento seguía transgrediendo los límites de la ley, pero visibilizado como realidad tangible en un contexto de lucha y reclamo constante en el ámbito de lo público. Hay también en el relato de Belfiori una escritura apropiada de ciertos objetos y recursos claves para contar la experiencia del aborto (las pastillas, el inodoro), no desde la codificación de las palabras sino más bien desde el testimonio directo como discurso narrativo.

Imagen: Megan Diddie

Un punto en común que comparten ambos textos es la propuesta de sus autoras de establecer un mapa de espacios y objetos útiles para la concreción del aborto como experiencia vivida desde la clandestinidad: basura, baños, baldes. Objetos y espacios a través de los cuales se expulsan y desprenden líquidos, restos, sangre. Una materialidad descartable que corre, que rueda, que resbala, que sale del cuerpo confirmando una decisión que niega lo que se espera de nosotras.

Una experiencia atravesada en compañía de madres, hermanas y abuelas por un lado, o de socorristas, auxiliares y cuidadoras por otro. Algunas desde la asistencia juzgante, otras, desde la presencia silenciosa. El recorrido temporal y escriturario que va desde “Basura para las gallinas” hasta “Código Rosa” refleja una transformación no solo en las formas de proceder respecto a la práctica del aborto (de las agujas de tejer a las pastillas de misoprostol), sino también en las maneras de ejercer y habilitar los espacios de acompañamiento (de procedimientos inseguros de intervención casera, a presencias que guían e informan sin ocupar la escena).

Saberes y conocimientos ancestrales que son, en definitiva, transmitidos por y hacia mujeres en esa dimensión de prácticas secretas, ocultas y encubiertas que suelen circular en la clandestinidad. Experiencias y conocimientos heredados y traspasados de generación en generación de redes femeninas, que encuentran en la expresión escrita la posibilidad de crear lenguajes y símbolos propios, tal y como en su “Hipótesis sobre una escritura diferente”[ii] (1981) había afirmado la escritora argentina Marta Traba. Son justamente estos elementos ancestrales atados a una realidad literal material (ilegal y clandestina), los que le han servido a la literatura femenina para reclamar la necesidad de auto percibirse y reconocerse como literatura diferente, a partir de la creación y circulación de claves escriturarias propias de un sujeto colectivo que busca hablar en lugar de ser hablado.[iii]

Así, tanto la protagonista del relato de Piñeiro que se siente señalada por la aguja de tejer que acaba de usar en el aborto de su hija, como la socorrista del relato de Belfiori que mientras acompaña un aborto rememora el suyo propio resbalando por el inodoro, logran ser visibilidadas y nombradas desde la ficción que las narra.

Con motivo del 8M, proponemos este análisis y sus lecturas como modos de circulación, trinchera, lucha y en defensa permanente de un derecho conquistado. De la misma manera en que exigía Marta Traba que a la literatura femenina -por diferente- se la aprenda a leer correctamente, hoy exigimos no volver al lenguaje de la invisibilidad y a la indecibilidad. A la clandestinidad corporal, cultural y literaria no volvemos más.




[i] Código Rosa y la ficción como refugio de lo prohibido. Recuperado en: https://revistatransas.unsam.edu.ar/codigo-rosa-y-la-ficcion-como-refugio-de-lo-prohibido/

[ii]  Traba, Marta. Hipótesis sobre una escritura diferente. 1981. Recuperado en: http://porlamatria.blogspot.com/2008/08/hiptesis-sobre-una-escritura-diferente.html

[iii] Ídem.

Naturaleza sublevada en «Río de las congojas»

Por: Candela Martínez Jerez

Candela Martínez Jerez, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la obra Río de las congojas de la autora Libertad Demitrópulos. A partir de la obra de Demitrópulos, Candela propone una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza a los colonizadores en el Rio Paraná.


El siguiente trabajo propone un análisis de Río de las congojas a partir de la idea de que la novela construye al río Paraná como epítome de la naturaleza de Santa Fe (asociada también al cielo, al bosque y a la humedad) para así dar vida a otro personaje subalterno, que se suma al linaje desposeído de Blas, Isabel y María, de acuerdo con sus respectivas posiciones mestizas y femeninas pobres. En este sentido, el mestizo menciona repetidas veces que los conquistadores eran “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra” (Demitrópulos, 2018:97). Frente a esto, la particular figuración de la naturaleza santafesina que él realiza la reencanta y animiza.

Temporalidad encantada

Abbate (2020) encuentra en la obra de Demitrópulos configuraciones narrativas propias de la “épica de los vencidos”: fragmentarias, no lineales, circulares o de sumatoria de peripecias, desarticuladas y de final abierto, en oposición a la “épica de los vencedores”. El objetivo de estos romanzi sería evidenciar y erigirse contra las pretensiones teleológicas, necesarias e imperecederas de los relatos imperiales de los vencedores, “con forma”, frente a la condición “amorfa” de las narrativas de los vencidos. Particularmente, en el caso de Río de las congojas, aquellos vencidos aludidos una y otra vez por Blas, son los mestizos involucrados en la Revolución de los Siete Jefes, cuyo final fue la decapitación de los líderes de la insurrección por parte de Juan de Garay. La novela, entonces, presenta un episodio fundacional fallido a la vera del Río Paraná previo a la fundación del puerto de Buenos Aires, a las orillas del Río de La Plata. La novela no solo se ancla en las peripecias ocurridas en Santa Fe, donde los conquistadores no pudieron asentarse, sino que lo hace desde una perspectiva “caleidoscópica y dialógica” (Abbate, 2020:309), a partir de la sucesión de puntos de vista de un mestizo, de una mujer de origen humilde y de una mujer “pecadora”, luego transfigurada en madre de un linaje ancestral. Así, no solo se escenifican los fracasos de la conquista, sino la pluralidad de las vidas atravesadas por aquellas desavenencias, cuyas trayectorias vitales tampoco se corresponden con la matriz teleológica de la victoria imperial.

En cuanto a la temporalidad de este tipo de relato épico, Abbate lo vincula con una reconstrucción de los hechos a partir de la lógica de la memoria, en términos de una evocación subjetiva, que a lo largo de Río de las congojas “construye una visión caleidoscópica y dialógica de aquel contexto histórico” (309). Esta visión también se caracteriza por el “tono íntimo” (2019:1) de los relatos de los protagonistas, entre los cuales “los efectos de sentido destellan en la frontera entre una conciencia y otra” (ibíd.). El propio título de la novela da cuenta de la intimidad del acontecer emotivo de los personajes con el río, en el cual viven (a su vera, sumergidos en él —por las sucesivas inundaciones—) y navegan sus existencias, en todas las direcciones (desde Asunción, hacia Sante Fe, hacia Buenos Aires y también en sentido contrario). Todas las marchas y contramarchas de sus erráticas trayectorias, alineadas con la arquitectura del relato, y sus respectivas congojas son figuradas en aquel cuerpo de agua, que “da carnadura” a sus afectos.

En este punto, quisiéramos proponer que la temporalidad mitológica y no lineal de la novela no solo se relaciona con la épica de los vencidos y con la impronta de la memoria en la representación de fallidos episodios fundacionales, sino también con características del terreno y de la naturaleza de Santa Fe, especialmente del Paraná, que se entretejen con la percepción mestiza de Blas para producir, en y desde la voz de este personaje, un encantamiento de la naturaleza frente a la avanzada colonial y extractivista sobre la tierra.

La voz del mestizo abre la novela y desde un comienzo narra su fascinación por la geografía del litoral: “El bosque cobija vidas hechas de palpitación que nunca mueren ni nunca morirán mientras haya boscosidades y selvas” (Demitrópulos, 2018: 69). El entorno donde se desarrolla su vida, por un lado, se adscribe a una temporalidad eterna, lindana a lo mítico, y, por otro, se animiza como muchas vidas, con sus propias palpitaciones, que dan ritmo a aquella temporalidad extra cronológica. También los amaneceres son objeto de contemplación del mestizo, quien los figura como “fantasmas que temblaran en la nublazón” (íd.). Nuevamente, lo extra cronológico y el pálpito, con matices de estremecimiento en este caso. Del mismo modo, las nubes protagonizan el paisaje narrado por Blas: “bajan alargadas a posarse en el lomo del agua, como quemazón de suspiros” (42). El cielo, particularmente, reposa sobre el río, se suspende y flota sobre él, evocando una respiración un tanto teñida por la melancolía, en forma de suspiros, que también remite a un vínculo singular con el tiempo, al redirigir al pasado.

Pero el Paraná como criatura no solo se figura como el lecho en suspensión de otros elementos de la naturaleza, sino que su ser envolvería una forma de consciencia: “El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar” (11). El embelesamiento del mestizo con el río, creemos, está a la par de su amor por María Muratore. La intimidad de este vínculo no solo se afianza en la contemplación, sino también en formas singulares de encuentro corpóreo: “Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo” (10). En esta cita no solo se trama el tejido vital de Blas con el río, en un movimiento ajeno a una linealidad de la existencia, ovillada y desovillada en sintonía con el correr del agua; sino que su cuerpo se funde con el río, al igual que los otros elementos de la naturaleza percibidos por Blas.

Frente a esta unidad y armonía del mestizo con la naturaleza litoraleña, los protagonistas de la “épica de los vencedores” desarrollaron una aversión por ella: “La tierra siempre se malquistó con ellos, no la han sabido querer. Desencantar era lo que se habrían propuesto hacer con ella” (17). Más adelante, Blas agrega que a aquellos “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra, […] la tierra se los tragaba” (97). No solo la predisposición afectiva de los conquistadores con la naturaleza no era armónica (buscaban “desencantarla”), sino que la propia tierra los expulsó y se los tragó, por no saber —ni siquiera intentar— quererla. De este modo, la composición, en términos pictóricos o musicales, de Blas con el río es total. El mestizo forma parte de aquella naturaleza, que está en los orígenes de su familia y ancestros, pobladores del continente americano.

El linaje de Blas palpita y se recuesta sobre el Paraná como el resto de la naturaleza: “Sosegado mi ánimo, me puse a cantarle unos areitos y sentí que por mi boca y mi garganta él me traspasaba y se alojaba en mis adentros […]. Luego, ya en mi interior, se instaló su salobre especie; cadencias. Padre mío, le dije” (107). El río es parte de la subjetividad y la corporalidad de Blas, su especie y su cadencia se imprimen sobre su experiencia vital, íntima e interior, alejándola de la experiencia europea del tiempo, que busca conquistar el continente y arrasar también con sus cosmovisiones y figuraciones temporales y espaciales, con el linaje de Tupasy, apelada también por el mestizo: “Pero, ¿dónde se duerme mejor que en la canoa, cuando se la deja rolar tranquila sobre el río? ¿Dónde era más fácil la conversación con la finadita que alejado de la inquina del tiempo y de los negocios carnales?” (145) (destacado propio). El Paraná es su padre, su simiente, a quien declara: “Hasta en sueños me había acostumbrado a oírlo cuando golpeaba la orilla y me avisaba que mientras él viviera yo viviría y mientras él fuera fuerte yo tendría fuerza” (107). La temporalidad subjetiva, finita, se funde con el río, con su correr incesante, ajeno a las cronologías y los avatares humanos. La extensión temporal de la vida de Blas en el relato no es clara, se insinúa su carácter centenario, su correr paralelo al Paraná, cuando se describe la inclemencia e indiferencia de la geografía litorañela frente a los intentos de asentamiento de los conquistadores desencantados: “Cuando llegamos con Garay a esta costa de durezas y cardales nadie pensó que cien años después, hundidos los sueños, se estaría de nuevo al empezar. Por eso se van yendo. Mucho tardaron en maliciar la travesura. Despreciando la galanura de la costa de enfrente” (23).

En este sentido, en línea con lo postulado por Abbate, cuando plantea que el río es el espacio simbólico que articula una ficción de origen asociada a una mujer (Muratore), queremos agregar que aquella ficción de origen también abarca una geografía, con su bioma, y las comunidades originarias que allí residían, con anterioridad a la conquista de América. La voz y el fantasma de Muratore en el Paraná se suman al coro de voces de toda una comunidad: “Una vez ahí adentro, uno aprende a conocer la historia de sus abuelos comidos por los yacarés. Se entera de que su tata viejo tenía los pies rajados e hinchados como lo tuvieron su bisabuelo y su tatarabuelo y su más abuelo que todos, ése que principió el abuelaje; uno sabe así que ellos estaban siempre en el agua” (22). Una comunidad, un pueblo, un linaje cuya cultura articulaba otra percepción de la naturaleza, un acontecer casi anfibio, en franca oposición con la búsqueda de usufructo, explotación y saqueo del espacio, percibido como mercancía, de parte de los conquistadores desencantados.

Blas también ancla su particular percepción espacio-temporal en su condición mestiza: “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros” (35). El movimiento, el discurrir del mestizo por la vida, entonces, implica en sí mismo una operación sobre el tiempo, figurado en fragmentos de temporalidades unidos por pisadas, marcado por el ritmo y la cadencia de direccionamientos diversos a la linealidad trazada en los caminos europeos que territorializan la tierra, la naturaleza. La trayectoria mestiza es, además, opuesta, contraria al avance y el desplazamiento europeos, nombrados como otredad. Todos son los otros, menos el río, menos la naturaleza. De este modo, retomando el concepto de la épica de los vencidos, en Río de las congojas la condición y la vida mestizas son las que disponen la temporalidad extra cronológica, el emerger de la otredad, el desvío y lo fragmentario.

Feminidades encantadoras

Para Isabel y María también todos son otros. No forman parte de ningún linaje. Ambas desconocen o fueron abandonadas por sus madres y padres. Ambas son pobres, con residencia en la calle del Pecado, en Asunción. Ambas, sin embargo, se ovillan con la materia encantada de la naturaleza del Paraná: Isabel, por medio de sus tejidos, textiles y literarios, María como resultado de la trama mítica que teje Isabel y, previamente, como dueña del anillo que le regaló Garay. Esta joya, por un lado, remite a una circularidad temporal extra cronológica. En torno al anillo, episodios de la vida de la madre y de la hija se repiten: el romance con el gobernador de Buenos Aires, los encuentros con un mozo colorado extemporáneo en sí mismo, cuyas repetidas apariciones —con variaciones–- se figuran en el juego anagramático de su mismo nombre (Salocin, Nicolás, Laconis).

Aquel anillo, de acuerdo con Blas, proliferaba numerosas historias sobre sus orígenes:

Muchas lenguas corrieron sobre el anillo. Que había pertenecido a una bruja quemada por la Inquisición, en Lima. Que lo sacaron profanando un ataúd. Que sus dueños fueron, entre otros, una reina de Inglaterra, una princesa gitana, un hechicero hindú. Que había causado el hundimiento de un barco. Que otro dueño, traficante de esclavos, supo pagar con él el precio de 150 negros de Guinea. En todos estos «sucedidos» estaba siempre interviniendo la fascinación. […] era un anillo hecho para la ilusión. Si parecía que hasta respiraba en su encender y apagar lucecitas (110).

Brujería, maldiciones, poder occidental y oriental, fascinación e ilusión: otro elemento encantado que respira, al compás de la naturaleza litoraleña. Su trama recorre el mundo y anuda al mestizo en otra línea temporal poco clara, entre la juventud de Ana, la de María y la vejez de un anciano que le da el anillo a modo de pago, luego de enunciar otra subtrama: que fue comprado a un indio que mató a una mujer blanca. Por eso, Blas tiene su propio encuentro con el enigmático y colorado anagrama léxico y temporal, cuando lo va a buscar para llevarse el anillo, reclamando un linaje en la Revolución de los Siete Jefes, que el viejo mestizo puede descifrar como falso. 

Sin embargo, toda la potencia encantadora del anillo se despliega en las tramas que teje Isabel:

Pero donde Isabel Descalzo ponía mayor énfasis en el señalamiento de un hecho referido a la finadita y donde dejaba abiertas las esclusas para las divagaciones de sus hijos era en la referencia que hacía sobre el anillo. El anillo de la finadita tenía escrito su destino; como ella lo vendió su destino es vagar hasta que aparezca el anillo […]. Ella decía «el anillo» y dejaba que los demás hicieran volar su imaginación; contaba con eso. Se apoyaba en varias historias juntas, originadas en distantes lugares del mundo. Bastaba que esas historias fueran sólo misteriosas, improbables y que la gente estuviera, eso sí, dispuesta a creerlas. Ella decía: la finadita, […] se aparecía en medio de las guazabaras a decidir la suerte, porque el anillo la traía y la llevaba a donde era necesario que estuviera (147).

La vida y la muerte de Muratore ligadas al origen fantástico e incierto del anillo despiertan la imaginación y se graban en la memoria de los herederos desposeídos, los propios hijos de Blas e Isabel, cuyo linaje y herencia adquieren la forma de una fantasía, de la materia verbal que los envuelve y les brinda una comunidad: la del río padre y María Muratore como madre mitológica:

Si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. La fueron creando en sus mentes: la finadita era blanca, hermosa, casi había sido la madre de ellos. Por poco no había sido […]. La fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo. Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo (148).

De este modo, proponemos que el matrimonio entre María Muratore y la naturaleza da origen a una comunidad de desposeídos, donde las mujeres crean destinos extraordinarios, ajenos a sus condiciones materiales y sociales y desdibujan los linajes masculinos o su ausencia. El carácter fundacional de Río de las conjogas está en el nacimiento de una narrativa de aquellos sin orígenes válidos o validados en las sociedades que les son contemporáneas: pobres, prostitutas, mestizos y negros. Esta fundación aprehende incluso existencias ajenas a lo subjetivo: la naturaleza, el territorio, la tierra conquistada. Creemos que este encuentro puede pensarse también en la clave de planteos feministas ambientalistas actuales, que enuncian el punto de contacto entre la naturaleza y las mujeres como entidades explotadas por el capital. La conquista de América representa, de hecho, un episodio fundamental del proceso de acumulación originaria, que da origen al sistema capitalista en el que vivimos hoy en día. En esta línea, en Feminismo para el 99%, se denuncia una “pulsión inherente al capital”, la “de aprovecharse de esas mismas condiciones que le son imprescindibles, esas bases y requisitos por cuya reproducción se rehúsa a pagar” (2019:96) que abarcan tanto el trabajo reproductivo de las mujeres como a la naturaleza. Previamente, las autoras hacen énfasis en que “las sociedades capitalistas tienden estructuralmente a desestabilizar los hábitats que sustentan a las comunidades y a destruir los ecosistemas en los que se sustenta la vida” (94). Contra ello, abogan por la necesidad de crear un ethos diferente, que se repregunte, entre otras cosas, “dónde trazar la línea que separa sociedad de naturaleza” (36). En la novela, María Muratore toma una determinación que conmueve los cimientos de la sociedad que buscaba implantarse en la tierra a conquistar: “No bien puse pie en tierra me alcanzó un pesar: aquí moriré, dije. No volveré a La Asunción. Soy la semilla: para eso me trajeron. Así, pues, hago tierra y no sofocaciones. Echo raíces y no suspiros. Me planto. Me confirmo. Pero yo no soy sólo naturaleza” (Demitrópulos, 2018:31). María se rebela ante el “destino natural” de las mujeres en aquellas expediciones. Antes que semilla, piensa en la muerte. Antes de ser usufructuada como simiente, define su destino de morir “como un hombre”, disfrazada de tal, combatiendo. ¿Pero qué significa no ser solo naturaleza?, ¿qué sentido se le da a este término? Creemos que uno vinculado al ordenamiento social moderno: las mujeres como madres de la sociedad moderna, con aquellas tareas reproductivas mencionadas en Feminismo para el 99%. María no es solo eso, el litoral santafesino tampoco es solo una tierra a desencantar, explotar y saquear. María construyó un destino diferente al de “madre natural”, para convertirse en madre mitológica de una comunidad desposeída; del mismo modo que el río se “tragaba” al tiempo, “ese impostor” (112). Agregaremos: el tiempo cronológico, el tiempo europeo, el de la conquista, que comienza a desarrollar su acumulación necesaria y lineal en la conquista de América.

Bibliografía

Abbate, F., “Las novelas de Libertad Demitrópulos: Vindicación de la forma que no llega a ‘buen puerto’”, en Badebec, vol. 10, n° 19, Universidad Nacional de Rosario, 2020.

————, “Río de las congojas, una obra para repensar la historia”, en Nuevo Texto Crítico, Standford University.

Arruzza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N., Feminismo para el 99%. Un manifiesto, Buenos Aires, Rara Avis, 2019.

Demitrópulos, L., Río de las congojas, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2018.


Un análisis en torno a American Me, de Edward James Olmos

Por: Maria Ximena Méndez Mihura

María Ximena Méndez Mihura, alumna de la Maestría en Estudios Latinoamericanos (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la película American Me (1992), de Edward James Olmos, atendiendo a los rasgos clásicos del western que, aquí, están atravesados por la conflictividad étnica y racial.

La película American Me (1992), dirigida y protagonizada por Edward James Olmos, pertenece al grupo de películas “de rasgos autoetnográficos” (Pratt, 2011) y rescata los conflictos interraciales entre anglicanos y latinos, la historia de las pandillas, la vida diaria de las cárceles, sus redes de poder paralelas y sus negocios. Se desarrolla por completo en territorio norteamericano, en la zona del este de Los Ángeles. Este espacio opera aquí, siguiendo a Tudor (1989), mediante la relación civilización-barbarie, que plantea otros dos grandes ejes simbólicos que utilizan los realizadores de films para tratar al Oeste en tanto espacio: el jardín y el desierto.

El desierto es un espacio indómito y lleno de peligros, que no ha sido conquistado ni ganado para la civilización; o ha sido ganado para la civilización, pero existe siempre el peligro de su pérdida. Mientras tanto, el jardín es un espacio que cobija a sus habitantes y en el que todo está por hacerse; en él la naturaleza es favorable y guarda semejanza con el Edén. El jardín puede existir como una manera de pensar, recordar, soñar o proyectar esa geografía, en la esperanza o la promesa de un sueño por cumplir; también en el ideario patriótico de Norteamérica. Cabe aclarar que el desierto puede constituir el jardín para determinado tipo de personajes (ej. bandido) y viceversa, como se verá más adelante.

Como estrategia metodológica, se estudiará el arco dramático de la historia siguiendo un análisis de recursos expresivos. Asimismo, se tendrán en cuenta los rasgos de uno de los géneros del cine clásico: el western, que es estudiado por Tudor (1989), quien señala que son: a) la distinción entre civilización y barbarie; b) el naturalismo; c) la figura del solitario; d) el entorno social, con su estructura básica, que es la familia; e) el sistema de ritos que define la cotidianidad; f) los argumentos: la aplicación de la ley y el orden; la venganza; el conflicto económico; los pequeños granjeros que pueden constituir una comunidad defensiva; la agrupación de defensa contra el indio (el otro); g) los hombres que asumen esta caracterización son de dos tipos: el hombre de la ley y el bandolero. Cabe destacar que el género western evocó la epopeya de los pioneros de Norteamérica que habían ido a poblar la antigua periferia, el «Salvaje Oeste», que sigue viviendo hoy en rasgos de distintas películas de Hollywood, en las que ya no se intenta ir al Oeste en tanto oeste de los Estados Unidos, sino hacia una nueva periferia: al Sur, América Latina.

La película American Me pertenece al grupo de películas que revisan el sueño americano de manera crítica en el cine de Hollywood. Debido a su suscripción al cine noir, observamos un mundo engañoso donde interviene un individuo marginal al sistema. Se trata de una película del cine negro contado por un narrador mediante el mecanismo de la voz en off que se usa para evocar un tiempo pasado, y unas circunstancias específicas.

En el análisis veremos cómo American Me (1992) lleva la huella que dejó Goodfellas (1990). La primera tiene como narrador a un bandido, figura que (siguiendo los planteos de Fojas, 2009) ha conformado uno de los estereotipos más perdurables de los mexicanos en la historia de Hollywood; además fueron el núcleo simbólico y el ícono cardinal de las historias del límite entre los Estados Unidos y México. Muchas de las películas de westerns tienen lugar en los límites entre los Estados Unidos y México; de ahí, títulos como Río Grande (1950), dirigida por John Ford, o Río Bravo (1959), dirigida por Howard Hawks, que dan cuenta del río como un límite natural en vez de mostrarlo como la consecuencia política de la guerra que perdió México.

American Me se inscribe en una genealogía de películas que adaptan la biografía de un delincuente al cine, entre las que podemos mencionar McVicar (1980), dirigida por Tom Clegg, entre otras. Además, se inscribe en la genealogía de historias que abordan el tema de las pandillas. Para Maciel (2000) la representación cinematográfica de las pandillas merece destacarse, ya que se ha convertido en todo un género cinematográfico que ha recibido un gran apoyo en Hollywood. En mi opinión, American Me se suscribe a un grupo de películas que toman la temática de las pandillas, pero que pertenece al grupo de películas del cine noir, por su rasgo característico del tratamiento de la delincuencia urbana.

La puesta en escena de la película tiene un gran trabajo en cuanto a recreación de tiempos históricos: primero, en una cárcel de los Estados Unidos, Montoya Santana recuerda su vida. Luego se ambienta en la época de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, para ir hacia fines de los años cincuenta y, después, a la actualidad. La película nos lleva al mundo del crimen organizado y su estructura jerárquica con divisiones de trabajo similar a una estructura burocrática.

En el montaje de la película predomina la elipsis, otra característica común con Goodfellas, por la que el relato pasa de una determinada situación espacio-temporal a otra (Casetti y Di Chio). Se sitúa en los años cuarenta, cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la Segunda Guerra Mundial, con los conflictos raciales entre anglicanos y latinos. Esto también está presente en Zoot Suit (1981), de Luis Valdez, película en la que, según señala Mejía Núñez (2016: 477), hay un personaje que encarna la conciencia del pachuco, quien le dice a Henry Reyna en el momento en que se ha enlistado para ir a pelear en la Segunda Guerra Mundial: “Olvida la guerra en el extranjero…Tu guerra es en tu propio país”. Esto también lo plantea en el comienzo del relato el mismo Montoya Santana en American Me, quien también recuerda a sus padres (Pedro y Esperanza), ambos pachucos[1]; allí se expone la situación de conflicto social que se vivía en esos tiempos, respecto de los latinos en los Estados Unidos.

Desde el principio del relato se enmarca un tema que continuará hasta el final de la película: la distinción general entre civilización y barbarie, rasgo del western que en esta película está atravesado por la conflictividad étnica y racial.

En un centro de tatuajes de Los Ángeles, en junio de 1943, su padre Pedro y su novia Esperanza tenían una cita. Observamos a Esperanza que viaja en un autobús, un anglicano se retira y otro está leyendo el diario Los Ángeles Times, en cuya primera plana se lee el titular “Zoot Switers Attack Military in Detroit” (“Los pachucos atacaron a militares en Detroit”).

Más adelante se oye en la radio a Walter Winchell[2], quien está comentando los disturbios que hay entre militares y pachucos. Al llegar al lugar donde está Pedro son atacados por jóvenes enlistados en la Marina norteamericana, y violan a Esperanza.

Estos hechos que relata Montoya Santana ocurrieron y contextualizan la situación de tensión racial y el rol que tuvieron en crispar esas tensiones algunos periodistas. Décadas antes se había promulgado la Ley de Inmigración de 1917, de aplicación escasa, y posteriormente se dio la Repatriación mexicana —que consistió en repatriaciones y deportaciones de mexicanos y mexicoamericanos a México desde los Estados Unidos durante la Gran Depresión entre 1929 y 1939 por el Gobierno de los Estados Unidos—. En segundo lugar, remite al asesinato de Sleepy Lagoon[3], el 2 de agosto de 1942, cuando José Gallardo Díaz[4], un campesino de 22 años, fue descubierto inconsciente y agonizante. En la actualidad se considera que el juicio penal careció de los requisitos fundamentales del debido proceso. Allí, diecisiete jóvenes latinos fueron acusados ​​de homicidio y procesados. Además de acusar a la víctima de ser pandillero, jamás se esclareció el asesinato. Este hecho histórico fue tomado como el centro de la trama en la película Zoot Suit (1981), de Luis Valdez.

En tercer lugar, se alude a los disturbios de Zoot Suit Riot de 1943. Siguiendo a Andrews (2015), en el contexto dado por la Segunda Guerra Mundial y el inminente ingreso de los Estados Unidos en el conflicto, hubo un racionamiento de distintos productos textiles. Sin embargo, muchos sastres continuaron fabricando los trajes zoot, que requerían demasiada cantidad de tela. Una parte de la ciudadanía, y particularmente muchos militares, vieron en el uso y el consumo de estos trajes un acto antipatriótico.

Por esto, en el ataque a Pedro y a su primo, los marineros les rompen las vestiduras, recreando de esta forma una situación que se había vivido en esa época. Andrews (2015) señala que el 31 de mayo de 1943 se dio un conflicto entre militares y mexicoamericanos, que tuvo como consecuencia que un marinero terminara recibiendo una fuerte paliza. Así, a partir de la noche del 3 de junio de 1943, momento al cual remite la historia de la película, en que ocurre el ataque a los padres de Montoya Santana, unos cincuenta marineros de la Armería de la Reserva Naval local de los Estados Unidos fueron caminando con palos y armas al centro de la ciudad de Los Ángeles, atacando a cualquiera que tuviera estos trajes. También los días siguientes a este hecho los ataques a los latinos por parte de los militares siguieron, con la connivencia de la Policía local.

Montoya Santana es un personaje que está basado en Rodolfo Cadena, quien había nacido meses antes de estos hechos, el 15 de abril de 1943, con lo cual podríamos interpretar que el director Edward James Olmos quiso remitirse a un contexto histórico conocido por la comunidad de origen mexicano en los Estados Unidos y reelaborar la historia del personaje real. De este modo, enlaza los sucesos históricos que son parte de la historia del país y la vincula más aún con la vida del delincuente, reforzando la cuestión de que el criminal también es producto, como el resto de los actores sociales, de esos sucesos históricos, marcados por hechos políticos y decisiones gubernamentales. Olmos, además, buscó poner en evidencia la situación previa al contexto en el cual se hizo la película, donde se daba una explosión de las pandillas y sus consecuencias delictivas.

Luego, la película se centra a fines de los años cincuenta, en el barrio de trabajadores migrantes donde vivía Santana junto a su familia, en el este de Los Ángeles, California. A partir de aquí, Montoya Santana cuenta su propia historia mediante la voz en off. American Me,así, guarda similitud con Blood in, blood out (1993), dirigida por Taylor Hackford porque ambas películas están basadas en la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena[5].

En 1959, Montoya Santana se la pasa en las calles para evitar a su padre y sus malos tratos. En las calles tiene a sus amigos: Mundo Méndez y J. D., personaje basado en otro criminal, Joe «Pegleg» Morgan. Así, vemos al protagonista enmarcado por su entorno social, rasgo del western, Montoya plantea que es una familia disfuncional.

Santana, J.D. y Mundo Méndez han formado su “clica” o su pandilla y una noche son apresados por un delito menor. J. D. recibe un disparo y queda discapacitado de una pierna. Santana entra a la cárcel y en la primera noche uno de los reclusos intenta violarlo, y él lo mata, lo que complica su situación legal y aumenta su pena.

Santana asciende en la escala delictiva y en la estructura de poder “al interior de la cárcel”. Construye una estructura organizativa delictiva, la mafia mexicana o la Eme[6], que agrupa a los latinos en las cárceles de USA. Esta organización delictiva rivaliza y aventaja a las otras organizaciones delictivas que nuclean a presos de otras etnias como la Hermandad Aria[7] o los Guerreros Negros[8]. Así se dan aquí las agrupaciones de defensa contra el otro, rasgo del western, cuestión que nos muestra la realidad en el interior de las cárceles norteamericanas, es decir, la balcanización de la sociedad norteamericana en etnias debido al racismo.

Se representa la cárcel como el lugar donde se crea una estructura de poder burocrático paralelo al de la fuerza de seguridad de la prisión, que, aunque es estricto, tiene baches y filtraciones que permiten este desarrollo. Aparecen el transcurrir y el día a día rutinario y los lazos que se dan entre hombres que cumplen una condena, sus celadores y carceleros y también sus negocios al margen de las autoridades y la ley. De este modo, se está frente a un sistema de ritos que define la cotidianidad, rasgo del western.

A Santana le cabe el arquetipo del bandido del western. Hay una analogía entre Santana y muchísimos personajes de los westerns, en los que, además de los hombres de ley y los colonos, se encontraba el bandido. De esta forma, la cárcel en esta película se convierte en un espacio que se asocia tanto al jardín como al desierto. Está asociado al jardín debido a que la falta de control, o bien las falencias de las autoridades carcelarias, son utilizadas por los delincuentes para llevar adelante sus negocios. Esa falta de control convierte a este espacio en un desierto, ya que los crímenes más atroces son perpetrados con total impunidad.

Observamos el mundo del narcotráfico, las pandillas y el hampa desde sus inicios hasta nuestros días, y también las rivalidades entre todas estas organizaciones. Por ejemplo, uno de los presos le recrimina a Santana que “el polvo” —refiriéndose a la droga que le vendieron— estaba sucio y que él pagó una carga limpia y ahora se encuentra enfermo. Santana le da lo que se había pactado y se compromete a averiguar qué fue lo que pasó para solucionar el inconveniente. Consulta con J. D. y da la orden de matar al responsable del problema. Mundo Méndez junto a otro integrante de la Eme ejecutan la orden. Se trata de un miembro de los Guerreros Negros, lo cual provoca un enfrentamiento entre la Eme y los Guerreros Negros. En la película se menciona que también se estaba formando otra nueva agrupación llamada Nuestra Familia[9] con armeros que la Eme ha rechazado.

Edward James Olmos in American Me.

Por otra parte, se puede observar otra variante de la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena. Cadena fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel cuando tenía 16 años., luego estuvo en San Quentin[10]. La película se realizó en la cárcel de Folsom. Según Collado (2019) se habría pactado con las pandillas de la prisión para poder rodar la película. De esta forma la película se caracteriza también por su naturalismo, exigido por los acontecimientos y escenarios, rasgo del western.

En los diálogos de July y Santana acerca de sus inquietudes sobre política están presentes cuestiones como el hecho de que Rodolfo Cadena tuvo contacto con organizaciones políticas latinas como Brown Berets[11].

Santana trata de reorganizar el negocio fuera de la cárcel. Así lo vemos intentando negociar con don Antonio Scagnelli, un distribuidor de cocaína, de ascendencia italoamericana. Scagnelli tiene a su hijo preso hace seis meses en la cárcel. Santana y J. D. van a hablarle para presionarlo con la seguridad de su hijo en la cárcel, y así cambiar el negocio. La pretensión Santana y J. D. era controlar la distribución de la droga en el este de Los Ángeles. Sin embargo, Scagnelli se muestra indignado y les advierte que si algo le ocurre a su hijo dentro de la cárcel, se arrepentirán.

Los integrantes de estas organizaciones mafiosas son personajes que buscan un progreso o una mejora económica. Este conflicto económico que enfrenta a débiles y fuertes constituye un rasgo característico del western. Uno de los argumentos tratados es el costado negativo del sueño americano, encarnado en el hombre del hampa y la avidez de hacer dinero a costa de lo que sea.

Santana y J. D. dan la orden, y Mundo Méndez junto a otros miembros de la Eme en la cárcel viola y mata al hijo de Scagnelli. Como contrapartida, Scagnelli envía a las calles del este de Los Ángeles una partida de droga pura, y esto hace que muchos consumidores mueran por sobredosis y otros terminen al borde de la muerte. Esto incluye al barrio donde vive la familia y los amigos de Montoya Santana. Scagnelli contrata a los Guerreros Negros para matar a los fraccionadores de droga de la Eme. De esta forma se da el argumento de la venganza, propio del western.

En otra de las escenas del film, Santana se encuentra en la cárcel con Popote, y este le pide piedad por la vida de su hermano Popotito. Santana habla con J. D., quien ha dado la orden de matar a Popotito; y, entonces, J. D. contacta a Mundo Méndez y da la orden de matar también a Santana. Ante esto, Popote cumple y mata a su hermano en un paraje descampado.

Santana en la cárcel es ultimado a puñaladas por Mundo Méndez y sus hombres. Se muestra la aplicación de la ley y el orden, rasgo del western, visible en la condena que debe cumplir todo aquel que transgrede la ley. Además se presenta la ética y los principios en hombres que pueden ser marginales, otra característica del western, por ejemplo, el Japo se niega a participar del asesinato de Santana, pese a la amenaza de Mundo. Aquí vemos lo planteado por Hobsbawm (1983), pues Santana, como la mayoría de los bandidos, termina traicionado. La justicia norteamericana lo atrapa y se lleva los laureles. Este tema de la traición por parte de uno de sus colegas está subrayado en el personaje de D. J., presentado con el estereotipo del bandido traidor y sin códigos. En cuanto a Montoya Santana, se lo presenta como un hombre con un código moral, otro rasgo común al western. En este sentido, la película responde también a las características del western en cuanto retoma el arquetipodelsolitario, encarnado en el propio bandido Montoya Santana.

A Santana le cabe el arquetipo del veedor blanco de Pratt (2011), pero en este caso particular es un veedor que no llega a ninguna periferia. Se trata de alguien que mira con unos ojos que han sido atravesados por haberse formado en las prisiones de los Estados Unidos, donde lidera su propia red delictiva y ha vuelto a su lugar periférico en el centro imperial. Donde se reencuentra con la vida del ciudadano de a pie y la vida en libertad.

Para concluir, en American Me, Edward James Olmos reelaboró la película Goodfellas (1990) de Scorsese; la tomó de modelo, tal como hicieron otros directores de Hollywood. El principio de ambas películas presenta carteles con la leyenda «basado en una historia real». En el caso de American Me, en particular, lo que refiere específicamente es que “los hechos presentados son fuertes y brutales, pero todos ellos están inspirados en hechos reales”; el final está acompañado por rótulos en que se nos informa que en 1992 más de tres mil muertes en los Estados Unidos estuvieron relacionadas con pandillas. Otro rótulo da cuenta de hechos tomados de la vida real que se recrearon para la película. Esta aclaración es pertinente ya que, como hemos visto, se han cambiado algunos hechos o lugares, que difieren de los hechos reales.

Existe en los personajes de ambos filmes cierta nostalgia por una época mejor para ellos: en el caso de American Me, al principio sólo se trataba de niños que buscaban tener un grupo al cual pertenecer. Al final, se devela que todos tienen la marca de pertenecer a una pandilla: Pedro, el padre de Santana, y también July, quien lo tapa con maquillaje; de este modo, se los muestra respondiendo al arquetipo de nativos subhumanos. Así observamos otro de los rasgos del western: los pequeños granjeros que se unen para constituir unacomunidad defensiva. Aquí, este rasgo es reelaborado bajo la presencia de personas indefensas que se han unido buscando un grupo al cual pertenecer y para defenderse en una sociedad marcada por el racismo.

American Me no solamente pertenece a la forma de representación de rasgos autoetnográficos(Pratt, 2011), pues su director, reparto y la historia que están contando son de origen latino. También se incluye bajo la ficción crítica de los años noventa; se estrenó cuando el modelo conservador de las dos administraciones del presidente Reagan y su sucesor, el presidente George H.W. Bush, ya estaba agotado.

Finalmente, el género de la película es un híbrido entre el melodrama y el cine negro. El director nos trae la vida en las cárceles, sus redes de poder y sus negocios. Un universo en el que incluso los sin ley se rigen por un código que sanciona duramente las transgresiones.

Bibliografía:

Andrews, E. (2015). ¿Qué fueron los disturbios de Zoot Suit? Publicado el 18 de noviembre de 2015. Disponible en: https://www-history-com.translate.goog/news/what-were-the-zoot-suit-riots?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

Casetti, F. y Di Chio, F. (1991). Cómo analizar un film. Barcelona: Paidós

Collado, F. (2019). American Me (1992): Crudo retrato de un outsider. Página Web: El cine en la sombra. Publicado 3 de diciembre 2019. Disponible en: https://www.elcineenlasombra.com/american-me-1992-el-crudo-retrato-de-un-outsider/

Fojas, C. (2006). Schizopolis: Border cinema and the global city (of angels). Aztlán: A Journal of Chicano Studies, 31(1), 7-31.

Fojas, C. (2009) Border Bandits: Hollywood on the Southern Frontier. Prensa de la Universidad de Texas: Texas.

Hobsbawm, E. J. (1983). Héroes primitivos: Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX. Barcelona: Ariel S.A.

Maciel, D. R. (2000). El bandolero, el pocho y la raza: imágenes cinematográficas del chicano. México: Siglo XXI.

Maciel, D. R., y Susan Racho. «“Yo soy chicano”: The Turbulent and Heroic Life of Chicanas/os in Cinema and Television». Chicano Renaissance: Contemporary Cultural Trends. Ed. David R. Maciel, Isidro D. Ortiz y María Herrera-Sobek. Tucson: University of Arizona Press, 2000. pp. 93-130.

Mejía Núñez, M. G. (2016). «Ser pachuco en California». Revista Sincronía, núm. 69, enero-junio, 2016, pp. 471-480, Universidad de Guadalajara. Guadalajara: México. Disponible en: http://sincronia.cucsh.udg.mx/pdf/69/mejia_69.pdf

Méndez Mihura, M.X. (2016). Sujetos y espacios latinoamericanos en películas estadounidenses de ficción en la primera década del siglo XXI. Lo latinoamericano como peligro para la cultura o seguridad norteamericana: una mirada antes y después del 11 de septiembre de 2001 UNSAM—CEL.

Pratt, M. L. (2011) Ojos imperiales. Literatura de Viajes y transculturación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Russo, E. A. (2003). Diccionario de cine. Buenos Aires: Paidós.

Tudor, A. (1989) Cine y comunicación social. Barcelona: Ed. G.G.

American Me

Director: Edward James Olmos

Duración: 126 min.

Estados Unidos


[1]Pachuco/as: Jóvenes de origen mexicano en los Estados Unidos. Son descriptos por Mejía Núñez, M. G. (2016:474) como «los jóvenes nacidos en Estados Unidos, de padres inmigrantes, entre 13 y 19 años, hablaban inglés, además de utilizar una jerga para comunicarse entre ellos, formar pandillas. Utilizaban los zoot-suiters, que provenía de la tradición del jazz». El estilo zootie se atribuyó al sastre Louis Lettes y a Nathan Toddy Elkus. Estos jóvenes no tenían dinero y usaban los sacos grandes de algún mayor.

[2]Walter Winchell: periodista y locutor. Tuvo una audiencia masiva que generaron tanto admiradores como detractores. Fuente: Britannica, T. Editors of Encyclopaedia (20 de junio de 2021). Walter WinchellEnciclopedia Británica. Disponible en: https://www.britannica.com/biography/Walter-Winchell

[3]Sleepy Lagoon: era un embalse junto al río Los Ángeles frecuentado por mexicoamericanos. Su nombre se debía a la canción, «Sleepy Lagoon», del compositor Eric Coates, con letra de Jack Lawrence, que fue grabada en 1942 por Harry James. Era una de las mayores reservas de agua que irrigaba el Rancho de la Familia Williams, en los años cuarenta y ubicado cerca de la ciudad de Maywood. El hecho histórico de Sleepy Laggon fue el arresto de los jóvenes pachucos en agosto de 1942 por el asesinato del joven José Gallardo Díaz.

[4]José Gallardo Díaz (1919-1942). Disponible en: https://www-pbs-org.translate.goog/wgbh/americanexperience/features/zoot-jose-gallardo-diaz/?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

[5]Rodolfo «Cheyenne» Cadena (15/04/43 – 17/12/72) fue jefe de la mafia mexicano-norteamericana o La eMe (la letra M en español). Cadena nació en San Antonio, Texas. Cadena se convirtió en miembro de la banda Barrio Viejo (ahora conocida como Barrio Bakers). Fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel en 1959. En el momento de su condena, Cadena tenía 16 años.

[6]La Mafia Mexicana, La Eme o MM: organización criminal en los Estados Unidos de América conformada mayoritariamente por personas de origen mexicano. Es la pandilla más poderosa en las prisiones.

[7]La Hermandad Aria: grupo del crimen organizado en los Estados Unidos dentro y fuera de las prisiones.​ Son supremacistas blancos.

[8]Los Guerreros Negros (Black Guerilla Family): grupo afroamericano del poder negro del crimen organizado en los Estados Unidos. Fundado en 1966 por George Jackson, George «Big Jake» Lewis y W.L. Nolen, quienes cumplían sentencia en San Quentin en el condado de Marin, California.

[9]Nuestra Familia: organización criminal de pandillas penitenciarias mexicoamericanas con orígenes en el norte de California.

[10]Prisión estatal de San Quentin (SQ): ubicada al norte de San Francisco, en el condado de Marin, empezó a funcionar en julio de 1852. Es la más antigua de California.

[11] Brown Berets (Boinas Cafés): organización política latina formada hacia 1967 por jóvenes que buscaban evitar la violencia policial discriminación contra la comunidad y la latina.

Narrativa transtemporal

Por: Alejandra Laera

Alejandra Laera es titular de la cátedra de Literatura Argentina (UBA) y codirectora de la Maestría en Periodismo Narrativo (UNSAM), además dirige el Instituto de Literatura Argentina. Es autora de los libros El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (Fondo de Cultura Económica, 2004), Ficciones del dinero (Fondo de Cultura Económica, 2014) y de numerosas publicaciones. En este texto invita a repensar una política de la literatura a partir de la potencia de las narrativas transtemporales.


Empiezo con una pregunta[i]:

¿En qué se distingue la coexistencia de diferentes temporalidades en un mismo momento del mundo (por ejemplo: ahora), de la coexistencia de diferentes temporalidades en una misma novela (por ejemplo: Mugre rosa, de la escritora uruguaya Fernanda Trías, publicada en 2020, que cuenta la contaminación letal del aire y las aguas en la costa uruguaya)?

Voy con otra:

¿Qué dura más: un rato vivido en el mundo (por ejemplo: la hora que puede llevar leer este ensayo) o un rato transcurrido en una novela (por ejemplo: la descripción final de la tala del pino que abarca en una sola oración las más de diez páginas finales de Leñador, del escritor chileno-norteamericano Mike Wilson, de 2013)?

La última pregunta es de multiple choice:

¿Es más real la velocidad capitalista que arrasa con el mundo conocido que la velocidad de las acciones que se suceden sin respiro en la novela Cataratas de Hernán Vanoli del 2015? Sí. No. Depende.

Por supuesto, estas preguntas son más que un juego, son más que una trampa para “hacer caer” al que responde. Probablemente muchxs de quienes están leyendo piensen, de hecho, que es más fácil saltearse en soledad renglones enteros del final de la novela de Wilson que no firmar un documento de google forms contra el calentamiento global que circula por los grupos de wasap. Y casi con seguridad, nadie diría que es más real el aceleracionismo narrativo de Cataratas que el aceleracionismo como estrategia política radicalizadora de las contradicciones del capital que han presentado, con objetivos opuestos, la derecha y la izquierda en los últimos años. Y, sin embargo, es precisamente sobre esos contrastes que quiero llamar la atención, aunque no para, y esa sería la trampa, exhibir el valor diferencial de la literatura, incluso su superioridad, en la revelación de los problemas que aquejan al mundo que vivimos. En cambio, me interesa pensar, siempre localizadamente, por un lado, dentro del ámbito de las humanidades y con el marco del estado de crisis instalada que atravesamos (financiera, climática, ecológica), en la recuperación y revisión de la idea de función para la narrativa ficcional, no como una búsqueda ad hoc sino como efecto potencial de la imaginación narrativa desplegada en las novelas mediante ciertos procedimientos específicos. Por otro lado, en el terreno de la relación muchas veces reactiva entre ciencias y humanidades, me interesa plantear los alcances irreductibles de la imaginación ficcional en lo individual y lo público, tanto frente a lo apocalíptico o lo negacionista de los discursos mediáticos como respecto del lenguaje especializado, y tantas veces hermético para el lector común, de las ciencias.

Es en este punto, precisamente, donde podemos repensar una política de la literatura, ya no tanto a la manera en la que Jacques Rancière la postula para la novela moderna en términos de representaciones del mundo y de un reparto efectivo de lo sensible en el que intervino la ficción realista en la época de su reinado, sino en sede contemporánea, como politicidad de la literatura en términos de imaginación narrativa sobre el mundo y sobre otros posibles repartos de lo sensible que esa imaginación narrativa habilita. Como si entre la novela moderna y la novela contemporánea se pasara, para decirlo a modo de procedimiento gramatical, de los tiempos perfectos o imperfectos al tiempo de los condicionales.

Alicia Herrero, Vanitas, 2021-2022, Acrílico, madera, lienzo, acero, 175 x 200 x 9 cm

¿Qué es, entonces, volviendo, lo que llamo narrativa transtemporal?

Se trata de un conjunto de novelas contemporáneas que despliegan una imaginación narrativa en la que conviven tiempos y temporalidades muy diversas que afectan a sus protagonistas y orientan las tramas y su desenlace. En ella, pasado, presente y futuro se pueden discontinuar, superponer, yuxtaponer, condensar, alternar, ensamblar, diluir… Y en ella, también, puede haber a la vez cronología, anacronismo y heterocronía, continuidades, repeticiones y ciclos, líneas, rizomas y espirales, homogeneidad y heterogeneidad.

Les comparto dos ejemplos bien contrastantes. El primero es Distancia de rescate (2014) de Samantha Schweblin. La novela se compone sobre la base del diálogo entre una mujer y un chico que intentan detectar, por medio del relato de ella, con el que busca reconstruir los días previos en el pueblo sojero donde viven, el momento exacto del pasado en el que se produjo sin causa aparente su envenenamiento mortal y el de su pequeña hija, el mismo que antes puso al chico al borde de una muerte de la que lo salvó la ¡transmigración de las almas! practicada por una curandera local. Desde el inicio, la novela subraya la necesidad de encontrar el detalle que provocó los envenenamientos: el chico insiste en que la mujer los observe hasta dar con el que importa, que para ello vuelva hacia atrás, que saltee lo demás. “Todo eso no es importante, y ya casi no nos queda tiempo”, le dice. “¿Por qué sigue entonces el relato?, le pregunta ella. Y él: “Porque todavía no estás dándote cuenta. Todavía tenés que entender.” Avanzada la novela, nos enteramos de que ese relato en busca del detalle se hizo más de una vez, siempre el mismo pero un poco diferente; es decir que leemos solo una de las versiones de un relato que, a su vez, es una de las versiones del pasado. Ese detalle concentra la explicación que permite comprender lo que ocurrió (el envenenamiento por agroquímicos usados en las plantaciones de soja), e incluso, se sugiere en la narración, anticiparnos a lo que vendrá.

El relato, por medio de un complejo juego temporal en el que prevalece la recursividad (detenerse, recapitular, avanzar para volver a contar: desacelerar la narración para, paradójicamente, no perder más tiempo), incita, acicateado por un diálogo que se abre a temporalidades con lógicas diversas, a despertar la atención y activar una imaginación sobre el mundo que vivimos que nos permita comprenderlo mejor y, también, y por qué no, vivir mejor en él. Es lo que llamo, en el conjunto de la narrativa transtemporal, novelas de la desaceleración narrativa: un modo de ralentizar argumental y procedimentalmente la sobreexplotación capitalista de los recursos naturales, en este caso por medio de los agrotóxicos, para empezar de nuevo y relacionarnos ecoafectivamente con el ambiente que nos rodea.

El siguiente es el otro ejemplo, el opuesto. En Cataratas (2015) de Hernán Vanoli el presente está hecho de elementos y ambientes actuales incrustados con proyecciones de un futuro próximo: la vida de los protagonistas transcurre entre reconocibles viajes en tren o micro hacia Misiones, un congreso de ciencias sociales y actividades de contrabando, escritos de investigación para Conicet, la información y las acciones de la red implantada en el iris de los ojos con la que hasta se puede pagar con débito automático, la vida que transcurre en plataformas virtuales de élite,  mutaciones experimentales que alteran los cuerpos hasta la discapacidad o la superpotencia. Todo está mezclado y sin embargo es distinguible, incluso el pasado, que retorna en una célula terrorista enclavada en el monte misionero que defiende el ecosistema de contrabandistas de químicos de alta gama, y también en los nombres de los personajes, en los que reconocemos a militantes de organizaciones armadas de los 70 (como Marcos Osatinsky o Alicia Eguren), a sindicalistas (como José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel) e incluso a antiguas figuras de la televisión (¿se acuerdan del Facha Martel, de Cristina Lemercier?). En Cataratas hay realidad y virtualidad, comida chatarra y biotecnología, guerrilleros, villanos, superhéroes. Y todo se narra, con el marco de una novela de aventuras decimonónica, de manera profusa, acumulativa, proliferante: en catarata parece avanzar la información, la acción, la trama. Nada se detiene nunca, nada se repite de la misma manera: la aceleración se lleva al máximo y la novela se convierte en el relato de una aventura fármaco-socio-sensorial-tecnológica. Y si en Leñador, como mencioné al comienzo, la última acción era una última oración de más de diez páginas en las que el protagonista describía la tala de un pino en los bosques del Yukón (otro espacio de aventura), en Cataratas, en la última página y cuando todo parece haber concluido, se precipita un desenlace inesperado lleno de súper acción en el que cabe la posibilidad de que en el futuro se redistribuyan los roles entre buenos y malos y que los buenos triunfen y hasta elijan vivir ecoafectivamente en ambientes naturales. Esta es una novela de la aceleración narrativa (como si pusiera en el relato el Manifiesto Político Aceleracionista de Williams y Srnicek): un modo de agudizar argumental y procedimentalmente las contradicciones del capitalismo y pasar a una fase poscapitalista, en este caso por medio de la biotecnología.

Alicia Herrero Estimate U$S 5.000.000.- Quianlong Vase , 1998 (Estimado U$S 5.000.000.- Vaso Quianlong) Lámina de aluminio y esmalte, 270 x 56 x 15 cm

Como espero se haya notado, si empecé este ensayo con un juego que era más que un juego no fue por pretensión de ingenio, sino porque esta multiplicidad diversa de tiempos y temporalidades implica, por un lado, un ejercicio compositivo de las novelas que requiere de recursos y procedimientos narrativos específicos, pero, por otro lado, implica, por la vía de un despliegue de la imaginación narrativa, una puesta en juego de concepciones del tiempo e interpretaciones de su pasaje. Y desde ya, y esto me interesa recalcarlo acá, implica un modo de leer: un modo de leer de la crítica cultural que, a partir de unas historias narradas con unos procedimientos específicos, sondea la imaginación narrativa desplegada en ciertas novelas, no para explicarla ni menos aún comentarla, sino para, despegándose de ella, sondear entonces (la expresión viene de la traducción de un libro de Isabelle Stengers) en los modos en que esa imaginación narrativa activa una imaginación y unas prácticas que ya no son del orden de la novela sino de la vida en el mundo. La narrativa transtemporal, la imaginación narrativa transtemporal es de lo que más me interesa, en estos tiempos, justamente, de crisis, de lo que se da en llamar “agotamiento del mundo”, de pesimismo ante la pregunta “¿hay mundo por venir?, de condiciones en las que los finales ya no lo son de los relatos, como se decía en los 90, sino de las especies, en un momento en el que la escala y las formas relativamente controlables de los objetos y los elementos naturales se han alterado por completo y hablamos de cuasi-objetos e hiper-objetos en un registro que no es solo teórico.

En un tiempo presente, así, como este, la imaginación narrativa transtemporal está entre lo que más me interesa por su activación novelesca sobre el mundo y su potencialidad de activación en y para el mundo. Porque la transtemporalidad, en tanto modo de leer de la crítica cultural, nos permite conectar a las novelas con el mundo que habitamos al interpelar directamente los paradigmas modernos y modernistas del tiempo y, por lo tanto, a ciertos trayectos emprendidos sobre ese mundo que habitamos.

En un libro ya clásico como Nunca fuimos modernos, que tiene casi ¡treinta años!, Bruno Latour dedica una sección al tiempo, y lo distingue claramente de las temporalidades al explicar que el pasaje del tiempo puede tener múltiples interpretaciones y cada una de ellas es la temporalidad. Esa distinción es central, como sabemos, porque supone, además de nuestra comprensión histórica del tiempo, de nuestra organización de los acontecimientos, una naturalización de la experiencia colectiva del tiempo (que desde ya no es lo mismo que la experiencia individual del tiempo, una suerte de temporalidad personal que implica el aburrimiento o la ansiedad o la rutina o lo que fuere). Cortes radicales en el presente, rupturas epistemológicas y derogación del pasado, horizonte continuo de progreso, cronología secuencial, linealidad, irreversibilidad: esa es la comprensión moderna del tiempo; es, por lo tanto, la temporalidad moderna impuesta a un régimen temporal que admite otros funcionamientos, ¡temporalidades!, en los cuales no hay necesariamente una asimetría entre pasado y futuro. Frente a la interpretación unívoca del tiempo que quiere ser la temporalidad moderna, otras interpretaciones posibles que no son lineales sino espiraladas, porque, sostiene Latour, “siempre seleccionamos activamente elementos pertenecientes a tiempos diferentes”. Si no ordenamos los hechos a lo largo de una línea sino siguiendo la forma de la espiral, nos dice, vamos a ver que acontecimientos que parecían alejadísimos se encuentran próximos, que coincidencias entre pasado y presente que parecían arcaísmos resultan de la fractalidad propia de esa selección activa de tiempos diferentes que solo la imposición de una temporalidad moderna (de una idea moderna del paso del tiempo) puede desechar. Es que, concluye Latour, de lo que se trata no es ni del tiempo ni de una temporalidad sino de la politemporalidad.

Politemporalidad: algo tan evidente, cuando nos lo dicen, como lo es, para la física, que el tiempo pase más rápido en las alturas (los bosques árticos del Yukón en Leñador, el monte misionero en Cataratas) que en la llanura (el campo sojero de Distancia de rescate, la costa atlántica oriental en Mugre rosa), es decir que transcurra a velocidades diferentes. De esto último no habla Latour pero lo aprendí con Carlo Rovelli (en El orden del tiempo) y también lo podemos pensar como otra posibilidad de la politemporalidad porque supone que, al mismo tiempo, el tiempo tiene velocidades diferentes y por lo tanto habilita interpretaciones diferentes de su pasaje. Como sea, ¿por qué, entonces, siguiendo a Latour, no hablo de narrativa politemporal sino de narrativa transtemporal? La diferencia es del orden de lo específico: mientras la politemporalidad describe la multiplicidad de modos posibles de interpretar el paso del tiempo, la transtemporalidad es la imaginación de la experiencia concreta de la coexistencia de temporalidades que ponen en cuestión las relaciones habituales entre pasado, presente y futuro. Esa experiencia concreta es solo posible en la ficción, de allí que la noción de transtemporalidad sea específica, es decir específicamente literaria. En la narrativa transtemporal, y ahí radica su potencia, el desorden asignado generalmente a nuestro modo de imaginar el futuro está puesto también en el presente y en el pasado, como si nuestra visión desenfocada del mundo que marca, según también lo explica Rovelli en su libro, la diferencia entre pasado y futuro se aplicara en 360º para alterar la lógica conocida. Por eso, a diferencia de otras narrativas que han puesto de relieve el tiempo, ni solo ejercicio compositivo, ni solo, tampoco, ejercicio argumental (ni tampoco, desde ya, la exploración a la vez de la subjetividad moderna y de la novela moderna que hizo la novela de Proust).

Con la transtemporalidad de la novela contemporánea podemos imaginar narrativamente la politemporalidad como coexistencia, como tensión, como colisión, como colapso, pero también, en su comprensión, activar modos ecoafectivos de habitar el mundo, prácticas discretas activadas por la imaginación una vez que cerramos el libro. Esa es su irreductibilidad. Y también la de la crítica en la medida en la que, con nuestros modos de leer, sondeamos en esa imaginación narrativa transtemporal, sondeamos activaciones, las impulsamos, conectamos una imaginación específica (en tanto ficcional) con una imaginación heterónoma (sobre el mundo y los modos de habitarlo), vamos de la especificidad irreductible de la narrativa ficcional a la heteronomía que nos exige el mundo que vivimos. Es así, propongo, con lo que quiero definir como una crítica cultural entendida en términos de especificidad heterónoma, que podemos intervenir en los debates urgentes (sobre la inflexión que asumió en las últimas décadas el capitalismo, sobre los límites de la modernidad, sobre el agotamiento del mundo, sobre la situación socioambiental, entre otros).

Si tuviera tiempo, les propondría ahora volver a jugar con las preguntas con las que empecé este ensayo, a ver qué respondemos, si respondemos lo mismo o buscamos alternativas.


[i]  Este texto fue presentado con mínimas variantes al panel de cierre “Tiempo y temporalidades en las Humanidades y en las Ciencias” del II Congreso Internacional Las Humanidades por venir organizado por el IECH (Universidad Nacional de Rosario – Conicet) el 9 de junio de 2023.


Literatura, intelectuales y activismo negro en Brasil. Sobre la reedición de «A descoberta do Frio» (1979) de Oswald de Camargo

Por: Pía Paganelli

En este ensayo, Pía Paganelli reseña A descoberta do Frio (1979) de Oswald de Camargo y subraya la relevancia que cobra su reedición (Companhia das Letras, 2020) para el activismo negro en Brasil. Además, inspecciona el campo cultural afrobrasileño de fines de los años 70, con el colectivo Quilombhoje.


El campo literario afrobrasileño se reconfiguró en los años 1970 en el marco de la resistencia a la dictadura militar en Brasil; pero también gracias a la influencia que las diversas agrupaciones del activismo negro recibieron, por un lado, de la lucha a favor de los derechos civiles de la población negra en los EE.UU; y, por el otro, de los debates que surgieron en África a partir de las guerras de independencia. Conscientes de la pérdida de vitalidad y visibilidad que venía experimentando la literatura negra en el país, desde la obra del poeta Solano Trindade, en los años 1950; se produjo, en la década de 1970, un intento por redefinirla. Dicho proceso estuvo protagonizado, principalmente, por jóvenes afrobrasileños junto con antiguos militantes de los movimientos negros del país, como el Frente Negro Brasileño de los años 1930, el Teatro Experimental del Negro de la década de 1940, y el Movimiento Negro Unificado, que surgió en el contexto de resistencia a la dictadura.

En esta nueva etapa, se comenzó a concebir a la literatura como una expresión de la propia subjetividad racializada y, además, como una herramienta política para disputar sentidos con todos aquellos mitos que habían esculpido la democracia racial, en tanto discurso de nación en Brasil; sustentado, sobre todo, en la monumental obra de Gilberto Freyre, Casa grande e senzala (1933), que desde la década de 1930 sentó las bases de la ideología justificadora de la dominación blanca, así como de la falsa realidad en la cual las relaciones raciales, si no son idílicas, al menos se consideran aceptables en el país. Por lo tanto, si bien se trató de un tipo de literatura orientada a la subjetividad del escritor, fue combativa por haber nacido de la experiencia de racialización de la población negra en Brasil; y, además, se propuso el proyecto político de reescribir la historia oficial, con el objeto de desterrar la imagen distorsionada que del afrobrasileño había transmitido la literatura nacional. Por esto, se trató de una literatura que buscó recuperar a los héroes de la historia afrobrasileña, y reencontrar y revalorizar sus raíces africanas.

En este contexto de discusión intelectual se gestó, en 1980, en el estado de San Pablo y bajo la dirección del escritor afrobrasileño Cuti (seudónimo de Luiz Silva), la fundación del colectivo literario Quilombhoje; que estuvo integrado, en su fase inicial, por Cuti, Oswaldo de Camargo, Abelardo Rodrigues, Paulo Colina y el escritor argentino Mario Jorge Lescano. Este colectivo nació con la finalidad específica de debatir, de forma pública y abierta, los posicionamientos políticos y literarios de los intelectuales negros. Se trató de una agrupación literaria integrante de la amplia movilización cultural y política del Movimiento Negro Unificado, que alentó la unión entre organizaciones afrobrasileñas de todo el país y denunció, durante la dictadura militar, el racismo en todas sus formas.

Miembros del colectivo Quilombhoje (1983)

Los primeros objetivos del grupo Quilombhoje se fueron ampliando con la organización de importantes proyectos culturales, entre los cuales se destacaron recitales poéticos y debates públicos sobre literatura. Las famosas “rodas de poemas”, que realizaba el grupo, eran encuentros de declamación, animados con breves piezas musicales llamadas “pontos”, creadas por el grupo y enmarcadas en ritmos de tradición afrobrasileña (como el jongo, el samba de roda, y el ijexá). En estos encuentros, a pesar de ser abiertos y de alentar la libre participación del público, se homenajeaba siempre a alguna figura del mundo negro, como Pixinguinha, Luis Gama, y Agostinho Neto, entre otros.

Quilombhoje conformó un movimiento reivindicativo con un fuerte componente sociológico y, al mismo tiempo, buscó una creación artística pura y renovadora del lenguaje literario. Ambos aspectos del colectivo se encontraban atravesados por la perspectiva de racialización inscripta en los cuerpos de sus escritores y escritoras, y mediatizados por la constatación de la tendencia, en la literatura brasileña, de enmascarar la realidad del racismo y de subvalorar la presencia africana en el país. 

A lo largo de la década de 1980, durante la restitución democrática, se incorporaron al grupo escritores tan relevantes como Miriam Alves, José Alberto, Márcio Barbosa, Oubi Inaê Kibuko, Esmeralda Ribeiro, Sônia Fátima da Conceição y Jamu Minka, quienes marcaron los nuevos caminos del grupo y, en general, de la literatura negra en el Brasil. Además, como relevo generacional, se encargaron tanto de los nuevos proyectos, como de continuar la labor iniciada por Cuti y Hugo Ferreira, con la famosa antología de literatura negra Cadernos Negros. Dicha antología nació en 1978, en el barrio negro paulista de Bexiga, donde estaba una de las Escuelas de Samba más importantes del estado, la escuela de samba Vai Vai; y en donde también, años antes, se había localizado el mayor quilombo urbano de la región: el famoso Quilombo Saracura. En ese barrio funcionaba el Centro de Cultura y Arte Negra (CECAN), muy activo en la época, del cual nació luego, la Federación de Entidades Afrobrasileñas del Estado de San Pablo (FEABESP), que buscó aglutinar a todas las organizaciones culturales afro. Fue en el CECAN en donde nació el proyecto de crear una antología de poemas y cuentos negros, cuya primera edición salió bajo la edición y coordinación de Cuti, y que continuó publicándose, periódicamente, con apoyo financiero de los mismos escritores y escritoras negras. No se podría entender el activismo del grupo Quilombhoje y el resurgimiento literario del mundo negro en el Brasil contemporáneo sin esta antología que, durante casi 30 años, ha sido, posiblemente, casi el único medio del que han dispuesto los escritores negros para publicar su obra en el país. 

Un año después, en 1979, se publicó una de las novelas pioneras de la propuesta literaria del colectivo Quilombhoje: A descoberta do frio, del escritor Oswaldo De Camargo, que fue reeditada este año por la famosa editorial paulista Companhia das Letras. Es necesario rescatar la importancia de esta reedición, porque responde al pronunciamiento público, realizado por esta editorial, en el año 2020, respecto al reconocimiento de su sesgo racista y la consecuente ausencia de escritores negros publicados por el mercado editorial. Esta reedición forma parte del compromiso público asumido para promover la equidad y ofrecer un catálogo más representativo y diverso, con escritores nuevos y otros ya conocidos por el público, como es el caso de Oswaldo de Camargo.

La importancia de la reedición de esta novela es que, en ella, su autor denuncia las representaciones estereotipadas del sujeto afrodescendiente, entendiendo el estereotipo como agente discursivo de discriminación. No se puede desdeñar que la representación animalizada y caricaturesca del personaje afrobrasileño ha sido una constante a lo largo de la historia, con el objetivo de mostrar un ser inferior y justificar su postergación social. En todas las formas expresivas, tanto en la literatura, como en la música y las artes plásticas, se han manipulado sus rasgos o expresiones corporales hasta la deformación grotesca, o se lo ha presentado en posturas o actitudes que inducían a esta percepción.

Por otro lado, en la novela se configura un nuevo enunciador que es a la vez literario y político; en la medida en que el autor piensa a la literatura como un arma de denuncia y de concientización respecto de la situación de opresión socio-cultural del afrobrasileño, partiendo siempre de un claro enfrentamiento con los mitos raciales y los discursos más reaccionarios del pensamiento social brasileño. De tal manera, la novela pone en tensión ciertas discusiones que se estaban dando al interior del campo intelectual negro de la época, y del grupo Quilombhoje, y que se inician en Brasil con la obra de Cruz e Sousa, a finales del siglo diecinueve, y que tienen como puntos de referencia, en el siglo veinte, a las obras de Lino Guedes y de Solano Trindade.

En A descoberta do frio, Oswaldo de Camargo revierte la poca influencia que la temática negra había tenido en sus primeras obras, escritas entre los años 1950 y 1960, y postula como temas centrales la discriminación racial y el compromiso del intelectual negro, sin desdeñar el rigor de los recursos artísticos. Tal como lo señala el sociólogo Clovis Moura, quien prologó la primera edición de la novela: “La dramaticidad a través de la cual De Camargo trata el tema y manipula a sus personajes le permite terminar su libro en una postura de artista que domina su técnica”.

La novela gira en torno a la problemática del racismo en el escenario de una ciudad sin nombre, en tanto podría ser cualquiera de Brasil, cuyos personajes principales son intelectuales pertenecientes a diversas agrupaciones del activismo negro. El racismo se presenta de forma sutil en la estructura narrativa, su principal articulador es un supuesto “frío” que afecta solamente a aquellos cuerpos racializados. Dicho frío es descreído por la mayor parte de la población, pero según el personaje principal que se encarga de hacerlo visible y denunciarlo, Zé Antunes (también enigmático porque aparece de golpe en la ciudad y se desconoce su origen), se trata de un tipo de epidemia que ha diezmado históricamente a la población negra, y cuyos efectos jamás fueron divulgados ni reconocidos por la comunidad. La acción dramática llega al clímax cuando en plena Plaza Lundaré, frente a la estatua del libertador negro Zumbi dos Palmares (líder quilombola e ícono de la resistencia del movimiento negro en Brasil), se hace visible una víctima, es decir, toma cuerpo el concepto abstracto del frío, en el joven Josué Estevão.

El personaje de Zé Antunes circula por diversos ámbitos buscando una explicación para el fenómeno, y por ello se lo tilda de loco en algunos lugares, y de visionario en otros. El mayor acierto del autor es que la enfermedad del “frío” se mantiene inexplicable a lo largo de toda la novela, y construye la tensión en la trama a través de sutiles detalles que nunca se terminan de resolver. Recurso que, por otro lado, invita al lector a reflexionar sobre una problemática compleja, como la del racismo, que, si bien la nación brasileña se ha encargado históricamente de invisibilizar, se manifiesta concretamente en el deterioro de las condiciones de vida y, también, en la desaparición y exterminio físico de la población negra.

Este personaje describe a la enfermedad del “frío” casi como un “banzo”, es decir, como el estado anímico al que se abandonaban las personas esclavizadas en Brasil frente al despojamiento de su cultura:

“un frío que hace que el infeliz se sienta ridículo, se cubra de franelas, sombreros y pieles; la mandíbula tiembla tanto que se escucha desde lejos, la víctima no logra hablar, de los ojos nacen lágrimas, pero, Padre, es por dentro que se siente la miseria: el infeliz se convierte en un campo de batalla en el que la desgracia celebra su completa victoria. Parece que su pensamiento, lo único que puede hacer en ese momento, es el siguiente: ¡Dios Mio! ¿Si fuese blanco?! […] Soy un microbio, voy a desaparecer. Y desaparece, definitivamente”.

Por lo tanto, el principal síntoma de esta epidemia no afecta al cuerpo, sino al espíritu, al aspecto más íntimo del individuo. No se trata de un fenómeno meteorológico, sino existencial y social, sostiene Clovis Moura en el prólogo. De manera tal que, al afectar al negro, lo hace sentirse avergonzado y con deseos de desaparecer: “Para mí, el negro tiene el alma amputada, no tiene tierra, cayó del cuerpo de África, se dañó”, se afirma en la novela.

Un momento importante que verifica la existencia del “frío” en la historia de la comunidad negra se produce cuando el poeta Batista Jordão (mención aparte merece la intertextualidad religiosa en la novela) encuentra, en antiguos periódicos de la prensa negra, versos del poeta Pedro Antonio García quien, en 1920, ya había denunciado, inútilmente, esta terrible epidemia. En este episodio no solo se pone en evidencia la necesidad de recuperar la historia colectiva para forjar una memoria común, sino que también se problematiza la función del intelectual negro en la denuncia del racismo y en la construcción de un contra-canon literario. Es decir, el escritor negro, al tomar conciencia de su identidad racializada, se desprende de los cánones de la literatura blanca, para buscar un estilo próximo a sus raíces ancestrales:

“Cuando Pedro Antonio García, parnasiano en 1920, rompió con la métrica, la rima y otras normativas, para decir con versos libres e impotentes: ‘Yo vagabundeo toda la noche, vagabundeo, vagabundeo/ por la ciudad, retraído y mudo/ me cayó, inesperado, el frío en el alma’. Cuando escribió eso, testimoniaba solamente el frío. […] Pedro García murió en la miseria. Habló y escribió durante doce años sobre el frío. Y los versos se comportaron mal, y palabras de cuño quimbundo surgieron, batucando sobre el suelo en el cual imperaba, hacía mucho tiempo, el verso alejandrino”.

De Camargo intercala, en la trama principal de la novela, la representación de las disputas dentro del campo intelectual negro en torno al racimo y sus efectos en la literatura. En este campo, el personaje de Batista Jordão se presenta como un intelectual no comprometido, en tanto que no pertenece a ningún grupo literario y es conocido por una famosa obra titulada “Várzea da Mansidão”, en clara alusión a una postura pasiva frente al conflicto racial, es decir, alienado: “Batista Jordão, el poeta negro sin tierra negra, sin territorio afro, sin nada!”. El campo intelectual se encuentra tensionado entre el grupo de escritores que se reúne en el “Bar Malungo” y el grupo de escritores que se reúne en el “Bar Toca das Ocaias”, en donde ya desde el nombre de los bares se representan las divergencias intelectuales y de clase de cada grupo. El líder de la primera agrupación es Laudino da Silva, y nuclea a periodistas y activistas del movimiento negro, cuyas principales preocupaciones giran en torno a la necesidad de pensar una literatura negra. Se expresan a través, principalmente, del diario “Palabra Negra”. Por oposición, los escritores que se reúnen en el “Bar Toca das Ocaias” son jóvenes académicos negros que, a causa de su formación universitaria, integran una elite distanciada de las preocupaciones populares, y cuyas discusiones aún no dan cuenta de una toma de conciencia del problema racial en Brasil, pues reciben una gran influencia del movimiento francés de la Negritud y son lectores ávidos de escritores como Cruz e Sousa y Solano Trinidade (ambos escritores que tuvieron que adaptarse a los patrones de la literatura blanca para evitar la marginalización). De ahí que en la novela se los denuncie como intelectuales “emblanquecidos”.

Por lo tanto, De Camargo plantea que la discusión en torno a la constitución de una literatura negra en Brasil no debe ser pensada en el marco de una elite ilustrada, alejada de los intereses del pueblo, sino como resultado de la militancia, como consecuencia de una toma de conciencia social, cultural y étnica, que permita forjar un frente negro de activistas, artistas e intelectuales para exigir la ciudadanía plena de la población negra en el país. Tal como sostiene Clóvis Moura:

“Esa literatura, especialmente en la rama de la ficción, podrá dar al negro brasileño una visión de su situación en la actual estructura social, dinamizarlo para que se descongele ideológicamente y, al mismo tiempo, cree una óptica social, cultural y étnica capaz de recomponerlo como sujeto y exigir el lugar al que tiene derecho en la sociedad brasileña”.

La metáfora del frío, que recorre la tensión narrativa, es la escenificación literaria del racismo, concretizado en un tipo de enfermedad de difícil identificación. Es recién hacia el final del relato que el frío puede ser testimoniado, aceptado y denunciado por toda la comunidad. A través de este recurso simbólico y la reticencia a brindar explicaciones, el autor logra denunciar el racismo como un fenómeno serio, pero aún no asumido en su totalidad por la población negra y sus intelectuales. En la línea del intelectual comprometido sartreano, De Camargo asume su función de denuncia y compromiso con la situación de opresión del negro en Brasil e interpela principalmente a sus compañeros intelectuales, activistas y escritores en su función de hacer visible tal problemática y refundar la literatura negra.

La dimensión simbólica, en la cual se mantiene la novela, la “salva” de la extendida actitud analítica y divulgadora, profundamente didáctica, que se ha esgrimido para desvalorizar la obra de algunos autores del grupo Quilombhoje. Los grandes aportes de este grupo fueron los de aglutinar, tanto formal como temáticamente, toda una tradición de literatura negra en el Brasil, aunque estuvieran inmersos en un proceso de búsqueda de un lenguaje propio, auténtico, y con el que se sintieran plenamente identificados. Sin embargo, Quilombhoje se ha constituido en una de las voces críticas del mundo afrobrasileño en el proceso de liberación de la alienación que históricamente lo ha definido. En sus obras, estos autores han tratado de encontrar un equilibrio entre la lucha reivindicativa, en defensa de los valores y cultura negros, y la preocupación estética, partiendo de una perspectiva histórica que les permitió elaborar un proyecto de futuro que tuvo, sin dudas, un gran impacto en las nuevas generaciones de escritores afrobrasileños.



A descoberta do Frio

Oswald de Camargo

São Paulo, Brasil

2020

136 páginas

La biografía como invocación. Una lectura sobre «Autobiografía de mi madre» de Jamaica Kincaid

Por: Lucía Belmes

En este trabajo realizado en el marco del seminario “Vidas ajenas en el siglo XXI. Escrituras biográficas en América Latina”, dictado por Patricio Fontana, Lucía Belmes se centra en los modos en que la novela Autobiografía de mi madre de Jamaica Kincaid problematiza los relatos posibles sobre la fundación de un origen en relación a las identidades de la diáspora africana.


“Mi madre murió en el momento en que nací así que durante toda mi vida no hubo nada que se interpusiera entre la eternidad y yo; a mis espaldas había siempre un viento negro y desolador” (Kincaid, 2021: 9). En el inicio de Autobiografía de mi madre (1996) está el abismo que abre la muerte de la madre. Xuela, la narradora, va relatando los acontecimientos de su vida desde ese comienzo dramático hasta la adultez, intentando recomponer los fragmentos de un origen abierto y desconocido. Un primer interrogante que surge en la lectura de la novela es acerca de qué significa que sea titulada como una autobiografía. ¿La narradora es una figura indisociable de su madre? O acaso la madre permanece de manera espectral sobre la existencia de la hija, una presencia enigmática que tal vez sea posible develar en la escritura. Entre ellas no alcanzó a haber un reconocimiento: “en mi origen estaba esta mujer a la que nunca le había visto la cara” (ídem). La muerte establece una continuidad, para conocer a la madre, Xuela tiene que contar su propia historia, imaginar esa vida que dio origen a la suya.

Lo que sigue a ese comienzo es el relato de cómo la narradora fue entregada, por su padre, a la mujer que le lavaba la ropa para que la críe y se ocupe de ella. Desde ahí, el padre será una figura intermitente, que estará presente con más o menos intensidad en los momentos de su vida. Pero, como veremos, funciona como otra de las aristas de esa trama familiar que ella busca revelar, intentando otorgarle un sentido a su carácter, a sus afectos y ambiciones. “¿Quién era? Me lo pregunto todo el tiempo, hasta el día de hoy.” (Kincaid, 2021: 39). Así, la narración avanza entre el crecimiento y la madurez de la narradora y sus interrogantes sobre los vínculos familiares. En ciertos momentos la madre aparece como en un sueño, la protagonista sólo alcanza a ver sus pies descalzos, una pollera hasta los talones, pero nunca puede ver el rostro. Es una imagen espectral que alimenta sus fantasías. El anhelo de recuperar una proximidad con su madre se sostiene en la escritura, como si creara, en sus conjeturas sobre el origen de su vida, el espacio para que ese encuentro acontezca. 

Es posible ubicar la novela en relación con otras biografías de hijos sobre sus padres, un subgénero prolífico desde el siglo XX a esta parte, en el que participan diversos textos de autoras y autores consagrados como Paul Auster, Philip Roth, o, para citar ejemplos locales, Un comunista en calzoncillos (2013) de Claudia Piñeiro, El salto de papá (2018) de Martín Sivak y El corazón del daño (2021) de María Negroni, donde también, como en la novela de Jamaica Kincaid, se entrelazan las vidas de madre e hija. Sobre esta tradición escribe Manuel Alberca en el capítulo dedicado a biografías consanguíneas, en su libro Maestras de vida. Biografías y bioficciones. Allí analiza los modos en que en esas biografías se complejizan los vínculos entre biógrafo y biografiado, en la medida en que opera una proximidad por el vínculo familiar, a la vez que la escritura traza una distancia entre quien escribe y la vida que se quiere narrar. Alberca menciona que habría, detrás de estas biografías, un ajuste de cuentas. Como si los hijos/as (o también sobrinos, nietas, amantes) que emprenden el proyecto de biografiar a sus familiares lograsen, en ese espacio de la escritura, condenar a sus biografiados por los errores cometidos, o bien, reconciliarse y suturar heridas del pasado común. El autor retoma una reflexión de Michael Holroyd que es pertinente para este análisis, según la cual, “todas las buenas biografías resultan intensamente personales, porque plasman la relación que mantiene el biógrafo con su biografiado” (Alberca, 2021: 131).  Esta mirada da un lugar central a la figura del biógrafo y al reconocimiento que este pueda hacer de sí mismo, para, desde ahí, poder contar la vida de alguien más. Las fronteras entre la vida de uno y otro se tornan porosas, esto “produce un efecto paradójico, porque el biógrafo se reconoce también en la vida de sus biografiados y a través de ellos” (ibid., 132). Lo que los biógrafos escriben está íntimamente ligado a la experiencia personal, y la biografía puede leerse entonces como el testimonio de una relación. Esta premisa, sin dudas, surge en la lectura de Autobiografía de mi madre. Desde la novela es posible trabajar otros matices en esa zona de las biografías consanguíneas, donde la sangre, los rasgos y el nombre, como veremos, son elementos que reúnen a la madre y a la hija en una autobiografía común.

Hay ciertos aspectos de la trayectoria de Kincaid que me interesa recuperar para abordar esta novela en particular. La autora nació en Saint John’s, capital de Antigua y Barbuda ‒ex colonia del imperio británico‒, en 1949, con el nombre de Elaine Potter Richardson. Se formó en el sistema educativo inglés, y en 1965 viajó a New York, donde se instaló en la casa de una familia y trabajó como au pair. Más adelante abandonó ese empleo y empezó a dedicarse a la fotografía y a la escritura en diversos medios periodísticos. En 1973, cuando se publicaron sus primeros artículos, cambió su nombre a Jamaica Kincaid, como la conocemos hoy. El trabajo con la escritura le dio la posibilidad de nombrarse, y sobre este gesto podemos trazar una relación con el personaje de Xuela que, a través de la percepción de sus olores, la textura de su propia piel, sus cabellos, se encuentra en posesión de sí misma. En un momento de la narración expresa: “Nadie me contempló, yo me contemplé a mí misma; la corriente invisible salía de mí y volvía a mí. Aprendí a amarme a mí misma como acto de resistencia (…)” (Kincaid, 2021:51). Tanto la narradora de Autobiografía de mi madre como la propia Kincaid dan especial importancia al gesto de forjarse un nombre y una identidad, y esto, podemos pensar, se presenta como un acto de rebelarse contra las imposiciones coloniales y patriarcales.

En este pequeño recorte de su vida hay elementos que serán parte sustancial de sus obras. El cruce entre biografía y ficción es distintivo de sus producciones. Por ejemplo, la protagonista de Lucy (1990) es una joven antillana que llega a Estados Unidos para trabajar como au pair en casa de una familia blanca y acomodada. Es una narración en apariencia simple, que acompaña a Lucy en sus descubrimientos afectivos y profesionales. Pero el tono agudo de la novela manifiesta de manera contundente críticas y reflexiones que revelan, entre otros aspectos, las diferencias de raza, clase y género que median los vínculos entre los personajes. Hay una pregunta que la narradora hace, insistente, sobre la mujer que la hospeda en su casa al comienzo de la novela y para la cual trabaja: “¿cómo se llega a ser así?” (Kincaid, 2022: 21). Esta pregunta parece inocente, pero deja entrever una relación jerárquica, colonialista, entre la forma de ser de una y otra. En un momento de la novela ambas visitan un museo y Lucy distingue que una de las salas estaba dedicada a personas muertas que, de alguna forma, se relacionaban con su abuela: “Mariah dice, ‘tengo sangre india’ y por debajo yo podía jurar que lo dice como si estuviera anunciando la posesión de un trofeo. ¿Cómo se hace para convertirse en el tipo de vencedor que puede reclamar ser también el vencido?” (Kincaid, 2022: 37). Esto nos da una idea más acabada de cómo es ‘ser así’ para la narradora. Sin ahondar en un análisis más extenso de esta novela, me interesa señalar cuestiones que están presentes también en Autobiografía de mi madre, y que tienen que ver con este cruce entre elementos biográficos y ficcionales. En ambas obras compone una trama que involucra acontecimientos de su biografía y hechos ficticios, y esto no quiere decir que nos lleve, como lectorxs, a tratar de dilucidar una narrativa sobre la vida de la autora. Sino que este aspecto de su producción resulta relevante en tanto que lo que trabaja Kincaid es la configuración de una perspectiva racializada sobre los acontecimientos de una vida. Es decir, las narraciones se construyen desde una mirada proveniente de la diáspora africana que discute la configuración social impuesta bajo la colonización europea. La narradora de Autobiografía… desarrolla una voz singular que cuestiona con violencia el mundo tal como lo experimenta. Estas críticas están ancladas en una mirada específica, en el caso de Lucy, es la perspectiva de una mujer joven nacida en las Antillas, región del Caribe colonizado, que deja su lugar de origen y va a trabajar para una familia blanca norteamericana. En el caso de Autobiografía de mi madre hay un desarrollo aún más profundo y complejo sobre las relaciones coloniales, y fundamentalmente, sobre los orígenes de la narradora. Más bien, sobre la dificultad de establecer ese origen. 

El punto de partida, como vimos, es la muerte de la madre y el desamparo que esa pérdida provoca. Hay una incomodidad que produce el tono de la narración vinculado al horizonte de soledad radical, donde pareciera que no es posible una recomposición, una alianza afectiva con otros que pueda reparar ese dolor inicial. Xuela habita distintas casas a lo largo de la novela. Primero, se cría en el hogar donde el padre la deja, con Ma Eunice, una mujer que no es especialmente cariñosa: “Ella no me gustaba y yo echaba de menos la cara que nunca había visto; miraba por sobre mi hombro para ver si alguien venía como si estuviera esperando que alguien viniera” (Kincaid, 2021: 11). El anhelo de ver a su madre la separa de esa mujer que la está criando, como si la atención estuviera dirigida solamente en recuperar ese rostro perdido, imaginar esa vida, y entonces no tiene lugar otro vínculo maternal. Luego aparecen otras mujeres, la maestra, la pareja del padre, con ninguna desarrolla una relación afectiva y es incluso rechazada por ellas. 

En esas primeras páginas se narra algo muy significativo que es el inicio de su escolarización. La educación aparece estrechamente vinculada al colonialismo, señala que las primeras palabras que aprendió a leer, al llegar a la escuela, fueron: el imperio británico. Describe a su maestra de la siguiente manera:

(…) era una mujer que había sido preparada por misioneros metodistas; era del pueblo africano, por lo que yo podía ver, y encontraba en eso una fuente de humillación y odio a sí misma, y llevaba su desprecio como una prenda de vestir, como un manto o un bastón en el que se apoyaba constantemente, un derecho natural que nos legaría a nosotros. (ibid., 18).

Desde ese rechazo constitutivo sobre la propia identidad se van tejiendo relaciones de desprecio, la narradora observa que todos sus compañeros ‒varones, ella es la única mujer en la clase‒ también son del pueblo africano, y todos se odian entre sí. El rechazo sobre los rasgos de africanidad en cada uno da cuenta de cómo se internaliza en la constitución identitaria la perspectiva colonialista blancocentrada. Es significativo que esto aparezca en la escena escolar, ya que evidencia que lo que se perpetúa desde esa enseñanza es una configuración social que reduce las trayectorias afrodescendientes a vidas que no son dignas [i]. En este sentido, la protagonista se implica en una búsqueda identitaria que tiene que ver con recomponer sus orígenes y los vínculos de sus ancestras con los pueblos colonizados. Hay una pregunta por el origen que sostiene la narración y que suspende esa identificación negativa respecto de la descendencia africana, que sí está presente entre sus compañeros de escuela y en otros personajes. Frente a un escenario hostil, en el que no logra identificarse con sus pares ni encuentra un sentido de pertenencia, Xuela se vuelca sobre sí misma, en un recorrido intenso de autoconocimiento.

Sobre su madre, Xuela sabe pocas cosas. Conoce el nombre, que ella misma heredó, y que fue abandonada en el portón de un convento por una mujer, tal vez la madre. La narradora especula sobre esta historia, señala que esa bebé fue rescatada por una monja que le dio su apellido, y que “estaba envuelta en unos retazos de tela limpia y vieja y el nombre Xuela estaba escrito en esos pedazos de tela” (Kincaid, 2021: 70). Agrega que no sabe cómo sobrevivió ese nombre escrito en un retazo, pero que es el que el padre le brindó a ella una vez que su madre murió. En esta anécdota hay un origen compartido para ambas, una filiación a través del nombre y el abandono. Otro aspecto de esa comunión entre las dos es la herencia africana y ciertos rasgos físicos, la madre era del pueblo Carib y la narradora lleva eso consigo, dice que cuando sus compañeros de clase la miraban, sólo veían en ella a ese pueblo africano “que había sido derrotado pero había sobrevivido” (ibid., 19). Xuela reconoce el desprecio en esas miradas y aunque distingue la herencia del pueblo Carib en su cuerpo, aclara que esto no define de manera cabal lo que ella es. No hay una identificación que complete su percepción de sí misma, lo que hay más bien son pilares sobre los que va arriesgando su búsqueda.

La segunda casa en la que vive es la del matrimonio del padre con una mujer, tienen juntos una hija y un hijo, con los que la narradora tampoco establece un vínculo afectivo: “Él [su padre] quería decirme que éramos todos suyos; fue en ese momento cuando sentí que yo no quería pertenecer a nadie; que ya que la única persona a la que hubiera aceptado pertenecer no había vivido para que lo hiciera, no quería ser de nadie; que nadie fuera mío” (ibid., 87). Hay un despojo trágico en la vida de Xuela que imposibilita la creación de otros vínculos familiares, de nuevos lazos que puedan generar una pertenencia. Frente a esto, la narradora no se paraliza sino que va transitando su vida con ímpetu y con la capacidad de “dirigir su propia vida”. En un momento queda embarazada y decide abortar, las referencias a este hecho tienen que ver con el poder y el control sobre sí misma. Aparece además como un acto que la conecta con la historia de su madre, retoma el abandono ligado a la maternidad y evita entonces participar de la crianza de alguien más, como si pudiera interrumpir una continuidad trágica. La vida de Xuela avanza hacia adelante, el crecimiento, la adultez, pero la atención de la narración está dirigida en un movimiento opuesto. Una mirada vuelta hacia atrás que conecta lo incierto del origen familiar con una configuración social determinada, donde es muy difícil reconstruir certezas sobre ciertas historias: “en una vida como la suya, como la mía, ¿qué es un nombre verdadero?” (ibid., 69). Da cuenta así de que para una mujer afrodescendiente el nombre, las raíces, la propia historia es algo difícil de determinar. Ella sabe muy poco de su madre y la escritura autobiográfica quizás le permita crear el espacio donde esa figura es invocada y puede hacerse presente, revelando un sentido sobre su propia existencia. 

En su libro A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, la filósofa Vinciane Despret analiza diferentes maneras en las que las personas se vinculan con los muertos, cómo estos influyen sobre los actos de quienes están vivos, desde los aspectos ligados a rituales hasta los gestos íntimos que relacionan un mundo y otro. En un capítulo destinado al análisis de las historias que distintas personas cuentan sobre sus fallecidos, como un indicador de la presencia de estos, Despret señala que “Los relatos cultivan el arte de prolongar la experiencia de la presencia. Es el arte del ritmo y del pasaje entre varios mundos, el arte de hacer sentir varias voces. Vacilar, caminar en el medio, un verdadero medio, no el de una línea, sino el de líneas múltiples”. (Despret, 2021: 175). En relación a esto, es posible analizar cómo la escritura de Kincaid invoca voces, presencias y rostros, a través de la pregunta por el origen y la búsqueda por trazar una genealogía posible desde líneas que se van abriendo. Las formulaciones sobre el origen en esta narración permiten tensionar la idea de identidad y descendencias en términos esencialistas. El linaje familiar no se traza desde una verticalidad, sino que se descubre, en la narración, como ramificaciones y aperturas en varias direcciones. También como la confluencia de distintas figuras y pueblos. Xuela admite que ciertos rasgos de ella la identifican como descendiente de los Carib, pero no solamente. Esto se da porque no hay un conocimiento cabal sobre sus orígenes, pero a la vez esa vacilación habilita una distancia respecto de cierto esencialismo. El linaje puede ser entonces el encuentro de distintas herencias, donde no hay una separación tajante entre vivos y muertos, entre una identidad originaria y quienes portan ese legado. Las desheredadas, los rostros que permanecen en las sombras, son incorporadas en el relato de la protagonista, participan de la vida de ella a partir de la escritura. Más adelante en su análisis, Despret concluye: “Esas historias no encantan el mundo, como se dice a menudo, sino que se resisten a su desanimación. No luchan contra la ausencia, sino que componen con la presencia” (ibid., 177). Esta idea permite pensar de otro modo las interacciones entre ambos mundos, donde preservar la figura de alguien que muere no es evitar la ausencia, o el olvido, sino producir una invocación, una presencia de ese ser en el terreno de los que permanecen vivos, y desde allí habitar un espacio común, una zona de contacto. En la novela de Kincaid, esa presencia de la madre le permite fundar un origen, darse una identidad a ella misma y también a aquellas que estuvieron antes.

La idea de una autobiografía nos lleva también a pensar en el carácter indisociable entre una y otra, una muere y la otra nace en el mismo instante, como si la narradora tomase el lugar de su progenitora. La escritura biográfica ciertamente entrelaza vidas, la experiencia de aquel que emprende la tarea de narrar la vida de otro se vuelve central. En relación a esto, hay un proceso de autoconocimiento en la novela que tiene un fuerte anclaje en la dimensión corporal. En la primera parte, Xuela expresa que ante la muerte de su madre ella no sabe quién es, precisa entonces encontrar formas de reconocerse. Menciona que empieza a hablarse con un tono dulce y que esa es una forma de estar menos sola. La voz como un primer elemento a través del cual puede conectar consigo misma. Después, el sentido del tacto empieza a tomar relevancia. Tiene su primera menstruación, su cuerpo empieza a cambiar y ella disfruta de olerlo, tocarse y reconocer las formas que va tomando. La sexualidad aparece como un campo de exploración donde lo primero para la narradora es encontrarse a sí misma. Si bien tiene amantes y termina casándose con un hombre, desde el inicio es tajante en su decisión de no tener hijos. La sexualidad está ligada al placer y no a la reproducción. Es interesante cómo esa concepción de rechazar la maternidad aparece, hacia el final de la novela, vinculada directamente a la idea de no insertarse en una identidad, en una raza o una nación. Esta posibilidad de no engendrar hijos es también la de interrumpir una cadena que reproduce ciertas formas de vida. 

La narración desarrolla un cruce entre las inquietudes de la protagonista sobre la trama familiar y las reflexiones sobre los pueblos y sujetos colonizados. La memoria familiar se va reconstruyendo a partir de una mirada crítica sobre el colonialismo europeo y la esclavitud. Sobre el padre, por ejemplo, dice que tiene rasgos europeos, la piel blanca casi fantasmal que heredó de su padre, los ojos grises, “sólo la textura de su pelo, grueso y con rulos apretados era como el de su madre. Ella era una mujer de África, de dónde en África no se sabía (…) ese lugar del mapa que era una configuración de formas y sombras de amarillo” (ibid., 45). Insiste en la dificultad de reconstruir un origen para las descendientes de los pueblos esclavizados, no hay nombres verdaderos, lugares específicos de procedencia, todo ha sido ensombrecido por la violencia colonial y patriarcal. Para la protagonista, la diferencia entre varones y mujeres es tajante. Por ejemplo, expresa que las preguntas que ella realiza no tienen valor, nacen de la desesperación, y que sus posibles respuestas no ocuparían volúmenes de enciclopedias. Siguiendo con la ascendencia paterna, más adelante refiere que el padre estaba orgulloso del color rojo de su pelo, porque esto era una evidencia de su filiación con un hombre escocés, que había tenido muchos hijos con muchas mujeres distintas, todos varones y con el pelo rojo. “Yo no tenía el pelo rojo, yo no era un varón” (ibid., 45), afirma la narradora, y continúa reflexionando sobre cómo su abuela paterna permaneció como una figura borrosa en los recuerdos del padre, sin facciones claras, aunque “debe de haberle remendado la ropa, cocinado la comida, curado las heridas que se hacía en la escuela” (ídem). Las madres son, entonces, una imagen borrosa, sin un rostro claro, con un pasado ligado a una herencia africana que es muy difícil recomponer. Y el lugar de las mujeres y de los hombres en la construcción de la historia es totalmente distinto. La voz de una mujer racializada no es una voz autorizada ‒no participa de escrituras enciclopédicas‒, pero es por eso también que tiene la capacidad de calar los discursos rígidos construidos desde la perspectiva dominante. El ímpetu audaz de la protagonista subyace en este trabajo de develar los rostros difusos, subyugados, y devolverles una potencia vital.

La lengua es otro aspecto fundamental en esta perspectiva que conecta la trama social y afectiva. Ya desde los inicios de la novela, con el proceso de escolarización, se traza una diferencia entre el inglés correcto, lengua oficial que se habla en la escuela, y el patois francés que es la lengua del espacio íntimo, un dialecto que conforma un gesto de resistencia.  A través de esta lengua los nativos o descendientes de pueblos que han sido colonizados, se apropian de códigos de la cultura dominante y los recrean, inventando formas que intervienen sobre las lenguas europeas. En su conferencia “Naciones y diásporas”, Stuart Hall analiza las configuraciones diaspóricas en la modernidad globalizada y se detiene en los usos de la lengua que generan hibridaciones ‒como el criollo, el patois‒ respecto de las formas culturales colonialistas, provocando así una desestabilización en la dominación lingüística. Xuela habla patois con sus compañeros de escuela, con la mujer que la cría en su infancia, consigo misma. El hecho de comunicarse en patois francés no tiene que ver con un lazo afectivo en términos positivos, pero sí da cuenta de un entramado de vínculos entre “los vencidos” o “los desheredados”, como expresa la narradora. También habla esta lengua con su padre en un momento en el que él la castiga violentamente y para ella, en el acto de infligir dolor, se expresa “su verdadero ser”. Entre la narradora y su padre cabe una distancia significativa, si bien dentro de él conviven tanto la figura del colonizador como la del pueblo colonizado, hacia el final de la novela, ella reconoce en su padre en mayor medida una presencia del “aspecto de los vencedores (hombre escocés) que de los vencidos (pueblo africano)” (ibid., 153). Esa definición que alcanza sobre su padre es un punto de llegada en la narración. La ficción que empieza con una escena abismal, y que va abriéndose camino entre sombras y orígenes difusos, logra articular un sentido nuevo hacia el final. En el último tramo llega, incluso, a una certeza sobre su madre:

Que ese pueblo, el pueblo de mi madre, se balanceara precariamente en el filo de la eternidad, a la espera de ser tragado por el gran bostezo de la nada, no estaba en duda, pero la parte más amarga era que no era culpa de ellos que habían perdido y perdido de la manera más extrema; habían perdido no sólo el derecho a ser ellos mismos, se habían perdido a ellos mismos. Esa era mi madre. (ibid., 163).

Esta asociación entre la historia de un pueblo y la vida de la madre condensa de manera significativa cómo es abordado el problema de la memoria familiar en la escritura de Kincaid. La propia trama de los vínculos está montada sobre esta distinción entre colonizadores y pueblos colonizados. En este sentido, retomo esta idea de que la perspectiva desde la cual la autora construye sus ficciones se afirma en una mirada racializada sobre los acontecimientos. Revela en cada descripción, en cada pregunta, una configuración social impuesta con el colonialismo. Y, fundamentalmente, evidencia una continuidad de este proyecto civilizatorio en el presente. La diferenciación entre quienes descienden de colonizadores y quienes descienden de los pueblos colonizados da cuenta de subjetividades que son constituidas como contemporáneas en la narración. Es decir, no es una referencia a herencias o vidas pasadas solamente sino que es una distinción que se reitera respecto de los personajes que conviven con la narradora, y que estructura las formas de vida. Hay una disputa de sentidos desde la voz de Xuela y, si bien ella menciona que sus preguntas no tienen el alcance del saber mayor, aquel que establece un sentido único y dominante sobre los acontecimientos, su perspectiva logra producir interrupciones en ese relato. Se ocupa de trazar genealogías como una forma de entender su origen y de habitar su propio presente. En esta línea, recupero la siguiente reflexión de Stuart Hall, que apunta a cómo se conforman las identidades de la diáspora africana en diálogo con la tradición y también, con las propias opciones de vida que puedan forjarse:

Las identidades de la diáspora se mueven hacia el futuro a través de un desvío simbólico por el pasado. [Esto] produce nuevos sujetos que portan las huellas de los discursos específicos que no solo los formaron, sino que también les permitieron autoproducirse nuevos y diferentes. (Hall, 2019: 145).

Hall propone el reconocimiento de los discursos y culturas de los pueblos africanos como tradiciones que también se reinventan y se reconfiguran en el presente, en lugar de entender estas herencias como aspectos fijados en el pasado y por eso inmutables. Esta idea de dar espacio a la creación de la propia identidad, en un movimiento que recoge los sentidos de esas tradiciones y que interactúa con un presente abierto, nos aporta para poder pensar la complejidad del personaje de Xuela. Ella se reconoce como parte de los derrotados y expresa, al final de la novela, que “el pasado es un punto fijo, el futuro tiene final abierto; para mí el futuro tiene que seguir siendo capaz de iluminar el pasado de manera tal que en mi derrota esté la semilla de mi gran victoria” (ibid., 178). El horizonte amplio del futuro involucra la posibilidad de intervenir sobre la historia, de redefinir acontecimientos y de recuperar voces silenciadas, para escuchar otros sentidos posibles sobre el presente.

La novela de Kincaid parte de un escenario de soledad radical que es la muerte de la madre, a partir de allí se conforma una narrativa cargada de especulaciones sobre el origen. Lo que se intenta narrar, además de esa vida materna que se escapa y que permanece como una figura espectral, es el saber y el reconocimiento sobre la ancestralidad de la diáspora africana. Hay una memoria familiar que la narradora busca recomponer, a partir de entender quién es ella, quiénes son su madre y su padre. Encuentra sentidos en una genealogía que pueda contar de dónde vienen sus familiares, qué tipo de vida llevaron y de en qué lugar del relato histórico se encuentran. La violencia colonialista se impone sobre la vida de “los vencidos”, “los desheredados”, intentando anular la potencia y la memoria de esas trayectorias. En este escenario, la apuesta de esta novela es la de configurar, desde la ficción, un origen posible ‒familiar pero también colectivo, comunitario‒ que revierta una historia de silencio y opresión sobre los pueblos africanos. 


[i] Al respecto, los desarrollos teóricos de Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952) como también los aportes más recientes de Grada Kilomba en Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano (2019), entre otros trabajos, dan cuenta de los mecanismos físicos y psíquicos a partir de los cuales el racismo interviene en las configuraciones identitarias de sujetos afrodescendientes.

  



Trabajos citados

Alberca, Manuel. Maestras de vida. Biografía y bioficciones, Málaga, Editorial Pálido Fuego, 2021.

Despret, Vinciane. A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cactus, 2021.

Fanon, Frantz. Piel negra, máscaras blancas, Madrid, Akal, 2009.

Hall, Stuart. El triángulo funesto. Raza, etnia, nación,Madrid, Traficante de Sueños, 2019.

Kilomba, Grada. Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano, Río de Janeiro, 2019, Editora Cobogó.

Kincaid, Jamaica. Autobiografía de mi madre, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.

——————— Lucy, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.

¿Qué hacemos con Fierro? Los feminismos y el poema nacional

Por: María Vicens

A 150 años de la publicación de El gaucho Martín Fierro (1872) y en plena eclosión de los movimientos feministas en nuestro país, María Vicens reflexiona sobre cómo leer el clásico nacional en clave feminista. Para eso, reconstruye la genealogía de lecturas y reversiones -desde Victoria Ocampo hasta Gabriela Cabezón Cámara- que pusieron en tensión la cultura viril de la que es símbolo el poema de Hernández[i].


Hace dos años, cuando el encierro y el miedo todavía se imponían como los modos de procesar ese episodio cataclísmico y distópico que fue la pandemia, la muerte de Diego Armando Maradona dejó a la Argentina en estado de shock. El dolor, el afecto, la angustia se volcaron en las redes y las calles en escenas emotivas y caóticas que mostraban –una vez más– hasta qué punto Maradona es uno de los personajes más entrañables del sentir nacional. En el primer aniversario de esa muerte, y en medio de las declaraciones de Mavys Álvarez, Luciana Peker publicó una columna titulada “¿Qué hacemos con Maradona? Aprender”, donde justamente se preguntaba sobre las facetas más oscuras del ídolo, las denuncias de abuso y violencia de género que recorrían su historia y cómo los feminismos podían pensar las contradicciones y desafíos que una figura como la de Maradona podía despertar en un movimiento que se piensa plural, popular y contestario. “No se trata de que el feminismo se vuelva una carga o un boletín de conducta. Sí se trata de promover cambios sociales en donde no se tolere, ni se promueva el abuso sexual”, argumentaba Peker. En una línea similar, Florencia Angilletta había escrito un año antes, en los días de ese duelo desbordante, un artículo que giraba sobre una pregunta similar: ¿se puede ser feminista y querer a Diego? “El feminismo no existe en singular, y cuando decimos que la punición no organiza los feminismos –siempre en plural– es porque los feminismos no podríamos actuar de jueces –los conflictos son parte de los feminismos, no externos a ellos–, ni de policías –caníbales de la multiplicidad de la sociedad civil–, ni de sacerdotes –la flecha moral apunta siempre de los dos lados–“, contesta Angilletta.  

Me interesa tomar como punto de partida estas expresiones sobre un caso tan reciente y sensible en el imaginario social actual porque, de alguna manera, esta pregunta que los feminismos se hacen por Maradona se puede expandir a una más amplia por ciertas figuras y emblemas que nuclean en su popularidad una identidad nacional enraizada en la virilidad. En el mundo de la fraternidad masculina, las mujeres no solo permanecen al margen de la escena, sino que a menudo constituyen una otredad que, como señala Francine Masiello al analizar la literatura argentina del siglo XIX, tiene un carácter fronterizo, liminal, entre la civilización y la barbarie. Martín Fierro es, sin duda, una pieza clave de ese mundo de identidades y subalternidades. En el poema de José Hernández se entreteje, como define Ana Peluffo, una “fraternidad del sufrimiento en la que los grupos marginales se unen para hacer frente a la adversidad” (2013: 196), pero las mujeres permanecen excluidas. Y esta dimensión es clave porque Martín Fierro es una ficción fundacional que ha marcado a fuego el imaginario nacional; un clásico capaz de interpelar a públicos populares y de élite, criollos e inmigrantes, de izquierda y de derecha. Es esa capacidad, esa apertura del texto a las más variadas operaciones de lectura y reescritura, lo que lo entroniza como “clásico” indiscutible. Más que sus ideas, sus ritmos, sus héroes, Martín Fierro es EL poema nacional por su virtud de operar como una usina de ficciones literarias y críticas: desde su publicación en 1872 y 1879, el poema ha sido retomado una y otra vez para hablar, al mismo tiempo, de la Argentina del pasado y de la del presente.[ii]

Si el Martín Fierro funciona, para decirlo en términos de Rancière, como una clave de lectura del “reparto de lo sensible” en la Argentina de cada época, podemos preguntarnos entonces cómo han leído las feministas argentinas, a lo largo de los años, a este epítome de la argentinidad. ¿Qué hacen las feministas con Martín Fierro? ¿Qué leen en ese mundo viril de la pampa decimonónica donde las mujeres despiertan deseos y violencias (o deseos violentos), seducen, traicionan y abandonan? ¿Cómo se posicionan como lectoras ante un texto que, desde el Centenario en adelante, se convirtió en el emblema de lo nacional?

Lo primero que habría que decir es que no se quedaron calladas ante aquella representación de lo femenino que hoy nos parece hasta esperablemente machista.[iii] De hecho, esta es la dimensión que pone en primer plano Victoria Ocampo en “Las argentinas y el Martín Fierro”, un texto escrito a pedido, para el homenaje del Instituto Salesiano de Artes Gráficas por el centenario de la publicación del poema en 1972. Ante esa invitación a homenajear un texto que para esa altura ya opera como la cifra de lo argentino, Ocampo evoca una escena de infancia que marca, paradójicamente, su sentimiento de ajenidad respecto del poema:

Me he criado oyendo a Martín Fierro sin comillas, como lo han de citar los gauchos, poco enterados de los signos de puntuación. Unos primos de mi madre veraneaban en la quinta vecina. De literatura no sabían nada fuera del Martín Fierro. Pero lo sabían de cabo a rabo. […] De modo que Martín Fierro, antes de ser un libro, fue para mí el hablar de unos jóvenes (yo era chica) que vivían en relación consustancial con la Obra. (2001: 99) 

Esta escena de escucha, más que de lectura, iniciática es la que trama para Ocampo esa dualidad que despierta en ella el poema nacional: una Obra con mayúscula, que modela la identidad argentina al punto que tanto los gauchos como los señoritos la citan “sin comillas” y que, sin embargo, ella evita comentar. “Temo no poder escribir nada que valga la pena” (99), excusa un poco después. Sin embargo, detrás de la pose de falsa modestia, hay una razón que justifica esta resistencia y que Ocampo menciona de soslayo: ella es, hasta donde sabemos, la primera escritora argentina en señalar el modo subalterno en que las mujeres son representadas en el poema. “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”, cita Ocampo, para luego agregar en un paréntesis deliberado e irónico: “El orden en que enumera estas tres posesiones señala su importancia” (100). “Me siento mula, y retrocedo ante el tema”, ironiza Ocampo para, como apunta Ana Peluffo, “escatimar el tipo de lectura laudatoria que se esperaba de su intervención” (2022: 698).

La exclusión también es uno de los temas centrales de “El Martín Fierro y la mujer”, columna de opinión que María Elena Oddone publica en El Tribuno en 1992. Pero esta vez el tono no será el de la falsa disculpa, sino el de la impugnación. Además de destacar, al igual que Ocampo, que “para el gaucho, según Hernández, la mujer es la última de las pertenencias del hombre” (1992: 17), la escritora resalta el carácter anónimo de todas las mujeres que circulan por el poema (“No se menciona ningún nombre femenino, pero las mujeres están presentes en toda la obra”, precisa [17]), así como el maltrato que reciben ya no solo de los personajes, sino de su autor. Todas ellas son culpabilizadas por los sufrimientos del gaucho (la morena que provoca a Fierro y produce la muerte de su amante, la viuda que seduce al hijo segundo, la esposa que engaña a Cruz), subraya Oddone, e, incluso, cuando son golpeadas o asesinadas (como la esposa de Vizcacha), esos crímenes son comentados al pasar, como un dato anecdótico. Pero lo peor para la autora, aquello que impugna y que constituye el eje de su reclamo, es el lugar, ya no solo canónico, sino pedagógico que ocupa el poema en la cultura nacional. Lo que más le molesta es que sea enseñado en las escuelas como un ejemplo de la argentinidad sin matices ni reparos:

El Martín Fierro debe erradicarse de las escuelas por inmoral. Sus personajes son delincuentes. No pueden ser arquetipos de la nacionalidad. Denigran a la mujer por lo que no pueden ser modelos en una sociedad sana. Son racistas contra el negro y el indio y el vocabulario empleado para referirse a la mujer es francamente ofensivo: mula, loba, bicho, vaca, perra parida, barriga de sapo, pilcha, chancleta. Todos los analistas de esta obra han silenciado la inmoralidad del Martín Fierro, con excepción de Ezequiel Martínez Estrada […]  (17)   

En este sentido, los textos de Ocampo y Oddone encarnan dos operaciones de lectura feministas y, a la vez, contrapuestas. Ambas escritoras se concentran en la relación de las mujeres con ese poema que se ha convertido a partir de diferentes operaciones críticas y estatales, como señalé, en una piedra angular de la identidad argentina y se detienen en aspectos similares (la subalternización de sus personajes femeninos, el sentimiento de cofradía viril que sobrevuela el poema), pero lo hacen de modos muy distintos. Mientras Ocampo declina intervenir (dice “eso que les habla a los hombres no me habla a mí”) y, al sustraerse, evidencia la exclusión; Oddone la nombra, la impugna y reclama. Dos posicionamientos que, también, dialogan no solo con dos tiempos de la Argentina, sino también de los feminismos: si la perspectiva feminista de Victoria Ocampo fue modelada en gran medida por su posición excepcional en el campo intelectual de su época, sus amistades literarias y su rol prominente como directora de Sur, el perfil de Oddone aparece asociado al impacto de la segunda ola feminista en la Argentina de los ochenta, la efervescencia democrática y la salida a la calle.

Más allá de recuperar estas huellas feministas y visibilizar estos posicionamientos disidentes respecto de la tradición y lo nacional, los textos de Ocampo y Oddone adquieren en la coyuntura actual una nueva densidad, sobre todo, porque permiten esbozar una genealogía mínima que hoy tiene una vigencia inusitada. En los últimos años ha reaparecido con fuerza esa misma pregunta que se hicieron estas escritoras, interpelando al mundo de la academia, de la crítica y de la producción cultural desde una perspectiva de género: ¿qué hacemos con Fierro? ¿Cómo leemos hoy esa cultura viril de la que es símbolo el poema? ¿Cómo pensar el Martín Fierro en clave feminista?

Estos interrogantes han orbitado, por ejemplo, las lecturas de Ana Peluffo sobre el poema, ya sea para analizar el sustrato homo-afectivo y sentimental que trama ese mundo de fraternidades viriles en “Gauchos que lloran: masculinidades sentimentales en el imaginario criollista” (2013), o bien indagar en la misoginia latente que se trama en algunos de nuestros clásicos nacionales (el Martín Fierro, pero también Facundo y Una excursión a los indios ranqueles) en el trabajo “Misoginia y violencia de género en la literatura de frontera” (2022). También se observan en la lectura de Graciela Batticuore (2022) sobre la figura de la mujer cautiva en la cultura del siglo XIX y sus reversiones visuales y literarias a lo largo del siglo XX y en la actualidad, así como en el protagonismo que las voces populares femeninas han adquirido en los últimos años a partir del análisis de los periódicos de Francisco de Paula Castañeda y Luis Pérez, como se observa, entre otros, en los trabajos de Cristina Iglesia (2005), Claudia Roman (2022), María Laura Romano (2018) y Juan Ignacio Pisano (2022).

Los feminismos y el poema nacional

En diálogo con estas lecturas críticas, que vuelven al Martín Fierro y a otros clásicos del siglo XIX para hacerles nuevas preguntas, asoma otra vuelta feminista al poema de Hernández que tiene como base la ficción y como propuesta, un nuevo tipo de operación de lectura. Si el gesto performático de la lectura de Victoria Ocampo es la sustracción y el de María Elena Oddone es la impugnación, en los últimos años lo que se observa, más bien, es un gesto de apropiación gozosa del poema nacional. El ejemplo paradigmático en este punto es, por supuesto, Las aventuras de la China Iron (2017), la popular novela de Gabriela Cabezón Cámara que toma el mismo verso del que parten Ocampo y Oddone (“Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”) para desplegar una operación crítico-literaria a partir del cual se revierte ese estado de anonimato y subalternidad: allí donde se señalaba una falta, Cabezón Cámara imagina una vida. Y la historia de esa vida es un relato gozoso sobre el deseo, la aventura, el autoconocimiento y la construcción de un mundo utópico de comunidades afectivas donde se imponen otras formas de amar transgenéricas y trasnétnicas.[iv]

La historia de Josephine cifra, de este modo, aquel “reparto de lo sensible” que eclosiona en las primeras décadas del siglo XXI y que reinventa los feminismos a partir de nuevas afectividades y agendas políticas donde la pluralidad, las disidencias sexuales, la masividad, el goce y la juventud se convirtieron en la gramática de lo que Peker (2019) ha llamado “la revolución de las hijas”. En lugar de sustraerse o de impugnar el poema, la novela de Cabezón Cámara lo toma por asalto, lo fagocita, juega con él y lo corroe desde sus bases en ese proceso de reescritura. El gesto gozoso borra los límites del poema a un punto tal que, no solo la trama es reinventada a partir de lo no dicho o dicho a medias, emulando el gesto borgiano, sino que también crece en capas y densidad sumando a medida que avanza reescrituras y lecturas críticas poema (los cuentos de Borges, pero también las reversiones lúdicas de Aira de la pampa, la risa bufa de Lamborghini, la megalomanía apasionada de Martínez Estrada, los dobleces y reveses del género revelados por la otra Josefina de la literatura argentina, la “China” Ludmer) hasta engullir al mismísimo José Hernández, incorporado como un personaje más de la novela. En esa estancia cruel comandada por Hernández, se desdobla la ideología del autor de la ideología del poema: el autor convertido en personaje se queda son sus instrucciones de estanciero, mientras que Fierro se libera de los mandatos de su autor y hace política en tanto literatura diría Rancière.

Por otro lado, la operación de lectura de Cabezón Cámara evidencia su eficacia y su capacidad de leer el presente en su expansión: si bien Las aventuras de la China Iron se destaca por su popularidad y por la cantidad de lecturas críticas que ha suscitado en los últimos años,[v] este gesto de apropiación gozosa, lejos de limitarse a la novela, ha proliferado en diversos tipos de reescritura que buscan desestabilizar los códigos género-afectivos del poema. Mientras que textos como “El amor” de Martín Kohan (2011) o Indiada de Osvaldo Baigorria (2018) releen el mundo gaucho en clave homoafectiva y disidente, haciendo estallar el imaginario viril; otras apuestas, como la de Mariano Tenconi Blanco en La vida extraordinaria o Nayla Beltrán en Décimas Féminas  (2021), vuelven al poema desde otras prácticas que, además de cuestionar el carácter subalterno de lo femenino, se apropian de ese mundo desde un punto de vista perfomático y feminista que ubica a las mujeres en el centro de la escena.

En el primer caso, La vida extraordinaria, el teatro se propone reversionar la historia de la amistad más célebre de la literatura argentina a partir de dos mujeres, Aurora Fierro y Blanca Cruz, quienes, en lugar de ser payadoras son poetisas, y en lugar de cantar, recitan poemas sentimentales y eróticos donde la intimidad femenina irrumpe, disruptiva.[vi] En el segundo, Nayla Beltrán se apropia de la mismísima payada a través de sus décimas y convierte el lamento y el desafío en los tonos de sus cantos feministas:

Todo deseo vivir

lo que se esconde en la vida  

desde que fui concebida

y ya empecé a resistir.

Se resiste por no hundir

los deseos en un pozo,

por transformar calabozos

en mar de sororidad

y porque alguna verdad

tenga que ver con el gozo.

Así empiezan los primeros versos de “Décimas feministas”, primera copla del álbum- libro donde Beltrán va a reescribir los motivos clásicos del canto (el vino, la amistad, la patria, la tradición, el canto mismo) desde una voz que denuncia el silenciamiento de la historia y reivindica la alegría, el placer, el deseo, las ganas de vivir de las mujeres. La voz gaucha se vuelve, así, en el gesto performático, en la apropiación de la forma, feminista.

En este sentido, quizás sea la compleja relación que los feminismos, esperablemente, han tenido y tienen con la tradición literaria argentina la que ha dado lugar en los últimos años a las reescrituras más extremas del Martín Fierro desde el punto de vista de sus contenidos ideológicos. Si reescrituras como El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña (2007), buscan revitalizar y actualizar el espíritu rebelde del poema, y otras como el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian (2007), procuran desautomatizar la naturalización de su potencia estética, estas versiones del poema nacional y del mundo gaucho desde la mirada del género y las disidencias sexuales cuestionan sus premisas y las trasgreden hasta subvertir sus propios fundamentos.

De hecho, podríamos pensar que este gesto de apropiación gozosa anida en la imaginación crítica y literaria de las escritoras argentinas desde hace décadas, por lo menos, desde que Josefina Ludmer decidió a mediados de los ochenta escribir sobre la gauchesca. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es, si no una gran reescritura, El género gauchesco, esa enorme ficción crítica a partir de la cual la China Ludmer estableció un nuevo modo de leer la gauchesca? ¿Y qué es, si no una hermosa ironía, que, en el centro de ese mundo de hombres y cantos viriles, haya sido una mujer quien nos enseñara –y nos enseñe aún– a leer el género al derecho y al revés? Son precisamente esos gestos de imaginación crítica y literaria los que no solo reinventan y actualizan los clásicos, sino también mantienen vivas aquellas miradas feministas sin jueces, policías ni sacerdotes.    


[i] Este trabajo fue leído en el marco del conversatorio “Martín Fierro: a 150 años de su publicación”, coordinado por Facundo Tresols en el Instituto Interuniversitario Patagónico de las Artes. Agradezco a Laura Arnés y a Juan Pablo Pisano sus lecturas y, sobre todo, la generosidad de haber compartido conmigo los hallazgos del texto de María Elena Oddone y las décimas de Nayla Beltrán respectivamente. Así se construyen los archivos feministas: con pasión y afecto. 

[ii] Este proceso involucra, desde ya, las operaciones críticas de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas en el contexto del Centenario para entronizar al poema como nuestra epopeya nacional, así como las operaciones estatales que refrendaron esta lectura a partir de su incorporación a los programas de estudio como lectura obligatoria y diversas prácticas de consagración como el “Día de la Tradición”, pero también sus múltiples relecturas y reescrituras desde el mundo de la cultura popular (que incluyen versiones teatrales, radiales, cinematográficas), político-contestaria (como el Martín Fierro libertario de Alberto Ghiraldo) y literaria. Para un análisis específico sobre estos procesos, véanse, entre otros, los trabajos de Adolfo Prieto (1988), Graciela Montaldo (1993) y Ezequiel Adamovsky (2019) sobre criollismo, de Pablo Ansolabehere (2011) sobre los vínculos con el anarquismo, de Pablo Martínez Gramuglia (2020) sobre las lecturas de Rojas y Lugones, de Matías Casas (2017), Nicolás Suárez (2018) y Martín Pérez Calarco (2022) sobre sus reversiones cinematográficas, radiales y literarias a lo largo del siglo XX, y de Isabel Stratta (2020) y Juan Ignacio Pisano (en prensa) sobre sus reescrituras recientes.       

[iii] Este trabajo recorta apenas algunas lecturas y reescrituras del poema, pero indagar de un modo sistemático cómo las feministas argentinas han leído nuestros clásicos es una tarea a realizar en el campo de la historia literaria argentina.

[iv] Esta línea de Las aventuras de la China Iron puede rastrearse también hacia atrás en el tiempo, en las ficciones de las escritoras argentinas del siglo XIX: en novelas como Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla, o Peregrinaciones de una alma triste y “Gubi Amaya: historia de un salteador”, de Juana Manuela Gorriti, la pampa es narrada como aquel espacio inhóspito donde los gauchos son explotados por el Estado y las mujeres establecen vínculos y comunidades utópicas para sobrevivir a la adversidad (Vicens, 2022). También en el siglo XX escritoras como Sara Gallardo leyeron en otra clave esa pampa virilizada, como ha analizado Lucía De Leone (2020). 

[v] Véanse, entre otros, los trabajos de María Laura Pérez Gras (2020, 2021), Marcela Croce (2020), Laura Fandiño (2019), Guillermo Portela (2019), Bárbara Jaroszuk (2021), Patricia Rotger (2022), Minerva Peinador (2021) y Juan Ignacio Pisano (en prensa), además del artículo ya mencionado de De Leone. 

[vi] Además de estar todavía en cartel, La vida extraordinaria fue publicada en Mitos y maravillas (2022), tomo que compila gran parte de las obras del autor. Para un análisis de la obra, ver: Noguera (2020), Vicens (2022).  



Trabajos citados

Adamovsky, Ezequiel. El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada. Siglo XXI, 2019.

Angilletta, Florencia. “Diego no es de nadie”, Le Monde diplomatique, 26 de noviembre de 2020. Disponible en: https://www.eldiplo.org/notas-web/diego-no-es-de-nadie/.

Ansolabehere, Pablo. Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919). Beatriz Viterbo, 2011.

Batticuore, Graciela. “Violencia y Violación en la literatura argentina. Las vueltas de la mujer cautiva”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Baigorria, Osvaldo. Indiada. Blatt & Ríos, 2018.

Beltrán, Nayla. Décimas féminas. Versos criollos en clave feminista. La mariposa y la iguana ediciones, 2021.

Cabezón Cámara, Gabriela. Las aventuras de la China Iron. Random House, 2017.

Casas, Matías. Las metamorfosis del gaucho. Prometeo, 2017.

Croce, Marcela. “Provocaciones al canon: género y crítica acicateados en Las aventuras de la China Iron”, Palimpsesto 10.17 (2020): 15-23.

De Leone, Lucía. “La pampa errante. Un trayecto de desobediencias”. En: Arnés, Laura, De Leone, Lucía y María José Punte (coords.), En la intemperie. Poéticas de la fragilidad y la revuelta, tomo V, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2020.

Fandiño, Laura. “Canon, espacio y afectos en Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Hispanófila 186.1 (2019): 49-66

Fariña, Oscar. El guacho Martín Fierro. interZona 2007.

Hernández, José. Martín Fierro. Edición crítica de Élida Lois y Ángel Núñez. FCE, Colección Archivos, 2001.

Iglesia, Cristina. “Entre cuatro palabras. Notas sobre encierros y vacíos (sobre la obra de Francisco de Paula Castañeda)”. En: Moraña, Mabel y María Rosa Olivera-Williams (eds.). El salto de Minerva. Intelectuales, género y Estado en América Latina, Iberoamericana-Vervuert, 2005.

Jaroszuk, Barbara. “Negociando el mapa de lo posible: Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara”, Studia Neophilologica 93.3 (2021): 357-378.

Katchadjian, Pablo. El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Imprenta Argentina de Poesía, 2007.

Kohan, Martín. “El amor”. Página 12, 4 de febrero de 2011. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161693-2011-02-04.html.

Ludmer, Josefina. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Perfil, 1988.

Martínez Gramuglia, Pablo. Lecturas del Martín Fierro: del folleto al clásico nacional. Santiago Arcos, 2020.

Masiello, Francine. Entre civilización y barbarie. Mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna. Beatriz Viterbo, 1997.

Montaldo, Graciela. De pronto, el campo: literatura argentina y tradición rural. Beatriz Viterbo, 1993.

Noguera, Lía. “Ficciones fundacionales argentinas en el teatro porteño contemporáneo.” Teatro XXI, 36 (2020): 47-61.

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Oddone, María Elena. “El Martín Fierro y la mujer”, El Tribuno, 9 de junio de 1992, 17.

Peinador, Minerva. “Refundando la matria Argentina, desdibujando límites normativos: Las Aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Romanica Olomucensia 2 (2021): 289-304.

Peker, Luciana. La revolución de las hijas. Planeta, 2019.

—–. “¿Qué hacemos con Maradona? Aprender”, Infobae, 20 de noviembre de 2021. Disponible en: https://www.infobae.com/opinion/2021/11/20/que-hacemos-con-maradona-aprender/.

Peluffo, Ana. “Gauchos que lloran: Masculinidades sentimentales en el imaginario criollista”, Cuadernos de Literatura 17.33 (2013): 187-201.

—–. “Misoginia y violencia de género en la literatura de frontera”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Pérez Calarco, Martín. De Borges al rock. La Argentina contemporánea a través de Facundo y Martín Fierro. EDUVIM, 2022.

Pérez Gras, María Laura. “Retornos desviados al desierto y al río decimonónicos en Las aventuras de la China Iron”, Badebec 10.19 (2020): 236-253.

—–.  “Las paradojas del desencanto. Ucronía y utopía en Las aventuras de la China Iron” Letras 83 (2021): 38-51.

Pisano, Juan Ignacio. Ficciones de pueblo. Una política de la gauchesca (1776-1835). EDUVIM, 2022.

—–. “Voz, pueblo y alteridad: sobre dos reescrituras del Martín Fierro en el siglo XXI”, Zama (en prensa).

Portela, Guillermo. “Almas dobles: Fronteras que se diluyen en Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara”, Anuario de la Facultad de Ciencias Humanas 16.16 (2020): 40-47.

Prieto, Adolfo. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna. Sudamericana, 1988.

Rancière, Jacques. Políticas de la literatura. Ediciones del Zorzal, 2015.

Roman, Claudia. “Gauchas ahorcajadas y otras fantasías de la literatura argentina”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Romano, María Laura. Monstruos de la razón: periódicos no ilustrados en la región platina (1820-1830). Tesis de Doctorado. FFyL, UBA. Disponible en: http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/10020.

Rotger, Patricia. “Desierto sonoro: sexualidad lesbiana y gauchesca en Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Inter disciplina 10.27 (2022): 45-52.

Stratta, Isabel. “A andar con los avestruces. Últimos avatares de Martín Fierro”. En: Pisano, Juan Ignacio y María Vicens (coords), Literatura, pueblo y prensa: guía de consumo. NJ Editor, 2020.

Suárez, Nicolás. “La pampa en movimiento: figuraciones del paisaje del Martín Fierro de José Hernández al filme Nobleza gaucha”, Anclajes 22 (2018): 73-94.

Vicens, María. “Decir nosotras, ese placer nuevo. Amistad, deseo y autoría en la Argentina del siglo XIX”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

—–. “Nacidas para amar hasta el fin del mundo: género, poesía y tradición en La vida extraordinaria”, Estudios de Teoría Literaria-Revista digital: artes, letras y humanidades 11.26 (2022): 129-140.

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Hazel Carby: Identidad y memoria de la pérdida

Introducción: Laura Biagini Calvo, Federico Perelmuter y Francisca Ulloa 

Traducción: Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra[i]


En Imperial Intimacies, publicado en 2017, la historiadora y crítica literaria Hazel V. Carby se vale de archivos históricos y su genealogía familiar para discutir la britanidad y los procesos vinculantes del colonialismo y el imperialismo, y su relación con la racialidad, el género y la clase social. “Lost”, relato de un abuso sexual sufrido de niña, es el último texto del primer apartado del libro, titulado “Inventario,” donde la autora medita las tecnologías de construcción de la identidad británica y narra las historias de sus padres.

Este texto fue publicado en el libro Imperial Intimacies: A Tale of Two Islands» de Hazel Carby (Londres:, Nueva York, Verso 2019).  Esta traducción se publica con la autorización de la Editorial Verso.

Introducción

Si bien “Lost” opera en la línea de un trabajo narrativo que apela a la memoria colectiva como guía para navegar y discutir los archivos nacionales, emerge de la superficie delineada por Imperial Intimacies como inquietud y respuesta, como exhibición de la opresión racial y la violencia sexual que subyace al colonialismo y la identidad nacional, pero también como elaboración del problema de la memoria; esto es, cómo recordar, cómo narrar.

Este breve capítulo condensa la crítica a las estructuras de dominación latentes en el resto del libro, y articula las características de la gestión corporal que cotidianamente permanecen ocultas: la niña mestiza es un error, una mancha a una britanidad que se imagina esencialmente blanca. Sin embargo, al tratar de procesar la pérdida de una experiencia tan traumática esa niña no se pierde del todo; es esta experiencia la que posibilita el yo que narra. No sería entonces un sujeto situando una pérdida sino situándose mediante la pérdida, empleándola en pos de una contestación productiva del esquema de dominio racial fundado en el control de la sexualidad de las mujeres negras.

Hazel Vivian Carby nació en 1948 en Devon, Inglaterra. Hija de una madre galesa de clase trabajadora y un padre jamaiquino veterano de la segunda guerra mundial, Carby es heredera de la llamada Windrush Generation, una oleada inmigratoria de trabajadores negros de las ex-colonias británicas del Caribe impulsada por un edicto real que les otorgó ciudadanía británica a quienes fueran hasta entonces ‘sujetos coloniales’ (aunque la participación en la Royal Air Force de su padre le otorgó algunos privilegios a ella y a su familia).

Hazel Carby

Durante su juventud, una serie de estallidos xenofóbicos y racistas dotó de gran prominencia a esta ola inmigratoria –y a los individuos racializados que trajo a las islas británicas– dentro de un imaginario fundado por el supremacismo blanco. Esto motivó la aparición de figuras intelectuales, entre ellos Stuart Hall –director de la tesis doctoral de Carby en el programa fundacional de Estudios Culturales de la la Universidad de Birmingham– Sam Selvon, Paul Gilroy y CLR James, que criticaron con vehemencia el supremacismo blanco del otrora centro imperial. Carby, por su parte, dejó Inglaterra en 1980 y se mudó a la universidad de Yale, donde fue profesora de Historia hasta su jubilación hace poco tiempo, y donde permanece.

Aunque se ha centrado en la historia afroestadounidense en sus libros, entre los que se cuentan Reconstructing Womanhood (Oxford, 1987) y Race Men (Harvard, 2000), su compromiso ha sido siempre el de desafiar los mitos nacionalistas y burgueses que fundan la historiografía negra de dicho país. Es considerada así una de las pensadoras clave, junto con Barbara Smith, Audre Lorde (quien la precede por unos años), Hortense Spillers y Toni Cade Bambara, entre muchas otras, del feminismo negro de las décadas de 1980 y 1990. Lideró, además, los comienzos de lo que hoy se conoce como Black Studies, un movimiento intelectual antidisciplinario que responde, desde fines del Siglo XX, a la incapacidad de una academia supremacista blanca de contemplar plenamente las experiencias de sujetos negros.

“Lost” progresa con una cautela que trae a cuenta la urgencia de interpelar el modo de revisión tradicional del archivo colonial, admitiendo el sinsentido de la vivencia de la violencia sin minimizarla y posibilitando a futuro una nueva interpretación de la experiencia. Es una narración de aquello que Hortense Spillers llamó los ‘jeroglíficos de la carne’, que encuentra en las laceraciones -que un sistema fundado en el esclavismo transatlántico inscribe en el cuerpo negro en general, y de la mujer negra en particular- la contrahistoria de ese mismo sistema, su punto de sutura. La escritura de Carby descubre una subjetividad abierta a los efectos de los procesos históricos que la conforman y que irremediablemente la atraviesan y la hieren. En esas heridas, Carby encuentra la posibilidad de transferencia de una vivencia intraducible.


Perdida[i]

Por: Hazel Carby

“Por cierto, tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar.”[1].

Virginia Woolf


A finales de los años 50, en Mitcham, se perdió una niña. No quiero decir que ella fuera incapaz de encontrar su camino, sino que tuve que dejarla ir.

Algunas veces, cuando merodeaba por Pollards Hill, la niña visitaba a alguien de su clase del colegio o de la escuela dominical. Les prestaba atención a las características peculiares de los distintos tipos de viviendas, a la vez que sorteaba diferentes formas de entrar y salir de ellas. Las prefabricadas estaban construidas una al lado de la otra y solo tenían pequeñas parcelas de tierra en el frente, donde sus habitantes sembraban semillas de césped y plantaban rosales. A pesar de los esfuerzos por mejorar la vida cotidiana, detrás de las manchas descontroladas carmesí y doradas, se alzaban filas estrechas de edificaciones idénticas de un color pardo metálico. Las puertas principales de metal tenían grandes paneles de vidrio en el centro, a través de los cuales la niña podía espiar hacia el interior para ver quién estaba en la casa antes de llamar a la puerta, salvo que las puertas y ventanas estuvieran decoradas con visillos. Luego esperaba pacientemente en la entrada mientras se movían los visillos, una señal de que la estaban observando antes de que su visita fuera respondida o ignorada.

No le gustaban los dúplex, bloques altos de hormigón sin jardines individuales, ya que nadie tenía permitido pisar las áreas verdes comunes rodeadas de cercas endebles de madera. Después de bordear la zona prohibida, la niña tenía que subir una escalera exterior y luego cruzar por un balcón interno de hormigón para llegar a una de las puertas principales, que eran todas idénticas. Acceder a las casas adosadas significaba correr el pestillo de una reja y andar por un camino corto hacia puertas que eran infinitamente diversas, como cuadros que representaban el nivel de aspiración a la clase media. Algunas eran intimidantes: madera sombría y maciza con dos pequeños cristales muy altos como para poder ver a través de ellos, incluso en puntas de pie. Estas puertas destilaban respetabilidad. Otras eran extravagantes y seducían a la niña con la variedad de tamaños y formas de sus ventanas y vidrios esmerilados. Ella se paraba afuera de todas estas puertas diferentes y siempre se estremecía cuando le cerraban alguna en la cara. De vez en cuando, una puerta quedaba abierta, apenas una rendija, mientras llamaban a quien ella había ido a ver: “Esa negra (o wog[2], queera una manera común de llamarnos) de tu escuela está aquí”.

Un día, cuando tenía nueve años, finalmente invitaron a la niña a entrar a una de las respetables casas adosadas. Un adolescente le abrió la puerta y se quedó mirándola mientras ella le preguntaba por su hermana. Lo había visto antes, en la entrada del colegio esperando a la hermana menor. Le dijo que pasara. Gratamente sorprendida, cruzó el umbral con entusiasmo. En el corredor, el joven cerró la puerta y se quedó parado frente a ella, bloqueando la luz. Parecía mucho más alto cuando la miraba desde arriba.

La empujó, fuerte. El cuerpo retorciéndose, cayendo hacia atrás, estirándose, desplomándose, dolor cuando la cabeza golpea contra la escalera, levantada, tirada, yaciendo boca abajo, quedándose sin aliento, apenas podía respirar a través de la alfombra de color terracota. Dio vuelta la cabeza y miró fijo el sujetador metálico de la alfombra que tenía clavado en la nariz. Algo pesado cayó sobre ella: las manos del muchacho tironeaban del uniforme de la escuela se metieron bajo la pollera agarraron el elástico de la ropa interior uñas rotas le arañaron la piel. Un sufrimiento desgarrador por dentro, que se irradiaba hacia arriba y hacia afuera. Una mano le tapó la boca, un grito moría en la garganta mientras el cuerpo convulsionaba. De costado, luchó para que las rodillas le llegaran al pecho y se envolvió con los brazos, tendida sobre una alfombra áspera que le raspaba y le quemaba la piel. Sabía cómo ensimismarse. Ya no puedo mirar a la niña. Estoy tambaleando al borde de un precipicio; un cuerpo pequeño y tembloroso cae y emprendo vuelo detrás de ella. Nuestros cuerpos aterrizan, encallan, pero luego miro y me encuentro sola. La niña que llevo adentro es diferente, cambió. Las dos cambiamos.

Mis intentos por olvidar fracasan. Conservo recuerdos que creí que había borrado hace mucho tiempo: el peso de un cuerpo; ser el blanco de una furia absoluta, de una ira y asco insaciables; una niña desconcertada a la que levantaron del suelo como una muñeca de trapo; él escupiéndole en la cara: “Ni siquiera entendés lo que te acaba de pasar, ¿no?”. La depositó del otro lado de la puerta principal y la descartó en la vereda, como si estuviera sacando la basura. Antes de que la puerta se cerrara, le advirtió: “No le digas a nadie”. Ella nunca lo hizo.

Por primera vez no estaba segura del camino a casa. En vez de reconocer el abuso, la niña creía que se había portado muy mal, y yo cargué con el peso de la culpa. Una parálisis creciente sofocó el miedo a comprender el significado de ese peso, de las palabras que hacían eco en la cámara de los recuerdos. se retiró hacia espacios interiores, donde una suerte de mí sobrevivió y se convirtió en un ser autosuficiente. La niña dejó de llamar a las puertas de las casas.


[1] Woolf, V. (2012). La muerte de la polilla y otros ensayos. Traducción de Teresa Arijón. La Bestia Equilátera.

[2] N. de T.: Expresión sumamente ofensiva que se refiere a personas no blancas.


[i] Traducción al español de Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra, en el marco de la Residencia del Traductorado Técnico-Científico en Inglés de la ENS en Lenguas Vivas Sofía E. Broquen de Spangenberg (CABA). Docente de la cátedra: Alejandra Rogante.


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Revisión, corrección y prejuicios: Carolina Maria de Jesus y las decisiones editoriales sobre su obra

Por: Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo

En el marco del seminario “Crítica y performance. Operaciones sobre la literatura brasileña contemporánea”, que dictó Lucía Tennina en la Maestría de Literaturas de América Latina, Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo se detienen en las decisiones editoriales sobre la obra de Carolina Maria de Jesus. ¿Puede existir una escritora analfabeta?


El lanzamiento de Casa de alvenaria, en dos volúmenes, con el que la editorial brasileña Companhia das Letras inaugura la publicación de los cuadernos de la escritora Carolina Maria de Jesus, reaviva un debate sobre la revisión y las decisiones editoriales acerca de sus escritos. La discusión también se hace presente en la Argentina con la publicación de Cuarto de desechos y otras obras a partir de una nueva traducción.

Desde la primera vez que se publicaron sus escritos en 1958, el interés general por la autora se enfocó en su excepcionalidad como escritora negra y en la exposición de las condiciones sociales y culturales en que se sobrevive en los barrios marginados de las periferias. ¿Tiene su obra calidad para valerse por sí misma, sin los índices que la transforman en algo exótico y fetichizan su escritura? Pasaron más de sesenta años desde que Carolina Maria de Jesus despuntó en el mapa de la literatura, pero el espacio que ocupa su obra en el canon sigue en disputa.

Escritora ¿y analfabeta?

Carolina Maria de Jesus fue una de las primeras escritoras negras publicadas en Brasil. Pobre y autodidacta, cartonera y madre, registró en cuadernos lo que observaba e interpretaba de la vida cotidiana en la favela de Canindé.

Sus escritos aparecieron primero en la prensa brasileña, en 1958 y 1959. En 1960, se publicó el libro Quarto de despejo: diário de uma favelada[i], una versión de sus diarios curada por el periodista Audálio Dantas, quien afirma haber seleccionado los “fragmentos más significativos”[ii](de Jesus, 2014, p. 6) de los veinte cuadernos escritos de puño y letra por ella entre julio de 1955 y enero de 1960. Esta publicación conquistó un gran éxito comercial y se tradujo a catorce idiomas. La edición afirma respetar “fielmente el lenguaje de la autora, que muchas veces contradice la gramática, inclusive la grafía y acentuación de las palabras” porque esos elementos traducen “con realismo la forma en que el pueblo ve y expresa su mundo” (de Jesus, 2014, p. 9). Así, Carolina Maria de Jesus pasó a ser reconocida como la “escritora da favela” y por el paradojal epíteto de “escritora analfabeta”.

João Pinheiro, coautor de Carolina, una historieta biográfica, con su autorización.

Su reconocimiento fue desdeñado por la academia, que objetó el valor literario de su obra y la consideró mero documento histórico. El foco de observación prevaleció en su condición sociocultural, no en el estilo o las cualidades artísticas de la obra, hecho denunciado sucesivamente por la autora.

Según cifras aportadas por Luciana de Mello (2021), Carolina Maria de Jesus fue “(t)raducida a dieciséis lenguas, publicada en cincuenta y seis países, con seis millones de libros vendidos, alcanzó en sus días el estatus de escritora estrella pop”. Sin embargo, hay una desproporción en el interés que crea la obra Quarto de Despejo respecto al resto de su producción literaria. Su segundo libro, Casa de alvenaria, publicado tres años después, en 1961, no tuvo el éxito esperado. A pedido de Audálio Dantas, la autora escribió sobre la vida después de abandonar la favela e instalarse en una casa de ladrillosen Osasco, ahora delante de las cámaras, entre autógrafos y entrevistas, tal vez contando con la expectativa del público. Pero Carolina no estaba conforme y deja ver en su texto que no pretendía escribir otro diario más: prefería explorar otros géneros textuales y se sentía limitada, incluso manipulada.

La nueva edición de Companhia das Letras

Ante el redescubrimiento al que asisten en la actualidad escritoras y escritores que se han excluido de la cultura “oficial”, el consejo editorial de Companhia das Letras que supervisó la nueva edición de los cuadernos de Carolina propuso una “edición integral, ampliada con contenidos inéditos y rehecha a partir de los manuscritos originales de la autora”, según el anuncio plasmado en su página web.

Este consejo editorial es coordinado por la lingüista y escritora Conceição Evaristo, importante intelectual brasileña, y Vera Eunice de Jesus, quien, además de ser profesora y poeta, es hija de Carolina Maria de Jesus y la principal responsable de su legado. Aunque dirija una crítica a la edición elaborada por Audálio Dantas, que realizó recortes considerables y modificó la escritura de la autora, a veces sin indicar la alteración, esta edición también optó por mantener la forma original del texto, marcada por muchos desvíos de la norma, en especial respecto a la ortografía:

“A fin de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de Carolina, esta nueva edición de Casa de alvenaria conserva toda la diversidad de registros presente en los manuscritos, por considerarlos marcas autorales imprescindibles para la adecuada recepción su obra. De este modo, el criterio básico de la intervención editorial fue mantener todas las grafías que desentonan de los diccionarios del inicio de la década de 1960, cuando el libro fue escrito” (nota sobre la edición, párrafo 2).

A pesar de admitir algunas excepciones, actualizadas “para desanublar la lectura”, el mismo criterio se aplica al uso de los signos de puntuación y a las “construcciones verbales y nominales de concordancia disonante, comprendidas como herramientas de construcción literaria” (nota sobre la edición, párrafo 3).

La propuesta de la nueva edición se destaca, por lo tanto, por la decisión de preservar el texto en su totalidad, sin censura. Llama la atención, sin embargo, que un consejo editorial con una composición tan bien pensada considere los desvíos de la norma como “herramientas de construcción literaria”.

¿Corregir es discriminar?

Regina Dalcastagnè, investigadora, escritora y crítica literaria, perteneciente al Departamento de Teoría Literaria de la Universidade de Brasília, discrepa vehementemente de la decisión editorial de conservar en esta reedición la gramática original de la escritora. Aunque el consejo editorial haya declarado la intención de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de la autora, Dalcastagnè afirma que a nadie se le ocurriría vincular la integridad de los escritores de la élite del canon literario a sus errores ortográficos.

¿Por qué suponer que la integridad de la voz de Carolina Maria de Jesus se refleja en esos errores? Si la obra de todos los grandes escritores es meticulosamente revisada, ¿por qué tratar de otro modo los escritos de esta autora?

Dalcastagnè, autora de Literatura brasileira contemporânea: um território contestado, que puso en evidencia la falta de pluralidad en la literatura brasileña, dominada por hombres blancos de clase media, insta a leer su obra por sí misma en lugar de definirla por su origen, porque cree que la escritura de Carolina Maria de Jesus se destaca a pesar de los desvíos de la norma, no por causa de ellos.

Al reeditar la obra de escritores del pasado, actualizar la ortografía según las normas contemporáneas es un procedimiento habitual en el mercado brasileño. Incluso obras de un pasado no muy lejano son revisadas para respetar el Acuerdo Ortográfico de la Lengua Portuguesa de 1990.

Para Dalcastagnè, la decisión de conservar los desvíos gramaticales funciona como modo de darle un carácter exótico a la escritura de Carolina Maria de Jesus, lo que la mantiene en los márgenes del canon de la literatura brasileña e impide apreciarla como literatura a secas, sin necesidad de adjetivarla como “marginal” o “periférica”.

Pretuguês

La decisión de mantener los desvíos de la norma se apoya en la reivindicación de que las faltas de ortografía de Carolina Maria de Jesus son marcas que revelan otras “faltas”: la escasez asociada a la vida en las favelas brasileñas, sin acceso a educación, habitación digna, servicios públicos, oportunidades de empleo formal y, con una frecuencia alarmante, comida.

Es posible vincular la decisión del comité editorial al pensamiento de Lélia Gonzalez, para quien en el Brasil no se habla portugués, sino “pretuguês” (fusión de las palabras “preto”, que significa “negro”, y “portugués”). Gonzalez reivindicaba el lenguaje coloquial y el conocimiento popular en el marco de un proceso de descolonización del saber, asumiendo prácticas lingüísticas propias de amplios sectores que suelen ser descartadas por la academia.

Sin embargo, considerando todos los esfuerzos de Carolina Maria de Jesus para escribir literatura, ¿se puede realmente afirmar que los desvíos de la norma sean “herramientas de construcción literaria”?

Dalcastagnè deja en claro que no propone modificar el estilo de los textos, sino adecuarlos a los parámetros buscados por la propia Carolina Maria de Jesus, que, con el objetivo de escribir según las normas, llegaba a la hipercorrección. A pesar de haber frecuentado la escuela solo dos años, fue ávida lectora y tuvo contacto con clásicos de la lengua portuguesa. La transgresión a la normativa de Carolina Maria de Jesus es involuntaria y no deseada por la autora: se comete desde el desconocimiento de la norma académica, que, por carencias relativas a su condición de vida, fue prácticamente inaccesible para ella. El vínculo entre Carolina Maria de Jesus y las instituciones culturales fue siempre asimétrico y constituyó un eje de debate interno para ella, que denunció sucesivamente lo que consideraba un aprovechamiento de su generosidad y su ignorancia.

Fernanda Oliveira Matos afirma que, “en un intento desesperado de afirmar su autoría y ascender socialmente, Carolina escribirá para los que componen este campo intelectual, este sistema literario que la excluyó, sea el público ligado al proceso de producción de la obra o los lectores con grados de instrucción que ella no logró tener” (2014, p. 20). De hecho, en las modificaciones generadas en el proceso de revisión de sus siguientes libros se observa una gran preocupación estilística. Matos advierte que “(e)n este sentido, las correcciones de la hija Vera Eunice y el manejo de vocabulario más rebuscado —fruto de sus interminables lecturas— representaron piezas fundamentales en su desarrollo como autora” (2014, p. 34).

Edición argentina de Mandacaru (2021)

La primera traducción al español de los escritos de Carolina Maria de Jesus fue publicada por la editorial argentina Abraxas y reeditada varias veces. Respecto a ella, Oliveira et al. advierten:

“La traducción tiende a normalizar, es decir, estandarizar la escritura de Carolina. Así, [la traductora] Beatriz Broide decide no reproducir las faltas de ortografía, que Audálio había conservado en portugués como prueba de autenticidad del documento que editaba, ni algunos rasgos que dan a la escritura de la autora un tono más oral. Igualmente, tiende a reemplazar por usos comunes ‘el vocabulario escogido’, las palabras que ‘no son de uso corriente en el ambiente en que vivía’ Carolina y que esta ‘ingenuamente’ se preocuparía en usar, aunque no lo hiciera siempre ‘con propiedad’” (2021, p. 6).

Oliveira et al. observan además que la edición cubana, de Casa de las Américas, también opta por estandarizar la escritura de Carolina, pero conserva “ciertas irregularidades con el objetivo de subrayar, justamente, su impropiedad” (2021, p. 7) e incluye notas de pie de página con explicaciones innecesarias para explicar la “confusión” del texto original.

Esas traducciones tenían el objetivo de transmitir “lo que ella decía”, sin valorar su estilo. La propuesta de lectura era abordar esos textos como documentos, denuncia, no como literatura.

De la década de 1960 a la actualidad, la percepción respecto a la obra de Carolina Maria de Jesus cambió. De la mano de la llamada literatura marginal que empezó a surgir en las periferias brasileñas a fines de la década de 1990, cuyos exponentes reivindican a la autora como precursora, surgieron además otras lecturas propuestas por la crítica. A partir de la percepción de ese cambio, el Laboratorio de Traducción de Universidade Federal da Integração Latino-Americana (UNILA) realizó la traducción colaborativa de Cuarto de desechos y otras obras, publicada por la editorial Uniandes. Esta vez, el desafío ya no era trasmitir la autenticidad de un documento de denuncia, sino corresponder a la singularidad de esa escritura (Oliveira et al., 2021).

De esta traducción deriva la edición publicada por Mandacaru, una editorial argentina con la propuesta de “publicar escritoras cis y trans, afrodescendientes, originarias y también blancas de lengua portuguesa de Brasil, África y Portugal”, en una adaptación al español rioplatense producida por Lucía Tennina y Penélope Serafina Chaves Bruera.

En el prólogo, que explicita el carácter colaborativo y grupal de la traducción, está el aviso de que esta edición va a contrapelo de las anteriores, que tendieron a “normalizar la escritura de Carolina y a conservar casi exclusivamente las irregularidades que permiten la asociación de la autora con los sectores populares” (de Jesus, 2021, pp. 18-19). Se intenta, por lo tanto, recrear el estilo y respetar la singularidad de sus elecciones para “evitar volver a encasillar a la autora como escritora inculta de la favela” (de Jesus, 2021, p. 22).

Con el propósito de no “volver a colocar a Carolina en el lugar de la falta” y no “contrariar la voluntad de la escritora, quien, con razón, esperaba que sus textos pasaran, como sucede con cualquier autor/a, por un proceso de revisión” (Oliveira et al., 2021, p. 14), la traducción presenta un texto que permite valorar a esta autora en tanto escritora y no como mera representante de una clase social desplazada.

Leer a Carolina

La nueva edición brasileña de Companhia das Letras y la traducción y adaptación al español rioplatense de Mandacaru vuelven a poner a Carolina Maria de Jesus en evidencia y reavivan los debates acerca de las decisiones editoriales sobre su obra. ¿En qué consiste su estilo? ¿Mantener su texto tal cual ella escribió es una forma de exaltar su historia de vida? ¿La única literatura que vale es la escrita de acuerdo con la variedad estándar del idioma? ¿La corrección de los desvíos le quita la esencia a su obra? ¿Cuál es entonces el rol del revisor en una editorial?

El objetivo de la revisión de texto nunca debe ser subordinarlo y despojarlo de su singularidad. La obra de Carolina Maria de Jesus requiere de un trabajo muy cuidadoso y delicado, porque no se trata de normalizar su lenguaje, pero sí de quitarle lo que estorba la lectura, como estorbaría la lectura de cualquier otra producción textual. Si los errores fueron involuntarios, no se debería tratarlos como transgresiones intencionales, en especial considerando que Carolina Maria de Jesus sí jugaba con las palabras.

Es imposible afirmar si una edición de la obra debidamente corregida abriría las puertas del canon a Carolina Maria de Jesus, o siquiera si permitiría leer su obra por lo que es, si ese gesto permitiría quitar los lentes de la fetichización. Lamentablemente, una vez más, se privó al público brasileño de la chance de descubrirlo. De todos modos, aunque desde veredas opuestas, ambas ediciones buscan el mismo objetivo: leer a Carolina Maria de Jesus con sus propias palabras.


[i] Las ediciones de las obras de Carolina Maria de Jesus citadas son las siguientes: Quarto de despejo: diario de uma favelada, 10ª ed., publicada por Ática en 2004; Casa de alvenaria – volume 1: Osasco y Casa de alvenaria – volume 2: Santana, ambas publicadas por Companhia das Letras en 2021; y Cuarto de desechos y otras obras, publicada por Mandacaru Editorial en 2021.

[ii] Para agilizar la lectura, tradujimos las citas referidas del portugués al español.


Lecturas de los silencios en «El silencio es un cuerpo que cae»

Por: Francisca Ulloa

La ópera prima de Agustina Comedi, El silencio es un cuerpo que cae (2017), es un retrato documental de la vida de su padre Jaime a partir del montaje de imágenes que él mismo había grabado durante los 90. Estas cintas que retratan una familia heteronormada son vehículo de un secreto familiar relacionado a la identidad sexual de su padre durante las décadas anteriores. En paralelo, a través del relato íntimo de Jaime, acompañado de la yuxtaposición de grabaciones y entrevistas a familia y amigos, se repone un archivo de homofobia y transfobia en las últimas décadas del siglo XX cuyo epicentro es Córdoba, como periferia del centralismo cultural de Buenos Aires. La construcción de un archivo del trauma que implica esta reposición, muchas veces marcado por el olvido y la inerrabilidad, cuestiona la forma convencional de documentación y representación a través de imágenes que muestran las grietas del ocultamiento. 


A lo largo de este texto quisiera proponer una lectura en torno a la obra en cuestión a partir de un punto: el lugar del silencio en la recuperación o construcción de un archivo que fue desplazado y ocultado. Tengo, también, la intención de poner foco sobre Monona como personaje o archivo protagonista, porque su silencio es el único diferente por su actualidad y eso lo transforma en problemático. Monona como la esposa de Jaime, la madre de Agustina, es una presencia en casi todas las imágenes, pero se puede pensar también como archivo mudo. ¿Es posible construir una narración en base al silencio? ¿Hasta qué punto el silencio de Monona le da entidad de revelación al pasado de Jaime? ¿Qué sucede en un contexto donde el componente ordenador de un secreto ya no rige como tal?

Para acompañar estas ideas, se puede traer a cuenta otra opera prima estrenada en los último cinco años, La vida dormida (2020) de Natalia Labaké, que es posible vincular con el documental de Comedi en torno a la reposición de un archivo familiar de las últimas décadas de siglo XX. Ambos documentales proponen como protagonistas personajes marginados o desplazados por la lógica heteropatriarcal, en el caso de Labaké, las mujeres de su familia. A través del montaje recuperan marcos de vida silenciados en su contexto, dándoles voz a partir de los testimonios del presente. Aun así, el tono de la narración es disímil; sobre todo en su tratamiento con los personajes femeninos, si el documental de Labaké entreteje un archivo de opresiones que permiten una lectura feminista lineal de mujer opacada, la película de Comedi desborda esta linealidad y complejiza el encuentro entre las memorias feministas y las políticas de las memorias de las disidencias sexo-genéricas. Quisiera traer a cuenta este documental porque pienso que el abordaje en torno a El silencio es un cuerpo que cae puede potenciarse a partir de un contrapunto entre ambas películas.

El secreto y el silencio

El silencio es un cuerpo que cae repone no solo la vida de Jaime sino un archivo sobre las dificultades y la clandestinidad de la experiencia gay, lésbica y trans durante el 70s, 80s y 90s entre la última dictadura argentina, los grupos revolucionarios que rechazan a la homosexualidad como una desviación burguesa y la pandemia del VIH. La develación, con las limitaciones en la recuperación histórica de un hecho silenciado, transcurre a partir de un vacío de imágenes sobre la vida gay del padre que contrasta con la narrativa de los testimonios y el guión. Considerando como punto de partida la entidad del secreto se entiende que la revelación no es azarosa; hay una ubicación temporal del mismo; el secreto perdió su “estatus” de secreto. Hay, asimismo, un atestiguamiento del mapa de poder que se construye mientras se van desarmando las capas del secreto.

Fotograma «El silencio es un cuerpo que cae».

Pero en el señalamiento de un secreto silencioso y anacrónico, se asoma un silencio actual. Foucault sostiene que lo que se dice y lo que se calla no puede encasillarse en una división binaria [i], el silencio no es uno sino varios, que forman parte integrante de estrategias que atraviesan discursos ¿Que discurso encarnan, entonces, los silencios de Monona?

Narrativamente, hay pequeños fragmentos del documental donde el silencio de este personaje se transforma en un silencio simbólico, es decir, otorga fuerza retórica al archivo de la disidencia, enmarcado en una forma sutil de opresión. En una lectura bastante simplista, es en la presencia de ambos como pareja donde la identidad de Jaime se problematiza y empieza a convivir con los silencios; y, también es en este periodo de su vida donde surge con más potencia un archivo de la intimidad. Ann Cvetkovich menciona en Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas que el secreto funciona como una práctica subjetiva en la que se establecen las oposiciones privado/público, y el fenómeno de secreto a voces no desmorona este binarismo sino que los restablece. Es posible pensar, entonces, que los registros de aquellos momentos donde el secreto quedó expuesto permiten crear una trama de lo invisible que fue confinado a la escena de lo privado[i]. La falta de etiqueta en la cara de Nestor en la foto del casamiento, el llanto silencioso de Jaime por la muerte de Nestor, los viajes repetidos, las noticias que alertan sobre el VIH-SIDA, son experiencias afectivas donde se forjan conexiones entre la política y la intimidad, proyectando desde la esfera personal un contexto más amplio[ii].

Paralelamente hay otra potencia en Monona, el silencio actual permite pensar la problemática desde el presente, como un pensamiento vascular. El corte temporal convive aún con vestigios del pasado, la madre que no encaja en este nuevo mundo, forma el eslabón. Si la obra expone el secreto para ser enterrado en el archivo de la historia gay transformando la representación o imagen del hombre enclosetado en una identidad más fluida y compleja, el silencio de Monona tensiona esta lectura de nuevas formas de agencias sexo afectivas. El abordaje sobre la identidad y el deseo sexual no dejan de imponer nuevos requerimientos de secretismo que obligan al documental a experimentar formas de expresión que desafíen esta resistencia. 

En ese sentido, poniendo foco sobre los momentos de voz en off de ciertos personajes, amigos o amantes del padre, que aparecen disociados de la imagen, se pueden encontrar otros espacios que no quieren ser habitados. Pero al transformar sus testimonios en archivo hay una especie de redención, como menciona Giorgi, se erige un presente que puede trazar una relación distinta con el pasado[i]. En contraste, Monona no encarna un tono de reconfiguración afectiva sino una continuidad, y es la única que funciona de esa manera a lo largo del documental. La actualidad del silencio parece rearticular una lógica de fracaso de la economía afectiva, en terminos de la concepción de fracaso de la vida queer que fueron socialmente desautorizadas, de la que busca despegarse la narración. Asimismo, la falta de recuperación de su propia subjetividad emocional del pasado impide una vinculación del presente con su historia. Si el secreto fue ordenador de la realidad, el silencio de la actualidad parece no interferir con el fin de la misma y de esa manera queda expuesta la distorsión de la norma familiar que acarrea la reconstrucción de la biografía de Jaime.

Si la directora, escogiendo una historia sobre su padre como sujeto que no encarna los valores del triunfalismo gay, logra crear un archivo de la invisibilización, represión, negación de afectos sin que se sienta adverso ¿no se convierte entonces la madre en sujeto de la negación de la negración de Jaime, o el secreto del secreto? ¿Cuál es el valor de las representaciones negativas en el presente, sin caer en la concepción de un ensayo común de homofobia o como resabio de la era pasada? En cierto punto, focalizar sobre la fuerza repetitiva de la exclusión social, da cuenta de la durabilidad de la homofobia, el sexismo y otras formas de jerarquías en un contexto que se percibe a sí mismo como “post gay”[i]. ¿Cuál es, entonces, el atractivo de estas figuras anacrónicas, que pueden ser entendidas como retrocesos? [ii]

El archivo familiar y las representaciones de lo invisible

La reposición del archivo afectivo, político e íntimo del documental da lugar a un abordaje comparativo dentro del espectro de películas familiaristas que generan archivo sobre el patriarcado y las disidencias. Estas representaciones intervienen en un presente que desde hace años viene cuestionando las estructuras y mandatos familiares, las formas de poder y asimetrías que atraviesan la esfera doméstica. En ese cuestionamiento, el lugar de las madres muta, hay una presencia tácita femenina que antes no estaba representada y que reorganiza la visibilidad de las figuras convencionales.

En El silencio es un cuerpo que cae, el objeto cultural sentimentalista se representa en el cuerpo del hombre que dramatiza la lucha de la identidad, el espacio y las potencialidades de las disidencias. Monona, en cambio, aparece desborrada de esta lectura. No hay un tratamiento sobre ella como compañera de Jaime y madre de Agustina, aun cuando es posible generar empatia a partir de su condición de mujer de una provincia de Argentina en un contexto hostil hacia cualquier desviación de la heteronorma y bajo un sistema patriarcal, y que a pesar mantiene y también produce el secreto. Es interesante pensar que el documental situa a una mujer, que a sabiendas de su compañero gay construye un lazo de parentesco, transformandose en aliada oculta y silenciada en un contexto en que se debatía la personería jurídica de las primeras organizaciones LGBT, previo a la Ley de matrimonio igualitario (2010) y de la sanción de la Ley de identidad de género (2012), incluso antes de la marea verde y los feminismos populares.

Fotograma «el silencio que cae».

Pareciera que el secreto circuló contagiosamente, ella a sabiendas de la identidad sexual de Jaime se sume a sí misma en un armario de una comunidad, ofreciendo una fuerza aún más potente para el ocultamiento[i]. Situado ahora en un contexto distinto que se percibe rupturista, las múltiples posibilidades de lo que interpretará la audiencia frente a la revelación del testimonio de Monona redefinen las características de su silencio ¿El discurso tras este silencio evidencia una lógica de agotamiento o de posibilidades y convivencias del presente? ¿Cómo se pueden generar espacios de empatía en sentidos afectivos que hoy son anacrónicos para nosotrxs? 

En el otro documental, La vida dormida (2020), Natalia Labaké repone un archivo familiar de las últimas décadas del siglo XX, donde hay una búsqueda para visibilizar lo invisible situando como protagonistas a las mujeres de su familia y retratando el espacio secundario al que fueron relegadas en una familia activa e involucrada en espacios políticos sumamente machistas del 90. La directora utiliza las grabaciones que había realizado su abuela acompañando a su abuelo, Juan Labaké, abogado de María Estela Martinez de Perón y activo dirigente del peronismo durante el gobierno de Carlos Saúl Menem. El retrato de la cámara, así como sucede con las cintas de El silencio de un cuerpo que cae sirve de anteojeras para penetrar en territorios anacrónicos que contrastan con el presente. 

Ambos documentales yuxtaponen una doble narrativa: por un lado la del padre o de la abuela y por el otro el montaje de la directora. Si bien son ellas quienes determinan la construcción, exponiendo el modo en que él o ella percibieron su realidad, en el documental de Labaké no se subraya discursivamente una intención como sucede en el de Comedi. Sino que se abre el espacio a la audiencia para realizar sus propios cuestionamientos e identificar diversas formas de opresión que transcurren de manera tácita. Hay una manera más sutil de generar un relato familiar, un montaje más delicado que entreteje el mundo doméstico con el mundo público. La voz de Labaké no es una guía entre estos territorios, su forma de intervenir en el presente con el peso del archivo surge en la forma en que se espejan entre los tiempos opresiones que, si bien mutaron, fueron desplazando a las mujeres de la trama familiar.

Incluso, la diferencia en el tono de las películas queda evidenciada en el título: dormir y callar. De alguna manera, Labaké desnuda a su familia, todo lo que busca decir el documental se va construyendo desde la intimidad cotidiana; el mensaje es subliminal, como el sueño, más poroso. Mientras que en la película de Comedi, el silencio es más bien un paredón que debe derrumbarse para reunir las partes que lo constituyen. Esta distancia entre las películas se debe a una diferencia clave. En La vida dormida no hay un secreto; el sexismo no estuvo atravesado por el ocultamiento de una identidad; pero, al igual que en la película de Comedi, la fuerza retórica reside en lo silenciado. En ese sentido, problematizando la lectura sobre los personajes femeninos, en El silencio es un cuerpo que cae, no hay un desplazamiento o ocultamiento, sino que el rol femenino aparece sosteniendo la sexualidad gay marica (o tal vez la desplaza).

En La vida dormida las grabaciones de la abuela en diálogo con las grabaciones de la actualidad son vehículo de un discurso que surge a partir del foco en lo que no se dice, verbalizandolo a través del montaje. El silencio no es un obstáculo ni un límite para la reposición del archivo, incluso es una parte central del mismo. Es tanto el protagonismo que toma que se transforma en la expresión o el discurso más fuerte del documental ¿Cómo puede haber silencio, en el sentido de algo no dicho, si es intapable? Se puede traer al caso un personaje clave, Menem, que si bien no integra parte de la esfera doméstica, su presencia dice muchísimo de ella sin la necesidad de una intervención.

Fotograma «La vida dormida».

Poniendo foco en los silencios actuales, hay una forma en la superposición de registros de ambos tiempos que incomoda al presente, más que por su pasado, por las resistencias del sistema de poder al paso del tiempo. En el documental de Comedi, el salto en el tiempo es abrupto. El presente es responsable de darle forma a una demanda sobre las opresiones del pasado, haciéndolo hablar, observándolo a la distancia. Donde hay ausencia hay también reposición. Si algo del componente cinematográfico se pierde en esta literalidad o reiteración, la figura de Monona articula una serie de interrogantes e inquietudes que pone en cuestión las estructuraciones actuales con vestigios contradictorios de la experiencia contemporánea[i]. Su silencio en torno a su vínculo afectivo con Jaime expone lo incompleto de la presentación de su subjetividad, encarnando una forma de archivo menor dentro de un archivo marica y se presenta como una forma de decir “ahora sabemos todo lo que no sabemos”. Tampoco hay pistas para saberlo, es tarea de la audiencia definir las características del silencio y en ese sentido es problemático.

La madre de Labaké, en cambio, ocupa un espacio disímil. Si bien a lo largo de su documental hay una recurrencia sobre lo no dicho, se asoma también el enojo y la resignación como forma de recuperar afectos innarrables en su contexto. Esto queda patentado de manera muy clara en una conversación entre ambas, donde las hijas la interpelan por el pasado, por haberse mantenido dentro de este ámbito familiar. Incluso, la directora dice directamente: “no lo pudiste ver, no tenias un movimiento feminista atrás”. Y la respuesta de la madre es todavía más significativa: “No habria podido ver por más movimiento feminista que hubiera habído (…) ¿Qué querés? Es lo que yo viví.” (1.01.51) Inmediatamente, se repone una escena filmada por la abuela donde la madre está en una reunión aunque parece no estarlo, su expresión pareciera estar descontextualizada.

Si el documental de Labaké se caracteriza por un discurso del silencio, este paréntesis de testimonio directo ofrece un acercamiento a los afectos que atraviesan estas figuras femeninas anacrónicas, partes esenciales de la forma sistemática en que se entrelazan las diversas formas de opresiones [i]. En ese sentido, estas figuras femeninas se vuelven inteligibles en trasfondos distintos, en Labaké se trata de silencios partiarcales mientras que en Comedi se trata de silencios heteronormativos en relación a la familia reproductiva. En El silencio es un cuerpo que cae se corre del espacio que ocuparía Monona hace 30 años. En el documental escapa de la lógica de la representación teatral heterosexual, donde seria relegada a una forma de amueblar el closet, camuflarlo a los ojos de las personas ajenas; mas la presencia en las imágenes y la ausencia de testimonio impiden ofrecer otro espacio para ella[ii].

Es interesante ahondar en torno al modelo narrativo que abren ambas películas para pensar una suerte de modelos críticos o perspectivas distintas dentro del archivo del género y la disidencia en torno al tratamiento con los personajes “rendidos”; aquellxs cuyo discurso fue absorbido por el paso del tiempo sin ser sustituidos por nuevos discursos, calificadxs por ciertas opresiones y descalificadxs por otras. Asimismo, el reconocimiento de la singularidad de los silencios abren camino para tematizar la especificidad de cada material cultural y sus diferentes representaciones.

A lo largo del texto fueron surgiendo más interrogantes que respuestas, ambos documentales son problemáticos en el desafío de desarmar el hermetismo de los mundos íntimos y trazar una significación con la esfera pública y la actualidad. A partir de este entre lineamiento, lo socialmente oculto y silenciado se erige en condiciones de igualdad con todos los discursos y acciones que permiten abordar, entender e incluso decodificar a una sociedad como a una vida personal[i].  El límite del silencio en la historicidad de las disidencias y las mujeres deja de concebirse como tal para transformarse en vehículo de la construcción de un archivo de intimidad. Pero, si el silencio es un discurso ¿no es entonces ausencia de discurso una señal del perpetuamiento de los efectos del trauma, considerado como huellas duraderas en torno a situaciones o marcos de vidas oprimidas en culturas impregnadas por la hipermasculinidad, la homofobia y la misoginia?


Bibliografía

  • Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018
  • Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/
  • Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990
  • Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015 
  • Prod: Labaké, Natalia, Luconi, Mariana, Burghi, Agustín. Dir: Labaké, Natalia (2020) “La vida dormida”. Argentina, Proton Cine.
  • Prod: Maristany, Juan Carlos, Diaz Pernia, Linda. Dir: Agustina Comedi (2017) “El silencio es un cuerpo que cae”. Argentina, El Calefón

[i] Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990 p. 15

[ii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 92

[iii] Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018 p. 17

[iv] Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/

[v]Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015  p. 189

[vi] Op. cit. p. 201

[vii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 106

[viii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 61

[ix]  Kosofsky Sedgwick ibid p. 47

[x]Op. cit p. 271

[xi] Cvetkovich ibid p. 28

Nelly Richard: Postales (o 22 hipótesis para un glosario)

Por: Andrea Giunta

Con motivo de la entrega del Diploma Honoris Causa a la crítica, ensayista y docente Nelly Richard por parte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Revista Transas comparte este texto de Andrea Giunta sobre la trayectoria de la académica francesa. Aquí, Giunta reconstruye, a partir de algunos libros y momentos en los que accedió al pensamiento de Richard, las intervenciones y propuestas de la crítica, las cuales incidieron en el escenario de la visualidad y en el pensamiento sobre el arte en América Latina durante los últimos cincuenta años.


Escribo este texto[*] al revés de lo que inicialmente pensaba. La pandemia cruzó los meses en los que había planificado encarar un estudio sistemático de la crucial contribución de Nelly Richard al pensamiento crítico y a la teoría sobre arte y la cultura en América Latina. El aislamiento alteró las lógicas que conocía sobre el tiempo. En lugar del plan analítico que anticipaba seguir, voy a ordenar el texto a partir de algunos libros y de los momentos en los que accedí al pensamiento de esta crítica, cuyas intervenciones agudas y radicales han pautado el escenario de la visualidad en la escena del arte chileno y del pensamiento sobre arte en América Latina durante cincuenta años, desde que Nelly Richard llegó, en 1970, a Santiago de Chile. Su escritura, tanto como la lectura de sus textos desencadenan provocan un momento de conocimiento que involucra lo afectivo. Se trata de una escritura trabajada, compleja, en la que las yuxtaposiciones de las palabras producen la sensación ambigua de distancia y cercanía. El ritmo de la escritura, la complejidad de ciertas palabras, la extensión de sus frases, van mutando con la lectura y revelan una tramada lógica en la que nada es azaroso, todo articula la complejidad del argumento. La escritura de Nelly es performance, con todos los aspectos transformativos que el término involucra. Ritmo, tiempo, repetición, contraposición, señalan los rasgos de las formas en las que se organizan los pensamientos que, cuando se asiste a la lectura, conforman un estado del cuerpo, un estado afectivo y de la atención que bifurca el pensamiento y lo vuelve atento al discernimiento del sentido, de los lugares críticos. No se trata sólo del abordaje analítico de un asunto, hay que captar el tono, los materiales rítmicos, los dobleces de las palabras.

Existe una matriz consistente y recurrente en la forma en la que Nelly nos propone pensar críticamente la cultura. Propongo en este texto un camino para aproximarnos a algunos de sus componentes. Abordo, simultáneamente, dos aspectos. Uno de orden autobiográfico: fragmentos que reconstruyen como encontré la escritura de Nelly y en qué sentido impactó en mi propio trabajo. Otro analítico, que busca encontrar las palabras y las posiciones que proporcionan claves de su pensamiento crítico sobre la cultura. Este es el primer borrador de un trabajo que podría desarrollarse en el futuro, y que entiendo necesario: un glosario Richard.

1. No recuerdo si fue 1988, 1990, fechas tentativas y probables, ya que en esos años escuché muchas mesas redondas y conferencia en el CAyC, durante las jornadas de la crítica. Lo he descrito otras veces, pero quiero aquí reponerlo. Se trataba de un encuentro internacional de críticos. Un conjunto de autores imprescindibles para reflexionar sobre el arte latinoamericano entraban en el universo de referencias de quien, después de los años de universidad durante la dictadura, comenzando a enseñar en la primera cátedra de arte latinoamericano recién fundada, buscaba acceder a conceptos críticos para analizar un arte que no integraba el programa de la carrera durante los años en los que había estudiado –recordemos que para la dictadura, todo aquello que invocaba la palabra Latinoamérica era peligroso. La crítica del arte latinoamericano contemporáneo, su horizonte histórico, sus problemas, no existían en la carrera que estudiamos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Elsa Flores Ballesteros, que llegaba de años de exilio en Venezuela, fue quien por primera vez dirigió la cátedra de arte latinoamericano en esta facultad, cuando se creó, a partir del movimiento de transformación de la curricula de la carrera que generó el movimiento de los estudiantes en la apertura democrática. Yo era su ayudante.

En tanto en ese encuentro en el CAyC los panelistas hablaban generalmente sentados, sin nada escrito, en el característico espíritu conversatorio y admonitorio de las mesas redondas, Nelly Richard se paró y leyó. Se paró delante de la mesa y quedó bajo el foco de luz mientras leía un texto escrito a máquina del que al comienzo no comprendí casi nada (el acento era otro, la escritura era compleja, el ritmo de la lectura replicaba y producía ecos de una palabra en la otra). Leyó un texto del que, mientras escuchaba, pude separar algunos conceptos. Las palabras eran nuevas, las ideas eran radicales. El texto me deslumbró. Nadie decía en Buenos Aires lo que ella colocaba en su escritura. Aquí el tono de las presentaciones era generalmente neutro, la gramática lineal, la crítica estaba ausente. El tránsito entre dictadura y democracia no encarnaba en escrituras críticas en la escena del arte. La semiótica, introducida como herramienta, entre otros, por Jorge Glusberg, dejaba en muchos textos las marcas de una complejidad acrítica. Nelly introducía un pensamiento deconstructivo, un torrente de conceptos políticos. Le pregunté si tenía una copia del texto, me dio la que había leído. Durante un tiempo ese fue mi lugar de encuentro con su escritura.

2. Compré sus primeros libros en Buenos Aires. Leí Femenino/Masculino el mismo año en el que se publicó y tuvo un efecto inmediato en los trabajos que escribí en 1993-1994 sobre la obra de Graciela Sacco y Alicia Herrero. Es muy probable que haya encontrado sus primeras publicaciones en la librería Prometeo, de la Avenida Corrientes, donde compré también las de Ticio Escobar, Mirko Lauer, Rita Eder. Raúl Carioli recorría América Latina y avisaba cuando abría las valijas con libros en el subsuelo de Prometeo. Pero algunas publicaciones de Richard que fueron fundamentales en mi biblioteca por su complejo estatuto entraron por azar. No recuerdo en qué año el artista argentino Héctor Giuffré me regaló Cuerpo Correccional (1980), Una mirada sobre el arte en chile/octubre de 1981, y una publicación fechada el martes 30 de junio de 1981, INTER/MEDIOS. Las tres publicaciones permiten seguir la puesta en escena de su escritura crítica.

3. Cuerpo correccional da cuenta de un proyecto editorial en el que Nelly Richard tenía intervención. El concepto y la diagramación eran de ella y de Carlos Leppe. El sello editorial de Francisco Zegers, con quien Nelly publicaría muchos otros libros. Hasta la página 7 no se sabe de quién es la obra de la que trata el libro. Y aunque no es la única que escribe, el nombre de ella está impreso en el lomo de la publicación, no el del artista. Es un texto sobre la obra de Leppe entre 1973 y 1980. El texto se centra en el análisis crítico del cuerpo. El cuerpo y los exteriores sociales / el cuerpo humano en relación espacial a zonas de comparecencia pública; el cuerpo y la biografía / el cuerpo en relación temporal a los acontecimientos genéticos influyentes en el devenir simbólico del sujeto; el cuerpo y los signos de la cultura / el cuerpo en relación histórica y geográfica a los modelos de producción de signos y referentes culturales. Promiscuidad, confiscación, contextualización, escenario, estatuto, función de castración, función materna, transgresión social son algunos de los términos que en la lectura de textos posteriores identificamos como recurrentes. Masculino y Femenino “como términos ya no antagónicos –por mutua exclusión—sino ambos conciliables en el ritmo alternante y dialógico de una identidad sexual no unitaria, sino dialéctica”. (p.10) Ya está aquí presente, desde la referencia a Kristeva, la reflexión que va a continuar en Masculino/Femenino de 1993. Semiótica y psicoanálisis. Y un programa de escritura que se afirma con la siguiente frase: “Influida por las consideraciones materialistas (dialéctica histórica) y consideraciones psicoanalíticas (dialéctica corporal) de la producción significante, surge una nueva práctica de escritura cuya modalidad de enunciación rebasa el estatuto anterior del sujeto especulativo; sujeto ya no neutralizado por el orden lineal de los discursos estrictamente racionales, sujeto ya no anonimizado por la indiferenciación pronominal que generalmente lo ausentifica de cualquier exposición metalingüística, sujeto ya no evacuado del enunciado por el control objetivante y positivizante de la norma estrictamente lógica de los discursos científicos o norma teleologizante de los discursos historiográficos” (p. 13). El texto, la escritura, la individualización, se proponen contrarios al discurso cartesiano, científico. Las referencias a las distintas obras de Leppe se realizan desde la primera persona y se dirigen al “tú”; una modalidad de escritura “de análisis de la obra para energetizarse como modalidad poética de sensibilización y afectivación de la experiencia significante: modalidad como tal atenta a la emergencia pulsional del sujeto de la escritura, y personalización del yo en el transcurso textual (transcurso subjetivo, vivencial)” (p.14). El texto se detiene sobre las obras de Leppe, siempre con minúsculas, con palabras separadas por barras, como notas fragmentarias en las que se da cuenta de una polinización del sentido que se activa desde el montaje. El libro conserva el estatuto del libro de arte. Aunque las ilustraciones son en blanco y negro (se realizan desde el lenguaje de la fotografía y contienen el registro de la performance en los años en los que Leppe realizó sus acciones), el papel es ilustración, el libro tiene colofón y solapas que replican el tamaño de la portada. V.I.S.U.A.L. En el índice de las fotografías se nombran los lugares en los que las performances sucedieron: Galería Carmen Waugh, Galería Cromo, Galería Cal, Galería Sur, los espacios en los que transcurrió desde el golpe el arte que se insubordinaba a los mandatos del Estado represivo.

4. Una mirada sobre el arte en Chile/octubre de 1981 involucra otro dispositivo editorial. Los datos visuales de la escritura son los de la urgencia, el borrador, la necesidad de imprimir, la necesidad de la escritura –una emergencia que activa el registro de la represión, el registro censor, de lo clandestino, de la conspiración. Todo remite a lo precario, a la no disponibilidad técnica. Un papel cartulina gris, poroso, opaco, que se oxida. Una edición unida por un anillado de plástico negro (el anillado de plástico que se hacía en esos años). Una visualidad opaca, contraria a efecto de impresión, una intercepción constante sobre la idea de versión definitiva. Un borrador expuesto en su cocina escritural. Los números de las páginas escritos a mano, el texto con la tipografía de la máquina de escribir. Subrayados, tachaduras, correcciones, palabras sobreescritas, insertadas. Los títulos escritos a mano no son títulos, son notas (nota 1, nota 2…). Se suceden llaves y marcas que señalan párrafos. El texto introduce el concepto de “escena de avanzada”; entendida como una “escena de transformación de las mecánicas de producción y subversión de los códigos de comunicación cultural” (p.3), una presentación que se introduce como provisoria y no totalizadora, que busca “demorar la mirada (accidentarla)”. El texto se refiere a una escena primaria, marcada por una convergencia expositiva y editorial que comienza, escribe, en 1977. Dittborn, Altamirano, Leppe/Zurita, Eltit/Serrano, Rosenfeld, C.A.D.A. La fotografía, “el recurso fotográfico” (p.13) se integra en el impreso desde una estructura borrosa. Son fotografías de archivo, de grupo, de acciones, que respetan la condición analógica (prueba) respecto del momento que las generó, pero que al mismo tiempo interceptan su transparencia mediante la impresión borroneada, de tinta contrastada, que impregna la cartulina en forma despareja, contradiciendo aquello que la fotografía invoca: el retrato, el momento de visibilidad de la toma fotográfica. En la imagen de la tapa apenas se identifican los rostros. El texto es, en el sentido inaugural que la palabra invoca, un manifiesto. Y un borrador de Márgenes e instituciones.

5. INTER/MEDIOS, reúne dos textos, uno de Richard y otro de Justo Pastor Mellado, que colocan en el título la palabra “margen”. El margen está representado, en Richard, por el lugar de la escritura crítica. Una escritura que no consiste en catalogar las obras en escuelas o tendencias dictadas por las historias del arte internacionales y por su academia. Una escritura que considera las condiciones críticas de producción. Una mirada opaca y fracturada que mutila la linealidad del transcurso homogéneo y vacío de la historia por la irrupción del “tiempo ahora”. Introduce aquí, entre paréntesis, el nombre de Walter Benjamin. Propone el desciframiento de la visualidad como operación de lectura. Y la visualidad está expuesta, en su productividad, desde la forma del texto. Las letras rojas, tipografía de máquina de escribir, se imprimen sobre cartulina celeste. Las páginas se unen con un anillado de plástico rojo. La publicación lleva inserta una separata de tres páginas abrochadas. Allí Richard retoma distintos campos semánticos de la palabra margen: el de la página escolar; el del tránsito escritural; el de toda ubicación liminar en la geografía del poder; toda condición de periferia que nos indisciplina como borde y nos deporta; todo espacio que resta; todo espacio de sustracción social; todo acto simbólico de transgresión de un código moral o social; la demencia, la locura, como márgenes de la normalidad; la delincuencia como margen de la sociabilidad, como instancia infractora de una ley; toda fracción minoritaria que cuestiona la totalidad; todo vértigo de la identidad; de la sexualidad; todo índice de mutación de un discurso de la historia; todo límite de una identidad; toda presión exterior que trabaje el interior de una clausura como su otro insumiso. Hasta aquí mis notas sobre este texto impreso, que parece un conjunto de papeles anillados para evitar que se dispersen, que se pierdan. Una puesta en escena, en un escenario de análisis y observación, de las operaciones de la escritura, de la distancia entre el borrador, las notas, el impreso final, el libro. Una política de la escritura que es performance de la urgencia del pensamiento crítico que disimula el carácter final y editorial del libro; una escritura que aunque no esté terminada y pulida se presenta desde los datos de la publicación. Aunque el texto parece un borrador, es urgente diseminarlo. La necesidad de la escritura en un país bajo vigilancia. Una escritura amenazada por la censura. Un impreso enmascarado: la publicación no parece un libro, apenas y con dificultad puede leerse. El rojo sobre el celeste confunde las letras, falta contraste, todos sus datos exponen fragilidad. Se trata de un material cuya arquitectura pasa desapercibida al ojo del censor del estado dictatorial. Sin embargo, se imprime, existe. En estos textos que no son libros se conserva la necesidad de una escritura crítica, capaz de producir sentido desde la disidencia.

6. Nelly Richard se encontró en Buenos Aires con Alessandro Mendini, Managing Editor de la revista Domus de Milán. Es muy probable que haya sido en las terceras jornadas de la crítica realizadas en noviembre de 1980. Nelly le envía, junto a una nota breve, Cuerpo correccional. Pero Mendini, más que por el libro había quedado impactado por la palabra. Por lo que ella leyó o por lo que conversaron sobre esa escena del arte en Chile. Nelly sintetiza la importancia disidente del cuerpo en el arte chileno y le propone escribir un artículo. Alessandro le responde con referencias a ella, francesa, trabajando en el contexto chileno, a la existencia de pocos centros y muchas periferias. Alude a la dificultad de que emerja la identidad latinoamericana. Y refiere a la originalidad de lo que sucede en Chile, lo que hacen los artistas, lo que hace ella, con su “romanticismo semiológico”: “una attività autentica e necessaria, che può fare da modelo a moti di noi del ‘centro’” (p. 1) Para confirmar dicha centralidad Domus reprodujo la correspondencia con Richard, publicó su artículo, y colocó en la tapa de la revista su retrato. Detrás la cordillera tomada de una foto de Leppe. Richard se impregna del aura de un ícono. Ella había llegado a Chile en 1970. En 1980 su escritura, que se refería a la identidad heterogénea del arte chileno, cruzada de referencias nacionales e internacionales, para formular un modo nuevo y específico de producción sobre arte en Chile, se imprimía en Italia. Escribía en Chile, probablemente por primera vez publicaba en Europa.

7. Ella trabajaba en la galería Cromo. Actuaba como parte de un grupo, como teórica, como curadora. El envío chileno a la Bienal de Paris en 1982 le permitió insertar la escena de la que formaba parte en Francia. Nelly relata en una entrevista con Lucy Quesada en Artishock que la invitación provino de un encuentro con Georges Boudaille, entonces comisario de la Bienal de París, en las jornadas de la crítica realizadas en Buenos Aires en 1981. Él la invito a una curaduría “alternativa”, fuera de la estructura estatal del Chile de la dictadura, con la que la bienal había cortado lazos. “¿Cómo hacerlo para que las obras fueran legibles no como un simple testimonio de la tragedia dictatorial sino como operadoras de una completa remodelación de los códigos artísticos y sociales, sin que este neoexperimentalismo vanguardista sacrificara nada de lo urgido y urgente de las condiciones de emergencia histórica, política y social que las determinaban?”, se pregunta en la entrevista. En las reuniones de planeamiento que tuvieron en el Taller de Artes Visuales que Francisco Brugnoli y Virginia Errázuriz mantenían vivo, resolvieron llevar un registro del arte de las prácticas de la “avanzada”. La revista ArtPress las analizó como un déja vu de los años sesenta y setenta, del arte sociológico de Hervé Fisher, del arte conceptual norteamericano, del body art de los vieneses. En el texto que escribió en esa misma revista Nelly contestó a sus parámetros centralistas. La lectura desde los centros volvía urgente expedirse, “refutar ese modelo centro/periferia basado en un esquema lineal y pasivo de transferencia original/copia que desatiende completamente los contextos de inscripción y traducción locales de los referentes internacionales: unos referentes cuya cita se encuentra siempre descalzada de su origen debido a las re-apropiaciones y contra-apropiaciones a través de las cuales cualquier localidad convulsionada bifurca y tergiversa los usos canónicos del repertorio metropolitano. Desde ya, la brillante performance “Prueba de artista” que realizó Carlos Leppe en esa misma Bienal de París ocupando, paródicamente, los baños del Museo como escenario –rebajado- de una carnavalización (homo)sexual en la que lo latinoamericano era residuo, simulacro y reviente de citas gesticuladas y vomitadas por una corporalidad excesiva contenía, en su propio dispositivo de enunciación, la crítica que la revista Art Press se mostraba incapaz de comprender.” (Artishock, 11-12-2014). La otra Bienal para la que curó la representación chilena (otra representación no oficial) fue la de Sydney en 1984.

8. Chile / Argentina. Me interesa seguir revisando en el futuro las relaciones entre estos países materializadas, fundamentalmente, a partir del CAyC, de la gestión de Jorge Glusberg, de las jornadas de la crítica. Investigadores de Chile y de Argentina avanzan en este sentido. Se planea reponer la exposición sobre el CAyC en el Museo Nacional de Bellas Artes de Chile, curada por Sebastián Vidal y Mariana Marchesi. Para agregar datos en este sentido, fue en la II Bienal de Buenos Aires, realizada en el año 2002 por Jorge Glusberg en el Museo Nacional de Bellas Artes del que era Glusberg era director, donde vi Moción de orden de Lotty Rosenfeld y una instalación de Juan Castillo. Los encuentros de Nelly Richard con la crítica internacional inscriben un capítulo específico en Buenos Aires. En el CAyC presentó, junto a Adriana Valdés y Justo Pastor Mellado, Cuatro artistas chilenos: Gonzalo Díaz, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar, Carlos Leppe (Francisco Zegers editor, 1985).

9. Richard no es una curadora full time. La práctica de la curaduría es un campo táctico que instrumenta en determinadas oportunidades para intervenir en la escena pública. La escritura crítica es su campo de reflexión y pensamiento constante. La curaduría podría entenderse como uno de los brazos políticos desde los que introducir en la escena pública una concepción crítica de la cultura entendida como teoría (sospecha, duda) y como práctica (pronunciar intervenciones que dan cuenta de posicionamientos estéticos y políticos). Las publicaciones, los programas académicos, los proyectos de investigación grupales, la participación en seminarios internacionales, particularmente los realizados entre fines de los años noventa y comienzos del 2000 en el contexto de LASA, son algunos de los campos de prueba desde los que Nelly Richard cruza el pensamiento crítico con la intervención. La curaduría es la oportunidad de colocar un conjunto de hipótesis de trabajo, de tesis y posiciones ante la mirada y el debate públicos.

10. La obra de lxs artistas permite a Nelly Richard poner en funcionamiento conceptos que se organizan desde palabras clave. En su texto en la publicación Pinturas Postales de Eugenio Dittborn editada por Francisco Zegers (1985) desarrolla el concepto de pliegue (papel doblado, marca de producción contraria a la productividad de la tela, a la de la superficie) y desplegadura (el acto de abrir, desdoblar la pintura, constatar la repetición, la repartición del espacio, deletrear el alfabeto y la sintaxis). Por su circulación, las pinturas aeropostales de Dittborn introducen las nociones de migrante y de errancia.

11. Leí, como muchos, Márgenes e Instituciones, en fotocopias. Ahora tengo la reedición realizada por Sergio Parra y Paula Barría en Metales Pesados. Juan Dávila, quien estaba en Australia desde 1979, hizo posible la publicación en ese país, en Art & Text, en 1986. La edición era bilingüe. En la de Metales Pesados se publica sólo en español, forma de resistencia al lenguaje de la globalización. La avanzada chilena, que transcurría entonces en los márgenes de las instituciones, en el momento de la reedición se encuentra plenamente dentro de las instituciones. Me interesa rescatar la fuerza de la palabra “avanzada” porque en ella entra en una cierta colisión el término “periferia”. Como vimos por las palabras que Alessandro de Domus le escribe a Nelly, el problema de la periferia era un problema de los centros. El término “avanzada” significa no oficial, producción creativa que cruza las fronteras entre los géneros (artes visuales, literatura, poesía, video, cine, texto crítico), cuyo soporte es el cuerpo vivo y el de la ciudad tramadas en la estructura de la performance. Una apuesta por la imaginación crítica en un contexto de censura, arte y política tramados y activados en una relación no ilustrativa. Prácticas del estallido en el campo minado del lenguaje y la representación. “Márgenes” en este análisis significa muchas cosas, pero especialmente márgenes respecto de la institucionalidad de la dictadura, descalces del sentido que se articula desde el campo de sentidos fragmentados por el golpe. La escena de avanzada es definida como “arte-situación”. “El “arte situación” de la “avanzada” quiso hacer estallar, a través del cuerpo y de la ciudad, el despliegue –antihistoricista—de lo efímero como poética del acontecimiento” (p. 23). La definición nos aleja de la idea de un arte descentrado o periférico respecto de las vanguardias centrales, ya que no se define por rasgos estilísticos de escuelas trasladadas o copiadas para parecerse. Es, más exactamente, una escena fundacional, experimental, anti institucional, una escena de vanguardia, una vanguardia situada, simultánea.  No una vanguardia periférica. Fotografía, escritura, el espacio público, las retóricas del cuerpo, la borradura de los límites de los soportes. Y el problema de la identidad latinoamericana respecto de la cual la escena de Avanzada productiviza la condición periférica al exhibir la heterogeneidad de los códigos que componen las irregulares sedimentaciones de la trama cultural latinoamericana.  “Las obras de la “avanzada” declaran su pertenencia a una cultura del recorte mediante la sistematización del fragmento y de la cita” (p. 105) Citas de Duchamp en Leppe; citas del mundo popular local en Dittborn. ¿Es la cita la condición de la periferia? En 1987 Nelly Richard había leído el libro de Hal Foster Recordings (1985) y citaba una frase en la que el autor se refiere a la invasión de la periferia por el centro y viceversa. Era el momento del debate de la posmodernidad, desde el que se debatía sobre la crisis del relato moderno. El término periferia involucraba también la crítica al relato autocentrado y teleológico de la modernidad. Nueve años más tarde Foster publica en October no. 37, 1994, el texto en el que revisa el concepto de repetición de las neo-vanguardias. El debate en el campo de las artes visuales se coloca más en el término neo-vanguardias que en el de periferias. La tradición del término periferia se inscribe con fuerza en la tradición cultural latinoamericana durante los años ochenta. Su genealogía habría aun que establecerla con precisión. Una marca fundamental es el libro de Beatriz Sarlo, publicado en 1986, Buenos Aires. Una vanguardia periférica. Ella considera los libros de Carl Schorske (Viena fin de siglo) y en Marshall Berman (Todo lo sólido se desvanece en el aire). En 1989 Néstor García Canclini publicaba Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. El concepto de neo-vanguardia Foster lo tomaba del libro de Peter Bürger, Teoría de la vanguardia (1974), donde lo había utilizado para descalificar los movimientos de posguerra entendidos como mera repetición. Bürger concebía su teoría de la vanguardia en el contexto de crítica institucional post 68. La apropiación crítica y productiva del término periferia en América Latina no es la que éste adquiere en la escena internacional de la vanguardia o de la neo-vanguardia. La carta de Alessandro Mendini destaca el valor de la periferia, de la que propone que los centros aprendan. Pero el sistema global del arte, sus precios, la representación de las ‘periferias’ en las colecciones de los grandes museos, de los museos corporaciones, dan cuenta de que el concepto no ha invertido los sistemas de valor, las jerarquías: el arte de los centros establece el canon, el de las periferias sus desvíos exóticos o deslucidos. En 1987 Nelly Richard escribía sobre la productividad del concepto de periferia: “La periferia latinoamericana es la franja de rebote de los patrones y modelos que no sólo penetran y condicionan, según la lógica unilateral del hábito dependentista, el imaginario regional, condenándolo a la reproducción pasiva o a la duplicación mimética, sino que son también generadores de heterogeneidad (de diversidad y de multiplicidad) en la medida que descomponen el imaginario previamente estratificado al modificar la superposición de sus capas, al alterar el equilibrio y la consistencia de su diseño, por los calces y descalces producidos entre fórmulas y aplicaciones. Materiales de traspasos que estimulan así la tacticidad del receptor u operador periférico, motivando su habilidad para desplegar una creatividad casi enteramente basada en el reempleo de materiales preexistentes (por ejemplo, los prefabricados por la industria de la cultura multinacional) e innovar respuestas ligadas a estrategias de reocupación de los fragmentos recortados por los aparatos transmisores y distribuidores” (1987, pp. 46-47)

12. En 1987 Nelly Richard, Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld curan la exposición Mujer, Arte y Periferia en Canadá, en The Floating curatorial Gallery at Women in Focus, Vancouver. El texto de Diamela marcaba la distancia respecto de dos totalidades excluyentes de lo femenino: el dominio patriarcal en el campo de la cultura y los sistemas artísticos metropolitanos. El de Nelly Richard señalaba la ubicación descentrada de 13 artistas chilenas cuyas obras (con sus opacidades, contorsiones y sobregiros) se lanzaban como intercepciones y descalces de tramas de hegemonías (las de los centros culturales). Obras situadas en Chile. Gestos, fracturas, traiciones de los sentidos unidireccionales; formas de desprogramar los sentidos teleológicos con intersticios, quiebres, descentramientos; huecos como reservas de significación, prácticas de elisión. Obras elaboradas por mujeres, con veladuras, borroneamientos de identidades, opacidades, citas, repeticiones. Fotos realizadas por fotógrafas agentes, en el acto de fotografiar en la escena urbana. Escritoras, fotógrafas, pintoras que descentran los modelos lineales, quiebran los modelos totalizadores. En este texto, en la intervención política que permite el formato de la exposición, con su participación en la curaduría, Nelly Richard refuerza el lugar político de las prácticas simbólicas. El mismo año, 1987, se realiza el Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana en Santiago, y antes, en 1983, se realizaba el Taller en el Círculo de Estudios de la Mujer vinculado a la Academia de Humanismo Cristiano: allí percibió la tensión entre quienes, como ella, centraban la acción en poéticas y estéticas que exploraban el arte o la escritura, y la lucha del feminismo entendido como movimiento social (Richard, 2013: 100). Fueron éstos lugares de lecturas, de encuentros, de intervenciones políticas.

13. En 1989 Francisco Zegers editor publica La estratificación de los márgenes. Sobre arte, cultura y políticas que recoge ensayos y textos leídos desde 1987. Dos temas me interesan recuperar como zonas críticas que abordan los textos: cómo posicionarse desde América latina ante el debate sobre la posmodernidad (el quiebre de la autoridad del discurso central), y cómo posicionarse ante el debate feminista en los años 80, que inscribe con los términos de neofeminismo y postfeminismo. Dos citas dan cuenta de una forma de construir los argumentos que recorre los textos de Nelly Richard: cómo mantener una posición atenta y crítica frente a los términos que se gestan en el pensamiento metropolitano y cómo no desechar desde posturas cerradas el conjunto de estrategias críticas que pueden resultar instrumentales a la hora de desarmar estructuras de poder locales. Primera cita: “Como toda cultura secundaria, Latinoamérica ha estado desde siempre acostumbrada a relacionarse con los “originales” (tomados en el sentido de modelos de verdad y perfección) mediante traducciones vulgarizadoras o sustitutos rebajados: una cultura de la imitación –fatalizada como modalidad invalidante por el discurso latinoamericano de lo “propio” – que ha encontrado en el repertorio postmodernista un sorpresivo estímulo para desinhibirse frete al complejo plagiario”. (…) Pero hace falta seguir averiguando hasta dónde esta glorificación postmodernista de lo descentrado llega a ser algo más que un mero subterfugio retórico, en circunstancias en que el Centro –aunque se valga de la figura del estallido para metaforizar su más reciente descomposición – sigue funcionando como base de operaciones y puesto de control del discurso internacional”. (pp. 56 y 58) Segunda cita: “…la palabra teórica del postfeminismo –y el tramado internacional de referencias culturales que la intertextualizan—aparece aquí depositaria de un saber-poder cuyo manejo, juzgado prohibitivo, provoca rechazo entre las mismas mujeres a las que iba originariamente destinado a beneficiar. Una palabra liberadora que afuera se profiere contra el sistema de dominancia (masculinidad hegemónica y cultura institucional), es aquí juzgada colonizadora. (…) desaprovechar el aperturismo teórico de las confrontación de horizontes a la que conduce el intercambio de referencias, bajo sospecha de colonialismo, no sólo resulta autolimitante; mima también el gesto de clausura nacional. Confundir la crítica a las operaciones del saber-poder con una renuncia casi obligada a sus materiales, lleva a la paradoja de un reverso presuntamente antiautoritario pero igualmente silenciador, ahora cómplice del oscurantismo que defiende el pacto entre no saber (confiscación del sentido) y poder.” (pp. 71-72)

14. En mayo de 1990, dos meses después del término de la dictadura y al comienzo del periodo en la historia de Chile al que se denomina transición (o concertación), Nelly Richard comienza a dirigir y publicar la Revista de Crítica Cultural. Se publicaron 36 números hasta diciembre de 2007. Me reencontré con Nelly en Ciudad de México, en el año 1993, cuando se celebraba el XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte en la ciudad de Zacatecas (Arte, Historia e Identidad en América. Visiones comparativas). Un coloquio desde el que Rita Eder, directora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, puso en contacto a varias generaciones de intelectuales que en muchos casos no se conocían personalmente (los jóvenes habíamos leído a quienes ya habían publicado varios libros: Richard, Canclini, Eder, Lauer, Mosquera, en el mapa latinoamericano; Guilbaut, Crow, en el norteamericano). Los años de las dictaduras en América latina habían cortado lazos. Libros, lectores, personas, compartieron durante ese seminario presentaciones y debates. Allí fue cando Nelly me obsequió los primeros números de la Revista de Crítica Cultural: el escenario crítico desde el que se reconfiguró la escena artística y cultural de Chile durante la posdictadura. Una publicación cuya aparición coincide con su fin, con el comienzo de la transición, pero también con los escenarios que señalaban el fin de la Guerra Fría, el consenso de Washington, la represión en Tiananmen, la emergencia de un nuevo momento de expansión del capitalismo global. Es una de las fechas que se coincide en señalar como el comienzo del arte “contemporáneo” –un comienzo que prefiero ubicar entre los años 60 y 80, cuando emergen muchos de sus rasgos: un mapa que coincide con los quiebres que la propia Nelly Richard señala desde los años setenta. La revista puede entenderse, en términos generales, como un posicionamiento, desde distintas voces, para erosionar las voces hegemónicas en la cultura durante la transición. La presencia de las artes visuales, la estética, la transdisciplinariedad (literatura, performance, fotografía), junto a un diseño vinculado a los procesos de edición de la imagen en relación con los textos que se habían puesto en escena con la estética de los catálogos desde los años setenta en Chile, dio a esta publicación un rasgo distintivo si se la compara con aquella otra con la que podría dialogar, Punto de vista, dirigida por Beatriz Sarlo desde Buenos Aires.  En la primera se reconocen los rastros de la reformulación de la relación entre imagen y texto como una coexistencia de sentido que  impregna y desmarca lo específico de cada uno. La Revista de Crítica Cultural dialogó intensamente con los estudios culturales. Un registro performático intercepta las imágenes y los textos. Desde esta publicación Nelly Richard intervino, mapeó e interrogó los signos que emergían en la cultura durante la transición democrática, cuya cronología es objeto de disputa.[†]

15. En 1993 los argumentos de La estratificación de los márgenes se expanden en Femenino/Masculino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática, también publicado por Francisco Zegers. Cinco aspectos quisiera destacar: 1) el lugar asignado a la crítica cultural en tanto esta permite “sacar al descubierto la imbricación de las piezas y engranajes que hacen funcionar los mecanismos de discursos: en demostrar que son todas piezas movibles y cambiables, que las voces de estos discursos son alterables y reemplazables, contrariamente a lo que sentencia el peso inmovilista y desmovilizador de las tradiciones y convenciones amarradas a la defensa de la integridad del status quo” (p. 11); 2) Se reitera en este libro el cuestionamiento a la izquierda tradicional y sus interpretaciones de la cultura (instrumentalización partidaria, reduccionismo ideológico en el campo del arte), así como a la nueva izquierda, que entiende la cultura como un suplemento simbólico sin protagonismo suficiente para desmontar y recodificar figuraciones y significaciones (p. 15); 3) La propuesta de entender la crítica feminista como una fuerza desterritorializadora que altera la composición y repartición del saber académico, fuera del coto institucionalizado de “los estudios de la mujer” (p. 21); 4) La pregunta ¿en qué medida el feminismo subvierte la cultura de dominantes y opresores, que sistema de relaciones diferentes sugiere? (p. 21); 5) Más que de una escritura femenina (o un arte), cualquiera sea el sujeto biográfico que firma el texto, convendría hablar de una feminización de la escritura que se produce cada vez que una poética rebasa el marco de significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce, heterogeneidad, multiplicidad) (p. 35).

Nelly Richard introduce en este libro una diferenciación operativa: estética femenina es aquella representativa de una femineidad universal o de una esencia de lo femenino que ilustre el universo de valores y sentidos que el reparto masculino-femenino ha tradicionalmente asignado a la mujer. Arte feminista sería aquel que busca corregir las imágenes estereotipadas de lo femenino que lo masculino-hegemónico ha ido rebajando y castigando. Una crítica de la ideología dominante (p. 47). No se trata de integrar las historias del arte existentes sino de desorganizar los mensajes culturales (pp. 48-49) Ejemplo: Lotty Rosenfeld, sus cruces interfiriendo el orden del pavimento desarman la reglamentación social (masculina) del espacio, infringen la unidireccionalidad. Después del plebiscito sus signos se resignifican. En dictadura restan y dividen, en democracia multiplican la pluralidad.

En cada poética que analiza Richard pone en el ruedo una palabra clave que refiere a campos de transgresión. Catalina Parra, cicatriz (imagen); Lotty Rosenfeld, infracción, interferencia (gesto); Virginia Errázuriz, descentramiento, discontinuidad (mirada); Diamela Eltit, fugas de la palabra, errar, trabajo callejero. (pp. 52-55).

La figura del travesti que explota bajo dictadura, socava el doble ordenamiento de la masculinidad y femineidad reglamentarias. Carlos Leppe y Juan Dávila, con sus citas del discurso de y sobre el inconsciente sexual. Estética gay, identidad sexual, represión social y el quiebre de la organización social que demarca (y desmarca) la ciudad por medio del ambular travesti que transita clases sociales. El rito travesti de la conversión sexual en las Yeguas del Apocalipsis. Pedro Lemebel, la persona periférica del travesti, que engaña el discurso falocrático al jugar con dobleces y desdoblajes, representa uno reto potencialmente subversivo al enfrentar las categorías unívocas de la identidad normativa. (p.73)

En este libro se aborda la necesidad de un feminismo táctico que active el potencial crítico tanto del feminismo de la igualdad que propone avanzar en la lucha política y social que suprima las desigualdades, que no sacrifique la diferencialidad de lo femenino que subsume a la mujer en la categoría general de lo humano; evitar el separatismo de la “diferencia” que aisla la cultura de las mujeres como cultura aparte y reesencializa lo femenino absoluto confirmando identidades polares; juzgar tácticamente cada argumento a favor de la igualdad, la diferencia o las diferencias sin que esto suponga invocar “cualidades absolutas de las mujeres o de los hombres” (p. 85-85, cita a Joan Scott en nota 17).

La relativización de las categorías de hombre y mujer pensadas no como sustancias fijas sino como construcciones móviles, “es quizás una de las postulaciones teóricas del feminismo que mejor sincroniza con ciertos planteamientos postmodernistas: los relacionados con la pluralización del sentido, la fragmentación de la identidad y la diseminación del poder” (p. 86).

16. En las entrevistas del libro Crítica y política realizadas por Alejandra Castillo y Miguel Valderrama (2013), Nelly Richard vuelve sobre este punto y destaca la necesidad del feminismo de “no renunciar a la movilidad táctica de dos argumentos –la universalidad de lo igual y la particularidad de lo diferente – que pueden ser usados alternativamente en distintos campos de enfrentamientos (teórico, político, jurídico, filosófico) (…) El feminismo contemporáneo ha aprendido a rechazar las falsas dicotomías que lo obligaría a pronunciarse a favor o en contra de una u otra de estas dos categorías” (p. 94). Las “mujeres” como un significante táctico. Un “entre dos” deconstructivo que se mueve entre la negatividad teórica (dudar, sospechar) y la afirmación crítico-política (pronunciarse, tomar partido) como una zona de deslizamientos continuos a cuya tacticidad el feminismo no puede renunciar” (p. 96) Richard destaca también la productividad de poéticas y estéticas y no sólo de la acción pública y comunicativa del feminismo como movimiento social. (p. 100)

17. En 1994 publica también (ahora por la editorial Cuarto Propio), La Insubordinación de los Signos (cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis). Inaugura en esta editorial la serie Debates. Los textos reunidos abordan la memoria y la discontinuidad en la cultura chilena desde el homenaje a la figura de Walter Benjamin. Recuerdo, olvido, memoria son términos clave. Los fragmentos de las imágenes, la impureza del recuerdo, el debate sobre la cuestión fotográfica (la obra de Dittborn –reviente de la trama, explosión del recuerdo–, de Ronald Kay, de Adriana Valdés). El golpe, activado desde las políticas y las poéticas de la memoria, se convoca y se fricciona como horizonte reflexivo desde el horizonte de la transición democrática. La gestión de la experiencia de completa dislocación del contexto de la dictadura pasa a ser abordado en un nuevo escenario que lo saca de la situación de censura y suspenso de los años de la dictadura. Quiero introducir aquí mi pequeña historia. Llegué a Santiago, por primera vez, en 1997, como becaria del proyecto Rockefeller que dirigía Nelly Richard. Llegué al hotel alrededor de las 11 de la noche y encendí el televisor. Un noticiero en tres bloques me puso en contacto con un contexto político paralizante, el de la dictadura, que imprimía en los cuerpos la experiencia de un terror que desde Argentina comenzábamos a sentir que se alejaba del presente. En el primero se abordó la situación financiera de la fundación Pinochet (supe ahí que tenía varias sedes en Chile, y supe que se organizaba la subasta pública de su bastón de mando para reunir fondos); en el segundo la discusión en el Congreso sobre la derogación del feriado nacional el 11 de septiembre, día del golpe de Estado: se decidió derogarlo, pero el próximo año, cuando se cumpliese el 25 aniversario; en el tercero se analizaba la paradoja de que el personal de custodia de los barrios privados de la ciudad estuviese integrado por ex carabineros. Esto es lo que recuerdo. El único objeto que conservo, y que funciona como indicio de qué representaba en ese momento el pasado dictatorial en Chile es una moneda que me dejaron en la mesa en la que tomé un café antes de entrar al seminario: una pequeña moneda en la que a cada lado de la imagen de una mujer rompiendo las cadenas sobre la palabra “libertad” se disponía la fecha 11-9-1973. Llegaba de Argentina, donde el juicio a las juntas militares señalaba un horizonte distinto en el debate sobre dictadura y postdictadura –aunque dicho horizonte ya se había clausurado (y a la vez exacerbado) con las leyes de Punto Final, de Obediencia Debida (1986-1987), y los indultos (1988-1990). Uno de los primeros gestos simbólicos que encara cada nuevo gobierno en la Argentina es el cambio de las imágenes en el papel moneda. En el escenario de la posdictadura una moneda que refrendaba que la libertad había comenzado con el golpe de Estado no imagino que hubiese podido permanecer circulando. El análisis es, sin embargo, limitado. Los contextos, tal como lo destaca y lo problematiza Nelly Richard, no pueden abordarse desde perspectivas estereotipadas, requieren analizar críticamente sus formas oblicuas. La obra de Dittborn, de Carlos Altamirano, de  Gonzalo Díaz, de Lotty Rosenfeld proporciona casos para análisis críticos situados. Es también central en este libro la reconceptualización de la escena de la Avanzada como neo-vanguardia, desde el contexto crítico que provocó la publicación de la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger al que ya me referí brevemente.

18. Probablemente los campos más intensos de análisis que ocuparon en los años noventa la tarea crítica de Nelly Richard fueron los de la memoria, la postdictadura, el contexto de la transición. Residuos y metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición) publicado por Cuarto Propio en 1998, da cuenta de la continuidad y expansión de una agenda que estaba planteando en los libros anteriores: la tensión entre memoria y olvido; lo popular y lo urbano; la fricción entre saberes académicos y los saberes cruzados que permiten la transdisciplina (y la indisciplina); polémicas en torno a lugar social y crítico del travestismo, el género, las subjetividades en zonas de peligro. Los análisis sobre obras (de las Yeguas del Apocalipsis, Paz Errázuriz, por mencionar tan solo algunas) o sobre los debates que en ocasiones provocaron (el Bolivar travesti de Juan Dávila) son algunos de los archivos visuales en los que se detiene para hacer estallar la crítica desde el caso situado.

Los ensayos reunidos en Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, publicados por la editorial Siglo XXI (2007), en cuya selección tuve la inmensa alegría de colaborar, volvieron accesibles para el lector argentino, en el formato de un libro, los itinerarios de su pensamiento crítico sobre la cultura entre la dictadura y la transición. Los ensayos seleccionados se centran, principalmente, en el campo de las imágenes del arte. Este libro sostiene una relación fuerte con Crítica de la memoria (1990-2000), publicado por la Universidad Diego Portales (2010), que indaga sobre memorias, sobre el giro testimonial, sobre pensamiento artístico, sobre museografías y sitios de la memoria (Villa Grimaldi, el Cementerio General, el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos). El libro recorre así el arco que va del trauma inaugural, el golpe de Estado, a la institucionalización de la memoria. Memoria batallante, memoria oficial, memorias insurrectas que emergen sobre los paisajes de la normalización. La escritura de Richard está atenta a los momentos insurreccionales, tambaleantes, a las formas inestables en las que el presente puede dar lugar a nuevas formaciones sociales, a focos simbólicos que constatan que la perspectiva crítica permite dar visibilidad a las zonas que no se normalizan, que no se domestican.

19. Las empresas colectivas cruzan las prácticas del pensamiento crítico que Nelly Richard activa desde seminarios, grupos de lectura, participación en acciones que toman formas móviles colectivas: la Revista de Crítica Cultural a la que me referí, pero también la edición de volúmenes colectivos como el que co-edita con Alberto Moreiras, Pensar en/la postdictadura (Cuarto Propio, 2001), publicaciones en las que es palpable el debate de proyectos de investigación como el que llevó adelante con un subsidio de la Fundación Rockefeller, o desde el Magister en Estudios Culturales que dirigió en la Universidad Arcis entre 2006 y 2013, o la organización de seminarios (como el épico seminario Arte y Política de 2004: nadie que haya asistido puede olvidar la intensidad de esos días, la participación masiva, los debates que allí se produjeron), las entrevistas a colegas con los que sostuvo intercambios y complicidades críticas y políticas (que llevó adelante desde la Revista de crítica cultural o con publicaciones como Diálogos latinoamericanos en las fronteras del arte,publicado por Palinodia en 2014)

En 2018 Nelly Richard edita (selecciona, organiza, documenta junto a jóvenes investigadores: Mariairis Flores, Diego Parra, Lucy Quezada) materiales críticos y teóricos sobre arte y política en Chile entre 2005-2015, que fue precedido por un video que reúne un extenso e intenso archivo documental, imprescindible para activar esos repositorios desde las preguntas del presente. El volumen es una edición exquisita que permite acceder a las voces desde las que es posible reconstruir la dinámica de un seminario imaginario. La lectura de los textos permite representar cómo esas voces, esas personas, seguirían conversando, después de cada jornada de presentaciones y debates, en el emblemático restaurant chino de Santiago.

20. Su libro más reciente, Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer (Metales Pesados, 2018) reúne textos presentados desde 1987 en seminarios y conferencias públicas. Rastrea, en tal sentido, una genealogía de conceptos y posicionamientos críticos que excava un recorrido de intervenciones que desmarcaron la linealidad del pensamiento sobre género y feminismo. En un sentido, pienso que el deseo de revisar su propia reflexión sobre estos temas estuvo marcado, al menos, por dos coyunturas contemporáneas: la radicalidad política y masiva con la que la agenda incumplida del feminismo llevó a las nuevas generaciones a las calles de muchas ciudades del mundo, notoriamente las latinoamericanas, y por la oportunidad de intervenir desde el escenario político de la exhibición cuando presentó su proyecto para curar la representación de Chile en la Bienal de Venecia de 2015. No creo que sea sencillo imaginar el gesto desmesurado de presentarse ante un jurado, con un proyecto, defenderlo, llevarlo a cabo, como si recién comenzara a involucrarse en estas arenas. Entre 1982, cuando cura en forma no oficial la representación chilena en la Bienal de Paris y 2015, cuando compite, en forma oficial, para seleccionar el envío de un país en democracia, durante el gobierno de Michelle Bachelet, se cubre el arco de un itinerario político que redobla pensamiento e intervención, análisis crítico desde la palabra y desde la ocupación del mejor espacio que era posible imaginar para instalar el pensamiento en el espacio: la bienal más antigua, la que conserva el foco de las miradas internacionales. Nelly interviene con dos artistas sobre las que escribió muchas veces: Lotty Rosenfeld y Paz Errázuriz. En la defensa de su propuesta empleó el siguiente argumento: resultaba impostergable que dos artistas mujeres que realizan su obra en Chile representasen al país. El criterio de selección ponía en evidencia dos cosas: la subrepresentación de artistas mujeres en los envíos nacionales a dicha bienal, en los que ocupaban, aproximadamente, el 20%, y el hecho de que los tres envíos anteriores habían estado representados por artistas chilenos que viven fuera de Chile. Asigna así a la exposición un lugar político capaz de corregir asimetrías constatables en la democracia. Una forma de enunciar con claridad que la disputa por los espacios de visibilidad (en este caso en el mundo del arte) es una lucha política. Una disputa que Nelly aborda, en forma insistente, desde la lectura crítica y política de la imagen. Cabe recordar aquí el carácter táctico desde el que aborda las agendas del feminismo y del género. Ella apunta a la necesidad de observar el escenario, las formas en las que se administran los espacios y las tramas del pensamiento crítico, para decidir en qué momento actuar desde las políticas de la igualdad o desde las de la diferencia –o, ¿por qué sostener que hay que elegir?: Richard trama argumentos que funden su potencial crítico.

Junto a estas consideraciones quiero aquí dejar en palabras la emoción profunda con la que recorrí las salas del Arsenale de Venecia. Las obras y el montaje, la fuerza conmovedora de las fotografías de Paz Errázuriz, que había visto tantas veces, pero que allí significaban infinitas nuevas cosas; el giro que Lotty Rosenfeld había logrado con el dispositivo mecánico que desplazaba las imágenes por el espacio de la sala: todo era allí la prueba de que la resistencia de la imagen se constataba hiperbólicamente cuando las mismas personas escribían sobre las mismas obras para expresar algo completamente inaugural. La palabra y el espacio activaban resonancias nuevas.

21. Dos últimos textos, reunidos en Abismos temporales, permiten tejer una historia de sus intervenciones críticas. En los ensayos “Mujeres sin comillas y entre comillas” y “Los extravíos de la cita cultural” Nelly Richard interroga, como tantas veces lo hizo, la seducción y los obstáculos que plantean las modas académicas internacionales. “Queer” es la palabra que coloca en el centro de sus dudas. Vuelve a Judith Butler, vuelve a las agendas del feminismo de los ochenta, de los noventa, y busca despejar la fascinación que producen las palabras nuevas (como a fines de los noventa había sido el término “poscolonial”) cuando se las confronta con las genealogías locales. Lo nuevo no es nuevo, está presente y se materializó en momentos de la historia que ella aborda, la historia de Chile. En estos textos reconstruye situaciones (1987 y el encuentro de escritoras, 1987 y la publicación de Márgenes e instituciones, 1990 y la publicación de Gender Trouble de Judith Butler, la realización de Paris is Burning de Jennie Livingston cuya copia –la que le había regalado Sergio Parra en la Universidad de Duke en 1993– propuso proyectar en 1995 en la disco gay Naxos en el centro urbano marginal y lumpen de Santiago, en el subterráneo de Alameda 776). Los lugares, las situaciones, las lecturas, las articulaciones locales, son los materiales desde los que interroga lo nuevo. Las preguntas –herramientas constantes de la mirada crítica– vuelven circulares las historias.

22. Comencé este texto con la palabra afecto. El afecto no es lo mismo que el cariño. Este encuentra su archivo en los intercambios por email, en las cenas en los Chinos Gay (término con el que Pedro Lemebel bautizó a ese lugar de cenas en largas mesas), en las dedicatorias de los libros, en las tardes conversando en la parcela de La Florida (siento la luz y veo a Nelly a contraluz). Cuando digo afecto sitúo la palabra en una dimensión teórica. Aquella que involucra el conocimiento no solo con un estado mental, sino también emocional. Quizás la frase sea “sentirse atravesado”. La lectura de sus textos provoca tal estado de ánimo. El momento de un pasaje, que podría ser también el estallido que permite cruzar un pensamiento con otro. Un estado de mutación, de trasposición, el sentirse atravesado por una idea que convoca un lugar emocional, el de los ecos múltiples que estallan ante cada una de sus frases. No sé si pueda expresarlo con claridad; no sé si la teoría me ayude. Puedo abrir sus libros en cualquier página para encontrar ideas distintas que remiten a un núcleo inalterable (e invencible) cuya refracción se dispersa provocando un estado mental y emocional. Desde fines de los años ochenta estuve atenta y esperé sus libros. ¿Qué materiales, que cuestiones estará abordando en este momento? El núcleo constante de su escritura crítica quizás pueda comprenderse como la sospecha desde la que interroga los consensos y como la certeza desde la que sostiene que el arte no es un material accesorio y que en sus propuestas se procesan formas simbólicas que convocan la arena de lo político. Nelly traza genealogías situadas. Vuelve a ciertos artistas visuales, a ciertos escritores. Retoma momentos fundacionales. Traza así lecturas en las que los materiales del presente se traman con los momentos en los que ubica los quiebres de las representaciones en Chile: el golpe de Estado, la dictadura, la transición, las escrituras disidentes que se expresan desde las intervenciones críticas en el espacio urbano (la res, la cosa pública a la que el arte que le interesa nunca es ajeno) y desde los cuerpos: los cuerpos políticos de las disidencia de género, de los feminismos, de las estéticas gay, trans, queer. No encuentro las palabras exactas que den cuenta del estado mental encendido que produce, que me produce su escritura. Una escritura del exceso modulado por la confianza deslumbrante en la necesidad crítica y en el poder de la palabra y de las representaciones simbólicas del arte y la cultura. Una escritura que fuga y que estalla, que es deseo y que es fulgor.


[*] Artículo publicado originalmente en Papel máquina No. 14, año 12, editorial Palinodia, Santiago de Chile, octubre de 2020, pp. 109-134.

[†] El comienzo y el fin de la transición son motivo de debate. Hay coincidencia en señalar el inicio con el plebiscito de 1988, pero sobre el final existen diferencias. Algunas fechas propuestas: 1991 con el Informe Rettig; 1998 con el arresto de Pinochet en Londres; 2004 con el Informe Valech; 2006 con la muerte de Pinochet. Pero ninguna de estas fechas es definitiva a la hora de considerar concluido o cerrado el periodo. Incluso la posibilidad del cambio de la Constitución a consecuencia del “Estallido social” de octubre de 2019 podría abrir a un futuro el final del periodo. Nelly Richard considera incluso que las políticas de la transición con sus estrategias simbólicas para monumentalizar el trauma reducen la eficacia de los mecanismos de verdad y justicia, contribuyen al sentimiento de cosa juzgada, que ya no puede ser llevada a juicio (res judicata), lo que deja pendiente y activo el trauma de la dictadura. La noción de postdictadura presenta la objeción de ligar el tiempo posterior a la figura de Pinochet (senador vitalicio, arrestado, con cuentas secretas, fallecimiento) y a un corte semántico cuyas “múltiples adyacencias traumáticas”  todavía “golpean los resentidos contornos de nuestro ‘después de’”. La monumentalización de la memoria activó, sin embargo, zonas de conflictividad reciente cuando Mauricio Rojas, nombrado Ministro de Cultura por Piñera objetó el guión del Museo de la Memoria como relato parcial que no daba cuenta de las causas del golpe de Estado. Sus declaraciones provocaron un repudio que llevó a su reemplazo. Richard, en Richard y Moreiras, 2001, pp. 9-10 y Sebastián Vidal Valenzuela, Pueblo chico, infierno grande: arte: Artes visuales, publicidad y medios de comunicación de masas en los primeros años de la transición democrática en Chile (1988-1994), Santiago de Chile, Editorial Universidad Alberto Hurtado (en prensa).


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—————- (Editora), Arte y Política. 2005-2015. Proyectos curatoriales, textos críticos y documentación de obras, Santiago de Chile, Ediciones / Metales Pesados, 2018 (con la colaboración de Mariairis Flores, Diego Parra, Lucy Quezada)

—————-, Arte y política 2005-2015 (fragmentos), 2016. Video de investigación realizado por Mariairis Flores, Lucy Quezada, Diego Parra y Nelly Richard, con un subsidio FONDART 2016, que fue precedido por un video que reúne un extenso e intenso archivo documental, imprescindible para activar esos repositorios desde las preguntas del presente.

—————, Arte y política, 1973-1989, 2016. Video de investigación realizado por Mariairis Flores, Lucy Quezada, Diego Parra y Nelly Richard, con un subsidio FONDART 2016.

—————-, Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2018.

Sarlo, Beatriz, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.

Schorske, Carl E., Fin-de-Siècle Vienna: Politics and Culture, New York, Alfred A. Knoof, Inc., 1979.

César Aira y el nuevo orden literario del mundo

Por: Alfredo Lèal*

Imagen: La obra de Aira disponible en Amazon (fotocaptura)

El escritor y docente mexicano discute los preceptos de cierta crítica literaria entorno a la literatura y su función social. Alfredo Lèal señala cómo la noción de mercancía literaria, en el proyecto creador de César Aira, puede cuestionar el lugar mismo de la literatura en la sociedad y proyectarse como una descolonización del mercado literario latinoamericano actual.


Tengo la ligera sospecha de que la tarea menos apreciada por la crítica literaria hegemónica —y, por consiguiente, la labor que más profesionalmente eluden quienes, con rigor marcial, a veces inconfesable, pero sobre todo con algo cercano a lo que hoy se denomina FOMO, la practican— es la de reconocer el carácter propiamente mercantil de la literatura. ¡Blasfemia, sacrilegio! Peor aún: fin de la ilusión post-benjaminiana del aura, evidencia definitiva que nos coloca frente a la absoluta realidad de un mundo no sólo cada vez más desigual sino más desigualmente fragmentado en pequeños, pequeñísimos mundos de los que muchas personas, antes incluso de los confinamientos impuestos por los Estados durante la pandemia de Covid-19, decidieron y deciden no salir. Podría decirse que si algo nos impide ver en la literatura una función social es precisamente tratar de aislarla de las condiciones sociales que nos permiten no sólo que haya literatura sino que ésta tenga un lugar en las sociedades.

En su texto “Problemas de la crítica, hoy”, de 1977, Antonio Cornejo Polar planteaba que la crítica literaria latinoamericana, para ser realmente tal, debía cumplir con tres características: primero, una adecuación a la peculiaridad de la literatura latinoamericana; en segundo lugar, rigor científico y metodológico; y, finalmente, la integración al proceso de liberación social de nuestros pueblos. Contrario a aquella que el propio Cornejo denomina como “crítica inmanentista” —propia, diríamos hoy, de la academia neoliberal, confeccionada a la medida de los productos literarios del Norte gobal; una crítica que, sin más, podemos llamar colonial—, ésta es la crítica que pide la obra de César Aira, para quien “la literatura no tiene ninguna función social. Es injusto exigirle eso, no puedes pedir explicaciones al resto de las artes, es como preguntarse qué función social tiene la música de Mozart”.

La cita anterior está tomada de la visita de Aira a México en el ya lejano mes de septiembre de 2017 para presentar, en la casa de ERA, Entre los indios y La liebre. Me remonto a ella porque fue en dicha presentación que el editor Martín Solares, luego de exponer una elaboradísima —e innegablemente inteligente— hipótesis sobre el papel central que en la obra de Aira juegan los títulos, le pidió que le hablara a la audiencia un poco más acerca de esa estrategia característica en sus libros. Recuerdo, con claridad, dos gestos: el primero, silencioso, parecido a una mirada, de profundo agradecimiento hacia Solares por sus palabras, una gratitud honesta, transparente; el segundo, casi al unísono de un movimiento apenas perceptible sobre la silla, un guiño que sería insuficiente calificar de simple, pues lo que había en él era, más que simpleza, naturalidad: “Es imposible decirlo. Cuando empiezo a pasar textos a la computadora, sólo pongo un nombre para reconocerlos; a veces funciona así”.

Quizá no venga mal una confesión: para mí, formado en el que es quizás el más rígido de los cánones literarios, a saber, el francófono, ese momento en la casa de la editorial de Neus, Jordi y Quico Espresate, Vicente Rojo y José Azorín, fue el momento exacto en el que comenzó mi descolonización literaria. Desde entonces no sólo entendí por qué me había dedicado a ese otro autor de más de cincuenta libros, también humorista, también ácido, también perturbadoramente inteligente como lo es Romain Gary, sino que me di a la tarea de leer a Aira con regular asiduidad. Celebré tanto la selección cuanto el delicioso prólogo de Juan Pablo Villalobos a las Diez novelas publicadas por Penguin Random House en 2019, así como la posibilidad de tener en un mismo formato y con más o menos la misma disponibilidad la mayoría de los libros del autor de La costurera y el viento en dicha editorial, aunque sigo pensando que la obra de Aira trasciende el formato en el que se la lea. El propio José Bianco, por ejemplo, en otra presentación, también en México, ésta de 1984 a propósito de la novela Canto Castrato, considera importante mencionar que lo ha leído en “una fotocopia de los originales”.

La reseña de Bianco, por cierto, constituye lo único que se le ha dedicado a Aira en la Revista de la Universidad. No obstante, en este texto para la UNAM encontramos la tónica de todo libro airano, sin importar de cuándo date ni, mucho menos, en qué momento se lo lea. Para Bianco, la novela de Aira “es en todo diferente de las novelas que se escriben hoy por hoy”. La absoluta diferencia, la absoluta novedad de un autor radica en que su obra nos obligue, si bien no exactamente a establecer nuevos pactos de lectura, al menos sí a reformular los vigentes, a proponer nuevas relaciones del texto con la realidad y viceversa, pero ello sólo es posible si, como Aira, apuntamos insistentemente a que todo texto literario es, antes que nada, un producto. Volviendo a Cornejo: el producto de un proceso social concreto. Precisamente por ello no es contradictorio decir que la literatura carece de función social y, al mismo tiempo escribir y publicar más de ciento veinte libros (y contando) cuya función social parece ser precisamente la de cuestionar el lugar de la literatura en las sociedades.

La obra de Aira tiene un trasfondo que puede contenerse en una sola palabra: mercancía. Allende aun las fronteras de la literatura latinoamericana mundial, ninguna obra acepta en mejor lid su condición de objeto mercantilizable y mercantificable, según la expresión que Bolívar Echeverría empleara en el prólogo al Estado autoritario, de Horkheimer. ¿Será esto, entonces, lo que incomoda tanto a la crítica hegemónica en la obra de Aira, lo que la aleja tan cabal y lógicamente de una producción tan plural como insistentemente repetitiva? Por un lado, sí. Pero, creo, hay más, pues la producción airana apunta a un hecho que es a todas luces contrario a la forma en la que entendemos la perfección en Occidente e incluso la perfección misma de Occidente: la producción absoluta de absolutamente todo, incluso de la realidad misma. La producción, en suma, tal como la ha venido ejerciendo China desde hace casi ya un siglo, y que es uno de los motivos por los cuales tendríamos que aceptar que Aira es a la literatura lo que China a la economía, en el sentido en que ambos plantean un nuevo orden mundial.

El lugar que ocupa China en la obra de Aira es, por cierto, crucial: apela a un modo de producción basado en la copia, en la prontitud, en el completo y complejo desinterés por la perfección, o al menos por una cierta idea de perfección que, como lo vemos en el desgaste de las formas hegemónicas en todos los asuntos de las civilizaciones llamadas occidentales, no da más. Como la mayoría de las mercancías chinas —y sabemos, como nos muestra el propio Aira en El mármol, en Los fantasmas, en El divorcio…, que las hay literalmente de todos tamaños, formas, colores y sabores—, las novelas de Aira se producen al por mayor, sin lujo (ni tiempo) para atender los detalles o para mantener un extremo cuidado en los procedimientos. En la misma presentación de 2017 en mi país, Luis Jorge Boone hizo un apunte que, me parece, es clave para entender cómo esta forma de producción causa escozor en quienes sólo entienden la literatura bajo los parámetros occidentales. El nacido en Monclova le confiesa a Aira que él y sus amigos intelectuales, “estudiosos”, “pensa[ron] que [s]u nombre quizá era una especie de sociedad anónima formada por 12 o 15 escritores, que se reunían cada dos meses para terminar un relato”.

¿Cómo pensar la perfección cuando ésta no termina de adecuarse a una episteme centrada en el sujeto, más precisamente, en el individuo? Muy fácil: diluyendo al individuo en un conjunto. El error de Bone y sus amigos es, no obstante, sintomático, es decir, lacanianamente analizable para entender el caso de César Aira, y tiene que ver con que el individuo, al diluirse, no necesariamente se trasvasa en la forma de una sociedad, o no, al menos, de entrada. El problema de la crítica y la literatura hegemónica es que en muchos sentidos le es imposible pensar históricamente las obras, o bien, dicho de otro modo, historiar pensantemente su propio quehacer, la literatura misma. Desde parámetros no eurocentristas podría decirse que la de Aira es más bien una literatura local, una que proviene de las comunidades que han decidido enfrentarse al tiempo —que es el gran tema no sólo de la obra airana sino, me atrevería a decir, de toda la literatura y el arte y quizás incluso de la vida misma— no mediante parámetros lineales y acumulativos, sino en la forma de una amalgama de relatos que pueblan el mundo como si jugaran con éste.

Un juego, la obra airana; en lo que no nos hemos detenido lo suficiente, me parece, es en el hecho de que el juego no existe, al menos no en el actual sistema-mundo, sin la mercancía que lo posibilita: son juguetes, los libros de Aira. Como todo juguete —cuya envoltura, por cierto, cada vez menos el niño o la niña hacen simplemente a un lado, a sabiendas de que también el empaque juega un papel crucial en el despliegue semiótico que está a punto de realizarse—, los libros de Aira vienen a veces con rebabas, otros son monstruosamente atrayentes, los hay perfectos, coleccionables, algunos simplemente olvidables, pero sobre todo estos juguetes cumplen con la función de ser acumulables. Y es precisamente ese sistema de mercancías un conjunto de artefactos repetidos y repetibles y, sin embargo, extrañamente singulares, capaz de desestabilizar completamente la lógica de una literatura que, para usar la expresión de José Luis de Diego, está siendo producida ya no por editores-mecenas o editores-agentes sino por editores-gerentes, esas y esos jefes de marketing encargados de reunir en una misma mercancía el tema de una columna A con un texto/autor(a) de una columna B, a quienes De Diego y Aira y por supuesto yo mismo les venimos sin cuidado.

La potencia de los libros de Aira proviene de una contradicción cuya característica es la de ya no ser no contradictoria, es decir, de una heterogeneidad que regresa en otro horizonte posible de reciprocidad: mientras en el relato, constituido, a su vez, como proponíamos arriba, por relatos que se diluyen tan pronto como los leemos, el tratamiento del tiempo es esférico —recordemos, por ejemplo, la imagen con la que Perinola resuelve el libro de Parménides—, por lo que todo intento por acumular sucesos en esa superficie terminaría enloqueciendo a quien intentara efectuarlo, en la materialidad misma de sus tantísimos libros, en su diseminación por todas las editoriales posibles, por todos los géneros al interior de un solo envase o “novela”, por todos los momentos de novedad editorial contenidos en el mismo momento que toma la forma como de un primer libro publicándose siempre ya por un desconocido, ahí pues, el tiempo de lectura no puede resistir la acumulación, dejándose, simplemente, arrastrar por ella.

Obra de César Aira publicada en México por la editorial ERA

Siempre he pensado que una imagen que nos ayuda mucho a entender la diferencia entre dinero y capital es la del tesoro, donde hay “dinero”, o mejor, donde hay “valores” pero no hay plusvalor. Es por ello que el sitio ideal para guardar un tesoro es lo mismo una cueva que el espacio debajo de una cama: un lugar inaccesible al alcance, empero, de cualquiera, para ingresar al cual debemos antes que nada prepararnos para todo lo posible, como le sucede no sólo a Aladino, incluso en la versión de Disney, sino a Fisherle, el enano judío de la novela de Auto de fe, de Canetti, personaje que muere aplastado bajo un colchón que se desploma con la rabia de los amantes cuyos cuerpos, al encontrarse, deshacen el mundo en torno suyo. Algo similar pasa con los libros de Aira: todo es posible en ellos porque, en cuanto objetos, sin duda alguna son acumulables, pero el mensaje, por llamarlo de alguna manera, el contenido, la sustancia de la obra no incrementa libro a libro, como pasa con un Borges o un Bolaño o, para el caso, cualquier obra del canon occidental. Ese golpe de lo inesperado al interior de una cueva o debajo de una cama es lo único que nos aguarda cuando abrimos sus libros. El tesoro es la posibilidad de que dicho golpe —que lo mismo es una muerte que una transformación irreversible— suceda.

En la medida en que, mediante la saturación del mercado editorial con juguetes de las más variadas formas, contrarresta la homogenización literaria con la que se cumple el proceso de colonización ideológica llevado a cabo por parte de los grandes corporativos editoriales, como si éstos no fueran más que un brazo armado del neoliberalismo y las llamadas “democracias” globales, la de Aira es una literatura profundamente decolonial. La gran trama de su obra es, dentro y fuera de sus textos, el modo en que funciona la actual estructura de los mercados literarios, cada vez más contenidos en uno solo, cuya ideología neoliberal-progresista determina una a una, en bellas hojas de Excel, las características de las obras que, algunas apenas a minutos de haber salido de la imprenta, literal y metafóricamente, ingresarán al canon de la literatura latinoamericana mundial —libros que, por lo demás, cuando se les cumpla la fecha de caducidad, amazon venderá con un 50% u 80% de descuento. Frente a esto, la obra de Aira es más bien, sencillamente, una bomba de tiempo.


*Alfredo Lèal (San Pedro Mártir, 1985) Escritor, traductor, docente y papá. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, donde obtuvo sus títulos de Maestro y Licenciado en Letras Modernas Francesas. Con sólo 19 años, fue el becario más joven en la historia de la Fundación para las Letras Mexicanas (2005-2006), y asimismo lo ha sido del FONCA (2011-2012) y del Programa de Formación de Jóvenes Traductores del IFAL (2013). Ha impartido clases en la Universidad Iberoamericana Puebla, en la FFyL y en la ENES Morelia de la UNAM. Es el primer traductor mexicano de Marcel Proust y de Colette al español. Autor de numerosos artículos académicos y ensayísticos, así como de los libros de cuento Ohio (UACM, 2007 – Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga), La especie que nos une (Tierra Adentro, 2010 – Mención Honorífica en el Premio Nacional de Narrativa Julio Torri) y Siete – EP (Los libros del perro, 2022); el libro de crónica La vida escondida aún (Librosampleados, 2016 – Seleccionado entre los mejores libros del 2016 por Sergio González Rodríguez); el libro de ensayos Espectros de Macedonio. Por Luisa Emilia Rossi Aranda (Cuadrivio, 2017 – Mención Honorífica en el Premio de Crítica Literaria y Ensayo Político Guillermo Rousset Banda); la obra de teatro Larga vida al Rey Lagarto. Pieza en tres actos (Proyecto Literal, 2018); las novelas Circo y otros actos mayores de soledad (Ediciones de Educación y Cultura, 2010), Carta a Isobel (Terracota, 2013) y Las ruinas de la caza (Abismos Editorial / UNAM, 2021); y el libro de crítica literaria Bolaño frente a Herralde. Relaciones económicas entre poética y edición de literatura latinoamericana (De Gruyter, 2022).


Diadorim hombre hasta el fin (Relecturas transviadas de Gran Sertón: Veredas)

Por: Amara Moira

Traducción: Victoria Solis

Revista Transas presenta la traducción, realizada por Victoria Solís, del artículo todavía inédito de la escritora e investigadora brasileña Amara Moira, «Diadorim hombre hasta el fin (Relecturas transviadas de Gran Sertón: Veredas)». El texto fue presentado como ponencia para el congreso Abralic del 2021 en la mesa «Transidentidades na literatura». La escritora conversará con Gonzalo Aguilar, en el marco del seminario permanente sobre América Latina «Relecturas transviadas de la literatura brasileña. Crítica y lecturas trans», el próximo miércoles 10 de agosto a las 18:30h (Sede Volta. Av. Roque Sáenz Peña 832, piso 4).


Habiendo llegado a los estantes de las librerías el día 16 de julio de 1956, la novela Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, no necesitó ni un mes para ver surgir las primeras reseñas que, ya a primera vista, revelaban el desenlace urdido tan pacientemente por su narrador/protagonista:

“Gran Sertón: Veredas” es una novela escrita en primera persona: Riobaldo, un viejo jagunço[1], va narrando las peripecias de su vida accidentada. Pero esa narrativa se hace en varios planos, en un proceso semejante al del «decoupage» de Sartre. La intriga, que se complica extraordinariamente, posee tres ejes: el gran afecto de Riobaldo por Diadorim, afecto exagerado, asumiendo un aspecto corydonesco —aunque el héroe de Guimarães Rosa no parezca tener una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero— las luchas del jagunço, revistiéndose, por momentos, de un carácter épico — y la especie de daño de Hermógenes, uno de los jefes del bando de Joca Ramiro, que pasa por tener un pacto con el diablo. El interés psicológico de la novela viene de los sentimientos ambiguos que se agitan en el fondo de esas almas primitivas. Diadorim, cuya vida de jagunço se teje, no obstante, de un aura angelical, entra finalmente en lucha con el endemoniado Hermógenes, resultando en la muerte de ambos. Entonces, se revela el secreto: Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación sobre Riobaldo. (s/a, 1956, p.9)

Este fragmento es una muestra de la reseña que el Correio da Manhã, importante periódico carioca de la época, publicó sobre la novela de Guimarães Rosa el día 15 de agosto de 1956. La larga cita se justifica porque presenta el esqueleto de la recepción de Gran Sertón en lo que refiere al aspecto que más nos interesa aquí, el amoroso. Para quien conozca la trama, salta a la vista la rapidez con la que se libera una información que está disponible solo en las 15 páginas finales de las casi 600 de la edición original.

El «aspecto corydonesco» con el que la reseña caracteriza el «gran afecto de Riobaldo por Diadorim» es una referencia a Corydon, tratado en defensa de la homosexualidad publicado por el escritor francés André Gide en 1924. Sin embargo, el propio texto se anticipa al decir que Riobaldo parece no tener «una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero», punto que será explicado más abajo, cuando nos menciona que, después de la muerte de Diadorim, se descubre que «Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación por Riobaldo».

Para la reseña, por lo tanto, la fascinación que Diadorim ejerció sobre Riobaldo solo podría explicarse por el hecho de que aquel «es mujer» y este, inconscientemente, lo habría percibido desde el comienzo. Una hipótesis similar publicaría en el mismo periódico, tres meses después, el poeta Octavio Mello Alvarenga, quien afirmaría: «Al final de las aventuras de Riobaldo como jagunço, que coincide con la muerte de Diadorim, Guimarães Rosa concluye que Diadorim es mujer. El cierre queda perfecto. El amor de Riobaldo no tenía impureza. Era lo que se dedica a una mujer» (Alvarenga, 1956, p.9).

Y no terminan ahí las precipitadas «revelaciones» del desenlace de Gran Sertón, hechas poco tiempo después de su lanzamiento, como cuando, entre varios ejemplos posibles, Affonso Ávila escribe que «si conociera los hábitos y creencias de los sertanejos, nadie tacharía de inverosímil a la joven Diadorim, disfrazada toda la vida de hombre» (Ávila, 1957, p.4), o cuando Franklin de Oliveira define a Diadorim como «mujer que va a la guerra disfrazada de guerrero» (Oliveira, 1957, p.10) o, aún, cuando Múcio Leão ocupa cerca de un tercio de la reseña de la novela con la transcripción del largo pasaje en el que se revela que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Leão, 1957, p.5), o, por fin, cuando Cavalcanti Proença afirma que, en Diadorim, vemos la recuperación de la «tradicional historia del viejo hidalgo que no teniendo hijo hombre que pueda continuar su tradición guerrera, arma a la hija más grande como caballero, que se compromete a hacer brillar el nombre de la familia» (Prada, 1958, p.99).

El propósito de semejante spoiler es nítido: preparar al lector de Rosa para una experiencia incómoda, avisándole que la narrativa profundamente homoerótica que tendrá a lo largo de las próximas centenas de páginas revelará, a fin de cuentas, un amor heterosexual. Lo curioso, en este caso, es que ese movimiento de la primera recepción crítica de la obra contraría el deseo expreso del propio narrador/protagonista, que retardó al máximo la revelación de ese secreto para que su interlocutor (e, indirectamente, quien lo leyera) lo terminara «sabiendo solamente en el instante en que yo [Riobaldo] también solo supe» (Rosa, 2019)[2].

¿Cómo entender el gesto de Riobaldo? Al final, si desde el inicio del relato él ya sabía que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Rosa, 2019), ¿qué motivos lo habrían llevado a retener por tanto tiempo esa información? Sobre todo, al considerar que el sufrimiento por estar enamorado de otro hombre acompañará toda su narrativa. La cuestión fue ignorada por el grueso de la crítica rosiana, ansiosa por alardear la heterosexualidad de ese amor, como, por ejemplo, en el ensayo «Grande-Sertão e Dr. Faustus«, fechado en 1960, de Roberto Schwarz, donde se defiende que

Este [Riobaldo], al no descifrar al travesti, no vislumbra a Deodorina en Diadorim, la joven oculta en el jagunço delicado; se torna, entonces, víctima de la apariencia. Diadorim, aunque en ausencia, no es solo cordura, es también máscara y engaño, rostro del diablo. […] Deodorina (ese es el nombre verdadero de la joven), en ropa de hombre, es la neblina de Riobaldo, avergonzado por amar a un jagunço; es la presencia de lo insólito, sin la cual la simple idea del pacto oscuro sería inconcebible. […] Resultado de la lucha y la muerte de Diadorim, es la revelación, por el cuerpo desnudo, de su feminidad; se prueba innecesaria toda la aventura, sin que se anulen los efectos: Riobaldo ahora es el jefe respetado que limpió el sertón. (Schwarz, 1981, p.48-49).

Para el renombrado crítico, Riobaldo fue «víctima de la apariencia», sin saber ver lo que Diadorim de hecho era, una mujer «en ropa de hombre». Esto es reforzado por el «verdadero» con que Schwarz caracteriza al nombre «Deodorina», aquel que diría quién es el personaje. Si el protagonista hubiera intuido o percibido antes esa «verdad», ¿qué cambiaría? «Toda la aventura» sería «innecesaria», afirma Schwarz, indicando con eso que el amor de los dos, al fin, habría sido posible.

He aquí uno de los puntos más curiosos. ¿Qué querría decir semejante hipótesis? Que, en caso de que Riobaldo hubiera desenmascarado la «farsa», ¿Diadorim se habría asumido mujer y aceptado ser su esposa, ocupando el lugar que acabó en manos de Otacília? Esa fantasía es muy alimentada por un pasaje de la recta final de la obra, cuando Diadorim le dice al amigo: “Riobaldo, el cumplir nuestra venganza está cerca… De ahí, cuando todo esté repago y rehecho, un secreto, una cosa, voy a contarte…» (Rosa, 2019).

¿Qué secreto sería ese? ¿Diadorim se revelaría entonces como mujer, o nada de eso, diría solamente que él nació, sí, con vagina, pero que le gustaría continuar siendo tratado como uno del mismo bando? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, incluso después de que Diadorim dedicara su vida a la más brutal virilidad, la imaginación hegemónica aun así es capaz de vislumbrarlo abandonando, en un cerrar de ojos, su vida de jagunço para poder volverse mujer de Riobaldo: «La certeza del odio es la causa de la muerte de Diadorim: lo obliga a desperdiciar la vida y el amor de Riobaldo, prohibiéndole asumir su ser de mujer, y lo lleva directamente a la destrucción de sí mismo» (Galvão, 1972, p.131).

El pasaje es de una de las más reputadas estudiosas de Rosa, Walnice Nogueira Galvão, pero, en ese punto específico, es como si no estuviéramos leyendo la misma obra. Diadorim aquí es, nuevamente, encarado como alguien haciéndose lo que no es, máscara, engaño, y lo que es peor: alguien que aceptó sacrificar el amor y la propia vida para mantener en pie la mentira que armó. Todo eso ignora el hecho de que, desde la adolescencia de Diadorim (el momento más lejano de su historia, en la trama), Riobaldo ya lo había conocido como chico y revela, además, la incapacidad de imaginar que Diadorim, independientemente de los motivos que lo llevaron a eso, se viera en el papel que asumió, se identificara de la manera en que existió a lo largo de toda la novela. Hombre.

Importante recordar, en ese sentido, que los dos únicos personajes que, en el transcurso de la obra, no vieron en Diadorim un «aire de macho” y osaron hacer burla al respecto casi pagaron con la vida por la osadía: «Dio con el Chivo-Marimacho enterito en el piso y rápido se curvó encima: y el puñal paró su punta delantito de la garganta del susodicho, bien apoyado en el cogote» (Rosa, 2019). Fulorêncio, el otro personaje, se queda sin reaccionar y, cuando Diadorim manda al Chivo-Marimacho a levantarse para hacer el duelo a cuchillo, este da a entender que la situación no pasó de una broma, diciendo: ¡Oh gente! ¡Sí que eres hombre, mano viejo, patricio!» (Rosa, 2019).

Para Galvão, el embate con los dos personajes sirve para tantear el coraje de Diadorim, pero «prueba al mismo tiempo que era al menos previsible para quien no conocía su verdadera naturaleza sexual» (Galvão, 1972, p.102). Una vez más, se está movilizando la noción de verdad, una verdad que se ocultaría por sobre las apariencias y que, observen, solo puede ser enunciada porque estamos lejos del puñal de Diadorim. Teniéndolo delante de sí, es difícil creer que alguien se sentiría tan cómodo para urdir consideraciones de género.

Lejos suyo, mientras tanto, es posible incluso transformar la lectura de la novela en un minucioso caza-pistas de la revelación, como lo apuntado por el estudio pionero de Cavalcanti Proença, originalmente publicado en 1958, «Trilhas do Grande Sertão». Allí, el autor se propuso recoger las más características «indicaciones para que se descubra el sexo de Diadorim» (Proença, 1976, p.176) y, aunque, «de hecho, después de la revelación [«del verdadero sexo de Diadorim»], ellas [las indicaciones recogidas por el estudio] parezcan casi evidentes» (Pécora, 1985, p.69), es cada vez más forzoso reconocer que «el ensayo de Manuel Cavalcanti Proença depende casi totalmente de una serie de estereotipos culturales para explorar los atributos masculinos y femeninos de Diadorim» (Balderston, 2004, p.89).

Dos ejemplos absurdos de ese estereotipo, ejemplos que, según el autor, revelarían «reacciones muy femeninas» del compañero de Riobaldo (Proença, 1976, p.177), son los siguientes: «Cuando el padre muere, [Diadorim] se desmaya, solloza, tiene casi un aullido de dolor, huye para llorar escondido, acostado en la hierba» y, en el párrafo siguiente, «Eximiéndose de las contingencias más bárbaras del cangaço,[3] Diadorim no participa de la macabra comida de carne humana» (refiriéndose, con eso, al hecho de que él no se haya unido a los cómplices ni a las escenas de violación ni a los encuentros con meretrices). Pero, en la misma página, incluso se cita en el estudio el hecho de que «en el medio de los jagunços desarreglados, él es el que mejor baila» y de que él solo se permite tararear cuando está solo («para que la voz no develase el secreto», supuestamente), sin contar el pasaje en el que, para Proença, Diadorim revela poseer «el amor tan femenino por el lujo»: «… y sin querer, se paró con los labios de la boca abiertos, mientras que los ojos y ojos remiraban la piedra de zafiro en el hueco de sus manos».

Para reforzar el estereotipo del que se vale, Proença argumenta que «la pasión del jagunço Riobaldo por el joven Diadorim no se parece, en su primitivismo, al refinamiento de los románticos europeos elucubrando en el crepúsculo de la homosexualidad» (Proença, 1976, p.1976). Lo que se vería allí, entonces, sería para el estudioso un «proceso muy al gusto del pueblo —lo de dar apariencia de inmoralidad a hechos comunes» (Proença, 1976, p.1976). No obstante, tales hipótesis hablan más del conservadurismo de la recepción inicial de Gran Sertón que de la novela en sí, y cuanto más pasa el tiempo, más se vuelve nítido en qué medida la obra «socava constantemente ideas preestablecidas de sexo, género y orientación sexual» (Balderston, 2004, p.90). En ese sentido es muy significativa la declaración que Décio Pignatari dio a la serie Os Nomes do Rosa (dir. Pedro Bial, 1997), reunido posteriormente en un libro:

Si quisieran hablar de la alienación de Rosa — yo no pienso que sea alienación —, es que en plena era del Sputnik, en plena era de la energía atómica, él viene a contar la historia de una pasión gay allá en el sertón de Minas, en la confluencia del Nordeste, a fines del siglo pasado. […]. Eso es asombroso. Y yo reía mucho cuando venían a estudiar esa cuestión de Rosa. Estudios, por ejemplo, «El amor en Guimarães Rosa». Entonces se hablaba de todo menos de la homosexualidad (Callado et al., 2011, p.35).

De cualquier forma, una vez terminada la lectura/escucha de la historia, la impresión es que Riobaldo evidentemente ha esparcido por el camino anticipaciones de ese desenlace. Sin embargo, conviene preguntarnos si esos puntos serían, de hecho, anticipaciones o si no podríamos verlos como indicativos de una visión acartonada del género de Riobaldo, o como provocaciones suyas, y del propio Rosa, para jugar con el conservadurismo de quien los escucha/lee. ¿En qué detalles buscaremos indicios de que Diadorim era «mujer», o mejor, de que él nació con vagina? ¿Qué revelamos de nuestras propias comprensiones de género al buscar/encontrar tales indicios?

De ahí la propuesta de un ejercicio simple de imaginación: si no supiéramos el final, o consiguiéramos voluntariamente olvidarlo, y atendiéramos a las insistentes menciones al deseo sexual que Riobaldo siente por Diadorim, ¿qué estaríamos esperando que pasara en cualquier momento?

Y en mí el deseo de estar cerca, casi un ansia de sentir el olor de su cuerpo, de los brazos que a veces adiviné insensatamente – yo distraía tentaciones como ésas y ahí recio conmigo renegaba.

Hubo un instante en el que me aflojé mucho. ¿Fue aquella vez? ¿O fue otra? Alguna fue, me arrecuerdo. A mi cuerpo le gustaba Diadorim. Extendí la mano, hacia sus formas; pero cuando iba, bobamente, él me miró –sus ojos no me dejaban.

Diadorim – el mismo bravo guerrero- él era para tanto cariño; mi repentino deseo era besar aquel perfume en el cuello: allá, donde se acababa y remansaba la dureza del mentón, del rostro […] A mí me tenía que gustar Diadorim tramadamente así, y callar cualquier palabra. Si fuera una mujer, y alta y despreciadora siendo, yo me encorajaba: en decirle de la pasión y en el hacer: la tomaba, la disminuía: ¡ella entre mis brazos! Pero, dos guerreros, ¿cómo es, cómo se podían gustar, incluso en simple conversación, por detrás de tantos bríos y armas?

Ganas de adherirse al cuerpo de Diadorim, pérdida momentánea del autocontrol y Riobaldo, por fin, pensando que, si el amigo fuera mujer y resistiera al asedio, él no pestañearía en usar la fuerza. El amor sentido por Riobaldo implica contacto físico, carne, y, teniendo pasajes como esos en mente (entre tantos otros posibles) no sería absurdo imaginar que la narrativa nos estaría preparando, no para la revelación final, sino para el encuentro amoroso de los dos. Lo que tal vez le haya impedido a Riobaldo realizar ese avance es el recuerdo del momento en que conoció al Menino (que vendría a ser Reinaldo y, después, Diadorim), los dos adolescentes, y lo vio clavar un cuchillo en el muslo del joven que sugirió un troca-troca[4] entre ellos tres (Rosa, 2019).

«Si fuera una mujer», observen. Como no lo era, para Riobaldo, el recurso de la fuerza no tendría sentido: «Pero, dos guerreros, como eran, ¿cómo iban a poder quererse, […] por detrás de tantos bríos y armas?». Y, con eso, es importante observar que Diadorim no reivindicaba una identidad de hombre (como se puede pensar en relación a los hombres trans de hoy en día, permanentemente luchando por reconocimiento), pero él sí era hombre para toda aquella comunidad. ¿Qué es un hombre sino alguien que es reconocido como tal por la sociedad en la que vive? No tenemos acceso a la subjetividad de Diadorim y, así, tratar como falsa, como máscara, su identidad masculina es reflejo puro de una comprensión genitalizante del género.

Por eso, Galvão tiene razón al afirmar que «a lo largo de toda su atormentada relación con Diadorim, Riobaldo enfrenta esta contradicción: él, un hombre de mujeres, ama a un hombre, y sabe que ama a un hombre» (Galvão, 1972, p.101). Esa dolorosa certeza con la que el narrador-protagonista convivió por años, ¿habrá sido uno de los motivos que le hizo contar la historia de la forma en que la contó? ¿Habría él, después de la muerte del amigo, logrado convencerse efectivamente de que continuaba siendo solamente un «hombre de mujeres», sin «inclinación para los vicios opuestos» (Rosa, 2019)?

Emblemático de ese desconcierto es el momento en que, después de la revelación final y de las búsquedas infructuosas que hizo para intentar entender las motivaciones de Diadorim, Riobaldo se refiere al amigo, en un mismo párrafo, con los dos géneros:

Y, Diadorim, a veces entendí que la añoranza por él no me iba a dar reposo; ni el imaginarlo. Porque yo, en tanto vivir de tiempo, había negado en mí ese amor, y la amistad desde entonces estaba amarga falseada; y el amor, y su propia persona, que ella misma me había negado.

Riobaldo conoció a Diadorim hombre y, habiendo este muerto, pasa a creer que el amigo le negó tanto el amor como la verdad sobre quién era. Mientras tanto, aun así él optó por retener esa información hasta casi el final de la narración, invitando a quien lea/escuche a experimentar la verdad que él vivió, verdad que incluye los sufrimientos pero, también, los placeres de verse apasionado por otro hombre.

Y si, por un lado, la crítica hegemónica pareció encantarse con el desenlace propuesto por Rosa, dado que eso le permitiría reinterpretar la novela a partir de un prisma heterosexualizante, por otro, voces aisladas fueron manifestando, desde que la obra vio la luz, una cierta incomodidad con la revelación final, por entenderla como concesión a los prejuicios de la época.

Un primer indicio de esas incomodidades puede verse en la carta que Manuel Bandeira publicó con sus impresiones sobre el libro, donde se lee: «Y el caso de Diadorim, ¿sería realmente posible? Tú eres de los sertones de Minas Gerais, tú eres quien sabe. Pero yo tuve mi decepción cuando se descubrió que Diadorim era mujer. Honni soit qui mal y pense, yo prefería a Diadorim hombre hasta el fin» (Bandeira, 1957, p.5). Convivir con Mário de Andrade tal vez haya tenido un papel fundamental en la reacción de Bandeira, sintomática de que ya existían, en la época, sensibilidades capaces tanto de gozar de las disidencias sexuales presentes en Gran Sertón, como de manifestar su decepción porque la obra no haya sido tan disidente como daba a entender que sería.

Paulo Hecker Filho sería aún más incisivo que Bandeira, tachando a la «joven en un travesti masculino» como una «afronta a la verosimilitud» y afirmando que la solución encontrada por Rosa «parece apenas traducir el sueño de una homosexualidad sin pecado, ‘honrada'» (Hecker, 1973, p.1). Dos meses después, la crítica se profundizaría aún más, sugiriendo que, con ese «encanto inadecuado», Rosa optó «en un enraizado sentimiento de culpa, por ser social y religiosamente respetuoso en vez de artista» y que lo mejor que habría que hacer tal vez fuera no «tomar en serio el truco de volverlo inocente», para que podamos «continuar viendo en lo que importa del libro una historia homosexual, y de las más intensas y delicadas ya escritas» (Hecker, 1973, p.5).

Treinta años más tarde será el turno de Daniel Balderston de encaminarse por este terreno. Su texto toma como punto de partida la frustración de sus alumnos con el desenlace de Gran Sertón, sintetizada en las siguientes preguntas:

¿no es cobarde por parte del autor crear una historia de amor homosexual sólo para revelar a última hora que siempre fue heterosexual? ¿Acaso Riobaldo sólo puede narrar la historia porque Diadorim ya está muerta y él sabe que era mujer?  (Balderston, 2004, p.85)

Balderston concuerda con tales críticas y apunta a la laguna, en la vasta bibliografía sobre la novela, de reflexiones «acerca de esta cobardía íntima de su narrador (y tal vez de su autor), a pesar de que existen muchos estudios sobre su ambigüedad narrativa» (Balderston, 2004, p.85). Su texto es luminoso al explorar las contradicciones, ya sea de Riobaldo o de los estudiosos; pero, así como Bandeira, Hecker y toda la crítica conservadora que abordé aquí, él parece frenarse justo delante de Diadorim, a quien define de la siguiente forma: «no es ‘hermafrodita’ ni ‘andrógino’ como han querido tantos críticos, sino una mujer marcada por una fuerte tendencia a la masculinidad» (Balderston, 2004, p.87).

Más de sesenta años han pasado desde la publicación de Gran Sertón: Veredas y lo que observamos es la visibilidad cada vez mayor de personas trans, sobre todo hombres trans y personas transmasculinas, afectando la propia manera de cómo la novela pasa a ser leída[5]. Y, si veinte años atrás lo que llamaba la atención de los alumnos era la «cobardía» de ese narrador, en los últimos años lo que comienza a llamar la atención es el hecho de que Rosa, con su radicalidad visionaria, haya concebido una narrativa homoerótica alrededor de un personaje hombre que nació con vagina (vide Bastos [2016] y Castro & Bessa [2020]). Si parecía una concesión a las normatividades, lo que se ve ahora es una obra aún más transviada. Al punto de que hoy podríamos devolverle la pregunta a Manuel Bandeira: ¿cuándo es que Diadorim dejó de ser hombre?


REFERENCIAS

ALVARENGA, Octavio Mello. «Grande Sertão: Veredas». Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 10/11/1956, p.9.

ÁVILA, Affonso. A autenticidade em Guimarães Rosa. Suplemento Literário, São Paulo, 12/01/1957, p.4.

BALDERSTON, Daniel. El narrador dislocado y desplumado: los deseos de Riobaldo en Grande Sertão: Veredas. El deseo, enorme cicatriz luminosa: Ensayos sobre homosexualidades latinoamericanas. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004.

BANDEIRA, Manuel. Grande Sertão: Veredas. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 13/03/1957, p.5.

BASTOS, Laísa Marra de Paula Cunha. Diadorim trans? Performance, gênero e sexualidade em Grande Sertão: Veredas. Anais da XIV Semana de Letras da UFOP, vol. 1, 2016, pp.330-342.

CALLADO, Antonio et al. Depoimentos sobre João Guimarães Rosa e sua obra. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 2011.

CASTRO, Gustavo de; BESSA, Leandro. Crítica do silêncio temático em Grande sertão: veredas — uma leitura de Diadorim. Revista Mídia e Cotidiano, vol.14, maio-agosto de 2020, pp.109-128.

GALVÃO, João Cândido. Caminho sem volta. Veja, Rio de Janeiro, 20/10/1982, pp.144-145.

GALVÃO, Walnice Nogueira. As Formas do Falso. São Paulo: Editora Perspectiva, 1972.

HECKER Filho, Paulo. Situação do conto atual. Suplemento Literário, São Paulo, 11/02/1973, p.1.

_________. Grande romance: frustrações. Suplemento Literário, São Paulo, 29/04/1973, p.5. Republicado como «Grande romance: frustrações (12-2-73)». Um tema crucial. Porto Alegre: Sulina, 1989, pp.113-123.

LEÃO, Múcio. João Guimarães Rosa — Grande Sertão: Veredas. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 15/04/1957, p.5.

OLIVEIRA, Franklin. Romance do purgatório. Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 02/02/1957, p.10.

PÉCORA, Antonio Alcir Bernárdez. Aspectos da Revelação em Grande Sertão: Veredas. Remate de Males, Campinas, volume 7, 1987, pp.69-73.

PRADA, Cecília. 3 depoimentos sobre Guimarães Rosa. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 05/03/1958, p.99.

PROENÇA, Manuel Cavalcanti. Trilhas no Grandes Sertão. Augusto dos Anjos e outros ensaios. Rio de Janeiro: Grifo, 1976, pp.155-239.

ROSA, João Guimarães. Grande Sertão: Veredas. São Paulo: Companhia das Letras, 2019.

s/a. Grande Sertão Veredas. Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 15/08/1956, p.9.

SCHWARZ, Roberto. Grande-Sertão e Dr. Faustus. A Sereia e o Desconfiado. Rio de Janeiro: PAz e Terra, 1981, pp.43-51.


[1] Jagunço significa alzado y se refiere a los rebeldes de Canudos a fines del siglo XIX. Tiempo después, el término comenzó a designar a los individuos que eran contratados como fuerzas de seguridad para proteger a terratenientes y políticos influyentes. 

[2] Las citas de Gran Sertón: Veredas pertenecen a la traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009).

[3] Movimiento social ocurrido en el nordeste brasileño a fines del siglo XIX y mitad del siglo XX, a partir del descontento por las condiciones precarias en que la población se encontraba. Agrupaba a cangaceiros, individuos que integraban bandas armadas y nómades que actuaban fuera de la ley.

[4] Nombre que designa al acto sexual en el que se alternan las posiciones de penetración anal.

[5] Interesante mencionar que, después de la publicación de la primera autobiografia escrita por un hombre trans en Brasil (A Queda para o Alto [1982], de Anderson Herzer), el periodista João Cândido Galvão hizo una reseña de la obra aproximando las figuras de Herzer y Diadorim, inclusive por el fin trágico de ambos: “En un país donde uno de los mayores héroes de ficción es Diadorim, el cangaceiro-mujer de Grande Sertão: Veredas, una sorpresa para los lectores de Guimarães Rosa: la realidad es más violenta. La sociedad mata a los no encuadrados que osan intentar vivir sus vidas. El día 9 de agosto de 1982, Diadorim murió una vez más, luchando por su amor” (Galvão, 1982, p.145).

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Jaider Esbell: Fisuras entre los mundos

Por: Madeline Murphy Turner
Traducción: Jimena Reides

Imagen: Carta ao velho mundo, Jaider Esbell, 2018-19. Photo: Levi Fanan © Fundação Bienal de São Paulo.

Jaider Esbell fue un artista pionero, propiciador y defensor de las perspectivas indígenas, el ambientalismo y los derechos sobre la tierra. En este ensayo, Madeline Murphy Turner analiza las obras de arte del recientemente fallecido artista macuxi, y contextualiza su práctica artística y activista en el panorama más extenso de las representaciones indígenas en las Américas.


En otoño de 2021, mientras trabajaba como investigadora en el Instituto Cisneros del Museo de Arte Moderno de Nueva York, tuve el privilegio de hablar con el artista macuxi Jaider Esbell (1979–2021) via la plataforma Zoom. Nuestra conversación fue breve, pero con la asistencia de sus cercanos colaboradores Paula Berbert y Daniel Jabra, organizamos una muy esperada visita de estudio virtual que programamos para el 3 de noviembre.i El día anterior a la fecha de nuestra reunión, Jaider Esbell falleció.

La partida prematura de Esbell coincidió con un momento bien merecido de creciente visibilidad y reconocimiento de su práctica. Cuando tuve la oportunidad de viajar a São Paulo, justo dos semanas después de su fallecimiento, su impacto significativo en los programas dentro de las principales instituciones de arte en toda la ciudad—la Bienal de São Paulo, la Pinacoteca de São Paulo, y el Museo de Arte Moderno de São Paulo (MAM), entre otras—fue tangible de inmediato, incluso para alguien ajena a la escena como yo. En cada espacio artístico con el que me encontré, su presencia, sus ideas y su legado se sintieron muy fuertemente.

Nacido en Brasil en el territorio indígena que se conoce hoy en día como Terra Indígena Raposa Serra do Sol, en el límite con Guyana y Venezuela, Esbell ya había participado en varios movimientos sociales indígenas para el momento en que se mudó a la ciudad de Boa Vista a los dieciocho años. En 2011, comenzó a dedicarse en más profundidad a la práctica visual cuando llevó a cabo una exhibición llamada Cabocagem—O homem na paisagem, en la que presentó quince de sus propias obras de arte. Dos años más tarde, organizó la primera edición de Encontro de Todos os Povos, estableciéndose como defensor de los artistas indígenas y dejando en claro la viva presencia de su cultura y su arte. Asimismo, estos esfuerzos difundieron una visión del mundo específica de los Macuxi, que incluye de manera significativa a Makunaimî, a quien los pueblos de los Macuxi, los Taurepang y los Wapichanaconsideran el creador de todas las naturalezas.ii “Desde mi perspectiva, ser un artista indígena,” explicó Esbell en una entrevista en 2019, “es hacer un reclamo a través de estas cuatro letras —A R T E— acerca de todo lo que nos conecta en términos de posibilidades y que, de hecho, tiende puentes entre los mundos”. Y continuó: “Es una condición muy especial que hemos logrado obtener para hacer pequeñas fisuras entre los mundos, para que esta comunicación, que el mundo académico ha estado manejando durante mucho tiempo, pueda tener más fluidez”.iii

Esbell mantuvo una práctica diversa, una que abarcó los roles de escritor, poeta, docente de arte, curador y activista. Comprometido con el arte como una forma de activismo pedagógico —o artivismo, como lo llamaba— unió la pintura, la escritura, el dibujo, las instalaciones y la performance para explicar más en detalle los diálogos transversales con las cosmologías indígenas, las preocupaciones ambientales, los derechos sobre la tierra y las críticas a la cultura hegemónica.iv A través de su trabajo, promovió el Arte Indígena Contemporâneav, explicitando la importancia de los artistas indígenas contemporáneos —en especial las mujeres— con el fin de contradecir de forma activa las estructuras institucionales occidentales opresoras y violentas que ubican al arte y a la cultura indígena en el pasado.

El protagonismo de Esbell en la 34a edición de la Bienal de São Paulo, Faz escuro mas eu canto, que se realizó en 2021, fue evidente. Entre otros trabajos, exhibió Entidades (2021) [Figuras 1–2], una escultura inflable de diecisiete metros que recibía a los visitantes a medida que se acercaban al Pabellón Ciccillo Matarazzo, la sede central de la Fundación Bienal de São Paulo desde 1957 y un sitio clave para la Bienal.vi Mediante la creación de dos serpientes con colores marcados —criaturas que los Macuxi consideran agentes poderosos de transformación— Esbell procuró que la obra se enfrentara a la estatua cercana del explorador portugués Pedro Álvares Cabral, reconocido en la historia occidental por el “descubrimiento” de Brasil en el año 1500, a pesar de que el territorio y sus pueblos ya existían y prosperaban desde mucho antes de su llegada.vii La crítica de Esbell al discurso hegemónico se extiende aún más a través del diálogo de la escultura con el Pabellón, que fue diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer al momento en que Brasil apostaba, a mediados del siglo XX, por el reconocimiento internacional a través del lenguaje de la arquitectura modernista.viii Entidades surgió de una historia significativamente menos reconocida pero fundamental para el arte brasileño, una que con frecuencia fue eliminada a favor de los ideales modernistas u occidentales. Esta y otras obras presentadas por Esbell en la Bienal enlazaron directamente mitologías y orígenes fuera de la narrativa del Cristianismo europeo.ix


Al destacar las visiones del mundo de los Macuxi y su continua relevancia, Esbell pintó A guerra dos Kanaimés (2019/20) [Figuras 3–6], una serie de pinturas vibrantes y, a la vez, oscuras, que se podían ver dentro del Pabellón.x Al invocar a los Kanaimés, los espíritus mortales generalmente asociados con la violencia, el artista hace referencia a la cosmovisión del pueblo macuxi con el objetivo de dar relevancia al miedo relacionado con los Kanaimés en un contexto específico y contemporáneo: el derecho a la vida y a la tierra de los pueblos indígenas como desafío a los intentos de explotar su territorio. Esta serie se debe vincular con los numerosos movimientos de resistencia que se generaron para luchar por los derechos indígenas a la tierra. En 2021, por ejemplo, más de 170 pueblos distintos de todo Brasil se dirigieron a la capital de la Nación para oponerse a la propuesta de ley que buscaba desplazarlos y usar su territorio para la deforestación.xi Esbell también llevó este activismo a la esfera pública de la Bienal con la intervención Cortejo de enunciado da Bienal dos Índios (Desfile de declaraciones de la Bienal de los indios) [Figuras 7–9], que realizó durante la apertura en septiembre de 2021 en colaboración con su pareja y colega artista y activista Daiara Tukano, entre otros activistas y artistas indígenas como Gustavo Caboco. A medida que avanzaban por el Pabellón, se detenían en las obras de Sueli Maxakali, Uýra y Caboco, así como las propias, para destacar que había cinco artistas indígenas representados en la exhibición: el número más grande en los setenta años de la historia de la Bienal.

Resulta importante destacar la importancia de dos exhibiciones recientes en São Paulo que se dedicaron exclusivamente al arte indígena: Véxoa: Nós sabemos, curada por Naine Terena para la Pinacoteca de São Paulo en 2020, y Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea, curada por Esbell para el MAM al año siguiente. La primera reunió a más de veinte artistas indígenas y colectivos de artistas, incluido a Esbell, para contraponer los desafíos que el arte indígena enfrenta en la actualidad. Al referirse al intento por borrar el arte indígena de la cultura brasileña desde el comienzo de la colonización, Terena escribe: “El ‘blanqueamiento’ del arte en Brasil es similar al blanqueamiento de su población, donde tanto las referencias ajenas como extranjeras se sobreestiman en detrimento de las indígenas y las nacionales. El concepto estético del arte fue traído al país en el equipaje de los colonizadores. La fuerza de la producción interna de una gran diversidad de pueblos indígenas y sus manifestaciones culturales no obtuvieron reconocimiento por sus cualidades artísticas o, cuando así fue, se tomaron principalmente como una inspiración o referencia para el arte del pueblo no indígena”.xii

A través de su trabajo artístico, activista y pedagógico, Esbell criticó esta eliminación, o “blanqueamiento”, como sostiene Terena, del arte. Carta ao velho mundo (Carta al viejo mundo, 2019) [Fig. 10], es un ejemplo de la misión concurrente entre la práctica visual y el compromiso social. Al ofrecer una contranarrativa a la historia hegemónica, la instalación a gran escala presenta las intervenciones de Esbell sobre las páginas arrancadas de un tomo de cuatrocientas páginas dedicado al arte occidental. Al dibujar sobre reproducciones de pinturas de Diego Velázquez y de Caravaggio, entre otros, o imágenes de la Virgen María, Venus y otros sellos distintivos de la formación artística “tradicional”, Esbell insertó su propio comentario, exponiendo la opresión de esta narrativa histórica construida. Por ejemplo, en una reproducción de la pintura El martirio de San Pedro (c. 1620) del pintor italiano Domenichino durante el barroco, Esbell intervino con su característico marcador de acrílico, dibujando pequeñas aves en los árboles y escribiendo: “Há genocídio nas florestas da Amazônia!!” (¡¡Hay genocidio en la selva del Amazonas!!) [Fig. 11]. En una página dedicada a las pinturas de paisajes del siglo XVII por el artista del Siglo de Oro Neerlandés Hercules Seghers, Esbell esbozó un retrato de Marielle Franco, queer, afrolatina, política feminista y activista por los derechos humanos que fue asesinada por la policía de Río de Janeiro en 2018 en un caso de corrupción gubernamental [Fig. 12]. Debajo de su imagen, Esbell pregunta: “¿Marielle?”, evocando la pregunta “¿Quién mató a Marielle?,” que se inscribió con frecuencia en los afiches durante las protestas luego de su asesinato. La intervención de Esbell en la historia del arte occidental con referencias a Marielle y la destrucción del Amazonas busca exponer las formas en que los individuos que no son descendientes de europeos, provenientes de los Estados Unidos, blancos o cristianos, son el objetivo de un proceso de exclusión de las principales narrativas de la sociedad humana. Carta ao velho mundo echa luz sobre cómo la historia eurocéntrica —ahora parte del “viejo mundo” como expresa el título— ha triunfado a expensas de aquellos que se consideran fuera de aquellos grupos mencionados anteriormente, en especial de quienes desafían dicho poder.

Aunque Carta ao velho mundo interactúa con lo que podría entenderse como el pasado, la práctica de Esbell se inserta dentro de distintas temporalidades. Junto con el profesor y artista Charles Gabriel, colaboró con los niños macuxi para infundir la importancia de la formación artística en las generaciones futuras y como método para desmantelar las pedagogías históricas del arte hegemónico. Amooko Panton—Estórias do vovô Makunaimî (Amooko Panton—Historias de abuelo Makunaimî, 2018) [Fig. 13], que se exhibió en el tercer piso del Pabellón de la Bienal, se compone de treinta y dos obras que los jóvenes macuxi crearon en colaboración con Esbell a través de una serie de talleres liderados por Gabriel y él en la Escuela Estatal Indígena José Allamano en la comunidad de Maturuca de Terra Indígena Raposa Serra do Sol. En estas imágenes, los niños representaron historias del pueblo macuxi, demostrando las raíces vivas de su mitología. Asimismo, el trabajo de Esbell como facilitador cultural también se presenta en Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea, donde participaron treinta y cuatro artistas indígenas, incluidos Daiara Tukano, Rita Sales Huni Kuin y Elisclésio Makuxi [Fig. 14]. En la exhibición del MAM, adyacente al Pabellón de la Bienal, esta exposición parecía expandirse sobre la presentación de cinco artistas indígenas en Faz escuro mas eu canto, mostrando el impacto en el presente de la práctica visual indígena —como en las obras de Rita Sales Huni Kuin, que despliegan la relación entre la acción ritual y la experiencia estética a través de una rica iconografía de símbolos que entrelaza animales, plantas y personas.

Aunque el énfasis en el trabajo de los artistas indígenas en las bienales y las exhibiciones temporales ha sido y será analizado por algunos simplemente como resultado del efímero interés institucional eurocéntrico en la “otredad”, diría que la permanencia de este cambio se evidencia mediante la reimaginación de las galerías de colección de la Pinacoteca de São Paulo. Reabierta en octubre de 2020, para hacer coincidir su apertura con la inauguración de Véxoa: Nos sabemos, la nueva instalación y la correspondiente información pedagógica abordan directamente el legado del colonialismo en Brasil, así como también lidian con las omisiones que caracterizan las narrativas hegemónicas. Feitiço para salvar a Raposa Serra do Sol (Hechizo para salvar a Raposa Serra do Sol, 2019) de Esbell se encuentra en una de las nuevas galerías, Terra como matéria (La tierra como materia), que cuestiona la perspectiva impuesta por Occidente de la relación entre los seres humanos y la naturaleza como una de dominación antropocéntrica, a favor de una visión del mundo que prioriza una relación recíproca entre humanos y no humanos.xiii Con esta presentación, los artistas indígenas se están abriendo camino a las galerías de instituciones establecidas. No obstante, está claro que estas mismas instituciones se están cuestionando sus propias historias y la violencia que sus narrativas han ejercido sobre grandes poblaciones de individuos.

En la época en que viajé a São Paulo, el mundo del arte aún estaba procesando, tanto en el ámbito privado como público, el inesperado fallecimiento de Esbell. Denilson Baniwa, colega y amigo íntimo de Esbell, pidió que su propio trabajo, que estaba en exhibición en varios lugares, se cubriera durante un período indefinido. En apoyo a su pedido, el Museo de Arte de São Paulo (MASP), la Pinacoteca, el MAM (en Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea) y otras instituciones cubrieron las obras de arte de Baniwa con una tela negra [Fig. 15]. Como un gesto por la ausencia de Esbell, el pedido de Baniwa también señala el inmenso peso que los artistas indígenas llevan hoy en día en la lucha no solo por la representación, sino también por la comprensión y el respeto a través de una mayor visibilidad. En una carta pública escrita el 3 de noviembre de 2021, Baniwa declaró que juntos, Esbell y él, estaban comprometidos con crear vías de expresión indígena, pero que, con la muerte de Esbell, tendría que reconsiderar su propia relación con Occidente.xiv

Las exhibiciones y las bienales van y vienen, pero lo que es evidente es que el profundo trabajo de Jaider Esbell continuará tejiendo su camino a través y más allá del mundo del arte brasileño. Sin embargo, su vida y su práctica demuestran los desafíos que aún enfrentan los pueblos indígenas y las instituciones artísticas que intentan presentar su arte. Como aclara el proyecto de vida de Esbell, no es suficiente con comprar y coleccionar arte indígena. Debe haber una profunda inversión en educación, en el activismo y en las generaciones futuras de artistas indígenas, y un serio reconocimiento institucional por el inmenso daño causado por las prácticas excluyentes del coleccionismo y la exhibición. En este sentido, la obra debe considerar múltiples temporalidades al mismo tiempo —pasado, presente y futuro— para comenzar a crear las pequeñas fisuras que Esbell defendió durante su vida.


Este ensayo se publicó originalmente en inglés como «Jaider Esbell: Fissures between Worlds» en post: notes on modern and contemporary art around the globe, un sitio web del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el 11 de mayo, 2022. 


i Les agradezco mucho a Paula Berbert and Daniel Jabra por su apoyo en realizar este texto.

ii Naine Terena, Véxoa: Nós sabemos, cat. exh. (São Paulo: Pinacoteca de São Paulo, 2020), 78.

iii Jaider Esbell, entrevistado por Carlos Fausto, Amazonian Poetics/Poéticas Amazônicas, Brazil LAB/Princeton University & Museu Nacional/UFRJ taller, Princeton University, 8 de noviembre de 2019, YouTube, 2:06. https://www.youtube.com/watch?v=oDCondf3kVM&t=28s

iv Oliver Basciano, “An Ancient Vision for a New Art: Jaider Esbell (1979–2021),” ArtReview 73.6 (octubre de 2021): 83.

v “Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea,”Artishock: Revista de arte contemporaneo, publicado September 21, 2021, https://artishockrevista.com/2021/09/21/moquem_surari-arte-indigena-contemporanea/

vi Otra versión de esta escultura fue exhibida a la vez en Sorocaba como parte de la Trienal de Artes Frestas. Para más información: https://frestas.sescsp.org.br/en/.

vii Paula Berbert y Daniel Jabra en conversación con la autora, 16 de abril de 2022.

viii Para más investigación sobre este tema, lee Adele Nelson, Forming Abstraction: Art and Institutions in Postwar Brazil (Oakland: University of California Press, 2022). Lee también Luis E. Carranza y Fernando Luiz Lara, Modern Architecture in Latin America: Art, Technology, and Utopia (Austin: University of Texas Press, 2014).

ix “Jaider Esbell (1979–2021),” Artforum, 3 de noviembre de 2021, https://www.artforum.com/news/jaider-esbell-1979-2021-87142

x Jacopo Crivelli Visconti, Paulo Miyada, Carla Zaccagnini, Francesco Stocchi, y Ruth Estévez curaron la 34a edición de la Bienal de São Paulo. A guerra dos Kanaimés también fue incluida en la exposición Vento (Viento), en el pabellón de la Bienal de São Paulo del 14 de noviembre al 13 de diciembre de 2020.

xi “Proyecto de Ley 490/2007. . . “impediría a los pueblos indígenas obtener el reconocimiento legal de sus tierras tradicionales si no estaban presentes físicamente allí el 5 de octubre de 1988, el día en que se promulgó la Constitución de Brasil, o si no habían iniciado los procedimientos legales para reclamarlas para esa fecha”. “Brasil: Rechazar proyecto de ley contra los derechos de los indígenas: la propuesta es un revés importante para el reconocimiento de los derechos sobre la tierra”, sitio web de Human Rights Watch, publicado el 24 de agosto de 2021, https://www.hrw.org/news/2021/08/24/brazil-reject-anti-indigenous-rights-bill A diciembre de 2021, la Corte Suprema de Brasil ha archivado indefinidamente el caso. Si bien algunos activistas han tenido éxito en sus esfuerzos por defender legalmente su territorio, otros han sido atacados, especialmente los pueblos indígenas, que con frecuencia están al frente de las disputas por la tierra y el activismo ambiental.

xii Naine Terena, “Véxoa: We Know,” en Véxoa: Nós sabemos, 13–14.

xiii Para más información sobre la relación entre los pueblos originarios y su tierra ancestral, lee Ailton Krenak, Ideas to Postpone the End of the World, trans. Anthony Doyle (Toronto: Anansi Press, 2020). Para averiguar más sobre el valor intrinsico de la naturaleza, lee Eduardo Gudynas, Derechos de la naturaleza: Ética biocéntrica y políticas ambientales (Lima: Programa democracia y transformación global, 2014).

xiv Adriano Pedrosa leyó la carta de Baniwa durante su introducción al cuarto seminario de MASP dedicado a la investigación sobre historias indígenas. Transmitido en vivo el 9 de noviembre de 2021, YouTube, 6:04:25, https://www.youtube.com/watch?v=9o4rlMfSadA

La malicia y el esmero de un advenedizo llamado Simón Rodríguez o cómo evadir las trampas del éxito para cultivar la radiante libertad de pensamiento

Por: Juan R. Valdez

En este ensayo, Juan Valdez se ocupa de la trayectoria de Simón Rodríguez: en sus palabras, el “pensador más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano”. Valdez analiza a este intelectual contrastándolo con la figura de Andrés Bello, un pensador que, a diferencia de Rodríguez, no cayó en el olvido. Así, el autor se propone, a través de la comparación entre el éxito de Bello y el fracaso de Rodríguez, reflexionar sobre una de las grandes paradojas del latinoamericanismo y recuperar el pensamiento de uno de los latinoamericanistas “más extraordinarios y menos conocidos”.


Al describir a Ud. todas las locuras de este caballero tendría que ser muy largo.
Carta a Simón Bolívar de Antonio José de Sucre

Las personas que nos movemos por la vida sin el halo del éxito somos echados al olvido, a lo más, livianamente absorbidos por el margen como montones de escombros. Así ha sucedido parcialmente con la figura y obra del gran educador y maestro venezolano Simón Rodríguez (1769-1854), el criollo más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano. Este pensador nos resulta particularmente fascinante por como combinó el intelecto con la intuición. En gran parte, Simón Rodríguez fue el tipo de intelectual que deambuló inquietamente, pero fuera de la historia. Examinar el contraste entre el fracaso de un Simón Rodríguez y el éxito de un Andrés Bello nos ayuda a abordar grandes paradojas del latinoamericanismo y arrojar nueva luz sobre uno de los latinoamericanistas más extraordinarios y menos conocidos. Pero no basta con describirlo. Hay que explicarlo.

Primero, permítanme hacer una pequeña reflexión sobre el concepto del éxito. Quisiera proponer dos o tres posibles maneras de entender nuestra relación con el éxito: es un pagaré arriesgado sobre la felicidad futura; se trata del escalón que precariamente ocupamos para que otro pueda escalar más alto rumbo hacia la cumbre; es una estancia en la cámara de eco en la que solo encontramos información u opiniones que reflejan y refuerzan las nuestras. Es también posible concebir el éxito, con Spinoza, en términos afectivos, como el esfuerzo por lograr que todos aprueben el amor y el odio de uno. Como dice el ensayista boricua Efraín Barradas, uno lee, escribe, cocina, viaja, visita museos y todo eso para que nuestros amigos nos quieran un poquito más cada día. Barradas dice esto en clave de relajo caribeño, pero para nosotros su comentario contribuye a una compresión más matizada del hambre intelectual de renombre.

No hay que conquistar, odiar ni envidiar el éxito de nadie para comprender que se trata de un problema. Es cierto que queremos progresar y atender el deber social de hacer carrera. Sin embargo, en un mundo donde reina todo tipo de inseguridad, el éxito se cultiva más bien como el modo de evadir o postergar el limitado tiempo de la vida y, más específicamente, el olvido. Además de ventajas materiales, el éxito provee cierta continuidad en el dominio de nuestro autoconcepto y autoimagen. Motiva la ilusión de que, pase lo que pase, seremos recordados, que alguien en alguna parte estará pensando en nosotros. ¿Habrá algo más arriesgado que abandonar la carrera del éxito? Renunciar a la posibilidad del éxito no es una decisión fácil. Es preciso tomar bastante distancia del juego de los emprendedores y triunfadores. ¿Cómo podemos calcular esa distancia? Hay que tener suficiente valor, amplia fe y profunda humildad con respecto a lo que una hace, piensa y cree. Implica uno retirarse de muchas actividades importantes en la vida social, pero ninguna tan importante como el mero vivir. Quizás nadie más haya entendido todo esto mejor que Simón Rodríguez.

Los rotundos fracasos y la ingrata fortuna de Simón Rodríguez contrastan fuertemente con el éxito y estrellato de su contemporáneo y compatriota Andrés Bello (1781-1865), filólogo, escritor y también educador. En su prólogo de la antología chilena de Andrés Bello titulado “Andrés Bello y la precariedad de la fama”, el academicista Roque Esteban Escarpa escribió: “Andrés Bello existe como una sólida roca en el substrato de la cultura y de la organización institucional de Chile” (1970: 5). La vigencia de Bello en la historia política y cultural de América Latina es destacable y merecida. Los logros de Bello incluyeron la forja de la institucionalidad en el ámbito político y la creación de la base filológica sobre la cual por mucho tiempo se sostuvo la imagen de una cultura latinoamericana independiente de España. Sin embargo, la visión de Bello de la sociedad latinoamericana se derivaba de su concepto del orden hegemónico que dejaba fuera a los grupos minorizados.  Es necesario reconocer que, junto a sus conceptos de libertad y progreso continental, Bello también albergaba particulares nociones de genocidio indígena. Esto lo podemos corroborar en un comentario en su texto titulado “Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile” (de 1844): “No se coloniza matando a los pobladores indígenas: ¿para qué matarlos, si basta empujarlos de bosque en bosque y de pradería en pradería? La destitución y el hambre harán a la larga la obra de la destrucción, sin ruido y sin escándalo” (82). En este texto Bello planteó una política de genocidio por desarraigo y hambruna. Que Bello tuviera muchas cualidades redimibles como original pensador latinoamericano no nos impide interrogar estas propuestas insensibles ante la cuestión de qué hacer con las poblaciones indígenas en la construcción de las sociedades latinoamericanas. En el proyecto nacionalista de Bello, el ejercicio efectivo del poder político exigía la exclusión de los indígenas. 

En contraste, el pensamiento político-cultural de Simón Rodríguez giraba en torno a otro principio, el de la inclusión, especialmente la de los desafortunados, los abandonados, las masas pobres. En su texto “Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana”, él reflexionó:

Porque, en vida de Bolívar, pude ser lo que hubiera querido, sin salir de la esfera de mis aptitudes. Lo único que pedí fue que se me entregaran de los Cholos más pobres, los más despreciados, para irme con ellos a los desiertos del Alto-Perú—con el loco intento de probar, que los hombres pueden vivir como Dios les manda que vivan (306).

En todo lo que hizo y escribió, Simón Rodríguez expresó un profundo interés por las condiciones de las masas pobres compuestas de hombres y mujeres, niñas y niños y los diversos grupos racializados que llevaron la peor parte de la violencia colonial y estatal.

Si bien Bello es recordado como un insigne hombre de la academia y su obra ocupa un lugar central en el archivo latinoamericanista, la contrariada vida y obra asombrosas de Simón Rodríguez son menos conocidas. Según la investigadora venezolana Susana Rotker, rara vez los estudios literarios y filológicos le han prestado atención a Simón Rodríguez. En su época, Simón Rodríguez deliberadamente ofendió la sensibilidad de las autoridades políticas y morales. Para el general Antonio José de Sucre, el peor problema era la aspiración de Simón Rodríguez a la autonomía: “Dice que Ud. [Simón Bolívar] le ofreció que en esto [los negocios de educación y economía] tendría una independencia absoluta de todos” (410). Desde Bolivia, Sucre le escribió una carta a Bolívar quejándose de como Simón Rodríguez se endeudaba para suplir las necesidades de “los muchachos, putas, y holgazanes que contra las órdenes más expresas mías reunió en su casa” (412). Su empatía con los más vulnerables se consideró una afrenta al desdén o indiferencia de las autoridades hacia las masas populares e iletradas. Simón Rodríguez también se rio de y repudió la vanidad y la sarta de sandeces postulada por los letrados. Para los letrados y las elites culturales, ese afiliarse con la vida en toda su profundidad y complejidad constituía una amenaza. Aún hoy, Simón Rodríguez es una figura incómoda para la filología latinoamericana dominante por lo inclasificable que resulta su ensayismo utópico, su irreverencia hacia la autoridad, su alergia a la hipocresía y vanidad de los letrados y las élites sociales. Como enfatizara Rotker, descubrir a Simón Rodríguez hoy es maravilloso.

La época en que vivió Simón Rodríguez tuvo muchos emocionantes cambios revolucionarios, pero también fue una época de devastación por las guerras y gran precariedad financiera en las nuevas repúblicas del continente. Agréguesele a ese clima de inseguridad el abandono y el deprecio a que sometían las clases dirigentes a las masas. El destino de la mayoría era sufrir y perecer antes de tiempo. En el plano personal, Simón Rodríguez también conoció en carne propia la precariedad y el sufrimiento del desamparo desde niño, habiendo sido abandonado por sus padres. Se vengó de ese abandono con el divertido juego de cambiar de nombre: por años decidió llamarse “Samuel Robinson”. En su lectura psicoanalítica, el filósofo argentino León Rozitchner (2012) comentó que este particular infortunio personal dejó una llaga que, si bien nunca cicatrizó, convirtió a Simón Rodríguez en un luchador incansable en nombre de los seres sociales más vulnerables. 

Pese a que su mala fama y la precariedad lo siguieron a todas partes, Simón Rodríguez fue un latinoamericanista y un educador singular. Estuvo casado con una indígena boliviana con la cual tuvo dos hijos mestizos. Las escuelas que fundó fueron las primeras en integrar a niñas y reclutar a huérfanos. Su biógrafo más entusiasta, el alumno chileno de Bello, Miguel Luis Amunátegui (1901), inició su biografía con la siguiente pregunta: “¿Qué utilidad puede sacarse de la historia de un loco?”; para luego contestar: “La vida de un loco es muchas veces una lección para los cuerdos” (227). Según Amunátegui, Simón Rodríguez habría podido enriquecerse durante su exilio en Londres. Sin embargo, “sus instintos aventureros, más fuertes que su interés, no le permitieron estar quieto. Un impulso irresistible le obligó a abandonar la Inglaterra, como había abandonado a Venezuela” (235). Prescindió de la comodidad y el privilegio. Sus grandes obsesiones fueron insistir en el desarrollo de la sociabilidad (cuyo fin era hacer menos penosa la vida) y que había que enseñar a las ciudadanas y ciudadanos el modo de alcanzar la felicidad.

Simón Rodríguez se interesó mucho por las diferencias raciales y culturales. Fue uno de los primeros en América Latina en rechazar el discurso colonial de la inferioridad y esbozar el marco de una democracia racial y lingüística. Simón Rodríguez elaboró un discurso pedagógico radical y practicó una pedagogía enfocada en el desarrollo de una ciudadanía pragmática e inclusiva que abrazara a las poblaciones indígenas, negras y mezcladas y que cultivara la convivencia social.  En la edición de 1842 de su texto “Sociedades Americanas” escribió:

Dejemos la Francia y veamos la AMERICA […]. Tenemos Huasos, Chinos y Barbaros, Gauchos, Cholos y Gentiles, Serranos, Calentanos, Indígenas, Gente DE Color, y de Ruana, Morenos, Mulatos y Zambos, Blancos porfiados y Patas amarillas y una CHUSMA de Cruzados, Tercerones, Cuarterones, Quinterones y Salto-atrás que hace, como en botánica, una familia de CRIPTOGAMOS (67, énfasis en el original).

Descubrirlo hoy es posible gracias al trabajo de rescate y reanimación que han hecho unos pocos latinoamericanistas curiosos. Si bien este genial e inverosímil intelectual ha sido olvidado por el latinoamericanismo oficial, algunas escritoras y pensadores importantes lo han recordado favorablemente como quizás la figura latinoamericanista más alternativa. José Lezama Lima, quien le dedicó un magnífico estudio en su ensayo La expresión americana, definió a Simón Rodríguez como “un lujo americano”.  Luego de Lezama Lima, Ángel Rama volvió a estudiarlo en La ciudad letrada. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri noveló su biografía en La isla de Robinson. En México existe un grupo de investigación, “O inventamos o erramos”, coordinado por María del Rayo Ramírez Fierro, que se dedica al estudio del pensamiento y la vida de Simón Rodríguez. Pese a su fama de intelectual loco y ogro social, Simón Rodríguez encarna el espíritu del saber generoso que en Latinoamérica ha sido diseminado por figuras, tales como los mexicanos Servando Teresa de Mier y Ángel María Garibay, también bastante olvidadas, pero merecedoras de reencarnación, como nos recuerda recientemente el filólogo y ensayista mexicano Rafel Mondragón en su libro Un arte radical de la lectura (2019).

Simón Rodríguez elaboró un discurso lingüístico-cultural progresista que se correspondió con su afecto singular (su amor hacia los que sufren), acciones coherentes y ética personal, ética que, aun con el apoyo de su antiguo alumno, Simón Bolívar, le costó bastante dificultades en su gestión ante los poderes emergentes en los diversos países independizados donde trabajó.

Sociedades Americanas (1828, 1842) fue su gran obra textual y editorial, proyecto que le costó mucho tiempo y enorme sacrificio publicar. Este texto es un deleite por como combina las observaciones más sutiles con la imaginación más atrevida y el más rico sentido de humor e ironía. Se trata de un texto que experimenta maravillosamente con la capacidad transformadora de la palabra escrita y el potencial emancipador del silencio resistente. Este vínculo entre el estilo de Simón Rodríguez y la estrategia del silencio es clave. Nos remite a lo que subrayó Walter Benjamin (1978) sobre el radical ensayista vienés Karl Kraus: “Todo lo que escribió Kraus es así: un silencio vuelto del revés, un silencio que atrapa la tormenta de los acontecimientos en sus pliegues y oleajes negros, su línea lívida volteada hacia afuera […] las posibilidades polémicas de cada situación están totalmente agotadas” (243, traducción nuestra de la edición en inglés). Kraus se destacó, como Simón Rodríguez, en el manejo experto de lo que Benjamin llamó la trinidad del conocimiento, silencio y vigilancia. En Sociedades Americanas, Simón Rodríguez registró su reforma ortográfica, su teoría de la lectura, el programa de educación popular más radical, al igual que detalles sobre el fracaso ejemplar de su proyecto educativo.

Simón Rodríguez reflexionó sobre sus propios fracasos y esas reflexiones precisamente constituyen lecciones ejemplares. En una carta a Bolívar escribió:

Sucre y otros me han dicho muchas veces que reclame el sueldo por el tiempo que serví; y yo les he respondido que usted no me había traído consigo para darme títulos ni rentas […] no he querido tomar ni un real […] Si usted me envía con que pagar y viajar me iré, si no me pondrán preso. Me soltarán para que trabaje y pague, y la suerte hará el resto (citado en Simón Rodríguez: Sociedades americanas, 324).

De todas sus lecciones y meditaciones textuales sobre la importancia de mejorar nuestras vidas y nuestras relaciones quizás ninguna sea más iluminadora que su reflexión sobre el vínculo entre el dolor ajeno y la compasión en su ensayo titulado Luces y virtudes sociales (1834): “no haber experimentado el mal que otro padece y figurárselo, incita a un sentimiento que llamamos lástima—ver padecer lo que uno mismo ha padecido o padece, excita a padecer por recuerdo o por percepción actual… el sentimiento entonces es compasión. Es menester ser muy sensible y compadecer en lugar de lastimarse solamente” (193, itálicas en el original). 

Se objetará que la figura y obra de Simón Rodríguez son cosas del pasado, artefactos pasados de moda.  En cambio, el pensamiento político-educativo de Simón Rodríguez tiene mucha vigencia para nosotros hoy día. El neoliberalismo, nueva fase del capitalismo, conserva sus rasgos marcadamente militaristas tales como la depredación, la destrucción o arrinconamiento de la naturaleza, control de los mercados, de la comunicación y el campo cultural y el individualismo egoísta.  

En particular, el problema del egoísmo constituye una clave fundamental identificada por Simón Rodríguez que conviene citar y examinar: “el deseo de enriquecerse ha hecho todos los medios legítimos, y todos los procedimientos legales: no hay cálculo ni término en la Industria—el egoísmo es el espíritu de los negocios y los negocios la causa de un desorden, que todos creen natural, y de que todos se quejan” (143, itálicas en el original). El tema del egoísmo es central en las discusiones sobre el neodarwinismo y el mundo de los negocios y las finanzas. En libros, manuales y revistas como la Forbes, por ejemplo, varios autores coinciden que ser egoísta es simplemente una cuestión de calibrar la intensidad de una, de gestionar nuestra energía. Se aconseja que el vivir de manera más egoísta hace posible generar un mayor impacto en más personas—mientras se construye un negocio exitoso y muy respetado. Ser un poco egoísta no solo te ayuda a alcanzar tus metas, sino que también te ayuda a servir a los demás a lo grande. Pero nuestra consideración del egoísmo en relación al asunto del éxito nos obliga a mirar la práctica de apartar y segregar a quienes se consideran rivales y “perdedores”, aquellas y aquellos que obstaculizan el avance personal de los ganadores en la carrera sin fin.

Si bien para Adam Smith la inquietud exclusiva por nuestros propios intereses (“dame eso que yo quiero y tendrás esto que tú deseas / give me that which I want and you shall have this which you want”) era la razón del progreso, para Simón Rodríguez era imprescindible rechazar el egoísmo, la causa de todos nuestros problemas sociales: “quéjense de las Constituciones, lloren su Indiferencia; maldigan su Egoísmo” (121). El egoísmo como práctica e ideología aparece en múltiples contextos sociales. El egoísmo se manifiesta mediante una impaciencia constante e insatisfacción perpetua, como las que expresan los niños cuando no consiguen lo que quieren.  Y ahí damos con otra clave importante: el infantilismo insuperado de la humanidad. Sobre esta condición, Simón Rodríguez reflexionó: “este sentimiento, hijo del amor propio y de la tendencia al bienestar [o amor de sí mismo] es lo que llamamos EGOISMO. Yo solo soy y solo para mí son ideas del niño. El hombre que atraviesa la vida con ellas, muere en la Infancia; aunque haya vivido cien años” (98).

Desde el lugar de las humanidades muchas veces se acepta sin cuestionar que todos nuestros problemas sociales son el resultado de la lógica del sistema, un acontecer imparable del capitalismo salvaje. No cabe duda que operan sus efectos y se imponen sus jerarquías, pero tampoco podemos ignorar la imbricación de la economía afectiva, con su base en las apetencias insaciables y deficiencias adaptivas del cuerpo. El egoísmo es el eje emocional de nuestro caos pasional y el orden hegemónico, pero exacerbado por el neoliberalismo educativo disfrazado de humanismo.

¿Podría ser este ensayo simplemente el forcejo interior de un advenedizo sin patria? No lo descartamos como una posibilidad. Ahora bien, plantear la lectura de la vida y obra de Simón Rodríguez dentro de una reflexión sobre la ilusión del éxito y la implicación del egoísmo es pensar detenidamente en el tipo de mundo en que vivimos y las relaciones que tenemos. Es hacerse preguntas fundamentales tales como: ¿vale la pena sacrificar la solidaridad y la amistad por un asiento en la mesa donde los elegidos juegan y comercian?; ¿cuántas canalladas y absurdidades será uno capaz de aguantar en la interminable carrera del éxito?; ¿dónde termina el poder de las contrafuerzas y comienza nuestra agencialidad?; o, ¿qué significa vivir en un mundo que invita, celebra y hace prolija la obra de un Andrés Bello a la vez que olvida u ignora la de un Simón Rodríguez?

La sonrisa pícara de Simón Rodríguez contrasta con la sonrisa falsa y utilitaria del escalador social o el oportunista. Ante la certeza del abandono, la inseguridad y el fracaso, Simón Rodríguez optó por vivir sin campanas y silbidos, dedicándose a luchar para vivir, no solo para él sino también para los demás. Simón Rodríguez practicó la libertad y solidaridad que predicaba y enseñaba. Algunas personas logran hacer más por la vida desde el fondo del fracaso y la precariedad que otras desde el pedestal. Volviendo a evocar un par de versos de Ikkyū (poeta japonés y uno de esos “monjes locos” del budismo zen), digamos que mientras unos solo ven malicia en la sonrisa irónica de un Simón Rodríguez, otros vemos en su rostro un pedazo de jade iluminado por el sol, gorjeando, riendo ante el enigma de la vida y cultivando la libertad del pensamiento radiante.


Referencias

Amunategui, Miguel Luis (1901). Don Simón Rodríguez. En Ensayos biográficos, Tomo IV Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

Bello, Andrés (1970). Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile (1844). En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Benjamin, Walter (1978). Karl Kraus. Reflections. New York: Schocken Books, 239-273.

Burns, Stephanie (2020). 6 Ways being selfish can make you successful. Forbes. Consultado el 11 de noviembre de 2021 en: www.forbes.com/sites/stephanieburns/2020/03/12/6-ways-being-selfish-can-make-you-successful/?sh=73c77b0e5538.

Escarpa, Roque Esteban (1970). Andrés Bello y la precariedad de la fama: prólogo. En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Lezama Lima, José (1957). La expresión americana. La Habana: Editorial Letras Cubanas.

Mondragón, Rafael (2019). Un arte radical de lectura: constelaciones de la filología latinoamericana. Ciudad de México: UNAM.

Rama, Ángel (1998). La ciudad letrada. Montevideo: Arca.

Rawicz, Daniela (2021). Leer a Simón Rodríguez. Proyecto para América. Ciudad de México: UNAM.

Rodríguez, Simón (1990). Sociedades Americanas, editado por Oscar Rodríguez Ortiz. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Rotker, Susana (2005). Bravo pueblo: poder, utopía y violencia. Caracas: La Nave Va.

Rozitchner, León (2012). Filosofía y emancipación: Simón Rodríguez, el triunfo de un fracaso ejemplar. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Smith, Adam (1986). The wealth of nations. New York: Penguin Books.

Spinoza, Baruch (1980). Ética. Madrid: Editora Nacional.

Sucre, Antonio José de (1981). Que don Samuel se acabe de ir con Dios (1826). De mi propia mano, editado por J. L. Salcedo Bastardo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 410-413.

Tramas de escritura y oralidad en la poesía paraguaya. “Tesarái mboyve”: la comunidad del exilio

Por: Mario Castells

Imagen: Fotografía de Juan Britos (visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996)

En el marco del seminario “Ñe’ẽ ra’anga, ñe’ẽ jopara. Literaturas en guaraní, proliferaciones e hibridaciones lingüísticas a distancia del canon” dictado por Rodrigo Villalba Rojas para la Maestría en literaturas de América Latina (UNSAM), Mario Castells reflexiona sobre la literatura paraguaya de expresión guaraní y la dualidad de cuño colonial que la constituye en tanto alienación y liberación. El autor revisita el poema “Tesarái mboyve” [“Antes del olvido”] para hipotetizar relaciones literarias y políticas novedosas, de los compendios de León Cadogan a los giros guaraníticos de Augusto Roa Bastos, presunto autor desconocido del poema.


La “literatura paraguaya de expresión guaraní” (Lustig 2007) es una literatura “sin libros” (Melià 2004); tiene el alma dúplice, concertada por oralidad y escritura. Esto se debe, más allá de la exageración polémica, a que no se forja como estañadura de textos líricos, épicos, dramáticos y de ficción escritos en esta lengua indígena ni se circunscribe a un dominio geográfico y político, sino más bien a un desarrollo histórico y a los efectos colaterales que devienen de este proceso: pongamos como ejemplos la diglosia[1], el jopara[2], el Paraguay de la diáspora. Hacerla inteligible a los lectores de otros países requiere desplegar un aparato crítico multidisciplinario. Debemos aceptar además la edificación colonial como un legado constitutivo[3]. Y tomando el legado colonial como premisa constitutiva, esto es, el guaraní paraguayo como lengua española del Paraguay primero y como lengua nacional y popular de un estado moderno después, justipreciar la particularidad del “caso paraguayo”: el modo en que esta literatura se ve afectada por la alienación colonialista que la aqueja, pero también su dimensión profética, liberadora.

Popular por excelencia, esta literatura tuvo ciertos recursos comunicativos en los que se apoyó y que la sostuvieron: las revistas, los cancioneros y las tablas del teatro (Bareiro Saguier 1980, Lustig 1997, Villagra-Batoux 2002). Es una literatura con pocos libros pero que en las últimas décadas, desde 1980 hasta la actualidad, ha dado las obras más importantes de la literatura del Paraguay. No obstante, “incluso cuando publicada, o es el registro de ‘oratura’ que le precede o se destina a una ‘oratura’ que le seguirá” (Melià 2004: 204). Para mostrar este proceso y sus implicancias en la cultura paraguaya, estamos preparando con Rodrigo Villalba un bosquejo, un plan de lectura crítica. La siguiente anécdota es un fragmento, una escalla minimalista de ese plan de lecturas, reelaboraciones y escrituras de la literatura paraguaya de expresión guaraní.

¡Jaike! [Entremos]

Visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996

Hay una polca canción muy linda, aunque poco conocida, llamada “Tesarái mboyve”, “Antes del olvido”, en castellano. A esta canción solo la escuché interpretada por el cantante Oscar Escobar y el Conjunto San Solano. Siendo un niño participaba de la mano de mi padre en las fiestas y manifestaciones del exilio paraguayo. Muchas de estas producciones artísticas son completamente desconocidas aun hoy en el Paraguay, no lograron sortear la censura stronista. Lo increíble de la borradura es que esta canción tiene en los créditos a Carlos Federico Abente[4] como autor de letra y a Epifanio Méndez Fleitas[5] como compositor de la melodía.

Muchas incertidumbres rodean al poema; por ejemplo, en el libro de Teresa Méndez-Faith dedicado a su padre, intitulado Antología del recuerdo: Méndez Fleitas en la memoria de su pueblo (1995), se establece que la canción, que fue compuesta a mediados de la década del 50 (muy probablemente después de 1955, tras la caída de Perón y el exilio de Epifanio), fue realizada en verdad, a tres puños, por Carlos Federico Abente, Epifanio Méndez Fleitas y Augusto Roa Bastos, quien por entonces tenía un vínculo muy cercano, política y humanamente, con el malogrado dirigente colorado.

Traigo esta noticia a razón de que últimamente se ha dicho que el guaraní de Roa era muy artificial, precario y neológico[6]. Vale recordar que el mismo Roa ha señalado muchas veces que aprendió guaraní siendo escuelero, tentado por lo prohibido, bañándose en el río Tevikuary-mi con sus compañeritos de Iturbe (Roa Bastos en Paco Tovar, 1991); esto era habitual entre las familias de la burguesía liberal y no lo ponemos en duda. Sin embargo, volviendo a lo artificial de su guaraní, nada más leer una novela como Hijo de hombre (1960), uno percibe que ese vínculo con la lengua no fue precario ni mucho menos artificial. 

Empecemos por compartir el poema y luego seguiremos el relato, las preguntas y las interpelaciones a mis hipótesis[7]:

Tesarái mboyve

Amáicha tata omboguéva 

ha omokañýva hetia’evéro

maymáva tesarái pópe

ñane apatîva jajuayhuetéro.

Vokóinte vy’a mboypýri

ne ãgui aje’óne ahávo

ha nde chembojeroviávo

pukápe chemoamomyrÿine.

Akóinte mbyja ko’ē

ku ne pehengue

poty mimbipa

oúne che ãnga piári;

ajéipo yvaga rata

okukúi rei

ha ikusuguepa

che aramboha ári.

Yvoty pirukuemícha

hembýne chéve nderéra

che moyru hagua che kéra

tesarái pohéi jave.

Mba’éicha tamora’ē

reho vove chehegui

che rekove oñehundi

ku ne porē’ÿ 

tesarái mboyve.

Jasy rendy pypore

pe ñúre tohechauka

oguévo ne ra’anga

amano hagua 

tesarái mboyve.

Antes del olvido

Como la lluvia que apaga el fuego

y esconde las alegrías.

Todos estamos sometidos al olvido,

que nos borra de los que más amamos.

He aquí, allende la dicha,

de tu lado me voy apartando,

y tu aún me esperanzas,

pero sonriendo me duelas.

Será como siempre, el lucero del alba,

pedazo de ti mismo,

en flor, refulgente, el que

vendrá a buscar a mi alma.

Probablemente, fuego del cielo

se derrame en cenizas

y caiga sobre mi almohada.

Como una flor mustia,

sólo me resta tu nombre,

para acompañarme en los sueños,

en el delirio del olvido.

Como quisiera que,

al irte de mí,

mi vida se extinga allí

con tu ausencia,

antes del olvido.

Y trazos del plenilunio

en los campos se revelen

cuando se disipe tu figura,

para morir también yo

antes del olvido.

                        (Traducción libre)

Los despliegues del azar nos han transportado al recodo preciso de un misterio poético. Tuve la suerte de visitar dos veces al doctor Abente en su casa de Florida, Partido de Vicente López; mis amigos, que hicieron de nexo, eran de su mayor estima: Martin Arzamendia y Pablito Ríos, ambos músicos populares de la colectividad paraguaya en Buenos Aires. La primera vez, en que fui con Martín, fue más fructífera que la siguiente; conversé bastante más que en la segunda, donde el viejo doctor ya tenía problemas para comunicarse. Esta vez, fue en el año 2005, Abente ya tenía 90 años pero aún conservaba una lucidez y una memoria prodigiosa, apuntalada además por la ayuda de su esposa, María Eva. Hablamos mucho de Roa, a quien consideraba uno de sus mejores amigos. También de Zenón Bogado Rolón[8], querido amigo, eximio poeta guaraní. Ambos habían fallecido recientemente. Le pregunté muchas cosas. Hablamos de Amelia Nassi, muchos años pareja de Augusto, otra gran amiga en común. Pero entre anécdotas y chismes aparecían los versos, la cocina literaria de los libros de Roa y de sus poemas. Abente era, junto con Amelia, primer lector de lo que Roa creaba (Castells 2017: 1-8). Lo llevé a esa canción, a ese poema, a ese dato quizás erróneo, que hablaba de una autoría tripartita. Pero Abente no dijo nada, no respondió, tarareó la música, se quedó pensando y luego se puso a hablar de Epifanio hasta que pronto se terminó la jornada, atardeció y volvimos a Capital tomando el tren de la línea Mitre.  

Siempre encontré nexos de ese poema con las lecturas de Roa Bastos de esa época; para mí (lo hablamos mucho con Zenón), el poema que referimos es prácticamente una plegaria fúnebre, un chapukái, y está claramente influido por los textos que tratan el Capítulo “De la paternidad y la muerte” en el Ayvu Rapyta. Como sabemos, Roa, Campos Cervera, Romero y pocos más, fueron los primeros intelectuales paraguayos que conocieron los artículos etnológicos de Cadogan[9]. Hay registros de eso, como el uso, a manera de epígrafe y como leit-motiv, con traducción propia además, del “Himno de los muertos de los Guaraníes” en Hijo de hombre.

He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos…

Y haré que vuelva a encarnarse el habla…

Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca… (Roa Bastos, 1960: 9)

Siempre hablábamos con Zenón de este fragmento que Roa tomaba del Ayvu Rapyta (1992 [1959])[10], fragmento del que corregía la traducción de Cadogan.

Ára kañy rire, ára pyau ramove,

Chee, yvyra’i kanga amoñe’ëry jevy va’erä

Amopyrö jevy va’erä ñe’ëry” (Cadogan 1992: 86)

Después de hundirse el espacio y al amanecer de una nueva era

Yo he de hacer que circule la palabra nuevamente por los huesos de quienes

                                                                                            portaran la vara insignia.

Y haré que vuelvan a encarnarse las almas (Cadogan, op. cit. 87)

Ese primer capítulo de su novela Hijo de hombre en la versión original de 1960, luego reconvertido en “Macario” en la versión corregida de 1982, es testimonio preciso del antiguo Guairá, aquel territorio fijo en la niñez del escritor. Zenón tenía, para él, que ese libro era el apytere (médula) de la obra roabastiana. Para importunarlo yo decía que “Tesarái mboyve” era un himno teológico sí, pero mediado por la lectura de John Donne antes que por Tomás de Yvytuko, el Mayor Francisco de Potrero Garcete o Patricio Benítez de Chararã, los autores de las endechas fúnebres colectadas en el libro de Cadogan. Le decía a mi gran amigo, paraguayo convertido a la fe de los mbya guaraní, que esto era así y que lo rubricaba el testimonio de Amelia, pero Zenón, el poeta, el lugarteniente de Jakaira, no me llevaba el apunte.

Thou hast made me, and shall thy work decay? 

Repair me now, for now mine end doth haste, 

I run to death, and death meets me as fast, 

And all my pleasures are like yesterday (…) (John Donne, 1983: 7) 

Me valgo de estos recuerdos para contar el trillo de la configuración de esta hipótesis: la autoría fundamental de este poema es de Roa Bastos. “Tesarái mboyve” es un ingrediente inicial de la cocina narrativa del novelista cuando aún era solamente poeta y recién había escrito los cuentos de El trueno entre las hojas (1953). Tengo certeza de que Epifanio no conocía la teología guaraní. Mi padre era militante epifañista y conozco por él toda su obra ensayística, poética, musical, incluso la que sucumbió al olvido. Epifanio era natalicista: seguía los postulados del intelectual colorado Natalicio González[11] en su concepción de la sociedad paraguaya. Esto no significa que desconociera la obra de Cadogan. Al contrario, entre sus primeros artículos sobre folclore guaireño está “El pueblo de Villarrica” (1940) aparecido en la revista Cultura que dirigían Epifanio Mendez y Guillermo Enciso Velloso. En tanto que don Carlos, antes de vincularse con Zenón Bogado Rolón, Tupa Kuaray, empleaba un guaraní marcado por la matriz poética modernista/mundonovista de Ortiz Guerrero y no la de los sabios guaraníes. Cualquiera que lea Hijo de hombre, hurgando en los personajes de la trama (María Rosa, la loca de Loma Carobení, el mulato Macario, el guitarrista leproso Gaspar Mora) verá un trasfondo cadoguiano, más cercano si se quiere al Guai Rataypy (1998 [1948]) o a Carobení: apuntes de toponimia hispanoguaraní (1959) que al Ayvu Rapyta, porque son personajes de la sociedad campesina guaireña. Sin embargo, casi en la superficie del relato, no hace falta escarbar mucho divisamos ese sincretismo propio del catolicismo herético neoguaraní. “Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi incomprensible del Himno de los muertos. Se interrumpía a trechos y recomenzaba con los dientes apretados” (Roa Bastos 1960: 34). Tal como destaca Rubén Bareiro Saguier, estas escenas de la trama del Cristo leproso “esbozan senderos que llevan al rito cristiano modificado por la rabia y la decepción a una reinterpretación sincrética con fuertes impregnaciones indígenas. Y sin ambigüedades, el canto de María Rosa en el momento crucial de adquirir la lucidez de la demencia, invoca la noción de reencarnación guaraní, el reflorecimiento de los huesos, la continuidad de la vida en el territorio de la muerte” (Bareiro Saguier 1990: 138).

Asimismo, el leitmotiv del cometa (yvága rata) que es un símbolo muy ligado al fin del mundo en la mitología guaraní es sumamente importante en el primer capítulo de la novela como también en el poema que marca a las claras una de las obsesiones iniciales del escritor de Iturbe.

En “Manifiesto a favor del ritmo”, Henri Meschonic señala que “el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema…” (http://confinesdigital.com/conf29/henri-meschonnic-manifiesto-a-favor-del-ritmo.html).

Creo que lo que hace significativamente roabastiano al poema es esta visión que pergeña desde la escucha. Roa lo olvidó porque más tarde desarrolló muchos de sus tópicos en Hijo de hombre y porque quiso borronear ese vínculo casi “orgánico” que tuvo con el epifañismo (i. e. con el peronismo). No es que Roa negara su cercanía con Méndez Fleitas, siempre recordó otra canción que hizo con Epifanio en homenaje al creador del teatro popular de vanguardia en guaraní: “Canto a Julio Correa” (Méndez-Faith 1995). La marca de Caín de esta coyuntura remite al tan mentado poema de 1954. Hacia fines de mayo de ese año, en la concentración colorada de proclamación de la candidatura de Alfredo Stroessner, militar enrolado en la facción de los “demócratas”, Epifanio Méndez, uno de los dirigentes máximos de este sector, aliado fundamental de Perón en el Paraguay (Seiferheld, 1988), le dedicó una polca: “26 de Febrero” al militar. Seguidamente, el 15 de agosto de 1954, Augusto Roa Bastos, por entonces redactor del diario argentino Clarín, volvió al país del que se había exiliado en 1947 por una profunda enemistad con Natalicio González. Volvió del exilio pero no de manera clandestina ni silenciosamente, Roa volvía acompañando a la delegación argentina. Y en un acto poco común a su “ética” intelectual, le dedicó un poema a Stroessner y a Perón intitulado: “¡A los próceres, salud!”, en el que comparó a los mandatarios con los próceres de la independencia. Este dislate ético y estético de Roa sería utilizado en el futuro por sus adversarios del campo cultural paraguayo como epitome de su falsedad política: “el falso exiliado”, lo increparon.  Hay que destacar que el General Perón había ido en misión oficial para devolver los trofeos de la Guerra Guasu y que el General Stroessner aún no se perfilaba como el corrupto y sanguinario dictador campeón del anticomunismo en el cono sur, el Tiranosaurio (Roa dixit) que permanecería en el poder por 35 años. El joven periodista Augusto Roa Bastos adscribía al programa político del nacionalismo populista, revisionista y lopizta en línea histórica con lo cual el discurso peronista le cuadraba perfectamente. La importancia gravitante del Partido Comunista en la colectividad paraguaya del exilio y en el campo cultural latinoamericano, fenómeno que se agudizaría con la irrupción de la Revolución Cubana y la incidencia de Casa de las Américas, así como también por la caída y el exilio de Perón en 1955, su asilo en Paraguay y la purga del epifañismo ese mismo año, reconfiguraron las posturas políticas del escritor respecto del grupo de Méndez Fleitas y lo afianzaron en un relativo “indepentismo” político, compañero de ruta de la izquierda continental.   


[1] La diglosia como fenómeno está ligado al bilingüismo guaraní-español característico del Paraguay. En una situación diglósica es el contexto social lo que determina el uso de una variedad u otra de lengua. De resultas, el guaraní, que es la variedad baja: lengua del hogar, lengua coloquial de los afectos y los espacios solidarios, no puede acceder a espacios de la cultura letrada. Esta traba social instaurada en el pleno de la cultura nacional, no es una imposición debido a una política estatal o de un sector dominante de la sociedad. En tanto que el español como variedad alta domina los espacios institucionales, rige la escritura y la ley… Para Melià la noción de diglosia, al ser utilizada en el análisis de lenguas en contacto, tiene la ventaja de no velar, como suele hacerlo la noción de bilingüismo, la realidad de los conflictos lingüísticos y el poder de dominación que ordinariamente una lengua ejerce sobre otra.  

[2] El jopara es un guiso que se realiza cada 1° de octubre para conjurar la llegada de Karai Octubre, la personificación del mes de la escasez en el campo paraguayo. Este guiso mezcla todos los granos, carnes y vegetales que se encuentran a mano en la cocina campesina. Es justamente por su carácter hibrido que terminó designando al pidgin guaraní español, la mezcla de lenguas que prolifera en el país y que algunos lingüistas han definido como una tercera lengua del Paraguay. El lingüista Tadeo Zarratea, sin embargo, diferencia el jopara y el guaraní paraguayo: “es preciso aclarar siempre que el guaraní paraguayo no puede ser asimilado al jopara porque son dos lenguajes distintos. Conviene reiterar siempre (…) la clara distinción establecida por el lingüista Wolf Lustig, de la Universidad de Mainz, Alemania, que dice: “El guaraní paraguayo es una lengua mezclada, mientras el jopara es una mezcla de dos lenguas, que funciona en los límites imprecisos del guaraní y el castellano” (Zarratea 2018, https://mbatovi.blogspot.com/2009/05/nomongeta-paraguai-nee-koi-rehe-dialogo.html ).

[3] Bartomeu Melià en su libro El guaraní conquistado y reducido (1992)  señala tres formas de reducción de la oralidad:  a) la escritura, que al pasar de la variedad fonética a la  fonológica, anula las realizaciones dialectales y desdibuja los contrastes entre el sistema nuevo y el del “reductor”; b) la gramática, que impone la categorización a partir de la propia lengua, tendiéndose a crear una lengua estandarizada, cuyo propósito final es “enseñar” a los indios las “verdades cristianas”; c) el diccionario, que “no es sólo una nomenclatura, sino un sistema de valores, el registro y la semantización que se les asigna ya está dependiendo de los procesos históricos, políticos, sociales, religiosos” […], así “las palabras conceptuadas como ‘neutras’ son registradas sin dificultad, mientras aquéllas fuertemente semantizadas en la vida socio-religiosa llegan a estar ausentes o aparecen con un sentido traslaticio, es decir, traducido y resemantizado en la nueva vida reduccional”. Estas tres reducciones -escritura, gramática y diccionario- sirven de soporte a la reducción literaria propiamente dicha. La lista de escritos en guaraní originados en las Reducciones jesuitas y que vienen a confundirse con toda la producción literaria en guaraní de los siglos XVII y XVIII, es un claro índice de la reducción de estilos y de temas: catecismos, sermones, rituales y libros de piedad. En su mayor parte traducciones. La letra prestada se resuelve en una literatura prestada: literatura cristiana escrita en guaraní, no literatura guaraní. […]Se produce así un vaciamiento de los valores auténticos, una tergiversación con propósitos de la suplantación cultural. La escritura sirve para ‘dar firmeza a las dominaciones’ (Melià 1992: 312-315).

[4] Carlos Federico Abente (Isla ValleAreguá, 1914Buenos Aires, 2018) fue un poeta paraguayo, autor de la letra de la guarania “Ñemity” que musicalizó José Asunción Flores, el más importante músico del Paraguay. Escribió fundamentalmente poesía en lengua guaraní y entre sus libros destacan: Che kirirĩ asapukái haguã (1990), Kirirĩ sapukái (1995) y Sapukái Sunu (2001).

[5] Epifanio Méndez Fleitas (San Pedro del Paraná, 1917- Buenos Aires, 1985) fue un dirigente político del Partido Colorado opositor a la dictadura de Alfredo Stroessner. Además de su faceta política también cultivó la música, la poesía y el ensayo histórico-filosófico. De su labor como ensayista tenemos libros como Diagnosis Paraguaya, Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay, Carta a los liberales… Se lo recuerda como compositor de polcas y guaranias, entre estas: “Che jazmín”, “Che mbo’eharépe”, “Hekovia techaga’u”, “Reseda poty”, “Serenata”, etc.

[6] Para tener una idea del guaraní que hablaba Roa, compartimos este diálogo telefónico entre el autor y Epifanio Méndez a principio de los 80, cuando ambos tenían ya más de 25 años de vivir en el exilio. https://www.youtube.com/watch?v=OovIeIJdQeU

[7] Compartimos la versión interpretada por el gran cantante Oscar Escobar. https://www.youtube.com/watch?v=-x-HsuGRdoQ

[8] Zenón Bogado Rolón (Mauricio José Troche, Guaira, 1954- Canindeyú, 2005) fue un extraordinario poeta en lengua guaraní. Convertido a la fe de los guaraníes selváticos cambió su nombre, primero por Tupa Kuaray y luego de una rara enfermedad que trató con medicina chamánica a Tupa Kuaray Pyau. Entre sus libros destacan la trilogía, Tomimbi (1990), Tovera (1990), Tojajái (1992)así como también su último libro Ayvu Pumbasy (1994). En 2008 el FONDEC editó sus incompletas Obras Completas.

[9] Entre otras tantas noticias que tengo de que Roa leyó a Cadogan en sus primeras publicaciones en revistas, además del testimonio del propio Augusto, aunque no podemos negar que el novelista gustaba fabular e intervenir en los recuerdos, está la noticia que da Víctor Martínez, uno de los 9 brigadistas paraguayos que peleó en la Guerra Civil Española. De él, por generosidad de Mariadela Martínez, su hija, heredé parte de su biblioteca. Entre varios libros preciosos, están las revistas del Instituto Indigenista Interamericano en la que colaboraba siempre Cadogan. Entre las anotaciones de puño y letra de Martínez hay referencias a Roa. Y es que hubo una larga relación entre este dirigente comunista y nuestro escritor, como así también un importante vínculo epistolar.

[10] Ayvu Rapyta / El fundamento de la palabra de León Cadogan fue publicado por Egon Schaden en 1959 en el Boletim 227, Antropología nº 5 de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de São Paulo de Brasil,aunque ya habían sido editados varios capítulos con el mismo título: dos en 1953, con los Capítulos I y II (en junio y diciembre de ese año) y otro en 1954 (diciembre), con el Capítulo III, en la Revista de Antropología de esta misma universidad.

[11] Natalicio González (Villarrica 1897- México 1966) fue un dirigente político, escritor y periodista que llegó a ser presidente de Paraguay entre  1948 y 1949. Debido a su militancia política se dedicó también al periodismo y en varias ocasiones debió partir al exilio. Fue uno de los máximos líderes del Partido Colorado, al cual se afilió en 1908 y conformó su movimiento interno, el «Guión rojo», considerada el ala más derechista del Partido Colorado, influido por el fascismo italiano y el conservadurismo maurrasiano. Intelectual de importancia superlativa en su época, a su gran gestión cultural se le debe la edición de varios textos históricos clásicos como las memorias del Coronel Centurión. Así mismo la edición de la revista “Guarania” que desplegó una importante labor en la insular cultura paraguaya. Entre sus obras ensayísticas se destaca Proceso y formación de la cultura paraguaya (1940).


Bibliografía

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Adentro/afuera de la historia. Sobre las escritoras argentinas y los linajes literarios

Por: Graciela Batticuore

Imagen: Alexander Mann, Portrait of Helen Gow (detalle)

El siguiente texto fue leído en la presentación de Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico. Autoría y redes literarias en la prensa argentina (1870-1910), de María Vicens, publicado en 2021 por la Universidad Nacional de Quilmes. Batticuore reflexiona sobre los aportes de este libro no solo para la crítica literaria, sino también para los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género.


La escritura, la lectura, la prensa, los públicos, las genealogías, los viajes, las casas, la amistad entre mujeres. Sobre estas y otras cuestiones discurre el libro de María Vicens: Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico (2021), publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. El título sintetiza el argumento en una imagen sugerente que hace pensar también en barcos, en cartografías, en mujeres de distintas partes, en pasados que se suceden, compiten o se acercan, en movimientos y en posibles cambios, que tienen que ver con el andar de un siglo a otro, de un continente a otro recorriendo ciudades. El itinerario va de Madrid o de Lima a Buenos Aires, la ciudad moderna, cosmopolita y progresista por excelencia en esas décadas, con un pasado tan joven como para decidir recién los nombres que forjarán los clásicos literarios ante el mundo. Es en esa misma ciudad donde en los años 70 se editaba la Obra Completa de Esteban Echeverría o se reeditaba el Facundo de Sarmiento o se hacía popular el Martín Fierro en las campañas, aunque fuera ignorado por la elite letrada, al principio, pero encomiado por ella durante el Centenario. En esa misma Buenos Aires, nos cuenta María Vicens, se encontraron diversas camadas de escritoras que entablaron intensos diálogos a través de la prensa y probaron estrategias para ser leídas y reconocidas como autoras. Juntas trazaron redes de intercambios, practicaron “la sororidad” cuando esa palabra no existía aún en el diccionario. Juntas hicieron familia, podría decirse, ya que María habla en su ensayo de “madres literarias”, de “hermanas en las letras”, de “círculos de amistad” que las legitimaron.

Antes de avanzar quiero nombrarlas sumariamente, porque sobre ellas, sus escritos, sus libros y sus actuaciones públicas o privadas se enfoca este estudio crítico de María Vicens. Encabeza la lista Juana Manuela Gorriti, no porque haya sido la primera o la más importante sino, precisamente, porque fue considerada una “madre literaria” que cobijó, alentó y abrió caminos a las que vinieron después. Josefina Pelliza de Sagasta, Lola Larrosa de Ansaldo, Raymunda Torres y Quiroga, en diálogo con las peruanas Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello, Margarita Práxedes Muñoz, Carolina Freyre de Jaimes, Teresa González de Fanning; también hay un grupo de españolas entre las que figuran Pilar Sinués de Marco, Emilia Serrano de Willson, Concepción Gimeno de Flaquer, Emilia Pardo Bazán; y más argentinas, modernas y profesionalizadas, como Ada Elflein, Carlota Garrido de Peña, Emma de la Barra (precursoras inmediatas de Alfonsina Storni, Herminia Brumana, Salvadora Medina Onrubia o Delfina Bunge, interlocutoras, a su vez, de una Gabriela Mistral o de Juana de Ibarbourou). Todas ellas conforman lo que muchas veces, en la complicidad de los diálogos con la autora, llamamos “el pelotón de las escritoras de entresiglos”. 

Ahora bien, ¿qué significó para todas estas mujeres escribir, abrirse un camino en la vida literaria? ¿Cómo conjugaron la maternidad, el amor y la familia con el deseo de hacerse leer, de opinar en público, de tener una voz, un tono, un estilo literario, una obra susceptible de ser publicada? ¿De qué estrategias o poses se valieron ellas para romper el cerco de las proscripciones, los prejuicios y mandatos de época que imponían un deber ser femenino? Muchas de las obras que analiza María Vicens en este estudio son desconocidas, incluso para la crítica contemporánea especializada en siglo XIX, por eso quiero señalar que el suyo es, entre otras cosas, un trabajo arqueológico que desentierra o desempolva los escritos olvidados de varias escritoras casi ignotas hasta hoy, que interactuaron intensamente con las más conocidas pero también con los autores de los grandes clásicos nacionales y con los críticos de su tiempo (desde Quesada o Groussac, hasta Rojas o Cané). Pero esto no impidió que ellas fueran reiteradamente excluidas del canon literario, sin que este hecho estuviera necesariamente mediado por una valoración estética o literaria de las obras, sino por una mera perspectiva de época que trazaba una línea divisoria tajante entre los sexos, dejando a las mujeres escritoras casi afuera de la Historia. O bien en un lugar subsidiario, decorativo y “apartado” del resto. Vicens plantea y aborda de lleno esta cuestión sobre el final del libro, haciendo referencia a una conocida decisión de Rojas en su Historia de la literatura argentina, publicada entre 1917-22, donde recorta un pequeño staff de escritoras que agrupa en un un único capítulo destinado a ellas, en el marco de una obra en cuatro tomos en la primera edición. Pero, además, Rojas no fue el único en adoptar esta postura, advierte Vicens, y señala que Manuel Gálvez usó el mismo criterio cuando decidió escribir sus memorias, a pesar de estar casado con una escritora exitosa como Delfina Bunge.

Vicens cita al autor en un capítulo de los Recuerdos de la vida literaria, titulado, precisamente, “Escritoras”, donde dice lo siguiente: “Yo las aparto en este capítulo por comodidad. Y porque, como trato de las generaciones a medida que van pasando, incluir a las mujeres en esos grupos sería como “sacarles la edad” y no quiero incurrir en la descortesía para con ellas, sin contar con su enojo”. María Vicens cita más extensamente este fragmento y comenta: “La alusión a la coquetería femenina remite los comentarios sobre sus colegas mujeres al mundo del flirt y la frivolidad, excluyéndolas de los debates del campo intelectual y de cualquier posibilidad de un análisis de igual a igual”. Estoy de acuerdo: apartar, agrupar, confinar, excluir, minorizar, son esas las operaciones de la crítica en el siglo XIX y el XX, cuando de las mujeres escritoras se trata.

Pero qué aportan estos ejemplos a las reflexiones actuales sobre el rumbo de la crítica o de la vida cultural, podemos preguntarnos. ¿Y para qué sirven los libros de crítica literaria? E, incluso, yendo un poco más lejos, ¿cómo se junta la crítica o la literatura misma con la vida? Esta clase de interrogantes me interesan y estoy segura de que a la autora del libro también, porque abren pensamientos que dan sentido real o espesor al mettier que llena gran parte de nuestros días, a tan solo dos décadas de haberse iniciado el siglo XXI, es decir a cien años de la emergencia de esas escritoras que estudió María Vicens. En otras palabras: ¿cómo es la vida promedio de las autoras de hoy, de las novelistas o de las críticas literarias o de las poetas que desean no solo escribir, sino publicar o ser reconocidas o llegar a tener alguna cuota de éxito en su carrera profesional? Y aclaro que uso adrede este término –éxito–, que también utiliza Vicens en su ensayo, para explicar cómo, entrado el siglo XX, las mujeres empezaron a reclamar no solo el derecho a escribir y a emanciparse, sino a profesionalizarse. O sea que pensaban concretamente en obtener un público y en ganar prestigio y reconocimiento. Para ese momento, dice María, “ser autora implica ser original, saber manejarse en el mercado editorial y, ante todo, tener éxito, más allá de los géneros y los públicos interpelados”. Es más, “para profesionalizarse, hay que tener varios (éxitos)”, subraya Vicens analizando el caso de la escritora Garrido de la Peña, autora de Corazón argentino, publicado en 1932.

Entonces yo vuelvo a mi pregunta: la vida de las escritoras actuales, ¿cómo es?, ¿están/estamos realmente tan lejos o tan ajenas de aquellas prerrogativas, angustias o anhelos de las mujeres de otros tiempos? ¿Será cierto que las mujeres modernas o modernísimas o posmodernas, por así llamarnos, vivimos emancipadas, superadas o exentas de esa clase de coerciones y padecimientos que desvelaron a las escritoras de entresiglos? En un rápido vuelo de imaginación veo pasar, como en una pantalla de cine, a las trabajadoras de hoy, algunas entregadas por completo a la profesión o a la militancia, pero otras escriben todavía junto a la cuna del hijo o de la hija. Veo también a las que preparan la vianda o miran las tareas del cole mientras contestan los mails o ponen a punto la última bibliografía. A las que escriben sobre el aborto o sobre el cuerpo, en el puerperio o en la crianza de los hijos o en la vejez de la madre. Veo pasar a las mujeres que escriben. Pienso que la maternidad no ha dejado de ser uno de los temas cruciales que afectan la vida de las literatas, tengan o no tengan hijos, sea esto por decisión propia o por derivas que impone la vida. Así que me concedo una mirada personal a la panorámica de la memoria y traigo una anécdota de un día o de un rato cualquiera, en diálogo con la autora de este libro.

Llamo por teléfono a María Vicens para intercambiar ideas sobre la Historia feminista de la literatura argentina que estamos coordinando juntas, en estos últimos años arduos que abrió la pandemia. Me entero de que Julita está con fiebre y María no durmió, pero trabaja en el rato de sueño matutino de la nena, a las seis y media o siete, por más cansada que esté. Yo no tuve mejor suerte anoche, aunque mi hijo es un adolescente que sale de casa a la mañana para ir a la escuela o se encierra en su dormitorio para las clases en Zoom, pero ayer tampoco dormimos porque él estuvo descompuesto. Hablo con María por teléfono a las siete de la mañana, nos lamentamos un poco juntas y pienso que somos como dos grandes actrices comprometidas con un público invisible. El show debe seguir y el trabajo continuar. Hay que salir a escena para trabajar, pero en casa, donde la vida doméstica se junta inevitablemente con los papeles y los libros. Leyendo el que hoy presentamos no puedo dejar de pensar en estas cosas, de preguntarme en voz alta qué significan, todavía, el hogar, lafamilia, el famoso cuarto propio, en el 2022. ¿Cómo escriben las mujeres que escriben, un siglo después de los tiempos que analiza María Vicens en este libro? Quizá deba aclarar que en la UBA o en el Conicet no hay oficinas particulares para docentes o investigadores; si el departamento familiar es reducido, tampoco hay cuarto propio en el domicilio, con suerte hay computadoras y un montón de ruidos en la casa o en la calle de una ciudad empobrecida por las malas políticas y la virulencia del capitalismo mundial. Pienso que no estamos finalmente tan alejadas de la suerte de las célebres hermanas Brönte en su sala de Yorkshire. Ni tan exentas de la gracia o las pequeñas desgracias cotidianas que aquejaron por ejemplo a Manuela Villarán de Plasencia, redactora de prensa y poetiza, en su desesperado anhelo de escribir y tener familia. Dejemos que ella lo diga a su manera, ya que la suya es una de las voces que María reivindica en este libro:

Venga la pluma, el tintero,
Y de papel un pedazo:
Es preciso que comience
A escribir hoy un mosaico,
Pero tocan. ¿Quién será?
Suelto el borrador y salgo
Es un necio que pregunta
Si aquí vive don Fulano.
Vuelvo a mi asiento y escribo
Tres renglones. Oigo el llanto
De mi última pequeñita
Que reclama mis cuidados
Acudo a tranquilizarla
Ay con la pluma en la mano; […]
Vuelvo a mi empezado escrito,
Voy medio el hilo tomando…
Me sorprende una visita,
A saludarla me paro,
Los papeles se me vuelan
Y se cae el diccionario.
Por supuesto que me olvido
De lo que estaba buscando […]
Cumplo, pues, con mis deberes
Más allá de lo mandado.
Mi conciencia está tranquila
A pesar de mis trabajos;
Pero esta vida, lectora,
Que ves a vuelo de pájaro
Es lo que yo considero
Un verdadero mosaico
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No quise eludir la parte acaso más humana o más vivida, incluso personal y emocional, de este libro de María Vicens, porque entiendo que son este tipo de cosas las que animan los trazos de una buena investigación y definen el calor o la pasión de los libros. Lo personal es político, dice un viejo lema feminista. Pero lo personal se intercepta con lo colectivo, agregaría yo. Y el pasado con el presente, también, en un movimiento de ida y vuelta constante. Esta es nuestra ganancia y finalmente a esto quería llegar. Para decir que este libro que habla de un conjunto de mujeres que publicaron en la Argentina entre 1870 y 1910, poco más o menos, son fundamentales para seguir pensando en (y con) uno de los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género, precisamente, que revolucionaron en los últimos tiempos la manera de concebir la vida de las mujeres y las disidencias en sociedad. Esta fuerza ha sido tan poderosa que tomó las calles, las pantallas, las conversaciones y los libros. También es una fuerza que modifica leyes, genera polémicas, interviene en la guerra y en la paz, pero no es un hecho completamente nuevo, aislado, que irrumpe recién ahora en la cultura o la política, sino una marea que viene haciendo su trabajo sigiloso a lo largo de las décadas y en el pasaje de los siglos. Sabemos o imaginamos que las escritoras de hoy en día son parte de una historia que parece haber comenzado con voces resonantes como las de Alfonsina Storni o las Ocampo, mujeres que supieron hacerse un lugar y conseguir un reconocimiento. Ellas suelen ser vistas como “las primeras”, pero el libro de María Vicens recuerda que no fueron las únicas, sino que hay otras precursoras que habían hecho lo suyo con tácticas (o tretas) menos confrontativas, que las nuevas generaciones de escritoras desecharon (las famosas “tretas del débil”, expresión que apunta a la genealogía de la crítica). Dice María Vicens sobre el final del libro: “Lejos de identificarse con sus precursoras y alimentar esa repercusión del pasado, las escritoras argentinas modernas establecen un hiato con sus antecesoras, a la vez lejanas e inmediatas, y miran a su alrededor y al futuro para afirmarse en la escena literaria de su tiempo […]. La escritora moderna abre otra etapa en la historia literaria de las mujeres argentinas, pautada por nuevos tópicos, prácticas, marchas y contramarchas”. El libro de María explica este desarrollo. También repone vacíos, desarticula otras tácticas de olvido de la crítica, recupera y visibiliza una tradición, y en ese movimiento hace un aporte fundamental a los estudios críticos venideros. Creo que depara, además, muchos otros libros y estudios prósperos: más antologías que recuperan la obra de escritoras, nuevos trabajos de investigación, biografías y narrativas varias sobre personajes femeninos del pasado. También abona el camino para fundar una historia crítico cultural y literaria más inclusiva, que integre el feminismo actual con el pasado y sea capaz de movilizar el canon: un ejercicio que es siempre saludable, vivificante y promisorio para la literatura por venir.

Nuevas voces sobre la guerra. Malvinas en el cine de los años recientes

Por: Luciana Caresani

Imagen: Nosotras también estuvimos (Federico Strifezzo, 2021)

En consonancia con los 40 años de la guerra de Malvinas, en este ciclo de encuentros con cineastas y panelistas invitados buscamos indagar en los nuevos aportes y miradas que nos ofrece el cine de los años recientes sobre el tema. Se trata de un corpus fílmico producido por una nueva generación de jóvenes cineastas cuyas infancias y adolescencias se vieron en su mayoría atravesadas por la guerra. Cada semana del mes de abril estará dedicada a una película distinta.


Desde que tuvo lugar la guerra de Malvinas en el año 1982 entre la República Argentina y el Reino Unido, esta ha sido objeto de especial interés para el cine argentino de la posguerra hasta la actualidad. Si bien la mayor parte de los films sobre Malvinas suelen ser abordados desde la mirada del ex combatiente, en los últimos años han surgido películas que presentan nuevos relatos y voces sobre los hechos. Las historias de las mujeres y el conflicto armado, los familiares de ex combatientes, los habitantes de las islas, soldados que pelearon en el bando enemigo y que hoy reconstruyen sus memorias del ’82 junto a ex combatientes argentinos son algunos ejemplos que nos permiten abordar un relato más colectivo sobre la guerra.

En el primer encuentro presencial de este ciclo proyectaremos el film Buenas noches Malvinas (2020) y contaremos con la presencia de sus directores, Ana Fraile y Lucas Scavino. Este trabajo reconstruye los recuerdos de Dalmiro Bustos y Elena Noseda cuando su hijo mayor Fabián fue enviado a combatir a las Islas, junto a cientos de soldados conscriptos. A casi cuarenta años de los hechos, Dalmiro, Elena y sus dos hijos menores, Javier y María Elena, cuentan lo que no pudieron decir entonces, en un intento de ir tras las huellas de Fabián y poner en palabras las angustias y los dolores que aún permanecen. A su vez, el film reconstruye fragmentos del libro Crónicas de un soldado del año 2005 (escrito por el propio Fabián Bustos) y que en el film son narrados a través de la voz en off de Rafael Spregelburd junto con imágenes actuales del paisaje de las Islas Malvinas.

Buenas noches Malvinas (Ana Fraile y Lucas Scavino, 2020)

En el segundo encuentro del ciclo (en modalidad virtual como los encuentros siguientes) conversaremos con Federico Strifezzo sobre su documental Nosotras también estuvimos (2021). A su vez, contaremos con la presencia de Paola Ehrmantraut[1] de la Universidad de St. Thomas (Minnesota) y autora del libro Masculinidades en Guerra. Malvinas en la literatura y el cine (2013, Comunicarte). La película de Strifezzo se centra en la historia de Stella Morales, Ana Masitto y Alicia Mabel Reynoso. Ellas son tres de la catorce enfermeras Veteranas de Guerra de Malvinas pertenecientes a la Fuerza Aérea Argentina. Durante la guerra y siendo muy jóvenes, estas mujeres participaron en el conflicto bélico asistiendo a soldados heridos que provenían de las islas en un hospital móvil ubicado en Comodoro Rivadavia. Junto con personal médico, formaron parte de los vuelos al archipiélago para traer y asistir a los soldados heridos. Una vez finalizado el conflicto, buscaron a prisioneros de guerra para regresarlos al continente. Después de 37 años de silencio, estas mujeres vuelven a los mismos lugares en donde estuvieron durante los acontecimientos de 1982 para contar sus historias y recrear sus experiencias vividas.

En el tercer encuentro contaremos con la presencia de Edgardo Dieleke, Daniel Casabé y Julieta Vitullo, directores y guionistas del film La forma exacta de las islas. Además, contaremos con la presencia de Mariano Veliz (UBA) como comentarista invitado. La forma exacta de las islas, dirigida por Daniel Casabé & Edgardo Dieleke (2012), explora las Malvinas a partir de dos viajes. En el primero, en 2006, la joven investigadora argentina Julieta Vitullo viaja a las islas para terminar su tesis doctoral sobre la literatura y el cine producidos en torno a la guerra de 1982. El resultado de ese trabajo será el libro Islas Imaginadas. La Guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos (2012). En ese primer viaje Julieta conoce a Carlos Enriori y Dacio Agretti, dos ex combatientes argentinos que vuelven a las islas después de 25 años y, cautivada por sus experiencias, cambia los planes de su viaje y los filma durante una semana. En su segundo viaje, en 2010, Julieta regresa a Malvinas para darle sentido a un lugar que se ha vuelto demasiado personal. El documental recupera fragmentos de dos obras claves de la literatura sobre Malvinas: Los pichiciegos (1983) de Rodolfo Fogwill y Las islas (1998) de Carlos Gamerro. Aparecen también los diarios de viaje de Charles Darwin, los diarios de Julieta y fragmentos del libro Islas imaginadas. Y el punto más interesante del film es que, además de contar con una protagonista femenina, recoge testimonios de isleños y de otros personajes cuyas historias se relacionan por la experiencia común del duelo y el espacio de las islas.

Teatro de guerra (Lola Arias, ©Gema Films, 2018)

Finalmente, en el último encuentro del ciclo contaremos con la presencia de Lola Arias para conversar sobre su película Teatro de guerra (2018)[2] junto a Erika Teichert (Universidad de Liverpool[3]) y Cecilia Sosa (Universidad de Nottingham[4]). Los protagonistas del film son un grupo de soldados sin formación profesional como actores que pelearon en Malvinas tanto del bando argentino (Rubén Otero, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo) como del lado inglés (los ingleses Lou Armour y David Jackson junto con el gurka nepalés Sukrim Rai). El objetivo principal: reunir en un proyecto artístico, más de treinta años déspués, a quienes pelearon en bandos contrarios para que reconstruyan juntos sus memorias de la guerra de 1982. El film, que destaca por una calidad estética novedosa entre el género documental y la ficción, no reivindica la guerra en un tono triunfalista. Tampoco reconstruye una épica en torno a la figura del soldado ni ingresa en la dicotomía de los veteranos como héroes o perdedores, víctimas o victimarios. Carece de un tono solemne, se permite momentos de humor y de sátira política. Y si bien el conflicto latente por el tema de la soberanía es mencionado, marcando las diferentes posturas entre los protagonistas, la obra no se compromete con estos antagonismos. La obra de Lola Arias expone las fragilidades en los relatos de los ex combatientes, la falta de entrenamiento militar, el hambre y el frío al que estuvieron expuestos los veteranos argentinos, los traumas de guerra que vivieron todos los veteranos a ambos lados del conflicto y las dificultades que tuvieron para lidiar con ello a lo largo de los años.

Coordinación general: Luciana Caresani

Organiza: Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM)

El primer encuentro del ciclo se realizará en forma presencial en sede Volta (Av. Pres. Roque Sáenz Peña 832), y el resto en modalidad virtual con transmisión en vivo por el canal de Youtube de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM).

https://www.youtube.com/channel/UCoIoxh0rLnJLNkqn1WKFRbQ


CRONOGRAMA  

JUEVES 7 DE ABRIL – 18 hs. (Presencial)

“Buenas noches Malvinas” (2020)

Proyección del film y conversatorio con los directores

Con Ana Fraile y Lucas Scavino (directores)

Comenta: Luciana Caresani (CONICET – UNSAM)

MARTES 12 DE ABRIL – 18 hs. (Virtual)

“Nosotras también estuvimos” (2021)

Conversatorio con el director

Con Federico Strifezzo (director)

Comenta: Paola Ehrmantraut (University of St. Thomas. Autora del libro Masculinidades en Guerra. Malvinas en la literatura y el cine)

JUEVES 21 DE ABRIL – 18 hs. (Virtual)

“La forma exacta de las islas” (2012)

Conversatorio con los directores

Con Edgardo Dieleke, Daniel Casabé (directores) y Julieta Vitullo (co-guionista. Autora del libro Islas Imaginadas. La Guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos)

Comenta: Mariano Véliz (UBA)

JUEVES 28 DE ABRIL – 16 hs. (Virtual)

“Teatro de guerra” (2018)

Conversatorio con la directora

Con Lola Arias (directora)

Comentan: Erika Teichert (University of Liverpool) y Cecilia Sosa (Universidad de Nottingham).


[1] Paola Ehrmantraut es directora del Programa de Estudios de la Mujer, Género y Sexualidad en la Universidad de St. Thomas (Minnesota) y miembro ejecutivo de la American Men’s Studies Association. Entre otros de sus trabajos, caben destacarse: “Heroísmo y masculinidad democrática en la Nueva Narrativa Argentina”, en Heroicidades latinoamericanas: el lugar de las utopías del siglo XIX a nuestros días. Eds. Dr. Sarah Moody, Mónica González García, and Astrid Santana Fernández de Castro. Forthcoming; “Impresiones de un natural nacionalista” o cómo desactivar la causa Malvinas (nada más, ni nada menos)”, en Todos los mundos posibles: una geografía de Daniel Guebel. Brigitte Adriaensen and Gonzalo Maier Eds. Rosario, Argentina: Beatriz Viterbo Editora, 2015. 193-206; “Tengo mis cicatrices, aunque de otras guerras: la guerra de Malvinas desde una perspectiva femenina”, en Confluencia 31.1 (Fall 2015): 56-66.

[2] Este primer trabajo de la artista como cineasta forma parte de un proyecto de cinco años en donde Arias trabajó exclusivamente con ex combatientes de Malvinas: la video instalación Veteranos (2014),  la pieza teatral Campo minado (2016), el libro bilingüe Minefield/Campo minado (2017) -editado por la editorial londinense Oberon Books- y finalmente Teatro de guerra, estrenada en 2018.

[3] Erika Teichert es autora, entre otros trabajos, del artículo: “Lola Arias’ Campo minado/ Minefield (2016): Exploring Dramatherapy in Documentary Theatre”, en Bulletin of Hispanic Studies, Liverpool University Press, Volume 97 (2020), Issue 10: 1031-1046.

[4] Cecilia Sosa ha abordado la obra de Lola Arias y Malvinas en numerosos escritos, entre los que se destacan: “Campo minado/Minefield: War, affect and vulnerability – a spectacle of intimate power”, en Theatre Research International, vol. 42 (2017), no. 2: 179-189; “Lola Arias: Expanding the real”, en No More Drama, Dublin: Project Press (2011): 45-57.

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La violación colectiva como doctrina: cruces entre ficción y realidad en dos cuentos de Silvina Ocampo y Clarice Lispector

Por: Andrea Zambrano

Imagen: Rocío Montoya

Con motivo de este #8M, Andrea Zambrano reflexiona sobre el papel de la ficción para visibilizar situaciones de violencia a la que están sometidas las mujeres y diversidades. Para eso, aborda los cuentos “Las vestiduras peligrosas” (1970) de Silvina Ocampo y “La jeringoza” (1974) de Clarice Lispector. Zambrano propone, al respecto, que, al tematizar sobre la violencia sistemática e institucionalizada contra las mujeres, esas escritoras abren con sus ficciones un lugar de enunciación posible para los sujetos invisibilizados por la ley.


“Joven violada y asesinada en un tren por dos hombres”. “Una patota de jóvenes violó a una muchacha a las tres de la mañana en una calle oscura”. “Seis hombres violaron a una joven en un barrio turístico a plena luz del día”.

El mismo desenlace. La misma víctima. Los mismos victimarios. La similitud entre los tres titulares descritos con anterioridad radica en el mismo modus operandi ejercido por un mandato de masculinidad sistemático e impune que desde siempre ha pretendido relegar a la mujer al lugar de la subordinación. ¿La diferencia? Los dos primeros fueron extraídos de textos de ficción y aún así, lamentablemente, conviven fácilmente con el tercer titular que hace referencia a la violación grupal ocurrida en el barrio de Palermo, Argentina, un par de días atrás. 

El primer titular pertenece al cuento “La jeringoza” (1974) de la escritora brasileña Clarice Lispector. Su protagonista, Cidinha, lo lee temblorosa en la tapa negra de un períodico que compró en alguna esquina de Copacabana a donde había llegado después de viajar en tren desde Minas Gerais. Su consternación se debía a que la joven del titular, con quien se había topado en una estación días antes, pudo haber sido ella misma. En su viaje en tren sucedido un par de días atrás, la actitud de dos hombres que se le habían sentado justo al frente la hicieron sentir alterada e intranquila: “Dios mío, ¿qué es lo que quieren de mí?», se preguntó. «No tenía respuesta. Y para colmo era virgen.”. Si bien fingió no entender la conversación sostenida por los hombres, Cidinha pudo confirmar que la intención de ambos era violarla y matarla en caso de resistirse. Inmediatamente comenzó actuar de forma sensual, levantándose la falda y abriéndose el escote: “si yo finjo que soy una prostituta, ellos desistirán, no les gustan las vagabundas.”. Los hombres se espantaron. Aquella maniobra logró salvar a Cidinha. Por el contrario, aquellas que siguen pareciendo vulnerables no corren con la misma suerte. 

El segundo titular pertenece al cuento “Las vestiduras peligrosas” (1970) de la escritora argentina Silvina Ocampo. Piluca, la voz narradora, lo leyó en el diario aquella mañana cruel en la que se enteró del trágico destino que alcanzó a Artemia, la mujer para quien trabajaba como modista y por quien llora como una magdalena cada vez que la recuerda. Artemia dibujaba vestidos extravagantes con escotes provocativos y le pedía a Piluca que se los cociera para usarlos al salir por las noches. Pero cada mañana siguiente al uso de estos excéntricos atuendos, Artemia amanecía demacrada y deprimida al enterarse que otras muchachas de otros lugares del mundo habían sido violadas por usar una copia exacta de sus vestidos. Piluca no podía entender por qué la causa de las lágrimas de Artemia fuera algo tan banal como la rabia de sentirse copiada, como si la tragedia que persiguió a esas muchachas fuera algo de envidiar. Una noche, Piluca le aconsejó salir vestida con pantalón y camisa de hombre: “una vestimenta sobria que nadie podía copiarle (…) En mala hora me escuchó.”. Esa madrugada una patota de hombres no solo violó a Artemia, sino que además la acuchillaron por tramposa.

El tercer titular pertenece al plano de lo real. Lo leímos temblorosas, llorando como magdalenas lágrimas de dolor, de bronca, de hartazgo, de miedo. El pasado 28 de febrero seis hombres violaron a una joven de 20 años dentro de un auto en un barrio turístico de la capital a plena luz del día. La rescataron lxs vecinxs de la zona, quienes notaron que en el interior del auto había una chica fuera de sí, tirando manotazos como podía en señal de defensa. No sabemos su nombre, pero bien podría ser el mío, el tuyo, el de ella. Son incontables los titulares como estos que lamentablemente seguimos leyendo y que no son más que un síntoma de la opresión institucionalizada ejercida hacia las mujeres, acompañada de la impunidad judicial existente en las denuncias de abuso. 

Varones que moralizan: intolerancia al deseo femenino  

La violación colectiva como patrón que se repite en los tres titulares, se presentan, en palabras de la antropóloga y académica Rita Segato, como un acto de poder que moraliza y castiga. Un acto de poder ejercido por grupos de varones (ni desviados, ni enfermos, ni manadas de animales) que se disfraza de deseo sexual pero que en realidad es el deseo de colonización, adoctrinamiento y disponibilización del cuerpo de la mujer. Segato trae el término de corporación masculina para explicar el accionar de estos varones que operan en complicidad organizacional para seguir sellando de manera contínua ese pacto de obediencia servil mutua con el que históricamente se construyeron las relaciones masculinas.

Lo primero que le preocupa a Cidinha cuando le invade el terror en el tren hacia Río, es el temor de perder ese símbolo valioso para la sociedad como lo es su virginidad, o bien, en términos de Segato, el miedo a ser moralizada mediante la colonización de su cuerpo/territorio. El destino de Artemia, por su parte, no solo fue vivir la vejación de su cuerpo mediante la violación, sino además ser adoctrinada con la injuria a su propia existencia al intentar desempeñar un rol distinto al que le correspondía.

¿Qué es entonces lo que desea Artemia? ¿Por qué Cidinha logra salir ilesa? La paradoja planteada en ambas historias radica en que ni las vestiduras sugerentes de Artemia ni las actuaciones sensuales de Cidinha provocan el deseo masculino. Es justamente lo contrario: lo inhiben. El deseo masculino de dominación no soporta a las mujeres que desean y, a pesar que hoy el placer sexual es más accesible que en ningún otro momento histórico, dan nauseas con tal de ganar una pulseada en donde el otro cuerpo no importa o importa solo para dominarlo

En diálogo con la teoría del género performático de la filósofa feminista, Judith Butler, en la que afirma que el género se produce como una repetición de convenciones sociales impuestas por la heterosexualidad hegemónica, cada performance de Artemia y Cidinha las muestra como sujetos deseantes en el ámbito público, lo que pone en evidencia el mecanismo seductor de captar el deseo del otro como espejo o reconocimiento del suyo propio. 

Ficciones que visibilizan

Pensar los nudos que se tejen entre ficción y realidad conduce al diálogo con Jacques Rancière y su afirmación sobre la posibilidad política que tiene el arte de reconfigurar la percepción social de la realidad (que no es más que esa unicidad, ese fragmento de lo real que nos es dado como lo común), así como la capacidad política de crear sujetos colectivos mediante prácticas de visibilidad. Podemos, bajo esta lógica, entender a los personajes de ambos cuentos como representaciones de sujetos situados fuera del espacio de lo común, que son tomados como objetos en las ficciones construidas por Ocampo y Lispector en tanto y en cuanto pertenecen al plano de lo real. 

Así, el uso de la ficción artística creadora de mujeres víctimas como Cidinha y Artemia le permite a la literatura hacerse de la función política de visibilizar sujetos colectivos dominados, y a la vez socavar ese falso consenso de lo reallo común– en donde las violaciones ocurridas en trenes, calles o autos, en la noche oscura o a plena luz del día, se mantienen consciente y sistemáticamente al margen de la agenda de discusión política. Al tematizar sobre la violencia sistemática e institucionalizada contra las mujeres, Silvina y Clarice abren con sus ficciones un lugar de enunciación posible para los sujetos invisibilizados por la ley.

Más que nunca e igual que siempre: movilización urgente

Con motivo del 8M, y profundamente movilizadxs por el reciente caso de violación grupal en Palermo, que no hizo sino confirmar la impunidad sistemática que constantemente nos violenta a las mujeres y disidencias, publicamos a continuación los dos cuentos de Ocampo y Lispector analizados en este texto. 

Nada tuvo que ver la actitud de Cidinha, ni los vestidos de Artemia, ni lo que dijo o hizo la chica de 20 años abusada en Palermo. No es lo que hicieron o dejaron de hacer ellas, sino lo que le hicieron a ellas. Este 8M la cita es de vuelta en las calles para seguir gritando BASTA de las patotas de violadores, de los femicidas, de la justicia impune, del silencio cómplice. Las consignas construidas desde 2015 por una marea colectiva harta de vivir con miedo, siguen hoy más vigentes que nunca:

#YoTeCreoHermana #VivasNosQueremos #NiUnaMenos


«La jeringoza», Clarice Lispector

Traducción: Gonzalo Aguilar

Maria Aparecida –Cidinha, como la llamaban en casa– era profesora de inglés. Ni rica ni pobre: sobrevivía, pero se vestía con esmero. Parecía rica. Hasta sus valijas eran de buena calidad.
Vivía en Minas Gerais e iba a ir a Río en tren a pasar tres días para enseguida tomar el avión a Nueva York.
Era muy requerida como profesora. Le gustaba la perfección y era afectuosa, aunque severa. Se quería perfeccionar en los Estados Unidos.
Tomó el tren de las siete para Río. Qué frío hacía. Y ella con un saco de gamuza y tres maletas. El vagón estaba vacío, había sólo una viejita durmiendo en un rincón bajo su chal.
En la próxima estación subieron dos hombres que se sentaron en el asiento que estaba en frente al asiento de Cidinha. Tren en marcha. Uno de ellos era alto, delgado, de bigotito y mirada fría; el otro era bajo, barrigón y pelado. Ellos miraron a Cidinha. Esta desvió la mirada y miró por la ventana del tren.
Había malestar en el vagón. Como se hiciese demasiado calor. La joven inquieta. Los hombres en alerta. Mi Dios, pensó la joven, ¿qué es lo que quieren de mí? No tenía respuesta. Y para colmo era virgen. ¿Pero por qué, por qué había pensado en su propia virginidad?
Entonces los dos hombres comenzaron a hablar uno con otro. Al principio Cidinha no entendió nada. Parecía una broma. Hablaban demasiado deprisa. Y el lenguaje le pareció vagamente familiar. ¿Qué lengua era esa?
De repente se dio cuenta: ellos hablaban a la perfección la jerigonza. Así:
¿Tepe fipijaspastepe enpe lapa chipicapa boponipitapa?
Yapa vipi tupudopo. Espe linpindapa. Popodepemospos topomarparlapa.
Querían decir: ¿te fijaste en esa chica bonita? Ya vi todo. Es linda. Podemos tomarla.
Cidinha fingió no entender: entender sería peligroso para ella. Esa lengua era la que ella usaba cuando era niña para defenderse de los adultos. Los dos continuaron:
Quieperopo apagaparrarpar apa lapa chipicapa. ¿Ypi vospos?
Tampambiénpén. Vapa apa serper enpe elpe tupunelpel.
Querían decir que iban a agarrarla en el túnel… ¿Qué hacer? Cidinha no lo sabía y temblaba de miedo. Ella apenas se conocía. Además, nunca se había conocido por dentro. En cuanto a conocer a los otros, ahí era entonces que empeoraba. ¡Te pido ayuda, Virgen María! ¡ayuda! ¡ayuda!
Sipi sepe repesispistepe, popodepemospos mapatarparlapa.
Si se resiste podían matarla. Era así entonces.
Conpon unpun pupuñalpal. Ypi ropobarparlepe.
Matarla con un puñal. Y podían robarle.
¿Cómo decirles que no era rica, que era frágil y que cualquier gesto la mataría? Sacó un cigarrillo de la cartera para fumar y calmarse. No sirvió. ¿Cuándo era el próximo túnel? Tenía que pensar deprisa, deprisa, deprisa.
Entonces pensó: si finjo que soy prostituta, ellos van a desistir, no les gustan las viciosas.
Entonces se levantó la pollera, hizo gestos sensuales –ni sabía que sabía hacerlos, tan desconocida era para sí misma–, se abrió los botones del escote y dejó sus senos medio a la vista. Los hombres de repente se espantaron.
– Espetápá lopocapa.
Está loca, querían decir. Y ella contoneándose que ni sambista de morro. Sacó de la cartera el lápiz labial y se pintó exageradamente. Comenzó a canturrear.
Entonces los hombres comenzaron a reírse de ella. Le encontraban gracia a la locura de Cidinha. Está desesperada. ¿Y el túnel?
Apareció el guardia del tren. Vio todo. No dijo nada, pero fue al maquinista y le contó. Este dijo:
– Vamos a solucionarlo: la voy a entregar a la policía en la primera estación.
Y la próxima estación llegó.
El maquinista descendió, habló con un soldado llamado José Lindalvo. José Lindalvo no era de bromear. Subió al vagón, vio a Cidinha, la agarró con brutalidad por el brazo, tomó como pudo las tres maletas y descendieron.
Los dos hombres estaban a las carcajadas.
En la pequeña estación pintada de azul y rosa estaba una joven con una maleta. La miró a Cidinha con desprecio. Subió al tren y éste partió.
Cidinha no sabía cómo explicarle al policía. La jerigonza no tenía explicación. Fue llevada al calabozo y allá fichada. La llamaron con los peores nombres. Y pasó en la celda tres días. Le dejaban fumar. Fumaba como una loca, tragando, pisando el cigarrillo en el piso de cemento. Había una cucaracha gorda arrastrándose por el piso.
Al final la dejaron partir. Tomó el primer tren hacia Rio. Se había lavado la cara, ya no era más una prostituta. Lo que la preocupaba era lo siguiente: cuando esos dos habían hablado de violarla, había tenido ganas de ser violada. Era una descarada. Soypoy upunapa puputapa. Era lo que había descubierto. Cabizbaja.
Llegó a Río exhausta. Fue a un hotel barato. Se dio cuenta enseguida de que había perdido el avión. En el aeropuerto compró el pasaje.
Y andaba por las calles de Copacabana, desgraciada ella, desgraciada Copacabana.
Fue entonces en la esquina de la calle Figueiredo Magalhães que vio el kiosco de revistas. Y colgado allí el periódico O Dia. No sabría decir por qué lo compró.
En titulares negros estaba escrito: “Joven violada y asesinada en el tren”.
Tembló toda. Había sucedido, entonces. Y con la joven que la había despreciado.
Se puso a llorar en la calle. Arrojó el maldito diario. No quería saber los detalles. Pensó:
Apasípí espes. Elpe despestipinopo espes impimplaplacapableple.
El destino es implacable.

«Las vestiduras peligrosas», Silvina Ocampo.

Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia. Me decía:
—Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.

Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido. Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.

Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula. Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada.

Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.

La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas.
—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad.
—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo.

Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
—¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
—¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien —exclamó sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése? No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.

El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible. Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir. Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.

Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban. En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios: una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.


[1] Segato, Rita. Femi-geno-cidio como crimen en el fuero internacional de los Derechos Humanos: el derecho a nombrar el sufrimiento en el derecho. 2016.

[2] Peker, Luciana. La violación colectiva en Palermo es un síntoma de la impunidad judicial en las denuncias de abusos sexuales (Nota Infobae). 2022.

[3] Butler, Judith. El género en disputa. 2001

[4] Zapata Mónica. Breves historias de género: las feminidades tramposas de Silvina Ocampo. 2005.

[5] Rancière, Jacques (2000). La división de lo sensible: estética y política. 2000.

Desamparo e invención de lo real. Una literatura argentina más allá del AMBA

Por: Laura Aguirre

A partir de la conversación iniciada en el taller “Más allá del obelisco: narrativa reciente del litoral y el noroeste. De Orlando Van Bredam a Mariano Quirós, continuidades y rupturas”, coordinado por Nahuel Paz para la Revista Transas, Laura Aguirre reflexiona en este ensayo sobre la narrativa argentina producida a partir del 2001 en distintas regiones del país.


Agradezco a mis compañeros y compañeras del taller y a Nahuel Paz por el intercambio generoso.

A Revista Transas por la invitación.

Mi propósito es retomar una conversación iniciada en el taller “Más allá del obelisco: narrativa reciente del litoral y el noroeste. De Orlando Van Bredam a Mariano Quirós, continuidades y rupturas”, coordinado por Nahuel Paz de Revista Transas, y realizado durante los meses de agosto y septiembre de 2021. Teniendo como horizonte la discusión sobre los límites de la literatura argentina, el programa incluyó novelas y cuentos que se producen y circulan más allá de la frontera del AMBA: La música en que flotamos de Orlando Van Bredam (2009), Víspera negra de José Gabriel Ceballos, Algo en el aire de Jorge Paolantonio (2004), El montaje obsceno de Claudio Rojo Cesca (2018), La luz mala dentro de mí de Mariano Quirós (2014) y Tres truenos de Marina Closs (2019). Las obras no solo tienen en común la relación de pertenencia de sus escritores/as con distintas provincias del Litoral, Noroeste y Noreste de Argentina, sino también un gesto singular: el de narrar la experiencia del desamparo.

¿Por qué el desamparo? Podríamos ampliar largamente la lista de textos que inventan una literatura a partir de la experiencia del desamparo. Pero aquí además del guiño a Teoría del desamparo de Orlando Van Bredam– nos referimos concretamente a la experiencia de abandono, de orfandad, protagonizada por los argentinos y las argentinas que sobrevivimos a las crisis del fin del siglo XX desde nuestras provincias. En estos lejanos lugares, situados más allá del obelisco, la crisis económica, política y cultural arrasó con las condiciones básicas para una vida digna. Si las consecuencias fueron devastadoras en el centro económico del país, imaginemos cuánto más impactaron en las regiones históricamente relegadas por los distintos gobiernos nacionales. (Pero hasta aquí el lamento, que sirve menos para pensar que para continuar con el estigma de la marginalización y estirar la historia sin fin del centro/periferia.)

Literatura argentina, poscrisis y nuevos realismos

¿Cómo repercuten en la literatura argentina los cambios de los 90, el corte que impone la crisis de 2001 y la recuperación durante la poscrisis? ¿Qué hacen las y los artistas con tanto para decir?

Los tres últimos momentos de la historia argentina –los 90, el 2001 y la poscrisis– impactan fuertemente en la escena socio-cultural y transforman el espacio urbano: en la ciudad de Buenos Aires surgen nuevos barrios, nuevas villas, se crean múltiples shoppings, crecen las instituciones culturales (ver Poscrisis. Arte argentino después del 2001 de Andrea Giunta). Cambian los modos de relación del sujeto con el espacio, los consumos culturales, las posibilidades de pensar e imaginar lo real. Cambian las condiciones y los materiales para producir arte. Cambian las historias, los personajes, los paisajes.

En los inicios de esta transformación cultural emerge una nueva narrativa que juega con los límites de la representación. “Si hasta entonces –dice Silvia Saítta–, la narrativa adscribía a la representación realista, en los noventa se inauguran modos de representación alejados de los procedimientos realistas pero que aun así dan cuenta de la sociedad en la que se inscriben” (La narración de la pobreza en la literatura argentina del siglo veinte, 2006). Entre los y las artistas que participan de las convenciones del “nuevo realismo”, no hay pretensión de crear una ilusión de realidad, un reflejo, sino más bien la intención de responder al problema de cómo lograr con el lenguaje la irrupción de lo real.

Surge, así, una estética realista, con procedimientos renovados y una lógica de representación distinta. ¿Qué elementos de la realidad toma este nuevo realismo? La experiencia de habitar “la gran ciudad” se convierte en material de escritura para las/los artistas. En 2001, por dar un ejemplo, se publica La villa de César Aira, una novela que trata sobre el fenómeno villero, pero desde una óptica que vuelve extraño el espacio. Las obras trabajan con ciertos elementos de la realidad, pero no para representarla fielmente, sino para decir otra cosa.

La crítica literaria –contemporánea a esta nueva literatura– enfoca la mirada en el problema del realismo. La publicación de El imperio realista, dirigido por María Teresa Gramuglio (2002), promueve un intenso debate. Este volumen de la Historia crítica de la literatura argentina de Noé Jitrik da lugar a una polémica en torno a las relaciones entre el concepto de realismo y las posibilidades de escritura del presente. En la discusión participan María Teresa Gramuglio, Beatriz Sarlo, Graciela Speranza, Martín Kohan, Sandra Contreras, Miguel Dalmaroni, Analía Capdevila, entre otros/as. Las intervenciones críticas que derivan de la discusión renuevan el modo de leer la tradición literaria argentina, a la vez que crean y sistematizan un nuevo relato de la historia de la literatura argentina. En este relato –y aquí regresamos a nuestro tema– la crítica literaria dibuja un mapa que, si bien considera algunas figuras importantes de las regiones (como Héctor Tizón y Juan José Saer), es ocupado principalmente por obras y autores que pertenecen y circulan en el centro del país.

Nuevos ¿realismos? en las regiones

¿Qué pasa cuando al mapa de la literatura argentina le agregamos un conjunto de obras producidas más allá del AMBA? ¿Las obras de Marina Closs, Mariano Quirós, Orlando Van Bredam, José Gabriel Ceballos, Jorge Paolantonio, Claudio Rojo Cesca, dialogan con las nuevas claves de lectura del realismo?

Las obras de estos/as autores/as no solo están vinculadas a distintas regiones de Argentina por los lugares de procedencia de sus creadores/as. La música en que flotamos de Orlando Van Bredam (2009), Víspera negra de José Gabriel Ceballos, Algo en el aire de Jorge Paolantonio (2004), El montaje obsceno de Claudio Rojo Cesca (2018), La luz mala dentro de mí de Mariano Quirós (2014) y Tres truenos de Marina Closs (2019), son narraciones en las que se exploran y representan espacios particulares: la ciudad de provincia, el pueblo y el monte.

Las obras dialogan con una realidad tanto geográfica como cultural y simbólica. Aparecen en ellas representados distintos sitios de Misiones, Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, Catamarca, Formosa, Entre Ríos, y también ciertos elementos culturales relacionados con esos territorios. Otro dato importante es todas se escriben y publican post 2001, con lo cual la temporalidad es un criterio clave para la lectura. Así, desde un espacio propio y una temporalidad compartida, las obras entablan una conversación sobre una experiencia ligada al desamparo y a la pérdida del “centro”.

Esta literatura ofrece respuestas estéticas originales a la tensión centro/periferia. En ella encontramos un tono, un lenguaje y escenarios distintos, y una lógica de representación propia de los nuevos realismos. La experiencia del desamparo se expresa en la subjetividad de unos personajes a los que no les queda otra que convivir con la vastedad y el silencio del monte; con los tabúes, la violencia y la moral religiosa del pueblo; con la enfermedad, la discriminación y falta de recursos; con el desplazamiento de un espacio a otro en busca de mejores condiciones de vida; con la experiencia de desarraigo; con las promesas de un progreso que nunca llegó o que llegó a medias.

Víspera negra del correntino José Gabriel Ceballos, publicada en 2003, cuenta la historia previa a la inauguración de un leprosario ubicado en la Isla del Cerrito, Chaco, en marzo de 1939. Sus personajes son seres desplazados, estigmatizados por la enfermedad, desahuciados, segregados. La isla y el proyecto del leprosario son espacios de disputa política, en la que priman intereses individuales y mezquinos por sobre la gestión de una solución al problema colectivo. La obra, a través de la exploración y reinvención del hecho histórico, interroga los límites de la política local/nacional y el rol del Estado en la gestión de soluciones.

La luz mala dentro de mí (2014), del chaqueño Mariano Quirós, reúne nueve cuentos protagonizados por unos personajes que en su mayoría son niños, adultos (un tanto aniñados), seres sobrenaturales o criaturas del monte. El tono juega con la mirada infantil e inocente del mundo. Incluido en la antología, “Lobisón de mi alma” trata sobre una familia de lobisones que huye de la pobreza y se traslada del monte a la ciudad. La perspectiva de la narración es la de un niño lobisón, quien se relaciona con el espacio rural y urbano de modo singular. La nueva vida en la ciudad oscurece y trastorna su mirada tierna. Durante toda la narración, el personaje rememora su vida pasada en el monte y se identifica con él, pero a la vez la ciudad es el lugar que libera sus instintos y le permite redefinir su autoimagen: “Soy un lobisón y tengo veneno en el alma”.

“No sabemos nada de la chueca” es un cuento incluido en Montaje obsceno, publicado en 2018, y pertenece al santiagueño Claudio Rojo Cesca. Los personajes son dos varones criados en la soledad y hostilidad del campo. Hay frases que condensan la percepción del espacio: “Y hace cuanto no pasa la bicicleta del diarero por este hueco del mundo”. En este hueco del mundo, que castiga y contiene, está latente la posibilidad de que algo terrible pueda ocurrir. El más joven, Estevenzuela, cierto día camina hacia el “monte espeso” y se encuentra con el cadáver de una mujer, “la Chueca”. Su fantasma lo persigue y lo perturba hasta el final.

«Vivir en un pueblo era cosa no siempre envidiable. Pero vivir en ese pueblo que además se decía capital de provincia resultaba, para Cristina, casi un martirio”. Algo en el aire del catamarqueño Jorge Paolantonio (2004) narra la tragedia de vivir en el pueblo. La novela cuenta la historia de unos personajes que se salen de la norma y se enfrentan a lo políticamente correcto, a la “moral del buen vecino/a”. Un personaje singular es Osvaldo Soiffer, un fanático del nazismo que viene de Buenos Aires y que rompe la aparente armonía del lugar al tener relaciones sexuales con Cristina (llamada “la Cotona”), y al enamorarse de una adolescente. El pueblo es el pequeño lugar donde se tejen y aglomeran todos los escándalos.

Tres truenos de la misionera Marina Closs (2019) reúne tres cuentos. Cada historia es protagonizada y contada en primera persona por una mujer que “viene de otra parte”. Me detengo en “Cuñataí o de la virginidad”, protagonizado por Vera Pepa, una mujer mbyá guaraní que se traslada de la aldea al pueblo y pasa sus días mendigando. En el monte, sobrevive a la violencia machista entre los aldeanos. En el pueblo, sobrevive a la violencia y a la discriminación. Sin queja, su mirada tranquila se enlaza con el monte: “Tenía el monte como un ojo fijo, puesto enfrente de mi mirada”; “Se ve que mi ojo mira el monte y se acuerda de algo”.

La música en que flotamos (2009) es una novela de Orlando Van Bredam, escritor entrerriano-formoseño. “Recordó la frase: la muerte es la mayor de todas las emociones por eso se la reserva para el final”: así comienza la historia protagonizada por un profesor de literatura que regresa a su provincia natal luego de enterarse de que está muy enfermo. El personaje rememora momentos de una vida cargada de frustraciones. La pulsión de una muerte inminente remueve los recuerdos y los pensamientos del personaje que divagan en un intento por comprender qué hubiera sido diferente “si…”. ¿Qué le queda a un hombre viejo, solitario, enfermo, cansado, sino los recuerdos, sino la nostalgia? Cada mañana, este señor, impulsado por un intenso deseo y sin saber muy bien qué busca, asume el costo físico de despertar. Quiere despertar. Como si fuera una misión importante, cada mañana camina por el pueblo. Observa lugares, sabores, sensaciones, y recuerda. Como si fuera él mismo su propio objeto de investigación, explora el espacio y evoca los restos el pasado. Así opera la narración: del presente al pasado, de lo observado al recuerdo. Cuando el personaje camina por las calles de Villa Elisa, Entre Ríos, recuerda también las calles que guarda en su memoria. Mira al azar alguna casa y fantasea: “Si hubiera vivido aquí, (…) ¿todo hubiera sido distinto? ¿o no? ¿Era posible modificar su situación cambiando sólo de lugar?”.

En este ligero recorrido encontramos una serie de elementos recurrentes que invitan a seguir pensando. Las historias están protagonizadas por sujetos lisiados, quebrados, atravesados por la experiencia del desamparo. Las referencias a distintos sitios de las regiones configuran un espacio imaginario propio: el monte, el pueblo, la ciudad de provincia. Estos lugares castigan, violentan y expulsan, pero también reciben, contienen y ofrecen modos alternativos de habitar el mundo. Aparecen, en algunas historias, elementos mágicos o sobrenaturales (el fantasma de la mujer, el lobisón) que, en vez de definirse en oposición a un orden racional o normal, forman parte de la percepción de lo real que ofrece la obra.

El tono, con algunas variaciones, llama la atención. Contrariamente a lo que podríamos imaginar, no se remarca con resentimiento la tensión entre “el centro” y “las provincias”. No hay drama, no hay una excesiva evocación sentimental ni grito provinciano–un tono que encuentra Sandra Contreras (1997) en La piel de caballo del entrerriano Ricardo Zelarayán–. Lo que sí hay es un tono de nostalgia, tranquilo, que reafirma el vínculo del sujeto con el mundo desde la experiencia de habitar y transitar el pueblo, la ciudad y el monte.

Con todos estos elementos, ¿podemos decir que en las regiones se configuran otras variaciones del realismo? Pareciera que se replica la lógica del nuevo realismo porque las obras responden a la pregunta de cómo lograr con el lenguaje la irrupción de lo real, pero también hay una toma de distancia respecto del centro y un lenguaje (un tono, unos procedimientos, unos espacios) que es radicalmente otro. Quizá las claves del realismo, revisado por la crítica contemporánea y revisitado por la literatura argentina (central), no sean del todo suficientes. La narrativa reciente producida en las regiones nos interpela e indica que es necesario empezar a leer de otro modo. Ampliar el corpus de la literatura argentina, entonces, sería el camino necesario para permitir que los textos literarios nos develen sus propias formas de inscripción e irrupción de lo real.

Perdernos en el mapa

El panorama que trazamos no es, desde luego, el único modo de acercarnos a la literatura argentina de las regiones. Actualmente contamos con trabajos de diversas investigadoras/es de universidades nacionales que se ocupan del tema –ver el estado de la cuestión que ofrece el libro Regionalismo literario: historia y crítica de un concepto problemático, dirigido por Hebe Molina y Fabiana Varela–. Los modos de leer son variados y el conjunto de obras que se nos escapa es demasiado amplio y diverso (podemos constatar esto en el bello catálogo de Salvaje Federal, una librería virtual que colabora con la circulación de obras producidas desde las provincias). Hay una literatura argentina que desconocemos.

El recorrido que ofreció Nahuel Paz tuvo por objetivo acercarnos a esa literatura y poner en discusión nuestros modelos de interpretación: “Si no contemplamos las producciones de las literaturas locales o regionales estaríamos repitiendo un esquema en el que al parecer cuando se discute sobre literatura argentina en realidad se habla de Boedo y Florida, entonces: hay literatura argentina más allá de la frontera AMBA y esa literatura se expresa de tales maneras y es argentina” (programa del taller Más allá del obelisco). “Cuando sólo hablamos de lo macro –dice García Canclini– y desconocemos la heterogeneidad, la variedad de experiencias, gran parte de lo que afirmamos es falso o incorrecto” (Diálogo con Néstor García Canclini, 2007). No creo que nuestras lecturas sean falsas o incorrectas, pero sí que la apertura a la heterogeneidad cultural de las regiones nos ofrecería un modo de acercarnos a la literatura más auténtico, más honesto y más potente.

Cuando la literatura argentina comienza a ser pensada desde sus partes, desde sus fragmentos, complejizamos y enriquecemos nuestro capital cultural. Pensar en las parcialidades es un modo de abandonar nuestra acotada idea de la literatura argentina. Quizá sea momento de dejar de encontrarnos en los mismos círculos –las mismas librerías, los mismos cafés, los mismos eventos, los mismos consumos culturales– y empezar a perdernos en el mapa.


Laura Aguirre es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad Nacional del Nordeste. Becaria doctoral de UNNE-CONICET con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones Geohistóricas (IIGHI-UNNE-CONICET). Profesora JTP en la cátedra de Literatura Argentina II de la Universidad Nacional de Formosa. Profesora JTP en la cátedra de Teoría Literaria de la Universidad Nacional del Nordeste.

Distancia de Rescate, sindemia y neoextractivismo

Por: Lina Gabriela Cortés

Imagen: Dora Ortega, «Distancia».

En un mundo donde todo se compra y se vende, Lina Gabriela Cortés recupera Distancia de rescate, obra de Samanta Schweblin (2014), un texto fundamental para repensar nuestro presente pandémico y reflexionar sobre las inéditas consecuencias del uso de agrotóxicos, pesticidas y el impacto del actual sistema extractivista en los suelos y en los cuerpos. Samanta Schweblin denuncia la inhumanidad de este modelo y su impacto en las comunidades, hecho silenciado y acallado por el sistema imperante.


Al borde de completar los dos años de pandemia en América Latina, las consecuencias demuestran la profunda desigualdad que experimenta nuestro continente en el marco de un capitalismo extractivista.

Entender la pandemia exclusivamente como la expansión de un virus resulta insuficiente para el análisis social, político, económico y cultural. El profesor y filósofo español Santiago Alba escribió a principios de este año un artículo en la revista Contexto y Acción que tituló “Capitalismo pandémico”, donde usa el concepto que Merrill Singer, epidemiólogo estadounidense, forjó en 1990: Sindemia, referido a una enfermedad infecciosa que se entrelaza con otras enfermedades crónicas, asociadas a su vez con la distribución desigual de la riqueza, accesos desiguales a los sistemas de salud, educación, etc. El filósofo español descentra el problema únicamente en el coronavirus para enfocarlo en el capitalismo sindémico, las industrias agroalimentarias y el modelo extractivista.

Para Carla Poth, politóloga argentina, como para Santiago Alba los orígenes de la pandemia están en el modelo y la dinámica de acumulación del capital que se intensifica con el paso de los años. El modelo extractivista es responsable de la deforestación causada por la instauración de diversos cultivos agroindustriales, que han posibilitado el relacionamiento entre virus y huéspedes. En el libro Las fronteras del neoextractivismo en América Latina, la filósofa y socióloga argentina Maristella Svampa cuenta cómo a principios del siglo XXI América Latina se vio beneficiada por los altos precios internacionales de los productos primarios (commodities). La visión productivista de desarrollo fue la política nacional de la mayoría de estados que esquivaron el debate sobre las consecuencias del modelo extractivista exportador. Es así que se fueron ampliado a escalas inimaginables los emprendimientos mineros, la frontera agrícola, específicamente monocultivos como la soja, que reconfiguraron el mundo rural en varios países de América del Sur: “Solo entre 2000 y 2014 las plantaciones de soja en América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, comparable al tamaño de Ecuador. Brasil y Argentina concentran cerca del 90% de la producción general” (Svampa 11, 2019).

Rápidamente Argentina se ha convertido en uno de los principales exportadores de soja  a nivel mundial —32 millones de hectáreas—  un modelo de producción dependiente del uso de agrotóxicos como el glifosato (químico utilizado como herbicida de la compañía Monsanto  —principalmente—, empleado en los cultivos de soja, maíz y algodón transgénicos cuyo principio activo es el glifosato ), pues las malezas e insectos se acostumbran a los agrotóxicos y al cabo de un tiempo no sufren daño ante las fumigaciones (Svampa, Anfibia, 2000). Esto convierte a Argentina en el mayor consumidor por habitante al año de glifosato —más de 350 millones de litros por año—. Los agrotóxicos funcionan en cadena de destrucción ecológica que envenena todas las superficies: agua, plantas, alimentos, semillas, animales, humanos, causando enfermedades en los seres vivos y daños en los suelos y ecosistemas de la tierra. En el país existen cientos de investigadorxs, médicxs de pueblos fumigadores, poblaciones rurales, profesionales de la UNR y la UNLP que han demostrado la toxicidad de los agroquímicos que se usan en el país y que generan enfermedades en el cuerpo humano como cáncer, malformaciones, abortos espontáneos, etc. (Svampa, Anfibia, 2020). Este desastre ecológico a cielo abierto convierte a Argentina en uno de los laboratorios experimentales del extractivismo de la región.

Distancia de rescate (2014), la primera novela de Samantha Schweblin, hace eco de las lógicas neoextractivistas[1], específicamente en el territorio rural argentino; lógicas que han terminado por convertir el mundo en un laboratorio donde todo se compra y se vende, o como diría Rob Wallace en Grandes granjas, grandes gripes: “el capitalismo ha convertido la naturaleza en un laboratorio en permanente ebullición patológica” (Alba, 2021). La novela ahonda en esas patologías que se circunscriben en uno de los campos más contaminados por el glifosato, y nos lleva a experimentar el desespero de que el protagonista omnipresente sea el glifosato y la soja.

Schweblin teje la textura narrativa de esta novela a través de diálogos que dan cuenta, por un lado, del desconocimiento inicial de las causas de la intoxicación que están atravesando los personajes, y por otro lado de cierto grado de normalización de los efectos de la intoxicación sobre los cuerpos y los alimentos en las lógicas  del pueblo, lógicas extractivistas que se traducen en el consumo de agrotóxicos que recorren las fronteras urbanas y rurales a través de cuerpos, animales, suelos y alimentos intoxicados. Esta textura narrativa construye desde el inicio varias capas de diálogos entre una madre, Amanda, que viaja a la zona rural de la provincia de Buenos Aires y David, un niño que ha vivido un proceso de transmigración como solución a la intoxicación que ha sufrido su cuerpo, y que tiene voz en la cabeza de Amanda –como si fuera la intoxicación la que posibilita el dialogo– y cuerpo en la voz de Carla, su madre.

La voz de David, que solo aparece en las conversaciones con Amanda, es la que guía su viaje por descubrir el “punto exacto”, el cómo comienza la intoxicación, es una voz que da cuenta en la construcción de esta novela de varias capas de información, de texturas, de violencias que soportan los cuerpos, los animales que caen desmayados y mueren, lxs niñxs que aparecen deformados por el veneno del herbicida, del coctel químico que envenena cuerpos, animales, territorios. Capas que demuestran como las lógicas neoextractivistas han transformado la tierra y las relaciones que se gestan en ella, hasta el punto de que los niveles de cuidado que una madre ejerce sobre su hija, la “distancia de rescate”, no sirven porque no son posibles bajo estas lógicas de relacionamiento con la tierra.

En el texto hay dos elementos que dialogan permanentemente: la pregunta ¿por qué falla la distancia de rescate? y la normalización de que los químicos del campo intoxiquen los cuerpos. Estos elementos construyen la búsqueda terrorífica, angustiante del relato entre Amanda, que desconoce a lo que se enfrenta y David, o más bien la voz de David, quién cumple un rol de guía a lo largo del texto, tal como sucede en el siguiente ejemplo donde la voz de David, en cursivas, guía la búsqueda de las causas de la intoxicación:

No, no es el punto exacto.

Es difícil si no sé exactamente qué es lo que busco.

Se trata de algo en el cuerpo. Pero es casi imperceptible, hay que estar atento.

Por eso son tan importantes los detalles.

Sí, por eso.

¿Pero cómo pude dejar que se metieran tan rápidamente entre nosotras? ¿Cómo

puede ser que dejar a Nina unos minutos sola, durmiendo, implique tal grado de

peligro y de locura?

No es el punto exacto. No perdamos tiempo en esto (Schweblin, 23).

La imposibilidad de ejercer su papel de cuidadora y no poder ver el peligro es escalofriante para Amanda, quien no entiende cómo es posible que dormir unos minutos sobre el pasto implique algún nivel de peligro. Estamos ante lógicas que destruyen las relaciones humanas y que profundizan la dicotomía hombre-naturaleza  pues ahora el peligro es el mismo suelo envenenado y las madres como cuidadoras están más separadas de sus hijxs.

En la novela los personajes no tienen acceso a ningún tipo de información sobre lo que está pasando en el suelo, en el cuerpo, en los animales, y es en ese desespero que se configuran los horrores sobre los cuerpos y sobre la maternidad.

Por un lado, estamos ante corporalidades monstruosas que son testimonios intermitentes de la intoxicación, son cuerpos infantiles que nacen enfermos, deformes, extraños y es justo allí en ese universo de corporalidades afectadas donde lo importante es encontrar la explicación del daño. La violencia que experimentan los cuerpos como consecuencia del herbicida es marcada una y otra vez sin hacer esa asociación –herbicida –cuerpo–, excepto en el fragmento donde David distingue el “momento exacto”, el momento en que el cuerpo de Nina y el herbicida: el glifosato, entran en contacto:

—Estoy empapada —dice con algo de indignación.

—A ver… —la tomo de la mano y la hago girar.

El color de la ropa no ayuda a ver qué tan mojada está, pero la toco y sí, está húmeda.

—Es el rocío —le digo—, ahora con la caminata se seca.

Es esto. Éste es el momento.

No puede ser, David, de verdad no hay más que esto.

Así empieza. (Schweblin, 30)

Amanda, desconcertada, repasa una y otra vez ese fragmento de la historia para encontrar el “momento exacto”, porque no lo ve. No puede asociar los cuerpos monstruosos, deformes, con esa situación.

En un encuentro por la tienda del pueblo Nina y Amanda se encuentran con otra madre y su hija. Amanda describe la situación:

Una nena aparece lentamente. Pienso que todavía está jugando, porque renguea tanto que parece un mono, pero después veo que tiene una de las piernas muy corta, como si apenas se extendiera por debajo de la rodilla, pero aun así tuviera un pie. Cuando levanta la cabeza para mirarnos vemos la frente, una frente enorme que ocupa más de la mitad de la cabeza. Nina me aprieta la mano y hace su risa nerviosa. Está bien que Nina vea esto, pienso. Está bien que sepa que no todos nacemos iguales, que aprenda a no asustarse. Pero secretamente pienso que sí esa fuera mí hija no sabría qué hacer (Schweblin, 19).

El juego y la animalidad se confunden hasta caer en lo monstruoso, rompiendo las fronteras del orden animal y humano. Amanda, en una lógica urbana, clase media, cree que “está bien” enfrentar a su hija con otras corporalidades, pero incluso es tan aterrador para ella misma, que experimentamos lo monstruoso en su miedo.

Más adelante, hacia el final de la novela, Amanda recuerda que va manejando el carro y en el cruce pasan distintxs niñxs con corporalidades monstruosas, de pronto parece que esa única niña que apareció en la tienda del pueblo es una de lxs tantxs niñxs afectadxs del lugar:

Son chicos de todas las edades. Es muy difícil ver. Me encorvo sobre el volante.

¿Hay chicos sanos también, en el pueblo?

Hay algunos, sí.

¿Van al colegio?

Sí. Pero acá son pocos los chicos que nacen bien.

(…)

Son chicos extraños. Son, no sé, arde mucho. Chicos con deformaciones. No tienen pestañas, ni cejas, la piel es colorada, muy colorada, y escamosa también. Solo unos pocos son como vos. (Schweblin, 50).

Otra vez la lógica de Amanda entra en choque con la realidad del lugar, una realidad donde “son pocos los chicos que nacen bien”, y donde las descripciones se intercalan con los dolores que está sintiendo ella en su cuerpo, mientras tiene la palabra, dolores que van incrementando cuando nos acercamos al final.

Por otro lado, la maternidad es el hilo que tensa está novela. Las relaciones Madre-hijx  aparecen permanentemente como relaciones afectivas destruidas por los herbicidas, o sostenidas en el desespero de no saber con qué enfrentarse, lo desconocido.

En una conversación entre Amanda y Carla sobre el cuidado o la “distancia de rescate” que tiene cada una con sus hijxs, aparece la culpa que siente Carla por no haber podido cuidar a David, mientras que Amanda describe por primera vez esa “distancia de rescate” a la que me refería anteriormente:

—Es que a veces no alcanzan todos los ojos Amanda. No sé cómo no lo vi, por qué mierda estaba ocupándome de un puto caballo en lugar de ocuparme de mi hijo.

Me pregunto si podría ocurrirme lo mismo que a Carla. Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo «distancia de rescate», así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería (Schweblin, 10).

Amanda calcula constantemente el cuidado o la distancia de rescate que debe tener sobre su hija, pero ya sabemos que los peligros comunes para Amanda no tienen cabida en este universo, de hecho, lo que tiene cabida es la normalización de los pesticidas, la convivencia cotidiana con esta realidad terrorífica. Sin embargo, el cálculo que hace Amanda está mediado por el hilo que aprieta y que viene de lo profundo del estómago, un hilo que parece un cordón umbilical, y que se acorta o se alarga dependiendo la situación.

Justo hacia el final de la novela el hilo se comienza a cortar, Amanda lo siente, y no puede hacer nada, igual que con la infección, tampoco pudo ver el peligro:

Cuando estábamos sobre el césped con Nina, entre los bidones. Fue la distancia de rescate: no funcionó, no vi el peligro. Y ahora hay algo más en mi cuerpo, algo que de nuevo se activa o quizá que se desactiva, algo agudo y brillante.

(…)

Y ahora el hilo, el hilo de la distancia de rescate.

Sí.

Es como si atara el estómago desde afuera. Lo aprieta.

No te asustes.

Lo ahorca, David.

Va a cortarse.

No, eso no puede ser. Eso no puede pasar con el hilo, porque yo soy la madre de Nina y Nina es mi hija.

¿Pensaste alguna vez en mi padre?

¿En tu padre? Algo tira más fuerte del hilo y las vueltas se achican. El hilo me va a partir el estómago.

Antes va a cortarse el hilo, respirá.

Ese hilo no puede partirse, Nina es mi hija. Pero sí, Dios mío, se corta. (Schweblin, 55)

El hilo que sostiene Amanda nos recuerda ese mito griego del laberinto del minotauro, el hilo de la vida que siempre sostiene la mujer cuidadora, símbolo de la maternidad. El hilo que viene de sus entrañas es el hilo que ahorca. El papel de cuidadora es tal que el desespero se apodera de sus entrañas y la distancia de rescate que no funciona parece quebrarse para siempre. Al final el hilo termina por soltarse completamente.

Siguiendo esta simbolización de maternidad es justo la mujer de la Casa Verde, una curandera que brinda soluciones no occidentales a la intoxicación, quién nombra las consecuencias de los agrotóxicos sin conocer completamente el origen, ella lo llama intoxicación contrario a lo que el saber científico occidental hace. En el recuerdo de una conversación entre Amanda y Carla aparece la descripción del trabajo de esta mujer de la Casa Verde:

—No es una adivina, ella siempre lo aclara, pero puede ver la energía de la gente, puede leerla.

—¿Cómo que puede «leerla»?

—Puede saber si alguien está enfermo y en qué parte del cuerpo está esa energía negativa. Cura el dolor de cabeza, las náuseas, las úlceras de la piel y los vómitos con sangre. Si llegan a tiempo, detiene los abortos espontáneos. (Schweblin, 11)

A lo largo de toda la novela, la medicina occidental, representada por las enfermeras no ayuda a lxs cuerpos intoxicados, porque no trata el tema como intoxicaciones, mientras que la mujer de la Casa Verde propone un diagnóstico más acertado (Schweblin, 12), incluso detiene los abortos espontáneos, que hasta ese momento no sabíamos que existían en ese lugar, es decir, los agrotóxicos también causan abortos espontáneos, como lo mencioné al inicio de este artículo, otra violencia sobre la maternidad que aparece en la novela.

La mujer de la Casa Verde no brinda soluciones occidentales ni comunes, de hecho, la solución que brinda, la trasmigración, es tan desconcertante para Amanda que solo cuando avanza en el dialogo con David, el segundo, es decir el David (la voz de toda la novela) que ya ha sufrido la trasmigración, es que intenta entender ese proceso. La conversación entre Carla y Amanda sobre la mujer de la Casa Verde continua:

Le pregunté cómo había salido todo. «Mejor de lo que esperaba», dijo. La trasmigración se había llevado parte de la intoxicación y, dividida ahora en dos cuerpos, perdería la batalla.

—¿Qué significa eso?

—Que David podría sobrevivir. El cuerpo de David y también David en su nuevo cuerpo.(Schweblin, 15)

Esta es otra punta de la novela, que no pienso ahondar en este texto, pero es muy interesante porque parece una voz oculta: la voz de David parece venir de la muerte, y al tiempo hay un juego con el desplazamiento de los habitantes de sus propios cuerpos, de sus propias formas y no es el desplazamiento espacial de un territorio a otro sino el desplazamiento espiritual. Se necesitan varios cuerpos como el que tenemos para soportar los efectos de los agrotóxicos sobre la vida, tal como mencionaba al principio del texto, el modelo extractivista y la deforestación del territorio han roto la barrera virus-humanos y han convertido el mundo en un laboratorio. 

Distancia de rescate describe en un relato intenso, las violencias: producto de la globalización del neoliberalismo que experimentamos en todos los niveles. Hoy en día, con la sindemia, esas violencias estructurales se han intensificado y al tiempo han acelerado un campo de debate que replantea las lógicas neoextractivistas sobre nuestros territorios, nuestros cuerpos, nuestras prácticas, saberes, formas de trabajar la tierra, maternidades, en ultimas  nuestra existencia como especie humana.

Bibliografía

Alba S. (2021). Capitalismo pandémico. Revista Contexto y Acción N. 268. Enero de 2021. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20210101/Firmas/34633/Santiago-Alba-Rico-capitalismo-pandemico-sindemia-virus-desigualdad.htm

Poth, C. (2020). Agronegocio y salud. Miradas críticas sobre la pandemia. Encuentros virtuales Universidad Nacional de Tierra de Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur.

Svampa, M. (2019). Las fronteras del neoextractivismo en América Latina. CALAS –  Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales.

Schweblin, S. (2014). Distancia de rescate. Penguim Random House

Schweblin, S. (15 de octubre del 2014) Entrevista a Samantha Schweblin por su libro Distancia de Rescate https://www.youtube.com/watch?v=SJvZ4Ds8fXY

Svampa, M., Viale, E., Angresano, S. “Los efectos del glifosato: Nuestro Chernóbil criollo”. Revista Anfibia. 07-10-2020 https://www.revistaanfibia.com/glifosato-nuestro-chernobil-criollo/


[1] “El fenómeno del extractivismo adquirió nuevas dimensiones, no sólo objetivas –por la cantidad y la escala de los proyectos, los diferentes tipos de actividad, los actores nacionales y transnacionales involucrados–, sino también de otras subjetivas, a partir de la emergencia de grandes resistencias sociales, que cuestionaron el avance vertiginoso de la frontera de los commodities y fueron elaborando otros lenguajes y narrativas frente al despojo, en defensa de otros valores –la tierra, el territorio, los bienes comunes, la naturaleza–“ (Svampa, 2019, 12).

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La parte de los crímenes. Femicidios en Santa Teresa

Por: Nahuel Paz

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Nahuel Paz analiza el capítulo “La parte de los crímenes” de 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño. A partir de la reflexión en torno a los regímenes de verdad que allí aparecen, Paz elabora una lectura que cuestiona los esquemas que duplican la realidad de “Ciudad Juárez” en la de “Santa Teresa”. También, plantea algunas problemáticas sobre las agencias y la judicialización de las relaciones sociales en relación con los femicidios.


 Ciudad Juárez padece de exceso de personas

 y exceso de desierto: de inermidad

(González Rodríguez, Sergio. Huesos en el desierto, 2002: 58)

Lo decible

En este trabajo voy a concentrarme en algunas claves de lectura de “La parte de los crímenes”, el cuarto apartado de 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño. El capítulo está centrado en los femicidios de Santa Teresa, una ciudad ficcional situada en México, en el límite con los EEUU. La sección tiene como correlato de lo real los femicidios de Ciudad Juárez, ya que Bolaño venía documentándose al respecto desde 1998 y estaba en contacto asiduo con el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto (2002), un texto que trabaja sobre la temática.

En este ensayo intentaré lecturas que se metan por los vericuetos de lo “decible”. Sabemos que siempre hay una disputa por el cómo (¿cómo decir lo que hay que decir?), pero en esta disputa sobre el cómo, en “La parte de los crímenes”, los que dicen, hacen, actúan, operan parecieran difuminarse o ponerse en cuestión bajo los regímenes de verdad. El ya mencionado González Rodriguez, el académico y periodista mexicano Oswaldo Zavala y la antropóloga argentina Rita Segato están entre quienes propusieron soluciones al problema de los femicidios en Ciudad Juárez, pero, al ponerse en cuestión la verdad sobre esos crímenes estamos ante una disolución de las culpas, de las responsabilidades, de las estadísticas, ¿quiénes matan? (sí, los hombres), ¿por qué lo hacen? (sí, porque “pueden”) y, en el medio, lo decible.

Si aceptamos la tesis de que la literatura puede decirlo todo sin necesidad de “asignarle un sentido” o “una única misión”, incluso puede ser “ser inútil en sí misma”, como plantea Jacques Derrida en “Esa extraña institución llamada literatura” (1989), también podemos admitir que una parte de la literatura de Bolaño se instala en un sitio evasivo en el que algo está siempre a punto de ser develado, pero al final se escapa o su sentido no logra totalizarse. Derrida pone el foco sobre la ficción, “la libertad de decirlo todo es un arma política muy poderosa, pero una que puede dejarse neutralizar inmediatamente como ficción”. La desavenencia entre ficción y realidad ‒entre los “regímenes de verdad” y lo “decible”‒ es parte del problema en un caso paradigmático como el de Ciudad Juárez, que Bolaño resuelve en el terreno de la ficción.

Los regímenes de verdad:

Ciudad Juárez, Santa Teresa, los femicidios que develan distintas instancias de la verdad. González Rodríguez dice en Huesos en el desierto:  

La traza de la ciudad se ha desbordado en un sentido conflictivo, abigarrado, abrupto, de pronto continuo al mismo tiempo. Y endeble: al contrario de las macrópolis mexicanas (…) Ciudad Juárez expone un giro contrario: las orillas dominan su centro. Se ven miles y miles de personas y construcciones precarias en busca de una reinvención del futuro (…) La gente lucha y busca salir adelante. (…) Al igual que sucede con otros polos fronterizos del planeta, explotar el cuerpo ha sido una urgencia y un estigma en la historia de Ciudad Juárez.

Y agrega que “Ciudad Juárez resiente la asimetría”. En un trabajo investigativo sobre los crímenes, el autor postula hipótesis, saca conclusiones, resume culpables, pero su trabajo investigativo tiene críticos que lo refutan. Uno de ellos, Oswaldo Zavala, expone que “la realidad subordinada a la imaginación conduce, naturalmente, a una novela”. Asimismo, cuestiona la afirmación que subsume los asesinatos de Ciudad Juárez a una única lógica o explicación como las de González Rodríguez.

Por eso, en este texto intentaré aportar lecturas que se cuelen por los vericuetos de lo “decible” y sostengo que la clave está en la misma crítica de Zavala a González Rodríguez: leer las resoluciones únicas como si fueran ficción.

“La parte de los crímenes”

Como dije, Zavala pone en discusión los regímenes de verdad para confrontar el texto de González Rodríguez con el de Bolaño:

2666 retoma uno de los capítulos finales de Huesos en el desierto y enlista a las muertas una a una, pero sin la necesidad de imaginar un elaborado complot como respuesta. La imagen colectiva de los cuerpos encontrados en los páramos desérticos se espejea a sí misma: una muerta es todas las muertas de la ciudad y su razón de ser implica también el devenir de Occidente fundado en la violencia. ‘Nadie presta atención a estos asesinatos’, dice un personaje, ‘pero en ellos se esconde el secreto del mundo’

Si en estos feminicidios “se esconde el secreto del mundo”, es necesario pasar el sintagma a una interrogación, entonces ¿cuál es el secreto del mundo? Pensemos lo “decible” en “la parte de los crímenes”. Como primer paso: la cuestión de la agencia. El capítulo empieza con una especie de agencia aséptica, neutra, sin sujeto nocional, sin autores materiales, una pura enunciación: “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior”. “La muerta apareció”: alguien podría reponer que “sola” o “se apareció”, emergió en la ciudad, en la narración.

Así, se instaura la única forma de lo decible, suprimiendo al sujeto de la acción. El párrafo sigue: “Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra”. En resumen, la sección queda inaugurada en una asociación que va de “fosa común” y “desierto” hasta la carretera fronteriza de “terracería”, con la idea de unas otras “jamás encontradas”, pero sin agencia, “nadie fue”.

Nadie fue es una no agencia. Es en este sentido que Rita Segato aporta ideas para pensar los crímenes de Ciudad Juárez. La antropóloga dice que la impunidad se revela espantosa y que esa impunidad tiene varios aspectos: ausencia de acusados y de líneas de investigación convincentes: “Hablar de causas y efectos no me parece adecuado. Hablar de un universo de sentidos entrelazados y motivaciones inteligibles, sí”. Por supuesto, Segato descifra lo inteligible: “La lengua del femicidio utiliza el significante cuerpo femenino para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría masculina”.

Dejo en suspenso las nociones de Segato para meterme en la complejidad de la maquinaria narrativa de Bolaño. “El círculo sin fin de este tipo de crímenes” se complementa con ese principio ya citado y con el final de “La parte de los crímenes”. Así como 1993 comienza sin agencia, el último año narrado cierra del mismo modo: “El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que, en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este”. Las bolsas “se encuentran”, nadie las arroja, las tira o coloca en el oeste o en el este. De este modo, el año de inicio y de cierre tienen la arbitrariedad de lo perpetuo, hubo otras muertas, habrá otras, todo en un círculo sin fin.

En la novela, los “universos entrelazados” ‒con “motivaciones inteligibles” que hablan “la lengua del femicidio” ‒ entrecruzan “espacio doméstico” y “espacio público” (indisolubles en rigor), puesto que ambos se suceden, unos a otros, casi sin resoluciones palpables. Las resoluciones son pocas: el caso de la Vaca, asesinada en una riña por el Mariachi y el Cuervo; Erica Morales, asesinada en el desierto por su Marido Olivares y el primo de este, Segovia, ocurridos en “el espacio público” (una calle, el desierto) por gente “cercana” o “familiar” y dentro de la fratría masculina. El agente policial Epifanio Galindo es quien resuelve esos casos y también, quien encuentra y acusa a Klaus Haas, el sospechoso principal de la primera parte del capítulo. Una de las asesinadas, Estrella Ruiz, había frecuentado la tienda del alemán-norteamericano en varias ocasiones. Galindo lo detiene por este caso, aunque el gigante se declara inocente. Luego, otros agentes del Estado le achacarán otros feminicidios.

Los narradores, durante una buena parte de la historia, parecen abocados a responder la pregunta sobre “el secreto del mundo”. Teresa Basile dice que en Bolaño hay al menos tres clases de narradores: los que describen intentando extremar la contraposición entre una superficie en la que nada grave parece suceder y los acontecimientos de violencia, los que comprenden lo que ocurre, pero no lo informan y aquellos que saben menos que el texto o no entienden lo que les pasa.  Estos narradores que aparecen en “la parte de los crímenes” están intentando otorgarles sentidos a las muertes. Todos siguen la razón de los crímenes: al sacarle “el cuerpo narrador”, las cosas pueden “ocurrir”; así, nos informa que un cuerpo “aparece”, pero no quien lo puso. Se sabe que unos “alguien” operan en las sombras y colocan esos cuerpos muertos en esos lugares (antes los asesinan), pero la sustracción se integra: los narradores tampoco muestran su presencia.

En mi lectura, “La parte de los crímenes” constituye la pieza central de la novela, en un movimiento que se acerca a lo real para dar con una respuesta. Como plantea Fermín Rodríguez, para sacar a la luz “el trabajo del miedo” o su agencia, la agencia del miedo, miedo que Segato comparte desde el espejo real de Ciudad Juárez. Ella afirma: “La sombra siniestra que cubre la ciudad y el miedo constante que sentí durante cada día y cada noche de la semana que allí estuve me acompañan hasta hoy”. Hasta el alejamiento, porque no se encuentra la forma del “decir” o la que se encuentra es una “verdad molesta” y entonces hay que hacer otro movimiento, esta vez para difuminar.

Y es que, a su vez, y como un típico gesto bolañano, a medida que el capítulo avanza, lo real se corre para dar lugar a ciertas imágenes de ensoñación que diluyen la realidad, como si fuera una forma de abrirnos el secreto del mundo, por ejemplo, la “culpabilidad” de Hass, siempre distorsionada y lejos de comprobarse: “Pero Hass era incansable y parecía salirse de la realidad (o intentaba sacar de la realidad a los judiciales con frases inesperadas y preguntas incoherentes”.

Estas ensoñaciones entrelazan las lógicas y los regímenes de verdad, posibles perpetradores e investigadores:

Según Ordoñez, la expresión de Lalo Cura era muy rara, no de sorpresa, sino más bien de felicidad. ¿Cómo de felicidad? ¿Se reía? ¿Sonreía?, le preguntaron. No sonreía, dijo Ordoñez, se le veía concentrado, reconcentrado, como si no estuviera allí, no en aquel momento, como si estuviera en el barranco de Podestá, pero a otra hora, a la hora en que habían matado a aquella fulana.

El judicial Juan de Dios Martínez piensa: “Si abría los ojos, sin embargo, y observaba el mundo real y procuraba controlar sus propios temblores, todo seguía más o menos en el sitio”. A lo real le sigue la ensoñación y a la ensoñación se le impondrá lo real, un movimiento que acompaña la lógica del “círculo sin fin” de los crímenes.

Totalizadores e imaginarios:

La acumulación de lugares funciona como totalizador: “basurero”, “desierto”, “desagüe”, “taller”, “descampado”, “edificio abandonado”, es decir, todos los lugares. Del mismo modo, pueden totalizarse los femicidios: las mujeres que “aparecen” pueden tener diez años o cuarenta, ser anónimas y que nadie reclame su cuerpo o tener nombre y apellido y gente que las busque. De esta forma, la indeterminación, la falta de precisión o los detalles escrupulosos y azarosos que se concentran en un lugar en el que se cometió un femicidio o en una mujer determinada operan como una amenaza latente. El femicidio puede ocurrirle a cualquier mujer de Santa Teresa y, llevado hacia afuera de la ficción, en “todos los lugares” y a “todas las mujeres”.

En Frente al límite (1991), Todorov dice: «Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información»‘. Me atrevo a decir que “La parte de los crímenes”, en el sentido contrario con relación a las cifras, lo hace acumulando cadáveres uno tras otro, individualizándolos en la acumulación. Porque en la novela todas las víctimas serán “un cuerpo”, como una forma de llamar a esta agencia escondida, esto que es, pero no es, que no está nombrado; entonces el cuerpo puede ser entregado a los estudiantes de medicina para que hagan sus ensayos. O puede ser anónimo, sin papeles o tener nombre y apellido, una historia, un currículum, pertenecer a familias de la vieja burguesía de Santa Teresa, pero todas serán “un cuerpo”.

Y este “cuerpo”, su no agencia, se expande. Es Florita la que ilumina esta cuestión: “Estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro Estado. Hablo de Santa teresa”. La vidente que hace ciencia, afirma que sus milagros “son producto del trabajo y de la observación”, totaliza la falta de agencia y la simbolización, es el cuerpo de “todas”, “las niñas y las madres”, por decir “cualquier mujer”/“todas las mujeres”.  

La maquinaria narrativa de Bolaño desborda historias: feminicidios, cine snuff, generaciones de violaciones, periodistas, negocios carcelarios, narcos, desapariciones, burocracia, fobias. Para eso presenta narradores que van describiendo las historias sin aportar “bajadas morales” u “opiniones”. Los narradores “muestran” los feminicidios. Las muertas están, aparecen, se imponen sin necesidad de decirnos “cómo debemos pensarlos”. Un narrador cualquiera presenta algunos aspectos: “el pelo largo hasta la cintura”, “pantalones de mezclilla”, de muchas dirá la altura, de algunas la edad, la forma en que fueron violadas y asesinadas, aunque a veces “no se puede determinar” o presente dos versiones o los documentos se pierdan en alguna instancia burocrática.

Fatiga

Luego de enlistar, sin tono de denuncia, la constitución de una fratría masculina, los chistes de policías (como propone Fermín Rodríguez que los relaciona con el “biopoder”), un sistema que vincula un segundo Estado, como propone Segato, por fuera del Estado, encontramos una lógica narrativa (por encima de todos los narradores) que inicia su gesto de fatiga en el momento en el que la respuesta a la pregunta parece estar más cerca.

Este gesto se pone de relieve en uno de los últimos casos nominales, investigados conscientemente, cuando los nombres de los sospechosos comienzan a mezclarse y asociarse sin rumbo. El narco Pedro Rengifo y su ex-socio actual competidor, Campuzano; el rector de la Universidad de Santa Teresa, Pablo Negrete y su hermano, jefe de la policía, Pedro Negrete, todos hombres poderosos como una puesta en escena de la Fratría masculina. “En diciembre, y éstas fueron las últimas muertas de 1996” encuentran los cuerpos de “Estefanía Rivas, de quince años, y de Herminia Noriega, de trece. Ambas eran hermanas de madre”, una vecina telefonea para informarle a la madre del hallazgo, entonces el narrador desliza:

Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba la otra vecina y las niñas y durante un rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una banda de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo las cosas al revés.

La investigación de esas muertes nace trunca, “así que los grupos operativos quedaron estructurados tal como dispuso Ortiz Rebollo y los policías, con gesto cansado, como soldados atrapados en un continuum temporal que acuden una y otra vez a la misma derrota, se pusieron a trabajar”. Luego, Juan de Dios Martínez está en la casa en la que violaron y asesinaron a las dos hermanas para hacer la pesquisa: “Entró y se arrodilló junto al cuerpo de Estefanía y lo examinó detenidamente hasta perder la noción del tiempo”. Y la derrota lo invade como “los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto”.

“El secreto del mundo”

El gesto de fatiga acompaña dos movimientos: mientras nos alejamos del comienzo del “ciclo de asesinatos”, como primer paso, se reduce la “resolución de los casos”. De hecho, todas esas resoluciones remiten a “feminicidios domésticos” (o culpabilizar a cualquiera que aparezca cerca de la escena y sea pobre), y mientras esto ocurre, por el otro lado las alusiones a la dicotomía “real/ensoñación” se presentan con mayor fuerza.

A medida que la sección avanza, pareciera que el agenciamiento del Estado se extenuara y no pasara de meros gestos (algunas reuniones, la convocatoria a Kessler como especialista que dicta conferencias en las que solicita “más iluminación y presencia policial”). Los intentos de “contrarrestar” o paralizar la ola de feminicidios son paraestatales. Si los crímenes corresponden a un segundo Estado, las investigaciones, como la que encarga la diputada Azucena Esquivel Plata, son también paralelas.  

La realidad parece duplicarse: por un lado, la realidad de los feminicidios (que parecen un mal sueño) y, por otro, la realidad como algo inimaginable que se escurre porque lo abarca todo. La narración enloquece y transcurre en este doble plano, ya no hay posibilidad de encontrar un régimen de verdad, como piensa el investigador judicial Efraín Bustelo, “que no tardó en descubrir que los hermanos Cifuentes sólo tenían un poco más de entidad que un par de fantasmas”, le pasa también a Kessler, el especialista que viaja a Santa Teresa:

La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y se desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza era leve y satisfactorio y real.

Si en el principio del capítulo la realidad es casi palpable ‒hay muertas, sospechosos, acusados, como el propio Hass‒, hacia el final todo transcurre en una lasitud machacada por la brutalidad de las muertes, por el continuum de la fatalidad, de la inoperancia y la imposibilidad de detener la avalancha de cadáveres apilados. Es entonces cuando los personajes, acompañando la trama, se van corriendo hacia la ensoñación y develan sus pesadillas.

Así, “La parte de los crímenes” saca a la luz la violencia del segundo Estado para atisbar algunas respuestas a la pregunta sobre “el secreto del mundo”. Ciudad Juárez, Santa Teresa, Buenos Aires, Ciudad de México, todo es lo mismo, como le dice Demetrio Aguila a Harry Magaña (que investiga la desaparición y muerte de Lucy Anne Sander): “En ocasiones Harry le preguntaba por qué no iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nueva México, Chihuahua, todo es lo mismo”.

Abelardo Castillo dice en El que tiene sed que el secreto del mundo es “que siempre puede pasar algo peor”, Bolaño, además, lo muestra.

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Mujeres que abortan y criminalización

Por: Jimena Reides

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Jimena Reides aborda las narrativas sobre la criminalización del aborto en la Argentina, las cuales presentan casos verídicos de mujeres que fueron injustamente encarceladas, como es el caso de Belén, la joven tucumana que pasó tres años en prisión por un aborto espontáneo. La autora analiza entonces los modos en que, antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en nuestro país, el sistema de justicia criminalizaba a las mujeres cuyos abortos se encontraban dentro de las causales permitidas por la Interrupción Legal del Embarazo (ILE).


Existen algunas narrativas con respecto a la criminalización del aborto, y en especial en casos de mujeres pobres, que se repiten en los libros Dicen que tuve un bebé (2020) de María Lina Carrera y Somos Belén (2019) de Ana Correa, así como en el libro Libertad para Belén de Soledad Deza (2016), que fue publicado por la abogada de Belén luego de que la joven recuperara su libertad. Para ello, voy a tomar como ejemplo los libros mencionados anteriormente que se publicaron en nuestro país en los últimos años.

De esta forma, el objetivo de este artículo es narrar algunos casos conocidos de mujeres que se sometieron a abortos clandestinos en la Argentina antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N° 27.610 de 2020, cuando el aborto en la Argentina solo era no punible en los casos contemplados por el Artículo 86 del Código Penal: en caso de que hubiese peligro de vida o de la salud de la madre y no quedaba otra alternativa, o en caso de que el embarazo resultase de una violación o de un atentado “al pudor” sobre una mujer con algún tipo de discapacidad mental. No obstante, ese artículo del Código Penal muchas veces se incumplía, debido a que se ocultaba lo que verdaderamente había ocurrido o se demoraban los tiempos para que se excediera el plazo límite para realizar el aborto dentro del amparo de dicho artículo. Así, mediante estos casos verídicos, haré un análisis de cómo estas mujeres se ven criminalizadas e invisibilizadas ante dicha situación.

Las mujeres que tuvieron un aborto espontáneo fueron condenadas no solo por los médicos, sino también por el sistema penal y se las acusó de homicidio agravado por el vínculo. Por lo general, esta es la figura dentro de la cual se tipifica este tipo de casos. Así, se puede observar la forma en que el sistema penal refuerza la idea de maternidad. De esta manera, incluso algunos casos que fueron simplemente eventos obstétricos involuntarios fueron catalogados como homicidio. Se puede observar que las instituciones médicas y judiciales ejercen un rol abusivo con respecto al cuerpo de la mujer, colocándolo en un estado de indefensión total y (en el caso de los médicos) violando completamente el secreto profesional y la confidencialidad entre médico y paciente.

En el libro de Ana Correa, la autora cuenta que Belén era una chica que tuvo un aborto espontáneo y que no sabía que estaba embarazada. Al momento de dirigirse al hospital porque estaba con dolores fuertes, se enteró de que estaba atravesando un aborto. Ahí comenzó la pesadilla de Belén, pues intervino la policía en el caso (avisada por los médicos que la estaban atendiendo) y terminó encarcelada injustamente durante tres años, hasta que intervino una abogada que la ayudó con su caso. Así, la Corte Suprema de Tucumán ordenó su liberación luego de que la hubiesen condenado a ocho años de prisión por homicidio agravado por el vínculo. El caso de Belén es uno de los tantos casos en los que la justicia patriarcal funciona en contra de los derechos y los intereses de las mujeres. En particular, la provincia de Tucumán es reconocida por las decisiones aberrantes que los jueces suelen tomar en contra de las mujeres, de sus cuerpos y de sus derechos reproductivos.

Como bien se explica en el libro Libertad para Belén, el caso estuvo plagado de irregularidades desde el primer momento. Para empezar, se le dictó prisión preventiva debido al “riesgo de fuga”, cuando era claro que, para una persona con sus recursos, esto resultaría imposible. Además, las pruebas recolectadas durante la investigación previa al juicio también se vieron alteradas y eran erróneas y confusas, ya que se contradecían entre sí y los puntos temporales no seguían un orden cronológico. Por ejemplo, luego de que en un comienzo el diagnóstico fuese un aborto espontáneo sin complicaciones, más adelante la Defensora llega incluso a hablar de estado puerperal, algo que nunca existió. Cabe aclarar que esta Defensora asignada por el Estado nunca creyó en la inocencia de Belén y que desestimó muchas de las pruebas fundamentales en cuanto a las irregularidades en la investigación, las cuales habrían ayudado a probar la inocencia de Belén.

Asimismo, como puede observarse en el libro Dicen que tuve un bebé, que reúne las circunstancias atravesadas por mujeres encarceladas luego de un aborto, en estos casos “el bien jurídico tutelado no es la infancia, la vida en general ni la de las personas gestantes en particular, como se suele afirmar”. Se considera que los cuerpos ya no son el ámbito privado de la mujer, sino que pasan a estar en la esfera de lo social y, por lo tanto, el poder que dicha mujer tiene para decidir sobre su propio cuerpo queda en manos del Estado. Además, en estos casos hay una condena moral evidente, donde esa condena y presunción de culpabilidad se traslada automáticamente desde el ámbito médico hasta al proceso penal. Todas estas mujeres son condenadas por los sectores conservadores de la sociedad, como es el caso de la sociedad tucumana, y por el conjunto de agentes que intervienen (médicos, policía, jueces e incluso abogados defensores), mucho antes de que ellas tengan la oportunidad de narrar qué fue lo que en verdad sucedió. Hay una violación sistemática de sus derechos. Por eso es tan importante que el sistema judicial sea un sistema que muestre perspectiva de género y que garantice la justicia, en lugar de ser una forma de disciplinamiento.

Se condena a las mujeres por no cumplir con el rol esperado de la maternidad, porque muestran “indiferencia” con respecto a lo que se espera de ellas y se las culpa por haber quedado embarazadas, desligando de toda responsabilidad a sus parejas. La mujer es así responsable de su cuerpo en cuanto a métodos anticonceptivos, por ejemplo, pero, en el caso de un embarazo no deseado o si desconociera su situación de embarazo, ya no tendría voz ni decisión sobre cuerpo.

Pero estos no son los únicos casos en los que se puede ver esa conducta repetida de criminalización de las mujeres pobres. En el libro La intemperie y lo intempestivo (2011) de July Chaneton y Nayla Vacarezza se toman también las voces de varones (a diferencia de los otros dos libros mencionados anteriormente), y se puede ver que los patrones siguen siendo los mismos, aunque ya desde una perspectiva un poco más amplia. Asimismo, se puede ver esa “urgencia” en hacerse el aborto, como se dice al comienzo del libro: “[…] Ella buscará los medios para interrumpir cuanto antes el proceso que se ha iniciado en su cuerpo”.

El libro mencionado es muy interesante pues, como ya se mencionó, también se escucha la opinión de los varones con respecto al aborto. De esta forma, a través de las distintas entrevistas que conforman el libro, en algunos de los ejemplos se puede ver la posición que toman algunos hombres con respecto a sus parejas en casos de embarazos no deseados: la mayoría de ellos admite que, en estos casos, el poder de decisión y la autoridad sobre qué hacer es de la mujer. Aunque algunos de los varones entrevistados reconocen que querían que se siguiera con el embarazo, también se puede ver a través de sus relatos que admiten que este tipo de “potestad” de decidir sobre su cuerpo pertenece en última instancia a las mujeres, pues son quienes, después de todo, deben llevar adelante el embarazo. En otros casos, las mujeres explican que ni siquiera les dieron voz a los varones para que pudieran decidir qué hacer. Cabe aclarar que estos son casos bastante particulares pues, en la mayoría de los casos, las mujeres se ven forzadas a seguir con el embarazo por toda la cuestión social que gira en torno al aborto y, además, por miedo a lo que puedan llegar a pensar sus parejas, no se atreven a plantear la posibilidad de realizarse un aborto.

Así, en tanto aparecen distintas voces masculinas en La intemperie y lo intempestivo, pueden verse muchos posicionamientos opuestos: varones que sienten que perdieron la posibilidad de decidir, esa posición de “poder” que tienen en la jerarquía tradicional de los géneros con respecto a las mujeres; varones que pierden su autoridad sobre el cuerpo de la mujer, ya que la decisión de abortar ya está tomada; varones que adquieren —para variar— una posición subjetiva, que se sienten desplazados; varones que quieren mostrar que actuaron de forma “moralmente correcta”, pues en ningún momento pensaron en dejar de acompañar a la mujer o de abandonarla, en “borrarse” como dicen algunos de los relatos; varones que muestran su desapego afectivo, que no se sintieron parte del proceso; varones que sienten que no tienen nada que ver con la situación, que se ponen a la defensiva; y también, varones que acompañan y que comprenden la situación de vulnerabilidad y fragilidad que atraviesa la mujer.

Con respecto al juzgamiento de las mujeres, en ninguno de estos casos se cumplió con el principio de imparcialidad que se debe garantizar en la defensa en realidad no se cumplió, ya que estas mujeres habían sido juzgadas por su condición de mujeres y mujeres pobres con anterioridad. Se aprovechan de su desconocimiento de las leyes que las amparan y de que, en muchos casos, no tienen acceso a una defensa que les garantice sus derechos. También puede ocurrir como en el caso de Belén, en el que su primer abogado solo cobró sus honorarios sin siquiera defenderla y, antes del juicio, renunció, dejándola totalmente desamparada.

La cuestión del encarcelamiento de las mujeres que abortan no es otra cosa que una estigmatización de quien se considera “mala” porque transgredió el rol esperable, que es el de esposa y madre. Asimismo, un factor interesante que se menciona en Somos Belén es que a las presas se les asignaban tareas de cocina, costura o jardinería (oficio que ella aprende allí y que, más tarde, le servirá para subsistir de alguna manera cuando quede en libertad). Este tipo de trabajos manuales que deben hacer las mujeres en la cárcel tampoco tienen en cuenta cómo podrán acceder a un empleo una vez que salgan de allí.

Un antecedente del caso de Belén, que también fue muy importante en cuanto vulneración de derechos, fue el de María Magdalena. En esa ocasión, que guarda muchas similitudes con todo lo que vivió Belén, la Justicia terminó absolviendo a una chica que había sido acusada de realizarse un aborto por parte de sus médicas. Una vez más se había violado el secreto profesional y se había quebrantado la relación entre médico y paciente. Es interesante observar que la abogada que llevó el caso de María Magdalena fue la que más adelante ayudó a Belén con el suyo.

Lo grave de estos casos abarca varias aristas. Por un lado, se puede ver como la justicia tucumana no solo investigaba casos de abortos provocados o abortos seguidos de muerte (previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo), sino que además investigaba —ilegalmente— las denuncias por abortos espontáneos o naturales. Estas denuncias eran radicadas por los médicos tratantes de estas chicas que, desde un comienzo, eran colocadas bajo el ojo acusador de sus médicos, independientemente de lo que ellas explicaran o intentaran contar con respecto a lo que había sucedido. Además, estas mujeres no solo eran consideradas “asesinas de sus hijos” por los médicos o auxiliares de los hospitales a donde habían ido, sino que, también, eran juzgadas posteriormente por los agentes judiciales (desde la policía hasta abogados y jueces) que reforzaban el concepto de justicia patriarcal, donde la mujer supuestamente debe tener la obligación de cuidado para con sus hijos, en el que la mujer tiene un instinto maternal que se contradice completamente con esa idea de “querer deshacerse de sus hijos”.

Los discursos patriarcales se pueden ver en reiteradas ocasiones. De esta forma, las mujeres quedan totalmente desamparadas ante el escrutinio de las personas que, en teoría, deberían protegerlas y cuidarlas, esto es, sus médicos y sus abogados principalmente. Una vez más, en el caso de Belén se puede ver que ella queda totalmente a la deriva primero en el hospital, pues no le creen que ella no sabía que estaba embarazada; luego, su abogado solo tiene el objetivo de cobrar por el caso, pero no muestra ningún interés en defenderla, y la abandona antes de que comience el juicio; por último, la defensora asignada que recibe de forma gratuita ni siquiera investiga su caso, no se preocupa por escuchar su voz: asume que Belén es culpable y que la sentencia la favorece.

Otra cuestión es la postura del Estado en perpetuar los estereotipos que discriminan a las mujeres por su género. Se violenta así a la mujer y se atenta contra su salud sexual y reproductiva; no se respetan ni se garantizan sus derechos. El cuerpo pertenece a la esfera de lo privado. Esto parece una obviedad pero, en los casos que se narran en los libros Somos Belén y Dicen que tuve un bebé, se puede ver que el cuerpo de la mujer es constantemente violentado. Este pasa al ámbito público, los distintos operadores que intervienen en cada caso atacan a las mujeres por motivos que ya se mencionaron: su condición de mujer y su condición social. Cuando la mujer se toma meramente como un cuerpo que tiene el propósito de reproducirse y de realizar tareas en el ámbito de lo doméstico, se vulneran profundamente sus derechos, y se empiezan a visibilizar distintos tipos de abusos a través de “castigos” (se rompe el derecho de confidencialidad de los médicos, los agentes jurídicos no respetan sus garantías ni derechos constitucionales y, en última instancia, toda la sociedad conoce sus casos y las juzga por su accionar, aunque este no haya sido el que se da a conocer). La mujer pasa a ser de víctima a criminalizada.

El caso de Belén resultó favorable en su sentencia en gran parte debido a la relevancia pública que tomó. Luego de que la abogada defensora Soledad Deza (que había defendido con anterioridad a María Magdalena) tomara el caso, este se difundió por distintos medios de comunicación: en un primer momento, medios locales más “disidentes” si se quiere, ya que no debemos olvidar el carácter conservador que, en la mayoría de los casos, rige a la justicia en la provincia de Tucumán. Una vez que el caso alcanzó notoriedad, incluso llegó a medios internacionales y, a partir de ese momento, se hizo eco en todos lados. Mujeres de distintas ciudades marchaban defendiendo a Belén y exigiendo su liberación. Una característica muy particular de las marchas era el uso de máscaras blancas, con la idea de preservar la identidad (no solo la de Belén), sino también para explicar que la terrible situación que estaba atravesando Belén podía ocurrirle a cualquier mujer. Finalmente, ni siquiera eso se respetó. Luego de la sentencia a favor de Belén, la Justicia filtró su nombre y los medios periodísticos comenzaron a ir a su barrio a buscarla para hacerle entrevistas y obtener una foto. Afortunadamente, luego se eliminó su verdadero nombre de las publicaciones donde había parecido. Así, se puede ver una vez más como se continuó violentando a Belén incluso después de que se demostrara que era inocente, atentando contra la confidencialidad de su identidad. Con respecto a la sentencia judicial de la Corte, el fallo admitió que se había violado el secreto profesional y que las pruebas ofrecidas eran contradictorias, ya que no se evidenciaba la exactitud de los datos otorgados (por ejemplo, donde ocurrieron los hechos, a qué hora, que Belén era la autora material del hecho en sí) y, lo que es peor, había pruebas que ni siquiera se habían agregado al expediente.

Para concluir, en todos estos casos analizados se puede ver que, previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N.° 27.610, se violentaba de forma sistemática el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. De hecho, a pesar de que la ley ya se aprobó, esto sigue sucediendo en algunas provincias como Tucumán y San Juan, ya que los grupos que están en contra del aborto siguen poniendo trabas por medio de medidas cautelares u otras maniobras que buscan retrasar el aborto para que se exceda el límite de tiempo estipulado por la ley de catorce semanas y que, de esa forma, ya no se pueda realizar el procedimiento. En los casos mencionados en los libros, existía el agravante de que estas mujeres estaban solas, eran de clase baja y, en los casos que llegaron a judicializarse, no tuvieron una defensa adecuada. Queda por ver si la ley aprobada en diciembre de 2020 se cumplirá y respetará de manera efectiva aunque, teniendo en cuenta algunos casos que salieron a la luz en estos últimos meses (en especial en provincias que se caracterizan por su postura religiosa y conservadora), deberemos seguir luchando para que se siga la ley y los abortos se puedan practicar sin ningún tipo de impedimento o estigmatización de las mujeres. Para ello, es fundamental que los médicos puedan proporcionar la información pertinente a sus pacientes para que sepan cómo proceder en estos casos, siempre respetándose su cuerpo y su derecho a decidir.

LA HISTORIA ALTERADA

Por: Julio Ramos

Presenté el trabajo que sigue en la serie de conferencias titulada “Nuevas Perspectivas de Historia Intelectual Latinoamericana” en la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, el 4 de junio de 2021. Agradezco a Martín Bergel la invitación a participar en ese ciclo de charlas ofrecidas en el marco del Seminario de Historia Intelectual de la UNQ, y a Elías Palti, director del Centro de Historia Intelectual, sus palabras de introducción. El registro en video de la conferencia, entonces titulada “La droga en las fronteras de la historia intelectual”, está disponible en el canal del CHI en youtube e incluye una sesión de preguntas y respuestas moderada por Dhan Zunino Singh, coorganizador de la serie, a quien también agradezco su hospitalidad.


Voy a comentar sobre una inflexión farmacológica de la literatura y la teoría cultural contemporáneas antes de proponerles una aproximación al poema “Valium 10” (1972) de la escritora mexicana Rosario Castellanos, una inesperada narcografía de la vida doméstica.  

En la medida en que las drogas alteran la relación entre vida material, percepción y políticas del cuerpo, suscitan una serie de preguntas sobre los límites de la categoría moderna del sujeto. Desde principios del siglo XIX, cuando la alteración sensorial se convierte en un motivo recurrente de las exploraciones literarias en las fronteras y límites racionales de la modernidad, los intentos de conceptualizar la experiencia de las drogas se han enfrentado a una paradoja recurrente. Las sustancias transforman el tejido sensorial de un principio de realidad secularizado, de modos que frecuentemente se han identificado con el objeto mismo de la estética en su promesa de una relación alternativa con la vida, el cuerpo, la experiencia y la percepción misma, desatada idealmente de los rigores de la razón instrumental. Paradójicamente, cuanto más fuertes son las sensaciones que producen las drogas, más expuesto queda el sujeto al uso compulsivo. Este es al menos el caso de los analgésicos y estimulantes, modelos genéricos en el siglo XIX de las dos sustancias que interesan en estas discusiones, la morfina y la cocaína, ambas procesadas inicialmente en laboratorios europeos, aunque derivadas de una historia extractiva colonial, con sus cuerpos, materialidades y tiempos asincrónicos. El hachís y el cannabis ocupan también un lugar destacado en la farmacopea literaria desde el siglo XIX, pero no tienen el mismo vínculo con la producción industrial de fármacos que nos interesa explorar aquí.

Al menos desde De Quincey (1821) y Baudelaire (1860), los placeres de los paraísos artificiales han estado minados por los agujeros abismales de la repetición compulsiva, la caída del sujeto moderno, orientado normativamente al rendimiento y a la instrumentalización del entorno, en estados de abulia e inacción extrema. Significativamente, De Quincey, Baudelaire y el heterónimo de Pessoa, Álvaro De Campos (1915) asociaron las secuelas de la experiencia de las drogas con la ruptura de la voluntad y el colapso de los atributos que definen a un sujeto activo, autónomo y soberano. De ahí se desprende, como sugería De Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, que los efectos de las drogas se conviertan pronto en un asunto atractivo para la investigación filosófica, incluso antes que para la historia. Las drogas producen la imagen invertida de categorías filosóficas modernas como la voluntad, la libertad, la autonomía del sujeto, a la vez que suspenden las coordenadas del principio normativo de realidad, los amarres que aseguran la integridad de la persona en un orden simbólico y jurídico.  No es de extrañar, entonces, en un momento u otro, que en la obra de varios de estos autores que acabo de mencionar, el viaje impulsa al narconauta por las rutas de una pesadilla orientalista farmacolonial en el accidentado itinerario de un cosmopolitismo irónico que culmina posiblemente con las fugas contraculturales a México y a Centro y Sur América de la generación Beat.

La paradoja del fármaco como remedio y veneno es recurrente aún en perspectivas contemporáneas que oponen el potencial liberador de la experiencia drogada al control de los sentidos y a la conciencia identificada con la producción institucional de la verdad. Peter Sloterdijk, por ejemplo, ha argumentado que la historia de la filosofía occidental podría narrarse como el devenir de estrategias para contener o expulsar las descargas sensoriales del éxtasis y el entusiasmo del dominio legítimo de la verdad filosófica. Este argumento se basa en una especie “hipótesis represiva”, podríamos llamarla siguiendo muy libremente las paradojas del análisis foucaultiano de la proliferación de discursos de la sexualidad reprimida.  Se basa en la escena primaria de la oclusión de la experiencia alterada originada en los rituales del chamanismo. En esto Sloterdyjk coincide con los argumentos más programáticos de la historia general de las drogas de Antonio Escohotado, un punto de referencia ineludible en las investigaciones históricas de este campo. En la Historia general de las drogas de Escohotado los estados de éxtasis y la experimentación son explicados como formas de disidencia o “desobediencia farmacológica” que se oponen, primero, a la centralización religiosa y posteriormente, ya en un mundo secularizado o desencantado, a los controles estatales sobre el individuo y su cuerpo, aposento primero de su derecho y posesión de acuerdo a Escohotado. En efecto, en la monumental Historia general de las drogas, la hipótesis represiva conduce a Escohotado a una especie de individualismo radical, entramado en una crítica de la prohibición que proclama los derechos individuales del sujeto a alterar su cuerpo, su mente, su percepción o lo que le dicte su deseo, contra los controles e interdicciones del Estado.  No hay que ignorar la deriva liberal de Escohotado, para reconocer el peso indiscutible del prohibicionismo, su fuerza opresiva, históricamente inseparable de la moral que impulsa a las interminables cruzadas contra las drogas y que subyace a la panoplia de discursos médicos, jurídicos y policiacos que se producen en su entorno. Desde comienzos del siglo XX, estos dispositivos han operado mediante construcciones normativas del cuerpo ideal ciudadano, en el cruce higienista de la medicina y la criminología, según ejemplifica el libro sintomático del Dr. Gregorio Bermann publicado en Córdoba, Argentina, en 1926, una de las primeras referencias latinoamericanas a la emergente “ciencia” de la toxicomanía, inseparable de las primeras leyes de regulación o control del consumo, producción y distribución de las sustancias controladas. La novela corta Sebastián Guenard del escritor puertorriqueño José de Diego Padró (1924), con trama situada en Chinatown de Nueva York, registra cabalmente el tránsito de la droga como dispositivo de una subjetividad bohemia o “decadentista” a la patologización y criminalización.

Aunque supone una historia insoslayable de prohibiciones y guerras contra las drogas,  la hipótesis represiva confirma la importancia de un tropo de historia contracultural en el que las sustancias que alteran la sensibilidad, en particular los alucinógenos y el cannabis, y más recientemente otros diseños psicoactivos, como el éxtasis y algunas variaciones de la metanfetamina, son considerados herramientas de resistencia o subversión contra las demandas que se fraguan como horizonte normativo del cuerpo ciudadano en el despliegue de los múltiples dispositivos biopolíticos que puntualizan la historia de las drogas, la prohibición y sus efectos en el complejo industrial-carcelario. Lo que a su vez ayuda a explicar por qué los estados alterados suscitan sistemáticamente reacciones morales y disciplinarias en discursos transitados por la ética del trabajo y la productividad a contrapelo de los usos del cuerpo basados en contra-economías del goce, el gasto y el exceso.

Esto conduce a varios cuestionamientos y posibles debates. 1) El primero tiene que ver con los efectos sociales, económicos, médicos y espirituales de lo que Eve Kosofky Sedgwick relaciona con las “epidemias de la voluntad”, una contribución a la historia de los hábitos y las compulsiones no ya como una condición excepcional de individuos aislados, sino como un horizonte de la subjetividad en las sociedades modernas, marcadas por la historia del consumismo desde sus orígenes en el siglo XIX.  2) La segunda cuestión tiene que ver con la expansión global del régimen farmacológico, donde los experimentos de alcance biomédico, genético o neuroquímico transforman la vida y, con ello, nuestra comprensión de las fronteras entre lo humano y lo no-humano, la vida alterada tecnológica o químicamente. 3) El tercer asunto que no se explica mediante un enfoque contracultural o libertario de las drogas, tiene que ver con una dimensión necropolítica notable, por ejemplo, en el alcance de la epidemia de opioides y de la heroína sintética en los Estados Unidos y otras partes del mundo, probablemente el principal problema de salud pública en ese país hasta que la pandemia actual del COVID lo desplazó casi por completo. La crisis de los opioides ha impactado la discusión acerca de las sustancias en los regímenes de alteración, al menos, de dos maneras: primero, ahora enfrentamos los factores de una crisis desencadenada por drogas manufacturadas industrialmente y en muchos casos legalmente recetadas; segundo, la llamada epidemia de los opioides sintéticos durante la última década reintroduce el elemento de la muerte en el control contemporáneo de las poblaciones vulnerables y abandonadas. Esto complica las distinciones entre drogas legales e ilegales que distribuían aún los límites del análisis de la narco-cultura en un arco de reflexión sobre droga y violencia que culmina en el libro Capitalismo gore de Sayak Valencia, con el antecedente importante de los trabajos antropológicos de Philip Bourgois en el Harlem puertorriqueño de Nueva York. Dicho de otro modo, la droga no es sólo el objeto de economías de una violencia salvaje (o gore), externa de los territorios de la violencia legítima, sino un aspecto del capitalismo contemporáneo.

Cuando se aborda desde el punto de vista de estas tres discusiones, la hipótesis general que sostiene que las drogas han sido sistemáticamente reprimidas en la historia del capitalismo, requiere, por lo menos, algunos matices y discusiones. Sin subestimar los efectos letales que abundan en la larga historia del prohibicionismo y el correlato del complejo médico-carcelario, es necesario reconocer, al mismo tiempo, que la producción de las drogas prolifera en coyunturas diversas y contribuye de múltiples maneras al proceso de nuevos modos de subjetivación y control social, una preocupación que tanto Aldous Huxley como William Burroughs trabajaron intensamente en sus ficciones distópicas sobre la sociedad de control, Brave New World (1932) y The Soft Machine (1961) respectivamente.[1] Ciertamente no estamos hablando ya de un régimen biopolítico basado en el doble movimiento foucaultiano de individuación y disciplina, cuerpo y población, sino de formas de alteración o modulación de la vida en sociedades contemporáneas de control, según la propuesta de Gilles Deleuze.[2] Ya en el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” de 1990, Deleuze mencionaba, sin elaborar casi, “la producción farmacéutica […], los enclaves nucleares [y] las manipulaciones genéticas” que cumplen un papel en la configuración de nuevos regímenes del poder sobre la vida. Con más tiempo convendría notar la deriva en elaboraciones posteriores de este concepto en los debates sobre lo que Lazzarato llama el “noo-poder”, es decir, el poder de la virtualidad y las modulaciones de la vida anímica en la era del trabajo inmaterial; así como en las discusiones ya bastante generalizadas sobre el psico- y neuro-poder.[3]

Por ahora quiero mantenerme cerca de la dimensión farmacológica de estas consideraciones. La formidable acumulación de capital farmacéutico desde finales del siglo XIX hasta el presente se ha sostenido en una demanda de productos orientada por dos objetivos decisivos en las políticas del cuerpo de la ciudadanía moderna: por una parte, las garantías inmunológicas y la cura de enfermedades contagiosas; y, por otra, no menor en sus efectos materiales y simbólicos, el control del dolor, marco que se amplía notablemente desde la Guerra Fría, en la deriva más reciente de la psico- y neuro-farmacología. En este sentido, al considerar los supuestos teóricos o conceptuales que marcan la investigación histórica en este campo, es importante recordar dos trabajos pertinentes sobre los poderes y materialidades farmacológicos. El primero es el texto clásico de Susan Buck-Morss sobre la relevancia de la historia de la morfina para una relectura del trabajo de Walter Benjamin, y su acercamiento al papel anestésico que cobra la vida material en las fantasmagorías.  Su ensayo  abrió una ruta alternativa para el estudio de la aiesthesis moderna y la plasticidad de la experiencia sensorial transformada por los cambios tecnológicos del capitalismo y por la intensificación de los estímulos urbanos, particularmente en las fábricas y la vida en la calle. El segundo corresponde a Paul Beatriz Preciado quien, en un giro que expande la noción foucaultiana del biopoder y el debate sobre la sociedad de control, introduce el análisis de las modulaciones contemporáneas de la sexualidad y el control de la natalidad bajo un régimen basado en “los modos de “subjetivación fármacopornográficos”.  Me refiero a su formidable cruce de teoría y narrativa del proceso personal de aplicación hormonal trans en Testo yonqui, un protocolo experimental que impacta la discusión en torno a las identidades como construcciones sociales o prácticas performativas para considerar, en cambio, la modulación de la vida bio-psico-afectiva del sujeto.

Bajo el impacto del Covid-19, el debate público sobre los laboratorios de la Big Pharma como entidades corporativas se han intensificado notablemente. La pandemia infunde nuevo vigor a la crítica de intereses empresariales y del capital financiero que sobredeterminan la investigación científica y las políticas de salud pública bajo los mercados neoliberales. La cuestión del “racionamiento del cuidado” y de “quién merece vivir” bajo las presiones extremas del colapso de los sistemas de salud impactados por la pandemia adquiere nuevas dimensiones, pero una vez más dominan la lógica empresarial y los monopolios bajo la protección de unos pocos estados nacionales que rigen la producción del saber y la investigación farmacéutica, cuyos resultados tienen efectos directos en las fluctuaciones de la lógica y los valores financieros. Tomemos, como ejemplo, las declaraciones de los Laboratorios Pfizer cuando el 9 de noviembre del año pasado anunciaron la efectividad de su vacuna contra el coronavirus, noticia que provocó un incremento inmediato en los índices de la bolsa internacional, incluso antes de que se conocieran los riesgos del mencionado producto.

Antes del estallido de la pandemia, la imponente acumulación de capital de los laboratorios farmacéuticos generaba ya una profunda desconfianza popular y en los medios independientes, registrada de múltiples modos en los altos índices de desaprobación pública de sus operaciones y en varios procesos judiciales contra los laboratorios de mucha cobertura y efectos relevantes. Probablemente la reacción pública en los últimos años se deba, por un lado, al alto costo de las medicinas que en proporción inversa a la reducción de los servicios médicos públicos y las pensiones de los jubilados. Pero también las impugnaciones recientes contra empresas farmacéuticas como la Purdue, Johnson and Johnson y otros distribuidores de la Big Pharma, han sido una reacción al papel que han tenido estas compañías en la manufactura de la epidemia de opioides tras el boom de la oxicodona y la heroína sintética provocado por las empresas en las últimas dos décadas. Los análisis de la epidemia de los opioides remiten a un diseño empresarial de consumo nutrido por la desindustrialización, la crisis y precarización de la clase media y trabajadora norteamericana incluso en las zonas rurales, de población blanca, según las pistas testimoniales que explora Sam Quiñones en Dreamland: The True Tale of America´s Opiate Epidemic.

Problemas con drogas legales
Epidemia de opioides

Estimulada por intensas campañas publicitarias y por el respaldo del recetario médico, el estallido de la oxicodona desata lo que Max Haiven ha llamado “nuestras guerras del opio: el fantasma del imperio en la prescripción de la pesadilla opioide”. Los procesos judiciales recientes contra Pharma Purdue y la familia Sackler, propietarios de la Purdue, que patentizó la oxicodona en 1996 documentan ampliamente la multiplicidad de factores e intereses económicos que intervienen en la modulación de la vida en los laboratorios industriales que operan bajo la laxitud neoliberal. La geopolítica de este capital flexible introduce un vector colonial en el análisis de la producción farmacológica, como demuestra Miriam Muñiz Varela en su aproximación a la historia de los laboratorios en Puerto Rico a partir de la década del 1950 y el auge de la píldora anticonceptiva, tras amplios experimentos y pruebas con la población puertorriqueña.[4] Todavía hoy varias de las grandes empresas farmacéuticas instalan sus laboratorios en las mismas zonas industriales donde operan los semilleros de la agroindustria, próximos también a complejos carcelarios, frecuentemente en los mismos terrenos desalojados por la vieja industria azucarera, como sugiere lúcidamente Marta Aponte Alsina en su libro de no ficción, PR 3: Aguirre (2018),  sobre los destinos de un gran emporio azucarero, la Central Aguirre, en el litoral sur, caribeño, de la isla. De muchas maneras, el laboratorio colonial contemporáneo contrasta la dinámica entre conocimiento científico, implementación técnica y controles del estado-nación investigada por Bruno Latour en su importante historia de la vida material y los detalles operativos de los exitosos laboratorios de Louis Pasteur en la Francia de finales del siglo XIX; aunque, sin duda, el cuestionamiento de Latour a los reclamos de autonomía de la investigación científica moderna mantiene plena vigencia en el análisis del régimen farmacéutico actual.

En vista de la epidemia de la oxicodona y las trayectorias globales del fentanilo, la heroína sintética, y de las muertes por sobredosis que superaron el medio millón de víctimas en los Estados Unidos entre 2010 y 2019, y que el año pasado, en plena pandemia del COVID 19, superaron las cien mil muertes, es evidente que el debate actual sobre las drogas desborda los acercamientos a las sustancias que modifican la conciencia como olas experimentales que nos ayudan a resistir o a subvertir la razón instrumental de un sobrio gobierno de la vida. La necropolítica actual de las drogas, nutrida por la gran industria de fármacos y medicamentos, presiona también a reconsiderar y a cuestionar la excepcionalidad del narcoestado y a matizar el análisis de la violencia en las economías del abandono, ahora en función de la condición farmacológica y de modulaciones de la vida que ciertamente no reducen su campo de acción a las operaciones del narcotráfico, aunque también las incluyen. Las drogas son poderosos dispositivos de alteración. Como tales, son objetos que moldean o constituyen formas de poder, así como eventos nuevos, frecuentemente rebeldes, pero inseparables de las poderosas intervenciones y dispositivos de control.

Permítanme ahora cambiar brevemente de registro y de archivo para comentar un poema de la escritora mexicana Rosario Castellanos, “Valium 10”, que particulariza algunas de estas cuestiones y paradojas. El acercamiento de Castellanos al tranquilizante y sedante de producción y consumo masivos suscita una reflexión distinta sobre papel de las drogas en la cultura contemporánea, al mismo tiempo que la lectura de su singular narcografía del valium nos permite desprogramar la reducción habitual de estas discusiones a las experiencias, objetos y temporalidades visibilizadas primero por la contracultura y luego por el narcotráfico.

El poema forma parte del libro titulado En la tierra de en medio (otro modo de llamar a Nepantla, el entre-lugar del imaginario mexicano y chicano), un poemario publicado en 1972, en el que las pequeñas vicisitudes y contingencias de una cotidianidad cada vez más prosaica, aplanada por hábitos afectivos sin destino ni fin preciso, desbordan el marco de la intimidad primaria que reclamaba como su territorio propio la poesía lírica, apoyando formas de inscripción del sujeto en el vínculo entre la voz, las palabras y la materialidad de las cosas. Tal como leemos en uno de los poemas más conocidos de ese mismo libro donde aparece “Valium 10”, el texto titulado “Economía doméstica”, la exploración de la subjetividad se debate entre los secretos de un orden casero y el silencio irrevocable de algunos objetos: “He aquí la regla de oro, el secreto del orden:/ tener un sitio para cada cosa/ y tener/ cada cosa en su sitio.  Así arreglé mi casa”.  La poesía de Castellanos saca las cosas de sitio. Problematiza su lógica del sentido,  lo que en otro poema del mismo libro llama “Las lecciones de las cosas”, la lógica de su sentido. Su poesía no re/anima las cosas por gracia e intervención de una potencia figurativa o simbólica que las sacude y disloca, sino, en cambio, porque allí, en la misma lógica de la economía doméstica, las cosas gradualmente dejan de responder al llamado de un orden impuesto por las lecciones de una subjetividad soberana, para replegarse, más bien, en la banal opacidad del hábito.

Como ocurre en otros libros anteriores, especialmente El rescate del mundo, este poemario de 1972 encamina nuevamente a Rosario Castellanos a una serie de preguntas de carácter conceptual o filosófico mediante una dicción levemente fuera de lugar que pone en tensión la preocupación filosófica. Esta leve dislocación de la preocupación filosófica de Castellanos es posiblemente un efecto del prosaísmo del tono en los entornos cotidianos del hábito y en situaciones del tranque irremediable del sujeto, identificada allí como mujer. Por ejemplo, la última estrofa de “Valium 10”, dirigida a una segunda persona que poco a poco reconocemos como la voz desdoblada del sujeto lírico, el “yo” escindido que se habla a sí misma, dice: “Y tienes la penosa sensación/ de que en el crucigrama se deslizó una errata/ que lo hace irresoluble.// Y deletreas el nombre del CAOS. Y no puedes/ dormir si no destapas/ el frasco de pastillas y si no tragas una/ en la que se condensa,/ químicamente pura, la ordenación del mundo”. Más que de una aventura o un gesto de disidencia basado en el exceso sensorial, lo que el poema destaca es la modificación de los estados de ánimo en una sociedad de consumo, donde la producción de nuevos entornos y formas de vida incluye una abundancia de mercancías narcóticas, una elaborada química de los afectos, de reciente cuño sintético en los grandes laboratorios de la psicofarmacología industrial.

Al menos desde el trabajo clásico de Susan Buck Morss sobre Benjamin y la morfina, varias discusiones acerca de los regímenes de alteración y la experiencia drogada han sugerido que la droga, si bien opera como una figura de la porosidad de los límites entre naturaleza y las lógicas suplementarias del techné, también produce un entramado que vincula vida material, percepción, subjetividad y biopoder. El poema de Castellanos aborda la relación entre las palabras, el cuerpo y un régimen de alteración sensorial, pero no sugiere una elaboración estética de la sustancia que circula ahí, más bien, como un objeto común y corriente de la vida doméstica. Si en el poema emblemático de Julián del Casal, “La canción de la morfina” de 1890, vemos cómo el fármaco trastoca la frontera entre vida natural y artificial, cuerpo y sustancia anestésica, de un modo que altera la sensibilidad y que potencia paradójicamente una forma alternativa de experiencia estética (Contreras y Ramos 2021), en el poema de Castellanos la rutina del valium clausura aquella posibilidad legada por la poesía moderna, su apuesta por la promesa liberadora y la intensificación de la aisthesis.

Ya para el momento en que Rosario Castellanos escribe su poema sobre una píldora de invención reciente, los laboratorios suizos de la Hofman-Roché que sintetizaron el diazepam en una pequeña sucursal de Nueva Jersey, habían consolidado su lugar como una de las Big Pharma, gracias precisamente a las ventas billonarias de la potente pildorita amarilla, el valium 10, antecedida por el librium. En la denominación latina de esta innovadora farmacopea resuenan los grandes valores occidentales de la libertad, el equilibrio, el valor, aunque ahora condensados, como sugiere el verso de Castellanos, en una ordenación química del mundo puesta al alcance de la mano de la ama de casa de las nuevas clases medias.

La píldora amarilla que reemplaza en el poema de Castellanos el diálogo con la Esfinge es el mismo fármaco que había captado la atención de Mick Jagger y Keith Richards unos años antes en “Mother’s Little Helper”, el éxito de 1966 que generó problemas entre los propagandistas médicos de la empresa farmacéutica al ironizar acerca de los usos femeninos del valium, el uso compulsivo y el riesgo de la sobredosis, no ya en los ambientes de la desobediencia farmacológica y los experimentos contraculturales, tampoco en la calle de las ciudades de la Guerra Fría y los nuevos discursos sobre la pobreza, sino en los espacios protegidos de la vida doméstica. Como dice la canción de los Rolling Stones, en esos recintos saturados de nuevos inventos y comidas preparadas, se multiplicaban también las dosis de la benzodiacepina, el tranquilizante sintetizado en los laboratorios de la Roché en 1960, durante el primer periodo de auge de las drogas anti-psicóticas y los anxiolíticos. Aunque las benzos no son de la familia de los anxiolíticos, cobraron sentido y valor como efecto de la economía de las múltiples dolencias psíquicas y afectivas que proliferan en los diagnósticos de la Guerra Fría. El inventor del valium, Leo Sternbach, patentizó más de 200 fórmulas para la Roché, casi todas en el campo emergente de la psicofarmacología, según comprueba su biógrafo. La larga vida profesional de este exiliado judío, nacido en Hungría, educado en Polonia, integrado como investigador de la empresa en Basilea, establecido luego en las sucursales del laboratorio en Nueva Jersey desde 1941, recorre una trayectoria paralela a la de Albert Hofmann, inventor del LSD e investigador inaugural de la potencia psicodélica de los hongos alucinógenos, quien también laboraba bajo los auspicios de un laboratorio industrial. Aunque, claro, Leo Sternbach, el inventor del librium y del valium 10, aparentemente vivió una vida sin excesivos dramas visionarios; pero su invento, entre 1963 y el momento en que se establecen los controles que regularon las ventas masivas del sedante a mediados de la década del 1980, se convirtió en uno de los productos más vendidos en la historia de la industria farmacéutica de los EEUU y el mundo. De cualquier modo, ambos, Sternbach y Hoffman, son figuras de un complejo entorno material, tecnológico, intelectual y cultural cuyos antecedentes remiten al periodo que la historia norteamericana identifica como la era de la revolución científico-tecnológica de fines del siglo XIX; es decir, el mismo entramado que prepara el camino para el inventor Henry Ford, cuya relación con los laboratorios de Parke-Davis y la alteración bioquímica de la vida quedó estéticamente consignada por Diego Rivera en 1933 cuando pinta en Detroit, la ciudad de Henry Ford y de Parke-Davis, sus murales sobre la línea de ensamblaje bajo el régimen laboral fordista. Dicho de otro modo: nos equivocaríamos si identificáramos las modulaciones farmacológicas exclusivamente con la antropotecnia de una era postindustrial o post-fordista (como ocurre en Preciado y B. Berardi) aunque está claro que la producción farmacológica se intensifica y se masifica después de la Segunda Guerra Mundial.

¿Conocería Rosario Castellanos la canción de los Rolling Stones sobre las consumidoras caseras del valium? Es posible, aunque, conviene tener en cuenta que la poesía de Castellanos no destaca por el tipo de trabajo de cita o de apropiación de materiales intervenidos de la industria cultural, una operación formal que observamos con más frecuencia en la antipoesía y el arte de medios de aquellos mismos años. No obstante, sin necesidad de establecer una relación causal entre la canción y el poema, es posible contrastar las posiciones de ambos ante la irrupción de la droga en la vida y el trabajo doméstico.

Para empezar, el poema de Castellanos, desde el comienzo, elabora una zona de intensidad ligada a la escisión o fractura de un sujeto que dialoga consigo misma, como si la inminencia del colapso fuera cosa de la otra en la que se desdobla, y no de sí misma. Lejos del vago estereotipo de la madre-ama de casa –vista por Mick Jagger desde la perspectiva del “hijo” roquero y contracultural– la figura del sujeto femenino en el poema de Castellanos cobra matices precisos en varias referencias a la forma de vida de una mujer intelectual. El “caos” que gradualmente introduce el valium, la errata del crucigrama, los pequeños pero decisivos momentos de amnesia, el black out, impactan la vida de esa subjetividadtransitada por líneas y tensiones múltiples, que se mueve entre el interior doméstico y las obligaciones laborales, o entre la docencia y la escritura para la prensa: “Y lo vives. Y dictas el oficio/ a quienes corresponde. Y das la clase/ lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente./ Y en la noche redactas el texto que la imprenta/ devorará mañana”. La lógica suplementaria del valium aliviana el pasaje de una mujer intelectual entre espacios disímiles, exigencias laborales y cuerpos, como notamos en su mención del “ars magna combinatoria” de la cocinera, la trabajadora doméstica que inscribe en la distribución de las funciones cierto orden, no ya del mundo, aunque sí de los cuerpos jerarquizados en el interior mismo de la casa. Como el valium, la cocinera remite a la lógica suplementaria de la casa como escena de trabajo, donde, a su vez, no queda ya ni rastro de la centralización masculina patriarcal, apenas la memoria del “diamante” perdido, y la presencia de los tres hijos varones que la profesora y escritora intenta controlar: “Y vigilas (oh, sólo por encima)/ la marcha de la casa, la perfecta/ coordinación de múltiples programas”.

Tal como ocurre en el legado moderno de la literatura de la intoxicación y la alteración sensorial, en el poema de Castellanos el fármaco condensa la relación entre la vida, la experiencia sensible y el proceso de inscripción o desborde del sujeto en esos órdenes que conectan la experiencia sensible al gobierno de la vida que gradualmente incluiría también la experiencia afectiva bajo la expansiva mercadotecnia del psico-poder. Lo que no había sido nada frecuente en ese archivo, por cierto, era la escritura de las mujeres ante el proceso extremo de la alteración sensorial. Incluso entre las poéticas de la disidencia farmacológica que identificamos con los movimientos contraculturales de los años 60 (y sus importantes antecedentes modernistas y vanguardistas) son relativamente pocas las escritoras devotas de la épica expansión de la conciencia, al menos en los regímenes de la alteración visible.

Diríamos que el libro de María Moreno, Black Out, de 2016, es una excepción a aquella división del trabajo en los archivos de la literatura drogada o intoxicada, si no fuera porque su formidable relato del exceso etílico en los bordes de la autodestrucción, aunque supone una reflexión intensa, personal, sobre la disidencia contracultural, impactada por la dictadura —sin ser reconocida por las historias de la resistencia o del trauma político—, narra la experiencia extrema del black-out en un entorno intelectual masculino. Allí María casi siempre figura como la única mujer en espacios donde el alcohol circula como una sustancia decisiva en la forma de vida y sociabilidad de un entorno intelectual, ligado especialmente al periodismo en sus zonas más literarias o estético-políticas. En ese sentido, Black Out renueva algunas preguntas sobre la bohemia en la historia latinoamericana, una bohemia siempre puesta en jaque por la moralina cívica como demuestra Mónica Bernabé en su libro sobre las “vidas de artista” en Mariátegui y Valdelomar. De aquí se desprenden por lo menos dos sugerencias: primero, que el alcohol o la droga no es simplemente un punto ciego en una economía anestésica, en la medida en que la sustancia produce o al menos provoca ciertos lazos y vínculos sociales; y segundo, que el acercamiento al papel del alcohol o del fármaco en un entorno, a la hora de investigar un campo literario o intelectual, nos permite pasar de los mapas de ideologías y contenidos representacionales en las disputas por la autoridad o el capital simbólico, a una consideración de la experiencia sensible como aspecto de la vida material y las políticas del cuerpo que intervienen en el ordenamiento y los desbordes del trabajo intelectual.

Antes de publicar “Valium 10” en 1972, Rosario Castellanos había trabajado la cuestión del alcoholismo en el marco de los discursos sobre el vicio y la degeneración en su novela indigenista Balún Canán de 1957. Ahí el alcoholismo de Ernesto, maestro rural blanco, residente en las zonas agrícolas, mayormente indígenas, de Yucatán, corroe las reformas pedagógicas y los proyectos integracionistas de Lázaro Cárdenas que se tematizan en la novela, proyectos para los cuales Castellanos trabajó por varios años. En cambio, el poema “Valium 10” supone una elaboración poética distante ya del análisis de la patología alcohólica como debilidad del ser nacional que anteriormente mantenía una resonancia, un dejo amargo de los discursos de un latinoamericanismo inspirado por las teorías positivistas de la diferencia y la inferioridad racial impulsados por figuras como Francisco Bulnes en sus teorías de la alimentación y las jerarquías raciales bajo el régimen del porfiriato.

“Valium 10” le sigue la pista a un pequeño objeto de cuño industrial reciente, emblemático de un consumo femenino, y explora su impacto en aspectos de vida diaria, en el sueño, en la memoria, en las lógicas del deseo, en la “química pura” del “ordenamiento del mundo”. No me interesa necesariamente el cotejo de un referente autobiográfico en estas palabras, aunque no cabe duda de que el nuevo entramado farmacológico de la vida de la mujer intelectual, pasa ahí por una forma muy básica del entramado de la “vida de intelectual”. Lo que me interesa indicar aquí es la conexión entre ese entramado como forma que cobra la sensibilidad modificada, alterada químicamente, en un entorno de vida intelectual, en los márgenes empíricos de las grandes ideas sobre la “ordenación del mundo” a la que el poema de Castellanos alude irónicamente. No cabe duda, como le recordaba ansiosamente Theodor Adorno a Walter Benjamin después de las primeras entregas de la investigación sobre la vida material de los pasajes parisinos en la época de Baudelaire, que el materialismo benjaminiano corría el peligro de dejar en suspenso la mediación conceptual o teórica.[5] De eso precisamente se trataba, de la puesta en suspenso de la mediación conceptual en los objetos mismos que Benjamin relacionaba con la imagen dialéctica. Es cierto, por otro lado, que la “química pura” del valium en el poema de Castellanos no es un dato ajeno a las mediaciones. Pero lo que sugiere el poema en los últimos versos es que el fármaco introduce una serie de operaciones distintas que desbordan cualquier división clara entre cuerpo y artificio, entre la vida anímica del sujeto y la mercancía narcótica, en un orden industrial propenso al rediseño químico del afecto.


[1] Tal como propone Salvador Gallardo Cabrera en su trabajo sobre Burroughs y la sociedad de control, la discusión teórica sobre las nuevas modulaciones del poder tiene un antecedente literario indiscutible.

[2] Ver también las reflexiones de Mauricio Lazzarato en “Los conceptos de vida y de lo vivo en las sociedades de control” y las de Paul Beatriz Preciado en Testo Yonqui y en sus intervenciones recientes sobre el coronavirus.

[3]Sobre la distinción entre biopolítica y psicopoder, ver B. Stiegler (2011) y Byung-Chul Han (2014).  W. Neidich (2010) discute las derivas de la discusión sobre el neuropoder en la era del capitalismo cognitivo.

[4] Sobre la experimentación anticonceptiva y la biopolitica colonial en Puerto Rico también resulta clave el documental de Ana M. García, La operación [1982]).

[5] Ver las cartas y comentarios de T. W. Adorno (1970) sobre el proyecto benjaminiano de las arcadas de París y el ensayo de la reproducción técnica (pp. 150-175).

Referencias bibliográficas

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El momento gótico de la cultura y el declive de la sociedad liberal

Por: Juan Pablo Davobe

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Juan Pablo Davobe aborda el cuento de Mariana Enríquez “Bajo el agua negra”, incluido en Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Para el autor, los tropos de la conspiración y del monstruo, que en la actualidad forman parte del momento gótico de la cultura, constituyen en el cuento de Enríquez la forma de poner en escena del colapso de la ley liberal y sus modos de representación e individuación.


Espero llegar al tema del dossier al que generosamente me invitaron a participar Daniela Dorfman y los editores de Transas por medio un rodeo, cuya justificación, ojalá, se hará evidente en la lectura

El gótico (en sus variedades, que son legión, dentro y fuera de la ficción) es el modo narrativo contemporáneo por excelencia. Hay señales obvias al respecto: su renovada popularidad; su inédito prestigio cultural (que incluye un prestigio académico que muchas veces sospecho impostado); la persistencia, contra todo pronóstico, de su naturaleza auténticamente contracultural, que ignora las piedades políticas obligatorias de nuestra época, y a sus comisarios de derecha y de izquierda.

Pero el gótico es más que eso. Vivimos (globalmente) lo que llamaré el “momento gótico de la cultura”.  Me explico: vivimos el declive (quizás definitivo, quizás no) del modelo de sociedad republicana liberal que hasta apenas ayer parecía inconmovible y que criticábamos con facilidad y (aparentemente) sin riesgo. Ese modelo parece incapaz de detener el avance de los nuevos fundamentalismos (religiosos o no), los populismos autoritarios de derecha o el creciente iliberalismo de la izquierda de base académica (que se finge anticapitalista, pero cuya versión de la identidad es una exacerbación de la lógica neoliberal de consumo). Una de las razones de esa impotencia es el declive material y simbólico del andamiaje liberal de producción y administración del conocimiento y la ley: universidades, medios de comunicación no facciosos, literatura (como aspiración a un cierto universal, de derecha o de izquierda), producción científica, sistemas de justicia y administración. Algunos celebran este declive. Lo que parece indiscutible es que esas instancias y sus representantes (la así llamada ciudad letrada liberal) están siendo sido reemplazadas por las redes sociales, operadores comunicacionales y burócratas neoliberales que se travisten de guerreros de la justicia social.

Este declive no es, me atrevo a sugerir, una mera oscilación política o cultural, un momento desafortunado que pasará. Corresponde a (o se origina en) el declive de la idea de representación liberal en sus acepciones política, estética, científica, y las correspondientes nociones (o aspiraciones) de la ley como universal de una cultura dada (o de la humanidad en general), del individuo como promesa hacia el futuro, de la sociedad como un lugar en común, compuesto de individuos iguales ante la ley.

El gótico captura de manera plural la ansiedad frente a este momento. Doy un par de mínimos ejemplos. Pensemos en el tropo de la conspiración de alcance local o global, que hoy parece definir el modo de abordar lo político. Esa conspiración puede estar a cargo de una sociedad secreta (los Illuminati, los globalistas, los villanos de Davos, la Comisión Trilateral, los sabios de Sión, el deep state, el Sindicato), una corporación o agencia maligna (Sputnik, la CIA, el Departamento de Estado, Clarín, la Cámpora) o un supervillano en particular (George Soros, Vladimir Putin, Hugo Chávez o, para la derecha argentina, la supervillana histórica: CFK).  No importa si estas teorías son cínicas o ridículas o sus promotores abominables o risibles (Trump, Lilita Carrió, Keiko Fujimori, Jair Bolsonaro). Lo importante es que hasta hace poco habitaban los márgenes desquiciados de la cultura, o eran populares en los X-Files, pero hoy son consumidas por miles de millones en todo el mundo, en todo el espectro político, en todos los grupos sociales. Son consumidas porque dan cuerpo al miedo de que el presente colectivo es una ilusión maligna(en el mejor de los casos) o inhumana, donde la verdad (la realidad) está en otra parte o, probablemente, en ninguna. “The Truth is Out There” (el lema del agente especial Fox Mulder) era aún una expresión épica o melodramática de confianza en la representación y la búsqueda de la verdad, confianza que, colectivamente, hemos perdido (aunque aún la finjamos con estrépito y algo de desesperación).

Pensemos en la construcción del monstruo como tropo cultural, desde los sobrenaturales e inmediatamente reconocibles (el zombi como imagen de lo inhumano de la humanidad en el orden neoliberal) a los más cotidianos (el pibe chorro que “susurra en la oscuridad” su amenaza; el pedófilo que simula por décadas ser un vecino afable o un médico de confianza; el femicida que era públicamente un muchacho ruidoso pero simpático; el asesino serial que se disimula detrás de una estólida respetabilidad). El miedo a esos monstruos erige tabúes, aparatos de seguridad, barreras, rutinas de protección, exorcismos públicos. Estos relatos (reaccionarios o progresistas, racistas o inclusivos) son consumidos porque dan cuerpo al miedo de que la sociedad ha dejado de ser un lugar en común (o nunca lo fue), inteligible y representable, y es en realidad un lugar plagado de secretos, traumas, amenazas y violencia, donde nadie sabe (nadie supo nunca) quién o qué es el otro, en un ciclo creciente de sospecha y purga que va de la celebridad en desgracia a la familia nuclear (cualquier familia nuclear) donde por décadas se ocultó el abusador sexual.    

Me gustaría mostrar cómo esto se pone en escena en la ficción por medio del rápido examen de un cuento de Mariana Enriquez, “Bajo el agua negra”, incluido en Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Este cuento es particularmente importante porque los tropos que arriba describí son los que permiten la puesta en escena del colapso de la idea (el ideal) de la ley liberal y sus modos de representación e individuación. Y porque el cuento (como toda la mejor obra de Mariana Enriquez) se instala en el núcleo inhabitable del dilema que el fin de la sociedad liberal representa para aquellos que somos sus creaturas.

Marina Pinat es la protagonista del cuento. Ella es una profesional sobresaliente en lo que hace, educada y ferozmente independiente. Su elección profesional está imbuida de un sentido de responsabilidad cívica y de justicia social. Es una fiscal en lo criminal y, en tanto que tal, debe investigar un episodio de brutalidad policial. Yamil Corvalán y Emanuel López, dos chicos de la Villa Moreno, al lado del Riachuelo, fueron secuestrados por la policía (por razones que nunca se aclaran) y arrojados al Riachuelo, donde murieron ahogados (o quizás no, nos enteramos después). El cuento, como tantos cuentos de horror gótico, narra una investigación y la catástrofe que le sigue. Esa catástrofe tiene lugar no porque la investigación fracase, sino porque tiene éxito más allá de sus términos iniciales. Ese éxito, en este cuento, es la experiencia del horror, actual o inminente.

Marina, al inicio, aparece investida de todas las garantías simbólicas que brindan las diferentes acepciones modernas de la noción de representación.[1] Como miembro del Poder Judicial, es representante de la ley del Estado (del que es parte). Pero no como una mera burócrata: para Marina, la ley del Estado es una noción moral hecha cuerpo (en el Estado primero, en ella secundariamente), la ley que tiene fuerza de ley porque es idéntica a la justicia, antes que al aparato de justicia.  Aplicada con integridad, la ley que guía la investigación no solo llega a la verdad (encuentra al delincuente) y asegura el castigo, sino que (idealmente) restaña el cuerpo de lo social, como lugar en común de iguales. Yamil y Emanuel están muertos. Y eran jóvenes marginales, probablemente criminales, seguramente más oscuros de lo conveniente en un encuentro con la policía. Pero es en representación de ellos que Marina busca a los culpables de su muerte, sin consideración de etnia, estatus social o legal. Ese es el segundo sentido del término representación en el cuento: Marina investiga para restaurar la justicia en nombre (en representación) de los muertos, por una parte, y de la sociedad en general de la que tanto ella como los muertos son copartícipes, por otra. Encontrar a los culpables es restaurar, más allá de la muerte, el nexo vital entre grupos diferentes de la sociedad civil, y entre la sociedad civil y el Estado que la brutalidad policial (que es también cultural y de clase) destruyó.

Marina es buena en su trabajo (y lo sabe) porque, más allá de las obvias diferencias entre ella y los muchachos muertos, entiende (cree que entiende) la villa, puede empatizar con sus habitantes, tiene contactos, puede salir y entrar sola, sabe (o cree saber) hablar con los villeros. Marina es una buena representante porque puede representarse (estética e intelectualmente) un mundo que no es el suyo.

Y además: el cuento empieza con la confrontación entre Marina y el policía a quien ella acusa (con pruebas) de haber matado a los dos muchachos. El policía (un estereotipo del “chancho”) entra a la indagación sin ninguna inquietud y con notorio desdén. No solo confía en que el caso contra él no va a prosperar. Desprecia a Marina, y lo demuestra. La desprecia por mujer, por tener más poder que él, por ser de clase media alta, por ser un bleeding heart que se mete donde no debe y se ocupa de dos escorias como Yamil y Emanuel, por ser una mera turista en la villa. Marina entiende, acepta y redobla el desafío (nada tácito) del policía. El caso es, a partir de esa confrontación, también personal y, a su vez, político por la mediación de lo personal: Marina le enseñará a ese policía quién es quién, por ella, y en representación de todas las mujeres que, por generaciones, tuvieron que sufrir, sin poder reaccionar, este tipo de abusos y desdenes.

Así, por la multifacética representación inscripta en la ley del Estado, y por la capacidad de representación intelectual y estética inscripta en el lenguaje (y sus modos discursivos, que incluyen la ley, claro), y en el cuerpo en tanto lenguaje, la sociedad puede advenir a la existencia o restañar las grietas que crearon la incomprensión y el conflicto. Marina, sin saberlo o apenas sospechándolo, encarna esta exaltada aspiración de la cultura moderna liberal. Pero “Bajo el agua negra” no es una épica de la ley liberal y los modos de representación modernos. No es tampoco una elegía. Es un cuento de horror.

Inmediatamente después de la entrevista con el policía, una chica de la villa entra a su despacho y le cuenta que Emanuel no murió, o que murió y volvió de entre los muertos para anunciar una Buena Nueva y que, para sorpresa de Marina, conocerla. La chica, además de ser adicta terminal al paco, parece sufrir raras mutaciones, que le dan al cuerpo una apariencia ambigua, anfibia. Marina las atribuye a la prolongada exposición a la contaminación del Riachuelo. El lector de “The Shadow over Innsmouth”, de H.P. Lovecraft, puede identificar otras posibilidades, más perturbadoras. Intrigada por esta entrevista, pero como parte de su investigación, Marina llama a sus contactos en la villa (el padre Francisco, el comedor comunitario de la villa). No tiene suerte, por lo que decide ir ella misma. Confía en su conocimiento de la villa y sus hábitos (pero va armada, por las dudas). A su llegada, una serie de eventos paulatinamente más y más ominosos se suceden: el incomprensible silencio de la villa, normalmente bulliciosa; la aparición de un niño, con deformidades similares a las de la muchacha en su oficina y que repite una frase que el lector de “The Call of Chthulu” reconocerá, algo modificada: “En su casa el muerto espera soñando”. La capilla donde oficia su amigo el padre Francisco está dilapidada o profanada. En ella, la inscripción YAINGNGAHYOG-SOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG brinda al lector advertido la tercera indicación sobre los sucesos que Marina no alcanza a descifrar. El padre Francisco, notoriamente quebrado, le cuenta una historia que puede ser una revelación o un delirio, o ambas cosas a la vez. Emanuel, dice Francisco, ha vuelto, a anunciar el advenimiento de otro dios, el que vive en el lecho tóxico del Riachuelo, que Emanuel encontró (estaba destinado a encontrar) y cuya emergencia es inminente (y, para la humanidad, fatal). La contaminación del Riachuelo no es un accidente: es (fue) el multisecular intento de “alguien” de mantener a eso que vive bajo el agua negra prisionero. A continuación, se suicida con el arma de Marina. Pero ella no tiene tiempo de pensar en lo que Francisco le dijo o en su muerte. La distrae el bullicio de una procesión de villeros (que incluye al policía que mató a Emanuel y Yamil) que llevan a Emanuel en lo alto, en una cama. Marina, que no puede o quiere determinar si el cuerpo en lo alto está vivo o no (solo ve la mano, que es, como corresponde al género, la misma mano que vio en un sueño premonitorio), decide escapar. Nadie la detiene. En su carrera pánica ve, con el rabillo del ojo, que el río, de manera anómala (pero a esta altura del cuento, previsible), sube de nivel y se hincha en el centro del cauce, como si algo estuviera a punto de emerger.

Hay, como es el caso en tantos cuentos de horror gótico, dos interpretaciones posibles (el cuento nos invita a considerar las dos, sin decidir por una u otra). Una, la sobrenatural y apocalíptica. Emanuel sí volvió de los muertos, Yog-Sothoth sí está emergiendo del fondo del Riachuelo, el fin de la humanidad (con la excepción de los villeros de la Villa Moreno) es inevitable. Esta interpretación hace de este cuento una de las mejores adaptaciones de H.P. Lovecraft en castellano.

Pero hay otra interpretación posible, extraña pero no sobrenatural y quizás aún más perturbadora. Algo de imaginación por fuera de lo que el cuento nos brinda directamente es necesaria: el culto de Emanuel como el enviado de Yog-Sothoth no es “literal”, pero sí muy real. Alguien en la villa leyó H.P. Lovecraft y a partir de allí tejió un mito que es un sueño de justicia y venganza contra los opresores de décadas, siglos. Un sueño milenarista de justicia social, donde Emanuel anuncia el nuevo reino donde los últimos serán los primeros, bajo la égida del nuevo soberano, Yog-Sothoth.

Marina es una campeona de la justicia social en su versión liberal, y sueña y busca integrar a la villa a las garantías imperfectas de la ley liberal. Emanuel es un campeón de la justicia social en la versión atronadora de Yog-Sothoth, donde el sueño no es la integración, y la ley proclama la infinita venganza divina. Ante estas dos posibilidades, la opción de los habitantes de la villa es clara.

Por la promesa del Nuevo Reino, la nueva ley, los oprimidos y humillados no son los olvidados de la Historia. Son, secretamente, el Pueblo Elegido del Dios, para mantener viva su memoria y propiciar el advenimiento. 

Por la promesa del Nuevo Reino, la nueva ley, las brutales deformaciones que dan a los villeros un aspecto híbrido, menos o más que humanos, no son la huella humillante de un abandono que parece perpetuo. Son la Marca del Pueblo Elegido, la inscripción de la nueva ley en los cuerpos de aquellos que sobrevivirán al Fin (o al nuevo Comienzo).

Marina y Francisco son los portadores de los antiguos libros de la ley (los códigos, la Biblia). Francisco no puede tolerar su colapso, y se suicida. No sabemos qué hará Marina. Sospechamos, sí, que escapará de la villa, por designio de Emanuel, y será aquella quien tendrá sobre sí el peso de atestiguar ante los suyos el poder aterrador y la verdad de la Nueva Ley. El destino de Francisco, en comparación, parece del todo envidiable.

Si suscribimos a esta interpretación posible, el cuento, además de una adaptación de Lovecraft mucho mejor de lo que podíamos imaginar, es también una crítica feroz, pero trágica, de las ilusiones de la ley liberal (en sus versiones clásica o progresista), pero también de las ilusiones del culturalismo populista (que construye una versión de lo popular apacible y acomodaticia). Esa doble crítica, que no ofrece una salida o una solución es un rasgo (el rasgo, quizás) que hace de Mariana Enríquez la escritora que es.

Y esa es la promesa, o la amenaza, llevada a su extremo de pesadilla, del momento gótico de la cultura.


[1] Una buena presentación de esas diversas acepciones se puede encontrar en el volumen de Mónica Brito Vieira y David Runciman Representation (2008).

Lengua negra, discursos blancos: cuando las palabras importan pero no bastan en la lucha contra el racismo

Por: Juan R. Valdez

Juan R. Valdez reflexiona en este ensayo sobre cómo se racializa lo lingüístico. Partiendo del linchamiento de George Floyd en mayo de 2020 y de su propia experiencia como un autor afrodescendiente de origen dominicano y bilingüe, hijo de migrantes y criado en Nueva York, Valdez aborda aquí las relaciones entre lo lingüístico, lo racial y la identidad, y sus implicaciones en la política y la gestión pedagógica. Para hacerlo, se pregunta cuáles son los nuevos conflictos raciales y cómo los principales proyectos de integración lingüística en Latinoamérica han incorporado o ignorado lo racial.


En oficina del rey en Madrid me sucedió entrar, y diciendo que era americano se quedaron admirados: pues usted no es negro, me decían

Fray Servando Teresa de Mier, Memorias

¿Son ustedes dominicanos? ¡Pues qué bien hablan español!

Profesoras españolas de una universidad en EEUU a mí y a mi colega dominicano en un congreso de estudios caribeños en Cartagena, Colombia

El linchamiento de George Floyd, el hombre afroamericano estrangulado por el policía blanco Derek Chauvin en Minnesota el 25 de mayo de 2020, hizo estallar nuestras frustraciones en la lucha por la justicia racial de forma inédita. Por varias semanas, asumiendo los riesgos corporales, nos unimos y nos interpusimos a la guerra global contra los cuerpos negros. Se dieron muchas conversaciones estimulantes. Por un instante parecía como si finalmente hubiese llegado el cambio sísmico esperado. Pero al volver a nuestros afanes de costumbre, a la complacencia, al cruce de brazos y ese hablar sin escucharnos, la disparidad racial y la ignorancia siguen atrincherándose.

Aprovecho esta oportunidad para retomar algunas inquietudes, ideas y reflexiones sobre el vínculo entre lo lingüístico, lo racial y la identidad y sus implicaciones en la política y gestión pedagógica.[i] Las siguientes preguntas orientan mi ensayo: ¿Cuáles son los nuevos conflictos raciales? ¿Cómo los principales proyectos de integración lingüística en Latinoamérica han incorporado o ignorado lo racial? ¿Qué orientación teórica sobre la racialización, la identidad y las política lingüísticas y educativas resulta más adecuada para nuestros fines en estos tiempos de crisis?

A modo de hipótesis, propongo que el racismo antinegro actual es un virus particular cuya trasmisión aprovecha la circulación de las ideologías lingüísticas pero que también depende de la economía de afecto, esas indeterminadas estructuras de sentimiento y el caos pasional que definen gran parte de nuestras vidas, relaciones y experiencias. Dicha dimensión subjetiva debe abordarse con pedagogías afectivas radicales y no solamente con la lógica semiótica y modelos cognitivos.

Debo dejar claro desde el principio que mis inquietudes en relación con el racismo y el chovinismo lingüístico no son tan solo teóricas. Soy afrodescendiente de origen dominicano, persona bilingüe, hijo de migrantes y criado en Nueva York. En varias ocasiones, la integridad de mi pellejo ha dependido de mi aguda conciencia de que el racismo se sufre en carne y hueso y también de nunca dejar de ser consciente de mi entorno.

(En Madrid) ¡No queremos rappers!

Un sinnúmero de veces en distintas partes del mundo he tenido que solventar el peligro y vivir en carne propia esas apesadumbradas experiencias en las que un individuo o un grupo me ha detenido, interrogado, amenazado o rechazado porque a su vista no le cuadra mi perfil fenotípico, mi habla o modo de expresión, la mochila de diferencias que cargo conmigo. Una vez en un bar de un barrio en Madrid donde me encontraba entró una banda de ultras del Futbol Club Real Madrid. Mientras unos iban destrozando el amueblado y la decoración del bar, un grupito agresivamente me rodeó gritando a coro:

No queremos rappers.

No queremos rappers.

No queremos rappers.

Yo estaba allí con mi chaqueta de cuero, mi gorra de beisbol, y mi tumbao, “con un flow bien natural”, como dice Tito el Bambino en su canción “El Patrón”. En cuestión de segundos, arrebatados por mi piel negra y mi look, con un esquema de elementos visuales y sonoros me construyeron como rapero. Para alimentar más aun su agresión, esperaban una de dos reacciones de mí: que me acobardara o me enfureciera. Pero me mantuve firme e inmutable. No esperaban chocarse con mi impasividad constante. Se agotó su cántico y los vi alejarse medio decepcionados.

Escogí el epígrafe y las anécdotas de arriba para iniciar este ensayo porque encuadran dos escenarios políticos fundamentales donde convergen y chocan las diferencias lingüísticas y raciales y, además, porque nos permiten ver como se mezclan la admiración, el asombro, el prejuicio y la ignorancia con el deseo de excluir al “otro”. La remembranza de Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827), el excéntrico fraile revolucionario que pasó la mitad de su vida entrando y saliendo de calabozos en la lucha por la independencia mexicana, y la personal mía subrayan un fenómeno en el cual convergen lo visual y lo sonoro, lo racial y lo lingüístico.

La admiración, el desprecio y el miedo que expresan algunas personas ante las facciones, la voz o cualquier otra característica del “otro” son el resultado de muchos factores, pero especialmente de esa mezcla de ignorancia y prejuicio que fundamenta muchos de los conflictos sociales que más nos impactan. La cuestión lingüístico-racial aparece en los análisis de Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952) al reflexionar sobre lo que él llamó “la relación de sustento entre lengua y grupo” (62). Sin embargo, los análisis de Fanon más bien se enfocaron directamente en las diversas formas que la mirada blanca fija la identidad del otro, distorsionándolo: “Pero allá abajo en la otra ladera, tropiezo y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fija, en el sentido que se fija una preparación para un colorante” (110). Ahora nos toca ir más allá de la dinámica óptico-epidermal, “el esquema histórico-racial” (en palabras de Fanon), para explicar los procesos que sellan la negritud en sí misma, convirtiéndola en blanco del racismo. “La racialización lingüística” es el nombre con que la sociolingüística crítica recientemente ha catalogado la convergencia problemática de lo lingüístico-racial.

¿Cómo se racializa lo lingüístico? En principio, se vinculan ideas sobre lenguaje con lo racial a la vez que se insiste en que ambos son fenómenos naturales. Para muchas personas, “la raza” y “la lengua” son fenómenos naturales y no resultados de procesos de educación y dominación de sujetos dentro de relaciones de convivencia, dominación y resistencia. Se insiste en que, como fenómenos naturales, hay lenguas puras e impuras, superiores e inferiores, independientemente del valor del individuo y sus atributos intelectuales y morales.

En mi libro En busca de la identidad (2015), expliqué cuáles son algunos de los procesos semióticos-antropológicos específicos que subyacen tales percepciones y representaciones como las que elaboró Pedro Henríquez Ureña en sus obras filológicas y lingüísticas donde mantuvo que la raza negra nunca ha predominado en la República Dominicana y la lengua castellana se conserva pura: “Nunca ha existido, ni existe, dialecto negro en la República. Al contrario, Santo Domingo pertenece a la sección de América donde la lengua se mantiene más cercana a sus orígenes castellanos” (Henríquez Ureña 1919: 50). Como podemos ver, aun las mentes más brillantes y las almas más sensitivas de la filología latinoamericana y latinoamericanista, incorporaron esa noción de pureza proveniente del concepto de pureza de sangre del racismo colonial. En su diálogo con la historia y la cultura, la mayoría de los críticos y las investigadoras latinoamericanas le dedican poco espacio al examen del racismo epistemológico, perpetuando la negación de la discriminación racial y el racismo en América Latina.

Los “palestinos” de Cuba y las nuevas formas del racismo

Obviamente, los cambios y las luchas sociales del último siglo han producido una evolución en la manifestación y nuestra conciencia del racismo como ideología y práctica. Antes, en la era del racismo basado en castas, el esquema de desigualdad se basaba en la división anatómica y fenotípicamente aproximada de los seres humanos, vinculando los colores de piel con determinadas posiciones socioeconómicas. Pero no siempre es fácil sostener el antiguo sistema de discriminación. Las nuevas formas y prácticas del racismo son tan sutiles que pasan desapercibidas. Se materializan en construcciones casi imperceptibles como las del comentario de una mujer blanca educada en universidades de élites quien dice a una amiga y en frente de su hija menor, refiriéndose a su masajista privada: “esa negrita es pequeña, pero tiene una fuerza”. No se trata de un insulto, por sí mismo, pero su comentario, mediante del uso del diminutivo, exagera la potencia física de la persona en cuestión a la vez que la disminuye como sujeto político. Existen varias formas de racializar los cuerpos. Y los trabajos de investigadoras como la peruana Virginia Zavala nos ayudan a entender como lo lingüístico e incluso el silencio definitivamente juegan papeles clave en los nuevos paradigmas de desigualdad.

En los nuevos contextos del racismo, se recurre a un rasgo lingüístico como un indicador de raza, de pertenencia a un grupo. Es decir, una determinada característica lingüística se percibe como un elemento trasmisor de la esencia social o singularidad política de un determinado grupo. En La Habana, por ejemplo, se utiliza el término peyorativo “palestinos” para referirse a las personas provenientes de Santiago de Cuba, Guantánamo y otras provincias de Oriente. Como tantos países en América Latina en el siglo veinte, Cuba recibió su flujo de inmigración árabe. Pero esta categoría de “otredad” local emerge como resultado de las crisis y los problemas internos de la sociedad cubana. En principio, se emplea el término “palestino” para identificar a las personas de las provincias de Oriente, ya sean blancas, negras o mestizas, que viven en la Habana sin permiso legal y en las condiciones más precarias. Típicamente, se utilizan varias marcas para identificar a estas personas, pero especialmente su condición económica y su repertorio lingüístico adquieren relevancia. Así lo documentó la joven investigadora puertorriqueña Nadja Fúster (2012: 105) en su estudio de campo:

Nos dicen allá palestino. Pero a mí no me decían palestino, porque yo estuve en La Habana y yo andaba con los habaneros y me eduqué. Me eduqué hablando igual que ellos. Pero ya aquí perdí esa educación de hablar habanero y ahora hablo oriental, chabacán (Santiaguero, 44 años).

Otra marca fundamental es el color de la piel. En un determinado momento, el término “palestino” dejó de ser adjetivo para convertirse en un sustantivo. Y en ese proceso de normalización sociolingüística, adquirió y reforzó los matices raciales, de los cuales ahora depende su significado completo. Así lo entienden intuitivamente las cubanas y los cubanos en la Habana en sus afanes y conflictos diarios: “lo único que tenía que hacer era no abrir la boca, entonces pasaba por un blanquito habanero y ya los policías no pedían el carnet de identidad” (Yordanis, joven cubano de Oriente, citado en Pérez Chang (2020)). Aquí hay mucho que desempacar, pero, en resumidas cuentas, el efecto que tiene el silencio del joven de Oriente en la percepción racializada de los policías es el del blanqueamiento de su perfil lingüístico. Su silencio facilita la combinación de percepciones lingüísticas con impresiones fenotípicas y prejuicios. He tratado de explicar y ejemplificar el concepto racializado de palestino en conferencias donde me he encontrado con colegas lingüistas cubanas y cubanos que alegan que, si bien el término es peyorativo, no constituye una categoría racializada porque en Cuba se eliminó el racismo. Sin embargo, durante mis dos viajes a La Habana, en distintos contextos, a varias cubanas y cubanos me han construido como “palestino” y “negrón”.

Por supuesto otras voces discrepan de la conclusión negacionista. El crítico literario afrocubano Roberto Zurbano (2014), por ejemplo, destaca los silencios que se arrastran en torno a los temas de lo negro y la discriminación en Cuba:

durante una buena parte de nuestras vidas, de nuestras relaciones personales, en centros de estudio y trabajo entre colegas, amistades, familiares, etc. De eso no se habla mucho, pero es una tensión sorda que se produce al interior de nuestras vidas por la presión social que significa ser negro en contextos donde somos objetos de interiorización, chistes cotidianos, estereotipos, caricaturas y, sobre todo, exclusiones y marginaciones solapadas o sofisticadas (20). 

¡Nada más difícil que hablar de prejuicios raciales y su colindancia con la distribución del valor o la norma lingüística! Hablar de lo racial entre la gente con cierta sensibilidad o compromisos políticos resulta algo emocionalmente super cargado y explosivo. Se piensa que es preferible evitarlo a todo costo.

Las nuevas prácticas de discriminación en la sociedad llamada “posracial”

Por un lado, el fenómeno de racialización lingüística se efectúa entre los hablantes que explícita o indirectamente atribuyen cualidades étnico-raciales a rasgos lingüísticos tales como el acento: “no sabe ni hablar; es un naco”. Según Batalla Bonfil (1987: 82-89), en el contexto mexicano la palabra “naco” designa al indio con un “contenido peyorativo, discriminador, racista”. También se aplica a los habitantes urbanos, “a los que se atribuyen gustos y actitudes que son una grotesca imitación del comportamiento cosmopolita al que aspiran las élites”. Por otro lado, las personas que quieren evitar ser acusadas de discriminación racial, muchas veces justifican su rechazo de ciertos individuos y grupos alegando la diferencia lingüística como el único criterio empleado, pero utilizando rasgos raciales para precisamente describir esa diferencia lingüística: “¡Usted no entiende! ¿Es usted haitiano?” Con frecuencia se pueden escuchar esta exclamación y pregunta retórica en la República Dominicana ante un potencial desacuerdo entre interlocutores. En este contexto, designar al otro como “haitiano”, sin serlo, es rechazarlo como indeseable, atribuyéndole varias marcas racializadas: distinto, extranjero, negro, estúpido y mal hablante del español. En teoría, evitar o circunvenir el concepto de “raza” implica la posibilidad de evitar la identificación exclusiva, la marginación, el chovinismo, el prejuicio y la tragedia de las sociedades que se imaginan como destinadas al fracaso político. Además, según la ideología de la sociedad llamada “posracial”, es posible indemnizar al individuo de los daños causados por el racismo de antaño u otros prejuicios sociales mediante el presumible efecto nivelador de la adquisición de la lengua estándar o de la lengua del poder. Pero la indemnización posracial y nivelación lingüística de la ciudadanía constituyen un mito, una ficción. Una se puede educar y aprender a usar el registro lingüístico dominante, el discurso blanco, pero eso no garantiza el éxito en las relaciones ni la pertenencia.

En las nuevas prácticas de discriminación, una palabra, una pronunciación, se racializan cuando los interlocutores las hacen corresponder con aspectos raciales y subsiguientemente con el esquema de desigualdad dominante. Es decir, las personas ahora tienden a enfocarse más en las diferencias lingüísticas y el uso del lenguaje, inyectándoles nociones racistas o con fines racistas, es decir, para excluir a determinados sujetos del repartimiento de las oportunidades y los privilegios.

Las palabras y las formas de hablar adquieren significados racializados que transforman a un determinado enunciado en marca de superioridad o inferioridad intelectual o cultural. Así escuchamos a los hablantes del español caribeño decir cosas como: “el negro cuando abre la boca e pa mete la pata;” o a los jóvenes marginados en Buenos Aires hacer los siguientes comentarios en los medios sociales hasta donde arrastran sus rencillas urbanas: “estoy podrido de escuchar ese idioma horrible y cavernícola que no entiendo y no quiero aprender el dialecto de los negros villeros”. Sin olvidar toda la historia argentina de extinción racial de donde se derivan estos términos, aquí entra en juego una paradoja muy particular. Se trata de una situación contradictoria en la cual jóvenes ya marginados reelaboran una categoría de identidad entre ellos que típicamente se usa para marcar desde arriba y desde afuera al otro. En este caso, “negros villeros” es una categoría de identidad que articula a “ellos”, “nosotros” e incluso al “otro nosotros”. En definitiva, nuestras ideas sobre lo racial intervienen en como percibimos, valoramos y tratamos a nuestras interlocutoras y sus formas de expresión y como desplegamos nuestros propios repertorios lingüísticos. Pero no se trata tan solamente de la articulación de un contenido ideológico. El racismo imperante de nuestras sociedades trasmitido de generación a generación, modela la percepción y la sensibilidad misma.

Todo lo lingüístico está sujeto a la variación constante según las necesidades de sus usuarios. Por lo tanto, el lenguaje es también afectado por el racismo al necesitar los hablantes nuevas palabras y expresiones que les permitan entender, describir, negociar y resistir las situaciones sociales definidas por las divisiones raciales que existen. Como pudimos apreciar en el caso del joven cubano Yodarnis, lo racial se percibe como algo lingüísticamente audible o representable. Por eso existe un léxico racial (negro, blanco, mulato, indio, mestizo, cuarterón, octavón, etcétera) que está basado en el fenotipo y que heredamos del colonialismo. Pero en otros contextos emergen nuevos usos que aprovechan la polivalencia semántica, la derivación o composición morfológicas y los recursos sintácticos, resultando en nuevas formas de hablar de la raza. Por ejemplo, en Cuba, el lexicógrafo cubano Carlos Paz Pérez ha documentado el uso del adjetivo “adelantá” o “adelantao” para describir a la persona mestiza “casi blanca”. También encontramos la palabra compuesta “sacatrás” que significa un “mestizo” o una “mulato” que pese al número de ancestros blancos tiene la piel oscura. Estas expresiones se emplean para identificar y describir la variedad de prácticas sociales y categorías de personas racializadas. Por lo tanto, las investigadoras de la raciolingüística sugieren recurrir a teorías raciales para poder entender como la variación sociolingüística se vincula con procesos sociales y políticos.

La “raza latina” y los latinoamericanismos

Acaso los negacionistas o ingenuos insistirán que estos fenómenos de racialización lingüística solo se dan entre los más viles racistas o la gente ignorante. Pero de este fenómeno tampoco están absueltos los amantes de la palabra, los filólogos, ni los “expertos” de la lengua, los lingüistas. Como sugerí al principio, importantes filólogos tales como Pedro Henríquez Ureña intentaron rechazar categóricamente el concepto antropológico de “raza” por su “flagrante inexactitud” insistiendo que: “lo que une y unifica a esta raza, no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad del idioma” (Henríquez Ureña 1989). De nuevo nos encontramos ante la idea de que la elocuencia y la lealtad lingüística nos salvarán.

En el caso dominicano, al no poder acomodar fácilmente otras diferencias socioculturales dentro de las modernizantes teorías de la nación, Henríquez Ureña acabó racializando el idioma. La urgencia de reemplazar el concepto de la raza con el lingüístico motivó a filólogos tales como Henríquez Ureña a priorizar la herencia lingüística del latín que comparten los hispanoparlantes y a argumentar (junto con Sarmiento) que “pertenecemos a la Romanía, a la familia latina o, como dice la manoseada y discutida fórmula a la raza latina” (1989: 13). Esa es una de las grandes paradojas del utopismo latinoamericanista de Henríquez Ureña, paradoja que él mismo llegó a reconocer al final de su vida y obra. El utopismo latinoamericanista supone modelos de integración que sin embargo niegan o subsumen las diferencias raciales.

En la lingüística aplicada al ámbito hispánico, estos fenómenos que acabo de describir en conjunto se consideran problemas menores, un simple problema de actitudes, es decir, posiciones personales o aspecto idiosincrático. Según la mayoría de los lingüistas hispánicos que dominan los espacios académicos, sería posible resolver estos problemas obligando a los maestros y alumnos a seguir las normas lingüísticas y las apreciaciones dialectales señaladas por los especialistas indicados. Según estos especialistas, es cuestión de poner atención a los lingüistas cuando nos dicen que todas las hablas son igualmente valiosas siempre y cuando cada una se restrinja al contexto que le corresponde. La conclusión del lingüista dominicano Orlando Alba (2009) ilustra esta perspectiva de la lingüística hispánica contemporánea:

El citado complejo de inferioridad [lingüística de muchos dominicanos] no parece basarse en cusas internas, sino en creencias motivadas a veces por la ignorancia y otras veces por realidades extralingüísticas, como pueden ser la falta de prestigio social, el escaso poder económico o el bajo nivel de educación de los hablantes (78).

A pesar de que inicialmente Alba plantea la cuestión de lo racial en el contexto dominicano, nótese que en esta lista final de realidades extralingüísticas se omite las consideraciones raciales. Este es el patrón. La opción de profundizar en estos problemas más allá de sus aspectos superficiales queda descartada de la lingüística dominante.

Demos un par de pasos atrás. Al principio, para introducir el concepto de las ideologías racializadas hablé de “cambios” y “evolución” pero estas nociones no son del todo nuevas. Cambian parcialmente, pero retienen características y reproducen metáforas de antaño. Si bien la sociolingüística norteamericana contemporánea hoy nos ha dado muchos recursos para examinar lo racial en lo lingüístico y en la interacción social, lo cierto es que la dimensión raciolingüística ha sido esbozada en otros contextos y en otros tiempos por astutos observadores. Por ejemplo, hay agudas observaciones sobre la relación entre la lengua y la raza en las obras de Frederick Douglas, W. E. B. Du Bois, James Weldon Johnson[ii], Toni Morrison y otras escritoras, que nos invitan a interrogar estos problemas en EEUU. Estos escritores afroestadounidenses conocieron el régimen esclavista y sus secuelas en carne propia y escribieron textos que son fundamentales para entender la brutalidad del racismo antinegro y la lucha política que ha requerido su erradicación parcial. Pero no hay que ir tan lejos para encontrar reflexiones sensibles al vínculo entre lo lingüístico y lo racial. Limitémonos a esferas del latinoamericanismo. La representación que destaqué arriba cuando me réferi al contexto argentino, construye la diversidad lingüística urbana como un derivado orgánico patológico, como una monstruosidad. Precisamente, esta representación tiene sus antecedentes en la historia latinoamericana y ha sido bien estudiada.

En su extraordinario ensayo “El don de la lengua”, Julio Ramos analizó algunas de estas paradojas del latinoamericanismo. Ramos interrogó el modo en que Andrés Bello en su Gramática concibió a la lengua “como un cuerpo viviente”, y cómo había que proteger a dicho cuerpo, sobre todo, de la “multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros” (Bello 2001: 33). Como hombre ilustrado, Bello teorizaba la lengua como un espacio de ciudadanía y campo de revolución democrática, pero, asimismo, obró intelectual y discursivamente en aras de reunir y normalizar todos los elementos dispersos de la sociedad latinoamericana para la constitución política moderna y poder alcanzar el progreso económico del estado. Por lo tanto, su preocupación por la integridad orgánica lingüística se vincula a ese afán iluminista por derribar “los estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional” (Bello 2001: 33).

Y si Bello pedía tolerancia para ciertas divergencias lingüísticas continentales era siempre y cuando la divergencia en cuestión fuese patrocinada por “la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada”, las élites. Por lo tanto, su zona de tolerancia lingüística dejaba fuera a la gran mayoría, a las poblaciones sin acceso a las escuelas y las letras, los indígenas y afrodescendientes. Por más fundacional que sea la figura de Bello en el establecimiento de la independencia intelectual latinoamericana, ese criterio discriminatorio es también parte del legado bellista. A pesar de reconocer el peso del mestizaje en la cultura continental, Bello no lo promovió. Sin perder de vista sus aportes monumentales, contradicciones y todo, las ideas raciales y lingüísticas de Andrés Bello, su pensamiento raciolingüístico, se vinculan a la política de exterminio de las poblaciones racializadas, las indígenas y las negras. Bello retomó la metáfora de la lengua como cuerpo viviente, metáfora derivada de discursos iluministas europeos que se adopta y se adapta en la elaboración de los distintos latinoamericanismos políticos y culturales, incluyendo a los de carácter racista que aún nos impactan. En otro texto pertinente, Ramos (2006a) apuntó como varios de los discursos fundacionales del latinoamericano se modelan en “la moralidad, la racionalidad, la lengua y la blancura de los que representan” (54).

Simón Rodríguez, educador popular y latinoamericanista sin par

Si la visión de Bello de la sociedad latinoamericana se derivaba de su concepto del orden y dejaba fuera a los grupos minorizados, el proyecto cultural de su contemporáneo, el filósofo, educador y también maestro venezolano de Simón Bolívar, Simón Rodríguez (1769-1854) giraba en torno a otro principio, el de la inclusión. La vida y obra ejemplares de Simón Rodríguez son menos conocidas. “El Sócrates de Caracas” se interesó mucho por las diferencias raciales y culturales. Fue uno de los primeros en América Latina en rechazar el discurso colonial de la inferioridad y esbozar el marco de una democracia racial y lingüística. Simón Rodríguez elaboró un discurso pedagógico radical y practicó una pedagogía enfocada en el desarrollo de una ciudadanía pragmática e inclusiva que abrazara a las poblaciones indígenas, negras y mezcladas y que cultivara la convivencia social.

Si bien este genial e inverosímil intelectual ha sido olvidado por el latinoamericanismo oficial, algunos escritores y pensadores importantes lo han recordado favorablemente como quizás la figura latinoamericanista más alternativa. Luego de José Lezama Lima en La expresión americana, Ángel Rama volvió a estudiarlo en La ciudad letrada. Simón Rodríguez fue un latinoamericanista y un educador singular. Estuvo casado con una mujer indígena con la cual tuvo dos hijos mestizos. Sus escuelas fueron las primeras en integrar a niñas y reclutar a huérfanos. Su biógrafo más entusiasta, el chileno Miguel Luis Amunátegui (1901), nos contó como Simón Rodríguez insistía en que el fin de la sociabilidad era hacer menos penosa la vida y que había que enseñar a los lectores el modo de alcanzar la felicidad. Ángel Rama destacó como Simón Rodríguez estableció un paralelismo novísimo entre el gobierno y la lengua, en el cual enfatizaba la originalidad y la fluidez de las formas nativas americanas. Simón Rodríguez elaboró un discurso lingüístico-cultural progresista que se correspondió con su afecto singular, acciones coherentes y ética personal, ética que, aun con el apoyo de Simón Bolivar, le costó bastante dificultades en su gestión ante los poderes emergentes en los diversos países independizados donde trabajó.

Sociedades Americanas (1828) fue su gran obra textual y editorial, proyecto que le costó mucho tiempo y sacrificio publicar. Este texto es magnífico por como combina las observaciones más sutiles con la imaginación más atrevida y el más rico sentido de ironía. En esta obra, Simón Rodríguez registró su reforma ortográfica, el programa de educación popular más radical, al igual que el fracaso ejemplar de su proyecto educativo. También describió el estado de la lengua española en nuestro continente, enfocándose en los elementos lingüísticos diversos:

En América se reúnen estas sectas [los catalanes, gallegos, valencianos y andaluces] con las de África y con las de los indios—forman una Aljamía castellana, y en algunos lugares de la costa, una Algarabía (12).

Desde el punto de vista de la justicia social, esta es una favorable representación lingüística. A los lectores comparatistas, nos seduce por como contrasta con las de los Bello y los Sarmiento. Simón Rodríguez tomó en cuenta que la lengua colonial que nos impusieron ya venía cargada de influencias extra-castellanas y extra-hispánicas y ya en suelo americano fue enriquecida por las influencias indígenas y africanas. Su noción de lengua tomó en cuenta las varias fuentes de origen y de desarrollo lingüístico posterior. Y, además asoció su noción de lengua con un concepto pluriracial y polivalente de cultura. Sin dudas, las sociedades latinoamericanas fueron fundadas sobre un profundo elitismo hegemónico y reaccionario, pero también encontramos su contraparte, el utopismo crítico y práctico de aquellos como Simón Rodríguez que se destacaron como pocos en sus luchas por la justicia racial y social en varios campos de batalla, incluyendo el de la educación.

Teorías y ficciones

Imposible abordar un asunto tan enorme y complejo como el racismo en América Latina con tan solo una teoría o una historia. Entre los estudiosos de estos fenómenos, se elogia mucho la interdisciplinaridad, pero la tendencia es insistir en que se trata, más que nada, de un problema discursivo-ideológico. Según esta perspectiva, las estructuras conceptuales que subyacen el racismo son un reflejo de las estructuras institucionales, mediado por la lógica discursiva. Se insiste demasiado en que el discurso es lo que produce, rotula, ordena y hasta resuelve todos nuestros problemas sociopolíticos. Explotando los recursos semióticos, el buen decir, el manejo eficaz del discurso hace posible la vida en común, la producción material, los vínculos emocionales, la reproducción y el aprendizaje. Por lo tanto, en estos círculos disciplinares se piensa que el discurso es la clave para eliminar el racismo. Otro problema que veo es la insistencia explicita e implícita en la separación estricta del análisis racial y el análisis discursivo.

Planteando estas cuestiones, entro en contradicción con el tipo de investigador que una vez fui, pensando que texto y contexto, tematización e institucionalización, eran el principio y fin de todo. En efecto, el discurso y el análisis discursivo tienen sus límites. Por ejemplo, el Análisis Crítico del Discurso (ACD) no es lo suficientemente exhaustivo. En sus sondeos tiende a ignorar los textos contradictorios, o sea, los que no confirman el fondo ideológico que constituye su objeto de estudio. El discurso y el ACD no son suficientes a la hora de abarcar y bregar con el problema del racismo.

La aproximación teórica llamada “glotopolítica”, quizás sea la que más se acerca a abordar los asuntos lingüísticos, ideológicos y sociales en conjunto, sin embargo, la bibliografía dedicada a problemas raciolingüísticos en general y al racismo antinegro en particular es escasa[iii]. Por sí solas y aun con sus disciplinas hermanas (antropología, sociología, filosofía), el análisis discursivo y la glotopolítica evitan considerar lo pasional y la causalidad ambigua que forman parte del fenómeno del racismo. Reflexividad en torno a la dimensión afectiva del racismo y el sesgo implícito del propio investigador aumentaría las posibilidades de análisis. Esto, aunque no siempre, tiende a hacerlo mejor la ficción.

Horacio Quiroga, escritor muy preocupado por los malestares y las contradicciones del desarrollo social, escribió varios cuentos fantásticos en los cuales explora el carácter social y afectivo del vínculo humano-animal, la biofilia, y también, sin olvidar su contraparte, la biofobia. En sus historias narrativas se cuestiona la relación entre el poder, la cultura y el uso del lenguaje. Quiroga narró muchas de las situaciones en que se entrelazan la palabra humana con lo animal en el campo intersubjetivo de la experiencia. Por ejemplo, Juan Darién, personaje principal del cuento titulado “Juan Darien”, es un tigre que tras el contacto con una mujer que lo cuida se convierte en humano y se revierte a su condición original tras el acoso de otros humanos. Hay un episodio especifico en el cual un inspector de educación hace la siguiente observación sobre el tartamudeo de Juan Darién en su condición humana de joven estudiante: “Es extraño, muy extraño”. El inspector hace este comentario vinculando el habla de Juan Darién con su “pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían sus ojos”. Luego concluye que hay que destruir a Juan Darién, ese ser de origen, habla y pelo extraño. Como en otros de sus cuentos, Quiroga nos invita a reflexionar sobre el grado de violencia y crueldad a las que recurre el ingeniero social apostando por lo homogéneo ante la diversidad de la naturaleza, diversidad que el hombre codicioso construye como monstruosidad. La ficción es a la vez peligrosa y maravillosa; peligrosa porque puede adormecernos; maravillosa porque nos puede despertar.

Debido a la lucha por la supervivencia o preponderancia institucional, la lingüística y los estudios literarios se disocian y se disuaden mutuamente de estudiar estas cuestiones de manera interdisciplinaria. En el proceso, retienen como rehenes a quienes quisieran combinar la investigación rigurosa con el conocimiento creativo. Si fuese posible, sin embargo, que las nuevas corrientes dentro de la sociolingüística crítica incorporaran otras aproximaciones y herramientas o metodologías y miradas más creativas y que los programas de estudios literarios abrieran espacio para los y las innovadoras incursionistas interdisciplinarias provenientes de las ciencias sociales, superaríamos dicho abismo.

En resumidas cuentas, el racismo se construye, se manifiesta y se resiste con más que palabras. Un examen más dinámico de los fenómenos que abordamos arriba nos obliga a considerar que el racismo también se despliega mediante un combinado de corrientes apasionadas e impulsos poderosos que a menudo hablan y hacen más que las palabras y que por lo general se sienten como si fueran anteriores a la historia inmediata de los sujetos y sus primeros encuentros.

El afecto, el consumismo y la educación antirracista

Indudablemente, hablar de cierta manera sobre las diferencias condiciona nuestra visión del mundo y nuestras relaciones sociales. Pero se trata tan solo un condicionamiento parcial. El proceso afectivo, tan enigmático como impredecible, construye a la persona, su agencia y sus vínculos sociales a la vez que produce el miedo y el odio al “otro”, al sujeto racializado. En ese sentido, la educación antirracista contemporánea, al no ocuparse de la zona afectiva, deja mucho que desear. Como mencionamos antes, el enfoque pedagógico cognitivo-discursivo propone que la solución del problema radica en la adecuación de los mensajes y en la incorporación del lenguaje políticamente correcto.

Erradicar o contener la trasmisión del racismo a nivel social implica no solo la lucha contra instituciones políticas, aparatos ideológicos y los arquitectos de la nación, sino que también precisa esfuerzos que contrarresten el impulso racista de los padres, los maestros y los medios, la mayoría de los agentes que en gran parte controlan las economías de atención y afecto de los niños pequeños y jóvenes en formación. Estos agentes exacerban la inseguridad afectiva que produce el miedo que genera el odio que subyace gran parte del racismo.

Es necesario contrarrestar el cortocircuito que provoca la inseguridad afectiva. Acaso esto lo lograremos rompiendo, oponiéndonos cismáticamente a la pedagogía del consumismo, como lo hizo Simón Rodríguez.[iv] Me explico. Existe una relación compleja entre el capitalismo, el consumismo y el racismo que involucra las apetencias compulsivas del cuerpo. Se podría resumir con la siguiente fórmula: a medida que uno se va haciendo rico y consumiendo desproporcionadamente, deja de ser minoría (Auer 1999). Este efecto racializado del consumismo aparece con frecuencia como leitmotif en el género musical del rap al igual que en el reggaetón. En una entrevista en YouTube, el versátil rapero dominicano Musicólogo El Libro ejemplifica el vínculo consumismo-racismo con el siguiente comentario: “todo hombre negro deber tener un Mercedes blanco, una mujer con el culo grande y el respeto de sus compañeros” (minuto 07:19. Según esta fórmula, los símbolos del éxito de un ex-minoría deben ir acompañado de la conquista sexual, la cosificación de la mujer y el tráfico de influencias. Esta formulación nos recuerda la lectura que hizo Fanon de como la posesión del discurso blanco, la cultura blanca y la mujer blanca presumiblemente pone al negro a la par del blanco. La lectura de la pensadora afroamericana bell hooks (1992) de estos fenómenos es también muy interesante. Ella propone que el convertir al otro u otra en mercancía resulta en una mezcla de capitulación y resistencia. Para mí, el consumismo acelera la zambullida de estos complejos procesos raciales, políticos y afectivos y desencadena varias neurosis.

Asimismo, la pedagogía modelada en el consumismo establece que los niños y jóvenes deben tener el derecho a consumir antes del derecho a ser. Por lo tanto, en la lucha contra el racismo igual hay que rechazar la pedagogía que desarrolla la codicia, el odio, la lujuria, la estupidez y la vanidad que exige el capitalismo voraz y que alimenta el racismo y la injusticia social. Simón Rodríguez recomendó: “en lugar de pensar en Comercio, en Colonias, en Cultos i en Reyes, pensemos en tener Pan, Justicia, Enseñanza i Moderación” (1828: 13). Y luego matizó: “el deseo de enriquecerse ha hecho todos los medios legítimos, y todos los procedimientos legales: no hay cálculo ni término en la Industria—el egoísmo es el espíritu de los negocios, y los negocios la causa de un desorden, que todos creen natural y de que todos se quejan” (143). Precisamente, Rodríguez también vinculó este egoísmo a la infantilidad afectiva que nunca alcanza a superar el adulto.

Las maestras y maestros que rechazamos la educación avasallada por las consignas y falsas promesas del consumismo apostamos por la educación dedicada al cuidado de la vida. La pedagogía que este mundo trastornado más necesita es la pedagogía de la vida. “La pedagogía abolicionista”, “vitalista” o “la educación popular”, no importa tanto el rotulo que le pongamos, sino las acciones de darle prioridad a la vida en cuanto fuerza creadora y hacer ver al discurso como algo que se hace y no solamente que se dice. En esta labor, nunca se pierde de vista la elaboración de las condiciones de la felicidad en el educando y a nivel de sociedad. Esta pedagogía se dedicará a la creación y preparación de ciudadanas y ciudadanos que buscan la seguridad económica justa y la felicidad bajo las directrices: “cada una para todas y todas para una”. Se actualizará tejiendo entre lo racional-práctico y lo pasional-afectivo, elaborando las prácticas, los significados y el enigma de la vida desde los sentimientos y afectos vividos, recordando, como insistía Simón Rodríguez que “ha llegado el tiempo de enseñar a las gentes a vivir”.

Intento describir una pedagogía crítica que por su radical desobediencia se levanta como si fuese cimarronajes intelectual y cultural. Alejada del yugo de la educación hegemónica, la pedagogía vitalista aprovecha cada oportunidad para la mutua implicación y afectación de los educadores y los educandos en la construcción del espacio propio.[v] En muchos aspectos, esta se parecerá bastante a la de Simón Rodríguez y también al actual concepto y prácticas de educación popular elaborada en varios lugares de América Latina, dignas de reproducir, pero especialmente en lo desafiante y tenaz de su valentía y sensibilidad hacia la vida en general y las vidas, en particular, las vidas negras y las demás vidas que importan.

Referencias bibliográficas

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[[i]] Presenté un par de versiones de este texto en intercambios virtuales con colegas en la Universidad de Chile y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sin embargo, este ensayo se gesta y se cristaliza a raíz de varias conversaciones a lo largo de los años con Julio Ramos quien tanto nos ha ayudado a pensar sobre estos asuntos con coherencia. Le agradezco su compañía en la revisión del texto y, por supuesto, su amistad.

[[ii]]En su novela Autobiography of an ex-colored man Wendel Johnson (1912) reflexionó sobre las implicaciones raciales y políticas de la palabra “nigger” a principios del siglo veinte. Curiosamente, también trazó unas excelentes descripciones del trabajo autodidáctico y las tareas culturales específicas que hizo su personaje central para aprender español en una fábrica de tabaco en la Florida.

[[iii]] Zavala (2020) propone que la mirada glotopolítica debe ponerse lentes etnográficos “para situar los textos en sus contextos de producción y para comprender mejor qué es lo que los textos ‘hacen’ a nivel de prácticas sociales” (204).

[[iv]] Simón Rodríguez escribió: “la enfermedad del Siglo: una sed de riqueza que se declara por 3 especies de delirio: traficomanía, colonomanía, y cultomanía” (98).

[[v]] “Que no es, por cierto”, según la pensadora argentina Graciela Montes (2000: 59), “una tarea más, una tarea que comience y concluya, sino que es la tarea por excelencia, una tarea de por vida”. Con esta referencia hago resonar conversaciones que también he tenido con Rafael Mondragón, latinoamericanista amigo de México a quien me unen ciertas afinidades textuales y la pasión por la filología creativa y la educación popular.

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«NO HABÍA COMETIDO UN CRIMEN, SINO UN ACTO JUSTICIERO»

Por: Karina Boiola

Imagen: ilustración original para Caras y Caretas

Como parte del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Karina Boiola analiza “Un proceso” (1938), una breve crónica que la escritora argentina Emma de la Barra publicó en Caras y Caretas para intervenir en el debate que se daba en la época sobre la aplicación de los juicios orales en nuestro país. Boiola propone que “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.


Emma de la Barra (1861-1947) es conocida por haber escrito el primer best-seller de la literatura argentina, ya que Stella (1905), su primera novela, fue una de las obras más leídas, reeditadas y vendidas de la primera mitad del siglo XX. Primero publicada en forma anónima y luego con el seudónimo César Duayén ‒que la escritora mantuvo a lo largo de toda su trayectoria‒, Stella consagró a su autora como una promesa de la novelística nacional. Las crónicas del momento relatan, incluso, que el público se agolpaba en las librerías y agobiaba a Moen, su editor, para saber cuándo se repondrían los ejemplares de la afortunada novela, que no paraban de agotarse.

Pero Emma de la Barra no solo escribió una obra que se convirtió en el primer éxito de ventas de nuestra literatura. También fue amiga íntima de dos ex primeras damas, Clara y Elisa Funes, de Delfina Mitre y Vedia ‒la hija de Bartolomé Mitre, con quien organizó una exposición de joyas en 1892‒ y de la médica y feminista Cecilia Grierson, se casó dos veces (la primera con su tío, Juan de la Barra; la segunda con el periodista, político y folletinista Julio Llanos), viajó por Europa y residió en Italia durante cinco años, entre 1906 y 1911. Allí, según relata en “El diario de mis viajes”, una breve columna aparecida en La Nación entre enero y marzo de 1908, De la Barra viajó en automóvil por los Alpes italianos, cuando ese medio de transporte era todavía una novedad, fue a numerosas recepciones en el consulado argentino y frecuentó a diversas personalidades ilustres de la época, como los escritores Máximo Gorki y Edmundo D’Amicis, y los criminólogos César Lombroso y Enrique Ferri, con quienes cenaba asiduamente en la casa de ese último.

Específicamente en Roma, De la Barra vivió una experiencia que jamás imaginó que podría sucederle: fue testigo de un asesinato. Y, aún más importante, también presenció el proceso que se llevó a cabo para juzgar a quien lo había cometido. Ese hecho, que De la Barra recuperaría recién tres décadas más tarde, cuando ya residía en la Argentina, se narra en “Un proceso”, un breve texto publicado en Caras y Caretas en junio de 1938, que la escritora firmó como Cesar Duayén. Desde mi perspectiva, “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.

Como explica la autora, “Un proceso” se inscribe en el debate que se daba, en la época, sobre las ventajas y desventajas de la aplicación del juicio oral en la Argentina[i]. El texto tiene, por ello, una intención argumental, que De la Barra respalda con la evocación de un recuerdo: el de haber presenciado un juicio oral en Roma a principios de siglo XX. “Un proceso” cuenta, entonces, que De la Barra fue testigo del asesinato de Francisco Girolami a manos de Maria, su esposa, y narra, además, los pormenores del juicio, en el que ocupa un lugar fundamental el relato que el abogado defensor hace de la trágica vida de esa mujer. Se ubica, por ello, entre la crónica, la memoria autobiográfica y el testimonio: es la narración un recuerdo que tiene a la autora como protagonista y que, también, la presenta como una testigo privilegiada. Porque De la Barra fue la única que presenció tanto el asesinato como el juicio; la única, por lo tanto, que podía dar cuenta del caso para que, treinta años después de sucedido el hecho, los lectores accedieran, como si de un jurado se tratara, a toda la evidencia disponible para juzgar a la acusada y, además, posicionarse sobre el debate en cuestión.

Como sostiene Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado (2005), “no hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración”. Es decir, la narración de la experiencia de quien testimonia es, desde esa perspectiva, tan importante como la experiencia misma, ya que la convierte en algo comunicable. Por eso, habría que detenerse en el modo en que De la Barra organiza la narración de su experiencia como “doble testigo”, especialmente porque el relato de una experiencia la inscribe, según Sarlo, en una temporalidad que no es la propia, sino la del recuerdo. ¿Cómo reconstruye la escritora, entonces, ese recuerdo con el que intenta sostener un punto de vista? “Un proceso” se divide en dos momentos muy precisos. En el primero, como si estuviera testimoniando en el juicio, De la Barra describe con minuciosidad las circunstancias que la llevaron a presenciar el crimen: su recorrido por las calles de Roma, el tiempo que pasó en cada comercio en el que se detuvo, las características físicas y la personalidad del empleado del bazar ‒de quien dice, con el ojo entrenado de quien conoce la verdadera distinción, que era el “tipo acabado del romano vulgar adinerado de los medios cursis”‒ y la discusión de los amantes. Pero la escritora no dio su testimonio en el proceso (de hecho, se escondió en un zaguán para que la policía no la viera al llegar a la escena del crimen); por el contrario, ese testimonio, acaso el que hubiera sido de más utilidad, porque permitía recuperar los momentos previos al asesinato, quedó en suspenso hasta que De la Barra lo escribió treinta años después. O, mejor aún: De la Barra testimonió sobre esa experiencia treinta años después, a través de la escritura.

En un segundo momento, usando un indirecto libre que solapa la voz de la narradora con la del personaje del abogado, la autora reconstruye los argumentos de la defensa, para terminar el texto con la sentencia del jurado. Si antes De la Barra había ocupado el lugar de la testigo, ahora la enunciación se desarrolla como si la propia autora fuera una abogada que defiende a María y les expone a los lectores las terribles experiencias de vida que la llevaron a cometer un crimen. El público lector se entera, así, que la madre de María fue abandonada por su padre, que la joven fue criada en la pobreza y que quedó huérfana a los quince años. En esa situación de desamparo conoció a Girolami, de veintisiete años, quien, para lograr que la joven de dieciséis tuviera relaciones sexuales con él, se casó con ella por Iglesia. Ya en Roma, tuvieron dos hijos, uno de los cuales murió por la desidia de Girolami, quien había abandonado a María en la pobreza cuando se cansó de ella. Al enterarse, por casualidad, que su marido iba a casarse con otra mujer, la joven lo citó y lo interrogó al respecto. Girolami le dijo, con sorna, que el matrimonio por Iglesia en Italia no tenía ninguna validez legal, que ambos eran libres y que era cierto que iba a casarse con otra. Desesperada y fuera de sí, en un instante fatal, María le atravesó el corazón con un puñal, y Girolami se desplomó de boca contra el pavimento.

“Era, por lo tanto, un criminal también él, de un crimen sin atenuantes y con premeditación”, dice De la Barra. A través del alegato del abogado, la escritora postula que engañar a una mujer y abandonarla con sus hijos en la pobreza es un crimen incluso peor que el homicidio cometido por María. Porque Girolami había ideado una estrategia para conseguir lo que quería y, luego de hacerlo, se desentendió de sus responsabilidades hacia su familia. Ese giro argumental hace de María una víctima, la transforma, en palabras de De la Barra, en una “víctima-victimaria”. Es decir, María fue victimaria porque primero fue una víctima del abandono y el engaño masculinos. En este sentido, el abogado ‒y De la Barra‒ insertan el caso de María en una cadena más amplia, histórica, de violencias hacia las mujeres.

Al comenzar su narración, De la Barra destaca además que “numerosísimas mujeres del pueblo, con sus trajes de trabajo” se habían reunido en las afueras del Palacio de Justicia para manifestar su apoyo a la acusada. Incluso, cuenta De la Barra, se habían organizado para cuidar a su hija pequeña mientras durara el proceso y, asimismo, habían realizado una colecta para contratar al mejor abogado defensor de Italia para que representara a María. Esas mujeres conforman una comunidad afectiva (Butler, 2003), cuyo sentido de pertenencia se articula a partir de la resistencia a esas violencias a las que son sometidas las mujeres pobres y trabajadoras. Ellas defienden a María porque saben por lo que ha pasado, porque pueden reflejarse en ella, porque María es una de ellas. Y De la Barra focaliza en estas mujeres[ii], rescata su agencia e incluso incluye en su narración la descripción de los peligros a los que se enfrentaban en las calles de Roma. La defensa sostiene, cuando el fiscal argumenta que el homicidio había sido premeditado, porque la acusada llevaba consigo un puñal: “Es uno de esos puñales pequeños, inseparables de nuestras mujeres del pueblo por precaución, cuando después del trabajo deben retirarse a la noche atravesando callejuelas obscuras, a veces peligrosas, a sus pobres casas de los arrabales de Roma”.

Esas mujeres trabajadoras, según destaca De la Barra, afirmaban que la joven “no había cometido un crimen, sino un acto justiciero”. La frase revela la compleja relación que existe entre la ley ‒y lo que esta determina que puede o no hacerse‒, y la justicia. Como explica Daniela Dorfman (2019), los legos, la gente no formada en derecho, percibe la justicia en términos sustantivos, es decir, de acuerdo con el resultado del proceso judicial, a partir del cual miden su legitimidad. Para esas mujeres, el homicidio, aunque ilegal, representa la reparación de una injusticia atroz: que un hombre abandone a su mujer y a sus hijos a su suerte. Una falta que, desde su perspectiva, no tendría correlato legal y por eso la acción de María se convierte en un acto de justicia: si la ley no lo castiga, entonces fue castigado por las consecuencias de sus propias acciones.

Sin embargo, el juez termina absolviendo a María, un fallo que hace entrar en tensión las reglas generales en las que se sustenta el ideal del imperio de la ley [rule of law] y las circunstancias de los casos particulares en que se aplica la ley (Luque, 2020). Si la ley dice que matar es un delito y que quien mata es un criminal, en este caso la historia de vida de la acusada y el engaño y maltrato a los que fue sometida por aquel a quien asesinó reorientan el veredicto. Esa aparente contradicción puede abordarse desde la perspectiva que sugiere ‒según reconstruye Dorfman a propósito de los análisis de Hardt y Hoadley al respecto‒ que el momento de aplicación de la ley es también el de su creación, por lo que la ley sería, en definitiva, lo que la corte dice que es. Por eso su realización ‒es decir, su instancia performativa‒ reside en la decisión del juez, ya que esa decisión, como acto oficial que declara culpable o inocente a una persona y que, al hacerlo, la convierte en culpable o inocente, es el momento en que la ley se hace real.

En consonancia, Paul Kahn (1999, 2006) sostiene que toda la caracterización del Derecho está basada en la performance, dado que el autor concibe a la ley como una ficción, como un ejercicio de la imaginación cuyo objetivo es, a través de su instancia performativa, sostener la creencia en el imperio de la ley. Desde esa perspectiva, que De la Barra apele a la metáfora del teatro para describir el funcionamiento del proceso en que se juzga a María evoca precisamente ese carácter performativo-ficcional del Derecho. La escritora anota que el Palacio de Justicia era “el teatro donde se desarrollaba el final de un proceso de interés singular”, que María era la “protagonista del drama que se representaba” allí, que el alegato de la fiscalía era el “primer acto de ese drama terriblemente real” y, al terminar su argumentación, la concurrencia, como si fuera el público de una obra, aplaudió estrepitosamente al abogado.

Se trata, como sugiere Diane Taylor (2003) sobre el aspecto teatral de la performance, de un mecanismo guionado cuyos participantes, como si fueran personajes de un drama, desempeñan un papel prefijado de antemano, cuyo resultado es esperable, aunque puede variar. A su vez, esos modos en que la ley se realiza se elaboran, en el cuento, desde ciertas imágenes icónicas que la ficción ‒el cine, en particular‒ ya había fijado en el imaginario colectivo sobre los procesos judiciales. El juez, “grueso y solemne”, vestido de toga, no para de pedir orden en la sala, el fiscal es incisivo y busca la pena máxima para la acusada, el abogado defensor, de brillante oratoria, deslumbra a la concurrencia con sus palabras y sus gestos. De hecho, en 1931 se había estrenado la adaptación cinematográfica de The Trial of Mary Dougan, obra de teatro del dramaturgo estadounidense Bayard Veillerd, dirigida por Marcel De Sano y Gregoria Martínez Sierra, que ponía en escena el juicio de otra mujer, Mary, quien había sido injustamente acusada de asesinar a su esposo.

Al respecto, en 1935, una nota de Caras y Caretas sobre las ventajas e inconvenientes del juicio oral afirmaba:

Los lectores ya conocen la escena, porque el cine, desde los días en que estuvo en auge el famoso Proceso de Mary Duggan, no han cesado en su ejemplarizador recurso de mostrarnos todo género de juicios públicos […]. Por lo general, el presidente de estos tribunales ‒un actor de edad, de aspecto iracundo cuando no somnoliento‒ actúa para dar tremendos martillazos y exclamar: Order in the court! “Silencio o de lo contrario, desalojaré la sala”.

«Sobre las ventajas y desventajas del juicio oral» (1935), Caras y Caretas.

Por su parte, si el cine incide en los imaginarios del público sobre el sistema legal y, por ende, en lo que este piensa sobre la ley, configurando así lo que Lawrence Friedman (1989) denomina la cultura legal, para el periodista de Caras y Caretas esas representaciones pueden impactar negativamente en los procesos judiciales. Por eso, sostiene que los juicios orales y públicos, donde se ponen en juego la retórica y los gestos para persuadir al jurado, podrían convertir “a los dramas privados en verdaderos espectáculos públicos, en los cuales la teatralidad y recursos impresionantes de defensores o acusadores pueden influir sobre los jurados y torcer el fallo decisivo”. La práctica judicial, desde esa perspectiva, estaría amenazada por los recursos argumentales y retóricos difundidos por el cine y por el teatro.

En “Un proceso”, De la Barra también advierte sobre ese riesgo, dado que menciona que, al ver entrar al abogado defensor al recinto, la expresión fría de su cara “extrañó, desilusionó más bien, a la mayoría de un público acostumbrado a las actitudes teatrales de otros oradores profesionales o políticos”. Por el contrario, la escritora nos dice que la parte sentimental de su alegato era de una “sensibilidad viril”, es decir, prescindía de sensiblerías ‒femeninas, podría agregarse‒ y, por eso mismo, fue capaz de conmover al público y de lograr su apoyo “de corazón y de conciencia”. Además, su performática ‒el aspecto no discursivo de la performance, según Taylor‒ era despojada y austera: se limitaba a una sonrisa tranquila al responder los contraargumentos del fiscal y al uso estratégico de las pausas y los silencios, que aumentaban la solemnidad de su alegato. Pero si la argumentación del abogado, de la cual De la Barra hace una “flaca y descolorida síntesis” que la reproduce de principio a fin, estaba, supuestamente, exenta de sensiblería, no puede dejar de advertirse que la biografía de María se construye desde las coordenadas del melodrama, un género históricamente feminizado, que apela a la corporalidad y a su desborde (Williams, 1991).

En “El amor verdadero. Apuntes sobre el melodrama” (2003), Daniel Link afirma que ese género, fusión de las tradiciones del teatro y del relato populares, presenta una lógica de pruebas ‒el embrollo narrativo‒ y una lógica de arquetipos, usualmente maniqueos. Además, para Link, el melodrama mantiene el registro teatral de sus personajes, que se comportan de acuerdo con estereotipos primarios, como el Deseo, la Traición, la Obediencia y el Deber. Es imposible no reconocer esa matriz melodramática en la narración de la vida de la acusada. María, una mujer desventurada, que lleva el nombre de la Virgen y que ni siquiera tiene apellido ‒bien podría ser cualquier mujer pobre, de pueblo, trabajadora‒ sufre abnegadamente frente al engaño y el abandono de su esposo. Francisco Girolami, por su parte, encarna el arquetipo del Deseo, dado que es un hombre “cuyo aliento huele a traición y falsedad”, es decir, que es capaz de hacer cualquier cosa ‒engañar a una joven huérfana, profanar la institución del matrimonio, abandonar a sus hijos a su suerte‒ con tal de satisfacer sus ambiciones egoístas. El giro fatal de la historia de la joven se produce, además, con una revelación fortuita, que saca a la luz la verdad oculta que precipita la reacción de María, una puñalada al corazón de quien la había traicionado. Por su parte, el final de “Un proceso” es compensatorio, dado que María es absuelta y la ley, expresada en el veredicto del juez, repara de algún modo la cadena de desigualdades y violencias hacia las mujeres que el texto pone en escena. Ese es el mayor argumento que De la Barra da para la aplicación del juicio oral: la oratoria del abogado y su capacidad para representar la vida de María como parte de una desigualdad estructural permiten activar la “cuerda sensible” del jurado, absolver a la acusada y descubrir al verdadero criminal.

Además, la absolución de María inaugura, para De la Barra, una “moral nueva, distinta de la aceptada desde tiempo inmemorial, moral esta sin fuerza, sin justicia, sin verdad”. Es decir, en un giro que hace que la ley, la justicia y la moral queden alineadas, la escritora sugiere que el Derecho tiene la capacidad de modificar los valores de una comunidad. Por eso, aquí la ficción ‒la literatura y también lo que hay de ficcional en la narración de una vida que se expone para ser juzgada ante la ley‒ permite ampliar las coordenadas de lo visible y lo representable, tal como sugiere Jacques Rancière en El espectador emancipado (2008). En ese sentido, “Un proceso” propone un régimen de visibilidad (Rancière, 2000) en el que la violencia hacia las mujeres ya no se ve relegada a la naturalización y el olvido.


Bibliografía

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Rancière, Jacques (2010 [2008]). El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial.

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Sarlo, Beatriz (2005). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores.

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Taylor, Diana (2003). The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas. Durham: Duke University Press.

Williams, Linda (1991). «Film Bodies: Gender, Genre and Excess». Film Quarterly (44)4: 2-13.


[i] La provincia de Córdoba fue donde se legisló por primera vez un sistema de juzgamiento con debate oral, público, contradictorio y continuo, a través de la Ley nro. 3831, sancionada en 1939. Luego, ese sistema se expandió hacia otras provincias: Santiago del Estero en 1941, San Luis en 1947, La Rioja y Mendoza en 1950, Catamarca en 1959, Salta en 1961, La Pampa en 1964, Entre Ríos en 1969 y Corrientes y Chaco en 1971. En 1983, Neuquén, Río Negro y Chubut sancionaron nuevos códigos procesales penales y en 1991 el Congreso de la Nación aprobó la Ley nro. 23.984, la cual reemplazó al antiguo Código de Procedimiento Penal (Casares, 2008).

[ii] No es casual que De la Barra haya reparado en estos aspectos del proceso, ya que el abandono masculino de la mujer y de los hijos era un tema que ya había mencionado en Stella, en la que se incluye una escena en que su protagonista, Alex, ayuda a una madre soltera que se encontraba en la pobreza. Además, esa situación vuelve a reelaborarse en “En retardo” (1935), cuento publicado en Caras y Caretas, en el que un joven ambicioso abandona a una mujer que embarazó para ir a probar suerte a Estados Unidos. En Eleonora, folletín publicado en 1933 en El Hogar, la escritora también tematiza los peligros a los que pueden enfrentarse las mujeres que se insertan en el mundo del trabajo, ya que su protagonista, de la cual la obra toma su nombre, fue acosada sexualmente por su empleador.

EL DERECHO A DESOBEDECER

Por: Anabella Coletti

Anabella Coletti aborda aquí Pelea de gallos (2018), una antología de cuentos de la escritora ecuatoriana Maria Fernanda Ampuero. La lectura de Coletti hace foco en los cuerpos y su jerarquización, para proponer que la obra de Ampuero pone en escena una serie de prácticas sociales que determinan que ciertos cuerpos ‒los mutilados, enfermos, viejos, gordos‒ son considerados anómalos y monstruosos. Así, se pregunta qué supone la normalidad esa lectura habilita y quiénes son los verdaderxs monstruxs. El texto de Coletti se escribió en el marco del seminario «Legalidades en disputa. El género en derecho y en literatura», dictado por Daniela Dorfman para la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, dirigida por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk.


¿Por qué no gritas, mamá? ¿Por qué no lo mandas a la puta mierda? ¿Por qué no le envenenas la comida? ¿Por qué no le cortas toda la ropa con las tijeras de jardinero?

          Silba, M. F.Ampuero

La narrativa de María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976) desobedece la larga tradición que obliga a las mujeres a callar y, para asegurar la escucha, se expresa a gritos. Toma riesgos que incomodan y perturban al lectorx porque logra decir lo que tanto se ha ocultado y, después del silencio, lo dice todo. En sus relatos se expresa la brutalidad, la exclusión, el hostigamiento de la vida del otro. Las historias ponen en entredicho a la familia como entidad incuestionable; se exponen sus violencias, se dejan al descubierto las relaciones de poder y opresión de las que cada uno de sus integrantes es parte. El hogar, ese espacio que se supone seguro, es el lugar en el que se naturalizan, silencian y ocultan los abusos.

En los doce cuentos que integran Pelea de gallos (2018), los cuerpos están atravesados por la crueldad; hay ciertas vidas que socialmente parecen importar menos y, en esa jerarquización que establece la diferencia entre opresor y oprimidx, están condenadas a representar el papel de otros. En este sentido un conjunto de prácticas sociales enseña y determina que ciertos cuerpos deben ser considerados anómalos y monstruosos. La sociedad y la familia sancionan y demonizan a las corporalidades que transgreden las normas de lo esperable, así es como algunas mujeres y determinados cuerpos (mutilados, enfermos, viejos, gordos, para nombrar algunos) son hostigados física y psicológicamente por su “rareza”. Se abren interrogantes: ¿quiénes son lxs verdaderxs monstruxs? ¿Qué supone la normalidad?

Pero en este mundo saturado de violencia, también se habla de supervivencia; algunas historias dan cuenta de lo que hacen las mujeres intentando sobrevivir, de lo que hicieron para estar vivas, y aquí me interesa resaltar la importancia que tiene dar lugar a otros relatos para demostrar que los cuerpos son capaces de reaccionar, forjando así otras imágenes de lo que es posible. “En los periódicos y en la televisión nos hablan siempre de crímenes desde el punto de vista del criminal más que del de la víctima: sabemos exactamente lo que hizo el violador, pero no tenemos ninguna idea de las reacciones de la mujer” dice la socióloga francesa Irene Zeilinger (2008: 11), entonces ¿cómo podríamos ser capaces de imaginar otras posibilidades? ¿Cómo despertar otras imágenes que iluminen lo que podemos intentar hacer para defendernos?

En este escrito me propongo hablar de dos cuentos en particular “Subasta” y “Luto” en los que los cuerpos de mujeres se rebelan y rechazan la “feminidad” como un acto político de resistencia: no pertenecer y huir de eso que llamamos normalidad, “la pesadilla de ser una bestia para la sociedad”[1] es lo que permite experimentar nuevas formas de ser; “lo que subyace a la adaptación es la pérdida de otras formas de vida posibles” dice Sara Ahmed (166). Y en la resignificación de la anomalía, de la monstruosidad se abre la posibilidad de sobrevivir a la violencia del mundo en el que viven.

Reapropiación de la violencia

La capacidad de reaccionar es lo que se designa como responsabilidad y, sin embargo, nuestras culturas nos roban la capacidad de actuar, nos ponen grilletes a fin de protegernos. Bloqueadas, inmovilizadas, no podemos avanzar, no podemos retroceder. Ese movimiento sinuoso de serpiente, el movimiento mismo de la vida, rápido como el rayo, congelado.

Gloria Anzaldúa

En los cuentos seleccionados, los personajes de Ampuero son víctimas del abuso patriarcal, machista, familiar, sin embargo, estos cuerpos, muestran que es posible huir de la tradición y arriesgarse a probar nuevas formas de ser, fortalecerse y sobrevivir: en estos relatos la defensa, la violencia y la venganza, concebidas como territorio de los hombres, se vuelven una opción realizable para las mujeres y un modelo alternativo porque dan otra imagen de lo que es posible.

El primer cuento “Subasta” comienza con la voz de una narradora secuestrada en un reñidero que recuerda, por el olor y los sonidos, las galleras que frecuentaba con su padre cuando era una niña. Su infancia transcurre en ese ambiente monstruoso, probablemente clandestino, un espacio de poder, dominado por hombres que apuestan sangre y violencia. Ahí construye su “ser mujer” y aprende desde temprano a lidiar con los abusos.

Las peleas de gallos le dan miedo y llora. Sueña y se despierta aterrorizada pero su padre, en lugar de abrazarla, le dice que deje de ser una “mujercita”; con esas palabras, este hombre tosco, le está diciendo que así no podrá sobrevivir a ese mundo y que por eso debe abandonar esa costumbre. Los personajes masculinos la acosan y la agreden, un apostador de gallos abusa de ella y ella calla porque “tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita” (11). Su primer acercamiento al mundo adulto se desarrolla en un territorio de violencia y peligro (versión hiperbolizada de cualquier otro espacio) y ser mujer, ser mujercita se emparenta con soportar abusos, llorar, tener miedo. 

Existe un conjunto de procesos constitutivos de los modos de producir significados, que dice cómo deben ser las mujeres y qué tipo de vida deben tener. En esta construcción “ideal”, las mujeres son simpáticas, serviciales y silenciosas. Además, desean formar una familia[2] y cuidar de un hogar. Luego dentro de la casa giran las afirmaciones sobre la felicidad que “no es tanto algo que el ama de casa tenga, sino más bien algo que ella hace: su deber es el de generar felicidad”, dice Sara Ahmed (127).

Podemos pensar que algunas mujeres gozan de cierta legitimidad en cuanto mujer, y esto supone apoyo económico y privilegio social, cuando se acercan a esta figura del “ángel del hogar”, imagen construida por la hegemonía del patriarcado, que, sin perder vigencia, al día de hoy se sigue reproduciendo. La legitimidad depende de un grado de consenso, de un sistema de creencias, que genera un reconocimiento de un estado de situación sin que sea necesario recurrir a la fuerza de la ley, es decir que un conjunto de sanciones y correcciones sociales operan sobre determinados cuerpos bajo una lista de convenciones y reglas que, no habiendo sido enunciadas explícitamente, cuentan con amplia aceptación y aprobación. En este sentido, ser una mujer “legítima”, ser mujercita connota pasividad y debilidad.

Pero un día la niña descubre que a los hombres les dan asco las vísceras y la sangre de los gallos muertos y, reconoce, teniendo presentes las palabras de su padre, que puede “dejar de ser mujer” para salvarse. Haciendo uso de su creatividad, rompe todo posible erotismo al pasar esas mezclas por su cuerpo y eso funciona como un método de autodefensa: su cuerpo de niña envuelto en vísceras ya no resulta atractivo. Otras veces, antes de quedarse dormida para que los hombres no miren su ropa interior, se “metía una cabeza de gallo en medio de las piernas (porque eso tampoco) les gustaba a los machos” (12).

En el lugar donde se normaliza el abuso sexual y la pedofilia, la niña se convierte en monstrua, así es como la llaman los hombres, y por eso la dejan tranquila. Su comportamiento anómalo la salva. La niña permanece en silencio, como la sociedad quiere, pero ensucia la visión angelical, asociada con la blancura y la pureza que se espera de la infancia[3]; ya nadie desea abusar de un cuerpo adornado de gallinas decapitadas. Desde muy pronto, aprende que ser mujer significa lidiar con la violencia y encuentra la manera de evitarla. Sin dejar de resaltar la responsabilidad que tiene todo un sistema que genera y encubre agresores y violadores, el personaje de la niña, que sigue siendo víctima, enseña a sobrevivir.

En el presente de la narración, el momento de la subasta, la narradora está a punto de ser vendida y revive la violencia de las galleras; nuevamente hace uso del asco y la repugnancia para salvarse: “me baño las piernas, los pies (…) vacío mi vientre” (17), dice. Luego grita obscenidades, se ríe como enajenada, se parte la lengua de un mordisco y anula todo interés sexual que, en un sistema heteropatriarcal, define a las mujeres. En este sentido, Monique Wittig dice que “las mujeres estén donde estén, hagan lo que hagan ellas son vistas como (y convertidas en) sexualmente disponibles para los hombres y ellas, senos, nalgas, vestidos, deben ser visibles (19).

Ese comportamiento la salva: vuelve a ser vista y llamada “monstruo” y ya nadie quiere comprarla. Una vez más, sus actitudes la alejan del “ideal” y logra sobrevivir rompiendo con el “principio político ancestral, implacable, que enseña a las mujeres a no defenderse”. (Despentes, 2020: 54)

Las experiencias de violencias anteriores dejaron marcas y constituyeron la potencia de su propio cuerpo y su relación con el mundo: se instaura otra manera de ser, otra relación con lo que la rodea. Dejar de ser mujercita o volverse una mujer problemática, en palabras de Sara Ahmed, es “rehusarse a ocupar el lugar en el que se nos ubica, equivale a ser consideradas personas que causan incomodidad a los demás” (151). En este sentido, desplazarse de la norma se vuelve una amenaza porque ya nada es predecible o manejable. La protagonista de la narración toma valor y desobedece la tradición resignificando su capacidad de actuar. Y en este sentido la escritura de Ampuero sigue el mismo camino.

Como dijimos antes, se protege, honra y recompensa a las mujeres que obedecen la tradición y se sanciona a las otras, se las vuelve ilegítimas, convirtiéndolas en monstruos. Esto sucede incluso cuando una mujer es víctima: hay una “legitimación” de la violencia sobre los cuerpos de las chicas que asumen lo que en los varones es visto como un atributo: la búsqueda de satisfacción por ejemplo (Anfibia). Una chica no puede perseguir sus deseos, su autonomía porque en ese caso no se está identificando con la debilidad y la sumisión esperada y su “desobediencia” la convierte en una “mala víctima”. Del otro lado, la “buena víctima”, no se expone al peligro, no toma riesgos y eso la vuelve legítima, una mujer perfecta.

Virgine Despentes recuerda que, durante la violación, en ese preciso momento, se sintió “mujer, suciamente mujer” (55) porque en esta construcción que define primero a la masculinidad, una mujer es considerada responsable del deseo que suscita en los otros y es, principalmente, vulnerable. Aun así, la escritora no logra cumplir con las marcas aceptables que legitiman una verdadera violación: una mujer abusada debe temerles a los hombres, al sexo, a la autonomía; por su propia seguridad y para mantener su buena reputación, debe quedarse en la casa. Sin embargo, ella, lejos de su habitación, decide tomar riesgos y sigue actuando “como si no fuera una chica”. (52) En ese acto ilegítimo, Despentes tiene el control, es dueña de su propia vida, huye de la tradición que desea ubicarla en un lugar de víctima pasiva y sigue viviendo, recupera su autonomía.

El otro cuento habla de la venganza, otro acto prohibido a las mujeres. “Luto” retoma una serie de personajes bíblicos con los que se representan escenas brutales de violencia familiar. Así permite problematizar en el hogar, la familia,“la monstruosidad” de lo que significa ser una persona y ser, además, devoto de una religión.

Las mujeres celebran la muerte del hermano que ha hostigado brutalmente a una de ellas siguiendo el camino de violencia que ha iniciado su padre. En la caracterización bíblica de “ser piadosa” como Marta o “ser puta” como María, las únicas dos posibilidades que se les ofrecen a las mujeres, la última es una mujer deseante y por eso merecedora de castigo. Su hermano la encuentra masturbándose y la echa de la casa porque, como indica la tradición, una mujer debe ser objeto de deseo, pero no sujeto que desea. Este paradigma, garantizado por la religión y el patriarcado, le permite al hombre imponer el orden a través de la violencia que se ve legitimada por la “mala reputación” de su hermana.

El cuerpo de María, salvajemente ultrajado, revela la brutalidad de “lo que es capaz de hacer la gente cuando nada la detiene” (73). El hermano la golpeó, la violó y la ofreció a todos los hombres para que la violaran también. La violación es un acto de poder y de domesticación que supone el control y la anulación del cuerpo de las mujeres; se ejerce el poder sobre alguien que socialmente es construido como débil. Las campañas que tratan el tema de la violencia contra las mujeres reifican “sistematicamente los cuerpos femeninos puestos en escena como cuerpos víctima, y actualizan la vulnerabilidad como el devenir ineluctable de toda mujer”. (Dorlin, 2018: 206) En palabras de Wittig, “la sociedad heterosexual está fundada sobre la necesidad del otro/diferente en todos los niveles” (37) y ese otro es siempre un cuerpo herido, dominado.

El relato lo dice todo, Ampuero hace uso de lo hiperbólico, en un cuento de terror, pero no deja de hablar de la realidad. Con esta figura pone la lupa en la crueldad que nos atraviesa y vemos una realidad aumentada que perturba y desestabiliza. Lo dice todo además con la potencia de una voz que rompe con el “buen decir”. Por eso no hace uso de eufemismos, la gravedad del asunto no necesita decoro.

Tanta suciedad la rodea que a algunos “aunque gratis, aunque fácil, ya les resultaba demasiado repulsivo” (76). El horror aparece en lo terrible de las vejaciones, pero también en los silencios: la complicidad de los otros hombres que legitiman el maltrato y el hostigamiento forman parte, sostienen y hacen posible la persistencia de esta estructura de poder.

El personaje del hermano más tarde enferma y Marta, la mujer buena, tiene el control de su cuerpo. Haciendo uso del rol de cuidado, asignado históricamente a las mujeres, cuida que su hermano tenga una muerte lenta y dolorosa. Desde afuera nadie cree que la hermana obediente sea capaz de matar al “ángel del hogar” -esa mujer habilidosa, tierna, siempre disponible para el otro- ni tampoco a su hermano. Y es este juego de apariencias (en el que no se es lo que parece ser) el que permite que Marta se siente a verlo morir “como si fuera un espectáculo” (79). Su exterior le permite representar el papel de mujer “legítima” y actuar de manera desobediente sin ser juzgada. El engaño, la creación de una ficción, es una forma de utilizar la imaginación y burlarse de la representación que se le impone.

Si bien en el final del texto se sugiere que el hermano vuelve después de la muerte, reforzando el género en el que está inscrito el relato, quiero volver al comienzo de la narración. La mesa donde celebran las hermanas está llena de una libertad ganada porque como dice Leonor Silvestri (2017): “la libertad no es algo que te otorga alguien, es algo que se conquista físicamente: eso lo sabe cualquier pueblo oprimido” (62). Así es como estas mujeres, con las manos sucias de comida, agarran las copas llenas y solo disfrutan la risa del vino.

El relato de las que sobrevivieron

Véanme, véanme.

Escapo como un animal sorprendido de haber sobrevivido […]

Vivo. Un animal vivo.

                                                                                   Biografía, M. F. Ampuero

La idea de que ser mujer es un peligro aparece en varios de los relatos. El temor que viven las mujeres por estar expuestas a la violación, al abuso, a la dominación aparece en casi todas las historias. “Ahora son mujeres, la vida ya no es un juego” (23) les dice el personaje de Narcisa a las hermanas gemelas de “Monstruos” cuando empiezan a menstruar, y con esa frase alerta a las recientemente mujeres sobre los riesgos que vienen.

Una de las respuestas sociales para que las mujeres puedan sobrellevar esta imposición es permanecer dentro de la casa y no exponerse al peligro. Como dijimos más arriba una “mujer legítima” debe tener miedo y no salir para mantener su buena reputación. En este sentido las migrantes[4], las prostitutas, las desobedientes merecerían las violencias del afuera, en forma de castigo tal vez. Pero, como mencionamos antes, la familia que habita en la casa también resulta una amenaza. No hay espacios seguros, las violencias existen adentro y afuera.

“El mundo me pertenece” dice María Fernanda Ampuero “prefiero vivir que no vivir. Y para mí, y para toda la gente que amo, vivir significa salir, viajar, hablar, escuchar, probar, descubrir, mirar, conocer, maravillarse, experimentar. Es decir, eso que algunos llaman correr riesgos” (2016). Estar alerta, volverse monstruo.

Los personajes de los cuentos pueden parecer monstruosos porque se desplazan de la norma y están más cerca de lo que podría hacer un hombre que de lo que hace una mujer. Es importante señalar que ya en la Grecia antigua las mujeres que tenían “cualidades masculinas” eran vistas como monstruosas y llamadas ἀνδρόβουλος “androbulós” cuyo significado puede ser traducido como “de decisiones masculinas” o “de pensamiento masculino” y en la mayoría de los relatos esas mujeres eran castigadas. Luego, en el siglo XVII los movimientos de mujeres, los levantamientos femeninos populares, eran entendidos como una “mutación de género monstruosa”. Recibían el nombre de virago “las mujeres viriles que contravienen el orden de los sexos así como el orden social, como si toda reivindicación de derecho equivaliera a una forma de virilización a un travestismo, a un cambio de sexo y a una inversión sexual” (Dorlin, 2017: 69). Es decir, que el corrimiento de la norma tenía que ver con la adopción de una actitud “viril” o “masculina” y esa transformación, ese desplazamiento era considerado monstruoso.

Los cuentos de Ampuero resignifican el ser mujer y la tradición que representa a ciertas mujeres como monstruosas. La sociedad no las reconoce como mujeres y por eso no gozan de cierta legitimidad social, pero cuanta menos legitimidad social se tiene, cuanto menos “mujer legítima” se es, hay más posibilidades de supervivencia. Es el concepto de diferencia de sexos lo que constituye a las mujeres en otros/diferentes, por eso Wittig propone escapar, “destruir la clase -las mujeres- con la cual los hombres se apropian de las mujeres” (30) destruyendo la heterosexualidad como sistema social basado en la opresión. En estos relatos no hay castigo para la mujer monstruosa, por el contrario, hay un elogio a la monstruosidad, un llamado a desobedecer la tradición, a faltarle el respeto y transgredir las reglas de lo que supone la feminidad.

Bibliografía

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Ampuero, María Fernanda (2018) Pelea de gallos. Buenos Aires. Páginas de espuma.

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——————————— (2019) Entrevista “La existencia de la alegría más extraña: Entrevista con María Fernanda Ampuero” Revista LALT Latin American Literature Today.

——————————– (2016) “#Viajosola: A mí me mata el asesino”. En revista Anfibia.

Arduino, Iliana. (2015) “Melina Romero. La mala víctima”. En revista Anfibia.

Despentes, Virgine. (2006) Teoría King Kong. Buenos Aires. Literatura Random House.

Dorlin, Elsa. (2017) Defenderse. Una filosofía de la violencia. Buenos Aires. Hekht Libros.

Meruane, Lina. (2014) Contra los hijos. Buenos Aires. Literatura Random House. 

Silvestri, Leonor (2017) “Comprende, es bueno que te teman” Entrevista en Enemiga pública: interrogatorios y disparos. Buenos Aires. Queen ludd editora.

Wittig, Monique (1992) El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Buenos Aires. Natas editora artesanal.

Zeilinger, Irene (2008) “Autodefensa mental” en No es no: Pequeño manual de autodefensa para todas las personas que están hartas de que las jodan sin poder decir nada. Buenos Aires. Ediciones anónimas.


[1] Entrevista “La existencia de la alegría más extraña: Entrevista con María Fernanda Ampuero” Revista LALT Latin American Literature Today.

[2] Meruane afirma que las mujeres que desobedecieron el mandato de la maternidad son señaladas, cuestionadas e interrogadas (25), pero también las que “desearon” ser madres y trabajar al mismo tiempo son observadas de cerca porque deben demostrar que cumplen el ideal de sacrificio femenino “para obtener el permiso social que le(s) consienta salirse del viejo molde ama-de-casa” (147).

[3] El estereotipo de ser niña ángel o demonio aparece muy bien delineado en los personajes de “Monstruos”. Las gemelas, figura doble y también monstruosa, están condenadas a representar papeles fijos y antagónicos, una es la “gusanita” y la otra el “toro”. Cabe resaltar que a la protagonista también se la define como “poco chica” (21) porque no se ubica bajo el patrón de obediencia que implica, entre otras acciones, callarse y no “desafiar” al otrx con una contestación.

[4] La figura de la mujer migrante amenazada y castigada aparece en su segundo libro de cuentos Sacrificios humanos. “Biografía” narra la historia de una joven latinoamericana que migra a España y en un intento de violación y asesinato, por extranjera, se salva y usa su voz para nombrar a las que ya no están.

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Legalidad, sexualidad y géneros en «Niketche, uma história de poligamia»

Por: Martina Altalef

En una nueva edición del dossier «Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales», Martina Altalef aborda la novela de la escritora mozambiqueña Paulina Chiziane, Niketche, uma história de poligamia (2002). En la propuesta de Altalef, la novela de Chiziane activa una lectura de la poligamia como sistema que trenza y desarma legalidad, sexualidad y géneros de manera situada desde Mozambique. La novela examina la poligamia como una dinámica válida para las relaciones sexoafectivas al interior de una cultura poscolonial. Y en ese ensayo, de acuerdo con la propuesta de Altalef, Niketche desarma sexualidad y géneros, a la vez que cuestiona las dinámicas sociales de legibilidad de «lo masculino» y «lo femenino».


Paulina Chiziane es la primera mujer mozambiqueña que ha publicado una novela. Su cuarto libro, Niketche, uma história de poligamia (2002), fue editado por primera vez por la casa Caminho, de Lisboa, reeditado dos años más tarde por la brasileña Companhia das Letras y por Ndjira, de Maputo, en 2009. Esta novela activa una lectura de la poligamia como sistema que trenza y desarma legalidad, sexualidad y géneros de manera situada desde Mozambique. Así, pone de manifiesto la imposibilidad de fijar en clave occidental los cuerpos, las identidades y los vínculos que en ella se figuran. Esta narración problematiza las relaciones sexoafectivas entre mujeres y varones[1] dentro de dos matrices culturales de Mozambique, marcadas por la división del país en norte y sur. Además, interroga las prácticas y reflexiones de autoconocimiento puestas en marcha por su protagonista –que es también su narradora– e indaga en las relaciones entre mujeres para iluminar la potencia de su colectivización.

En su primera novela, Balada de Amor ao Vento (1990), Chiziane ya había problematizado la poligamia, cuestión que profundiza en Niketche. Este relato tiene como protagonista a Rami, una mujer cristiana, de cuarenta años, casada hace veinte con Tony, alto funcionario de la policía en Maputo. Han tenido cinco hijes. Rami es una esposa fiel, servicial, sumisa a los mandatos patriarcales de comportamiento y obediente a su marido. Se reconoce urbana y “moderna”, descree de las tradiciones ancestrales que la rodean. El comienzo de la narración presenta una imbricación semántica en la cadena mujer-esposa-madre que parece inquebrantable. Sin embargo, esa cadena se va desarmando a lo largo de la exploración que la protagonista inicia al descubrir que el marido tiene vínculos sexoafectivos con otras mujeres. Rami, entonces, decide recorrer Mozambique para conocerlas. A partir de ese motor narrativo, la novela cuenta las historias de todas las amantes de Tony, aunque Rami nunca deja de ser el cuerpo protagónico y la voz narradora. Se trata de historias divergentes que se encuentran y se funden entre sí porque en todas aparecen diversas formas de la opresión patriarcal, como violaciones, casamientos impuestos, partos forzados, maternidades obligatorias, abandonos, golpizas, hambre, pobreza.

Si bien reconocemos la presencia de varias voces que dialogan en la novela, la primera persona de la narradora absorbe y tamiza todo lo dicho. En ese punto se conjugan el lirismo, la ironía y la teorización característicos de la lengua del relato, que producen una fuerte inverosimilitud en los parlamentos que, no obstante, se desarrollan en coordenadas espaciotemporales realistas y tensionan la secuencia entre escenas cotidianas y extraordinarias, melodramáticas o incluso épicas. Mencionaré aquí solo dos ejemplos de estos giros. En su reflexión, Rami rescata ideas como “No se nace mujer”, frase que reconoce célebre pero no puede identificar de dónde viene. En la misma línea, hacia el final del texto, Tony justifica haber golpeado a una de las amantes porque las mujeres de su presente están traicionando la tradición y entonces, por amor, él les aplica correctivos. A eso Rami responde: “Tenés razón, Tony, las mujeres de hoy ya no tienen juicio. ¿Por qué no te casás con mi abuela?” (Chiziane, 2015: 284)[2]. En ese trabajo literario con la teoría feminista, el lirismo y la ironía se cuela la postura ética de la narración. Interesa procurar allí la potencia política y estética del artificio urdido por Chiziane. Me propongo tantear la transparencia de los límites culturales que esta novela sugiere desde una lectura latinoamericana. Usaré la reflexión sobre la lengua y los procedimientos literarios como motores para problematizar las imbricaciones del orden étnico-racial y el orden de géneros. Cuestionamientos en torno a la legitimidad y la legalidad de la poligamia serán vertebrales en esa exploración.

En Niketche se destacan las prácticas, gestos y comportamientos del cuerpo. En la obra es nuclear el cuerpo de una mujer africana negra que cuestiona, desobedece, saca de lugar, resiste, invierte, discute las dinámicas sociales que la oprimen y oprimen a sus pares. La novela cuenta la gesta de un colectivo de mujeres en forma de cadena. El primer movimiento de Rami es la búsqueda de Julieta, segunda amante de Tony. La rastrea y visita en su casa. Ese primer encuentro es una pelea, una serie de rounds. La llama “rival”. Pero casi en simultáneo reflexiona: “Ella es una mujer, yo también lo soy” (Chiziane, 2015: 21). La tensión en los modos de nombrar a las otras mujeres será permanente y característica de todo el texto: son hermanas, son rivales, son comadres, son enemigas. En ese primer encuentro, Rami y Julieta se agreden verbal y luego físicamente. La protagonista escapa de la casa de su rival, pero la gravedad de sus heridas es tal que no puede marcharse; entonces Julieta la busca, la baña, la viste con sus ropas y le cura las lastimaduras. Desde las agresiones hasta la mayor ternura en la curación, las dos mujeres se identifican, funden sus cuerpos, se hacen carne.

De inmediato conversan y se produce otra capa de identificación: “Comenzamos a hablar. Fríamente. Delicadamente. Mi rival se abre y me cuenta su larga historia. Su cama es fría como la mía. Vive en una soledad peor que la mía. Tiene cinco hijos, como yo, y ahora espera el sexto” (23). La protagonista concluye que ellas son iguales, pues comparten los mismos sufrimientos y expande esa identificación por opresión a todas las mujeres: “Las mujeres son diferentes en el nombre y en la cara. En el resto, somos iguales” (26. El destacado es mío). La novela, repleta de definiciones como “las mujeres son…”, “los hombres son…”, “la poligamia es…”, se tensiona en el contrapunto entre tercera y primera personas del plural para reflexionar sobre el ser mujer. En este episodio, Julieta le hará saber que no son las únicas amantes de Tony y a partir de allí, el encuentro con cada mujer llevará a otra y en esa búsqueda Rami recorrerá Mozambique. Al seguir ese trayecto, es posible identificar dos movimientos en la narración que son autónomos pero se articulan de un modo peculiar y sumamente fructífero: por un lado, la gestación de una memoria ancestral para responder a la pregunta “¿qué es una mujer?” y por el otro, el mapeo de Mozambique que sitúa esa pregunta y las respuestas ensayadas por la novela desde los márgenes de occidente.

Desde este ángulo cobra especial relevancia la escena temprana en que Rami consulta a una consejera amorosa. Se trata de una mujer del norte, de la etnia macua. La marca regional se puede percibir en el modo en que este personaje pronuncia algunos sonidos de la lengua. La consejera es gorda, voluptuosa, llamativa. Corona su cabeza con un turbante amarillo y usa mucho oro. Estos rasgos del aspecto físico, desde la óptica de Rami, indican superioridad, es una suerte de divinidad ya que “está por encima de los problemas de las mujeres de este mundo” (Chiziane, 2015: 33). Con su consejera, Rami aprende que no sabe nada sobre el amor porque la han preparado exclusivamente para la obediencia al marido y para la maternidad. No le enseñaron nada sobre la sexualidad, el deseo y el propio cuerpo y, por lo tanto, afirma su consejera, Rami no es mujer. Es como una niña, aunque haya parido cinco criaturas. Entonces ambas se embarcan en una serie de sesiones preparatorias para que la protagonista aprenda sobre el amor, el sexo, el placer, la seducción. Juntas comparan los hábitos culturales del norte y del sur. Se hacen preguntas acerca de tópicos como la menstruación,

que impide a la mujer acercarse a la vida pública de norte a sur. De los tabúes sobre el huevo, que no puede ser comido por mujeres, para que no tengan hijos pelados y no se comporten como gallinas cluecas a la hora del parto. De los mitos que llevan a las chicas al trabajo doméstico y alejan a los varones del mortero, del fuego y de la cocina para no agarrarse enfermedades sexuales, como esterilidad o impotencia. De los hábitos alimenticios que obligan a las mujeres a servir a los maridos las mejores porciones de carne y dejar para ellas los huesos, las patas, las alas y el pescuezo. Que culpan a las mujeres de todos los infortunios de la naturaleza. Cuando no llueve, es culpa de ellas. Cuando hay plagas y enfermedades, es culpa de ellas que se sentaron sobre el mortero, que abortaron a escondidas, que comieron huevo y mollejas, que entraron a los campos en momentos de impureza (36).

También comparan los modos en que los hombres dominan a las mujeres: en el norte las intercambian como signo de confianza, para fortalecer entre ellos lazos de amistad; en el sur las consideran propiedad y, por tanto, las celan. El cuerpo de las mujeres del sur es apenas reproductor; las mujeres del norte se embellecen, se cuidan, son mujeres que “saben amar”.

La consejera entonces pregunta por qué no compartir a Tony con estas otras mujeres. En las prácticas ancestrales del territorio mozambiqueño el matrimonio poligámico es un contrato válido al interior de la dinámica social. Rami se reconoce “moderna” (occidental) y, a priori, rechaza la idea. La sugerencia de la maestra del amor hace entrar a la poligamia en el territorio de la legalidad en disputa. Es imposible sostener la traición perpetrada por Tony –quien, en realidad, no es polígamo pleno, sino que puso en marcha una “imitación grotesca de un sistema que apenas domina” (94)– y el divorcio no es una opción liberadora para estas mujeres, que perderían sus derechos de patria potestad, sus hogares y toda forma de capital. “La pureza es masculina, y el pecado femenino. Solo las mujeres pueden traicionar, los hombres son libres, Rami” (29), apunta Tony una vez que la esposa le hace saber que ha descubierto sus engaños. Entonces, en la negociación de temporalidades característica del performance, en tanto que acto vital de transferencia que porta y transmite memoria e identidad a partir de la reiteración de gestos y significados del cuerpo (Taylor, 2015), la narradora relata:

Navego en un viaje en el tiempo. Harems con dos mil esposas. Reyes con cuarenta mujeres. Esposas prometidas antes del nacimiento. Contratos sociales. Alianzas. Prostíbulos. Casamientos por conveniencia. Venta de hijas para aumentar la fortuna de los padres y pagar sus deudas por apuestas. Esclavitud sexual. Casamientos a los doce años. Corro mi memoria hasta el principio de los principios. En el paraíso de los bantu, Dios creó un Adán. Varias Evas y un harem. Quien escribió la biblia omitió algunos hechos sobre el génesis de la poligamia. Los bantu deberían reescribir su Biblia (40).

La socióloga nigeriana Oyèronké Oyěwùmí en La invención de las mujeres (1997) se involucra en la producción de un feminismo no eurocentrado y, a partir del estudio detenido de la cultura Ọ̀yọ́-Yorùbá, sostiene que el género como gran categoría social no existía en las culturas africanas antes de su contacto con occidente[3]. Asegura que los roles, las identidades y el pensamiento social no se fundaban en el cuerpo y la genitalidad, como sí ocurre en las sociedades occidentales u occidentalizadas, en las que algunas de las categorías más relevantes derivan de la percepción de un dimorfismo sexual del cuerpo humano. La visión es resaltada como el sentido predilecto de occidente para sostener esa percepción de la diferencia que, además, se proyecta sobre una jerarquización marcada por una desigual distribución del poder. Para sociedades como la estudiada por Oyěwùmí, la categoría que funciona como eje es la señoridad. Tal vez (lamentablemente) no esté de más señalar que los casamientos por conveniencia, los casamientos a los doce años, la venta de niñas, la esclavitud sexual y la poligamia encubierta son prácticas soberanamente extendidas en occidente desde el principio de los principios.

En esta línea, la poligamia en la cultura Ọ̀yọ́-Yorùbá era una –ni la única ni la más extendida– forma legal del matrimonio. La unión matrimonial era un contrato que formalizaba derechos y obligaciones de paternidad para el marido y su linaje respecto de todas las criaturas nacidas durante ese matrimonio, aunque no existiera un involucramiento sexual del marido en la concepción de la criatura (en otras palabras: no hay dependencia genética). Se observa en este aspecto una “naturaleza colectiva del matrimonio” (2017: 114).  Este contrato no obstruía de ningún modo el derecho de la madre y su linaje. La existencia misma de esta práctica contractual indica, según la investigadora, que los derechos de la madre sobre sus retoños se dan por sentado. El matrimonio en este caso no otorga al marido derechos sobre la persona de la esposa, sus propiedades o su fuerza de trabajo. De ese modo, muchas mujeres consideraban atractiva y beneficiosa la dinámica polígama pues producía una repartición de las tareas de cuidado entre más miembros del núcleo familiar siguiendo criterios de organización con eje en la señoridad. Esta tesis discute con la lectura de Gayle Rubin del estudio del parentesco de Lévi-Strauss, ya que esta observa a las mujeres –concebidas como tales de manera universalizante– como víctimas y nunca como beneficiarias del matrimonio. Las matrices ancestrales del territorio mozambiqueño no son iguales a la yoruba estudiada por la socióloga nigeriana, pero su denuncia contra las concepciones del género, la sexualidad y el matrimonio occidentales en términos universales funcionan para leer Niketche.

En un hogar polígamo no hay hijes ilegítimes y además “cuando las mujeres se entienden, el hombre no abusa” (Chiziane, 2015: 74). Es por ello que Rami decide expandir su recorrido por el territorio mozambiqueño para conocer a sus hermanas-rivales y, con ellas, leer las diferencias y convergencias culturales del norte y del sur, compartir sus historias que hablan de singularidad y también de comunión y comunidad de mujeres. En ese recorrido descubre que son cinco esposas: la propia Rami, Julieta (ambas de Maputo), Luísa (de Zambézia), Saly y Mauá Sualé (del norte). En todos los encuentros hay una rivalidad inicial que decanta en identificación tras conocer las historias de opresión de cada mujer. Entonces Rami concluye: “Nuestro hogar es un polígono de seis puntos. Es polígamo. Un hexágono amoroso” (58). Rápidamente –con el consentimiento de las cinco y a pesar de Tony– el contrato matrimonial polígamo se perfecciona a través de las instancias pertinentes, tras haber indagado sobre la organización sexogenérica de la sociedad “moderna” que las sujetaba y en la que

entre la pornografía y la santidad, ¡no había nada! Nunca nadie me explicó por qué un hombre cambia una mujer por otra. Nunca nadie me habló del origen de la poligamia. ¿Por qué es que la iglesia prohibió esas prácticas tan vitales para la armonía de un hogar? ¿Por qué los políticos de la generación de la libertad levantaron el puño y dijeron abajo los ritos de iniciación? ¿Es crimen tener una escuela de amor? Decían que esas escuelas tenían hábitos retrógrados. Y los tienen. Dicen que son conservadoras. Y lo son. La iglesia también lo es. También las universidades y todas las escuelas formales. En lugar de destruir las escuelas de amor, ¿por qué no reformarlas? El colonizado es ciego (45).

La Iglesia, la Escuela, el Estado, la Nación aparecen como grandes agentes occidentalizadores que prohíben la poligamia al tiempo que definen los géneros y los modos de la sexualidad. Estas instituciones emiten el llamado de la Ley, tal como estudia Judith Butler a partir de la teoría de la interpelación de Althusser. En “La consciencia nos hace a todos sujetos” Butler repiensa, de la mano de Mladen Dolar, la media vuelta que inexorablemente efectúa todo individuo ante el llamado de la Ley como “movimiento de anticipación en dirección a la identidad” (2001: 120) para producir subjetividad (no sujetos). Ocurre que Rami, en su revisión del pasado y del orden de sexo-género que la contienen, observa y desarma su propia media vuelta porque encuentra la posible emisión de otros llamados para su constitución identitaria (“Los bantu deberían reescribir su Biblia”). Así, la protagonista parece hacerse las preguntas que Butler asegura ningún sujeto puede formular antes de darse la vuelta: “¿Quién habla? ¿Por qué debería darme la vuelta? ¿Por qué debería aceptar los términos con los cuales se me interpela?” (121).

A este respecto es productivo rescatar la pregunta spivakiana sobre las posibilidades de habla para los sujetos subalternos, noción que contempla factores de género y etnicidad para examinar qué pueden hacer las identidades no dominantes con la lengua. Leer las modulaciones de una voz narrativa como la de Niketche es uno de los modos más pertinentes de discutir la marginación de ciertas producciones (y no solo de las subjetividades de sus personajes). En “La Ley es otra: Literatura y constitución de la persona jurídica” (1994), Julio Ramos plantea cuestionamientos semejantes al de Spivak. Más específicamente, se pregunta cómo, con qué lengua habla el sujeto subalterno ante la ley. Toda la narración de Rami puede pensarse como diferendo, como “enunciado que se desliza en el intersticio entre dos o más sistemas de validación o crédito” (Ramos, 1994: 310), que se pronuncia más allá de los límites de la Ley, que desestabiliza un orden jurídico-simbólico a partir de la suspensión del llamado de la Ley y de la búsqueda de otros llamados que resuenan desde el pasado precolonial. Las ficciones del derecho urdidas en Niketche pivotean entre la institucionalidad occidental y el rescate de las legalidades ancestrales para proyectar una justicia futura y unas subjetividades más libres.

En esta novela hablan cuerpos oprimidos, golpeados, hipersexualizados, silenciados. A la pregunta spivakiana respecto de las posibilidades de habla para las subjetividades subalternizadas, Chiziane responde con performance, con el cuerpo: en el capítulo 24, la protagonista conversa con vulvas parlantes que levantan testimonios, erigen denuncias, tejen resistencias. Hacia el final del capítulo anterior, Rami ha conversado sobre las diferencias entre las mujeres del norte y del sur con sus rivales-hermanas y al volver a su hogar toma un baño en el que toca su vulva, la re-conoce. Entonces reflexiona: por ella “pasaron cinco cabezas, tres hijos y dos hijas con que me afirmo en la historia del mundo, pero para el pueblo del norte, soy todavía niña, nunca hice un viaje hacia adentro de mí misma” (Chiziane, 2015: 184). De inmediato, con un corte elíptico como el que caracteriza los pasajes de un capítulo al otro en toda la obra, sale a la calle y escucha voces de mujeres, imagina qué dirían sus vientres y sus corazones y se pregunta:

Y el lenguaje de la ….? Si la … pudiese hablar, ¿qué mensaje nos diría? De seguro ella cantaría bellos poemas de dolor y de saudade. Cantaría cantigas de amor y de abandono. De violencia. De violación. De castración. De manipulación. Ella nos diría por qué llora lágrimas de sangre en cada ciclo. Nos diría la historia de la primera vez. En el lecho nupcial. En la selva. Debajo de los cajueiros. En el asiento de atrás del auto. En la oficina del Señor Director. En la orilla del mar. En los lugares más increíbles del planeta (185-186).

Las vulvas entonces contarían historias fantásticas, terroríficas, extraordinarias. Rami se dispone a salir de la ignorancia y escuchar a esas vulvas que, sin embargo, no puede nombrar. En una multiplicidad de movimientos, deslumbrada ante una proliferación de interpelaciones (que no necesariamente llaman desde atrás), les hace preguntas sobre el amor, sobre la felicidad y el destino. Escucha todas esas historias y concluye que las mujeres son todas iguales. Pero las vulvas rechazan esa definición e inmediatamente Rami reflexiona:

La … es fantástica. Habla todas las lenguas del mundo, sin hablar ninguna. Es altar sagrado. Santuario. Es el limbo donde los justos reposan todas las amarguras de esta vida. Es magia, milagro, ternura. Es el cielo y la tierra dentro de nosotras. Es éxtasis, rendición, perdición. Ah, mi … es mi tesoro. Hoy tengo orgullo de ser mujer. Recién hoy aprendí que dentro de mí resides tú, que eres el corazón del mundo. ¿Por qué te ignoré todo este tiempo? (190-191).

En las denuncias que trinan al interior de la novela, el cuerpo y la voz de una mujer negra son protagónicos. Esta escritura contemporánea se apropia y resignifica la hipersexualización ante la que han sido –y todavía son– especialmente vulnerables las mujeres negras dentro y fuera de los límites literarios para invertirla y hacer de ella un arma de resistencia. Desde esa posición explora las semánticas del cuerpo.

En un momento inicial, al descubrir que Tony la engaña, Rami se cuestiona su corporalidad, se avergüenza del color oscuro de su piel y del tamaño de sus senos. Más adelante, luego de haberse conformado como familia polígama de cinco esposas, las mujeres se enteran de que Tony tiene una nueva amante, una mujer joven, mulata y estéril. Entonces juntas urden un castigo pacífico, hacen una comida para el marido en la que plantean el problema y él sostiene que se trata de “ganas de variar, chicas. Deseo de tocar una piel más clara. Ustedes son todas oscuras, una pandilla de negras” (140). La intersección de racismo y machismo que produce esa violencia activa el uso de la sexualidad como arma de las cinco mujeres contra el hombre: lo obligan a performar una orgía, desarrollada de un modo ritual, con muchas instancias protocolares. La escena sexual horroriza a Tony y Rami considera: “¡Pobrecito! Se juzgaba capaz de pastar una manada de esposas sin sinsabores ni sacrificio” (147). La desnudez sexual del cuerpo como poderosa arma de las mujeres conforma otra de las líneas vertebrales de este relato.

Rápidamente, Rami se arrepiente de este castigo, piensa que exageraron porque Tony las acusa de desobediencia. Entonces, Mauá, la mujer del norte, asegura que no fue así, lo que ellas hicieron fue performar un niketche, “una danza nuestra, danza macua (…) una danza del amor, que las jóvenes recién iniciadas ejecutan a los ojos del mundo, para afirmar: somos mujeres. Maduras como frutas. ¡Estamos listas para la vida!” (160). Niketche es una danza de “sensualidad perfecta” (160) en la que se forman identidades de mujeres mozambiqueñas. Niketche se introduce como palabra y como práctica ajena a la lengua (Ley) que sujetaba a Rami al inicio de la novela en la voz de otra esposa y funciona como su pasaje de niña simbólica a mujer plena. Mediante su extenso proceso de reflexividad, ha llegado a darle la espalda a la interpelación del policía de alto rango que es su marido –tremenda condensación de la ley patriarcal– para poner en marcha esta coreografía de continuos movimientos, que parece no responder con ninguna media vuelta definitiva. Y sobre esta inversión se imprime otra: en comunidad con las otras esposas, pasa a ser ella quien interpela a la ley del marido-policía con y desde su cuerpo de mujer negra. El uso de este término ajeno a las lenguas y prácticas occidentales para encabezar el título de la novela resalta estos movimientos. La trama argumental se compone de muchas líneas, pero el foco del título se detiene en esa danza de afirmación de mujeres maduras ante el mundo, una performance que engarza sexualidad y legalidad sin fines reproductivos y así produce subjetividad. Niketche es la instancia de consolidación del crecimiento de la protagonista y de ruptura de la cadena semántica mujer-esposa-madre.

Niketche, uma história de poligamia examina la poligamia como dinámica válida para las relaciones sexoafectivas al interior de una cultura poscolonial y en ese ensayo desarma sexualidad y géneros. A lo largo del relato se erigen denuncias contra diversas violencias que hacen significar por opresión al cuerpo y la identidad de mujeres negras que, gracias al intercambio de historias, se conforman en colectivo. La historiadora y comunicadora afrofeminista Bruna Stamato, en su artículo “Por la amefricanización del feminismo”, retoma una afirmación de Angela Davis que ilumina este recorrido: “Cuando una mujer negra se mueve, toda la estructura de la sociedad se mueve con ella” (2018). La novela de Chiziane cuestiona las dinámicas sociales de legibilidad de “lo masculino” y “lo femenino” como modos de ser varón y de ser mujer respectivamente. La insistencia del relato en hacer proliferar definiciones de mujer, hombre y poligamia demuestra que es imposible fijar definiciones a modo de respuesta y, por lo tanto, hace brillar la desestabilización como gesto provocado por el movimiento de indagar. El planteo de Stamato sostiene que “al cuestionar la sociedad y proponer otras maneras de ver el mundo, las mujeres negras estamos deconstruyendo estas estructuras enyesadas y tejiendo redes para que cambios más profundos impacten en la vida de todas nosotras, mujeres racializadas, que ya no nos conformamos más con la exclusión social que nos fue impuesta porque llevamos las marcas corporales de lo que fue construido como la ‘otredad’” (2018). El movimiento que pone en marcha Niketche discute géneros y sexualidades en una pluralidad de coordenadas africanas, con y contra los mandamientos e instituciones coloniales y ancestrales. Así, al preguntarse “¿qué es ser mujer en Mozambique?”, moviliza toda estructura de dominación dispuesta para definir por opresión géneros y sexualidades.


Bibliografía

Butler, Judith. ¨La consciencia nos hace a todos sujetos¨ en Mecanismos psíquicos del poder, Madrid: Cátedra/Universidad de Valencia, 2001.

Chiziane, Paulina. Niketche. Uma história de poligamia. San Pablo: Companhia das Letras, 2015.

Oyěwùmí, Oyèronké. La invención de las mujeres. Una perspectiva africana sobre los discursos occidentales del género. Bogotá: En la frontera, 2017.

Ramos, Julio. “La Ley es otra: literatura y la constitución de la persona jurídica” en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año 20, no. 40, 1994, pp. 305-335.

Rubin, Gayle. “El tráfico de mujeres: nota sobre la ‘economía política’ del sexo” en Navarro y Stimpson (comps.) ¿Qué son los estudios de mujeres?. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1998.

Spivak, Gayatri Chakravorti. “¿Puede hablar el sujeto subalterno?” en Orbis Tertius, no. 6, 1998, pp. 175-235.

Stamato, Bruna. “Por la amefricanización del feminismo” en Revista Transas, agosto de 2018. Disponible en: https://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/08/30/por-la-amefricanizacion-del-feminismo-espanol/  

Taylor, Diana. Performance. Buenos Aires: Asunto Impreso, 2015.


[1] Desde una perspectiva feminista occidental contemporánea, diríamos que la narración organiza las identidades de sus personajes de manera binaria sobre una proyección heterocisnormativa. Si bien esta distinción sirve para comprender conceptualizaciones de “mujer” y “varón” que se desprenden de esta novela, creo que examinar las figuras protagónicas aplicando esas adjetivaciones es forzar una lectura sobreoccidentalizada. Se produce un pivoteo poscolonial en la construcción de las identidades de género en Niketche, uma história de poligamia.

[2] Las traducciones al español de los fragmentos de la novela citados aquí me pertenecen y fueron realizadas a los fines específicos de este trabajo.

[3] Utilizaré nociones como “mujer”, “varón”, “madre”, “padre”, “esposa” y “marido” para asimilar esta teoría a una lectura escrita en español. Sin embargo, los términos precisos utilizados por Oyèronké Oyěwùmí en yoruba no manifiestan género.

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DOCUMENTOS ENCARNADOS: DOS CASOS JUDICIALES EN ESCENA

Por: Catalina Donoso Pinto

Imagen: Trewa. Estado-nación o el espectro de la traición (Paula González Seguel, 2019)

En una nueva edición del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Catalina Donoso Pinto aborda el documental Las Cruces (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018) y la obra teatral Trewa. Estado-nación o el espectro de la traición (Paula González Seguel, 2019). Ambas producciones ponen en escena dos casos judiciales en curso al momento de su realización. El primero, el proceso judicial de “la masacre de Laja”, resuelto en 2020, en el que se investigaba el asesinato de diecinueve personas en Laja y San Rosendo, a siete días del golpe cívico-militar chileno de 1973. El segundo, la causa abierta por el asesinato de la activista socioambiental Macarena Valdés, en 2019. Donoso Pinto encuentra que en las obras creadas a partir de esos crímenes lo documental aparece ligado a un uso particular del archivo, y propone entonces nuevas reflexiones en torno a las nociones de documentalidad y de archivo performático para pensar esas producciones.


A solo siete días del golpe cívico-militar chileno en 1973, diecinueve personas que habían sido detenidas en las localidades sureñas de Laja y San Rosendo, con la colaboración de la empresa papelera CMPC, fueron asesinadas. Sus familiares los buscaron por años y solo en 1979 pudieron recibir los cuerpos. El caso, conocido como “la masacre de Laja”, siguió un largo proceso judicial que recién en 2020 culminó con la condena de nueve carabineros involucrados en el crimen, que para entonces ya se encontraban en retiro.

En 2018, dos años antes de este desenlace institucional, la dupla de realizadores conformada por Teresa Arredondo y Carlos Vázquez tuvieron acceso al expediente del caso judicial y decidieron trabajar con ese archivo para crear un documental filmado en celuloide que revisa el potencial expresivo de estos materiales en una propuesta estética que escapa del estilo más testimonial que suele caracterizar el tratamiento de estos temas.

En agosto de 2019, la activista socioambiental Macarena Valdés fue encontrada muerta en su casa, colgando de una viga. El único testigo de lo que había ocurrido fue su pequeño hijo de menos de dos años que estaba con ella en el lugar. Interesada por acercarse más a la cultura mapuche y comprometerse con la defensa del medioambiente, Macarena se había trasladado desde Santiago con su familia a Tranguil, localidad ubicada en el Wallmapu. Su última lucha se vinculaba con la resistencia a la instalación de una central hidroeléctrica en la zona. La primera conjetura de la policía que acudió al lugar del crimen fue que se trataba de un suicidio, causa que desde el inicio su familia rechazó; el avance de la investigación le dio la razón a la familia, pero el proceso todavía se encuentra abierto sin que se hayan aclarado las circunstancias ni haya nadie procesadx.

Ese mismo año la Compañía Kimvn Teatro estrenó la obra Trewa. Estado-nación o el espectro de la traición, dirigida por Paula González Seguel, en la que recogía la historia de Macarena para ponerla en diálogo con otras experiencias de personas ligadas a la cultura y al territorio mapuche, como es ya acostumbrado en su estilo de teatro documental. En este montaje la directora construye un relato dramatizado pero que tiene una fuerte investigación documental y utiliza algunos recursos que cruzan los límites de la ficción en un sentido estricto.

Comienzo con estos dos relatos y sus puestas en escena (audiovisual y teatral) porque si bien ambas historias se encuentran distanciadas en el tiempo, el carácter de sus muertes como crímenes políticos, la dilación de la justicia, el involucramiento de grandes empresas en las circunstancias que acompañan los hechos (y por tanto hacen más clara la vinculación entre la política y un modelo económico extractivista), las hermanan como hechos que hablan de un presente de urgencias y demandas que se conectan con una historia que lo desborda.

Las obras creadas a partir de los crímenes que señalo aquí me interesan por el modo en que lo documental aparece ligado a un uso particular del archivo. A fin de situar esta reflexión y describir cómo se encarna en ambas creaciones, voy a desarrollar brevemente las nociones de documentalidad y de archivo performativo con las que estoy trabajando actualmente[1]. Lo que proponemos junto a mi equipo de investigación es, en primer lugar, la noción de documentalidad para definir ciertas operaciones formales desarrolladas en creaciones artísticas que no necesariamente debieran inscribirse en un llamado “modo documental”, pero que se vinculan con los procedimientos propios de este, para interrogar críticamente tanto su contexto como sus propias estrategias de representación. La idea de documentalidad que se configura aquí tiene entonces siempre una carga política, ya que la realidad con la que trabaja no es una naturaleza dada, sino una construcción social, cultural y política con la que desarrolla un compromiso; enfatizando en el ámbito de su relación con una realidad extratextual, una “apuesta de un tipo de arte que, en su voluntad testimonial cercano a una ética del compromiso, se opone tanto al liberalismo económico reinante como al arte de mercado basado en la espectacularización de la cultura” (Anna María Guasch, El arte en la era de lo global, 2016). Desde otro ángulo, la documentalidad que buscamos estudiar pone en diálogo esta reflexión comprometida con lo real con una reflexión interna que se interesa también por exponer los mismos mecanismos de lo documental en la creación de un discurso.

Desde esta posición, toca interrogar al archivo para desmontar algunas de las consideraciones más tradicionales en torno a su naturaleza y sus usos. Uno de los aspectos a destacar en cuanto a los debates en torno al archivo es el de la temporalidad. Todo archivo se encuentra transitado por una línea temporal que presupone un origen al que hace referencia y que se sitúa en el pasado, en el que también ocurre el acto de la catalogación y el resguardo. Dicho acto se efectúa en pos de un futuro en el que ese elemento será restaurado en su significado. Cuando esa restauración efectivamente ocurre, se instituye como una actualización que se activa siempre en presente, aunque proviene de ese pasado en el que se configura. Así, el giro archivístico, con su intención por reconocer que cualquier elemento del pasado puede ser leído como archivo, así como que el archivo podría ser una clave de lectura de lo contemporáneo, según lo plantea Sergio Rojas (El arte agotado: magnitudes y representaciones de lo contemporáneo, 2012), enfatiza esta posición pretérita de los materiales de archivo, o bien su inscripción futura siempre en relación con un pasado que la imaginó. La idea de un “archivo performativo” busca tensionar esta aproximación para, reconociendo la importancia del archivo como elemento central para la cultura contemporánea, romper con la deuda temporal en que la actualización de sus materiales rebota siempre en un pasado que le dio originalmente sentido. Los objetos que me interesa trabajar en cada una de las obras están allí para operar como presencias cuya carga significante se articula performativamente, esto es, en el mismo acto de su aparición. En este sentido, la propuesta se relaciona con la definición que Stella Bruzzi (New Documentary: A Critical Introduction, 2006) otorga al documental contemporáneo, destacando su cualidad permanentemente performativa, al constituirse como un discurso que se produce en escena, en la relación entre los sujetos y las cosas.

El documental Las cruces (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018), se centra en la matanza de diecinueve trabajadores de la CMPC (Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones) pocos días después del golpe cívico-militar de 1973. En este caso el archivo es el punto de partida para la creación de la obra. La dupla Arredondo/Vázquéz tuvo acceso a los expedientes judiciales (incluso a aquellos que correspondían a la causa que se encontraba en ese momento abierta) y con ellos deciden trabajar, conservando la neutralidad aparente de los documentos. Las imágenes del documental se pueden caracterizar fundamentalmente como de dos tipos: registro actual de lugares de la zona donde fueron detenidos y fusilados los trabajadores, y exposición en negativo de los documentos del proceso judicial. En este sentido, la puesta en escena es austera y desafectada, parece predominar una mirada distanciada del paisaje y una exposición objetiva de los documentos. Sin embargo, esta misma conjunción de aparentes imparcialidades, hace surgir el horror sin recurrir a la emocionalidad evidente.

Hay un elemento que me gustaría destacar en relación con la idea de archivo performativo y es el trabajo con los testimonios contenidos en el archivo judicial y la incorporación de voces de habitantes de la zona para presentarlos. Esta acción transforma el archivo en una operación performativa en la medida que pone en valor una dimensión encarnada de esos textos. La lectura en escena de las declaraciones de los carabineros que rompieron el pacto de silencio no traiciona la presentación desafectada que el documental promueve, no se trata de dramatizaciones, sino de versiones planas, sin matices, que refuerzan la rigidez del tono judicial. Sin embargo, la decisión de incluir personas de los alrededores pone en relevancia que esas presencias y corporalidades particulares sean las que habiten el discurso. Así, tanto como los hechos, es importante quién los recrea, una suerte de pertenencia humanizada del paisaje que toma voz testificando los crímenes. En algún momento, Arredondo y Vásquez pensaron pedir a los familiares de las víctimas que se hicieran cargo de la lectura pero les pareció que iba en dirección opuesta a su intento por desdramatizar la presentación de los hechos. Aun si les hubieran pedido que mantuvieran el tono neutro, su misma presencia violentada por la desaparición de sus familiares impregnaría la alocución. La opción entonces se desliza al territorio geográfico como una vivencia de la violencia que se disemina en el paisaje a la vez que en las vidas humanas.

Sobre la performance de testimonio dice Sharay Larios: “Los intérpretes encarnan entonces los datos acumulados en el archivo, los pasan por su cuerpo para verbalizarlos y fungen como ‘mediums’ de la información” (Los objetos vivos. Escenarios de la materia indócil, 2018, p. 258). Cuando ciertos documentos, objetos o materiales documentales son incorporados por una voz en escena, dice también Larios: “La memoria del archivo se levanta y se transmuta al ser mediada por el cuerpo y/o la voz, desterrándose de parecer únicamente un contenedor inalterable que resguarda y custodia memorias” (259). Esta decisión por corporeizar el expediente desde voces que no se proponen dramatizar la lectura pero sí vivenciarla, es un recurso que resignifica la carga inicial de los documentos legales y los vuelve presencia/presente, destacando además, en el periodo de realización de la película, la impunidad bajo la que seguía sumergido el caso.

Trewa, el estado nación o el espectro de la traición (Paula González Seguel, 2019) es un proyecto en el que se involucró también el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) de la Universidad Católica, y donde se recogen principalmente tres historias, el caso de la muerte de Macarena Valdés, el de Brandon Hernández Huentecol, quien recibió más de doscientos perdigones en su cuerpo por parte de la policía, y las PACI, patrullas de acercamiento a comunidades indígenas, una división dentro de carabineros en la Araucanía que implica un trabajo cercano con la comunidad al mismo tiempo que labores de control y represión por parte de carabineros de origen mapuche. En este texto me estoy centrando en el primer caso y en las operaciones documentales relacionadas con este que se despliegan en la obra.

En este montaje, más que trabajo con archivos en escena, hay un proceso documental que nutre toda la producción de la obra y que implica la dramatización de varias historias para convertirlas en un relato unificado. La escenografía o espacio teatral es uno de los elementos gravitantes desde el punto de vista de la interpretación escénica del tema que trata. Así también, el trabajo con el realizador Niles Atallah, encargado de la proyección audiovisual, es un aspecto que sin duda me gustaría poder abordar en el futuro. En este caso me referiré solo a la relación entre los datos documentales y la dimensión ritual performativa que aparece en dos momentos de la obra.

En la escena en que toda la familia junto a amigos cercanos despiden a Macarena con una rogativa (un llellipun) es el momento en que los datos duros no dramatizados se presentan a través de una voz en off y este contraste radicaliza la oposición entre la voz ausente y los cuerpos que efectivamente participan de tiempo que es actuación y acto a la vez; y también entre la desafección de la información objetivada y la carga afectiva de los amigos y familiares demandando la aclaración de la muerte de Macarena. La lectura de datos duros (ejecutada por una de las investigadoras asociadas al CIIR) da cuenta de una serie de vulneraciones sufridas por el pueblo mapuche en Chile y subraya una continuidad entre la violencia dictatorial y los años de la transición, así como la relación de la muerte de Macarena y el asesinato de otrxs líderes ambientalistas en Latinoamérica. Comparto aquí un pequeño extracto de ese texto:

Entre los años 1973 y 1990, 178 comuneros y comuneras mapuche fueron ejecutados y desaparecidos durante la dictadura civil y militar chilena. Esta cifra corresponde a los casos reconocidos por el estado chileno. Sin embargo, hay muchos más a lo largo de los años, que han sido silenciados. Gran parte de los asesinatos y desapariciones forzadas corresponden a conflictos territoriales históricos debido a la apropiación del latifundio colonial y los despojos estatales de tierras causados a numerosas comunidades mapuche […] Durante el año 2017, 207 ciudadanos que han defendido la tierra, la vida y el agua, han sido asesinados, de los cuales el 60 por ciento corresponde a ciudadanos latinoamericanos. En su mayoría han sido líderes indígenas, dirigentes comunitarios, defensores del medio ambiente, los que han sido asesinados o sometidos a amenazas de muerte, arrestos, ciberataques, agresiones sexuales y demandas judiciales.

La segunda escena sobre la que quiero poner atención corresponde a la proyección de un video facilitado a la compañía por el viudo de Macarena Valdés, imágenes en las que se registra el corte de ruta realizado por un grupo de manifestantes, entre los que se encontraba ella, y a la que se puede reconocer entre la multitud. La acción ocurrió diez o doce días antes de la muerte de Macarena. El video se proyecta sobre el fondo que hace las veces de pantalla durante la mayor parte de la obra, y que es también el lugar del afuera y del deambular del fantasma de Macarena. Al mismo tiempo, lo vemos en la ventana de la cocina de la casa, espacio doméstico que colinda con este otro, el exterior. Las imágenes llenan el escenario y a los pocos segundos Elsa Quinchaleo, mujer mapuche y actriz de oficio que ha integrado la compañía desde su formación, interpreta un ülkantun o canto en mapuzungún. En este ejemplo ocurre la misma confrontación entre la información proporcionada esta vez por el registro visual, y la dimensión performativa de un acto que ocurre tanto dentro de la diégesis de la historia representada, como encarnando una acción en sí misma que ocurre en presencia.

En ambos ejemplos de la obra teatral los datos e imágenes de contenido documental se presentan en momentos en que la puesta en escena es una ficción representada que, al mismo tiempo, se puede leer como una performance en acción, un repertorio actualizado, usando el término que Diana Taylor acuñó para contrastarlo con la rigidez del archivo.

Así también Las Cruces es un acto de presencia (aunque mediada por la cámara) que subraya la potencia de las voces y los cuerpos no solo como signos, sino como materias vivas que apelan con sus propios recursos a quien se haya en la posición de espectador/a, en ese sentido una propuesta performativa (si seguimos la estética de lo performativo desarrollada por Erika Fischer Lichte). Ambas obras refieren a hechos de violencia en los que los procesos institucionales no han hecho más que entorpecer los caminos de la justicia. Por lo que esa encarnación de lo vivo, lo presente, se hace aún más necesaria y potente.


[1] Este texto forma parte del proyecto “Documento inestable: una propuesta de archivo performativo y subjetividad material”, Fondecyt Regular n° 1191698, que desarrollo junto a lxs investigadores chilenxs Franco Pesce y Constanza Ceresa.

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¿Qué pasa cuando la pornografía la escriben las mujeres? Fanfiction, deseo femenino y ética

Por: Jéssica Sessarego

Imagen: Obra realizada por Anita.Ilustraciones (2021)

En este ensayo, Jéssica Sessarego retoma su estudio del fanfiction, ya presentado en una entrega anterior, para explorar algunos de los debates que suscitan dentro de los fandoms las vertientes eróticas y pornográficas de este género. Por tratarse de un espacio mayormente feminizado y marginal, el fanfiction puede constituirse en una ventana privilegiada para asomarse a algunas expresiones de deseo no contemplados en la norma. Sin embargo, esto también implica que encontraremos allí todo tipo de temas problemáticos que nos dejarán con más preguntas que respuestas.


Agradezco especialmente a la RIIAM y a colegas del fandom

por su colaboración con mi proceso de escritura.

En los fandoms (comunidades de fans, sobre todo de productos mediáticos) siempre ha habido grandes debates éticos. Muchos son relativos a las obras derivadas creadas por fans, es decir, textos, imágenes, videos y otras formas artísticas que de algún modo toman como base el universo o los personajes de la ficción madre (un festín para lxs estudiosxs de la intertextualidad). En este ensayo, dejaré de lado asuntos como los conflictos que este tipo de producciones inevitablemente tienen con los derechos de autor, para enfocarme en las discusiones que suscitan las obras derivadas de contenido pornográfico, especialmente cuando se trata de fanfiction, término que engloba las ficciones escritas por fans para fans.

Si bien existe fanfiction sobre los temas más diversos y solo una porción de ellos reproduce escenas sexuales explícitas, resulta un género especialmente interesante para pensar algunas aristas de la pornografía porque, a diferencia de otros tipos de pornografía, este está dominado sobre todo por mujeres y disidencias, tanto desde el lugar de escritoras («fickers«) como de lectoras. Además, por ser una escritura amateur que suele circular de manera gratuita a través de pseudónimos, puede ser publicada y consumida por personas de cualquier edad, lo cual suma varios problemas. Revista Transas ya ha realizado una primera aproximación a todo esto al preguntarse por el fanfiction yaoi y slash (relatos enfocados en el homoerotismo) en un artículo pasado, que puede consultarse haciendo click aquí.

¿Cuáles de las temáticas que abordan muchos fanfiction eróticos o pornográficos causan el mayor revuelo? Veamos algunas de ellas: las que involucran niñxs (a menudo, de entre 12 y 16 años, pero puede haberlxs menores); los que incluyen incesto; los que tratan de violaciones o abuso sexual; los que abordan tortura o «gore» (violencia gráfica extrema); los que tienen personajes con características animales; y los llamados RPF (Real Person Fanfic), que pueden imaginar hechos de la intimidad de figuras famosas como actores/actrices y cantantes. Este último caso merece un artículo aparte. Mientras que hay quienes lo consideran directamente acoso sexual, otros señalan que es habitual tener fantasías sexuales con famosos y que no se puede evitar, y un tercer grupo directamente se ha dedicado a transformar estos fics en «originales» y publicarlos, como es el caso de After, de Anna Todd. Sin embargo, los primeros cinco, que pueden permanecer completamente en el ámbito de la ficción, manejan argumentos más sutiles que pueden interesarle a la literatura en general y a los actuales movimientos de derechos humanos.

Para empezar, y en directa relación con el primer punto mencionado, es necesario recordar que existe legislación en torno a este tema, pues desde el año 2000 el Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño realizado por la Asamblea General de Naciones Unidas establece que “por pornografía infantil se entiende toda representación, por cualquier medio, de un niño dedicado a actividades sexuales explícitas, reales o simuladas”. Palabras clave como «representación» y «simuladas» dan a entender que la ficción que trate estos temas podría caer en la ilegalidad.

Mark McLelland, en su artículo «Ethical and Legal Issues in Teaching about Japanese Popular Culture to Undergraduate Students in Australia» (2013), enlista algunos casos de procesos penales realizados en Suecia, Estados Unidos y Australia, amparados en esta legislación internacional, por tenencia de comics o dibujos que aparentaban representar menores en situaciones sexuales. En Australia, incluso, se pena el actuar como facilitador de este tipo de materiales, por ejemplo con una acción tan común como compartir un link a una página web que pueda contenerlos.

McLelland advierte sobre las complicaciones que esto puede traer para investigadorxs interesadxs en la cultura popular japonesa, ya que en ese país estos temas se legislan de otro modo y, por lo tanto, es fácil llegar a sus producciones mediáticas sin saber que en el lugar de residencia algunas de ellas pueden constituir un delito. En Latinoamérica, no es raro que lxs participantes de fandoms de manga y animación japonesa hayan visto ilustraciones de menores por lo menos en posiciones sugerentes, ya que los protagonistas de las series más populares (categorizadas como shōnen y shōjo) por reglas propias del género suelen tener entre 12 y 16 años. De hecho, en redes sociales pueden encontrarse bromas como «la ONU siempre vigila», «la ONU vs los otakus» y «la ONU viene por tu loli» (en referencia al género de manga erótico loli-con, protagonizado por niñas, aunque hoy la expresión se utiliza también para otros medios como el fanfiction).

Por ahora, no he encontrado casos en los que esta legislación se haya utilizado en procesos legales contra textos sin ilustraciones, ni para aquellos que incluyen escenas sexuales con menores ni para los que tratan otros temas polémicos, como la descripción minuciosa de torturas. No obstante, las normativas de las plataformas de fanfiction más populares se hacen eco de estas preocupaciones.

FanFiction.Net no permite contenido categorizado como «MA» (siglas para «mature adults»), lo cual incluye «descripciones detalladas de interacciones físicas de naturaleza sexual o violenta» (Rules and Guidelines, 2008; traducción mía). También prohíbe fics sobre personas no ficcionales (aunque agrega una excepción para figuras históricas).

Otra plataforma muy popular hoy entre lxs jóvenes, que además de fanfics habilita a publicar textos originales, es Wattpad. Esta página, a diferencia de FanFiction.Net, da lugar a lo que considera «clasificación madura», siempre y cuando las escenas para adultxs en estos relatos tengan un «propósito narrativo». Este interesante concepto se define en sus Pautas de Contenido como que «el trabajo debe tener una trama no relacionada con la/s escena/s [para adultxs], o debe mostrar una progresión o crecimiento en sus personajes» (2020). De todos modos, aunque nuestras escenas subidas de tono tengan «propósito narrativo», igualmente pueden ser eliminadas sin consultarnos si incluyen alguno de los temas que la plataforma prohíbe, sobre todo influida por la ley canadiense, pues la empresa está asentada en ese país. Entre ellos, por supuesto, resalta la actividad sexual que involucre a menores de 16 años. Las Pautas lo explican así: «Para efecto de la plataforma, la edad de consentimiento se establece como 16 años. Cualquier contenido sexual entre personajes debe cumplir con esta edad de consentimiento y no violar los estatutos de ley canadiense». Evidentemente, si solo podemos escribir escenas sexuales en las que los personajes puedan consentir (¿qué significaría que un ser que no existe en la realidad dé su consentimiento?), lxs menores no son lxs únicxs excluidxs: «De acuerdo con la ley canadiense, se eliminará cualquier contenido que fomente actos sexuales ilegales, incluidos, entre otros, la bestialidad, la necrofilia o el incesto».

En ambas plataformas pueden encontrarse sendos textos que violan las normativas descriptas. Es raro que FanFiction.net tome acciones concretas contra sus usuarios, pero en cambio Wattpad, si bien tampoco parece revisar el contenido escrito (solo se eliminan de forma automática las imágenes explícitas), tiene un sistema de denuncias por medio del cual lxs lectorxs pueden señalar que una historia no cumple con sus Pautas de Contenido, tras lo cual la plataforma suele eliminar de inmediato la historia. Si una cuenta recibe varias denuncias, también es eliminada, sin previo aviso. Entre las fickers, circula el rumor de que la mayoría de estas denuncias se debe más a actos de odio que a una inquietud ética o legal, ya que no es raro que se concentren en los textos sobre una pareja determinada (en los fandoms existen las «ship wars«, que son infinitas y muy duras batallas en torno a qué parejas se pueden formar entre los personajes de la ficción madre) o que directamente se borre algo que no incumple ninguna pauta. Esto, claro, desata las críticas contra las obras originales de Wattpad más celebradas, ya que a menudo tienen un contenido erótico alto y muchxs consideran que más de una vez romantizan relaciones tóxicas.

Todas estas leyes y normativas son el telón de fondo de varias de las discusiones que se dan entre lxs lectorxs y escritorxs de fanfiction pornográfico. A continuación, describiré algunos de los argumentos que se esbozan en las redes en contra y a favor de textos con contenidos problemáticos como los presentados en el inicio de este ensayo.

El primer asunto que salta a la vista en estos debates es la relación ficción-realidad. Quienes defienden este tipo de textos alegan que es ficción y que en la ficción puede ocurrir cualquier cosa sin dañar a nadie. Quienes lo atacan señalan que la ficción incide en la realidad, nos educa, forma nuestras identidades, y que por lo tanto estas narrativas podrían «naturalizar» conductas de modo que los lectores y las lectoras se sentirían avalados a llevarlas al mundo de carne y hueso. Los primeros suelen llamar a estos últimos «defiende píxeles», porque es común que protesten contra la sexualización de un personaje dibujado o escrito como si este pudiera salir herido del hecho. La popular página de Facebook Defensores de píxeles siendo defensores de píxeles[i], con más de 10 000 seguidores, se dedica a compartir publicaciones de esa clase para burlarse de ellas. El principal motivo por el cual lxs supuestxs «defiende píxeles» causan tanta irritación en los fandoms es porque algunxs tienen la costumbre de enviar mensajes de odio y acosar de diversas maneras a quienes producen o difunden contenido problemático. Frente a eso, en páginas como la citada se lxs acusa de «preferir los derechos humanos de un píxel por sobre los derechos humanos de un humano real».

Si, como explica Daniela Dorfman (2021) para el caso argentino, hacia fines del siglo xx muchas leyes pasaron de proteger la moral a proteger a lxs menores de 18 años, la declaración de la ONU en torno a la pornografía infantil vuelve a dar lugar a debates como el sintetizado más arriba, en los que no es claro cuál es el objeto o sujeto que se busca proteger. Tal vez, como señala Dorfman, no se trata ya de proteger un bien preciso sino de censurar un deseo: «La realización de imágenes simuladas no produce daño efectivo en ningún niño durante su producción, pero sí en su funcionamiento simbólico que, igual que si fueran reales, da visibilidad y legitima actividades y deseos que la sociedad considera que hay que castigar». Entonces, cuando una chica de 17 años escribe un fanfiction erótico protagonizado por sus personajes favoritos, tal vez de 14 o 15 años, ¿está expresando un deseo censurable? ¿Se puede lograr algo positivo llamándola pedófila o denunciando sus cuentas? ¿Y si tuviera 19?

Muchxs paladines de este tipo de fanfiction alegan que existe una diferencia entre lo que se puede desear en la ficción y lo que se desea efectivamente en la realidad. «Lo importante», suelen decir, «es que estos textos solo los lean personas que sepan diferenciar la realidad de la ficción».

En este sentido, puede ser interesante el artículo «Fujoshi: Fantasy Play and Transgressive Intimacy among ‘Rotten Girls’ in Contemporary Japan (2011) de Patrick Galbraith, en el que entrevista a 20 mujeres japonesas que se autodenominan fujoshi.Este término en Japón designa a las consumidoras de yaoi o Boys Love[ii], que es un género de manga homoerótico con abundantes lazos con el fanfiction, sobre todo con el que está basado en ficciones asiáticas.

Tras participar de algunos encuentros entre las fujoshis entrevistadas, Galbraith señala que «es importante tener en mente que estos personajes y relaciones de fantasía [de los que las fujoshis entrevistadas se consideraban fans] no estaban necesariamente conectados con ideales o deseos reales» (traducción mía). Destaca la gran distancia entre los temas que estas mujeres buscaban en ficciones yaoi, por ejemplo, una relación entre un profesor agresivo y un joven tierno, y el modo convencional en el que habían construido los principales vínculos de sus propias vidas.

Algo similar plantea Kristina Busse en su ensayo «Fictional Consents and the Ethical Enjoyment of Dark Desires» (2017) respecto de los fanfics anglosajones que representan violaciones sexuales. Según Busse, «la relación entre la sexualidad real de escritorxs y lectorxs y sus fantasías es variada y compleja: en una comunidad donde las mujeres heterosexuales escriben sobre hombres dando sexo oral y lxs asexuales crean elaboradas orgías sexuales, donde actos biológicamente imposibles se imaginan no por ignorancia sino por deseo», los escenarios imaginados de violación solo son uno de tantos imaginarios que aunque revistan interés en la ficción no necesariamente se aprueban ni atraen en la realidad (traducción mía).

El argumento de Busse agrega un nuevo condimento al debate: ¿qué pasa con los fanfics que describen escenas sexuales que directamente no podrían ocurrir en la realidad? ¿Cómo medimos el nivel de «censurabilidad» del deseo que los motiva? Por ejemplo, la pornografía que representa a varones cis embarazados y dando de lactar. Y si alguien dijera que eso no es más que el traslado de una posibilidad real de un género a otro, no es muy difícil ir más allá. Hay fanfiction pornográfico sobre todo tipo de monstruos, como ser el famoso alien de la película Depredador (1987), sin contar que se acude a los múltiples recursos de la magia y la tecnología… y aún se puede cruzar otro límite si traemos el fandom furry, cuyo interés radica en ficciones sobre animales, principalmente antropomórficos. ¿Cómo juzgar la cantidad de pornografía que existe en torno a My Little Pony? ¿Y sobre Sonic, el erizo azul que protagoniza la famosa serie de videojuegos de Sega? ¿Hay algún «deseo censurable» en la realidad que pueda fomentarse a través de la lectura de las aventuras sexuales de Sonic?

Los dos extremos del debate sobre las libertades que da la ficción, tal como suelen expresarse en las redes, tienen algo de cierto y algo de discutible. Sí, sin ninguna duda, la ficción incide en la realidad, así como todo incide en la realidad, porque no hay producción humana que esté en un universo paralelo. ¿Esa incidencia puede ser negativa? Podemos afirmarlo sin vacilar. Ahora bien, ¿cómo se da esa incidencia? ¿Es transparente, lineal, directa? ¿Se da siempre de la misma manera? ¿Es posible controlarla? Si prohibiéramos la pornografía sobre violaciones, por ejemplo, ¿disminuirían las violaciones en el mundo? Acaso la pornografía sea problemática justamente porque está atravesada por problemas sociales y culturales que la exceden y la constituyen en solo un aspecto a considerar entre muchos.

A nivel legal, puede tomarse el caso del Reino Unido. Según Suzanne Ost (2009), el Ministerio del Interior de ese país declaró “we are unaware of any specific research into whether there is a link between accessing these fantasy images of child sexual abuse and the commission of offences against children”, a pesar de lo cual, como señala McLelland (2013), en 2010 se incluyó este tipo de imágenes simuladas en la ley que sanciona la pornografía infantil.

Es posible comparar esta situación con la de los videojuegos «violentos», de los que muchas veces se dijo que aumentan la tendencia a la violencia en lxs niñxs y adolescentes. Kyle Kontour, en su artículo «Revisiting violent videogames research: Game Studies perspectives on aggression, violence, immersion, interaction, and textual analysis» (2009), demuestra que las diversas investigaciones hechas al respecto aún no reúnen las pruebas necesarias como para confirmar esa afirmación. A similares conclusiones llega García Cernaz (2018), quien encuentra que muchas de esas investigaciones se apoyan en la desacreditada «teoría de la aguja hipodérmica», la cual supone que el estímulo mediático genera una respuesta inmediata y lineal en un individuo representado como víctima pasiva.

Es decir, si aun desconocemos el efecto específico que tienen las ficciones sobre nuestra formación y si ciertamente es imposible que los personajes ficticios sean vulnerados en tanto que no son seres vivos, es posible que precisemos darle otro enfoque a este problema.

Tal vez la disputa en torno a la ética en la ficción tiene sentido como reclamo a las ficciones hegemónicas. Es decir, ¿debemos combatir el hecho de que la mayoría de las novelas y películas dirigidas especialmente a mujeres retraten romances violentos en los que la mujer es representada como un ser de pocas luces y, en el mejor de los casos, dependiente por completo de un varón? ¡Sí, claro que sí! ¿Debemos combatir que en el prime time de los principales canales coloquen un programa abiertamente misógino, racista, homofóbico o con cualquier otro tipo de discurso discriminador? ¡Sin dudas! Es necesario que circulen discursos diversos y que los espacios de mayor difusión, sostenidos por empresas o por el Estado, estén dominados al menos en parte por ficciones que por lo menos no hagan apología contra los derechos humanos. Pero eso no puede ocurrir en todos los espacios. La ficción no puede reducirse a una herramienta pedagógica. Entonces, ¿debemos mandar a la hoguera a una escritora amateur cuyo fanfic publicado en internet, con el cual en general no gana dinero, tiene por protagonista a un chico que se enamora de su violador? ¿Debemos condenar absolutamente a una muchacha que disfrute leyendo estos romances tóxicos cuando desea distraerse de su vida cotidiana? ¿Tiene sentido hoy, en la famosa «era de la información» (con muchas comillas), que tratemos de «cancelar» a cada escritorx, cada artista, cada lectorx o consumidorx que alguna vez muestre interés por un contenido que a nosotrxs (¿quiénes somos?) nos resulte cuestionable.

Las preguntas por el contenido van haciéndose a un lado, para abrir paso a la necesidad de saber quién escribe y quién lee, dónde lo hace, cuándo lo hace.

Un aspecto muy importante a considerar es que gran parte de las mujeres que escribe y lee esta clase de contenidos es menor. Muchas niñas de 11 años en adelante, gracias al internet, descubren estas comunidades y eventualmente se convierten en generadoras de contenido. La exploración de la sexualidad a edades tempranas puede estar mal vista socialmente, pero eso no impide que ocurra. ¿Vamos a seguir fingiendo que la pornografía y cualquiera de sus variantes solo es consumida por adultxs? Y, además, ¿por qué estaría mal que una persona se interese por historias sexuales protagonizadas por alguien de su propia edad o similar?

Un usuario hispanohablante de Twitter escribe lo que en esa plataforma se denomina un AU (que es una suerte de fanfic, en general narrado a partir de capturas de pantalla e imágenes editadas) sobre la relación entre dos personajes de la serie Boruto: Naruto Next Generations, el protagonista homónimo, de 12-15 años, y Sasuke, de 32-35 años, y entre sus primeros tweets encontramos una afirmación tajante respecto de este tema: «Antes de que me acuses de pedofilia, soy menor de edad». Por supuesto, no podemos comprobar que sea menor de edad (ni eliminar la posibilidad de que el usuario mienta sobre sus años, su género o cualquier otro dato con malas intenciones), pero eso no disminuye la necesidad de reflexionar, al menos por un momento, en el argumento que expone.

Según el Manual MSD, la pedofilia como trastorno solo puede diagnosticarse en personas de 16 años o mayores; además, el consumo de pornografía infantil no alcanza para confirmar el diagnóstico (2019). Entonces, ¿una adolescente de 15 años que escribe este tipo de ficciones sin dudas no es pedófila pero podría constituirse en una al año siguiente? ¿Qué diferencia hay entre el impacto que puede generar en el público una ficción problemática escrita por una persona menor de edad y el que puede generar una escrita por una persona mayor de edad? Por supuesto, en estos casos es relevante considerar el rol de padres y madres, hermanxs mayores, docentes y otras posibles figuras guía de la persona menor de edad, así como revisar las estrategias que apuntan a reducir el acceso de lxs niñxs a estos materiales. Sin embargo, mientras tanto hay que hacer algo con el hecho de que ahora mismo hay menores de edad no solo consumiendo sino produciendo y compartiendo contenido problemático. ¿Qué debe hacer la persona adulta que encuentra este contenido hecho por menores? ¿Denunciarlo? ¿Aconsejar a la ficker que deje de escribir hasta que sea mayor? ¿Hablarle de educación sexual? ¿Alejarse discretamente?

En definitiva, algo bien conflictivo aquí es que textos eróticos escritos por personas adultas son leídos por menores de edad, y a su vez muchas personas adultas leen textos eróticos escritos por menores. Tal vez tendría cierta legitimidad que nos horrorizáramos si en una plaza una mujer de 40 años se acercara a un grupo de adolescentes de 14 para ofrecerles pornografía. Si unx estudiante compartiera sus revistas pornográficas con unx docente en los recreos de la escuela, podríamos tal vez dudar de la buena fe de sus relaciones. Sin embargo, en internet las cosas no son tan evidentes. Cuando una ficker adulta publica un texto erótico, lo máximo que puede hacer es colocar una advertencia de «+18» y «contenido adulto» al inicio del fic, pero no tiene forma de evitar que lleguen allí niños y niñas que quieran leerlo, le dejen comentarios, lo pongan en favorito e incluso que luego traten de contactarla y trabar amistad con ella. La mayoría de las veces, ni siquiera sabemos qué edad, género o nacionalidad tiene la persona con la que hablamos en el fandom a través de las redes, ya que lo que nos une a ella no es su identidad sino nuestros intereses comunes.

Antes quizás el consumo de pornografía era algo privado y resultaba difícil que se corriera el riesgo de compartirlo con la persona «incorrecta» (¿qué sería eso?). En los kioscos, las revistas pornográficas con su envoltorio negro podían llamar la atención de lxs peatones pero mantenían lo esencial oculto. No obstante, hoy Internet ha cambiado las nociones de lo público y lo privado. Como señala Román Gubern en su libro El eros electrónico (2000), las pantallas son «generadoras de deseo» en tanto que permiten conocer a aquellxs con quienes compartimos «deseos, fantasías y parafilias». Según él, «la red constituye un edén para las que el doctor Lars Ullerstam bautizó como ‘minorías eróticas’, con sus gustos especializados y su derecho a satisfacerlos». Una persona que antes podría haber fantaseado en silencio, encerrada en el baño de su casa en la madrugada, con la imagen de dos hombres penetrados en sus diversos orificios por un calamar gigante[iii], ahora (donde «ahora» significa «desde hace muchos años») puede escribir o dibujar la escena y subirla a Twitter. Puede entrar en un grupo de Facebook especialmente hecho para fans de porno con tentáculos. Puede… vamos, que puede hacer muchas cosas y en la mayoría de ellas va a socializar con personas cuya edad y madurez desconoce. Las fantasías son hoy menos privadas que nunca. Y el fanfiction es ante todo el espacio para la fantasía: por eso son tan populares los famosos fics «rayita», es decir, aquellos en los que se involucra romántica y sexualmente a unx personaje famoso y a lx propix autorx o lectorx.

Retomemos algunos de los puntos ya expuestos: ¿cómo es la relación entre quienes escriben/leen estos textos y el contenido de los textos en sí? ¿Disfrutar leyendo sobre delitos aumenta drásticamente nuestra posibilidad de cometerlos? ¿Una mujer que disfruta leyendo o escribiendo pornografía con el tropo de la violación en el fondo de su ser está deseando ser violada o violar?

Es decir, aunque fuera posible convenir en que el contenido de gran parte del fanfiction erótico es éticamente problemático, ¿qué podemos hacer con eso? ¿Es más peligroso el fanfiction erótico que cualquier otra pornografía? ¿Quién podría ganar algo con que acusen de «acosadora sexual» a una niña de 12 años que lee un fanfic erótico sobre dos cantantes que le gustan? ¿Le estamos enseñando alguna cosa útil o buena al denunciarle sus cuentas de Wattpad, al insultarla, al rechazarla en nuestro grupo o tratarla de enferma? ¿Cuántas veces expulsamos a un varón de nuestra vida cotidiana porque consuma pornografía? ¿Alguna vez lo hicimos?

Un consejo muy bonito que a veces se da es: en lugar de censurar el contenido que nos parece negativo, produzcamos más contenido positivo. Hay muchísimas fickers que ponen su mayor esfuerzo en escribir una pornografía «éticamente aceptable». En sus relatos eróticos los personajes intentan ser verosímiles, tienen inseguridades, son respetuosos. Usan preservativo y lubricante, solo actúan si hay pleno consentimiento, tienen edades similares y no hay relaciones de poder. ¡Eso es fantástico! Hoy en día, existe mucho de ese contenido. También hay autoras buscando ampliar la representación de diversas identidades, luchando por sacarlas de los estereotipos y los fetiches, educando sobre su derecho y su posibilidad de placer. Etcétera.

Estas preguntas a su vez traen otra sobre la responsabilidad de la ficker. Jean Paul Sartre consideraba que la responsabilidad de lx escritorx es ilimitada, puesto que representa la expresión más alta de libertad (Sapiro, 2021). ¿Podemos pensar esa responsabilidad así hoy? De vivir aún Sartre, ¿habría considerado a las fickers como escritoras, como intelectuales, como la mayor expresión de libertad? Es por lo menos extraño pensar en la posibilidad de apoyar este peso en las espaldas de, por ejemplo, una muchacha de 16 años que ha publicado su primer relato de 200 palabras en una red social y que tal vez sea leída por dos o tres de sus contactos. ¿Aumenta esa responsabilidad con la edad? ¿Con la experiencia? ¿Con la cantidad de público? ¿Y qué pasa si, al final del día, lxs lectorxs acuden a los fics por placer y no para mejorar como personas, de lo cual resulta que a las fickers muy responsables es a las que menos quieren leer?

Para darle una vuelta más a la responsabilidad ética de las fickers, vale la pena retornar al ensayo ya mencionado de Kristina Busse. Allí, ella analiza un fanfic anglosajón del fandom de la serie Teen Wolf en el cual se presenta el tropo de la violación para luego dar a entender que se trataba solo de un juego de roles consensuado dentro de una pareja establecida. Este es un recurso común en el fanfiction, junto con otros como cambiar la edad que los personajes tienen en la obra original para que todxs lxs participantes en actos sexuales sean adultxs y recurrir a situaciones externas que fuercen a los personajes a tener relaciones sin que ninguno de ellos actúe mal (por ejemplo, una enfermedad que solo se cura si llegan al orgasmo). De hecho, hay todo un universo que ha surgido del fanfiction, el omegaverse, que se caracteriza entre otras cosas porque sus personajes están dominados por sus instintos sexuales, de modo que a menudo «no pueden evitar» tener sexo si uno de ellos «entra en celo», lo cual justifica una larga lista de abusos y violaciones que fuera de la ficción constituirían indiscutiblemente un delito.

En el fic elegido, Busse señala que, en el nivel de lo diegético, que la violación fuese actuada «ofrece un escenario en el que los personajes no se involucraron en una violación, y por lo tanto el mundo ficcional no se involucra ni aprueba ningún crimen sexual». En el nivel de lo extradiegético, sin embargo, «hay poca diferencia si la escena se encuadra como sexo consentido dentro de la historia, dado que el texto completo retrata un encuentro sexual no consensuado y violento». Es decir, aunque la autora se haya propuesto dejar un mensaje positivo en torno a la importancia del consenso y el diálogo dentro de la pareja, lo cierto es que su motivación estaba en describir una escena sexual violenta y también sus lectoras encontraron satisfacción en leer cómo era forzado uno de los personajes, incluso si la sorpresa de encontrar que no fue realmente así les resultó grata al final.

Necesitamos reconocer que estos deseos problemáticos existen. Las mujeres hemos sido históricamente el baluarte de la moral: el patriarcado ha puesto en nosotras la responsabilidad de sostener los valores familiares, los valores de la nación, etc. Y, en algún momento, no era «tan difícil» hacerlo: dado que no se nos permitía ningún placer propio, para muchas no era demasiado desafiante levantar el dedo contra los placeres ajenos si resultaban conflictivos.

Hoy no estamos en la misma situación. Hoy tenemos pruebas contundentes de que hay mujeres y disidencias que pueden excitarse leyendo sobre torturas y pedofilia tanto como los varones hetero cis. El fanfiction, ese lugar marginal y por lo tanto feminizado, desde sus inicios ha sido prueba de la diversidad de deseos de la que somos capaces quienes no somos varones hetero cis (y también de algunos de ellos, por supuesto). Es hora de asumir que este tipo de deseos se alberga en muchos seres humanos, solo por ser humanos. Aunque elijamos seguir creyendo en que están absolutamente mal, que no tienen ningún aspecto rescatable y que quienes los experimentan son completos monstruos, se vuelve obvio que la censura y la prohibición no son la solución. ¿Qué haremos, encarcelar masivamente escritoras amateur? ¿Cobrarle multas a una chica de 15 años porque lee fanfics profesor-alumno? ¿Desinventar internet?

Hay que afrontar estas evidencias y pensar soluciones nuevas. ¿Tal vez nuestro deseo puede reeducarse? ¿Quizás cuando la Educación Sexual Integral realmente se aplique a nivel mundial disminuya la cantidad de personas interesadas en pornografía y romance de estas características? ¿Podríamos hacer talleres, escribir libros, cambiar los programas de televisión (aun más de lo que ya lo hacemos, todavía más y más)? ¿Crear nuevas formas de placer, nuevos vínculos posibles entre las personas y sus objetos de deseo? Ante todo, hace falta renegociar nuestra ética, repensar sus aristas. Trabajar en pos de una ética que nos conduzca a una vida más vivible sin que su coste sea la exclusión total de aquellos cuyas fantasías eróticas se salen de la norma.

Quizás, por ejemplo, podría considerarse pasar de la preocupación por los contenidos a una preocupación por la producción y la recepción. La pregunta crucial debería ser: ¿se dañó a alguien para producir este contenido? En ese sentido, podríamos comparar alguna de tantas películas con actores y actrices menores de edad en las que se tratan diversas formas de violencia y un fanfic en el que se describen menores ficticios viviendo su sexualidad de maneras poco felices, ¿cuál de las dos instancias de producción tienen más posibilidades de dejar marcas negativas en menores reales? Viene al caso la anécdota de Natalie Portman, quien después de representar, con solo 13 años, un papel central en la polémica The Professional, recibió su primera carta fan y encontró en ella la descripción de cómo un hombre mayor la violaría (Antena 3, 2018).  

Con respecto a la recepción, desde que existe internet no podemos pensar ya en prohibirle a alguien consumir determinado contenido, pero sí podemos abogar por que ese contenido se categorice y etiquete adecuadamente, es decir: que existan y se utilicen los correctos paratextos para que la persona que elija consumir el producto lo haga bajo su propio riesgo.

En el mundo del fanfiction, esta práctica a menudo se lleva hasta sus últimas consecuencias (en la conocida plataforma Ao3, por ejemplo, existen etiquetas como «conversaciones extrañas» y «sin escenas sexuales») y cuando una ficker comete errores al clasificar su obra puede recibir abundantes quejas de sus lectorxs. De hecho, Busse (2017) explica que algunas mujeres pueden disfrutar de la tematización del sexo no consensuado en la ficción dentro de las comunidades del fanfiction porque «están implícitamente (y a veces explícitamente) encuadradas por un ethos que contextualiza apropiadamente esas fantasías: se enfoca en el aspecto fantasioso y permite la exploración sexual al mismo tiempo que reconoce y discute los daños de la violencia sexual».

¿Podremos afinar un poco más nuestros estándares en relación con estos puntos? ¿…o vamos a volver a encarcelar a Sade y a prohibir sus libros, como si eso le hubiera impedido a él escribir y a nosotrxs leer?

Referencias bibliográficas

Antena 3 (2018). Natalie Portman desvela la horrorosa primera carta que recibió de un fan. Recuperado de: https://www.antena3.com/se-estrena/noticias/natalie-portman-desvela-horrorosa-primera-carta-que-recibio-fan_201801215a649fe00cf204746776c2b3.html

Brown, G. (2019). Trastorno pedófilo. Manual MSD. Recuperado de: https://www.msdmanuals.com/es/professional/trastornos-psiqui%C3%A1tricos/sexualidad-disforia-de-género-y-parafilias/trastorno-pedófilo

Busse, K. (2017). Fictional Consents and the Ethical Enjoyment of Dark Desires. En Busse, K., Framing Fan Fiction. Literary and Social Practices in Fan Fiction Communities (pp. 197-217). Iowa: University of Iowa Press.

Dorfman, D. (2021). Law or Desire. Politics of the Erotic in Argentina’s Art and Literature (1959-1989). En Varón González, C., Yagüe, D., Pérez, C. y A. Yáñez Eds., Wall to Wall: Spaces of Law in Latin American and Iberian Contexts (pp. 51-67). Delaware: Vernon Press.

FanFiction.Net (2008). Rules and Guidelines. Recuperado de: https://www.fanfiction.net/story/story_tab_guide.php

Galbraith, P. (2011). Fujoshi: Fantasy Play and Transgressive Intimacy among “Rotten Girls” in Contemporary Japan. Signs: Journal of Women in Culture and Society, 37(1).

García Cernaz, S. (2018). Videojuegos y violencia: una revisión de la línea de investigación de los efectos.  Revista de la Escuela de Ciencias de la Educación, 1(13).

Gubern, R. (2000). El eros electrónico. Madrid: Santillana.

Kontour, K. (2009). Revisiting violent videogames research: Game Studies perspectives on aggression, violence, immersion, interaction, and textual analysis. Digital culture and education, 1(1).

McLelland, M. (2013). Ethical and Legal Issues in Teaching about Japanese Popular Culture to Undergraduate Students in Australia. electronic journal of contemporary japanese studies, 13(2).

Ost, S. (2009). Child Pornography and Sexual Grooming: Legal and Societal Responses. Cambridge: Cambridge University Press.

Sapiro, G. (2021). Traición nacional: los juicios de purga (J. Reides, Trad.). Revista Transas. Recuperado de: https://revistatransas.unsam.edu.ar/2021/05/14/traicion-nacional-los-juicios-de-depuracion/

Wattpad. (2020) Pautas de Contenido. Recuperado de: https://support.wattpad.com/hc/es/articles/200774334-Pautas-de-Contenido


[i] Puede consultarse aquí: https://www.facebook.com/Defensores-de-pixeles-siendo-defensores-de-pixeles-103423348559833

[ii] En Latinoamérica a veces se utiliza este término (y su par «fundashi«, que se refiere a varones que consumen yaoi), pero a menudo implica una valoración negativa que la vuelve un insulto. También en Japón puede tener esta carga despectiva, aunque allí la expresión está más extendida.

[iii] En tanto que desde tiempos inmemoriales se ha comerciado con el deseo (para seguir el ejemplo de los tentáculos, podemos pensar en la famosa estampa de Hokusai «El sueño de la esposa del pescador», de 1814), este siempre ha tenido una dimensión pública, pero evidentemente no de las características que nos ocupan ahora.

Del recoger al recorrer: Desplaza-mentes de Carolina Maria de Jesus por Argentina

Por: Marcelle Leal°

Imagen: Carolina Maria de Jesus en viaje a Uruguay, Campinas, SP, 13/12/1961. Foto Arquivo/Estadão Conteúdo  https://ims.com.br/exposicao/carolina-maria-de-jesus-ims-paulista/

Marcelle Leal, doctora en Teoría Literaria por la UFRJ, nos lleva a recorrer la obra de Carolina Maria de Jesus para seguir de cerca sus vivencias como viajera, escritora e intelectual. Este recorrido permite valorar la importancia de la presencia de una intelectual negra brasileña en los países vecinos y, desde allí, es una invitación a revisar nuestra perspectiva sobre los estudios literarios latinoamericanos.


Propongo el reto de imaginar a una persona con los siguientes rasgos característicos: intelectual, le encantan papeles y libros, escribe, viaja para divulgar su obra, intercambia informaciones con distintas personalidades, elabora análisis agudos sobre la condición no solo de su país y su pueblo sino también de los que visita. Es muy probable que la imagen que se formó a partir de este ejercicio de imaginación haya sido la figura de un hombre, blanco, con trazos europeos, delgado, heterosexual, y de una clase acomodada. Sin embargo, la persona a la que refiere el texto no responde a ese estereotipo, sino a una escritora negra brasileña de origen pobre que, en 1961, visita Argentina con el fin de divulgar su libro, éxito de ventas en Brasil, Cuarto de desechos: Carolina Maria de Jesus.

La escritora de Sacramento, en el estado de Minas Gerais, es una profesional de las letras. Vive parte de su existencia en la favela de Canindé, en São Paulo, y hace del papel un medio de sobrevivencia física y mental. Es decir, es uno de los materiales que recoge por las calles para garantizar el dinero que sostiene a su familia y es el espacio que le permite inscribir la vida de sus palabras y las palabras de su vida. Su producción es amplia y abarca distintos géneros, entre los cuales se destacan: diarios, poemas, canciones, piezas de teatro, entre otros. El libro con en el que estrena en el mercado editorial brasileño es Quarto de despejo, editado por Francisco Alves, traducido al español como Cuarto de desechos. Es una obra que reúne algunos de los escritos no solo sobre el cotidiano y los cuestionamientos existenciales de esta mujer, sino también las reflexiones respecto al entorno y los aspectos políticos, sociales, artísticos y económicos que lo componen.

Su obra inaugural es un éxito y le permite acceder a una vida financiera más confortable. Además, le propicia realizar un viaje en el que recorre Latinoamérica con el fin de divulgarlo. Los detalles de esta trayectoria están registrados en Diario de Viaje, un apéndice presente al final de la versión al español de Casa de Alvenaria, traducido como Casa de Ladrillos, publicado en su momento por la Editorial Abraxas, en 1963. Los escritos están entre las páginas 128 y 191 de aquella edición y abarcan un período de tiempo entre el 15 de noviembre de 1961 y el 22 de enero de 1962. Se trata del momento en el que la autora visita Argentina, Uruguay y Chile, con algunos intervalos en los cuales regresa al país de origen. Desafortunadamente, todavía no tenemos acceso a los originales en portugués, pero los aspectos estilísticos y las fuentes históricas nos permiten concebirlo como parte de la producción carolineana.

Los registros exhiben las vivencias de Carolina Maria de Jesus como una viajera, es decir, expresan sus impresiones personales sobre las ciudades que visita, los espacios que frecuenta, las personas a las que conoce. Se puede, además, afirmar que destacan los compromisos de una escritora en tránsito: entrevistas, intercambios con personalidades y firma de libros. Sin embargo, no se limita a una enumeración de los hechos, va mucho más allá. Contiene reflexiones de una intelectual que imprime matices a las consonancias y disonancias de la región que atraviesa y que, en aquel contexto, la atraviesa de manera más amplia. La posibilidad de desvelar Latinoamérica y su pueblo desde la perspectiva de una mujer negra brasileña de origen popular en desplazamiento y de que Latinoamérica y su pueblo se reconozcan en esta corporalidad y se elaboren también desde su mirada es resultado de lo que denomino desplazamentes.

Las destrezas reflexivas y creativas de quien se gestó en los márgenes, sumadas a la presencia del cuerpo negro de una pensadora sudamericana en tránsito, propician un sacudimiento de los esquemas. Es una reconfiguración en la que ella se pone como sujeto activo que, al ocupar los espacios que han sido por siglos negados a los sujetos periféricos, propicia la apertura de grietas en los muros de lo establecido, generalmente plagado de prejuicios. De esta manera, promueve una reformulación de las representaciones con las que se siente caracterizada: habitante de la favela, intelectual, mujer, negra, escritora, viajera, entre tantas otras categorías. Es una invitación a que revisitemos nuestras concepciones sobre nosotros mismos, latinoamericanos, desde una perspectiva abierta a la pluralidad y comprometida con nuestros verdaderos orígenes, sin adoptar arbitrariamente lo que dicen que somos o los deseos que nos han planteado sobre lo que debemos querer ser. El desplazamiento de Carolina Maria de Jesus es una potencia para que el sur logre parirse desde adentro.

Argentina es el primer destino de su recorrido, específicamente las ciudades de Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Mendoza. Carolina amó Argentina. El enamoramiento por este país se expresa en distintos fragmentos, como: “Me siento bien aquí en la Argentina. ¡Qué comida tan sabrosa! La gente ha sido muy buena conmigo. Tengo la impresión de que estoy en el cielo. Mi bendición para el pueblo argentino. ¡Ojalá que sea muy feliz!” (1963: 146). Ella describe la naturaleza y las construcciones de los espacios, su estancia en hoteles, los restaurantes que frecuenta, los paseos que realiza, las personas con las que dialoga, los descubrimientos de una viajera. Además, incluye detalles sobre las entrevistas que concede, los intelectuales y artistas con los cuales interactúa, los eventos de los que participa, como si dejara una huella de su ruta a los que quieran dedicarse a saber más sobre esta trayectoria internacional.

La escritora Maria Carolina de Jesus, el 13/12/1961 antes de embarcar para Uruguay para el lanzamiento del libro «Quarto do Despejo» Estadao/Acervo

Es interesante resaltar que se mencionan elementos que hasta hoy forman parte de estas ciudades, como el Aeroparque, el Hotel Lyon, la calle Florida y la Avenida 9 de Julio, en Buenos Aires, la Biblioteca de Rosario, la Plaza San Martín, en Córdoba, el Monumento Histórico a San Martín, en Mendoza. Por otra parte, los escritos diseñan escenarios borrados de la realidad que solo se mantienen en la memoria de los archivos y de la gente. Se destacan la Librería Atlántida, en la calle Florida, el hidroavión que era el transporte desde Rosario a la capital del país y el Palace Hotel que quedaba entre las calles Córdoba y Corrientes, en la Provincia de Santa Fe, junto con el Plaza Hotel, en Mendoza. Ella los recorre en 1961 y sus escritos los recogen para que estén disponibles para la posteridad.

Sin embargo, como característico del estilo de la autora, su contemplación no se restringe a la belleza del cielo poético de los hechos. Ella no se olvida de que sus pies están sobre la tierra dura de la existencia y es necesario moverse continuamente de un lado a otro para que no se pierda en “el peligro de la historia única”, como nos llama la atención la intelectual nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. En medio del encantamiento, se interponen miradas críticas dirigidas a los problemas que identifica. Los reconoce, plantea posibles soluciones y los introduce en una reflexión más expandida en interlocución con la realidad de su propio país.

Ella expresa en distintos momentos que “el problema de la Argentina no es la comida […]. Pero la construcción es carísima y los alquileres muy elevados. Y los habitantes de villa miseria no pueden pagarlo” (Jesus, 1963: 140). Cuando un periodista le habla de la existencia de hambre en el país, en contrapunto con sus declaraciones sobre la abundancia de recursos alimentarios, afirma sin pelos en la lengua: “la alimentación es cara. Mucha gente tiene que vivir en pensiones y las que más sufren son las mujeres que se ven obligadas a trabajar afuera para mantener el hogar. (1963: 147). No obstante, comprende que es algo que se puede resolver: “pero es necesario construir viviendas en la Argentina porque la población crece día a día. Esta es una causa del descontento del pueblo. El problema de la Argentina son las viviendas. Es solucionable.” (1963: 142). También lo acerca a lo que pasa en su nación: “el problema es idéntico al del Brasil: dificultades de vivienda” (1963: 140).

Estas declaraciones aparecen en las entrevistas que concede y en fragmentos de relatos sobre su trayectoria por las villas, específicamente sobre la Villa Comunicaciones, la actual Villa 31. En el Diario de Viaje, en el trayecto por Buenos Aires, aparecen apuntes sobre estas visitas tanto el 17 de noviembre como el 19 de noviembre. En estos recorridos Carolina María de Jesús hace el movimiento de reconocerse mientras se desplaza por los cuartos de desechos bonaerenses. Es decir, las tramas vividas en los escenarios más pobres la remiten al pasado y le propician un conocimiento más profundo sobre sí misma y las experiencias vividas en años anteriores en espacios parecidos a los que cruza. Además, esta reacción se genera también en los otros, pues una mujer le dice: “no sabíamos que existía una mujer negra en el Brasil que comía de los basurales y recogía papeles para vender. Que no teme a los políticos.” (Jesus, 1963: 144).

En la descripción de 17 de noviembre, lleva café para darle a la gente y recuerda los ruegos de su hija, Vera Eunice, por salir de la favela, cuando algunos niños le dicen: “vamos a salir con usted en el diario y nos van a regalar una casa de ladrillos” (1963: 139). Las villas desde la óptica de Carolina son el drama de las Américas y traza similitudes entre los que viven en dichos espacios en el Brasil y en el exterior. En cuanto llega a Villa Comunicaciones, visita registrada el 19 de noviembre, afirma que es una copia fiel de lo que hay en su país. La escritora dialoga con el pueblo, escucha sus dramas y se conmueve con el llanto de una mujer. Se establece una relación de doloridad, el enlace a través de los dolores, como lo designa Vilma Piedade en su libro homónimo (2021), en el intercambio de miradas entre ambas: “me emocioné cuando vi una mujer llorando. Nuestras miradas se encontraron. Ella sonrió. Vi lágrimas y sonrisas mezclándose en su vida. (1963: 145)

Todo el texto presupone movimiento: el acto de escribir, viajar, reflexionar, contraponer, cuestionar, hacerse sujeto, percibirse como otro, intercambiar, crear lazos, sacar a los demás de la inercia de las creencias permeadas de prejuicios. En las veredas teóricas de la pensadora Azoilda Loretto Trindade en Fragmentos de um discurso sobre afetividade, se puede decir que Carolina Maria de Jesus, enredada en los afectos, nos invita a la dinámica de ser en todas las posibilidades amorosas que el término abarca, pues, de esta manera, logra producir afectaciones positivas y negativas en el otro, generando fisuras, creando surcos que posibilitan un acceso, aunque sea mínimo, en la solidez de lo que está concretado en su mente.

El rescate de este viaje es un movimiento muy importante para aportar más informaciones a la fortuna crítica de su obra y reconfigurar los imaginarios acerca de quiénes son los sujetos del desplazamiento. La efervescencia que está teniendo la obra de esta escritora en Brasil invita a hacer ese ejercicio. Como parte de la reparación histórica ante el olvido de su obra, también fue publicado recientemente este libro Casa de ladrillos junto con otros textos en Cuarto de desechos y otras obras, editado por la editorial argentina Mandacaru. Carolina, de alguna manera, regresó a Buenos Aires de la manera que más disfrutaba: en forma de libro.

Pensar a Carolina Maria de Jesus desde sus desplazamientos apunta a valorar la importancia de la presencia de una intelectual negra brasileña en los países vecinos con sus reflexiones y opiniones. De igual manera, se pretende deconstruir lo que se concibe tradicionalmente sobre el cuerpo prieto en viaje: los barcos destinados al comercio de personas, los botes de inmigrantes hacia Europa y la interdicción de los permisos a quienes tienen la piel oscura o provienen de países pobres. Se trata de la lucha por la inscripción del negro como un sujeto que atraviesa distintos territorios, que vivencia otros espacios y experiencias, que inscribe sus afectos y afectaciones por donde cruza.


° Marcelle Leal es doctora en Teoría Literaria por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ). Actualmente, se dedica a una investigación posdoctoral que está realizando en Buenos Aires titulada: Desplazamentes: Latinoamérica bajo la lupa y la letra de Carolina Maria de Jesus.


Referencias bibliográficas

ADICHIE, ChimamandaNgozi. El peligro de la historia única. Barcelona: PenguinRandomHouse Grupo Editorial, S.A.U., 2018.

JESUS, Carolina Maria de. Diario de Viaje. In. ______. Casa de Ladrillos. Buenos Aires: Abraxas, 1963. p. 128-191.

JESUS, Carolina Maria de. Cuarto de desechos y otras obras. Buenos Aires: Mandacaru, 2021.

LEAL, Marcelle. Carolina Maria de Jesus, a escre(vida) das letras. In. ______. Poéticas da sombra: de projeções a sujeitos da Literatura. 2017. 267f. Tese (Doutorado em Ciência da Literatura) – Universidade Federal do Rio de Janeiro, Rio de Janeiro, 2017.

PIEDADE, Vilma. Doloridad. Buenos Aires: Mandacaru Editorial, 2021.

TRINDADE, AzoildaLoretto da. ― Fragmentos de um discurso sobre afetividade. In: Brandão, Ana Paula (Org). Saberes e fazeres, v.1 : modos de ver. Rio de Janeiro : Fundação Roberto Marinho, 2006. p. 101-112.

Referencias audiovisuales (vivos)

LEAL, Marcelle. Carolina Maria de Jesus: Desplaza-mentes por Latinoamérica. [S.l]: Centro Cultural Brasil-Chile, 4 dic. 2020. 1 v. (1h28min12seg). [Live]. Disponible en: https://fb.watch/6e4vVxV8rs/). Acceso en: 20 de junio de 2020. Participan: Anna Magdalena Bracher, Marcelle Leal, Rafaella Fernández.

LEAL, Marcelle. Carolina Maria de Jesus: registros de su viaje a Argentina en los 60. Argentina (Buenos Aires): Cátedra Literatura Brasileña Cursada 2020, 4 jun. 2021. 1 v. (1h46min21seg). [Live]. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=VluJFPeRnWg&t=771s&ab_channel=C%C3%A1tedraLiteraturaBrasile%C3%B1aCursada2020C%C3%A1tedraLiteraturaBrasile%C3%B1aCursada2020 . Acceso en 20 de junio de 2021. Participan: Gonzalo Aguilar, Lucía Tennina y Marcelle Leal.

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Fuerza de ley e imagen fotográfica

Por: Fernando J. Rosenberg

Imagen: Martín Chambi, Policía con niño. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cuzco, Perú, www.martinchambi.org

En esta entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, presentamos el análisis que Fernando J. Rosenberg hace a propósito de la relación entre discurso jurídico e imagen fotográfica. El autor aborda la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años veinte del fotógrafo peruano Martín Chambi, para así reflexionar sobre las condiciones de interpelación y el lugar de las tecnologías artísticas en la representación cultural indigenista. El texto de Rosenberg fue traducido por Fermín Rodríguez y extraído de Tras los derechos humanos. Literatura, artes visuales y cine en América Latina 1990-2020, obra inédita en castellano.


Me propongo pensar la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años 1920 del peruano Martín Chambi. En ambas la cámara aparece como mediadora entre la ley y los sujetos sometidos a su fuerza física y simbólica. Las fotografías comentan y quizás denuncian las condiciones de interpelación legal postcolonial en su intento de capturar al sujeto indígena, así como también los límites de este intento que la representación artística tematiza y a la que trata de poner remedio, re-presentando al sujeto indígena ante la ley. El esfuerzo de la agenda indigenista se avoca a recapturar y re-encuadrar aquello que escapa a la sujeción legal, y al mismo tiempo, dirigirse a la ley en nombre de los indígenas. Lo que me propongo al analizar estas fotografías es reflexionar sobre la condiciones de interpelación, sobre el lugar de las tecnologías de representación artística, y en última instancia sugerir un punctum (para utilizar la discutida pero siempre productiva oposición de Barthes entre dictum y punctum), que habla de algo que excede a la inclusión legal y a la representación cultural indigenista, y que podría insinuar una justicia más allá de estos órdenes hegemónicos.

Comencemos por la que muestra a un policía tirándole de la oreja a un niño, y a menudo titulada Policía con niño (ca. 1923). El fotógrafo nos da una representación frontal, de cuerpo entero, de la autoridad del hombre de uniforme sobre la humanidad inmadura de un niño indigente. Todo en la imagen está destinado a remarcar el contraste, ya que la postura del policía transmite seguridad reforzada por su uniforme (botas, cinturón, gorra reglamentaria, guantes blancos), mientras que el niño aparece en la absoluta vulnerabilidad de su contextura pequeña, sus pies descalzos, sus sucios harapos. Ambos sujetos están mirando fijamente a la cámara, posando para este instante definitivo. Pero mientras el policía mira al frente, el chico muestra una mirada oblicua y asustada, obligado por el tirón de oreja a estirarse y retirarse simultáneamente. Imperceptible pero inequívocamente, y sin perder su postura erguida, el policía infringe dolor en el momento de la toma fotográfica. Y si la oreja está hecha de cartílago, tejido conectivo que adjunta a la cabeza sirve como anexo y suma del cuerpo, el dolor también es una muestra ejemplar, una advertencia de la posibilidad de un castigo y de un delito potencialmente mayores aguardando en el horizonte de la relación de los indígenas o indigentes con la autoridad oficial. La pose de un castigo por una infracción que acaba de cometerse o que disuadía por una violación potencial del orden (¿pero qué estaba haciendo? ¿Qué orden regulaba la vida de un niño indigente o indígena en el Cuzco de la década de 1920?), la naturaleza del evento fotográfico superpone pasado, presente y futuro–historia, hecho y posibilidad.

Martín Chambi, Policía con niño. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cuzco, Perú, www.martinchambi.org

En este contexto, revelado por la fotografía en toda su crudeza material—el empedrado de una calle del Cuzco que sella una historia de violencia, la arquitectura colonial lejos del esplendor patrimonial–, el ajustado uniforme policial constituye la aparición de otro orden de existencia, un orden cuyo prestigio irradia desde un lugar soberano y distante. ¿No es justamente esa dinámica lo que Walter Benjamin (31-32) caracterizó de “espectral” o «fantasmal»? Ciertamente, al llamar así a la presencia policial, Benjamin sugirió una relación particular entre la policía y la organización de la percepción: la postura de la policía no se basa en su presencia visible; puede alterar el campo de lo visible incluso cuando no está a la vista, solo por su aparición inminente. Organizada por medio de indicios visuales (colores simbólicos, insignias, atuendos, vehículos especialmente diseñados, etc.), la fuerza policial depende al mismo tiempo de su capacidad para aparecer y desaparecer, según despliegues flexibles y estratégicos, y en un desplazamiento constante que le permite al cuerpo policial no sólo exhibir su fuerza sino también permanecer en las sombras. Sin embargo, la aparición siempre inminente de la policía tiene el propósito también de brindarle al derecho absoluto de inspección sin reciprocidad que la ley se adjudica, un semblante reconocible y en tanto tal, tranquilizador pese a ser amenazante.[i]

La foto despliega diferentes niveles de ciudadanía y de sujeción, desde la autoridad interiorizada por el policía ejemplar investido con el uniforme del estado, para llegar a imponer esta autoridad de manera externa y sensible, como dominación física sobre el niño indigente; trazando de esta manera una progresión que va del niño al hombre, de lo físico a lo simbólico, de la colonia al estado, de la dominación coercitiva a la hegemonía, y que siempre vuelve a la dominación física para controlar aquello que no se acomoda.[ii]  De hecho, la imagen puede leerse como una alegoría de la dolorosa maduración de la nación, así un breve momento de admonición y dolor que se proyecta como marca del presente en un futuro abstracto pero materializable. El varoncito aspiraría a ser un policía después de todo, de un modo u otro, transformando la sumisión en identidad, apoderándose de este despliegue visible de poder. Pero aunque la articulación podría estar sellada por el futuro alineamiento del niño indígena con el poder estatal-patriarcal, con la construcción y regulación de su régimen visible que es el ámbito cotidiano de la policía,[iii] la imagen también alegoriza la identidad nacional nunca realizada de una nación poscolonial mestiza, en la que la ideología estatal lleva las huellas de las antinomias coloniales; retratando así al ex indígena policía en su imposible captura del niño indígena, y la anterior y posterior huida del niño de las garras de la autoridad. Aquello que Louis Althusser imaginó como “escena de interpelación” postula a la fuerza de la voz de mando de la autoridad legal monolingüe en el origen de la sujeción; pero la imagen de Chambi alegoriza la primacía de la fuerza ante (y antes de) la escritura y la ley. [iv] Leída como otra escena de interpelación, es decir como una «pequeña escena teórica» que habla de la constitución de un sujeto jurídico poscolonial, es decir, moderno, la imagen de Chambi revela un sujeto (ya no un sujeto masculino adulto libre de circular) que es capturado no por el poder del enunciado abstracto (“¡Eh, usted, oiga!”) que confirmaría la universalidad de la ley inscripta en el sujeto,  sino por la restricción física que no deja que la escena legal oculte una violenta inscripción corporal subyacente que es necesaria para producir al sujeto colonial en posesión de sí mismo.

A pesar del presupuesto naturalista de la fotografía como documento social, la cualidad explícitamente performativa de ésta y de otras de sus obras resulta de suma importancia si pensamos en la pose de naturalidad de los retratos (es decir, la naturaleza del artificio fotográfico) que provienen de la práctica comercial de Chambi como fotógrafo de estudio que regularmente sacaba su arte a pasear por las calles de Cuzco, sus espacios íntimos y sus alrededores. En sus respectivas poses, hay una distancia entre el policía y el niño, que permite que cada uno de ellos ocupe un espacio existencial autónomo. Pero se insinúa al mismo tiempo que sus poses y su encuadre artístico podrían suturar esta distancia, porque la escena fotográfica atestigua la autoridad tecnológica y cultural del fotógrafo y su máquina que interpelan tanto al policía como al niño desde su propia distancia, desde el lugar de enunciación de la tecnología y el arte imbuidos, como parte de un proyecto indigenista, del poder de dar testimonio.[v] ¿Por qué si no congelar la instanciación del dolor ante la cámara y recrear una escena primaria de captura por parte de la ley, si el artefacto no fuera un mediador evanescente entre el pasado y el futuro, entre Cuzco y Lima tal vez, prometiendo adelantarse y enmarcar tanto la violencia de la autoridad como el dolor de la sujeción, redimiendo su presencia discreta en una imagen icónica que cura las heridas? La imagen proyecta la promesa de que el arte y la tecnología lograrán unir la fuerza y ​​la ley en la construcción de la subjetividad, complementando la interpelación estatal (o, dicho de otro modo, articulando la hegemonía); al mismo tiempo, la doble cara del arte interpelaría a la autoridad estatal en nombre de lo que se resiste a la sujeción, y al ciudadano-espectador en nombre de este Otro silencioso (es decir, el arte como denuncia testimonial). Estoy ahora utilizando el concepto de interpelación ya no solo en su estricto sentido althusseriano para hablar de una subjetividad atravesada por la voz de mando de la ley, sino para referirme a diferentes «llamados» que provienen de una variedad de autoridades culturales y que producen posiciones de sujeto que se cruzan en la obra de arte y de las cuales la obra de arte extrae su legitimidad. Por lo tanto, la imagen como campo de fuerzas podría considerarse como una compleja interpelación cruzada de múltiples niveles, mostrando tanto el intento de inscribir la ley en el cuerpo inmaduro indígena como el rol auto asignado de la intervención cultural indigenista de mediar y denunciar.

“La interpelación debe disociarse de la figura de la voz… la voz está implicada en una noción del poder soberano, un poder que emanaría del sujeto, activado en una voz”, escribe Judith Butler (60), señalando una cierta fijación que en última instancia adhiere a la idea de una fuente de autoridad unificada (como el texto de la Biblia postula el origen como la voz de Dios llamando e inscribiendo la ley) que establece una jurisdicción indivisible, a la que hoy sólo conocemos a través de sus ruinas. Incluso cuando a menudo se argumenta–tal como lo sugirió Benjamin acerca de la tradición de los oprimidos en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”–, que en las condiciones políticas (que le eran ya) contemporáneas la división entre el estado de excepción y la normalidad resultaba borrosa, sigue prevaleciendo una idea de soberanía centralizada y única que decidiría entre los dos. Si, por un lado, el acento en la fuerza antes que en la ley apunta a la condición colonial de sujeción, habla por otro lado de una desarticulación constitutiva de la capacidad del poder soberano para mantener el todo unido, o un semblante de hegemonía. Mientras que en América Latina la acción policial siempre ha sido considerada como corrupta y abusiva por muchos actores sociales, la discontinuidad contemporánea entre (recurriendo nuevamente a los conceptos de Althusser) los “aparatos ideológicos de estado” (instituciones legales) y los “aparato represivo estatales” (la policía) ya no se debe únicamente a dicho abuso de fuerza o corrupción intrínseca, sino a la autoridad reducida de la ley que esta acción represiva oficialmente representa.

Otro fotografía conocida como Campesinos indígenas en el juzgado (1929) muestra a un grupo compacto de campesinos andinos compareciendo en un juzgado en Cuzco, cuatro de ellos sentados en un banco, dos parados detrás, mirando a la cámara, mientras que en el fondo hacia la izquierda, detrás de un escritorio, se ven un par de funcionarios judiciales enfrascados en su trabajo. La imagen fotográfica puede ser, se dice, una ventana a la historia ya que obliga a confrontar la materialidad fugaz de los hechos, la textura que la narración a veces oculta, la contingencia devenida necesaria. Pero la imagen como ventana funciona en ambas direcciones del dispositivo visual: la introducción de la tecnología de la cámara en el ámbito de la ley les permite a los sujetos interpelados simultáneamente por la ley y por la máquina fotográfica, proyectarse en el futuro e interpelarnos a los espectadores. Más allá de la conocida metáfora de la ventana, esta imagen es también un juego de espejos o metaimagen que (como Las meninas de Velázquez en la famosa lectura de Foucault) reflexiona en el borde entre representaciones artísticas y jurídicas, para pensar su articulación y sus fallas. 

Martín Chambi, Campesinos en el juzgado. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cusco, Perú, www.martinchambi.org.

Por un lado, los sujetos indígenas citados a comparecer ante la ley en representación de sí mismos; por el otro, los funcionarios judiciales que representan el aparato jurídico del estado–dos posicionalidades claramente cernidas en el campo visual, dos zonas de identificación divergentes para el espectador. Hay dos fuentes de luz natural, una para cada uno de los grupos retratados, como si los dos habitaran en cámaras obscuras adyacentes. Las dos ventanas dejan pasar una luz brillante, pero son opacas a la realidad histórica del Perú de los años 1920; el espacio que la ley configura es permeable pero, en última instancia, autotélico. El ojo de la cámara está allí para triangular la escena; y por medio de la proyección de una imagen dividida pero continua promete absorber y superar el hiato entre el interior y el exterior, la luz y la oscuridad, el indígena y la ley. O dicho de otro modo, es esta escena partida de la sala del tribunal lo que la producción cultural del indigenismointentó suturar o articular, como el ojo que organiza el campo de visión y ofrece una realidad transcultural, no una división inevitable entre diferentes visiones del mundo. Tensionada entre los campesinos indígenas y la ley pero como si tratara de resolver esta tensión, la cámara está situada físicamente más cerca de los indígenas que ocupan el foco de su atención. Si se presentara ante la imagen y no como su eje organizador, podría aparecer como un abogado: representando a estos campesinos indígenas ante los tribunales de la política nacional, la historia, y ciertamente la posteridad–como el proverbial «juicio de la historia» que supone una dirección, un tiempo por venir en el que las cuentas serán saldadas, y la ley ya hablará por todos. Esto es también lo que generalmente se conoce como «justicia poética»: una inclusión anticipada, por medio de la cultura de aquello el estado y sus leyes no han logrado por medio de la política. Quizás un final feliz en algún caso, pero en este caso se trataría de una inclusión necesariamente melancólica ya que habrá llegado demasiado tarde, porque el esperado reconocimiento bajo la ley nacional implica el desplazamiento forzoso, la legalización de la fuerza que ya desplazó al mundo indígena. Todo lo cual, entiendo que es lo que describe la imagen como doxa, su declaración manifiesta o dictum (Barthes).

Pero entonces ¿qué están haciendo estos campesinos en la corte? ¿Vinieron en grupo, o de manera individual convocados para una audiencia para más tarde, o por el fotógrafo? ¿Llegaron voluntariamente, tal vez como testigos o para presentar una demanda? ¿O han sido procesados, acusados ​​tal vez de un crimen?[vi] Posiblemente no tenga importancia, ya que cualquiera que sea el estatuto jurídico que se les adjudique, terminará preservando el orden legal al reforzar la ley fundadora que le proporciona al campesino indígena su lugar ajeno al espacio en donde la ley es enunciada. Podemos ciertamente especular sobre la causa judicial, pero la imagen es cautivadora precisamente porque carece de epígrafe y, por lo tanto, no presenta sus temas en los términos del teatro de la justicia. Como testimonio visual, la imagen fotográfica interviene en el espacio que se abre entre la letra de la ley y la presencia, ya que los campesinos son convocados ante la ley como peruanos–la supuesta universalidad de la ley, siempre una ficción productiva que excluye sin dejar de prometer la inclusión–pero inevitablemente se presentan ante la historia en su condición de indígenas.

Aunque a principios del siglo XX la fotografía ya funcionaba en otros lugares como parte del aparato probatorio de la ciencia positivista, el campo jurídico colonial y más tarde el nacional están fundados en la autoridad retórica; la fotografía de la época estaba todavía muy lejos de tener un papel como evidencia visual mimética en la construcción de un significado legal[vii]. Sin embargo, la cámara ejerce un tipo particular de autoridad de encuadrar, y me atrevo a suponer que para el sujeto manifiesto de la imagen–los campesinos–, el hecho de prestarle su presencia al fotógrafo y de dar su testimonio judicial, pueden haber sido parte del mismo proceso. La imagen los muestra registrados por la autoridad legal y la autoridad del fotógrafo, ya que como afirmó John Tagg, ambos “extraen la violencia fundadora de su poder de citación ante la ley y ante la cámara, lo cual señala el punto en el cual lo que está ante la institución de la ley y de la fotografía se encuentra, perforce, excluido como ‘fuera de lugar’” (xxvi). Me atrevo también a imaginar a los funcionarios habilitando al fotógrafo indigenista con su cámara para que se instalen temporariamente en sus dominios, oficiando una mediación al abrir un espacio para los sujetos indígenas que no pertenecen a estos fueros. Así la fotografía se propondría proyectar a estos sujetos más allá del aquí y ahora de su estatuto jurídico, en un futuro diferente en el que se haría justicia y se repararía el daño fundacional–la exclusión inclusiva del sujeto indígena. La cámara se coloca del lado de la ley solo para denunciar su propia alianza con la violencia, y apuntando a una razón que (todavía) no se cuenta dentro de la razón de estado.

A diferencia del caminante de la parábola de Althusser, los campesinos, si bien ocupan visualmente el primer plano, nunca dejan de estar incómodamente fuera de lugar. Las prendas contrastan con el ambiente, el reloj de péndulo, el empapelado del fondo, y la alfombra decorada con motivos florales; sobre la cual los campesinos están descalzos, y dos de sus sombreros están apoyados en el suelo cerca de sus pies. Jacques Rancière sostiene que “la fotografía se ha convertido en arte al poner sus propios recursos técnicos al servicio de esta doble poética, al hacer que el rostro de los anónimos hable dos veces, como testigo mudo de una condición inscrita directamente en sus rasgos, sus costumbres y su entorno, y como poseedores de un secreto que no sabremos jamás, un secreto guardado por la misma imagen que nos lo entrega” (35). De acuerdo: la fotografía de Chambi inscribe y convoca a una razón subalterna que se resiste incluso a aquello mismo que la fotografía parece decir. Reconocemos en este dilema la condición del arte antihegemónico en la época de la hegemonía del estado nación criollo, y su esfuerzo paradójico de representar al Otro de la diferencia, declarando al mismo tiempo su impotencia para hacerlo. Y aún así, mientras más nos atrae el secreto de los campesinos en su distancia sagrada aurática, intraducible al lenguaje de la ley y la ciudadanía, más oscurecemos algo que también la imagen sugiere, que podríamos llamar el secreto de la ley, que no aparece en ninguna parte de la imagen y al mismo tiempo, está en todas.

En contraste con los seis campesinos que miran fijamente a la cámara como si estuvieran listos para dar testimonio a través de su presencia física, aparecen los hombres no indígenas (dos de ellos mirando la cámara con curiosidad, otro ocupado escribiendo), ensimismados e indiferentes, mitad atentos a la ley y mitad a la toma, no inmersos en el drama sino observándolo desde su posición. La composición de la imagen es tal que la disposición del grupo en relación con la perspectiva del ojo de la cámara proyecta una línea de fuga hacia la esquina superior izquierda del marco, donde los funcionarios judiciales están sentados detrás de su escritorio. Visto así, el fondo salta hacia el primer plano y el grupo de campesinos indígenas que ocupan el primer plano se vuelve el fondo indistinto contra el cual se recortan las figuras judiciales individuales. A pesar de sus mejores esfuerzos para colocar a los sujetos indígenas en el centro, la imagen registra la imposibilidad del intento. Los funcionarios detrás del escritorio, al no ser el sujeto ostensible de la imagen, se proyectan desde su posición inadvertida y prominente a la vez al centro de la escena. Es que están en su elemento, bañados por la luz del sol que entra por la ventana e ilumina su remoto rincón, pero no son objeto de escrutinio. Uno de los funcionarios, el más alejado, mira fijamente a la cámara, pero su semblante muestra una impaciencia curiosa porque también es un espectador, es decir, uno de nosotros, mientras los campesinos responden con la mirada a la mirada del Otro, que tiene el «derecho de inspección absoluto” (Derrida y Stiegler 121), estando la ley, sus funcionarios o sus espectadores, de alguna manera alineados. La imagen nos atrae, y en la mirada del funcionario en el rincón iluminado más distante nos reconocemos como espectadores, no ante la ley sino encarnando su poder de inspección, enmarcando la escena desde la otra punta del tiempo.

La famosa parábola de Kafka, que también presenta a un campesino ante la ley, podría compararse con la situación de los campesinos indígenas (aunque en el Perú suele decirse que si Kafka hubiera sido peruano, sería considerado un escritor realista o costumbrista)[viii]. La composición del encuadre los coloca como indígenas ante la ley (ante la ley, confrontándola y confrontados por ella; y antes de la ley, temporalmente antes de ella), manteniéndolos siempre ya fuera de la ley porque la construcción del aparato legal supone la supresión de los mundos indígenas, al mismo tiempo que son presentados como aquello que reclama su incorporación a la ciudadanía a través del indigenismo. El sistema legal es “rigurosamente intangible… inaccesible al contacto” en tanto “no tenemos el derecho de tocar[lo]» (Derrida, “Ante la ley” 123), y los campesinos comparten con los funcionarios que parecen estar escribiendo la ley esta igualdad, desde el momento en que la ley es igualmente tan personal cuanto ajena, universalidad ficticia tanto para los campesinos como para los letrados. Sin embargo, como en la parábola de Kafka, esta ley de la que los campesinos indígenas están excluidos fue hecha en realidad para ellos, que arriban siempre mucho antes y mucho después como para articular en los términos de una razón legal la expropiación sufrida en el origen mismo de la ley. Estas temporalidades heterogéneas que quiebran el tiempo teleológico homogéneo y su promesa de inclusión legal y cultural, se redoblan como el punctum que perfora la superficie narrativa de la fotografía.

Contra el dictum, la cámara (su inconsciencia visual, si se quiere) resalta un punto incisivo, el punctum que interrumpe los compromisos y los códigos culturales inscritos en su superficie, y que constituye una interpelación alternativa antes y más allá de la ley, más allá de los derechos que potencialmente tienen a los derechos que no tienen y que solo pueden ser declarados. El punto nodal de la organización de la imagen está localizado en las únicas manos que se ven en el grupo de indígenas, pertenecientes al único sujeto femenino–la excepción dentro del grupo y que como tal representa al grupo en su carácter más singular. De hecho, todo su cuerpo, destacado por las piernas donde se apoyan las manos, parece sobresalir de la superficie plana de la imagen, triangulando con el grupo de campesinos y prestándole un punto de anclaje reforzado por el sombrero en el suelo. En esas manos, encuentro una fuerza visual que posiciona a los indígenas como agentes de un llamado que trasciende el reclamo de derechos y la igualdad ante la ley, el derecho a ser incluido, reconocido y completado por el Otro legal o por la benevolente mano cultural del indigenismo. Giorgio Agamben sugiere que el ángel de la fotografía es el ángel del juicio final, ya que el gesto insignificante adquiere el peso de toda una vida, toda la existencia llamada a presentarse en un instante luminoso y eterno; no el juicio teleológico de la historia sino “el final de los días, es decir, cada día” (Profanaciones 34). En lugar de alinearse con el poder legal de convocatoria o citación, con el poder de hacer comparecer e interpelar (Tagg), para presentar a los campesinos en una escena previamente autorizada ejerciendo la melancólica demanda de no ser olvidados, la fotografía revela que “sabemos con absoluta certeza que ella [la mujer en la fotografía de Chambi, una niña brasilera en una fotografía de Sebastião Salgado para Agamben] es y será quien me juzgará, tanto hoy como en el último día” (32).

Quisiera introducir la versión de la interpelación de Enrique Dussel, que desplaza y reconfigura las limitaciones de la de Althusser, porque la interpelación de Dussel está situada precisamente en el interior del fracaso constitutivo del aparato legal y cultural del estado, y no como un suplemento. Para Dussel, la interpelación es el acto de habla producido desde un punto exterior al sistema de dominación, un lugar de enunciación inconcebible e inesperado que cuestiona el sentido común alrededor del cual se organiza una comunidad política, haciéndola responsable de sus exclusiones. Esta interpelación no puede abordarse dentro del sistema normativo disponible; requiere un nuevo conjunto de reglas, un nuevo tipo de enunciación. Se podría argumentar que Althusser y Dussel tienen distintas dinámicas en mente, pero la aparición de la interpelación 2 (de Dussel) ocurre de hecho en el mismo punto en el que se desarrolla la interpelación 1 (de Althusser)— lo cual espero haber sugerido en relación con el escenario de interpelación visual de Chambi. Esto no quiere decir que haya una complementariedad entre estas dos llamadas, como si la interpelación 2 pudiera aumentar las chances de la interpelación 1 de reforzar los mecanismos de sujeción. Todo lo contrario– ambas coexisten como una diferencia insalvable, ya que la interpelación 2 no está dirigida solo a la fuente del poder legal, sino principalmente a un destinatario potencial e indeterminado tanto en el presente como en el futuro– no la promesa de lo que está por venir, sino un futuro anterior, un futuro cuya construcción repercute en la situación del llamado: una interpelación a un público al que se le habrá impartido justicia y que reside principalmente en el mismo sujeto que reclama un derecho. La interpelación implica reconocimiento, pero al inventar un nuevo lenguaje para promover demandas políticas, la autoridad que podría reconocer estas demandas, que ya no equivale al poder soberano, también podría reinventarse.


            [i] “El espectro es… alguien por quien nos sentimos mirados, observados, vigilados, como por la ley… es alguien que me mira sin reciprocidad posible y que por lo tanto hace la ley allí donde yo estoy ciego, casi por situación. El espectro dispone del derecho de mirada absoluta, es el mismo derecho de mirada” (Derrida y Stiegler 151-152).

                [ii] Étienne Balibar afirma que:

Jurídicamente hablando, son «menores» aquellos individuos y grupos humanos que están sujetos a la autoridad más o menos «protectora» de los auténticos ciudadanos: el ejemplo clásico es el de los niños con respecto a sus padres. En este sentido es que, en un texto célebre, Immanuel Kant definió el proceso global de emancipación de la humanidad al que llamó Aufklärung como «un pasaje de la minoridad a la mayoría de edad alcanzada por medio de un movimientos espontáneo”. Es evidente que hay otros grupos que se han mantenido durante mucho tiempo en condición de minoridad, como las mujeres, los sirvientes, los pueblos colonizados y las personas «de color» en los estados raciales (por no mencionar a los esclavos), y no hay duda de que, a pesar de su igualdad formal conquistada una detrás de la otra, ninguno de ellos ha alcanzado totalmente la igualdad completa o la paridad en términos de derechos y obligaciones, acceso a responsabilidades, prestigio social, etc. (52–53).

                [iii] El significado de «policía» como reparto de lo visible fue resucitado recientemente por Jacques Rancière (particularmente en El desacuerdo). Pero según Nowotny y Raunig, pertenece a la tradición francesa, como por ejemplo en el Traité de la Police de Nicolas Delamare, en el cual  “‘policía’ no es necesariamente el nombre de un instrumento de orden del estado, aunque la institución policial ya había sido establecida como una autoridad central que respondía directamente ante el trono en 1666/67 por edictos de Luis XIV. ‘Policía’ todavía puede referir el orden mismo” (Nowotny y Raunig).’

                [iv] La escena clásica de la interpelación de Althusser se refiere a la situación del sujeto cuya libertad de circulación–su pretensión de autonomía y libertad masculinas–se encuentra sin embargo condicionada por el sometimiento a una ley que en primer lugar lo nombró y que retorna a él desde afuera, en la figura del policía como autoridad legal. La escena supone un campo simbólico homogéneo y estrictamente monolingüe poblado de elementos visuales y auditivos inequívocos (el mensaje encarnado en el uniforme, el pronunciamiento oral de la autoridad, el volumen elevado de su voz marcada por su textura de género que proyecta no una frase sino una mínima interjección “Eh”), revelando y produciendo efectos de sujeción; ya que el enunciado “¡Eh, usted, oiga!” hace que el destinatario se detenga en seco y gire la cabeza, tocado como sujeto a nivel personal y en su universalidad, íntima y públicamente. La escena althusseriana clásica es alegórica en tanto no se presta a un cierre interpretativo: habla de una relación establecida con la ley en la cual se reconoce el sujeto atravesado desde siempre por la potencialidad de esa llamada. Pero al mismo tiempo hablaría de un cierto retardo, de un cierto deseo de escapar de la captura de la voz, de un cierto temblor: es decir, de la posibilidad de desobedecer. Lo que la escena sugiere inadvertidamente es que si la autoridad necesita ser reforzada performativamente es porque siempre hay algo que se escapa del control ideológico, porque como señala Slavoj Žižek, el sujeto emerge justo cuando la interpelación necesariamente fracasa (El sublime objeto de la ideología 43-44)

                [v]  La idea del poder de atestiguar de la cámara proviene del análisis de John Tagg (The Disciplinary Frame xxvi) sobre la «captura» fotográfica, basado principalmente en los fotógrafos estadounidenses del New Deal, que podrían compararse con la estética y la práctica social de Chambi.

                [vi] Jorge Coronado analiza esta imagen en el contexto de las agendas divergentes del indigenismo, sus tensiones internas. Señala que los campesinos podrían haber sido acusados ​​de matar a un terrateniente (158) y que uno de los oficiales fue identificado como el fiscal de distrito Máximo Vega Centeno (160).

                [vii] Todavía hoy, los argumentos legales pueden ser muy versados ​​en la interpretación retórica y en el plano del análisis, pero los tribunales son menos competentes en el tratamiento de la semiótica visual.

                [viii] Yo mismo lo escuché en Perú, y hace poco me encontré nuevamente con esta declaración en Benavides.


Bibliografía

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Althusser, Louis. “Ideology and Ideological State Apparatuses: Notes toward an Investigation.” Lenin and Philosophy and Other Essays. New York: Monthly Review Press, 2001.B

Balibar, Étienne. “Ambiguous Universality.” Differences: A Journal of Feminist Cultural Studies 7.1 (1995). 48–74.

Barthes, Roland. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Trad. Joaquim Sla-Sanahuja. Barcelona: Paidós, 1994.

Benjamin, Walter. “Para una crítica de la violencia”. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt. Madrid: Taurus, 1998. 23-45.

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Coronado, Jorge. The Andes Imagined: Indigenismo, Society, and Modernity. Pittsburgh: U of Pittsburgh Press
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Derrida, Jacques. “Ante la Ley”. La filosofía como institución. Trad. A. Azurmendi. Barcelona: Juan Granica, 1984. 95-143.

Derrida, Jacques, y Bernard Stiegler. Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Eudeba, 1998.

Dussel, Enrique. «La razón del otro : la interpelación como acto-de-habla».

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Nowotny, Stefan, and Gerald Raunig. “On Police Ghosts and Multitudinous Monsters.” Transversal 5 (2008). http://eipcp.net/transversal/0508/nowotnyraunig/en.


Rancière, Jacques. El destino de las imágenes. Trad. L. Vogelfang y M. Gajdowsky. Prometeo, 2011.

Tagg, John. The Disciplinary Frame: Photographic Truths and the Capture of Meaning. Minneapolis: U of Minnesota P, 2009.

Žižek, Slavoj. The Sublime Object of Ideology. London: Verso, 2002.

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Reinvención de un espacio que no fue: «Nueva Argirópolis» de Lucrecia Martel, una revisión de la cancelación cultural de los pueblos originarios

Por: Guillermo Portela

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Guillermo Portela analiza aquí los modos en que la cineasta argentina Lucrecia Martel dialoga en su cortometraje Nueva Argirópolis, estrenado con motivo de los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo, con el proyecto liberal decimonónico que Sarmiento plasmó en Argirópolis (1850). Portela sugiere que Martel, en un gesto de refundación dado por el adjetivo “nueva” del título de su corto, propone un contraproyecto a la pretensión sarmientina de erigir un nuevo espacio geopolítico que conllevaría, a su vez, un nuevo orden social.


Con motivo de los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810, la Secretaría de Cultura de la Nación convocó a directores/as de cine para la realización de veinticinco cortos cinematográficos de ocho minutos cada uno, sumando así un collage de miradas y estilos de doscientos minutos que abordaron los doscientos años de historia argentina. En este marco, la directora Lucrecia Martel aportó una pieza fílmica, que tituló Nueva Argirópolis [2010], donde pone en escena un mosaico de voces e imágenes que dialogan, de manera explícita y en tiempo presente, con el proyecto liberal decimonónico que Domingo Faustino Sarmiento plasmara en 1850 en su obra Argirópolis.

El autor sanjuanino esboza en ese tratado una solución al problema que para él embrazaba la pacificación del Río de la Plata. Para ello propone crear una capital en la isla Martín García, que se encuentra en la estratégica confluencia del río Uruguay con el Río de la Plata, para la Confederación que conformarían Uruguay, Paraguay y Argentina.  De esa manera, Sarmiento pensaba garantizar la libre navegabilidad de los ríos, que según sus propias palabras son “las arterias del Estado”, a las potencias europeas y la inmigración proveniente de estos países, principalmente Francia e Inglaterra.

Lucrecia Martel retoma o, vale decir, contesta al proyecto sarmientino. La cineasta argentina no solo usa el título de la obra de Sarmiento, Argirópolis, sino que además hace evidente su voluntad reedificadora y lo precede del adjetivo “nueva”. Ante este acto performativo de refundación, que permite volver pensar en pleno siglo XXI un emplazamiento decimonónico que nunca existió, nos vemos obligados a preguntarnos cuál es y cómo lleva adelante ese gesto innovador que amerita preludiar el título de ese adjetivo. En el mejor de los casos, deberíamos indagar de qué manera este corto cinematográfico funciona como un contraproyecto de la pretensión sarmientina de erigir un nuevo espacio geopolítico que conllevaría, a su vez, un nuevo orden social.

Embarrados: una inmigración de revés

                                                                             Tengo el color del río

y su misma voz en mi canto sigo

“Oración del remanso” de Jorge Fandermole

Cuando aún faltaban dos años para la caída de Juan Manuel de Rosas, Argirópolis ve la letra impresa en Chile y de manera anónima, tal vez, para “dar más eficacia al proyecto, que intentaba superar, en la coincidencia de intereses político y económicos comunes, los conflictos internos y externos de la Argentina”[i]. La aspiración de Sarmiento era abrir el país al mundo: arribaría el inmigrante europeo trayendo el telégrafo, el ferrocarril y el vapor. Para erradicar la “barbarie” era necesario este impulso vigoroso que allanara el terreno no solo a la llegada poblacional, sino también a los no tan encriptados intereses económicos foráneos. Para ser más precisos, podríamos decir que la fe sarmientina se apoyaba en lograr acuerdos que conformaran los intereses de Gran Bretaña, pero especialmente de Francia, que ocupaba por entonces la isla Martín García y mantenía un bloqueo económico contra la Buenos Aires rosista. Por esta estratégica posición, consideraba que los franceses estaban “en la primera línea de lo estados comprometidos en esta cuestión”.  La Francia es, se apresura a dejar bien en claro en las primeras páginas de Argirópolis, “la nación que por influjo, su poder y sus instituciones representa en la Tierra la civilización católica y artística del Mediodía”.

El corto de Martel retoma el texto de Sarmiento en el intersticio que este dejó, por lo que el procedimiento es doblemente contestatario. Por un lado, visibiliza al indígena, el actor que los liberales decimonónicos habían borrado cuando bosquejaron su proyecto de nación, y, por otro, invierte el sentido de ese éxodo migratorio que ilusionaba al sanjuanino rediscutiendo la libre navegación de los ríos y, a su vez, reivindicando el derecho a la posesión y aprovechamiento de la tierra por parte de las comunidades indígenas. Ya no es una inmigración anglosajona que trepa las aguas en un vapor como símbolo de la modernidad del siglo XIX, sino una inmigración interna, una peregrinación que llega arrastrada como los camalotes y el barro que forma las islas del Delta del Paraná, una trashumancia que desconcierta e incomoda por su sola fisonomía.

Nueva Argirópolis plantea, de este modo, un país que, en pleno siglo XXI, abre sus entrañas y exterioriza hacia sus límites su esencia primera, tal vez, su ser más congénito: hombres y mujeres “del color del río” y hablantes de lenguas indígenas, desplazados que llegan flotando en balsas improvisadas con botellas de plástico y camalotes.

En la otra esquina, pero un siglo y medio antes, Sarmiento había alegado hasta el cansancio de los beneficios de la inmigración europea y sustentaba su arenga, si bien en cuestiones culturales, principalmente en un marcado determinismo de raza:

La emigración del exceso de población de unas naciones viejas a las nuevas hace el efecto del vapor aplicado a la industria: centuplicar las fuerzas y producir en un día el trabajo de un siglo […] tienen en sus tradiciones nacionales, en su educación y en sus propensiones de raza elementos de desenvolvimiento, riqueza y civilización que les bastarían sin auxilio extraño.

La radio de los perfectos que interceptan a este éxodo indígena de Nueva Argirópolis deja flotando una pregunta que, de una manera tal vez irónica y por demás simbólica, polemiza con el determinismo sarmientino y, en la mima estocada, con el destino de los pueblos originarios desde la creación del Estado Nacional como lo conocemos: “¿Son restos humanos?”.

De tal manera, esta pregunta no solo rivaliza con la idea de nación que mentara la Generación del ´37 de la que, aunque de manera periférica, Sarmiento también formaba parte ‒y que finalmente llevaría adelante la Generación del ´80 después de la famosa Conquista del Desierto y la solución final al “problema del indio” ‒, sino que, además, actualiza la lucha por la autodeterminación del cuerpo propio. El cuerpo del otro, del subalterno, solo es posible como “restos humanos”, como desechos, solo se hace visible como sospechoso. Así sus cuerpos son sometidos en su intimidad: “no tiene nada”, dice un presunto médico que revisa una radiografía de abdomen que intenta hacer transparente, cosificable e inteligible la otredad. “No tener nada” no solo es vaciar de todo contenido al ser, sino que también implicaría deslegitimar por su sola desubstanciación el derecho y la posibilidad a toda posesión: hogar, tierra, identidad.

Las autoridades porfían en cada escena del corto sus caras de preocupación, desconfían. Hombres y mujeres trajeados discuten, abren y cierran capetas, revisan archivos, se miran, vuelven sobre preguntas que ya se hicieron: se alertan por un video que circulan por internet, una conspiración parece estar en marcha.

Una niña es improvisada como traductora de una lengua que suena extraña para los oídos de los funcionarios, el wichí. No obstante, su bilingüismo la empodera. Ella traduce a medias, un poco en voz alta, otro poco al oído de sus hermanas. De esta forma, la obra de Martel encuentra el subterfugio para revertir la situación de diglosia en la que han coexistido las lenguas amerindias en una nación donde históricamente el español ha gozado de mayor prestigio frente a las instituciones del Estado. Así, la lengua que fue oprimida y relegada al ámbito de lo íntimo gana el centro de la escena pública por derecho propio. A pesar de ello, este protagonismo no la indulta de prejuicios y desconfianzas.

Las desconcertadas autoridades indagan y vuelven sobre ese video de YouTube donde una mujer invita, mezclando el wichí con el español, a ganar el río en balsas: “Indígenas e indigentes, no tengan miedo de moverse, somos invisibles”. Sin embargo, el invisible solo se hace visible cuando ocupa un lugar que no le fue destinado. Más preguntas quedan en el aire: “¿Qué hacen? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van?”.

Mensaje en una botella: una importación de revés

En 1848, el empresario textil y miembro de la Cámara de los Comunes Richard Cobden, desde Manchester y enarbolando los estandartes del liberalismo, reclamaba la emancipación política de las colonias americanas[ii]. Solo queremos comerciar con ellos, decía. Quizás como Sarmiento, pero con intereses muchos más concretos y seguramente pensando en el ruinoso gasto que ocasionaban para la corona mantener las colonias de ultramar, el político británico entendía que las grandes extensiones territoriales conspiraban contra la buena economía del Estado. En esta misma línea, el cuáquero John Bright, mano derecha de Cobden, terminó por confirmar lo que su colega sospechara casi medio siglo antes: “Un gran imperio puede reducirse territorialmente sin que su poder y autoridad en el mundo se vean disminuidos»[iii].

La élite ilustrada de nuestras pampas, los rivadavianos primero y los románticos después (entre los que contamos a un joven Sarmiento), aspiraron como nadie el influjo neocolonialista en América Latina, pues el país no dejaría de ser nunca durante su influjo un espacio dominado por las potencias industriales europeas.

Ya en 1845 y desde las páginas del Facundo, Sarmiento se preguntaba tan retórica como cándidamente:

¿Quiere la Inglaterra consumidores, cualquiera que el Gobierno de un país sea? Pero, ¿qué han de consumir seiscientos mil gauchos, pobres, sin industria, como sin necesidades, bajo un Gobierno que, extinguiendo las costumbres y gustos europeos, disminuye, necesariamente, el consumo de productos europeos?

Si algo quedará claro es que las potencias europeas, y sobre todo Gran Bretaña, sustentada en su sedienta y gran fortaleza industrial de mediados del siglo XIX, necesitaban dos cosas de las excolonias españolas: extraer las materias primas y un mercado para sus manufacturas.

Frente a este escenario, que para el autor de Argirópolis parecería ser la más grande promesa de “orden y progreso”, la película de Martel también recoge el guante. Sabemos por Marx[v] que las relaciones mercantiles acaban imponiéndose y autonomizándose a los propios seres humanos que dejan de dominar la relación para pasar a ser dominados por ella. A esto, el pensador alemán denominó fetichización de la mercancía. Lucrecia Martel encuentra en las botellas de plástico, el residuo industrial y continente de la mercancía, la sinécdoque cabal que le permite responder al embrionario y dogmático liberalismo económico argentino del siglo XIX.

En un primer momento de la película, encontramos la botella de plástico reconvertida en las balsas que transportan a las personas que bajan por el río en un desplazamiento de interior a exterior del territorio. Tal vez esto nos permite pensar, por una parte, en un ejercicio de performance que no sugiere otra cosa que la reversión del desigual flujo mercantil que sobrevendría luego de que, en 1853, Urquiza firma con EEUU, Francia y Gran Bretaña los procolonialistas tratados para permitir la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Por otra parte, la realización de balsas con camalotes y botellas de plástico amalgama en su materialidad, de alguna manera, el intercambio comercial entre elementos puros de la naturaleza y procesados como bienes finales para el consumo que acontecería, entre uno y otro lado del océano, una vez asentado en Buenos Aires un gobierno con base en el más concluyente liberalismo económico: materia prima de aquí y producto manufacturado de allá, recursos naturales de aquí y fetiches de allá, camalotes de aquí y plástico de allá.

Igualmente, la acción de reutilizar el residuo de la mercancía industrializada en algo más sería un acto contestatario en sí mismo, una expropiación del producto para la propia conveniencia que concluye, si no por reorganizar, al menos por discutir el modo unidireccional de producción capitalista. Será por eso por lo que, en una segunda instancia del film, un niño emplea una botella plástica como una güira e improvisa una baguala. Acto mediante, otro joven sopla la boca de dos botellas para extraer una melodía semejante a la de un sikus o flauta de pan que crearan sus ancestros con cañas de río.

Tal vez, es pretencioso querer ver todo esto como un acto abiertamente contestatario a la rapacidad del modelo liberal/capitalista que imponían (o imponen) las potencias imperiales en estas tierras. Sin embargo, unos fotogramas antes, una maestra, que mostraba a sus alumnos otra botella, de plástico también, donde había encerrado tierra y agua marrón del río, preguntaba: “¿Por qué el río tendrá este color?”. Este acto de apresar el río en un continente producto de la industria habla por sí solo del simbolismo colonialista mayor. La escena no solo amalgama mercancía y materia prima como la balsa, sino que exhibe el espíritu mercantilista que empujaba a las potencias sobre el suelo americano: es el dominio y expropiación de los recursos naturales solapado en el irrefutable discurso del progreso. Será por eso que una niña de la película se esmera en reiterar que las islas que se forman con ese barro cuando baja el río “no son de nadie…no tienen dueño”.

Se escuchan voces

Sonroja pensar que aún hoy, a ciento setenta años años de la publicación de la obra de Sarmiento, quizás debamos seguir considerando que el acto de mayor subversión que lleva adelante Martel es plagar gran parte de los 8 minutos de esta reversionada Argirópolis,con un mosaico de esas voces que fueron acalladas en gran parte de la literatura argentina y, sobre todo, del proyecto de nación que mentaran los intelectuales decimonónicos. Allí, entre susurros que se superponen con voces en wichí y castellano, incomodan otras preguntas: “Todos los que hablamos wichí, mocoví, pilagá, toba, guaraní…todos pobres, ignorantes… ¿Por qué seremos todos pobres? […] ¿Qué habrá pasado?”.

Sarmiento impulsaría y, como es ampliamente conocido, luego llevaría adelante de manera concreta durante su presidencia un proyecto educacional que en 1849 plasmó en su obra Educación popular. En ella proponía formar tanto al individuo protagonista de la nueva sociedad mercantil como al ciudadano responsable de su gobierno. Claro está, que este proyecto no contemplaba la incorporación del gaucho y, mucho menos, del indio al sistema educativo. Sin embargo, durante su presidencia, Lucio V. Mansilla publicaría Una excursión a los indios ranqueles (1870). Si hay algo que sabemos de este libro es que, por primera vez en la literatura nacional, se le dio voz al pueblo aborigen, pero que también se sentencia allí que el indio es pobre porque no trabaja. Sentencia, esta última, que aún hoy, encuentra eco en muchos medios de la intelectualidad.

Finalmente, más allá de esta dosis de tolerancia que muchos le adjudican para con el pueblo ranquel, Mansilla apoyaría fervientemente la masacre indígena que significó la Conquista del Desierto que llevaría a cabo Julio Argentino Roca, apenas nueve años después su excursión. La estratégica isla Martín García no sería nunca la capital insular y eurocéntrica que bosquejara la audacia de Sarmiento, en cambio sí se convertiría en el campo de concentración de los pocos sobrevivientes de aquella gran matanza. En los años que siguieron, la isla continuará prestando servicios al liberalismo económico propiciado por el imperialismo extranjero y se convertiría en reclusorio de diversos políticos locales de renombre (Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi), varios de ellos presidentes constitucionales derrocados por golpes de Estado, acaso, el arma predilecta del neocolonialismo del siglo XX.

La última frase que se oye en Nueva Argirópolis, “escucho voces”, sale de boca de un prefecto que peina el río en busca de algo extraño que altere la “normalidad”. El cuerpo del “otro”, del que es diferente, como sugerimos más arriba, ha dejado de ser visible una vez que se evacuó la sospecha que pasaba sobre él y, mucho más, después que ha dejado de ocupar ese lugar inadmisible que no le fue determinado a llenar. De tal forma, restablecido el orden que sujeta a los individuos a categorías prefijadas de antemano, ese ser subalterno solo se haría evidente como un murmullo espectral que, para alivio de unos cuantos, se aleja y se confunde con la naturaleza del río.

[i] Fernández, J (2000). “Prólogo” a Sarmiento D.F. (2000). Argirópolis. Buenos Aires: Ediciones El aleph, p. 8.

[ii] Feinmann, J.P. (2015). “Cuestiones de método en Suramérica”. En Página 12 contratapa. Buenos Aires.

[iii] Rogers, J.E.T. (comp.) (1892). Speeches by John Bright. Londres: Macmillan, p. 79.

[iv] Sarmiento, D.F. (1967). Facundo. Buenos Aires: Centro Editorial de América Latina, p. 240.

[v] Marx, K. (2014). El fetichismo de la mercancía (y su secreto). La Rioja, España: Pepitas de calabaza ed.

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La ley es otra: literatura y constitución del sujeto jurídico

Por: Julio Ramos

Julio Ramos aborda la relación entre la ley, la literatura y la voz del sujeto subalterno a partir del análisis el caso de María Antonia Mandinga, una mujer de origen mandinga que, esclavizada, aprovechó los intersticios de la ley colonial para disputar su libertad. El autor también aborda la autobiografía del mulato Juan Francisco Manzano, narración que constituye una de las primeras escenas originarias de la literatura nacional cubana. Ramos se pregunta entonces por los modos posibles del subalterno para hablar ante la ley, cuáles son los efectos de verdad de una experiencia contada por un «no-sujeto» y cómo la literatura tensiona los límites que impone el discurso jurídico. Revista Transas reproduce este texto publicado originalmente en 1993[1], fundamental para pensar los temas y problemas que propone el dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, y que resulta revitalizado y enriquecido por acontecimientos posteriores.


María Antonia Mandinga en el archivo de la ley

De entrada me sitúo en el archivo de un letrado cubano del siglo xix, Antonio Bachiller y Morales, donde se encuentra el extraordinario relato de María Antonia Mandinga ante la ley (“Extracto del alegato y del dictamen fiscal del Tribunal Superior en los autos promovidos por María Antonia Parda contra María Leocadia Trimiño reclamando su libertad”)[2]:

Hacia fines del siglo XVIII, el corsario francés El Hijo de la Patria intercepta y captura un bergantín británico que navegaba rumbo a Jamaica con un cargamento de más de cien esclavos. En esa época de tensiones entre Inglaterra y España, era común que los corsarios operaran un cortocircuito en el tráfico del Caribe, en vista de que suplían una fuente barata de esclavos para los negreros cubanos quienes, con el contrabando, se ahorraban los costosos y peligrosos viajes a la costa occidental del continente africano. El Hijo de la Patria lleva los esclavos al Cayo Blanco, cerca de la costa de Trinidad, ciudad al sur de Cuba, donde un comerciante de origen vasco, José Irarragori, transborda los bozales y los lleva a la Isla en la goleta Nuestra Señora del Carmen[3].

Hasta el Congreso de Viena de 1815 y el consiguiente pacto de Fernando VII con Gran Bretaña en 1817, la trata internacional de esclavos era legal[4]. La acción contra la propiedad de un país enemigo tampoco transgredía ninguna ley. Sin embargo, Irarragori había introducido a los bozales en Cuba sin consentimiento oficial. El Gobierno Supremo interviene desde La Habana en 1800, exigiéndole al negrero y conocido agente de corsarios una notable indemnización para los propietarios que ya habían comprado a los africanos. El Gobierno además decreta, en una movida poco común para la época, la libertad de los 94 bozales que habían sobrevivido a la travesía y al contrabando.

Las artimañas narrativas que Irarragori despliega en su defensa merecen una historia aparte[5]. El oidor síndico de la apelación fue nada menos que Francisco de Arango y Parreño –letrado e ideólogo clave de la emergente sacarocracia, y ya para esos años uno de los promotores principales de la esclavitud en Cuba[6]–. Al explicar su decisión, Arango insiste en la necesidad de aumentar la entrada de esclavos a un “país de corta población y comercio” (JF, 363), pero a su vez, bajo las presiones de las reformas administrativas de los Borbones, recalca la importancia de los controles oficiales en la pugna contra la piratería y el contrabando.

Entre los bozales contrabandeados por el corsario se encontraba una niña de origen mandinga que sería bautizada con el nombre de María Antonia. Seguramente por su corta edad, Irarragori mantiene a la joven esclava entre su servidumbre, pero pronto la regala a Tomás Pardo Osorio, oficial segundo de la Marina y ministro de Matrículas de la Provincia de Trinidad. Pardo Osorio cede a la joven esclava en donación a Rafaela Jiménez y Fernández, otra notable propietaria y esclavista de Trinidad, quien a su vez la vende a María Leocadia Trimiño. Considerándola su esclava, Trimiño lleva a María Antonia Mandinga, ya adolescente, a su pequeña hacienda en Malagana –en el Partido de Cumanayagua– cerca de la Villa de Cienfuegos.

No se sabe cómo llega María Antonia a contar su historia y a exigir la libertad en las cortes de Trinidad en 1815. Para la joven africana la travesía a Trinidad ha de haber sido ardua. Resulta casi imposible imaginarla entrando en la abigarrada red de la burocracia colonial, entre síndicos y escribanos, pidiendo representación. Imposible, en el archivo de la ley, imaginar su palabra, aún marcada por la inflexión de la lengua materna, resonando en el complejo circuito de los enunciados y las sentencias del aparato judicial. En efecto: ¿Cómo se habla ante la ley? ¿A quién le cuenta la esclava su relato? Ante las normas –no meramente protocolares, por cierto– que regulan la producción de la verdad jurídica, ¿cuál era el estatuto de la palabra de una mujer esclava? ¿Cuál podía ser el efecto de una verdad contada por un no-sujeto?[7] Y más aún: ¿Cómo se reconstruye ese relato, las marcas ilegibles de una voz silenciada por el peso de las fórmulas, entre papeles carcomidos y expedientes judiciales ya hoy en su mayoría inexistentes, acaso destruidos por el fuego durante una guerra futura que María Antonia no pudo haber previsto? ¿Qué provoca la búsqueda, los pasos del arqueólogo que se introduce en el archivo de la ley, para leer allí, a contrapelo del aparato judicial, aquello que la ley misma con su peso borra? Imposible imaginar el registro de su voz. Pero acaso no lo sea trazar el mapa de los canales abigarrados por donde circuló su historia, las condiciones de la borradura de su voz, la elisión violenta de su presencia ante la ley. Por ahora, digamos que se trata de una disputa que nos permite reflexionar sobre las condiciones que hacen posible la emergencia de un nuevo sujeto jurídico y sobre los modos mediante los cuales una institución reajusta sus límites –su relación con la violencia y la legitimidad–.

En corte, María Antonia reclama su libertad argumentando que el Gobierno Supremo la había decretado libre en 1800, cuando emancipó a todos los bozales contrabandeados por el corsario francés y el negrero Irarragori. Trimiño responde que María Antonia ya se encontraba en Trinidad antes del incidente del contrabando y que, por lo tanto, “solo tenía [la esclava] que probar su procedencia para obtener la gracia” (“Extracto del alegato”). En representación de María Antonia, el Síndico Procurador interpela el testimonio de varios de los bozales capturados del bergantín británico[8]. Los africanos libertos declaran que María Antonia había formado parte del grupo contrabandeado por el corsario. Pero ¿cuál podía ser el crédito de esos testigos recién llegados de África, de mínima –si alguna– educación, y seguramente limitados en el manejo de la lengua?[9] Dada la complejidad del caso y la desigualdad de la autoridad de los sujetos en disputa, no es sorprendente que la Corte de Trinidad postergara indefinidamente el juicio hasta la muerte de la supuesta ama y de la misma María Antonia, quien nunca obtendría su libertad. Trimiño declara en su testamento unos años antes de su muerte en 1823:

Declaro por mis bienes ocho piezas de esclavos, nombrados el primero Pablo, José Criollo, María Antonia Carta Mandinga, Ma. Ignacia, Ma. Gregoria, Francisco, Joaquina y Cirilo; previniendo que la referida negra María Antonia hace tiempo de cinco años que está presentada ante las Reales Justicias de Trinidad alegando que es libre; y como quiera que no se ha acabado de decidir este [litigio]; porque los pleitos no se pueden continuar con prontitud hago presente a mis albaceas y herederos que luego que sea vencido este obstáculo, y la declare la Justicia por ser mi legítima esclava, serán partibles dichos esclavos, aquellos que son hijos de la referida negra María Antonia entre mis legítimos herederos (Testamento de María Leocadia Trimiño, 1823, folio 266, p. 3, dorso).

Pero el relato de la disputa no concluye ahí. María Antonia tuvo por lo menos dos hijos, y uno de ellos –nombrado Juan Lorenzo– permaneció esclavizado en la hacienda heredada por los hijos de Trimiño en Cumanayagua. En 1846 Juan Lorenzo lleva nuevamente el caso ante los tribunales de Trinidad. Sustanciada la causa, el tribunal dispone que “el negro Juan Lorenzo acudiese a los autos promovidos por su madre para reclamar su libertad porque del resultado de aquéllos sería consecuencia forzosa la suya” (“Extracto del alegato”). En 1857 el Alcalde Mayor de Trinidad declara sentencia favoreciendo a los herederos de Trimiño. Pero Juan Lorenzo apela el caso y varios años después obtiene su libertad.

Juan Lorenzo no presentó evidencia nueva a su favor. La variable que decide la resolución de la disputa más bien tuvo que ver con la transformación del estatuto del testimonio de los bozales, “testigos que aunque negros –escribe el abogado que somete el extracto del caso a Bachiller y Morales hacia fines de 1860– no son indignos de crédito”. En efecto, en el interior de los modelos hermenéuticos del aparato judicial se operaba una alteración, un desliz mínimo y acaso aún sin grandes efectos en otros campos del tejido social. Sin embargo, esa mínima alteración registraba una sintomática reubicación de la ley ante la palabra dicha por un esclavo.

Es evidente que no podemos hablar ahí, más de una década antes de la Ley Moret de 1870, que prepara el terreno jurídico para los cambios que instituye la abolición de la esclavitud en 1886[10] de una instancia de morfogénesis institucional. La noción de morfogénesis, incluso en sus versiones más complejas –como en el modelo de la teoría de la catástrofe de René Thom (Estabilidad estructural y morfogénesis. Ensayo de una teoría general de los modelos, 1987) – solo piensa el cambio en función de variables sistémicas que afectan la estructura de un orden en su totalidad. Sin duda, la variación en el orden jurídico-simbólico registrada por la decisión de la corte en el caso de Juan Lorenzo es mínima, y al parecer no trastoca el sistema de los derechos –sobre todo la noción del esclavo como propiedad del amo– constitutivo del orden esclavista. Sin embargo, esa mínima variación está preñada, como diría Bloch (The Utopian Function of Art and Literature. Selected Essays, 1988), de los presupuestos aún no formalizados, no categorizables, de una normatividad futura. Y ello nos permite preguntarnos sobre la energía que presiona para transformar los límites de la institución, abriendo una “zona de contacto”[11] entre dos o más instancias de agencia y producción cultural desigualmente ubicadas en el mapa de las contiendas sociales. Esa energía que trabaja los umbrales de una territorialidad y que posibilita el cruce de su frontera es la intensidad que desencadena los procesos que Fernando Ortiz (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, 1978) analizó, ya en los años cuarenta, bajo el concepto de la transculturación. Con Ortiz nos preguntaremos sobre la transformación que sufre un campo al entrar en contacto con el impulso de un elemento extraño o foráneo –la palabra del esclavo, en el caso que nos concierne– que atraviesa y redefine un dominio institucional[12].

En la apertura del caso de María Antonia en 1815, por cierto, el argumento de la Trimiño no cuestionó tanto la verdad o incluso la falsedad de la información provista por los testigos. Su estrategia fue más radical. Cuestionó el derecho de los libertos africanos a testificar en corte. Como sugerimos antes, de acuerdo al sumario del caso, la disputa erigida por Trimiño se basó en la cuestión del estatuto de los bozales en tanto sujetos jurídicos. Por eso, el sumario del caso –que de por sí participa en la reforma legal presupuesta por la resolución de la disputa en 1860– insiste en que los testigos no tenían “tacha” y que, a pesar de haber sido negros, eran “[dignos] de crédito”. Se trata, entonces, de una disputa que en su prolongada trayectoria cristaliza un debate fundamental sobre las condiciones de enunciación e interpretación del testimonio, sobre la transformación de la hermenéutica judicial en los orígenes de la sociedad civil en Cuba y, en términos más generales, sobre las condiciones institucionales que sobredeterminan la representación de la verdad en la escena jurídica.

Conviene enfatizar la relación profunda entre el derecho al testimonio y la historia del concepto de la ciudadanía. En los orígenes griegos del pensamiento jurídico occidental, según señala Page duBois (Torture and Truth, 1991), la enunciación de la verdad en un testimonio era una actividad definitoria de la ciudadanía: “Los esclavos son cuerpos; en cambio, los ciudadanos poseen la razón, el logos” (p. 52; mi traducción). Se pensaba que el esclavo –y en ciertas situaciones, el bárbaro extranjero– era incapaz de decir la verdad y solo podía testificar bajo los efectos de la tortura y el suplicio. En los Estados Unidos, desde 1723 hasta bien entrado el siglo xix, según comenta Herbert S. Klein (Slavery in the Americas. A Comparative Study of Virginia and Cuba, 1967), la legislación de Virginia estipulaba que “[s]e les prohibía testificar a los negros y mulatos en cualquier caso judicial […] porque, según declaraba el preámbulo de la prohibición, ‘ellos son gente de naturaleza tan vil y corrupta que la credibilidad de su testimonio no era confiable’” (p. 232; mi traducción)..

En Las Siete Partidas (1972 [1807]), fundamento de la legislación esclavista colonial, el testimonio del esclavo no tenía crédito. Únicamente en ciertos casos de asesinato, adulterio de la mujer del amo, traición o fraude contra el rey, podía el esclavo ser testigo; pero solo después de que la tortura “purificara” su palabra y garantizara la fidelidad del testimonio:

[…] debenlo tormentar quando dixiere el testimonio, preguntandol et amonestandol que diga verdat del feclio non nombrandol ninguna persona: et el tormento le deben dar por esta razón, porque los siervos son como homes desesperados por la servidumbre en que están, et todo home debe sospechar que dirien de ligero mentira et que encobrieren la verdat quando alguna premia non les fuese fecha (p. 522)[13].

Ante la cuestión del testimonio de los esclavos, la legislación colonial es sumamente ambigua a lo largo del siglo xix. Por ejemplo, al discutir las variables de la evidencia aceptable en un pleito civil, un jurista cubano señala: “Si estos criados [que uno de los disputantes llama como testigos] fuesen esclavos, la ley no da fuerza a sus dichos; mas consintiendo el dueño la providencia del juez, parece que sería legal oírlos” (Franchi de Alfaro, Algunas observaciones sobre el método de enjuiciar, 1845, p. 78, n. 56). Para J. Escriche (Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, 1863), en cambio, el testigo es “la persona fidedigna de uno u otro sexo que puede manifestar la verdad o falsedad de los hechos controvertidos” (p. 1499); “todos los ciudadanos están obligados a declarar cuando se les mande” (p. 1500); en las causas criminales “todos sin distinción alguna están obligados, en cuanto la ley no los exima [por edad, enfermedad, etc.], a ayudar a las autoridades cuando sean interpelados por ella para el descubrimiento, persecución y arresto de los delincuentes” (p. 1500). Pero enseguida aclara: “Esto es lo que dicen nuestras leyes sobre la prueba de testigos, sobre esta prueba tan peligrosa y terrible como antigua o necesaria; mas ya que sea indispensable valernos de ella, no acordemos nuestra confianza sino a personas que por ningún título la desmerezcan” (p. 1501). E insiste en precisar las condiciones de entrada a la enunciación testimonial: “Debe asimismo darse menos crédito a un hombre que es un individuo de un cuerpo, casta, orden o asociación particular, cuyas máximas y costumbres no son generalmente conocidas o se diferencian de los usos comunes, porque además de sus propias pasiones tiene este hombre todavía las pasiones de la sociedad a que pertenece” (p. 1501). Para Escriche, la condición lingüística también sobredetermina el crédito del enunciado testimonial:

Los testigos son por lo común hombres rústicos y sencillos, que difícilmente pueden expresar sus ideas con propiedad, claridad y precisión; unas veces dicen más o menos de lo que quieren, otras no entienden bien las preguntas que se les hace y responden una cosa por otra, y sucede tal vez que por su mala explicación no se comprende el verdadero sentido que ellos dan a sus palabras (p. 1502).

En más de un sentido, entonces, la verdad dicha por los bozales en sus testimonios a favor de María Antonia Mandinga constituye un diferendo, un enunciado que se desliza en el intersticio entre dos o más sistemas de validación o crédito (Lyotard, The Differend. Phrases in Dispute, 1988). El testimonio de los esclavos contiene una verdad impresentable en términos de las reglas de un juego lingüístico incapaz aún de proveer la sintaxis y los parámetros de validación e interpretación del relato. Pero si hablamos, en el caso del testimonio de los bozales y del relato mismo de María Antonia, de un diferendo, de un enunciado cuya verdad se escabulle entre las normas de presentación del aparato que la interpreta y la juzga, no es para sugerir que más allá de los límites de esa ley, y como medida misma de su injusticia, se encontraba un sujeto originario e irreductible, un sujeto desde siempre capaz de articular el relato de una verdad alternativa. Ese sujeto más bien emerge en el acto mismo de presentarse ante una ley que, sin embargo, posterga indefinidamente la resolución de la disputa. Claro está, tampoco debemos esperar que los estatutos y las posiciones posibles que configuran el orden “real” instituido por esa ley den cuenta de la emergencia del nuevo sujeto cuyo testimonio inscribe un nuevo límite en el aparato legal. De algún modo sospechamos que ese límite está intervenido desde el exterior del aparato judicial –en la proyección de un orden “posible”– por un contra-discurso que garantiza la posibilidad y el ordenamiento mismo del relato que coloca al sujeto emergente ante una ley que comienza a ser caduca. Irreductible a los canales de las prácticas letradas, ese otro campo discursivo, profundamente ligado a la constitución de la literatura como institución moderna, genera ficciones del derecho, en las que se proyecta precisamente el derecho al habla del nuevo sujeto cuyo testimonio presiona y reinscribe los límites del orden judicial. Luego elaboraremos la categoría de la ficción del derecho que nos llevará a explorar el rol de la narrativa en la configuración del cambio en los presupuestos normativos del discurso legal[14].

Por ahora digamos que en una de sus zonas claves, la literatura moderna latinoamericana –particularmente la narrativa– se funda mediante el trabajo sobre los diferendos del orden jurídico instituido, proyectando resoluciones y estableciendo un espacio virtual para el testimonio del otro que la ley “real” no podía aún interpretar.

Cuerpo-testimonio-sentido jurídico

Dame tu cuerpo y yo te doy sentido, yo te hago nombre y palabra de mi discurso

(Michel de Certeau. Les corps et ses fictions)

El orden jurídico-simbólico de la esclavitud tardó casi medio siglo en procesar categorías para interpretar y juzgar el relato de María Antonia Mandinga. En cambio, mucho antes de la reconsideración del testimonio de los bozales en las cortes coloniales, ya en la década de 1830, el emergente campo literario cubano interpelaba a un esclavo –al mulato Juan Francisco Manzano– y le pedía una narración de sus experiencias[15]. El resultado fue el acontecimiento de la única autobiografía escrita por un esclavo que conocemos en la lengua. La interpelación de Manzano en la tertulia de Domingo Del Monte es una de las posibles escenas originarias de la literatura nacional cubana; cristaliza, como ha señalado Antonio Vera-León en su trabajo clave sobre Manzano (“Juan Francisco Manzano: el estilo bárbaro de la nación”, 1991), el proyecto de incorporación del esclavo a los discursos de la nación en ciernes.

La escena ubica a Manzano ante un grupo de intelectuales, tímidamente abolicionistas y de variada inserción ideológica y profesional, quienes reunidos en torno a la figura decisiva del periodista y editor Domingo del Monte reflexionaban sobre asuntos diversos, especialmente ligados a las condiciones de la cultura en una sociedad profundamente marcada por la heterogeneidad racial y la violencia de la esclavitud[16]. En esa tertulia donde se debaten –y en la práctica se fundan– las bases de la literatura y la nación futura, Manzano ya era conocido como poeta[17]. En una ocasión allí intercambia, literalmente, su escritura por el costo de la manumisión. Pero incluso antes que Del Monte y José de la Luz y Caballero organizaran la colecta de 850 pesos para pagarle su carta de libertad en 1835, desde la década anterior, la literatura –la poesía, más específicamente– le había garantizado a Manzano una serie de derechos que lo constituían en autor de dos poemarios, en propietario de su discurso, a pesar de que jurídicamente “los esclavos se consideran más bien como cosas comerciales que como personas; y así se adquiere su propiedad por los mismos medios que la de las cosas” (Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, 1863, p. 629). Si para Manzano “el esclavo es un ser muerto ante su señor” (Carta de Manzano a Domingo del Monte, 25 de junio de 1835, Obras, 1972, p. 86), como señala Sylvia Molloy en su lúcida reflexión sobre la Autobiografía (“From Serf to Self: the Autobiography of Juan Francisco Manzano”, 1991), la escritura le otorga vida, desatando el proceso de transformación del “serf” en “self” (pp. 36-54). En el desliz de la letra, la práctica de la escritura cancela la muerte. ¿Pero qué forma de ser erige el acto escriturario que, como señala Rama en La ciudad letrada (1984), era uno de los dispositivos más exclusivos del poder? Y más aún, ¿cuál es el rasgo de la literatura que posibilita la configuración de una nueva categoría del ser, la del esclavo como discursante, en plena época de esclavitud y de censura? Nos interesa, entonces, desplazar la problemática de la subjetivación del terreno ontológico –de la pregunta abstracta por la relación entre la escritura y la identidad del ser– y precisar las redes simbólicas, el orden de la discursividad en que se inscribe esa escritura que posibilita la constitución de un nuevo sujeto que en el acto mismo de contar su verdad proyecta la apertura de la ciudadanía futura.

En ese sentido, conviene enfatizar la tesitura testimonial de laAutobiografía de Manzano y su relación con el modelo confesional: “Se qe. nunca pr. mas qe. me esfuerze con la verdad en los lavios ocupare el lugar de un hombre perfecto o de vien pero a lo menos ante el juisio sensato del hombre imparsial se berá hasta qe. punto llega la preocupasión del mayor numero de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza” (p. 24)[18].

Decir la verdad, llevarla ante el juicio de un hombre imparcial, en el intento de ocupar el lugar de un hombre perfecto. ¿No remite ese hombre perfecto a la categoría del sujeto universal –lo que nos recuerda, por cierto, la dolorosa aseveración de Fanon (1967) cuando en Piel negra, máscaras blancas declara polémicamente que el negro “no es hombre” (p. 8)–al mismo tiempo que cuestiona la universalidad de la categoría? Como en varios momentos de la Autobiografía, en el pasaje citado Manzano reflexiona sobre las condiciones de su acceso al discurso. Reflexiona sobre los lugares, la distribución jerárquica de las posiciones en una escena testimonial. Son por lo menos cuatro las posiciones inscritas: primero, la del sujeto que se presenta ante la ley, con la verdad en los labios; sujeto que, sin embargo, “sabe” de la insuficiencia que limita la recepción de esa verdad. Segundo, el lugar del hombre imparcial, figura de autoridad de quien espera sensatez y justicia. Tercero, la posición de otro hombre, también figura de autoridad, aunque incapaz de juzgar la “flaqueza” del “infeliz”. Y, por último, el lugar imposible del hombre perfecto que trasciende las posiciones materiales en ese pequeño mapa del circuito por el que circula la verdad del esclavo. Notemos ahí cómo el testimonio de Manzano escinde y multiplica la figura del hombre, descentrando la ubicación de la legitimidad, y situando su verdad entre dos instancias contrapuestas de autoridad[19]: una es la figura de una ley de cuya injusticia intentará dar prueba; la otra es la figura de una justicia sin ley.

Se trata, como sugiere él mismo, de la posición del testimoniante ante dos modos irreconciliables de juzgar, ante –o acaso entre– las figuras de dos órdenes jurídicos en pugna. Por un lado, el juicio determinado por la “preocupación del mayor número de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza”; es decir, el juicio que lo constituye, a lo largo del relato, en ladrón y mentiroso. Por otro lado, “el juisio sensato del hombre imparsial”, de quien espera Manzano la interpretación correcta de su verdad. Dos órdenes jurídicos que a su vez presuponen dos políticas del cuerpo en su relación con el discurso y la verdad.

Políticas del cuerpo

El primer modo de juzgar aparece representado a lo largo del relato en las figuras de los amos y su control casi absoluto sobre el cuerpo del esclavo. Su poder se funda en la violencia de un aparato punitivo que inscribe sus sentencias sobre la piel misma del esclavo. Significativamente, Manzano con insistencia identifica la escritura del amo con el castigo corporal: “asi –dice el esclavo sobre uno de sus amos más benevolentes– cuando llegué a su escritorio qe. todo fue un relámpago, él estaba escriviendo pa. su ingenio y al berme hecharme a sus pies me preguntó lo qe. abia se lo dije y me dijo gran perrazo y pr. qe. le fuistes a robar la peseta a tu ama”. Cartas, papeletas, permisos, dispositivos de la propiedad y de la burocracia, la escritura lo acusa y funciona en su mundo como un shifter que introduce las escenas de violencia y el castigo corporal[20]. Al pie de la letra, el torturador busca sustraerle al esclavo el secreto de una transgresión:

llegó la noche fatal toda la gente esta en ila se me sacó al medio un contramayoral y el mayoral y sinco negros me rodean a la voz de tumba dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira un fardo qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado sobre mi espalda se me preguntaba pr. el pollo o capon [que según un informe de contaduría faltaba en la cocina], yo no sabia qe. desir pues nada sabia sufrí 25 azotes disiendo mil cosas diferentes […] dige y dige y dige tantas cosas pr. ber con qe. me libraba de tanto tormento nueve noches padesí este tormento nueve mil cosas diferentes desia pues al desirme di la verdad (p. 28).

En efecto, para Manzano ese poder articula una relación fundamental entre el acto de escribir y la tortura. Su “verdad” se encuentra profundamente ligada a la violencia de la extracción y develación de un secreto que se supone escondido en el cuerpo mismo del esclavo. ¿Cuál es el secreto de Manzano? Las cartas, cuentas y órdenes de castigo continuamente acusan al joven esclavo de ladrón y “fasineroso”. Tan es así que en el centro de su relato se encuentra la concatenación de varias acusaciones de robo –de monedas, de un pollo, hasta de una flor– que constituyen al esclavo en transgresor y desencadenan sus intensos recuerdos del castigo.

Propiedad, robo, intervención de cartas y castigo para extraer el secreto del esclavo: tales son los momentos que Manzano identifica en la trama de la “verdad” del poder. Con notable agilidad narrativa, en esa misma distribución de posiciones y secuencias introduce una de las inversiones en que se funda su impugnación, la base de su verdad alternativa. Así recuerda la noticia de la muerte de su madre:

acontesió la muerte casi sudvitanea de mi madre qe. se privó y nada pudo declarar a los cuatro dias de este caso lo supe tribútele como hijo y amante cuanto sentimiento se puede considerar entonses mi señora me dió los tres pesos de las missas del alma […] algunos dias después me mandó mi señora al Molino pa. qe. recojise lo qe. mi madre abia dejado, di al arministrador una esquela con la qe. me entregó la llave de su casa en la cual solo allé una caja grande muy antigua pero basia, tenia esta caja un secreto qe. yo conosia ise saltar el resorte y allé en su hueco algunas jollas de oro fino […] allé también un lio de papeles qe. testificaban barias deudas abiendo entre ellos uno de dosientos y pico de pesos y otro de cuatrosientos y tantos pesos estos debían cobrarse a mi señora […] llegado el dia siguiente di cuenta a mi ama de lo qe. avia y también los resibos o papeletas […] me determiné a ablar a mi señora en segunda vez lleno de las mas alhagueñas esperanzas; pero cual seria mi asombro cuando incomoda me respondió mi señora qe. si estaba muy apurado pr. la erensia qe. si yo no sabia qe. ella era eredera forsosa de sus esclavos en cuanto me buelbas a ablar de la erensia te pongo donde no beas el sol ni la luna (pp. 37-38).

Propiedad, usurpación, papeles que testifican (sin castigo). Parecería que Manzano se introduce en el archivo de la misma ley que lo acusa. Y allí encuentra otro secreto que le permite invertir las jerarquías de esa ley. El secreto del esclavo, evidenciado por cuentas y papeletas fechadas, impugna la usurpación de la ama quien ahí le roba su herencia –la antigua deuda que la ama había mantenido con su madre liberta–. Y esa deuda corresponde casi exactamente, por cierto, al costo de la carta de libertad de Manzano. Tal usurpación sitúa la figura del poder en la posición del transgresor, en una lúcida inversión de roles que motiva al esclavo –al final de su historia– a convertirse en cimarrón, una de las ofensas máximas que podía cometer él contra el amo, contra la propiedad ilegítima del amo. La transgresión (el robo) del amo es el secreto que legitima el testimonio escrito del esclavo, su presencia ante otro modo de juzgar.

Naturalmente, no debemos perder de vista que ya en el mundo de Manzano había otra escritura –la del testimonio mismo– e incluso, con anterioridad, “la poesía [que] en todos los trámites de mi vida me suministraba versos análogos a mi situación ya prozpera ya adversa” (p. 31). Si en la tortura el esclavo es tratado como un fardo que no siente, en esa otra escritura se construye como el sujeto del sentimiento. De ahí, sin duda, la insistencia y el regocijo con que Manzano comenta su otro padecer: la melancolía, la enfermedad de los poetas[21]. La melancolía apunta al importante rol de la lírica –al tipo de persona que la misma instituye– como lugar donde Manzano aprende el vocabulario de la subjetividad. En efecto, a medida que se separaba del orden retórico, la lírica se convertía en un dominio clave para el procesamiento de nuevas subjetividades. Esa otra es la escritura que Manzano miméticamente apropia del mundo del amo –por lo cual también se le castiga– y que le abre el camino a la manumisión, a un grado de autonomía jurídica. Esa otra lo conduce a la tertulia de Del Monte; lo constituye, incluso antes de la manumisión, en propietario[22], y lo sitúa luego –con el testimonio mismo que leemos– ante un nuevo modo de juzgar fundado precisamente en el derecho primero de la persona sobre el cuerpo propio[23]. Ello nos conduce a pensar que la escritura, el mundo de la letra y los letrados, a comienzos del siglo xix –bastante antes de la consolidación estatal– ya era un sistema cruzado por tipos diversos de prácticas discursivas, regímenes de la verdad, contradicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder.

En una de esas zonas Manzano agencia cierto espacio y cuenta sobre la violencia de la letra, autorizando su testimonio con la letra misma, en función del dolor que la escritura de la ley de la tortura ha inscrito en su piel: “sicatrices [que] están perpetuas a pesar de los años qe. han pasado” (p. 27). Parecería incluso, como sugiere Molloy, que la narrativa de su vida se organiza en torno a esas cicatrices, las “[diarias] rompeduras de narices” que concatenan el curso de sus recuerdos, y operan como el excedente físico, la stigmata a la cual remite continuamente la articulación temporal de su relato. Sobre la piel el esclavo lleva las marcas de la injusticia de la ley, la evidencia empírica, visible, en la cual se basa su impugnación, y que autoriza la otra verdad que enuncia el testimonio.

El testimonio, en efecto, es un relato sobre el cuerpo. Se produce en la red de un discurso emergente –como señala Michel de Certeau (“Montaigne’s ‘Of Cannibals’: The Savage ‘I’”, 1986)– que postula su estricta fidelidad remitiendo a la experiencia tangible, “real”, del cuerpo de otro. El testimonio se erige en el orden de un discurso que, en su pugna por legitimidad, reclama para sus palabras la visibilidad de la presencia de aquel cuerpo que sobre la piel lleva inscrita la evidencia, las marcas que garantizan la impugnación del artificio, la falsedad o la injusticia de un orden anterior. En el caso específico de Manzano, el testimonio despliega –por supuesto– una crítica de la brutalidad esclavista. Y con el mismo movimiento de esa impugnación, apunta también a la afirmación del derecho a la representación del otro de la ley, en una reinscripción de la categoría de la humanidad y la subjetividad jurídica[24].

Al reinscribir y ampliar los límites de la humanidad, el proceso de subjetivación del esclavo en el testimonio es una ficción que proyecta su ciudadanía. Pero el mismo movimiento de la subjetivación se orienta hacia la constitución de las categorías de la nueva ley que interpela el testimonio y que, en el testimonio, funda la fábula de su legitimidad, el fundamento empírico, particularizado, de su derecho[25]. Valga la insistencia: no se trata simplemente de un espacio virtual que proyecta la transformación del esclavo en ciudadano, y que así hace posible la constitución de un nuevo estado de subjetividad; se trata simultáneamente, con el mismo movimiento de la relación especular desplegada por la interpelación, del testimonio en tanto instancia narrativa sin la cual sería impensable la constitución de la nueva ley que ahí se particulariza, realizándose, encarnándose, en el cuerpo sufriente de otro.

Demos un paso atrás. Como señala Elaine Scarry (The Body in Pain. The Making and Unmaking of the World, 1985) la tortura establece, en su momento más extremo, una distancia irreductible entre el cuerpo doliente y el discurso, o incluso la lengua, de la víctima (pp. 27-51). En la tortura, la experiencia de la víctima y su capacidad de representación son reducidas al grito y la desarticulación, a la disolución de la conciencia de la persona en la intensificación del dolor. Para Scarry, toda forma de poder, “fraudulento o legítimo, se basa siempre en la distancia del cuerpo” (p. 47; mi traducción); así, el cuerpo es “la ubicación del dolor, y el discurso el lugar del poder” (p. 51; mi traducción). De igual modo, respondiendo al imperativo ético que recorre las páginas de su valioso y problemático libro, y refiriéndose específicamente a la tortura de presos políticos latinoamericanos y al trabajo de Amnesty International, Scarry propone la intervención terapéutica, reintegradora, del testimonio, de “usar el lenguaje para permitir que el dolor ofrezca una relación precisa de sí mismo, presentando ante los regímenes de la tortura […] un diluvio de voces que hablen por el otro, voces que hablen en la voz de la persona silenciada” (p. 50; mi traducción). Si el grito de la víctima, en la lógica de Scarry, registra la reducción de la persona a un estadio prelingüístico del ser, el testimonio es el lugar donde la víctima reconstruye su mundo mediante la representación que “objetiva” y permite un distanciamiento del dolor, por medio de la cual se restaura la “conciencia” de la víctima que con el testimonio se reinserta en la lengua. ¿Pero la reinserción en la lengua no presupone la restauración de la “conciencia” de la víctima, la intervención de un orden simbólico –no meramente gramatical o lingüístico, por cierto– que garantiza el sentido del discurso testimonial sobre el dolor?

Cierto es, en todo caso, que la legitimidad del testimonio se funda en la fábula de llevar de vuelta la palabra al cuerpo de la víctima, en darle forma al dolor, en devolverle la voz a la persona silenciada por el terror. La Autobiografía de Manzano es, en ese sentido, un testimonio sobre el dolor y la tortura. Sin embargo, su relato del sufrimiento nos obliga a cuestionar la división tan tajante entre cuerpo y poder, entre dolor y discurso, que en Scarry remite, aún en la inversión más obvia, a la clásica escisión que –al menos desde Descartes– decide los límites de la categoría del sujeto en el pensamiento occidental. El testimonio de Manzano nos lleva a problematizar el concepto del poder como una fuerza única y homogénea que encuentra en el cuerpo tanto su límite infranqueable como el objeto de su “grotesco drama compensatorio” (p. 28; mi traducción).

Con más espacio para el análisis podríamos ver cómo en el texto de Manzano el acceso a la escritura y la representación testimonial producen –más que un encuentro jubiloso con la corporalidad– una distancia notable del cuerpo propio, convertido en objeto de la autorreflexión. Esto no tiene por qué extrañarnos: en la esclavitud, el cuerpo del esclavo es el objeto de la propiedad y de la representación del amo. Por eso decía Manzano (y luego Orlando Patterson [Slavery and Social Death. A Comparative Study, 1982]), que el esclavo es un ser muerto, un ser sin acceso a su propio cuerpo ni a la representación. En el orden esclavista la representación era uno de los dispositivos constitutivos del poder del amo sobre el cuerpo del esclavo. De ahí, por cierto, que los amos de Manzano sistemáticamente le prohíban escribir, y lo castiguen –reduciéndolo al lugar del cuerpo– cuando lo descubren “en aquel entretenimiento […] nada correspondiente a [su] clase” (p. 31). “Proivioseme la escritura pero en vano todo se abian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba a mi gusto” (p. 31), responde Manzano. Pero aun así, escribir, ejercer el poder que consigna la representación, es para Manzano una práctica doblemente paradójica y difícil que registra, particularmente en sus descripciones del dolor físico –propio o ajeno–, una notable distancia ante el cuerpo: “[en el cuidado de un enfermo] en toda la noche pegaba mis ojos con el reloz delante papel y tintero donde allaba el medico pr. la mañana un apunte de todo lo ocurrido en la noche asta de las veses qe. escupia dormia roncaba sueño tranquilo o quieto” (p. 33). También la escritura propia vigila y reporta sobre el cuerpo. La escritura sitúa al sujeto en el lugar del que mira y representa el cuerpo, registrando con la mirada hasta el más mínimo de los movimientos. De modo que escribir sobre sí mismo, sobre el dolor propio, genera una intensa escisión en el sujeto que al escribir ocupa simultáneamente tanto el lugar del que mira como el sitio del dolor del cuerpo propio. También en Manzano, entre la cicatriz que deja el dolor y el acto testimonial media la red simbólica e institucional del discurso. En la escritura el sujeto testimoniante incorpora la jerarquía del discurso que lo escinde al convertirlo en objeto de sí mismo.

No queremos sugerir, mediante una inversión fácil de las posiciones, que la escritura convierte al esclavo en amo (o torturador) de sí mismo. Por el contrario, el hecho de que Manzano escriba sobre su cuerpo trastoca la jerarquía y redefine radicalmente la función y el orden de la representación en la ley esclavista, que hasta cierto punto definía la escritura como uno de los derechos “esenciales”, constitutivos de la identidad y del poder del amo. No subestimamos, entonces, el modo en que la escritura de Manzano desubica y desnaturaliza la “esencia” de la jerarquía. Pero al mismo tiempo nos preguntamos sobre la intervención de otra forma de poder, otra política del cuerpo que, si bien emerge como impugnación de la mordaza y la tortura, despliega –en el proceso mismo de la subjetivación– nuevas formas de dominación y disciplina[26].

Al menos en una de sus zonas, en el lugar emergente de una nueva institución, una instancia de ese poder dividido interpela a Manzano y lo constituye en hablante, en testimoniante de su dolor, en un sujeto legítimo que se presenta “con la verdad en los labios”. Evidentemente, entonces, esa zona del poder y de la letra, que ya hemos identificado con la literatura y su imperativo de justicia, no es reducible al régimen de la tortura ni al esquema que concibe al cuerpo del subalterno como el límite infranqueable del discurso o de la lengua misma: por el reverso del silencio al que la tortura reduce la presencia del cuerpo victimado, esa otra forma de poder exige un discurso sobre el cuerpo, pide –digámoslo así– la encarnación del nuevo concepto de la justicia que autoriza tanto la constitución del sujeto testimoniante como la legitimidad del campo que produce la interpelación, la paradójica invitación al habla que la literatura le tiende al otro.

Interpelación y dispositivo mimético

Casi lo mismo pero no del todo […] Casi igual pero no blanco.

(Homi K. Bhabha. “Of Mimicry and Man: The Ambivalence of Colonial Discourse”)

Ahora bien, ¿cuál es el estatuto del “habla” del sujeto interpelado por la literatura? Y por el reverso, ¿cuál es el efecto de la escritura del esclavo en la escena de la interpelación? ¿Diremos simplemente que Manzano se constituye como sujeto en la escena de un orden simbólico que desde siempre le tenía un lugar asignado, un nombre que el otro ocupa –que ocupa al otro– en el despliegue de la identificación especular? ¿Cómo pensar la práctica de ese nuevo sujeto, los efectos que produce en los límites de la institución, sin remitirlo –por un lado– a la ficción de una exterioridad originaria o autónoma de la red de dominación que paradójicamente ha hecho posible la proliferación del discurso del nuevo sujeto; cómo pensar a ese sujeto sin reducirlo –por otro lado– a la posición inmóvil de un efecto estructural de la institución que garantiza los derechos de su nombre y su afiliación? El problema, como sugerimos antes, tiene que ver con la categoría de la interpelación. Al respecto, Althusser (Ideología y aparatos ideológicos del Estado, 1974 [1970]) señala:

Observamos que la estructura de toda ideología, al interpelar a los individuos como sujetos en nombre de un Sujeto Único y Absoluto, es especulari. e. una estructura de espejos– y doblemente especular: la duplicación especular es constitutiva de la ideología y asegura su funcionamiento. Lo cual significa que toda ideología está centrada, que el Sujeto Absoluto ocupa el lugar único del Centro, e interpela en torno de sí la infinidad de los individuos [convirtiéndolos] en sujetos en una doble conexión especular que sujeta los sujetos al Sujeto, mientras les otorga en el Sujeto –en el cual cada sujeto puede contemplar su propia imagen (presente y futura)– la garantía de que esto realmente les concierne a ellos y a Él, y que ya que todo tiene lugar en la Familia (la Sagrada Familia: la Familia es en esencia Sagrada), “Dios reconocerá a los suyos en Ella”; i. e. aquéllos que hayan reconocido a Dios y que se reconozcan a sí mismos en Él, serán salvos (p. 54).

Según Althusser, la interpelación constituye al individuo en sujeto y lo sujeta a una ley –a la estructura de la lengua– que el sujeto de algún modo duplica o repite. El sujeto es pensado ahí claramente como el efecto de una estructura que lo precede “desde siempre”, desde antes del nacimiento mismo del individuo, “desde el momento en que se sabe de antemano que llevará el Nombre del Padre, y que así tendrá una identidad y será irremplazable. Desde antes de su nacimiento, la criatura es por lo tanto desde siempre un sujeto” (p. 50). El sujeto se concibe ahí como secundariedad, como duplicado o imagen del orden –ese “centro único y absoluto” del Sujeto– que garantiza el proceso de la identificación: el amor por la ley, “La Ley convertida en Amor” (p. 52). Lo que presupone, a su vez, que en el centro “único y absoluto” del orden se encontraba “desde siempre” el referente originario de la repetición especular: una especie de causa primera e irreductible que garantiza el sentido de las “imágenes” o duplicados. ¿Qué hay –si no es Dios– en el “centro” de ese “espejeo”?

En el despliegue de su insaciable mimetismo, la escritura de Manzano nos obliga a repensar los efectos de la “duplicación” en la escena de la constitución del sujeto. Así recuerda el esclavo la escena originaria de su escritura:

biendolo qe. apenas aclaraba cuando puesto en pie le preparaba antes de todo la mesa sillon y libros pa. entregarse al estudio me fui identificando de tal modo con sus costumbres qe. empese yo tambien a darme estudios, la poesia en todos los tramites de mi vida me suministraba versos analogos a mi situasion ya prozpera ya adversa, tomaba sus libros de retorica me ponia mi lección de memoria la aprendia como el papagallo y ya creia yo qe. sabia algo pero conosia el poco fruto qe. sacaba de aquello pues nunca abia ocasion de aser uso de ello, entonses determiné darme otro mas útil qe. fue el de aprender a escrivir este fue otro apuro no sabia como empesar no sabia cortar pluma y me guardaria de tomar ninguna de las de mi señor sin embargo compre mi taja pluma y plumas compre papel muy fino y con algun pedaso de los qe. mi señor botaba de papel escrito de su letra lo metia entre llana y llana con el fin de acostumbrar el pulso a formar letras iva siguiendo la forma qe. de la qe. tenia debajo con esta imbension antes de un mes ya asía renglones logrando la forma de la letra de mi señor causa pr. qe. hay sierta identidad entre su letra y la mia […] yo pasaba todo el tiempo embrollando con mis papeles no pocas veces me sorprendió en la punta de una mesa que abia en un rincón imponiendome dejase aquel entretenimiento como nada correspondiente a mi clase […] proivioseme la escritura pero en vano todos se avian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba a mi gusto copiando las mas bonitas letrillas de Arriaza (p. 31).

El dispositivo mimético, la “imbension” de Manzano decide su posición ante la escritura del amo y ante la literatura misma: “sierta identidad entre su letra y la mia”. Nótese, por cierto, cómo la máquina del calco, cuyas piezas describe detalladamente Manzano, presupone un trabajo sobre el cuerpo: el entrenamiento del pulso calibrado para formar letras casi idénticas a las inscritas en los papeles desechados por la figura del poder. Insistimos: casi idénticas, en principio, por la distancia ineluctable entre la forma de la letra del primero y la del segundo. Pero más importante aún, la “copia” de la letra del amo somete la jerarquía a una transformación intensa que rebasa la cuestión ontológica de la identificación y trastoca más bien las posiciones en esa escena de dominio. Dicho de otro modo: las letras incluso podrían parecer idénticas, y el segundo una imagen fiel del primero; pero aún si así lo fuera, la instancia de la “repetición” saca la letra –la esencia del poder del amo– del sitio que la define, y la escabulle incluso entre las mallas del interdicto o la prohibición[27]. Si el estricto control de la escritura y la representación (al menos en la esclavitud) era constitutivo del poder del amo, la copia sitúa la “esencia” de ese poder en manos del negro esclavo. Es revelador cómo Manzano detalla los instrumentos que componen su compleja máquina mimética –la taja, la pluma, el papel fino, el pulso calibrado–, y enfatiza la laboriosidad de la “imbension” prohibida que lo lleva al uso estratégico de uno de los atributos “esenciales” del poder del amo. La copia desesencializa el atributo, al registrar la materialidad de la letra (“que paresia gravada” [p. 31]). La copia reifica la letra, cuando convierte su “espíritu” en materia imitable, en un objeto reproducible y por lo mismo controlable. De esta manera, abre una grieta entre la escritura y la identidad del amo[28].

Por ello los amos continuamente castigan a Manzano cuando lo descubren escribiendo, narrando historias, recitando poemas o ejercitando su elocuencia. La facultad mimética del subalterno produce en el amo una ansiedad insoportable: la sospecha de que el espejeo no era pasivo, y que la letra calcada trastocaba la estabilidad, los lugares fijos de la jerarquía, la economía de las diferencias que garantizaba los límites del sentido, la identidad misma del poder. No se trata ahí, por cierto, de parodia o simulacro, ni de una apropiación que implique, por parte de Manzano, la postulación de una identidad que tras la “máscara” del mimetismo escondiera el secreto de un ser alternativo. El desajuste que opera Manzano en la jerarquía no es simplemente el efecto de una rebelde reinscripción de su diferencia ni de una enfática afirmación de su “otredad” ante el poder. El desajuste tiene más bien que ver con la similaridad que en su consecuencia más extrema imposibilitaría el reconocimiento del “otro” en tanto función diferenciadora de la identidad del amo.

En ese extremo se sitúa, por cierto, el personaje mimético por excelencia de la literatura cubana del siglo xix: la mulata Cecilia quien, lejos de condensar la figura de un contacto armonioso entre las razas, pasa por blanca. El cuerpo perturbador –casi blanco e indiferenciable– de Cecilia representa para Villaverde el límite mismo de la visibilidad en que se funda el cuadro ordenador de las diferencias (Cecilia Valdés, 1979). En Cecilia, el narrador frecuentemente insiste en la dificultad de fijar el cuerpo de su protagonista en el cuadro de las diferencias raciales: “¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios tenían un borde o filete oscuro. […] Su sangre no era pura y bien podía asegurarse […] que estaba mezclada con la etíope” (p. 7). Asimismo, para distinguirla, poco después del nacimiento de la niña, su abuela Josefa le hace “una media luna azul en el hombro izquierdo” (pp. 3, 237, 295). Ese tatuaje que inscribe en el cuerpo una marca identificatoria imborrable bien puede leerse como una metáfora del proyecto mismo de la ficción en Villaverde: del “ojo conocedor” que separa lo puro de lo impuro, en la medida en que examina compulsivamente la complejidad de las mezclas. Para Villaverde, escribir es tatuar el cuerpo de Cecilia para someterlo al cuadro jerárquico de la identificación y la diferencia. El mimetismo que Cecilia lleva inscrito en su cuerpo casi blanco, y que en la construcción de Villaverde es inseparable del impulso sexual que traspasa y ablanda las fronteras raciales de la jerarquía, amenaza con disolver los lugares fijos del cuadro clasificador que, de otro modo, superado el riesgo de la mezcla racial, garantizaría la estabilidad de la nación futura. Por el contrario, Manzano lleva la marca visible de la diferencia en el color estigmatizado de su cuerpo. Pero, en su caso, el registro de esa diferencia intensifica la peligrosidad del hecho profundamente perturbador, para el amo, de la elocuencia –marca de la distinción– en boca de un negro esclavo.

Con mayor detenimiento, convendría trazar, más allá del orden esclavista, las figuras de los discursos que se elaboraron en respuesta a la estrategia mimética de los sujetos subordinados. En efecto, la inestabilidad que el mimetismo opera en el cuadro de las diferencias motivó la elaboración de notables estereotipos que en general proyectan una radical ambivalencia[29]. Tales intentos de reducir y fijar el espejeo y el disimulo subalterno, no siempre remiten al aspecto corrosivo del gesto mimético. Por ejemplo, ya hacia 1880, en la apertura relativa que registra la consolidación de los discursos liberales en Cuba, basados en parte en el proyecto de interpelación de un sujeto pedagógico y ciudadano, Antonio Bachiller y Morales (Los negros, 1887[?]) señala:

El hombre negro tiene sobre los otros de distinto origen que el blanco una cualidad recomendable: su espíritu de imitación. Yo no diré que en eso se parece al mono como han escrito los sostenedores de la antimiscegenación. Los monos imitan al hombre y como no son hombres se reducen a la mímica: pero ¿dónde están sus obras semejantes? Hay en la humanidad cierta atracción moral que explicó uno de los escritores castellanos más originales, D. Ramón Campos en su interesante libro sobre la Desigualdad personal; considera esa ley de imitación moral, cuyo fin es la bondad hasta aparente tan eficaz y cierta ley como de atracción. Y la bondad del ánimo es casi siempre un antecedente favorable de la sociabilidad, y por consiguiente del espíritu de imitación (pp. 132-133).

Pero a su vez, según comprobaría el análisis de la fobia al doble y a los parecidos entre los personajes blancos y mulatos que recorren las páginas de Cecilia, el “espíritu de imitación” también desencadenaba estereotipos en reacción al aspecto “siniestro” del disimulo o la repetición. Como declara el “Informe fiscal sobre el fomento de la población blanca en la Isla de Cuba” de 1845 “la procreación de las castas mestizas [es] mil veces más temible que la primera [raza pura africana], por su conocida osadía y pretensiones de igualarse con la blanca” (p. 33).

Por otro lado, no estamos proponiendo la máquina mimética de Manzano como un modelo capaz de dar cuenta de todas las estrategias posibles de los sujetos subalternos en la escena de la dominación. Es evidente, por ejemplo, que las plantaciones cubanas del siglo xix fueron escenas tanto de una explotación brutal como de notables instancias de rebeldía. También podría pensarse que la agencia de esos esclavos rebeldes –sujetos que se constituían en redes de acción e identificación muy distintas del tipo de interpelación jurídico-literaria que aquí nos concierne– fue un acicate capaz de generar en las élites blancas, incluso las de tendencia abolicionista, las fobias más radicales de esa minoría dominante en un país cuya población de color era predominante y se encontraba a pocas millas de Haití. Esas fobias son constitutivas de los discursos sobre la nacionalidad cubana y en buena medida atraviesan el orden de sus instituciones modernas, no solo esclavistas.

Sin embargo, nuestro acercamiento al pleito de María Antonia y a las disputas de Manzano, nos sitúa ante una problemática distinta, que tiene más bien que ver con el modo en que las instituciones –los regímenes normativos que ellas presuponen– reinscriben sus límites en la coyuntura de un cambio que trastoca la posición interpelada del otro ante la ley. Sin idealizar el juego de poder en que se inscribe el mimetismo –ni la subordinación que implica– la estrategia de Manzano en la escena de su entrada al espacio vedado de la escritura nos obligó a repensar la categoría de la interpelación, a cuestionar la constitución del sujeto como un simple efecto estructural de la institución que lo nombra; y, con el mismo movimiento, nos llevó a cuestionar una lectura bastante generalizada de Manzano que, subestimando el aspecto estratégico de la “identificación” mimética, ha tendido a reducir su agencia, la máquina de su “imbension”, a los efectos de una imitación pasiva que “suprime el ser” del esclavo[30]. Solo desde la perspectiva de un radical “possesive individualism”, como sugiere M. Taussig (Mimesis and Alterity. A Particular History of the Senses, 1993) podríamos subestimar la importancia de las estrategias miméticas en las dinámicas de la dominación (p. 97). Solo acobijados por la sombra del fantasma de la originalidad le exigiríamos a Manzano la voz de una diferencia “pura” o autónoma de la escena de la dominación en que Manzano se constituye –peligrosamente, para los amos– en sujeto de la escritura.

La cuestión del límite y la fobia del contacto

Además, ¿no habíamos señalado ya que la interpelación testimonial despliega el movimiento de la constitución del campo institucional en el momento mismo en que le pide a Manzano el relato de su vida? Ante la escena de ese doble movimiento especular ¿no deberíamos también enfatizar el mimetismo, el camuflaje de la institución, que en el pacto testimonial –en la solapada guerra contra la ley anterior– disimula su intervención y ventrílocuamente enuncia el nuevo sentido de su justicia desde el cuerpo marcado del otro? ¿No consigna el proyecto de incorporación de la palabra del esclavo al nuevo orden de la representación liberal –tanto en la tertulia delmontina como en las compulsivas imitaciones del habla dialectal en las ficciones de la lengua nacional que elaboran ansiosamente las novelas abolicionistas[31]– un impulso mimético al menos tan intenso como las apropiaciones de Manzano? Pensado como un doble movimiento especular, como un doble intercambio de prácticas y de uso, el proceso de la “identificación” del sujeto desborda la pregunta por el modelo o la prioridad, y nos sitúa nuevamente ante las estrategias y negociaciones que se despliegan en la escena. Digamos que en la interpelación –precisamente porque la escritura de Manzano no es pasiva– la institución que lo llama y que con su testimonio se funda tiene que rediseñar el trazado de sus límites y su política del contacto.

En su lúcida lectura de la Autobiografía, Antonio Vera-León (“Juan Francisco Manzano: el estilo bárbaro de la nación”, 1991) explora cierto desequilibrio desencadenado por el texto de Manzano en el interior del “canon” de la literatura nacional aún en vías de formación. En la escritura fonética de Manzano, Vera-León señala la cristalización de una “retórica del mestizaje” (p. 15) que conjugaba, en la superficie misma de su forma –escrita y oral– “una alianza o conspiración literaria desde donde negociar un lenguaje para narrar la nación” (p. 14). La incorporación de la palabra del esclavo respondía a la doble pugna del campo intelectual criollo que, por un lado, encontraba en el “estilo bárbaro” (p. 19) de Manzano –en el excedente de su oralidad– un mecanismo de diferenciación del canon metropolitano; campo intelectual criollo que, por otro lado, en el proceso de la incorporación de la palabra “otra” en la literatura, proyectaba la “domesticación [de la oralidad, signo de barbarie] en la escritura” (p. 19), en un intento disciplinario de contener las profundas contradicciones internas de la nación (futura), cruzada aún por los efectos de la esclavitud y la irreductible heterogeneidad racial. Con precisión Vera-León señala las nuevas contradicciones que desata la propia “alianza” que sitúa la emergente literatura nacional ante la “barbarie” de ese estilo que –si bien posibilitaba la especificación de la diferencia ante España– al mismo tiempo exponía la literatura al riesgo de la “desfiguración” (p. 19) de la escritura. De ahí las reiteradas revisiones a que ha sido sometida hasta nuestros días la escritura de Manzano: intentos letrados de retocar su escritura fonética, de ajustarla a las normas gramaticales de la institución. O, como señalara todavía años después Max Henríquez Ureña (Panorama histórico de la literatura cubana, 1963), intentos de “pasar en limpio ese texto, librándolo de impurezas” (p. 184).

La interpelación provoca en la institución la sospecha de que la respuesta del subalterno a su llamado, a su paradójica invitación al habla –en la reubicación del límite de la ley– resultaba en una escritura demasiado pegada al cuerpo, demasiado porosa y expuesta al riesgo de la contaminación. Esa sospecha constata la manifestación del síntoma de la institución, el nudo impensable –desde la institución– de que en lo más íntimo de su dominio la nueva ley incorporaba la negación de sí misma. En sus momentos más exasperados, la sospecha desencadena una intensa tropología de la pureza y el contagio y las consecuentes operaciones fóbicas de limpieza que, como señalara Mary Douglas en Purity and Danger (1969), remiten a una redistribución de las categorías de integridad y de mezcla en una coyuntura de reorganización social.

Más allá del texto de Manzano, y de la reacción literaria al mismo, esa tropología de la pureza y el contagio contribuye a reorganizar otras zonas del poder y a sobre determinar el modo en que sus instituciones (médicas, escolares, penitenciarias, etc.) –sobre todo a partir de la década de 1830– pensaron la reorganización del espacio público y la cuestión de los límites en una sociedad cambiante, profundamente marcada por la heterogeneidad racial e incluso lingüística. Para comprender el peso de la problemática de los límites y de su concomitante tropología de la pureza en los discursos fundadores de las instituciones modernas cubanas, habría que ver con detenimiento el impacto que tiene la devastadora epidemia del cólera de 1833 en el “imaginario” de las instituciones. Comprobaríamos, entre otras cosas, el desarrollo imperioso del discurso higiénico como paradigma que provee figuras, metáforas, para pensar diversos tipos de límites y contacto, más allá del territorio pertinente a la salud pública (Ramos, “A Citizen-Body. Cholera in Havana (1833)”, 1994b).

Por el momento digamos, para retomar la metáfora de la “limpieza” en la reacción de la institución literaria contra la escritura de Manzano, que el discurso higiénico marcó intensamente el pensamiento de los intelectuales sobre el contacto etno-lingüístico, según comprueban los deslices en el siguiente comentario del novelista Anselmo Suárez y Romero (“Vigilancia de las madres”, 1859) –el primer “transcriptor” de Manzano– sobre el efecto nocivo de las nodrizas negras y mulatas en la “lengua castiza”:

La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya, porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. [La] palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más escuchamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad cándida de la infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se les acerca, así reproduce lo que se le presentó por modelo. […] Ahí se nos inspiran ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y creciendo después, convierten en inútil o vituperable nuestra vida; ahí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores (p. 23).

De ahí que la compulsión a revisar el manuscrito de Manzano, los reiterados intentos de ordenar su prosa “caótica y desaliñada” como condición de entrada a la institución, inmediatamente se deslice en la operación metafórica de “limpiar” sus “impurezas”. Esa compulsión remite, nuevamente, a la cuestión de la porosidad y maleabilidad de una escritura constituida en la reubicación del límite de la institución, en esa zona de negociaciones donde la literatura, en su pugna con la legalidad del orden colonial y esclavista, postula el derecho del otro a ocupar un sitio en el orden de la ciudadanía: la inscripción de su palabra en el orden de la representación. La zona de contacto, en los márgenes de la institución –en el testimonio que la constituye al reinscribir sus nuevos límites– es recorrida por una energía tan necesaria para la demarcación del territorio como peligrosa. Como señala Douglas (Purity and Danger, 1969), “all margins are dangerous. If they are pulled this way or that the shape of fundamental experience is altered. Any structure of ideas is vulnerable at its margins” (p. 121).

Por ello, para la antropóloga británica, las fronteras del cuerpo, sus orificios, sus secreciones, son el objeto de una operación simbólica particular que convierte el cuerpo en una figura clave para el diseño del espacio social y de los modelos de integridad, de límites, de transmisión y de comunicación que rigen el imaginario de sus instituciones, sobre todo en la coyuntura de transformaciones profundas.

En el contexto específico de una sociedad pluriétnica como la cubana, no es casual que los discursos que se plantearon la tarea de proyectar la “integración” nacional sintomáticamente reaccionaran al contacto ineluctable que la reubicación de los límites implicaría. El miedo a la mezcla recorre la escena testimonial y sobredetermina luego el ambiguo rol que la ficción narrativa cumple en la elaboración de esos discursos. Como el testimonio de Manzano, la novela –género híbrido por excelencia– era un suplemento tan necesario como peligroso para los discursos de la “homogenización” nacional. Si bien contribuía, con el don prospectivo de la ficción, a pensar las condiciones que harían posible la transformación del esclavo en ciudadano, en sujeto de una ley más justa, en hablante de una lengua nacional más democrática, la novela –como el testimonio de Manzano– situaba al poder en una zona arriesgada de contacto y porosidad.

Literatura y ficciones del derecho

Según sugerimos al comienzo de este ensayo, la literatura moderna se instaura en ese umbral donde recorre los diferendos del orden jurídico-simbólico (esclavista) desde un nuevo sentido de la justicia; es decir, desde la elaboración de la ficción del derecho (liberal) futuro.

En su notable exploración del proceso de jurisgenesis, inspirado en parte por los debates contra el positivismo legalista en el campo de los “critical legal studies”. Robert M. Cover (“The Supreme Court. 1982 Term. Foreword: Nomos and Narrative”, 1983) enfatiza el rol de la narrativa en la construcción del “universo normativo” que garantiza la producción del sentido en las instituciones formales de la ley (p. 4). Para Cover:

La ley puede ser comprendida como un sistema de tensiones o como un puente que conjuga un concepto de lo real con una alternativa imaginaria; es decir, como la articulación entre esos dos niveles del asunto, cuya significación normativa solo puede ser representada plenamente mediante dispositivos narrativos. De allí que uno de los elementos constitutivos del nomos consiste en lo que George Steiner denomina la “alteridad”: “lo otro del caso” [“the other than the case”] […]. El concepto del nomos, en tanto mundo-de-ley, implica por un lado la aplicación de la voluntad humana a un estado actual de las cosas, así como la perspectiva hacia nuevas visiones de futuros alternativos. El nomos es un mundo normativo constituido por el sistema de las tensiones entre la realidad y la visión (p. 9; mi traducción).

Irreductible a la codificación del derecho, o a la administración del mismo en el aparato legal, el discurso de la ley cristaliza –y pugna por resolver, en el devenir de sus transformaciones– esa tensión matriz entre la institucionalidad existente y la proyección de una justicia futura. Para Cover, la narrativa es el lugar donde se elabora, en el presente mismo de las instituciones existentes, la ficción del futuro que trabaja, mediante el gesto prospectivo, las zonas impensables de la institución “formal” que en ese sentido nunca puede dar cuenta de la pluralidad de las legitimidades que circulan y pugnan en el campo de las contradicciones sociales. De ahí que el “nomos no requiera necesariamente de un estado [de las instituciones formales de la ley], y que la creación del sentido jurídico –la jurisgenesis– siempre tenga lugar en un medio esencialmente cultural” (p. 11; mi traducción).

En su debate contra el positivismo, Cover intenta oponer el sentido jurídico a la organización social y la administración de la ley (p. 18) con lo cual reduce la función del estado a las prácticas administrativas del “control social” que ejercen las “instituciones formales”. El debate lo lleva, asimismo, a reclamar una autonomía radical para las prácticas simbólicas que generan el nomos en la zona “esencialmente cultural” que Cover opone a las instituciones del Estado:

Tal dicotomía, manifiesta en las culturas folclóricas y clandestinas [underground] incluso en las sociedades más autoritarias, es particularmente visible en la sociedad liberal que renuncia al control de la narrativa. El carácter incontrolado del sentido ejerce un efecto desestabilizador sobre el poder. Es decir, los preceptos deben tener sentido, pero necesariamente abstraen ese sentido de materiales creados por prácticas sociales que no están sujetas a las normas que condicionan la legislación y la producción formal de las leyes (p. 18; mi traducción).

La crítica al positivismo sitúa a Cover en una tajante oposición entre el Estado y esa especie de sentido salvaje que la práctica simbólica desata en el exterior de la institución. Acaso podría pensarse que la articulación de ese sentido –en la ficción del derecho– es constitutiva de la institución, en tanto función de las creencias, relatos, procesos de identificación e interpelación de los sujetos que intervienen incluso en las operaciones aparentemente más “formales” de la administración o del control social. Además, según hemos argüido a lo largo de este trabajo, la producción del sentido que Cover opone al poder circula mediante la intervención de otras instituciones culturales, sobre todo la literatura, en sociedades secularizadas. En todo caso, el trabajo de Cover manifiesta las posibilidades abiertas por el contacto entre el análisis del discurso y los debates sobre la interpretación y la constitución de la “verdad” jurídica.

En el relato de María Antonia Mandinga –en el recorrido de su palabra por los canales de un aparato judicial que no era aún capaz de dar crédito a su sentido– ubicamos una de las “verdades” impensables de la ley esclavista. Señalamos también que la larga trayectoria de su desafío, en el pleito que se prolonga por más de medio siglo, se nutría de las contradicciones internas de los presupuestos interpretativos de un orden judicial que, entre otras tensiones, evidenciaba un progresivo desequilibrio entre las categorías del derecho natural del esclavo y el derecho de propiedad del amo. Pero, de igual modo, sugerimos que las tensiones internas de la institución no podían dar cuenta de las transformaciones cristalizadas por la resolución de la disputa en favor de Juan Lorenzo –el hijo de María Antonia– en la década de 1860. Más allá de este caso en particular, propusimos que el proceso de constitución del esclavo en sujeto de la “verdad”, en sujeto de derecho (al testimonio) en el orden de la representación liberal, implicaba la intervención de otro discurso que operaba sobre los límites de la institución jurídica, reubicando el campo de su territorio y proyectando la redefinición de la ciudadanía. La literatura se instituye con la intervención en los límites del orden jurídico-simbólico de la esclavitud, trabajando la peligrosidad de sus márgenes, proponiendo categorías para la solución de los diferendos generados por la pluralidad de las legitimidades y, sobre todo, explorando las condiciones que harían posible la subjetivación de los esclavos: la interpelación de los sujetos en una nueva red de dominación e identificación. Allí, en el cielo de la lengua nacional cubana, la escritura de Manzano brilla como una estrella errante y, al final del relato, cimarrona[32].


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[1] La primera versión de este trabajo fue presentado en el homenaje a Angel Rama coordinado por Beatriz González-Stephan y Javier Lasarte en la Universidad Simón Bolívar en 1993. Se publicó luego en J. Ramos, Paradojas de la letra, Caracas y Quito, Excultura y Universidad Andina Simón Bolívar, 1996, pp. 37-70.

[2] En adelante me referiré al “Extracto del alegato”. El texto se encuentra entre los papeles de Bachiller y Morales en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, en La Habana. Mi profundo agradecimiento a los encargados de la Sala y a los investigadores de la Biblioteca, especialmente Araceli García Carranza y Zoila Lapique. El historiador Carlos Venegas Fornias me estimuló a que siguiera las pistas del pleito de María Antonia y orientó mi búsqueda en el Archivo Nacional. Dejo también constancia del apoyo de la Social Science Research Council, cuya beca en el otoño de 1993 me permitió concluir esta parte de mi investigación sobre el siglo xix cubano en la Biblioteca, en el Archivo Nacional y en el Archivo Municipal de Trinidad.

[3] Los detalles de la expedición y el contrabando se encuentran en el Archivo Nacional de Cuba, Fondo de la Junta de Fomento de la Isla de Cuba, Negociado de Negros, expediente 363, legajo 150, número 7406 (JF, 363 en adelante).

[4] Las referencias básicas a la legislación esclavista vigente en la Cuba colonial se encuentran en José María Zamora y Coronado (Biblioteca de legislación ultramarina en forma de diccionario alfabético, 1845, tomo III).

[5] Así declara el representante de Irarragori en La Habana ante la Junta de Gobierno presidida por el Marqués de Someruelos, Gobernador y Capitán General: “Fue pues el caso éste: Celebrando los franceses en uno de los días después de dicho apresamiento [del bergantín inglés] cierto festín, se excedieron en la gula, y acalorados con los [ilegible] de ella se descuidaron en la custodia de los negros; quienes valiéndose de la ocasión abrieron la escotilla de la bodega del barco apresado, sacaron aguardiente, bacalao y demás comestibles, y de consiguiente incurrieron en el propio exceso de la gula en términos que rompiendo el [ilegible] que dividía los sexos, se mezclaron unos con otros. Luego que los franceses notaron este desorden, empezaron a descargar sobre los negros con la mayor furia, golpes con palos, sables, y con cuanto encontraban a mano, resueltos a acabarlos y a echarlos al mar, como lo ejecutaron con uno, que lo arrojaron vivo, el mismo que [ilegible] de la guerra presentada. Viendo Irarragori la trágica suerte que iban a experimentar los negros, se compadeció sobre manera; y así como por un efecto de humanidad había interpuesto desde el apresamiento sus ruegos con el capitán del Corsario [intervino para salvar a los negros, venciendo a los franceses]” (JF, 363).

[6] Véase Francisco de Arango y Parreño (Obras, 1952). Años después Arango se declararía en contra de la esclavitud.

[7] No-sujeto con respecto a las categorías del derecho de la persona en el orden jurídico esclavista. Esto no significa, por supuesto, que María Antonia no tuviera identidad. Jurídicamente, sin embargo, su existencia se definía aún principalmente como el objeto de la propiedad del amo, como un “objeto legal”. La legislación esclavista colonial se basaba en la tradición de Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio (1972 [1807]) que, sin impedir la esclavitud, la concebía “contra razón de natura”, y le garantizaba al esclavo ciertos derechos básicos de seguridad física e incluso propiedad (pp. 57-85). Véase también José Antonio Doerig (“La situación de los esclavos a partir de Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio”, 1966). Asimismo, es importante notar que desde fines de siglo xviii los debates sobre el estatuto jurídico del esclavo establecían una distinción fundamental entre el derecho del amo sobre su propiedad, por un lado, y el derecho natural del esclavo, por el otro. Ese debate abre una fisura clave en la categoría del sujeto, su relación con el cuerpo y la propiedad. El debate registra la inestabilidad interna en el orden jurídico que hace posible una disputa como la de María Antonia. El debate recorrerá luego tanto los reclamos abolicionistas como las defensas de la esclavitud hasta la abolición en 1886. Todavía la Condesa de Merlin (Los esclavos en las colonias españolas, 1841) reinscribe la posición esclavista: “[s]i la trata es un abuso insultante de la fuerza, un atentado contra el derecho natural, la emancipación sería una violación de la propiedad, de los derechos adquiridos y consagrados por las leyes, un verdadero despojo” (p. 2). Para una reflexión sobre los debates en torno al derecho natural en la historia de la filosofía del derecho, véase Ernst Bloch (Natural Law and Human Dignity, 1978).

[8] En el orden colonial, los primeros pasos hacia la representación jurídica de los esclavos se dieron mediante la intervención de este funcionario: “El Síndico Procurador de un pueblo es el constituido protector de ESCLAVOS [sic]. Debe ejercer tan noble encargo con la prudencia necesaria que concilie los justos derechos de los amos, y el deber del trato suave, racional y cristiano, que recomiendan nuestras leyes se dispense a los siervos, y con que efectivamente se les considera, hasta merecer por ello de los extrangeros muy distinguidos, elogios a la sabiduría de la legislación española. En el ejercicio de esta protección desempeña una especie de magistratura de avenencia, muy saludable para cortar el vuelo a pretensiones y demandas muchas veces temerarias e hijas de estúpida ignorancia, y persuadir en otras a los dueños (con discreta reserva y el debido miramiento a que no se menoscaben sus fueros dominicos), los acomodamientos que dicten la razón y justicia de cada caso, sin consentir por sentado, se les mantenga privados del servicio de sus esclavos a presto de quejas, más que el tiempo debido para la averiguación o giro, que haya de recibir el negocio. […] No habiendo conformidad se ocurre al tribunal de justicia a ventilar la cuestión judicialmente pero con la sencillez de trámites repetidamente encargada para semejantes demandas, en que de avenidor pasa el síndico a ser un verdadero representante del esclavo en su concepto justamente querelloso” (Zamora y Coronado, Biblioteca de legislación ultramarina, tomo VI, 1846, p.463). La representación de los esclavos mediante la intervención del síndico procurador cobraría mayor importancia en la segunda mitad del siglo xix. Véase Bienvenido Cano y Federico Zalba (1875).

[9] Hasta bien entrado el siglo xix, el orden jurídico mantuvo una relación fundamental con el orden gramatical y lingüístico: hablar bien era una de las condiciones para la enunciación de la verdad jurídica; de ahí, por el reverso de la trama, la insistencia en el mal decir como marca de la delincuencia. La producción y distribución de la verdad estaba regulada por la economía de una lengua administrada que cristalizaba, en la disposición del orden gramatical, el modelo de la racionalidad y la moral pública. En ese sentido, son reveladores los debates sobre la educación gramatical entre los miembros de la Sociedad Patriótica de La Habana (luego Sociedad Económica de Amigos del País) desde 1796 (ver José Agustín Caballero, Papeles inéditos). También en los escritos de Andrés Bello aparecen numerosos ejemplos de la importancia de la corrección gramatical como condición de la ciudadanía y la moral pública. Exploro este tema con más detenimiento en “Faceless Tongues: Language and Citizenship in Nineteenth-Century Latin America” (1994a); y en “El don de la lengua: discurso y poder en el siglo xix” (1996a).

[10] Sobre la Ley Moret y los antecedentes jurídicos y sociales del paso al trabajo asalariado y a la abolición, véase el libro fundamental de Rebecca J. Scott (Slave Emancipation in Cuba. The Transition to Free Labor, 1860-1899, 1985).

[11] Mary L. Pratt (Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, 1992): “By using the term ‘contact’, I aim to foreground the interactive, improvisational dimensions of colonial encounters so easily ignored, or suppressed by diffusionist accounts of conquest and domination. A ‘contact’ perspective emphasizes how subjects are constituted in and by their relations to each other. It treats the relations among colonizers and colonized, or travelers, not in terms of separateness or apartheid, but in terms of copresence, interaction, interlocking understanding and practices, often within radically asymmetrical relations of power” (pp. 6-7). Por otro lado, nos referimos aquí al contacto en los límites de la institución jurídica, donde nos resulta imposible idealizar las “improvisaciones” y el intercambio de prácticas entre el dominado y la ley. Ahí la interacción se encuentra sobredeterminada por la formalidad del aparato judicial y, por lo tanto, no tiene el mismo espacio que en la dinámica de los viajes coloniales que analiza Pratt.

[12] En su espléndido análisis del proceso “transmigratorio” del tabaco colonial y su lenta incorporación a la cultura metropolitana, Ortiz invierte el mapa con que tradicionalmente se había representado el flujo de la dominación colonial. En vez de situarse ante el recorrido de un objeto cultural de la metrópoli a la colonia, Ortiz le da la vuelta a la cuestión metafísica del origen y se pregunta por las transformaciones que opera el objeto colonial, con su demoníaco aroma nativo, en su transmigración a Europa. Se pregunta sobre los cambios que tienen que sufrir las instituciones metropolitanas antes de incorporar y legitimar el dulce vicio americano. Nos inspira aquí, más que los particulares de su historia del tabaco, la paradigmática estrategia irónica de Ortiz ante el mapa etnográfico de la dominación.

[13] Le agradezco a mi colega alfonsinista de Berkeley, Jerry Craddock, esta y otras referencias bibliográficas sobre los antecedentes alfonsinos del legado colonial esclavista. En Torture and Truth (1991), P. duBois explora el sentido de la palabra griega basanos, que designaba tanto la piedra en que se examinaba la pureza del oro, como la tortura que extraía la verdad “pura” del cuerpo del esclavo. En tanto condición de la verdad del testimonio, la tortura, según duBois, diferenciaba al amo del esclavo: “the master possesses reason, logos. When giving evidence in court, he knows the difference between truth and falsehood, he can reason and produce true speech, logos, and he can reason about the consequences of falsehood: the deprivation of his rights as a citizen. The slave, on the other hand, possessing not reason, but rather a body strong for service […] must be forced to utter the truth, which he can apprehend, although not possessing reason as such. Unlike an animal, a being that possesses only feelings, and therefore can neither apprehend reason, logos, nor speak, legein, the slave can testify when his body is tortured because he recognizes reason without possessing it himself” (pp. 65-66).

[14] La bibliografía teórica sobre la problemática relación entre la ficción y el derecho es amplia. Véase, de entrada, J. Derrida (“Kafka: Ante la ley”, 1984); y J. Ludmer (El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, 1988). También nos ha resultado valiosa la lectura que propone Drucila Cornell (The Philosofy of the Limit, 1992) de Levinas y Derrida, y su análisis de la función ética en la interpretación jurídica. El trabajo de Cornell nos remitió al importante ensayo de Robert M. Cover (“The Suprem Court. 1982 Tenn. Foreword: Nomos and Narrative”, 1983), que sintetiza muchos de los debates en torno a la narrativa y la ficción en el campo norteamericano de los “critical legal studies”. Discutimos el texto de Cover en las páginas finales de este ensayo. Muchos textos en el campo de los estudios jurídicos contemporáneos remiten, como punto posible de partida, al trabajo clásico de Ernst H. Kantorowicz (The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology, 1957) sobre el peso de la metáfora corporativa de los “dos cuerpos del rey” en la jurisprudencia medieval. Ahí Kantorowicz ya insistía en la importancia del “teorema” de los dos cuerpos del rey en tanto “heuristic fiction which served the lawyers at a certain time to ‘harmonize modern with ancient law’, or to bring into agreement the personal with the more impersonal concepts of government” (p. 5). Véase también Enrique E. Mari (“Teoría de las ficciones”, 1987); y P. Legendre (“Los amos de la ley”, 1987). Ambos, historiadores del Derecho y lacanianos, plantean la producción de la ley como una “ficción fundadora” (Legendre, citado por Mari, p. 17) que presupone la movilización de creencias y la identificación amorosa en que se sostiene el poder.

[15] Decimos interpelar en el sentido más literal de la palabra: el gesto de una autoridad que nombra a un sujeto y lo compele, en este caso, a contar el relato de su propia vida. La interpelación nombra, y al nombrar constituye al sujeto en una red de identificación especular y de reconocimiento. Ese proceso de subjetivación es, según Althusser (Ideología y aparatos ideológicos del Estado, 1974 [1970]), el rasgo distintivo de la ideología y su relación con las formas modernas de dominación: “la categoría del sujeto es constitutiva de toda ideología solo en tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la ‘constitución’ de los individuos concretos en sujetos” (p. 64): “toda ideología interpela a los individuos concretos como sujetos concretos, por el funcionamiento de la categoría del sujeto. […] Sugerimos entonces que la ideología ‘actúa’ o ‘funciona’ de tal modo que recluta sujetos entre los individuos (los recluta a todos) o ‘transforma’ a los individuos en sujetos (los transforma a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación […]” (p. 66). No entraremos en la conocida crítica a la categoría de la “ciencia” en Althusser; concepto que lo lleva a postular –en la mejor tradición de la crítica ilustrada a las creencias– la posibilidad de un saber (i. e. la dialéctica materialista) capaz de superar las trampas de la subjetivación ideológica. Pero aún nos parece útil su concepto de la interpelación en tanto proceso de identificación que somete y transforma la experiencia concreta del individuo al constituirlo en sujeto –en el doble sentido de la palabra– de una ley. Luego retomaremos la reflexión sobre esta categoría que, por otro lado, en Althusser, tiende a reducir la subjetivación a un proceso de identificación especular centrado, como dice él mismo, en la repetición de la imagen de un “Sujeto Absoluto que ocupa el lugar único del centro” (p. 77) de la identificación. Digamos por ahora que Manzano es interpelado, que entra al circuito del discurso letrado, y que allí es constituido en “autor”, no por su acto autónomo o independiente, sino en respuesta a la interpelación; pero que asimismo su posición en ese circuito “especular” no repite simplemente el “referente” de un Otro poderoso, sino que inevitablemente desubica y desajusta la imagen misma de la autoridad letrada que lo interpela al habla.

[16] Del Monte le pide la autobiografía a Manzano en 1835. Del Monte incluye luego la primera parte del relato (la segunda, aludida por Manzano al final de la que conocemos, se extravió) en el dossier de materiales sobre la esclavitud en Cuba que prepara en 1838 para Richard R. Madden, representante del gobierno británico en el Tribunal Mixto de Justicia para asuntos de la trata y libertos. Madden publica la primera edición de la Autobiografía (que en español permanece inédita hasta 1937), su traducción o versión en The Life and Poems of a Cuban Slave en Londres (1840), tras haber utilizado el testimonio del esclavo como base de sus argumentos abolicionistas en un congreso internacional contra la esclavitud.

[17] Antes de la redacción de la Autobiografía, Manzano había publicado dos poemarios: Poesías líricas (1821) y Flores pasajeras (1830). En 1842 publica su tragedia en cinco actos, Zafira. Véase Juan Francisco Manzano (Obras, 1972). Todas nuestras referencias a la Autobiografía parten de esta edición que reproduce la que preparó José Luciano Franco en 1937; esta fue la primera edición del manuscrito de la Autobiografía que se encuentra entre los papeles de Anselmo Suárez y Romero en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional. Roberto Friol detalla la historia de las obras de Manzano e incluye otros textos inéditos o desconocidos en su importante Suite para Juan Francisco Manzano (1977). Véase también la introducción de Iván Schulman a su edición de la Autobiografía de un esclavo (1975, pp. 13-54).

[18] En términos de la tesitura testimonial del discurso de Manzano, más allá de la Autobiografía, conviene recordar sus intervenciones (interpeladas) en los juicios contra los supuestos conspiradores de La Escalera en 1844, parcialmente reproducidas por Friol (Suite para Juan Francisco Manzano,1977, pp. 188-209); y en especial la extensa carta del liberto a Rosa Alfonzo, esposa de Domingo del Monte, quien también había sido acusado de conspirador, en la que Manzano enfatiza su rol como testimoniante que prueba la inocencia de su protector: “despues de aber pasado por el consejo de guerra mas rigido que allí se selebró […] fui puesto en plena livertad, con gozo aplauso y admiración de la mayor parte de sus abitantes que no hubieran dado una contra abellanos por mi vida ¡tales eran los rumores que corrian! este consejo fue como en Roma, publico, toda la juventud del foro y del comercio ha concurrido a presenciar este acto, y era tanta la impaciencia que tenian por conocerme […]” (Obras, 1972, p. 92; énfasis mío). Iván Schulman generosamente me remitió a esta importante carta, cuyo manuscrito, firmado por Manzano, consulté entre los papeles de Del Monte en la Sección de Manuscritos en la Biblioteca del Congreso en Washington, D. C.

[19] Manzano escinde y multiplica la figura de la ley en varios momentos claves de su Autobiografía: “Ocurrió una vez qe. estando yo muy majadero me sacudió, mi padre pero resio; súpolo mi señora y fue lo bastante pa. qe. no lo quisiera ver en muchos días, hasta qe. a instansia de su confesor, el padre Moya, Religioso de Sn. Franco, le bolvió su grasia después de enseñarle aquel apelar a los derechos de padre qe. a mi le correspondian como a tal y los que a ella como a los de ama, ocupando el lugar de madre […]” (p. 5). La pugna entre diferentes fuentes de autoridad le da al esclavo cierto espacio de agencia y autodefensa. Boaventura de Sousa Santos (“Una cartografía simbólica de las representaciones sociales. Prolegómenos a una concepción posmoderna del derecho”, 1991) enfatiza la coexistencia y tensión entre la pluralidad de legitimidades que siempre atraviesan el campo de la ley.

[20] Pierre Clastres señala en “Of Torture in Primitive Societies” (1987): “No one is meant to forget the severity of the law. Dura lex sed lex. Various means have been devised, depending on the epoch and the society, for keeping the memory of that severity ever fresh. […] For, in its severity, the law is at the same time writing. Writing is on the side of the law, the law lives in writing; and knowing the one means that unfamiliarity with the other is no longer possible. Hence all law is written; all writing is an index of law. This is one of the lessons to be drawn from the procession of history’s great despots, all the kings, emperors, and pharaons, all the Suns who were able to impose their Law on the peoples under them: everywhere and without exception, the reinvented writing directly bespeaks the power of the law, be it engraved in stone, painted on animal skins, or drawn on papyrus” (p. 177). Y procede a comentar la “triple alianza” entre la ley, la escritura y el cuerpo en La colonia penal, en la cual la máquina del castigo escribe su sentencia –honrarás a tus superiores– sobre la piel legible del prisionero. Pero habría que señalar un cuarto elemento que interviene en La colonia penal: la figura del explorador, quien habla la lengua de la civilización moderna (el francés) y observa el arcaísmo del dispositivo punitivo desde una marcada distancia, abriendo precisamente la perspectiva de una forma de poder que no aparece allí representada, pero que opera como el presupuesto que sostiene la distancia, la extrañeza del explorador ante la máquina de tortura. El explorador es la figura de un poder moderno y el relato de Kafka una reflexión sobre los orígenes de una nueva ley, sobre el paso de un orden basado en la tortura a otro para el cual la tortura es una forma arcaica de dominación. Ese es, para Michel Foucault, el paso de la tortura a la disciplina y la subjetivación; véase La verdad y las formas jurídicas (1983, pp. 91-114); y Discipline and Punish. The Birth of the Prison (1979).

[21] Con frecuencia Manzano reflexiona sobre su carácter “tasiturno y melancolico” (p. 13) y su “melancolico estado” (p. 30). Sobre su joven esposa, le escribe a Del Monte en 1835: “los versos que ella componia eran antes tiernos y amorosos, y ahora son melancolicos, yo adivino la causa por mas que se empeña en ocultarmela, es poetisa y el alma del poeta se ve en sus rimas” (p. 88). Por su parte, tras la revisión del manuscrito de Manzano, Suárez y Romero le escribe a Del Monte que había intentado mantener “la melancolía con que fue escrito” (Papeles de Suárez y Romero en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, p. 297; carta del 20 de agosto de 1839). La melancolía es un valor en la economía de la verdad del texto y su circulación.

[22] La lírica instituye un sujeto de la posesión. Conviene recordar la poesía del esclavo de Trinidad, Mácsimo Hero de Neiba [seud. de Ambrosio Echemendía], autor de un poemario poco conocido fuera de Trinidad: Murmurios del Tayaba. Poesías (1865). El poemario comienza con la siguiente defensa de los derechos de propiedad intelectual:

Si algún prójimo se atreve

A reimprimir esta obra.

Razón en la Ley me sobra

Para que el castigo lleve.

En el siglo diez y nueve

Está de moda abusar,

Pero si hallo un ejemplar

Que no acompañe mi firma,

Esto el fraude me confirma

Y juro le ha de pesar.

Sobre la relación entre la poesía y la libertad añade:

Al publicar mis pobres concepciones.

Manumitirme solamente espero;

Por eso ruego abiertas suscriciones.

Le agradezco a Barbarita Venegas, bibliotecaria en la Biblioteca Municipal de Trinidad, la referencia al libro y el acceso a una copia del mismo.

[23] John Locke (The Second Treatise of Government, 1952 [1690]): “every man has a property in his own person; this nobody has any right to but himself. The labor of his body and the work of his hands, we may say, are properly his” (p. 17).

[24] Richard R. Madden sobre Manzano (“Preface”, 1981): “I am sensible I have not done justice to these Poems, but I trust I have done enough to vindicate in some degree the character of negro intellect, at least the attempt affords me an opportunity of recording my conviction, that the blessings of education and good government are only wanting to make the natives of Africa, intellectually and morally, equal to the people of any nation on the surface of the globe” (p. 37).

[25] Althusser (Ideología y aparatos ideológicos del Estado, 1974 [1970]) nota lo siguiente sobre la encarnación en la ideología cristiana: “Dios necesita pues ‘hacerse’ hombre él mismo, el Sujeto necesita convertirse en sujeto, como para demostrar empíricamente, de manera visible para los ojos, tangible para las manos (véase Santo Tomás)” (p. 77). Véase también De Certeau (Heterologies. Discourse on the Other, 1986, pp. 75-76).

[26] La nueva política del cuerpo es un aspecto de lo que Manuel Moreno Fraginals (1978) ha llamado la época del “buen tratamiento” de los esclavos a partir de la década de 1840. Respondía, según Moreno, a la necesidad de cuidar más la mano de obra en una época en que se incrementa el mercado del azúcar y en que subía dramáticamente el valor de los esclavos, en parte por las dificultades de la trata, que ya era ilegal. En esta época se publica el primer manual médico sobre enfermedades de esclavos en Cuba de Honorato Bernard de Chateausalins (El vademécum de los hacendados cubanos, 1854). Aunque no circuló en el siglo xix, el médico de la casa del Marqués de Peñalver, el español Francisco Barrera y Domingo, escribió tres notables volúmenes sobre la condición médica de los esclavos en 1798: Reflexiones histórico físico naturales, médico quirúrgicas. Prácticos y especulativos entretenimientos acerca de la vida, usos, costumbres, alimentos, bestidos, color y enfermedades a que propenden los negros de África, venidos a las Américas. Breve análisis de los reinos mineral, vegetal y animal. Es muy notable cómo Barrera construye el espacio de la subjetividad médica del esclavo, en un libro que comienza como un tratado de historia natural y zoología y que sin embargo progresivamente abre el espacio a un acercamiento antropológico a la sicología de los esclavos: Barrera se interesa mucho por la “nostalgia” como una causa principal del alto índice de suicidio entre los esclavos, quienes al quitarse la vida esperaban volver al país natal. El manuscrito se encuentra en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional. Habría que reflexionar más sobre la relación entre la consolidación del régimen de la sanidad y la salud pública en la década del treinta y el proyecto de subjetivación como nueva política del cuerpo y la dominación. En la Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba (1946 [1832]), de José Antonio Saco, por ejemplo, encontraríamos el papel fundamental que la “cultura” cumple en la construcción del cuerpo disciplinado del ciudadano ideal, “purgando nuestro suelo de la plaga que hoy la infecta [i.e. la vagancia]” (p. 44). El resultado sería un cuerpo administrado por la “moralidad de los individuos” (p. 49). Doble economía, la de ese cuerpo sano y dispuesto al trabajo, y asimismo capaz de juzgar sus propios actos, incorporando la verdad de la ley y la moral.

[27] No he logrado encontrar ninguna ley colonial que prohibiera explícitamente la escritura de los esclavos. La “Real Cédula e Instrucción Circular a Indias del 31 de mayo de 1789 sobre la educación, trato y ocupación de los esclavos” decreta: “La primera y principal ocupación de los esclavos debe ser la agricultura y demás labores del campo, y no los oficios de la vida sedentaria” (Zamora y Coronado, tomo III, p. 132). Desde el siglo xvii varias cédulas prohibían que los negros o libertos de color ocuparan el cargo de escribanos. Ver “Real Cédula disponiendo que los mulatos y mestizos no pueden ejercer oficios de notarios ni escribanos” (16 de agosto de 1628 y 3 de octubre de 1646).

[28] Además del trabajo de Bhabha sobre las estrategias miméticas en el colonialismo, sobre el mimetismo y la simulación, ver Philippe Lacoue-Labarthe (Typography. Mimesis, Philosophy, Politics, 1989).

[29] Sobre la ambivalencia constitutiva de los estereotipos, ver Homi K. Bhabha (“The Other Question. The Stereotype and Colonial Discourse”, 1983).

[30] William Luis (“La novela antiesclavista: texto, contexto y escritura”, 1981): “Psicológicamente, [el esclavo] tenía que suprimir su ser y convertirse en otra persona para poder escribir sobre su condición, desde la estética blanca, la única estética. El negro tenía que involucrarse dentro de un sistema lingüístico que por definición es cerrado. El español era una lengua foránea e impuesta que excluía su propia cultura. Para escribir, tenía que participar dentro de su estructura rígida que le obligaba a pensar con palabras cargadas por determinadas definiciones y con expresiones y conceptos prefigurados por la cultura dominante” (p. 114). ¿Cuál podía ser, en la Cuba del xix, la otra lengua de un esclavo doméstico, mulato, hijo de criollos? La lengua de Manzano es inevitablemente la lengua dominante, lo que a su vez nos obliga a pensarla como una lengua escindida por inflexiones, por las posiciones que pugnan en la escena de la dominación, más que como una estructura fija o cerrada. Esto nos llevará enseguida a la cuestión del contacto y la porosidad de la “estética blanca”, que ya en la década del treinta, como sugerimos antes, se define en parte por la interpelación del testimonio, y que asimismo tiene que negociar, en el marco de un nuevo modo de subordinación, los límites del espacio con el nuevo sujeto.

[31] Sobre las novelas abolicionistas como ficciones que exploran la construcción de la lengua nacional, véase mi trabajo “Cuerpo, lengua, subjetividad” (1996b).

[32] Así concluye la Autobiografía: “cuando iva a andar pa. retirarme de la casa oi una bos qe. me dijo Dios te lleve con bien arrea duro yo creia qe. nadien me beia y todos me ogserbaban pero ninguno se me opuso como lo supe después” (p. 45).

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A propósito de #MeToo, cancel culture y las políticas de exhumación

Por: Analía Gerbaudo*

Las lecturas del presente al respecto del arte –y, en específico, de la literatura– vuelven a traer una pregunta largamente transitada por distintas tradiciones críticas: ¿se puede disociar la obra del autor? Esa pregunta es, también, el título del último libro publicado por la socióloga francesa, discípula de Pierde Bourdieu, Gisèle Sapiro. Aquí, Analía Gerbaudo* reconstruye las reflexiones de la socióloga sobre los límites de la autonomía del campo literario respecto de la moral y de la ideología, y de la responsabilidad de lxs escritores frente a su obra. El recorrido trazado por Gerbaudo ilumina los modos en que Sapiro interviene para llamar la atención sobre la construcción de figuras de escritor y de obras que se valen del odio como marca distintiva. El texto de Sapiro “Traición nacional: los juicios de depuración”, que Gerbaudo introduce aquí, se inscribe en el marco de esas reflexiones.


¿Se puede disociar la obra del autor? Esta pregunta, usada como título en el último libro publicado por la socióloga francesa, discípula de Pierre Bourdieu, Gisèle Sapiro (de próxima aparición en español con traducción de Violeta Garrido), atravesó sus investigaciones desde 1999 hasta el presente. Si en Las reglas del arte, Bourdieu se interrogó respecto de la “autonomía relativa” del campo literario francés frente a las constricciones del mercado, en 2011, en su monumental La responsabilité de l’écrivain. Littérature, droit et morale en France (XIXe – XXIe siècle), Sapiro volvió sobre el mismo campo para interrogar los límites de su autonomía respecto de la moral y de la ideología: “La historia estructural pone en relación los factores de transformación del espacio social (demografía, economía, escolarización, etc.) con la evolución de los diferentes campos que lo componen; aquí, el derecho y la literatura”, aclara Sapiro en la “Introducción” a ese monumental trabajo de archivo que, vía el estudio de juicios célebres (entre otros, a Béranger, Courier, Flaubert, Baudelaire, a los intelectuales colaboracionistas) hace trastabillar no solo la fantasía de que el escritor “pueda decirlo todo” sino también el mandato de que “deba decirlo todo”. Según las morales de la época, el silencio es sancionado tanto como el exceso, si bien el primero no está asediado por el fantasma de un proceso penal, aunque sí por la condena simbólica.

Sapiro advierte que estas tensiones alrededor del rol social del escritor, de sus deberes y de sus derechos que se expresan en los defensores del “arte por el arte”, por un lado, y en los del arte “comprometido”, por el otro, se ponen de manifiesto en los juicios contra los “hombres de letras”. A esto obedece que su investigación haga foco en estos episodios. En la síntesis de esta investigación adaptada al formato de libro cartonero retoma especialmente los juicios a los colaboracionistas (ver Castigar la violencia de las palabras. Los juicios a los intelectuales franceses al final de la Segunda Guerra Mundial disponible en línea en acceso abierto a partir de setiembre de 2021-).

Esta investigación se conecta con una previa: en La guerre des écrivains 1940-1953, Sapiro habíaescudriñado las tensiones del campo literario francés durante la ocupación alemana. Pero además se expande en otra más reciente: en Les écrivains et la politique en France. De l’affaire Dreyfus à la guerre d’Algérie, atendió al “fenómeno de repolitización del campo literario contemporáneo de derecha como de izquierda”. Su examen crítico de las relaciones entre los campos literario y político franceses se quiere una intervención en la lectura del presente. Su análisis no se detiene en los años de las luchas de Argelia por su independencia (es decir, va más allá de lo anunciado por su título) y alcanza textos recientes. Por ejemplo, muestra cómo frente al “racismo de clase” y al “racismo de la inteligencia” en De l’antiracisme comme terreur littéraire o Éloge littéraire d’Anders Breivik de Richard Millet, frente al “racismo chic” de Michel Houellebecq, frente a la “defensa” de la “identidad francesa” y europea por Renaud Camus hay escritores como Jean-Marie Le Clézio y Annie Ernaux que usan su capital simbólico para responder a estos embates. Vale la pena reponer ante qué se alerta Sapiro y por qué analiza estos casos. Por tomar el más emblemático: el de Renaud Camus. Un autor que elabora una pseudo-teoría sobre los flujos migratorios que, bajo el nombre de “gran reemplazo” (título del libro donde desarrolla esta “noción”), describiría la modificación de la población francesa, encaminada hacia la “deculturación” debido a la preponderancia de una creciente migración extraeuropea. Sobre la base de estas ideas, Camus cofundó y preside desde 2017 el Consejo nacional de la resistencia europea bajo el eslogan “Viva la Francia libre. Viva la civilización europea”. Esta “apropiación abusiva de los símbolos de la memoria colectiva” (entre ellos, los de la “resistencia”), y su desplazamiento hacia el arco político opuesto es leído por Sapiro como una señal de alerta junto a otras: el “elogio” por parte de Millet a Breivik que había masacrado a más de 77 personas en Noruega en nombre de la “civilización europea”, los gestos de Houellebecq contra los movimientos feministas, antirracistas y multiculturalistas que son algo más que la pose de un “maldito” del hasta no hace muchos años sacralizado campo literario francés. “Que Houellebecq sea un gran escritor a los ojos de la tierra entera no me obliga a mirar para otro lado ante su evidente racismo”, señala Abdel-Illah Salhi a propósito de su controversial novela Plateforme.

Si hasta aquí, y específicamente sobre esta línea de intervención (sus proyectos abarcan otros temas como la circulación internacional de las ideas, la traducción, el papel de los agentes literarios en la fabricación de un autor y de una obra, los festivales de literatura), sus trabajos se recortaban sobre Francia, en su último libro, Peut-on dissocier l’œuvre de l’auteur?, espacio y tiempo se diversifican. Se trata de un trabajo que vuelve sobre la autonomía relativa de los campos y sus espinosas zonas de contacto. Como bien lo expresa en sus páginas iniciales, este “ensayo” se sostiene en sus investigaciones previas, pero para hacer foco sobre el presente: la cuestión de la “responsabilidad” de los “mediadores culturales” emerge con fuerza no solo ante las violencias y abusos de poder que desocultan redes como #MeToo sino también frente a un contexto transnacional marcado por los discursos de odio como nueva “marca de distinción”.

Así, frente a la “cultura de la cancelación”, Sapiro interpela a la exhumación responsable y al análisis atento de los poderes y de los campos que se intersectan al contribuir a “fabricar” obras y figuras de autor en situaciones controversiales. Los casos que analiza son reveladores. Entre otros: el rol de Günter Grass y de Hans Robert Jauss en las SS y las secuelas de ese pasado, el hallazgo de los textos pronazis de Paul de Man escritos en sus años de juventud, la reedición “edulcorada” en 1976 de Los escombros (el “virulento panfleto antisemita de Lucien Rebatet”), la decisión de incluir a Charles Maurras y a Céline en la edición 2018 del Livre des commémorations nationales, la compleja relación entre autor y personaje en las letras del cantante de rap Orelsan acusado por varias asociaciones feministas de incitación a la violencia contra las mujeres (ver, por ejemplo, la letra de “Sale pute”, uno de los textos en cuestión), los pasajes antisemitas y homofóbicos del diario escrito en 1994 por Renaud Camus y finalmente retirado de circulación, los juicios a escritores colaboracionistas, la performance Exhibit B de Brett Bailey quitada de la programación del Barbican Center de Londres después de la importante movilización impulsada por la consigna “Boycott the Human Zoo”.

Esta lista incompleta permite inferir un diagnóstico:“Las dos posiciones extremas, la identificación completa o la separación completa entre la moral del autor y la moral de la obra encuentran adeptos por doquier”. No piensa desde allí Sapiro.

Más allá de la interpretación de cada caso, importan sus derivas en términos de políticas de exhumación y de agencia: lejos de defender la lógica de la “cancelación”, encuentra en la revisión de estos textos y en su estudio una posibilidad de ejercer una lectura crítica del pasado y de sus huellas en el presente en función de intervenir críticamente en la discusión del estado de las cosas. Su texto ratifica la importancia de las ciencias humanas y sociales en la reflexión sobre “las formas de violencia simbólica que se ejercen en nuestras sociedades” a partir de producciones de los campos artísticos, intelectual y literario con la “complicidad” de poderes entre los que se destacan los provenientes de los campos judicial y mediático. Para mostrar esta complicidad, Sapiro analiza dos casos en contraste.

Por un lado, el de Peter Handke. Un autor que ni hace “apología de la violencia contra minorías estigmatizadas” ni “ha incitado al odio contra personas en virtud de sus orígenes, su religión, su género o su orientación sexual”. Sapiro contrasta las críticas que recibió cuando la academia suiza le otorgó el Premio Nobel de literatura en 2019 dada la posición que había asumido, entre otros lugares, en su libro Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Morava y Drina, o justicia para Serbia, con el caso del “escritor pedófilo Gabriel Matzneff” cuyos escritos “legitiman y normalizan” una “conducta privada chocante y reprensible”.

Vale la pena revisar los archivos preservados por el Institut National de l’Audiovisuel (INA) y domiciliados en Internet: durante una entrevista televisiva que tuvo lugar en 1990, Matzneff expuso las razones de sus preferencias sexuales. Cualquier descripción se quedará corta frente a la contundencia de la escena. Hay tonos, risas cómplices y risas complacidas así como gestos de reprobación que solo pueden reponerse viéndolos. La secuencia en la que Bernard Pivot, el conductor del programa, describe a Matzneff como un “coleccionista” de jóvenes mientras lee pasajes de sus textos que ratifican esta figuración choca con la reacción solitaria de la escritora canadiense Denise Bombardier (una actitud ostensible desde la nada complaciente expresión de su rostro hasta sus terminantes argumentos) resiste cualquier adjetivación que le haga justicia. Sapiro envía a estos y a otros materiales de archivo que complejizan el análisis de los costos derivados de una toma de posición que no se acoge a las pautas naturalizadas en un tiempo y en un espacio puntuales. Por seguir con el ejemplo de Bombardier: “mal cogida”, le dijo Philippe Sollers ni bien finalizada la emisión televisiva. Hablamos del director de la colección L’infini en la que Matzneff había publicado y siguió publicando sus diarios para la prestigiosa editorial Gallimard (el último, datado en 2019: como se advertirá a continuación, las fechas importan). Más allá del mal momento, el episodio será el más explícito de una serie más difusa: cargarse a aquel bien amado de la prensa y los medios literarios franceses dificultó la difusión del trabajo de Bombardier en París.

La política de exhumación que Sapiro despliega va a contrapelo de la conformista y resignada asunción de que entonces “las cosas eran así”. Su estudio examina las tomas de posición de los medios de comunicación, de otros escritores y escritoras, de responsables de editoriales y también de víctimas como Vanesa Springora que le responde a Matzneff desde el mismo terreno desde el que él jugaba: la escritura avalada por los capitales simbólico y social acumulados (en su caso, como directora de Éditions Julliard). En su reciente libro Le consentement, Springora realiza un doble movimiento: mientras discute que pueda aplicarse esa figura a una relación sexual entre un adulto y un menor, denuncia la complicidad de quienes desde diferentes espacios decidieron mirar para otro lado, concretamente, a propósito de Matzneff. Luego de la publicación de este testimonio, de sus declaraciones públicas y de la repercusión del “affaire” así como del anuncio de una investigación judicial sobre abuso sexual de menores, Gallimard retiró de la venta los diarios de Matzneff.

Por contraste con este caso, Sapiro lee en la polémica desatada alrededor del Nobel otorgado a Peter Handke las resonancias y los costos del “verdadero compromiso” asumido por un escritor contra “la ideología dominante” (206). Handke “no ha defendido el nacionalismo serbio, como se le ha reprochado sino que ha lamentado el desmantelamiento de la ex-Yugoslavia” y ha denunciado los intereses de las potencias occidentales tanto en la representación mediática de esa guerra (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina o justicia para Serbia) como en el proceso judicial alrededor de los crímenes cometidos durante ese enfrentamiento (Alrededor del gran tribunal).

La importancia de estas investigaciones, aquí y ahora, se revela ante otra de sus alertas: Sapiro advierte la construcción de figuras de escritor y de obras que se valen del odio como “marca de distinción” (188). Un fenómeno sobre el que llama la atención mientras convoca a multiplicar análisis como los que “ensaya”, a modo de ejercicio de la “responsabilidad” intelectual (231). El texto de Sapiro que se incluye en este dossier, traducido por Jimena Reides y revisado por Daniela Dorfman, se inscribe en ese programa animado por las fantasías de intervención que, someramente, intenté reconstruir.

*Analía Gerbaudo enseña Teoría Literaria en la Universidad Nacional del Litoral. Es investigadora del CONICET. Dirige la editorial Vera cartonera y la revista El taco en la brea.

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Traición nacional: los juicios de depuración

Por: Gisèle Sapiro
Traducción: Jimena Reides
Introducción: Analía Gerbaudo
Imagen: «Man from Naples» (1982), Jean-Michel Basquiat

Gisele Sapiro aborda los juicios de depuración en Francia para pensar la responsabilidad del escritor frente a sus discursos, los alcances de la libertad de expresión y la relación entre autor y obra. «Traición nacional: los juicios de depuración» es un fragmento del capítulo «La responsabilidad legal del escritor entre la objetividad y la subjetividad»*, traducido por primera vez al español para Revista Transas por Jimena Reides y revisado por Daniela Dorfman.


En 1944, después de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno provisional organizó una depuración (épuration) en la sociedad francesa de aquellos que habían colaborado con las fuerzas de ocupación alemanas. El delito por el que se los llevó a juicio fue traición a la patria: ‘inteligencia con el enemigo’, de acuerdo con los Artículos 75–83 del Código Penal, y ‘humillación nacional’ para casos más leves de colaboración (Novick 1968; Bancaud 2003: 73; Simonin 2008). Acá me voy a enfocar en el delito de ‘inteligencia con el enemigo’. Es el delito por el que el Capitán Dreyfus había sido enjuiciado cincuenta años antes, y fue debido a Dreyfus que el General Mercier solicitó el restablecimiento de la pena de muerte por este delito, que ocurrió en 1939.

De treinta y dos casos de escritores y periodistas enjuiciados en el período de épuration por el Tribunal de Justicia Cour de Justice de la Seine, un departamento cuya jurisdicción en París abarcó una alta concentración de intelectuales, doce fueron sentenciados a muerte, trece a trabajos forzados y seis a prisión. Solo uno fue absuelto. De los doce autores condenados a muerte, siete fueron fusilados. La tasa de ejecución de intelectuales fue, por lo tanto, mucho mayor que el promedio nacional del 11 por ciento (767 ejecuciones de 6763 penas de muerte durante la épuration). La gravedad del castigo al que se expuso a los intelectuales —muerte— provocó una intensa oleada de emociones en el mundo literario. La justicia parecía ser más severa con los autores que con los traidores económicos o políticos que proporcionaban los medios materiales para la colaboración. A muchos les pareció que los intelectuales sirvieron como chivos expiatorios de una sociedad entera. Según Fauconnet, la traición a la patria es el equivalente moderno del sacrilegio, para el que la sanción es colectiva. La épuration puede ser vista como un castigo colectivo, ya que apunta a la expiación en lugar de la prevención. Por otro lado, el hecho de que la colaboración diaria fue impuesta de manera estructural mediante la presencia de los ocupantes creó una responsabilidad objetiva en vez de una subjetiva.

El valor simbólico del castigo a los intelectuales fue permitir la transferencia de la responsabilidad colectiva y objetiva de la sociedad francesa a una responsabilidad individual y subjetiva: estos individuos tenían un nombre conocido por el público, expresaban sus ideas y creencias en público, se asumía que habían actuado de manera racional, personificaban una colaboración ideológica con agencia. Los cargos pudieron presentarse con rapidez, ya que la evidencia contra los autores era fácil de reunir y resultaba inequívoca cuando sus escritos habían servido abiertamente como propaganda del enemigo. Como dijo el fiscal en el juicio al periodista Herold-Paquis, ‘los escritos son los únicos testigos acá, no necesitamos ningún otro’.2 En las memorias que escribió para su defensa, el escritor y periodista Henri Béraud sostuvo, por el contrario, que dado que fue procesado por sus escritos, no fue juzgado por acciones, sino por sus ideas, por sus ‘opiniones’.3

Los juicios de depuración fueron claramente un caso de justicia política. ¿Significa esto que los acusados fueron condenados por sus opiniones (lo que, por supuesto, iría contra el principio democrático de libertad de expresión)? La respuesta es no, al menos no en principio. Los escritores no fueron llevados a juicio por sus ideas, sino por lo que fue definido como actos de traición a la patria. Ayudar a formular y divulgar los argumentos del enemigo era un acto de traición a la patria, al igual que denunciar a ciudadanos franceses. Los fiscales trataron de demostrar que las palabras conllevaban acciones, que eran ‘performativas’, que constituían un acto concreto. Las denuncias colectivas de judíos, gaullistas y comunistas se definían de esa manera. Por ejemplo, algunos de ellos, como Brasillach, habían exhortado al gobierno para que fusilara a los ‘traidores’, es decir, los gaullistas y los comunistas. Otros, como Charles Maurras o Lucien Rebatet, incluso incitaron al gobierno a que ejecutara a rehenes. El 25 de septiembre de 1942, en el contexto de detenciones y deportaciones de judíos, escribió: ‘Debemos separarnos de los judíos en bloc, y no quedarnos con los niños’. Sin embargo, era difícil demostrar una relación causal entre estos escritos y actos de violencia reales. No obstante, esta dimensión ‘performativa’ derivaba principalmente del hecho de que estos intelectuales tenían el respaldo del poder político y disfrutaban de un monopolio, dado que sus adversarios no podían contradecirlos en público.

En los juicios de depuración, todos los signos habituales del éxito de un escritor fueron tomados como evidencia del poder potencial de sus palabras (Sapiro 2006a): la audiencia del escritor (en especial cuando escribía para medios con gran circulación), la amplitud de su talento, que aumentaba su poder persuasivo y la eficacia de su propaganda, en particular entre los jóvenes. Como sostuvieron los fiscales, incluso su estilo literario, colorido o violento, podría haber servido para el interés del enemigo.

La defensa también invocó argumentos literarios y referencias académicas en lo que pareció una parodia de los juicios literarios del siglo XIX. En el transcurso del interrogatorio, el viejo escritor Abel Hermant, miembro de la Académie française, negó su responsabilidad subjetiva al sostener que un artículo era crítica literaria y otro ‘simplemente bufonada literaria’. Invocó la psicología y el efecto cómico, al explicar que ‘este artículo demuestra que cuando un hombre de letras prueba suerte con la política, siempre cae en la literatura. El escritor que hay en mí quedó sorprendido por el lado cómico de la manera en que se recibió a los jóvenes bolcheviques en Inglaterra’.4

De manera similar, el escritor fascista Lucien Rebatet afirmó que su virulento panfleto antirrepublicano y antisemita Les Décombres fue una ‘confesión’, no un instrumento de propaganda. El objetivo de la confesión era librarlo de los asuntos políticos, y ‘liberarlo de algunas de las cosas que lo hacían enojar’, para que pudiera dedicar su atención a la literatura. Al justificar su estilo a través de la referencia al dramaturgo y escritor de sátiras Courteline, observó que ‘un autor está mucho más preocupado por causar un efecto colorido, o describir tipos o personajes particulares, que por exponer y propagar una tesis política’. Dicho autor responderá de manera polémica cuando lo ataquen. Sin embargo, agregó, negando ahora responsabilidad objetiva, ‘¿No es siempre peor el ladrido del polemista que su mordida?’5

El abogado defensor de Robert Brasillach, Jacques Isorni, se refirió a Renan para explicar la infame observación de su cliente: ‘Durante esos años, los franceses pensantes efectivamente se metieron en la cama con Alemania, con unos pocos argumentos, y la experiencia les habrá dejado recuerdos felices’. ¿Acaso Renan no había escrito en el prefacio de su libro La Réforme intellectuelle et morale: ‘Alemania era mi amante’? Al igual que en el siglo XIX, los argumentos de ‘el arte por el arte’ se desarrollaron para absolver a los escritores acusados de ofensas contra la moralidad y la sociedad, ahora se esgrimía la literatura para justificar las obras que estaban acusadas, aunque éstas ya no eran ficción.

Aunque la defensa presentaba el talento como una circunstancia atenuante, en la mayoría de los juicios de depuración el fiscal sostenía que el acusado había abusado de su talento y su influencia con fines políticos o de propaganda y para servir al enemigo. El talento aparecía así desde el punto de vista de la fiscalía como una circunstancia agravante. En el juicio a Brasillach, el Commissaire du gouvernement (equivalente al fiscal general) Reboul especificó que la traición de Brasillach fue una ‘trahison des clercs’, una expresión que hacía referencia al ensayo de Julien Benda, La Trahison des clercs (1924), que denunciaba el compromiso político de los intelectuales como una deslealtad hacia su vocación y misión universal. Sostuvo que Brasillach traicionó la ética de cada aspecto de su profesión: fue el escritor que abandonó la literatura pura debido a su ambición de ampliar su audiencia y obtener influencia política; fue el intelectual que abusó de su autoridad y poder de persuasión entre los jóvenes para incitar a la denuncia y al delito; fue el crítico que abandonó el análisis imparcial por la propaganda traidora y las denuncias colectivas de comunistas, judíos y funcionarios públicos; y fue el académico que exigió la supresión de la libertad de expresión dentro de la Universidad. Estas acusaciones demostraron que los reclamos de los escritores por la autonomía y el derecho a criticar a la sociedad habían sido socialmente admitidos hasta tal punto que ahora se los culpaba por no haber sido más críticos de la política colaboracionista del gobierno de Vichy.
La fiscalía también culpó a los acusados por su servilismo con el enemigo y su falta de independencia, lo que se asocia a una debilidad de carácter, una característica generalmente ‘femenina’, al contrario de la fortaleza del carácter y la independencia del hombre ‘superior’. El servilismo es una característica moral primaria del traidor. Se estableció el retrato de la traidora femenina intelectual servil e irresponsable (en alusión a la homosexualidad en el caso de Brasillach; véase Kaplan 2000) en contraste con el héroe viril resistente.

Al negar la responsabilidad subjetiva, los argumentos de la defensa corroboraron esta imagen del traidor intelectual. Por lo general, consistieron en alegatos de buena fe, sinceridad y desinterés del acusado: no estuvo motivado por un mero interés financiero: actuó por convicción. Al hacer un contraste entre la doctrina y la política, el joven escritor Lucien Combelle invocó sus ideales socialistas. De manera similar, Robert Brasillach podía probablemente sostener que su punto de vista fascista y antisemita se basaba en una tradición absolutamente francesa. Todos juraban que habían defendido estas ideas y principios en aras de Francia, por patriotismo. Es cierto, algunos de ellos reconocieron, que a veces sus plumas habían ido más allá de lo que realmente pensaban, pero esas declaraciones se habían escrito ‘de manera polémica’.

En cualquier caso, afirmaron, solamente habían estado siguiendo la política oficial de Colaboración del gobierno francés y de su representante, el Mariscal Pétain. Muchos de ellos negaron su responsabilidad subjetiva, intentando transferirla a otros más arriba en la jerarquía: un líder, un superior o un mentor. Béraud, que era un renombrado escritor, ganador del premio Goncourt en 1922, y famoso escritor de sátiras que publicó en el semanario de extrema derecha Gringoire, que había alcanzado una tirada de 500,000 ejemplares en la década de 1930 y la mantuvo en alrededor del 300.000 durante la ocupación, le echó la culpa al Mariscal Pétain: ‘¿Cómo podría un simple ciudadano como yo, comandado por el Mariscal en Verdún, ayudado por él en mi carrera literaria, y tratado por él como un hijo, haber dudado de la autoridad del Mariscal? Lo seguí’.6 El joven crítico Lucien Combelle desvió su responsabilidad hacia el escritor Pierre Drieu La Rochelle, denunciando la influencia de su mayor. Abel Hermant simuló que había sido engañado por fuentes periodísticas. En retrospectiva, reconocieron que estaban equivocados pero, ¿se podía castigar un error con la muerte?

A diferencia de Béraud y Combelle antes de él, Brasillach fue el único escritor que asumió su exclusiva responsabilidad, aunque no admitió su culpa.

Brasillach fue fusilado el 6 de febrero de 1945, a los 35 años. Paradójicamente, esta ejecución fue una forma de reconocimiento del poder simbólico de los escritores, que los ayudó a preservar su capital simbólico (Rubinstein 1993). Unas semanas después, el escritor fascista Pierre Drieu La Rochelle se suicidó. En un ‘exordio’ que dejó, Drieu, al igual que Brasillach, se adjudicó toda la responsabilidad por sus acciones como intelectual. De acuerdo con Drieu (1992: 502–3), ‘El intelectual, el erudito, el artista, no es un ciudadano común. Tiene deberes y derechos superiores a los demás’.

Poco después, Sartre desarrolló una idea muy similar, que teorizó con el concepto de ‘literatura comprometida’. Sartre concibe la responsabilidad del escritor como ilimitada, a diferencia de la del médico u otros profesionales, porque ‘nombrar o designar significa darles sentido a los actos, hacerlos existir en la consciencia general’ (Sartre 1998: 21). Al cofundador de la principal organización literaria secreta, Jean Paulhan, que sostenía que el delito reside en los actos y no en las palabras, reprochándole al gobierno por sentenciar a los intelectuales de forma más severa que a los colaboradores políticos y económicos (Paulhan 1948: 98), Sartre le respondió que escribir era un acto, que era a sus ojos la forma suprema de acción (Sartre 1975: 260). Haciendo colapsar la oposición tradicional entre pensamiento y acción, la posición de Sartre compensaba el complejo de inferioridad de la Resistencia intelectual con respecto a la Resistencia armada. El escritor comprometido es el intelectual público viril, en contraste con el traidor servil.

Pero la responsabilidad del escritor se extiende, de acuerdo con Sartre, más allá del marco nacional que determina la responsabilidad legal. Mientras a los escritores se los juzgaba como traidores de la nación, Sartre desnacionalizaba el concepto de responsabilidad para darle un alcance más universal y, así, reafirmaba su autonomía respecto de los poderes políticos. El contexto de creciente conciencia de que los crímenes nazis, en especial la masacre de judíos, excedían los crímenes de guerra, le suministró los fundamentos (la noción de crímenes de lesa humanidad se hizo oficial en el juicio de Nuremberg, pero aún no se aplicaba a Francia). En su artículo ‘Oeil pour oeil’ (‘Ojo por ojo’), Simone de Beauvoir (1946: 816–7, 828) acusó a Brasillach no de haber cometido traición a la patria, sino de haber cometido un ‘pecado contra el hombre’ al tratar de ‘rebaj[ar] al hombre a una cosa’.

El concepto de responsabilidad de Sartre se basó en su filosofía de la libertad. Era porque el escritor representaba la expresión más alta de libertad que su responsabilidad era ilimitada y que su tarea era defender la libertad en todas partes del mundo (Sapiro 2006b). Refiriendo a Zola como modelo, la concepción de Sartre es la plasmación más extrema y más paradigmática de la responsabilidad subjetiva, en su versión autónoma.

Libertad de expresión y democracia en la Francia contemporánea

Roland Barthes desarrolló la posición contraria, comenzando en la década de 1950, con su concepción objetiva de ‘l’écriture’, que lo llevó a decretar la ‘muerte del autor’ en su famoso artículo de 1969 (Barthes 1984). El enfoque de Barthes estaba fuertemente relacionado con el nouveau roman, que renovó ‘el arte por el arte’, en contra de la literatura comprometida existencialista. Para el líder del nouveau roman, Robbe-Grillet, al igual que para Barthes, el autor solo se compromete con los problemas en el lenguaje.

En los ámbitos legales, la ley de 1939 que creó un comité para examinar los textos literarios compuesto de representantes de ligas de moralidad, del estado y de la Société des gens de lettres (la principal sociedad literaria en Francia) introdujo en la práctica una distinción entre textos con un valor literario y textos sin ese valor. Irónicamente, fue el representante de la Société des gens de lettres quien decidió en 1946 llevar a juicio las traducciones al francés de las novelas de Henry Miller Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio.

Aún más, a pesar de este aparente reconocimiento de la autonomía literaria, dicha autonomía se vio amenazada por el desarrollo de la práctica de la prohibición administrativa. La prohibición de escritos fue una práctica frecuente en tiempos de guerra. Durante la Guerra de Argelia, el gobierno prohibió obras que criticaran al gobierno y al ejército franceses, como La Question de Henri Alleg. Pero la prohibición no se limitó a los períodos de guerra. La ley de 1949 de protección de los jóvenes, que aún se encuentra vigente, permite la prohibición de cualquier libro que se considere pornográfico en el espacio público. La protección de la juventud reemplazó al interés nacional como justificación de la censura. La concepción objetiva de responsabilidad, independiente de las intenciones del autor, demostró ser más eficaz, dado que evitó todo debate público.

Entre los juicios más famosos que tuvieron lugar durante este mismo período estuvo el de Jean-Jacques Pauvert en 1956 por haber publicado las obras completas del Marqués de Sade. Pauvert recibió el apoyo de muchos escritores que argumentaron que la obra de Sade tenía un valor filosófico, más allá de su obscenidad. Aunque reconoció sus méritos literarios, el tribunal consideró que continuaba siendo ofensiva y peligrosa. En el juicio de apelación que se realizó dos años después, el fiscal denunció el error del tribunal al condenar la filosofía nihilista de Sade e hizo un alegato a favor de una dispensa literaria (franchise littéraire) comparable con la libertad científica. Sin embargo, el tribunal no confirmó esta idea. Por el contrario, la sentencia reafirmó la distinción entre las obras médicas, por un lado, que gozan de inmunidad cuando se dirigen a un pequeño círculo de pares y estudiantes, y a las obras literarias o de arte, por el otro lado, que no escapan de las restricciones legales a la libertad de expresión (cf. Simonin 2008: 658–69).

El creciente enfoque en una concepción objetiva de responsabilidad en un contexto de liberalización extendida de la imprenta (en especial desde la década de 1970) se puede interpretar como una forma de reconciliar el principio democrático de libertad de expresión y la protección del interés público (protección de la juventud, protección de las minorías contra los ataques racistas) y los derechos individuales. Asimismo, permite revertir la distinción entre la representación y la apología del delito postulada por la defensa, como muestra el acuerdo entre el gobierno y la editorial en el reciente caso de la novela de Nicolas Johns-Gorlin Rose Bonbon (2005), que presenta a un pedófilo hablando en primera persona: se distribuyó envuelta en celofán para evitar que los adolescentes la consultaran en los estantes de las librerías.

El mismo año, otro autor que hacía su debut, Éric Bénier-Burckel, y su editorial Flammarion fueron demandados por incitación al odio racial y religioso, insulto público con dimensión racial, ofensa a la dignidad humana y distribución de un mensaje pornográfico que podrían ver menores de edad en su novela Pogrom, que muestra a un protagonista antisemita que también habla en primera persona. En este caso, el tribunal estableció con claridad una distinción entre apología y representación, considerando que ‘la creación artística requiere de una libertad del autor quien puede expresarse sobre temas consensuados así como sobre temas que molestan, escandalizan o preocupan’ (cit. Tricoire 2007: 7).

Sin embargo, la concepción subjetiva de la responsabilidad del escritor reaparece cuando se trata de personas reales, como se puede observar en los casos recientes de acusación por difamación y violación a la privacidad. Un famoso caso reciente de difamación es el juicio al escritor Mathieu Lindon y el editor Paul Otchakovsky-Laurens. Jean-Marie Le Pen, líder del Frente Nacional, los demandó por difamación, por la novela irónicamente titulada Le Procès de Jean-Marie Le Pen (1998). En esta novela, que enfrenta a una agrupación antirracista con los militantes del Frente Nacional, Le Pen es comparado, por personajes ficcionales que pertenecen al primer grupo, con el ‘jefe una banda de asesinos’ y un ‘vampiro’ que bebe la ‘sangre de sus votantes’. Se lo acusa de ser la verdadera persona responsable del asesinato cometido por un joven militante del Frente Nacional, debido a su influencia y su adoctrinamiento. El autor y el editor fueron condenados dos veces: una vez en 1999, por el Tribunal de Grande Instance de Paris, y una vez en 2007, por la Corte Europea de Derechos Humanos, ante la que apelaron. Sin embargo, cuatro de los magistrados de la Corte Europea publicaron opiniones disidentes con respecto al veredicto. Consideraron, entre otras cosas, que el tribunal no tomó lo suficientemente en cuenta la dimensión ficcional. De forma que, en este caso, a diferencia del anterior, las distinciones entre apología y representación y entre el autor y los personajes no se consideraron relevantes.

La libertad de expresión también puede entrar en contradicción con otro principio democrático: el respeto a la privacidad, que es un derecho individual (Artículo 9 del Código Civil). Con el desarrollo del género autoficción, parece haber aumentado la cantidad de acusaciones. Compararé brevemente dos casos de demandas: el de Camille Laurens y el de Christine Angot.

A Camille Laurens la demandó su exesposo por no respetar su privacidad después de que ella publicara L’Amour, roman (2003), que es acerca de su separación. El Tribunal de Grande Instance de Paris desestimó el caso, considerando que ‘Camille Laurens no invadió la privacidad de su esposo’ y que el uso de un primer nombre real no basta para suprimir de esta obra (oeuvre) el ‘carácter ficcional que la dimensión estética confiere a todas las obras de arte, que desde luego se basa en la experiencia de vida de la autora, pero que también se procesó a través del prisma de la memoria y, en materia literaria, de la escritura’ (cit. Audran 2003).

Por el contrario, Christine Angot y su editorial Flammarion fueron condenadas en mayo de 2013 por haber invadido gravemente la privacidad de la expareja de la compañera de Angot, Elise Bidoit, en la novela llamada Les Petits. Esta invasión fue considerada excepcionalmente perjudicial para Elise Bidoit, a quien Angot retrató como una ‘persona manipuladora’ de una ‘manera maniquea’. Esta representación no se podría separar del interés personal de Angot (Robert-Diard 2013).

En estos casos, la ficción no podía ser invocada como tal en defensa de las escritoras, dado que ellas afirman la veracidad de la narrativa (aunque no en todos sus detalles). Sin embargo, los argumentos empleados en los dos casos subrayan la capacidad o incapacidad del autor para transformar los materiales tomados de la experiencia de vida a través de la escritura y la estilización y para elevarlos a un nivel de generalidad y ejemplaridad que trasciende la experiencia individual. Dicha capacidad se reconoció para Camille Laurens pero no para Christine Angot. Durante el juicio de Angot, los jueces insistieron en el hecho de que los litigantes por invasión a la privacidad podían entorpecer la libertad de creación solo si la invasión era muy seria, lo que demuestra su voluntad de encontrar un acuerdo entre los dos principios democráticos y de evitar que la sentencia sentara un precedente para todos los casos futuros. La sentencia contra Angot explicó que la autora no podía pretender ‘haber transformado a esta persona real en un personaje expresando una “verdad” que le pertenece como producto de su “trabajo de escritura”, dado que esta representación, desde luego imaginaria, se implantó en numerosos elementos de la realidad de la vida privada de Elise Bidoit que se le revelan al público’. Por lo tanto, la ficcionalización no es, en sí misma, una condición necesaria ni suficiente para eludir la ley que protege la privacidad.

Hubo otro hecho que tuvo que ver con estas decisiones: el comportamiento previo de los litigantes. Mientras que el abogado de Camille Laurens, Me Roland Rappaport, pudo demostrar que el exmarido había aceptado hasta ese momento ser nombrado en las obras de su esposa, e incluso aparecía como tal en los medios, Elise Bidoit ya había demandado a Christine Angot en 2009 por su libro anterior, Le Marché des amants; finalmente se había llegado a un acuerdo entre la autora y la litigante. En consecuencia, el nuevo caso se juzgó como una reincidencia (AFP 2013; Ferrand 2013).

Todos estos casos contemporáneos demuestran la importancia de las intenciones del autor, es decir, de la responsabilidad subjetiva. También muestran los nuevos límites de libertad de expresión y de creación en democracia, así como los límites de la autonomía literaria. La justificación de estos límites se trasladó, históricamente, desde la defensa de la religión y la monarquía en la Restauración borbónica hacia la defensa de la propiedad y la familia durante el Segundo Imperio, luego hacia el interés nacional bajo la Tercera República, y hacia la protección de la juventud y de los derechos individuales en el período contemporáneo. Durante este último período, la imprenta se fue liberalizando progresivamente y el gobierno reconoció, al menos en parte, la autonomía de la literatura. La concepción de los dos círculos de lectores desapareció (aunque aún sigue vigente en los estudios sobre la lectura) y se reemplazó por la distinción entre lectores jóvenes y adultos, que se usaba y todavía se usa con fines similares. Durante la Tercera República, en el contexto de crecimiento del número de lectores, la responsabilidad subjetiva se convirtió en menos importante que la responsabilidad objetiva gracias al paradigma de la degeneración y a la introducción del concepto de ‘obscenidad’. Si bien después de la guerra los juicios de depuración reafirmaron la primacía de la responsabilidad subjetiva para el delito de traición a la patria, concebido como una acción racional, la práctica de la prohibición desarrollada como un enfoque objetivo de la responsabilidad evitó todo debate gracias a la ley de 1949 sobre la protección de la juventud. El existencialismo del escritor y el nouveau roman reflejaron las dos concepciones opuestas de la ética profesional del escritor, lo que redefinió la responsabilidad del autor de una manera autónoma, distinta de la responsabilidad legal: el primero representa el ejemplo más paradigmático de la definición subjetiva, mientras que el segundo se centra en los aspectos objetivos de la escritura. La responsabilidad subjetiva ha vuelto a aparecer desde la década de 1990 en el contexto de demandas presentadas contra escritores por litigantes que se reconocieron a ellos mismos en una obra literaria, exponiendo la tensión entre la libertad de expresión y los derechos individuales en un régimen democrático. En Francia, la libertad de creación (y, por lo tanto, la autonomía literaria) no se considera distinta de la libertad de expresión, a pesar de los intentos por reclamar derechos específicos de creación (Tricoire 2011). No obstante, como resultado de la lucha de escritores y artistas por el reconocimiento de la autonomía literaria, en la práctica, los jueces han tenido en cuenta la calidad literaria desde 1945, menos como una circunstancia atenuante que como justificación de un acercamiento específico a los textos, sin evitar ambigüedades sobre qué se puede considerar una obra de arte y qué no.

*El capítulo forma parte del libro Literary Trials. Exceptio Artis and Theories of Literature in Court (2016), Grüttemeier, Ralf (ed.), NY-Londres: Bloomsbury.


Notas de la autora

1 Este capítulo es una síntesis de Sapiro (2011), excepto la última sección que trae material nuevo. Todas las traducciones del francés me pertenecen, a menos que se indique lo contrario.
2 Stenography of Herold-Paquis’ trial, 17 de septiembre 1945, Archives René Bluet, AN: 334 AP 15, p. 39.
3 Henri Béraud, ‘Mémoire à l’intention du juge d’instruction’, 4 de noviembre 1944, Dossier Henri Béraud. Archives Nationales.
4 ‘Procès-verbal de l’interrogatoire’, 6 de julio 1945, Dossier Abel Hermant. Archives Nationales.
5 ‘Note de Lucien Rebatet sur Les Décombres’. Dossier Lucien Rebatet. Archives
Nationales.
6 Henri Béraud, ‘Mémoire à l’intention du juge d’instruction’, 4 de noviembre 1944, Dossier Henri Béraud. Archive Nationales.

Referencias

AFP (2013), ‘Christine Angot a-t-elle “pillé” la vie privée d’Élise Bidoit?’, Le Point, 27 de mayo 2013, disponible online: http://www.lepoint.fr/culture/christine-angot-condamnee-pour-atteinte-a-la-vie-privee-27-05-2013-1672791_3.php.
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Anime, escritura fan y erotismo: pensar los desvíos en el fanfiction yaoi argentino desde Butler

Por: Jéssica Sessarego[i]

Imagen: Intervención de Anita Ilustraciones (2021) sobre un texto de Luna de Acero.

Entre lxs fanáticxs de la animación japonesa en Latinoamérica se escribe y se lee desde hace tiempo una nueva forma de literatura: el “fanfiction”. Estos textos, inspirados en obras previas y orientados a sus comunidades de fans, resultan originales al punto de que pueden transgredir las normas del comportamiento social y ofrecer nuevas vías para la construcción de múltiples identidades de género. En esta última entrega del Dossier Estudios Nikkei/Niquey, que desde agosto del 2020 viene explorando los diálogos interculturales entre Japón y América Latina, Jéssica Sessarego nos ofrece una puerta de entrada a este género literario peculiar, que cultiva los placeres del texto de lectorxs y protagonistas.


En este ensayo me propongo analizar un fenómeno literario más bien marginal denominado fanfiction. En particular, me interesa uno de sus subgéneros, que englobaré en los términos yaoi y slash, a pesar de que no son completamente equivalentes, como ya veremos. Este tipo de producciones, cuyo origen suele ubicarse en Estados Unidos, hoy se realizan en todo el mundo; no obstante, aquí me centraré en la comunidad argentina de fanfiction construida en torno a grupos de fans de manga y anime. Es decir que mi objeto de estudio es el resultante de un diálogo intercultural entre, por lo menos, culturas propias de tres nacionalidades, la estadounidense, la japonesa y la argentina propiamente dicha. A partir del análisis de las temáticas y motivos de algunos de estos relatos, surgidos de la combinación de diversas experiencias culturales, desde la perspectiva teórica de Judith Butler, trataré de demostrar sus potencialidades como herramienta para subvertir ciertos discursos sociales relacionados con el género.

El fanfiction es un término anglosajón que en teoría literaria podría vincularse con el concepto de transtextualidad de Gerard Genette, pero que en la comunidad de escritores y escritoras del género ha adoptado características específicas que deben tenerse en cuenta. Podría definirse como un texto de ficción, mayormente narrativo aunque no siempre, escrito con pseudónimo por un fan de una obra previa, ya sea esta otro texto, una historieta, una película o cualquier otra cosa, destinado a la comunidad de fans de dicha obra, denominada fandom. Hoy en día existe fanfiction sobre personas reales, por lo cual el contenido posible de la ‘obra previa’ es virtualmente infinito.

Ilustración realizada por la artista argentina Anita Ilustraciones a partir de «Solo por existir en este mundo», un fanfic yaoi del fandom de Shingeki no Kyojin.

Suele situarse el origen del fanfiction en los años 70, cuando en Estados Unidos los seguidores de la serie televisiva de ciencia ficción Star Trek se repartían entre ellos fanzines con relatos no oficiales sobre los personajes que admiraban. Un tipo de relato en particular se volvió muy popular: aquel que presentaba un argumento romántico, a menudo erótico, entre los dos protagonistas masculinos, Kirk y Spock. Las autoras solían ser mayoritariamente mujeres, así como las lectoras[ii]. Categorizaban estos textos como “Kirk/Spock”, y de la palabra para indicar ‘barra’ en inglés se deriva el género slash, que consiste básicamente en lo que acabamos de describir: relatos de diversa extensión cuya temática central era una relación erótico-amorosa entre varones y cuyo público esperado eran mujeres. Es común que las escritoras utilicen este género para producir historias fundamentalmente eróticas que sin embargo tengan un fuerte trasfondo afectivo. Como señala Francisca Coppa, “muchxs escritorxs de fanfiction escriben sobre sexo en conjunción con textos y personajes que aman no porque piensen que esos textos estén incompletos, sino porque están buscando historias en las que el sexo sea profundo y significativo” (traducción de la autora).

Ya con estos elementos puede observarse rápidamente el interés que este fenómeno puede tener para los estudios de género. Estamos frente a una expresión del deseo de diversas mujeres que, por salirse de lo hegemónico, busca otros resquicios donde florecer. Y este “resquicio” no es un lugar menor: para hacerse una pequeña idea, el relato homoerótico Pasión artificial de la escritora salteña Luna de Acero, que pertenece al fandom del manga japonés Shingeki no Kyojin, tuvo 5700 lecturas en dos meses y medio en una de las plataformas en que se publicó, a las que deberían sumarse las lecturas que tuvo en otra plataforma. Es decir, en este preciso momento, hay miles de mujeres en el mundo escribiendo y leyendo fanfiction slash o yaoi.

Ahora bien, ¿por qué traigo esta otra palabra, yaoi? El origen de esta expresión también suele situarse en los años 70 y, aunque en Japón ha perdido fuerza frente a otros términos más amplios como BoysLove o BL, en Latinoamérica continúa vigente y ese es el motivo por el cual en este ensayo prefiero remitirme a él.

Llamamos yaoi a un subgénero erótico o pornográfico del manga japonés (especialmente, del doujinshi o manga amateur). Está destinado al público femenino y retrata relaciones sexuales entre varones, a menudo enmarcadas en relaciones afectivas de algún tipo, aunque no siempre. Como toda pornografía, suele trabajar con ciertos estereotipos y motivos cuya repetición las lectoras esperan y que, a su vez, las obras más innovadoras se proponen romper. Por ejemplo, tienen una denominación para el personaje activo en la relación sexual (seme) y otra para el pasivo (uke) que en general implican características de la personalidad y el aspecto. El uke suele ser más pequeño de cuerpo, tímido y dulce, mientras que el seme es más alto, frío y dominante. Como puede verse, el uke está “feminizado” y el seme “masculinizado” siguiendo los estereotipos que la cultura hegemónica propone para la relación heterosexual. Este será uno de los factores fundamentales para analizar en este trabajo.

Otro elemento que diferencia el yaoi del slash es que suele contener motivos propios de la cultura japonesa de los que carece la cultura occidental. Por ejemplo, una temática habitual es la de las personas con rasgos animales, que en Japón tiene una larga tradición asociada a su mitología. También es un motivo repetido el de los tentáculos o plantas misteriosas que acarician y penetran a los personajes, que quizás alguno haya visto en la famosa xilografía El sueño de la esposa del pescador del artista del siglo xix Katsushika Hokusai.

Ahora bien, las escritoras del fanfiction latinoamericano suelen conocer tanto el fanfiction slash escrito en inglés como el manga yaoi (o más bien, BL) realizado en Japón y, actualmente, en otros países asiáticos como Corea y China. Por lo tanto, es habitual que mezclen características de uno y otro. Este es el tipo de textos, entonces, que analizaré en esta presentación: relatos erótico-amorosos entre varones escritos en español sobre todo por mujeres fans y en general pensando como público a otras mujeres fans, influenciadas por el slash y el yaoi.

Para esclarecer el valor que estos relatos pueden llegar a tener, me gustaría analizar algunas de sus características a partir de los planteos de Judith Butler en su libro El género en disputa(2016).

Para esta autora, el género se sostiene a partir de una iteración performativa. En otras palabras, definimos nuestra identidad genérica a través de la repetición de ciertos comportamientos que, a su vez, pretenden imitar modelos propuestos por la cultura. Esto la lleva a algunas conclusiones pertinentes para este ensayo, como la siguiente:

Si la verdad interna del género es una invención, y si un género verdadero es una fantasía instaurada y circunscrita en la superficie de los cuerpos, entonces parece que los géneros no pueden ser ni verdaderos ni falsos, sino que sólo se crean como los efectos de verdad de un discurso de identidad primaria y estable.

Pero Butler va más allá y también desarma la oposición entre género y sexo que suele pensar el género como un rol social o como una construcción cultural y el sexo como lo natural o lo dado. Para ella, el sexo o, en verdad, el cuerpo en sí, es también una construcción discursiva.

¿Qué quiere decir eso? Butler no está tratando de negar la materialidad del cuerpo, sino que señala que nuestra manera de concebir la corporalidad está condicionada por los discursos que circulan en la cultura en que vivimos. Eso quiere decir que, en algún punto, la cultura nos predispone a disfrutar de ciertas partes del cuerpo, a sentir dolor en otras partes, a creer que ciertas partes son más útiles o representativas de nuestro ser que otras, etc. Dentro de eso, por supuesto, está la relación entre el cuerpo y la sexualidad.

Tenemos determinadas ideas respecto a con qué partes del cuerpo podemos sentir placer sexual y estas no surgen espontáneamente en nosotros, sino que se relacionan con las experiencias vividas y los discursos que consumimos y (re)producimos. Un caso claro es la relación entre los varones heterosexuales y la posición receptora en el sexo anal. Habitualmente, los varones heterosexuales asocian esta práctica a la homosexualidad, que en pleno siglo xxi sigue recibiendo una explícita condena social en los chistes cotidianos entre varones heterosexuales, y por lo tanto muchos de ellos sienten un gran rechazo físico a la posibilidad de ser penetrados analmente, les da cosquillas, asco, impresión, a pesar de que biológicamente hay motivos para creer que es uno de los puntos de mayor sensibilidad en los varones cis, pues permite el llamado ‘orgasmo prostático’.

De esta manera, puede verse que gran parte de esta concepción de nuestro propio cuerpo, nuestra propia sexualidad, se construye a partir de los consumos culturales. En particular, me interesa detenerme en el consumo de ficciones eróticas y románticas que realizamos las mujeres. Hoy en día podríamos mencionar algunas novelas muy exitosas a nivel editorial que apuntan a un público femenino y que claramente se proponen decir algo de nuestra sexualidad,como 50 sombras de Grey, que por cierto también es un fanfiction así que en ese sentido confirma la relevancia que tiene estudiar este género discursivo. Muchas de estas obras retoman clichés de la novela rosa y vuelven a presentarnos varones dominantes y mujeres que, en algún punto, adoptan un rol pasivo.

Entonces, un tipo de ficción que propone hombres sexualizados para el placer de las mujeres pero que, a la vez, no propone ningún modelo de mujer sometida, definitivamente es subversivo, ya que le propone a la mujer pensarse como sujeto de deseo y no solo eso sino, además, pensarse como un sujeto digno de recibir este tipo de atención, es decir, que su placer no está en mostrarse o entregarse sino en que alguien se entregue y se muestre para ella.

Si, como explica Butler, «el cuerpo no es un ‘ser’ sino un límite variable, una superficie cuya permeabilidad está políticamente regulada, una práctica significante dentro de un campo cultural en el que hay una jerarquía de géneros y heterosexualidad obligatoria», cabe preguntarse qué ficciones podrían colaborar con la puesta en discusión de ese cuerpo. El fanfiction yaoi, en algún punto, está participando de esa discusión para miles de mujeres y varones de diversas edades que hoy lo están leyendo alrededor del mundo.

Ilustración realizada por la artista peruana Nazu_art a partir de «Hambientos», un fanfic yaoi del fandom de Naruto.

No obstante, no me centraré en ello por ahora sino en otro aspecto del fanfiction yaoi en el que aparecen algunos elementos que Butler podría considerar desestabilizadores de las configuraciones hegemónicas de género.

Si el género es imitación, para la filósofa una importante forma de desnaturalizarlo es poner en evidencia ese carácter paródico. Y esto puede lograrse a través de parodias reconocidas culturalmente como tales. Para analizar esto considera fundamentalmente dos casos: el de las parejas homosexuales que se casan y repiten la estructura matrimonial heterosexual y el de las Drag Queens, quienes basan su show en la actuación del género. Lo interesante de estos casos, y que es lo que quisiera trasladar al fanfiction yaoi a continuación, es que no se trata, la mayoría de las veces, de acciones que pretendan ser revolucionarias. Al contrario, a menudo las Drag Queens trabajan con estereotipos misóginos, y las parejas homosexuales que se reparten roles ‘femeninos’ y ‘masculinos’ suelen simplemente tener internalizado e idealizado el esquema heterosexual porque es lo que les impone la cultura. Sin embargo, el análisis de estas situaciones pone de manifiesto la inautenticidad de los géneros establecidos. Si un varón puede ocupar el rol de una mujer, ¿por qué entonces tendría que ocuparlo una mujer?

En el fanfiction yaoi o slash es muy habitual que el personaje que es penetrado esté fuertemente feminizado. Suele ser débil físicamente y de carácter, y, al conformar una pareja estable, inmediatamente se restringe a los espacios domésticos, asumiendo las tareas de cuidado. Las escenas sexuales en general se enfocan en su incapacidad para negarse y en su experimentación de un placer extremo ante cualquier cosa que desee hacerle el personaje dominante, al igual que la pornografía heterosexual hegemónica prioriza el rostro de la mujer gimiente hasta el extremo de que el varón que penetra puede incluso quedar excluido del cuadro. Si bien los genitales masculinos tienen protagonismo absoluto en estas escenas, es común que se describan minuciosamente caricias a sus tetillas y glúteos. En definitiva, gran parte del fanfiction yaoi simplemente traduce las escenas románticas y eróticas del acervo heterosexual hegemónico a dos cuerpos masculinos.

Hasta ahí, parecería no tener un ápice de transgresión.

Ahora bien, las mujeres que consumen fanfiction yaoi están aprendiendo que ese rol feminizado existe en la cultura, pero que no necesariamente debe ser ocupado por una mujer. Un varón puede ser bueno cocinando y puede aspirar a una relación de amor romántico tradicional tanto como se espera que lo haga ella. Incluso, el fanfiction suele ir más allá: existe el sub-género ‘M-PREG’, que quiere decir embarazo masculino. Es decir, son relatos en los que un varón queda embarazado, da a luz y comparte la crianza de su hijo o hija con su pareja, también masculina. Estos varones amamantan, se preocupan por perder la figura tras el parto y temen que sus maridos pierdan interés en ellos. Inevitablemente, esto obliga a pensar el rol materno desde otra perspectiva. Un ejemplo de esto es el fanfic Eso, del fandom de One-Piece, escrito por la autora bonaerense Hessefan.

Es relevante, además, que las mujeres no tienen por qué identificarse con el personaje feminizado y habitualmente cosificado. Por el contrario, muchísimos de estos relatos tienen como narrador al varón dominante y generan empatía con él. Las lectoras se sienten seducidas por la debilidad y disposición del uke como si ellas pudieran ocupar el rol del seme. Cintia[iii], lectora cordobesa del fandom de Death Note, señala que le gustan los fanfics en los que el protagonista cumple tanto el rol de seme como el de uke. De este modo, explica, puede experimentar las sensaciones de ambos roles.

Hace algunos años, en una popular página de confesiones en torno a diversos fandoms denominada MFEUMC, se publicó un lamento anónimo por parte de un varón heterosexual que se quejaba de que su novia pretendiera obligarlo a ser penetrado analmente por ella. Según él, ella insistió tanto y le resultaba tan difícil entender que él no aceptara ser penetrado, que acabaron separándose. Algo muy parecido a lo que muchos varones suelen exigirles a sus parejas femeninas en un discurso completamente naturalizado y fuera de discusión, como puede observarse en el debate que la publicación suscitó. Los comentarios que el público dejaba a la confesión mostraban compasión por el muchacho y denunciaban que la actitud de esa chica era cada vez más común por “culpa” del yaoi. Sin embargo, algunas mujeres agregaban opiniones como que si su pareja masculina no aceptaba ser penetrada por ellas, pero luego les exigía dejarse penetrar, entonces romperían con ellos. Es decir, la lectura de este tipo de relatos abre la posibilidad a que las mujeres conciban los roles ‘femenino’ y ‘masculino” como intercambiables dentro incluso de la relación heterosexual y les permite repensar las exigencias sexuales de las que son objeto.

Por supuesto, es posible ser críticas con la influencia del fanfiction yaoi/slash por sostener este binarismo y naturalizar actitudes violentas por parte del personaje dominante (sea cual sea su género). Además, ha recibido duras denuncias por parte de la comunidad homosexual, que consideran al yaoi una mala representación de sus vidas de modo que potencia el fetiche por los homosexuales como objetos de consumo (similar, en verdad, a lo que pasa con los filmes pornográficos sobre lesbianas hechos para varones heterosexuales)[iv]. Si bien no es difícil coincidir con estos análisis, no hay que perder de vista el poder desestabilizador de un relato que propone que un varón puede representar absolutamente todas las características atribuidas socialmente a las mujeres.

Si pensamos el fanfiction yaoi como una parodia de los relatos erótico-románticos heteronormativos, podrían aplicársele las siguientes palabras de Butler:

La multiplicación paródica impide a la cultura hegemónica y a su crítica confirmar la existencia de identidades de género esencialistas o naturalizadas. Si bien los significados de género adoptados en estos estilos paródicos obviamente pertenecen a la cultura hegemónica misógina, de todas formas se desnaturalizan y movilizan a través de su recontextualización paródica.

Sin embargo, la misma Butler advierte contra el facilismo de considerar que cualquier parodia pueda funcionar de modo subversivo. Muchas repeticiones desviadas pueden ser captadas por la cultura hegemónica y ser domesticadas. Suele analizarse como ejemplo de esto cierta forma de ser “gay” que en Estados Unidos se alienta en tanto y en cuanto implica convertir al sujeto gay en alguien definido por el consumo de determinadas producciones, así como por características raciales y de género asociadas a lo hegemónico. En ese sentido, es interesante pensar el fanfiction como producción intercultural y relevar las combinaciones novedosas que las escritoras latinoamericanas realizan sobre la base de su contacto con las culturas de otros países como Japón y Estados Unidos. La autora Hessefan señala:

Podría decirse que hay varios tipos de fanfiction yaoi. No es lo mismo un fanfic escrito por una chica de trece años que se apega a los estereotipos que presentan los mangas que lee, que uno escrito por una persona de sesenta o setenta años que escribe a partir de sus experiencias y tiene en cuenta otras lecturas diversas. No quiero decir que lo definitivo sea la edad, solo son ejemplos, pero es habitual encontrar concepciones muy diferentes dentro de este subgénero, algunas más repetitivas y fantasiosas y otras con cierto afán de realismo o más bien de problematizar cuestiones de la vida real.

Las palabras de Hessefan se comprueban comparando su propia obra Eso con otros MPREG. En Dulce futura navidad, de Scc_Ccu, por ejemplo, el tema del hijo biológico aparece solamente como una prueba de lo mucho que los personajes se aman, al igual que en otras narrativas hegemónicas. En Todo por un sueño, de Luna de Acero, la capacidad del personaje masculino para cursar un embarazo parece ser una mera excusa para el encuentro sexual, pues otro personaje (rico y apuesto, claro) lo contrata para concebir su hijo. En cambio, en Eso Hessefan utiliza la excusa del embarazo masculino para llevar a sus personajes varones a reflexionar sobre las complejidades físicas y emocionales por las que tiene que pasar una mujer para dar a luz. Incluso podríamos decir que estas variaciones ocurren dentro de la obra de una misma autora, pues la ya mencionada Luna de Acero, en un fanfic largo titulado Metamorfosis, utiliza el embarazo masculino de un varón trans para confirmar su derecho al reconocimiento de su identidad de género autopercibido y retratar asimismo algunos conflictos posibles en torno a la gestación no buscada, como la dificultad para abortar incluso en contexto de legalidad y los modos en que una pareja lidia con un bebé no deseado.

El fanfiction yaoi, entonces, habilita a las mujeres a expresar, explorar y satisfacer una serie se deseos y fantasías, a veces acompañados por una reflexión y otras no, como cualquier ficción, que en pocas ocasiones encuentran espacio en otros géneros literarios.

Si parte de las responsabilidades que se atribuye el feminismo es lograr construir nuevos discursos sobre el género, más libres, o en palabras de Butler, “más vivibles”, es una actividad ineludible revisar las producciones del fanfiction yaoi latinoamericano para verificar qué otras formas de pensar o discutir el género se están gestando allí.

Como señala Butler:

La principal tarea [del feminismo] más bien radica en localizar las estrategias de repetición subversiva que posibilitan esas construcciones, confirmar las opciones locales de intervención mediante la participación de esas prácticas de repetición que forman la identidad y, por consiguiente, presentan la posibilidad inherente de refutarlas.

Si no podemos escapar de realizar las repeticiones que acaban por constituir nuestro género, lo que sí podemos hacer es introducir variaciones en ellas, pequeños desvíos a menudo enriquecidos por el contacto con prácticas culturales ajenas a nuestro contexto. Y qué mejor desvío que aquel que nos abre una puerta al placer.


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[i] Una primera versión de este trabajo fue presentada en el workshop Usos (in)disciplinados de Judith Butler: diálogos entre filosofía, arte y educación realizado en la UNTREF (Buenos Aires, Argentina) el 18 de noviembre de 2017 y organizado porla Red Interdisciplinaria de Estudios de Género perteneciente al CIEA-UNTREF. La autora expuso en su calidad de miembro del grupo de investigación Estudios de Género en la Universidad Nacional de Tres de Febrero: una aproximación desde la obra de Judith Butler, dirigido por la Dra. María Inés La Greca.

[ii] Por supuesto, existen autorxs y lectorxs de fanfiction, y en particular de fanfiction yaoi, con identidades sexuales y de género diversas. Sin embargo, aquí pongo el foco en las mujeres, que aún hoy siguen siendo mayoritarias en estos espacios.

[iii] Los comentarios de Cintia y Hessefan han sido recogidos en entrevistas personales.

[iv] En relación a esto, puede leerse un resumen en español del llamado “yaoi ronsō” o discusión del yaoi ocurrida en 1992 en Japón en Sessarego (2019).

Trabajadoras a la vista (documento y pose en los inicios de un cine argentino)

Por: Alejandra Laera

Imagen: Fotograma de “Salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo” (1904-11), Nitrato Argentino

“Salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo” (1904/11) presenta la vista de la salida de la fábrica de cigarrillos y tabacos “La Sin Bombo”, una de las más antiguas de la Argentina. Alejandra Laera aborda ese registro fílmico que muestra a trabajadores y, especialmente, a trabajadoras, a la salida de su jornada laboral. Laera se pregunta, a partir de la articulación entre pose y registro documental, por los alcances de la agencia de esas figuras femeninas que bailan y ríen frente a la cámara.


«Salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo” (1904-11). Fuente: Nitrato Argentino- https://nitratoargentino.org/

Ellos salen primero: termina la jornada laboral y se van, presumiblemente, de vuelta a sus casas. Después salen ellas en pequeños grupos, algunas tomadas del brazo y conversando. No hace frío esa tarde: no hay mantas o tapados, solo mangas largas y cuellos cerrados, tal cual casi seguro dicta el reglamento; hay incluso un poco de sol reflejado en ciertos rostros. Pero, a diferencia de los varones, ellas no se van a sus casas, no al menos directamente. Antes se detienen frente a la cámara, la misma que las había tomado a la salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo, y para la que ahora hacen mohines, se ríen, juegan, bailotean. Ellas, ahora, posan. Estamos en Buenos Aires, ante un edificio suntuoso de la zona de San Cristóbal, en los límites en expansión del centro de la ciudad, presumiblemente una tarde de otoño o primavera entre 1904 y 1911, no podemos saberlo con precisión. Un cameraman del que no se conoce el nombre ni se sabe el propósito, ni tampoco si es un amateur o un trabajador más, hizo la filmación documental.

¿Por qué la insistencia, en los inicios del cine, en registrar la salida del trabajo? Es cierto que en 1895, en el corto La Sortie de l’usine Lumière à Lyon, considerado inaugural para la historia de la cinematografía, Louis Lumière aprovechó doblemente una escena disponible: como documento fílmico de lxs trabajadores y como una suerte de puesta en abismo de la técnica que estaba creando con su hermano Auguste. Porque no solo esxs trabajadores a la vista son empleadxs de la fábrica de los propios Lumière, sino que encima se trata de una fábrica de artículos fotográficos. Es cierto también, como ha sido dicho reiteradas veces, que por su condición de patrón Lumière dispone de sus empleadxs en los descansos de la jornada laboral e incluso los domingos, tal cual ocurre en las dos tomas rodadas posteriormente para perfeccionar la escena; se sabe que la salida no es espontánea, sino que ha sido ordenada para su filmación, aunque eso no llega a notarse del todo a simple vista. Como observa sagazmente Harum Farocki, “se puede ver que los trabajadores esperaban formados detrás de las puertas e irrumpieron hacia la salida tras recibir la señal del operador”, aunque también se trata de que “las puertas de la fábrica estructuran la formación de los obreros y las obreras reunidos por el orden del trabajo y esta comprensión produce la imagen de un proletariado” (“Trabajadores saliendo de la fábrica”, 1995). Pero hay todavía algo más que no dejo de pensar al ver la escena. Si bien el corto fue exhibido por primera vez al público interesado en una pequeña sala del Grand Café de París, su éxito imprevisto anticipa lo que vendrá: después del horario de trabajo y sobre todo los fines de semana, serán esos mismos trabajadores fabriles quieren harán del cine un entretenimiento de masas. Esos obreros disponibles en 1895 para que los filmara Lumière, su patrón, ya sea tras la jornada laboral, ya sea en el intervalo de la comida, ya sea un domingo, son los mismos que unos años después estarán disponibles cuando la jornada laboral termine. Que el momento que registra la cámara de Lumière sea el del inicio del ocio puede ser visto como algo más que el ocultamiento de la escena de trabajo propiamente dicha, con su alienación, su enajenación, su explotación, con todas esas características que supo teorizar Marx en el capítulo que le dedicó al trabajo en El capital. Ese momento puede ser visto, también, como el tiempo liberado para, justamente, entretenerse en el cine. Claro que el entretenimiento más pleno no se dará viendo documentales, y menos aquellos que exhiban las condiciones laborales por entonces, sino películas de ficción que interrumpen imaginariamente toda rutina.

Hasta acá, “Salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo” hace un registro similar al corto que ya el 18 de julio de 1896 pudo verse en el Teatro Odeón de Buenos Aires como parte de la famosa serie de cortometrajes que acompañó la presentación del cinematógrafo de los Lumière. Aunque en el plano general de los Lumière lxs obrerxs aparecen de frente, en continuado y en grupos mixtos por un portón y una puerta, mientras en el corto local aparecen desde una sola salida ubicada hacia la izquierda, separadxs por sexo y enfilados, el efecto “salida de la fábrica” es similar. Y si en el registro inaugural los grupos humanos son interrumpidos por algún animal como el perro o un medio de locomoción a la moda francesa como la bicicleta, en el registro del trabajo en Buenos Aires la homogeneidad es mayor porque únicamente aparecen lxs empleadxs de la fábrica vestidos con sus ropas de trabajo. Solo que justo ahí, en ese preciso momento en el que el registro documental de ese plano fijo general podría terminar con el portero cerrando la puerta, el cortometraje de la salida de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo tiene una segunda parte. Y esa segunda parte lo cambia todo. Se trata de otro plano fijo general, en el que solo aparecen las mujeres trabajadoras: agrupadas frente a la cámara, se acercan o se alejan, se sonríen o se ríen, se mueven o bailotean. ¡Las obreras posan! Un poco más atrás, contra la pared de la calle o de un patio, no se llega a definir con claridad, algunos varones observan, a modo de cuidado o de control o simplemente por curiosidad, la escena femenina posterior al trabajo. Entre el primer plano y el segundo, es como si el corto de la salida de la fábrica se desplazara del documento a la pose.  

¿Siguen siendo figurantes en esta salida de la fábrica las trabajadoras de La Sin Bombo, tal como define Didi-Huberman a esos pueblos que apenas cumplen un papel, que no llegan nunca a ser protagonistas colectivos? ¿O, en medio de la docilidad de esos cuerpos que se mueven como si lo hicieran espontáneamente frente a la cámara, se configura algo de lo que podríamos llamar agencia expositiva? En su reflexión sobre la condición de “estar expuestos”, Didi-Huberman recuperó la noción de amenaza que implica la exposición de los pueblos, alertando a quienes señalan allí una visibilidad dada por las representaciones estéticas y políticas. Por el contrario, se trata de ver cómo hacer para que “los pueblos se expongan a sí mismos y no a su desaparición”, cómo hacer para que “aparezcan y cobren figura” (Pueblos expuestos, pueblos figurantes, 2012). Redoblando su propia apuesta a partir de sus teorizaciones sobre fotografía y cine, Didi-Huberman propone la noción de “figurantes” para esa especie de telón de fondo de lxs protagonistas, de “simple decorado pero humano”. ¿Cómo filmar, entonces, a esxs figurantes, a esxs sin nombre, para devolverles su poderío y que sean protagonistas de la Historia? Si atendemos a su argumentación, la pregunta de Didi-Huberman encuentra, en los inicios del cine, dos resoluciones posibles. Ambas implican (y cómo no, tratándose del pueblo) la categoría de trabajo y el estatuto de trabajador/a.

Una, previsible y eficaz, es la que da Sergei Eisenstein en La huelga (1924), en la que la ficción asume el valor de documento al mostrar el cuerpo del pueblo frente a la explotación capitalista. La otra, azarosa y sorpresiva, es la que dio, precisamente, Louis Lumière en su corto de la salida de la fábrica (1895), en el que la espontaneidad original de la primera toma del documental fue retocada para exponer el cuerpo del pueblo con adornos domingueros que lo adecenten y retoquen su condición de obrerxs que han cumplido una extensa jornada laboral. Me pregunto, entonces, qué ocurre en el corto anónimo de la salida de La Sin Bombo con ese desplazamiento, que mencioné, entre el documento y la pose. Me pregunto sobre la posibilidad, en esos orígenes del cine en la Argentina, de una opción que habilite una agencia expositiva, esto es: una salida en la cual la exposición en ese mismo pasaje entre el documento y la pose tenga poder de agencia para las trabajadoras.

Miremos lo que está a la vista: un grupo grande de mujeres que han sido elegidas o habilitadas para posar, que se sonríen con desenvoltura o timidez, miran de frente o bajan la vista, arman pequeños grupos, se acercan y se alejan de la cámara; esas mujeres se mueven, de pronto bailotean, se toman de las manos, juegan haciendo rondas de a dos. Sus movimientos, probablemente guiados para que resulten espontáneos, oscilan entre la naturalidad y la torpeza. Sabemos que esas mujeres son trabajadoras porque son las mismas que estuvieron también a la vista al salir de la fábrica de cigarrillos La Sin Bombo, la más importante al menos desde 1890, cuando pasa a ser una fábrica industrial con más de cien empleadxs, y a la que pudimos reconocer por los carteles ilustrados que había a los lados de la puerta, que eran, de hecho, los mismos avisos que se publicaban semanalmente en el magasín ilustrado Caras y caretas entre 1904 y 1911, cuando la fábrica es vendida  (Butera, Alejandro, Pioneros del tabaco. Los fabricantes de Cigarrillos en la Argentina 1850-1920, 2012). Como sea, entre el registro documental y la pose, hay en la escena de recreación femenina a la salida del trabajo una instancia personal electiva que quedará fijada por la cámara, que permanecerá siempre lista para su proyección, tal como podemos verla hoy. Porque si la salida de la fábrica francesa remitía, por su vinculación con la fotografía, a las propias condiciones del medio que captaba la imagen, mostrando su potencialidad, la salida de la fábrica argentina, más ligada con los vicios propios del esparcimiento, muestra, con su segunda parte, la potencialidad de quienes son captadxs por la imagen. Esa potencialidad radica acá (hay que prestarle atención a eso en este momento de origen del cine local) a la condición femenina antes que a la condición de trabajadoras. Lo que llamé agencia expositiva radicaría en que son las mujeres (¡no los hombres!), con sus risitas, sus mohines, sus ronditas, su bailoteo, las que pueden posar y así revelar un rasgo de lxs trabajadores que, si bien se muestra después del trabajo, es previo a la situación fabril porque implica el orden de lo humano más allá de sus posiciones y funciones. Lo que quiero decir es que esa potencialidad es posible porque el plano está en contigüidad a la salida del trabajo. Ni siquiera importa si se filmó antes o después de la primera toma, sino que está junto con ella, que, en la secuencia, es posterior. Si ese plano correspondiera a un corto que se llamara algo así como “Mujeres en un rato de esparcimiento”, esas mujeres parecerían infantiles, ingenuas, básicas e incluso algo bobas, para usar una expresión frecuente en la época… Estarían expuestas a la vista en el lugar más convencional del género para una mirada masculina; en cambio, el hecho de que sean trabajadoras, que figuren en otro corto, el corto dedicado a la salida del trabajo, les da otro sentido a las acciones que realizan y de ese modo asumen una potencial agencia en el acto expositivo.

En ese grupo de mujeres que posan, sin embargo, se destaca una. Se trata de esa figuranta, para usar la expresión de Didi-Huberman, que parece querer convertirse en protagonista de la escena, resaltar en el colectivo: se adelanta a la cámara cada vez más seguido, se mueve mucho, resulta casi excesiva. ¿Por qué provoca esa suerte de desajuste en la escena? ¿Es porque aparece demasiado? ¿Porque no deja de posar? ¿O acaso eso se nota porque se le desarregla el peinado una y otra vez aunque ella insiste en recomponerlo? Ese desajuste es molesto, desarregla, precisamente, una escena que esperamos sea tan simpática como discreta. En una vuelta de tuerca más, podría decirse que esa humanidad de la trabajadora dada por sus atributos femeninos y que produce la agencia expositiva tiene que tener un límite: el límite de la medida, de la moderación. En ese equilibrio, las mujeres le otorgan al conjunto de trabajadores, en especial a lxs obrerxs, algo que excede su condición de tales.Como si la trabajadora, para exponer su humanidad en términos de lo femenino y proyectarla así a los trabajadores, tuviera que evitar el exceso de exposición.

¿Es acaso eso lo que lxs espectadores les exigen a las mujeres que trabajan para considerarlas en toda su humanidad? ¿Es esa la medida justa de su potencialidad de agencia? (Desde que lo recuperó el Museo del Cine de la Ciudad de Buenos Aires, pasé este corto en dos oportunidades: lo hice al presentar el panel Documentos del trabajo que organicé para el Primer Congreso de Ciencias Humanas de la UnSam, y lo hice en la clase de cierre de Literatura Argentina I, la materia de la que estoy a cargo en la carrera de Letras de la UBA. Las dos veces, al interés por la primera escena, le siguió una simpatía creciente por la segunda, que devino en risas ante los gestos insistentes de la trabajadora y enseguida en incomodidad por esas mismas risas. No lo pregunté en el panel, pero sí en la clase: ¿de qué nos estamos riendo exactamente?).

En definitiva: estamos lejos de ver el interior de la fábrica como lo mostraría con dimensión alegórica en Metrópolis Fritz Lang (1927); pero también estamos lejos de ver los primeros planos de lxs obrerxs después del trabajo porque se han convertido en desocupadxs por el cierre de la fábrica, como los muestra Zeitprobleme. Wie der Arbeiter wohnt de Slatan Dudow (1930). No estamos ni en la Francia de finales del siglo XIX con toda su modernidad ni en la Rusia revolucionaria de los años 20, pero tampoco en la Alemania del umbral crítico de la década del 30. Estamos en la Argentina de comienzos del siglo XX. Más todavía: este corto no forma parte, ni podría hacerlo, de las imágenes de salida de la fábrica que seleccionó Harum Farocki para su videoinstalación Trabajadores saliendo de la fábrica; este corto no pudo siquiera haber estado en su archivo disponible para ser elegido o relegado. Y sin embargo, la brillante idea de Farocki en el ensayo homónimo que acompaña su instalación acerca del carácter simbólico del movimiento humano en la salida de la fábrica de los Lumière, como representación de los “movimientos ausentes e invisibles de los bienes, el capital y las ideas que circulaban en la industria”, bien puede ser repensada a partir de este otro corto de origen del cine documental, esta vez no central, sino periférico, hecho en dos tomas fijas y realizado ni por un inventor, ni fabricante, ni artista.

Como ha sido reiteradamente observado y ya mencioné, la salida de la fábrica, entonces, oblitera la escena del trabajo propiamente dicho, pero, a cambio, en el caso del corto argentino, despunta una agencia expositiva femenina en la trabajadora. Ahora bien: me interesa acá pensar, justamente y para terminar, en el otro modo del reverso de esa imagen en movimiento de las mujeres. Un movimiento de otro orden, que requiere de la pose fija, de la foto de quienes lo llevan adelante, para que las figuras de sus protagonistas ingresen al archivo documental. Me refiero a los hombres y las mujeres que forman la Comisión de huelga de la Sociedad de Cigarreros y Cigarreras de Buenos Aires. Esos hombres y esas mujeres que tienen una agencia política y activista. Más allá de las noticias de la prensa periódica, ellas y ellos pueden verse en una foto de 1904, el mismo año en el que La Sin Bombo empezó a comprar el espacio publicitario en la popular Caras y Caretas para sacar sus avisos. Ambas modalidades del movimiento, ambas imágenes, ambas exposiciones se constituyen, con mayor o menor énfasis, en el vaivén entre lo documental y la pose. Lo hacen a veces, pocas, en sintonía o en alianza, y casi siempre, a lo largo de la historia, en lucha y con resultados muy dispares. En definitiva, pensar el corto “Salida de la fábrica de cigarros La Sin Bombo” exige casi naturalmente pensar en otras salidas del trabajo o pensar en el interior de la fábrica considerando ya sea el régimen estético, ya sea el político. Pero también, creo, exige pensar en las otras imágenes asociadas que le eran contemporáneas tanto en la calle como en los medios, atendiendo sobre todo a la amplia, diversificada y novedosa posibilidad del estar expuestxs para lxs trabajadores en esos años de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX en la Argentina.

Por eso mismo, lo que quise mostrar con este corto de los orígenes del cinematógrafo y del cine argentino es una técnica y unos procedimientos, a la vez que una potencialidad en la articulación del registro documental y la pose, que es preciso recuperar como posibilidad de una agencia expositiva femenina localizada y circunstanciada. Finalmente, de lo que se trata es de pensar este corto argentino de la salida de la fábrica, en retroactivo, como doble intervención crítica: intervención por lo que está a la vista y subrayamos con la mirada, pero también por lo que anuncia y ponemos en palabras.

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Homenaje a Sakai. Serie I. N° 1 (palabras en torno a su figura)

Por: Victoria Cardoso*

Homenaje al artista Kazuya Sakai y a los intercambios culturales entre Japón y Latinoamérica que se alumbraron a partir de un hallazgo en una feria nipona en Buenos Aires.


Mis padres querían que fuese japonés y, evidentemente, lo soy. Pero puedo decir que me siento y me identifico como argentino y latinoamericano. Esa ambivalencia, esa carencia de pertenencia, es constante.
Kazuya Sakai

 

Fue tal vez en el año 2015 o 2016, estaba cursando mi segundo año de idioma japonés en Nichia Gakuin y ese día me reunía con unos amigos para pasar la tarde en el bazaa 1 que organizaba dicha institución.
Era un día soleado, pero fresco, había mucha gente reunida y todos caminábamos en fila porque no había demasiado espacio para circular libremente.
Ese día probé por primera vez la famosa tortilla japonesa okonomiyaki y pude apreciar el proceso de producción artesanal del mochi 2. Llamó profundamente mi atención como esos hombres golpeaban una masa sin forma con mazas enormes de madera, una y otra vez, hasta conseguir la textura deseada. Mucho tiempo después, me enteré de que existen distintas formas de golpear al mochi, siendo todas ellas un arte en sí mismas, basadas en la tradición y en la experiencia.
Recorrimos todos los puestos que ofrecía el bazaa: algunos de artesanías, comidas, objetos varios relacionados a la cultura japonesa, entre otros. Pero uno me atrajo mucho más que los otros. Tenía libros en exhibición, varios libros, pero uno en particular me hizo detener el paso.
La portada tenía mucho color, unos tonos fuertes y vibrantes. Rojo, azul, naranja. La geometría casi cinética de la portada me dejó hipnotizada: líneas ondulantes que se unían con otras líneas ondulantes y formaban círculos, como una autopista sin comienzo ni fin, serenamente cíclica y poderosa, llena de color, movimiento y vitalidad.
Me quedé un momento hojeando el libro, mientras pensaba en que aquella imagen me resultaba conocida. Fue en ese instante que recordé una tarde en la que estaba buscando imágenes de arte abstracto en internet. No sé de qué manera llegué hasta este artista llamado Kazuya Sakai. Recordé sus cuadros, donde el color y la geometría primaban plenamente, recordé que me había gustado bastante y que varias de esas imágenes quedaron guardadas en mi computadora. La idea era utilizarlas para ilustrar un fanzine sobre arte y literatura que estaba armando en aquel momento.
Ese día, la fuerza del destino, el azar, o lo que sea, me volvía a cruzar con él y con otra de sus múltiples facetas. 3

Ilustración portada Ave de paso. Victoria Cardoso, 2020


El libro regresó conmigo a casa ese día. No podía esperar a subir al tren para empezar a leerlo.
La contratapa prometía una recopilación de clases que Sakai dictó en El Colegio de México sobre literatura japonesa, desde la antigüedad hasta el siglo XVIII aproximadamente.
Para mí, que en aquel entonces me estaba introduciendo lentamente en la literatura japonesa, este libro que tenía en mis manos me parecía un tesoro invaluable y eso es precisamente lo que sigue siendo: una obra fundamental de introducción a la literatura japonesa, sumamente completa y detallada.
En ese momento, la literatura nipona se me presentaba como una serie de obras aisladas e inconexas. Este texto fue una guía fundamental para armar el rompecabezas y para comprender aquel basto universo de letras lejanas, geográfica y culturalmente. Un portal que me permitió ingresar a un mundo del cual todavía no puedo -ni quiero- salir.


Un poco de historia

Fue a principios del siglo XX cuando los ciudadanos japoneses comenzaron a migrar a territorio argentino buscando una mejor vida.
La intención, en principio, no era radicarse de manera absoluta. Sin embargo, la situación se presentó de otra forma, obligando en cierto modo, a la instalación definitiva: la capacidad de ahorro para regresar al país natal era lenta y difícil, sumado a las condiciones de trabajo, hicieron que de forma paulatina los japoneses fueran asentándose en suelo argentino, durante dos períodos en particular: a comienzos del siglo XX y luego de la segunda guerra.

¿De qué forma una comunidad con una cultura, una idiosincrasia y unas costumbres determinadas puede adaptarse y amoldarse a un nuevo país?
Al establecerse en Argentina, los japoneses reforzaron los vínculos entre ellos, fundando asociaciones y escuelas de idioma; tratando de generar un sentido comunitario que les permitiera establecerse de manera definitiva en un nuevo territorio. Es a partir de este esfuerzo de reivindicación de una identidad marcada que nacen y surgen los intercambios culturales.

Kazuya Sakai es, para mí, una figura central que influyó enormemente en los intercambios culturales entre ambos países.
Kazuya Sakai nace el 1° de octubre de 1927 en Buenos Aires, Argentina. Formaba parte de la segunda generación de japoneses establecidos en suelo latinoamericano, también denominados nisei: palabra compuesta por el ideograma correspondiente al número dos (二 – ni) y el ideograma de generación (世 – sei).
En el año 1934 es enviado a Japón para realizar su formación escolar y universitaria. Se gradúa en la universidad de Waseda, en estudios de Filosofía y Letras. Gran parte de su estadía en Japón transcurre durante la guerra del Pacífico.
Es en 1951 que regresa a Buenos Aires, y es allí donde comienza una inmensa labor de difusión de la cultura japonesa que se va a extender durante toda su vida y a lo largo de distintas locaciones geográficas.

 

El viaje de Sakai

One’s destination is never a place, but a new way of seeing things
Henry Miller

Itinerante
1. adj. ambulante (que va de un lugar a otro).

Me agrada este adjetivo para describir de manera concisa el trabajo que desarrolló Kazuya Sakai a lo largo de su vida.
Argentina, Japón, México y Estados Unidos: estos fueron los países en donde se fue desarrollando a través de los años en distintas facetas, ya sea como agregado cultural de la Embajada de Japón, como traductor, escritor, editor y artista plástico.
A su regreso de Japón, ya establecido en Buenos Aires, Sakai se dedicó a la difusión de la cultura y la literatura japonesa de una manera sorprendente. La cantidad de obras que tradujo y puso en circulación tuvo gran relevancia en Latinoamérica.
En el año 1956, junto con un grupo de personas, entre ellas su compañero de ruta, Osvaldo Svanascini, fundaron el Instituto Argentino-Japonés de Cultura, y dirigió la revista Bunka de dicha institución (la cual sólo contó con tres números, publicados de 1957 a 1963).
Más adelante, Sakai conoce a los propietarios de la editorial Ediciones Mundonuevo (ex Mandrágora) y comienza, junto a Svanascini, a dirigir la colección Asoka de dicha editorial. La colección estaba enfocada en la traducción y circulación de textos relacionados con la “cultura oriental” desde un aspecto muy amplio. Incluía obras de China, Tíbet, India, Japón, entre otros y estaba organizada en cuatro Series: Serie Morada para Filosofía y Religión, Serie Coral para Literatura, Serie Turquesa para Arte y Serie Ocre para Antropología e Historia.
Por nombrar algunos ejemplos, Sakai puso en circulación (traduciendo muchos de ellos) textos como El libro del Té de Kakuzō Okakura, varios cuentos de Ryunosuke Akutagawa, como Kappa. Los engranajes, textos sobre budismo zen de Daisetzu Suzuki, La mujer del abanico de Yukio Mishima, textos sobre teatro Noh, entre otros.
A su vez tradujo por primera vez del español al japonés a autores como Jorge Luis Borges, Roberto Arlt o Ernesto Sábato, promoviendo así un intercambio cultural entre ambos países.
Luego de once años de estadía en Buenos Aires, en los que no solo se dedicó a difundir la literatura japonesa en castellano, sino que también se desarrolló como artista plástico, impartió clases en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Tucumán, Sakai parte a Estados Unidos a principios de 1963, para ya no volver a la Argentina.
Se estableció en la ciudad de Nueva York donde tuvo un contacto más fuerte con el arte visual y con el Jazz, otra de sus pasiones.
Es en 1964, gracias a los acuerdos entre El Colegio de México y UNESCO, que se crea la sección de Estudios Orientales dentro de dicha institución y Sakai es invitado a dar clases de cultura, idioma y literatura japonesa. A partir de dichas clases, se compila y se edita el libro “Ave de paso”, mencionado anteriormente. El libro reúne el curso sobre literatura japonesa que impartió Sakai en aquel período. A su vez, en el transcurso de esos años, publica una serie de textos críticos tales como: Japón, hacia una nueva literatura (1968), Introducción al Noh: Teatro clásico japonés (1968); y dos traducciones literarias: Cuentos de lluvia y de luna (1969) de Akinari Ueda y La mujer de la arena de Kōbō Abe (1971).
Luego de radicarse en México para ejercer como profesor en la sección de Estudios Orientales, a fines de 1971 Sakai abandona El Colegio de México y comienza a formar parte del equipo de la revista Plural (1972-1976) dirigida por Octavio Paz. Es aquí donde se desempeñaría, durante los primeros cincuenta y ocho números de la revista, no solo como jefe de redacción, sino también como diseñador gráfico e ilustrador.
Al igual que en Buenos Aires, Kazuya Sakai permanece once años en México, hasta que en 1977 se traslada a Estados Unidos, primero en Texas y finalmente en Dallas, estableciéndose de manera definitiva en esta última ciudad, aunque continúa manteniendo sus contactos con Latinoamérica y realiza varias exposiciones de arte en distintas locaciones.
Finalmente, el 27 de agosto de 2001 Sakai fallece a la edad de 74 en Dallas, Texas.

 

A modo de cierre

Trayendo nuevamente el recuerdo acerca del fanzine sobre arte y literatura que nunca vio la luz del sol, sin saber casi nada sobre el autor de aquellas imágenes que llamaron mi atención, pienso en el presente. Varios años después, seis años para ser exacta, mi conocimiento y admiración por la figura de Kazuya Sakai es otra y es más profunda.
En sus comienzos, este texto tenía la humilde intención de realizar un paneo general de la actividad creadora de Sakai a lo largo de toda su vida, con foco en su faceta de editor y traductor.
Pero ahora, es inevitable la pregunta: ¿qué es lo que tanto me atrae de la figura de Sakai?
En este momento estoy rodeada de una inmensa cantidad de bibliografía dedicada a conmemorar su obra. Son los libros que me inspiraron a escribir este texto y en los cuales me basé para realizar los dibujos que acompañan estas palabras.
Yo diría que, en primera instancia, lo que más me atrajo de la obra de Sakai fue el color y la geometría. Cada vez que miro sus cuadros me pierdo entre las líneas ondulantes, entre los colores vibrantes, y no puedo evitar pensar en la persona que estuvo detrás de semejante ejecución.
Me gusta pensar que aquel día en el bazaa de Nichia, tuve la suerte de encontrar, entre la multitud de objetos que se me presentaban, una especie de portal. Gracias a ese libro de introducción a la literatura japonesa, pude conocer en profundidad a la persona que realizaba aquellas obras que tanto me atraían y pude descubrir todas las cosas que había realizado con la finalidad de establecer un puente entre dos culturas, la mía y la de sus antepasados. Sakai en el papel de intermediario, como él se autodefine, “carente de pertenencia”.
Pienso que la personalidad itinerante de Sakai se debió en parte a esa sensación de no pertenecer. Y que durante toda su vida y a través de todos sus viajes, trataba de encontrarse en cada lugar en el que estaba.
Todo esto me hace recordar una frase del director de cine, Hayao Miyazaki:
“Cada país posee una tradición que es necesario transmitir y preservar. Las fronteras se están aboliendo. Paradójicamente, los hombres que no tienen un lugar de pertenencia son despreciados. Un lugar es un pasado, es una historia. Pienso que los pueblos que hayan olvidado su herencia van a desaparecer.”
Basándome en su faceta de editor y traductor, creo firmemente que la finalidad de esta actividad es poder expandir la propia cultura hacia el exterior y hacia el interior, contribuir al entendimiento y conocimiento entre diferentes sociedades, establecer una identidad, una historia y una tradición determinada frente a la multiplicidad de identidades existentes.
Las traducciones y la circulación de textos no solo buscan resaltar las singularidades culturales, sino también establecer cierta unidad entre las sociedades a través del lenguaje, de las diversas modificaciones y transformaciones que se hacen del mismo para lograr una comprensión universal de ideas.
En palabras de Octavio Paz: “El mundo deja de ser un mundo, una totalidad indivisible, y se escinde entre naturaleza y cultura; y la cultura se parcela en culturas. Pluralidad de lenguas y sociedades: cada lengua es una visión del mundo […] por una parte la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra; por la otra, las revela más plenamente: gracias a la traducción nos enteramos de que nuestros vecinos hablan y piensan de un modo distinto al nuestro.”4
Es a partir de esta sensación de no pertenencia, que se crean nuevas formas de expresión cultural, híbridas por naturaleza, las cuales proponen una nueva forma de comprender las identidades. 

 


1.- Palabra que surge de término persa “bazar”, la cual significa mercado. Los bazaa son ferias populares destinadas al entretenimiento y al consumo de platos típicos y objetos representativos de la cultura japonesa.

2.- El mochi es un pastel japonés hecho de mochigome, un pequeño grano de arroz glutinoso. El arroz se machaca hasta convertirlo en una pasta que luego se moldea según la forma deseada.

3.- «Ave de Paso» editado por Kaicron con la edición de Guillermo Quartucci. Colegio de México, 2013

4.- En Traducción: literatura y literalidad. Octavio Paz, 1971

 


* Estudiante de la Tecnicatura Superior en Cultura y Lengua Japonesa con orientación en Educación Intercultural (Nichia Gakuin 2021). En el año 2018 cursó una Diplomatura en Estudios Nikkei (Ceuan). El presente artículo corresponde al trabajo final de la Diplomatura.

Além do humano

Por: Martin De Mauro Rucovsky

Imagen: Sea Horse, Candido Portinari, 1942

Martin De Mauro Rucovsky se pregunta acerca de las articulaciones y tensiones que, en la actualidad, establecen los discursos sobre lo animal y lo cuir, dado que reflexionar acerca de la animalidad –dentro y fuera del marco de las causas ambientalistas– permite repensar los modos en que se concibe lo humano.

¿Qué es aquello que comparten las iniciativas en favor de derechos y protecciones legales para caballos, mascotas domésticas y animales con la cruzada moral contra el matrimonio igualitario que apelaba al «casamiento con perros» o los tornillos que desencajan con tornillos del cardenal Alberto Suárez o los pollos con hormonas femeninas de Evo Morales? Sumemos más preguntas: ¿cuál es esa zona común que comparten los ambientalistas defensores de una sensibilidad animal que defenestran a carreros con las iniciativas por bicisendas y aquellos activistas gays y lesbianas preocupados por la inclusión de su comunidad en los circuitos del consumo rosa y el sector empresarial? Ese gradiente de amplio espectro que va desde los activismos animalistas en contra de la tracción a sangre hasta los activismos gays y lesbianos más liberales y asimilacionistas se sostiene bajo un mismo paraguas: no se trata de un mismo espíritu eco-friendly, sino de la lógica neoliberal como forma de construcción de lo humano.

El ser del humano se predica a partir del consumo –o el consumo como forma de lo humano–, el ser propietario, la forma individualista que profetiza un tipo de autonomía, voluntad moral y autosuficiencia egoísta. Esa subjetivación es la misma que subyace en gran parte de la buena conciencia ecológica que rechaza el maltrato y la matanza animal, pero que traslada muy fácilmente su ética al consumo personal de ciertos alimentos, mercancías y productos. Así como la buena voluntad individual o los comportamientos de cada ciudadano, multiplicada exponencialmente en miles de voluntades, podrían salvar –metonímicamente– al mundo de su ecocidio inmanente o su destino más apocalíptico. Discursos eco-chetos que evocan las más variadas fantasías higiénicas o de un imaginario de limpieza de raza donde el animal, así como gays y lesbianas, se proyectan como imágenes diáfanas de una vida pulcra, una vida marcada por la limpieza y la blancura. Sumado a esta microética individualista y sus fantasías de albura, debemos apuntar los emprendimientos inmobiliarios autosustentables o aldeas ecológicas: la Eco Aldea “Velatropa” del barrio de Nuñez, certificado por el Inta, la comarca biodinámica “La matilde” en San Javier –Traslasierra de Córdoba–, ubicada a 4 kilómetros del cerro Uritorco –también en Córdoba–, la ecoaldea “Wallala” o la “Ecovilla Gaia” en Navarro –provincia de Buenos Aires–.

Pero volvamos a los ejemplos: los carreros son acusados de maltrato sádico e inhumano con los caballos. Así, los proteccionistas que procuran prohibir el uso de caballos por los cartoneros ponderan la dignidad, la capacidad sensitiva y la belleza del caballo, sus cualidades cuasi humanas que despiertan admiración y compasión. Al mismo tiempo, en un juego de espejos invertidos y distorsionados, estos mismos grupos expresan que las injusticias sufridas son obra de quienes no tienen sentimientos, carecen de valores morales o educación y por ello están más próximos a lo bestial y lo salvaje, naturaleza bárbara e incivilizada que nunca logran trascender. Algo similar ocurre con los sectores non sanctos que habitan las costas hipercontaminadas del Riachuelo, en las disputas por su relocalización y en nombre del bienestar ecoambiental de la zona: son leídos como obstrucciones, fisicalidad de los desclasados –son pura necesidad y reproducción biológica– y, en efecto, no son más que cuerpos indeseables que invaden el futuro espacio público. De otro modo, la visión humanizadora y empática hacia animales o el ecosistema de la cuenca hídrica del Riachuelo son compatibles con una mirada biologizante y estigmatizadora de los sectores relegados –y aquí la lista se hace extensiva: así como cartoneros aplican a este caso, lo mismo vale para refugiados e inmigrantes, trabajadoras sexuales, cuirs y maricas para el establishment blanco-burgués Lgtbiq, como bien representa Alice Weidel en Alemania o Florian Philippot en Francia o Peter Robledo, voluntario del pro, hoy devenido funcionario–. En efecto, lo que sucede es que en nombre de una cierta jerarquía de lo humano se termina estigmatizando, de modos explícitos y a veces solapadamente, las desigualdades de sectores populares y subalternos. Y aquí podemos notar un modus operandi: toda valoración del humano es inteligible en virtud de una supuesta existencia de la subhumanidad o de un doble estándar de humanidad (sin mayores paradojas, total nadie muere de contradicciones). Sin embargo, el gran teatro de lo humano supone también una operación ulterior de exclusión, donde la vida animal -y sus atributos, el salvaje, el bárbaro, la bestia- se configura como revés sistemático o como otro radical que es arrojado por fuera de la especie. 

Postal llena de contrastes, entre ecologistas y cartoneros u oficiales de la justicia y sectores populares de la cuenca del Riachuelo o bien entre ciudadanos gays y parias sexuales. Sumemos otras preguntas, nos llenemos de preguntas ¿de qué modo funciona la lógica neoliberal subyacente en la construcción de fronteras entre lo humano y lo animal, lo ambiental y lo social? ¿Cuáles son aquellos atributos de lo humano que se predican para su reconocimiento y cuales se privilegian para su exclusión? Apuntemos también hacia otra dirección  ¿qué sucede cuando trans, gays y lesbianas son imaginados como ensamblajes imposibles de tornillos, perros, pollos hormonados, mujeres panteras (como en El beso de la mujer araña de Puig), manadas de lobas salvajes o aquelarres de brujas?

Sobre la raza y la sexualidad, digamos, ese terrero móvil y difuso de la gradación racial y la jerarquía sexual, es donde se producen y se vuelve a trazar la diferencia entre humano y animal, entre humanos y menos que humanos. Sexualidad, raza y animales, triunvirato maldito de una imaginación nacional que aún en tiempos neoliberales (donde la forma estado se cae a pedazos), se legitima como espíritu civilizatorio y justifica la racionalidad de sus violencias como lección pedagógica. Resuenan las injurias callejeras y los insultos más explícitos “por negra y por trava, por carrero y por negro, por puta y por pobre”.

No obstante, una pregunta se mantiene, ¿qué otro imaginario se conjuga cuando las fronteras de lo humano se vuelven porosas e inestables, cuando el animal ya no es el otro degradado del hombre, sino aquello que demarca los confines de lo social, cuando el animal asedia un orden político, epistemológico, económico y social o cuando la vida salvaje pone en guerra la vida de la especie, como Susy Shock profetiza en Hojarascas: “No queremos ser más esta humanidad”? ¿Se trata acaso de ampliar el orden de lo humano para recuperar una dignidad perdida o también es posible perder la forma humana? ¿No es esta zona opaca donde putxs, trans, intersexs, gays, lesbianas, diverso funcionales y tullidos, parias sexuales y raros tienen lugar bajo el signo de figuras irreconocibles? Sea el animal con forma humana, el animal interiorizado o el animal exterior, algo pasa por las sexualidades, por las disidencias sexuales y los feminismos más especulativos que desvían, hacen cortocircuito en la reproducción de la vida humana.

En esa intersección entre animales y sexualidades disidentes, en ese cruce entre debates críticos y activismos, lo que resuena es un campo de experimentos o de creatividad política en donde el cuerpo, el ecosistema y el animal abandonan paulativamente el orden de la atávica naturaleza para proyectar imaginarios de lo político. Son estos cuerpos ilegibles, animales y mutantes, hormonadas e intervenidas, en variación y metamorfosis, contagiosas y fuera del canon, los que disputan la pertenencia a la especie humana misma.

Si la reconocibilidad de la especie pasa por la norma cisexual, es decir, la concordancia entre sexo, género e identidad, o de otro modo, por tener un sexo y un género identificable, entonces como Susy, “reivindico mi derecho a ser un monstruo”. Y en igual medida, si una vida humana es legible en cuanto capacidad biologicista de reproducción y futuridad, de producir especímenes viables y generar cuerpos con un mismo linaje genético, entonces la animalia cuir trata de cuerpos estériles e improductivos, de filiaciones mezcladas e híbridas, parientes no sanguíneos, sin ancestros y sin familia en común, de alianzas entre heterogéneos. Animalia sudaca que como epistemología crítica de los cuerpos habilita a pensar nuevosmodos de relacionalidad de la comunidad LGTBIQ, formas comunitarias y de organización colectiva, nuevos sujetos políticos de la disidencia y de los feminismos antiespecistas: manadas, cuadrillas, monstras, aquelarres, jaurías, madrigueras y refugios o como Maite Amaya y lxs piqueterxs del FOB, animales plaga a ser erradicados –bandadas de palomas negras–. Así arengaba la activista puta-trans-feminista, Indianara Siqueira en Río de Janeiro: “Jamás entenderé a los humanos. Nunca voy a entender al humano. Ustedes matan y odian a las personas que aman a otras personas solo porque estas no siguen la heterosexualidad obligatoria, personas que la infligieron al nacer. Por culpa de un capitalismo que no voy a llamar salvaje, porque esto sería volverlo hermoso, sino un capitalismo humano desenfrenado en el que una minoría vive bien mientras una gran mayoría muere de hambre. Sus ancestros robaron tierras, destruyeron culturas, invadieron territorios, diezmaron a pueblos, violaron y a través de las religiones provocaron odio y guerras, esclavizaron, oprimieron. Ustedes asesinan animales para comer y no ven el dolor y sufrimiento que causan. Cuando veo la miseria que ustedes provocan y al mismo tiempo cuan miserables, egoístas y odioso es el ser humano, les agradezco por haberme destituido de mi humanidad”.

Como dice la tecnobruja Donna Haraway Make Kin Not Babies! Inventemos y ensayemos parentescos, ¡no bebes! Como hijos bastardos del tecnocapitalismo y el ecocidio, hagamos florecer ensamblajes, parientes y refugios, nuevos compuestos con otros no-humanos, inhumanos, espacios de hábitat, conexiones posibles, composiciones y nuevas relaciones de parentescos interespecies, redes sensibles que sean instancia de otras temporalidades, de otras políticas de resistencia neoliberal y otros sentidos potenciales de lo común y de la comunidad.

*Martin De Mauro Rucovsky es cordobés y autor de Cuerpos en escena. Materialidad y cuerpo sexuado en Judith Butler y Paul B. Preciado (Egales, 2016) y Bíos precario. Cultura y precariedad en Latinoamérica (Kamchatka. Revista de análisis cultural & La Oveja Roja, España [En prensa]). Bajo el título “Perder la forma humana”, esta nota apareció en el suplemento Soy / Diario Página 12, el viernes 14/7/17.

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Ichik willakuy: el microrrelato quechua

Por: Mauro Mamani Macedo*

Imagen: Festival en Cuzco- Carlos Chirino

Este artículo tiene como propósito sistematizar el ichik willakuy: microrrelato quechua. Mauro Mamani Macedo propone una caracterización del ichik willakuy, el microrrelato quechua, haciéndolos dialogar con la teoría del microrrelato desarrollado en la narratología europea y los géneros brevísimos que se presentan en las manifestaciones discursivas quechuas, como los watuchis (adivinanzas) y los cantos corales (pukllay taki). Con todo ello, el autor peruano se propone evidenciar la particularidad del ichik willakuy, como un texto que se conecta con su tradición cultural y que también logra una plena autonomía ficcional.


En el mundo quechua existen varios géneros discursivos breves que se practican entre dos personas que entran en competencias (atipanakuy), como el k’aminakuy o tratanakuy, la guerra o ritual de los insultos, “que es una forma de demostrar el ingenio, la agudeza humorística de indios, mestizos y aun de la clase señorial”, (Arguedas 2012 t.7:61), un ejemplo: “Kinray purichkaq sapo niraq ladu wiksa runa. (Tienes la panza toda a un lado como la de un sapo que camina por la ladera)”, tal como escucha Arguedas de la voz de los indiokuna en 1965. Estas formas discursivas contribuyen con la regulación social que busca el equilibro de las sensibilidades en los Andes.

En la música quechua tenemos los kutichiy, las bromas sensuales que hacen al bailar y cantar los jóvenes, así la muchacha le dirá al varón “chaki runtu” (huevo seco), el varón le responderá “chaki ñuñu” (senos pequeños y planos). También están los toriles o waka taki, donde las respuestas se expresan a través de cantos más extendidos que contiene una breve y ágil historia, mediante ellos valoran en forma pícara la fertilidad del toro y la vaca. El pukllay es otro canto festivo coral que se ejecuta en un contrapunteo o atipanakuy entre personas individuales o en grupo, tal como ocurre en los carnavales cuando se producen enfrentamientos entre bandos de mujeres y varones o entre grupos que representan a pueblos de arriba y de abajo. En todos los casos no hay necesidad de ofender o zaherir sino de mostrar el ingenio espontáneo y divertirse, entrar en alegría colectiva, en una fiesta del corazón.

El atipanakuy amatorio es expresado en “Los pallusmas”, las canciones de amor que rescata y estudia Ricardo Valderrama y Carmen Escalante. Esto ya no es coral, porque el joven y la muchacha entran en competencia amorosa: “No se componen las canciones, cantan las que escucharon (…) hay mucha más creatividad en las letras, introducen muchas más variantes, porque cada joven quiere darle su sello personal y se adecúan además a la situación específica de su relación amorosa” (1993:22), un ejemplo: “Qari: Yanalla ñawislla, palumachallá/Ch’askallas ñawislla palumachallá/ chumpichaykitaqa apayullashaq (El muchacho dice: Palomita ojos negros,/ palomita ojos de lucero, llevaré tu fajita)” “Warmi: Yanallas ñawis/sarallas parwaslla/maypitaq qanri yachayushawaq/ sultirachallaq ayrichantari/mansanachallaq virsuchantari (La muchacha contesta: Ojos negros,/flor de maíz,/ tú de dónde sabrías/ el aire de la solterita/el verso de la manzanita)” (Valderrama y Escalante: 1993:23), de esta forma los jóvenes cantan su historia de amor mientras danzan y el público siente y goza de los galanteos de la pareja. Además, lo valioso de este acto es que el amor de la pareja recibe el reconocimiento público.

Dentro de estos géneros menores también podemos encontrar los watuchi, que reductivamente remiten a la adivinanza, cuando en realidad su significado trasciende a la reflexión y argumentación. Si bien la interpretación inmediata de algunos watuchi puede enviarnos al tópico sensual y erótico, no obstante, subyace una enseñanza a través de la respuesta que se emite, ya que no solo se dice la respuesta fría o puntual, sino que se debe argumentar a través de la explicación o ejemplificación. De esta forma se ingresa al juego lingüístico, donde se recibe un castigo, según las normas establecidas, si no se acierta y explica adecuadamente. (Tenorio García 2018: 82). En este sentido no se celebra la memoria sino la competencia interpretativa del que responde. También se califica al que formula o plantea el watuchi, ya que, si no está bien compuesto, también será castigado por armar mal el texto. Ejemplos famosos de watuchi son: “Puka turucha, caspi chakicha: uchu (Torito coloradito con el rabito de palo: El aji) y “Hawan achachaw, ukun añallaw: Tuna (Espantoso, da miedo por fuera; dulzura, delicioso por dentro: tuna). Dentro de este universo de la poética de la brevedad se ubicarían los ichik willakuy, los microrrelatos, donde se instalan personajes, narradores y acciones con una trama sencilla. Algunos de ellos conservan una finalidad formativa, una especie de magisterio de las historias, estos últimos se vinculan a la gran tradición oral y así desde la letra vuelven a la oralidad.

El willakuy es una palabra polisémica, ya que puede referirse a un chisme, a una noticia, a un comentario breve, a un relato de tradición oral, al testimonio, a un cuento, a una novela o a un informe de una comisión. Así es que esta palabra circula en los usos vivos del habla cotidiana como ocurre con los chistes, bromas que se cuentan en los velorios, reuniones cotidianas de descanso o en el trabajo mismo. También están en los espacios de confluencia como los mercados populares, esos reservorios lingüísticos hirvientes, donde circula el llamado asinkunapaq willakuykuna, porque despierta la risa viva. Estos willakuy también circulan en los ámbitos académicos o solemnes donde muestran su diversidad, por ejemplo, al informe abreviado de la comisión de la verdad se la denomina hatun willakuy, páginas que no despiertan risa sino dolor y coraje.

Mujeres en Festival de la ista de Taquile (2008) - Maurice Chédel

Considerando esta diversidad y restringiéndonos al campo de la narrativa quechua de ficción, proponemos, sin ninguna pretensión teórica o categorial, las siguientes nominaciones: ichiy willakuy, willakuy y hatun willakuy que corresponderían respectivamente al microrrelato, al cuento y a la novela en la teoría narratológica occidental. Surge esta propuesta de la necesidad de reconocimiento didáctico de sus características específicas en cada caso: por ejemplo, la administración de las palabras o economía verbal en cuanto a la extensión, la complejidad o sencillez de la trama, el discurso representado o la interdiscursividad, la caracterización o tipificación de los personajes y la configuración formal de cada uno de estos géneros discursivos.

No obstante, estas nominaciones no son gratuitas sino que recogen la propuesta de algunos autores que nombran de ese modo a sus textos. Por ejemplo, Macedonio Villafán denomina “Ichik kwintukuna”, al referirse a sus textos quechuas brevísimos, aunque aquí quechuice la palabra cuento, en este caso nos interesa el adjetivo que particulariza a la narración, lo que en narratología se denominaría microrrelato. Por su parte, Porfirio Meneses, Sócrates Zuzunaga y Gloria Cáceres se refieren a sus narraciones de mayor extensión como willakuykuna, que correspondería al cuento. No obstante, sabemos que también lo nombran “Kwintu” o “Wintu”, siguiendo un proceso de adaptación fonológica del español al quechua. Asimismo, Oscar Chávez Gonzales llama a su texto narrativo extenso: hatun willakuy, que corresponderían a la novela, en específico a la novela corta, esto por la extensión de las que se han publicado. Consideramos importante recoger estas propuestas de los propios autores que nombran sus textos y aproximarnos a su naturaleza, ya que entran al proceso de la comunicación literaria: producción, circulación y recepción. Esta idea de la brevedad se puede vincular con la caracterización de las novelas indigenistas, en las cuales se advierte su representación segmentada porque los capítulos adquieren una relativa autonomía.

Lo más cómodo hubiera sido denominar microrrelato, cuento y novela quechua, siguiendo la propuesta de la narratología clásica europea, pero consideramos que tienen particularidades culturales en su gestación, configuración y reconfiguración de sus mundos representados que establecen formas particulares de enunciarse y de vincularse, en este caso, con el mundo andino. El ánimo es más por vincular texto y cultura; texto, contexto y vida. Y, en este caso específico, situar los textos dentro de la cosmovisión andina, donde siempre se advierte una medianía, chawpi, que articula un hanaq (alto) y un urin (bajo); alliq (derecha) y un lluqui (izquierda).

No obstante, no dejamos de atender el amplio y profundo desarrollo teórico de la narratología, en especial a la teoría del microrrelato. Por ejemplo, atendemos los trabajos que reúne David Roas en Poéticas del microrrelato (2010) o Lauro Zavala que compila los trabajos de la Poética de la brevedad (2013). Así, advertimos lo diverso y complejo que resulta la nominación de este tipo de textos, ya que existe la propuesta de clasificación considerando la extensión: el cuento corto, el cuento muy corto y cuento ultracorto (Zavala 1996). Con estos esfuerzos teóricos estamos siempre en diálogo. Además, inevitablemente nos enfrentamos al conflicto de la interpretación y traducción que se presenta al pasar de un sistema a otro o de una lengua a otra, cuando se tienen que trasladar contenidos, formas e ilustraciones dentro del campo literario. Por esta razón, consideramos necesario advertir los vínculos con sus tradiciones al interior del mismo sistema y su diálogo con otros sistemas, ya sea de la misma matriz cultural o de otra matriz.

Planteando el vínculo cultural y propiciando el diálogo epistémico, proponemos algunas características del Ichiy willakuy. Estos son textos breves, tienen una historia ágil y fundamentalmente trabajan con un doble sentido, su lenguaje es directo, la trama es sencilla, los personajes se caracterizan en forma general. A pesar de contar con una pluralidad temática, lo que predomina es la sensualidad, el erotismo, la crítica social, la afirmación de los valores andinos. Explora con mucha intensidad el componente lingüístico que amplía el horizonte de sentidos, por ello exige un lector culturalmente competente, bilingüe en algunos casos, para completar la compresión debido a la velocidad de la historia, y de esta forma se pueda conservar el impacto propio de su naturaleza textual brevísima.

Manuel Baquerizo, al estudiar este tipo de historias en la obra José Oregón Morales, considera que pertenecen al “género del cuentecillo agudo, del chiste, del chascarrillo o de la simple anécdota. En su mayoría, están tomados de la fuente oral y anónima. “Lo admirable en ellos es el espíritu jocoso, humorístico y burlón” (Baquerizo: 1994:13). Considerando un corpus más amplio, reconocemos que existen también textos que muestran una aguda crítica a los procesos sociales o revelan la cruel realidad social que se vivió en la época de la guerra interna en el Perú. Asimismo, en el proceso de desarrollo de este género discursivo, si bien varios de ellos están vinculados a la tradición oral, existen otros textos donde se observa una mayor autonomía, tal como lo explica Alan Durston (2019:89) al analizar el ichik willakuy “Tinkuy” (El encuentro), de Mauro Pérez. Allí, encuentra exiguos elementos del relato oral, como el uso escaso del reportativo, la ausencia de los elementos preliminares; por el contrario, advierte la presencia de un narrador omnisciente. Del mismo modo, se puede observar en “Wawallan maskaq mamamanta/ De la madre que busca a su hijo” que no hay ningún vínculo con la tradición oral sino que toma como motivo un hecho social cruento y lo simboliza en un discurso literario sintético.

En cuanto al vínculo del ichik willakuy con la tradición oral, encontramos varios textos que evidencian estos lazos: en ellos intervienen los animales, dialogan entre ellos, traman venganzas, celebran sus triunfos. Victor Tenorio (2012) denomina aranway a este tipo de textos, por el carácter de fábula que muestran. También encontramos textos donde los animales reprenden a los hombres: por ejemplo, la rebelión de los perros, quienes, luego de tomar conciencia, se van en contra de sus dueños, quienes los crían solo para hacerlos pelear, entonces se vuelven contra ellos y los hacen sangrar; también existen toritos poncho rojo justicieros, quienes desbarrancan a los hacendados abusivos que quieren matar a sus hermanos; o toros bravos que espantan a las mujeres tacañas hasta hacerlas perder sus monedas; culebras que latiguean a gamonales o asnos sabios que reprende a los sus dueños porque beben demasiado, perros fieles que acompañan a sus dueños literalmente hasta la muerte, porque después de enterrado su amo, los perritos siguen esperando que se levante para volver a casa.

Así como los animales combaten a los abusivos, también las plantas se burlan de los interesados, ya que ante su presencia se esconden más en la tierra para que no las encuentren las personas de mal corazón; solo se ofrecen abundantes a las personas que sinceramente necesitan los frutos. O mediante la rebelión, decidiendo irse a otra comunidad, porque al pueblo que alimentan, sus personas y animales, las tratan muy mal. Ellas no soportan más esa humillación y se juntan para abandonar a la comunidad y castigarlos con su ausencia.

Después tenemos los ichiy willakuy humorísticos, llamados qanchu (Tenorio García:2012), que a través de sus historias reproducen el humor andino, como ocurre con los k’aminakuy. En ellos, se representa toda la alegría andina, pues se resalta la astucia de los personajes que buscan entender lo que les conviene para cumplir sus objetivos. Aquí existe toda una muestra de sensualidad y picardía. Es importante destacar la picardía que muestran los personajes niños quienes dentro de su inocencia interpretan y responden en forma sorprendente desestructurando a sus interlocutores adultos, como ocurre en “Achoraje” de Oregón Morales o “Warmiyuq Iskuyliru” de Tenorio García. Estos qanchu que se relatan “en reuniones de cualquier ocasión, entre amigos quechua hablantes o campesinos, contarse chistes o cuentos picarescos en quechua, especialmente en los velorios”(Santillán Romero 2013:5), se trasladan a las formas escritas y la economía minimalista del relato como explica Gonzalo Espino (2019:77-78), no obstante, mantienen libre el canal por donde fluye el (dis)curso oral. Por esta razón, estos textos invitan a ser leídos y convocan a un público plural para celebrar el ingenio de los Andes. Este tipo de textos tienen, también, su vínculo con la anécdota, como el caso de “Tayta Serapiopa asina willakuykuna”, que son hechos para la risa.

Estos Ichiy willakuy mantienen un lazo sensible con la tradición oral, comprendidos en un sentido amplio de intertextualidad, porque la relación que se establece es entre dos sistemas (Oralidad-Escritura). Además, considerando los mecanismos textuales de transformación o recomposición, se evidencia la relación entre hipotexto (vinculado a la cultura andina y de circulación oral) y la hipertextualidad, textos reelaborados a partir de contenidos que trascienden a un segundo texto, en un sistema ya fijado: la escritura. Esto le permite circular en diversos espacios y tiempos en los que se sitúa el lector. Allí se observan proximidades y distanciamientos entre el hipo e hipertexto. En este segundo texto se realiza una trasformación de distinta proporcionalidad. Al desarrollar este mecanismo de trasfiguración en “Pongoq mosqoynn (Qatqa runapa willakusqan), El sueño del pongo (cuento quechua)”, José María Arguedas expresaba: “hay mucho de nuestra ‘propia cosecha’” ([1965] 1983, t.1, 257). En ese tiempo manifestaba su fe en la posibilidad de una narrativa quechua escrita, la cual en la actualidad muestra una gran producción.

En este diálogo de sistemas (oral-escrito) presente en estos textos brevísimos, ya fijados, por su naturaleza mantienen una vocación de volver al caudal de la oralidad, porque provoca leerlos en voz alta o contarlos (ayuda en ello su brevedad) y ser celebrados no por una persona sino por un auditorio. De esta forma, se daría el viaje inverso: de la escritura a la oralidad, completando el círculo vivo de la comunicación. De este modo, activando una interdiscursividad o intermedialidad entre el relato vivo (mitos, canciones, broma, chistes, etc.) y el ichik willakuy.

También existen los ichik willakuy con pleno estatuto ficcional, que ya no dependen de la tradición oral sino que se aproximan o distancian de la realidad. Son invenciones del autor, es decir, existe una mayor autonomía en la creación. No necesariamente anclan con el espacio andino, sino que sus acciones pueden también estar representadas en los espacios urbanos y, de esta forma, extenderse los horizontes referenciales. Dentro de ellos, tenemos los textos de Mauro Pérez, Sócrates Zuzunaga y Macedonio Villafán. En ellos se tratan diversos temas como la crítica social contra aquellos que pierden su identidad al salir de su comunidad o representan los temas de las crisis sociales, políticas o ideológicas que se viven en épocas determinadas, como el caso del conflicto armado interno que vivió el Perú en los años 80 y 90. O ingresan a un universo completamente contrafáctico como aquella historia del hombre que fue a pescar y llevó su maíz tostado para alimentarse, se queda dormido y cuando despierta encuentra unos pescados en su saco y retorna. Luego, se da cuenta que otros peces salen de la laguna y lo persiguen como los pollos porque les gusta su maíz tostado. Baquerizo ve en esta historia la dimensión fabuladora borgeana del campesino. (1994:13).

Actualmente, se cuenta con un considerable corpus de este tipo de textos quechuas que observan un estatuto ficcional. Estos conforman libros completos, como el caso de Santillán Romero, Oregón Morales; partes del libro como en Villafán Broncano, Zuzunaga, Tenorio García, Castillo Ochoa; o individuales difundidos en revistas como el caso de Pérez Carrasco. Es importante destacar que varios de estos han recibido premios nacionales de literatura quechua como el caso de Villafán Broncano y Zuzunaga. Otros han recibido una gran acogida por parte del público lector que ha motivado varias ediciones (Oregón Morales). También existen ediciones de gran tiraje o están integradas a planes lectores. Otros han recibido la atención de la crítica literaria regional, nacional e internacional. En este sentido, tanto en el campo editorial como en el campo de la crítica literaria, dan cuenta de la calidad de estos textos y de la fertilidad de su producción.

En estos ichik willakuy se representan varios temas, aunque un tópico recurrente es la crítica a aquellos que pierden la identidad cuando parten a Lima y regresan a la comunidad con otras ideas en su cabeza y con otros sentimientos en su corazón. Este cuestionamiento a la impostura de la identidad es muy frecuente, la podemos observar en las canciones de Isaac Vivanco, quien canta la “Limaca”, donde relata la historia de la muchacha que viajó a Lima y volvió cambiada. Bajo ese mismo sentido crítico se encuentran algunos cantos de Manuelcha Prado. Es un personaje que quiere seguir en sus modos al mestizo, ser como él, así asume sus maneras, su vestido, sus giros verbales, su forma de alimentarse. En Bolivia se le conoce a este tipo de personaje como la birlucha.

Del mismo modo se representan en los Ichik willakuy de Macedonio Villafán, David Castillo Ochoa y Orlando Santillana. En ellos se representa a los jóvenes: hombres o mujeres que vuelven a sus pueblos y tienen otras costumbres, visten y aprecian otras ropas, olvidan los ritmos andinos, otras lenguas viven deliciosamente en sus bocas y el quechua les resulta amargo y difícil; de esta forma expresan su desprecio o indiferencia a las maneras tradicionales de vivir en los ayllus (familias) o llaqta (pueblos). Algunos de estos Ichik Willakuy establecen una relación interdiscursiva con la música. Por ejemplo, en el texto de Villafán se incluye una canción para evidenciar y cuestionar estas actitudes lingüísticas y culturales de los jóvenes que giraron su corazón.

El tema de la guerra interna que se dio en el Perú se representa con mucha crudeza, por ejemplo, en los textos de David Castillo, Sócrates Zuzunaga, Macedonio Villafán, donde aparece el temor que sienten al estar frente a los “milikos”, tal como lo experimenta el taita Serapio en el ichik willakuy de Zuzunaga. Además, evidencia su nivel cultural que, si bien está circunscrito al ámbito del humor, es más bien un humor negro, porque los “Milikos” al leer los títulos de los libros como No una sino muchas muertes, lo vinculan con una propaganda subversiva cuando en realidad es un texto de ficción. Debido a la ignorancia de los “milikos”, se apresa injustamente a los hombres. Aunque existen niveles de representación más dramáticos, como ocurre con la madre que busca a su hijo en medio de huesos. Estos padres ya perdieron toda esperanza y solo les queda encontrar a su hijo para enterrarlo, pero lamentablemente ni eso pueden lograr. En otros casos, cuando un hombre, con el rostro cubierto y armado, mata a un pájaro, los otros pájaros lo atacan y ejecutan su venganza, tal como se relata en el “Miski takichakuq chiwankuchakunamanta (De los zorzalitos de dulce canto)” de David Castillo.

En el mundo andino, las mujeres y los hombres del andes tienen un profundo sentido religioso, respetan las fiestas de sus santos, porque asumen con mucha responsabilidad los encargos de celebrar las fiestas, como ocurre en “Manka peqa misthi”, o en “Comonirukunapa memorialnin”, donde la comunidad expresa su gran voluntad para reparar la iglesia que se ha incendiado: ellos son capaces de reconstruirla en una semana. Pero también existen ichik willakuy que desconfían de la prédica de la existencia de un paraíso, donde todos trabajan con el sudor de su frente, que los españoles llegaron junto con Dios y cómo, siendo así, Dios no llegó primero. Este sutil sentido crítico se representa en la obra de Zuzunaga, con gran capacidad de síntesis. En estos textos se discurre un humor suave, pero con intenso cuestionamiento al discurso religioso occidental.

La sensualidad y el erotismo andinos se muestran con toda agudeza. Allí se representan los mecanismos del galanteo, la picardía, pero también las formas de cortejar que varían de espacio a espacio, de pueblo a pueblo, lo que evidencia formas rituales privativas de cada comunidad. Así, representan las estrategias que se utilizan para acercarse a la pareja andina. Éstas generalmente están tejidas con el humor, que se asocia a los pukllay, a los juegos para conseguir pareja, o para reírse de sus fracasos en la búsqueda de la amada. A veces estas bromas pueden resultar chocantes por la forma en que se enuncian, como una especie de juego procaz, con desvergonzado atrevimiento, pero se cuida el narrador de no salir de los ámbitos lúdicos que es la atmósfera dentro de la cual se desarrollan las acciones pícaras.

Llamas en Perú - Fred Wanderley

Llamas en Perú – Fred Wanderley

La complejidad de la traducción cultural se representa como “fracaso de la letra” (Espino 2019:79), pero también como un aprovechamiento ingenioso por parte de un indio pícaro que se equivoca en forma favorable, aprovecha la distancia que se marca entre el decir y lo dicho, donde los sobrentendidos, las inferencias, las interpretaciones permiten orientar los sentidos, las direcciones de significación. Así, se problematizan los procesos de traducción cultural, que comprometen el paso de la oralidad a la letra, en tanto sistemas de comunicación. Estos procesos se complejizan más cuando se suma el conflictivo paso del quechua al español. Estos trances son representados en diversos ichik willakuy, por ejemplo, cuando se usa la palabra “medido”, por la interferencia se pronuncia “me dido”, (mi dedo), el primero como medida o mesura, y el segundo como el dedo de la mano. Esta supuesta fallida comunicación reenvía al humor y a la sensualidad, pero subyacen los complejos procesos de traducción del quechua al castellano, o del castellano al quechua. Así, saca provecho quien sabe ambas lenguas, pues estos textos exigen un lector culturalmente competente para su aprovechamiento pleno, como el lector competente que reclama la novela Huambar Poetastro. Acacau Tinaja ([1933] 2019) de J, J. Flores. Si no se conocen ambas leguas no se puede reír, porque un monolingüe goza parcialmente y vuelve solemne el texto, en estos casos conviene ser un demonio feliz como Arguedas, que gozaba en quechua y español. Al tratar estos temas de competencia, a veces se extrema la exigencia, como es el caso del texto de Santillán Romero, quien señala como subtítulo de su libro: “Cuentos pícaros para quechua hablantes”, escrito irónicamente en español para excluir a los lectores de esta lengua.

Estos ichik willakuy trasladan sabiduría de pueblo, de comunidad, porque nos transmiten la forma en que debemos escuchar el saber de las plantas, de los animales, de los padres. Pero también muestran que el indio es capaz de aprender códigos ajenos como el español y así, articulando dos lenguas, puede enfrentar dificultades, o sacar provecho ingenioso de esa biculturalidad. Estos ichik willakuy son textos que contribuyen con la formación de los ayllus, ya sean del ande o de la urbe, porque a través de ellos busca corregir actitudes deplorables de los blancos, gamonales, de los creídos, de vanidosos, de los poderosos, pero también de los propios indios, cuando estos se van en contra de su pueblo, cuando voltean su corazón. Asimismo, demuestran la imaginación creativa, la capacidad fabuladora de sus narradores quechuas que inventan historias viviendo, sintiendo su mundo o situándose en otros mundos para enunciarlos. También, desmoronan la idea de que el pueblo indio es un pueblo triste y revelan que en los andes también hay alegría como en todos los pueblos del mundo; ya que en el rotar de la vida hay tiempos de tristeza y tiempos de pukllay, de fiesta completa.

Bibliografía

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* Universidad Nacional Mayor de San Marcos. GI Estudios Andinos de interculturalidad: quechua y aymara. ESANDINO

La Mujer Aparte: Adagio de Sarah Minter

Por: Federico Windhausen[1]

Federico Windhausen aborda aquí la película Adagio (1980) de la cineasta mexicana Sarah Minter, un film rodado en super 8 que, para el autor, ha sido eclipsado en la trayectoria de la artista. La película focaliza en una protagonista casada que imagina, mientras tiene relaciones sexuales con su marido, que mantiene un encuentro erótico con jóvenes chilangos. Apelando a un conjunto de elementos visuales experimentales que se inscriben en la estética de cineastas como Maya Deren, Minter se insertó, para el autor, en una tradición prominente dentro de la historia del cine experimental de mujeres. Así, elaboró una narrativa de temática feminista y queer que respondía, también, a su propio momento cultural en la Ciudad de México, marcado por el surgimiento de un contracine feminista, el crecimiento de los activismos de género y las manifestaciones iniciales de un cambio generacional.


Podemos especular que, para los que suelen ver la historia de una cultura en términos de la idea del “clima de una era”, es útil hacer una clasificación simple, una que pone todo en orden implementando solamente dos categorías. La primera sería una categoría ampliamente repleta de obras de arte que parecen, durante su producción y una vez finalizadas, contemporáneas con la cultura en las que se realizaron. La segunda sería la clase opuesta, quizás igualmente abarrotada, con obras que parecen haber llegado demasiado pronto o demasiado tarde, poco vistas y dejadas a la deriva sin las narrativas históricas o interpretaciones críticas que podrían comenzar a identificar o crear sus contextos relevantes. La película Adagio (1980) de Sarah Minter es, en cierto sentido, un trabajo anómalo que cae en la última categoría. Se rodó en super 8, un formato fílmico cuyo uso público como alternativa viable al cine industrial mexicano en la década de 1970 había sido promovido principalmente, pero no exclusivamente, por jóvenes varones, “los chavos superocheros”, como los llamó Sergio García en 1973.[2] Además, tanto en los propios relatos de su carrera como en los reminiscencias de otros, la única película en la lista oficial de las obras de Minter que fue hecha en super 8 ha sido eclipsada por sus videos y su apoyo vocal al videoarte.[3] Por otra parte, es estéticamente distinta de las películas feministas que se hicieron en México a finales de los setenta y principios de los ochenta. Pero es cierto también que Adagio —centrada en una protagonista casada y acomodada que imagina, mientras tiene relaciones con su marido, una escapada a otros espacios y un encuentro erótico con jóvenes chilangos— es, en muchos sentidos, una película que refleja su época. Pertenece a un momento cultural de la Ciudad de México que estuvo marcado por importantes transformaciones históricas: el surgimiento de un contracine feminista, el crecimiento de los activismos de género y de orientación sexual y las manifestaciones iniciales de un cambio generacional, desde la contracultura influenciada por los sesenta a las subculturas de la era punk.

En México, ese momento histórico de finales de los setenta no fue un período de intensa actividad en cuanto al cine experimental. No obstante, algunos cortometrajes de mujeres cineastas fueron catalogados como experimentales en los concursos y muestras de jóvenes realizadores: Lecciones de poesía (1978), influenciado por Straub-Huillet, y Naturaleza muerta (1979), con una temática antimachista, ambos de Adriana Contreras; y El encuentro (1976) de Rosario Hernández.[4] Más activas fueron las mujeres haciendo su propio contracine enfocado en temas feministas, como las cineastas vinculadas al Colectivo Cine Mujer. Historias de vida (1979) de Maripi Sáenz de la Calzada aborda las experiencias de las niñas en las escuelas religiosas; Vicios en la cocina (1978) de Beatriz Mira da voz a la ama de casa oprimida; Rompiendo el silencio (1979) de Rosa Martha Fernández y el Colectivo Cine Mujer es una docuficcion sobre la violación y la violencia sexual. También es notable que hubo dos cursos abiertos, en 1978 y 1979, con el título «La mujer en el cine, mujeres cineastas», organizados por el Centro de Estudios Cinematográficos (CUEC), el Instituto Goethe y Radio UNAM. Estas películas y actividades contribuyeron al contexto cultural en el que se concibió y realizó la película de Minter.[5] Sin embargo, en contraste con el típico cine documental de los setenta y con las convenciones del cine de panfleto, la cineasta rechazó la opción de utilizar en Adagio el diálogo o la narración lingüística. En cambio, recurrió al cine experimental para representar la vida interior de una mujer.[6]

Adagio es un ejemplo local de la convergencia de dos acontecimientos internacionales: un mayor acceso a ciertas tecnologías de cine, facilitado por la economía del formato super 8, y la conciencia entre ciertas mujeres de que ese formato podría utilizarse para solucionar o eludir algunos problemas que pertenecían a su campo de juego, como el impacto del sexismo en sus tentativas de entrar a diversos ámbitos de la producción de imágenes en movimiento (el mundo del arte, los cines experimentales, industriales, activistas, estudiantiles, etcétera). Entre estas últimas se encontraban cineastas y artistas de diferentes países como Ana Mendieta, Vivienne Dick, Narcisa Hirsch y Marie Louise Alemann. Para varias de las mujeres que trabajaban con super 8, las cámaras eran más fáciles de usar y transportar que la cámara Bolex de 16 mm, por ejemplo, y dado que en el mercado de consumo se esperaba que fuera el formato de película en fílmico utilizado por cineastas amateur y familias, era más asequible. Para algunos cineastas, el super 8 tenía connotaciones culturales que complementaban el contenido de sus películas; Adagio, por ejemplo, vuelve continuamente al escenario doméstico de su comienzo. Como ha observado el cineasta Scott Stark, “cuando [el super 8] salió al ámbito público, tenía esos tentáculos que se remontaban a la película casera, ese cordón umbilical”.[7]

La película de Minter puede situarse también en otra historia transnacional, la de las mujeres que hacen cine experimental sobre mujeres. A continuación, veremos cómo varios aspectos de esa tradición dentro del cine vanguardista se manifiestan en Adagio, desplegando una forma y estilo que es, al mismo tiempo, único y que comparte mucho con otras películas que pertenecen a esa historia.[8]

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Adagio (1980)

Adagio (1980)

Una mujer está desayunando con su marido.[9] Mientras él lee un libro, ella mira a lo lejos y fuma un cigarrillo. Él la mira, le apaga el cigarrillo en un cenicero, en un plano detalle que muestra su anillo de matrimonio, y la acerca hacia él y la aparta de la mesa. En un lugar muy diferente, lleno de escombros de edificios. Entra al cuadro esa misma mujer, ahora vestida con una remera blanca y mallas negras. En el centro del espacio se ve una blusa negra, un sombrero bombín negro, una pajarita negra, guantes plateados y un reloj de bolsillo. La mujer se quita la remera, mostrando su torso desnudo, y se pone la blusa y pajarita. Un primer plano muestra una línea oscura, posiblemente pintada, que marca su rostro en diagonal, cruzando sobre su nariz y bajando hasta su barbilla. Dentro de otra parte del espacio interior del comienzo, el hombre y la mujer se sientan juntos en el sofá. Volvemos a la mujer solitaria y se ve que ya no está entre los escombros y lleva la ropa que encontró allí. Ahora está en un jardín o parque, mirando la vegetación a su alrededor. En el espacio doméstico de la pareja, el esposo abre la bata de la esposa, le acaricia los pechos y así comienza una escena de amor. La mujer solitaria en medio de la vegetación está sentada casi inmóvil en el suelo, y mira el reloj abrochado a su tobillo …

Adagio es la contribución de Minter al cine experimental de los estados internos exteriorizados y, más específicamente, de sueños, fantasías e imágenes oníricas. En muchos casos, los elementos de la puesta en escena, incluidas las locaciones y el vestuario, adquieren una importancia que podría estar vinculada a referentes específicos o, de manera menos concreta, a connotaciones emocionales y culturales diseñadas para provocar una variedad de interpretaciones. Además, ya sea difuminando las diferencias entre la vida consciente y el sueño, presentando un flujo continuo de acciones, o manteniendo una distinción relativamente clara entre el mundo material y la experiencia subjetiva, recurriendo a un dispositivo convencional como la escena onírica, esta tradición dentro del cine experimental tiende a incrustar sus imágenes dentro de estructuras secuenciales, cadenas de imágenes que emulan o toman prestada de la lógica de los estados de sueño y las fantasías. Es posible que Minter conociera el cine de lo onírico, dado que es parte, junto con la animación abstracta, de la narrativa histórica estándar que ha dominado la enseñanza, programación y crítica de cine experimental mundialmente. Se puede decir que la película de Minter tiene afinidades con algunas de las tendencias y formas más tradicionales de cine experimental, aunque históricamente, antes de 1980, pocas cineastas mexicanas la habían explorado.

El énfasis temático de Adagio en la subjetividad femenina, combinado con la representación de una serie de figuras que simbolizan la alteridad y las identidades diferentes para la protagonista, lleva a la película a otra corriente primaria dentro de este modo de cine. Pero esta expansión, relacionada con la subjetividad de quién se estaba representando, cómo y por quién, no se lleva a cabo en la película de Minter a través de las estrategias de orientación lingüística —utilizando el testimonio, las conversaciones o las declaraciones teóricas, por ejemplo— de gran parte del cine feminista de la época. La realizadora utiliza un conjunto de elementos visuales mucho más antiguos, típicamente asociados con cineastas como Germaine Dulac y Maya Deren: una coreografía de gestos, de movimientos diseñados para la cámara, llevados a cabo en locaciones cargadas de significados y sentidos.

La Souriante Madame Beudet (1923)

La Souriante Madame Beudet (1923)

La protagonista de Adagio no muestra resentimiento o frustración hacia su pareja, pero en sus fantasías podemos vislumbrar sus deseos, y esas escenas la ubican en un linaje de personajes femeninos que incluye a la esposa en La Souriante Madame Beudet (1923), el cortometraje protofeminista de Germaine Dulac. En la película de Dulac, entendemos la infelicidad de una esposa que vive en una ciudad de provincias a través de la visualización de sus fantasías, percepciones y pensamientos. Utilizando técnicas como la cámara lenta y las tomas de iris, la película presenta a una mujer cuya existencia cotidiana se divide entre la presencia opresiva de su marido grosero y sus deseos y sueños transgresores. De particular importancia dentro de la película es la expresividad de los cuerpos que la cámara tiene la capacidad de magnificar. Como Dulac explica, estaba particularmente interesada en cómo el cine puede revelar aspectos de la psicología a través de la representación del movimiento:

La vida interior que las imágenes hacen perceptible es, junto con el movimiento, todo el arte del cine. . . Movimiento, vida interior, estos dos términos no son incompatibles. ¿Qué podría ser más animada que la vida psicológica, con sus reacciones, sus múltiples impresiones, sus proyecciones, sus sueños, sus memorias?[10]

En la película de Minter, muchos de los movimientos de la protagonista siguen el ritmo de un tempo lento, sugiriendo a la vez su pasividad, reticencia, melancolía y estado pensativo. Como en la película de Dulac, el ritmo lento amplifica sus reacciones y atrae nuestra atención hacia su subjetividad, sin hacer explícitos todos los aspectos de sus pensamientos, sugiriendo su tono emocional.

Meshes of the Afternoon (1943)

Meshes of the Afternoon (1943)

La construcción de tonos emocionales que son ambiguamente motivados es una característica central de Meshes of the Afternoon (1943) de Deren, que el crítico Parker Tyler ha calificado como «una rêverie vespertina de suspenso erótico».[11] Ese suspenso se genera en parte por momentos que pueden tornarse violentos: en la película, una mujer se duerme en su sala de estar, pasa por varios espacios dentro y fuera de su casa, encuentra múltiples versiones de sí misma, responde a los gestos amorosos de su pareja masculina, entra en contacto con objetos relacionados con la violencia física, y al final de su estado de sueño parece haber llegado a la autoaniquilación. Atravesando diferentes habitaciones y paisajes, la protagonista de Deren muestra una serie de reacciones, como el deseo, el miedo y la desorientación. Cada respuesta parece ligada a su presencia física, en una película que presenta al yo como inseparable de la experiencia corporal y al cuerpo como una entidad siempre circunscrita por los espacios físicos.[12]

… La escena de sexo continúa en una hamaca, pero la segunda línea de acción cambia de lugar abruptamente, mostrando un estacionamiento donde la mujer solitaria ahora usa un traje de baño y está tomando el sol en una toalla. Mientras se aplica loción, ve aparecer frente a ella una pandilla de siete personas, hombres y mujeres jóvenes. Mientras tanto, la escena de sexo continúa en la hamaca, con el hombre desnudo moviéndose sobre el cuerpo desnudo de la mujer. En el estacionamiento, el grupo se acerca a la mujer mientras ella mira con lo que podría ser horror o asombro. Un hombre toma fotos de ella. Otro hombre sacude vigorosamente el mástil de su guitarra eléctrica. Un hombre barbudo con un vestido acaricia su propio pecho. Una mujer con una chaqueta de piel y un top de bikini desabrocha sus jeans negros mientras un hombre acaricia su pecho. Un hombre frota una cadena larga de metal entre las piernas de una mujer y luego inserta y saca la cadena de un agujero en el suelo. Acompañando cada toma en el estacionamiento hay una toma de la escena de amor en la hamaca, donde los movimientos son más lentos y la mujer parece estar aceptando que el hombre asume el papel más activo. En el estacionamiento, mientras la mujer que estaba tomando sol observa al grupo, sus expresiones alternan entre aversión, fascinación y placer …

Siguiendo la tradición de la película de Deren, Adagio conecta la movilidad, el espacio y la vida emocional de su protagonista. Cargados de connotaciones personales, poéticas y sociales, los espacios que ocupa y atraviesa incluyen un hogar moderno, un parque de verde exuberante, un estacionamiento urbano sin techo y una vecindad vieja. Según la cineasta Nina Fonoroff, en la imagen que genera el formato de super 8, la “figura humana se fusiona con el espacio que la rodea; la decoración y el escenario no son un ‘telón de fondo’ en el sentido correcto, sino que comparten el escenario en igual medida con el performer”.[13] La generalización de Fonoroff es probablemente demasiado amplia, pero describe un efecto que Minter genera en las escenas domésticas de su película, en las que la presencia individual de cada personaje se vuelve menos prominente que los objetos de la comodidad burguesa que los rodean. Colocando a sus personajes en medio de superficies de vidrio, reflectantes y duras, además de un exceso de muebles y objetos, Minter utiliza la decoración y el encuadre para hacerlos parecer más pequeños, disminuidos por sus símbolos de estatus.[14]

El escape mental de la protagonista sugiere que desea algún tipo de transgresión. Entre el parque y la vecindad, espacios de movilidad y reflexión, se encuentra el estacionamiento urbano, la locación donde se nota el mayor contraste con las películas de Dulac y Deren. Minter pone en escena un grupo cuya apariencia exterior y gestos exagerados los definen: representan una versión cómica de la juventud subcultural, quizás un híbrido de varias identidades —glam, punk, gay, nueva ola (new wave), etcétera—. Dado que la película probablemente se rodó después o alrededor del momento de la Marcha del Orgullo Homosexual de México en junio de 1979, y durante un período particularmente animado de activismo feminista, parece hacer un guiño a los movimientos de la diversidad sexual y de género de esa época, junto con las identidades culturales ligadas a la nueva música y danza. Además, en la señalización del tema de clase resuenan otras críticas y polémicas de la época, como la advertencia de José Joaquín Blanco, expresada en marzo de 1979, sobre los posibles efectos normalizadores «de la tolerancia del consumo que previsiblemente —por el proceso económico y social que experimenta nuestra clase media, tan subsidiaria de las ‘democráticas’ capitalistas— pronto se impondrá en México también en los terrenos del sexo».[15] A pesar de que Blanco estaba hablando explícitamente en la línea de André Gide pero también Jean Genet, de los hombres y la creación de “los homosexuales de clase media”, tanto el escritor como la cineasta parecen converger en una visión de las identidades disidentes, cargadas con promesas de liberación y de «los valientes beneficios del rebelde, que no son intrínsecos a opción sexual alguna sino a una opción política».[16]

… Pronto aparecen dos mujeres que no forman parte de la pandilla, cubiertas casi por completo con ropa tradicional, similar a monjas o misioneras. Una tiene una cruz en su mano. Al verlas la mujer solitaria parece menos desconcertada por su presencia. Luego, la película introduce un nuevo escenario y línea de acción: una vecindad donde la mujer, ahora con un vestido de casa, camina de una manera casi etérea. De vuelta en el estacionamiento, el comportamiento de la pareja de mujeres cambia de repente, y cada una comienza a desvestirse y acariciar su cuerpo, como en un frenesí de lujuria. La mujer observa sus expresiones y acciones y las imita. En la vecindad, sube un tramo de escaleras y sale por una puerta. De vuelta en la hamaca de su casa, está dormida. Su marido la besa y se va. En la vecindad, mira pensativamente fuera de la pantalla y regresa lentamente adentro para bajar las escaleras.

En el retrato relacional que presenta Adagio, la protagonista se ubica en una cadena de encuentros y enfrentamientos a través de los cuales surge el tema de mirar y ser mirado, un tropo visual que se había politizado cada vez más en la segunda mitad de los setenta dentro de la teoría y práctica de los cines feministas. El asunto de cómo la mujer mira y a quién es tan importante para la película como la coreografía de los cuerpos. En el estacionamiento, donde la corporeidad de los personajes tiene más importancia, la fuerte luz natural crea una relación de contraste entre figura y fondo, lo que nos permite ver con claridad lo que ve la mujer. En la vecindad, sin embargo, a medida que ella se vuelve pensativa, sus movimientos parecen más ligeros y es menos fácil distinguirla de su entorno. No vemos lo que está mirando antes de que se aleje de la cámara, y en esas imágenes finales en la vecindad, parece estar suspendida entre su presente y su futuro.

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Escribiendo a fines de los ochenta, el historiador de cine Tom Gunning habló sobre un grupo de jóvenes cineastas de los Estados Unidos, incluidas Peggy Ahwesh y Nina Fonoroff, que estaban haciendo un cine experimental antimonumental, principalmente en super 8 pero también en 16 mm, compuesto por películas que «no afirman ninguna visión de conquista, no pretenden a la hegemonía».[17] Gunning usó el término «cine menor» para describirlos, citando la idea de una literatura menor en el estudio de Deleuze y Guattari sobre Kafka.[18] El arte «menor», en este contexto, permanece desterrado del ámbito de lo que se considera «mayor» (como el cine comercial), aunque hace uso de su «lenguaje». El menor «renuncia a la aspiración a la maestría», eligiendo, en cambio, celebrar su propio estatus marginal. En su análisis de este cine, Gunning mostró como los cineastas se estaban apropiando de estilos y prácticas del pasado y creando formas nuevas e híbridas, mostrando tendencias ahora reconocidas como características del cine experimental de los años ochenta.

Gunning reflexionaba sobre un cambio generacional dentro del cine experimental de otro país, pero creo que la idea de un cine menor es aplicable a muchas versiones del cine experimental en el que los grandes maestros del pasado u otras fuerzas dominantes (la industria cinematográfica, el mundo del arte, las instituciones bien establecidas) han impactado en lo que los cineastas más jóvenes perciben como el campo de juego. Desarrollando el potencial de un formato que había estado, en México, dominado por cineastas masculinos, Minter se insertó, consciente o inconscientemente, en una tradición prominente dentro de la historia del cine experimental de mujeres y contribuyó con una narrativa de temática feminista y queer, una combinación que respondía a su propio momento cultural. Al parecer, Adagio se proyectó mayoritariamente en funciones privadas, como si se hubiera concebido como una obra que podría socavar la cultura dominante de forma clandestina, sin ostentación ni grandiosidad. Es un cortometraje que merece más atención dentro de las historias del super 8 y el cine experimental, en México e internacionalmente, y espero que pueda formar parte de una historiografía diversa de “lo menor” en la cultura mexicana.[19]


[1]Agradezco a Emiliano Rocha Minter, Gregorio Rocha, Salma Aiza y Tzutzumatzin Soto por su ayuda durante mis investigaciones.

[2]Sergio García, “El Cuarto Cine (o el cine en un cuarto)”, Pop (15 de noviembre de 1973), p. 47.

[3]En una entrevista extensa sobre su carrera Minter solo menciona que empezó “a hacer videos y películas en súper 8 con Olivier Debroise”. Debroise actúa en Adagio. Cecilia Delgado, Sol Henaro y Sarah Minter, «En diálogo con Sarah Minter» en Sarah Minter. Ojo en rotación. Imágenes en movimiento 1981-2015, ed. Ekaterina Álvarez Romero (Ciudad de México: MUAC, UNAM, 2015), p. 35. En el verano de 2012 pude entrevistarla a Minter, pero no me habló de Adagio.

[4]Para más información sobre esos cortometrajes, véase: Eduardo de la Vega Alfaro y Cecilia Pérez-Grovas, “Jóvenes Cineastas Mexicanos en la Cineteca”, Cine vol. 2, no. 16 (mayo 1979), p. 29.

[5] Para unos textos introductorios, véase: Israel Rodríguez, «Cine documental y feminismo en México (1975-1986): Notas para la escritura de una história», Movimento no. 12 (marzo 2019), pp. 197-218; Isabel Jiménez Camacho, De cines y feminismos en América Latina: el Colectivo Cine Mujer en México (1975-1986), tesis, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2018; Berta Hiriart, «Cine de mujeres», Fem vol. 9, no. 33 (abril-mayo 1984), p. 39-40.

[6] La película puede situarse así en la cúspide de una transformación cultural más amplia, un cambio que ha sido caracterizado por Márgara Millán de la siguiente manera: “El cine mexicano de mujeres de los ochenta comparte con el resto del cine latinoamericano lo que B. Ruby Rich denomina el desplazamiento hacia la interioridad presente en el ‘nuevo’ nuevo cine, cerrando el periplo del cine político feminista de denuncia y construcción de las demandas de las mujeres oprimidas sexualmente o subordinadas socialmente”. Márgara Millán, “El cine de las mujeres en México: situando el deseo del sujeto femenino», Lectora no. 7 (2001), p. 47.

[7]Scott Stark citado en Kathy Geritz, “I Came into an 8mm World” en Big As Life: An American History of 8mm Films, ed. Albert Kilchesty (San Francisco: Museum of Modern Art, 1998), p. 48.

[8] El texto que en cursivas es mi resumen narrativo de la película, dividido en tres partes.

[9]La mujer es protagonizada por Salma Aiza y el hombre por Olivier Debroise.

[10]Germaine Dulac, «Les procédés expressifs du cinématographe», Écrits sur le cinéma: 1919-1937 (Paris: Paris expérimental, 1994), p. 37.

[11]Parker Tyler, “Maya Deren as Filmmaker”, Filmwise no. 2 (1962), p. 3.

[12]Minter pudo explorar su interés en las experiencias corporales a principios de los setenta con Ergónico, el grupo del argentino Juan Carlos Uviedo que se dedicaba al “teatro de provocación…de performance radical”. Cecilia Delgado, Sol Henaro y Sarah Minter, «En diálogo con Sarah Minter» en Sarah Minter. Ojo en rotación. Imágenes en movimiento 1981-2015, p. 30. Véase también Con la provocación de Juan Carlos Uviedo. Experimentos teatrales de un paria, ed. Ekaterina Álvarez Romero (México: MUAC y UNAM, 2015).

[13]Nina Fonoroff, “Riff-Raff and Hooligans: Super 8 and Mass Art” en Big As Life, p. 85.

[14]Cabe mencionar que ese tipo de crítica de la vida burguesa tiene un antecedente aún más polémico en la biografía de Minter: en 1972, con Uviedo y Ergónico, participó en la obra The Engels Family. Tu propiedad privada no es la mía, basada en el estudio de Friedrich Engels de 1884, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.

[15]José Joaquín Blanco, Función de medianoche: ensayos de literatura cotidiana (México: Era, 1981), p. 185.

[16]Ibid.

[17]Tom Gunning, “Towards a Minor Cinema: Fonoroff, Herwitz, Ahwesh, Klahr and Solomon”, Motion Picture vol. 3 no. 1/2 (Winter 1989–90), pp. 2-5.

[18]Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor (México: Ed. Era, 1978).

[19]Para crónicas de arte latinoamericano que discuten la relevancia de la idea de lo menor de Deleuze y Guattari, véase: Tatiana Flores, Mexico’s Revolutionary Avant-Gardes: From Estridentismo to ¡30-30! (New Haven: Yale University Press, 2013), p. 7; Luis Camnitzer, Didáctica de la liberación: arte conceptualista latinoamericano (Murcia: CENDEAC, 2009), p. 162.

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Creando historias: performance y la búsqueda de identidad nikkei en Lima

Por: Akemi Matsumura*

¿La identidad nikkei es una mera repetición y conservación del pasado? En este ensayo, Akemi Matsumura narra sus experiencias de trabajo de campo en tres agrupaciones de danza de la comunidad nikkei de Perú. En ese camino, entiende que “las formas, contenidos y repertorios de las performances desarrolladas en estos grupos son una forma de contar historias sobre quiénes eran los ancestros, quiénes somos y quiénes queremos ser como nikkeis”. De este modo, podemos concebir como memoria, diálogo intergeneracional y narrativas de fusión son diferentes modos de construir identidades nikkei en América Latina.


Ser nikkei es una subjetividad, una relación con la que cada quien lidia, por lo que cada uno se encuentra en constante búsqueda de cómo vivirla. Comencé a participar de la llamada “comunidad nikkei” de Lima cuando tenía 17 años. Luego de varios años de ser parte de grupos de danza, canto y de asistir a eventos, una cuestión me llamaba la atención: cuando se hablaba de qué es “ser nikkei” se hacía bastante énfasis en ser descendiente de un grupo de migrantes que habían sido muy valientes al moverse de un continente a otro en condiciones de pobreza y que gracias a su esfuerzo, honestidad y valores comunitarios, “progresaron” y lograron alcanzar cierto prestigio social en el Perú (y en el mundo). Alrededor de esta romántica narrativa, es decir, de esta forma de narrar la historia, me fueron surgiendo varias preguntas, de las cuales solo trataré algunas en este corto artículo: los nikkeis ahora, ¿no construyen también una identidad con nuevas historias?, ¿es suficiente pensar en antepasados, apellidos y genética para crear comunidad? Si desean mantener estos “valores” a través de las generaciones, ¿cómo lo harán?

Todos estos cuestionamientos comienzan cuando estas narrativas no me convencían ya que podía observar que no todos los descendientes japoneses participan de estos eventos en Lima. Yo misma comencé a hacerlo relativamente tarde. Al mismo tiempo, ¿por qué las generaciones mayores están tan preocupadas por la continuidad de esta comunidad? “Se han perdido los valores”, escucho usualmente. Las asociaciones de Kenjinkai (descendientes de la misma prefectura) no tienen jóvenes, o los que asisten se encuentran en un estado liminal entre ser jóvenes y adultos. Por otro lado, la participación de personas menores de 25 años no es nula, pero lo que podía ver era que los grupos con más poder de convocatoria no eran los Kenjinkais, sino las asociaciones que organizaban actividades relacionadas a las artes escénicas. A pesar de ser de convocatoria cerrada, eran estos eventos y ensayos los que facilitaban la participación de jóvenes descendientes y también de “no descendientes”. Es así que, dentro de los descendientes japoneses, si no habían sido parte de centros educativos nikkeis o asistido familiarmente a un Kenjinkai, tenían la posibilidad de reconectarse mediante sus pares como contactos y no por decisión de sus padres.

Ser parte de agrupaciones por medio de pares es significativamente efectivo para tener un sentido de pertenencia. Sin embargo, lo que quiero desarrollar en este artículo es que las formas, contenidos y repertorios de las performances desarrolladas en estos grupos son una forma de contar historias sobre quiénes eran los ancestros, quiénes somos y quiénes queremos ser como nikkeis que buscan formar comunidad a través de identidad. En la investigación que realicé con la comunidad de Lima, analicé cómo contar historias por medio del uso del cuerpo; ello ha sido una forma de buscar y crear identidad nikkei. Por medio de historias, las sociedades crean representaciones, las cuales se convierten en un segundo nivel de entendimiento. Estos dos niveles, las personas de a pie y sus representaciones, guardan complejas relaciones que no deben reducirse a simples sentencias como “reflejo de la sociedad” u “homenaje al pasado”, sino que los sujetos se encuentran en constante reestructuración y cuestionamiento de estas representaciones.

Por esta razón a estas representaciones las he llamado narrativas, en tanto no son solo contenidos, sino formas de contarlos al ser ejecutadas a través del cuerpo. Es así que, como bien lo decía MacLuhan: “el medio es el mensaje”; lo que en los estudios de performance se ha pensado en el cuerpo escenificando como aquel que cumple estas dos funciones: un medio de transmisión, que de por sí ya es un mensaje.

Por otro lado, pensar en identidad desde la performance va intrínsecamente de la mano. En principio, porque lejos de ser una entidad cristalizada e inamovible, la identidad nikkei se encuentra en constante formulación. Puede llegar a ser muy subjetiva ya que cada persona guarda una relación diferente con la “nikkeidad”, es decir que los significados varían de acuerdo a las experiencias y a las circunstancias sociales e históricas. Según Stuart Hall, la identidad es una dimensión humana estratégica y circunstancial. Por ejemplo, en el caso de los nikkeis, se ha estudiado y comentado extensamente que la identidad cambia en el caso de los descendientes que “retornaron” a Japón como dekasegis para el trabajo en fábricas. En dicha circunstancia, su identidad nikkei pasó a estar en segundo (tercer o cuarto) plano ya que se autoidentificaban en mayor grado con ser peruanos y al mismo tiempo eran tratados como tales.

Así pues, la identidad también es circunstancial por cuestiones históricas. Esto también lo podemos ver en el caso de la comunidad nikkei en el Perú. En determinado momento, cuando el estado peruano se alineó con los Estados Unidos en la segunda guerra mundial, Japón -y todo lo relacionado a él- se volvió enemigo. Como una forma de mostrar su adaptación al Perú y evitar persecución política, muchos migrantes evitaron nombrar a sus hijos con nombres en japonés, por lo que muchos tuvieron nombres registrados en español y un nombre en japonés reservado para el ámbito privado. Así también, como se ha documentado, las instituciones también decidieron nombrarse por nombres en español o hasta en quechua. Por ejemplo: “Asociación Estadio la Unión”, la revista “Chaska”, entre otras.

Por todos estos aspectos, considero que la identidad nikkei es diversa, en construcción y en constante cuestionamiento; que es subjetiva ya que cada nikkei guarda una relación con esa nikkeidad, con esos antepasados, ese apellido o esos rasgos físicos, los cuales se convierten en una performance corporal, también en constante construcción. Sin embargo, en este artículo solo revisaremos la identidad por medio de las narrativas de las performances de tres grupos nikkei en Lima.

Grupo de danza Bon Odori: Fujinkai

A partir de dos de las danzas performadas por esta agrupación, quisiera explicar cómo se crea una memoria móvil, que establece una conexión entre una historia mitológica (pasado) pero que también construye una visión de la comunidad nikkei actual.

La danza mamidooma por la asociación Fujinkai. Crédito: Akemi Matsumura

La danza mamidooma por la asociación Fujinkai. Crédito: Akemi Matsumura

La asociación femenina Fujinkai fue creada en 1955. Allí migrantes japonesas y mujeres nikkei (descendientes), de mediana edad y adultas mayores, se encargaban de tareas relacionadas a los roles femeninos en el espacio público. Es decir, ayuda social y tareas domésticas como la preparación de viandas en eventos nikkeis.

Dentro del Fujinkan, el grupo de danza es dirigido por la profesora de procedencia argentina, Erika Yonamine. Fue fundado hace más de 15 años y no solo estaba formado por mujeres entre 50 y 70 años, sino que también tenía un grupo de niñas. Estos dos grupos danzan lo que se llama Bon Odori. En Lima solo se le llama Odori, aunque este término signifique simplemente “danza” en idioma japonés. Esta danza puede tener muchas variantes en Japón, pero la impartida por la profesora era específicamente de la prefectura de Okinawa, en donde ella había llevado estudios especializados.

La danza Bon Odori es lo que podría ser considerado “tradicional de Okinawa” por sus vestimentas, música y montaje. Las dos danzas que pude registrar: tanto Kagyadefu como Mamidooma grafican una imagen de Okinawa desde dos posiciones: un retrato familiar ceremonial y una imagen bucólica del campo.

Kagyadefu, es una danza parsimoniosa en donde hay varios personajes: dos ancianos, dos jóvenes, dos guerreros y a veces se incluyen más. Es una danza que se performa siempre al comienzo de cada evento ya que, según los informantes, representa un amanecer, la voz inicial de una celebración por la vida. Esta interpretación es distinta a la ofrecida por espectadores usuales, ya que la parsimonia de la danza puede ser interpretada como una formalidad o simplemente una danza “aburrida”.

Sin embargo, esta danza, más allá de su significado oficial, por parte de las personas reconocidas en la comunidad como las autoridades, narra de forma visual la historia de un pasado en donde la familia, conformada por varias generaciones con diversas funciones, es puesta en un escenario. Ésta es encarnada en un lenguaje teatral que otorga prestigio a estas acciones y además cuenta la historia de un pasado que se hace más conocido y más próximo. No es coincidencia que la comunidad nikkei en Lima se encuentre en constante búsqueda de formas y estrategias para integrar a las generaciones más jóvenes a las actividades de la comunidad. Es así que la historia contada desde un escenario es parte de la elección de un repertorio. Este no solo retrata el pasado de un Japón antiguo y desconocido sino que lo acerca También representa los deseos y retrata el imaginario de comunidad que se encuentra en actual búsqueda.

La danza Mamidooma tiene una función un tanto distinta, ya que corresponde a la historia de un grupo de personas en un espacio rural y corresponde al género de comedia. En Mamidooma un grupo de campesinos recogen arroz y son interrumpidos por un personaje llamado Chondaraa, el cual cumple la función de lo que Hynes llamó como personaje trikster: quien pone en problemas a los demás haciendo que no puedan finalizar sus tareas, rompiendo las reglas establecidas. En esta escena, para enfocarnos en la construcción de identidad nikkei, podemos extraer su elección dentro del repertorio usual de los eventos de la comunidad como la otra cara de la moneda de representaciones de Okinawa y, en general, de Japón. En otras palabras, pone en el escenario, materializa a través de cuerpos el imaginario de los antepasados antes de migrar, enmarcado en una historia bucólica que busca posicionar bajo reflectores la vida cotidiana del campo como digna de orgullo.

Scheschner escribió que la performance toma el pasado para recrearlo en el presente y pretende seguir repitiéndose tal cual en el futuro. El autor concluye que todo pasado histórico o mitológico termina siempre siendo mitológico ya que cada versión es una nueva interpretación de los hechos. En este sentido, si rastreamos las fuentes utilizadas para las performances mencionadas, ellas se basan en el conocimiento de autoridades en la danza, en la profesora y otros exbecarios, quienes viajaron a Japón para traer y expandir estos conocimientos. Estos a su vez reinterpretan y adaptan estos bailes para sus alumnos y el público. En otras palabras, el valor de estas danzas está en su elección, como cuando se elige una foto o una historia símbolo entre muchas otras. Por otro lado, la composición de esta historia en sus reinterpretaciones en el presente, encarna mensajes poderosos sobre un pasado que crea comunidad, pero que es creada en el presente. Al contar una historia del pasado para “revivir como si fuera”, se crea una especie de mito fundacional que da sentido de comunidad.

Esta composición reinterpretada ambiciona una continuidad en el futuro. No solo hablamos de que Kagyadefu y Mamidooma se vuelvan a poner en escena, sino que se busca que este mensaje, cómo fueron los antepasados y cómo debemos ser hoy, se reproduzca entre las generaciones actuales.

Así, como expresara en mi tesis de licenciatura: “se construye una especie de mito fundacional que da sentido de comunidad, que imprime normas y formas de convivencia. Se trata de un mensaje simbólico por medio de acciones y no de palabras.”

Grupo de danza eisa: Ryukyukoku Matsuri Daiko

En esta sección, quisiera mostrar cómo la danza Toki wo koe encapsula la apertura al diálogo en torno al pasado, pero reinterpretado en el presente y cómo los múltiples niveles de interpretación nos dan una fotografía de esta construcción en proceso de identidad nikkei.

La agrupación RKMD en escena. Crédito: Archivo RKMD

La agrupación RKMD en escena. Crédito: Archivo RKMD

El grupo Ryukyukoku Matsuri Daiko (RKMD) fue creado en 1999 en el Perú por un grupo de exbecarios que habían retornado de Okinawa. Esta agrupación es una filial del grupo principal originario en esta prefectura y tienen otras filiales en el mundo, incluyendo Argentina. RKMD practica la danza eisa con una interpretación propia: crean sus coreografías, uniformes, repertorio, entre otros aspectos. La danza eisa se caracteriza porque los bailarines, al mismo tiempo que ejecutan una coreografía grupal, cargan uno de los tres tipos de tambores (Taiko): Odaiko, Shimedaiko y Paranku. Esta danza era usada especialmente en la fiesta de Obon en la prefectura de Okinawa, celebración del día de los muertos en la tradición budista.

Quisiera reflexionar específicamente sobre la canción Toki wo Koe, que forma parte del repertorio de RKMD desde 2011. Esta canción fue compuesta e interpretada por el grupo HY, agrupación musical proveniente de Okinawa que se caracteriza porque mucho de su repertorio hace referencias a esta prefectura de Japón. Es decir, habla de su pasado así como hace alegorías a las imágenes más representativas de Okinawa: paisajes tropicales, música considerada tradicional pero en diálogo con géneros y tendencias comerciales como el rock y el pop.

La canción Toki wo Koe, que se podría traducir como “+”, intenta ser un homenaje a los abuelos y a la importancia de la familia. Cuando les pregunté a mis entrevistados de qué hablaba esta canción, muchos de ellos me respondieron que era una canción sobre el dolor de la guerra, idea que acepté sin consultarlo dos veces. Años después, puedo ver que el énfasis de los intérpretes musicales (el grupo HY desde la traducción de la letra de la canción) es ligeramente distinto al de los intérpretes danzantes de RKMD de Lima y de sus filiales en general. Los danzantes de eisa sentían que esta canción era triste, dolorosa, intensamente emotiva, tanto así que llorar durante la performance era muy usual y respetado por los demás. Algunos de los movimientos de la coreografía simbolizaban llanto y limpieza de las cenizas de la guerra. Por otro lado, la letra de HY y los comentarios de los cantantes en entrevistas, si bien hacen referencias a un pasado post guerra, ponen énfasis en la esperanza a través del disfrute de la familia y la superación del pasado.

Con esta interpretación, no solo podemos hablar de la construcción de un pasado mitológico, sino también de la apertura de un diálogo intergeneracional a partir de la performance de Toki wo Koe. Lo que trato de explicar es que los nikkeis performan dicha canción en el presente y con ella abren un espacio en donde el recuerdo de sus generaciones pasadas, los migrantes, conecta con el recuerdo de la guerra de los okinawenses en Japón. Si bien los jóvenes nikkei han escuchado bastante de esta narrativa de experiencia migratoria de sus abuelos, a través de esta performance los actores entran en contacto directo a través de sus cuerpos en performance. Como escribió la antropóloga Gisela Canepa, la performance tiene una relación estrecha con la identidad ya que impulsa a los performers a hacerse preguntas de por qué hacer lo que hacemos, por qué danzar lo que danzamos. En este caso, es allí donde las respuestas generan una conexión con la experiencia de generaciones pasadas, que eran distantes y tal vez indiferentes para estos jóvenes nikkeis.

Vemos entonces que la construcción de identidad en esta performance se logra no solo reproduciendo y creando una historia, sino que en ella confluyen varias interpretaciones: la banda musical, los coreógrafos en Japón, los bailarines nikkei, la audiencia, entre otros. Esta performance permite así una construcción de identidad nikkei participativa y en diálogo con varios otros actores.

Grupo de danza folcklorica: Seinenbu Kitakanagusuku

En esta última sección, quisiera mostrar un tercer lado de estas historias sobre quienes somos: la narración de la fusión Perú-Japón desde las performances del grupo de jóvenes de Kitakanagusuku.

El Seinembu Kitakanagusuku con el cantante Beto Shiroma. Crédito: Archivo Kitakanagusuku

El Seinembu Kitakanagusuku con el cantante Beto Shiroma. Crédito: Archivo Kitakanagusuku

Kitakanagusuku es una localidad perteneciente a la prefectura de Okinawa en Japón, llamada sonjinkai. Esta tiene una asociación de descendientes de Kitakanagusuku, que a su vez tiene un subgrupo de jóvenes o Seinembu, quienes organizan un festival de danzas folcklóricas anuales. En este grupo, se les reserva el rol de ser directivos a los descendientes de este sonjinkai, mientras que todos los demás participantes del festival pueden ser nikkeis descendientes de otras prefecturas, así como también se observa mucha participación de jóvenes y adultos “no descendientes”.

En el festival anual de Kitakanagusuku, la mayor parte de presentaciones son bailes considerados típicos del Perú, de todas las regiones: costa, sierra y selva de este país. No obstante, la sierra tiene mayor cantidad de números y cada vez que este grupo performa en otras presentaciones es usual que utilicen este tipo de danzas para representar lo “peruano”. Por otro lado, también practican la danza Bon Odori, la cual está reservada mayoritariamente para mujeres, que son mayoría dentro de los participantes. Además, tienen algunos números de eisa con coreografías y vestuarios distintos a los del grupo anterior. Por último, también tratan de incluir una danza de un género distinto. El año en el que realicé el trabajo de campo, invitaron a una joven profesora nikkei, con reconocimiento en los medios, para realizar una coreografía de jazz. Como parte de mi trabajo de campo, también participé en este número.

En este caso, no quisiera detenerme en una danza específica, ya que la intensión de este grupo es hacer énfasis en un repertorio variado. Dentro de esto, se habla mucho de la “fusión” como identidad nikkei. Creo que es un concepto transversal a todo el festival, el deseo de querer llegar a una performance, a un arte nikkei producto de dos culturas. Debo decir que esta visión resulta ser problemática ya que limita a los performers a pensar en simbologías duales entre Perú y Japón. Por lo que considero que la narrativa de la fusión no ha llegado a consolidarse y a pensarse como un producto nuevo, sino a la superposición de elementos. Por ejemplo, al tener un festival que es una sumatoria de números típicamente peruanos (muchas imágenes de un Perú andino), otros típicamente japoneses y por último lo denominado moderno. Así también, varias veces presentan canciones compuestas por músicos nikkeis con letras en japonés y en español, así como bailarines danzando una coreografía de eisa junto a otros danzando un huaino cuzqueño en paralelo.

En general, la construcción de algo llamado “fusión” demanda un proceso complejo, sobre todo entre dos imágenes tan distintas como lo tradicional japonés y lo tradicional peruano. Las ciencias humanas han analizado otros ejemplos de estos procesos. Con ánimos de hacer una pequeña comparación, la cultura afroperuana en el Perú también pasó por varias etapas. Hoy por hoy existen canciones, estéticas o arreglos musicales que fácilmente son identificados como “afroperuanas”. Si revisamos su historia a detalle, los especialistas cuentan la importancia de una figura reconocida y creadora de esto: Nicomedes Santacruz, artista afroperuano que creó un movimiento cultural, en conexión con otros países e incorporando diversos elementos y logrando ser reconocido por el gobierno como “patrimonio cultural”. Especialistas han encontrado que muchos de estos elementos no tienen referencias verificables del África. A pesar de esto, considero que esta creación ha tenido un valor indiscutible para la cultura peruana. Entre los nikkeis, por el contrario, no ha surgido una figura bandera, que haya podido generar esta imagen de algo nuevo entre “dos culturas”, utilizando elementos originales y gestionando su reconocimiento a nivel nacional.

Por lo tanto, la performance de Kitanakagusuku nos muestra, más que el producto fusión, el deseo de integrar y de estar en una búsqueda constante de posicionarse no solo creando una memoria y dialogando con ella, como vimos en los casos anteriores, sino también siendo más explícitos en la búsqueda de creación de una historia del presente, usando imágenes disponibles, ya que son de fácil lectura para la audiencia general, no solo para los nikkeis. Al mismo tiempo, terminan limitándolos al usar lo explícitamente japonés y peruano. Se encuentran, entonces, en el complejo proceso de creación de una propuesta nikkei, que recoja elementos originales. Ello de la mano de autoridades del arte, abanderadas de esta creación, que busquen reconocimiento dentro y fuera de la comunidad.

Identidades que se encuentran

La performance de estos tres grupos nos cuenta varias versiones de esta identidad nikkei a través de historias. Podríamos resumirlas como: memoria, diálogo intergeneracional y narrativas de fusión. Cada una se puede tornar muy compleja al ser espacios en donde se entrecruzan: las versiones del pasado, las versiones entre generaciones y las versiones de lo peruano y lo japonés.

A partir de estos tres grupos, podemos analizar un sinfín de aspectos alrededor de la construcción de identidad. Para comenzar, podemos observar que resulta difícil hablar de una identidad nikkei; por el contrario, estamos obligados siempre a pensarla en plural, como identidades nikkei. Al imaginarlas, no de forma cristalizada y más bien en construcción, se nos abre un campo para explorar muchas formas de vivir lo nikkei que renueven la comunidad de Lima, pero también de otras partes del mundo. Cuando escucho decir “se están perdiendo los valores” o “los jóvenes ya no saben lo que vivieron sus bisabuelos” se reduce esta identidad al pasado. Si bien este es un componente importante, a partir de lo mostrado puedo decir que no es suficiente, sino que los sujetos tienen que crear performando dicha identidad, poniéndola en escena: encarnándola. Es ahí donde se genera comunidad activa, que narra historias actuales y no solo de una comunidad imaginada.


* Licenciada en Antropología por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y Magister en Antropología Cultural por la Universidad de Nagoya (Japón). Ganadora de la beca Mext de la Embajada de Japón en el Perú. Actualmente se desempeña como gestora académica de las maestrías en Artes Escénicas y Musicología en la PUCP y es pre-docente de la misma universidad.

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El ritmo de 24 fotogramas por segundo en “Liberdade”

Por: Marcela Canizo*

En pleno San Pablo late “un corazón nipo-brasileño”: es el barrio de Liberdade, en el que echó raíces la colectividad nikkei de Brasil. En esta nueva entrega del Dossier de Estudios Nikkei/Niquey, Marcela Canizo nos lleva de visita por las salas de cine japonés del barrio, que supieron llenarse de felices espectadores entre los años 50 y 80 del siglo pasado, y contribuyeron al nacimiento de lo que ella llama “el Japón brasileño”, mezcla única y original de tradiciones de acá y de allá.


La historia de la comunidad nipo-brasileña constituye un caso único en número y diversidad.[1] Los primeros inmigrantes japoneses llegados en el barco Kasato Maru en 1908 al puerto de Santos –Estado de San Pablo–, organizaron su vida en pequeñas comunidades regionales de labradores y fueron migrando hacia todos los puntos de este extenso país. Cien años más tarde, presenciamos un colectivo nikkei orgulloso de sus logros, con preguntas, cuestionamientos y realizaciones de una identidad hecha de mezclas, mestizajes y un corazón nipo-brasileño.

Epígrafe: Tanabata Matsuri Foto: Cortesía de @tcapocci

                         Tanabata Matsuri Foto: Cortesía de @tcapocci.

Mi experiencia como habitante de la ciudad de San Pablo e investigadora del Centro de Estudios Japoneses de la PUC-SP[2] me permitió –durante diez años– no solamente conocerla y estudiarla, sino también vivir el pulso de las culturas Nipo-Brasileñas.

De las numerosas actividades organizadas para el Centenario de la Inmigración Japonesa en la ciudad de San Pablo, en el año 2008,  es de destacar la Semana Cultural Brasil/Japão, con curaduría de Jo Takahashi[3], en la que participaron más de doscientas mil personas en diez días de evento, mostrando el interés que convocan la/s cultura/s nikkei/s de Brasil. En la exposición/libro TOKYOGAQUI, coordinada por Christine Greiner y Ricardo Muniz Fernandes –que contó con la participación de Yoshito Ohno como invitado especial–, fui espectadora y participante, así como de múltiples eventos extendidos en toda la ciudad.

El mapa del modo brasileño de ser japonés tiene su centro mítico en el barrio de Liberdade, ubicado en el centro de San Pablo. Una de las razones para que esto haya ocurrido así tiene mucho que ver con el cine japonés y su particular forma de exhibición en Brasil. Este barrio “japonés”, hoy en día, constituye el centro comercial de los importadores de extremo oriente, con gran presencia china y coreana. El barrio aún alberga trazos de su historia, entre ellas, las sedes de las principales organizaciones comunitarias de los descendientes nipo-brasileños. Es el lugar donde se realizan los festejos del Tanabata Matsuri[4] en San Pablo, que este año tuvo su 42ª edición en formato virtual, y claro, también da lugar anualmente a los festejos del Año nuevo Chino.

Epígrafe: Feria de Liberdade. Foto: Cortesía de @regis_filho

                Feria de Liberdade. Foto: Cortesía de @regis_filho

Antes de convertirse en referencia como sector comercial de gastronomía, productos de cosmética y de cultura JPop y KPop de la ciudad, el barrio de Liberdade latió al ritmo, no del Samba, sino de 24 fotogramas por segundo en lengua japonesa.

Los antecedentes de la recepción del cine japonés entre las colonias nikkei –de acuerdo a la investigadora Lúcia Nagib[5] se dieron primero de manera ambulante e informal, con la exhibición de cortometrajes de noticias en el interior del estado de San Pablo. Los proyeccionistas recorrían los pueblos de inmigrantes cercanos a las líneas de tren Noroeste, Paulista, Sorocabana y Mogiana. Aparentemente, hay un registro fílmico, del año 1929, producido por la distribuidora Nippaku, documentando esta historia.

La cineasta Olga Futemma, también investigadora y directora de la Cinemateca Brasileña hasta la gestión de Bolsonaro, realizó, en 1989, el cortometraje Cha Verde e Arroz[6]. El film recrea la historia de las proyecciones ambulantes de películas japonesas en las colonias, alrededor de los años cincuenta. Estos proyeccionistas ambulantes se llamaban shinema-ya, llevaban las imágenes y sonidos de Japón a los colonos nipo-brasileños y daban una alegría a las duras vidas de estos labradores.

En los años veinte, cuando todavía existía el cine mudo, el proyectorista también actuaba como relator dramático o comentarista: el benshi[7], quien, aún con la llegada del cine sonoro, todavía tenía un rol dramático importante en la narración. Difícilmente contaban con energía eléctrica en los pueblos que visitaban, y la luz para la proyección  era generada a través del motor de un camión. Las proyecciones tenían como fondo el sonido del motor. Llevaban una tela blanca para la proyección y los espectadores se sentaban sobre otra tela.  Los asistentes llevaban té verde y oniguiri, entre otras delicias, al encuentro cinematográfico a cielo abierto.

Fotogramas de “Chá Verde e Arroz”. Cortesía de @jojoscope

              Fotogramas de “Chá Verde e Arroz”. Cortesía de @jojoscope

En 1933, las actividades de estos ambulantes llegan a la ciudad de San Pablo, donde uno de ellos, Kimiyasu Hirata, constituye una empresa de importación y distribución de películas: la Nippon Eiga Kogyo, sumándose a la Nippaku Shinema ya constituida por Masaichi Sato. De los clubes y escuelas de la comunidad, las proyecciones pasaron al antiguo Cine Teatro San Pablo, situado en el barrio de Liberdade. En esos años, habitaban el barrio solo dos mil residentes japoneses.

Es Alexandre Kishimoto[8], investigador de la Universidad de San Pablo, quien retoma y revaloriza desde una mirada antropológica la recepción del público cinematográfico de la ciudad de San Pablo, fundamentalmente de la comunidad nikkei, que cada fin de semana se ponía sus mejores galas y partía hacia el cine para ver películas japonesas. Su investigación toma testimonios de los sobrevivientes de la época, y es el trabajo más sólido ya realizado sobre este fenómeno cultural. Nos queda ahora la bella tarea de investigar cuáles fueron las películas estrenadas en estos cines.

En el libro de Kishimoto accedemos también a la dimensión afectiva de este momento: para los inmigrantes era una oportunidad de reencuentro con Japón; en contrapartida, para sus hijos o nietos era una experiencia teñida de cierto grado de extrañamiento, según el caso, ya que la lengua japonesa, con los años, dejó de ser hablada en casa y, por otra parte, la realidad de la vida cotidiana de Japón hacia la época de posguerra presentaba las características crecientes de occidentalización, fruto de la presencia norteamericana en la isla, que ya  reflejaba diferencias significativas con la vida cotidiana de los nikkei. Ya en el periodo de posguerra, los niños eran alfabetizados en portugués y, como suele suceder con los hijos de inmigrantes alrededor del mundo, los hermanos hablaban portugués cuando no estaban en presencia de los mayores. La alfabetización en japonés se dio, eventualmente, de la mano del cine y de la lectura de manga.

La Segunda Guerra Mundial interrumpió esta actividad y muchas otras, dejando en suspenso ese flujo de rico intercambio social, ya que Brasil, miembro de los aliados, rompió relaciones diplomáticas con Japón, miembro del eje. La comunidad tenía prohibido hablar o leer en su idioma. El clima de conflicto se dio no solamente entre brasileños y nipo-descendientes, sino entre los propios nikkei, y el clima de violencia creciente llevó a suspender la llegada de inmigrantes hasta 1952. Afortunadamente, luego de la guerra, se pudo retomar paulatinamente la proyección de películas japonesas –junto con una vida cotidiana sin censuras– y la fuerza afectiva de la recepción del cine japonés en Brasil siguió siendo motor de crecimiento.

Como detalla Kishimoto, en 1953 se inaugura el lujoso cine Niteroi en el barrio de Liberdade (con más de 1200 asientos), considerada la primera sala de cine, exclusiva para cine japonés, que contaba con restaurant, hotel y salón de eventos. Se trató  de un emprendimiento de la familia Tanaka, quienes vendieron propiedades y tierras de la familia para invertir en el nuevo proyecto familiar, siendo los pioneros en esta industria, y tuvieron sus seguidores. El primer film exhibido fue Genji Monogatari, con el título local de Los Amores de Genji. En 1961, se exhibieron películas de la distribuidora japonesa Toei dedicada a producciones del género de acción, fundamentalmente películas de samurai o cine yakuza.

Cine Niteroi, Cortesía Archivo Estadão

                                Cine Niteroi, Cortesía Archivo Estadão

[Insertar imagen 4. Epígrafe: Cine Niteroi, Cortesía Archivo Estadão.]

El cine Niteroi fue un polo de atracción para el florecimiento comercial del barrio, y la actividad generada en torno a los cines de Liberdade constituía “el” programa familiar de fin de semana. Kishimoto cita a Olga Futemma:

“San Pablo, 1955. Casi todos los sábados el mismo ritual: la familia preparándose, el taxi grande -donde iba de pie a los cuatro años- el foyer del cine Niteroi en la calle Galvão Bueno. Y entonces sucedía: me depositaban en la boletería del cine, junto con la empleada nissei extremadamente gentil, ponían en mis manos una cajita amarilla con caramelos, se despedían y los veía atravesar la cortina verde que nos separaría por dos horas. Mis fugaces espiadas hacia adentro me hablaban de un mundo oscuro, con voces altas hablando en japonés. De repente las cortinas se abrían, y me reencontraba con la familia, y me extrañaba que todos me parecían transformados: mi mama salía, a veces limpiándose las lagrimas, mi papá, pensativo, mis hermanas, charlando sobre los actores…”

Simultáneamente, el cine ambulante resistía en otros barrios de la ciudad. Ese mismo año, la comunidad nikkei del barrio de Vila Nova Brasilândia, también en San Pablo, convertía un galpón de madera en el primer cine del barrio, muy en sintonía con la tradición del cine ambulante.

Foto de tapa del libro publicado por Alexandre Kishimoto, que muestra el interior del cine Niteroi.

Foto de tapa del libro publicado por Alexandre Kishimoto, que muestra el interior del cine Niteroi.

El nuevo cine Tokyo, a partir de 1958 representaría a la productora Toho. Algunos años después, tomaría el nombre de cine Nikkatsu, replicando el nombre oficial de la productora, producto de un proceso de fusión de empresas en Japón. Allí se proyectaban las películas de acción para jóvenes,  como las de Seijun Suzuki.

El cine Nippon fue inaugurado en 1959, representando a la mayor productora japonesa de la época –de los grandes estudios cinematográficos, Shochiku. Así llega el género intimista –hay quien habla de melodramas lacrimógenos– de la mano de Kinoshita, Ozu, Gosho y, por sobre todas las cosas, las 48 películas dirigidas por Yoji Yamada durante más de veinte años con el actor Kiyoshi Atsumi: Tora San. Convirtiéndose en una serie de culto, sobre las dificultades de la vida de un hombre común, un viajante cuyos fracasos y desventuras, amorosas y en su vida en sociedad, conmovieron al publico femenino y masculino de varias generaciones.

El cine Jóia, el último en nuestra lista, había sido inaugurado con anterioridad al cine Niteroi, pero no como cine para películas japonesas. A partir de 1959 comenzaron a exhibir exclusivamente las películas producidas por Toho.

Hacia los años sesenta, Liberdade ya convocaba a otro tipo de público, con la exhibición de las películas de la llamada Nouvelle Vague japonesa (nūberu bāgu), de la mano de los directores Shohei Imamura y Nagisha Oshima, que atrajeron una audiencia más intelectual y cinéfila. Futuros directores de cine y críticos brasileños como Carlos Reichembach pasaban largas tardes y noches en el cine Nikkatsu.

El crecimiento de la exhibición en Brasil continuaba, la industria del cine japonés estaba en un momento de crecimiento y ganaba importancia tanto en el mercado nipón como en el cine internacional, siempre considerando este doblez entre las películas admiradas por su lenguaje cinematográfico innovador a ojos de occidente, distribuidas en el circuito que fue generando el “Cine Arte”, y una floreciente producción para consumo interno japonés, o, en este caso, nipo-brasileño.

El apogeo del barrio Liberdade como la meca del cine japonés duró hasta fines de los años setenta, cuando, debido a algunas disposiciones del gobierno de la dictadura militar brasileña sobre la obligatoriedad de exhibición de cine nacional, sumadas a las dificultades para la importación, el avance de la televisión y el video en detrimento del cine, hicieron que algunas de estas salas fueran cerrando hasta desaparecer en los años ochenta. El último que quedó abierto fue el cine Jóia, que incorporó a la productora Sochiku luego del cierre de la sala Nippon.

¿En qué otro lugar de América Latina se proyectaron durante casi dos décadas los estrenos de las cuatro principales productoras cinematográficas japonesas, en idioma original y sin subtítulos? El fenómeno de los cines de Liberdade no solamente contribuyó a la vida social de la comunidad, de la que participaba toda la familia, sino que sentó bases para el fortalecimiento de la identidad nikkei, ofreciendo una riqueza particular al mundo cultural brasileño.

También dio fuerza e identidad al escenario de la distribución cinematográfica local, alimentando la avidez de los cinéfilos y la crítica cinematográfica de la ciudad con las proyecciones de películas japonesas. Los críticos y cineastas encontraban en las salas de Liberdade formación e inspiración, y reconocían el privilegio de la experiencia. Alexandre Kishimoto, en su entrevista a Walter Hugo Khouri –un importante director de cine brasileño–, quien dice haber sido marcado por el “cine intimista japonés”, recuerda “los dramas contemporáneos de cineastas como Mikio Naruse, Yazuhiro Ozu, Heinosuke Gosho e Hideo Ohba, que abordarían temas cotidianos de gente de todas las clases sociales”. Reconoce la influencia de esas obras en su propia producción y en la de su colega Ruben Biáfora, y contrapone este género de películas al cine de época japonés, marcado por elementos exóticos a juicio del espectador occidental, que es el que comenzó a divulgar el cine japonés en el mercado occidental internacional. Ese aprecio por el cine de lo cotidiano es, a su juicio, lo que le da esa singularidad a la ciudad de San Pablo, en relación con otros grandes centros cinematográficos del mundo.

La exhibición y recepción de cine japonés no establecieron, en el caso de San Pablo, una mera relación comercial de mercado en función de la inmigración nikkei. El proceso de hibridación y mestizaje de la comunidad nipo-brasileña hizo que la vivencia cotidiana de “cultura japonesa” se resignificara como rasgo de identidad en la imaginación de la población local a través de la cinematografía japonesa y sus protagonistas.

Barrio de Liberdade. Foto: cortesía de @regis_filho

Barrio de Liberdade. Foto: cortesía de @regis_filho

Aun hoy en día, las proyecciones eventuales en instituciones como centros culturales o cineclubes cuentan con una heterogeneidad interesante, o muy brasileña, compuesta de espectadores nikkei de edad avanzada junto a jóvenes brasileños con “sed de cine”, que participan activamente de los debates y comentarios, mostrando esa masa crítica conocedora de la historia del cine japonés, sin haber salido de Brasil en varias décadas: ¡es el Japón brasileño!

Me gustaría concluir alentando nuevas reflexiones y búsquedas de este modo de ser nikkei/s, con una cita del manifiesto de un colectivo de artistas brasileños llamado Moyashis, que generó una acción artística en la ciudad de San Pablo entre 2006 y 2008 con el objetivo de promover la difusión y discusión de la producción artística japonesa de creadores locales. Este grupo se preguntó por ese “Japón inventado” (citando al antropólogo japonés residente en Brasil Koiji Mori) hecho de tradiciones traídas por los inmigrantes, mezcladas con imágenes de un país distante y muchas veces desconocido.

Invasión Moyashis[9]

“Hacemos dedo rumbo a un viaje, en busca de la memoria construida en estos cien años. En los paisajes, encontramos la memoria de hoy. La memoria hacia delante. La memoria de lo que ni siquiera conocemos y que se refleja como un sueño translúcido de un Japón lejos.

Lo que aquí se proyecta es un Japón cerca, presente y brasileño” [10].

Cortesía @tcapocci

Cortesía @tcapocci

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*Magíster en comunicación y semiótica por la Pontificia Universidad Católica de San Pablo (Brasil), licenciada en Artes por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y directora de Fotografía por la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica. Se desempeña como docente en la carrera de Artes de la UBA. Estudia temas relacionados con la cultura visual y el cine japonés, y sus cruces culturales en América Latina.

[1] La población nikkei de Brasil alcanza aproximadamente 1.5 millones de ciudadanos en este momento.

[2] Pontificia Universidad Católica de San Pablo donde funciona el Centro de Estudios Orientales, fundado por el escritor Haroldo de Campos, y hoy coordinado por la Prof. Dra. Christine Greiner.

[3] Ver su plataforma: www. jojoscope.net, sobre intercambios de gastronomía  cultura entre Japón y Brasil.

[4] Fiesta popular de origen japonés, también llamado Festival de las Estrellas, que se celebra en el mes de Julio.

[5] Artículo publicado en la página de Jo Takahashi: http://jojoscope.net/2011/06/07/o-cinema-japones-em-sao-paulo/

[6] Chá Verde e Arroz, 1989. Dir. Olga Futemma. Link gentileza de Jo Takahashi: https://www.youtube.com/watch?v=4wHbgWw9OPs

[7] Benshi o Katsuben, el narrador del cine japonés, que para algunos investigadores está relacionado con la continuidad entre el público de teatro clásico y el cinematográfico, por lo que se tomaron algunas formas de estilo del género teatral como este intermediario entre el público y la narración cinematográfica.

[8] Sobre la extensa investigación de Alexandre Kishimoto se puede consultar su obra completa, publicada en Brasil: Cinema japonês na Liberdade (Ed. Estação Liberdade), y el articulo en la publicación Imagens do Japão (2011) organizada por Christine Greiner y Marco Souza, entre otros.

[9] Moyashi es el brote de soja, usado en la cocina asiática brasileña.

[10] Texto de curaduría de la accion artistica “Invasión Moyashis” que integro la semana Cultural Brasil-Japón, realizada en Junio de 2008, citado en el artículo de Erika Kobayashi Reinvenção do Japão Inventado. Traducción propia.

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El N° 249 DE LA REVISTA SUR: TRADUCTORES Y TRADUCCIONES DE LITERATURA JAPONESA MODERNA

Por: Magalí Libardi*

A fines de 1957, la revista Sur puso a disposición del público lector argentino una selección de literatura japonesa moderna. En este artículo, Magalí Libardi desgrana minuciosamente el “detrás de escena” de ese número de Sur, para entender el primer capítulo de la historia de la traducción de literatura japonesa en Argentina. Como demuestra la autora, en ese proceso tuvo un rol fundamental el traductor argentino-japonés Kazuya Sakai, sobre quien volveremos a leer en una próxima entrega de este Dossier**.


En noviembre de 1957, la emblemática revista literaria Sur publicó un número dedicado a lo que llamó «literatura japonesa moderna». La antología reúne ejemplos de prosa, poesía y teatro de veintidós autores japoneses, versionados por cuatro traductores, e incluye tres textos de corte ensayístico. Se trata de un número clave para comprender la situación de Sur como empresa cultural a finales de la década de los cincuenta y para historizar los comienzos de la difusión de la literatura japonesa en Argentina.

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Son muchos los autores que han señalado el impacto de la dimensión social en la inserción de obras transferidas a un nuevo contexto. Pierre Bourdieu resalta la centralidad de las operaciones sociales de selección y marcación en ese traslado: la importación exitosa depende de agentes ya legitimados, capaces de validar con su prestigio aquello que se importa. Así, el agente importador simultáneamente transmite y se adueña de capital simbólico. Por su parte, Wilfert-Portal señala la necesidad de concebir a ese agente importador de modo no idealizado, a fin de abordar, con plena conciencia de la dimensión material y económica, las transferencias en las que los actores asocian su identidad social a los objetos que importan y se vuelven garantes de su valor.

Asimismo, a partir del llamado «giro cultural» de la década de 1980, en el campo de los estudios de traducción también se ha destacado la importancia de la cultura receptora en la representación del Otro que surge de todo proceso de traducción. Patricia Willson ha precisado que los modos de construcción de lo foráneo por parte de ese aparato editorial constituyen estrategias editoriales, entre las cuales la más evidente es la elección de los textos que habrán de traducirse.[1] Además, la relación entre imaginario e importación es constante y recíproca: el traslado de textos de una cultura a otra es esencial en la construcción del imaginario sobre el Otro, y los imaginarios vigentes en un momento particular determinan los textos que se importan (ya sea para reforzar o subvertir esos imaginarios).

En el objeto de estudio de este escrito se construye un imaginario particularmente complejo, resultado del momento histórico, de la gran distancia cultural entre los textos importados y el aparato importador, y de las características particulares de las culturas interactuantes. Hanne Jansen sostiene que, mientras más distancia exista entre lo representado y el texto representante, más estereotípica resulta la imagen construida. Sin embargo, Sur fue, en ese sentido, un agente importador excepcional no solo por su gran capacidad de legitimación, sino también por su carácter cosmopolita.[2] Sus colaboradores estaban acostumbrados a mirar al Otro en busca de modelos que sirvieran para cerrar lo que percibían como vacíos en la joven cultura argentina. Es innegable, no obstante, que su mirada estaba preferencialmente dirigida a Europa y Norteamérica, e incluso su abordaje de la literatura japonesa fue consecuencia de la mediación de un estadounidense.

Mientras tanto, esas regiones centrales de occidente sí miraban a Japón directamente y establecían una dinámica intrincada de dominación y acogimiento. Orientalismo, el famoso estudio en el que Edward Said analiza esas relaciones de poder, no se detiene en el caso de Japón ni en el imperialismo japonés, que en sí mismo puede pensarse como un modo alternativo de orientalismo, como lo han hecho Harada o Nishihara.[3] En efecto, el dominio de Japón sobre otras regiones de Asia lo acercó al modelo “aprobado” por occidente, y su victoria en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 logró consolidar su participación en la comunidad de estados-naciones modernos.

Argentina no se encontró nunca entre esas potencias capaces de legitimar el modelo occidental. El traslado de los textos que se presentan en Sur implica dos culturas periféricas, y esto supone una actitud importadora distinta a la condescendencia bonachona que Bourdieu menciona al pasar como actitud frecuente entre los «orientalistas». En la introducción que escribe para el número 249, Octavio Paz sostiene que el destino de Japón está unido al de occidente, pero «ese destino no lo sufre pasivamente (como la mayoría de las naciones hispanoamericanas y muchas de Asia, África y aun de Europa) sino que es uno de sus protagonistas, uno de sus “héroes-villanos” y, asimismo, una de sus víctimas». La visión orientalista de Paz se asemeja más a la del propio Japón sobre sí mismo que a la que Said adjudica a las potencias occidentales.

Sur en 1957

Como señala John King, para 1955 Sur aún era la revista literaria más importante de Argentina, pero ya no contaba con el internacionalismo que había caracterizado sus primeras épocas.[4] Al mismo tiempo, tanto la creación de revistas alternativas por parte de varios de los escritores argentinos más jóvenes como el repudio desde Sur a la Revolución cubana volvieron la publicación menos atractiva para las nuevas generaciones. Las antologías aparecieron en esta época como una alternativa para que la revista siguiera vigente en cuanto empresa cultural y continuara tendiendo puentes, aunque ya no desde el contacto directo con las figuras más relevantes de la literatura mundial, sino de un modo más estructurado y académico. El primer número de esa índole fue el 240 (1956), dedicado a la literatura canadiense, al que siguió el número 249, dedicado a la literatura japonesa contemporánea. En el número 254 (1958) se abordó Israel y en el 259 (1959), la India. Ya en los sesenta, aparecieron los números sobre literatura alemana contemporánea (308-310, 1967-1968) y sobre literatura norteamericana joven (número 322, 1970).

En un ensayo de 1980, María Luisa Bastos, quien fuera jefa de redacción de Sur tras la partida de José Bianco en 1961, defiende la década de 1960 en Sur –que King cataloga de reconstrucción fallida– alegando que se publicaron a autores como Samuel Beckett, Osamu Dazai, Marco Denevi, Juan Goytisolo, Eugene lonesco, Yukio Mishima, Vladimir Nabokov, Alejandra Pizarnik y Mario Vargas Llosa. Dos de los ocho autores mencionados son japoneses, lo cual es un testimonio de la importancia que adquiriría para Sur la literatura japonesa tras la publicación del número 249, así como del aura ejemplar que la envolvería desde su incorporación al sistema de literatura traducida argentina.

Selección y arreglo: del Japón de Ishikawa al Japón de Mishima

En la introducción al número, Paz cuenta que la consagración de ese número a la literatura japonesa fue el resultado de un encuentro fortuito en Nueva York entre Victoria Ocampo y Donald Keene. Keene, traductor, académico, historiador y cronista estadounidense, era para entonces una de las figuras más influyentes de los estudios japoneses en lengua inglesa. Según las declaraciones de Keene durante una entrevista con Takaki Kana, solo conversó con Ocampo una vez, y los detalles de la publicación se arreglaron con José Bianco, el jefe de redacción de ese momento. Keene seleccionó textos del volumen Modern Japanese Literature. An anthology que había publicado en 1956. Tanto ese volumen como Anthology of Japanese Literature de 1955, fueron muy populares entre los lectores anglohablantes y, según Keene, Octavio Paz había leído ambos.

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

En el caso de la revista Sur, los autores publicados fueron, mayoritariamente, una porción de los previamente seleccionados por Keene. No hay, por lo tanto, una medición directa de fuerzas entre la literatura argentina y la japonesa, sino que se recurre a un agente mediador. Sin embargo, no todos los textos que conforman el número de Sur fueron extraídos de la antología de Keene. Aquellos que coinciden son: «El diario romaji» de Ishikawa Takuboku, «Kesa y Morito» de Akutagawa (transliterado como Agutagawa en Sur) Ryonosuke, «El crimen de Han» de Shiga Naoya, «Tiempo» de Yokomitsu Riichi, «El lunar» de Kawabata Yasunari, «La mujer de Villon» de Dazai Osamu, «En los bajos de Tokio» de Hayashi Fumiko, y los poemas de Hagiwara Sakutaro, Ishikawa Takuboku, Kitagawa Fuyuhiko, Kitahara Hakushu, Miyazawa Kenji, Nakahara Chuya, Nakano Shigeharu, Takamura Kotaro y Yosano Akiko. Los textos que no coinciden son: «En alabanza de las sombras» de Tanizaki Junichiro, los poemas de Ando Ichiro, Kusano Shimpei, Tachira Michizo, Takenaka Iku, Tanaka Katsumi, y la obra en un acto El tambor de damasco de Mishima Yukio. En cuanto a los poemas que no se tomaron de la antología de Keene, la mayoría aparece en el volumen titulado The Poetry Of Living Japan, que editaron Takamichi Ninomiya y D.J. Enright y se publicó el 7 de mayo de 1957, por lo que es posible que esta sea una de las fuentes alternativas consultadas.

El orden en que se presentan los textos se corresponde, en la sección de prosa, no con el de Modern Japanese Literature, sino con el texto introductorio de Keene que publica Sur (a excepción de los textos de Shiga y Akutagawa, que se publican en el orden inverso) y que es, en general, cronológico (la cronología se desfasa parcialmente en la revista al seleccionar un texto de Tanizaki de 1933 y al invertir el de Shiga, de 1913, y el de Akutagawa, de 1918). A la sección de prosa le sigue una antología poética en orden alfabético, luego la obra teatral de Mishima y, para terminar, un ensayo sobre la música de Okinawa escrito por Juan Pedro Franze. El primero de los textos en prosa, El diario romaji, es el único que se publica junto con la nota explicativa de Keene que precede a todos los textos que aparecen en Modern Japanese Literature. Ishikawa fue una figura fundamental en la literatura japonesa moderna, y los motivos por los que eligió escribir un diario en rōmaji (ローマ字, caracteres romanos) son demasiado complejos para abordarlos aquí, pero es posible interpretar la ubicación de este texto híbrido, en el que el narrador referencia explícitamente a Hamlet, como un gesto conciliador, un modo de demostrarle al lector que la literatura japonesa moderna es, como afirma Paz en su introducción, «extraña y familiar» (1957: 3), aunque haciendo hincapié, por lo menos al comienzo, en la familiaridad. Por el contrario, la última traducción, que es una de las únicas dos directas del japonés, es de una adaptación escrita por Mishima de una obra homónima del teatro noh que data del siglo XV y que parece completar el oxímoron de Paz.

Traducir traducciones

No resulta sorprendente que la gran mayoría de las traducciones que se publicaron en el número 249 de Sur sean indirectas, ni que casi todas tomen como texto de partida las versiones en inglés que se publicaron en Modern Japanese Literature. Alejandrina Falcón señala que las traducciones indirectas pueden ser declaradas, si se informa a los lectores del trabajo con un texto intermedio, o «camufladas». En este caso, solo las versiones realizadas por Alberto Girri, que componen la antología poética, llevan una leyenda explícita que informa que se han traducido del inglés. Los demás textos aparecen acompañados por el nombre del traductor al final, sin mención de la lengua del texto «original», y en ninguno de los dos textos introductorios se menciona que se esté trabajando desde traducciones, ni mucho menos se llega a nombrar (y dar crédito) a alguno de los catorce traductores que trabajaron junto a Keene para producir las versiones que aparecen en su antología.

El primero de los cuatro traductores que aparecen asociados a los textos originalmente escritos en japonés, es Carlos Viola Soto, quien traduce a Ishikawa, Tanizaki, Shiga y Yokomitsu. Viola Soto había trabajado con Girri en la traducción de un volumen de poesía italiana contemporánea y también colaboró posteriormente en la colección que creó Kazuya Sakai. Tres de sus traducciones para la revista parten de las versiones en la antología de Keene. El fragmento que se publica de El diario romaji (traducido al inglés por Keene) es considerablemente más breve que el que se publica en Modern Japanese Literature, pero tanto «El crimen de Han» como «Tiempo» coinciden por completo con «Han’s Crime» en traducción de Ivan Morris y «Time», también en traducción de Keene. La excepción es el fragmento del ensayo de 1933 de Tanizaki titulado «En alabanza de las sombras», que, como se mencionó, no está incluido en la antología de Keene. Si bien en su conferencia sobre los haikus de Borges, el profesor Shimizu Norio se refiere muy tangencialmente a la traducción del ensayo de Tanizaki para Sur y propone una fuente francesa, no parece haber rastros de dicha versión, y la bibliografía considera como primera al francés la realizada por René Sieffert en 1977. Incluso en la entrevista que en 2017 dieron los traductores Ryoko Sekiguchi y Patrick Honnoré tras publicar una nueva versión francesa del ensayo, sólo mencionan la traducción de Sieffert como antecedente. Al mismo tiempo, en 1954, el reconocido académico y traductor del japonés Edward G. Seidensticker, que era un gran amigo de Keene e incluso produjo versiones para su antología, tradujo y comentó varios fragmentos para la publicación Japan Quaterly (vol. 1, n.° 1), que luego se publicaron en la revista Atlantic Monthly (enero de 1955) con el subtítulo «An English Adaptation» (1955: 141). La versión de Viola Soto reproduce exactamente los mismos fragmentos, siguiendo de cerca las decisiones de Seidensticker, lo que convierte a este texto en la fuente más probable.

Miguel Alfredo Olivera aparece como el traductor de los textos de Kawabata, Dazai y Hayashi. La traducción de «El lunar» coincide con «The mole», traducido por Edward Seidensticker, la de «La mujer de Villon», con la versión del cuento de Keene y la de «En los bajos de Tokio», con la traducción de Morris. La única particularidad notable es el cambio en el título de este último relato. La versión de Morris se publicó con el título de «Tokyo» en la antología de Keene y el de «Downtown» en la antología editada por el propio Morris en 1957, titulada Modern Japanese stories: an anthology. Esa edición también incluye una nota al pie que no aparece en la versión del volumen de Keene, en la que Morris nombra los barrios que se incluyen en el término shitamachi, que es el título original del cuento y literalmente significa barrio bajo.

Alberto Girri es el único de los traductores de este número (sin contar a José Bianco, que tradujo a Keene y se examinará más adelante) que aparece consignado en el reverso de la tapa de la revista como parte del comité de colaboradores de Sur. Girri se encargó de la traducción de los veintiún poemas que conforman la sección de antología poética. En 1974, Ediciones Corregidor publicó el volumen Versiones, en el que se recogen numerosas traducciones de poesía hechas por Girri, entre ellas la totalidad de las que aparecen en el número 249 de Sur. Versiones incluye, además, un prólogo en el que Girri recuerda al lector que se tratan de traducciones del inglés y afirma haber «intentado, en esencia, una aproximación al pensamiento poético de cada autor». Resulta muy difícil imaginar un escenario en el que tal pretensión pueda cumplirse cuando se trabaja a partir de traducciones de poesía.

El problema de trabajar a partir de traducciones se manifiesta con particular intensidad cuando la forma y el contenido interactúan íntimamente, como suele ser el caso de la poesía. Se agudiza, además, en el caso de la poesía escrita en lenguas como el japonés, pues la dimensión visual de los ideogramas aporta efectos y matices adicionales. No obstante, traducir a partir de traducciones siempre es limitante. El resultado no puede ser más que parcial y vagamente aproximado. Anna Kazumi Stahl resume las falencias de las traducciones indirectas: las versiones no logran una intimidad con la mentalidad japonesa ni pueden siquiera cuestionar las interpretaciones del primer traductor.[5] A pesar de esto, la época, el prestigio de los tres escritores-traductores convocados y la escasez de traductores del japonés explican la inclusión de traducciones indirectas en el número 249 de Sur, que, de todos modos, cumplió el cometido general de acercar a los lectores argentinos a una literatura que probablemente desconocían por completo y sirvió de antesala a la publicación, a través de la Editorial Sur, de la traducción directa realizada por Kazuya Sakai de la novela El sol que declina de Dazai en 1960.

Kazuya Sakai, traductor del japonés

Que el número 249 de Sur haya hecho uso de una lengua intermedia para traducir del japonés no significa que no hubiese antecedentes de traducciones directas al español, aunque estas fueron la excepción durante mucho tiempo. Alfonso Falero nota que durante las primeras décadas de siglo XX la tendencia en la incipiente niponología española era depender de lenguas intermedias, como el francés, el inglés y alemán.[6] El único ejemplo de traducción directa que menciona es la de Antonio Ferratges de dos piezas de teatro japonés publicadas por la editorial Aguilar en 1930. A partir del estallido de la guerra civil española ya no se tradujeron obras japonesas en España, pero eso no significó el cese de la actividad traductora relacionada con Japón, sino su desplazamiento a Latinoamérica.

En Argentina, el antecedente más significativo es la editorial Ko-shi-e, fundada en 1953 por Koichi Komori y su hermano, Shigekazu Shimazu y Takeshi Ehara. El resultado de esta empresa fue la excelente antología Cuentos japoneses, que incluye «Rashōmon» y «En el bosque» de Akutagawa, y que se publicó en junio de 1954, con traducciones directas de Takeshi Ehara, director en ese momento del periódico Akoku Nippo. Según el propio Ehara, el volumen estaba pensado para el público general argentino, pero también para que los integrantes de la colectividad japonesa se lo regalasen a sus amigos argentinos o, en caso de ser padres, a sus hijos.

El más célebre traductor del japonés de la época en Argentina, sin embargo, fue Kazuya Sakai. Sakai nació en Buenos Aires en 1927, pero se educó en Japón y regresó a Argentina en 1951. En 1956 se convirtió en miembro fundador del Instituto Argentino Japonés de Cultura, cuya revista, Bunka, aparece anunciada en una de las primeras páginas del número 249 de Sur. En ese primer número de Bunka, Sakai publicó su artículo «Gingaku: las máscaras más antiguas que se conservan».

Sakai tradujo «Kesa y Morito», de Akutagawa Ryonosuke y El tambor de damasco, de Mishima Yukio para la antología de Sur, pero estas no fueron sus primeras traducciones. En 1954, publicó su versión de «Rashōmon» a través de la editorial López Negri. En 1958, creó la colección Asoka para la Editorial Mundonuevo (ex La Mandrágora) junto a Osvaldo Svanascini, que pretendía difundir la filosofía, la cultura y las artes de algunos países asiáticos. Ya en 1959, tradujo «Kappa» y «Los engranajes» y El biombo del infierno y otros cuentos, todos de Akutagawa, para esa colección, y varias piezas de Mishima bajo el título de La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno, además de la novela para Editorial Sur.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima, traducción de Kazuya Sakai.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima,       traducción de Kazuya Sakai.

Las traducciones de Sakai son portadoras de una hibridez particular, en la que la domesticación y la exotización se intercalan constantemente, que podría interpretarse como simbólica de la identidad del propio Sakai. Asimismo, los textos que traduce –una exploración psicológica de un cuento tradicional y una adaptación moderna de una obra del teatro noh– se pueden pensar como reescrituras sintéticas, que dan cuenta del encuentro entre elementos dispares, como la propia identidad argentina-japonesa. Keene y Sakai se conocieron recién en 1963, permanecieron en contacto desde entonces, y fue a través de Keene que Sakai conoció a Octavio Paz, con quien luego trabajó en la revista Plural en México.

Dos introducciones y un ensayo

No cabe duda de que tanto la organización como el componente paratextual modelan también la imagen de lo extranjero. El número 249 de Sur se inicia con la ya mencionada introducción Paz, quien se ajusta bien a la descripción que hace Wilfert-Portal de los importadores prologuistas que, por su carácter de referentes culturales, actúan también como garantes del material importado. Paz se desempeñó durante 1952 como encargado de negocios de la Embajada de México en Japón, pero, como consecuencia de su marcado interés por la cultura japonesa, su labor diplomática continuó incluso después de despedirse de Tokio. En 1957, tradujo junto a Hayashiya Eikichi una colección de haikus de Bashō y, poco después, Sendas de Oku, del mismo autor. Al mismo tiempo, no se debe olvidar que Paz solo pasó cinco meses en Japón y nunca aprendió la lengua. Su texto para Sur cierra con una reflexión sobre la “otredad” evidenciada por la literatura japonesa moderna, que es para él una materialización de la misión de la literatura en general. Para Paz, Japón es, en todas sus manifestaciones, ejemplar.

A esa introducción sigue la de Keene en traducción de Bianco. El texto es un artículo titulado «Modern Japanese Literature», que Keene publicó en University of Toronto Quarterly, en el que señala el desconocimiento en occidente de la literatura japonesa, la atracción que ejerce un Japón imaginado y la decepción de los lectores occidentales al encontrarse en la literatura con un Japón “moderno” que no responde a esas expectativas. Concluye con una idea similar a la de Paz respecto a la síntesis que es la literatura japonesa moderna, tan ligada a la tradición y totalmente inteligible para los lectores modernos. La traducción de Bianco incluye las dos notas al pie, pero se aleja del texto original en dos momentos: primero, reemplaza los versos de «To a Skylark» de Shelley, que Keene usa como ejemplo del tipo de imagen poética que durante siglos fue inconcebible en Japón, con una estrofa de «Oh, libertad preciosa» de Lope de Vega, y más adelante, cuando se comienza a hablar de Kawabata, modifica el comienzo de la frase original («Kawabata’s novels») por «El lunar».

El texto que cierra la antología es un ensayo de Juan Pedro Franze sobre la música de Okinawa. Franze era colaborador frecuente en Sur, pero, a primera vista, esta pieza parece desentonar con el resto de la antología. Su inclusión, sin embargo, difícilmente sea arbitraria. Según los datos recogidos por Cecilia Onaha, para 1978, el 70% de la comunidad japonesa en Argentina era de origen okinawense, y sus expresiones culturales se preservaron en buena medida en el país receptor. La Agrupación de Música y Danza Okinawense se formó a finales de los cuarenta, y en 1951, sus integrantes crearon el Centro Okinawense en la Argentina. Música y danzas se practicaban asiduamente: hubo una actuación en el Teatro Discépolo en 1952 y una demostración en 1953 a cargo de Seihin Yamauchi, que fue televisada. El artículo de Franze demuestra una consciencia sobre esta característica de la inmigración japonesa en Argentina.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro Franze.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro   Franze.

Conclusiones

Pageaux propone que la representación del Otro que puede destilarse de los textos literarios habrá de corresponderse con alguna de tres actitudes fundamentales: la manía, la fobia o la filia.[7] La manía implica una visión de la cultura extranjera como superior a la propia, la fobia aparece si la realidad cultural extranjera es considerada inferior y negativa, y la filia nace si la cultura que mira representa en términos positivos tanto la cultura de origen como la cultura extranjera. Solo en la filia se evalúa y reinterpreta lo extranjero. Las estrategias editoriales del número 249 de la revista Sur, revelan una actitud que oscila entre la manía y la filia, que es consistente con la representación histórica de los inmigrantes japoneses en Argentina a mediados del siglo XX. Ya se ha mencionado que Paz orienta la lectura de la antología hacia una imagen de Japón como país ejemplar y, específicamente en lo que respecta a su literatura moderna, como modelo de realización acabada y paradigmática de lo que Moretti llama la «ley de la evolución literaria», es decir, el compromiso entre la influencia formal occidental (francesa o inglesa) y los materiales locales de las culturas periféricas, que subyace al surgimiento de la novela contemporánea en la mayoría de los casos. Tanto la selección de obras de Keene como las traducciones directas de Sakai refuerzan la misma visión de la literatura japonesa moderna como forma híbrida en la que se logra un equilibrio entre la realidad tradicional o local y las formas modernas u occidentales. Esta valoración ejemplar se ve replicada en la historia de la comunidad japonesa en Argentina: autores como Silvia Gomez y Marcelo Higa[8] han señalado la existencia de un «prejuicio positivo» de la sociedad argentina a todo lo relacionado con Japón.

Al mismo tiempo, el contacto con organizaciones de cooperación –como el Instituto Argentino-Japonés de Cultura–, el interés por proveer algunas traducciones directas, y la inclusión de la comunidad okinawense a través del ensayo final demuestran un compromiso que trasciende el mero japonismo de las formas vacías. Amalia Sato ha dicho que el número 249 «resulta impecable en cuanto a las aperturas que propone» y Shimizu Norio, que se trata de un «número de extraordinaria calidad». Quizás el aporte más importante de Sur en este caso sea que, gracias a su elevado capital simbólico y mediante la enmarcación erudita de los textos japoneses, fue capaz de sentar bases más sólidas que cualquier iniciativa previa en la creación de las condiciones sociales necesarias para propiciar un «diálogo racional» entre culturas.

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[1] Willson, P. (2004). La Constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI.

[2] Jansen, H. (2016). «Bel Paese or Spagheti noir? The image of Italy in contemporary Italian fiction translated into Danish». En L. van Doorslaer, P. Flynn y J. Leerssen (eds.), Interconnecting Translation Studies and Imagology. Amsterdam: John Benjamins Publishing Company, 163-180.

[3]  Nishihara, D. (2005). «Said, Orientalism, and Japan», Alif: Journal of Comparative Poetics, 25, 241-253.

[4]  King, J. (2009). Sur: A study of the Argentine literary journal and its role in the development of a culture, 1931-1970. Cambridge: Cambridge University Press.

[5] Stahl, A. K. (2012). «Lecturas posibles del japonés». En G. Adamo (ed.), La traducción literaria en América Latina. Buenos Aires: Paidós, 177-192.

[6] Falero, A. (2005). «Lexicografia y cultura: el caso de la traducción de textos japoneses al castellano». En C. Gonzalo y V. G. Yebra (eds.), Manual de documentación para la traducción literaria. Madrid: Arco/Libros, 325-348.

[7]  Pageaux, D. H. (1994). «De la imagineria cultural al imaginario». En P. Brunel e Y. Chevrel (eds.), Compendio de Literatura Comparada. Trad. de I. Vericat Núñez. México: Siglo XXI, 101-131.

[8] Higa, M. (1995), «La problemática identificatoria de los inmigrantes japoneses y sus descendientes en Argentina» (ponencia presentada a las V Jornadas sobre Colectividades).

* Magalí Libardi es traductora pública y científico-literaria en inglés por la Universidad del Salvador, donde se desempeña como docente. Participó del Programa de Estudios Asiáticos becada por la organización Jasso y la Universidad Kansai Gaidai de Osaka, Japón. Cursó, además, la Carrera de Especialización en Traducción  Literaria (UBA) y la Diplomatura en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey), y actualmente se encuentra preparando su tesis para la Maestría en Literaturas en Lenguas Extranjeras y en Literaturas Comparadas (UBA).

** Una versión previa de este texto fue presentada en la II Jornada Latinoamericana de Estudios Editoriales (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2019).

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La ceremonia del té en el sur

Por: Malena Higashi[1]

Imagen: Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954.

 

El mate sudamericano tiene mucho de ritual: algo similar, pero llevado a un extremo de refinamiento artístico, ocurre con la ceremonia del té en Japón. En esta nota, Malena Higashi conecta la historia de su abuela, maestra de la disciplina en Argentina, con su propio recorrido en el camino del té, entre Kioto y Buenos Aires. Malena se pregunta qué significa esta práctica en América Latina, con otros ingredientes, otros utensilios, otras flores: una ceremonia “mestiza” para compartir y disfrutar un té.


Caminar

Lo primero que se aprende en la ceremonia del té es a caminar. Que es como decir, aprender a llevar el cuerpo. Caminar con movimientos sigilosos, con el andar de un cuerpo ligero, con pasos discretos y cortos. Cuando veo a mis maestros desplazarse pareciera que estuvieran flotando levemente en el aire, pero su presencia no es etérea, todo lo contrario: están de una manera muy firme sobre la tierra y su sabiduría acumulada por la experiencia y el paso de los años hace que su modo de estar en el mundo sea muy contundente.

No reparé en todo lo performático y en la presencia fundamental que tiene el cuerpo en la ceremonia hasta que me tocó hacerla todos los días durante un año, mientras estudiaba en la escuela Urasenke de Kioto. La práctica diaria moldea el cuerpo y cada vez que deslizaba con una mano el fusuma[2] para entrar a la sala y preparar el té, sentía que se abría el telón de un teatro.

Hace muchos años, cuando estudiaba periodismo, un profesor me dijo que parecía japonesa de cara y cuerpo, pero mi gestualidad era argentina. Tiempo después, cuando leí el libro Gestualidad japonesa de Michitaro Tada entendí que la gestualidad es parte del cuerpo y de la cultura misma. Releyendo hoy mis apuntes pienso entonces que siendo argentina, tengo que emular cierta gestualidad japonesa a la hora de hacer un té: la delicadeza de las manos al tomar y dejar cada objeto, levantarme del tatami y volver a sentarme en él con la espalda y la cabeza recta, como si me estuvieran tirando de un hilo que sale del centro de mi cabeza alineando todo el cuerpo. Al batir el té, hacerlo de manera enérgica, pero que ese cambio brusco de la fuerza no se note en el brazo ni en la mueca de la cara. Movimientos armoniosos y delicados. Movimientos que parezcan naturales. Esa es la gestualidad que requiere el Chadō, el camino del té, que en Occidente se conoce como ceremonia del té.

Distancia

Siempre pensé que mi abuela había conocido la ceremonia del té en Japón. Son esas cosas que das por sentadas hasta que un día te das cuenta de que tu abuela sólo vivió en Japón los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial. Y viajás a Japón y visitás el pueblo de donde vino tu bisabuela, un punto en el mapa perdido en la prefectura de Kagoshima a donde ni siquiera llega el tren. La casa familiar está en medio del campo sin una dirección precisa. La indicación al taxista para llegar hasta ahí es simplemente “cerca del cementerio”.

En plena guerra y viviendo en una casa en una zona rural de Japón, nadie practicaba Chadō. Sí había algo de Ikebana, según recuerda mi obachan[3]. “Era algo muy elevado para los japoneses. Pensándolo bien, no debería ser así. El Chadō es una educación, te enseña acerca del gyougi sahou, la vida cotidiana”, las buenas maneras.

Paradójicamente (o no), mi abuela se acercó por primera vez a la ceremonia del té en Buenos Aires. Fue en el año 1979, cuando a través del Círculo de Damas de la Asociación Japonesa a la que pertenecía entró en contacto con esta práctica. Unos años después llegó de Japón Okuda Sensei[4] a enseñar y en 1985 fue mi abuela quien se hizo cargo del grupo que se había conformado. Para ese entonces yo tenía un año. Me gusta pensar que mi abuela estaba descubriendo dos mundos en simultáneo: el del té y el del abuelazgo.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Unos años después viajó a Japón, a la sede de Urasenke en Kioto para perfeccionarse en la ceremonia del té. Después de esos meses intensivos de estudio le fue otorgado su cha mei, su nombre de té, que es “So-e”. Desde entonces se dedica a enseñar en Buenos Aires. En esas largas conversaciones que tenemos, en las que sólo puedo pescar respuestas esquivas a mis preguntas puntuales, me contó que siempre había querido hacer algo relacionado con la cultura japonesa. “Lo más cercano que encontré fue la ceremonia del té”, me dijo. “Cercano”, dice mi abuela sensei. Pienso en los miles de kilómetros que nos separan de Japón. La distancia física y el abismo cultural. Por momentos me parece un milagro que en Argentina exista un grupo que practica rigurosamente la ceremonia japonesa del té.

Kioto/Buenos Aires – Buenos Aires/Kioto

 

En estas idas y vueltas, en este tráfico de ceremonia del té Kioto-Buenos Aires y viceversa hubo un hito que marcó la historia (al menos la nuestra) para siempre. El 22 de octubre de 1954 se realizó por primera vez una ceremonia del té en Argentina. El anfitrión era un joven de 31 años, futuro heredero de la tradición Urasenke. Sen Genshitsu XV, tal es su nombre, se convertiría años más tarde en el décimo quinto Gran Maestro de la Escuela Urasenke. Como mi abuela, había podido superar los años duros de la guerra y había volcado de lleno su vida al té. Fue uno de los maestros que más se preocupó por difundir un mensaje de paz que cargaba como una insignia a cada país que visitó. Esos viajes lo trajeron a América Latina. Y su presencia aquí dio lugar a la Escuela Urasenke que sigue existiendo hoy.

Hace 66 años, se realizó esta primera ceremonia del té en un palacete ubicado en la avenida Luis María Campos. Era la residencia del inmigrante japonés Kenkichi Yokohama que se había dedicado al comercio de antigüedades traídas de Oriente. En las fotos en blanco y negro se ve al Gran Maestro vistiendo un kimono oscuro y en él un detalle que identifica su linaje: el escudo familiar que tiene la forma de un trompo. Muchos años después, luego de una significativa trayectoria recorrida al frente de la tradición Urasenke, Sen Genshitsu XV decidió dar un paso al costado y ceder el cargo a su hijo. En uno de los textos que publicó por esos años se refirió a ese símbolo: “así como el trompo, espero poder seguir en movimiento constante a lo largo de mi vida”.

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

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El 31 de marzo de 2017 llegué a Kioto, específicamente al “Urasenke Gakuen Professional College of Chadō” para estudiar durante un año la ceremonia del té. Como relaté al principio del texto, entre las cosas que aprendí durante ese año puedo mencionar lo performático, la importancia fundamental del cuerpo. Mi mundo del té se expandió traspasando los límites imaginados, porque no sólo aprendí cosas nuevas sino que me sumergí en una manera japonesa de hacer las cosas en todos los aspectos posibles: la disciplina, el orden, la limpieza, formas de vincularme y de convivir con mis compañeros extranjeros y con los estudiantes japoneses que venían de diversos puntos del archipiélago para estudiar.

Hay dos escenas que dicen mucho acerca de la cultura japonesa y de la relación con nuestra propia cultura, occidental y latinoamericana. Estas dos escenas abren y cierran un ciclo: una sucedió antes de embarcarme en el viaje y la otra hacia el final.

Maruoka sensei, maestro de la Escuela Urasenke con sede en Ciudad de México que nos visita todos los años para ayudarnos a profundizar nuestra práctica, me dio una serie de consejos en la última clase que tuvimos en Buenos Aires antes de mi viaje. Y uno de ellos fue muy puntual: “No te olvides de disfrutar el té”, me dijo. No entendí muy bien a qué se refería, porque disfrutar el té es algo natural para quienes lo practicamos. Terminé de comprenderlo cuando estuve en Japón: la sobreexigencia, el nivel de excelencia, la perfección con la que funcionan las estructuras japonesas a veces genera rispideces en los vínculos humanos. Es como si por un lado estuviera el plano organizacional y por el otro el plano de la convivencia. Obviamente van de la mano, pero es en esos roces en donde se generaba cierta incomodidad. Y un ambiente de té realmente requiere estar libre de tensiones. Es decir, para disfrutar del té hay que llevarse bien primero con una misma, y luego con todos los demás. Es un disfrute entonces que requiere cierto esfuerzo, cierto entendimiento. No es algo dado naturalmente. Y no hay que olvidarlo nunca: lo más importante en un encuentro de té es esa correspondencia entre la anfitriona y sus invitados. De ese momento compartido, de esa vivencia viene el disfrute del té.

También tiene que ver con algo vinculado al cuerpo. Los procedimientos para preparar el té se estudian rigurosamente: el orden, el lugar en donde va cada elemento, los movimientos sutiles y elegantes. Cada uno de nosotros los practica una y otra vez y al principio parecieran ser un poco mecánicos porque es la mente la que pone el orden. Años después, una misma se va volviendo parte de aquello que practica y es el cuerpo el que articula el movimiento. Se hace el té sin pensar, la mente queda vacía de pensamientos. Y a pesar de cierta rigidez en la forma, aflora ahí mismo la libertad expresiva de cada una. Estos procedimientos se vienen realizando de la misma manera desde hace 400 años pero cada practicante va moldeando su estilo y al realizar la ceremonia dejará entrever su propia sensibilidad; podremos observar a distintos maestros hacer la misma ceremonia, que será personal y universal a la vez. Creo que ahí hay también un disfrute: el del fluir del procedimiento, cuando nuestro cuerpo se vuelve uno con el movimiento.

La segunda escena tiene que ver con el período final de mis estudios en Japón. En una reunión con Okusama, la esposa de Iemoto Sen Soshitsu XVI, el actual Gran Maestro de la Escuela Urasenke, mi compañero Freddy de Taiwán preguntó qué cosas deberíamos tener en cuenta al volver a casa. Ella respondió que habíamos aprendido nuestra base ahí, que nunca debíamos olvidarla. Y que, naturalmente, tendríamos que adaptar algunas cuestiones a las limitaciones que pudiéramos encontrar en nuestros países de origen. El Gran Maestro Sen Genshitsu XV lo explica muy bien en un breve ensayo titulado “Insuficiencia” en el que cita a un daimio[5] poderoso que escribió lo siguiente: “El objetivo original del té tiene, en su esencia, la aceptación de lo insuficiente”. El Gran Maestro dice que el camino del té es un método por medio del cual podemos aceptar nuestra propia suerte y estar satisfechos con ella. “Por ejemplo, la inmensa mayoría de las personas que practican el té hoy en día no tienen acceso a una casa de té o jardines que hayan sido especialmente diseñados y construidos para reuniones de té. Pero, independientemente de que una reunión se lleve a cabo o no en tal escenario, el anfitrión debe dirigir su total atención a las necesidades y el confort de sus invitados; sus esfuerzos no deben disminuir simplemente por falta de las cualidades ‘apropiadas’ en el lugar en que servir el té. La superación de tal insuficiencia por medio de la creatividad aumenta en proporción directa la profundidad de la experiencia tanto del anfitrión como del invitado”. Indefectiblemente habrá una adaptación de la práctica.

Todo esto me lleva a una pregunta que siempre vuelve: ¿cómo pensar hoy el futuro de la tradición? Es una pregunta que engloba el pasado, el presente y el futuro. Estoy convencida de que el rol que tenemos los practicantes de té fuera de Japón es importante para que la ceremonia del té se siga expandiendo y, por lo tanto, se mantenga viva y en movimiento. El ejemplo concreto que se me ocurre es la popularidad que tiene hoy el matcha, el té verde en polvo que se bebe en la ceremonia del té. El consumo de matcha traspasó las fronteras de Japón y hoy en día se puede comprar en cualquier lado. Incluso se puede tomar en grandes cadenas de cafeterías mezclado con azúcar y leche, el producto se llama matcha latte. También se popularizó el matcha (por su saber y su color verde) como un ingrediente para la pastelería. Frente a esta explosión de la fiebre del matcha me interesa siempre difundir la idea de que es un té que está vinculado a la historia, la filosofía e incluso la política en Japón. Es una bebida que tiene un peso cultural enorme y eso hace que no sea simplemente un té. Chanoyu es la otra denominación con la que se conoce la práctica de la ceremonia y su traducción es “agua caliente para el té”, es decir que originalmente se tomaba solamente mezclado con agua caliente sin ningún otro agregado. La otra palabra, Chadō, termina de completar la idea a la que me refería antes. “Cha” significa té, y “dō”, camino. El Chadō se transita a lo largo de toda la vida y su aprendizaje profundo va permeando la vida cotidiana. Es justamente eso que mi abuela llamó gyogi sahou. El camino es la vida diaria.

Un verde como el té, un verde como el mate

La escritora Banana Yoshimoto estuvo de visita hace muchos años en Argentina y también pasó por Brasil. En el ensayo “El misterio del mate” cuenta algo acerca de ese viaje y en particular se refiere al señor Saito, un japonés radicado en Brasil que, como explica Yoshimoto, llevaba tanto tiempo viviendo allí que se había convertido en sudamericano. También menciona que toma mate, y ella misma lo prueba. Aunque le resulta fuerte empieza a gustarle. “Tal vez, un té tan potente como ese sea necesario para seguir viviendo en aquella rigurosa naturaleza”, reflexiona. Me gusta pensar esta misma postal pero a la inversa: ¿por qué los japoneses beben té matcha? ¿Y por qué idearon y perfeccionaron la cultura de la ceremonia del té? Con respecto a la primera pregunta tengo varias respuestas posibles. La costumbre de beber matcha fue llevada desde China por los monjes zen, que lo bebían para sostener sus largas horas de meditación y como medicina. Hacía el año 1300 se popularizó su consumo en ostentosos banquetes y fue el siglo XV con el monje zen Murata Shuko que el té empezó a cobrar otro sentido, que terminó de establecerse con el Gran Maestro Sen no Rikyu[6] en el siglo XVI. En paralelo, los japoneses idearon técnicas específicas para el cultivo de la camelia sinensis, la planta del té, y para producir con ella un matcha de excelencia que ningún otro país del mundo pudo igualar.

El matcha es un té fuerte, me atrevo a decir que incluso es más fuerte que el mate: por su intensidad, su color y su densidad. Es un líquido más bien espeso y al beberlo estamos tomando directamente la hoja de té, molida y mezclada únicamente con agua caliente.

Con respecto a la segunda pregunta, un encuentro de té es, entre muchas cosas, una comunicación a través de dispositivos (una caligrafía, un arreglo floral, una comida llamada kaiseki, una ceremonia del incienso) que comunican distintas cosas en niveles de lectura muy profundos, si se tiene el conocimiento suficiente. Un encuentro de té es un espacio y un tiempo compartidos, únicos e irrepetibles. Hay una cercanía emocional muy fuerte entre la anfitriona y sus invitados pero se mantiene la distancia física y el respeto propio de esta ceremonia (y de la cultura nipona en general). Es una manera japonesa de mostrar los sentimientos. Muchas veces me hicieron el siguiente comentario: “¿Tanto lío para preparar una taza de té?”. Es que la taza de té es la excusa. Y todo lo demás, cada mensaje detrás de cada gesto, es lo que nos convoca.

Seguir aprendiendo

Otra de las cosas que entendí durante mi año de estudios en Kioto es que algo que se valora mucho en el mundo del té es una capacidad de inventiva combinada con el buen gusto para elegir los elementos que se van a utilizar para preparar el té. A los japoneses les divierte ver una taza hecha con diseños y arcillas que no sean japonesas. Incluso las cucharillas de bambú para servir el té son talladas en maderas locales en aquellos lugares en donde el bambú no crece y eso hace que un elemento conocido se vea y se sienta distinto en otro material. La gracia es poder explicar de qué tipo de madera se trata, de qué árbol proviene; lo mismo con la cerámica. Se trata de poder armar un relato alrededor de estas artesanías locales que cobrarán otra dimensión (y otros significados) circulando ahora en una sala de té.

Organizar y planificar un encuentro de té nos fuerza necesariamente a observar profundamente nuestro entorno, investigar acerca los tipos de cerámica autóctonos, buscar los nombres de las flores silvestres que crecen en suelo local para hacer arreglos florales. Esta combinación armoniosa entre objetos de distintas partes del mundo puede dar lugar a un interesante encuentro de té.

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei.

En nuestras prácticas de cada semana en Urasenke Argentina usábamos objetos japoneses y de a poco empezaron a colarse tazas hechas acá. En este mestizaje Japón está siempre presente y empieza a fundirse con cada una de las culturas en donde se practica la ceremonia del té. Creo que el Chadō es para mi abuela una forma de mantener siempre vivo su vínculo con la cultura japonesa y sus raíces. Inconscientemente yo también me fui volcando hacia ese lado y a medida que descubría que hacer té era también una manera de entrenar los sentidos, de aprender el significado profundo de una caligrafía, preparar los dulces para servir y establecer un diálogo con las flores para poder hacer un chabana (arreglo floral), entré en un romance que al día de hoy sigue latiendo muy fuerte. Cuando le pregunto a mi abuela qué fue lo que aprendió de todos sus maestros y de todos estos años dando clases dice que no puede asegurar saberlo todo. “Sigo aprendiendo”, responde con una sonrisa. Y con esa respuesta disfrazada de simpleza, vuelvo como en una espiral al principio del ensayo: en este largo camino del té volvemos siempre al punto de inicio y aprendemos a caminar, una y otra vez.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.


[1] Malena Higashi es practicante de Chadō, aquí conocida como ceremonia del té. Es egresada del programa “Midorikai” de Urasenke Kioto y es vicepresidenta de Urasenke Argentina. Organiza encuentros de ceremonia del té y dicta los talleres “Agua caliente para el té” y “Un Japón propio”. También es docente en el Instituto Argentino Japonés Nichia Gakuin, Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y periodista.

[2] Puerta corrediza.

[3] Abuela.

[4] Maestro.

[5] Señor feudal.

[6] Sen no Rikyu (1522-1591) elevó la ceremonia del té a su máxima expresión: la ordenó, pero también la “japonizó” a través de artesanías de bambú y piezas de cerámica japonesa, dando origen incluso a la cerámica de tradición Raku junto al ceramista Chojiro. Le dio a la ceremonia del té una impronta vinculada a lo que se conoce como estética wabi, un estado mental ligado a la frugalidad, la simplicidad y la humildad.

 

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Ingenieros y alpargatas: de los inicios del go en Argentina (1971-1973)

Por: Luciano Salerno[i]

Imagen: De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971.

El go, ese juego de tablero tradicional japonés en el que se mueven piedritas blancas y negras, tiene en Argentina una historia de cinco décadas. Hoy compartimos el capítulo inicial de esa historia, que Luciano Salerno fue rastreando en la memoria de sus protagonistas y en documentos de la época. El resultado: el go como una nueva pista para pensar los vínculos interculturales entre argentinos, japoneses y okinawenses en las últimas décadas del siglo XX.


El go[ii], ese juego de tablero de origen chino, desarrollado durante siglos en Japón y finalmente adoptado por buena parte del mundo, fue mi obsesión durante muchos años. Fui jugador amateur con aspiraciones competitivas, fui también directivo nacional durante años, y actualmente soy directivo regional de la federación latinoamericana que regula y organiza su juego.

Ocasionalmente, además, me convierto en una suerte de historiador de sus anécdotas excéntricas y curiosas. Mi primer maestro de go, Franklin Bassarsky, fue quien me introdujo a estas anécdotas durante mi primer año como jugador, poco antes de su muerte. Las historias épicas de torneos, fracasos, triunfos y viajes resonaban en mí, y posiblemente marcaron el rumbo de los años de competencia que seguirían a sus clases.

Durante casi toda mi breve carrera como jugador, y durante buena parte de mi investigación reciente sobre la historia del go en Argentina, pensé que el desarrollo del juego en el país había sido en su inicio casi puramente local, surgiendo en el país como una especie de milagro nacional. Mirando un poco más de cerca, descubrí que esto era sólo muy parcialmente cierto, y que había otros factores que habían influido en, sino su surgimiento, su supervivencia en el país.

“El primer curso de go en Argentina lo dio Hilario Fernández Long, en el Centro Argentino de Ingenieros. Estaba en la calle Cerrito, que en ese momento no tenía la 9 de Julio adelante, era una calle», Héctor Rebagliatti entrecierra los ojos, intentando recordar los detalles del curso en el que aprendió a jugar al go, “Creo que fue en el año 71, porque ya estaba casado yo”.

En su departamento en Caballito, Héctor tiene en el estante de una mesa ratona su tablero de go, hecho artesanalmente en los años setenta, y sus gokes, recipientes que albergan las “piedras”, fichas de diversos materiales para jugar el juego. Las piedras son finas y planas, y me recuerdan a las que tenía un amigo que las había heredado de su abuelo japonés.

Héctor empezó a trabajar en la Fábrica Argentina de Alpargatas al día siguiente de recibirse de ingeniero, y poco después fue, junto a quince o veinte compañeros de trabajo, al curso de go que dictaba Hilario Fernández Long en el Centro Argentino de Ingenieros.

De todos los personajes que formaron parte de la historia del go en Argentina, Hilario Fernández Long fue el más célebre. En cualquier búsqueda de su nombre, rápidamente aparece como un humanista, científico y filántropo, de esos que solo existen en películas sobre personajes del siglo XX. Rector de la UBA, miembro de la CONADEP, educador pionero de la computación en Argentina. Además, primer maestro de go en el país y autor del libro Introducción al Go junto con Adalberto Moderc.

En un testimonio, Hilario dice que después de conocer el go a través de revistas de arquitectura, tomó el juego como “una religión que había que propagar”. Mandó a fabricar piedras de plástico a una fábrica de botones de San Martín, y organizó primero una Conferencia en el Centro Argentino de Ingenieros en Noviembre de 1970, y luego el primero de varios cursos en el mismo lugar, en Abril de 1971, en lo que serían sus aportes más grandes a la difusión del juego en el país.

Ese es el curso que recuerda Héctor Rebagliatti, del cual la mayoría de los asistentes eran compañeros suyos de la fábrica Alpargatas. Todos tenían entre veintiséis y treinta y cinco años. “A cierta edad, todo te despierta curiosidad”, dice Héctor.

Uno de los factores más importantes en el arraigo del juego entre los asistentes a ese primer curso fue el horario de almuerzo de Alpargatas. La fábrica daba a sus empleados una hora y media para almorzar, a diferencia de los sesenta minutos que son habituales hasta el día de hoy en cualquier trabajo en relación de dependencia. La idea era que los empleados que vivían cerca (que en el origen de la fábrica eran mayoría) pudieran volver a comer a su casa antes de empezar el turno tarde. Héctor y sus compañeros, en cambio, iban a los bares y restaurantes de la zona y comían en media hora. El resto del tiempo lo utilizaban para jugar al go.

“Jugábamos con una hoja cuadriculada en la que marcábamos las líneas y los hoshi, y cruces para las negras y círculos para las blancas. Con lápiz, y una goma para borrar cuando había capturas.”

Más allá de los rudimentos básicos del juego que les había enseñado Hilario, los jugadores de Alpargatas no tenían más recursos que su propio ingenio para mejorar su nivel. Todavía no abundaban publicaciones en idiomas no asiáticos, y las que existían no estaban disponibles en Argentina. Por lo tanto, algunos de los conceptos que hoy en día se consideran básicos, en ese momento tenían que ser descubiertos en el juego mismo.

Héctor compartía su oficina con los ingenieros Roberto Pimentel y Adalberto Moderc. Los tres estaban intensamente motivados con el juego y, estando en contacto estrecho con la Facultad de Ingeniería, pronto empezaron a compartir el go con muchos profesores de la facultad.

Según Héctor Rebagliatti, la Asociación Argentina de Go fue fundada prácticamente por los jugadores de Alpargatas. Adalberto Moderc se había acercado particularmente a Hilario Fernández Long a través de la militancia en la Democracia Cristiana que ambos compartían, y este último parece haberlo asesorado en términos de asociaciones civiles.

El 11 de septiembre de 1971, solo cinco meses después del primer curso de Fernández Long, se fundó la Asociación Argentina de Go en el Centro Argentino de Ingenieros, con Adalberto Moderc como presidente y Héctor Rebagliatti como Vicepresidente. En el primer artículo de su estatuto, nombra como uno de sus objetivos “fomentar en el país la difusión del go y en esta Capital proveer a los socios de un lugar de reunión”.

Entre los vocales de la primera comisión directiva destacan los nombres de Hilario Fernández Long, como era de esperarse, y de Franklin Bassarsky.

Franklin no era ingeniero y no trabajaba en Alpargatas, a pesar de lo cual formó parte de la fundación. Tenía 29 años, y era estudiante de la Licenciatura en Matemáticas en la UBA. Su hermano mayor, Rodolfo Bassarsky, era el que había asistido a uno de los cursos de Fernández Long a mediados de 1971. Si bien él tampoco era ingeniero, sino médico, había sido invitado por un amigo cercano que, siendo arquitecto, tenía contacto estrecho con el Centro Argentino de Ingenieros.

Para Rodolfo Bassarsky, el denominador común de esos primeros grupos no era su profesión, sino su afición a otro juego de tablero: el ajedrez. Tanto Franklin como Rodolfo eran aficionados al ajedrez, pero el primero lo dejó de forma absoluta al conocer el go y dedicarse a su estudio. Según Rodolfo, Franklin

“tenía un perfil intelectual y un mecanismo de pensamiento que con toda evidencia armonizaban a la perfección con un juego que requiere un razonamiento y discernimiento claros, un sentido de la ponderación preciso y un equilibrio emocional ajustado. (…) Franklin tenía un temperamento y un genio para cuyo desarrollo el go parecía ser el nutriente ideal. Por eso, sin que aún lo tuviera demasiado claro, yo estaba seguro de que el go podría convertirse en un adictivo noble para mi hermano”.

Inmediatamente después de su fundación en el Centro Argentino de Ingenieros, la AAGo buscó una sede propia, que encontró en la Escuela del Sol, en la calle Ciudad de la Paz 394, en el barrio de Palermo. Si bien se designó al sábado como el día principal de juego, en horario nocturno, la sede abría otros días de la semana según los requerimientos de los torneos de turno.

El interés de los ajedrecistas por el go no se limitó a los jugadores amateurs. Varios profesionales, entre los que se cuentan los grandes maestros Raúl Sanguinetti y Julio Bolbochán, se interesaron por el juego, lo que contribuyó de forma explosiva a su difusión. Bolbochán, autor de las columnas de ajedrez en el diario y la revista La Nación, comenzó a escribir columnas sobre go y a cubrir los eventos más importantes de la asociación con una frecuencia como mínimo semanal.

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Estas columnas y notas del diario La Nación son recordadas por todos los jugadores de la época, y sin dudas ayudaron a generar un flujo constante de jugadores nuevos hacia la asociación.

Héctor Rebagliatti recuerda que, para 1972, en la Escuela del Sol cada sábado dictaba tres cursos de cien alumnos cada uno, uno atrás del otro. El otro miembro de la AAGo que empezó a dar cursos ahí, junto con Héctor, fue Franklin.

Para los últimos meses de 1971, la presencia del go en el diario La Nación se había convertido en un auténtico auspicio: se inauguró la primera Copa La Nación, que duró dos meses a ritmo de una ronda por semana. Al ser un torneo auspiciado por el diario, la cobertura fue absoluta desde el comienzo. Esto incluyó, por supuesto, el anuncio de que el torneo iba a comenzar y de que las inscripciones para participar estaban abiertas. Así llegaron los primeros japoneses a la AAGo.

Para la década del 70, la inmigración japonesa en Argentina ya contaba con más de sesenta años de historia. Luego de la Segunda Guerra Mundial, durante las décadas de los 50 y 60, la presencia de japoneses y de descendientes en territorio local se había profundizado claramente, así como las relaciones con aquel país. Tal vez una muestra de ello sea la visita del príncipe Akihito en 1967, y la fundación del Jardín Japonés en Buenos Aires para honrarla.

Los japoneses y nikkei que vivían en Argentina y jugaban al go no tenían, hasta ese momento, conocimiento de que en el país se jugaba también fuera de su comunidad. Al torneo de 1971 asistieron, por curiosidad y a partir de la publicación del diario, tres de ellos: Mitsuhito Takashima, Noboru Hara y Carlos Asato. De los tres, el primero nunca participó oficialmente de la AAGo, pero formó parte de numerosos torneos organizados por ella. El segundo era un hombre mayor, y si bien murió pocos años después, hizo grandes aportes a los jugadores argentinos durante y después de la copa La Nación. Carlos Asato, en cambio, quien no era japonés sino nissei argentino, se convirtió más tarde en uno de los socios y jugadores más estables de la AAGo durante décadas.

Cuando llegó al torneo, Carlos tenía treinta años de edad y dieciocho de jugador. Su primo, Masayoshi Higa, había venido de Okinawa en 1951 “con el tablero bajo el brazo”. Más tarde habían llegado su padre, tío de Carlos, y su hermano. Todos jugaban al go. Hasta 1971, Carlos nunca había jugado con nadie aparte de sus familiares.

Cuando me recibió en su casa, Carlos me presentó orgulloso ante uno de sus vecinos como un “historiador del go en Argentina”. Su esposa trajo unos sándwiches de miga a la mesa del living donde conversamos, y Carlos procedió a contarme, sin orden, todos los recuerdos que tenía de sus aventuras con la AAGo. Del torneo de 1971, sin embargo, no tenía una memoria muy clara, hecho por el cual se lamentaba constantemente.

Además de los japoneses, se sumó a ese torneo un jugador alemán llamado Guillermo Holtey que, como aquellos, tenía más experiencia de juego que todos los argentinos. Ante la evidente superioridad de los extranjeros, el objetivo de los argentinos se convirtió rápidamente en terminar el torneo como el mejor jugador del país.

Héctor Rebagliatti recuerda el duelo más difícil que tuvo en esta competencia, contra Franklin Bassarsky. Jugaron un sábado en la AAGo durante siete u ocho horas la primera mitad del partido. Al no haber terminado, postergaron el resto para el día siguiente: el domingo, entonces, jugaron en la casa de Héctor durante siete u ocho horas más. “En esa época no teníamos relojes, y los partidos duraban días”, recuerda Héctor. Frente a la terquedad de Franklin ante una partida claramente definida a favor de Héctor, él recuerda pedirle por favor que abandonara para terminar la tortura de casi dieciséis horas de juego, a lo que Franklin finalmente accedió.

Héctor logró el tercer puesto pero, bajo la mirada atenta de los argentinos, fueron dos japoneses los que disputaron la final del torneo el 30 de diciembre de 1971: Mitsuhito Takashima y Noboru Hara.

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

Enrique Lindenbaum, uno de los jugadores más destacados desde 1972 hasta finales de los años setenta, recuerda que Noboru Hara era al principio inalcanzable para los jugadores argentinos. Sin embargo, era evidentemente muy generoso: Lindenbaum recuerda que, ya en 1972, los invitaba a jugar a su negocio, mayorista de telas para trajes en la avenida Belgrano (Rodolfo recuerda que, también, los invitaba a su casa) y que él logró ganarle en 1973, poco antes de que Franklin también lo lograra. En ese momento, a modo de graduación, Hara los invitó a jugar a la Asociación Japonesa de Argentina de la avenida Independencia 732.

“Fue una impresión terrible, el que para nosotros era el mejor jugador resultaba ser el más ‘pichi’ (el de menor categoría) entre ellos. Con una humildad y cordialidad inimaginable para nosotros, ellos fueron enviando jugadores cada vez un poco más fuertes, y a medida que íbamos aprendiendo nos subían el nivel, sin humillarnos”.

Noboru Hara no participó de actividades con los argentinos por mucho más tiempo, y los testimonios que lo incluyen no llegan más lejos que el año 1973. Pero para entonces, había cumplido un rol clave: hacer de nexo entre los argentinos y los japoneses en Argentina, que a partir de entonces serían una suerte de tutores para los jugadores más fuertes del país, y formarían incluso al que hoy en día es el jugador más fuerte del país y uno de los amateurs más fuertes del mundo: Fernando Aguilar.

No sería exagerado, entonces, considerar a Noboru Hara y su grupo como el primero de una serie de apoyos japoneses al go en Argentina. En su caso, partiendo exclusivamente de la buena voluntad y no como parte de una política de difusión y promoción explícita, aunque esto sería la excepción. Lo que siguió durante el resto de la década del setenta solo confirma mi segunda hipótesis, basada en la importancia fundamental del país asiático en el juego en Argentina. Hacia finales de los años setenta no solo más japoneses clave vinieron a Argentina, incluyendo a algunos míticos jugadores profesionales de go, sino que incluso Japón realizó la epopeya histórica de llevar argentinos a su territorio para enseñarles el juego y formarlos como docentes y jugadores.

Lejos quedó, en este punto, mi hipótesis de que el go en Argentina se había desarrollado inicialmente solo por argentinos. Tan lejos como las hojas cuadriculadas que utilizaban para jugar en Alpargatas. Es cierto que, sin esas partidas en los almuerzos de la fábrica, sin las columnas en el diario La Nación y sin los cursos de Hilario Fernández Long, el go habría tardado mucho más en llegar a los jugadores argentinos y en consolidarse entre ellos. Pero también es evidente que, muy poco después de esos primeros meses, la llegada de los japoneses a la actividad allanó un camino que, de otra forma, tal vez nunca hubiese existido.


[i] Luciano Salerno es Licenciado en Guion de Artes Audiovisuales (Universidad Nacional de las Artes) y Diplomado en Estudios Nikkei (CEUAN). Además, es jugador de go y se desempeña como directivo de la Asociación Argentina de Go desde 2013 y de la Federación Iberoamericana de Go desde 2018.

[ii] Una versión preliminar de esta crónica fue presentada en el I Encuentro de Estudios Nikkei (Buenos Aires, 2019). Asimismo, el texto será incluido en el libro colectivo En construcción. Aportes para una perspectiva niquey en los estudios interculturales, de próxima aparición.

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El rosario y el juzu: una experiencia interreligiosa del Japón moderno temprano

Por: Rie Arimura*

Imagen: La Virgen con el Niño y sus quince misterios, Loyola y Francisco Xavier, principios del siglo XVII, The Kyoto University Museum.

 

Los cruces interculturales entre Japón y lo que hoy llamamos América Latina comenzaron hace más de cuatrocientos años. En este artículo**, la historiadora del arte Rie Arimura nos ofrece un recorrido por esos primeros encuentros a través de la cultura visual religiosa para descubrir continuidades entre cristianismo y budismo, usos inesperados de rosarios en el Japón del siglo XVI y otras conexiones sorprendentes. Aquí se busca aclarar el nexo entre las tradiciones católicas y budistas, y analizar si existieron algunas similitudes o continuidades respecto al uso del rosario entre Japón y Nueva España, tierra por donde los mendicantes pasaban antes de ir a las misiones en Asia en los siglos XVI y XVII.


 

El uso del sartal de cuentas como instrumento de oración no es exclusivo del catolicismo, sino que diferentes religiones asiáticas lo han utilizado desde antes del advenimiento de Cristo. En cuanto al origen del rosario católico, existen diferentes teorías, pero una de las más aceptadas es la que propuso Wilfred Cantwell Smith (1916-2000). Según él, la tradición de recitar oraciones utilizando cuentas se extendió probablemente desde la India, mediante la adaptación de diferentes religiones. Por un lado, se difundió a través del budismo en el Tíbet, China y Japón; por otro lado, la misma costumbre podría haber entrado en la Europa cristiana a través del Islam en la época de las cruzadas.

Esta postura que ubica en la India el origen de diversos sartales se fundamenta en el hecho de que, al menos a nivel filológico, el uso más antiguo de cuentas de oración que se conoce es una de las diez herramientas del asceta brahmán, referida en el Canon Jaina. En este tratado, las cuentas de oración se denominan de dos formas: ganettiya y kañchaniyā en prácrito, un idioma que se usaba en gran parte de la India en la época de Mahavira (siglo VI a.C.), fundador del jainismo. El primer término equivale a ganayitrika (literalmente «contador») y el segundo corresponde a kāñcana (“oro”) en sánscrito.

En la India, la evolución del rosario como herramienta de oración se atribuye al hinduismo. El número de cuentas y los materiales varían según la secta y el culto. El devoto de Shiva usa un sartal de 32 cuentas, mientras que el de Vishnu emplea uno de 108. Este número adquirió más tarde un significado simbólico para el budismo, ya que el sartal budista completo (en japonés juzu “数珠”, literalmente “cuentas para contar”) consta de 108 cuentas. El rudraksa, que literalmente significa «ojo del dios Rudra» (es decir, el nombre antiguo de Shiva), es una semilla de Elaeocarpus ganitrus y se usa preferentemente para cuentas de oración en el hinduismo, especialmente en el shivaísmo, mientras que los devotos de Vishnu prefieren las cuentas de tulasí.

Tanto el rudraksa como el rosario (término derivado del latín rosarium, que significa “jardín de rosas”) de la Virgen María refieren, ambos, a árboles o plantas. En vínculo con ello, desde tiempos antiguos en distintas religiones se sacralizaban ciertos arbustos para determinadas deidades, porque se creía que en ellos habitaba un poder divino llamado mana. Así, en la antigua Grecia, el roble fue asociado con Zeus; el laurel con Apolo; el olivo con Atenea; el mirto con Afrodita. La rosa también fue relacionada con esta última diosa, dado que emergió del mar junto con esas flores. Por lo tanto, su equivalente romano, Venus, se representa frecuentemente con una guirnalda de rosas.

Sin embargo, también existe otra postura que cuestiona la tesis de Smith, la cual señala que aunque no es posible descartar una influencia mutua, el uso del sartal de cuentas es tan antiguo que no se puede determinar su origen y desarrollo. Además, distintas religiones crearon sus propias tradiciones, por lo que este fenómeno debería ser entendido como un paralelismo cultural en lugar de interpretar un origen común.

Independientemente de la discusión sobre si el sartal budista y el rosario católico comparten un mismo origen o no, lo cierto es que tanto el budismo como el catolicismo desarrollaron la práctica de usar sartales. Este hecho permitió una amplia aceptación del rosario en la misión católica de Japón que se llevó a cabo entre 1549 y 1639, como se verá a continuación. En este artículo se busca aclarar el nexo entre las tradiciones católicas y budistas, y analizar si existieron algunas similitudes o continuidades respecto al uso del rosario entre Japón y Nueva España, tierra por donde los mendicantes pasaban antes de ir a las misiones en Asia en los siglos XVI y XVII.

El rosario como un instrumento para la conversión, símbolo de la cristiandad, amuleto y moda

En las misiones de ultramar de la época moderna temprana (c. 1500-1800), diferentes órdenes religiosas promovieron la devoción del Santo Rosario. El rezo que los franciscanos difundieron se denomina como la corona franciscana o el rosario de los siete gozos de la Virgen María, mientras que la oración mariana de los agustinos se conoce como la corona o coronilla de la Virgen de la Consolación y Correa.

La devoción a las cuentas benditas se extendió a nivel mundial. En Nueva España, los cronistas franciscanos Jerónimo de Mendieta (1525-1604) y Juan de Torquemada (c. 1557-1624) afirman que “Las cuentas en que han de rezar, luego en comprándolas, las traen a algún sacerdote para que se las bendiga. Y los que pueden haber alguna cuenta bendita del Santo Padre, lo tienen a mucha dicha […] Entre ellos [los indios], parece no es cristiano el que no trae rosario y disciplina»[ii]. También en la evangelización de Japón, las cuentas benditas eran altamente apreciadas: “Y muchos venían por recibir vna cuenta bendita desde las aldeas, aunque estuviesen una o dos jornadas y de las partes más remotas del Iappon…”[iii].

De igual modo, la costumbre de llevar un rosario de cuentas colgado alrededor del cuello se popularizó tanto en América como en Filipinas y Japón. Para los misioneros, esta usanza significaba un arma contra las herejías y el paganismo, por ende, se convirtió en un instrumento de conversión. En el virreinato novohispano, el dominico Agustín Dávila Padilla (1562-1604) instituyó dicho hábito para los religiosos de su orden, pero ésta se propagó rápidamente entre los cofrades criollos, indios y españoles[iv].

En el caso de Japón, Francisco Xavier llevaba siempre un rosario grande en el cuello. Esta costumbre adquirió una singular popularidad, toda vez que para los conversos japoneses era el símbolo por excelencia de los cristianos, además de ser una protección física y espiritual. La función del rosario como amuleto coincidía con la del juzu budista. Pero la particularidad del caso de Japón es que colgar un rosario en el cuello llegó a ser una moda incluso entre los no cristianos. Así, Izumo no Okuni (c.1572-?), fundadora de la danza kabuki, está retratada con el rosario al cuello en la pintura titulada Kabukizukan, datada a principios del siglo XVII[v]. Esta actriz-bailarina no era católica, sino que su rosario representa una moda namban (literalmente “bárbaros del sur” en referencia a los ibéricos) de la época.

Los quince misterios de la Virgen y el Taima mandala

El paralelismo entre el rezo del Santo Rosario y las oraciones budistas no se limita sólo a distintos usos de sartales de cuentas, sino que abarca también a las imágenes. La Virgen con el Niño y sus quince misterios, Loyola y Francisco Xavier (figura 1) es una obra producida por un pintor japonés formado en el seminarium o schola pictorum, fundado por el jesuita Giovanni Nicolao. Las quince escenas de los misterios de la vida de María se representan en recuadros en tres márgenes del cuadro. En el centro hay dos rectángulos: en el superior se representa la Virgen con el Niño; mientras que en el inferior, el Santísimo Sacramento, el emblema de la Compañía de Jesús (IHS), Ignacio de Loyola y Francisco Xavier.

La forma de ordenar los quince misterios tiene antecedentes tanto europeos (figura 2) como nativos. Presenta una marcada similitud compositiva con el Taima Mandala (figura 3) del budismo de la Tierra Pura. Además, existe cierta semejanza en el orden de lectura. Es decir, en ambas obras se lee la secuencia narrativa desde el borde izquierdo de abajo hacia arriba. Se realiza la lectura en el sentido de las manecillas del reloj. Además, ambas pinturas comparten la misma función: ser instrumentos para la meditación y devoción. Ello se debe a que el catolicismo y el budismo impulsaron la técnica de visualización como una base de la meditación. Los ejercicios espirituales planteados por Ignacio de Loyola tenían una equivalencia en la práctica religiosa nativa. Todo ello contribuyó en los procesos de aceptación, adaptación y asimilación de las prácticas contemplativas de las imágenes del Rosario en Japón.

Figura 1: La Virgen con el Niño y sus quince misterios, Loyola y Francisco Xavier, principios del siglo XVII, The Kyoto University Museum.
La Virgen con el Niño y sus quince misterios, Loyola y Francisco Xavier, principios del siglo XVII, The Kyoto University Museum.
Figura 2: Abela Giovanni Maria, Los quince misterios del Rosario, 1595, Iglesia de la Natividad de la Virgen María, Naxxar, Malta.
Arimura Figura 2. Los quince misterios del Rosario
Figura 3: Taima mandala, finales del siglo XIV. Imagen tomada de la página del Metropolitan Museum of Art: https://www.metmuseum.org/art/collection/search/44983
 

Arimura Figura 3. Taima Mandala

La Virgen del Rosario con cuatro santos

Para terminar, cabe señalar un ejemplo del rosario franciscano en Japón: La Virgen del Rosario con cuatro santos (figura 4), llevada por Hasekura Tsunenaga, quien encabezó la misión diplomática Keicho enviada a España y Roma entre 1613 y 1620 por la vía de Nueva España. Esta pintura pudo haberse producido en Filipinas, dado que existe una pieza de marfil hispano-filipino de una composición similar en el acervo de la catedral de Toledo.

Esta obra muestra una continuidad con la tradición pictórica novohispana del siglo XVI, puesto que el Dios Padre, que se encuentra arriba de la Virgen, está representado como un anciano con una túnica azul y un manto de color rosa con movimiento, sosteniendo un globo terráqueo en la mano izquierda y bendiciendo con la mano derecha, de modo que coincide con la iconografía del Dios Padre de los retablos mayores de los ex templos franciscanos de Huejotzingo y Tecali, Puebla, México.

Esta imagen se identifica como un ejemplo del rosario franciscano debido a la presencia del santo fundador de la orden entre los cuatro santos representados en la parte inferior del cuadro. Es decir, a la izquierda están san Jerónimo acompañado por un león y san Antonio el ermitaño (san Antonio Abad) junto con un cerdo, que simboliza las tentaciones del santo. A la derecha, se encuentra san Francisco de Asís con sus estigmas en las manos. La figura ubicada en el fondo del lado derecho se ha identificado de diferentes maneras. Por un lado, se ha considerado como san Juan Bautista por estar semidesnudo, sólo con la cadera cubierta, y traer un bastón. Pero, por otro lado, Keizo Kanki apunta la posibilidad de que éste represente a san Onofre (c. 320-400) por tener una corona junto con sus rodillas.[vi] Este último santo vivió como ermitaño en el desierto egipcio en el siglo IV. Sus atributos iconográficos son su vestido con hojas, un cetro y una corona en sus pies, que simboliza la renuncia de su estirpe regia.

San Onofre es un santo profundamente venerado entre los franciscanos de España. Incluso fray Martín de Valencia (c. 1474-1534), líder de los “Doce” misioneros que emprendieron las labores sistemáticas de la evangelización franciscana en Nueva España en 1524, había estado en el Convento de San Onofre de La Lapa, en Badajoz, Extremadura,[vii] donde el guardián de este convento, san Pedro de Alcántara (1499-1562), compuso su Tratado de la oración y meditación, obra contemplativa clave de la mística española. Además, san Onofre es un santo asociado con el rezo del Rosario, como muestran los grabados de San Onofre en la selva (1574) de Cornelis Cort (1533-1578); San Onofre, de la serie de Trophaeum Vitae Solitariae (Vidas de los ermitaños) de Jan Sadeler I (1550-1600) sobre la composición de Maarten de Vos (1532-1603); y San Onofre de Hieronymus Wierix (1548-1624). La asociación de este santo con el rosario se manifiesta también en la literatura religiosa como la Vida prodigiosa del rey anachoreta (Zaragoza, 1675), escrita por fray Pedro de Arriola.

La importancia de la devoción a este santo dejó impacto también en el arte hispanoamericano. Así, entre el corpus de los santos ermitaños de Puebla, México, atribuido al pintor flamenco Diego de Borgraf (1618-1686), se incluye un lienzo que representa a san Onofre. El Museo de Arte Colonial en Bogotá cuenta con una pintura al óleo del mismo santo del siglo XVII. En la pintura cuzqueña se conservan varios ejemplos. En una pintura mural del siglo XVII que se encuentra en el templo de San Jerónimo en Colquepata, Cusco, se representa al mismo santo con un rosario en la mano. En suma, si se toma en cuenta la importancia que tenía la devoción de este santo para la orden franciscana y en el ámbito hispánico de la época, no sería nada raro que éste se represente junto con otros ermitaños en la imagen antes mencionada, perteneciente al Sendai City Museum (figura 4). Es una tarea futura profundizar en la devoción y representación de san Onofre en el ámbito hispánico para esclarecer el problema de su identificación.

Figura 4: La Virgen del Rosario con cuatro santos, principios del siglo XVII, óleo sobre lámina de cobre, 30.2 x 24.2 cm, Sendai City Museum
Arimura Figura 4. Virgen del Rosario

[ii]Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999), Lib. IV, cap. XVIII. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmczs2p6 (día de consulta: 21 de agosto de 2020; Juan de Torquemada, Monarquía indiana (México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1975), 332.

[iii]Ribadeneira, Historia de las islas del archipielago…, 435.

[iv]Alejandra González Leyva, “La devoción del Rosario en Nueva España”, Archivo Dominicano, XVIII (1997): 74.

[v]Izumo no Okumi, representada en Kabukizukan se puede ver en la página de Cultural Heritage Online: https://bunka.nii.ac.jp/heritages/heritagebig/90610/1/1 (día de consulta: 21 de agosto de 2020)

[vi]Keizo Kanki, “Iberia-kei seiga no kokunai ihin ni tsuite”, en Simposium: Kirishitan bijutsu wo meguru sho mondai (Tokio: Sophia University, 1987), 21.

[vii]Juan de Torquemada, Tercera parte de los veinte i vn libros rituales i monarchia Indiana (Madrid: Nicolas Rodriguez Franco, 1723), 395.

*Rie Arimura es doctora en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es profesora de Historia del Arte europeo, colonial y asiático de la Escuela Nacional de Estudios Superiores Unidad Morelia de la UNAM. Es especialista en la historia y arte de la misión católica del Japón moderno temprano, las relaciones históricas entre México y Japón, el arte conventual novohispano del siglo XVI y el arte namban.

**Este trabajo es parte de los resultados obtenidos a través del proyecto PAPIIT IN401019 “Experiencia interreligiosa y arte durante la primera expansión europea: la devoción e imágenes del Rosario en el Japón (1549-1873)” de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México.

 

“La literatura es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar”. Entrevista a Dahiana Belfiori, autora de Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015)

Por: Equipo Transas*

Introducción: Daniela Dorfman

Dahiana Belfiori es escritora y coordinadora de talleres de lectura y de escritura creativa en Rosario, Buenos Aires y Barcelona. Creó espacios culturales y ciclos literarios y colabora para el suplemento Rosario|12 del diario Página|12. También formó parte de las Socorristas en Red desde su conformación hasta el año 2017. Su libro Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015) compila y ficcionaliza diecisiete relatos de mujeres que decidieron interrumpir sus embarazos acompañadas por las Socorristas en Red, un servicio que, siguiendo protocolos de la OMS, da información y acompañamiento a personas que deciden abortar con misoprostol.

La siguiente entrevista se hizo en el marco del seminario “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en Literatura” dictado por Daniela Dorfman en la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. El seminario proponía pensar los modos en los que la literatura actúa en los límites de lo decible y también reflexionar sobre cómo, en tanto parte de la conversación pública con otras discursividades legales, sociales y políticas, puede presionar o promover cambios.

En esa línea se leyó Código Rosa como un texto que saca al aborto del closet y que abre, en los límites entre la legalidad y la ilegalidad, una zona de enunciación posible en la que empieza a leerse y a escucharse el “Yo aborté” que la ley quiere impedir y castigar. El texto articula la experiencia con la ficción, vuelve colectivos los testimonios individuales y, tensionando las relaciones entre lo íntimo, lo público y lo privado, da forma a nuevos modos sociales de hablar del aborto. Desde esa lectura hablamos con Dahiana Belfiori sobre su experiencia, los relatos, el proceso de escritura y el significado político del libro.


Daniela Dorfman: ¿Podrías contarnos sobre la anécdota que le da nombre al libro?

El nombre Código Rosa viene de la voz y de la palabra de una de las mujeres que las socorristas de Neuquén acompañaron a abortar. Cuando ellas atendieron el teléfono, esa mujer, en vez de decir: “Hola sí, ¿hablo con Socorro Rosa[1]?”, dijo: “Hola sí, ¿hablo con Código Rosa?”. Eso fue hilarante en su momento, ahí nos pusimos a pensar en qué significaba ese lapsus, esa manera de nombrar que tiene una mujer y que evidentemente hay allí algo del código, de un código que se maneja y que tiene que ver con unos modos particulares de pensar los abortos, las experiencias de aborto, las experiencias activistas, los feminismos. Algo que cuajó en esa palabra y por eso para mí vino a cerrar el nombre del libro, que fue lo último. Así aparece como una anécdota más.

DD: ¿Cómo fue para vos ese proceso de escritura, con qué preguntas, reparos, problemas te encontraste a la hora de transformar esas experiencias y esos testimonios en textos literarios? Más aun teniendo en cuenta que implicaban una intervención sobre relatos y sobre voces ajenas, y también sabiendo que ibas a ser una especie de bisagra que llevaría a esos relatos de lo privado a lo público.

Es una pregunta que no dejo de hacerme y que no han dejado de hacerme, y que en la medida en que pasa el tiempo adquiere otras resonancias. Porque lo que quizás me interpelaba o me interpeló en su momento, en el momento de escritura, no es lo mismo que me interpela ahora. O no es lo mismo que pienso en este momento acerca de la propia experiencia de escribir, reescribir y releer el libro a través de las lecturas de Código Rosa. Y de las devoluciones que tuve a lo largo de estos años de mujeres que lo han leído, de personas que han leído el libro.

Es como si tuviera que hacer un camino a la inversa y encontrar cuáles eran esas preocupaciones, que las leo en mi prólogo… y una se extraña de lo que lee ahí y vuelve a decir algo de esto hay, pero qué…. En su momento las preocupaciones fueron muchas, me encontré con muchos obstáculos. En principio, encontrar el tono que respetara esas voces que aparecían, las voces de esas mujeres que estaban contando un momento particular de sus vidas y una experiencia muy particular de sus vidas. Entonces, mi mayor preocupación era algo del orden de la fidelidad. No sé si llamarlo así, pero podríamos pensarlo así. Por otro lado, es muy gracioso porque una pretende ser objetiva cuando, en realidad, esa distancia necesaria para contar esa experiencia se acorta, porque estás trabajando con testimonios. Porque el testimonio es algo que está vivo. Lo que una hace desde la propia lectura y desde mi propia experiencia influye en la escritura, por lo que esta pretensión de objetividad –digo objetividad muy burdamente–, esta pretensión de tomar una distancia a veces se me hizo imposible y lo descubrí en el momento de la escritura.

Porque veía o sentía –y también pasaba por el cuerpo– las experiencias narradas y revivía mi propia experiencia de aborto. Y las experiencias de aborto de otras tantas que había leído previamente. Entonces era un conjunto de voces con el que estaba trabajando, por eso digo que está vivo. El testimonio está vivo por lo que narra en sí mismo y por todos los ecos que produce: en mi caso, por la experiencia de haber abortado, por la experiencia de acompañar mujeres a abortar y por las narraciones que había leído de testimonios de otros momentos históricos de Argentina. Porque recordemos que cuando salió el libro, unos diez años antes, estaban todos los testimonios que aparecían en RIMA [Red Informativa de Mujeres de Argentina] con el título “Yo aborté”, que fueron unos testimonios claves para mí. Testimonios que, por su parte, estaban muy en sintonía con todas las experiencias de la década del setenta en Francia, cuando salieron públicamente muchas intelectuales a decir “yo aborté”. Pero, a su vez, con las características puntuales de narrar en primera persona, quizás por primera vez y en un ámbito cuidado, feminista, como era RIMA, experiencias que no tenían nada que ver con las experiencias que yo estaba contando en Código Rosa, que eran propiciadas y acompañadas por feministas, con medicamentos. Había una distancia que no era solo una distancia generacional o histórica, sino también de prácticas concretas de acompañamiento y del aborto en sí mismo.

Retomando un poquito, me encontré con el obstáculo principal de cómo narrar, cómo contar eso, siendo respetuosa y, a su vez, haciendo otra cosa de eso, que es trabajar desde la ficción, para que pueda ser leído desde la ficción. Porque hay una operación que una hace necesariamente allí para que funcione la ficción. El pacto es de lectura de ficción, podríamos pensarlo como un híbrido, sabiendo que allí, en el fondo, hay testimonios. Es decir, sabiendo que allí hay mujeres de carne y hueso que pasaron por esa experiencia. Entonces era todo un desafío trabajar con eso. Y yo pasé por momentos muy difíciles, porque estuve meses, por lo menos un par de meses, sin poder escribir luego de leer un testimonio muy duro. Porque me encontraba con que no era la experiencia del aborto lo más importante que habían pasado esas mujeres retratadas en sus vidas, sino las experiencias de violencia que habían sufrido en este sistema héteropatriarcal y violento con las mujeres y las feminidades.

Entonces, fueron momentos difíciles de sortear. Y luego cada uno de esos testimonios, también, tenía su tono, su voz y tenía que descubrirlo. Yo tenía que entrar ahí, yo diría que “en puntas de pie”, tratando de encontrar ese eco que me parecía relevante y dónde estaba centrada la mujer narrando, desde qué lugar quería ser contada esa voz. Hubo mucho ejercicio de escucha del testimonio desde muchos lugares: de lo que leía, porque había transcripciones; de lo que escuchaba, porque podía escuchar su voz. Además, lo que yo tenía que reponer que no conocía de esas mujeres. Porque yo no me encontré con esas mujeres, yo me encontré con el trabajo de transcripción y con su voz, pero muchas cosas, muchas cuestiones de particularidades, las tuve que reponer. Y en eso también consistió el ejercicio de ficcionalización: encontrarle un escenario, personajes, momentos a ese testimonio.

DD: ¿Qué formato tenían las entrevistas que recibiste? ¿Eran un cuestionario igual para todas las mujeres entrevistadas o eran ellas contando su historia?

Era una entrevista semi estructurada y era un cuestionario que era similar para todas. Pero cada una de esas mujeres expandía las preguntas y habilitaba otras. Entonces algunas entrevistas eran muy ricas por lo que sí decían y otras, por lo que no decían. Fue todo un desafío leer los silencios. Sobre todo hay uno de los relatos, el de Camila, la mujer boliviana, en el que yo hice una operación muy fuerte para mí, que fue armar un relato único de ella. Pero, en realidad, cada una de esas oraciones, cada una de esas frases es una respuesta a una pregunta particular. Entonces yo armé un relato a partir de cada una de esas respuestas, fue toda una operación, de hecho yo decidí exponer la operación que estaba haciendo en el mismo relato. Fue todo un desafío para mí y en cada uno de los relatos están las marcas de mi propia voz también, en los que por momentos se confunde la narradora con la autora y con la militante. Hay confusiones que están puestas adrede, yo dejo esa marca como una cicatriz que tiene que ver con el lugar de enunciación de cada voz que aparece.

DD: Una de las cosas que estuvimos discutiendo en el seminario es la literatura como un espacio de una enunciación que no es posible en otros ámbitos y muy característicamente en este ámbito oficial, estatal y de la justicia, aunque cada vez hay más lugares donde se habilita alguna forma de apertura hacia esa experiencia. ¿Tuviste presente al escribir que eran relatos que narraban una experiencia prohibida por la ley? ¿De qué manera eso influyó en tu escritura y en tu trabajo con estos textos?

Bueno, de hecho, en ese momento yo seguía siendo socorrista y estaba acompañando a mujeres públicamente a abortar y dándoles información. En realidad nosotras siempre jugamos con los límites de la ley, de lo prohibido y de lo permitido, y me parece que eso es interesante también. A partir del 2012 con el fallo FAL –que habilita los alcances de los abortos no punibles–, también ahí teníamos un resguardo para poder pensar los abortos como prácticas que están encausadas en un marco de cierta legalidad. Sí, por supuesto que lo tuve presente y creo que también ese fue un gran desafío, porque implicaba exponerme en primera persona con un objeto que implicaba también dar cuenta de los acompañamientos, pero también de exponer a esas otras voces, a esas mujeres en otro formato, y particularmente la cuestión de la clandestinidad del aborto.

Creo que no sé muy bien cómo operó a la hora de describir, creo que yo estaba muy vinculada con la práctica activista-socorrista, entonces no podía atisbar cuánto de clandestinidad había ahí, para mí todo lo que estábamos haciendo estaba permitido, es una escritura en caliente también. A pesar de serlo así y a pesar de estaba advertida de que era escribir algo que estaba en los bordes de la ley, sabía que era necesario hacerlo, porque esa operación de la ficcionalización también resguardaba lo que estábamos haciendo de alguna forma. Siempre podemos pensar que es una ficción y creo que fue un poco lo que me ayudó a no quedarme atrapada en esto de la clandestinidad para poder escribir las historias.

Martina Altalef: ¿Para vos la ficción en Código Rosa funciona como un refugio de lo prohibido? Y a partir de eso y pensando en la ficción en general: ¿la ficción permite narrar lo que la ley no permite en distintos contextos de clandestinidad, no solo con respecto a la interrupción del embarazo?

Qué difícil esa pregunta, yo no sé para qué sirve; sí tuvimos una intencionalidad política, ética, estética, que era contar esto que nos estaba pasando, estas experiencias que son colectivas. Yo creo que la literatura no solo es refugio de lo prohibido, es refugio de lo que nos pasa, de lo que vivimos y esto es tan amplio que no tiene que ver solo con lo permitido por la ley. Todas las experiencias humanas no entran en las generalidades ni en las abstracciones de una ley y muchas de nuestras experiencias como mujeres en la sociedad no están enmarcadas dentro de la ley, entre ellas la experiencia de abortar.  Y me parece que es un refugio, pero no solo para lo prohibido, sino para esto que necesita ser contado porque su prohibición es un blef, es algo que no tiene que ser, algo que no tiene que estar en ese lugar. Entonces me parece que es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar, en tanto potencia para decir: oiga, miren, acá estamos todas estas, de todos estos lugares, con todas estas características, que estamos narrando una experiencia que no cabe en la ley, que nos importa poco la ley y que la vamos a seguir ejerciendo más allá de la ley que la prohíbe.

MA: En ese sentido otra pregunta que tengo es: ¿cómo apareció Selva Almada para prologar el libro? Porque es un nombre que, en principio, podría aparecer para dar peso a esa dimensión literaria de la que hablabas, sin embargo, en el prólogo lo que ella destaca es la clave testimonial, la clave activista.

Selva hace el prólogo a partir de mi invitación, nos contactamos por un amigo en común con el que ella había estudiado en Paraná, Luis Acosta, el que ilustra el libro. Fue hermoso porque este libro provocó encuentros humanos, afectivos, reencuentros de muchos años. Es importante para mí decir esto. ¿Cómo hacemos estos objetos las feministas? ¿Cómo pueden salir? ¿De dónde salen? ¿Con qué materialidad trabajamos? Trabajamos con estos afectos, con estas presencias, con ciertas convicciones. No se puede hacer un libro de estas características sin todo eso funcionando.

Una podría pensar que fue mágica esa presencia; yo la convoco porque, efectivamente, quería que diera cuenta de algo vinculado a lo literario, como pidiendo que me abriera el camino a lo literario. Pero no a mí, sino a esas mujeres que están contando la historia: esto se enmarca dentro de la literatura. Y Selva [Almada] viene y escribe el prólogo. Y ahí está otra de las sorpresas, otra de las alegrías que da el libro. Todo lo que no se espera, todo lo que no esperaba, también aparece en el libro. Incluso ese prólogo. Fue hermoso, en realidad, constatar y leer algo que volvió en el prólogo de Selva, siempre la lectura de Código Rosa remitió a una serie de preguntas: ¿cuál fue mi experiencia con el aborto?, ¿qué tipo de experiencia fue?, ¿cuándo me llegó a mí? Volvía en forma de pregunta y volvía con otra respuesta. Entonces esa es la respuesta de Selva y esa es la invitación. Y es una clave de lectura del libro, efectivamente. Porque invita a decir: ¿qué pasaría, qué hubiera pasado si hubiéramos tenido –en mi caso también, cuando yo aborte a los dieciocho años, hace más de veintipico– este tipo de material en nuestras manos? ¿Cuán habilitadora hubiera sido esta lectura para mi propia experiencia? Para pensarme, esa u otras lecturas o relatos en torno al aborto. Selva dio en la clave contando esto. Dio en la tecla del libro. A mí me encantaría que fuera un libro que leyeran las adolescentes. En las escuelas medias, por ejemplo. Con ESI mediante. Sí, creo que es habilitador para pensar la experiencia de aborto.

DD: A mí me pareció muy valiente de parte de Selva, además de productivísimo para el libro, que ella contara cómo –en una escuela del estado, laica, de Entre Ríos (donde ella creció)– les pasaron el video El grito silencioso, que está totalmente en contra del aborto. Ella cuenta cómo es el proceso en el que, desde entonces, cuando era más chica y durante años, va cambiando su posición y su percepción acerca del aborto… mediante, justamente, rumores. Los rumores acerca de sus coetáneas que abortaban (porque en general no eran amigas), gente que conocía y que abortaba. Lo que cambia su posición son, justamente, los relatos. Otra forma de circulación clandestina de relatos acerca del aborto. Me parece que ella dio en el clavo con ese el prólogo, aunque no hizo lo que vos esperabas, pero me parece que le suma mucho al libro. Es una lectura muy productiva acerca de qué pasa con estos relatos clandestinos, sobre experiencias ilegales. Qué efectos pueden tener, qué producen.

Sí, de hecho creo que hay algo interesante ahí sobre el rumor. El rumor puede tener una connotación negativa. Pero lo asocio al susurro… y el susurro, para mí, tiene algo muy interesante: que es muy poderoso, es esa manera que tenemos –incluso podemos pensarla como una tradición o como un refugio– de compartir las mujeres. Me imagino a las mujeres en la cocina compartiendo historias, en susurro, ahí, en voz baja. Y ahí la traigo a Tununa Mercado. La potencia del susurro. La potencia política del susurro. Creo que ahí se enlaza con esto que decís. Podemos pensar también estos rumores como maneras de contarnos nuestras experiencias. En voz baja. No significa en silencio, necesariamente. Ponerle una mirada en otra clave, potenciar el rumor como algo que se dice y que nos permite explicar nuestra experiencia o darle lugar a la experiencia del aborto.

Karina Boiola: A su vez, en Código Rosa también hay una presencia muy fuerte de la imagen. ¿Cómo fue el trabajo de ilustración del libro? ¿Qué diálogos y conexiones propusieron los y las artistas que ilustraron la obra, con vos y con los testimonios que se incluían allí?

El proceso de ilustración, que hubiera una ilustración, también fue un pedido de Las Revueltas. Ese fue un desafío: tener, disponer y poner a disposición una batería de imágenes que disputaran el sentido de las imágenes hegemónicas sobre las experiencias de aborto. Yo elegí a las personas con las quería trabajar, en este caso Luis Acosta y Gisela Martino, que en aquel momento también era socorrista. Eran personas que vivían conmigo en la ciudad de Rafaela (en la misma ciudad, no en la misma casa), entonces era posible también poder juntarnos físicamente para trabajar. Hubo algo de eso, del encuentro… es un libro que está hecho de afectos. Una trama de afectos muy potentes para poder sostenerlo en el tiempo, también. Y sostener su escritura y su hechura, su factura.

Yo lo que hice fue darles los relatos, contarles a estas personas –que además me conocen bastante bien, veníamos compartiendo experiencias de todo tipo– e ir pasándoles los relatos a mediada que los tenía, aunque fuera en crudo. Hablando mucho. Y entre ellos empezaron a pensar cómo, desde qué lugar y encontraron que la manera más a tono con lo que yo estaba haciendo –y más respetuosa con esas voces– era pensar el retrato. Toda la cuestión estética tendrías que preguntarles directamente a las ilustradoras y los ilustradores, pero sí puedo decir que fue interesante.

Recuerdo que una vez estábamos en mi casa y se pusieron a dibujar una especie de cadáver exquisito, uno continuando el dibujo del otro. Después eso tuvo un procesamiento en la computadora, digital, pero a priori y en primera instancia hubo un intercambio de papeles. Era un “bueno, yo empiezo un dibujo, vos lo terminás” y así. En la mesa, un dibujo, “a ver cómo lo ves vos”, “cómo lo sentís vos”. Intercambio de papeles y terminar ese dibujo.  Fue muy interesante ese proceso, porque también habla de algo colectivo, un dibujo construido de ese modo es súper particular, súper interesante. Da cuenta de una polifonía también a la hora del dibujo. Después, Luis Acosta es el que diseña completamente el libro. Entonces hubo también una cosa de trabajo manual, del dibujo a mano alzada, de un dibujo con líneas, y después Luis hizo toda la digitalización y el diseño completo del libro.

DD: Entiendo que recibiste alrededor de treinta entrevistas y en el libro terminaron diecisiete. ¿Cómo fue el proceso de selección? ¿Cómo las elegiste para mostrar la diversidad, qué buscaste con esa variedad y con el conjunto? ¿Cómo te parece que estas historias son diferentes de la narrativa social disponible fuera o antes de Código Rosa?

Esa diversidad de la que das cuenta es un poco la intención que he tenido al elegir estos testimonios particularmente. Sí, había unos treinta, yo ya no me acuerdo la cantidad exactamente de entrevistas y de testimonios que recibí en crudo, digamos. Sí recuerdo que las entrevistas quizás tenían veinte páginas, entonces había que hacer ahí todo un trabajo. Ese es el trabajo escritural, que podemos estar también hablando bastante sobre eso, porque ahí hay todo un trabajo de selección de qué quería contar. Por eso digo que está todo en escuchar, el tono y lo importante de cada uno de estos relatos. Hice una selección en base a dar cuenta de esa diversidad de mujeres que abortamos.

Dar cuenta de que todas las mujeres abortamos con esta idea de todas las edades, de todas las clases sociales, siendo creyentes, siendo practicantes de la religión católica o no, etc. Estando solas, estando acompañadas en la vida, con pareja, sin pareja. Bueno, estudiantes, no estudiantes. Todo esto que aparecía en los testimonios y, también, lo que hice con algunos testimonios que quedaron por fuera. Los que quedaron afuera, en realidad, también están en esos diecisiete porque hay una especie de condensación en tanto experiencias y quizás se coló ahí alguna voz de esos otros testimonios en mi propia voz. Cuando interviene la autora, la narradora, yo misma… quién más, ¿no? Todas esas voces.

Y me parece que un poco eso, ese criterio de diversidad y a la vez de dar cuenta de que no es posible abarcar eso, que la experiencia es la experiencia, que es ahí, que es singular. La singularidad de la experiencia de abortar, dar cuenta de eso me interesaba mucho, puntualmente, pero eso ya estaba también, ese interés y –eso es muy importante decirlo– ya estaba en quienes me invitaron a escribir a partir de los testimonios. Obviamente de esas entrevistas también creo que hubo una preselección de a quiénes iban a entrevistar Las Revueltas. Entonces ahí ya hay una selección y ese material ya viene con ese trabajo, previamente. En relación con “las rosas”, yo hago esa operación de decir que todas somos “rosas”, porque eso no estaba dicho. Eso fue un artilugio para la ficción, pero no nos decíamos “rosas” a nosotras mismas. Nos empezamos a decir, creo, a partir de Código Rosa. Porque ahí también es interesante cómo se juega la ficción con la realidad, ¿qué fue primero? No importa, ¿no? Tampoco es muy importante. Pero está bueno, porque después todas las que acompañamos fuimos “rosas”.

DD: Está bueno eso que decís: cómo la ficción terminó también modificando la realidad en la que vos te basabas. En relación con eso me preguntaba de qué manera este trabajo con tantos relatos ajenos modificó tu propia experiencia y tu narración interna de tu experiencia de aborto.

Bueno, yo tengo que decir que ya venía trabajando mucho mi propia experiencia de aborto en relación con los acompañamientos, con lo que relataban las propias mujeres acompañándolas a abortar. Por supuesto que no dejan de interpelarme esas voces ahora, hoy. Esas voces me parece que dan cuenta de la complejidad, a su vez de la singularidad y la complejidad de la experiencia de abortar. Y que por más que una tenga trabajado de arriba abajo y habiendo recorrido, también, desde todos los aparentes sectores, argumentos a favor de la legalización del aborto y en relación con la experiencia de aborto, cada aborto es aquí y ahora y cada aborto tiene su singularidad. Si yo tuviera que decir qué pasaría si yo tuviera que abortar ahora, no lo sé, y eso es interesante. Creo que ahí hay una clave para leer el libro. Cada aborto es así, entonces, es una experiencia que de alguna manera es irrepetible y que yo puedo haber abortado y puedo haber pasado “bien”, entre comillas; quiero decir, no haberme cuestionado desde los discursos dominantes el haber abortado, haber tenido masticado un montón de cuestiones en relación con aborto. Sin embargo, puede ser que la experiencia sea traumática, por ejemplo, incluso estando a favor, incluso siendo feminista.

Cada experiencia es en contexto y eso me interesa pensar también que expone el libro y por eso digo que siguen interpelándome esas voces, hoy. No solo en el momento de la escritura del libro, porque también hoy escucho a las mujeres que abortan, más aún después del 2018, con toda esa gran exposición de argumentos y discursos en el Congreso de la Nación de todas las compañeras de la Campaña para pensar la legalización. Bueno, incluso hoy me siguen interpelando, a pesar de todo eso y con todo eso, esas voces. Creo que hay algo en la experiencia de abortar que tiene que ver con el tiempo, con el correr del tiempo. Con la encrucijada en la que se encuentra una mujer que está embarazada y que no quiere continuar con ese embarazo que es, precisamente, la de que el tiempo corre y que es una decisión trágica, no traumática, trágica en el sentido de tengo que decidir, estoy obligada a decidir. Y eso está puesto en el libro. En esto sigo a Laura Klein cuando dice que el aborto es una experiencia trágica, en el sentido de que estamos compelidas a decidir, no hay escapatoria, tanto si decido continuar con el embarazo, como si no.

DD: Al mismo tiempo, el libro parece bastante liberador, en el sentido de que desplaza ese discurso de que el aborto legítimo es el que está justificado por una violencia, una violación o un abuso. Hay expresiones de alegría y de alivio, del aborto como una cosa más de la vida, algo que puede no ser traumático, que no necesariamente establece un antes y un después.

Sí, de hecho, esa es la impronta y la decisión política del libro. Cuando hablo de “tragedia” no me refiero a una experiencia traumática, digo que es inevitable decidir, las mujeres que abortamos estamos en una situación en la que no queremos estar. Y abortar no necesariamente se convierte en una experiencia traumática o es dolorosa en sí misma. Puede serlo o no. El libro da cuenta de esa complejidad.

DD: Una de las cosas que aparecen en Código Rosa y que estudiamos en el seminario con Invisible, la película de Pablo Giorgelli, es cuánto más complica las cosas la ilegalidad. En el seminario pensamos que es una película sobre el silencio, no sobre el aborto. Es sobre los problemas que trae la ilegalidad. Una chica de dieciocho años, mientras su profesora de gimnasia la reta porque no le sale algo jugando al vóley, debe al mismo tiempo lidiar con la complejidad de tener que hacer algo ilegal con el riesgo que eso significa para su cuerpo. Y el riesgo de no poder contarlo, de no poder presentar un certificado en la escuela y decir “no vine porque me hice un aborto”. Tener que estudiar para las pruebas de la escuela mientras se hace un aborto.

Mónica Szurmuk: Me encantó, Dahiana, la manera en que hablaste del libro y de tu proceso de escritura. Creo que es muy iluminador lo que trajiste, sofisticaste mucho nuestra manera de leerte a través del modo en que explicaste tu proceso de escritura. Y te quiero hacer dos o tres preguntitas con respecto a eso. La primera: usaste mucho la palabra “una”. Quería preguntarte acerca de ese uso porque este es un libro colectivo y de alguna manera ese “una” te permite ponerte en diferentes lugares. La otra es: ¿qué aprendiste como activista y qué aprendiste como escritora en el proceso de recoger las entrevistas para este libro? La tercera: vos hablaste de los testimonios anteriores, los de RIMA, por ejemplo. ¿Qué otros testimonios literarios tenías y te ayudaron? ¿Recurriste a alguno de estos testimonios literarios cuando vos hiciste tu propio aborto a los dieciocho años?

En relación con “una”, no me doy cuenta de que hablo así, pero supongo que hay una conexión entre el “una” que es una tercera persona y es todas a la vez. Sirve para no decir “yo”, porque me incomoda hablar en primera persona, no siento que sea un libro en primera persona. Por más que también siento que dejé mi vida ahí. Es muy ambigua y compleja mi situación con el libro, con el proceso de escritura y con mi activismo. No fue un proceso para nada gratuito en mi vida. Si el aborto marcó un antes y un después en mi vida, Código Rosa también, en muchos sentidos. Me obligó a revisar mi práctica socorrista y los acompañamientos, porque hizo que estuviera mucho, mucho, mucho más atenta al modo en que escuchaba a las mujeres. De hecho, es uno de los motivos por los que me fui de Socorro, entre muchos otros. Y eso también me hizo revisar mi escucha cuando detecté que estaba burocratizada. Escribí acerca de eso. Podemos dejarlo ahí. Como un tema, es un gran tema.

Es muy interesante para mí pensar cómo este libro afectó mi escritura y mi feminismo y la práctica concreta socorrista. Creo que hizo mucho más sutil y atenta mi escucha. Complejizó mi manera de pensar las experiencias de aborto, y no solo de aborto, las experiencias de vida de mujeres, lesbianas, personas trans. Nuestras vidas en el mundo, la vida en general. De la escritura, aprendí que no se puede escribir un libro como este en un año, lo hice y casi me muero. Esto es una broma y no tanto. Siento que envejecí, no sé si decirlo así. Como si en un año (o dos, porque después de escribirlo lo presenté en todo el país) hubiera vivido mil vidas en una, esa es la sensación que tengo. Y que no se puede escribir tan rápido, lo digo medio burdamente. Se puede, pero con costos de todo tipo.

También en relación con los testimonios, cuando tenía dieciocho y aborté, yo no tenía ningún discurso habilitador de la experiencia que estaba viviendo al alcance de mi mano. Solo alguien que me dijo “che, podés abortar si querés”, que fue la persona de la que había quedado embarazada. Dije sí, yo no quiero ser madre. Yo lo único que quería era no querer ser madre. Venía de una escuela de monjas, la cuestión del asesinato y la culpa estaba muy presente. Durante cinco años no hablé con nadie de la experiencia que había vivido. Entonces mi experiencia de aborto sí fue un antes y un después en mi vida, fue una experiencia traumática que luego pude tramitar de muchas maneras. De hecho, creo que escribo Código Rosa tratando de iluminar, de darle voz a mi propio aborto.

Sobre los testimonios literarios, por supuesto todo el activismo previo, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Yo había visto y leído cuanta película y cuanto material caía en mis manos en relación con el aborto. Todo lo que salía, lo leía e intentaba pensarlo. Y una película que fue fundamental para mí es Ella tiene los ojos bien abiertos, un documental que llega de la mano de una compañera sueca que lo traduce estando en Córdoba, conmigo ahí. Ahora se encuentra en YouTube. Narra la experiencia de un grupo de mujeres del MLAC en Francia, que acompañaba abortos (con otra técnica, la aspiración) y partos en las casas. Fue crucial para pensar el socorro y la escritura del libro. Ni hablar, Fornicar y matar, de Laura Klein. Para mí ese libro que se publicó en 2005, en el mismo año que se crea la Campaña –de la que también fui parte, también estuve allí– fue muy importante. Tengo ese libro acá y me acuerdo de que lo llevaba en mis manos y estaba orgullosa de llevar este libro que decía “fornicar y matar”, hablaba del problema del aborto. Era una manera de decir miren, estamos hablando de aborto.

Tenerlo en la mano era disruptivo. En cualquier lugar público que estuviéramos era como una manera de protesta. Ese fue un libro. Pero sí es cierto que yo sabía que existía El Acontecimiento de Annie Ernaux, que también lo tengo acá. Fue un libro que leí cuando fui a presentar el libro a España, porque lo conseguí recién en España, una vez escrito Código Rosa. Y recuerdo que fue –esto también lo escribí–una experiencia absolutamente conmovedora. De hecho, me emociono cada vez que lo recuerdo, porque iba en un tren de Granada a Barcelona o de Barcelona a Granada, no me acuerdo, en el que lo leí al libro completo y no podía dejar de llorar porque me decía cómo puede ser que yo no haya leído esto y está hablando en el mismo tono… yo sentí que estábamos hablando de la misma cosa. Alrededor de la vida y de la muerte, rodeando la vida y la muerte, sin huir de la complejidad de pensar la vida y la muerte en un mismo hecho que es el aborto, en una misma experiencia. Y para mí fue alucinante también saber que estaba en deuda con esta lectura, pero que este libro, que era previo a Código Rosa, iluminó también mi propia experiencia de escritura.

Gonzalo Aguilar: Quería preguntarte por ese libro que estás escribiendo ahora, en qué consiste y si redefine un poco la relación que hay tan especial en Código Rosa entre el testimonio y la ficción. Porque cuando uno ve un libro de esas características piensa hacia qué lugar va. ¿Va en un camino hacia la ficción? ¿Va en un camino hacia el testimonio? ¿O sigue en la misma línea de investigar esa especie de juego o de relación tan dificultosa, tan difícil o tan compleja entre lo testimonial y lo ficcional? Entonces quería que contaras un poco sobre ese último libro que estás por publicar, si no entendí mal, y cómo redefine un poco tu trayectoria.

Está buena la pregunta. Es loco porque mi libro Lo más simple es desnudarse en realidad es una recopilación de las contratapas que yo fui publicando entre 2013 –es decir, previa a la escritura de Código Rosa– y 2016. Y las contratapas en realidad juegan… bueno, hay contratapas que son evidentemente completas ficciones ¿no? No sabría qué decir que es: ¿cuentitos?, ¿cuentos?, ¿cuentos breves? ¿especie de aguafuertes? No lo sé, no sé qué es lo que escribo, no lo puedo definir y me parece que está bueno no tener, no poder definir lo que uno escribe, que de eso se encargará quien lee. Sí puedo decir que mi mirada es desde la ficción y mi escritura, la mayor parte de mi escritura es desde la ficción. Ahora sí es cierto que esa ficción está teñida de momentos o de escenas que pueden pensarse como autobiográficas. Es decir, que algo que me pasó –o que sentí o que viví o que vivió alguien cercano– es de lo que se nutre la escritura también de ficción. Eso opera para pensar y para escribir un cuento, un relato. También algunos de los textos que aparecen allí son breves crónicas. O sea, también hay ahí como un oficio, como un pulso vinculado con el momento histórico; es decir, mi mirada feminista y militante asociada con una especie de observación de la realidad y, podemos pensar, algo del gesto literario en esa escritura.

Hay un gesto literario en alguna de esas crónicas. De eso va el libro. Es un conjunto de contratapas que publiqué en el Rosario/12 en ese período. Es decir, mientras escribía Código Rosa también escribía esas contratapas. Y está bueno porque hay una evolución en la escritura, se nota una evolución en la escritura. Yo no estaba segura de publicar esto en formato libro, porque ya están publicadas, pero bueno, ese formato también me permitió revisar, hacer una selección. Es una selección, no es todo, por supuesto, porque hay más de setenta contratapas. Es la misma editorial la que va a publicar el libro. Eso afectó también mi escritura, porque ahora estoy pensando muchísimo y escribiendo, intentando escribir una especie de novela que está tironeada por estos otros libros. Tironeada porque no es tan fácil desprenderse, me costó mucho desprenderme de Código Rosa y de todo lo que afectó a mi vida. Porque las devoluciones y las lecturas del libro siempre fueron muy fuertes. En el 2015 lo presenté durante todo el año en Argentina y después del 2015, en 2016 y 2017 incluso, continué recibiendo, si no era una vez al día, por lo menos a la semana, algún mensaje de alguna mujer que lo había leído y contando su propia experiencia de aborto. Eso afecta también la propia escritura, la vida.

DD: Me cuelgo un poquito de la pregunta de Gonzalo para no dejarte escapar, a ver si nos contás un poquito, lo que puedas, lo que quieras, de esto que llamaste “pseudo novela” en la que estás trabajando, un poquito de qué va.

Sí, en realidad ahí es una ficción que son cuatro, la historia de cuatro mujeres que casualmente rondan los cuarenta años y que tienen problemáticas vinculadas a ese momento de la vida. Estoy interesada y estoy leyendo mucha ficción, yo también creo que tiene que ver con el momento que estamos viviendo, que tematiza la vejez. Y vejez y feminismo me interesan particularmente y por ahí estoy ahondando, abarcando y trabajando ese tema. Vejez no necesariamente porque a los cuarenta seamos viejas, pero sí dejamos de ser, o no sé, ahora no, pero es un momento muy particular de la vida. En el que pasan algunas cosas que nos alejan de ciertos… no sé si llamarlos ardores y cuestión compulsiva… miramos la vida desde otro lugar y me parece que es un momento super interesante desde el cual escribir y retratar a estas mujeres de cuarenta años. Complejizar, pensar a las mujeres y a la soledad, también es otra de las cosas en las que está ahondando esta novela, novelita, no sé qué es todavía, está ahí en proceso. Y esto: alguna que ha decidido no ser madre, alguna que ha decidido tener otras experiencias vitales, alguna que decide viajar, bueno, etcétera, son historias que están buscándose todavía… Pero sí puedo decir que tienen que ver particularmente con una indagación en torno a la vejez y la soledad, que es lo que me interpela profundamente en este momento.

Tomás Remi: Teniendo en cuenta que el aborto estaba penalizado [al momento de la publicación de Código Rosa] y sigue penalizado, quería preguntarte si habías tenido algún tipo de repercusión negativa desde el punto de vista legal.

Está buena esta pregunta: La verdad es que no, para sorpresa mía en ese momento. Yo también tuve miedo de que hubiera repercusiones negativas. Anduve por todos los medios. En cada pueblo, en cada ciudad que llegaba, iba a los medios más importantes y salían notas sobre Código Rosa y sobre el aborto. Por supuesto, levantaba polvo en los pueblitos y en las ciudades por donde anduve, pero no hubo ninguna repercusión negativa, al menos no directamente… y eso la verdad me sorprendió. Pero a la vez no, porque es cierto que, en todo caso, lo que sí constaté es que el libro daba cuenta de algo que estaba presente, es decir, estaba poniendo en palabra esto que estaba sucediendo y tuvo muchísima mayor recepción positiva que negativa.

Positiva en términos de “gracias por lo que estás haciendo” de parte de muchas mujeres que me escribieron durante muchos años diciendo: “Encontré alguien que dice lo que me pasó, me siento reflejada en esta experiencia, esto da cuenta de una vivencia, esto te lo agradezco”. Es decir, el libro también rompe un silencio –como dice Adrienne Rich– es una manera de romper un silencio, pero que no era silencio, sino que era susurro. Entonces, fue como poner en la arena pública ese susurro, amplificar el susurro. Un susurro que empieza a oírse y, en ese sentido, fue muchísima la repercusión hermosa que tuvo el libro.

Y los casos negativos, así como muy aislados, yo no tengo, es decir, los borré o no los tengo, pero sí recuerdo, por ejemplo, alguna persona en alguna radio haciendo de bueno y de malo a la vez, preguntándome todo lo que no hay que preguntar y yo respondiendo a todo eso, lo cual era muy gracioso e hilarante para mí. Eso fue divertido. Realmente fue divertido. Fueron momentos divertidos y no hubo repercusiones legales, porque además el libro también es ficción. Obviamente las mujeres no se llaman así, por ejemplo, y hay toda una operación que yo hice que fue reponer escenarios que no existen, personajes que no existen, momentos. Recreo elementos, ya sea atmosféricos, personajes, situaciones que las mujeres no cuentan en sus testimonios, pero que dan, que fortalecen los aspectos de los testimonios que nos interesaba que se tuvieran en cuenta a la hora de pensar la experiencia de aborto.

Por el libro no recibí ningún mensaje violento, pero sí te puedo decir que, como feminista, sí recibí mensajes de odio, como todas las que salíamos antes del 2015 a la calle. Me acuerdo de que en Córdoba, repartiendo los folletos de la Campaña y juntando firmas en una mesa para presentar el proyecto de ley, hubo gente que me gritaba “asesina”. También en Rafaela –cuando por primera vez conformamos un grupo feminista en la ciudad (muy conservadora) y salimos a la calle a poner en el espacio público, en la plaza, el tema del aborto– hubo repercusiones. En una ciudad como esa, de cien mil habitantes, una hace cualquier cosa en un espacio público y tenés a todas las cámaras y los medios presentes.

Pero yo ya estaba curtida, el discurso del odio es algo que no tuvo efectos en mí, yo creo que estamos preparadas para trabajar eso. Lo que me parece que no estamos preparadas o que tenemos que trabajar más las feministas es pensar seriamente los matices en torno a nuestros propios discursos; es decir, qué tipo de discursos ponemos a circular y cómo los ponemos a circular. Si hay algo que me enseñó el libro es a pensar las complejidades, cada vez me siento más lejos de la simplificación de ciertas consignas y eso sí es una operación, eso sí es algo que me ha dejado la escritura de Código Rosa.

MA: Por un lado, nos hablaste de todas las presentaciones de Código Rosa que se hicieron a lo largo del país y, por otro, nos contaste de tu voluntad de romper las fronteras del género en tu escritura. Entonces podría pensarse que quebrás las fronteras geográficas con personajes que también vienen de afuera de la nación, de la Nación Argentina, donde operaría una misma ley. Me parece, con respecto a esto último que decís de evitar las simplificaciones, evitar las reducciones, que hay una búsqueda tuya. Entonces me interesa si podés hablar un poco más de eso y también sobre qué lecturas federales o qué lecturas que quiebran las fronteras de la nación encontraste que se hicieron de Código Rosa.

Con el libro puntualmente, a ver si puedo contestar la pregunta, porque tiene como varias aristas o varios niveles. Lo más inmediato, podría decirte, lo más sencillo es que me han invitado a presentar el libro desde otros lugares, otros países y ese libro también ha sido una posibilidad para pensar las experiencias de aborto y las prácticas de aborto legales y no, en otros países. Una posibilidad para pensar cómo también que el aborto sea legal –por ejemplo, en España, no implica necesariamente que las mujeres puedan hablar de sus experiencias de aborto. No implica necesariamente que se rompa el silencio en torno a las experiencias de aborto y eso creo que también pasó con Código Rosa y fue muy impresionante para mí. Porque yo ahí sí me encontraba con un escenario que desconocía y que cuando empiezo a charlar con las mujeres de España –lo presenté en el sur, lo presenté en Madrid, en Barcelona–, también las particularidades de cada zona de España con sus historias, una sociedad católica mayoritariamente, con todo lo que implica, con el silencio en torno al franquismo, digo, todo esto también opera en relación con el aborto.

Y fue muy notorio cómo incluso las mismas mujeres que presentaban el libro, que tenían prácticas feministas muy fuertes y que se decían feministas y que militaban o estaban a favor del aborto legal, veían en el libro una especie de valentía suprema porque estábamos contando nuestra experiencia de aborto en voz alta. Y yo decía… pero ¡ostias!, ¿qué pasa acá? Es esto lo que pasa, no se puede hablar de la experiencia, no podemos hablar, así como sí hablamos del parto y de la maternidad (esa experiencia está más habilitada), no así la experiencia de aborto. Por ejemplo, en Granada, en el Máster de Género de la Universidad de Granada, yo hice una pregunta: si sabían de mujeres que hubieran abortado. Muchas de ellas se quedaron pensando en esa pregunta y salió una piba de veintipico de años diciendo: “La verdad que conociendo las estadísticas de aborto en España, sabiendo que se aborta, no puede ser que yo a esta edad no conozca a nadie que haya abortado ¿nadie de mi entorno abortó? No, ninguna habló en todo caso, ninguna contó su experiencia”.

¿Es necesario contar la experiencia de aborto? No, como cualquier otra experiencia de la vida. Pero es notorio el silencio alrededor de esta práctica y también es notorio que si yo hago toda una gestión para cualquier intervención médica y todo el mundo sabe que me voy a intervenir, sea cual sea la práctica médica que haga, haya silencio en torno a esta otra práctica médica. Eso para mí fue muy interesante. De hecho, después en otra de las presentaciones en Málaga, creo que fue en uno de los sindicatos, una de las pibas dice: “Bueno, la verdad es que no fue una experiencia buena, porque la experiencia del aborto, aunque fuera legal, fue una práctica en la que no pude sacarme mis dudas, no pude hablar de eso, ni siquiera en el lugar donde me fui a hacer la práctica”. Y muchas van con muchas dudas, no médicas, no dudas en cuanto a la intervención, son otro tipo de dudas y ahí es donde empieza la complejidad de la experiencia. Eso por un lado.

Por otro, en esto de las fronteras me decías, que las fronteras se rompen, me parece que justamente una de las fronteras es darnos cuenta de que, precisamente, el aborto es una práctica que tenemos las mujeres desde tiempos inmemoriales, que la seguimos ejerciendo y que atraviesa fronteras. Podemos verla como una experiencia singular, pero que todas la vivimos o todas la conocemos, en cualquier lugar del mundo, con las particularidades que tenga la experiencia en cada lugar del mundo. Y que podemos dar cuenta de eso. Como la de maternar, como la de parir. El libro me ha permitido verlo y compartirlo. Contarles a ustedes esto que viví en España o en Chile, también lo mismo. O sea, Chile, Uruguay, todas las experiencias que pude vivir, de compartir, a partir de la lectura de Código rosa. Y después también otras fronteras que se rompen son las fronteras generacionales, eso es también algo del feminismo que me interesa.

DD: Estaba pensando en que el tuyo es un libro que está muy fechado y que tiene una politicidad muy concreta, como vos decías al principio. Lo que te quería preguntar es cómo te gustaría a vos que se lea, ya que hablamos de romper fronteras, rompamos la cronológica también. ¿Cómo te gustaría que se lea en un futuro? Como mínimo después de la legalización del aborto –que en algún momento va a ocurrir– y que creo que cambia mucho la manera de leer el libro. ¿Qué te gustaría a vos que sea este libro después, cuando tenga que cambiar su sentido político?

Sí, qué pregunta compleja porque, pensando un poco en todo lo que estábamos hablando, creo que, a tono con lo que el libro hace, ese gesto de tomar testimonios y ficcionalizarlos en clave literaria, pienso que puede ser tomado como un testimonio de época, ¿no? De una época que no sabemos qué época es, qué fecha podemos pensarle. Eso es imposible de determinar. Podríamos pensarlo así, pero también creo que el libro puede pensarse más sencillamente como historias de mujeres que pasan por una experiencia vital y las cuentan. Y que eso produzca efectos en otras mujeres y en otras personas, no solo mujeres, en toda aquella persona que lo lea. Como cualquier libro, en realidad.

***

* Elaboración de preguntas y transcripción: Martina Altalef, Angela Martin Laiton, Jimena Reides, Belén Wildner, Tomas Remi, Mónica Prol, Virginia Tognola y Karina Boiola. Edición: Karina Boiola.

[1] Socorro Rosa es uno de los grupos de Socorristas en Red que acompañan, por teléfono o presencialmente, a mujeres que abortan específicamente con misoprostol y que siguen protocolos de la Organización Mundial de la Salud en ese acompañamiento.

 

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Mates con mochi

Por: Salomé Romera*

Imagen: Foto familiar, archivo de Salomé Romera (19/9/1965).

A pesar de haber leído el clásico de Yoshio Sugimoto, crítica contundente del esencialismo japonés, la autora de este texto reflexiona: “me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza”. Y para hacerlo, Salomé Romera recurre a una crónica deslumbrante en la que narra la historia de su familia; en ciertos tramos con un realismo mágico niquey o costumbrismo intercultural japonés-tucumano. El desenlace del artículo nos enseña contundente que la identidad nikkei no puede limitarse a imaginarios racializados de una supuesta “sangre japonesa”.


“Yo también soy nikkei” escucho decir a mi mamá e inmediatamente siento como mi cara se pone color rojo anko. Estamos cenando en un restaurante japonés en Buenos Aires y ella le habla al mozo que nos trae la comida. Mi mamá: ojos verdes o grises según el día, piel aceituna, de rasgos que a simple vista no delatan “sangre japonesa”. Pero ahí está, afirmando ser lo que yo entiendo como “descendencia japonesa”. Pienso que el mozo va a descubrir la falta en nuestras caras de no-japonesas y que vamos a quedar expuestas.

Esta idea de la conexión entre la sangre, los rasgos y la legitimidad de la identidad me acompañaron durante un largo proceso de aprendizaje. El episodio sucede en mayo de 2018, durante mi tercer mes de cursada de la Diplomatura en Estudios Nikkei. Estoy apenas empezando a conocer y preguntarme qué significa nikkei, más allá de una vaga noción sobre descendientes de emigrantes japonesxs. El intercambio del restaurante me desconcierta. Siento que estamos usurpando una identidad que no nos pertenece y quiero esconderme detrás del bol de udon, o pedirle perdón a este chico y a sus ancestros. Mi vieja, ajena a mi turbación, cuenta emocionada su historia.

“Susumi Suyama se llamaba, pero la abuela le había pedido que se bautice y se ponga José.” Dice mi mamá sobre mi bisabuelo japonés, quien emigró a Argentina desde la isla de Kyūshū, al suroeste del país. Conoció a Bonna Ledesma, mi bisabuela, en la década del 40. Ella era una enfermera tucumana que trabajaba como asistente de oftalmología en un hospital. El abuelo –como lo nombra mi mamá siempre que habla de él– acudía a ese mismo hospital a hacerse curaciones en un ojo. Fue amor a primera vista.

Después de unas idas y vueltas entre Tucumán y Buenos Aires, se casaron en 1947 en la provincia norteña y se mudaron a la esquina de Moreno y Avenida Roca. En barrio sur, al abuelo lo conocían como Don José. Para el Estado argentino, era Susumi José Suyama, como lo denominaba la combinación de nombres en su cédula de identidad. Alguna vez mi mamá le preguntó por qué no se hacía el D.N.I., para así evitar los trámites a la hora de votar en las elecciones municipales. Su respuesta fue reveladora: no lo sacaba porque él no era ciudadano argentino. Un breve panfleto del Congreso ilumina mi ignorancia cívica, y aprendo la diferencia entre “ciudadanos” y “habitantes”. Habitantes somos todas las personas que residimos en el país de manera regular, hayamos nacido aquí o no. Para quien no nació en el territorio, acceder a la ciudadanía exige ciertos trámites y un plus interesante, que no es burocrático: la expresión de su voluntad de adquirirla. No hay trámite que valga si no lo acompaña el deseo de ser parte de esta tierra. Negando su pertenencia a la nación argentina, Suyama-san se afirmaba en otro territorio y otra comunidad.

Sin embargo, por el resto de su vida habitó suelo argentino. En verdad, no quería volver a Japón de forma permanente, por el amor que lo unía a su esposa. Era un matrimonio feliz, que a los pocos desacuerdos que tenía los resolvía con calma. A Bonna, viajar al otro lado del mundo no le interesaba, lo que no significa que no haya tenido lazos con Japón; por el contrario, mantenía un estrecho vínculo con la colectividad nipona en Tucumán. Bisabuela, abuela, mamá y su melliza participaban de los diversos eventos que se realizaban los domingos en la Sociedad Japonesa de Tucumán, como obras de teatro, danzas y recepción de japoneses que llegaban al país. Además, las invitaban a las fiestas familiares, a los cumpleaños y a los casamientos, que en esa época se celebraban en las casas. Hablando con mi mamá sobre festejos, le cuento algo referido a la importancia de los regalos en Japón, e inmediatamente hace una conexión: los japoneses de la comunidad eran muy regaleros. A su hermana y a ella les obsequiaban comidas típicas, muñequitas niponas, dulces que evoca con deleite. Cuando era adolescente, la dueña de la tintorería donde el abuelo había trabajado le regaló un anillo que todavía usa. Un pequeño tesoro que conserva el cariño y el recuerdo de Margarita, a quien afectuosamente llamaba “abuela”.

Si mi bisabuela no pensaba viajar a Japón, mi mamá soñaba con acompañar a su abuelo a la Tierra del Sol Naciente. José no la tomaba muy en serio, pero sí anhelaba llevarla a la Fiesta Nacional de la Flor en Escobar, de fuerte presencia japonesa. No era lo único en que quiso consentirla, ya que no por ser como un padre dejó de ser un abuelo, y sabemos que son los miembros de la familia que se dedican a malcriar. Al momento de casarse mi mamá, le dio su alianza, y la de su esposa terminó en manos de mi viejo. Y así como la parejita no tenía plata para anillos, tampoco le alcanzaba para camas, por lo que ligaron la matrimonial del abuelo. José, siempre sencillo y generoso, se mudó a una camita de su tamaño. De ser por él, les daba hasta su dormitorio: ante la noticia de que se iban a casar respondió “entonces ustedes vivir acá”, con su particular forma de hablar.

La dificultad para comunicarse fue un enorme obstáculo para la primera generación que emigró de Japón a la Argentina, y el caso de José no fue distinto. Con el paso de los años, aprendió el idioma, pero queda claro por el relato de mi familia que conjugar verbos no era su fuerte. Más importante que la molesta gramática del español, era para Suyama-san el no perder contacto con su lengua materna. Todos los días, la repasaba con ayuda de un pequeño diccionario de japonés. A menudo, durante el agobiante verano tucumano, la familia sacaba las sillas a la vereda para tomar aire y ver a la gente pasar. Él se sentaba en esa esquina -diccionario en mano, a veces- a revisar su idioma natal. También podía ponerlo en práctica con alguna regularidad ya que, como suele suceder cuando se encuentran compatriotas en suelo ajeno, entre issei hablaban nihongo. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan que les explicaba el significado de los vocablos nipones que más sonaban en casa, les enseñaba algunas frases típicas, los saludos y los números. Para mi mamá era su otosán, una graciosa tucumanización de la palabra “padre” en japonés.

Hasta los animales domésticos aprendieron el idioma extranjero. La familia había heredado una catita, mascota típica de la época, que repetía palabras y melodías. Susi Terán –como se llamaba el bicho– tenía un trato diferenciado con cada integrante del hogar. A Bonna, y sólo a ella, le cantaba tangos y le daba besitos. Quizás porque no le habían enseñado nada, a las mellizas se dirigía cuando sonaba el teléfono nomás, al grito de ¡CHICAS, TELÉFONO! Por las mañanas, Susi saludaba a José con ohayou, ohayou. Y cuando el abuelo salía de la casa, le gritaba ¡SAYONARA!, hasta que obtenía respuesta. A mi mamá, ni cabida: no importaba cuánto le insistiera con los ohayous, la señorita Terán no se los devolvía.

Al igual que las palabras, los alimentos del lejano país también se colaron en el día a día norteño. Aunque cueste imaginarlo hoy, la soja antes de los 80 era en Argentina casi desconocida, empezando a asomar tímidamente como cultivo comercializable recién a partir de esa década. Pero en la casa de les Suyama-Ledesma siempre había soja cocida en la heladera, para utilizar en distintos platos. Mi viejo me dice que, aunque en su casa se comía de todo, antes de ir a comer a la casa de su entonces novia ni había escuchado hablar de la soja. También le llamaba la atención el poco interés que tenía José por la famosa carne argentina, considerando el mito nacional sobre el privilegio de comerla. Al abuelo nipón, la soberbia carne nacional lo traía sin cuidado. Lo que para él era ineludible, obviamente, era el gohan, arroz blanco. Cocinado en un jarro que ponía sobre la mesa, estaba presente en todas las comidas.

Casi a la par del arroz, en términos de importancia culinaria, estaba el té. “Toda su ceremonia del té, no era ningún saquito como los que tomábamos nosotros. El tiempo que tenía que hervir, cómo tenía que hervir, cuánto tiempo en el colador”, dice mi viejo. Recuerda también una especie de tetera que “cuando la vaciabas hacía el ruido que hacen las palomas, y la jarra tenía forma de paloma”. Vaya uno a saber qué era este recipiente pajaril, tan cotidiano para un japonés como curioso para un tucumano.

Otro utensilio peculiar eran los palillos, con los que siempre comió, “como japonés”. Suyama-san mantuvo sus hábitos en la mesa, aunque no cuadraran en el contexto local (y a pesar de que las tucumanas se quejaran de algunos de ellos). Lo que no significa que no compartiera un asado o unos mates, bien dulces y calientes como le gustaban.

De las comidas, lo que mi mamá recuerda con más deseo son “unos pancitos de arroz gomosos, sin sabor a nada”. Los tostaban y acompañaban con dulce de fruta casero, siendo ella y el abuelo amantes de los dulces. “Era una fiesta cuando traía eso”, me dice. Por la descripción que hace del pequeño manjar –interior gomoso, corteza crujiente una vez tostado, sabor sutil– seguramente habla del tradicional mochi. En lugar de comerlos con pasta de porotos –anko– como en Japón, los disfrutaban con dulces hechos de los nísperos, chirimoyas, papayas e higos que crecían en el fondo de la casa.

Para mi mamá, que había crecido con esta mezcla de sabores y hábitos, no había nada más normal. Su cotidianidad se desnaturalizaba cuando sus amigas o sus compañeras del colegio iban a la casa, a quienes les llamaba la atención todo lo que para ella era parte del paisaje diario. Y, si al principio no se animaban a conversar con ese señor reservado, una vez que descubrían que además era amable y sencillo, las preguntas sobre Japón empezaban a llover. Esta fascinación o su reverso, la indiferencia, eran las actitudes más generalizadas entre las personas de afuera del hogar. Madre no recuerda prejuicios y, aunque apunta que “racismo siempre ha habido”, no lo percibió con respecto a su abuelo; a diferencia del antisemitismo que era (y aún es) moneda corriente en las expresiones y el trato hacia las colectividades judías. Las preguntas que le hacían a ella pasaban por no tener “cara de japonesa”, retomando el asunto de los rasgos faciales y lo que esperamos descubrir en ellos.

Además del elenco tucumano, miembros de la colectividad nipona de todo el país desfilaban por la casa. Pero “los paisanos” no eran el único vínculo que mantenía el abuelo con Japón. Estaba suscripto a una publicación mensual en castellano sobre actualidad nipona y además recibía revistas que llegaban del país oriental. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan la impresión que les causaron esas revistas, de fantásticos colores y un papel suave como la seda. El contenido era incluso más maravilloso, revelando tecnologías tan avanzadas que les hacían pensar que Japón estaba más lejos de Argentina en el tiempo que en el espacio.

Eran años en los que Japón no era sinónimo de superpotencia, sino más bien de potencia del eje. Fanático del cine, mi viejo se veía todas las películas que llegaban, y gran parte eran sobre la segunda guerra mundial. Arriesga que el relato yanqui del “peligro amarillo” permeaba la idea del lejano país que tenía la mayoría de los argentinos, él incluido. La profunda relación con José durante más de diez años, la cercanía con la comunidad nipona y las revistas extranjeras fueron para él una ventana a un Japón diferente. Pudo conocer “otra cosa distinta que esos guerreros que pasaban uno tras otro para matar o para que los maten. Era un país que producía, crecía.” En una época en la que Argentina y Japón no tenían tanto intercambio comercial, José –quien tenía vínculos con algunas empresas japonesas– hizo distintas ofertas al gobierno tucumano, buscando ser un nexo entre ambos países. Traducía las propuestas que le llegaban a un japoñol de difícil comprensión, que mi papá retraducía a un perfecto tucumano.

Desde la importación de los cierres YKK hasta la modernización de la maquinaria de los ingenios azucareros tucumanos, ninguna de las iniciativas de José prosperó, a pesar de su empeño y laboriosidad. Eran parte de sus esfuerzos por juntar dinero suficiente para viajar, ya que anhelaba volver a ver a la familia que había quedado en su isla natal. Mantenía contacto estrecho con su madre y sus numerosos hermanos, se mandaban cartas, él les enviaba plantas. Visitar Japón era su sueño, me cuenta mi papá. Hablaban de eso con frecuencia y trataban de hacerlo realidad. A fines de los 80, José les vendió parte del terreno de la casa familiar a la nieta favorita y a su marido. Con ese dinero y una ayuda de la Sociedad Japonesa parecía que por fin lograría viajar, pero se enfermó y nunca pudo concretarlo.

Mi mamá sentencia: “él vivía entre Argentina y Japón”. Y si él habitaba un espacio intermedio, ella vivía en uno híbrido. En 1965, mi abuela presentó como trabajo final de sus estudios de corte y confección dos kimonos, realizados en una tela plástica muy novedosa. Los modelaron las mellizas, maquilladas y peinadas como geishas en miniatura, con todos los detalles en su lugar y reverencias incluidas. Los patrones para elaborar los atuendos surgieron de las páginas de las revistas que llegaban de Japón, por supuesto. Modelos de esas mismas publicaciones inspiraron prendas que mi bisabuela tejió para su nieta, incluido su vestido de novia. Diseñaron el atuendo juntas y mi mamá eligió el punto de encaje que más le gustaba de una revista nipona.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Tenemos una reinterpretación de una vestimenta tradicional japonesa hecha por una argentina, confeccionada en tela ultramoderna y presentada en los cuerpos de dos tucumanitas; a la par del típico vestido de bodas occidental, enriquecido con un punto japonés e ideado en conjunto por dos generaciones de argentinas. En ambas prendas hay una mezcla de tiempos y territorios, cuyo maravilloso resultado es mucho más que la suma de sus partes. Creo que estas composiciones son expresiones de una nikkeidad que se vivía en esa familia, una interculturalidad parecida a muchas otras dentro de la colectividad argentino-japonesa, difícilmente reductible a meras cuestiones biológicas o de sangre.

Es 2019 y estoy cenando ramen con mi viejo, en una mesa compartida con comensales desconocides. Entablamos charla con una joven nikkei, quien menciona el festejo por el Día Internacional del Nikkei, próximo a realizarse. Le digo que seguramente nos veamos ahí, ya que a veces hago de emisaria de la Asociación Nikkei de Tucumán en los eventos a los que su presidenta no puede asistir por la distancia. Ella se ríe y comenta mordaz cuánto va a resaltar “una blanquita” en la celebración. El temor de ser descubierta por farsante, igual al que había sentido en ese otro restaurante un año antes, se ha hecho realidad.

Ese encuentro me deja un mundo de sensaciones. Comprendo que la experiencia de mi mamá no es igual a la de quienes sí tienen determinados rasgos, porque el racismo condena a simple vista. En ese sentido, ella no transitó una nikkeidad conflictiva. Es fácil sacarse el kimono y volver a ser “una tucumana más”. Entiendo por qué la chica del ramen dijo lo que dijo, sé que no soy una persona racializada y que mi blanquedad me protege. Al mismo tiempo, me molesta pensar que alguien pudiera aplicar un medidor de japonesidad para validar o negar la identidad de mi vieja, como hice yo esa noche de la charla con el mozo.

En la nota de La Nación, “Argentinos en Japón. Por qué es tan difícil ser nikkei en la tierra de sus abuelos”, el autor mide el nivel de sangre japonesa de una de sus entrevistadas, para definir si es nikkei completa, media o un cuarto. Esto después de afirmar que en Japón nadie podría imaginar que la familia de la joven es tucumana, aunque no sea “solo por los rasgos fisonómicos”. Sin embargo, inmediatamente opone su apariencia “japonesa” a la de su amiga, también nikkei, pero con rasgos de gaijin. Confuso mensaje. ¿Se trata o no de rasgos y apariencias? Queda la sensación de que no podemos despegarnos de la idea de que basta un vistazo para conocer la identidad de una persona. Que está en el cuerpo de una manera evidente para cualquiera que pueda ver. Es un atajo que esquiva la complejidad humana, para descubrirla hace falta más que un vistazo superficial, quizás se parezca más a leer un libro que a ver una foto.

Empecé este texto describiendo algunos atributos físicos visibles de mi mamá, para contraponerlos a otros que no especifico, pero que adscribo a la japonesidad. Mi apuesta es que quien los lea imagine unos rasgos faciales particulares. Es una trampa, asentada en años de estereotipos, ideas preconcebidas y hasta una corriente de pensamiento. ¿Cómo se supone que se ve una persona nikkei? No como nosotras, fue mi reacción instantánea en el restaurante. Lo absurdo es que, varios meses antes de esta cena, ya había leído el superclásico de Yoshio Sugimoto: Una introducción a la sociedad japonesa. Me habían impactado en particular los capítulos que desmitifican la idea de una “única raza japonesa”, noción propia no sólo de extranjerxs ignorantes como yo, sino de todo un género de textos denominado nihonjinron, que afirma la singularidad y homogeneidad de “lo japonés”, desde la biología hasta la psicología, pasando por el idioma y las estructuras sociales. De forma velada o no, esta “esencia japonesa” excluye a Okinawa y su gente y a la población originaria Ainu, y estas teorías de la japonesidad se han usado con fines racistas, nacionalistas e imperialistas.

A pesar de que en cuanto leí acerca del tema sentí que había abierto los ojos a una realidad mucho más verosímil que el mito de la uniformidad de la identidad japonesa en todos sus aspectos, me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza. Requirió entender lo racista de mis prejuicios, que no sólo niegan la experiencia intercultural de mi vieja, sino que, lo que es peor, implican que todas las personas de ascendencia japonesa se ven más o menos parecidas. Pero los seres humanos somos infinitamente variados, y la cara o la sangre no son indicadores automáticos de casi nada. La identidad de una persona no es esencial ni es estática, se está construyendo de manera constante, nutriéndose y mutando en tanto entra en contacto con otras identidades individuales y colectivas.

El encuentro entre diferentes culturas no está exento de conflictos, las relaciones de poder son siempre desiguales, en especial en un territorio donde una es dominante. Pero sus frutos son exuberantes, y tiene el potencial de dar aún más si abrimos el juego en lugar de cerrarlo. Bonna y José nunca tuvieron hijes propies, descendientes como tales, pero acogieron a mi mamá como su “hijita” y ella les eligió como figuras materna y paterna. El lado japonés aportó variedad cultural en forma de hábitos, valores, espacios de sociabilidad, alimentos y palabras, que todavía la acompañan. Mi mamá no sólo fue bien recibida en la comunidad nipona local, sino que formó y forma parte de ella. Mi vieja también es nikkei.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación (FFyL/UNT). Diplomada en Comunicación, Género y Derechos Humanos (Asociación Civil Comunicación para la Igualdad junto a CIM/OEA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey). Integrante de la Red Iberoamericana de Investigadores en Anime y Manga. Becaria del Ministerio de Educación de Japón (MEXT) para investigación de posgrado en la Universidad de Nagoya.

Glosario (N. d. E)

Issei: «Primera generación», se utiliza para referirse al inmigrante japonés.

Nihongo: Idioma japonés.

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Qué es ser unx escritorx nikkei y otros juegos de la identidad

Por: Virginia Higa[i]

Imagen: “Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

 

En esta nueva entrega del dossier Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina, coordinado por lxs doctorxs Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, la escritora Virginia Higa nos ofrece un ensayo en el que explora la construcción de la identidad a partir de tres escenarios: un juego, un regalo y un encuentro de escritorxs. Así, la categoría “escritorx nikkei” se dibuja despacio como una oportunidad, una mirada, una de tantas formas de cruzar la frontera.


I: Cruzo la frontera

Mi juego favorito es un juego verbal, se llama Cruzo la frontera. Siempre es más divertido jugar de a muchos, pero creo que también sirve para entretenerse en soledad. El juego funciona así: hay una frontera y hay un guardián, que va enumerando elementos de una categoría oculta. Los otros participantes deben descubrirla, pensar nuevos ejemplos y tratar de “cruzar la frontera” con ellos. Es un juego un poco kafkiano, wilkinsoniano, definitivamente un buen juego para escritores. Acá, A es el guardián que proporciona el primer elemento, y el resto, jugadores que quieren cruzar:

A: Cruzo la frontera con un oso panda.

B: ¿Cruzo la frontera con un oso pardo?

A: No.

C: ¿Cruzo la frontera con una cebra?

A: Sí.

D: ¿Cruzo la frontera con un dado?

A: Sí.

E: ¿Cruzo la frontera con una película de Chaplin?

A: ¡Sí!

 

Y así. El juego puede ser tan simple o tan complicado como los jugadores quieran. He participado en rondas extremadamente difíciles, metafísicas, metalingüísticas, y también en otras muy breves y poco inspiradas. Lo que más me gusta de este juego es que funciona de abajo hacia arriba: para llegar al concepto abstracto de la categoría oculta (“cosas blancas y negras”), hay que pasar primero por múltiples ejemplos concretos. Y antes del momento epifánico en que la categoría se manifiesta, el conjunto de elementos que cruzan la frontera parece una pila de chatarra amontonada al azar. Hay una instancia extra de diversión que tiene lugar cuando algunos jugadores adivinaron la categoría y otros no. Los primeros siguen dando ejemplos que cruzan la frontera mientras los segundos observan perplejos lo que consideran una miscelánea sin sentido.

Por mi parte, cuando converso con otros, siempre necesito ejemplos para sentir que entiendo realmente de qué se está hablando, no me alcanza con nociones abstractas y definiciones. Mucho tiempo pensé que eso era una deficiencia, pero ahora me gusta pensar que la necesidad de ejemplos para entender el mundo está relacionada con un temperamento literario. La literatura es el terreno de lo particular, lo opuesto del pensamiento estadístico. Es lógico que Platón haya querido sacar de su república a “los poetas y sus auxiliares”: eran enemigos de la data science. Pensaban con ejemplos y no con definiciones. Con escenas y no con ideas. Con anécdotas, y no con datos. El movimiento mental de la abstracción es muy necesario para la vida pero el arte debe hacer un esfuerzo consciente por suprimirlo un rato (un ejemplo ilustrado: en un extremo del continuum del pensamiento —y la utilidad—, un emoji; en el otro, un cuadro de Lucien Freud). La observación de lo singular florece cuanto más se aleja el arte del ideal.

El lingüista George Lakoff lo explica mucho mejor en Women, Fire and Dangerous Things: entender cómo categorizamos es entender cómo pensamos.

La visión tradicional y objetivista de las categorías es filosófica y surge de dos mil años de disquisiciones acerca de la razón. En la teoría clásica, las categorías se definen a partir de las propiedades comunes de sus miembros y designan clases de cosas o seres del mundo real o de algún mundo posible. Pero el pensamiento humano es imaginativo de un modo menos obvio: cada vez que categorizamos algo de una manera que no refleja la naturaleza estamos haciendo uso de nuestra capacidad innata de imaginar y crear, estamos expresando una facultad inherente de nuestra especie.

Me propongo un ejercicio para la vida que también va a servir para la escritura: pensar categorías y ejemplos cada vez más ingeniosos para Cruzo la frontera.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

II: El genotipo y el arquetipo

Hace dos años me regalaron para Navidad uno de esos kits de ADN que salieron al mercado en la última década y que a partir de un testeo genético pueden revelar de qué partes del mundo venían tus ancestros. Después de reconciliarme con la idea de entregar mi genoma a una empresa (Google ya tiene todos nuestros datos biométricos, por cierto), abrí la cajita de cartón y leí las instrucciones. Los pasos a seguir eran escupir en un tubo de plástico, mandar la muestra por correo y esperar. Un mes más tarde me llegaron los resultados a la casilla de mail.

El mapa genético es una página personalizada con un diseño súper amigable que incluye informes, trivias y un mapamundi coloreado con mucho detalle según el lugar de origen de tus antepasados. Además, la plataforma cuenta con una red social para contactar con parientes encontrados a lo largo y ancho del mundo.  Comparando el ADN de cada usuario con enormes bases de datos de referencia, estas compañías logran señalar con sorprendente precisión el lugar de origen de tus ancestros hasta ocho generaciones atrás. Ese día descubrí, entre otras cosas, que tengo un antepasado originario de Gambia o Senegal; que un tatarabuelo o abuela, nacido entre 1710 y 1830, era 100% nativo de Brasil (guaraní, kayapó… ¿quién sabe? no hay suficientes datos de esos pueblos en los archivos de la compañía) y que mis ancestros japoneses no eran solo okinawenses sino que al parecer podrían venir también de las prefecturas de Kagoshima y Shimane, en las islas de Kyushu y Honshu.

¿Eso significa que soy afrodescendiente? Me pregunté. ¿Tengo raíces en los habitantes originarios de las Américas? ¿Mi linaje japonés no se remonta solo al antiguo reino híbrido de Ryukyu, como pensó siempre mi familia? La respuesta es sí a todo.

Los resultados del test de ADN me tuvieron entusiasmada y reflexiva durante mucho tiempo. Imaginé el argumento de una novela en la que una persona recibe sus resultados, y, como yo, encuentra que tiene un antepasado africano o nativo americano. Empieza a obsesionarse con su linaje, hace averiguaciones en la familia, se pone a estudiar historia y etnografía. Cree ver rastros de pelo moteado en sus rulos o descubre mirándose al espejo que tiene rasgos aymara. Se empieza a vestir con la ropa que considera que le corresponde por herencia o se emociona con el gospel como nunca antes. Se vuelve, en fin, una caricatura. No hay nada de malo en identificarse con un pasado, pero la relación entre herencia cultural y herencia genética es una zona gris y resbaladiza en la que hay que pisar con cuidado, o corremos el riesgo de caer en posiciones reduccionistas y en esencialismos peligrosos. Porque ¿hay algo más inmanente que el propio, inmutable, ADN? El argumento de la novela quedó abandonado hasta que encuentre una manera más amable e inteligente de mostrar la relación de una persona con la historia que cuentan sus genes.

A simple vista parecen productos de cosmovisiones opuestas, pero el mapa genético tiene un aspecto en común con otra radiografía, tal vez más polémica, de la identidad: la carta astral. Las dos sacan a la luz una narrativa del pasado que nos sitúa en un punto preciso y bien codificado de la línea de tiempo, de la heterogeneidad infinita. Las dos toman datos del mundo que en sí mismos no significan nada y los convierten en un relato, y a nosotros en piezas móviles de un juego inmemorial. Las dos trazan líneas posibles que predicen, a su manera, el futuro: qué color de ojos tendremos, qué enfermedades; o bien qué relación con nuestra madre, qué atributos de la personalidad, pero ninguna de los dos lo determina en modo alguno. El medio ambiente, es decir, la vida, hace con esos mapas lo mismo que con todo lo demás: los excede y los arrasa. Llegué a la conclusión de que hay dos maneras de tomarse los resultados de un test de ADN (o de una carta astral), una es la obsesión y la búsqueda de la esencia. La otra es el juego y el estallido de las categorías. Desde ya, me quedo con la segunda. Porque del laberinto sin salida de los genes o de la posición de las estrellas, se sale haciendo trampa, es decir, por arriba. La identidad como juego, la única actitud sensata que se puede tener en el mundo de las taxonomías.

III: Qué es ser unx escritorx nikkei

Llego ahora a lo que me convoca. El año pasado me invitaron a participar de una mesa de escritores nikkei latinoamericanos en la Asociación Japonesa en Argentina. Las otras invitadas de nuestro país eran Anna Kazumi Stahl, Alejandra Kamiya y Agustina Rabaini. ¿Qué teníamos todas en común? Al parecer éramos escritoras nikkei. ¿Qué significaba eso? Ninguna de nosotras lo sabía con certeza, pero habíamos aceptado la invitación con gusto. Los organizadores de la mesa consideraban que “cruzábamos la frontera” de ese juego, y eso era suficiente. Lo cierto es que todas teníamos en nuestra historia personal una relación más o menos cercana con Japón, aunque eso no se traducía necesariamente en una obra de temática japonesa. Nuestras propuestas estéticas eran también muy diversas.

Lo nikkei es una categoría viva y por lo tanto mutable. Ese día, nosotras éramos ejemplos de lo que es ser unx escritorx nikkei, y juntas, en nuestra heterogeneidad, ayudábamos a definir y construir ese grupo desde abajo. Como todas las categorías que son nuevas en el mundo, lo nikkei reúne un grupo de elementos que antes eran disímiles (como un dado y una película de Chaplin), y les da una identidad y una cohesión. Quizás lo más interesante de lo nikkei (y más todavía, de la idea de unx “escritorx nikkei”) es que es una categoría en construcción, una categoría de la imaginación y no una etiqueta que se pone desde arriba para clasificar elementos con ciertos rasgos comunes.

¿Qué es, entonces, ser unx escritorx nikkei? ¿Es también ser una persona nikkei?     ¿Qué relación hay entre ser persona y ser escritorx? Son preguntas demasiado amplias para este texto. Pero hay dos puntos que creo que son esenciales:

En primer lugar, creo que unx escritorx nikkei no necesariamente escribe dentro de un universo de temas ligados con Japón, sino que ejercita sobre todo una manera de mirar. La mirada nikkei es una mirada corrida, que puede pararse y observar desde un lugar distante lo que ocurre entre dos culturas en contacto (me doy acá la licencia de considerar nikkei al Inca Garcilaso de la Vega, primer escritor mestizo de América, entrañable amigo de los híbridos del mundo). Para la mirada nikkei, todo lo que tiene que ver con Japón es a la vez familiar y extraño. Esa naturaleza doble puede no ser igual de útil en todos los aspectos de la vida, pero es sumamente productiva para escribir. Hace dos años publiqué una novela que cuenta la historia de una familia de inmigrantes italianos, basada de manera libre en la historia de mi propia familia materna. No hay nada de temática japonesa en ella, pero creo que está atravesada por la mirada nikkei, que fue condición de posibilidad para su escritura. En la novela trabajé con el léxico y las palabras que se usaban en la familia y que de algún modo también creaban categorías nuevas. Los que antes eran elementos a la deriva, de pronto, en virtud de una palabra, encuentran un lugar en el mundo. Me gusta pensar que son palabras que no tienen sinónimos (aunque si uno ama el lenguaje debería descreer de los sinónimos en general) y pertenecen a la misma clase que lo nikkei: en su indeterminación radica su fertilidad y su poder creativo.

En segundo lugar, unx escritorx nikkei sí que tiene una relación con Japón: es una relación de amor no correspondido. Y como todas las relaciones de amor no correspondido, es poética, inmensa, intensa y un poco patética. El escritor nikkei amará a Japón con locura, pero Japón nunca lo amará. El escritor nikkei cree que su amor por Japón lo dignifica, y con esa premisa trabaja y produce y, si tiene suerte, crea algo de belleza. A Japón ese amor le es del todo indiferente.

Una forma de mirar y un amor imposible. Eso es para mí ser unx escritorx nikkei. Pero últimamente siento el deber de buscar la esencia de las cosas en algo que no se pueda definir con palabras, y sin embargo sé que lo único que tenemos son las palabras. Ojalá aparezcan muchxs más escritorxs nikkei y muchas más categorías como lo nikkei, y que las personas puedan entrar y salir de ellas sin problema, cruzando la frontera a veces sí y a veces no, según la partida que elijan jugar.

[i] Virginia Higa es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, Los sorrentinos (ed. Sigilo), que se tradujo al italiano, al sueco y próximamente al francés. En la actualidad vive en Estocolmo, donde trabaja como profesora de español y traductora literaria.

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Palabras precisas. Sobre el proyecto Reunión, de Dani Zelko

 

Por: Mario Cámara

En este texto sobre el proyecto Reunión de Dani Zelko que integra el dossier “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine”, Mario Cámara nos ofrece un análisis preciso sobre el funcionamiento de esta obra compleja que comprende un procedimiento de escucha, transcripción a mano, conversión a poesía, impresión y distribución barrial y su posterior lectura pública. De esta manera, se va construyendo una voz plural, un relato coral que es siempre una experiencia colectiva fruto de encuentros fortuitos en diferentes lugares del mundo. Las voces que componen los poemas adquieren un carácter performativo: están entre dos personas y no entre dos hojas. Zelko se convierte entonces en un escriba de voces silenciadas, en un flanneur coleccionista de relatos a los que ingresa con su cuerpo para encontrarse con la palabra y el cuerpo del otrx. Zelko se transforma, en definitiva, en un recopilador de historias marginadas que culminan en una ceremonia única y aurática. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido.


Nesse final de semana fui ‘expulso’ de um grupo de whatsapp – ex-colegas de colégio, maioria absoluta de bolsonaristas. Enquanto durou foi bastante rica a experiência de receber memes bizarros e perceber como a extrema-direita ganhou campo no coração de gente ‘comum’ no Brasil.

João Paulo Cuenca

¿Cómo hacer escuchar la voz del otre?, ¿cómo recuperar la singularidad de una vida?, ¿cómo transponer su entonación, su gramática, su presencia?, estas preguntas han sido, y lo son todavía, recurrentes para la literatura y el arte durante buena parte del siglo XX y lo que va del nuestro. Su formulación, sin embargo, a menudo ha contenido una serie de interrogantes insidiosos: ¿es posible hacer escuchar esas voces?, ¿en qué sitio se coloca el artista en esa operación?, ¿cuál es el riesgo de manipulación, de uso o de paternalismo de ese otro? El presente, con la expansión de los medios masivos de comunicación y su conversión en gigantes corporaciones con un fin exclusivamente económico, con la concentración de las editoriales en unas pocas firmas globales, con la creciente manipulación de las redes sociales, las fake news y la algoritmización de contenidos e informaciones le otorgan a los interrogantes iniciales un nuevo dramatismo. Pues se tiene la impresión, cada vez más certera, de que las voces de esas otras y esos otros, subalternas y subalternos, siguen dos caminos, o van desapareciendo de la esfera pública, o son editados por discursos autoritarios y formateados por pedagogías de la crueldad.[1]

En el marco de este diagnóstico me interesa abordar la producción de un joven artista argentino, Dani Zelko, cuyo proyecto Reunión[2] apunta a la captura de intensidades que se marcan en gramáticas, gestos y presencias, a través de la invención de procedimientos de reenmarque, cuyo resultado es el desmonte, la puesta en cuestión y la recuperación de existencias precarizadas, perseguidas, olvidadas o, simplemente, de una manera u otra, invisibles. Bajo ese título, Reunión, Zelko ha producido un total de siete libros, con dos zonas muy claramente delimitadas. La primera está compuesta por dos libros, denominados Primera y Segunda Temporada, que compilan, cada uno, un total de nueve escritos-testimonios recogidos en Argentina, México, Cuba, Guatemala, Bolivia y Paraguay. Aquí encontraremos una cartografía afectiva que mapea la voz de vidas apenas audibles, situadas en barrios populares de grandes ciudades o pequeños pueblos de Latinoamérica, recogidas a partir de una serie de desplazamientos aleatorios. El azar de los encuentros y la pregunta implícita por el “quién eres” articulan la totalidad de lo que voy a designar con el nombre de “poemas-testimonios”. La segunda zona, también compuesta por poemas-testimonios, que continua hasta el presente y lleva como subtítulo ediciones urgentes, contiene los restantes, hasta el momento, cinco libros. El proyecto aquí adquiere una politicidad más específicamente direccionada, basada en la inmediatez de los acontecimientos y la necesidad de la contrainformación. En las ediciones urgentes la palabra escuchada ya no es resultado del detournement, ya no son sujetos cualesquiera quienes hablan, sino protagonistas perseguidos, marginados, silenciados, dañados, familiares, amigos o compañeros de comunidad de personas asesinadas por fuerzas de seguridad estatales o víctimas de catástrofes naturales. Entre una y otra zona existen diferencias y continuidades sobre las cuales me quiero detener en las páginas que siguen. Tanto en las Temporadas como en Ediciones Urgentes Zelko pone en práctica un procedimiento que compromete la escucha, la transcripción a mano, la conversión a poesía de lo que escucha, la impresión, la organización de una lectura pública y la producción de un libro que distribuye y archiva en su sitio web. Sobre todos estos aspectos también reflexionaré en las próximas páginas.

Poéticas del caminar

 En la Temporada 1 y en la Temporada 2 encontramos la siguiente descripción, en primera persona e impresa en la tapa de cada uno de los libros:

Caminando sin rumbo, conozco a estas personas. Las invito a escribir unos poemas. Compartimos un rato, a veces varios días, y me dictan y les hago de escriba. Una vez escritos los poemas, se imprimen en libros. El escritor lee su libro en una reunión en el lugar donde vive y regala los libros a sus vecinos. Cada escritor cuenta con un portavoz, elegido por afinidad, que es el responsable de leer en voz alta sus poemas cuando se completa una temporada de Reunión. Al principio, en un encuentro, la palabra hablada se transforma en palabra escrita. Al final, los poemas hacen posible un encuentro que se vuelve palabra oral. Los poemas contentos: están entre dos personas y no entre dos hojas.

El texto describe las diferentes etapas que Zelko atraviesa hasta obtener los poemas-testimonios que nosotros finalmente leemos: caminar, escuchar, escribir, imprimir. En su brevedad, el texto logra convocar un sinfín de evocaciones que conectan prácticas y tradiciones. ¿Por dónde camina Zelko y qué significa el caminar? El itinerario que se construye a medida que leemos los poemas-testimonios delinea un mapa continental y marginal. Desde Lacanjá-Chansayab, un pequeño poblado en la selva de Lacandona en Chiapas, México, hasta Villa Dominguez, en Entre Ríos, desde Tzununá, Guatemala, hasta Asunción, en Paraguay, pasando por la villa Charrúa, en Buenos Aires, las temporadas recogen sus historias y se ubican, de este modo, lejos de la postal turística pero también, como intentaré mostrar, lejos de una estética de la pobreza o del exotismo autóctono.[3]

Hay dos aspectos importantes que este primer punto, el del viaje, evoca. En primer lugar el del viaje latinoamericano, encarnado tempranamente por Ernesto Che Guevara y plasmado en sus Diarios de motocicleta. Guevara consigna allí su travesía de 1951 a bordo de una motocicleta, que lo llevará desde Argentina hasta Caracas, Venezuela. Un viaje que, como ha reparado Ricardo Piglia, lo conecta con los jóvenes de beat generation, y a través del cual descubre nuevos territorios a partir de la experiencia personal.[4] No se trata, por supuesto, de establecer una fácil analogía entre Che Guevara y Dani Zelko, pero sí consignar que aquel viaje abre un horizonte para que decenas de jóvenes, en moto, automóviles, ómnibus, se propongan recorrer el continente como un rito iniciático de conocimiento social, autoconocimiento, de lecturas y escrituras. A pesar de que Reunión no sea un diario de viaje, Zelko se ocupa de plasmar escenas, en cada una de las Temporadas, que lo tienen como protagonista y funcionan como estampas de llegadas y partidas de los sitios recorridos, o como corolario del momento en que entra en contacto con las personas con las que conversará. En su encuentro con Akim por ejemplo, que abre la primera temporada, cuenta lo siguiente:

Estaba en El Remate, un pueblo a orillas del Lago Petén, en Guatemala. Partí con mi mochila a las cinco de la mañana rumbo a Frontera Corozal, en la Selva Lacandona, para llegar a México. Tomé un minibús que me llevó a Flores y de ahí, otro a la frontera. Era una combi para 20 pasajeros y éramos 50. Pedí bajarme y el conductor me dijo que éste era el más vacío que iba a encontrar, que los próximos iban a ser peores. A mí me tocaba estar parado, con la mochila entre las piernas y con la cabeza gacha porque el techo era muy bajo. El viaje duraba 6 horas.[5]

La figura de autor/artista que se elabora en este escrito, provisto de una mochila, desplazándose en transportes precarios, habiendo salido a la aventura del viaje, lo conecta con la tradición que acabamos de mencionar. Pero en tren de evocar, Zelko nos ofrece otra inscripción que se abre a otra serie de referencias igualmente importantes. En su encuentro con Rigo, un hombre de 44 años que vive en Tzununá, Guatemala, escribe lo siguiente:

Encontrarse con un desconocido es una forma de reingresar al mundo. Un encuentro inesperado siempre incluye una sorpresa, una conquista, una renuncia. Una pausa de lo que estabas por hacer, una salida del plan, un corte en la lógica del mundo. Cuando un encuentro sucede, te corrés de lugar. El encuentro es otro lugar. El encuentro es algo que sucede y a la vez es una construcción, una ficción, una coproducción

El encuentro empieza antes de hablar. De alguna forma misteriosa. Creo que tiene que ver con la percepción de una actitud. Una percepción que viene antes de las palabras.[6]

La imagen del encuentro inesperado resulta central para la poética de estas primeras producciones. ¿Cómo encuentra a quiénes encuentra?, podría ser la pregunta. Se trata de un encuentro dictado por el azar que compromete el caminar. En los pueblos y ciudades que visita, Zelko camina, se pierde o espera el momento preciso en que el azar lo conecte con la persona indicada. Si en la perspectiva del viaje latinoamericano podemos rastrear el horizonte abierto por Che Guevara, la premisa de la deambulación constituye el procedimiento que evitará los lugares recurrentes.[7] Lo social se articula con lo inesperado. La deriva inscribe su trabajo en una dilatada tradición, que convoca la historia del arte y define el proyecto de Zelko dentro de ese territorio. En esa línea podemos citar desde el object trouvé del surrealismo, que descubre lo insólito en medio de la urbe, al ready-made duchampiano, que singulariza y transfigura un objeto cotidiano elegido desde el desinterés[8], pasando por el detournement situacionista, referente central en este proyecto. Pues tal como afirma Guy Debord:

Entre los diversos procedimientos situacionistas, la deriva se presenta como una técnica de tránsito fugaz por ambientes varios. El concepto de deriva está indisolublemente ligado al reconocimiento de que hay efectos de naturaleza psicogeográfica así como a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, por lo que se ubica en oposición absoluta respecto de las nociones tradicionales de viaje y paseo.[9]

La heterogénea serie propuesta encuentra su punto de convergencia en la disposición a salirse de un régimen visual tipificado y construir una mirada singularizadora y una apertura subjetiva para una experiencia de lo imprevisto. La deriva en Zelko, sin embargo, no apunta ni a los objetos ni a las geografías en lo que estas puedan tener de iluminador, sino a los sujetos. Algunos antecedentes, argentinos, y en cierta medida polémicos, pueden acudir ahora en nuestra ayuda. Los Vivo-dito de Alberto Greco, que convertían a una persona, muchas veces escogida al azar, en una obra de arte, o, como afirma Rafael Cippolini, en fetiches instantáneos, incluso trofeos[10]; o La familia obrera de Oscar Bony, que sube a una familia a una tarima para exponerla en Experiencias 68 y le vale la crítica de los sectores más conservadores del periodismo cultural y de los artistas enrolados en la izquierda[11]; o aun el Je rigole des pauvrés, de Carlos Ginzburg, otro viajero, como Zelko, como Greco, que lo muestra sonriente en medio de una población hindú en condición miserable. Intervenciones, todas ellas, éticamente controversiales. El encuentro con el otro en Zelko se distancia de cualquier sadismo social explicitado, como diría Oscar Masotta en relación a su happening Para inducir el espíritu de la imagen. Con los sujetos encontrados al azar, en Reunión se apunta a la construcción de una relación y una escucha.

Finalmente, ¿a quiénes se escucha y qué se escucha en estas primeras temporadas? Hay un testimonio-poema que constituye una escena fundacional, y que puede extenderse a la casi totalidad de los testimonios-poemas, incluidos los de Ediciones Urgentes. Se trata del sexto poema-testimonio de la Primera Temporada que pertenece a Edson, un niño de diez años que vive en un barrio popular de Buenos Aires. Zelko narra la escena del encuentro de este modo:

La primera vez que vi a Edson fue una mañana del 2015. Yo estaba en el comedor Mate Cosido, un espacio comunitario en la manzana uno del barrio Papa Francisco, donde dábamos talleres de arte para niños con unos amigos. Edson llegó agarrado de la mano de su madre, que con cara de preocupada, me apartó unos segundos del grupo y me dijo: “necesito por favor le enseñe a Edson a escribir. No sabe ni imprenta ni cursiva y si sigue así va a repetir”. Le dije a la madre que iba a hacer lo posible y me senté con Edson en un banco de madera pintado de rojo que hay en el patio del comedor. El patio es un edén en medio del barrio. Un espacio al aire libre con un árbol que da sombra y muchos murales de colores. Edson tenía una sonrisa pícara y ojos tímidos. Hablamos un poco de la escuela, de los compañeros, mientras yo pensaba cómo enseñarle a escribir a un niño de nueve años. Imaginaba que habrían probado un montón de métodos que no habían funcionado. Edson sacó la carpeta de su mochila y empezó a hacer su tarea. Escribía perfecto. Escribía con seguridad y su letra era clara. Me asomé a ver qué estaba escribiendo, a ver que estaba escribiendo: “¡Pero escribís perfecto!”, le dije. “Yo no sé escribir”, me dijo. “¡Pero si estás escribiendo perfecto!”, repetí. “¿Esto es escribir?”, me preguntó. “¡Esto es escribir!”.[12]

El no saber que se sabe, o el no saber exactamente la potencia discursiva de lo que intuye, piensa o balbuce, parece ser una condición central de numerosos testimoniantes en las Temporadas. El trabajo de Zelko, en este sentido, más que transformar lo que dicen, cortarlo o editarlo, consiste en proporcionar la escucha adecuada para que ese otro perciba que efectivamente está hablando. Es aquí donde las temporadas adquieren su primera condición política, que surge no tanto de lo que dicen los poemas-testimonios, sino del tener lugar de esa palabra.[13] Por ello, en las Temporadas y también en las Ediciones Urgentes, Zelko no es ni un productor de fetiches, ni un propiciador de infiernos artificiales (Bishop, 2012), ni siquiera un portavoz, sino intercesor[14] a través del cual escuchamos esa palabra que, percibida por quien ahora la profiere, sale del puro ruido para convertirse en discurso articulado.

Los 18 poemas-testimonios distribuidos en las dos Temporadas nos ofrecen historias de niños y adultos, que se articulan, como anticipé, en torno a la pregunta “quién eres”.[15] Una pregunta que, cabe aclarar, Zelko nunca realiza pero que parece estar implícita en la invitación realizada a los distintos participantes a “escribir un libro juntxs”, la frase-proposición con la Zelko da inició al procedimiento Reunión. La pregunta no dicha “¿quién eres?” es lo suficientemente amplia como para que en cada poema-testimonio los testimoniantes se sientan en disposición de narrar lo que más desean. No hay ni pregunta inicial ni contrapreguntas. Como si el dispositivo, artesanal hasta ese momento, compuesto por el propio Zelko a partir de unas hojas sueltas y una lapicera, construyera el espacio apropiado para la expresión de la palabra de esos otros. Sabemos desde Louis Althusser que la ideología también nos interpela y nos construye[16] y que la gubernamentalidad contemporánea nos somete a un constante escrutinio que tiene en la pregunta por el “quién eres” un sitio fundamental. Pero si la pregunta por el quién eres de los dispositivos del poder funciona como modo de reproducción e investimento de una subjetividad atrapada en esa malla de poder, que debe ser constantemente afirmada en su ser igual a sí misma, en las escenas de Reunión se opera una performance desplazada o una contraperformance en la que la palabra de ese otre parece poder operar un desvío. Desde el no saber al saber, desde el intuir al hablar, desde el pensar a afirmar, entre otros múltiples desplazamientos discursivos. Se abre, entonces, un territorio íntimo en el que la subjetividad anuda deseo, imaginación y experiencia. Quizá por ello, especialmente en la Primera Temporada, la voz de los niños tiene tanto protagonismo. Son cinco niños, sobre un total de nueve testimoniantes, que se dejan llevar por la aventura del hablar y le imprimen un tono especialmente onírico, tal como se puede ver en el siguiente fragmento de Akim:

Una vez soñé

que estaba molestando a un niño

pero yo no quería molestarlo

él me tiró una piedra y yo le dije

no me tires, no quiero pegarte

él estaba fumando su marihuana

se llamaba hippie

y le pegué y él lloró

y me sentí muy mal

yo no quería pegarle

y ahí él corrió

y yo me tiré en un cerro

pero el más grande del mundo

y caigo

y sigo cayendo

hasta que un avión

me agarró con un lazo

no tenía dónde ir

sentí que me iba a morir

y ahí aparecí en mi casa

y mi padre se enojó.

No te vuelvas a aventar, me dijo

no tenemos dinero para curarte.

 

Estrategias contrainformativas

En la siguiente etapa del proyecto, la Ediciones urgentes, Zelko se focaliza sobre temas específicos: la criminalización de la migración, la violencia patriarcal, la racialización, la persecución de la disidencia sexual, entre otras. Se trata de poner en escena la voz, y en consecuencia el contrarrelato, de poblaciones en estado de vulnerabilidad, sujetos marginalizados, perseguidos, asesinados, por el orden securitario neoliberal. Así aparece el primer libro, Frontera Norte, resultado de una serie de encuentros realizados entre septiembre de 2017 y octubre de 2018, la mayoría con migrantes provenientes de Latinoamérica y Medio Oriente que al momento de ofrecer sus poemas-testimonio se hallaban viviendo en Estados Unidos o Canadá.[17] En esta ocasión, la tapa ya no reproduce las palabras de Zelko, recluidas ahora en la contratapa, en un movimiento que lo corre todavía más de la escena. En su lugar, leemos un texto coral, que extrae fragmentos de varios de los participantes del libro y compone una reflexión centrada en la migración y el deseo de una vida mejor.

“Los migrantes están siendo construidos como enemigos políticos”. “Los migrantes están siendo incorporados al discurso de la guerra”. “Lo nuevo no son las migraciones, lo nuevo es este régimen de fronteras, esta fantasía neoliberal de gobernar la movilidad humana”. “¿Por qué no podemos entender que la inmigración es la secuela del colonialismo y la esclavitud?”. “¡La migración es la disputa misma de a qué le llamamos frontera!”. “¡Las caravanas migrantes son un levantamiento, una rebelión!”. “¡Este acto que están haciendo los migrantes inventa un nuevo momento histórico y político!”. “Migrar es pura voluntad de vida”. “Todos los seres vivos se mueven a donde hay agua, sombra, comida”. “Migrar es inaugurar un nuevo relato para tu propia vida”.

El relato resultante se encuentra atravesado por dos tensiones que recorren la mayoría de los poemas-testimonio: la persecución, en este caso del migrante como objetivo necropolítico (Mbembe, 2011), y la fuerza subjetivadora que es capaz de contener la decisión de migrar. En efecto, los poemas-testimonios hilvanan voces perseguidas sin que estas queden reducidas a una pura pasividad o sean confirmadas en su daño. Narran su dolor, resultado de experiencias de persecución y desposesión, pero también los puntos de fuga que les han permitido sobreponerse.[18] No se trata, sin embargo, de individualidades emprendedoras (Foucault, 2012; Brown, 2016), sino de voces que dejan ver una amplia red de asistencias solidarias y contingentes, como lo demostrarán, por ejemplo, los poemas-testimonios de Leonila y su hija Norma, integrantes del grupo Las patronas, que ayudan a los migrantes que viajan a bordo del tren conocido como La Bestia.[19] Al igual que el texto de tapa, los trece poemas-testimonios irán constituyendo una voz plural que contiene las marcas de los otros, no porque se conozcan sino porque la migración, como se desprende de este relato coral, siempre es una experiencia colectiva.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Luego de Frontera Norte, el trabajo de Zelko prescinde de la deriva y se concentra en el procedimiento de la escucha, la producción, la divulgación y el archivamiento. Le siguen Terremoto. El presente está confuso, de septiembre de 2017, en el que se traslada al Distrito Federal cinco días después del sismo que sacudió aquella ciudad. Monta allí una mesa en diferentes calles de las colonias Buenos Aires, Roma Sur, Obrera y Tacubaya. La instalación de la mesa transforma su deambular en una espera situada. Zelko adopta aquí la tradición del escriba. Terremoto compila la voz de dieciséis testimoniantes, identificados apenas por su edad y una letra. Desfilan allí la experiencia del presente y las memorias del devastador terremoto de 1985. Miedos y pérdidas se suceden componiendo nuevamente un poema-testimonio plural que describe a una población vital, nuevamente hay niños entre los hablantes, y en perpetuo estado de vulnerabilidad. La lectura pública aquí, en lugar de articularse alrededor de la ronda y a cargo del testimoniante, como fue realizada en las reuniones previas y lo será en las posteriores, es efectuada por el propio Zelko. Lo que sucede en esas lecturas públicas lo describe así Amanda de la Garza, en un breve texto introductorio a los poemas-testimonios:

Las personas al escuchar sus poemas asentían: “Sí, eso pasó, así fue”, como si alguien más hubiera vivido eso o alguien más lo hubiera relatado. Como si la distancia de leerse en la voz de otro, de leerse en ese instante, pudiera dar cabida a ese relato y a lo vívido, en donde la memoria es por un momento congruente con el temblor del cuerpo, y paradójicamente un recuerdo.

Tal como un ventrílocuo, Zelko reproduce oralmente lo escuchado y tipeado. La oralidad primera atraviesa de este modo un veloz circuito. Emitida por el testimoniante, escuchada y convertida de inmediato en letra impresa y leída por Zelko, se convierte, como apunta el texto citado, en relato y narración capaz de estructurar una experiencia límite y confusa como la producida por el terremoto. Se trata de devolverle inteligibilidad a partir de la resonancia en la boca de otro para que pueda ser reconocida por el propio emisor.Foto accioìn terremoto

Casi un año después, en agosto de 2018, Zelko publica Juan Pablo por Ivonne[20], que recoge la voz y las palabras de la madre de Juan Pablo Kukoc, el joven asesinado por fuerzas policiales en el barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. Aquel crimen consolidó la política de mano dura que ya venía ejecutando el gobierno de Mauricio Macri.[21] El caso Chocobar, así se llamaba el policía que mató a Juan Pablo, es un momento bisagra en la economía emocional del macrismo, cuando la estrategia de la seguridad se impone frente al desastre económico.

Entre junio y octubre de 2019, Zelko se desplaza al sur de Argentina y compone ¿Mapuche terrorista?, el contra-relato del enemigo interno, que recoge las palabras de la comunidad Lof Lafken Winkul Mapu. Allí se narra la recuperación de tierras ancestrales, el posterior desalojo por fuerzas de seguridad y asesinato del joven Rafael Nahuel.[22] Como afirma María Soledad Boero:

A la violencia estatal contemporánea e histórica, el libro contrapone un mundo soterrado por siglos donde se experimentan otras formas de vida, una cultura ancestral pero que resiste y adquiere en la actualidad, otras fuerzas. Un pueblo que muestra su forma de habitar el mundo, el ejercicio de su lengua, el vínculo con la tierra y la naturaleza, el territorio que es una extensión de su cuerpo; la creencia en la machi y sus saberes sin edad; en definitiva, su modo de vivir en comunidad, su resistencia y persistencia ante el hostigamiento del poder colonizador y racista.[23]

Conjuntamente con ese libro, Zelko completa otro con el líder lonko weichafe Facundo Jones Huala, encarcelado por el gobierno de Chile en la cárcel de Temuco, que solo circula entre la comunidad mapuche. De este libro nada podemos decir. Su, hasta ahora, último libro, escrito en abril de 2020 plena pandemia de COVID, lleva por título Lengua o muerte y se realiza por teléfono. En la contratapa del libro, Zelko describe el modo en que utilizó la modalidad telefónica: “Durante abril de 2020 les llamé por teléfono. Me hablaron y escuché. Hice unas pocas preguntas y sonidos para que sepan que estaba ahí. Grabé sus voces. Apenas cortamos, las hice sonar y las escribí. Cada vez que hicieron una pausa para inhalar, pasé a la línea que sigue. Borré las grabaciones, les mandé los textos y los corregimos. Armamos este libro, que tiene una versión digital de descarga gratuita, un audiolibro y una versión en papel que distribuye la comunidad”.[24] Zelko escucha los relatos de tres migrantes de Bangladesh, Rakibul Hasan Razib, Afroza Rhaman, Elahi Mohammad Fazle, y la referente de la red Interlavapies, Pepa Torres Pérez. Los migrantes viven en Madrid desde años y narran la muerte de Mohammed Hossein por coronavirus luego de haber llamado durante seis días a la ambulancia sin obtener apenas respuesta, en parte por no poder hablar ni comprender el castellano. La migración aquí se anuda a la cuestión de la lengua, que ocupa el centro de las narraciones y dispara proyectos colectivos que transforman el dolor de la muerte en capacidad de lucha. Lengua o muerte reconfigura el trayecto realizado o le suma nuevos sentidos posibles. Coloca en el centro del proyecto Reunión la cuestión de lengua, su comprensión, su escucha, sus entonaciones, sus traducciones posibles, la violencia a la que es sometida y la resistencia que de allí es capaz de surgir.

En estos últimos tres libros, Zelko focaliza en colectivos activistas organizados para resistir las políticas de la desposesión neoliberal. Como apuntábamos, los colectivos perseguidos o dañables narran su condición vulnerable pero exhiben la potencia de sus redes y proyectos, tal como puede observarse en las portadas Lengua o Muerte y ¿Mapuche Terrorista?, donde el “nosotros” se adueña de la narración y aparece, en ambos casos y de diferentes maneras, una imagen de futuridad surgida a partir de un daño en el presente:

Lengua o muerte

después de la muerte de mi tío

vamos a luchar porque sea obligatorio

que los médicos de cabecera

que los juzgados

que las escuelas

que todos los sitios importantes

tengan traductores

para poder hablar en nuestro idioma

y para poder entender lo que nos quieren decir.

Somos más de cincuenta mil bangladeshi en España

y más de quinientos mil migrantes

ya no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas

alguien se muera

no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas no nos podamos entender.

 

¿Mapuche Terrorista?

La historia cambia

y la vamos a cambiar

a través de una forma de vida

que es ancestral

y es política.

¿Cuánto tiempo nos callaron?

Está sucediendo

una transformación

una transformación verdadera,

y sí

eso va a traer consecuencias

porque estamos oprimidos

y necesitamos no estarlo más.

Para la serie de las Temporadas proponíamos la figura del viajero cruzada con la del caminante situacionista, ahora en cambio se nos abre otro campo de referencias. En el borde inferior de Juan Pablo por Ivonne aparece la palabra “contrarrelato” (“el contrarrelato de la doctrina Chocobar”), al igual que Mapuche terrorista, que se define como “contra-relato del enemigo interno”. Esa insistencia permite entender una de las operaciones centrales puestas en juego en las Ediciones Urgentes. Zelko ahora se convierte en un artista etnógrafo (Foster, 2001) que entra en disputa con los relatos emanados de las fuerzas de seguridad y los medios hegemónicos. Y si habíamos pensado en Alberto Greco, Carlos Ginzburg u Oscar Bony para sus derivas, ahora emerge la figura del escritor Rodolfo Walsh con sus investigaciones sobre los asesinatos de José León Suarez durante los años cincuenta del siglo pasado, que derivarían en la escritura de Operación Masacre.[25]

 

De la pobreza de archivo a la performance

Reunión es como un iceberg. Nosotros apenas vemos el resultado final: los libros impresos. Nada o casi nada del complejo proceso que da por resultado esos libros está documentado. En su sitio web apenas hay imágenes de los encuentros que Zelko tiene con los diferentes testimoniantes y ninguna de las lecturas públicas ha sido filmada para que pueda ser reproducida.[26] ¿Cómo leer esa “pobreza” de archivo en el marco de un acentuado giro archivístico en el arte contemporáneo, con exhibiciones cada vez más concentradas en la documentación de procesos más que en la exhibición de obras? Es interesante recuperar aquí la distinción propuesta por Diana Taylor para pensar la performance entre “archivo” y “repertorio”. En relación con el archivo, Taylor sostendrá: “Por su capacidad de persistencia en el tiempo, el archivo supera al comportamiento en vivo. Tiene más poder de extensión; no requiere de la contemporaneidad no coespacialidad entre quien lo crea y quien lo recibe”.[27] Pese a la posibilidad de archivar al menos la lectura en vivo de algunos de sus testimoniantes y de ese modo tener más poder de extensión, Zelko elije no hacerlo. La pobreza de archivo debería ser leída, entonces, como una decisión ética que apunta a preservar el proyecto contra el riesgo de la exotización de ese otre vulnerable, y a poner de relieve el aspecto que considera más relevante: la voz de ese otre.

Sin embargo, algunos escritos del propio Zelko que figuran al final de la Primera Temporada, diversas intervenciones de críticos y artistas que escriben en sus primeras Temporadas, informaciones que nos ofrece en su página web, contribuyen a hurgar en zonas de ese archivo y proponer algunos ejes de lectura generales y transversales a sus dos etapas. Recapitulemos. La intervención de Zelko comienza con un primer encuentro íntimo con la persona o grupo que contará su historia. En ese espacio, al que no tenemos acceso, Zelko escucha y transcribe a mano. No graba ni filma, elige desprenderse de esas mediaciones tecnológicas. Su elección por la mano es una elección por el cuerpo. La mano y el brazo que se van cansando en la tarea del registro[28]. Poner el cuerpo, de este modo, constituye una gestualidad a través de la cual Zelko enuncia su compromiso con la situación, su participación activa. Depone las “armas” tecnológicas e ingresa con su cuerpo a encontrarse con la palabra y el cuerpo del otre. Entrar solo con sus manos es una forma de deconstruir una jerarquía: “vos hablás, yo te grabo”. En segundo lugar encontramos la dimensión performativa y performática. Se trata de una lectura en alta voz que se propone como una ceremonia entre encantatoria, catártica y reescenificadora, y se organiza en torno a un círculo compuesto por nueve sillas en donde se perciben gestos y entonaciones. La palabra impresa en el fanzine toma un primer estado público.[29] Frente a la deslocalización incesante de los discursos públicos, Zelko apuesta aquí por una suerte de barrialización que promueve nuevos lazos comunitarios. Frente a la reproductibilidad de la noticia compartida a través de facebook, twitter o whatsapp, Zelko apuesta aquí a la ceremonia única y aurática. El punto final de Reunión, es el archivamiento, o mejor la constitución de un contra-archivo que busca desterrar los poderes arcónticos que recubren esa palabra en su circulación pública. En efecto, en nuestro presente, las vidas infames o marginales suelen ser narradas por los grandes medios de comunicación y prontamente odiadas en los enunciados trolls, los visitantes anónimos de foros y las fake news que surcan las redes sociales. En el contra-archivo que es Reunión esas voces poseen otra entonación no solo por lo que nos cuentan, sino porque poseen otra forma. En cada uno de los siete libros publicados esa forma es la poesía. Pero, ¿qué significa en este caso “poesía”? Si, como afirma Judith Butler, “la violencia del lenguaje consiste en su esfuerzo por capturar lo inefable y destrozarlo, por apresar aquello que debe seguir siendo inaprensible para que el lenguaje funcione como algo vivo”[30], propongo que pensemos que poesía aquí es la apertura de un espacio que Zelko le abre a esas voces, atrapadas entre el silencio o la asfixia condenatoria, para que allí respiren y continúen vivas. Por ello nos cuenta Zelko, en una línea, en relación a Ivonne, la madre de Juan Pablo Kukoc, pero extendible a todos los libros que componen Reunión: “Cada vez que respiró pasé a la línea de abajo”. La puesta en página que transfigura el testimonio en poesía le ofrece a la palabra una nueva respiración que, sin perder la urgencia o el dramatismo, mantiene su jerarquía verso a verso. Frente a la concentración visual y discursiva que despliega la lógica mediática, repitiendo una y mil veces una misma imagen o un mismo conjunto de frases, la poesía en Reunión abre esas vidas, las multiplica por efecto del verso, de los cortes, por las rimas internas y por los sentidos plurales que se arman tanto horizontal como verticalmente.[31]

Temporalidades fuera de quicio

Hay tres reuniones en Reunión, lo que significa que hay diversos tiempos puestos en juego y que estos desempeñan un papel relevante en el proyecto.[32] En la primera reunión se construye una temporalidad a partir de la oralidad y el trabajo manual. La disponibilidad de la mano de Zelko propicia un tiempo urgente y lento a la vez, exhaustivo y atravesado por el cansancio muscular. La escritura se hace trazo y huella. Este pliegue temporal y primero, este cuerpo a cuerpo, es indispensable para que la ceremonia sea eficaz en términos performativos, para que el testimoniante perciba el compromiso con la situación que pone en acto Zelko. Es aquí, como afirma Claudia Bacci que “quienes testimonian lo hacen con sus capacidades de reinterpretación y autocrítica, de expresividad afectiva y corporal, desde su participación en la comunidad discursiva que define a esos hechos como parte de la trama de historia-memoria que los involucra, en diálogo con otras/otros y como parte de colectivos sociales con perspectivas políticas específicas en marcos sociales que los interpelan, mientras transcurren etapas en sus vidas cotidianas y proyectos”.[33] El testimoniante se transforma en una voz singular-plural.

La segunda reunión es la ceremonia pública y barrial que reúne a nueve personas en ronda. La figura del círculo recupera aquí imágenes de larga duración ligadas a la afectividad y al juego. Reunirse alrededor del fuego, pasar la infusión del mate de mano en mano formando un círculo, o juegos de larga duración tales como “La ronda de la batata”, el “Juan Pirulero” o el “Pañuelito”, por citar unos pocos ejemplos de juegos que se concretan a partir de la ronda y que acuden de inmediato a nuestra memoria afectiva. En relación a los juegos, en su texto “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, Giorgio Agamben establece una conexión entre el “rito” y el “juego” vinculada al tiempo histórico. Mientras que el rito fija y estructura el calendario, el juego lo anula y lo destruye. Sostiene que numerosos juegos tienen su origen en ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales, adivinatorias. Pero mientras en los actos sagrados se conjuga mito y rito, en el juego solamente se mantiene el rito y no se conserva más que la forma del drama sagrado.[34] La ronda propuesta en Reunión no apela a la trascendencia, más bien la destruye para fundar un tiempo-ahora que se da sus propias reglas. La figura del círculo funciona como recorte y pliegue en relación con un afuera, y es, por supuesto, la imagen de un mundo otro o, más bien, de posible, que se concreta en un ahora.

Hay un aspecto más para señalar en torno a la ronda. ¿Por qué son nueve y no diez sillas? ¿Por qué un número impar y no par? Sin intenciones de proponer lecturas esotéricas, mi hipótesis es que el número nueve marca una ausencia y es la del propio Zelko, que durante estas lecturas se mantiene fuera del círculo. Así como en la reunión Zelko renuncia a su propia palabra, en esta segunda sustrae su propio cuerpo. Se trata, en la reunión íntima y la reunión pública, de procedimientos que buscan asegurar la palabra de quien testimonia y, al mismo tiempo, la menor intromisión del artista. La tarea de Zelko, reitero, no es la del portavoz, un malentendido posible teniendo en cuenta la naturaleza social de los poemas-testimonios, sino, como afirmé anteriormente, la del intercesor, o mejor aún, la del facilitador de situaciones.

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Finalmente se produce la tercera reunión a través de nuestra lectura. Sin imágenes, solo palabras, el resultado final pone en crisis la potencial dimensión exhibitiva de Reunión, pues: ¿qué mostrar de este proyecto en un museo?.[35] La tercera temporalidad que funda aquí es la de la lectura. Impedidos de los registros sonoros o fílmicos, como lectores, somos invitados a aceptar la morosidad que los versos nos imponen y recorrer palmo a palmo las vidas allí contadas. Como si Reunión exigiera de nosotros la misma intensidad de escucha desplegada en las etapas anteriores.

En los debates en torno al arte relacional hay dos posturas claramente enfrentadas. La de Nicolas Bourriaud y la de Claire Bishop. El primero piensa el arte relacional como una suerte de espacio en que se ensayan nuevas formas de relación no permeadas por una sociedad cada vez más instrumental; mientras que Bishop sostiene, un poco en respuesta a Bourriaud, que ese modelo supone como premisa una subjetividad transparente.[36] El proyecto Reunión, en el que la relacionalidad ocupa un lugar fundamental, no es fácilmente adscribible a ninguna de esas posturas. Reunión no apunta a exhibir las consecuencias de una sociedad instrumental sobre las relaciones interpersonales, ni mucho menos apunta a exhibir la no transparencia en las relaciones humanas. En sus diferentes etapas, desde las más poéticas del comienzo hasta las más politizadas de sus últimas ediciones, Reunión no persigue una veridicción de alguna hipótesis preliminar. El carácter testimonial deshace los regímenes de verdad/mentira o transparencia/opacidad. La palabra hablada, escrita y leída funciona en un registro testimonial-performativo que narra al mismo tiempo que construye. Los testimoniantes toman la palabra –una palabra en ocasiones ignorada hasta por ellos mismos, otras veces marginada o silenciada, o simplemente guardada a la espera de ser articulada- pero esa toma de palabra también posee, como de algún modo lo hemos venido afirmando, un carácter autopoiético. Narrar en torno a la propia identidad o sobre lo que ha sucedido y lo que se desea implica no solo convocar al pasado y al futuro sino, además, dotar de una estructura narrativa a la experiencia. El testimoniante emerge de ese encuentro como un narrador-poeta.

Visto en su totalidad, el dispositivo Reunión es simple y complejo a la vez. Trabaja a partir de restricciones y distancias. Veamos. Zelko no habla ni participa de la ronda. Desde esa “no participación” y desde la ausencia de imágenes construye parte de su densidad. El resto se juega entre la artesanalidad de su lapicera, que pone a prueba la velocidad de su mano, y la escansión del testimonio que se vuelve público y se rearticula, en una nueva respiración, en la cadencia del verso, que retorna insistente y que hilvana sus sentidos en y entre los enunciados. Como si esas palabras antiguamente enmudecidas o custodiadas, a veces desconocidas hasta para sus propios enunciadores, encontraran un nuevo enlace, un nuevo tiempo, una nueva interfaz plural y una nueva potencia enunciativa en la forma de la poesía. Entonces sí, luego de esa larga travesía, llegan hasta nosotros.

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Notas

[1] Para pensar en los lenguajes del odio y sus neutralizaciones literarias ver Gabriel Giorgi. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad.”, in Revista Transas (https://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad/)

[2] Todos los libros del proyecto Reunión se encuentran en: https://reunionreunion.com/

[3] Además de los poemas-testimonios, en las Temporadas participan: Juane Odriozola, Laura Ojeda Bär, Dana Rosenzvit, Guillermina Mongan, Diana Aisenberg, Ariel Cusnir, Mariela Gouric, Julián Sorter, Marina Mariasch, Alejandro López, Ana Gallardo, Ana Longoni, Andrei Fernandez, Andrés S. Alvez, Eva Grinstein, Juan Caloca, Leonello Zambón, Leticia Gurfinkiel, Marisa Rubio, Mauricio Marcín, Osías Yanov, Roberto Jacoby, Santiago Garcia Navarro y Silvio Lang.

[4] Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 114.

[5] Primera temporada. Buenos Aires, 2018, p. 10.

[6] Ibid, p. 44.

[7] En el texto que Zelko escribe después del poema-testimonio del joven cubano Crespo, de la Segunda Temporada, Zelko exhibe en parte su deambular por una ciudad: “Santa Clara, Cuba. Acá está enterrado El Che. Es la ciudad que liberó cuando bajó de la sierra. Esa conquista confirmó que la revolución era un hecho y que las tropas revolucionarias podían empezar su caravana triunfal hacia La Habana. Camino por una plaza. Hay mucha gente joven. Es jueves a la tarde. Los jueves a la noche, la nueva generación de la trova cubana se junta a cantar en un bar que se llama El Menjunje. Todavía faltan unas horas. Entro al bar. Tiene un patio grande y paredes de ladrillo sin revocar. Detrás de mí aparece un hombre muy alto, muy flaco, con rastas muy largas, muy pocos dientes, y muy borracho. Crespo. Él se ocupa de la movida. “Tú, eres mi hermano”, me dice, y me encaja entre las manos una botella de gaseosa rellenada con el ron que fabrica el Estado. Nos sentamos en la fila de adelante. Van pasando los músicos. Canciones íntimas y ácidas que cuentan cómo es vivir en esta isla hoy. Muchos de los que cantan están censurados por ser socialistas. Todo el mundo se acerca a Crespo. Lo saludan, le agradecen, es la sustancia del lugar. Se hace tarde y hay que irse. Caminamos al Malecón sin agua, una plaza que queda a dos cuadras. Nos sentamos en las escalinatas de una iglesia. Somos unas 30 personas. Hay varias guitarras. Crespo todo el tiempo me abraza y me dice “Tú, eres mi hermano”. Con mucho acento en la U. Me sigue presentando a cada persona que pasa. Nos ponemos a hablar de arte con unos rastas. Les cuento de Reunión. Crespo me dice que él quiere hacer su libro, que tiene unas historias para contar. Dudo. Me cuesta mucho entender lo que dice. Casi no pronuncia las consonantes y habla con la boca muy abierta. Imposible transcribirlo. Le digo que si quiere probamos, pero que nos tenemos que encontrar al día siguiente bien temprano porque a la tarde me voy de la ciudad. “¿Te vas a poder levantar?”, me pregunta”, p. 8.

[8] Octavio Paz, Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012, p. 23.

[9] “Teoría de la deriva”, en Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte. Madrid: Literatura Gris, 1999, p. 50.

[10] “Alberto Greco: del espectáculo de sí al conceptualismo atolondrado”, en Alberto Greco ¡qué grande sos! Marcelo Pacheco, María Amalia García (org.). Buenos Aires: Museo de Arte Moderno, 2016, p. 113.

[11] Sobre La familia obrera escribí en Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época. Buenos Aires: Libraria, 2017.

[12] Primera Temporada, op. Cit., p. 58.

[13] Como postula Jacques Rancière: “Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es atendida como palabra, apta para enumerar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta”, en El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

[14] La definición de “intercesor” es la de alguien que intercede por otro. Giles Deleuze, en diálogo con Antoine Dulaure y Claire Parnet, sostiene lo siguiente: “Lo esencial son los intercesores. La creación son los intercesores. Sin ellos no hay obra. Pueden ser personas –para un filósofo, artistas o científicos, filósofos o artistas para un científico–, pero también cosas, animales o plantas, como en el caso de Castaneda. Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, incluso aunque sea imperceptible. Tanto más cuando no lo es: Félix Guattari y yo somos intercesores el uno del otro.”, publicado originalmente en (L’Autre Journal, n.º 8, Octubre de 1985, entrevista con Antoine Dulaure y Claire Parnet.

[15] En la Primera Temporada, los poemas-testimonios de los niños son cinco. Me permito establecer una conexión con el libro de Valeria Luiselli Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas, un trabajo de difícil definición, como el de Zelko, pero que cuenta su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración en New York como traductora del cuestionario de admisión al que son sometidos los niños indocumentados que cruzan solos la frontera desde México hacia Estados Unidos. El libro comienza así: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”. Esa es la primera pregunta del cuestionario de admisión para los niños indocumentados que cruzan solos la frontera. El cuestionario se utiliza en la Corte Federal de Inmigración, en Nueva York, donde trabajó como intérprete desde hace un tiempo. Mi deber ahí es traducir, del español al inglés, testimonios de niños en peligro de ser deportados. Repaso las preguntas del cuestionario, una por una, y el niño o la niña las contesta. Transcribo en inglés sus respuestas, hago algunas notas marginales, y más tarde me reúno con abogados para entregarles y explicarles mis notas. Entonces, los abogados sopesan, basándose en las respuestas al cuestionario, si el menor tiene un caso lo suficientemente sólido como para impedir una orden terminante de deportación y obtener un estatus migratorio legal. Si los abogados dictaminan que existen posibilidades reales de ganar el caso en la corte, el paso siguiente es buscarle al menor un representante legal”. En este caso, es el Estado el que pregunta, y exige una respuesta acorde, sobre el “quién eres”, en Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas). México: Sexto Piso, 2018. p. 9. Por otra parte, destaco lo que apunta Judith Butler: “Creo que podemos ver que esta pregunta atraviesa debates contemporáneos sobre multiculturalismo, inmigración y racismo. Es una pregunta que cambia su tono y forma dependiendo del contexto político en el cual es movilizada. Así, por ejemplo, puede ser preguntada desde una posición de supuesta ignorancia (“eres tan diferente de mí mismo que no puedo entender quién eres”), o puede ser formulada como una invitación a la escucha de algo inesperado y con el objetivo de revisar las presuposiciones culturales o políticas del sí mismo, o incluso cambiarlas drásticamente”, in Judith Butler, Athena Athanasiou. Desposesión: lo performativo en lo político. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2017, p. 95.

[16] “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, in Ideología. Un mapa dela cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura, 2005.

[17] El libro se compone de un total de 13 poemas-testimonios ofrecidos por: Roxana (Guatemala), Ahmed Moneka (Irak), Almendra Reina (México), Njoud Aghabi (Jordania), Norma (México), Leonilla (México), Ceyla Willy Valiente (Miccosukke), Andrés «Kiki” Puntafina (Cuba), Carlos (Venezuela), Delbert Zepeda (El Salvador), Jessica Collins (Estados Unidos), Roland Jackson (Haití), Alex González (Guatamala). El libro se completa con reflexiones de Sayak Valencia, Alba Delgado, Verónica Gago y Amarela Varela.

[18] El poema-testimonio de Maritza, una mujer trans, resulta elocuente desde el comienzo y exhibe la pregunta por el “qué te ha sucedido”: “Yo tengo todo el cuerpo marcado / toda la piel / todos los ataques / todos los golpes que recibí / los puedes ver / los puedes tocar”. Poco más adelante, Valeria, otra de las testimoniantes, se encarga de testimoniar su punto de fuga: “Y un día / corriendo en el parque / me encontré aquí una comadre / una amiga que conocí cuando yo era una sexoservidora / y empezamos a ir a correr juntas al Flushing Park / por la mañana / con mucho frío. / Ella me quería alejar de la soledad / y me dijo, “Oye” / aquí cerca dan unas clases de Zumba / gratis / ¿por qué no vamos”? / Llegamos y veníamos con medio de entrar / pero entramos y estaban todas las luces apagadas / todo a oscuras / nomás el proyector se veía / y nos gustó / bailamos y bailamos y bailamos y bailamos”, p. 37.

[19] La Bestia (también conocido como El tren de la muerte) es el nombre de una red de trenes de carga que transportan combustibles, materiales y otros insumos por las vías férreas de México, sin embargo este no solo transporta materias primas sino que también es usado como un medio de transporte por migrantes, principalmente salvadoreños, hondureños, mexicanos y guatemaltecos, que buscan llegar a Estados Unidos. Los puntos de acceso a la ruta de La Bestia desde la frontera sur de México eran Tenosique (Tabasco) y Ciudad Hidalgo (Chiapas) pero en el 2005 el huracán Stan destruyó las vías y ahora el trayecto de 275 kilómetros hasta la ciudad de Arriaga deben realizarlo a pie, este termina su recorrido en Tamaulipas, Sonora o Baja California.

[20] Participan y comentan en la edición ampliada: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[21] En este caso los comentadores son: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[22] Aquí comentan: Soraya Maicoño, Pilar Calveiro, Claudia Briones y Eli Sánchez Alcorta.

[23] Boero, María Soledad.” Voces y mundos que resuenan. Apuntes sobre el vínculo entre lo sensible y lo político a partir del “procedimiento” compuesto por Dani Zelko. El caso Lof Lafken Winkul Mapu”. Mimeo, 2019, p.7.

[24] Esta es la información que el libro ofrece en la segunda página: “Razib, Afroza y Elahi son migrantes. Nacieron en Bangladesh, viven en Madrid. El 26 de marzo, en medio de la crisis por el Covid-19, Mohamed Hossein, un paisano suyo, murió en su confinamiento después de llamar durante seis días a los sistemas de salud y emergencia. Ningún médico fue a atenderlo, ninguna ambulancia lo fue a buscar, hablaba poco español. Desde entonces, junto a otras organizaciones migrantes y sociales, están armando un movimiento por la lengua, exigiendo traducción oral obligatoria en centros de salud, escuelas, juzgados, oficinas del Estado. Interpretación ya para entender lo que les dicen, para hacerse entender, para vivir en su lengua.”

[25] Es interesante, además, pensar cómo el último trabajo, Lengua o muerte, puede ser leído en clave alegórica como cifra del proyecto Reunión.

[26] En el sitio web hay imágenes de algunos testimoniantes del libro Terremoto. El presente está confuso y de Ivonne, la mamá de Juan Pablo.

[27] Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011, p. 14.

[28] Luego del poema-testimonio de Montaña, en la Primera Temporada, Zelko escribe: “Ningún encuentro se graba. Escribir fue mi grabador. Se me cansaba bastante la mano y ese cansancio funcionaba. Se hacía visible que las dos partes éramos indispensables para que los poemas queden en papel, se hacía evidente que estábamos entregados a la situación. Funcionábamos como una energía común. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido”, p. 33.

[29] Con esos relatos, los que surgen como resultados de los viajes y los más políticamente direccionados, Zelko imprime fanzines que entrega a cada una de las personas a las que escuchó para que ellas puedan regalarlos, lo que les permite apropiarse de esa palabra entregada primeramente, luego organiza una ceremonia de lectura con nueve participantes congregados en un círculo de nueve sillas en el que uno o varios leen de los fanzines lo que le contaron a Zelko. Cuando culmina esta etapa, se imprimen libros que compilan los textos de los fanzines, informaciones de los encuentros y textos de lo que Zelko llama “portavoces”, sujetos afines a los autores originales que pueden, eventualmente, “representarlos” en futuras rondas de lectura, además de textos de artistas, activistas e investigadores.

[30] In Lenguaje, poder e identidad. España: Síntesis, 1997.

[31] El procedimiento comienza y termina en lapso breve. Que sea así resulta esencial para el tipo de proyecto que es Reunión porque puntúa la urgencia y comenta los circuitos de información puestos en juego.

[32] Zelko lo enuncia de este modo luego del poema-testimonio de Diana, compilado en la Primera Temporada: “en cada instancia de esta obra, se abre una nueva distancia. Yo y lo que digo: una distancia. Yo que te escucho: otra distancia. Yo que escribo lo que escuché: otra distancia. Parece un mecanismo intrínseco y ontológico de cómo funcionan las obras, de las posibilidades de distancias que abre una obra. Distanciarse del propio yo, del lugar donde uno está, de algo que sintió, de su voz”, p. 20.

[33] Subjetividad, memoria y verdad: Narrativas testimoniales en los procesos de justicia y de memoria en la Argentina de la posdictadura (1985-2006). Tesis de Doctorado. Universidad de Buenos Aires, 2020, p.15.

[34] Agamben, Giorgio. “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, en Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001.

[35] Una de las formas de mostrar ha sido la lectura en ronda de los textos pero realizada por otras personas a los que Zelko denomina “portavoces”.

[36] Ver especialmente Nicolas Bourriaud. Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006, Claire Bishop. “Antagonism and Relational Aesthetics”, en October, Vol. 110 (Autumn, 2004); y Claire Bishop. Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship. Londres, New York: Verso, 2012.

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Cine y literatura sobre Malvinas. Maternidad, imaginación y restos en «La forma exacta de las islas»

Por: Luciana Caresani

 Imagen: La forma exacta de las islas (Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, 2012)

¿Cómo pensar las Islas Malvinas, un lugar del cual tenemos muchas más imágenes literarias que cinematográficas? En este texto, Luciana Caresani indaga en los vínculos entre la literatura y el cine sobre la guerra de 1982 a partir del documental La forma exacta de las islas (2012), dirigido por Daniel Casabé y Edgardo Dieleke. Un film que retoma dos novelas clave sobre el tema: Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill escritor conmemorado en estos días al cumplirse diez años de su muerte– y Las islas de Carlos Gamerro. A su vez, se trata de un documental que permite reflexionar desde una nueva perspectiva el lugar de la mujer, la imaginación y los cuerpos en el arte sobre Malvinas.


La falta de imágenes atractivas sobre la guerra de Malvinas, vistas desde el punto de vista de su narrabilidad, ha despertado una imaginería sobre las islas en donde la escritura tiende a escapar de ellas de forma intuitiva, dice Patrico Pron. Las pocas imágenes que hay, arrastran el reclamo publicitario de la dictadura y el nacionalismo argentino que hizo posible la guerra (2018)[1]. Y hasta el día de hoy, los cruces entre las palabras y las imágenes sobre Malvinas siguen teniendo lugar en la literatura y el cine.

Islas imaginadas. La guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos es el libro de Julieta Vitullo que traza un recorrido teórico por las ficciones sobre el conflicto que cuentan una guerra de la que está ausente la épica. En el mismo año de la publicación del libro, o gestados casi de manera simultánea, allá por el año 2012 (en coincidencia con el 30° aniversario de la guerra), los cineastas Daniel Casabé y Edgardo Dieleke estrenaban la película La forma exacta de las islas, su segundo trabajo juntos tras Cracks de nácar (2011). Esta vez, se trató de un documental sobre la guerra de Malvinas que tendría a la misma Julieta Vitullo como co-guionista y protagonista del film. La forma exacta de las islas es una obra singular, un relato fragmentado que aborda de manera novedosa varios aspectos: en primer lugar, la pregnancia del espacio y de la belleza del paisaje de las Malvinas, tópico escasamente explorado en la cinematografía previa sobre el tema. Y en segundo lugar, y quizás este sea el elemento más novedoso del film, es que el personaje protagonista que hilvana la narración de los hechos es una mujer, la propia Julieta Vitullo, que en sus dos viajes a las islas recoge tanto una experiencia de duelo propia como la de excombatientes y de otras personas que se vinculan, de una forma u otra, con el espacio de las islas. Y aunque los motivos de regreso de cada uno no sean los mismos, el eje central del film es el tema del retorno, las diversas maneras de volver físicamente o imaginando al espacio de las islas.

En este documental, son varios los espacios y tiempos a los que se remite en un ida y vuelta recurrente que atraviesa toda la narración y que se van alternando en un montaje paralelo. Por un lado, diciembre de 2006: el primer viaje que la investigadora y escritora Julieta Vitullo realizó a las Islas Malvinas para ver cómo era el espacio que se construyó en la literatura y el cine argentinos, los temas de su tesis de doctorado. Sin embargo, el trayecto de este primer viaje (filmado con la cámara personal de Julieta con el objetivo de registrar material para su futura película) cambiará cuando conozca a Carlos Enriori y Dacio Agretti, dos excombatientes argentinos que pelearon en la guerra y que regresan a las islas con otro objetivo: encontrar sus antiguas posiciones en lo que quedó del campo de batalla y dejar una cruz en el lugar de los hechos en donde perdieron a dos de sus compañeros.

Por otro lado, noviembre de 2010: el film nos presenta otra categoría de imágenes más actuales registradas con una cámara profesional que pertenecen a un segundo viaje a las islas en el que se embarcará Julieta Vitullo como co-guionista del film junto con los propios directores, Daniel Casabé y Edgardo Dieleke. En el medio de estas dos temporalidades de los viajes de 2006 y 2010 aparece, casi de modo fantasmal, el viaje emprendido por los excombatientes en 1982 y que será el puntapié inicial de todos los viajes de retorno a las islas en los años posteriores.

El film se presenta como una suerte de juego de palimpsestos, un entramado de capas hipertextuales de citas que refieren a otras citas y así sucesivamente. A diferencia de una tradición documentalista que enfatiza una tesis pre-establecida de antemano, o que ordena la narrativa ante los diferentes sucesos, aquí los directores han hecho uso de las voces en off para “contaminar” aún más el material. Dicho en palabras del propio Dieleke, esto “agrega una capa más de ficción. Uno no sabe a veces quién habla, quién es el protagonista o quién lleva el relato en la película y eso tiene que ver un poco también con la noción de verdad, que es algo importante para la categoría de documental o de ficción” (García, 2014).

Finalmente, entre las citas que aparecen en la película figuran dos referencias clave de la literatura sobre Malvinas (que a su vez serán extensamente analizadas en el libro de Julieta) y que son de especial interés para pensar La forma exacta de las islas en un diálogo permanente entre cine y literatura: se trata de Los pichiciegos (1983) de Rodolfo Fogwill y Las islas (1998) de Carlos Gamerro. Pero no son estas las únicas menciones que irán apareciendo a medida que avanza el relato. A través de las voces en off de los directores y de una actriz que lee los diarios de Julieta, se incluyen también los diarios de viaje de Charles Darwin y fragmentos del libro Islas imaginadas.

Las islas desde el universo femenino

Tal como sostiene Martín Kohan, tanto la guerra de Malvinas como su literatura son parte de ese gran entramado histórico en el cual la guerra es el mito de origen que funda una idea de Nación (2014). Pero el punto clave es que el arte literario en torno a dicho conflicto (a diferencia del género testimonial) operará a partir de una inversión, o mejor dicho, de una carencia: es la ausencia de una épica nacional en torno a Malvinas el motivo que hará de ella su propio principio constructivo. Así, para narrar lo que fue esa guerra la literatura ensayó largamente en el sinsentido[2]. Y si hay un antes y un después en la narrativa sobre Malvinas que vino a dinamitar los cimientos de una mitología de la identidad nacional argentina, abriendo la vertiente posible de un contrarrelato de la guerra es ni más ni menos que Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill. Escrita en 1982 y publicada en 1983, la novela cuenta la guerra a partir de la sustracción: sus protagonistas son los “pichis”, un grupo de soldados argentinos y algunos ingleses desertores que no son héroes ni antihéroes, sino pícaros que quieren pasar desapercibidos para zafar y sobrevivir. Viven debajo de la tierra, creando así un mundo subterráneo (“la Pichicera”) en paralelo al espacio de la guerra y en donde rige otro tipo de valores. Los Reyes Magos, que en vez de tres son cuatro, son los que mandan. Para subsistir, intercambian bienes con los soldados ingleses, o llevan cosas robadas a la Pichicera. Su único objetivo, lo que los une, es el espíritu de supervivencia.

El propio Fogwill definió a Los pichiciegos como una novela homosexual: una obra sin presencia de mujeres, sin testigos femeninos. “La única mujer que aparece es la Virgen María y aparece como una… como una aparición” (Kohan, 2006). Se trata de las “monjas aparecidas”, una clara referencia a las dos monjas francesas detenidas y desaparecidas por el genocida Alfredo Astiz durante la dictadura argentina. En el resto de la novela, en cambio, las mujeres a las que se alude a través de relatos son objeto de un deseo sexual difícil de concretar después de la guerra: «-Pidió que yo me la cogiera diciéndole que ella era una oveja! […] Y le hablo del frío y vuelve a calentarse y a calentarme y […] a pedirme que me la coja diciéndole que ella era… ¡un macho! ¡Diciéndole y pensando! […] ¿están todas locas las minas en Buenos Aires?» (Fogwil, 2012). Las mujeres también son las únicas que saben pelar el pichi o peludo, el bicho ciego que vive debajo de la tierra haciendo cuevas y del cual heredan su nombre los pichiciegos.

Ahora bien, en este juego de referencias cruzadas que se elabora en la película La forma exacta de las islas, la única cita que se hace de Los pichiciegos remite, dentro de ese universo masculino, a la figura maternal:

No hubo pichi al que no oyera alguna vez decir “mamá” o “mamita”. […] Alguno habrá pensado en la madre […], pero cuando decían “mamá” o “mamita”, despiertos o dormidos, no habrían estado pensando en la propia madre […]. Era la palabra madre nomás. […] Mamá de frío, de contento, mamá de calor, mamá de sueño (Fogwill, 2012: 131).

La referencia a la “madre” que no es necesariamente la madre propia, es una referencia a la palabra, al lenguaje. Un giro meta-lingüístico que conecta la idea de la madre al verbo y que nos hace pensar en la lengua de origen. Ya que la lengua primeramente aprendida por un ser humano se denomina, justamente, la lengua materna. Y es más, la figura materna asociada con la Madre Patria también se vincula con el imaginario nacional que funda la guerra: “De la nación, lo único que los pichis conservan es la lengua”, dirá Beatriz Sarlo al analizar la novela de Fogwill (1994).

Lengua, madre, origen: la guerra y la cercanía con la muerte nos devuelven a ese estado primitivo de vulnerabilidad, de necesidad del primer cuidado y protección vividos en la infancia. Y se pueden encontrar muchos otros ejemplos de ello a lo largo de la novela: ante una vibración fuerte que hace caer piedras por el tobogán de entrada a la pichicera, algunos pichis dicen “socorro” y otros “mamá”. En las trincheras, los hombres que sobrevivían temblando de miedo a encontrarse con una bajada de helicópteros de repente gritaban “mamá” o “monjitas queridas” sin razón. Y hacia el final, en las sesiones de terapia en donde Quiquito (el único pichi sobreviviente) rememoraba una y otra vez la misma batalla, “sentía esas ganas de gritar ‘mamá’ que comentó en otras sesiones, pero callaba”. La mujer asociada a la figura maternal también aparece en el imaginario del mismo personaje, cuando le confiesa a su terapeuta (el narrador) que desearía ser un malvinero con una casita en el campo, de madera, con tejas y “una mujer rubia petisita, de ojos claros, con chicos, que tejiera pulóveres, y tener perros”.

“Ni una sola mujer viajó a Malvinas” y la “limpieza de la dictadura fue una tarea de machos”, dice el personaje de Fausto Temerlán en Las islas de Carlos Gamerro. La frase de Temerlán podría extenderse también a las ficciones sobre Malvinas que Julieta Vitullo analiza en su libro[3]: son escritores varones, personajes varones, relatos de varones. “La guerra se constituye como una zona reservada al universo masculino; es el universo masculino por excelencia”, dice Vitullo (2012). Allí donde la autora describe una narrativa literaria con predominancia de hombres, pensando en el cine sobre Malvinas, agregaría a la lista: cineastas varones, guionistas varones, actores varones, excombatientes reales varones[4].

Porque si hay un aspecto singular en la literatura y en el cine sobre esta guerra, es la escasamente explorada mirada femenina del conflicto. Leída desde el presente, tampoco se puede dejar de pensar en que posiblemente, La forma exacta de las islas sea la única obra sobre Malvinas cuya protagonista es una mujer: la propia Julieta Vitullo, que viaja dos veces a las islas buscando respuestas. De hecho, la cita que se hace de Los pichiciegos en la película, y que refiere a la figura de la madre, se resignificará a partir del conocimiento de la experiencia de maternidad frustrada de la protagonista. Se trata de la pérdida de Eliseo, el bebé concebido en el primer viaje de Julieta en las islas y que falleció a pocas horas de nacer. Esta explicación del motivo real del viaje de retorno a Malvinas por parte de Vitullo se encuentra casi al final del film, en donde Julieta, tras filmar cámara en mano a Carlos Enriori y Dacio Agretti en 2006 recorriendo Puerto Stanley y los lugares en donde tuvo lugar el campo de batalla, se filma reflejada frente a un espejo. En ese momento el plano queda congelado y Julieta, creadora de su propio archivo personal sobre Malvinas, se incluye también a sí misma. La imagen femenina duplicada de Julieta como quien registra y se incorpora a una narrativa de los hechos es una metáfora que se conecta, a su vez, con la idea del duplicarse, de volverse dos, a partir del embarazo. Y allí la voz en off femenina narra: “Solo en estas islas cabe la última entrada de mi diario, escrita en 2006, pocas semanas después de volver al continente: ‘Si un día vuelvo a Malvinas ya no seré la misma. No seré una, sino dos. Viviré mi maternidad con felicidad y será dulce la espera. Volveré con un hijo concebido en esas islas. Quizá cuando crezca él decida visitar ese lugar’. En el momento de cerrar ese diario no sabía que ese viaje no se realizaría. Al menos no así, porque mi hijo, Eliseo, moriría a pocas horas de nacer. Sin embargo, seguirá conmigo su memoria y esa ficción feliz ligada a mi viaje a las islas”[5].

Esta idea de una ficción feliz se vincula con la anécdota relatada por Julieta en donde, tras contarle a una amiga que haría un film en memoria de Eliseo, ésta le pregunta si su hijo, en la película, vive. Tras lo cual Julieta le responde que no, porque es un documental. Pero sin embargo, Julieta rescata: “como uno puede crear un montón de cosas en una película es tentador ese final”. En un juego autorreferente de los límites entre el género documental y la ficción, en el epílogo final del film hay una escena que abre con el título: “Primer día de rodaje. 2 abril de 2007”, y la voz en off  de unos de los directores dice “Así empezaba nuestra película”. Allí vemos el acto en la Plaza San Martín conmemorando el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas y a Julieta, entre la gente, tomando notas. Segundos después, mientras camina junto a los directores por las calles de Buenos Aires, Julieta ríe emocionada al sentir la primera patada en su vientre de Eliseo. El cine, de esta manera, con su ir y venir a través del tiempo, permite recrear algo de ese pasado feliz que quedó inscripto en el plano.

También hay un salto que va de lo personal a lo colectivo en la experiencia de la protagonista. Una voz en off narra la historia de una familia que perdió a sus seis hijos en una plaga de 1855 en Stanley. Se describe la foto de una madre con su hijo muerto en brazos de un pequeño libro que Julieta compró en su primer viaje a las islas, documentando esas pérdidas a partir de las lápidas del cementerio. En la búsqueda por cerrar su duelo, Julieta recorre sola (en su segundo viaje) espacios públicos como el Museo de Puerto Stanley, el cementerio argentino de Darwin y los cementerios británicos militares y civiles del lugar. De esta forma, la joven hilvana su drama personal con el de los excombatientes y otros habitantes del lugar que preservan experiencias traumáticas asociadas al espacio de las islas. El film adquiere así la forma de un travelogue afectivo que, como dice Irene Depetris Chauvin, permite vincular una herida colectiva y un drama personal mediante un registro fragmentario y autorreflexivo (2019).

Imaginar, volver, recordar

“El hombre imagina muchas cosas, pero sobre todo islas”, dice Juan Villoro en “Lichtenberg en las islas del nuevo mundo”. “Los diarios de viaje están llenos de islas. Desde que existen los viajes, hay islas imaginarias e islas reales. Hay islas prisiones, islas voladoras, hay islas con tesoros escondidos, islas desiertas. Hay islas en las que se naufraga y de las que no se puede salir”, agrega Julieta Vitullo en Islas imaginadas.

“En mis sueños cada tanto vuelvo a Malvinas. Las islas de esos sueños no son nunca las que yo vi. Son lugares que se enrarecen a medida que el relato avanza”, dice Julieta en una entrada de su diario personal. Y piensa que la realidad del registro de las imágenes tomadas por ella en su primer viaje a Malvinas, empobrecen sus islas: “las Malvinas que yo vi, las que yo pienso, imagino y visito en sueños son más ricas, menos chatas”. El dispositivo cinematográfico como registro de un fragmento de la realidad, un registro del presente, da cuenta de la emanación de un referente, dice Barthes (2014). En la imagen fotográfica, extensible a la del cine, queda siempre una estela, el certificado de una presencia. Pero la potencia de la imaginación, y la historia de unas islas mucho más imaginadas que conocidas hacen que esas imágenes proyectadas puedan ser incluso más vívidas y potentes que las reflejadas en el plano[6].

Los directores de La forma exacta de las islas señalaron que “las islas son un lugar privilegiado para la imaginación de otros mundos y otras formas de vida. Son como un espacio utópico, de imaginación y de viajes. Incluso trabajamos con textos que toman a las islas como un lugar de ensayo para renovar un poco los cimientos de la civilización. La posibilidad de empezar de cero” (Casabé y Dieleke, 2014). Además de Los pichiciegos -en donde los pichis construyen una ética de supervivencia en ese nuevo mundo subterráneo paralelo al conflicto bélico- me gustaría detenerme en Las islas, de Carlos Gamerro. La novela cuenta la historia de Felipe Félix, un excombatiente de Malvinas que trabaja como programador informático y hacker. Félix es contratado por el magnate Fausto Temerlán para encontrar a los testigos de un asesinato cometido por su hijo en su empresa. La acción trascurre en 1992, diez años después de la guerra y a lo largo de la novela vemos las peripercias del personaje, que sigue en contacto con otros excombatientes. Malvinas también le dejó a Félix una marca permanente en su cuerpo: el golpe de un casco incrustado en la cabeza que le provocó una pérdida de la memoria.

Volviendo a la idea del destruir para refundar y crear de nuevo, en Las islas la metáfora visual más bella que ilustra esa idea es la maqueta de la capital de las islas de Ignacio (excombatiente amigo de Félix) quien cree que si se bombardeara Puerto Stanley hasta hacerla desaparecer se podría reconstruir Puerto Argentino a partir de su réplica en miniatura. Sin embargo, la maqueta gigante construida y retocada cada noche quedó congelada en el tiempo: recrea la ciudad de los días previos al comienzo de la guerra, cuando las islas todavía eran argentinas. Y es más, el deseo por terminar su proyecto ideal, de ensueño, hizo que Ignacio se enamorara tanto de su ciudad que la otra, la ciudad real, había dejado de importarle.

En Las islas la guerra de Malvinas no sucede en los hechos sino que es narrada a través de los recuerdos o relatos de los personajes. Y la forma de las islas, ese espacio imaginado, soñado al cual los excombatientes argentinos siempre vuelven, intenta ser recreado por estos de diversas maneras. En Gamerro, la forma de las islas se busca en la proyección de la película de Malvinas vista hacia atrás que hace Tomás, deteniendo el film en una imagen de algún día soleado de abril del ’82, cuando las islas eran todavía nuestras y el enemigo algo lejano. En las cicatrices de guerra acariciadas por hábito sobre las que se hicieron tatuar el contorno de las islas. En la figura similar al archipiélago en la pared descascarada del Hospital Borda que señala con la mirada Emilio, afásico por una bala incrustada en el cerebro. La forma exacta de las islas también está en el recuerdo de la lámina de cartulina de las Malvinas que Félix tuvo que hacer en sexto grado. En el videojuego de la guerra que Félix adulto diseña y juega, sin parar, con tal de ganar la guerra ahí.[7] En el sueño como un largo travelling flotante en donde Félix imagina soldados argentinos e ingleses muertos, erguidos y esbeltos salidos de sus cuevas que se mezclan acariciados por la mano del tiempo. Porque en Las islas, no es solo la memoria, la imaginación o el recuerdo del excombatiente lo que queda anclado en el archipiélago, sino también, y por sobre todo, un pedazo de sus cuerpos. Tal es la cita que se hace en La forma exacta de las islas de la pieza teatral homónima de Gamerro y que explica el origen del título de la película:

Las islas. El lugar de las respuestas. ¿Será por eso que todos soñamos con volver? A ver, es difícil de explicar, yo no volvería ni loco, pero sueño con volver. Dejamos un espacio preciso cuando nos fuimos, y al volver ya no encajábamos. Volvimos diez mil iluminados, profetas malditos, y por ahí andamos. Hablando un idioma que nadie entiende, haciendo como que trabajamos, jugamos al fútbol, acariciamos a nuestros hijos, cogemos, pero nunca del todo. En algún lugar sabemos que algo nuestro valioso e indefinible quedó enterrado allá. En sueños al menos todos volvemos a buscarlo. ¿Entienden? No es el criminal el que vuelve al lugar del crimen, es la víctima. Bajo la esperanza de cambiar ese resultado injusto que la dañó. Vayan a preguntarle a los ingleses, ¿cuántos se creen que quieren volver? Somos nosotros, los derrotados, los triturados, los que gritamos ‘Volveremos’ cada vez que hay alguien que nos escuche. ¿Alguien sabe cuántos días exactamente duró la guerra? ¿Nadie sabe? No es verdad que hubo sobrevivientes. En el corazón de cada uno hay dos pedazos arrancados. Y cada mordizco tiene la forma exacta de las islas (Gamerro, 2011).

La sensación del aislamiento del espacio insular, el sentirse cercado por agua en todas partes, habla también del aislamiento interior de cada uno de los veteranos. De hecho, el momento en que tiene lugar este fragmento en la película es durante la escena de una caminata entre risas por las calles de Puerto Stanley de los excombatientes que Julieta conoce en su primer viaje a Malvinas y con quien entabla relación. Pero en el montaje, la introducción de la cita de Gamerro hace que ese momento alegre se tiña de una carga melancólica. “Cada mordizco tiene la forma exacta de las islas”, dice Gamerro. Como dos pedazos arrancados de un mismo músculo, esta idea vinculada a la figura del corazón también se asemeja a la silueta del archipiélago de las Malvinas. Esto va en sintonía con el cartel de la película en donde aparece representada la forma de las islas con manchas de tinta en color rojo. Manchas como gotas de sangre que se desparraman desde la tierra hacia el agua.

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Pero la silueta no es exacta ni acabada, sino que se desdibuja en sus bordes, como la niebla del paisaje de las islas. Como en las manchas de un test de un Rorschach en la novela de Gamerro, en donde cada uno de los veteranos internados en el psiquiátrico veía lo que quería. La forma exacta de las islas, como se alude en el título del film, es justamente el intento por encontrar esa forma del recuerdo múltiple, diversa, contradictoria, lo más acertadamente posible. Pero como toda figura en la niebla mirada desde la lejanía, imaginada en sueños, cuando la queremos alcanzar, se desvanece. Pero, ¿qué son realmente las Islas Malvinas? ¿Cuál es la forma exacta que nos permitiría dar cuenta de ese pedazo de orgullo nacional herido, contradictorio por formar parte a su vez del final de una dictadura sangrienta?. La respuesta parecería estar en el epílogo del libro de Julieta, quien luego de estar en el lugar y leer toda la literatura sobre el tema, afirma: las islas son “un espacio en blanco que puede ser llenado con lo que sea que la imaginación dicte” (2012).

Hay cadáveres

En el film hay una escena registrada del primer viaje de 2006 por Julieta en la cual ella acompaña a Carlos Enriori al Monte Dos Hermanas para ubicar y marcar con una cruz el lugar en donde perdieron la vida dos compañeros de combate durante la guerra de 1982. Allí, Carlos se emociona y confiesa que la muerte de uno de sus compañeros es la que más lloró en su vida, ya que cada vez que lloraba, lo hacía por su compañero y por él mismo. “Parecía que yo me había muerto”, confiesa. El joven soldado que murió en combate se volvió un cuerpo sin vida en el espacio que también podría haber sido el de otro, ese cuerpo al que le tocó la muerte podría también haber tocado al cuerpo del sobreviviente. Dicho en otras palabras, ese cuerpo del otro (el del compañero fallecido) que está en mi lugar (dado que yo sobreviví) facilita el hecho de que pueda ponerme en el lugar de ese otro. Y de que en el interior de esa experiencia del trauma del sobreviviente quede un resto de muerte.

De esta escena son varios los puntos sobre los que deseo detenerme: en primer lugar, la presencia del rito funerario planteado por Robert Pogue Harrison y que retoma Gabriel Giorgi en su texto “Lo que queda de una vida: comunidad y cadáver”. En dicho pacto sepulcral, entonces, se marca la diferenciación entre el tiempo de la no-persona  (naturaleza, biología y materialidad orgánica) y el tiempo de la memoria social y cultural, en donde la “persona” (o el bios en sentido formulado por Agamben) incluye la memoria del muerto, el reconocimiento comunitario y su inscripción simbólica: el ser y figurar la vida que trasciende la propia finitud, más allá de la mera biología. Y es interesante pensar para el caso argentino con respecto a Malvinas la copresencia de dos tipos de muertes que tuvieron lugar en la misma dictadura cívico-militar pero cuya inscripción memorial se da en forma totalmente diferente: es la figura del combatiente argentino muerto en combate y cuyas huellas de sus cuerpos sin vida pueden inscribirse en una coordenada espacio-temporal precisa (el Cementerio de Darwin o el continente argentino) versus la figura del detenido desaparecido[8]. Estos últimos son “muertos sin cadáveres, cadáveres sin nombre, cadáveres fuera de lugar: los cadáveres sin lugar “propio” han asediado la imaginación política o latinoamericana (y, evidentemente global), y puntúan lógicas de la violencia del presente” (Giorgi, 2014). Una “política del cadáver” que tal como sostiene Giorgi retomando a la biopolítica de Agamben y a Butler, se trata de “destruir los lazos de ese cuerpo con la comunidad” y con sus lenguajes, sus memorias y sus relatos.

Era 1981 y Néstor Perlongher escribía en “Cadáveres” la enumeración poética más potente de la dictadura argentina, plagada de metáforas visuales crudas y realistas de las masas de cuerpos acumulados con el paso de los años sangrientos. En ese mismo poema, casi como en una premonición, como una suerte de adelanto de la poesía al mundo real, Perlongher escribía, un año antes de la guerra de Malvinas, la acumulación de la muerte en la vida cotidiana. Tiempo después el mismo autor escribiría otros textos sobre la guerra[9]. Son los años del horror. Hay cadáveres. Y los cadáveres de Malvinas se suman a los otros producidos por la misma dictadura.

En otro juego en donde la ficción se adelanta a la realidad, Fogwill escribe frenéticamente y en unos pocos días su novela sobre Malvinas. La guerra estaba terminando y sus palabras llegaron poco antes de que los primeros testimonios de los soldados argentinos arribasen al continente. En la última escena de la novela, el único testigo y sobreviviente de la Pichicera, Quiquito, se da cuenta de que la estufa con gas  de la Pichicera había matado a todos sus compañeros. Logra huir del lugar recogiendo todos sus recuerdos de la guerra. “Después, si lo recuerda bien, cree que lloró un poco”, escribe Fogwill. Y luego imagina en una de las imágenes más bellas de la literatura sobre Malvinas a la masa de cuerpos de sus compañeros fundiéndose con el paisaje de las islas.

Cuando empiece el calor y los pingüinos vuelvan a recubrir las playas con sus huevos, cuando se vuelva a ver el pasto y las ovejas vuelvan a engordar, la nieve va a ir derritiéndose y el agua y el barro de la nieve llenarán todos los recovecos que por entonces queden de la Pichicera. Después las filtraciones y derrumbes harán el resto: la arcilla va a bajar, el salitre de las napas subterráneas va a trepar y los dos ingleses, los veintitrés pichis y todo lo que abajo estuvieron guardando van a formar una sola cosa, una nueva piedra metida dentro de la piedra vieja del cerro (Fogwill, 2012: 155).

Otra vez, hay cadáveres. Cadáveres que se funden con el barro, la turba y la roca. Cadáveres de desertores unidos en el marco de la guerra por la materia: “La guerra de Malvinas pertenece a un orden de materialidad que es previo y fundante de toda posibilidad de relato sobre la guerra”, dice Sarlo sobre Los pichiciegos (1994). Cuerpos anónimos fusionados en una misma cosa. O como bien podría decirse en La forma exacta de las islas, son cuerpos unidos en las islas por una misma forma.

 

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[1] Patricio Pron escribe este texto explicando los motivos que lo llevaron a escribir su novela Una puta mierda (2007), una de las piezas literarias más magistrales sobre Malvinas de los años recientes. Allí, la farsa, el horror y el absurdo de la guerra refieren en buena parte a su imaginación narrativa infantil ya que en 1982 (año en que tuvo lugar el conflicto) Pron era apenas un niño. Además, Pron escribió su reciente Nosotros caminamos en sueños (2016), una versión corregida y ampliada de la anterior novela.

[2] Cabe destacar que el propio Kohan es autor de dos novelas claves vinculadas al asunto Malvinas: Dos veces junio (2002) y Ciencias Morales (2007), posteriormente adaptada al cine por Diego Lerman en La mirada invisible (2010).

[3] En el capítulo “En el nombre del padre” de Islas imaginadas, Vitullo señala que la duda inherente a la paternidad (a diferencia de la certeza de quién es la madre) contribuye a que la homologación del Padre-Patria mande a sus hijos a morir en la guerra. Además, Vitullo argumenta que en muchos relatos de la guerra de Malvinas se desdibujan las relaciones entre géneros para dar lugar a una economía que desplaza el cuerpo femenino en favor de la homosociabilidad.

[4] Son pocos los casos de películas argentinas sobre Malvinas dirigidas por cineastas por mujeres. A modo de ejemplo, podría mencionar Desobediencia debida (2010) de Victoria Reale o Teatro de guerra (2018) de Lola Arias. Para el caso de la literatura, se podría agregar Trasfondo (2012) de Patricia Ratto o Del sol naciente (1984) de Griselda Gambaro para el teatro.

[5] Tal como ha comentado Julieta Vitullo en una entrevista, el embarazo se relaciona con el proyecto de la película desde un principio. En esa experiencia tan íntima y dolorosa, la película, el embarzo y el hijo que perdió, todo está íntmamente ligado. Y en la decisión de compartir esa experiencia tan íntima, Julieta rescata ese pasaje de la dimensión personal a lo colectivo: “El documental está siendo visto por miles de personas, lo que me hace pensar que la historia de ese embarazo, que fue feliz y al mismo tiempo muy difícil, tiene una trascendencia que me supera. Para mí, que no creo en Dios, ni en la vida después de la muerte, esa idea es muy potente”. Véase: Herrera, Silvina. “Las reencontradas”. Página 12. 22 de agosto de 2014.

[6] Depetris Chauvin sostiene que “La forma exacta de las islas nos permite vincularnos con el espacio porque nos invita a recorrer vicariamente unas islas que no conocemos de primera mano pero cuyo contorno borroso se inscribe en nuestra memoria histórica, afectiva e inclusive escolar” (2019: 202).

[7] Como dice el propio Carlos Gamerro en un ensayo sobre su novela, el tópico del regreso a Malvinas aparece primariamente como forma de negar o redimir la derrota: “Volver, en el sentido más literal, es volver a invadir las islas, esta vez para ganar la guerra”. Véase: Gamerro, Carlos. “El eterno retorno”. Suplemento Radar. Página 12. 10 de junio de 2012.

[8] Un capítulo aparte merece la deuda por el reconocimiento de restos humanos de excombatientes argentinos fallecidos en combate que aún no han sido identificados y que ha sido materia de interés por parte de la Justicia argentina en los últimos años.

[9] Cabe destacar que Perlongher escribe El informe Grossman (s/d), un texto poético con referencias directas a la homosexualidad en Malvinas y escritos en la prensa expresando su postura en contra de la guerra: “El deseo de unas islas” (1982), “Todo el poder a Lady Di (1982) y “La ilusión de unas islas” (1983). Véase: Martinelli, Lucas. “Imaginería pornográfica de Malvinas en Néstor Perlongher”. Buenos Aires, 2016.

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Referencias

BARTHES, Roland. La cámara lúcida: nota sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós, 2014.

CASABÉ, Daniel y DIELEKE, Edgardo. “Casabé y Dieleke buscan ‘La forma exacta de las islas’ Malvinas en su filme”. Entrevista en Télam. 17 de julio de 2014. Disponible en: https://www.telam.com.ar/notas/201407/71458-casabe-y-dieleke-buscan-la-forma-exacta-de-las-islas-malvinas-en-su-filme.html

DEPETRIS CHAUVIN, Irene. “Travelogue afectivo y trabajo del duelo en un documental sobre Malvinas”. Afectos, historia y cultura visual: una aproximación indisciplinada. Depetris Chauvin, I. y Taccetta, N. ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Prometeo, 2019.

FOGWILL, Rodolfo Enrique. Los pichiciegos: visiones de una batalla subterránea. 1983. Buenos Aires: Interzona, 2012.

GAMERRO, Carlos. Las islas. 1998. Buenos Aires: Edhasa, 2013.

GARCÍA, José Luis. “La forma exacta de las islas”; el interesante reencuentro con Malvinas. Entrevista a Edgardo Dieleke. Cinestel. 17 de julio de 2014. Disponible en: http://www.cinestel.com/documental-forma-exacta-islas/

GIORGI, Gabriel. “Lo que queda de una vida: comunidad y cadáver”. Formas comunes: animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014.

KOHAN, Martín. El país de la guerra. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014.

¾¾¾ . “Fogwill, en pose de combate”. Entrevista a Rodolfo Fogwill. Revista Ñ. 25 de marzo de 2006.

PRON, Patricio. “Una puta mierda: intervenciones en el corpus de novelas sobre Malvinas”. El pasado inasequible. Desaparecidos, hijos y combatientes en el arte y la literatura del nuevo milenio. Blejmar, J., Mandolessi, S. y Perez, M. E. comp. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Eudeba, 2018.

SARLO, Beatriz. “No olvidar la guerra de Malvinas. Sobre cine, literatura e historia”. Punto de vista. Revista de cultura, año XVII, núm. 49, 1994, pp. 11-15.

VITULLO, Julieta. Islas imaginadas: la guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos. Buenos Aires: Corregidor, 2012.

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Del anime a las Ciencias Sociales, un camino hacia el estudio de Japón desde Argentina

Por: Valeria Rissotto[i]

Imagen: «Estados Unidos y Japón», Rissotto (2018).

 

“No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad”, nos plantea en este ensayo Valeria Rissotto, participante de la Diplomatura en Estudios Nikkei en 2018, y parte del equipo docente en 2019. Su lectura nos orienta más sobre una perspectiva posible para los estudios nikkei / niquey, desde su subjetividad como “no-descendiente”, para quien Japón llegó a su vida en forma temprana por el anime. Hoy Tokio es su lugar en el mundo para atravesar la pandemia 2020 y desde donde escribe estas palabras.


Figura 1 - Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Figura 1 – Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Que sea una imagen la que rompa la impasible página en blanco. Elijo esta. Una caricatura de la relación entre Estados Unidos y Japón. Los hitos históricos están marcados por la elección de la ropa. Geta y el tipo de zapatos que utilizaba la marina estadounidense en 1853. Pantalones de la Segunda Guerra Mundial. El ícono del “héroe americano”, nacido en 1941, y un kimono hecho a través de la técnica de bingata okinawense. Los peinados de los actuales mandatarios coronan las cabezas de mis personajes. El fondo es el recorte de un biombo namban. No lo elegí porque muchas veces los artistas retrataran en ellos la llegada de los extranjeros. Me gustó la metáfora de los “tiempos dorados” versus los “tiempos oscuros” como contexto para esta imagen. Intento, a través de la elección de un estilo inocente en el dibujo, crear un contraste entre lo aparente y lo histórico. No hay mejor forma de testear una primera observación que analizando sus condiciones de producción. Hasta ahí la explicación de esta imagen.

Me interesó la idea de trabajar con imágenes porque estas interpelan de manera inmediata. Apelan a las sensaciones, a las emociones, pero no están vacías de conceptos. Una imagen te gusta o te disgusta, y lo demás lo discutimos. Una imagen te incomoda, te interpela y ahí seguro que lo discutimos. Intento que mis imágenes sean complejas porque quiero decir algo a través de ellas. No creo que trabajar con imágenes sea menos productivo, o que sus bases sean menos válidas que el escrito académico. Todo depende de la perspectiva epistemológica, el marco teórico y el método del que se parta. Por eso elegí realizar lo que Linda Hutcheon, en su texto Teoría de las adaptaciones, llama adaptaciones: parodias, sátiras, homenajes. Géneros que incluyen la evaluación del autor. No es solo una representación, estoy analizando y argumentando. Por supuesto, lo hago a través de un determinado punto de vista.

A lo largo de este ensayo voy a hablar sobre lo que entiendo como perspectiva nikkei y a discutir por qué creo que es un buen lugar desde donde pensar Japón.

Posicionamiento epistemológico

Las imágenes acá presentadas son parte de mi trabajo final para la Diplomatura en Estudios Nikkei. En el primer módulo de este curso vimos algunas de las diferentes perspectivas con las que se realizan estudios sobre Japón. Japonismo, Japonología, Nihonjinron. Analizamos cómo, debido a cuestiones de influencias geopolíticas del conocimiento y culturales, estas teorías atraviesan nuestra percepción latinoamericana. Es decir, la forma en que accedemos y construimos nuestra idea sobre Japón está mediada por las teorías estadounidenses, europeas del oeste y japonesas más relevantes a nivel internacional. Como todo cuerpo de textos e ideas, estas corrientes no están libres de preconceptos y de los intereses políticos de su contexto de producción. Entonces, si quiero tener un acercamiento a Japón tengo que volver a las bases, retomar el consejo del querido Durkheim, y romper con el sentido común, y también con el sentido común académico que me atraviesa, sobre el país del sol naciente.

¿Cómo construir conocimiento autónomo, desde Argentina, libre de presupuestos erróneos? Deconstruimos las teorías, los imaginarios, los estereotipos. Desde Europa nos llegó la idea del exotismo y del misterio japonés. Los norteamericanos retomaron ese misterio para analizar, primero, al enemigo, luego, al discípulo ejemplar. La idea de inaccesibilidad extranjera a la esencia japonesa también resuena en algunos autores del archipiélago. Signos que se hacen conciencia y funcionan como anteojos que no siempre tienen el aumento adecuado. Creé estas imágenes eligiendo un posicionamiento epistemológico específico: la perspectiva nikkei.

Sabemos que la epistemología es esa parte “meta” de la ciencia. El estudio reflexivo del hacer científico. Desde qué lugar construimos conocimiento científico, cuál es la relación entre sujeto y objeto, cuál es el método más apropiado para responder una determinada pregunta, cuál es la validez de una teoría, son ejemplos de preguntas epistemológicas. Posicionarse epistemológicamente es elegir desde qué lugar interpretamos los fenómenos que nos interesan y desde qué lugar creamos textos sobre ellos. Como primera reflexión, nos reconocemos en nuestras interpelaciones. Ahora, tracemos una analogía.

Figura 2 - Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Figura 2 – Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Identidad nikkei

La perspectiva nikkei puede entenderse a través de la historia de la identidad nikkei en Argentina en la cual solo voy a ahondar lo necesario para explicarme (para saber más, consulta, por ejemplo, “Interpelación o autonomía” de Pablo Gavirati y Chie Ishida). A principios de los ochenta los nisei se encontraron atravesados por una doble interpelación, la de su país de nacimiento y la de Japón. Pero también sufrían una doble discriminación. En ambos lugares los trataban como extranjeros. Esto provocó que la primera generación de descendientes empezara a reconocerse en un espacio liminal. Un espacio con dos culturas, dos valores, dos sistemas de representación que podían utilizar.

Los nikkei fueron muchas veces víctimas de los estereotipos, los imaginarios y las representaciones provenientes de la interrelación entre las tres corrientes mencionadas y el contexto local. Este espacio intercultural resultó ser un punto privilegiado para observar los discursos que constituían la idea de lo “japonés” en Argentina. Este lugar de observación es el que ocupo cuando me posiciono en una perspectiva nikkei. Retomo el planteo que se dio durante la cursada; se trata de proponer un proceso de pensamiento. Situarse en el “entre” intercultural e interdiscursivo. Deconstruir los discursos, analizar las condiciones de producción de las propias ideas. ¿De dónde surgen mis presupuestos sobre Japón y sobre los japoneses? ¿Sobre la cultura otaku en Argentina? ¿Sobre la comunidad nikkei? ¿Sobre quienes practican ikebana o hacen origami?

Ansiando el reconocimiento de su interculturalidad, los nisei se adentraron en la construcción y defensa de una identidad autónoma, la identidad nikkei. Esta lucha tuvo su correlato en la creación y el hacer de instituciones específicas a nivel regional y local (la Convención Panamericana Nikkei en 1983, la creación del Centro Nikkei Argentino en 1985, la Federación de Asociaciones Nikkei en Argentina en 1994) y prosiguió con acciones de la siguiente generación (como El Proyecto Kinsei de CeUAN). De la misma manera que la comunidad nikkei llevó, y lleva, acciones específicas para lograr el reconocimiento de su categoría identitaria, también quien asume una perspectiva nikkei la elige con objetivos específicos.

Construyo conocimiento con el objetivo de crear algo autónomo, un saber local sobre Japón y sobre la relación entre nuestros países. La paradoja es que para ganar autonomía tenemos que reconocer los discursos que condicionan nuestra forma de entender el mundo. Podemos pensar al japonismo, la japonología y el nihonjinron como discursos. Los discursos, como materialidades de sentido, están en las novelas, en las películas, en las series, en las noticias, en los fanfic, en el fandom, en las comunidades y en nosotros. Me identifico con esto o aquello que aparece como lo japonés. Interiorizo esos imaginarios y se transforman en parte de mi subjetividad. Discursos que se hacen praxis e identidad. Soy, y somos, parte de esa comunidad que identifica en sí misma una interpelación fuerte con una cierta idea de Japón. Si elegimos una perspectiva nikkei, reconocer esto es la primera parte del proceso.

Elegiste un tema de estudio que se puede encasillar en “Estudios japoneses” o “Estudios nikkei”, estás leyendo sobre Japón, te interesa, ves anime, leés manga, jugás al Mario Bross o al Zelda, comés sushi, ramen, mochi, querés ir a Japón, leés a Murakami, tenés amigos con tus mismos intereses, conociste a tu pareja en un evento del fandom, cuando pensás en tus valores morales se te vienen Goku o Serena a la cabeza hablando del amor, la amistad, la perseverancia, etcétera. Recordemos: la epistemología estudia la relación entre el sujeto y el objeto de estudio. La identificación con ciertos presupuestos que crean la “idea” del objeto de estudio es parte de esta relación.

Figura 3 - Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Figura 3 – Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Subjetividad y conflictos

Al igual que el devenir de la identidad nikkei, la perspectiva no está exenta de conflictos. El primero es el propio nombre, utilizado por un/a descendiente que realiza estudios sobre la comunidad no hay problema aparente. ¿Pero, por qué yo, como no-descendiente de japoneses, utilizaría la palabra nikkei con la misma libertad? Dentro de la comunidad existe un debate latente sobre a quién aplica la categoría y qué variables se consideran cuando se piensa qué constituye lo nikkei. ¿Es solo una cuestión sanguínea? A medida que las instituciones se fueron abriendo al público en general, descendientes y no-descendientes se encontraron compartiendo algunos espacios, actividades, intereses y experiencias. Dirigentes del Colegio Nichia Gakuin comenzaron a utilizar el término “nikkei de corazón” para denominar a esas personas, sin ancestros japoneses, que compartían la doble identificación con Japón y Argentina. Sin embargo, la idea de integrar(nos) utilizando el mismo término no es algo que todos en la comunidad acepten y, sin dudas, como categoría identitaria de un grupo minoritario, los argumentos en contra de la ampliación del sentido se respaldan en razones entendibles.

Vuelvo a la cuestión de la identificación. No creo que haya posibilidad de absoluta objetividad ni en la investigación científica ni en ningún tipo de producción. Elijo una perspectiva con la que converjo ideológicamente, con la que me identifico. Mientras escribo este ensayo estoy sentada en el living de la casa compartida, en Asakusa, Tokyo, en la que vivo hace dos meses. Desde enero que estoy en Japón con una visa Working Holiday. Viajé sola durante 40 horas, dejando a mi compañero, que se suponía me acompañaría en abril si la pandemia no se hubiese extendido por el mundo, mi trabajo y proyectos varios. Vine para tener otro acercamiento al “Japón real”. En realidad el que yo creía que era el Japón “más” real, el de la vida cotidiana. Este es el impacto de una interpelación con “lo japonés” que empezó con Sailor Moon a mis nueve años y prosiguió a lo largo de toda mi vida, constituyéndome. Esta que soy yo, reconociéndome en mi identificación con “lo japonés” desde mi argentinidad, hace investigación en ciencias sociales, crea imágenes y escribe ensayos como este. No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad. Elegir una perspectiva nikkei como posicionamiento para estudiar la relación entre Argentina y Japón, o sobre Japón, no solo me permite construir conocimiento local y ubicarme de forma de evaluar las formaciones discursivas que subyacen a los presupuestos sobre Nipón, también me da la posibilidad de reconocer mi propia subjetividad como parte de esta construcción.


[i] Es Profesora  y Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social (FSOC/UBA). Diplomada en Estudios Nikkei. Especializanda en Estudios Contemporáneos de América y Europa (UBA junto a Univsersita di la Sapienza y di Camirino). Maestranda en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Quilmes.

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Nachleben del bingata. Vuelta a la vida de la cultura visual okinawense

 

Por: Manuela Trejo Arakaki[i]

Imagen: «Desfile del Centenario de la Inmigración Okinawense (2008). Kimonos bingata en primer plano», de Silvina Gottschalk.  

 

Aquella vez, en 2008, que los colores del bingata en los atuendos de baile okinawense desfilaron por la Avenida de Mayo, tal vez se inició una nueva etapa histórica en la comunidad nikkei argentina. El imaginario de “Japón en Buenos Aires” no representa lo que allá se entiende como la cultura del Imperio Nipón, sino que está teñido por las tonalidades del otrora Reino de Ryukyu. En este artículo, Manuela Trejo Arakaki abre el Dossier «Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina», dirigido por Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, con una -bellamente escrita- iniciación al estudio del bingata como soporte de la identidad uchinaanchu.

 


 

El bingata no pasa desapercibido: el color estalla en su punto más alto de saturación y cristaliza su fuerza cuando se recorta sobre la tez maquillada con blanco de las bailarinas. Es puro color, imposible de eludir con la mirada; un estímulo amarillo enmarcando el ensamble de formas que luchan entre sí para mostrarse en la estridencia. Es vital, vital. El ushinchi* no es una prenda: es el traje ceremonial del baile de la corte, encierra en su materialidad el sello de la opulencia, la distinción, la exclusividad. Todo aquello irradiando extático en el movimiento pausado pero continuo del cuerpo y la tela, ofreciéndose a los dioses. Sobre la gran extensión amarilla —como un fondo bizantino, habilita un espacio supraterrenal donde los símbolos habitan juntos, pero unidos no por los elementos naturales sino porque forman una dimensión ideal— van derramándose, desde arriba, en los hombros de aquellas mujeres, primero los árboles y el viento, después las plumas de los pájaros que caen enredados en los helechos, quizás, sobrevuele un faisán de cinco colores, resabio de una antigüedad sumida bajo el poder de China, el Imperio Celeste.

Okinawa, isla subtropical del Océano Pacífico, situada al norte de Taiwán, al este de China, al sudeste de Corea y al sur de Japón, casi de forma equidistante; hoy perteneciente a Japón, pero en la antigüedad supo ostentar el nombre de Reino de Ryukyu. En este kimono bingata se siente el clima caliente y húmedo de esa tierra, el mar y el cielo, que todos juntos hacen brotar el magma dulce de las piñas, suavizadas apenas se tocan con las flores de durazno. Y de repente, la calma. Hay un vacío que nos hace respirar, aunque el aire sea denso y cargado de sol. Porque a la altura del suelo se encuentra el mar, las olas turquesas jugando como rulos van escalando en los tallos largos de los lirios, que son verdes porque están vivos, y que coronan cada uno una flor roja, blanca, rosa. Irrigan los campos de cultivo, esbozados como cuadrículas, al igual que el kanji* ‘ta’. Por último, asoma el rojo desde el interior del kimono, inyectando la sangre, golpeando junto con cada pulsación de la cuerda del sanshin*.

Una vuelta a la vida del Reino de Ryukyu, en aquel kimono. El bingata es un textil que se remonta al siglo XV, momento de la unificación del Reino de Ryukyu (1429-1879). Durante estos siglos la isla constituyó un enclave comercial de intercambio con diferentes zonas del sudeste asiático, con la subsecuente penetración de diferentes productos culturales que incidieron en las tradiciones locales. El bingata germinó en ese momento, a partir de la confluencia de saberes provenientes de otras regiones con las técnicas y las formas de Ryukyu. Este textil se realiza a través de un sistema manual de teñido sobre patrones, que representan de manera idealizada la flora y la fauna okinawense. Las figuras se agrupan y se expanden sobre un fondo liso, a menudo de color, como si estuviesen sustraídas del espacio terrenal y vueltas a resituar en un plano ideal. Se ubican en relación al medio circundante al que pertenecen, permitiendo la coexistencia de capas expresivas y formando así diferentes escenas en una misma tela. El cuadro que presentan no es narrativo sino que crea un entorno supraterrenal que eleva a los elementos hacia un hábitat cargado de significación. En sus orígenes, los colores y las figuras designaban el estatus social y estaban fuertemente regulados por la corte de Shuri —antigua capital del reino—, subsistiendo hasta su abolición junto con la familia imperial y su corte. La antropóloga Sumiko Sarashima y su minucioso estudio sobre el bingata, nos ofrece una perspectiva diacrónica de este arte superviviente: a lo largo de la historia de Okinawa —desde la incursión de Satsuma (1609), pasando por la anexión como prefectura japonesa en la era Meiji (1879) y su proceso de absorción formal al imperio— se conservó como una producción tradicional y autóctona de la región sin parangón con otras técnicas textiles japonesas.

Sin embargo, en el siglo XX apareció una tercera potencia en la arena: la milicia norteamericana. A partir de la Batalla de Okinawa en 1945, la isla sureña cayó bajo su dominio y comenzó un derrotero de disputas imperiales, sometiéndola a los intereses estratégicos políticos y militares de los gobiernos japonés y norteamericano. Desde 1952 hasta 1972, la prefectura de Okinawa quedó bajo la administración fiduciaria estadounidense. Al enfocar sus esfuerzos en una rápida recuperación económica luego de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno japonés había dejado en manos norteamericanas la función de defensa, motivada en parte por el estallido dos años antes de la Guerra de Corea. Sin embargo, si bien Japón recuperó la soberanía de las islas del sur en 1972, aquellos enclaves militares no fueron desterrados de Okinawa. Se denomina “problema de Okinawa” a esta presencia residual pero activa de la ocupación militar norteamericana, que se remonta al contexto de la Guerra Fría y que aún hoy constituye una fuente de tensión entre el Primer Ministro y el gobierno de la prefectura.

Nueva vida para el bingata

"Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967". Fuente: Flickr.

«Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967». Fuente: Flickr.

A través de los sellos postales y souvenirs destinados a las familias de los militares estadounidenses que moraban en las bases, el bingata resurgió en soportes novedosos. Fue un momento de grandes cambios estructurales, entre ellos se comenzó a tejer una imagen exótica y paradisíaca de Okinawa. Tal como señalan los estudios de Mike Perez acerca del turismo, la administración norteamericana en la isla realizó una operación deliberada sobre la “identidad”: se retornó al nombre oficial de Ryukyu y se reforzaron las particularidades culturales regionales —también en el periodo Edo, el gobierno central de Japón estableció un reglamento estricto acerca de cómo debían vestir las caravanas provenientes de Ryukyu en su visita anual a la corte: su función era resaltar el exotismo de aquella cultura—. Este programa tuvo la intención de acrecentar la brecha cultural entre Okinawa y Japón. En palabras de Rancière, la relación de interdependencia entre las esferas de la política y la estética determina la reconfiguración del reparto de lo sensible, haciendo visible aquello que no lo era. En estos años se crearon espacios para el despliegue de las danzas, la música y las artes visuales: se revitalizó el arte de la era del Reino, marcando un punto de inflexión en el retorno a la identidad uchinaanchu (okinawense). Esa estratagema de la administración norteamericana fue eficaz porque caló en un deseo latente, el deseo de reivindicar como propio un pasado esplendoroso y único; tuvo un efecto tangencial que sus actores capturaron, para movilizar la reconstrucción de su historia colectiva.

En 1973, Okinawa es devuelta a Japón. Pero un rasgo sobrevivió: la estandarización de la cultura visual, folclórica, de Okinawa, se consolidó como estrategia económica, vinculada al turismo como fuente privilegiada —y deseable— de ingresos[ii]. La activación del turismo como principal atractivo de la isla necesita de esta delimitación concreta de la “diferencia cultural” para recrearse y ofrecerse como producto. Sin embargo, esta cultura visual, en el recorrido que realizan sus imágenes al ser enviadas al mundo, es también aprehendida por la comunidad uchinanchu de ultramar (los migrantes y sus descendientes asentados en diferentes partes del mundo) y resignificada en su discurso imaginario. Esta estrategia política y económica termina materializándose en un corpus visual que trasciende la instancia nacional. ¿Cómo se pasa de una imagen emitida desde el gobierno central de Japón, imagen reificada de Ryukyu y su pasado mítico (pre anexión como prefectura), de una isla tropical pacífica, hasta la apropiación por parte de la comunidad uchinanchu transnacional de esas imágenes, resignificándolas como una matriz en común, susceptible de albergar la memoria colectiva?

La apropiación que realiza la comunidad uchinanchu transnacional de la imagen del bingata, aporta un elemento importante de identificación que refuerza la cohesión de sus miembros dispersos globalmente. Desde su origen en el Reino de Ryukyu hasta su desmaterialización en la era digital, esta forma se activó en sus diferentes etapas como un vector formativo de identidad comunitaria. La comunidad uchinanchu recuperó la imagen del bingata entramándola en su corpus visual de representación como comunidad. El estatuto visual es importante porque permite sortear el salto de la traducción. Por el carácter transnacional de la comunidad las diferentes lenguas dispersan una posible cohesión, y en esa torre de Babel la imagen se inscribe como vehículo del saber. La imagen ocupa el lugar del logos. Se independiza de su soporte y emerge de los intersticios que se abren en el entrecruzamiento de las culturas, erigiéndose como una visión resistente: el retorno a las prácticas sensibles de Ryukyu funciona como asidero en un contexto que despojó al sujeto de lo simbólico —la pérdida de la lengua uchinaguchi, de los nombres propios, de la historia—. Más aún, ese soporte queda latente en la imagen, porque es aquella potencia de su materialidad la que sigue inyectando el atributo de la sacralidad en todas las producciones posteriores; porque es necesario ese punto de contacto con el Reino de Ryukyu para validarlo como elemento de la memoria colectiva. Como postula Stuart Hall, la identidad no es una esencia sino una ficción que se construye, sin por ello perder eficacia: reafirmando su distancia con Hondou*, Okinawa puede validar su cultura autóctona regional y resignificarla. Aparece en sus dos dimensiones: la imagen bingata —en cualquier material, incluso digital— inmediata y su cuerpo en potencia, aquel que en la memoria fue un símbolo de la realeza y que, por lo tanto la activa como forma identitaria —idéntica, igual a la función original—. Cuando el lenguaje no es una puesta en común, lo visual es una dimensión que permite estructurar la cultura.

El caso de la inmigración japonesa en la Argentina tiene la particularidad de presentar un porcentaje mayor de okinawenses respecto a los inmigrantes provenientes de la isla principal de Japón. En este sentido, las representaciones que fueron configurando una cultura visual local de esta comunidad, provienen de dos instancias: primero, de la gran cantidad de inmigrantes okinawenses que se instalaron en el país y, segundo por aquel plan de revitalización de las raíces ryukyuenses que comenzó en el periodo de administración norteamericana y continuó luego de la “reversión” de Okinawa a Japón, también como un programa sistemático. El textil vehiculiza la tradición okinawense porque interpela directamente a través de un saber colectivo, las formas —de la flora, la fauna y la mitología— y sus colores típicos calan en un imaginario construido como tal a partir de la segunda posguerra. La naturaleza ficcional de ese proceso no implica la pérdida de verosimilitud con su referente: es el uso del pasado histórico del Reino de Ryukyu como lugar de anclaje, como instancia que permite apelar a un sustrato mítico, y como tal, maleable, de una identidad en formación constante. Esta identificación, visual en este caso, actúa cohesionando lo que en la modernidad implicó el fenómeno de las grandes migraciones, suturando la disgregación y aliviando de esta manera, la pérdida de un territorio donde agarrarse.

Nachleben: vuelta a la vida.

Nachleben der antike: la frase que signó el camino intelectual de Aby Warburg, su deseo puesto en la permanencia del pathos, aún luego de la tabula rasa cristiana; una corriente subterránea que irrigó la historia del arte occidental. Vuelta a la vida de la antigüedad pagana. Su obra disecciona en la diacronía ciertas imágenes que lograron vivir miles de años; nos señala con agudeza la permanencia, que unas veces se oculta pero que en otras épocas y otros lugares vuelve a desplegarse para instalar su presencia. La ninfa, el pathosformel o modelo de sentido que Warburg identificó como la prueba de un paganismo antiguo que resiste su muerte, habita solo en la tradición occidental europea. Sin embargo Warburg formuló algo más interesante: una lógica. Esto nos posibilita dar vuelta la pregunta por la recurrencia de las imágenes. Ellas no tienen vida propia, o no están dotadas de energía, incluso no portan la magia del arquetipo; el sujeto que las mira, sí. Habría que preguntar entonces, por qué los sujetos necesitan recurrir, nuevamente, a una misma imagen. ¿Cómo la dotan de energía?

El continuum que Warburg elaboró, nace en el paganismo antiguo y llega hasta nuestros días: una imagen —la ninfa— que no es más que una forma que condensa aquel pathos originario, y lo traslada investido, a través de diferentes épocas y sus diferentes concepciones universales. Esta imagen se encuentra en la superficie, porque ella misma es superficie, entonces ¿cómo se mantiene oculta, como opera a la vista de todos? La figura de la ninfa se enlaza con otros sistemas semióticos y produce nuevos sentidos. La vuelta a la vida de una forma, que nació hace siglos pero que en diferentes épocas volvió a activarse—cobró fuerza, es decir, volvió a ocupar un lugar privilegiado en la cultura visual de la sociedad— y, en otras épocas, se mantuvo dormida. Ese ocultamiento de sí misma tiene que ver con las posibilidades que habilita la forma y qué significados puede articular. Puede activar algo antiguo: la identidad ryukyuense, la construcción ficcional de los sujetos y sus representaciones culturales y artísticas. El bingata es la corte de Shuri, el apogeo del Reino, la prosperidad y los intercambios con las regiones asiáticas circundantes. Su mayor o menor circulación como imagen, su visibilización, su uso, no son azarosos. Carga en sí misma la potencia de ese legado que en última instancia significa: autonomía.

Esta imagen hace síntoma en el sentido que Warburg da a esta palabra. Pone en la superficie aquello que está oculto, rechazado de la experiencia del presente; desplaza algo del pasado aparentemente minúsculo, y lo saca a la luz como un elemento anacrónico. Ese presentarse de la imagen, tiene la fuerza de hacer chocar no solo espacialidades sino también temporalidades asincrónicas. El bingata comenzó su recorrido en el Reino de Ryukyu, pasó por Okinawa —la japonesa y la norteamericana— y ahora se presenta en la comunidad nikkei* uchinanchu. Genera una fricción y opera desde el interior de esa falla. Con-mueve las representaciones identitarias y les permite motorizar el proceso de reapropiación de su identidad. Hace síntoma porque atraviesa lo sensible (la cultura visual uchinanchu) e instaura allí algo del orden del deseo que permanecía oculto. El aplastamiento de la identidad okinawense por parte de los diferentes procesos de aculturación hizo mella en la historia, es decir, en la palabra; la dimensión visual del bingata posibilita y habilita otras formas de producción de conocimiento, de sentidos, de subjetividades.


[i] Licenciada en Artes (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey).

[ii] En los años veinte, el movimiento Mingei originado en Japón también realizo un esfuerzo por reposicionar el arte de Ryukyu. Sin embargo, su postulado era otro: más cercano a la polémica entre las Bellas Artes y las artes decorativas, derivada del movimiento inglés Arts and Crafts liderado por William Morris, que tuvo su correlato en Alemania con la Bauhaus.

Glosario

Hondou: islas principales de Japón.

Kanji: ideograma de la lengua japonesa, proveniente de China.

Nikkei: En principio: palabra que designa a los descendientes de japoneses alrededor del mundo. (NdE: Leer la introducción del dossier para una breve discusión al respecto. Por lo demás es el tema de discusión central de la Diplomatura en Estudios Nikkei).

Uchinaa: nombre de Okinawa en su idioma.

Uchinaaguchi: idioma de Okinawa.

Ushinchi: tipo de prenda que se usaba en los bailes ceremoniales, similar al kimono japonés.

Sanshin: instrumento musical de cuerdas característico de Okinawa, que fue introducido desde China alrededor del siglo XV. En la actualidad, se sigue utilizando tanto en la música tradicional, como también fusionado con otros géneros musicales.

Código Rosa y la ficción como refugio de lo prohibido

Por: Martina Altalef

Imagen: Luis Rafael Acosta y Gisela Martino

Martina Altalef reflexiona sobre los nexos entre literatura y política a propósito de Código Rosa (2015), de la periodista, poeta y narradora santafesina Dahiana Belfiori. Su trabajo se desprende de las conversaciones y líneas de discusión propuestas en el marco del seminario «Legalidades en disputa: el género en derecho y en literatura», dictado por Daniela Dorfman para la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Mónica Szurmuk y Gonzalo Aguilar dentro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la UNSAM. Para Altalef, los relatos de Código Rosa, que tematizan y narran la experiencia del aborto, todavía prohibida por la ley, encuentran en la ficción un refugio vital que los hace posibles.

El próximo lunes 27 de julio a las 18 hs se realizará el conversatorio “Decirlo todo: Literatura y tabú en el contexto del movimiento de mujeres en Argentina” del que participará la autora. La charla es abierta al público, con inscripción previa (cel@unsam.edu.ar).


Código Rosa (2015) es un libro conformado por diecisiete relatos breves escritos a partir de una materia prima colectiva: se trata de narrativas basadas en testimonios de mujeres que abortaron con misoprostol acompañadas por socorristas de la Colectiva La Revuelta, de Neuquén, Patagonia Argentina Wall Mapu. La autora de esta escritura es la periodista, poeta y narradora santafesina Dahiana Belfiori, quien es también socorrista y mujer que ha abortado. Belfiori, en un potente texto introductorio, narra el origen de este libro: hacia finales de 2013 las revueltas le propusieron ficcionar relatos fundados en entrevistas, realizadas durante 2012 y 2013, a mujeres que habían pasado por la experiencia del aborto medicamentoso en Neuquén con el acompañamiento de esta organización feminista.

De ese modo, estos relatos escritos para narrar una experiencia prohibida por la ley encuentran en la ficción un refugio vital que los hace posibles. La clandestinidad atraviesa Código Rosa en múltiples dimensiones y, mientras la penalización continúe signando la interrupción voluntaria del embarazo, será preciso leer estas narrativas a partir de ese atravesamiento. La prohibición de una práctica que, a pesar de todo riesgo habido y por haber, no deja de activarse produce en la atmósfera común a todos estos relatos la lógica del secreto a voces: ¨Neuquén entera sabe¨. Diversos modos de la complicidad social y afectiva juegan roles vertebrales en estos relatos. Es recurrente entre ellos una figura que con sutileza y simpatía conjuga esas complicidades de modo singular: el mozo del bar en el que se encuentran socorristas y socorridas con frecuencia, que como presencia silenciosa habilita el espacio para esos intercambios sin ocuparlo como interlocutor.

En ese sentido puede leerse, a su vez, la noción de ¨código¨ que da nombre al proyecto. Surge de una anécdota que provoca sonrisas tiernas y cómplices al interior de la obra y también entre sus lectorxs: alguna vez una mujer llamó a la línea telefónica de las socorristas de La Revuelta e inició la conversación preguntando ¨¿hablo con Código Rosa?¨. A partir de esa confusión productiva, Belfiori se pregunta

¿Por qué ¨Código¨? ¿Qué representaciones operan en torno al aborto y particularmente en torno a los socorrismos para que una mujer eligiera usar esa palabra en lugar de ¨Socorro¨? La palabra código designa un conjunto sistematizado de normas, reglas o leyes que requiere ser interpretado. Acaso los ¨Socorros Rosas¨ se constituyan en una especie de código mínimo pero vigoroso que regulariza aquello que sigue estando fuera de la ley (…) ¿Y por qué entonces la inmediata asociación con el espionaje?

 El código es aquí un sistema de signos interpretables solo por algunxs. Y eso se debe a que funciona como respuesta en un contexto de clandestinidad instalada por el estado y por la ley, clandestinidad que tiene valores y tradiciones muy específicas en la historia reciente de la Argentina. En sintonía, este código reúne también silencios, hace significar lo no dicho y lo no decible para darles una voz colectiva.

El prólogo de Selva Almada es también una narración testimonial y militante, que resalta la importancia de este proyecto como modo de hacer válida, vivible e incluso deseable la experiencia de abortar. Como una suerte de socorrista escrita, Código Rosa busca y exitosamente encuentra el objeto de que cualquiera que lo lea y pueda abortar sienta que no está solx, que la posibilidad de abortar es un derecho. Se trata de un libro que, como afirma el relato ¨Esta vez te toca a vos¨, rechaza la ley que obliga a gestar y parir, ignora la ¨maternidad compulsiva, obligatoria¨. El texto de Almada comparte la lógica de los relatos porque combina estas propuestas activistas con la narración de la experiencia de la autora respecto del aborto desde que ella era adolescente. Y también porque para hacerlo enlaza clase y género.

Código Rosa tiene una dedicatoria que en un mismo golpe lo abre y lo define como libro militante: ¨A todas las que abortamos y seguiremos abortando¨. Belfiori aclara de entrada que las mujeres no son las únicas que abortan, también lo hacen lesbianas, bisexuales, varones trans, no binaries. En este caso todos los relatos están basados en testimonios de mujeres heterosexuales porque son ellas quienes accedieron a participar de las entrevistas, tal como explica la autora. En Código Rosa, se intersectan múltiples categorías para caracterizar a las identidades protagónicas de cada relato: el género por supuesto, pero también la clase, la nación, la edad. Esta última es especialmente significativa. En varias instancias el libro denuncia cómo se puede ser demasiado joven para parir/abortar y se puede ser demasiado vieja para parir/abortar. Las protagonistas de estos relatos son mujeres performativamente adultas; algunas de ellas son muy jóvenes, adolescentes incluso, pero actúan socialmente y en el ámbito doméstico como adultas. No hay entre estos relatos subjetividades de niñas que experimenten abortos.

Nayla Vacarezza, en el epílogo titulado ¨Aborto, experiencia, afectos¨, sostiene que el momento de publicación de estas narrativas es un ¨presente donde el estancamiento legislativo convive con el impulso creativo del activismo y con una despenalización social cada vez más arraigada…¨. Esta descripción tan acertada de la actualidad exige ser dimensionada en etapas en la media década que nos distancia de aquel 2015 que vio nacer a Código Rosa. La legitimación social –y también, en cierto modo, legal si consideramos, entre otras medidas, las adhesiones al Protocolo ILE que se van efectivizando a lo largo del país– de las prácticas de interrupción del embarazo y la masividad de esa legitimación tienen otro tenor a partir de 2018. La distancia –relativamente breve– entre nuestro hoy y los presentes de estas narraciones existe y es significativa. El proyecto Código Rosa se incluye en una serie de militancias de larga data y su gesto activista es sumamente potente, rebelde y desafiante a la ley. Y sin duda alguna lo es aún más por haberse gestado antes de 2018. Código Rosa es en sí mismo un testimonio sobre las dinámicas de la militancia, el activismo político y la producción de conocimientos propias de lo contemporáneo, dinámicas que se entretejen permanentemente en el seno de los feminismos.

Ahora bien, estos relatos contienen un interrogante inicial que interesa porque ilumina nexos entre literatura y política: ¿cuál es el género de estas escrituras? Los diecisiete relatos son formalmente muy diversos y Belfiori se pregunta en el texto introductorio si era literatura lo que procuraba escribir. Vacarezza los llama ¨discursos¨ y afirma que la ¨experiencia social aporta a la discusión pública aspectos del problema que son irreductibles al discurso jurídico, al discurso médico, a las cifras estadísticas y también a la construcción de casos mediáticos¨. La ficción como discurso parece surgir en esta oportunidad para alojar lo irreductible de la experiencia de abortar en la clandestinidad. Cada una de las narrativas breves que conforman este libro está entre la literatura y otras formas de narrar. Se hilvanan entre sí gracias a la centralidad en todas ellas de experiencias de prácticas abortivas y gracias a la presencia intermitente pero decisiva de una voz que está dentro de los relatos y también orbitándolos: una voz narradora en la que se mezclan la autoría, las socorristas que acompañan, las protagonistas, lxs lectores, una voz feminista y colectiva. Esta voz trama los relatos, en su heterogeneidad, y les da un sentido sensible y militante. Siguiendo esa voz puede armarse una cadena sentir-pensar-argumentar en torno al aborto y específicamente en torno a su legalización.

El primer relato, titulado ¨No te quiero¨, comienza con un fragmento cargado de erotismo, en que el deseo destaca:

Es hermoso sentir la piel de su espalda bajo la presión de mis dedos. Me entretengo sobre la flor tatuada en la nuca justo debajo del nacimiento de su pelo largo, abundante, que huele a jazmín. Me marea su perfume y caigo en la flor. Abro mi cuerpo, ofrecida. Lo deseo con el estómago, con la boca, la lengua, los dientes. Muerdo su hombro derecho. Hago círculos en cada omóplato mientras él exhala en mi cuello los días a la orilla del río Limay (…) Es que el hambre tiene sus misterios y el cuerpo sus urgencias, esta que me aprieta a Marcelo, como aquella otra en que el deseo me sumergió en su río. Mora viene de ese deseo. De ese deseo vino lo que no quise.

Este primer relato pone de manifiesto la fluidez del deseo y deslinda el deseo sexual del deseo de maternar. A su vez marca el terreno en que se inscribirán todos los relatos del libro como una arena de infinitas posibilidades; estas historias no aceptarán restringirse obligatoriamente al horror, el sufrimiento, el arrepentimiento, la soledad.

Así, el dolor, cuando aparece, puede convivir con el alivio y la convicción de la decisión certera. ¨Salir adelante¨ es el relato sobre Camila, una mujer boliviana que vive en Neuquén. Tiene una estructura narrativa particular: comienza con dos apartados largos que contextualizan la experiencia de este aborto, narrados por una voz en tercera persona pero interna al relato, y continúa con una página -acaso la más bella del libro- escrita en primera persona y en itálicas, en que la voz narradora es la de Camila:

Yo había abortado en Bolivia una vez. Tenía dieciocho años, pero no sé si fue aborto o retraso porque en la farmacia me pusieron una inyección y me vino normal. No hubiera querido que me pase. Yo sé que me va a doler mucho toda la vida. No hubiese querido que sufra, capaz que algún día con él ni estemos juntos. Hubiera estado sola y con un hijo más. No hubiese querido que suceda eso. Uno más. Con mi hijo siempre sola, nunca me junté ni me concubiné. Siempre sola estudiando y con mi hijo con mi mamá cuando estaba en Bolivia. Voy a ir al control ahora, allí me trataron bien, me pusieron el DIU. Está bien eso, no está bien sentirse mal si abortás. Hay mujeres que quedan embarazadas seguido seguido seguido y tienen muchos hijos y no saben cómo mantener.

¨Salir adelante¨ también exhibe los quebradizos límites de la nación al contrastar la experiencia de dos abortos practicados en dos circunstancias muy diferentes y habilita interrogantes respecto de la ley -como herramienta nacional de control y/o de garantía de derechos- y sus alcances (otro relato cuenta ¨Para ella no es lo mismo Neuquén que el norte de la Argentina¨). El relato de Camila finaliza con una especie de nota en la que vuelve la voz narradora y practica una reflexión teórica, tal vez un pequeño gesto de crítica literaria, porque trae un poema de Adrienne Rich sobre el silencio.

¨Conocerse adentro¨ cuenta la historia de Lucrecia. Ella es trabajadora sexual y comienza un vínculo que considera ¨lindo¨ con un cliente. Al tiempo decide no darle curso a esta relación y tampoco a un embarazo que se produce en ella porque todo comenzó en el ¨bulo¨ y, según el relato, ese no es un buen origen para comenzar su historia de vida. Ella tiene una pareja que se llama Roberto, un varón violento con el que convive y que una vez practicado el aborto ¨se olvida¨ del pedido de Lucrecia de enterrar al embrión expulsado. Lucre fue violentada de muchas maneras durante casi toda su vida y narra algunas en este texto. Relata

A los dieciocho ya sabía lo que era la cárcel, el loquero, la droga, ser madre, la pobreza. Ser madre. Tengo tres hijos. Tengo veintiséis años. Nada para darles. ¿Qué les doy? ¿Una casilla de chapa y sin baño?

 En las palabras de Lucre, la maternidad obligatoria reclama el lugar que le corresponde entre una enumeración de instituciones sociales que domestican, castigan, silencian, violentan. Frente a ello, interviene la voz narradora para indagar en su propia imposibilidad para ponerle palabras al horror, imposibilidad que contrasta con la facilidad que tiene Lucrecia para hacerlo. A partir de eso la narradora se pregunta cómo a pesar de encontrarse por la experiencia de haber abortado, la diferencia de clase entre ella y Lucre hace que no haya puntos reales de encuentro entre ambas.

¨En la cocina¨ es el relato de Anabela, que está embarazada de más de catorce semanas cuando aborta. Por ese motivo, los riesgos para su salud y los posibles dolores durante la expulsión del feto son mayores. En este relato aparece otro tópico recurrente del libro que es la voluntad de contar la propia historia, la propia experiencia para ayudar a otras. Y aparece nuevamente la fluidez del deseo. Anabela, al enterarse de que cursa este embarazo, consulta con un médico que la atendió durante un embarazo anterior que perdió de manera espontánea y cuenta ¨Lo perdí naturalmente, y yo ahí lo deseaba, pero bueno, ahora no¨.  La protagonista relata que después de expulsar al feto sintió curiosidad y lo puso en un frasquito. Lo enterró porque no quería tirarlo a la basura. Al final aparece nuevamente la voz narradora para hablar de las reflexiones de las socorristas que acompañó este aborto y dice que Rosa

Está convencida de que nos rodea la locura, esa clase de locura que niega libertades, que induce a la culpa y al dolor innecesarios. Sin embargo, sabe que hay una locura más poderosa y creativa… el poder de la locura que resiste a los mandatos y el de los afectos alegres y comprometidos que se echan a rodar en cada camino así elegido.

La definición ambivalente de locura como deseable desobediencia a la ley, por un lado, y acusación permanente de no estar en pleno uso de las facultades mentales por elegir esa desobediencia, por el otro, es otra línea que Código Rosa nos propone recorrer.  Otro de los senderos productivos para leer el libro en su conjunto es el de aquello que no abunda en él. Si los discursos jurídicos, médicos, mediáticos conciben la decisión de abortar casi exclusivamente como producto de alguna violencia, Código Rosa desmonta el automatismo de esa asociación. La violación no aparece entre sus páginas como argumento principal a favor de la interrupción legal del embarazo, es decir, no abundan entre estos relatos las experiencias de embarazos producto de violaciones. Así sostiene, nuevamente, que los abortos se producen por el deseo de abortar. Esto no impide construir una trenza de denuncias contra esta forma de la violencia sexual tan característica de las sociedades patriarcales. La violación tiene una posición destacada en el libro porque es parte fundamental del núcleo del último relato. Allí el violador es un policía, agente directo de la ley, que también es golpeador y violenta psicológica y económicamente a la protagonista, madre de cuatro de sus hijos.

A lo largo de todas estas narrativas se enlazan hilos que los feminismos permanentemente buscan tensionar para politizar. Se trata de líneas que conjugan el encuentro de cuerpo, subjetividades y ley. Proliferan las frases nucleadas en el verbo sentir en primera persona del singular para expresar angustia, vergüenza, dolor y culpa, pero también alivio, alegría, amor; los sentimientos y los deseos en fluidez están en primer plano. También fluyen, salpican y chorrean estos relatos la sangre y las menstruaciones, la sexualidad y los embarazos. Entre ellos, encontramos pequeños códigos que, con variaciones, se repiten en todo el libro: expresiones que giran en torno a lo no decible que produce la clandestinidad, incluso cuando Código Rosa no teme en decir ¨aborto¨ con todas las letras. Este libro también puede leerse a partir de las figuras que acompañan a quien aborta: las amigas, las rosas (Rosa como figura es una y es plural al mismo tiempo), los varones. Del mismo modo puede recorrerse con la configuración de las maternidades y concretamente de las figuras de madres como guía. Finalmente, puede establecerse un mapa de los espacios donde se aborta con pastillas: la casa, la cocina, el cuarto propio – y no tanto -, los baños, los inodoros.

El libro en todas sus textualidades hace especial énfasis en el funcionamiento y en la eficacia de varios dispositivos de difusión y militancia: afiches, charlas, códigos (de los que se murmuran, esos secretos a voces), contactos (mejor dicho: redes), redes sociales, comunicaciones telefónicas. Las narraciones tienen como un origen posible el recorrido que orienta a sus protagonistas hacia el encuentro con las socorristas. También está conformado por ilustraciones que tienen la forma de retratos y procuran trabajar una mirada ¨respetuosa¨ de las subjetividades que aquí abortan. A ese respecto, es posible volver a la hipótesis de que aquí la ficción dice lo que de otro modo no se puede decir y preguntarnos ¿es extraña una forma de ficción, de literatura, de arte (que intenta ser) respetuosa?, ¿cómo se enlazan en este punto activismo y ficción?, ¿cómo es posible la ficción como herramienta, como modo de hacer política, como refugio de lo prohibido?

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Intimidad

Por: Lauren Berlant

Traducción: Julia Kratje y Mónica Szurmuk

Imagen: Brown, Joan (1964). Noel in the Kitchen [óleo sobre tela].

En este ensayo[1], publicado en 1998, Lauren Berlant, referente en los estudios del afecto, reflexiona sobre los parámetros de una intimidad pública. Se pregunta sobre la construcción de la idea de intimidad en la cultura y analiza cómo ciertas formas de lo íntimo reciben reconocimiento y aval público, mientras que otras son condenadas e invisibilizadas. En tiempos de pandemia y de aislamiento, vale la pena volver a leer este texto como una entrada plausible para pensar los modos en que hablamos sobre “estar en casa” y las experiencias que envuelven la intimidad.


“No pensé que fuera a pasar esto” es la epifanía secreta de la intimidad. Intimar es comunicar ahorrando signos y gestos; en su raíz, la intimidad tiene el don de la elocuencia y de la brevedad. Pero la intimidad también aspira a una narrativa sobre algo compartido, una historia sobre una misma y sobre los otros que va a terminar de algún modo particular. En general, esta historia está ubicada en las zonas de familiaridad y de confort: amistad, pareja, familia, y está animada por tipos de amor expresivos y emancipatorios. Pero la interioridad de lo íntimo está acompañada por un hacer público equivalente. La gente confía su deseo de tener “una vida” a las instituciones de la intimidad y espera que las relaciones formadas en el marco de esas instituciones lleguen a buen puerto y perduren, quizá a través de generaciones.

La percepción de “una vida” que se desarrolla intacta dentro de la esfera íntima reprime, por supuesto, otro dato: las inevitables disputas, las distracciones y las disrupciones que hacen que las cosas tengan resultados impredecibles. El romance y la amistad inevitablemente se topan con las inestabilidades de la sexualidad, con el dinero, con las expectativas y con el agotamiento, y producen, en el extremo, dramas morales de separación y de traición, junto con espectáculos terribles de abandono y de violencia donde aún persiste, quizá, el deseo. Desde principios del siglo veinte estas fuertes ambivalencias dentro de la esfera íntima han sido registradas cada vez por más instancias de publicidad terapeútica. Actualmente, en los Estados Unidos, las terapias saturan las escenas de intimidad, desde el psicoanálisis y los grupos de autoayuda hasta las conversaciones de mujeres, los talk shows y los géneros testimoniales.

La jurisprudencia también ha tomado en esta área una función terapéutica, particularmente en el modo radical en que reestructuran las formas de interpretar las responsabilidades en casos de abuso infantil y conyugal. Pero es el abuso sexual el que sigue siendo el más controversial de los cargos. La emergencia de la legislación del abuso sexual como remedio contra la sexualización no deseada de espacios institucionales evidencia con crudeza la amnesia alrededor de la cual convergen el optimismo y la impiedad del deseo. Una y otra vez vemos cuán difícil es adjudicar normas de un mundo público cuando también es íntimo, especialmente cuando se trata de la mezcla de relaciones instrumentales y afectivas de la colegialidad.

Estas relaciones entre deseo y terapia, que se han transformado en relaciones internas en el sentido moderno y mediático de la intimidad, nos dicen algo sobre ella: la intimidad crea mundos; crea espacios y usurpa lugares asignados a otro tipo de relación. Su potencial fracaso en la estabilización de la proximidad ronda siempre su persistente actividad, haciendo que los mismos apegos considerados muros de protección de “una vida” estén en un estado de vulnerabilidad constante aun cuando latente. Incluso desde este pequeño grupo de ejemplos y de escenas se evidencia que casi nadie sabe cómo construir intimidad; que todos nos sentimos expertos sobre el tema (al menos, respecto de los desastres de los demás); y que la fascinación masiva con respecto a la agresión, a la incoherencia, a la vulnerabilidad y a la ambivalencia de la escena del deseo intensifica la demanda por la promesa tradicional de felicidad íntima que puede ser satisfecha en la vida cotidiana de cada uno.

En efecto, las intensidades de estos múltiples dominios hacen que la intimidad sea un asunto especial. Este número de Critical Inquiry se ocupa del problema de cómo articular los modos en que las versiones utópicas y optimistas de la intimidad se topan con las prácticas normativas, con las fantasías, con las instituciones y con las ideologías que organizan los mundos de cada uno. Los ensayos aquí reunidos, cuyos casos atraviesan diversas disciplinas y dominios, varían ampliamente en cuanto a los registros críticos y retóricos que se adoptan para representar las continuidades y las discontinuidades dentro del campo de lo íntimo, observando sus impactos particulares en la conceptualización de la experiencia y de la subjetividad. Su búsqueda se orienta a entender las pedagogías que alientan a las personas a identificar el hecho de tener una vida con el de tener una vida íntima. Los ensayos rastrean los procesos por los cuales las vidas íntimas absorben y repelen las retóricas, las leyes, la ética y las ideologías de la esfera pública hegemónica, al mismo tiempo que personalizan los efectos de la esfera pública y reproducen cierta fantasía de que la vida privada es lo real en contraste con la vida colectiva: lo surreal, lo fuera de lugar, lo caído, lo irrelevante. ¿Cómo podemos pensar en las formas en que los apegos y afectos convierten a las personas en públicas, produciendo identidades y subjetividades transpersonales, cuando esos mismos afectos provienen de espacios tan variados como aquellos de la intimidad doméstica, de la política de Estado y de las experiencias mediatizadas de crisis disruptivas intensas? ¿Y qué tienen que ver estos encuentros formativos con los efectos de otros eventos menos institucionalizados, que pueden suceder en la calle, por teléfono, en la fantasía, en el trabajo, pero que rara vez alcanzan otro estatuto que el de ser un resto o un residuo? La intimidad nombra el enigma de este rango de afectos; más aún: plantea una cuestión de escala que vincula la inestabilidad de las vidas individuales a las trayectorias colectivas.

Por lo tanto, este replanteo de la intimidad se relaciona con el objetivo de entablar y deshabilitar un discurso prevaleciente en los Estados Unidos sobre la relación adecuada entre espacios públicos y espacios privados, tradicionalmente asociados con la división sexual del trabajo. Muchos académicos consideran que estas categorías constituyen formaciones arcaicas, como si fuesen legados de una fantasía victoriana sobre el mundo separado entre un espacio controlable (lo privado-afectivo) y uno incontrolable (lo público-instrumental). La fantasía, sin embargo, puede reducir la continua atracción del apego hacia esta división debido a que el universo discursivo descripto por lo público y por lo privado históricamente ha organizado y justificado otras formas de legalidad y de convencionalidad basadas en divisiones sociales (masculino y femenino, trabajo y familia, colonizador y colonizado, amigo y amante, hétero y homo, subjetividades universalizadas versus identidades racializadas y de clase). Una simple frontera puede reverberar y hacer que el mundo se vuelva inteligible, dando por sentado que las taxonomías espaciales, así como las públicas y las privadas, convierten a este grupo de asociaciones taxonómicas en hechos internos a la subjetividad ordinaria. Esta cadena de disociaciones proporciona una forma de concebir por qué tantas instituciones que generalmente no se asocian al universo del sentimiento puedan leerse como instituciones de intimidad.

Hay una historia sobre el advenimiento de la intimidad como un modo público de identificación y de autodesarrollo, a la que aquí solo puedo aludir brevemente. Jürgen Habermas ha argumentado que la idea burguesa de una esfera pública se apoyaba en la emergencia de una modalidad crítica del discurso público que formulaba y representaba los intereses de la sociedad civil en contra del Estado[2]. El desarrollo del ámbito público crítico dependía de la expansión de las instituciones de clase mixta semi-formales, como el salón y el café, la circulación de la prensa y el capitalismo industrial: así, la noción de esfera pública democrática convirtió la intimidad colectiva en un ideal público y social de fundamental interés político. Sin ello, no podría establecerse el papel crítico del público.

Se debía preparar a las personas para su función social crítica en lo que Habermas llama las esferas íntimas de la domesticidad, donde aprenderían (de novelas y de la prensa) a experimentar sus vidas interiores teatralmente, como orientadas hacia una audiencia. Esto quiere decir que la sociedad liberal se fundó en la migración de las expectativas de intimidad entre lo público y lo doméstico. Pero si el surgimiento y la expansión de las instituciones que generaron una intimidad en donde las personas participaban activamente se consideraba crucial para la política democrática, las instituciones que produjeron experiencias colectivas, como el cine y otras formas del entretenimiento, vinieron a mezclar las demandas críticas de la cultura democrática con el deseo de entretenimiento orientado hacia el placer. Mientras los aspectos no racionales e institucionalmente no categorizados de lo íntimo han sido (teóricamente) desterrados del ámbito público legítimo y democrático, el conocimiento del placer genera problemas para la racionalidad especulativa con la que se supone que debe proceder la conciencia crítica colectiva. Este desarrollo, junto con la expansión de públicos minoritarios que resisten o a quienes se les niegan las expectativas universales de intimidad colectiva, ha complicado enormemente la posibilidad de (e incluso la ética del deseo por) una esfera pública masiva general que se considere en intimidad consigo misma, tanto cultural como políticamente[3].

Sucede que la intimidad refiere a algo más que lo que tiene lugar dentro del ámbito de las instituciones, del Estado y del ideal de lo público. ¿Qué pasaría si la viéramos emerger de procesos de apego y afección mucho más móviles? Si bien las fantasías asociadas con la intimidad generalmente terminan ocupando el espacio de la convención, en la práctica la pulsión hacia ella es una especie de cosa salvaje que no necesariamente está organizada de esa manera, quizá tampoco de ninguna otra[4]. La intimidad puede ser algo móvil y desafectado de un espacio concreto: un impulso que, a través de prácticas, crea espacios a su alrededor. Los tipos de conexiones que impactan en las personas y en aquello de lo que dependen para vivir (si no para tener “una vida”) no respetan siempre las formas predecibles: naciones y ciudadanos, iglesias y fieles, trabajadores en el trabajo, escritores y lectores, los que cantan canciones de memoria, personas que todos los días sacan a sus perros o nadan a la misma hora, fetichistas y sus objetos, maestros y estudiantes, amantes de las series, amantes del deporte, oyentes que explican las cosas de una manera manejable (en la radio, en conferencias, en las pantallas de televisión, en línea, en terapia), fanáticos y celebridades; yo (o usted) podría seguir dando muchos más ejemplos. Se trata de espacios producidos a través de relaciones: las personas y las instituciones pueden regresar repetidamente a estos espacios para producir algo, que no se piensa como historia en su sentido convencional, memorable o valorado, y que tampoco es “algo” de valor positivo.

Vista de este modo expansivo, la intimidad genera una estética, una estética del apego que no tiene formas inevitables o sentimientos anexados.[5] Aquí es donde entran las ideologías normativas, cuando ciertas relaciones expresivas son promovidas a través de dominios públicos y privados –amor, comunidad, patriotismo– mientras otras relaciones, motivadas, por ejemplo, por los “apetitos” son desacreditadas o simplemente pasadas por alto. Los deseos contradictorios marcan la intimidad de la vida cotidiana: la gente quiere simultáneamente estar agobiadísima y ser omnipotente; ser cariñosa y agresiva; ser reconocible y pasar desapercibida. Estas energías antagónicas se despliegan en las zonas íntimas de la cotidianidad y pueden ser reconocidas en el psicoanálisis, pero en general no son vistas como intimidad sino como un peligro para la misma. Del mismo modo, los deseos de una intimidad periférica a la pareja o a la narrativa de vida que esta genera no tienen tramas alternativas, y ni hablar de las pocas reglas y espacios estables de la cultura en donde ser cultivados y esclarecidos. ¿Qué pasa con la energía del apego cuando no tiene un lugar designado?[6] ¿Qué pasa con las miradas, con los gestos, los encuentros, con las colaboraciones o con las fantasías que no tienen canon? Como sucede con las literaturas menores, las intimidades menores han sido forzadas a desarrollar estéticas del extremo para conquistar y crear espacios a través de gestos pequeños y de grandes acontecimientos[7]; el deseo de una normalidad que actualmente se escucha en todos lados, expresado por sujetos minorizados, a menudo manifiesta el deseo de no tener que luchar tanto para tener “una vida”. Vivir como si los contextos amenazantes estuvieran en otro lado podría neutralizar la imagen espectral de nuestra propia negatividad social; y la constante energía de autoprotección pública puede ser sublimada en relaciones personales de pasión, de cuidado y de buenas intenciones.[8] Hay buenas razones para esta aspiración. La privacidad doméstica puede experimentarse como un espacio controlable: un mundo sin conflicto potencial (aunque solo dure cinco minutos por día): un mundo construido para vos. Puede parecer de una escala y de un ritmo manejable; en el mejor de los casos hace visible los efectos de la agencia, de la conciencia y de la intención de cada unx de nosotrxs. Esto conduce a otra razón por la cual la forma de la pareja y sus encarnaciones desvían tan bien ciertos desarrollos críticos sobre lo personal y lo político: rechazar la narrativa maduracional de “una vida” requeriría confrontarse con otra idea, la de que determinadas fuerzas sociales y problemas de la vida que no parecían estar relacionados con “vos” en lo privado sin embargo son centrales en la articulación de tu historia[9].

Aprendí a reflexionar sobre estas preguntas en el contexto de la pedagogía feminista y queer; y ¿cuántas veces les he preguntado a mis propios estudiantes por qué, habiendo tanta gente, solamente una trama cuenta como “una vida” (“arroz con leche me quiero casar…”)? Lxs que no encuentran su camino o no quieren encontrar su camino en esa historia –lxs queer, lxs que no se han casado, lxs que son otra cosa– se pueden transformar muy rápidamente en inimaginables, incluso para ellxs mismxs. Pero es difícil no ver por todos lados los restos y las amputaciones que advienen de los intentos por encontrar un lugar en el rebaño; mientras tanto, un montón de energía de construcción y creación se atrofia. Repensar la intimidad requiere no solamente una redescripción sino también un análisis transformador de las condiciones retóricas y materiales que permiten que las fantasías hegemónicas florezcan en las mentes y en los cuerpos de los sujetos mientras, al mismo tiempo, se desarrollan apegos y afectos que pueden redireccionar las diferentes rutas tomadas por la historia y por la biografía. Repensar la intimidad es evaluar cómo hemos sido, cómo vivimos y cómo nos podemos imaginar vidas que tengan más sentido de las que estamos viviendo.

Es que en raras ocasiones la intimidad otorga sentido a las cosas. La gente habla de su deseo y de su miedo en torno a eso, pero ¿acaso “eso” es simplemente un compromiso? En su ejemplificación como deseo, la intimidad desestabiliza las mismas cosas que las instituciones de la intimidad crean para proveerla de estabilidad, lo que continuamente sorprende a la gente. Esta negación básica está respaldada por la centralidad de la intimación a la intimidad. Convencionalmente, en su expresión a través del lenguaje, la intimidad depende en gran medida de los registros cambiantes de su implícita ambivalencia. Se ve interferida por el metadiscurso (la conversación sobre una relación) y prefiere la calma de la presión interna, la aceptación de que habría una reiteración fluida allí donde lo íntimo se encuentra. Así, cuando los amigos o los amantes quieren hablar sobre “la relación”; cuando los ciudadanos sienten que las características consensuadas de la nación están cambiando; cuando los periodistas o los conductores de programas de televisión renuncian al acuerdo de presentar el mundo de manera reconfortante; cuando personas racializadas y de clases aparentemente diferentes se encuentran en ascensores repletos o cuando los estudiantes y los analistas repentinamente desconfían de los contextos donde ocurren sus intercambios, aunque no de forma traumática, la intimidad se revela como una relación que, para que no resulte problemática, se asocia con fantasías tácitas, con reglas tácitas y con obligaciones tácitas. En efecto, lo notamos cuando algo de ello adquiere una carga que vuelve problemática la intimidad, convocando la elocuencia analítica. Entonces resulta más difícil detectar la presunción o incluso el deseo tácito de estabilidad como un problema que reproduce el pánico en el campo íntimo.

Estas crisis no son únicamente personales. Cuando los Estados, las poblaciones o las personas perciben que su definición de lo real se encuentra amenazada; cuando los relevos normativos entre la ética personal y la ética colectiva se deshacen y quedan expuestos; y cuando pareciera que los sitios tradicionales de placer y de ganancia son “expropiados” por las acciones políticas de los grupos subordinados, se siente una ansiedad generalizada respecto de cómo determinar la responsabilidad por la interrupción de la comodidad hegemónica. Esta inquietud perturba las relaciones sociales y políticas entre (y en el interior de) personas, naciones y poblaciones, especialmente las que anteriormente eran soberanas. Con frecuencia se producen, entonces, diferentes reacciones de odio, amargura y hasta situaciones irrisorias.

En particular, alrededor del mundo, los desafíos a la taxonomía público/privado por parte de los movimientos feministas, de la diversidad sexual, antirracistas y anticlasistas han sido experimentados como una profanación de las formas más sagradas y racionales de la inteligibilidad íntima, como cancelación de destinos individuales y colectivos, como impedimento para la narratividad y para el mismo futuro. ¿Qué tipos de autoridad (colectiva, personal), de experticia, de vinculación y de memoria pueden suponerse, y qué tipo de futuro (colectivo, personal) se puede imaginar si, por ejemplo, la sexualidad ya no está vinculada a sus marcos narrativos, si ya no conduce a estabilizar algo, algo institucional (como las familias patriarcales u otro modo de reproducción que apuntale el futuro de las personas y de las naciones); si los ciudadanos y los trabajadores ya no son creados por las familias y por las instituciones in loco parentis, a saber: escuelas y religiones; si (mundialmente, a causa del SIDA se acrecienta la mortalidad entre las minorías nacionales, así como aumentan otras fuentes de destrucción en curso, tales como las toxinas ambientales, la virulenta explotación transnacional, los genocidios militares y el hambre) una generación ya no se definiría de manera cronológica por las procreaciones, sino por el trauma y por la muerte? La inmediatez del trauma siempre es sonsorial, pero es tan probable que sea un evento mediatizado, atravesado por rumores y testimonios post facto, como que sea un golpe directo al cuerpo y, así, podamos ver, desde la prevalencia actual del trauma, una ocasión para testimoniar cuán impactante resulta que una relación íntima esté animada por la total devastación. Se suponía que la intimidad tenía que ver con el optimismo, ¿recuerdan? Pero es que también esta se forma cuando la imagen del mundo que busca sostener se encuentra amenazada.

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[1] Traducción de la introducción al dossier “Intimacy; A Special Issue” publicado en Critical Inquiry, Volumen 24, Number 2 (1998), pp. 281-288. Republicado con autorización de Critical Inquiry y University of Chicago Press obtenido a través de Copyright Clearance Center, Inc.el 25 de junio de 2020.

[2] Ver Jürgen Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry into a Category of Bourgeois Society, trans. Thomas Burger and Frederick Lawrence (Cambridge, Mass., 1989).

[3] Véase Oskar Negt y Alexander Kluge, Public Sphere and Experience: Toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere, trans. Peter Labanyl, Jamie Daniel, and Assenka Oksiloff (Minneapolis, 1993). Véase también Miriam Hansen, forward to Negri and Kluge, Public Sphere and Experience, pp. ix-xli y Babel and Babylon: Spectatorship in American Silent Film (Cambridge, Mass., 1991). Para una fructífera reflexión acerca de la contradicción entre el impulso inconsciente hacia la omnipotencia y el proyecto de la democracia, ver Joel Whitebook, Perversion and Utopia: A Study in Psychoanalitic and Critical Theory (Cambridge, Mass., 1995).

[4] El trabajo de Foucault sobre el reconocimiento de la multiplicidad de relaciones engendradas por la sexualidad ha sido central para este proyecto. Véase, por ejemplo, Michel Foucault, “Friendship as a Way of Life” y “Sex, Power, and the Politics of Identity”, en Ethics: Subjectivity and Truth, ed. Paul Rabinow (New York, 1997), pp. 135-40, 163-73.

[5] He aprendido a pensar sobre las tendencias antiformalistas de lo íntimo en mis lecturas de Jacqueline Rose cuyo trabajo desde Sexuality in the Field of Vision (Londres, 1986) ha explorado la circulación desigual a través del lenguaje en muchas áreas: cine, sexualidad, psicoanálisis, literatura, familia y naciones. Rose muestra cómo la inestabilidad lingüística en la cual se esconde la fantasía hace imposible estabilizar el deseo en la identidad, un deseo compensatorio de las estructuras dominantes que demonizan o reniegan de la inestabilidad, y no obstante la carrera continua del deseo desarma las mismas estructuras que lo organizan. Véase especialmente, Rose, The Haunting of Sylvia Plath (Cambridge, Mass., 1991) y States of Fantasy (Nueva York, 1996).

[6] Para una respuesta elaborada a esta pregunta ver Eve Kosofsky Sedgwick, “A Poem is Being Written”, Tendencies (Durham, 1993), p. 177-214.

[7] Ver Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor, Traducción de Jorge Aguilar Mora, México: Ediciones Era, 1978. Ver también Berlant, “68, or Something.”

[8] Para una lectura potente de los modos en que la “extimidad” (los objetos rechazados y proyectados hacia el afuera pero nunca completamente perdidos de nuestra identidad personal) pueden tomar forma narrativa e intensidad ver Joan Copjec, Read My Desire: Lacan against the Historicists (Cambridge, Mass, 1995), p. 117-139.

[9] Para un ejemplo de teoría social que une retórica y analíticamente la posibilidad de justicia concreta con una comprensión radical de los modos en que las personas son políticamente (des)poseídas por diferentes relatos, ver Patricia J. Williams, The Alchemy of Race and Rights: Diary of a Law Professor (Cambridge, MAss, 1991).

Cruces y aproximaciones entre lo humano y lo animal en Opendoor, de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued

Por: Bruno Nicolás Giachetti

Imagen: «Camilo y Cousteau», de Marcela Cabezas Hilb

Nuestrxs cuerpxs están atravesadxs por un orden normativo del que somos parcialmente conscientes: el Estado, la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen ciertas reglas implícitas que se reproducen desde diversos dispositivos culturales. Ellos contribuyen a definir qué son vida y muerte, naturaleza y cultura, e incluso distinguen al hombre del animal bestializado, al que se supone completamente ajeno. En este texto, Bruno Giachetti (Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires) analiza con minuciosidad la fragilidad de estas fronteras en las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, poniendo el énfasis en la eficacia de la literatura como herramienta deconstructiva que explora las singularidades y anomalías de nuestras manifestaciones vivientes, y que se resisten a su normativización y conceptualización estática.


La literatura argentina de los últimos años presenta diversos cruces que desestabilizan las dicotomías hombre-animal, naturaleza-cultura y vida-muerte, desplegando un espacio inquietante que habilita una reflexión crítica sobre posibles formas de vida que no se ajustan a las taxonomías del discurso legal y la ciencia positiva.

Si la gubernamentalidad establece la administración del cuerpo social mediante técnicas y dispositivos de seguridad que protegen determinadas vidas y arrojan otras hacia la muerte (Foucault, 2006; 2013), podríamos considerar el giro animal que opera en el campo del arte y la literatura (Giorgi, 2014; Pedersen y Snæbjörnsdóttir, 2008; Yelin, 2013) como un cuestionamiento ético-estético, una redistribución del mundo sensible que permite pensar espacios comunes por fuera de los mecanismos que pretenden reducir y gestionar la heterogeneidad de lo viviente.

Las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, vuelven problemáticas las fronteras entre lo humano y lo animal y también entre los cuerpos vivos y muertos, esbozando un umbral de indefinición en el que se resignifican los nombres, las funciones y las jerarquías socialmente consensuados.

En el caso de Opendoor encontramos una particular aproximación a la historia de la locura en Argentina, la conformación del discurso criminológico y la creación de la institución psiquiátrica “a puertas abiertas” Colonia Dr. Domingo Cabred. A través de una trama que indaga las tensiones del placer y el deseo frente a la norma heterosexual monogámica; la constitución de la propia subjetividad se desmorona en función de un exceso que problematiza las líneas divisorias entre la razón y la locura, lo real y lo onírico, la vida y la muerte.

Por su parte, Bajo este sol tremendo ofrece un entramado de relatos en los que emergen corporalidades humanas y animales en tránsito entre la vida y la muerte. El principio de la supervivencia del más apto de la teoría darwinista funciona como caja de resonancia en una historia de extorsiones, estafas y represión en la que la violencia sobre los cuerpos atraviesa el sueño y la vigilia. En contrapunto, el ajolote, que Cetarti —uno de los personajes centrales— recupera de la casa de su hermano, opera como amenaza a la teoría evolutiva, su estado larval pareciera interrumpir el devenir de la especie en virtud de una excepcionalidad que resiste el paradigma biologicista.

En las novelas de Havilio y Busqued la cuestión animal funciona como matriz de lectura de la cuestión humana. Lo animal no representa una alteridad radical frente al hombre, sino más bien un núcleo externo e interno a partir de cuyo reconocimiento social se inducen técnicas y mecanismos de domesticación-disciplinamiento-consumo-eliminación. La literatura propone un discurso contra-hegemónico en tanto traza marcos de percepción e inteligibilidad que socavan las verdades y clasificaciones del saber-poder institucionalizado.  A través de sus relatos y ficciones, se ensayan modos de nombrar la diversidad de las formas vivientes que en función de su singularidad, extrañeza, anomalía se vuelven inasignables para el discurso del saber, de la ley y de la política. Una búsqueda literaria que tiene lugar sobre ese límite inestable en el que cuerpos y palabras, ser viviente y ser hablante, el animal y el hombre se cruzan con su heterogeneidad. Esa zona humano-animal que crea la literatura desfigura el campo homogéneo de representación social, cultural y política instaurando una apertura de sentido, una mirada crítica tendiente a volver inoperante la maquinaria antropológica (Agamben, 2007) mediante una suspensión de los términos que no resuelve, sino que potencia las diferencias.

 

Discontinuidad y extrañamiento

Opendoor presenta la perspectiva de una mirada extrañada por la irrupción de una serie de acontecimientos inesperados que redistribuyen el ordenamiento del mundo sensible. La protagonista de la novela es una joven que trabaja en una veterinaria de la Ciudad de Buenos Aires mientras tiene una relación amorosa con Aída, quien en una tarde de paseo por La Boca, desaparece repentinamente para siempre. Poco sabemos del pasado y el futuro de la joven veterinaria, nunca se revela su nombre, su narrativa se desenvuelve en un presente puro. Frente a la pérdida del hogar y del trabajo que desencadena la desaparición de su pareja, ya no cuenta con un lugar a donde ir excepto la casa de un cliente de la veterinaria, Jaime, quien vive con un caballo viejo y enfermo en el pueblo bonaerense de Open Door. Allí el hombre trabaja como desmalezador en la colonia psiquiátrica que funciona bajo el sistema que tradicionalmente se denominó a puertas abiertas. Jaime lleva una vida de campo, simple y monótona; como a su caballo, que también se llama Jaime, se lo describe abatido, cansado de una vida de esfuerzos y trabajo. La protagonista ve en él a alguien de quien podría enamorase, se instala en ese hogar y paulatinamente se va convirtiendo en un ama de casa. Sin embargo, ese orden familiar que el vínculo con Jaime intenta restituir es amenazado no solo por la relación que la veterinaria entabla con Eloísa, una joven vecina que la visita asiduamente, sino también a causa de la búsqueda del cuerpo de Aída que no puede ser localizado por la policía e irrumpe en la casa de campo como fantasma.

El relato despliega un recorrido entre la ciudad y el campo a través de una mirada que trastoca la organización regular del tiempo y el espacio. La vida adquiere la forma discontinua de una cotidianidad excepcional en la que la confluencia de los cuerpos muertos/vivos, humanos/animales, vuelve inestable las distinciones entre el sueño y la vigilia, entre el caos y el sentido.

“Les criminels et les fous”

En la casa de Jaime hay un viejo ejemplar en francés del libro de Jules Huret De Buenos Aires au Grand Chaco, en cuyo capítulo “Les criminels et les fous” el viajero francés relata las condiciones del sistema penitenciario argentino hacia comienzos del siglo XX y también la historia y el funcionamiento de lo que en aquellos años se llamó la Colonia nacional de alienados. La protagonista lo hace traducir y comienza una obstinada investigación sobre ese espacio psiquiátrico que, a pesar de su sistema “a puertas abiertas”, establece una clara distinción entre el adentro y el afuera pues al ingresar da “la impresión de estar cruzando una frontera, en tiempos de guerra” (Havilio, 2006, 67).

A través del libro de Huret, que recupera el testimonio del creador de la Colonia, el Dr. Domingo Cabred, se reconstruye la historia de la criminología en Argentina; la novela indaga acerca de la conformación de ese dispositivo que hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX reunió a la medicina, la psiquiatría, la sociología, la etnología y otros saberes de las ciencias sociales alrededor del discurso, las prácticas y las instituciones dedicadas a la administración de la ley. Como sostiene Paola Cortés Rocca, la criminología constituye una utopía política que ocupa un lugar central en el proceso de constitución y de modernización de los Estados latinoamericanos: “sin violencia y sin coerción, entrega las herramientas científicas con las que distinguir entre la normalidad y la patología, entre el ciudadano y el que queda afuera de la nación, y también propone métodos para anticipar enfermedades sociales y curarlas” (2009, 335).[i] La idea de una Colonia a puertas abiertas en la que ningún muro restrinja el horizonte, “nada que limite la ilusión de la libertad absoluta” (Havilio, 2006, 128), condensa ese imaginario utópico-criminológico. La coerción y el encierro acentúan las desviaciones y las patologías que se pretenden corregir, sostiene Cabred, por eso, en ese campo abierto, donde se puede ir y venir, los internos “no piensan en escaparse […]: ¡Son libres!” (114).[ii]

La novela propone una singular aproximación a ese complejo espacio de intervención psiquiátrica que en el momento de su fundación contaba con veinticinco “alienados” y hacia el año 2000 alberga a unos mil novecientos sesenta y cuatro “locos” (168). Cuando la protagonista se introduce en la Colonia, su relato produce un quiebre en la configuración espacial, temporal e imaginaria. En efecto, un mediodía en el que acompaña a Jaime a realizar algunos trámites administrativos, la joven se pierde como si fuera un interno más en ese pequeño pueblo dentro del pueblo, “cuyas construcciones, árboles y calles transmiten la ilusión del tiempo detenido” (p . 101). Entre los internos aparece Bernardo Yasky, secretario del juzgado por la causa que investiga la desaparición de Aída, que con sus anteojos negros “tiene un aire ridículo, mezcla de moscardón y sietemesino” (p. 101); la conversación se vuelve confusa, Yasky le habla sobre el cuerpo de Aída que no aparece mientras otros cuerpos son encontrados pero no logran ser identificados por la policía. Después se acercan otros dos internos, uno que es la copia del secretario del juzgado, “Yasky en loco”, y Omar. Bernardo retoma su preocupación por la desaparición de Aída: “un cuerpo no puede desaparecer así como así”, y luego “-hay víboras” (p. 103), interrumpe Omar.

La novela amalgama el registro de lo soñado y lo vivido mediante una desfiguración de cuerpos, rostros y nombres, humanos y animales, que surgen y desaparecen, pretenden ser aprehendidos pero perturban los modos convencionales de ver, entender y habitar. En la morgue judicial donde intentan hallar el cuerpo de Aída, los cuerpos forman una suerte de collage de carne en el que “las partes se unen a la fuerza”: “Guardo en la retina un montón de animales muertos, de todas las especies, pensaba que esto iba a ser distinto, pero no, es igual” (74-75). En esos cuerpos abandonados, perdidos, no identificados, que aparecen dentro y fuera de la Colonia, en la Morgue, en casa de Jaime, se perciben rasgos comunes, una fragilidad compartida que problematiza la distribución de nombres, lugares y jerarquías sociales.

Por su parte, el cuerpo de Aída que escapa, en la ciudad, a los dispositivos de identificación y control del Estado, resurge, en el campo, como fantasma, un espectro que atraviesa la frontera entre la vida y la muerte y deviene cada vez más real, habla, se queja, se ríe (160). A medida que la aparición ominosa del muerto-vivo se acentúa, también se intensifica el vínculo con Eloísa, cuya presencia en la vida de la protagonista desencadena una atracción irresistible. Entonces, el orden patriarcal erigido en torno a la vida de Jaime se va desquebrajando progresivamente; comienza a cansarse de su “morosidad”, de su “siempre nada”, de su “cara de viejo que se las sabe todas” (109-110).  Una noche en la que Jaime se había ido a dormir temprano, la joven y Eloísa desplazan su camioneta hacia el campo abierto y bajo las estrellas tienen sexo de manera frenética y bestial: “Me traga, me come, me despedaza. Abro los ojos y acabo aullando como una loca” (152). El sexo y las drogas abren un proceso de desujeción en el que la animalidad emerge como fuerza vital interior.

La novela exhibe el reverso de un régimen de verdad psiquiátrico-jurídico que define la locura y el crimen de acuerdo con las desviaciones de un patrón de “normalidad” que regula todo exceso (del instinto, del placer o del deseo) que represente una amenaza al orden y al trabajo.[iii] La relación con Eloísa y la perturbación frente a las apariciones espectrales de Aída atentan contra esa normatividad, la vida de la protagonista se pierde en un gasto improductivo, una experiencia cuyo enclave en el aquí y ahora interrumpe toda racionalidad de medios y fines.

La irrupción de las fuerzas interiores que devienen ingobernables pareciera poner en crisis ese dispositivo de la persona que Roberto Esposito señala como constitutivo de un “sujeto destinado a someter a la parte de sí misma no dotada de características racionales, es decir, corpórea o animal” (2011, 26). Si la constitución del yo interpela al individuo como regulador de sus propios instintos, placeres, deseos, en Opendoor esa subjetividad se desmorona para dar lugar a una exploración de lo viviente, una “desviación” de la norma que resemantiza el uso de los cuerpos.

La joven permanece sola en la casa durante varios días, pierde toda motivación e interés, se come el yeso que rasga de la pared, se le va la cabeza, pierde la noción. “Todo se vuelve oscuro, denso, gelatinoso, todo pasa por mis dedos que me arañan la piel, fuerte con la ilusión de atravesar la carne, y yo ahí dejo de ser, dejo de actuar, me dejo llevar”, más tarde sueña “con sapos, polleras, orgías, y caballos” (Havilio, 2006, 174-175).

Los sueños, los espectros, la animalidad conforman un exceso de vida que desborda al yo e ilumina la precariedad de los límites que separan el adentro y el afuera de la Colonia. La novela habilita una discusión crítica sobre esas fronteras trazadas por el poder, la ley y la ciencia; se propone, en este sentido, la apertura de un espacio de indagación en el que las dicotomías entre la normalidad y la anormalidad, la vida y la muerte, el hombre y el animal perturban no tanto por la alteridad radical de sus términos, sino más bien a causa de su inquietante cercanía.

Formas de vida entre la norma y la excepción

Esta desestabilización de las dicotomías que plantea la novela de Havilio, se destaca también en el particular entramado de relatos que conforman la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued. A través de un registro que combina lo vivido, lo soñado y lo mediatizado por la televisión y las revistas, se configura un matriz de percepción e inteligibilidad que trastoca la distribución y el ordenamiento de los cuerpos humanos y animales, y también problematiza los marcos en función de los cuales la vida y la muerte adquieren reconocimiento social y relevancia política.

La historia transcurre entre Lapachito, una pequeña ciudad chaqueña, y las afueras de la ciudad de Córdoba, donde vive Cetarti, quien luego de enterarse del asesinato de su madre y su hermano viaja al Chaco para reconocer sus cuerpos. El crimen había sido pergeñado por el último concubino de su madre, Daniel Molina, un suboficial retirado de la fuerza aérea que después de haber realizado el asesinato, se suicidó mediante un disparo en la cabeza.

En Lapachito, Cetarti conoce a Duarte, el albacea de Molina, quien junto a Danielito, realizan estafas y secuestros extorsivos en los que aplican la tortura, la violación y la vejación de sus víctimas. Con el objetivo de conseguir dinero fácilmente, Cetarti colabora con Duarte, primero para cobrar la pensión de su madre, y luego en el traslado de una mujer que tenían secuestrada. El relato de la historia de los personajes es intercalado con documentales, noticias periodísticas y artículos de revistas que introducen el registro mediatizado de la “vida natural y salvaje” y la intervención del hombre sobre la diversidad animal.

La novela comienza con el relato documental de la pesca de calamares Humboldt, que “son muy voraces y tienen hábitos caníbales” por lo cual “más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que sacó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente” (Busqued, 2009, 11). La lucha por la supervivencia diagrama un escenario que vuelve indiscernibles las líneas divisorias entre la naturaleza y la cultura. Es una aproximación y una apertura de sentido que desestabiliza ese hiato que separa lo humano de lo animal en función de la exposición de las singularidades que cohabitan en el mundo viviente. La voracidad del instinto animal es atravesada por una maquinaria de depredación humana que se propaga hasta las zonas más recónditas del planeta.

La caza, la pesca, la domesticación circense de un elefante a través de una chapa electrificada, el documental de Animal Planet en el que un pulpo sortea obstáculos dentro de la pecera de un laboratorio, cristalizan la violencia de una razón instrumental que despoja a la vida animal de atributos políticos circunscribiéndola a un plexo humano que demanda su ingreso al ámbito del mercado, el espectáculo y la ciencia. En el contexto de un relato que introduce la metodología represiva de los secuestros extorsivos junto al registro mediatizado de los documentales bélico-militares, se ilumina ese umbral móvil, arbitrario e inestable que separa lo humano de lo no-humano, una frontera que marca sobre los cuerpos el grado de humanidad/animalidad en función del cual se establece la administración de la vida y de la muerte.

“En Esparta, a los pibes como éste los tiraban a un precipicio apenas nacían. Y era mejor. No sufrían” (51), le dice Duarte a Danielito haciendo referencia a un niño que tenían secuestrado. En su voz resuenan las premisas de un positivismo que pregona la supervivencia del más apto como dinámica de “selección natural y social”.[iv] Esa norma evolutiva del paradigma biologicista pareciera modelar la “eficiente” capacidad de adaptación que el propio Duarte pone de manifiesto: de represor militar en los años setenta a secuestrador y estafador en la primera década de 2000.

Este exsuboficial, que pasa su tiempo libre digitalizando antiguos videos pornográficos y confeccionando maquetas de aviones militares, conserva en su casa una serie de fotografías de operativos militares en la que se destaca una imagen de Molina en cuclillas, con una pistola en la mano junto a tres personas acostadas, “cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector” (Busqued, 2009, 150). En ese mismo registro fotográfico, Danielito observa a Duarte y Molina junto a otros militares sosteniendo el cadáver de una lampalagua de casi seis metros de largo a la que le habían abierto el estómago. La novela encuadra la violencia soberana que interviene sobre la heterogeneidad de lo viviente desde una perspectiva que permite visualizar la desfiguración de las formas y los rostros, humanos y animales, a través de un proceso de homogenización que invisibiliza la singularidad de los cuerpos. Allí es donde el relato opera de manera crítica estableciendo marcos de percepción que focalizan la fragilidad y la vulnerabilidad compartida por los diversos modos de vida. Cuando Duarte tortura al niño secuestrado, se escuchan gritos agudos que suenan como si se tratara de un “cerdo asustado” y luego se apagan un poco “como si al cerdo le hubieran envuelto la cabeza en un toalla” (36). Esa hibridación humano/animal que se condensa en la agonía del niño-cerdo desnaturaliza la distribución diferencial del dolor estableciendo una condición corporal común, una precariedad que atraviesa la vida en la diversidad de sus formas.[v]

Gabriel Giorgi sostiene que Bajo este sol tremendo configura un “mundo sin duelo” en el que “la muerte animal es el paradigma, en tanto que muerte insignificante, la de la vida eliminable, abandonada, sin inscripción social ni política” (2014, 152).[vi] Esos cuerpos abandonados transitan una zona de pasaje hacia la muerte en un ambiente de devastación, ruinas y residuos que cristaliza un proceso en descomposición; el barrio Hugo Wast, donde la cercanía del matadero municipal infunde un olor nauseabundo, o las calles de Lapachito, en las que las napas expulsan a la superficie los desechos cloacales, escenifican los trayectos que esas “vidas eliminables” trazan a través de un paisaje desolador y mortuorio. Se construye un enfoque visual, entre la luminosidad ardiente del afuera y las penumbras del encierro, que desdibuja la materialidad de la vida imprimiéndole un aspecto fantasmagórico. La luz sofocante bajo la cual Danielito y su madre desentierran los restos de su pequeño hermano en el cementerio de Gancedo contrasta con la lúgubre oscuridad que envuelve la vida de los personajes. La definición de las formas se vuelve difusa en una atmósfera de tinieblas, sueños y espectáculos en la que la presencia del muerto-vivo humano/animal irrumpe como amenaza, esos muertos “sin duelo” resurgen y contagian el mundo de los vivos. La trama onírica en la que conviven familiares muertos y animales feroces se conjuga con una cotidianidad noctámbula, los personajes de la novela pasan los días y las noches recluidos en sus casas, fumando marihuana, hipnotizados frente a la pantalla de un televisor continuamente encendido que espectraliza el deambular de sus cuerpos.

El ajolote, que Cetarti encuentra en la casa repleta de basura que habitaba su hermano, parece un pez muerto; sin embargo, cuando lo examina,  hace un movimiento: “Era un pez extraño, con pequeñas patas y unas branquias arborescentes que salían de la parte de atrás de la cabeza” (Busqued, 2009, 67).[vii] Ese anfibio proveniente de las costas mexicanas se asemeja a una larva de la salamandra que no ha experimentado la metamorfosis, “como un renacuajo que vive su vida entera sin convertirse en rana” (92), se aferra a un subdesarrollo que socava la “ley natural” del devenir de la especie. Podríamos pensar, en este sentido, que si la personificación de Duarte se ajusta a la norma evolutiva del darwinismo social, el ajolote condensa la excepcionalidad que resiste ese paradigma biologicista.

En efecto, la novela propone un detenimiento sobre esas formas y manifestaciones anómalas de lo viviente que ponen en cuestión el orden normativo que la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen sobre los cuerpos vivos y muertos. Las fuerzas extrañas del mundo animal atentan contra la maquinaria antropológica de dominación: los elefantes asesinos de la india se hartan de los humanos y enfurecidos matan a sus cuidadores o salen a destruir la propiedad pública y privada hasta que son acribillados por la policía; un escarabajo gigante le provoca a un trabajador de Lapachito la amputación de sus dedos; el cebú, que se había escapado del matadero, batalla con varios hombres antes de ser trasladado al frigorífico.

La desmesura animal se potencia en la figura del Kraken, ese “monstruo marino” que habita las regiones abismales de los océanos reaparece a lo largo del relato en las noticias de la CNN, en la Enciclopedia sobre los secretos del mar de Jacques Costeau, en el periódico y en el artículo de la revista Muy Interesante que es reproducido en el interior de la novela. Allí se narran los frustrados intentos de la ciencia y de la industria televisiva por aprehender al gran cefalópodo. En la CNN transmiten las primeras imágenes obtenidas del animal con vida en las que se lo observa resistiendo las embestidas de una comitiva japonesa que intentaba capturarlo:

El animal había atacado una cámara con un señuelo a mil metros de profundidad. El ataque fue tan potente que la cámara, sujeta por una boya a la superficie, bajó seiscientos metros más. El calamar había quedado enganchado al cable y tras casi hora y media de lucha logró desprenderse, sacrificando un tentáculo. Las imágenes eran de una oscuridad azul apenas iluminada, y la fantasmal criatura no aparecía nunca del todo: de algún lado, salían unos tentáculos blancos, pero el cuerpo al que pertenecían había quedado sin registrar. (Busqued, 2009, 85).

Esa monstruosidad animal perturba como imagen fantasmal y como potencia insubordinada. La excepcionalidad del architeuthis dux, que cuenta con “los ojos más grandes del reino animal” y tiene tres corazones, dos cerebros, dos brazos y ocho tentáculos (133), instaura en la novela una presencia inquietante que expresa un exceso de sentido, un resto inaprensible e irrepresentable que irrumpe amenazante desde las profundidades de un mundo ingobernable.

La animalidad monstruosa como enclave ficcional de lo viviente

Esas expresiones monstruosas que no se ajustan a la norma permiten la apertura de una exploración literaria en la que emergen heterogeneidades que configuran las formas comunes de lo viviente. La vida como campo inconmensurable de fuerzas anómalas permea las líneas divisorias que definen la normalidad y la anormalidad. La literatura ensaya ficciones y relatos en torno a la excepcionalidad de un devenir discontinuo y en constante transformación que pone en cuestión el ordenamiento homogéneo del mundo sensible e inteligible en virtud de una aproximación a esas singularidades extrañas que dislocan los encuadres convenciones de aprehensión y reconocimiento.

En Opendoor las apariciones y las desapariciones de los cuerpos despliegan un espacio de revelaciones y ocultamientos que propicia un particular acercamiento a ese otro lado de la frontera que la institución psiquiátrica segrega como desviación, alienación o locura. En función de la presencia-ausencia del fantasma de Aída, la perturbadora atracción hacia Eloísa y la inmersión exploratoria en ese escenario de intervención psiquiátrica, se construye una matriz de percepción en la que la animalidad de los muertos y los vivos interroga la propia configuración subjetiva y la inscripción social, cultural y política de los cuerpos. Los espectros, los animales y los internos psiquiátricos, que se pierden y se encuentran, cohabitan en un campo representacional que indaga la construcción histórica de nombres, relaciones, lugares y sentidos.

En la Colonia surgen cuerpos vivos y muertos “que nadie busca, que nadie reclama, que se llaman de cualquier manera”, son, en efecto, “locos inventados, como […] la gran mayoría, porque inventar locos es fácil, nadie se equivoca inventando locos” (Havilio, 2006, 186).  La invención de la locura, como dispositivo médico-jurídico de sujeción de los cuerpos, es desestabilizada mediante la apertura de un espacio de experimentación y exploración de lo viviente, un devenir otro que asume la vida en su potencialidad monstruosa, una incursión en esa animalidad que desborda las taxonomías y resiste las técnicas y mecanismos de domesticación, control y disciplinamiento.

La invención literaria despliega un contra-relato frente a esa producción del discurso científico-legal que funciona como fundamento del artefacto humano de dominación. Lo monstruoso constituye el enclave ficcional de estos relatos que encuentran en la excepcionalidad animal modalidades singulares y rasgos comunes: como el monstruo marino de Bajo este sol tremendo que se refugia en una zona insondable en la que la vida adquiere formas indescifrables para el hombre, o el ajolote que atenta contra la maquinaria de lectura biológica-evolucionista. La anomalía animal como región de lo inclasificable y lo inasible habilita un abordaje crítico sobre ese saber-poder que, en función de discursos, prácticas e instituciones, traza las líneas divisorias entre la normalidad y la anormalidad, entre vidas a proteger y vidas eliminables.

Hacia el final de la novela de Busqued, cuando a través del recuerdo de Cetarti el relato adquiere la perspectiva del ajolote abandonado en la casa de su hermano, se esboza una mirada que interroga desde el punto de vista animal esos márgenes fijados por el hombre:

Se lo imaginó en ese momento, posando en el fondo de la pecera, en la oscuridad de la casa cerrada, preguntándose a su tosca manera en qué momento una sombra borrosa vendría a echar alimento sobre la superficie del agua. Percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, creciente con el correr de los días. (Busqued, 2009, 182).

Ese entramado visual que ofrece una configuración extrañada del tiempo, el espacio y el transcurrir de los cuerpos reaviva una preocupación que atraviesa la novela en torno al orden cultural y político en el que se inscriben la vida y la diversidad de sus formas. En su particular estado de inmovilidad, contemplación y supervivencia, la figura larval del ajolote, que a lo largo del relato atenta contra los pares vida/muerte, suspensión/evolución, regla/excepción, aparece aquí desde las profundidades del encierro manteniendo una presencia persistente que amenaza con volverse inextinguible a través de ese recuerdo fantasmal. Se evoca, así, un mundo onírico, subterráneo, monstruoso cuya irrupción en la trama de la historia establece una tensión latente que opera mediante la develación y el ocultamiento, aquello que se expone remite a su vez a lo que escapa más allá de los límites de lo aprehensible.

De esta manera, Bajo este sol tremendo y Opendoor presentan espacios de proximidad, cruces y pasajes entre lo humano y lo animal, la vida y la muerte, la normalidad y la anomalía en función de una elaboración ficcional que desdibuja umbrales, distinciones y fronteras estableciendo encuadres y figuraciones inquietantes que se proyectan sobre esas regiones que exceden los ordenamientos, lo cognoscible y lo representable. Sus tramas y relatos ensayan modos de nombrar la inconmensurabilidad de la vida mediante una distribución del mundo sensible e inteligible que resemantiza cuerpos, prácticas, saberes e instituciones.

Se plantea entonces un acercamiento a la cuestión animal a través de manifestaciones, expresiones y modos singulares que transgreden los regímenes normativos que operan sobre la vida. Esa animalidad monstruosa, irreductible a un orden fijo y taxativo de identidades, nominalizaciones y jerarquías, conforma un reservorio de fuerzas regenerativas y un terreno de interrogaciones y desafíos políticos. La anomalía animal en tanto potencia de lo heterogéneo problematiza ese dispositivo de sujeción que conforma el artefacto humano. La constitución subjetiva, como núcleo restrictivo de una política regulatoria de los cuerpos, es puesta en cuestión por esa animalidad que irrumpe como resistencia instaurando formas singulares que socavan las operaciones regulatorias que intervienen sobre lo viviente. En ese sentido, como sostiene Esposito interpretando el pensamiento nietzscheano: “Lo animal, entendido como el elemento al mismo tiempo preindividual y posindividual de la naturaleza humana, no es nuestro pasado ancestral, sino más bien nuestro futuro más rico” (2011, 35).[viii] Esa potencia que trasciende lo individual proyecta un horizonte común, un umbral de indistinción entre lo humano y lo animal que ilumina modos de co-pertenencia en los que la vida traza sus diferencias y bosqueja espacios compartidos. La literatura incursiona en esa diversidad de la vida, que en cuanto tal, no pertenece al orden de la naturaleza ni de la cultura sino que se desenvuelve en el margen móvil de su cruce y tensión. Es allí donde estos relatos tejen sus tramas, en ese borde inestable en el que las formas de lo viviente transitan un devenir que vuelve extraño nombres propios y lugares conocidos disponiendo un escenario de cruces y aproximaciones que habilita la apertura del campo vital de reconocimiento.

Bibliografía

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[i] La criminología instaura un nuevo modo de pensar la relación entre otredad, ley y castigo; organizada “alrededor de las categorías de identificación, higiene social y gobernabilidad, […] postulará la necesidad de estudiar y vigilar al otro, conceptualizado como un ʻvirusʼ o un elemento enfermo del cuerpo social” (Cortés-Rocca, 2009, 335).

[ii] La cursiva pertenece al original.

[iii] Como sostiene Michel Foucault la psiquiatría instituye un saber que en virtud de la “protección” científica-biológica del cuerpo social propaga un racismo contra lo anormal, un racismo que se legitima como defensa interna de una sociedad contra los peligros de sus anormales (2011, 294-295).  Ese grupo de anormales que hacia fines del siglo XIX comienza a ser el foco de atención de las instituciones de control y vigilancia proviene de la excepción jurídico-natural del monstruo, el individuo a corregir y el niño onanista (Foucault, 1996: 65). Cabe señalar además que como sostiene Gabriel Giorgi la homosexualidad fue desde el siglo XIX representada como “un campo superfluo socialmente indeseable, extraño a las economías de (re)producción biológica y/o simbólica, en la encrucijada de lo raro, lo abyecto y lo ininteligible, un lugar en torno al cual se conjugan reclamos de salud colectiva, sueños de limpieza social, ficciones y planes de purificación total, y por lo tanto, interrogaciones acerca del modelo político de los cuerpos” (2004, 11).

[iv] Roberto Esposito analiza la genealogía histórica de ese darwinismo social que hacia fines del siglo XIX, a través del pensamiento Herbert Spencer, William Graham Sumner, entre otros, llevó los conceptos biológicos de la teoría evolucionista darwiniana al campo de estudio de las humanidades (2006, 37-40).

[v] Al respecto, Valeria De Los Ríos plantea, en un análisis que pone en relación el cine latinoamericano contemporáneo con la novela de Busqued, que: “the appearance of the animal as vulnerable other is in fact a political form of posing the possibility of another type of life in common, in which the care of the other – animal or human – as a vulnerable being would be a part” (2015, 4).

[vi] Resulta interesante pensar esta idea de Giorgi en relación con el pensamiento de Judith Butler (2006) quien se detiene en las operaciones de deshumanización que invisibilizan en la esfera pública los rostros de aquellas vidas no merecedoras de duelo, vidas expulsadas de los marcos políticos, sociales y culturales oficiales mediante el borramiento de la precariedad compartida que funda el lazo comunitario (63).

[vii] Podemos observar que los movimientos del propio Cetarti se van confundiendo a los largo de la novela con los del ajolote. Como plantean Fernanda Fernández González y María Stegmayer, atrapado en el aburrimiento, la falta de iniciativa, la conducta desmotivante y la contemplación melancólica, el transcurrir de Cetarti no parece distinguirse en absoluto del comportamiento que él mismo observa en el animal (2011, 7).

[viii] Cabe destacar aquí el análisis propuesto por Cragnolini sobre Así habló Zaratustra, en el cual sostiene que la idea nietzscheana de un tránsito por la animalidad no refiere a un retorno “como si lo animal fuera lo ʽoriginarioʼ perdido en la ʽhumanizaciónʼ” (2016: 216), sino que más bien implica otro modo de pensar la animalidad: “una transformación del esquema mismo de valoración y atribución de sentido” (Ibíd.).

Claudia Andujar y los Yanomami: hacia una etnopoética de la fotografía

Por: María Fernanda Piderit

Imagen: «Autorretrato», foto de Claudia Andujar, Catrimani, RR, 1974. Extraído de la Revista Zum

María Fernanda Piderit recupera la travesía de la fotógrafa brasileña Claudia Andujar en la selva amazónica, quien, en 1970 y a pedido de la revista Realidade para un número especial sobre la Amazonía, se internó en el mato y tomó contacto con la comunidad Yanomami. Experiencia vital que derivó, en 1978, en la publicación de tres libros que recopilaron el material de esos años: notas, relatos, dibujos y miles de fotografías en color, blanco y negro, y transparencias. Para Piderit, en la obra de Andujar confluyen diferentes disciplinas y campos y sus respectivos revisionismos, lo que le permitió a la fotógrafa elaborar una forma de representación de los pueblos indígenas transgresora, dado que rompe con los convencionalismos de la etnofotografía y con los estereotipos asociados a la imagen del «indio» que esa fotografía replicaba desde el siglo XIX.


El encuentro de dos mundos

Han pasado cerca de cincuenta años desde que Claudia Andujar se internara por primera vez en el mato, aquel lugardonde el sol penetra poco y la oscuridad de la noche es total”, cincuenta años desde que la revista Realidade convocara, en 1970, a varios fotógrafos para un número especial sobre la Amazonía. Desde ese momento, desde que Claudia sintiera que por fin había encontrado su lugar en el mundo durante la travesía que la llevó hasta Catrimani en el territorio Yanomami, no ha abandonado un activismo político en defensa de esta sociedad en que ha utilizado principal, pero no únicamente, a la fotografía como herramienta de resistencia y lucha. Una fotografía que escapó a todos los convencionalismos de un registro documental o etnográfico tradicional, con una experimentación que hasta el día de hoy nos resulta transgresora. Su obra ha sido tan coherente y al mismo tiempo tan provocadora visual y políticamente, que este año la Fundación Cartier de París organizó, junto con el Instituto Moreira Salles de San Pablo, una retrospectiva sin precedentes para un solo fotógrafo. Signo de nuestros tiempos, programada para los meses entre enero y mayo, la muestra debió ser suspendida por una pandemia que, una vez más, pone en riesgo de muerte, y en muchos casos peligro de desaparición, a comunidades indígenas del Brasil.

Mapa del Territorio Yanomami en el libro Yanomami: frente ao eterno (1978) — Cortesía de Roberto Cecato.

Mapa del Territorio Yanomami en el libro Yanomami: frente ao eterno (1978) — Cortesía de Roberto Cecato.

Por ahora, quisiera remontarme a esa década de los setenta, a los años en que Claudia Andujar estableció contacto por primera vez con la sociedad Yanomami que habita en el noroeste de Brasil, en el límite con Venezuela, en el Estado de Roraima, donde vivió con ellos, se internó en su paisaje y su cultura y, finalmente, en 1978 publicó sus tres primeros libros con el material que recopiló durante todos esos años iniciales de amistad con este grupo de Yanomami. Notas, relatos, dibujos y miles de fotografías en color, blanco y negro, y transparencias; tres libros que dan cuenta de la particular mirada de Andujar, así como de los grados de experimentación artística y visual que hacen de estas obras una suerte de bisagra en la forma de representar a una sociedad indígena en nuestra región sudamericana en un contexto político de tremenda violencia y muerte por parte de las dictaduras militares que nos asolaron. Esos años en que la muerte y el miedo que se proyectaba sobre ella como una sombra de culpa seguía persiguiendo a Claudia Andujar desde que escapara de Europa hacia Estados Unidos en 1946, luego de que su padre y su familia paterna y amigos murieran en los campos de concentración de Auschwitz y Dachau.

En un sentido que nos atrevemos definir como vital, esta primera travesía por una selva prácticamente virgen, de días enteros de caminata incesante y monótona, fue un viaje iniciático para Andujar,

Donde sabía que estaba caminando, que estaba siguiendo a otro, colocando un pie delante del otro, pero con mis pensamientos lejos: me vi de niña en Europa. Una Europa de la guerra, una niña que intentaba desesperadamente vincularse con alguien. Amar y ser amada, ser comprendida, ése era el deseo de mi infancia, que no se cumplió.

En este paso monocorde sostenido también recordó los años vividos en Nueva York, sola, en los parques de la megápolis su voz sin respuesta. Pero después de varios días de esta marcha invariable bajo los árboles espesos de la selva, Andujar comenzó a sentir que era una caminata que la limpiaba de todo lo que estaba dentro de ella, que se había encontrado a sí misma, se “había encontrado en el sentido de haber encontrado lo esencial”, que se sentía un “ser integral”. Durante este viaje Andujar se enfermó de malaria, pasó días con fiebre y dolor y, una vez más, el miedo a la muerte se le hizo presente, un miedo que adquiría la forma de la culpa de estar viva, pues “durante la guerra todo mi mundo fue arrasado de un día para el otro. Y yo seguía viva mientras los otros morían. Moría mi padre, moría mi abuelo, mis amigas y un amigo…”. Sin embargo, fue esta misma experiencia cercana a la muerte, en medio de la selva, casi siempre a oscuras, acompañada por los indígenas que le aliviaban el dolor, la que erradicó el miedo del cual no había podido escapar: y entendió la vida de otra manera, “la vida, donde la muerte es solo un proceso complementario, una otra forma de continuar, un proceso de transfiguraciones de momentos en flujos”. Claudia Andujar se había encontrado para siempre con los Yanomami.

Un lenguaje fotográfico

El chamán Naro Paxokasi thëri inhala el alucinógeno yãkoana, Catrimani, 1972-1976 (extraído de la Revista Zum).

El chamán Naro Paxokasi thëri inhala el alucinógeno yãkoana, Catrimani, 1972-1976 (extraído de la Revista Zum).

Durante los primeros años posteriores al encuentro con la comunidad Yanomami de la cuenca del Catrimani, Claudia no se pudo comunicar de forma verbal con ellos, sino que a través de la observación de sus gestos, de sus actos, de sus miradas, se trataba para Andujar de una forma de absorción que le permitiera, después, expresar esa vida en imágenes fotográficas capaces de narrar experiencias más que de relatar historias concretas o documentar una realidad limitada a la percepción superficial del mundo material. Se trataba de documentar, de alguna manera, el mundo invisible a nuestros ojos, las experiencias de la vida y de la muerte y la de los espíritus de la naturaleza, suerte de luciérnagas en forma de diminutos humanoides luminosos que viven en la selva y que son la “imagen” de seres ancestrales: paráfrasis imposible para definir a los xapiripë: “los xapiri se parecen a los humanos, pero sus penes son muy pequeños y a sus manos les faltan algunos dedos; son minúsculos, como polvos de luz, y son invisibles a los ojos de la gente común”. Esa es una de las descripciones que hará el chamán y activista Davi Kopenawa, amigo inseparable de Claudia Andujar desde esa década, “cuando se dice el nombre de un xapiri, no es solo un espíritu al que se nombra, sino a una multitud de imágenes semejantes”, imágenes como espejos, precisará.

En este aprendizaje, en esta búsqueda de las imágenes del mundo Yanomami, Andujar no necesitaba, en primer lugar, del lenguaje verbal; había otros lenguajes, el de los cuerpos, de los gestos, de las miradas, de los dibujos sobre los cuerpos, de los rituales, de los animales, de los ruidos de la selva, incluso del consumo de alucinógenos, que por el momento le comunicaban más que el lenguaje articulado. Documentar esa realidad, incomprensible para los habitantes de otros lugares, para el resto de una población colonizada hace tiempo, invisible para nuestros códigos de la mirada, requería una forma diferente de hacer fotografía, un lenguaje nuevo también para la fotografía porque, tal como se pregunta Pedro de Niemeyer Cesarino en la Revista ZUM: ¿se puede fotografiar a los xapiripë?, ¿se puede registrar la materialidad de los cantos?, ¿se puede capturar la fusión de los cuerpos en una fiesta?

Claudia Andujar había empezado a experimentar las posibilidades expresivas de las técnicas fotográficas hacía tiempo con el fotógrafo y artista visual afroamericano George Love, quien en 1971, en San Pablo, afirmaba que “es necesario, antes que nada, que el fotógrafo tenga consciencia de que nunca con una cámara, un lente y una película podrá reproducir la realidad”. Abogaba así por una fotografía expresiva, abstracta y con una fuerte carga emocional que utilizaba todos los recursos y procedimientos, incluso las limitaciones y los errores, para transmitir a través de imágenes fotográficas realidades subjetivas e invisibles a la mirada común. Este período de los años setenta se caracterizará, en la obra de Andujar, por la búsqueda de una expresión estética en la fotografía que le permitiera dar cuenta de esas experiencias, de esa otra forma de concebir el mundo y la vida, a través de imágenes que luego serían parte de muestras, filmes y libros fuera del territorio Yanomami.

Sin embargo, desde muy al comienzo, a partir este primer encuentro, lo que le interesaba a Andujar era establecer una relación igualitaria de humano a humano, y que los integrantes de las diferentes comunidades Yanomami con las cuales conviviría durante este período participaran activamente en lo que, la década siguiente —hasta la actualidad— se transformaría en una lucha política por mantener la unidad del territorio Yanomami frente al desmembramiento en zonas aisladas que se proponía desde el régimen militar (y aún hoy). Es así que durante este momento de su producción, Andujar comenzó a desarrollar un lenguaje fotográfico que, tomando prestado el término del antropólogo Carlos Rodríguez Brandao, podemos considerar una suerte de etnopoética fotográfica: una imagen de tipo etnográfica que pase de la información dura al diálogo disonante, de la objetividad unívoca a la multiplicidad de interpretaciones personales, del registro etnográfico a la sugestión mitopoética del gesto; una fotografía que no solo es un objeto útil —reproducción fiel de cierta percepción de la realidad— para la antropología, mera ilustración, sino una fotografía que vuelve a ser imagen en sí misma, con todas las posibilidades expresivas, sensibles y mágicas que puede contener como imagen autónoma más que como “fotocopia” de datos pretendidamente objetivos.

Los años de experimentación

Página desplegada del libro Amazonía (1978). Extraído de la Revista Zum.

Página desplegada del libro Amazonía (1978). Extraído de la Revista Zum.

La experimentación en el lenguaje fotográfico en Andujar se remonta a la década de los años sesenta e incluso a su formación artística en Nueva York, donde además incursiona con la pintura abstracta. Sin embargo, el encuentro con los Yanomami en un ambiente adverso tanto para la cámara como los materiales fotográficos, sumado a la necesidad de documentar una realidad nueva para ella y los destinatarios a quienes estaban dirigidas inicialmente las fotografías —los lectores de la revista Realidade—, la obligaron a llevar esta experimentación más allá de los límites del ambiente controlado que tenía en el laboratorio de la ciudad de San Pablo. Allí, por ejemplo, había realizado la serie A Sônia o O pesadelo para la misma revista, aplicando filtros de colores o superponiendo negativos para la copias finales.

De la serie A Sônia (1971). Extraído de la Revista Zum.

De la serie A Sônia (1971). Extraído de la Revista Zum.

 

De la serie O Pesadelo (1970). Acervo del Instituto Moreira Salles.

De la serie O Pesadelo (1970). Acervo del Instituto Moreira Salles.

Algunos de los primeros problemas que encontró Andujar en medio de la selva fue la oscuridad casi permanente, la humedad que deterioraba las películas y la cámara misma, pero además durante el primer viaje el flash se rompió. Sin flash y con poca luz, tuvo recurrir a tiempos de exposición más largos y diafragmas más abiertos, de manera que los movimientos quedaban borrosos y buena parte de la superficie de la imagen fotográfica desenfocada, incluso con veladuras en algunos casos, una calidad de imagen que, en términos de registro documental tradicional, podría ser calificada como deficiente. Sin embargo, estas características, errores si queremos, se fueron transformando en parte de un lenguaje expresivo que le permitía desarrollar una mirada coherente con la realidad a la que estaba enfrentada. En este sentido, la fotografía de Claudia Andujar –en este período que se ha entendido como el más “artístico”– propone una forma innovadora del registro fotográfico de carácter antropológico y, por lo tanto, de la representación de los pueblos indígenas en nuestra región. Y es en este punto justamente, desde el punto de vista de la representación del mundo indígena, donde obra de Claudia Andujar resulta profundamente innovadora y una suerte de bisagra en la forma que, de ahí en adelante, muches fotógrafes abordarían el tema indígena en la producción de sus imágenes.

Respecto de este último punto me gustaría destacar dos aspectos relevantes para nuestra lectura: por un lado, la escasa presencia de lo indígena en el mundo de las artes visuales, tanto así que todavía en el 2016 Moacir dos Anjos, crítico de arte, afirma que “el arte brasileño contemporáneo —donde se incluye la fotografía— ignora la presencia indígena en el país y lo que hoy significa para quienes lo habitan”. Ausencia que, acusa, no tiene nada de natural, sino que refleja la percepción del lugar sobrante, tanto en términos concretos como simbólicos, al cual están relegados los pueblos indígenas del Brasil. Por otro lado, el cambio que para la fotografía etnográfica significa la irrupción de imágenes muy expresivas —muchas veces bordeando la abstracción— con una alta carga emocional que no pretende de ninguna manera ocultar la subjetividad a la que está expuesto el registro fotográfico, tanto de quien lo produce materialmente —la fotógrafa con todas sus intervenciones—, de los sujetos que participaron activamente para que esas imágenes pudieran ser producidas, es decir, los retratados, sus actividades y su entorno, así como de los potenciales receptores de estas imágenes en diferentes montajes y soportes, además de distintos lugares y tiempos, lo que en las décadas posteriores incluyó a los propios Yanomami en la lucha contra la usurpación de su territorio.

Esta experimentación da lugar a una producción de imágenes fotográficas de carácter etnográfico, donde sin duda se puede ubicar y se ha ubicado el trabajo de Andujar, imágenes que se proponen de alguna manera como autónomas de una discursividad textual —es decir no ilustrativas del o subordinadas al texto antropológico, aunque en necesario diálogo con él—, que intentan narrar fenómenos “invisibles” de la experiencia social y comunitaria, que se presentan como parte de un realidad en vez de representar una realidad ajena al registro mismo. Todas características de una fotografía etnográfica que recién en la década de los años ochenta se presentará, dentro del campo especializado de la antropología, como posible y como válida —más allá de contadas excepciones en el pasado de la práctica antropológica—, pero que también son el resultado de una crisis de la representación en el campo de las artes visuales y de la fotografía, en el mundo occidental.

Entonces, lo que podemos observar en la obra de Claudia Andujar es la confluencia de diferentes disciplinas y campos, y sus respectivos revisionismos, que dan lugar a una imagen transgresora, una forma de representación de los pueblos indígenas que rompe no solo con los convencionalismos de la etnofotografía, sino que también con los estereotipos asociados a la imagen —tanto visual como simbólica— del “indio” que esta misma fotografía venía replicando desde el siglo XIX. Se trata, en definitiva, como propone el título de este ensayo, de una forma de etnopoética de la fotografía inaugurada en nuestra región por la fotógrafa brasileña Claudia Andujar y su familia extendida, los Yanomami.

El futuro de los libros

Por: Víctor Goldgel*

Imagen: Pexels.

A propósito de la reciente polémica en torno a los derechos de autor de escritorxs y la circulación pirata de sus libros en medios digitales, Víctor Goldgel aporta claves novedosas para pensar la discusión más allá de la faceta económica de la disputa. El autor sostiene que la exaltada polémica puso de relieve el aspecto moral que entraña la noción de autoría; es decir, se trató, en el fondo, del honor de escritores y escritoras, afectado por la distribución inconsulta de sus obras. Frente a esto Goldgel propone que, en una coyuntura signada por la crisis económica, la decadencia de la industria del libro y el cierre de librerías por la cuarentena, el futuro del libro argentino depende más que nunca de propuestas imaginativas y de nuevos acuerdos y alianzas políticas.


Hace algunas semanas, en vísperas del Día del Trabajador, se desató una polémica entre escritorxs que reivindicaban su derecho a cobrar regalías por los libros que tienen en venta y lectorxs que creían válido compartirlos en formato digital sin pagar un centavo. Polémica con aristas novedosas, al darse en un contexto de cierre de librerías y bibliotecas por la cuarentena. Polémica, por otra parte, inevitable, que ya ocurrió mil veces a lo largo de la historia y no dejará de ocurrir mientras existan la propiedad intelectual y la capacidad técnica de copiar un texto. Polémica, sobre todo, que hizo ver lo difícil que nos resulta imaginar el futuro del libro.

La discusión empezó en torno a una Biblioteca Virtual organizada como grupo público de Facebook. El objetivo declarado de la biblioteca, que tiene miles de usuarixs, es el de compartir “Poesía, Narrativa, Ensayo y Arte siempre que los libros se encuentren liberados en Internet o sean de autores contemporáneos que autorizan su circulación”. Esperablemente, más de una persona (por no decir casi todas) subió libros protegidos por derechos de autor. De la noche a la mañana, ante la protesta de algunxs escritorxs, centenares de voces se hicieron sentir en redes sociales y medios. Lxs socialistas dijeron: hay que compartir. Lxs liberales dijeron: hay que respetar la propiedad. Lxs abogadxs, citando la ley 11 723, dijeron: la piratería es delito. Lxs poetas dijeron: ¿regalías? Lxs músicxs dijeron: se quedaron en los ‘90. Quienes se identifican con las editoriales más chicas dijeron: son autorxs de Random y es una movida de Clarín, Infobae y Perfil para proteger a las multinacionales. Los grandes medios dijeron: debate, sí; agresiones, no. Lxs librerxs dijeron: delivery gratis. Me gustaría enfocarme, sin embargo, en lo que quedó sin decir. Adelanto mi hipótesis y mi propuesta: la discusión, en el fondo, fue sobre el honor, y para asegurarle al libro argentino un futuro quizás sea buena idea confiar menos en la defensa legalista de la propiedad y más en posibilidad de nuevos acuerdos y alianzas.

Lxs escritorxs dijeron y siguen diciendo: nuestro trabajo tiene un valor. Pero, ¿no es evidente? Después de todo, si sus textos no tuviesen valor, nadie se tomaría la molestia de compartirlos. Tienen un valor en pesos, aclaran, que después de cubrir costos de edición, distribución y venta llega en parte a nuestros bolsillos. Argumentan: si le pagan a la plomera o al mucamo, ¿por qué no me van a pagar a mí? Sin hacerse llamar dos veces, las almas románticas responden que se escribe por amor, no por interés. Varios tratan entonces de educarlas en la realidad económica: existe un mercado y hay algo que se llama derechos de autor. Sin derechos de autor, les explican, retrocederíamos a los tiempos del mecenazgo y la escritura como privilegio oligarca. En una democracia, tal argumento debería ser irrebatible, pero entonces otra persona sugiere: ¿se puede retroceder a tiempos que nunca pasaron? Después de todo, el mercado del libro puede darles de comer a Florencia Bonelli y Felipe Pigna, pero ciertamente no a lxs escritorxs que salieron a protestar en estos días. Muchas editoriales en las que publican y librerías en las que presentan sus libros existen, se argumenta, porque tienen mecenas detrás; gente que decide ir a pérdida, o casi, porque siente un compromiso con los libros tal vez no menos noble que el de duques, marquesas y reinas. Ni hablar del estado, que se desentendió de la industria libro para dejarla caer en la crisis que ahora agudizó la cuarentena, pero que podría ayudar a rescatarla con la creación del Instituto Nacional del Libro Argentino. Bajo el fuego cruzado de estos argumentos, empieza a reinar la confusión más atroz.

Los desenmascaramientos se cruzan en todas las direcciones: ¿te gustaría que alguien te quite la billetera y se ponga a repartir la plata en la esquina? ¿El Microsoft Word vos alguna vez lo pagaste? ¿De chico no te colabas en la cancha? ¿En qué mundo viven?, pregunta alguien. ¡Si ni siquiera en los países ricos lxs escritorxs pueden vivir de regalías! Se barajan cifras: uno de cada mil, uno de cada diez mil… Nadie parece estar convenciendo a nadie. Si solo unx de cada mil escritorxs vive de lo que escribe, ¿hay que concluir que el cuadro económico más preciso lo pintan las voces románticas al decir que se escribe por amor? Tragándose los reparos que a ellos también les causa el capitalismo, lxs antirrománticos aclaran que solo defienden el derecho a cobrar regalías bajo una serie de condiciones: no estamos hablando de libros de Borges o García Márquez, aclaran, sino de escritorxs precarizadxs a quienes les viene bien la plata para complementar sus ingresos y así comer y pagar las cuentas. Tampoco estamos hablando de piratas de bajos recursos, agregan, sino de todxs lxs pequeñoburguesxs que se avivaron y, pudiendo pagar los quinientos pesos que cuesta el libro, se los guardan para después comprarse un vino. Robarle a Penguin Random House y Planeta es una cosa, concluyen, pero robarle a escritorxs que a duras penas se están ganando el pan es pasarse de la raya.

El cuadro social es perturbador. Hay unos pocxs escritorxs que ganan demasiado y escriben mal o están muertos. Otrxs pocxs escriben bien pero viven al borde del hambre, y detrás de ellxs se amontonan hordas de aspirantes que, en el mejor casos, caerán algún día en la autoedición. Todo es injusticia, e incluso el argumento en apariencia más sólido –robar es malo— amenaza con desvanecerse en el aire cuando alguien pregunta: ¿no consideraron la posibilidad de que cuanto más circule un texto en PDF más ejemplares del libro se van a vender? La mayoría de la gente, se sabe, prefiere leer en papel. ¿Por qué no pensar, desliza otrx, que al hacer escándalo e invitar a que Clarín y Perfil publiquen notas lxs escritorxs buscaron promocionarse? Si ambas sugerencias tuviesen validez, la conclusión sería desconcertante: cuanto más pirateamos sus libros, más plata ganan. Como voy a indicar más adelante, sin embargo, la polémica fue mucho más que económica, en la medida en que la economía existe sobre la base de una serie de acuerdos sociales. En el fondo, se trató de una discusión sobre un aspecto de la propiedad intelectual del que hoy se habla muy poco, pero que en el caso del sistema literario argentino es, según entiendo, mucho más importante: el honor.

A lxs escritores de cierta edad la autopromoción suele resultarles incómoda. Sin embargo, casi cualquiera sabe que es aconsejable; en muchos casos, incluso, se vuelve el principal motor de las ventas. Una de las autoras argentinas que más regalías recibe hoy es la YouTuber Lyna Vallejos. Que de la noche a la mañana una piba de veinticinco años haya vendido cien mil libros puede resultar doloroso para quienes escriben mejor que ella y, con décadas de oficio, entienden que jamás tendrán esa suerte. Pero, bien mirado, lxs escritorxs agraviadxs por la libre distribución de PDFs también usan una plataforma para volverse conocidxs y así generar ingresos. Esa plataforma, en vez ser YouTube, son los libros. Como los videos de Vallejo, los libros les dan a estxs escritorxs la visibilidad necesaria para poder vender otra cosa en otro lado. Al desarrollar un cierto prestigio y una cierta cantidad de seguidores pueden competir mejor por columnas en los diarios, alumnos particulares, ayudantías, cátedras, participación en festivales y ferias del libro, etc. Si ofrecen talleres literarios, reciben dinero de gente que leyó (o por lo menos siente que debería leer) alguno de sus libros. Si viven en Buenos Aires y en la tercera edad lxs espera la pobreza, dicho prestigio podría un día permitirles acceder a la “Pensión del Escritor” que establece la ley. Para hacerlo, deberán tener por lo menos cinco libros publicados. Más que del (muy poco) dinero que reciben en concepto de derechos de autor, muchxs escritorxs argentinxs viven de su prestigio, la llave que puede abrirles las puertas de una serie de trabajos remunerados. Ese prestigio por lo general solo se construye en el circuito legal, publicando en editoriales de algún renombre que hacen llegar los textos a las mesas de las librerías y a los medios donde serán quizás reseñados.

¿Se puede vivir de la literatura? Meses antes de dar el batacazo por el que se lo recuerda, García Márquez observó en el magazín dominical de El espectador de Bogotá que los mejores escritores son los que escriben menos y fuman más, de manera tal que gastan en cigarrillos más plata de la que puede darles el libro. La conclusión, fiel a su estilo, la había revelado en la primera frase del texto, y con un ribete violento: “Escribir es un oficio suicida”. Su diagnóstico, por supuesto, se limitaba a la literatura. Lo que tipeaba para El espectador –incluida las frases sobre cómo escribir implica perder plata– le devengaba un salario.

Por supuesto, la cosa podría ser diferente. Si hubiese ingreso universal, por ejemplo, lxs escritorxs podrían dedicarse de lleno a la creación, no haría falta publicar Cien años de soledad para renunciar al trabajo en el diario, Melville no le quedaría debiendo al editor ciento y pico de dólares del adelanto por Moby Dick y las opiniones en torno a la propiedad intelectual dejarían de tener una correlación directa con el tipo de ecosistema en el que la persona que las expresa se gana la vida. Otra posibilidad sería construir una sociedad en la que las leyes de propiedad intelectual fuesen respetadas de manera mucho más estricta y abarcasen cada vez más áreas de la creación. En un sociedad así no sería nada fácil piratear una novela, pero lxs novelistxs correrían el riesgo de ser acusadxs de biopiratería: más conscientes del valor económico que producen nuestras experiencias, nuestras historias personales, nuestros modos de hablar y nuestros sueños, no dejaríamos impunes a aquellxs autorxs que tomasen prestados sin autorización y sin pagar la licencia correspondiente el neologismo que le oyeron a una trabajadora sexual o la anécdota que le escucharon contar a un vecino.

¿Para qué sirven las leyes de propiedad intelectual? Tales leyes, se suele explicar, tienen dos objetivos básicos. Por un lado, permitir que los autores reciban una compensación a cambio de sus creaciones. Por el otro, lograr un equilibrio entre intereses individuales y bien común. Al tener la compensación como incentivo, los autores crean. Dado que los derechos de autor solo duran un tiempo “limitado” (en la Argentina, unos setenta años post mortem auctoris), sus creaciones benefician primero a quienes las pagan y, más tarde, a todos. Los piratas, en este esquema, solo generan perjuicio. En la realidad, las cosas son más complicadas. En tiempos de pandemia, un ejemplo que atañe a la salud adquiere particular resonancia: las empresas farmacéuticas que, después de haber patentado cierta droga, impiden que los países pobres la fabriquen, causando así la pérdida de miles de vidas. Si dentro de unos meses un laboratorio patenta la vacuna de la Covid-19 y alguien revela la fórmula, ¿consideraríamos piratas o héroes a lxs científicxs que, sin pagar y sin pedir permiso, se pusiesen a replicarla? Durante la polémica de los PDF, alguna gente razonó de esta manera y sugirió que el derecho a la educación y la lectura, como el derecho a la salud, debería estar por encima de las leyes de propiedad intelectual.

Lxs mismxs escritorxs que reivindicaban sus derechos aclararon repetidas veces que jamás irían tan lejos como para tratar de piratas a lxs estudiantes de un colegio secundario donde nadie tiene un peso partido al medio. A lxs usuarixs de la Biblioteca Virtual, en cambio, se les pidió no compartir ciertas novelas, y una de las principales razones aducidas fue que entre ellxs debían contarse muchxs con la plata suficiente como para pagar el precio de tapa. Dada la crisis de la industria del libro y el crecimiento del hambre, el desempleo y la precarización laboral, este aspecto del debate fue particularmente peliagudo, porque implicaba ese límite escabroso que nos une y nos separa: el dinero. ¿Cómo determinar quiénes tienen suficiente y quiénes no? En lo que hacía a ese punto, la discusión no podía avanzar demasiado. Para colmo, la piratería de productos digitales es un “robo” muy particular. Un libro en formato electrónico no solo es un bien no-rival (una manzana, en cambio, es un bien rival: si se la come otro no me la puedo comer yo) sino también, quizás, un bien anti-rival (cuanto más se lo comparte, más beneficios les trae a todos: más aspirantes a participar en talleres literarios, por ejemplo).

Cuando murió el poeta Marc Antoine Muret, en 1585, sus amigos decidieron publicar una edición anotada de Séneca que había dejado lista, con la mala suerte de que un editor se les adelantó. Los amigos de Muret se presentaron al parlamento de París para sostener que era una injusticia, dado que contradecía los deseos del autor. Poco importa, observaron, que el editor haya conseguido el permiso real para imprimir la obra. Los deseos de un autor, argumentaron, tienen más peso que las órdenes del rey. Así como Dios es señor del universo, se plantaron, “el autor de un libro es su amo absoluto, y como tal puede disponer de él libremente”, ya sea para mantenerlo como “un esclavo” o para decidir cuándo y cómo “emanciparlo” –o sea, cuándo y cómo imprimirlo y hacer que las copias circulen por el mundo. Curiosidades de la historia: aunque en el mundo de hoy la esclavitud y los reyes han perdido casi toda su legitimidad, todavía nos inclinamos a creer (y las leyes nos respaldan) que los autores son los “amos absolutos” de sus creaciones. En el universo de las leyes de propiedad intelectual, ese principio de índole moral se conoce como “derecho de paternidad” y es previo, históricamente, a las consideraciones de la obra en términos de propiedad, interés económico y copyright. Por eso fue a la vez natural y sorprendente que el debate sobre la Biblioteca Virtual fuese por momentos similar al que se dio hacia 1585 en torno a la obra de Muret: lxs amigxs argumentaron que poco importa lo que haya dicho el rey (en este caso, el rey pirata o Robin Hood y el derecho que nos daría la cuarentena a compartir de manera solidaria los libros que hicieron otrxs), dado que lo que realmente cuenta es la voluntad del autor. Son lxs autorxs, no el rey, quienes tienen soberanía sobre sus textos. Con el florecimiento de la imprenta, se empezó a designar a quienes no respetan dicha soberanía con el nombre que todavía usamos: “piratas”.

La piratería atenta contra la propiedad en su doble sentido, el económico y el moral. Piratear, dicho de manera simple, no es solo apropiarse de lo ajeno sino también algo impropio de gente decente. Entre los sustratos de las leyes de propiedad intelectual, el que más se hizo notar durante la polémica –sin hacerse explícito, pero dándole forma a varios argumentos– fue, precisamente, el derecho moral, asociado en particular a la jurisprudencia francesa. Y el derecho moral francés implica cuatro principios básicos: derecho “de paternidad” (epitomizado en el mandato de que el nombre del autor siempre aparezca), derecho a la integridad (no se puede modificar la obra sin permiso del autor), derecho a la divulgación (el autor decide cuándo la obra está lista para entrar al mundo) y derecho “de retracto” (el autor puede retirar la obra del mundo). Mientras que en otras partes del mundo prima una concepción monista, según la cual lo moral y lo patrimonial emanan de un derecho único, en los países latinoamericanos nos guiamos por una concepción dualista de inspiración francesa. Según nuestrxs juristas, cuando hablamos de derechos de autor nos referimos en realidad a dos categorías: los derechos patrimoniales y los derechos personales/afectivos. En términos genealógicos, esto significa que en la Argentina todavía vivimos bajo los efectos de la legislación francesa y el Convenio de Berna (1886), que no solo protegen la propiedad económica sino que además, de manera paralela, enfatizan la necesidad de defender el “honor” y la “reputación” de los autores. Por definición, las violaciones del derecho de propiedad afectan el honor y la reputación de lxs autorxs y, por extensión, del circuito legal de formación de prestigio. Hay, sin embargo, una vuelta de tuerca: el prestigio se nutre, en parte, de aquello que lo amenaza.

Durante la polémica, las menciones al derecho de propiedad fueron legión, mientras que las menciones al honor brillaron por su ausencia. Décadas de neoliberalismo, es dable suponer, han disminuido nuestra capacidad de pensar la dimensión moral, pero eso no quiere decir que dejemos de sentirla. Quienes sintieron su honor herido buscaron argumentos en la aridez conceptual a la que nos exilia una concepción estrictamente económica de los derechos de autor, pero también dejaron asomar sus afectos a través de los llamados a “tener respeto”, “pedir permiso”, “no agredir,” “evitar el sarcasmo”, etc. Si están en contra del capitalismo, sostuvieron varixs, ¿por qué no van a robarles a las grandes cadenas de supermercados? ¡Se creen Robin Hood y en realidad son unos garcas! No me es ajena la frustración de la que se nutren este tipo de juicios. Evidentemente, privar de cincuenta pesos a unx novelista es más cobarde y menos significativo que nacionalizar los medios de producción. ¿Pero por qué se pondrían lxs novelistas a discutir en esos términos? Si consideran que compartir sus libros es ilegal, ¿por qué no dejarles a los abogados de sus editoriales la tarea de impedirlo? Lxs piratas, censuradxs en público por gente que probablemente viola derechos de propiedad intelectual todas las mañanas, tardes y noches, respondieron como si los estuviese pateando la policía. Y al sentir que lxs piratas avanzaban sobre sus obras como el Coronavirus sobre los pulmones, lxs autorxs se autoarrinconaron con argumentos sobre la propiedad que, en un contexto de cuarentena y crisis generalizada del capitalismo, tenían pocas chances de ser bien recibidos. Muchxs autorxs necesitan un circuito legal del libro para prestigiarse, establecer fuentes de ingreso y trazar su cursus honorum. Pero que este circuito sea cada vez más precario no es tanto un efecto de la piratería como de la crisis económica y de la falta de políticas para proteger al sector. Un mínimo impuesto (esto es, un mínimo acuerdo social) sería más que suficiente para mantener a flote a la industria del libro.

Los acuerdos sociales más milenarios pueden cambiar rápidamente. Muchxs sugirieron que los ataques recibidos por un par de escritoras tuvieron algo de violencia de género. Algo es seguro: la lucha contra el patriarcado exige que prestemos más atención cuando alguien le pega a una mujer. Pero creo que se podría ir más lejos. Si NiUnaMenos está pidiendo que se apruebe el impuesto a las grandes fortunas, ¿por qué no reclamar lo mismo y establecer una alianza entre colectivos feministas y colectivos del librx? Si lxs escritorxs se ven feminizadxs en un sentido económico, viviendo casi todxs ellxs con la casi certeza de que jamás van a ganar un peso, ¿no deberíamos privilegiar modos de reconocer ese honor que no se limiten al mercado y asignen valor a otras formas de vivir la escritura? Si el “derecho de paternidad” se construyó en un mundo en el cual las mujeres eran propiedad de los hombres, ¿no podría la imaginación feminista ayudarnos a repensar las leyes de propiedad intelectual en una nueva dirección, acaso menos ligada al dominio? Y si el honor de la mujer siempre debió ceder al del padre, el hermano o el marido (como evidencian a diario los asesinatos de mujeres que desprestigian a su familia), ¿no podríamos tratar de evaluar en qué medida la violación de la propiedad intelectual está mediada por nociones de género?

En vísperas del Día del Escritor, me animo a sugerir nuevas preguntas porque dudo mucho que un enfrentamiento con lectorxs que no pagan por lo que leen pueda redundar en una mayor valoración social del trabajo que implica la escritura. Justificada o no, la indignación de lxs escritores limitó su capacidad de imaginar soluciones. Imaginar, por ejemplo, que la cuarentena les servía en bandeja un ejército de 15.000 aliadxs (hoy son casi 20.000) que no solo leen bastante sino que además se toman el trabajo de compartir nuevos textos. Que no estén pagando por hacer todo eso quizás sea menos importante que el hecho de que lo están haciendo. Si a esas 20.000 personas, se me ocurre, se les ofreciesen algunos libros gratis a cambio de hacer campaña en las redes, en los medios y en sus lugares de trabajo para que se apruebe la ley del Instituto Nacional del Libro Argentino, los beneficios serían mayores que las pérdidas. Tratarlxs de piratas y deshonestos nos distingue de ellxs, sin duda, ¿pero a qué precio?

Hablé ya de valor social y de valor económico. Me faltó hablar del tercer tipo de valor: el lingüístico. La lengua, se enseña en las carreras de Letras, puede pensarse como un sistema de signos interdependientes “donde el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros”. No haberme comprado las zapatillas en La Salada me da cierta tranquilidad cuando visito casas decentes, pero también debería hacer que me pregunte si no serán las zapatillas falsas de otrxs las que garantizan estructuralmente la autenticidad de las mías. Esto es así incluso cuando las originales y las falsas se hacen con los mismos materiales y el mismo diseño. En un mundo en el cual un producto auténtico puede ser físicamente indistinguible de uno “falso”, su valor para quien lo compra y lo exhibe se deriva del hecho de haber pagado el precio más alto. El honor de lxs escritorxs no es ajeno a esta lógica. En sus orígenes, solo aquellas personas honradas con un cargo público eran honesti. La palabra no designaba una virtud sino la glorificación y los privilegios que la sociedad les ofrecía a ciertos individuos y no a otros. Lxs escritorxs que han sido glorificadxs por el mercado con contratos y regalías se inclinan, lógicamente, a experimentar la piratería como una mengua en su honor. Pero si bien el prestigio del circuito legal del libro se define, en tanto que valor, en relación con el desprestigio de la autoedición, las bibliotecas virtuales y las copias piratas, el sistema del que forma parte se transforma históricamente. En una región donde la economía informal no deja de expandirse, ¿puede sobrevivir el sector formal sin establecer alianzas con otros? Quizás sería útil reconocer, aunque esto obligue a transformar la maquinaria del prestigio, que el honor de lxs escritorxs no está menguando por culpa de la piratería sino de un mercado en contracción, y que en este contexto el futuro del libro depende más que nunca de la imaginación y la política.

*Víctor Goldgel es uno de los editores de Piracy and Intellectual Property in Latin America: Rethinking Creativity and the Common Good (Routledge, 2020).

 

Las formas de la tregua. Una reconstrucción de los espacios de traducción poética de Mirta Rosenberg en las voces de Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui

Por: Malena Velarde

Imagen: Miss L.T., Ernesto de la Cárcova

No solo las palabras nos definen, sino también las acciones. Este es el caso de Mirta Rosemberg, poeta y traductora que es observada a través de sus gestos y de sus expresiones, y de su amor al trabajo y a las letras. Mirta Rosemberg traduce no solo como una necesidad vital, sino para ser modelo vivo de una ética de trabajo que plasma y brinda a sus alumnos y alumnas, quienes hablan y reconstruyen el cálido ambiente vivido en su taller. La Licenciada en Letras y estudiante de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, Malena Velarde, nos acerca un mosaico de voces que nos permite entender los modos de pensar y de sentir de una autora que es necesario conocer si se quiere tener un panorama total de nuestra poesía más propia.


Mirta Rosenberg (Rosario, 7 de octubre de 1951–Buenos Aires, 28 de junio 2019) fue poeta, traductora y una maestra para distintas generaciones de escritores y traductores. En 2018 publicó El árbol de palabras. 1984-2018, que reúne libros como Madam (1988), El arte de perder (1998), El paisaje interior (2012) y Cuaderno de oficio(2017). Su presencia en el consejo de dirección de la revista Diario de poesía (1986-2012), en la fundación en 1991 de la editorial Bajo la luna o en la coordinación del ciclo Los traidores en la Casa de la Poesía fue fundamental para la conjunción de distintas corrientes estéticas dentro de la poesía contemporánea argentina, así como para la difusión de autores como Emily Dickinson, Marianne Moore y Anne Carson, entre otros. La traducción poética constituye un objeto de reflexión dentro de su obra y dentro de los encuentros que promovía con otros poetas y traductores. Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui recorrieron algunos de los espacios coordinados por Mirta Rosenberg. Sus testimonios permiten reconstruir no solo la centralidad de su figura dentro de estos encuentros, sino también su ética de trabajo, que Anahí Mallol describe como “un alejamiento de la infatuación del personaje del poeta para acercarse al compromiso con el texto”. Como recuerda Ezequiel Zaidenwerg, “a Mirta no le gustaban las pleitesías. Ni rendirlas ni que se las rindieran”.

Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui fueron algunos de los poetas que participaron de la edición de la revista Extra, coordinada por Mirta Rosenberg. La revista alcanzó dos números: uno publicado en 2016 y un segundo número que no llegó a ver la luz. El publicado incluyó una entrevista a la poeta Denise León, un dossier de poetas mexicanos seleccionados por Zaidenwerg, un ensayo de Robert Hass, traducciones de textos de Gertrude Stein y James Laughlin, un ensayo de Enrique Winter sobre Íntegra, la obra de Gonzalo Rojas, y “Traducir poesía”, un poema de Rosenberg que luego sería incluído en Cuaderno de oficio (2016). El encuentro de estos nombres —Mallol (La Plata, 1968), Zaidenwerg (Buenos Aires, 1981) y Zabaljáuregui (Buenos Aires, 1955)—  en este proyecto editorial conforma un triángulo generacional que muestra la diversidad de poéticas que Mirta Rosenberg supo articular a partir de la práctica de la escucha como parte de un método de creación.

“Nos reuníamos los lunes a leer nuestros poemas. Ahí se armó un grupo de mucha confianza intelectual y afectiva pero éramos bastante críticos, ¿no? El proceso era similar. Cada uno traía copias de los textos para los que asistían. Se conversaba, se hacían observaciones”, recuerda Anahí Mallol sobre las reuniones del grupo que luego conformaría la revista. Ese proyecto editorial traería otras reuniones y experiencias como la traducción colectiva de “Señorita Furr y Señorita Skeene” de Stein, realizada por Mallol junto a Liliana García del Carril y Silvina López Medín bajo la guía de Rosenberg. “Para mí, esa experiencia de polifonía fue única porque uno decía una cosa y el otro la mejoraba, y abría un interrogante”, destaca Mallol.

Esta práctica de traducción grupal tuvo sus antecedentes en el ciclo Los traidores, una clínica de traducción poética dictada por Mirta Rosenberg en la Casa de la Poesía “Evaristo Carriego” entre los años 2001 y 2004, a la que Mallol y Zaidenwerg asistieron, aunque quizás en tiempos distintos. En sesiones semanales, los participantes proponían sus propias traducciones de distintos textos que luego eran sometidos a la discusión grupal.

Luego de la discusión, quien había llevado su traducción tomaba nota de los comentarios y, a la semana siguiente, proponía una versión nueva. Entre una versión y la otra, Mirta Rosenberg lanzaba palabras certeras que encendían la potencialidad de la réplica. “Mirta siempre tenía la palabra justa”, recuerda Mallol. “Era muy atenta no solo a la cuestión del sentido, sino también a la cuestión del ritmo, que tenía incorporado antes de que se leyera el verso entero”.

Anahí Mallol había conocido a Rosenberg en otro ciclo: La voz del erizo, creado por Delfina Muschietti y Daniel Molina en el Centro Cultural Ricardo Rojas en 1992. Por este espacio, que continuaría hasta el año 2002 bajo la coordinación de Muschietti, pasarían poetas y escritores de distintas generaciones y estéticas, entre ellos, Horacio Zabaljáuregui: “A Mirta la conocí cuando estaba ligado a la revista Último Reino, desde el año 1979. Cerca de cuando salió Madame (1988). Nos cruzábamos en lecturas. Recuerdo que estuvimos charlando de algo que yo había leído en el ciclo La voz del erizoque organizaba Delfina (Muschietti). Ella ya estaba en el Diario de poesía”.

Ezequiel Zaidenwerg era muy joven cuando cerca del año 2003 participó del ciclo Los traidores. Había conocido a Rosenberg tiempo antes en una clínica de poesía que se dictaba en el sótano de una sinagoga del barrio de Belgrano. De los días de Los traidores, evoca una imagen:“me acuerdo de Mirta doblando por Salguero, con una especie de pantalón ancho, medio corto, con las piernas sin depilar, con una actitud confiada, alegre, desafiante”. En su recuerdo, Zaidenwerg une esta imagen con otra: “La segunda postal que tengo es la de Mirta ya en silla de ruedas, donde ese fuego y ese poder habían quedado más confinados a la mente y a la voz”.

 

Método Rosenberg

“Te va a venir bien”, repite Anahí Mallol para perfeccionar la mímesis del tono de Mirta Rosenberg en su memoria cada vez que le informaba que estaba haciendo una nueva lectura. “Tenía mucha delicadeza para percibir poéticas o estéticas que tenían cierta resonancia con lo que uno venía escribiendo o lo que quería escribir y te recomendaba: “Leé esto”. En realidad, creo que el grupo debe haber derivado hacia la revista porque ya funcionaba un poco como revista en el sentido de que alguien decía leí esto y hacía como una reseña”.

El “grupo”, como lo llama Mallol, era integrado por poetas que representaban distintas estéticas. De hecho, solo en la reunión de Zabaljáuregui, Zaidenwerg y Mallol confluyen las muchas maneras de la poesía, como rezaba el lema del número publicado de la revista Extra. “No somos ni de la misma generación ni de las mismas poéticas o estéticas”, señala Mallol. “Horacio Zabaljáuregui viene de lo que en algún momento se llamó neoromanticismo y lo que hace Mirta Rosenberg, para mí, es único. La conocí vinculada a Diario de Poesía pero ahora que leí los primeros textos pienso que están más en relación con una especie de algo que yo alguna vez en algún diario llamé barroco conceptista o un neobarroco conceptista. También está Ezequiel Zaidenwerg, que en una época defendía una cosa más prosaica, antipoética. Distintas religiones y distintas ideologías políticas. Y yo, que estoy vinculada a la poesía de los noventa”. Frente a la heterogeneidad que caracterizaba al grupo, Mallol remarca la articulación que proponía Rosenberg: “No tenía una forma de dirigir o de pretender que todo se tornara como a ella le parecía o que la estética de uno fuera similar a la de ella”.

Para Horacio Zabaljáuregui, el método de trabajo que resultaba atractivo para edades y poéticas tan dispares tenía que ver con la conjunción de la generosidad con el rigor. “Era alguien implacable con la devolución, que empezaba por ella misma. Para ella la poesía era algo donde ponía la pasión, su láser apolíneo. Método Rosenberg”.

Al igual que Mallol, Zabaljáuregui integra la cátedra de Poesía II que dirigió Rosenberg en la carrera Artes de la Escritura en la Universidad de las Artes. Cuenta Zabaljáuregui que luego de la muerte de Mirta Rosenberg, los estudiantes organizaron un homenaje en la universidad y cada uno leyó una elegía de propia autoría, un género que era visto por los estudiantes como de difícil maniobra. “A nosotros, que éramos los del práctico, nos decían: “no me sale una elegía”. ¿Viste? Hay gente no perdió ni al gato. Pero, ¿sabés que a partir de tres cursadas resultó? El agradecimiento hacia Mirta Rosenberg estaba visto en la acción de ir a leer una elegía”.

Para Zabaljáuregui, este homenaje fue el resultado del trabajo pedagógico que Mirta Rosenberg inspiró en su cátedra: “¡Lean!, les decía ¡Corrijan! ¡Estén sobre los textos! Creo que es bueno que esa materia esté ahí porque viene después de Poesía I, que la da Alicia Genovese, que es un espacio más liberador, que es más de soltar. De pronto: Poesía II”. Según Zabaljáuregui, esta intensidad para abordar el trabajo con la poesía era parte del contenido que Rosenberg buscaba transmitir a los estudiantes. “Esto para jóvenes de veintipico es como una cosa difícil. Pero eso era una manera de templar el instrumento la voz poética”.

Ezequiel Zaidenwerg tenía veintidós años cuando hizo su primer trabajo de traducción. Estudiaba Letras en Puan y no tenía trabajo fijo. Un día, Mirta Rosenberg le preguntó: “¿No querés aprender a traducir? Pienso que podrías hacerlo bien”. Entonces le mandó el primer capítulo de un libro, él lo tradujo y esperó sus comentarios. “Me llamó por teléfono y estuvo un largo rato corrigiendo todos mis errores. Sobre todo que yo me apegaba demasiado a la sintaxis del inglés. Siempre elegía la opción más pegada al original. De alguna manera me enseñó que la traducción es una forma de interpretación. Esta idea es mía pero creo que la aprendí también de Mirta. Tanto desde lo hermenéutico como desde lo performático, como quien toca un instrumento. Después le pasé una segunda versión de este capítulo. Me llamó y me hizo un par de devoluciones. Le mandé el tercero y ya no hizo más devoluciones. Me dijo: ya sos traductor”.

Para Zaidenwerg, Mirta Rosenberg le inculcó una ética de trabajo que consistía, principalmente, en cuidar el tiempo y la atención, y dedicar más tiempo al trabajo que a la sociabilidad de la poesía. Desde hace varios años, Zaidenwerg traduce todos los días un poema del inglés al español y lo publica en sus redes sociales. “Pongo mi ‘voz’, mi trabajo al servicio de otras voces para difundir, para mostrar poesía todos los días. Es algo que hago terapéuticamente. Pero es algo que tiene que ver con esa ética de trabajo de Mirta”.

 

Los rostros múltiples de las palabras

Anahí Mallol destaca la apertura y el diálogo que Mirta Rosenberg tenía con las generaciones más jóvenes, aunque no puede determinar de forma específica cuál era su punto de encuentro frente una obra tan polifacética como la de Rosenberg. “Una posibilidad es tener su poesía como un referente yendo hacia una cosa más experimental; podés tenerla como un referente de escritura de mujeres; podés tenerla como un referente de un trabajo entre lo propio y los autores que traducía de otra cultura como fue para ella la poesía de los Estados Unidos. A lo mejor, cada uno leía una Mirta distinta y en todas igual había algo que era de ella”.

Según Mallol, la particularidad de la obra de Rosenberg podría expresarse en el trabajo con la palabra. “En mi generación les huimos a las palabras que no son habituales o cotidianas pero como ella las pone está perfecto. Nosotros les huimos a que se ponga la palabra como un índice de poeticidad. Rostro en vez de cara; cabello en vez de pelo. Eso lo detestamos. Pero ella, en la poética de ella hay palabras inhabituales y están muy bien puestas. Tiene un trabajo con eso que llama mucho la atención. Creo que en su poética, al no estar enrolada en ninguna corriente, eso no se percibe como excesivo».

En la poesía de Mirta Rosenberg las palabras se sostienen, a pesar de la carga que podrían suponer determinados términos poco habituales, porque están en tensión con otras asociaciones; tienen muchas caras, al punto que pueden aparecer en otras lenguas, como si estuvieran traducidas o como falsos amigos, y encuentran multiplicidad y proyectan sentidos en direcciones cruzadas hasta conformar una red capaz de soportar y neutralizar los excesos.

 

Escribir traducciones

“Traducir poesía” fue publicado en el primer y único número publicado de la revista Extraen 2016. Meses después, en ese mismo año, este poema integró Cuaderno de oficio, en donde la traducción se vuelve objeto de ensayo a partir de la exploración de lo que se representa como propio y ajeno en la poesía. Este vínculo entre representación e identidad ya había sido abordado en Madam(1988), en donde Francine Masiello en El cuerpo de la voz: poesía, ética y cultura reconoce la construcción de un “móvil sujeto femenino”. Allí, la presencia de las palabras y la gramática en lengua extranjera permiten su “desdoblamiento a través del palíndromo que circulaba en lengua inglesa, ‘Madam I´m Adam’” (Masiello 146). En Cuaderno de oficio, este vínculo se explora a partir de la figura de la tregua; un cese temporal de la tensión entre lo ajeno y lo propio que fuerza a una posición intermedia, y cuya ubicación espacial es dinámica, puesto que es el resultado del equilibrio entre dos fuerzas en tensión. En este libro, la posición del medio que ocupaba el pronombre personal en el palíndromo de Madam es objeto de indagación para encontrar formas (poéticas y visuales) que permitan abordar la tarea de traducir.

En “Traducir poesía”, Rosenberg ensaya algunas definiciones: “darle aire a la poesía en nuestra lengua”; “buscar una tregua entre lo que el otro dijo y lo que digo / yo”; “Decir menos, dejar hablar al otro, escribir lo que dijo, / gustosamente, con la forma de un poema que contiene su propio tema / esa en la que hablo yo” (24). La repetición del infinitivo, en tanto forma no personal del verbo, insiste en señalar el carácter de proceso de la acción mediante la cual el sujeto se apropia progresivamente de la materia en la lengua de partida.

En este poema, la primera persona se encarna al final de las dos primeras estrofas: “lo que digoyo”; “la que hablo yo”. Este énfasis, otorgado por su posición, resalta también el final de la acción de traducir —el inicio de la tregua— en la que la primera persona encarna “la forma de un poema que contiene su propio tema» (24). Sin embargo, este final es solo una tregua, un paréntesis en el transcurso temporal. De este modo, podemos pensar que, además de declarar una posición en el espacio, la figura de la tregua habilita la pregunta por una posición en el tiempo. ¿La lengua que se articula en la traducción es, solamente, lengua de llegada? ¿El texto traducido es siempre posterior?

En Cuaderno de oficio, “Traducir poesía” antecede la selección de los fragmentos de la lírica de Safo, las traducciones realizadas de estos textos por Anne Carson y, luego, las que propone Mirta Rosenberg de estas versiones en inglés bajo el título “Conversos”. Si bien el orden de estos nombres coincide con la cronología de los textos: “SAFO – ANNE CARSON – MIRTA ROSENBERG”, en Cuaderno de oficio, la acción de convertir un texto no se realiza en una sola dirección. Así, los textos de partida están incluidos no solo para mostrar la relación entre la versión y el original, sino que también proyectan sentidos a otros poemas de Rosenberg incluidos en este libro.

Traducción y tregua se vinculan, además, por la presencia del grupo consonántico /tr/ en una sílaba, sonido anticipado en cuanto a su relevancia por la repetición en los versos anteriores de la primera estrofa: (“traducir” / “traductor” / “Estridón” / “nuestra” / “otro” / “centro”, “tregua”). Este sonido conecta la acción (“traducir”) con quien la encarna (“traductor”) y con un ejemplo: “San Jerónimo de Estridón”, traductor de la biblia del griego. A su vez, resalta dos términos que marcan la tensión en el acto de traducir: “nuestra” / “otro”. Entre la lengua extranjera y la propia, la posición del traductor corresponde al otro término señalado en este “centro”. Se trata del espacio intermedio que encontrará su definición en la tregua.

La sílaba trabada encuentra otras consonantes con el sonido /r/ en esta misma estrofa: (“griego” / “Imprescindible” / “protegido” / “fricción”). La tendencia a sostener el grupo consonántico en la misma sílaba tiene a debilitarse en las estrofas siguientes. A partir de la quinta estrofa, aparecen, en cambio, palabras con el sonido /r/ junto con una consonante pero sin formar sílaba: “Carson”, “versos”, “Borges”, “equivocarse”, “versión”. En esta última palabra, de particular relevancia para la tarea de traducir en la medida en que muestra el resultado del proceso, el grupo consonántico se destraba y se parte en dos sílabas. Este desplazamiento de /r/ sonoriza el trasladodel texto en idioma extranjero al propio. De hecho, este movimiento aparece en la última palabra del poema que señala, a su vez, el fin de la tarea: “terminar”.

De este modo, la vibración de /r/ marca los relieves de este texto y su onda expansiva alcanza otros al punto de conformar, en palabra de Delfina Muschietti en Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante un “mapa rítmico”[1](Muschietti 9) que atraviesa las fronteras de cada poema. Así, encontraremos este sonido en el título que agrupa la serie de traducciones, “Conversos”, donde se observa el desplazamiento de la /r/ que coincide con el movimiento que implica la acción de traducir, pero también en la palabra que resuena cuando vemos la primera hoja que integra esta sección: “griego”. Para los lectores que no leen en esta lengua, griego se repetirá como el único significado posible a lo largo de las seis páginas que ocupan estos fragmentos. Estas grafías están incluidas en su carácter de imagen, cuya materialidad se inscribe en una constelación que vincula a San Jerónimo de Estridón, traductor de la biblia del griego, a Safo, a Homero y a la necesidad de traducir “si uno no sabe griego” (24).

Una primera lectura nos haría pensar que la inclusión del texto en griego intenta mostrar el punto de origen de la traducción. Sin embargo, justo antes de esta sección encontramos “La poesía usada para conversar”, un poema que a la vez que ofrece algunas referencias biográficas de Safo, muestra el uso que la poeta hace de la traducción como material de escritura. Este poema opera como un boomerang que dispara sentidos que encontrarán el eco de la repetición en las versiones en inglés y en español, para volver al poema con una nueva densidad.

El verbo “parece”, señalado como el que “mejor la exprese (a Safo)”, permite articular este poema con el fragmento 31 a partir de la traducción del verbo φαίνεταί. En este fragmento, se utiliza este verbo para describir la admiración de quien puede estar en proximidad del objeto de deseo: “Me pareceigual a los dioses ese hombre”.

Este verbo es aprovechado en la poesía de Rosenberg para comentar sobre las mediaciones que se imponen a la hora de traducir y para reconocer su distancia respecto a la fuente. Por una parte, aquello que se traduce parece que es la poesía de Safo pero es apenas una parte de lo que pudo haber sido en la medida en que solo nos llegaron algunos fragmentos. Por otro lado, también permite expresar la distancia respecto del contexto de enunciación en la antigüedad: “ahora nos parece (…) ultramoderno para la época” (29).

En “Conversos”, las tres poetas conforman su autoría basada en el parecer. No solo las traducciones de Carson y Rosenberg establecen una relación de similitud y diferencia respecto al griego y al inglés respectivamente, sino que también aquello que se presenta como obra de Safo solo se asemeja a lo que podría haber sido en su tiempo.

El número tres que da forma a este conjunto también había sido destacado en el poema que precede a esta sección (“La poesía usada para conversar”) para comentar “la geometría del deseo” (30) que escenifica el fragmento 31 de Safo, en donde el objeto de deseo es presentado de modo indirecto y mediado por un cuerpo que se le presenta más próximo. De este modo, este poema ofrece alguna claves para leer estos “Conversos” como el resultado de una tarea que excede la acción de encontrar equivalentes de una lengua en la otra, para revelarse como la exploración de algunos de los sentidos que presenta el texto en su lengua de partida y el diseño de una construcción que podría alojarlos.

A su vez, este número habilita la única posición del traductor que había sido declarada como posible: la tregua. A diferencia de lo que sucedía en el palíndromo de Madam, en Cuaderno de oficio los lados que construyen el lugar del medio del traductor no son espejados. En el proceso de convertir un texto, las distancias que rodean al traductor se redefinen a partir de los sentidos que se quieren explorar y materializar.

Dentro de Cuaderno de oficio, “Traducir poesía” se constituye como un texto angular que dispara sentidos antes y después del espacio central que ocupa “Conversos” en la sucesión de los poemas. Su análisis habilita la posibilidad de rastrear partes del proceso de conformación de estas formas que podrían dar lugar a las traducciones. Al mismo tiempo, visibiliza el carácter polifacético de las palabras dentro de esta poesía que Anahí Mallol nombraba con énfasis.

La reconstrucción de los espacios de traducción poética permite descubrirla centralidad que cobra esta práctica como parte de un método de creación. Los testimonios de Zaidenwerg, Mallol y Zabaljáuregui recuperan, además, la experiencia de los espacios de reunión en donde Mirta Rosenberg lograba que distintas poéticas y distintas generaciones se escucharan entre sí.


Bibliografía

Mallol, Anahí. Entrevista personal. Buenos Aires, 16 de julio de 2019.

Masiello, Francine. “Tiempo y respiración (nota sobre las poetas argentina actuales)”. El cuerpo de la voz: poesía, ética y cultura. Rosario: Beatriz Viterbo, 2013.

Muschietti, Delfina. “Poesía y traducción. Mapa rítmico y plataforma flotante, sin mediaciones”.Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante. Dirigido por Delfina Muschietti. Buenos Aires: Paradiso, 2014.

Rosenberg, Mirta. “Traducir poesía”.Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

———————- “La poesía usada para conversar”.  Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

———————- “Conversos”.  Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

Zabaljáuregui, Horacio. Entrevista personal. Buenos Aires, 17 de julio de 2019.

Zaidenwerg, Ezequiel. Entrevista personal. Buenos Aires, 20 de febrero de 2020.

 

[1]Para Muschietti, el poema puede ser concebido como “una máquina rítmica, que delega en su motor de repetición una condición anómala o extranjera, que nos lleva a otra dimensión, alejada de la cotidianidad, de los ejes tempo-espaciales que persigue la prosa (Muschietti 9).

El arte negro es el Brasil

Por: Andrea Giunta*

Andrea Giunta, historiadora de arte, investigadora y curadora, analiza en este artículo los retratos, dibujos y grabados de la brasileña Rosana Paulino. En su trabajo, no solo profundiza en los diversos aspectos de la obra de esta importante artista latinoamericana, sino que asimismo realiza un recorrido por los postulados del feminismo negro, los problemas de interseccionalidad y la marginación a la que aún se condena a artistas, curadorxs y críticxs de raíz afro. La producción de estxs últimos «representa la mayor transformación estética que se está produciendo en el arte contemporáneo de Brasil», señala Giunta, por lo que propone a lxs lectores una misión insoslayable: «urge conocerlo».


«El arte negro es el Brasil» [1]

No podemos, ante ciertas imágenes, permanecer imparciales. Nos confrontan y nos conmueven, no solo por lo que representan, sino por cómo lo hacen. En 1997, la artista brasileña Rosana Paulino realiza una serie de retratos que parten de fotografías de mujeres y sus familias, incluida la suya, transferidos en xerografías a la tela, bordados con hilo negro, tensados en un bastidor.[2]

Rosana Paulino - Andrea Giunta

Rosana Paulino, Sin título (de la serie Bastidores), 1997

Rosana Paulino, Sin título, 1997 Museo de arte Moderno, São Paulo

Rosana Paulino, Sin título, 1997
Museo de arte Moderno, São Paulo

Sobre el gris de la impresión —que al disminuir las tensiones entre el blanco y el negro vuelve sutiles los contornos de los rostros y de los cabellos—, contrasta una costura intensa, de hilos negros superpuestos que obturan los ojos, la boca, la garganta.[3] El resultado de esta textura no remite a un saber específico. No se trata de la unión de dos partes ni de un bordado que en puntos ordenados representa sus motivos, tal como sucede en los ornamentos de los ajuares de novias o en las tapicerías. No remiten a una mujer bordando en un contexto bucólico. Es, por el contrario, una sucesión de líneas sin orden decorativo. Paulino las nombra con la palabra sutura en lugar de costura o bordado.

Cada puntada recorre varios centímetros desplazándose en horizontales, verticales y diagonales que se suman y encabalgan hasta lograr cubrir una forma que casi alcanza el negro compacto. Las puntadas denotan violencia, tanto que, aunque tensada por el bastidor, la tela se ondula como consecuencia del trabajo de compresión que la puntada realiza. El contraste entre negro y grises vuelve más evidente la tensión entre lo que estaba (un rostro impreso a partir de una fotografía) y lo que ahora se ve (un rostro cubierto por una violenta costura). Las consecuencias de esta intervención en la imagen son estremecedoras. Las suturas que cubren zonas del rostro remiten a la obliteración del derecho a ver, a hablar, a respirar, a tragar, a pensar.[4]

Son retratos de mujeres afrobrasileñas. Las marcas oscuras nos llevan inmediatamente a pensar en la esclavitud, en los cuerpos marcados, clasificados. No podemos apartarnos de la idea de que un castigo les ha sido impuesto. Vienen a nuestra mente imágenes como las que dejó Jacques Arago en Brasil, durante la primera mitad del siglo XIX, de esclavos enmudecidos por dispositivos que obturaban su boca; o como los realizados por Richard Bridgens en la misma época en Trinidad, de mujeres con máscaras y collares de castigo.[5] Ese archivo late en estas imágenes. Hayamos o no visto las representaciones a las que nos referimos, la violencia ejercida sobre el cuerpo inmediatamente remite a la que se instrumentó en la esclavitud, abolida en Brasil a fines del siglo XIX, el 13 de mayo de 1888 cuando se aprueba la Ley Áurea.

Arago Maurin castigo de escravos

Jacques Etienne Arago y N. Maurin, Castigo de escravos, Litografia aquarelada sobre papel. Sin medidas. 1839. Coleção Museu AfroBrasil.

bridgens negro heads

Richard Bridgens, Negro Heads, 1836.

Pero existe, junto a este, otro archivo. Como señala Fabiana Lópes (2018a), se vincula a una estrategia formal y de intervención feminista, y la relación la confirma la propia artista cuando relaciona esta obra con la experiencia que le transmite su hermana, una socióloga destacada, especialista en relaciones familiares y en violencia doméstica. Una violencia que se expresa por el uso de elementos cotidianos como instrumentos de poder: tenedores, agujas, cigarrillos. Los bastidores se originan en las conversaciones con ella. La violencia doméstica se imprime sobre la violencia social del racismo. Valen ejemplos citados por autoras como Djamila Ribeiro (2018), cuando analiza que en la televisión brasileña la mujer negra se encasilla en dos roles, la empleada doméstica o la mulata exuberante y sexual. Paulino (2014) confirma la percepción de los estereotipos de la televisión y recuerda experiencias de su infancia, cuando tenía que jugar con muñecas blancas porque no había negras.

La serie de los bastidores refiere a la mujer afrobrasileña.[6] Juliana Ribeiro da Silva Bevilacqua (Paulino, 2018, p.150) observa el doble sentido de la palabra bastidor que, además del dispositivo que tensa la tela, nombra el fuera de escena en el teatro, reforzando la analogía con la invisibilidad de esas mujeres violentadas y culpabilizadas. Son las mujeres que no son vistas, entre bastidores, en la estructura de la sociedad. La mujer negra está en la base de la pirámide, gana menos. Aunque tenga la misma formación que la mujer blanca, tiene mayor dificultad para encontrar empleo. La mujer negra gana menos que el hombre negro, gana menos que la mujer blanca, gana menos que el hombre blanco (Paulino, Antonacci, 2014). En la serie de los bastidores, Paulino superpone la memoria familiar y la condición socio histórica de la mujer afrobrasileña.

Como veremos en este capítulo, Rosana Paulino trabaja sobre archivos personales y sobre archivos que la ciencia occidental, blanca, elaboró cuando fotografió esclavos y mestizos, imágenes centrales en las teorías del racismo científico. Una ciencia cuyos postulados universalizantes contribuyeron a reforzar los presupuestos racistas de la sociedad. En esta elaboración de los archivos se explora la construcción de la subjetividad de la mujer negra: cómo se forjan, se refuerzan y se sostienen las prácticas de la sumisión (Tvardovskas, 2013).

La condensación de experiencias colectivas y personales, de raza y de género, permite abordar su obra desde las perspectivas del feminismo interseccional, en el que opresiones de género, de clase y de raza configuran tramas de tensiones coexistentes. Cuando se centra en la clase y la raza para abordar el género, Paulino desarticula los presupuestos universalizantes en torno a la experiencia femenina. Genera zonas alternativas en la construcción de conocimientos que parten de una experiencia social en primera persona cuyos fundamentos investiga. Su obra propone una política de la imagen desde la que se descalzan saberes naturalizados interceptados desde estrategias que el arte ha investigado intensamente: el collage, el montaje de imágenes preexistentes que, puestas en contacto, friccionadas, encienden el campo semántico en el que se inscriben y provocan una mirada, una interpretación, una afectividad intelectual y emocional, distintas.

Feminismo y arte afrobrasileño

Se ha repetido en distintos textos que el feminismo artístico no tuvo una expresión afirmativa en el arte brasileño (Buarque de Hollanda, Herkenhof, 2006; Melendi, 2017). Si trazamos una rápida comparación con otros casos que hemos analizado en el contexto latinoamericano (Giunta, 2018), no encontramos una acción comparable a la de María Luisa Bemberg en Argentina, con sus films de activismo feminista, ni tampoco un activismo de las imágenes como el que desarrollaron Mónica Mayer, Maris Bustamante y Polvo de Gallina Negra en México.

Heloisa Buarque de Hollanda (2006, p. 159), en la presentación de la exposición Manobras Radicais que en 2006 co-curó con Paulo Herkenhoff, señala: “Históricamente, el contexto cultural brasileño es resistente a una discusión sobre diferencias en el campo del arte, es decir, es un contexto que indica un sistema de arte no democrático”. Herkenoff confirma esta percepción: Brasil se resiste a la discusión de las diferencias en el campo del arte: mujeres, hombres, negros, pueblos indígenas, blancos, japoneses, judíos, musulmanes, homosexuales, colonialismo doméstico, pluralidad cultural, estructuras de clase. Es ‘cool’ rechazarlo. En este sentido, el sistema de arte brasileño no es «políticamente incorrecto», sino antidemocrático. (Buarque de Hollanda, Herkenhoff, 2006, p. 162).

Aunque reconoce que las artistas brasileñas no se han identificado con el feminismo, Buarque de Hollanda (2006, p. 97) dice: “Esas nuevas artistas, que dicen no querer tener nada que ver con el feminismo, son el mayor ejemplo de la victoria arrasadora de las conquistas feministas”. Se trata, en este caso, de la lectura feminista que una curadora realiza de las obras de artistas mujeres, no de una agenda que ellas asumen.

Manobras Radicais incluyó tres de los bastidores de Rosana Paulino. En la sección de Annotations, Anotaciones, al final de este catálogo, Heloisa Buarque de Hollanda (2006, p. 206) proponía una lectura de la obra de Paulino: “El bordado en Rosana es más que el dibujo con líneas, sangre, agujas y bastidores. Es una yuxtaposición, en capas súper ligeras, de experiencias, historias y trayectorias. Pensamientos-sentimientos. Hay cicatrices de varias generaciones de mujeres que imprimen su historia en pañuelos, camisones, telas para niños, lazos de satén, encajes y sedas”. En estas notas, borradores de un glosario de palabras claves, aun cuando aparecen términos como post-feminismo o sororidad, no aparece el concepto de feminismo interseccional.

Aunque, como señalamos, las cuestiones raciales y de género tienen una presencia central en la obra de Paulino, hace unos años, cuando le preguntaban si era feminista, ella respondía que no, que era femenina. Distintas razones la separaban del feminismo que conocía. “Una reivindicación del feminismo clásico, el derecho al trabajo, nunca fue una cuestión para la mujer negra. Nosotras trabajamos desde siempre, es eso o morir de hambre. Mi madre fue empleada doméstica en Perdizes, en el barrio de la PUC de São Paulo, una de las cunas del feminismo en São Paulo. Muchas de esas mujeres podían ser feministas porque había alguien limpiando su casa, cuidado de sus hijos” (Paulino, Gobbi, 2019). En el mismo sentido se pregunta Sueli Carneiro (2005):

¿En qué mujeres estamos pensando? (…) Ennegrecer al movimiento feminista brasilero ha significado, concretamente, demarcar e instituir en la agenda del movimiento de mujeres el peso que la cuestión racial tiene en la configuración de las políticas demográficas; en la caracterización de la agresión contra la mujer introduciendo el concepto de violencia racial como un aspecto determinante de las formas de violencia sufridas por la mitad de la población femenina del país que es no blanca; en la incorporación de las enfermedades étnico-raciales o las de mayor incidencia sobre la población negra, fundamentales para la formulación de políticas públicas en el área de salud; o introducir en la crítica a los procesos de selección del mercado de trabajo, el criterio de la buena presencia como un mecanismo que mantiene las desigualdades y los privilegios entre las mujeres blancas y negras (2005, pp. 22-23).

El propósito emancipador del feminismo negro, señala Carneiro, es terminar con la segregación y con el modelo universalizante que diluye lo específico.

En su artículo “Feminismo negro para un nuevo marco civilizatorio”, Djamira Ribeiro revisa las contribuciones para pensar el feminismo negro (Ribeiro, 2016).  En la experiencia de la mujer negra en sus cuerpos, señala, citando a Grada Kilomba (2012, p. 124), que se superponen condiciones: “Por no ser ni blancas, ni hombres, las mujeres negras ocupan una posición muy difícil en la sociedad supremacista blanca. Representamos una especie de doble carencia, una alteridad doble, ya que somos la antítesis de ambos, blanquitud y masculinidad. (…) las mujeres negras (son) lo ‘otro’ del otro”. El feminismo negro no se desarrolló sin dificultades. Ribeiro también revisa a bell hooks (2000, p. 15), cuando señalaba la necesidad y urgencia de un feminismo centrado en la raza:

Es esencial para la prosecución de la lucha feminista que las mujeres negras reconozcan la ventaja especial que nuestra perspectiva de marginalidad nos da y hacer uso de esa perspectiva para criticar la dominación racista, clasista y la hegemonía sexista, así como para refutarlas y crear una contra hegemonía. Estoy proponiendo que tenemos un papel central por desempeñar en la realización de la teoría feminista y una contribución a hacer que es única y valiosa.

El feminismo negro intercepta la categoría universal ‘mujer’. La noción de feminismo interseccional fue propuesta por Kimberlé Crenshaw en 1989 para referirse a una aproximación multidimensional del sojuzgamiento. En un texto posterior la autora sintetiza su definición:

A interseccionalidade é uma conceituação do problema que busca capturar as conseqüências estruturais e dinâmicas da interação entre dois ou mais eixos da subordinação. Ela trata especificamente da forma pela qual o racismo, o patriarcalismo, a opressão de classe e outros sistemas discriminatórios criam desigualdades básicas que estruturam as posições relativas de mulheres, raças, etnias, classes e outras (2002, p. 177)

Pero como también señala Djamila Ribeiro, ya en 1851 Sojourner Truth, exesclava, pronunció en la Convención de Derechos de las mujeres en Ohio el discurso “¿Y yo no soy una mujer?”, en el que manifestó que la experiencia de exclusión de las mujeres blancas no era la de la mujer negra, forzada a trabajar como un hombre, y cuyos hijos eran vendidos como esclavos (Ribeiro, 2016,1 100). En tanto las mujeres blancas luchaban por el derecho al voto y al trabajo, las mujeres negras luchaban por ser consideradas personas. En esta lucha también se inscribe el activismo de Angela Davis y la publicación, en 1981, del libro Women, Race, & Class, en el que propone un análisis anticapitalista, antirracista y antisexista. Ribeiro propone pensar la raza, la clase y el género en forma simultánea, como categorías indisociables, y aborda un estado de la cuestión sobre el surgimiento del feminismo negro en Brasil.  Un proceso que toma forma en 1985, durante el III Encuentro Feminista Latinoamericano en Bertioga, municipio del Estado de São Paulo, en el que emerge la actual organización de mujeres negras como expresión colectiva en encuentros regionales y nacionales. Emergen desde entonces organizaciones como Geledés, Fala Preta, Criola. La antropóloga brasileña Lélia González (1988), además de colocar a la mujer negra en el centro del debate, analizó la jerarquización de saberes como producto de la clasificación racial de la población concebida desde un modelo universal y blanco. El racismo, señala, se constituyó “como la ‘ciencia’ de la superioridad euro cristiana (blanca y patriarcal), mientras se estructuraba el modelo ario de explicación” (González, 1988, 71).

Las condiciones superpuestas que subsumen a la mujer afrobrasileña tienen una elaboración simbólica en la obra de Paulino. Desde ciertos saberes culturalmente desplazados —coser, bordar, elaborar formas de barro—, junto a otros socialmente jerarquizados —la ciencia occidental blanca— sus obras desplazan presupuestos y otorgan centralidad a la experiencia vivida por ella, por su familia, por las mujeres afrobrasileñas. Paulino aborda afectos contrarios al discurso negacionista que concibe a la sociedad brasileña desde una coexistencia sin conflicto (Schwarcz, 1993, 2012): sus obras lo abordan desde lo personal subjetivo y desde la universalidad ideológica que instrumentaliza la ciencia. Los collages de Rosana Paulino interceptan lo que Ribeiro (2016) denomina “silencio epistemológico”. Esta autora señala que en Brasil la violencia hacia las mujeres debe involucrar el estudio comparativo de las estadísticas: en tanto en diez años el asesinato de las mujeres blancas en Brasil disminuyó un 9,8%, el de las mujeres negras aumentó un 54,2%.[7]

Al centrarse en la mujer afrobrasileña, en las formas en las que fue integrada al sistema productivo brasileño como esclava que trabaja en la plantación o amamanta a los hijos de sus dueños blancos, teniendo incluso en ocasiones que relegar la alimentación de sus propios hijos, Rosana Paulino produce una poética política de los imaginarios de la ciencia de los blancos sobre las personas. La coexistencia de las configuraciones racistas subyacentes en las imágenes del siglo XIX y presentes en la sociedad brasileña contemporánea, el cruce entre el archivo familiar y el archivo “científico” propone la construcción de una subjetividad emancipadora.

 

Arte afrobrasileño y políticas curatoriales

En la entrevista publicada en abril de 2019, cuando a Rosana Paulino le preguntaron si el interés sobre el arte afrobrasileño se vinculaba a un ‘boom’ del arte negro, respondió que tales narrativas eran creadas para desvalorizar discursos que están conquistando espacios :“No es una onda, no es un “boom”, es Brasil. Si alguien todavía no lo ha percibido, nuestro país es así”. Y agregaba que cuando “el 55% de la población se define como no blanca y una exposición con 30 obras solo tiene dos de artistas negros, algo está errado”. Exposiciones recientes otorgaron relevancia al arte realizado por artistas afrobrasileños y por mujeres afrobrasileñas involucradas en la conceptualización de un feminismo negro (Paulino, Gobbi, 2019).[8]

Desde 2015-2016 son consistentes las iniciativas curatoriales e institucionales orientadas a dar visibilidad a la presencia de artistas negros en Brasil, tanto en su larga historia como en las generaciones de las más jóvenes. Hubo exposiciones precedentes que establecieron puntos de partida fundamentales. Por ejemplo, la exposición A mão afro-brasileira: significado da contribuição artística e histórica (1988), realizada como conmemoración de los 100 años de la abolición, organizada por el artista y curador brasileño Emanoel Araujo en el Museo de Arte Moderno de São Paulo (MAM-SP), en la que participaron dos artistas mujeres, Maria Adair y María Lídia Magliani. En 2013 Araujo realiza una nueva exposición, A Nova Mão Afro-Brasileira en la que participaron otras dos, Rosana Paulino y Sonia Gómes, sobre un total de veinticuatro artistas. Las cifras demuestran que las mujeres también están escasamente representadas en el arte afrobrasileño. En las transformaciones que en los últimos años experimentó el arte brasileño, fue central la política que llevó adelante Araujo, primer director negro de la Pinacoteca de São Paulo (1992-2002), quien durante su gestión incrementó ampliamente la representación de artistas afrobrasileños en la colección. Desde 2004, Araujo es director fundador del Museo Afro Brasil en São Paulo.[9]

En 2014 la exposición Historias Mestiças, curada por Adriano Pedrosa y Lilia Moritz Schwarcz en el Instituto Tomie Ohtake de São Paulo, dio visibilidad a una representación del arte brasileño que trastocaba los lugares canónicos del arte blanco, abstracto y formalista que domina en la historia del arte de Brasil. La exposición no se enunciaba exclusivamente desde la primera persona, la de los artistas negros. Tampoco incluía la mirada de artistas cuya obra se involucra con la exclusión cultural afrobrasileña o indígena representada, por ejemplo, por la fotografía de Claudia Andujar y su serie Marcados.

Cabe, en este sentido, introducir un tema que generalmente no se aborda en el campo del arte. Historiadores, curadores, artistas nos movemos en un universo de imágenes que no expresan, necesariamente, la primera persona. Eso no desautoriza lecturas ni universos poéticos. Quizás el ejemplo que podría traerse en este punto es el de las fotografías que durante años realizó Claudia Andujar a partir de su contacto permanente con los yanomanis, en cuyos territorios vivía. Su obra se basa, en un sentido, en una aproximación poética que se elabora desde lo cotidiano y desde la identificación con la comunidad. Ella no constituye ese archivo visual desde su experiencia como yanomani, sino con los yanomanis. Su obra contribuyó de manera poderosa a otorgarles visibilidad y a llamar la atención internacional sobre las políticas extractivistas que apuntan a los territorios en los que viven, que se extienden entre Brasil y Venezuela, y que se articulan también con violencia y matanzas. En una exposición de las fotografías de Andujar realizada en el Instituto Moreira Salles de São Paulo y de Río de Janeiro durante 2019 se contraponía una larga entrevista a Andujar y sus denuncias sobre una masacre de yanomanis, con el discurso del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien encendió con sus palabras la violencia hacia los territorios indígenas en Amazonia, blanco de la extracción minera. Sin embargo, los yanomanis no participan de las exposiciones en primera persona, con sus nombres, con su identidad. Esto es lo que destaca Rosana Paulino cuando ante el 34 Panorama de Arte Brasileira, que propuso un diálogo entre las antiguas esculturas de piedra tallada y seis artistas brasileños, se preguntaba por qué no se ve la obra de los pueblos indígenas del Brasil, herederos de las culturas nativas. Se trata de una representación sin participación (Paulino, 2016).

La nueva visibilidad de los artistas afrobrasileños se intensificó desde 2014. La exposición Territórios: artistas afrodescendentes no acervo da Pinacoteca realizada entre diciembre de 2015 y junio de 2016, curada por Tadeu Chiarelli, reunió las obras de la colección realizadas por artistas negros durante los últimos dos siglos. Chiarelli destacó que el museo aspiraba a cumplir con la agenda de la diversidad en las artes de Brasil. La exposición Historias Afroatlánticas realizada en 2018 en el MASP, así como las exposiciones individuales que recuperan la narrativa afroatlántica de artistas como Alejaidinho, Maria Auxiliadora da Silva, Emanoel Araujo, Melvin Edwards, Rubem Valentim, Pedro Figari, Lucía Laguna y Sonia Gomes, fueron paralelas a la exposición de Rosana Paulino en la Pinacoteca de São Paulo, entre 2018 y 2019, presentada luego en el Museu do Arte de Río de Janeiro. Esta nueva presencia nos aproxima a la transformación que actualmente experimentan las instituciones artísticas brasileñas que promueven el conocimiento de los artistas afrobrasileños.

Otro hecho significativo impactó en los últimos años en el arte brasileño. Durante 2015 y 2016 se produjo un debate intenso en torno a una obra presentada en Itaú cultural de São Paulo, A mulher do Trem, acusada de racismo por el uso de blackface, recurso por el cual un actor blanco representa, con la cara pintada, a un negro (Gonçalves, 2016). El debate no estuvo exento de negación y naturalización de una situación que existe en la cultura brasileña, en la que la ficción teatral y televisiva ubica a los afrobrasileños en el lugar de empleados domésticos (lo que refuerza el estereotipo racista) y les niega posibilidades de trabajo cuando para representarlos recurre a actores blancos maquillados. La institución canceló la obra y abrió un debate público. Propuso revisar el racismo estructural presente en su organización, que en una historia de 30 años invisibilizó la producción artística afrodescendiente. Diálogos Ausentes, mesas de análisis que se desarrollaron durante 2016, culminaron con una exposición con el mismo título curada por Diane Lima y Rosana Paulino. En una de las sesiones realizadas durante 2016 participaron, entre otros, los artistas Aline Motta, Eneida Sanches, Mariane Figueira, Dalton Paulo, la curadora Fabiana Lopes, y la artista y curadora Diane Lima, que actuó como mediadora de esta y de otras sesiones.[10]

Entre las iniciativas activadas para visibilizar el arte afrobrasileño y para debatir sus poéticas, Fabiana Lopes (2018a) destaca la que se llevó adelante en el programa Ateliê Oço, en São Paulo, dirigido por el artista y curador Claudinei Roberto da Silva. Durante más de diez años y sin patrocinios, Ateliê Oço funcionó como un laboratorio de investigación que dio visibilidad y un marco de debate a la obra de artistas negros. En este espacio se realizó la exposición de Rosana Paulino Amor: modos e usos, en 2011 (Roberto, 2011).

Aunque Brasil no legalizó el racismo como sucedió en los Estados Unidos, las desigualdades que enfrentan son más profundas que en ese país (Schwarcz, 1993, 2012, Dávila, 2003 y 2013). Simulada bajo ideologemas como el de “democracia racial”, que oculta el racismo en la sociedad brasileña, o el “mito de las tres razas”, que refiere a la relación supuestamente armónica entre indígenas, europeos y africanos, la desigualdad racial en el Brasil fue abordada en los últimos años por agendas de diversidad. Estas fueron articuladas desde políticas de acción afirmativa —o cuotas— que las universidades llevaron adelante desde 2003, junto a programas para financiar la educación y para proporcionar apoyos que permitan mantener a los niños en las escuelas (Lloyd, 2016). Los discursos de terror, de racismo y la guerra a los pobres que activan las intervenciones públicas de Bolsonaro atentan contra las políticas de inclusión (Barbara, 2019).

Aunque falten estudios específicos sobre la formación de los artistas brasileños contemporáneos, puede analizarse la emergencia de una o más generaciones de artistas afrobrasileños, con formación artística universitaria (maestrías, doctorados y posdoctorados), que en los últimos años han quebrado el aislamiento que la propia Rosana Paulino describía cuando sostenía que durante los años noventa ella era una figura aislada en el mundo del arte brasileño: “Estuve prácticamente diez años haciendo arte contemporáneo sola, sin otros artistas negros (…). Había una brecha de 20 años (…). Estaban Emanoel Araújo, que podría ser mi padre; Abdias del Nacimiento, que podría ser mi abuelo. Sonia Gomes estaba en Minas, Ayrson Heráclito en Bahía” (Paulino, Gobbi, 2019).

El giro institucional que podemos ubicar entre 2014 y el presente señala un nuevo panorama. Curadoras como Fabiana Lopes o Diane Lima investigan el contexto crítico de la producción de los artistas afrobrasileños, punto de partida negado pocos años atrás por el establishment que no reconocía su existencia y que negaba la pertinencia de incluir referencias a la raza en relación con el arte (Roffino, 2018). Desde 2014 se comenzó a dar cuenta de la emergencia de jóvenes artistas negros y de un giro en las políticas curatoriales. En 2015 se invitó por primera vez a un artista negro, Paulo Nazareth, a representar a Brasil en el Pabellón Latinoamericano de la Bienal de Venecia. Los nombres de artistas que integran las nuevas generaciones se inscriben con fuerza en el campo del video, la fotografía y la performance. Paulo Nazareth, Aline Motta, Eneida Sanches, Mariane Figueira, Dalton Paulo, Michelle Matiuzzi, Eustáquio Neves, Tiago Gualberto, Helo Sanvoy, Marcos Palhano, Charlene Bicalho, Priscila Rezende, Millena Lizia, Juliana Dos Santos, Olyvia Bynum, Natalia Marques, Sonia Gomes, Lídia Lisboa, Charlene Bicalho. Esta es una lista incompleta, en proceso, de artistas negrxs. Fabiana Lópes destaca también el lugar referencial que Rosana Paulino ocupa para artistas como Sidney Amaral, Moses Patricio, Renata Felinto, Wagner Viana y Janaina Barros, Charlene Bicalho, Natalia Marques, Juliana dos Santos, Dalton Paula.[11] Rosana Paulino enriquece la lista de artistas jóvenes: Kika Carvalho, Castiel Vitorino, Mariana de Matos, Sheila Ayó, Ana Lira, Lucimélia Romão, Coletivo TROVOA, Panmela Castro.[12] Se trata de artistas afrobrasileños formados en el lenguaje del arte contemporáneo, que integran en sus obras referencias a sus subjetividades y contextos de enunciación.

Una poética afrobrasileña

Desde 2012, Rosana Paulino revisa el sentido político de las fotografías “científicas”, cuyas tipologías actuaron como instrumentos simbólicos que reforzaron la opresión de la esclavitud. “Las definiciones pertenecen a los definidores, no a los definidos”, escribe Toni Morrison en Beloved (1987). Esta es la perspectiva desde la que Rosana Paulino aborda el imaginario científico occidental sobre los afrobrasileños durante el siglo XIX. El archivo científico no es una fuente pura, se estratifica en el tiempo: aunque formado en los siglos de la esclavitud en Brasil, su poder configurador sigue activo. Cuando yuxtapone imágenes del pasado, Paulino activa las raíces del presente.

Con sus collages e instalaciones introduce una distancia y un debate respecto de las líneas principales del arte brasileño. No se trata de una obra que se exprese como la continuidad de la genealogía estilística que propone devorar el modernismo europeo, como Tarsila de Amaral en su propuesta antropofágica. Tampoco se inserta en la línea evolutiva de la abstracción. Aunque se apoya en el legado de los artistas afrobrasileños, se separa de la idea de continuidad estilística: su lenguaje difiere respecto de la propuesta de una expresividad figurativa como la de, por ejemplo, María Auxiliadora[13]; también de la abstracción que domina en la obra de Rubem Valentim.[14] En dos autorretratos con máscara que realiza en 1998, ella interpela el canon de la antropofagia y de la abstracción. En uno se representa rodeada de la hoja de banano que flanquea a la figura de La negra de Tarsila de Amaral (1923); en el otro, por las banderas abstractas características de la obra de Alfredo Volpi. Yuxtapone su autorretrato y su relación con la comunidad afrobrasileña con la génesis del canon dominante del arte en Brasil y elabora las potencialidades críticas de esta yuxtaposición.[15] En los años treinta Walter Benjamin propuso a Brecht como un aliado estratégico de su valoración de los procedimientos críticos —como el montaje— que permiten que el aparato productivo quiebre su complicidad con el poder, el fascismo en palabras de Benjamin (1975). En sus lecturas del archivo Rosana Paulino propone un análisis de sus consecuencias estéticas y políticas. Las decisiones sobre las formas son tan significativas como las selecciones de imágenes sobre las que opera críticamente. En su conjunto, forman parte de un activismo poético que se expresa como relectura de un canon —el del arte brasileño—, que operó desde la exclusión. Sus collages lo cuestionan desde la filosofía política que sirve de marco a sus imágenes.

Volvamos, por un momento, al uso que Paulino propone del archivo personal. Primero recurrió al mismo en la serie de los bastidores. En otro formato, desde otra propuesta, vuelve sobre el álbum familiar cuando selecciona once de sus fotografías, impresas unas 1500 veces, sobre pequeñas bolsas de tela (8 x 8 cm), cosidas en los bordes, ordenadas en hileras: diecinueve de alto, setenta y ocho de ancho. Los rostros de mujeres, hombres y niños de su familia nos miran desde la tipología del retrato convencional, realizado para recordar un momento en la vida. Son retratos de grupo o singulares. Algunos remiten al formato de la fotografía institucional, la del documento de identidad. Observada desde la distancia, Parede da memoria (1994-2015) convoca a una vibración casi óptica, en la que los pequeños cuadros de tela se ven como acentos, como sutiles movimientos. Un paisaje de tonos grises y cálidos que enfatizan las costuras que bordean cada pequeño objeto.

Estas pequeñas bolsas cosidas remiten a los patuá, amuletos, pequeños sacos que contienen objetos o substancias vinculadas al axé o la fuerza mágica en las creencias Umbanda.[16] Puede trazarse un paralelo con el uso de reliquias en la religión católica: un tejido, el fragmento de un objeto o hueso vinculado a un santo, o la tierra que los cruzados traían de Tierra Santa.[17]  En ambos casos, el objeto adquiere un sentido protector una vez que ha sido bendecido en el catolicismo o pasado por el “cruzamento” en la religiosidad Umbanda. En su casa había un patuá, sobre la puerta de entrada. En la yuxtaposición de materiales y de sentidos que propone Paulino, se funden creencias no occidentales con los usos de la fotografía en el arte más contemporáneo. Impreso y multiplicado, este pequeño objeto se sumerge en una escala monumental en la que se cruza lo doméstico. Se trata de una pared-monumento, que durante varios años estuvo en proceso hasta el día en que la obra pasó a integrar la colección de la Pinacoteca de São Paulo, durante 2015 (Bevilacqua; Lopes; Palmas, 2018, p. 149). Como señala Fabiana Lopes: “Con esta pieza, Paulino crea un memorial del sujeto negro y con su abordaje estético logra cerrar una brecha dentro de la memoria nacional respecto a este tema” (Lopes, 2018b). Un sentido alegórico atraviesa el conjunto, en el que el recuerdo personal, el álbum de familia de las personas queridas, se engarza con una dimensión histórica que traslada siglos al presente. Aunque la obra no trata estrictamente sobre la esclavitud, la recuerda. Parede da memoria es la visión expandida de una imagen privada que se vuelve colectiva. En esa simultaneidad de impresiones se manifiesta la familia afrobrasileña, dispar respecto de aquella blanca, ordenada o antropofágica que ha moldeado el canon de representación del arte del Brasil.

Uno de los rasgos de clasificación social que establece diferencias, junto al color de la piel, es el cabello. Angela Figueiredo lo investigó en un proyecto en el que analizó el sentido estético, cultural y resistente del cabello negro, y que presentó en la exposición fotográfica Africa Global Hair (2011).[18] Dos ejemplos, entre muchos que podría traer a esta discusión, llevan a un primer plano el rol distintivo del cabello a la hora de establecer las diferenciaciones sociales que inciden en las perspectivas racistas respecto de la diáspora africana. Por un lado, la performance de la artista peruana Victoria Santa Cruz, ¡Me llamaron negra!, en la que relata, al tiempo que golpea rítmicamente sus manos, lo que sintió cuando la llamaron ‘negra’, una identidad que desconocía y una palabra en la que percibió una ofensa. Su reacción fue alisar su cabello y empolvar su rostro. Hasta que un día se dio cuenta de que adaptarse al requerimiento del amo diluía su existencia, su identidad. En la performance la frase “¿Y qué? ¡Sí, negra soy!” repetida al ritmo del cajón, señala el quiebre y el pasaje de la marginación al orgullo.[19] El archivo de esta performance provoca una relación empática y transformadora. Tal el poder del arte, de una imagen, de una secuencia de frases que se pronuncian en el tiempo, en una trama narrativa que permite la identificación con el momento de conversión del sujeto sojuzgado al sujeto empoderado.

La filósofa brasileña Djamila Ribeiro relata en primera persona la felicidad que experimentó la primera vez que pudo alisar su cabello y moverlo. Describe también el tormento que implicaba el proceso de alisarlo. Su padre se oponía a que lo hiciese, alababa la belleza de su cabello. Sin embargo, este nunca quedaba como ella lo imaginaba. Una sensación de no pertenecer la acompañaba. Hasta que un día, como Victoria, comprendió que se trataba de una máscara, y también se produjo en ella ese pasaje de una relación sojuzgada a una resistente representada por el cabello.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en el primer capítulo de su novela Americanah (2013), que transcurre en Princeton, describe la experiencia de trenzarse el cabello en una peluquería en la que conviven mujeres negras que provienen de distintos países de África o del Caribe. Allí, durante las seis horas que demanda el trenzado, se crea una comunidad diaspórica transnacional. La artista paulista Priscila Rezende realiza una performance, Bombril (2010), en la que lava su cabello con utensilios de cocina, convirtiéndolo en una esponja. Bombril es la virulana, y la comparación toma en Brasil la forma de un insulto: «cabelo de bombril», pelo de virulana, equivalente a cabelo ruim», «cabelo duro», «cabelo de couve flor». Al apropiarse y literalizar el peyorativo, Rezende lleva al espectador a confrontar el discurso social discriminatorio y a tomar posición.[20]

A esta tensión y a esta condición encrespada del cabello afrobrasileño remite Paulino cuando en su instalación Sin título (2006) dispone mechones de cabello encapsulados con vidrios de relojes. El cabello, como el color de la piel, funciona como sinécdoque de las formas en las que en Brasil se clasifica a sus habitantes. Desde el cabello pone en escena dos mecanismos principales. Por un lado, construye un catálogo, que es también un observatorio de lo común y de lo distinto. En segundo lugar, inscribe nombres en la letra cursiva del letraset (como Isis, Irene o Marly), con lo que remite a un proceso de construcción de la subjetividad de mujeres afrobrasileñas específicas. El cabello natural, que puede incluso tallarse alrededor de la cabeza, representa el agenciamiento desde la diferencia. Es un signo de empoderamiento y de posicionamiento político.

Los cabellos encapsulados, por otra parte, reponen el interés que Paulino tiene por la ciencia. Los recuerdos de su infancia se acumulan cuando se refiere a su pasión por la biología, que compitió con su interés por el arte. La ciencia señala un acorde conceptual visible en muchas de sus obras. En este caso, en las “muestras” de cabello crespo, frisado, que se conservan y se identifican. Se suman aquí al menos dos sentidos. Por un lado, el del coleccionismo científico que extrae y ordena variaciones de un elemento natural para observarlo. Por el otro, el sentido de relicario al que nos referimos en el patuá. En cada semiesfera se cuida ese objeto vinculado a una persona, a una vida, a una mujer. Nuevamente la raza y el género. En el centro de esta pieza, un cristal de mayor tamaño reúne fotografías del pelo trenzado, oscuro, junto a fragmentos de cabello rubio. Las pulsiones conceptuales e ideológicas del feminismo negro aparecen como mensaje subyacente. Mujeres clasificadas y socialmente sojuzgadas por su cabello.

En 2012, Rosana Paulino realiza la serie Assentamento, en la que plenamente se involucra con el discurso científico y su relación con el racismo. Ella introduce la fotografía de una mujer afrobrasileña incluida en una serie realizada por el fotógrafo franco-suizo Auguste Stahl (1828-1877), encomendada por el cientista suizo naturalizado norteamericano Louis Agassiz (1807-1873). Las fotografías fueron redescubiertas en 1974, cuando fueron encontradas en el ático del Peabody Musuem, fundado por Agassiz, en el que quedaron olvidadas durante décadas (Wallis, 2006). Sin embargo, Paulino no parte de este archivo, sino de su reproducción en el libro O negro na fotografia brasileira do século XIX, publicado en 2004 por el coleccionista George Ermakoff.[21] Un libro que introduce un archivo que no tenía estado público en Brasil y que se inserta en la dinámica de la historia de las imágenes, para la que las copias son el punto de partida de apropiaciones y resemantizaciones.[22] Detengámonos por un momento en la historia de estas imágenes.

Para Agassiz, el científico era un ser privilegiado que sabía develar el plan divino mediante la observación de la naturaleza, en la que diferenciaba una jerarquía natural entre los seres, de los animales a los humanos y entre las razas humanas. Diferenciaba entre razas superiores e inferiores, blancos y negros, respectivamente, y consideraba que los segundos, creados para vivir en cinturones tropicales, abdicaban de su autonomía ante la superioridad del hombre blanco (Machado, 2010). Entre 1865 y 1866 participa en la Expedición Thayer, que fue desde Río de Janeiro hasta el Amazonas. Profesor en Lawrence School, rama de la Universidad de Harvard, fue popular por defender el creacionismo, el poligenismo y por su adhesión a la teoría de la degeneración de las razas. Viajó a Brasil para desautorizar a Darwin y sus teorías publicadas en El origen de las especies (1859). Buscaba probar que el “mulatismo”, presente en la población brasileña intensamente mestizada, provocaba la “degeneración racial”.[23]  En su libro A journey to Brazil, publicado en 1867, sostenía que si se ponían en duda los efectos perniciosos de las razas, había que viajar a Brasil. Auguste Stahl fue el fotógrafo que Agassiz contrató para realizar un archivo fotográfico que probase sus teorías. Se trata de 200 imágenes que se conservan en el Museo Peabody de Harvard, en gran parte inéditas debido a su polémico contenido, integrado por retratos desnudos de la población africana de Río de Janeiro y por tipos mestizos de Manaos.  Cuarenta de esas fotografías fueron exhibidas por primera vez en São Paulo en Rastros e Raças de Louis Agassiz: Fotografia, Corpo e Ciência, Ontem e Hoje (T)races of Louis Agassiz: Photography, Body and Science, Yesterday and Today, exposición organizada por Capacete y la 29ª Bienal de Artes de São Paulo, en el Teatro de Arena (2010) (Haag, 2010). Las fotografías de Stahl, realizadas de frente, de perfil y de espaldas pretendían probar las teorías de Agassiz (Balanta, 2012). En 1840, este se había involucrado en el debate norteamericano sobre las razas y sus posiciones acerca de que el mestizaje era el camino de la degeneración social, ideas que impactaban en los grupos que sostenían el segregacionismo en el sur de los Estados Unidos. Ya en 1850, Agassiz había encargado a J. T. Zealy fotografías de esclavos norteamericanos desnudos tomadas desde distintos ángulos. El Museo Peabody es demandado legalmente por Tamara Lanier, quien reclama que uno de los fotografiados es su antepasado y cuestiona el provecho obtenido de la imagen, utilizada para la promoción de conferencias y libros (Petit, 2019).

Rosana Paulino trabaja a partir de un polémico archivo liberado por el libro de Ermarkoff.[24] Trabaja sobre sus imágenes en diversos tamaños, imprimiéndolas sobre tela o incorporándolas en sus collages. Le interesan los afectos que portan estas imágenes (Paulino, Antonacci, 2014). En 2012, durante un programa de residencia entre artistas brasileños y afroamericanos realizado en el Tamarind Institute, en la University of New Mexico, Albuquerque, comienza una serie de obras sobre papel, Assentamento, que utiliza las imágenes de una mujer, de frente, de espaldas y de perfil, reproducidas en este libro.  Paulino las imprime y desarrolla a partir de ellas un dibujo que traza raíces e incluye un corazón. La expansión de la imagen impresa en el dibujo realizado a mano destaca la metáfora de enraizamiento: la historia brasileña está cruzada por la esclavitud y por la vida y la cultura que mujeres y hombres trasladados desde África introdujeron en la cultura de Brasil, en una sociedad que aun reproduce tramas de subordinación de más de 300 años de esclavitud. La mujer fotografiada por Stahl fue trasladada desde África, fue esclavizada. El corazón que la artista superpone al cuerpo, el color rojo sobre la monocromía en grises de la imagen extraída del libro, traduce la tensión entre la separación y el enraizamiento, procesos, ambos, violentos. Se trata de abordar los afectos y la visión del mundo, las experiencias que millones que hombres, mujeres y niños esclavizados en África portaban y que forman parte de la sociedad brasileña contemporánea.

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Rosana Paulino, Assentamento, 2013

De frente, de espaldas, de perfil. La imagen se continúa en raíces y en formas acuareladas que la rodean, convirtiéndola en la célula de lo que será en una nueva configuración social. Una mujer africana trasladada, observada desde los dispositivos que la ciencia utilizaba para construir las taxonomías que justificaban las teorías de las razas puras, las teorías de las razas dominantes y de las desempoderadas. Las imágenes exponen la presencia de ese cuerpo violentado por un traslado involuntario, sojuzgado por condiciones de travesía inhumana, seguida de una explotación también inhumana, que forma parte del Brasil colonial tanto como del de la independencia o del contemporáneo. A pesar de la violencia, las raíces se expanden desde el cuerpo que se convierte en el lugar de un assentamento, un proceso de enraizamiento, una construcción cultural nueva. Las raíces y el follaje que brota de sus ojos, esas formas que parecen casi dendritas que se prolongan desde las células, hacen de su cuerpo un tronco, un eje que conduce, que conecta el cuerpo con el espacio que lo rodea.

Rosana Paulino ASSENTAMENTO 2

Rosana Paulino Assentamento 1

Rosana Paulino, Assentamento, 2013 (instalación)

Un año más tarde, en 2013, Paulino realiza la instalación Assentamento, que incluye las mismas imágenes, de frente, de perfil, de espaldas, ampliadas a tamaño natural.[25] El cuerpo se reproduce dislocado, descalzado por los cortes de una costura / sutura que une para recomponer la forma. Divididas en cinco partes, en cinco fragmentos de tela, las figuras experimentan un desplazamiento hacia la derecha o hacia la izquierda. Los hilos que penden interrumpen la continuidad de una sutura que remite a la captura, traslado, esclavitud; a la llegada a un espacio completamente distinto en el que debía rehacerse. Reconfigurarse en una nueva sociedad, la brasileña, que aún está atravesada por la diferencia social, racial. Un orden patriarcal. El corazón superpuesto condensa su historia, sus afectos, sus creencias, las costumbres que traía con ella. Intercalados en el espacio que queda entre los cuerpos impresos, tres fardos de madera y de brazos atados en una pira, han sido preparados para ser devorados por un fuego aludido, que en cualquier momento podría encenderse. En los comienzos de la esclavitud en Brasil en el siglo XVI, un esclavo vivía entre 2 y 5 años. Los fardos de Assentamento remiten al desgaste, al escaso valor de personas que eran para el sistema como madera para ser quemada y repuesta. Así eran concebidos los esclavos en la dinámica del capitalismo, en la que la economía del monocultivo (siglos XVII-XIX) se vinculó a la emergencia del capitalismo industrial en Gran Bretaña (siglos XVIII-XIX) (Williams, 1944). Darcy Ribeiro escribió que, mientras Gran Bretaña expandía las máquinas a carbón, en Brasil se quemaba carbón humano (Ribeiro, 1995). Entre los fardos, entre las fotografías ampliadas e impresas de una esclava que fue fotografiada y observada para fundamentar desde la ciencia la jerarquía entre las razas, la relación entre mestizaje y degeneración coloca el video Mar distante, que introduce la travesía que culminaba con el arrebato de la identidad en la explotación de los cuerpos en la gran maquinaria de la plantación. “Assentamento”, señala Paulino, tiene dos sentidos. Por un lado, significa base, estructura, fundamento. Por el otro, es el lugar en el que se asienta la fuerza del templo, la energía de la casa en las religiones afrobrasileñas (Paulino; Antonacci, 2014).

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EVA

Rosana Paulino, Adán, Eva, 2014

Colección MALBA

En 2014, durante una residencia en el Bellagio Center de la Rockefeller Foundation, Paulino realiza una serie nueva de collages a partir de las fotografías del libro de Ermakoff. Introduce siluetas vacías en las que resuena el cuerpo ausente, el cuerpo borrado, al que le ha sido arrebatado su estatuto de humano. Ese Brasil pensado como un enorme almacén, en el que existía una flora y una fauna para ser exploradas tanto como las especies humanas (Ribeiro, 1995). En este trabajo también investigó las imágenes del libro Flora Brasílica, planeado e iniciado por el botánico brasileño Frederico Carlos Hoehne, publicado en fascículos entre 1940 y 1968 por la Secretaría de Agricultura, Industria y Comercio de São Paulo; utiliza las imágenes del fascículo número 7, Labiadas, Gêneros 1-14, por C. Epling & J.F. Toledo, que reúne la flora del Brasil. Pequeñas flores, pequeños detalles de esa flora brasílica, ganan cuerpo en la progresión de la serie, e invaden el espacio. En los últimos collages, los personajes quedan casi cubiertos por vegetales.

Además de la flora estos collages incluyen huesos. Se incluye así una referencia, explica Paulino, al cementerio de Negros Nuevos (New Blacks), en Río de Janeiro, que reúne los restos quemados y acumulados de los esclavos que llegaban a Brasil y morían. Descubierto en 1996, durante la reforma de una casa que realizaban sus habitantes, este funcionó aproximadamente entre 1769 y 1830, en una de las barracas del antiguo mercado negrero. Se cerró para demostrar a Inglaterra que Portugal cumplía las condiciones del tratado para finalizar el tráfico de esclavos que había firmado en 1827. Se calcula que allí murieron entre veinte y treinta mil personas, sobre todo niños y adolescentes. El sitio, hoy Memorial dos Pretos Novos,[26] deja ver los osarios a través de una pirámide de vidrio. A Rosana Paulino le produjo un fuerte impacto visitarlo (Lopes, 2018a, p. 178). En la serie de collages los huesos cambian de medida, en algunos son del mismo tamaño que la cabeza de las figuras, en otros lo aumentan varias veces. Quienes eran forzosamente traídos de África como esclavos no eran considerados personas, eran sombras de personas, sombras de ciudadanos. La sombra del Brasil. El almacén tuvo un rol fundante de la sociedad brasileña, una de las más desiguales del mundo, en la que el trabajo no es valorizado, menos aún el trabajo manual, y en la que existe una fuerte jerarquización de clases. “Estudio estas cuestiones con regularidad, qué es ser mujer, qué es ser negra en la sociedad brasileña. Porque en estas cuestiones algo me incomoda, y solo consigo trabajar, de hecho, con las cuestiones que me incomodan. Ese nudo en mi garganta creció conmigo y tengo que hablar, y escogí el arte para tratar estas cuestiones” (Paulino, 2014).

historia natural

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historia

Rosana Paulino - Historia Natural Giunta

Rosana Paulino - Historia Natural - Giunta

Rosana Paulino, ¿Historia Natural?, 2016

“Natural” es la palabra que Paulino introduce para elaborar un concepto visual y afectivo respecto de la ciencia y de su historia. La historia, tal como ha sido narrada, participó activamente en la fundamentación de los preconceptos que subyacen en teorías en las que existe un fuerte componente racista, empeñado en demostrar la superioridad de una raza sobre otra. En ¿História natural? (2016), introduce un doble signo de pregunta, imitando el español que, en esta duplicación, encuentra más enfático. Un recurso que visualmente refuerza la pregunta. El doble signo involucra, junto a la colonización portuguesa, la española: desde 1518 hubo esclavos en Cuba y República Dominicana; en Cuba la esclavitud fue abolida en 1886, dos años antes que en Brasil.

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Rosana Paulino, ¿Historia Natural?, 2014

¿História natural? (2016) es un libro complejo, que incluye grabado sobre papel y sobre tela y que se organiza como una historia en imágenes, tal como la de los naturalistas. Rosana Paulino elabora una contrahistoria desde el discurso, el archivo, la imaginación y las imágenes realizadas por el discurso científico del siglo XIX. Intercepta la normalización de las teorías científicas; interviene críticamente sus archivos fotográficos. Frases como “El progreso de las naciones”, “La salvación de las almas”, “El amor por la ciencia”, introducen lemas del capitalismo y de la religión, agentes del sojuzgamiento y disciplinamiento de los esclavos. Una religión, la cristiana, que se impuso, sin lograr desplazar los componentes africanos, persistentes en las religiones afroamericanas, afrocaribeñas, afrobrasileñas. Fragmentos de tela cosidos cubren y descubren textos e imágenes. La impresión de azulejos portugueses, entre los cuales se escurre la tinta roja, fusiona la idea de colonización y violencia. El libro se ordena en capítulos: la flora, la fauna, las gentes. En la sección que refiere a las personas, las fotografías de indígenas y esclavos se coordinan en distintas posiciones. Algo las distingue: el rostro vacío, ocupado por la imagen del fondo con mares ocupados por barcos esclavistas; el rostro con los ojos cubiertos por una forma obscura, que simbólicamente obtura su mirada, junto a la silueta de su cuerpo fotografiado. Un vacío, una ausencia.

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Rosana Paulino, Permanência das Estruturas, 2017

Permanência das Estruturas (2017), se incluye en sus series textiles, en las que cruza imágenes, suturas y textos. El hombre cuya fotografía reproduce el libro de Ermakoff, el vacío que deja su contorno, los huesos, los azulejos portugueses y el texto que titula el collage, Permanência das Estruturas, escrito en rojo, en distintos tamaños, están allí, repetidos, para que no olvidemos. Para que no olvidemos el modo en el que esas personas eran trasladadas en viajes que duraban más de un mes, en condiciones inhumanas, Paulino imprime también el barco negrero, el mapa que indica la disposición de los cuerpos, el hacinamiento.[27] Es importante no olvidar, podemos pensar, ante el conjunto de pruebas de tal ominoso pasado-presente. La mirada científica, los huesos encontrados en Río de Janeiro, la referencia a quienes intensamente practicaron el comercio de personas como esclavos, el mapa del barco que los transportaba. Los memoriales re-cuerdan –re: de nuevo, cordis: corazón; vuelven a pasar por el corazón, por afectos, los restos de un pasado activo. Sentimos ante ellas, hoy, todo lo que permanece en la sociedad brasileña contemporánea.

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Rosana Paulino, Geométría à brasileira chega ao paraíso tropical, 2018

Las formas geométricas que en ¿História natural? obturan los ojos de algunos de los retratos permiten a la artista ingresar en uno de los ejes narrativos de la historia del arte brasileño: el arte abstracto y la centralidad que este ha adquirido en los últimos años. Intensamente exhibido y coleccionado por museos internacionales, la abstracción brasileña constituye actualmente el eje central del canon del arte brasileño. Observemos cuál es el rasgo dominante de estas formas geométricas en series como Geométría à brasileira o A Geometría à brasileira chega ao paraíso tropical (2018). Para ello detengámonos por un instante en la lectura curatorial propuesta por el MASP de la obra de Rubem Valentim en su exposición antológica.[28] Se dice en el catálogo de esta exposición que este artista se apropia de la abstracción de origen europeo que dominó el arte brasileño de los años cincuenta y sesenta, sometiéndolo a las raíces africanas, al diseño o a diagramas que representan a los orishas de las religiones afrobrasileñas. En tal sentido, Valentim produce una operación antropofágica, deglute la abstracción europea para convertirla en afrobrasileña. La metáfora es potente, coloca al arte afrobrasileño en una relación de equidad con el de los artistas que conforman el canon del arte brasileño (Tarsila de Amaral, Hélio Oiticica, Lygia Clark, Lygia Pape, entre otros). En tal sentido, el catálogo reproduce obras de Auguste Herbin y de Mira Schendel. Ciertamente, cuando observamos los collages de Paulino podemos pensar en los Grandes nucleos de Hélio Oiticica, en los que los planos suspendidos en el espacio, de colores homogéneos, dejan ver a las personas que se mueven alrededor o dentro de la pieza. En los collages de Rosana Paulino tales planos reverberan. Los planos de color interceptan las imágenes en blanco y negro de la flora, la fauna y las gentes del Brasil. Las formas puras cubren parcialmente los rostros y los ojos de indígenas y afrobrasileños. Son intervenciones críticas que reponen distintas preguntas ¿en qué contextos de marginación social se construyó la abstracción brasileña como forma pura, racional, capaz de circular sin conflictos, de internacionalizarse? ¿Qué es lo que la centralidad de estas poéticas historizadas, analizadas y expuestas casi de manera excluyente, no han permitido ver? ¿De qué otras maneras puede analizarse el arte de Brasil? Las preguntas recién comienzan a ser investigadas. Las exposiciones a las que nos referimos en las primeras secciones de este capítulo otorgan visibilidad a obras de artistas afrobrasileños que no figuraban en los relatos principales del arte. Los estudios enfocados sobre cuerpos de obra que carecían de museografía y de investigación comienzan a realizarse. Sus consecuencias comienzan a trasladarse a las historias del arte, a las colecciones de las instituciones artísticas, a las investigaciones curatoriales, a los estudios académicos universitarios. La historia vigente es una historia parcial. Nuevas complejidades requieren ser estudiadas, exhibidas e historizadas para acceder a una comprensión estética más compleja y desafiante. Brasil es un país de diversidades que el discurso unilateral de la historia del arte ha dejado en las sombras.

* * *

Escribo este texto desde una posición a la vez interna y externa. Interna porque se aborda la complejidad del arte contemporáneo para quebrar la marginación de experimentaciones disruptivas con un lenguaje que activa referencias poderosas en la cultura brasileña. En ella se juegan los derechos de la ciudadanía de conocer el pensamiento estético contemporáneo en toda su complejidad. Importa comprender la sofisticación excepcional y distinta de la obra de lxs artistas afrobrasileñxs contemporáneos. Faltan libros, exposiciones, traducciones, estudios específicos que permitan conocer poéticas particulares, no generalizables. Aspiro, con este estudio que incluye referencias a artistas, investigadores, teóricos y curadores afrobrasileños, a contribuir a un campo de estudio que hasta hace 5 años tenía poca representación en las exposiciones internacionales de arte brasileño y latinoamericano. Estamos comenzando, urge su inscripción regional y global. Las obras existen, se necesita expandir los instrumentos que permitan conocerlas. Y necesita redefinirse lo que hasta ahora se consideró como “arte latinoamericano”. Al mismo tiempo mi posición es externa porque las consecuencias de la discriminación impuesta por siglos de esclavitud no obraron en forma específica sobre mis experiencias. Escribir sobre obras todavía silenciadas, distanciando la escritura de un sentido heroico, involucra la urgencia estética e intelectual de conocer un arte que remite a experiencias afectivas que involucran a más de la mitad de la población brasileña. La mujer afrodescendiente es, como señaló Rosana Paulino, la base de la pirámide social de la explotación y de la exclusión. Contra su cuerpo se ejerce una violencia social y simbólica. Su obra, junto a la de muchxs otrxs artistas afrobrasileños, representa la mayor transformación estética que se está produciendo en el arte contemporáneo de Brasil. Urge conocerlo.

* Andrea Giunta es Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. Profesora Titular Regular de Historia del Arte Americano II (Arte Latinoamericano) e Historia de las Artes Plásticas VI (Arte Moderno y Contemporáneo), Universidad de Buenos Aires.

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WALLIS, Brian. “Black Bodies, White Science: Louis Agassiz’s Slave Daguerrotypes”, American Art, The University of Chicago Press, Vol. 9, No. 2 (Summer, 1995), pp. 38-61. Molly Rogers (2006)

WILLIAMS, Eric E.. Capitalism & Slavery. Chapel Hill: The University of North Caroline Press, 1944.

[1] Rosana Paulino en entrevista con Gobbi, Nelson, ‘Arte negra não é moda, não é onda. É o Brasil’, O Globo, Río de Janeiro, 29-04-2019 https://oglobo.globo.com/cultura/artes-visuais/rosana-paulino-arte-negra-nao-moda-nao-onda-o-brasil-23626464 (consultado 12-05-2019)

[2] Rosana Paulino trabajó sobre las imágenes en Xerox, las amplió y las transfirió al tejido de algodón con una emulsión que diluye el tóner de la fotocopia. Comunicación por correo electrónico con la autora, 22 de julio de 2019.

[3] La formación de Rosana Paulino es como grabadora, graduada en grabado en la Universidad de São Paulo en artes visuales, con una especialización en London Print Studio, en Londres, y un doctorado obtenido también en la Universidad de São Paulo. Aprobó el proceso de selección para estudiar biología en Unicamp y Artes en USP, optó por el arte: en Brasil no se permite cursar en dos universidades públicas al mismo tiempo. Su madre le proporciono conocimientos que se asocian a lo femenino, como coser, bordar, o hacer figuras con el barro del río. También creció en contacto con los saberes de la religión Umbanda. Fabiana Lopes (2018) destacó que Rosana Paulino fue la primera persona negra en recibir un doctorado en artes visuales.

[4] Si se analiza en el contexto del Covid-19 y sus efectos devastadores sobre la población negra, sobre la población de las favelas, la interrogación de los sentidos adquiere nuevos y contemporáneos significados.

[5] En su tesis de doctorado, Rosana Paulino (2011) señala como referencia las imágenes de Jacques Etiene Arago y de N. Maurin, Castigo de escravos (1839, colección del Museo Afro Brasil).

[6] Sobre el término afrobrasileño que utilizo en este capítulo junto a negro, Luciana de Leone me señala en comunicación por correo electrónico: “lo que veo es un uso mucho mayor de la idea de negro, negro brasileño, cultura negra, porque la referencia ‘afro’ ocultaría la cuestión central que se trabaja, que es ser negro. Creo que el término afro-brasileiro es el término oficial, institucional, y no sé cómo se lidia con su uso. Tal vez lo mejor sea consultar a la propia Rosana.” Comunicación por correo electrónico con de Leone, 13 de marzo de 2020. Al respecto, señala Rosana Paulino: “Em relação ao dado que vc questiona, concordo que o termo artistas negras/os é mais político e eu tenho usado mais. Gosto também de usar afrodescendentes. Embora o termo artistas afrobrasileiros não esteja errado. Gosto de assinalar que este é um termo em construção, estamos no olho do furacão em relação a questão da produção negra e creio que qq dos termos possa ser usado, uma vez que a terminologia não está estabelecida. Portanto, use o que lhe convier nesse momento.” Comunicación por correo electrónico con Paulino, 9 de abril de 2020.

[7] Ribeiro cita el Mapa da Violência 2015: Homicídio de mulheres no Brasil, p. 30.

 http://www.mapadaviolencia.org.br/pdf2015/MapaViolencia_2015_mulheres.pdf (consultado: 20/07/2019)

[8] El análisis de la presencia negra en el arte brasileño tuvo también una fuerte activación a partir del debate que generó la presentación acrítica de la obra de Tarsila do Amaral, La negra (1923) en la retrospectiva de la artista realizada en el MoMA durante 2018. Ver en tal sentido los artículos publicados por The Art Newspaper, Hyperallergic y The New York Times.

[9] Posee una colección de más de 6000 obras organizadas en distintas áreas temáticas: África, trabajo, esclavitud, sagrado y profano, religiones afrobrasileñas, historia y memorias, artes. Pinturas, esculturas, grabados, fotografías, documentos y piezas etnológicas permiten conocer los procesos de la diáspora africana y de la cultura afrobrasileña.

[10] Puede verse el tape completo en ttps://www.youtube.com/watch?v=mJ2_2pFW8Mo&t=1201s

[11] Fabiana Lopes destaca el lugar de educadora y mentora de Rosana Paulino, con quien muchos de estos artistas hicieron residencias (2018, p. 176).

[12] Comunicación por correo electrónico con la artista, 12 de agosto de 2019.

[13] Autodidacta, Maria Auxiliadora se dedica exclusivamente a la pintura a partir de los 32 años. La propia artista cuestionó que se considerase su obra como “primitiva”, “ingenua” o “popular”.

[14] Un artista que a partir de los años cincuenta se apropia del lenguaje de la abstracción geométrica europea.

[15] Kanitra Fletcher (2011) analiza estos autorretratos como una intercepción respecto del modelo de las fotografías comisionadas por Louis Agassiz a J. T. Zealy para probar sus teorías poligénicas sobre sujetos de inferioridad biológica.

[16] Religión multifocal y multicultural, de prácticas plurales, que introduce elementos de las religiones africanas, aborígenes (tupí) y católicas. Ver Ortiz, 1975.

[17] Estudié en el colegio franciscano Instituto Tierra Santa de Buenos Aires. En el uniforme llevábamos un broche con la característica cruz de Tierra Santa que en su centro tenía un pequeño relicario con un fragmento de tierra de Jerusalén.

[18] La exposición se realizó en Centro Cultural da Caixa Econômica Federal em Salvador, Bahia, durante el mes de noviembre de 2011, mes de la conciencia negra.  Ver Figueiredo, 2012.

[19] Victoria Santa Cruz, Me gritaron negra, 1974 https://www.youtube.com/watch?v=cHr8DTNRZdg Accesado em: 22/06/2019.

[20] El video puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=tsfErSKpunc (consultado: 04/08/2019). Agradezco a Luciana Di Leone sus comentarios sobre este y otros aspectos del presente texto.

[21] El libro incluye las fotografías de Augusto Stahl de la colección del The Peabody Museum of Archeology & Ethnology de Harvard. La publicación liberó estas imágenes en la escena intelectual y artística brasileña.

[22] En relación con la historia de la lectura de las imágenes, se puede plantear la relación comparativa con la historia de la lectura de los textos que plantea, por ejemplo, Roger Chartier (1992).

[23] Djamila Ribeiro advierte el sentido despectivo que tiene en Brasil el uso del término “mulata”, que proviene de “mula” o “mulo”, refiere a lo híbrido, producto del cruce de especies, y que diferencia al caballo noble del de segunda clase. “Se trata de una palabra negativa para indicar mestizaje, impureza, mezcla impropia, que no debería existir”. Desde el periodo colonial, el término fue utilizado para designar a los negros con la piel más clara, fruto del estupro de las esclavas por el señor del ingenio. La denominación tiene un cuño machista y racista. Remite a más de tres siglos de esclavitud en Brasil. Djamila Ribeiro, op. cit., p. 99.

[24] Recientemente se han producido nuevas controversias. En 2012 el Museo Peabody denegó el permiso de reproducirlas en la exhibición sobre racismo que se realizaba en Grindelwald, Suiza, por considerarlas sensibles y por la política del museo de evitar fotografías de desnudos. Ver Mary Carmichael, “Harvard in fight over racist images: Swiss group aims to expose Agassiz”, The Boston Globe, 27 junio 2012. http://archive.boston.com/news/local/massachusetts/articles/2012/06/27/harvard_in_fight_over_racist_images/;

Editorial Opinion “Harvard should openly discuss Agassiz’s racial experiments”, The Boston Globe, 5 July 2012 https://www.bostonglobe.com/opinion/editorials/2012/07/05/harvard-should-openly-discuss-louis-agassiz-and-his-racial-attitudes/7QFq3ScfcerEGDNCqhF5UL/story.html (consultado: 27/07/2019). En este artículo se cuestiona que Harvard no haya realizado una revisión crítica del legado de Agassiz y que siga promoviendo su figura con frases como “Few people have left a more indelible imprint on Harvard tan Louis Agassiz”, considerado uno de los “‘founding fathers’ of the modern American scientific tradition”. Se problematiza su anacronismo respecto de las teorías de Darwin, a las que se opuso, pero no se problematiza hasta qué punto colaboró en la legitimización del racismo en los Estados Unidos. Ver en el sitio de Harvard, “A Tale of Two Scholars: The Darwin Debate at Harvard. Louis Agassiz was a scientist with a blind spot — he rejected the theory of evolution” https://news.harvard.edu/gazette/story/2007/05/a-tale-of-two-scholars-the-darwin-debate-at-harvard/ (consultado: 27/07/2019)

[25] Expuesto por primera vez en el MAC —Museu de Arte Contemporânea de la Ciudad de Americana, en São Paulo—una ciudad vecina a Campinas.

[26] Es parte del Instituto de Pesquisa e Memoria dos Pretos Novos, Río de Janeiro, cuyo propósito es la reflexión sobre la esclavitud y sus consecuencias en Brasil.

[27] La imagen proviene del diagrama del barco de Brookes, de 1788.

[28] Tal es la hipótesis central de la exposición curada por Adriano Pedrosa y Fernando Oliva sobre el artista como parte del ciclo de exposiciones Historias Afro-Atlánticas realizadas en el MASP durante 2018.

 

Notas para un debate

Por: Martín Kohan

Imagen: Pexels.

Martín Kohan se detiene en la extendida premisa, devenida ya en lugar común, de que el trabajo del escritor debe estar disponible para su distribución gratuita, especialmente bajo la modalidad digital. A partir de allí, Kohan reflexiona sobre qué concepción de trabajo supone esa idea. En efecto, el autor se pregunta qué tipo de valor se le otorga a aquello que los escritores y escritoras producen (extensible, también, al trabajo de músicos, fotógrafos y artistas) si se espera, sin más, que se socialice su labor sin una retribución económica a cambio. Ante la cuestión de cómo se concibe la labor del escritor, Kohan percibe, lúcidamente, que su trabajo suele imaginarse por fuera de las condiciones materiales de producción que lo vuelven posible.


Admito que me entusiasmo, y a veces hasta me emociono, cuando me encuentro con propuestas de esa índole: las de ceder, las de donar, de compartir y socializar el trabajo que uno hace. Aprecio esas iniciativas que promueven un ideal de generoso desprendimiento, en un mundo en el que prevalecen, por el contrario, la especulación y la mezquindad. Me sumo por lo tanto de inmediato, diré que aun con alegría, a esas invitaciones para intercambiar lo que hace uno con lo que hace el otro, una utopía realizable de cooperativismo autoorganizado. Pero una y otra vez me decepciono, una y otra vez me frustro, pues no tardo en comprender (una y otra vez, y sin embargo, ¡no escarmiento!) que no habrá ningún intercambio, que nadie va a ofrecer su trabajo por nada, que nadie va a cederlo sin cobrar. ¿Y entonces, de qué hablan? ¿Entonces a qué se refieren? Hablan de una sola cosa, a una sola cosa se refieren: al trabajo de los escritores (cabría agregar, en todo caso, a los músicos, a los fotógrafos). Es de los únicos de los que se espera que aporten lo suyo así sin más. Extraña socialización, que se aplica a un solo rubro. Raro reclamo de libertad de uso, para un solo destinatario. Porque me ha tocado discutir el asunto en reuniones en las que había, por ejemplo, radiólogos, odontólogos, arquitectos, psicoanalistas, abogados, contadores, escribanos, o muchachos y muchachas cuyos padres trabajaban de algunas de esas cosas, y nunca nadie en absoluto ofreció por caso una radiografía de tórax, un tratamiento de conducto, propuestas calificadas para una reforma hogareña, sesiones de psicoanálisis, asesoramiento para un entuerto legal, liquidaciones impositivas, certificaciones fehacientes, sin recibir a cambio su correspondiente remuneración. El áspero capitalismo se sostiene a rajatabla en todos esos casos. Y las bondades de un mundo bello de gratuidad antimercantil se encomienda exclusivamente, y por eso de manera sospechosa, a los escritores. Son sus novelas, sus cuentos, sus poesías, sus ensayos (o son las canciones y las fotografías) lo que se espera que circule en la más plena accesibilidad.

No me refiero, claro está, a la amable disposición que cada cual pueda tener para obsequiar, porque así lo quiere, directamente sus libros o bien el acceso virtual a los mismos, o para escribir un determinado texto sin que le paguen por ello (tengo un ejemplo muy a la mano: es lo que yo mismo estoy haciendo ahora). Me refiero a la premisa estable, devenida en lugar común, de que ese trabajo ha de estar por definición disponible para tomarlo bajo la modalidad de la distribución gratuita, o que no existe en esa instancia un trabajo y no hay en consecuencia cosa alguna que remunerar. Es decir, con otras palabras, que no hay en la literatura nada a así como un valor. O que lo hay, dado que se le suelen destinar vastos encomios suponiéndola valiosa, pero se trata de un valor de tipo espiritual, metafísico o simbólico, nada que, desde esa concepción, merezca verse mancillado por la mugre profana del dinero como tal. Ya es largamente sabido que con una espiritualización de esa índole no se hace sino encubrir la realidad de base de una explotación material, ya es sabido cómo funciona esa ideología y cuál es su inspiración de clase. Pero persiste notoriamente, tanta es su fortaleza.

Que escribir no es un trabajo como cargar bolsas en el puerto es un hecho por demás evidente, pero un argumento por demás dudoso (lo esgrimió Guillermo Piro en Twitter, no sé si con ironía). ¿Por qué habría de ser el cargado de bolsas en el puerto la vara con que medir la condición laboral en cada caso? Casi ningún trabajo es un trabajo tan pesado, entonces no quedaría casi ninguno (ninguno de los que antes enumeré, por lo pronto) que no debiese, bajo semejante parámetro, ofrecerse sin pago alguno. Y no se pretende tal cosa jamás con ninguno de esos otros trabajos, sino tan solo con la literatura.

Es cierto que los escritores reciben, por cada libro vendido, apenas entre el 8% y el 10% del precio de tapa, porcentaje miserable que se rinde, para peor, en liquidaciones tan demoradas como inciertas. Pero, ¿qué es lo que se pretende descubrir con eso, que existe la explotación? ¿Que las empresas por lo general se aprovechan hasta el abuso en su afán de rendimiento? No queda claro, por otra parte, qué clase de protesta o de reparación en contra de esa expoliación se lograría hurtando a los escritores incluso ese porcentaje menor que les está destinado. No comparto, en este sentido, el enfoque propuesto en el Diario Perfil del sábado 2 de mayo por un escritor tan valioso como Pablo Farrés (estafado por la editorial Letra Viva, que no le pagó sus derechos), en el sentido de que no puede imaginar “que el tipo que trabaja en una fábrica de chizitos defienda al patrón que lo somete atrapando ladrones de chizitos en el supermercado del barrio”. Porque incluso en el caso de aprobar la efectividad del robo de mercadería como acción de lucha contra el poder empresarial, lo cual no deja de ser discutible, se plantearía empero un verdadero dilema para las acciones de esa índole si, por cada chizito robado, el sueldo del trabajador que los produce se viera a su vez reducido. Al menos en este aspecto, la producción y la comercialización de libros no funciona como la de chizitos. Y los escritores pueden estar perfectamente al tanto de lo mucho que los perjudican las firmas que los contratan (como de hecho mayormente lo están), y perfectamente dispuestos a luchar para cambiar esas condiciones (como de hecho lo están muchos de ellos); pero no por eso han de admitir que, entretanto, encima les birlen esa parte tan miserable que les toca. No se solidarizan pues con sus empleadores, solo protegen sus magros derechos.

Y es que habría que definir con mayor precisión qué es lo que están defendiendo aquellos escritores que resguardan por convicción su percepción de derechos autorales. ¿Defienden acaso una propiedad privada, la propiedad privada de sus libros? No parece tratarse de eso. Porque un libro no es, en ningún sentido, propiedad del escritor; sino otra cosa muy distinta, y acaso opuesta: es el producto de su trabajo. El robo es robo de eso: se le roba al productor el producto de su trabajo. No le veo a ese proceder el carácter emancipatorio que se le quiere asignar. Me remite, por el contrario, y diré que con nitidez, a la fórmula de la explotación. Apropiarse del trabajo ajeno es incluso lo que la define.

Qué placer se siente al entregar libremente textos a escuelas públicas, bibliotecas populares, lectores comunes que simplemente se interesan, espacios donde compartir por compartir. Y qué distinto resulta del temple singular de aquellos que gustan meramente de esquilmar. La de chorearse el trabajo de otro, aunque se invoquen motivos libertarios, es una pasión típicamente burguesa.

 

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Retratos de un travestismo en dictadura. «La manzana de Adán» de Paz Errázuriz y Claudia Donoso

Por: Andrea Zambrano

Imagen: Evelyn, Santiago de Chile, de la serie «La manzana de Adán», 1987. Paz Errázuriz


En el marco del seminario «Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” dictado por Mario Cámara, Andrea Zambrano indaga en la imagen que proyecta la lente de la cámara de Paz Errázuriz y Claudia Donoso al capturar los cuerpos de las travestis Evelyn y Pilar, desafiantes y contestatarias al gobierno militar y autoritario de Augusto Pinochet. «La manzana de Adán» devela las sombras que aplicó el sistema sobre esos cuerpos para ocultarlos al resto de la sociedad, valiéndose de todos los recursos a su alcance, como también sobre las sombras que los cuerpos proyectan sobre sí mismos, en cada pliegue, en cada irregularidad y en cada herida.


Tú sabes que en Chile todos los apellidos son paternos, hasta el de la madre lleva esa mancha de descendencia. Por lo mismo desempolvé mi segundo apellido: Lemebel…

el Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti.

Me dejaron una cuerda y la mitad de la laringe. Tenía voz de ultratumba. Me sacaron también la manzana de Adán, el sueño de toda travesti.

Pedro Lemebel

Una mujer posa sensualmente sobre la cama de una habitación empapelada con motivos vintage. Al fondo, un espejo refleja la actitud reveladora de un cuerpo que, con un dejo de movilidad desafiante, parece presumir la posibilidad de retratarse. Como recreando —y revirtiendo a la vez— a la Venus del Espejo de Velásquez, Evelyn, travesti del burdel La Palmera de un Santiago bajo la dictadura, se deja perseguir por un lente que la captura en distintos momentos del día: en las dedicadas jornadas de maquillaje en las que transforma su rostro; junto a Mercedes, su madre, quien decidió vivir en el burdel junto a sus hijxs después de haber sido rechazada de los barrios de clase media en donde trabajaba; o mirando a la cámara con un almanaque erótico al fondo.

2Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u
3 (1)Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/
1Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/

Durante 1983 y 1987, la fotógrafa chilena Paz Errázuriz documentó la rutina de travestis que, como Evelyn, hicieron vida en prostíbulos clandestinos de las ciudades de Talca y Santiago de Chile durante la dictadura. En un trabajo en conjunto con la escritora peruana Claudia Donoso, Errázuriz se dio a la tarea de capturar la transfiguración de los cuerpos con los que convivió durante este tiempo, constituidos como identidades que desafiaron—a través de una existencia clandestina, marginada e ignorada— a un régimen autoritario abiertamente intolerante a las sexualidades otras.

Paz Errázuriz formó una parte activa de un grupo de artistas,entre los que se destacan nombres como Pedro Lemebel, Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld y Dialmela Eltit, que, en su esfuerzo por ofrecer una lectura posible de un país sumergido en el autoritarismo de la década de los setenta, indagaron en lo que la teórica Nelly Richards denominaría “estética de los márgenes”: un conjunto de obras, eventos, exposiciones o autores nacionales de la época que, al ofrecer discusiones y posiciones alternativas al orden y a la opresión imperante, decidieron situarse “al margen”. Así, lo que se conoció como la Escena de Avanzada Chilena, enmarcada entre el último tramo de la dictadura de Pinochet y los primeros años de la concertación democrática, planteó como objetivo adentrarse en los sectores sociales y sexualmente periféricos, no solo para visibilizar al sujeto bajo represión, sino —sobre todo—para encontrar en  este una identificación que permitiese afianzar la propuesta de un arte-vida,  y que logre desafiar la ruptura sujeto-objeto imperante en el arte canónico y tradicional del momento (WalesckaPino-ojeda, p. 39).

Fue así como La manzana de Adán, trabajo publicado en 1990, se propuso dejar de lado la mirada antropológica para erigir, a través del retrato y el testimonio, un lenguaje de la cotidianeidad que permitiese rastrear el abandono, la opresión, la existencia opacada y las voluntades oprimidas de numerosos cuerpos relegados al escenario de “lo otro”. Paz asegura que el hecho de haber permanecido en Chile durante la dictadura fue el resultado de una “decisión política”, y que adentrarse al mundo de la fotografía documental, y específicamente a la realidad de estos prostíbulos donde transitaron economías sexuales y relaciones sexo-diversas de bajo perfil, se constituyó como un ejercicio de empatía con el que se terminaría por afianzar su compromiso personal y profesional hacia un sector doblemente marginado: tanto por su condición social como por su decisión sexual.

TESTIMONIOS QUE [RE] CONSTRUYEN

La construcción de una crónica fotográfica —y testimonial a la vez— sobre las vidas de Evelyn y Pilar (dos hermanos prostitutos travestis que, junto a su madre, hicieron vida en diversos burdeles de Chile durante la dictadura) fue el resultado de la rutina y la cotidianeidad en las que Errázuriz y Donoso estuvieron inmersas durante los cinco años en los que se desarrolló su investigación.

El libro, que se publicó en su edición bilingüe en el año 1990, indaga en la marginalidad a la que estuvieron relegadas aquellas existencias, cuyas historias de persecución, humillación y destierro inician con el ascenso de la dictadura en 1973.

Para el golpe estábamos con Leila en Valparaíso y nos llevaron a todas en un barco que había arraigado en el puerto. Nos llevaron allá con los ojos vendados en una camioneta. Seis días estuve ahí amontonado, con los ojos en un hoyo. Lo primero que hicieron los milicos fue cortarnos el pelo, que nos arrancaban de raíz y después nos orinaban encima. Nos pegaron tanto (…) Éramos como treinta homosexuales arriba del barco (…) Mataron a varias para el golpe. A la Mariliz, que era bien bonita, igual a la Liz Taylor, la mataron (…)

(Pilar)

Por lo tanto, el año 1973 es el punto de partida de los relatos que las autoras recogen en forma de imagen y testimonio. Este es el año en el que, desde el poder, se agudiza la negación y persecución a las diversidades sexuales en lo profundo de la sociedad chilena, y en donde el travestismo, especialmente, pasaría a convertirse en la minoría sexual mayormente acorralada y ultrajada por el sector militar. El prostíbulo y la cárcel, Talca y Santiago, serían entonces los lugares por los que transitarían lxs actorxs de este libro, en búsqueda constante de una estabilidad que se tradujera en familia, hogar, ropa, pareja, identidad.

Yo dije ¿qué hago con los nervios? Era una de balaceras. Mejor me meto a trabajar de mozo, pensé, y me fui al barrio alto a una mansión fabulosa. Aprendí a servir la mesa con guantes blancos y a alternar con los ricos. Tenía dormitorio con televisión. Pero la pista estaba pesada porque seguían balaceando a los chiquillos. Junté plata y me fui a Calama y después me fui a Bolivia a la boite Maracaibo. A los pocos días me llegó carta en la que me contaban que habían asesinado a la Mariliz.

(Suzuki)

Gracias a una red de contactos con la prostitución chilena, Paz Errázuriz logró conocer, a principio de los ochenta, a Pilar y Evelyn, lxs hermanxs Paredes Sierra que pasarían a convertirse en los protagonistas de sus retratos. En el Burdel La Palmera de Santiago de Chile, un grupo minoritario de travestis convivía  en ese momento con prostitutas mujeres que, según el ulterior relato de Claudia Donoso, temían que se publicaran e identificaran sus rostros. De esta forma, el primer travesti retratadx por la chilena sería Evelyn (Leonardo Paredes Sierra), quien, a diferencia de la gran mayoría, se sintió especialmente halagadx frente al lente de Errázuriz.

Fue también en La Palmera donde, a su regreso de Canadá, Paz conocería a Pilar o Keko (Sergio Paredes Sierra), el “preferido” de su madre, Mercedes, según confesaría ella misma en posteriores conversaciones con Donoso:

Al Keko le gusta esto: la vida artística. El Keko es para la noche. Los dos son para la noche. El Leo se ve bien, pero el Keko se ve mejor. O sea yo tengo mi preferencia. Eso le duele al Leo. Y no me interesa.

Claudia Donoso se integró al proyecto con Errázuriz un año después en el prostíbulo La Jaula, ubicado en la ciudad de Talca. Paz había sido invitada por Pilar a asistir a la elección de “Miss Jaula 84”, y a partir de ese momento la rutina se abriría paso a lo interno del prostíbulo, materializándose en charlas de reconocimiento y horas de comidas compartidas junto a lxs travestis, antes de que la grabadora y la cámara fotográfica pudieran ser parte de la convivencia.

Mercedes, por su parte, quien para esa época se encontraba viviendo en La Jaula debido al rechazo que en su vecindario producía la apariencia de sus hijxs, se había integrado cariñosa y familiarmente con el resto de lxs travestis que hacían vida en el prostíbulo. En los testimonios resguardados en la grabadora de Donoso, Mercedes reveló la forma en que, años anteriores, terminaría por aceptar a Pilar y Evelyn:

Cuando los llevé al hospital para que me los revisaran, me dijeron que era por falla humana del papá. Cuando el Keko se vistió de mujer, casi lo acabé a palos. Pero no estoy disconforme: si Dios me los dio así, así será. Yo creo en Dios y le tengo terror. No me iba a poner a protestar y acepté porque vi que era cosa perdida. Me puse re popular yo: ‘Ahí viene la guatona de los maricones’ me gritaban en la calle. Cuesta adaptarse. Me vienen a avisar a las tres de la mañana: ‘Señora Mercedita, se llevaron al Leo’. Y yo salto a buscarlos a comisarías. Les llevo ropa de calle para que puedan devolverse a la casa. Hablo con el teniente, le explico, hablo con los pacos y se ríen de mí.

Las historias de hostigamiento y persecución por parte del Estado se extendieron durante los años de investigación que documentaron las autoras, siendo 1987 el punto final del registro. Esta fecha coincide con la visita del Papa Juan Pablo II a Chile, en donde las fuerzas represivas intentaron limpiar la ciudad para su llegada. Muchos de lxs travestis con quienes Donoso y Errázuriz cohabitaban afirmaron su preocupación por haber recibido amenazas de detención producto de la trascendencia moral de dicha visita.

A ese caballero no le creo nada. No me gusta el Papa; seguro que van a andar vigilando más que nunca. Capaz que se lleven media casa. La Chichi ya arrancó a Talca. Dejó todo empeñado para conseguir un poco de plata. No aguantó: la semana pasada estuvo dos meses presa.

(Mercedes)

Esta época coincide además con la muerte de Mercedes Sierra, quien falleció tiempo después con el anhelo de volver a ver a Keko, apresado años antes en Europa. Con este hecho, termina por deshacerse el grupo familiar Paredes Sierra y, a efectos de la obra, se daría por culminada la cronología de las narraciones.

IMAGEN Y ESCRITURA: UNA NARRACIÓN AMBIVALENTE

El registro documental que erigieron ambas autoras a partir de estas existencias da cuenta de un período cruel y convulso en la historia política chilena, a través del cual se desarrollaron las vidas de un cúmulo de identidades que coexistieron en una zona intervenida por la pobreza y la violencia. Sería precisamente este espacio de marginalidad el que Errázuriz y Donoso pretendieron narrar a través de la conjunción de dos herramientas documentales: la imagen y la escritura.

Así, La manzana de Adán no se constituye exclusivamente ni como un libro fotográfico ni como una obra de literatura. Textos e imágenes se entrelazan mediante la exploración visual y literaria, por un lado, y la observación cultural y política, por el otro, bajo un particular tono narrativo que logra mimetizarse con la temática de investigación. No existe pues una pretensión de análisis voyerista mediante la inmediatez de registros meramente informativos. Por el contrario, la entrevista, la crónica, el testimonio, el trabajo de campo, la convivencia y la rutina fueron los instrumentos de trabajo que las autoras emplearon durante los años en los que se desarrolló el registro.

La obra erigida por Errázuriz y Donoso transforma la idea de lo meramente literario para adentrarse en el terreno de lo ambiguo. Por un lado, se hace presente la intersección y el ensamblaje con la fotografía como expresión narrativa y, por el otro, se despliegan ambivalencias gramaticales en relación  con las identidades (masculina/femenina) exhibidas en los testimonios: a la vez que las nueces de Adán se asoman en los retratos, la identificación en ambos géneros (nosotras/nosotros, enamorada/enamorado) se expone en las confesiones registradas.

A Héctor lo conocí en un cumpleaños (…) Es la relación más duradera que he tenido y la más loca. En el primer tiempo yo estaba súper agarrado. Me acostumbré a él. No lo dejaba salir ni a la esquina. Ahora no me hago problema como antes, pero cuando me dejó creí que iba a morirme: estaba perdiendo algo que yo quería tanto y había luchado tanto por obtenerlo. Tocó que estuve presa un mes y él se encontró con una mujer (…) Cuando salí se había ido de la casa. Me traté de matar (…) Casi me morí cuando supe que andaba con una mujer. Después Héctor volvió.

(Evelyn)

FOTOGRAFÍA Y MEMORIA

La problemática de la fotografía en cuanto evidencia de lo real sería el tópico en el que Susan Sontag profundizaría sobre esta práctica artística a lo largo de su trayectoria investigativa. En relación con otros sistemas de representación visual, la escritora estadounidense le otorgaría al ejercicio fotográfico —como proceso óptico/químico— un carácter de instantaneidad y congelamiento de fragmentos espacio-temporales, que requieren de una reconstrucción contextual y humanizada junto con la memoria.

Si algo destacaría Sontag de la obra de Paz Errázuriz sería precisamente el componente realista que la chilena otorgó a sus retratos como resultado del diálogo, la complicidad, la divergencia y la tensión entre ambas realidades: la fotógrafa y lxs fotografiadxs. Serían esos momentos de negociación, esos acuerdos tácitos con una identidad “otra”, en donde se produciría ese pacto fotográfico del que son parte activa ambas entidades.

A favor de la idea de la fotografía como testimonio y registro (no invasivo) de la realidad se encuentra anclado el proyecto enarbolado por Errázuriz. Impregnar a los retratos de humanidad y dignidad solo es posible mediante la existencia de una alianza de complicidad entre la retratista y lxs retratadxs.

A pesar de que es difícil separar la fotografía del voyerismo implícito en ella -siempre parece que fuera una mirada a través de la cerradura de la puerta- prefiero pensar que se trata más bien de una mirada por la puerta trasera dentro de mi propia vida. Hacer lo invisible visible -al menos pretender que es así- es como seguir cuidadosamente una interminable hilera de pisadas, hurgando y guardando un mundo que es inefablemente mío[1].

Las viñetas autobiográficas que se desprenden de las imágenes plasmadas en La manzana de Adán fungen como espejo y como idioma alternativo para mostrar y leer, pero también denunciar, la subjetividad de un fragmento espacio-temporal, por un lado, y las huellas de una realidad, por el otro, retratadas bajo estado de sitio.

Tensión, diálogo y complicidad se constituyen entonces como las transacciones resultantes de la práctica retratista llevada a cabo  en el interior de estos prostíbulos. De allí que veamos juegos de luces, sombras y poses como resultado del acuerdo tácito entre ambas entidades. Por un lado: maquillajes, peinados y modelaje de lencería como parte de las jornadas de preparación para las noches, así como bailes, bebidas y fiestas para agasajar y entretener a los clientes. Por el otro: mesas de comida, charlas distendidas y quehaceres cotidianos que reflejan la intimidad colectiva vivida  en el aspecto íntimo de los burdeles.

Hacer una foto es muy atroz, muy agresivo, es muy valiente el acto de quien se deja fotografiar. Hay una cantidad de pactos silenciosos que tú no puedes traicionar (…) Podría decirse que mis fotografías tienen que ver con una mirada a ‘lo otro’, por ejemplo, espacios de una sociedad apartada de lo establecido. Mi trabajo no está separado ni es ajeno. Más bien comienza como buscando algo desconocido y termina siempre encontrando un espejo [2].

4Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u

CONTRA LA ESTEREOTIPACIÓN VISUAL

Si para Sontag la naturaleza depredadora es innata al ejercicio retratista, para Didi Huberman la amenaza de desaparición, invisibilidad y desvanecimiento de la humanidades inherente a la fotografía en sí misma. Cuando en 2014 el teórico francés erigió su planteo sobre la representación político/estética de los pueblos dentro de lo que llamó la “era de los medios”, señaló una evidente preocupación: la desproporcional relación entre exposición/visibilidad y existencia/reconocimiento. En un diálogo cercano con las obras de Walter Benjamin, Jacques Ranciere, Franz Kafka y Hannah Arendt, Huberman señaló la inminente amenaza a la que el arte estereotipador—documentales, televisión, cine, fotografía— había sumergido a los pueblos hasta el punto de arrastrarlos a su propia desaparición. Mientras que, por el contrario, el “aparecer político de los pueblos” (para pensarlo teóricamente con Hannah Arendt) parte de la idea de visibilización de rostros, multiplicidades y diferencias.

La política nace en el ‘espacio-que-está-entre-los-hombres’ y por consiguiente en algo fundamental ‘exterior-al’ hombre (…) La política organiza de entrada a seres absolutamente diferentes, considerando su igualdad ‘relativa’ y haciendo abstracción de su diversidad ‘relativa’ [3].

De allí que la idea de legibilidad de las imágenes, en la que indagaría Huberman con insistencia, pretende señalar la capacidad de asignar —a las palabras mismas— una legibilidad inadvertida. Y es justamente en esa condición legible y descifrable, que pretende visibilizar políticamente al pueblo expuesto, en donde se sitúa el artede Errázuriz y Donoso: una narración que da cuenta de la más absoluta intimidad con lxs protagonistas, materializada en retratos y testimonios que, tanto en conjunto como por separado, logran sortear la estereotipación a través del reconocimiento del otrx.

Si los textos dejan hablar sin intervenciones a los travestis –donde se enlazan los temas del amor, el desamparo y la muerte- las imágenes dan cuenta de la situación de esos cuerpos [4].

IDENTIDADES EXPUESTAS, CORPORALIDADES FIGURANTES

¿Lxs travestis y trabajadores sexuales que protagonizan la obra se convierten en una figura a partir de estos registros? ¿Se constituye la visibilización de sus cuerpos como un espacio político para la autoexposición? Los rostros presentados en La manzana de Adán son cuerpos que se exponen, hablan y actúan frente al lente que los retrata. Cuerpos que conviven en  conjunto/como un colectivo pero que se muestran como identidades singulares, con movimientos singulares, deseos singulares, palabras y acciones singulares que quebrantan cualquier impulso homogeneizante.

Cuando las imágenes y testimonios hacen posible trazar puentes con la memoria (en un país que todavía hoy arrastra los embates de la dictadura); cuando surge ese espacio de reciprocidad que permite circular conflictos, tensiones y diferencias; cuando en lugar de mostrar a “lxs travestis” en plural, estos testimonios pretenden visibilizar a Pilar, Coral, Evelyn, Deborah, Nirka, Susuki, Mirabel, Andrea y Macarena en singular; cuando se genera ese intervalo de autoconciencia figurativa y humanizante, plasmada en fotografías que reflejan corporalidades sugerentes, desafiantes, agitadas y vibrantes; es justo en ese momento —en palabras de Hannah Arendt—cuando nace la política.

 

 

 


[1]Errázuriz en la entrevista contenida en el catálogo a la exhibición «Old World, New World; Three Hispanic Photographers: Paz Errázuriz, Graciela Iturbide, and Cristina García Robero» realizada en el Seattle Art Museum entre el 8 y el 10 de agosto de 1991, en: “La manzana de Adán” de Paz Errázuriz, Auckland, Walescka Pino-ojeda, 2001, p. 41.

[2] Crespo, Gloria. El discurrir de la vida según Paz Errázuriz. Disponible en: https://elpais.com/cultura/2015/12/21/babelia/1450712940_796664.html

[3] Hannah Arendt en: Didi-Huberman, Georges. Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires, Manantial, 2014, p. 23.

[4] Piña, Juan. Prólogo. En: Errázuriz, Paz y Donoso, Claudia. Adam’s Apple. Santiago de Chile, Zona Editorial, 1990, p.11

Zama y el sonido fantasma

Por: Carlos Romero

Imagen: Fotograma de Zama (2017)

En el marco del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha” dictado por Julia Kratje en el 2019 en la Maestría en Literaturas de América Latina, Carlos Romero se propone analizar la versión fílmica de Zama realizada por Lucrecia Martel. Para ello, pone el foco en su inquietante material sonoro y en cómo este abre la puerta a desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y de lo subalterno.


Otras víctimas de la espera

En marzo de 2017, la directora de cine Lucrecia Martel escribió una columna para el diario español El País donde buscó responder a una pregunta en retrospectiva: “¿Por qué hacer una película de Zama?”. Aún faltaban seis meses para el estreno de su adaptación de la novela que Antonio Di Benedetto había publicado en 1956. En el final del artículo, Martel ofreció una respuesta: “Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo”. Estas palabras contenían claves específicas desde las cuales acercarse a su filme. En primer lugar, la cineasta argentina señalaba que en la elección misma de la obra de Di Benedetto ya había influido su potencial sensorial. De inmediato, surgían otras preguntas posibles: ¿En qué consistía ese “territorio decididamente nuevo”? ¿Dónde radicaba su novedad? ¿Qué tipo de vínculo audiovisual suponía y cómo lograba constituir una experiencia “irreversible”?

Por la riqueza de su universo sonoro y por la centralidad narrativa que adquiere, Zama posee un gran potencial para una lectura desde las teorías del sonido, un aspecto de fuerte presencia y experimentación en la obra de Martel, y que se integra a su perspectiva feminista como realizadora.

En concreto, los estudios sobre el sonido acusmático van a resultar de gran utilidad. En La audiovisión (1993), Michel Chion recoge dos definiciones para acusmática: “Significa ‘que se oye sin ver la causa originaria del sonido’, o ‘que se hace oír sonidos sin la visión de sus causas’”. Pero Chion va a problematizar los límites que supone esta caracterización, algo que también, desde la práctica, hace Martel en Zama. Además, la directora lleva lo acusmático más allá del estatus de una técnica entre otras. Lo vuelve estructurante y lo hace jugar en dos planos simultáneos: es un sonido fantasmagórico, siempre inquietando desde el fuera de campo, que le permite incorporar esa espectralidad que puebla a la novela de Di Benedetto; y también funciona como una herramienta de extrañamiento con la cual desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y acerca de lo subalterno.

Con esa naturaleza, el sonido se irá desplegando sobre la película, tanto hacia su interior, agobiando al protagonista, el atribulado Diego de Zama, como al interpelar al espectador con el tipo particular de escucha que propone Martel. El sonido llega antes, se expresa más fuerte, penetra más profundo y persiste por más tiempo. Deja de ser “sobre algo” para volverse “algo en sí”. Se impone como un sentido que, a la vez que difuso, sobrepasa al de las imágenes, y siempre parece saber algo que ellas ignoran.

Recogiendo una idea del fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, Chion sostiene que un sonido tal es la “presencia fantasma” de las cosas, porque al dirigirse a un único sentido, prescindiendo de otras referencias –en especial, la visual–, no alcanza la “existencia real” que sí se completa cuando más sentidos son afectados. En su ensayo La noche (2019), Al Álvarez recuerda que para el razonamiento de los antiguos griegos y hebreos, donde lo divino y el orden quedaban del lado de la luz mientras que el caos y el miedo eran deudores de las tinieblas, “lo que se ve es lo que se conoce, y lo que se puede oír, sentir u oler pero no es visible es terrorífico porque es amorfo”.

Esa condición irreal o temible habilita, sin embargo, nuevas posibilidades perceptivas, gracias al desarrollo de una actitud particular ante lo que se oye: la llamada “escucha reducida”. Chion remarca que, independiente de su origen y sentido, este tipo de audición toma al sonido “como objeto de observación, en lugar de atravesarlo buscando otra cosa”. De ahí su empatía con lo acusmático, que “puede modificar nuestra escucha y atraer nuestra atención hacia caracteres sonoros que la visión simultánea de las causas nos enmascara”. En definitiva, permite “revelar realmente el sonido en todas sus dimensiones”, y es en ese potencial donde explora Zama.

Si indagar en los modos de ver y de escuchar es una matriz productiva con la cual acercase a un filme, Martel lo incorpora como tarea compartida por su protagonista y el público. De forma recurrente, en un desconcierto común, Diego de Zama escuchará algo que no se le muestra o que no entiende, o verá algo que el espectador no ve o solo oye, y ambos experimentarán ese “territorio decididamente nuevo” del que habló la directora.

Gran parte de la hora y 55 minutos que dura Zama ofrece una práctica insistente: exponer la relación de lo visual y lo sonoro, en un vínculo desnaturalizado, lleno de extrañamiento, con imágenes que por momentos lucen desamparadas ante los sonidos. Si Di Benedetto dedicó su novela “a las víctimas de la espera”, Martel hizo una película donde lo que se ve está siempre “a la espera” de lo que se escucha, aguardando los movimientos de un sonido emancipado, que acecha desde el fuera de campo.

Primero fue el sonido

El lugar de lo sonoro en Zama se establece desde el inicio. De hecho, es lo primero que se muestra: el chillar estridente de insectos, una especie de chicharra metálica sobre casi cinco segundos de fondo negro. Es parte de una naturaleza que suena exagerada respecto de la imagen que llegará más tarde, con el asesor letrado contemplando el río, mientras comienza a destacarse el fluir del agua. Como antes ocurrió con los insectos, la fuerza del líquido que suena tampoco se corresponde con el río que vemos. Se oye más intenso y cercano. Parece golpear contra lo que podría ser un muelle. Otro tanto ocurre con el canto de un pájaro al que nunca vemos. Sí se muestran la playa de arena y un grupo de niños que juega varios metros por detrás de Zama. Le arrojan piedras a algo en el agua, ríen y hablan en un dialecto originario que no se subtitula. A pesar de su lejanía en el campo visual, también se los escucha con claridad y potencia.

Para Chion, el sonido ambiente “rodea una escena y habita su espacio sin que provoque la pregunta obsesiva de la localización y visualización de su fuente”, y por eso “sería ridículo caracterizar como fuera de campo, bajo pretexto de que no se ‘ve’ a los pájaros piar o al viento soplar”. Sin embargo, al introducirse variables que rompen con lo pactado en la sincronía esperada –por ejemplo, una intensidad sonora que no se corresponde con la imagen–, lo acusmático sí ratifica su presencia inquietante.

En Identidade e alteridade no cinema: espaços significantes na poética sonora contemporânea, Virginia Osorio Flôres analiza otras dos películas de Martel, La ciénaga y La mujer sin cabeza, y aporta elementos también válidos para Zama. Considera que, a través del sonido, la directora construye “un espacio peculiar para sus personajes”, mediante una sincronización que no se ajusta a la “relación audiovisual simple”. Tomando el caso de La ciénaga, dirá que “hace que los sonidos sean percibidos y sentidos por sobre cualquiera otra forma de recepción”, y que esa intensidad, apartada de toda naturalidad cinematográfica, extraña y convoca al espectador.

Fruto de esa lógica relacional, el sonido adquiere “un valor de voz, comunicando alguna cosa más allá de lo que se oye y se ve”, y es entonces cuando surge algo que en Zama se aprecia claramente: “Un cuerpo material sonoro cuasi táctil”, con ruidos que “se transforman en la propia escenografía sonora de esa narrativa”. Podría agregarse que esa estructura, en rigor, siempre estuvo ahí, pero si el gesto frecuente es borrarla por obra de la sincronización rigurosa, lo que Martel pretende es justo lo contrario: mostrar el artilugio. Como señala Chion,

“para apreciar la verdad de un sonido, nos referimos mucho más a códigos establecidos por el cine mismo, por la televisión y las artes representativas y narrativas en general, que a nuestra hipotética experiencia vivida”.

Y hay algo más: al exponer lo que antes fue elidido, no solo se lo repone, sino que se amplía el espacio de la percepción. Al quitarle a la sincronía su aparente transparencia, se habilita una escucha más expectante.

Si volvemos al arranque del filme, mientras deja la ribera, al asesor letrado lo acompaña el intenso fondo sonoro de una naturaleza que sigue sin verse como tal. Luego, oirá risas femeninas que lo van a guiar hasta una posición de voyeur. Solo cuando aparezcan en la imagen, a estas mujeres se las escuchará hablar, traduciendo para ellas mismas algunas palabras del guaraní. Ya avanzada la siguiente escena y en respuesta a un pedido del gobernador, Zama dirá sus primeras palabras –es el minuto 5:42– y lo hará de espaldas, en otra constante a lo largo de la película, que buscará múltiples variantes para escamotearle el soporte visual a la voz.

En los casos en que lo audible no provenga directamente del fuera de campo, entonces los personajes muchas veces hablarán de espaldas o con planos que excluyan el rostro o los labios. Incluso, habrá ocasiones en que, aun viendo un origen posible del sonido, se tratará de una conjetura. ¿Cómo habla el pensamiento? Pero no el que adopta la forma de la voz en off, sino el pensamiento, por así decirlo, en crudo. ¿Y qué sonido tiene un dolor de cabeza que aumenta y luego se disipa? ¿Cómo se oye la muerte que estruja los intestinos de un enfermo de cólera? Porque, además de interesarse en lo que está fuera de campo, Martel explora en lo que está bien adentro de lo visual, en las profundidades de lo que se ve, y que solo puede manifestarse atravesando las imágenes.

Toda la escena del detenido al que quieren arrancarle una confesión lleva esa impronta: personajes que observan lo que no se muestra, con el único testimonio de la voz y los ruidos. Se ve al asistente Ventura Prieto, sentado y de costado; a Zama, sentado de espaldas; y al guardia, al detenido y al escribiente Hernández sin sus cabezas. Cuando el prisionero corre y se golpea contra un mueble, Zama, Ventura Prieto y el guardia lo van a rodear, pero sin que el espectador lo pueda ver. El hombre cuenta, con una voz ahogada, la vida de un tipo de pez que, de alguna manera, preanuncia el trance del asesor letrado del reino de España. Esta clase de situaciones, lejos de ser excepciones, forman el propio tejido de la narrativa de Martel.

De inmediato, cerrando la parte inaugural, aparecerá una placa en blanco y negro con el nombre de la película y sonarán los acordes de un tema musical, seguidos por imágenes submarinas de un cardumen alborotado en el agua turbia, con la voz en off del detenido, que continúa su relato. Pero su tono es otro, mucho más calmo, propio de una circunstancia muy distinta. El sonido, de nuevo, toma distancia.

Lo que sigue, debido a su riqueza, vale la pena describirlo de forma secuencial. Mientras aún suena el tema, reaparece Zama, de espaldas, contemplando el río, y luego Hernández, sentado, escribiendo, también de espaldas. Cuando su superior lo llama, el escribiente lee una carta que el asesor letrado dirige a su esposa. La imagen regresa a Zama, de perfil, que solo hablará cuando vuelva a quedar de espaldas, y sus palabras llevarán otra vez a Hernández, que sigue en igual postura. En ese momento, la toma se abre y muestra a un esclavo negro, portador de un recado. No acababa de entrar, sino que ya estaba ahí, pero sin hablar y, por lo tanto, sin dar cuenta de su presencia. Esa entidad postergada por la falta de sonido será un rasgo de muchos esclavos y sirvientes en la película: estarán en la escena, pero su silencio los volverá invisibles hasta tanto se los revele. En cuanto al mensajero, al hablar, lo hará de espaldas.

 

La señal del extrañamiento

Ya desde los segundos iniciales, entonces, el filme hará del sonido el llamado de lo extraño, la señal de que se va a romper con lo que podría entenderse como un relato más convencional, que en definitiva nunca se termina de instalar, que sobre todo se presupone y que se irá debilitando a cada paso, para adentrarse en una zona difusa, de significados ambiguos, disponibles para la interpretación.

En esa línea, un punto clave es la aparición del Oriental y su hijo. La secuencia inicia con procedimientos antes mencionados: una toma del puerto y, luego, un primer plano de Zama, mientras prueba el brandy del uruguayo y habla con su amigo Indalecio, a quien no se muestra. Cuando Indalecio se adelante para recibir al Oriental, lo hará de espaldas, y al girar para dirigirse a Zama, su imagen estará fuera de foco.

El hijo del Oriental es un niño que habla susurrando, en tono profético y, por momentos, sin mover los labios, mientras recita los títulos y logros pasados de Zama, recuerdos de una gloria extinta. Luego de entrar en escena, con la mirada perdida, sentado en una silla atada a la espalda de un esclavo negro, comenzará un discurso y el ex corregidor le preguntará si es a él a quien se dirige. Sus palabras suenan sobreimpresas, fuera de registro, como si no compartieran el mismo plano que el resto de las voces. Aunque están dentro del campo diegético, asumen rasgos difusos, similares a una voz en off creada solo para Zama. Fuera de foco, el chico girará la cabeza hacia un costado y empezará a susurrar, y sin embargo se lo escuchará bien claro, como cuando alguien nos habla al oído: si bien el tono es bajo, la cercanía y la intimidad lo vuelven potente.

Mientras se alejan de la costa, las palabras del niño, con su rostro en primer plano pero sin mover los labios, comenzarán a escucharse sobre la imagen perturbada del funcionario de la Corona. Una percepción posible es que Zama está recordando dichos anteriores, algo que el código cinematográfico por lo general suele completar con un flashback que remita a la propia escena de ese episodio previo. En este caso, esa lectura cae segundos después, cuando el sonido que flotaba vuelve a anclarse en la imagen: las palabras retornan a los labios del hijo del Oriental, y lo que asomaba como un eventual pasado sonoro se empalma con el puro presente de lo que se muestra. El chico habla, recogiendo del aire su propia voz y sincronizándose con ella.

Su discurso sigue el repaso de lo hecho por el asesor letrado en su época de corregidor, pero ahora el desconcierto tiñe de sorna los elogios. Y como prueba de la entidad, del carácter real y no subsidiario adquirido por el sonido en su nueva relación con la imagen –el “cuerpo material sonoro” de Osorio Flôres–, se dará un intercambio: mientras cuenta la pacificación de los indios lograda por Zama sin el uso de la violencia, el chico sacará una espada que parece ser la del propio funcionario, quien, perplejo, palpará su cintura.

Como ninguna otra, esta escena explora los límites de ese carácter no todo asimilable que Mladen Dolar, en su libro Una voz y nada más (2007), le asigna a la voz acusmática, de la que dice que está “en busca de un origen”, “en busca de un cuerpo”, pero que incluso cuando lo encuentra “resulta que no funciona bien”, que “es una excrecencia que no combina con el cuerpo”. Tomando el ejemplo de Psicosis, Dolar sostiene que “la voz sin cuerpo es inherentemente siniestra, y que el cuerpo al cual se le asigna no disipa del todo su efecto fantasmal”. Por esa imposibilidad de localizarla y, a la vez, por su capacidad de “parecer emanar de todas partes, de cualquier parte; adquiere omnipotencia”. Así, a diferencia de la imagen, que está anclada, la entidad de lo acusmático es flotante. Dolar también va a decir que “la voz, separada del cuerpo, evoca la voz de los muertos”. En el caso del hijo del Oriental, al igual que a su padre, pronto se lo llevará el cólera.

Sobre el efecto que producen el distanciamiento y el reencuentro de las palabras del chico con su imagen parlante, es oportuno lo que señala Jean-Louis Comolli en Ver y poder: la inocencia perdida (2007): “La palabra filmada es quizás el más profundo surco de realismo cinematográfico. Testimonio de esto –por la vía del contrario– la molestia que provoca un mal doblaje. O la dificultad que siempre ha existido en romper la ligazón del sincronismo”. En ambos casos “se ejerce una violencia a la impresión de realidad, a ese acuerdo de máquinas en que se transformó como una nueva naturaleza”.

Toda esta secuencia, muestra fiel de cómo Martel deconstruye y reconstruye el vínculo audiovisual, se completa con otro elemento: el Shepard tone, un recurso sonoro que la película empleará en puntos críticos para el protagonista y que debuta tras este primer encuentro con el niño, mientras crece la confusión en Zama. Es un sonido similar al de una sirena quedándose sin batería y, a la vez, aumentando de intensidad, o al de un misil que se acerca a un punto al que nunca termina de alcanzar y del que también se aleja. Es un efecto de presión y ansiedad, que aumenta y decrece, y que narrativamente se origina en la mente misma del personaje. Es un sonido subjetivo: oímos lo que siente Zama.

El Shepard tone o escala Shepard es una ilusión auditiva: hace percibir que un sonido no deja de elevar o disminuir su tono de forma progresiva, gracias a la superposición de varios tonos con octavas entre ellos. Dentro del trabajo de Martel, acentuará aún más la angustia y la caída de Diego de Zama. Será una expresión de los picos de perturbación que sufre ante la imposibilidad de abandonar ese punto olvidado de las colonias españolas. Cuando enfrente un nuevo desaire por parte del gobernador de turno, quien le dice que su traslado deberá seguir esperando, la escala comienza a sonar, al mismo tiempo que ingresa una llama blanca y se pasea por la habitación, y solo desaparecerá cuando el animal abandone la escena. La composición se resignifica por el efecto sonoro, incluida la presencia de la llama, deambulando en medio de una charla entre funcionarios de alto rango que no le prestan atención, como si el animal también quedara subsumido por el sonido “mental” que afecta al asesor letrado.

Cuando Di Benedetto escribió Zama tomó una decisión central y afirmativa: no sería la de sus personajes una voz históricamente fijada o reconstruida. En El concepto de ficción (2015), Juan José Saer le asignó a esa forma un valor paródico, argumento de por qué el libro no debía ser leído como una novela histórica.

“La lengua en que está escrita no corresponde a ninguna época determinada, y si por momentos despierta algún eco histórico, es decir el de una lengua fechada, esa lengua no es de ningún modo contemporánea a los años en que supuestamente transcurre la acción –1790-1799–, sino anterior en casi dos siglos: es la lengua clásica del Siglo de Oro”.

Similar gesto hace Martel con el sonido: ella tampoco se ajusta a un registro histórico. En cambio, abunda en ruidos y efectos que suenan metálicos, fabricados, “modernos”; más propios de la época de los sintetizadores que fieles al ambiente de los relatos –entre ellos y especialmente, el propio cine– que construyeron el sonido del pasado colonial en América del Sur, con su abundancia de espadas, caballos y carruajes.

Al mismo fin aporta la música de la película, siete piezas distintas pero muy similares en sus recursos, interpretadas por Los Indios Tabajaras, dos hermanos brasileños de una tribu del estado de Ceará, que tuvieron su auge en los 50 y 60. Con aires a bolero caribeño y un tono que, por el contexto, puede resultar burlón, esta música le permite a Martel seguir tomando distancia de todo contrato de realismo histórico. La usará en escenas de vida mundana, además de que con ella cerrará el filme, mientras Zama, en una canoa, con las manos amputadas, avanza por un río desbordado de verde.

Para Chion, “antes de estudiar las relaciones entre música y arte cinematográfico, es necesario romper un mito: la posibilidad de obtener una relación ‘única y necesaria’ entre una secuencia y su música”. El esfuerzo de Martel, una vez más, está puesto en exponer esta verdad conceptual, volviéndola una revelación que amplía sentidos.

Zama_Martel_Romero

Lo femenino y el asombro

Como en otras piezas de la filmografía de Martel, lo sonoro en Zama es una forma de abordar las cuestiones de lo femenino y lo subalterno. Así se muestra ya desde el inicio, con las sirvientas en el río, hablando entre ellas en guaraní y untándose con arcilla. En varias otras ocasiones, las mujeres van a encontrar en su propia compañía y sus voces un lugar de afirmación. Aparecerán en grupos, charlando en un medio tono que los hombres no alcanzan a oír o en una lengua que no comprenden. En lo formal, no es un sonido acusmático, porque su fuente está a la vista, pero igualmente es esquivo para Zama, que no lo escucha con claridad o no lo entiende. Como lo acusmático, también se le escapa y lo hace vulnerable.

Un buen ejemplo es la escena con las hijas del posadero, donde a lo onírico de los ruidos y las voces su suma la penumbra del lugar. Así como Zama no logra ver con claridad y el amante de unas de las chicas y el enigmático niño rubio se le escabullen, lo mismo ocurre con las voces de las hijas del posadero, que lo burlan, tanto porque se escapan de su percepción como porque lo ridiculizan en su rol de protector. Mientras las chicas, en sus camisones de colores claros, giran alrededor del asesor letrado, recogiendo monedas del suelo, el posadero, de espaldas a la cámara, le cuenta un temor duplicado. Dos veces, sin diferencia de énfasis y casi sin variar la formulación, le revela el miedo a que sus hijas sean abusadas por los hombres del bandido Vicuña Porto. Es un loop de sus palabras, como si hubiesen sido copiadas y pegadas.

Esta duplicación genera el mismo efecto que una ralladura en el surco de un disco de pasta: altera la armonía, la supuesta fluidez, y como en otros mecanismos ya descriptos, expone el carácter no natural del vínculo audiovisual. Toda la escena, rodada a media luz, gana un simbolismo inquietante fruto del juego de capas de sonido, con las chicas murmurando planes que evaden el control de su padre y de Zama, guardián burlado.

Con este tipo de recursos, la directora abre un plano para lo femenino: sean mujeres en sus tareas cotidianas, mujeres que susurran o hablan en dialectos, mujeres de carácter, mudas o fantasmagóricas, todas tienen un sonido o un silencio, y en su administración, marcadamente colectiva, reside una cuota de autodeterminación en un mundo regido por los hombres. Al mismo tiempo, ellas serán un contrapunto para el “despoder” progresivo de la figura de Zama, que irá experimentando en sí mismo la subalternidad.

Sobre la relación audiovisual que establece Martel y su perspectiva feminista, puede resultar valiosa la reflexión acerca del asombro que elabora Sara Ahmed. “El asombro es lo que me condujo al feminismo, lo que me dio la capacidad para nombrarme como feminista”, asegura la autora en La política cultural de las emociones (2017). En ese trabajo, plantea que el “asombro crítico” es uno de los efectos del enfoque feminista, al romper con la invisibilización que lo “ordinario” provoca en los sentidos:

Lo que es ordinario, familiar o usual, con frecuencia se resiste a ser percibido por la conciencia. Se vuelve algo que damos por sentado, como el fondo que ni siquiera notamos, y que permite que los objetos destaquen o se vean separados. El asombro es un encuentro con un objeto que no reconocemos; o el asombro funciona para transformar lo ordinario, que ya se reconoce, en lo extraordinario. Como tal, el asombro expande nuestro campo de visión o contacto táctil.

Si se traslada este esquema, la sincronización entre imagen y sonido que construye el cine tradicional asume el lugar de lo ordinario y lo familiar, mientras que las rupturas e intensidades de un universo como el de Zama constituyen una ofensiva de asombro que expone, por vía del extrañamiento, los mecanismos de la construcción.

Para Ahmed, el asombro permite “ver al mundo como algo que no necesariamente tiene que ser, y como algo que llegó a ser, con el tiempo y con el trabajo”, y por eso implica “aprendizaje”. En el caso de Zama, será lo sonoro la llave para desatar el asombro y desarticular lo ordinario, en tanto que el aprendizaje implicará ejercitar la escucha de lo extraordinario, el sonido ambiente del nuevo territorio, que puede incluso asumir la forma del silencio, como ocurre con los esclavos negros de la película.

A estos personajes Martel los representa con ese vacío de sonido que antes se señaló para el mensajero del comienzo de la película. Elididos del campo visual y sin ninguna otra referencia que dé cuenta de su presencia, el silencio los vuelve invisibles hasta tanto se opere su repentina materialización en la escena. Su entidad solo podrá ser actividad por la mirada de sus amos. La contundencia del efecto refleja el lugar de los esclavos, ubicados en los últimos eslabones de la cadena de subordinación.

En El sonido (1999), Chion advierte que el “el 95% de lo que constituye la realidad visible y tangible no emite ningún ruido” y que “el 5% que sí es sonoro traduce muy poco”, aunque no solemos ser conscientes de esto. Es decir, si sólo apelamos a los acontecimientos sonoros, “nos encontramos literalmente en la oscuridad”. Martel trabaja con este hecho sensorial que suele pasársenos por alto, pero ahí también va a ejecutar un desplazamiento. En su repaso de lo carente de expresión sonora, Chion había enumerado muros, montañas, objetos en un armario, nubes y días sin viento. A ese listado de cosas y situaciones, la directora sumará a los sujetos oprimidos.

Con Malemba, la asistenta africana y muda de doña Luciana Piñares De Luenga, la propuesta se complejiza. Aunque se trata de una esclava que compró su libertad, tampoco ella dice una palabra. Y sin embargo, a diferencia de los otros esclavos, Malemba sí está presente y se expresa, tanto con sus miradas como con sus acciones: fue quien, al comienzo de la película, persiguió al Zama voyeur. Como bien dice Luciana Piñares, Malemba “no está muda, tiene su lengua”.

El sonido interior

Junto con los ruidos y voces de lo no visto porque permanece fuera de campo, otro de los intereses narrativos de Martel se enfoca en exponer cómo suena aquello que se ubica en el interior, tanto físico como subjetivo, de lo que sí aparece en la imagen. Para Chion, se trata de situaciones que plantean un problema a la definición más esquemática de lo acusmático.

La directora le sube el volumen a una banda que en el cine más tradicional suele permanecer postergada, y esto altera la relación con el resto del universo sonoro. Hace irrumpir en el primer plano aquello que estaba reducido a la escucha interna de cada individuo o, en otros casos, silenciado incluso para sí mismo. Se trata, como indica Dolar, del ascenso de “la exterioridad interna, la intimidad expropiada, la extimidad; el excelente nombre que Lacan le da a lo siniestro, lo inhóspito”.

La escena de las orejas de Vicuña Porto gira en torno a esa extimidad. En una partida de dados con un traficante, el segundo gobernador le muestra a Zama unas orejas que habrían sido cortadas al bandido legendario antes de su supuesta ejecución. A su espalda, uno de sus súbditos –a quien dispensa un trato despectivo– se ve cautivado por el botín y es ahí cuando sobreviene la extimidad: la voz de su pensamiento se impone sobre el resto de los sonidos, que bajan de volumen y son desplazados. Es un soliloquio en un nivel mínimo de complejidad, un balbuceo, pero gana el peso de lo real, mientras que lo que se muestra asume una entidad conjetural.

La indiferencia del gobernador, que nunca percibe a su súbdito ni aun cuando toca las orejas, remarca el extrañamiento: no hay certeza de que lo que vemos esté ocurriendo o de que lo haga por fuera de la mente del personaje. Así como la voz de su pensamiento se impone a fuerza de extimidad, la imagen parece seguir ese camino, adoptando la fisonomía de una fantasía proyectada. El efecto se refuerza con la voz del gobernador en un tenue segundo plano, que repite dos veces, de forma calcada, la orden a un oficial. Es el mismo recurso de duplicación que Martel usó en la escena del posadero y sus hijas.

Los dichos del súbdito tienen una estructura básica, como si aún no hubiesen sido sometidos al proceso por el cual las ideas se exteriorizan. “Vicuña Porto está muerto, no se toca, no tocar, no. Las orejas de Vicuña Porto, Vicuña… está muerto. Las orejas de Vicuña Porto”, dice el hombre, que acabará por tocar el botín del gobernador a pesar de sus propias advertencias. Luego, llegará el desenlace: la voz de Zama gana volumen, las capas sonoras vuelven al orden previo y el resto de los sonidos recuperan su lugar.

Dolar recuerda que, al reflexionar sobre la ética, una tradición “ha tomado como pauta la voz de la conciencia” y se pregunta: “¿Esta voz interna de mandato moral, la voz que emite advertencias, órdenes, admoniciones… es una simple metáfora?”. En cambio, puede que sea una voz en sí, incluso “más cercana a la voz que los sonidos físicamente audibles”. También plantea si es “la voz del deseo inconsciente”, con lo cual “no es aquello que nos protegería de la irracionalidad de las pulsiones, sino, por el contrario, es la palanca que impele el deseo a la pulsión”. Martel, con el súbdito, sus pensamientos y las orejas de Vicuña Porto, recorre estos mismos interrogantes.

Otro tanto sucede en la visita de Zama y el Oriental a la casa de Luciana Piñares, donde la muerte ronda al traficante de licores y los sonidos vuelven a jugar con la duplicidad. Junto al vaivén del abanico accionado por un esclavo, el Oriental reitera dos veces la frase “mi mujer quería”, y luego cuenta que él vivió en el río “que va, que viene”, y “siempre lejos, por h o por b”. Lo mismo ocurre con una frase de Luciana Piñares, repetida en dos tomas distintas, mientras el sonido agudo del golpe en una copa se pega al malestar creciente de Zama. De nuevo, será el Shepard tone el recurso para que la intimidad de su mente se vuelva extimidad. La escala irá relegando a un segundo plano a las voces y ruidos, disminuidos en sus decibles como el ánimo del propio asesor. Serán unos aplausos de Luciana los encargados de romper el trance.

Mientras el funcionario ensaya su cortejo fallido, en la escena irrumpe la muerte, que es un crujir de tripas que emerge del comerciante de brandy. El ruido está en el interior físico del Oriental, pero su fuerza inunda el espacio, mientras el enfermo de cólera se retira, tambaleante. ¿Zama y Luciana escuchan esos sonidos? Y si lo hacen, ¿los perciben en ese tono? Se vuelve esquivo determinar lo que Chion llama “punto de escucha”, es decir, qué personaje oye eso mismo que yo escucho como espectador.

Zama - Martel_Romero

Un lenguaje propio

De forma recurrente, los personajes de Zama –en especial, las mujeres– explicitan con dichos y acciones eso mismo que Martel parece abordar con la experimentación sonora. Luciana Piñares, una feminista avant la lettre, dice claramente: “Desprecio a todos los hombres por su amor de posesión”, y también: “Muchas mujeres me aborrecen por mi independencia y demasiados hombres se equivocan por mi conducta”. Y en el caso de Emilia, con quien Zama tuvo un hijo no reconocido, ella se niega a darle una camisa y, con ironía, le retruca: “¿Soy tu mujer?”. Las tomas de los ojos atormentados del asesor, las escenas de su deterioro físico y mental, y de su descenso social, casi sin dinero y durmiendo en habitaciones precarias, aluden por vía de imágenes a cuestiones similares a las que la película trabaja desde lo sonoro.

Y, sin embargo, en la obra de Martel el sonido no se comporta como un auxiliar de lo visual. No viene a explicarlo, a duplicarlo o a completarlo. Por el contrario, adquiere entidad, cuerpo, y establece las reglas de un lenguaje propio, resultado de un proceso de construcción que la película emprende aún antes de que aparezca la primera imagen.

Aunque lo puedan hacer, los ruidos, voces y efectos no están ahí con la misión de semantizar lo que aparece dentro del campo, sino para operar sobre sí mismos. Esto responde a que Martel no ata su narrativa a la historia por contar, a lo que se dice o se muestra de manera más o menos explícita, sino que explora en las formas mismas de contar, con lo sonoro como un recurso privilegiado. En ese gesto, en esa “excursión”, amplía el “territorio” de la percepción y ejerce, tal vez, la más intensa de sus críticas.

Confinamientos y liberaciones. De «La cautiva» a «La Flor»

Por: Patricio Fontana

Imagen: Blanes, Juan Manuel (1880), La cautiva [Óleo sobre tela]

A propósito de la situación de confinamiento circunstancial que ha generado la pandemia mundial de coronavirus, Patricio Fontana abreva en los clásicos de la literatura argentina de los siglos XIX y XX para considerar distintas modalidades del encierro. En un itinerario que va desde la esquiva figura de cautivas y cautivos en la literatura argentina del XIX hasta sus reelaboraciones literarias y audiovisuales contemporáneas, Fontana reflexiona sobre la reciente liberación de La Flor (2018), el film de Mariano Llinás, para pensar la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad.


I.

La voluntad fundacional con la que Esteban Echeverría escribió La cautiva es innegable. Ese largo poema dado a conocer en 1837 pretendió, y en buena medida consiguió, ser la piedra basal no solo de la literatura nacional sino, más ambiciosamente, de la cultura nacional. En un célebre pasaje de la “Advertencia a las Rimas”, el libro que incluye La cautiva, Echeverría aseguraba que el Desierto, en la década de 1830, era “nuestro más pingüe patrimonio” y que se debía “poner conato en sacar de su seno no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional”. Había, pues, que conquistar y explotar el Desierto no solo para producir riqueza, sino también para producir poesía, cultura. El programa económico y literario de Echeverría era, entonces, extractivista. En 1845, en el capítulo II de Facundo, Domingo Faustino Sarmiento supo admitir, con alguna reticencia, ese logro de Echeverría. Ese –el de La cautiva– era para Sarmiento el rumbo que debía seguir una literatura nacional original: narrar historias sobre el poroso límite entre civilización y barbarie y abandonar los territorios ya demasiado transitados, ir más allá, no ser cautivos de lo urdido exitosamente por otras literaturas.

De todos modos, es discutible que La cautiva sea, en efecto, la historia de una cautiva. María y su esposo Brian son capturados por los indios durante un malón y acarreados a Tierra adentro, al Desierto. Pero ni María ni tampoco Brian llegan a vivir plenamente como cautivos. Antes de que eso ocurra, con “varonil fortaleza”, María, gracias a la ayuda de un puñal, logra evitar que un indio abuse de ella y, enseguida, libera a Brian. Inmediatamente, luego de asegurarle a Brian que su cuerpo sigue siendo un cuerpo “puro”, que no ha sido mancillada por algún indio, ambos emprenden la fuga y el imposible regreso a su pago. En el camino, Brian muere devorado por la fiebre y el delirio. María, por su parte, cae exhausta luego de que algunos soldados le informan que su hijo también murió. María, entonces, casi no es una cautiva pero su historia permite articular no obstante una pregunta: ¿es posible salir del cautiverio? O, en otras palabras: ¿puede alguien cautivo dejar, alguna vez, de serlo?

La definición que ofrece el diccionario de la RAE del vocablo cautivo informa que así se denomina a “una persona o un animal que vive retenido por fuerza en un lugar”. María, en el poema de Echeverría, logra zafar casi inmediatamente de esa retención forzosa: se fuga y consigue, aunque paga el precio más alto, no vivir la existencia que esa sustracción de su hogar le podría haber deparado. La retención de María dura muy poco, menos de un día, el tiempo suficiente para que ella sea testigo asombrado y casi voyerista del sangriento festín con que los indios celebran su exitoso malón (“feliz la maloca ha sido…”). Deben leerse otras historias de cautivas para conocer qué le podría haber pasado a María si no hubiera logrado liberarse, si hubiera sido retenida por lo indios. Deben leerse otras historias de cautivas para entrever aquello que Echeverría prefirió no contar o que María decidió no vivir. Entre esas muchas historias hay al menos dos muy famosas: la de la cautiva sin nombre de La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández, y la que se relata en el cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”, de Jorge Luis Borges, en el que la cautiva es una inglesa que, en contraste con María, no anhela de modo alguno regresar a la civilización.

A propósito del Martín Fierro, creo que es oportuno agregar aquí que Hernández escribió además algunos de los versos más acertados y bellos sobre la retención forzada en algún lugar. En la Vuelta, en el canto 12, el Hijo Mayor, que vivió buena parte de su vida confinado en la “Penitenciaría” acusado injustamente de haber asesinado a un boyero, describe qué implicó esa condena. No se trata, como en los casos de los cautiverios a los que antes aludí, de un confinamiento en espacios abiertos –en el espacio más abierto de todos: el Desierto–, sino de uno que se vive entre cuatro paredes, de un confinamiento en un sucinto interior:

En soledá tan terrible
de su pecho oye el latido:
lo sé, porque lo he sufrido
y créameló el aulitorio:
tal vez en el purgatorio
las almas hagan más ruido.

Cuenta esas horas eternas
para más atormentarse;
su lágrima al redamarse
calcula en sus afliciones,
contando sus pulsaciones.
lo que dilata en secarse.

Allí se amansa el más bravo;
allí se duebla el más juerte:
el silencio es de tal suerte
que, cuando llegue a venir,
hasta se le han de sentir
las pisadas a la muerte.

Adentro mesmo del hombre
se hace una revolución:
metido en esa prisión,
de tanto no mirar nada,
le nace y queda grabada
la idea de la perfeción.

Sobre estas sextinas de Hernández, Ezequiel Martínez Estrada escribió que en ellas al Hijo Mayor “el alma se le ha salido y lo asfixia oprimiéndolo” (¿el alma como cárcel del cuerpo, como propondrá años después Foucault en Vigilar y castigar?) y que “solamente Dante imaginó círculos tan herméticamente cerrados, soldados tan para siempre, en sus condenados”. En el lírico testimonio del Hijo Mayor, el encierro consiste no tanto en un padecimiento físico –hambre, frío o torturas– sino, prioritariamente, en un padecimiento espiritual, en un sufrimiento intangible, blanco: el suplicio de enfrentarse repetidamente a la nada.

La Flor, el film de Mariano Llinás protagonizado por las cuatro integrantes del colectivo teatral Piel de Lava cuya versión completa se conoció en la Argentina en abril de 2018, narra seis historias a lo largo de poco menos de catorce horas. Dos de esas historias se habían proyectado, como anticipo del film por venir, en 2016, en el Festifreak de la ciudad de La Plata, en la ciudad de Trenque Lauquen y en algunos otros pocos lugares de la Argentina (pero no en la ciudad de Buenos Aires) y, como corolario, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; además, habían sido incluidas en la programación del canal de cable I-SAT. Varias de esas seis historias que ofrece la versión completa de La Flor recuperan y reescriben diversos tópicos de la cultura argentina que ya están presentes en el largo poema de Echeverría y en otros textos, películas o pinturas emblemáticas de los siglos XIX y XX que, de manera más o menos obvia, dialogan con él. (Lo mismo ocurre con Las aventuras de la China Iron, la novela de Gabriela Cabezón Cámara publicada en curiosa sintonía con la aparición de La Flor: ella también, como la película de Llinás, surge de la reescritura de textos clásicos de la literatura argentina; ella también, como La Flor en su última historia, explora las posibilidades narrativas del amor entre mujeres en el marco de la inmensa llanura).

El largo episodio tercero de La Flor, una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, entre otras alusiones más o menos evidentes a esa literatura incluye dos citas de El gaucho Martín Fierro. La agente Fox, por ejemplo, parafrasea en francés las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “[…] Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar ansí a un valiente”. La historia final, la que clausura el film antes de sus extensos créditos finales, cuenta el regreso de cuatro cautivas a la civilización. En contraste con María, las de La Flor sí son indudablemente cautivas: han vivido diez años entre los “salvajes”. Acaso no sea casual que la película, como el cautiverio de esas mujeres, haya sido realizada a lo largo de una década. Podría decirse, por tanto, que las cuatro actrices y dramaturgas de Piel de Lava –Pilar Gamboa, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa–, al igual que los personajes que encarnan en ese episodio postrero, también fueron, durante diez años, las cautivas felices de este film, sus rehenes dichosas. La Flor, por lo demás, es, entre muchas otras cosas, la historia de un director de cine al que cautivaron cuatro mujeres. El cuarto episodio, que no casualmente incluye la historia apócrifa de la relación entre Giacomo Casanova y las “arañas”, es, de los seis que conforman la película, el que alude más nítidamente a los avatares de ese embeleso. Ese episodio, fundamental además para la película porque anuda y les da cohesión a los episodios previos y posteriores a él, es la ficcionalización, por momentos alegórica, de la espinosa convivencia en una asfixiante cárcel de amor de las personas que conforman El Pampero Cine y Piel de Lava. Una convivencia prolongada que fue imperiosamente necesaria para que La Flor, en varios niveles, pudiera existir.

II.

La pandemia de coronavirus que vivimos en estos días, y que no sabemos aún cuánto se prolongará, nos ha colocado, por el momento, en una situación de relativo cautiverio. En efecto, creo que no es exagerado afirmar que los argentinos nos estamos viendo obligados a vivir retenidos por fuerza en un lugar, que somos rehenes en, o de, nuestros hogares (si es que tenemos el privilegio de tener uno). De hecho, mientras escribo estas líneas recibo por WhatsApp un meme en el que se lee que “Si ya estás empezando a sentir amor por tu pareja no te preocupes: eso se llama síndrome de Estocolmo”. Para evitar contagiarnos y que el virus se propague descontroladamente, las autoridades nacionales –y en esto no somos, por supuesto, ninguna excepción– nos han convencido, o han intentado convencernos, de que debemos quedarnos en nuestras casas. “Quedate en casa” es el mantra que, machaconamente, desde mediados de marzo, repiten los medios de comunicación y las autoridades sanitarias.

Desde los primeros días de cuarentena una palabra empezó a repetirse en las redes sociales: liberación. Pero no se trataba del clamor de ciudadanos descontentos que querían liberarse del cautiverio que se veían obligados a vivir, de ciudadanos que se rebelaban contra el confinamiento al que las autoridades los compelían con no siempre efectiva persuasión, sino de la liberación de películas para que consumiéramos durante el tiempo de ocio que, engañosamente, parecía regalarnos la cuarentena. Hay algo del “Poema de los dones” en esta situación: con magnífica ironía nos han dado a la vez los libros (o las películas) y la noche (la pandemia). Para evitar que, como el hijo de Fierro en la penitenciaría, enloqueciéramos de tanto “no mirar nada”, o de mirar siempre lo mismo (por ejemplo, los programas periodísticos que ofrece la TV vernácula), empezaron a aparecer demasiadas cosas para mirar en casa, una sobreabundancia de oferta audiovisual que también puede enloquecer, intimidar o hartar. Muchas películas cautivas, así, empezaron a liberarse para que pudieran ser vistas gratuitamente en casa. La lista es extensa e incluye varias que, luego de un paso fugaz y a veces sigiloso por alguna sala de cine, ya no era posible ver, al menos no de manera legal. Por supuesto, muchas de ellas ya habían sido liberadas o arrebatadas, sin autorización de sus realizadores y productores, por una comunidad cinéfila global que, apenas puede, piratea las películas y las distribuye por varios circuitos virtuales. En estas jornadas de pandemia y confinamiento muchos de los piratitas que, en situaciones normales, consumimos películas en casa de ese modo pecaminoso, y muchas veces censurado por ese dictum un poco rancio que establece que el lugar para ver cine es la sala de cine, que hay que ver cine donde se debe, empezamos a sentirnos de algún modo legalizados, aceptados, menos culpables de transgredir una y otra vez las leyes del copyright y las más severas que prescriben dónde y cómo debe verse cine.

Entre las películas liberadas hay una que es algo así como la estrella de estas jornadas de confinamiento: la ya mencionada La Flor. No es una estrella porque sea la más larga de todas, por la excentricidad de su duración, sino porque, de manera más vehemente que otros realizadores, Llinás siempre sostuvo que su aspiración era que su película completa pudiera verse solamente en una sala de cine, sustraerla de cualquier espacio que no fuera ese.

Desde que la película se dio a conocer en la edición del año 2018 del BAFICI, Llinás una y otra vez manifestó que no quería que ni la televisión ni otros dispositivos de visionado de materiales audiovisuales (por ejemplo: la pantalla de un celular o de una computadora) domesticaran su película, la volvieran un producto de consumo hogareño. Si alguien quería ver la película, incluso críticos y periodistas, debía ir al cine. Llinás ambicionaba que el espectador se esforzara para acceder a su película. Esa ambición era, por supuesto, parte de su proyecto, que no se agotaba meramente en la realización de una película de catorce horas sino en disponer de las condiciones para que su visionado en una sala de cine, en tres días, se constituyera en un ritual, en una suerte de fugaz experiencia comunitaria, en una aventura de poco menos de 72 horas. La modalidad de exhibición de La Flor siempre fue, al menos en la Argentina, la expresión del testarudo anhelo de sacar al espectador de su comodidad, de su letargo; también, de arrebatarle algo de su poder (por ejemplo, el de dosificar a su gusto la visión de una película o de una serie).  A dos años de la presentación de La Flor en el BAFICI, El Pampero Cine, que además de Llinás conforman Agustín Mendilaharzu, Laura Citarella y Alejo Moguillansky, seguía insistiendo en esa modalidad restringida de circulación y tenía planeada una proyección en el espacio cultural Planta, ubicado en el barrio porteño de Parque Patricios, en marzo y abril de este año. Se trata, por supuesto, de una batalla pacífica contra la accesibilidad cada vez menos obstaculizada a la producción audiovisual que, entre otras consecuencias, diferencia tajantemente la experiencia de la cinefilia en la contemporaneidad con respecto a la practicada antes de la aparición de Internet. (Hubo, es cierto, una edición acotada en Blu-ray de La Flor, pero esa edición, que yo sepa, no se ofreció a la venta en la Argentina, aunque su ripeo ilegal sí llegó contrabandeado a estas tierras; pero esas vicisitudes del acceso a La Flor no me interesan acá: no son parte de la historia o, mejor dicho, del cuentito que intento reconstruir).

A propósito de esa cuestión –vale decir, la de la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad–, en el programa de mano que, allá por la primavera del año 2018, se entregó a quienes fuimos a ver La Flor a la sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires, se reproducían las siguientes afirmaciones de Llinás, que se publicaron también en el diario Página/12:

¿Qué hacer […] con estas catorce horas enciclopédicas en tiempos en que la proyección cinematográfica parece obligada a reducirse a su mínima expresión, en un mero oropel obsoleto que precede al momento fatal en el que las mercancías cinematográficas encuentran su destino en las pequeñas pantallas táctiles de los teléfonos o en las codificaciones líquidas del streaming? ¿Qué hacer frente a tanta tristeza? Acaso nos quede, como única salida, aquello que mejor nos sale: la elegante desobediencia. Convertir a nuestra Flor en un objeto díscolo, que se niegue a ser un divertimento de living o un electrodoméstico, que rechace la imperiosa exigencia de ser una cosa que esté siempre disponible para combatir el aburrimiento de los adormecidos y los cómodos.

No fue esa la primera ni la última vez que Llinás se refirió a la situación actual del cine como una de “tristeza” o de “catástrofe”, y que identificó a los causantes de ella en, por caso, Netflix, el streaming o las redes sociales, y a su cine como un intento de hacer algo disruptivo en ese contexto para él desasosegante. En un reportaje con el periodista Pedro Garay que se publicó en el diario El Día, de La Plata, Llinás aseguró:

El cine ya no es lo que fue en sus primeros cien años de vida; no lo es para nadie, como si de repente el cine fuera Pompeya y hubiera hecho erupción el volcán y todo el mundo hubiera salido corriendo. ¿Quién es ese volcán? ¿Las redes sociales? ¿Netflix? ¿Los teléfonos celulares? ¿Todo eso junto? Quién sabe. En cualquier caso, creo que La Flor es un film que lamenta esa catástrofe e intenta ver qué se puede hacer con los restos que han quedado después de la evacuación.

Así las cosas, muy poco después de que el gobierno decretara el “aislamiento social preventivo y obligatorio” (ASPO), la cuenta de Twitter de El Pampero Cine anunció, con un colorido cartel, que “durante el tiempo que duren las medidas de confinamiento” se pondría “a disposición pública y gratuita la otrora inaccesible La Flor”. La liberación de esta película “inaccesible” tuvo al principio sus tropiezos. Finalmente no fue YouTube la plataforma en la que se difundió, como sí ocurrió con otras películas liberadas por El Pampero, y a donde se subió y luego se debió bajar, por cuestiones de derechos de exhibición, una primera entrega de La Flor, sino la más secreta o desconocida Kabinett. El jueves 2 de abril la película completa, en siete partes, estaba subida ya a esa plataforma. “Esto es todo, amigos”, anunció ese mismo jueves un tuit de El Pampero Cine (aunque, previsiblemente, eso no fue todo: mientras termino de redactar estas líneas, otro tuit anuncia, enigmáticamente, que “El Pampero Cine propone –en atención a las presentes circunstancias– un final alternativo para la séptima entrega de La Flor”).

Fue necesario entonces que se cerraran todas las salas de cine, que ya no hubiera cine en la Argentina, y en casi todo el mundo, para que sus realizadores y productores consideraran que La Flor podía llegar al ámbito doméstico y, ahora sí, pudiéramos verla, por ejemplo, en la pantalla modesta de nuestro celular en algún recoveco incómodo de nuestra casa. La domesticación de La Flor ocurrió cuando los espectadores nos vimos conminados a lo doméstico, a permanecer asilados y aislados en nuestros hogares y a no poder, por más que quisiéramos, por más que insistiéramos, ir al cine. El “momento fatal” de la captura de La Flor por “las codificaciones líquidas del streaming”, para decirlo con palabras de Llinás, coincidió así, dramáticamente, con un momento funesto de la historia, con una catástrofe que no es solo la del cine.

Acaso el arribo de La Flor a nuestros hogares nos permita olvidarnos y hasta padecer un poco menos, siquiera durante catorce horas, los efectos ruinosos de la erupción de ese volcán invisible que es esta pandemia de coronavirus. En todo esto se aloja además una paradoja más o menos prístina: los enemigos supuestos del cine –las redes sociales o el streaming, por nombrar dos– son ahora los que, en estos días extraños, en estos días sin nada de cine, les permiten a las películas –a La Flor y a muchas otras– mantenerse vivas o sobrevivir y también, a los espectadores confinados, fugarse en alguna medida de su encierro, respirar otros aires.

Buenos Aires, viernes 3 de abril de 2020

Cambio de ángulo: Ricardo Piglia y la literatura mundial

Por: Alejandro Virué

Imagen: Letralia

En este artículo, escrito en el marco del seminario «Literatura mundial: Latinoamérica y la cuestión de los universales», dictado por Mónica Szurmuk, Alejandro Virué parte de algunas ideas sobre la relación entre las literaturas de los países periféricos y las de los centrales que aparecen en Los diarios de Emilio Renzi para analizar la obra de Ricardo Piglia desde la perspectiva de la literatura mundial. El ensayo, además de rastrear las opiniones del tema en escritores latinoamericanos anteriores, como Alfonso Reyes, Manuel Gutiérrez Nájera y Jorge Luis Borges, indaga en la posición privilegiada que Piglia le atribuye a su generación, reconstruye las tesis de Piglia sobre el cosmopolitismo de la tradición literaria argentina y su puesta en práctica en El camino de Ida, la última novela del escritor.


En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia escribe, en una entrada de 1968: “estamos nosotros en situación de romper la exterioridad que nos define desde el principio. Ya no miramos a las otras literaturas o a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros” (Piglia, 2016: 68). Unas páginas más adelante, refuerza esta idea: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”.

Reflexiones similares se encuentran de manera recurrente a lo largo del libro. Si bien está claro el énfasis subjetivo de las afirmaciones, que postulan una posición de escritor más que un estado de cosas, no sería ilegítimo preguntarse por el asidero material de esta igualdad de oportunidades en el universo de las letras que el joven escritor argentino supone que ha adquirido su generación. Una de las formas posibles de responder es a partir de las investigaciones en el campo de la literatura mundial. Más allá de las diferencias conceptuales de los planteos de Franco Moretti y Pascale Casanova, ambos coinciden en la radical asimetría entre los escritores de las metrópolis y los periféricos para integrar el universo de la literatura, esto es, para ser publicados, leídos, y estudiados en las universidades.

Más relevante aún es que el mismo Piglia, en obras posteriores a este ingreso pero, también, en otras partes del diario, pone en cuestión esas afirmaciones, haciendo hincapié en las dificultades materiales que se le presentan a quien quiera dedicarse a la literatura en un país periférico como la Argentina, o teorizando respecto de lo que significa, en términos estéticos, escribir desde el margen.

A todo esto hay que sumarle que discursos análogos al que postula Piglia en esas páginas han sido enarbolados muchísimo antes por más de un escritor latinoamericano. Ya en el año 1936, en sus “Notas sobre la inteligencia americana”, Alfonso Reyes sostiene que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, les da a los escritores latinoamericanos “derecho a la ciudadanía universal” y el ingreso a “la mayoría de edad” (Reyes, A.: 12). Y aún antes, como demuestra la lectura del modernismo que Mariano Siskind propone en Deseos cosmopolitas, Manuel Gutierrez Nájera, para citar un solo caso, postula “un espacio literario-mundial de jerarquías flexibles, donde los escritores españoles se inspiran en los autores estadounidenses y sudamericanos” (Siskind, 2016: 195).

Todos estos matices nos llevan a preguntarnos por las condiciones de posibilidad de las citas de Piglia a las que aludí al comienzo. ¿Qué es lo que le permite sostener que su generación es la primera en concebirse como contemporánea de sus pares de las metrópolis? ¿Qué tiene en común, y qué de distinto, con las proclamas de sus predecesores? ¿Cómo se concilia con el reconocimiento permanente –y, en muchos casos, la reivindicación– de la posición marginal desde la que escribe?

Con esas preguntas en mente, analizaré en lo que sigue algunas de las obras del escritor[1] que considero más relevantes desde la perspectiva de la literatura mundial.

 

1. Llegar a ser contemporáneos

El problema de la “exterioridad” de la literatura argentina, como lo llama Piglia, es una cuestión de larga data en la cultura latinoamericana. Está asociado, a su vez, a aquel más general sobre la posición de Latinoamérica en el mundo, es decir, las condiciones de inserción de estas novísimas repúblicas en el mercado internacional.

En el ingreso[2] del 16 de enero de 1969 de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Piglia lo presenta de una manera que, más allá de lo esquemática, lo resume perfectamente:

Se trata de la condición extra-local de esa cultura, que siempre es comparada con otra, y también de su asincronía con el presente. Una cultura que está lejos de sus contemporáneos (por eso se dice que está ‘atrasada’), a destiempo y en otro lugar. Eso es lo que los historiadores llaman ‘sociedad subdesarrollada’, ‘dependiente’ o ‘semicolonial’. Se define en relación con otra que aparece como más desarrollada y más actual (Piglia, 2016: 110).

Estas dos condiciones que definirían la marginalidad de la cultura latinoamericana en general y la argentina en particular –la  exterioridad para juzgarse a sí misma, mediante la comparación con otras culturas que se consideran más avanzadas, y el carácter anacrónico de sus producciones, atadas a la aparición tardía de la nación en el mundo– pueden rastrearse en las más diversas generaciones de escritores tanto del siglo XIX como del XX. No me detendré demasiado en este punto, pero quiero citar dos ejemplos que funcionan como casos de la descripción de Piglia.

En Recuerdos de provincia, en el semblante de uno de los personajes clave de los que Sarmiento incluye en su genealogía familiar, el sanjuanino escribe:

Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. […] Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo preferiría oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados (Sarmiento, 1995: 162/163)

Más de un siglo después, en el prefacio de su monumental Autobiografía, Victoria Ocampo afirma: “La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía.” (Ocampo, 1981: 10). Y unas páginas más adelante, luego de explicar el rol que sus antepasados cumplieron en las luchas por la emancipación argentina y, posteriormente, en la búsqueda de posicionamiento internacional del país, concluye:

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (…) yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas.  Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar (Ocampo, 1981: 14/15).

En ambos casos, a pesar de la distancia temporal, se observa la misma valoración de la Argentina como país en vías de formación y de una posición lateral respecto del mundo, metonimia de los países centrales de Europa. Pero entre las citas de Sarmiento y Victoria Ocampo, como es de esperar, hay también una diferencia notable: mientras que el primero se limita a señalar que las tradiciones incomparables de Argentina y los países del viejo mundo justifican insistir con ideas de estos a tomar en cuenta las de una inteligencia aún no “desenvuelta”, Ocampo tematiza una negociación, que más allá del éxito que pueda haber tenido, implica un deseo de reconocimiento de la cultura argentina en el mundo. En ambos casos se recurre al mundo para saldar un vacío de pensamiento local (Sarmiento) o lograr una renovación (a eso se refiere Ocampo con “traer otros veleros, otras armas”), pero en el  segundo se plantea explícitamente un objetivo estratégico: la “conquista” de una posición reconocible en ese entramado. El recurso a las fuentes del mundo para integrarse exitosamente a él.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entre los años 1968 y 1969, a juzgar por algunas de las entradas de su diario, Ricardo Piglia sostiene que su generación ha logrado romper con la auto-representación inferior y extemporánea con la que se concebían sus antecesores. En primer lugar, hay que destacar que en todas las menciones del tema enfatiza, tanto en el caso de los escritores anteriores a él como en el de los de su generación, que el asunto no refiere a relaciones objetivas entre culturas de diferentes países sino a una configuración subjetiva: “ya no miramos”, “ahora pensamos”, “cortamos con la sensación”, son las frases que utiliza para señalar la novedad de esa nueva autoconciencia literaria argentina que él y sus coetáneos encarnarían. Lo que ha cambiado, entonces, es el punto de vista o, si se prefiere, el criterio de valoración.

Un segundo rasgo en común entre los distintos ingresos es que el corte entre esta nueva imagen de sí y la de las generaciones anteriores pareciera ser total. Piglia no hace excepciones al respecto: el sentimiento de inferioridad respecto a la literatura extranjera incluye a todos los representantes de la literatura argentina que lo anteceden –aunque, como veremos más adelante, habrá una figura que funcionará de mediadora entre ellos y él–: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”; “nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras”; “logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

No hay, en cambio, una caracterización común en las entradas en cuestión respecto de la dimensión de la actividad literaria en la que se manifestaría, concretamente, ese cambio. Por momentos, parecería centrarse en las prácticas de lectura –“Leemos de igual a igual, eso es lo nuevo”– pero en otras partes lo presenta como una pertenencia común a una corriente estética –“hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o Thomas Pynchon”– o al grado de calidad de las obras –“Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura”–.

1.i.Una sensación que se repite

Más allá de la convicción con la que Piglia plantea lo inédito de esta autopercepción, existe en el corpus literario latinoamericano más de un ejemplo que da cuenta de una imagen no tan lejana a la que describe el argentino en sus diarios.

En septiembre del año 1936, Alfonso Reyes publica en la revista Sur un texto titulado “Notas sobre la inteligencia americana”, que expondrá ese mismo mes en el marco de la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual realizada en Buenos Aires. El problema que recorre su intervención es el lugar que América Latina ocupa en el escenario internacional y las relaciones entre las culturas latinoamericana y europea. Que Reyes elija la palabra “inteligencia” es un primer anuncio, que rápidamente explicitará en su texto, de lo que considera el “matiz latinoamericano”: no se trata de una civilización ni de una cultura, conceptos que suponen una tradición y una historia, sino de una capacidad: “su visión de la vida y su acción en la vida”.

De las distintas caracterizaciones que Reyes hace de esta inteligencia –que incluyen un ritmo histórico propio, ligado a la audacia y a la precipitación, una serie de disyuntivas históricas que se remontan a los inicios de la conquista (aristocracia indiana/ “recién llegados”; hispanistas/ americanistas; conservadores/ liberales), una profesionalización menor del escritor respecto de Europa– me interesan especialmente dos aspectos: la condición “naturalmente internacionalista” y el cambio en la autopercepción del hombre de letras latinoamericano que, según el mexicano, se estaría dando en su generación.

Reyes explica el internacionalismo latinoamericano más como el efecto de una necesidad que de una decisión: la imposibilidad de recurrir a una tradición institucional y a una cultura letrada propia ha obligado a los latinoamericanos “a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos”. Esto desembocaría en una mentalidad flexible, capaz de “manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia”.

Sin embargo, esa configuración cosmopolita de la inteligencia latinoamericana estuvo acompañada de un sentimiento de inferioridad, atado a la triple condición de ser americanos, latinos e hispanos. En la nota número 7, Reyes llama a esta percepción “tristeza hereditaria”, y juzga que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, no sólo la rectifica sino que les da “derecho a la ciudadanía universal”.

Unos años después, retomará estas tesis para postular la “Posición de América”. Allí juzgará dicho universalismo como un “inesperado efecto benéfico de la formación colonial”, que habilitará a América Latina a reivindicar como patrimonio propio “toda la herencia cultural del mundo”. Reyes invertirá, de este modo, la valoración de la condición marginal americana: lo que sus predecesores juzgaban como el “gran pecado original”  (Reyes, 1936: 10) de haber nacido “en un suelo que no era el foco de la civilización, sino una sucursal del mundo”, será reivindicado como la posibilidad de estar familiarizado y poder utilizar en su favor aspectos de todas las culturas del globo.

Estas intervenciones de Reyes, además de tener el mérito de adelantar algunas de las tesis que Borges, en 1951, canonizará en el maravilloso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, muestran que la sensación de inferioridad de los escritores latinoamericanos ya había sido disputada mucho antes de Piglia. El gesto de Reyes, además, es similar al del argentino: para señalar la particularidad de su generación remite a sus antecesores, con los que se compara y a los que les atribuye una “tristeza hereditaria” que él y sus colegas estarían empezando a deconstruir.

Pero este posicionamiento alternativo respecto de la literatura mundial tiene ejemplos aún anteriores a Alfonso Reyes. En esa clave lee Mariano Siskind el discurso universalista del modernismo hispanoamericano[3], al que diferencia del que pudieron haber encarnado los románticos rioplatenses, como Echeverría. Mientras que estos apelaron a literaturas extranjeras como “totalidades nacionales” y radicalmente otras respecto de la propia, “el discurso literario mundial del modernismo (…) considera a las obras y a los autores extranjeros –en un clásico gesto cosmopolita– como parientes queridos, almas gemelas, cuyos nombres convocan la presencia fantasmática de un mundo que incluiría a América Latina” (Siskind, 2016: 153/154). En el tercer capítulo de su libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Siskind rastrea este discurso en textos de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Pedro Emilio Coll, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano. Me detendré brevemente en el análisis del mexicano Gutiérrez Nájera, ya que allí se puede ver de manera contundente un concepto de mundo que niega la ubicación externa de América Latina. En su ensayo de 1881  “Literatura propia y literatura nacional”, el mexicano relega el adjetivo “nacional” a un mero accidente geográfico, negándole el carácter cualitativo que le atribuía el romanticismo. Reconoce que en otros momentos históricos, en los que la comunicación y los traslados entre regiones distantes eran más acotados, el lugar de origen tenía inevitablemente una función estética, pero juzga ese estado de cosas superado. Más allá de que las obras que menciona de manera explícita no involucran a ningún americano[4], al incluirlas a todas dentro del “fondo común de la literatura” realiza un gesto subversivo: el de expropiarlas de sus naciones de origen y situarlas, de manera equivalente, en un entramado mundial  en el que perfectamente podrían incorporarse creaciones latinoamericanas. Esto se vuelve patente en el otro texto que analiza Siskind, “El cruzamiento de la literatura”, de 1894. Allí, Gutiérrez Nájera estudia el presente de la literatura española, en el que nota una clara superioridad de los novelistas por sobre los poetas, que explica con la proliferación de traducciones de grandes novelistas extranjeros: “El renacimiento de la novela en España ha coincidido y debía coincidir con la abundancia de traducciones publicadas”. Pero lo más interesante es que en sus especulaciones sobre la relación entre importación/exportación literaria, el mexicano sostiene que “mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y sudamericana etc., importe la literatura española, más producirá, y de más ricos y cuantiosos productos será su exportación”. Como se ve, la desterritorialización de la literatura que propone Gutiérrez Nájera es de una radicalidad tal que le permite incluir a la prosa y poesía sudamericanas como una fuente de inspiración igual de importante que las francesas o inglesas.

La pregunta inevitable que debe hacérsele a esta intervención, quizás demasiado optimista, pero también a la de Reyes e, incluso, a la de Piglia, es acerca del correlato material de este mundo transversal de influencias múltiples que postulan. Como señala Siskind después de su análisis de Gutiérrez Nájera, “este no es un mundo plano y horizontal de intercambios parejos: Zola no leía a José Mármol ni Huysmans leía a Darío (por mucho que este lo deseara)” (Siskind, 2016: 195), y agrego, a pesar de las diferencias abismales de circulación de la literatura latinoamericana entre la época del modernismo y la de Piglia, que probablemente tampoco Thomas Pynchon haya leído al autor de Plata quemada –aunque sí sabemos que leyó a Borges–.

Para Siskind, de hecho, la oposición entre las condiciones materiales de enunciación y el discurso universalista de los modernistas es fundamental para comprender su especificidad, que  califica de “universalismo” o “cosmopolitismo marginal”[5]. De allí la expresión que da título al libro, deseos de mundo, por cierto muy ambigua ya que podría funcionar perfectamente para describir la idea de exterioridad de la literatura latinoamericana: si se desea el mundo es porque se reconoce estar fuera de él. Es aquí donde cobra relevancia la interpretación en clave estratégica, que permite diferenciar, a su vez, las implicancias políticas del lugar de enunciación de un discurso cosmopolita. El diagnóstico de los escritores modernistas –de allí su nombre– es que la literatura latinoamericana requiere una modernización que la aleje del provincialismo reinante y su convicción es que ellos están en condiciones de hacerlo, utilizando indistintamente técnicas y temas de otras literaturas. Pero la particularidad de su discurso, como señala de manera brillante Anibal González, es que “en vez de señalar la necesidad de ser modernos, los escritores modernistas hacen su literatura desde el supuesto de que ya son modernos” (citado en Siskind, 2016: 151). Siskind llama a este procedimiento la “cancelación de la diferencia cultural”. Recurriendo a la distinción de Homi Bhabha entre diferencia cultural (que enfatiza la opacidad de cada cultura) y diversidad cultural (que, admitiendo las singularidades culturales, las coloca en una ‘equivalencia estructural’), dice:

si, ejercida desde contextos de enunciación metropolitanos, esta pax romana implícita en la idea de diversidad acerca el cosmopolitismo al imperialismo, articulada en contextos marginales marcados por la experiencia de la exclusión, la cancelación de la diferencia que está en la base del cosmopolitismo latinoamericano es una maniobra estratégica que le permite a los modernistas representarse en términos de igualdad con sus pares europeos y norteamericanos.

Me pregunto si algo de este mecanismo no opera en la mentalidad de Ricardo Piglia. Como adelanté en la introducción, hay momentos de los diarios donde la sensación de contemporaneidad con la literatura mundial de la que se jacta el argentino es puesta en crisis, al menos en lo que respecta a las condiciones de producción literarias. Ya en el primer tomo, Años de formación, en un punteo de los temas que habían circulado en una charla del jueves 10 de febrero de 1966 con David Viñas, escribe: “Charlamos un rato sobre las dificultades para ganarse la vida en Buenos Aires (…) Europa como espejo, mercado y residencia” (Piglia, 2015a: 228). Casi diez años después, en un ingreso de 1975 de Los años felices, insiste con lo mismo: “Está claro que mi proyecto fue siempre el de ser un escritor conocido que vive de sus libros. Proyecto absurdo e imposible en este país” (Piglia, 2016: 406). Hay una frustración notable en estas palabras, que reconocen un desfasaje entre el proyecto de Piglia y las posibilidades reales de que resulte exitoso en la Argentina, en contraste con la igualdad de oportunidades respecto de los escritores extranjeros con la que se concebía páginas atrás, que vuelve plausible interpretar la ruptura de la exterioridad que le atribuye Piglia a su generación como una expresión más de los deseos de mundo modernistas, que enuncian en presente un estado de cosas que, en verdad, pretenden alcanzar y que, de manera más o menos consciente, saben que aún no existe. El autor argentino pareciera haberlo llevado a un grado hiperbólico, ya que a la cancelación de la diferencia cultural pareciera agregarle la material (“Ya no miramos (…) a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros”), que es la que precisamente se ve frustrada cuando reniega de las dificultades para vivir de la literatura en el país periférico al que pertenece.

Otra similitud entre ambos discursos es su contexto de aparición, más específicamente, la posición contra la que reaccionan. En la introducción al libro que tanto he citado, Siskind enmarca el discurso cosmopolita modernista como un modo de imaginar “fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas y asfixiantes” (Siskind, 2016: 15). El caso de Sanín Cano es especialmente ilustrativo: escribe su texto más radical en defensa del cosmopolitismo, “De lo exótico” (1893), en el marco del gobierno conservador de Rafael Nuñez, en el que se vivía “un clima cultural de aislamiento y un nacionalismo acérrimo”. Allí no sólo cita a Goethe y su idea de Weltliteratur, sino que se adelanta a la posible crítica de “extranjerizante”, una forma muy común de desmerecer al universalismo cosmopolita: “No hay falta de patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y de asimilarse uno lo escandinavo”. Paralelamente, casi en la misma época en la que aparecen sus ingresos más explícitos sobre la “sincronía” de los escritores argentinos con sus contemporáneos de las metrópolis, Ricardo Piglia, en respuesta a una serie de preguntas que la revista Los libros formuló a varios escritores y estudiosos de la literatura acerca de la función de la crítica, dice:

En relación con las tendencias actuales de la crítica argentina, habría que decir que el populismo hoy de moda entre los intelectuales (…) hace de la dependencia una suerte de espejo deformado, donde en realidad lo único que se exhibe es el carácter colonizado de un pensamiento que intenta ‘ser nacional’ en el esfuerzo de mostrar su diferencia (Revista Los Libros, año 4, n° 28: 171).

 

1. II: El factor Borges

Además de los años que separan a los modernistas de Piglia, hay un hecho fundamental que diferencia el status de los deseos de unos y el otro, que el argentino utiliza para explicar el sentimiento de contemporaneidad de su generación: la obra de Jorge Luis Borges. Para introducirme en esta cuestión, citaré in extenso las dos entradas de los diarios donde Borges es mencionado como la figura de transición entre las dos autopercepciones de los escritores argentinos respecto a las literaturas centrales que Piglia presenta. La primera es de abril de 1968:

Octavio Paz se equivoca en Corriente alterna, no se trata de afirmar que nuestro arte es ‘subdesarrollado’, sino que nuestra manera de entender el arte lo es, quiero decir, un modo de ver colonial, deslumbrado por ciertos modelos. En la literatura argentina ese momento recorre la historia hasta Borges: desde el principio la literatura se sentía en falta frente a las literaturas europeas (Sarmiento lo dice precisamente y Roberto Arlt lo dice irónicamente: ‘¿Qué era mi obra, existía o no dejaba de ser uno de esos productos que aquí se aceptan a falta de algo mejor?’). Recién a partir de Macedonio y de Borges nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras. Ya estamos en el presente del arte, mientras que durante el siglo XIX, hasta muy avanzado el siglo XX, nuestra pregunta era: ‘¿Cómo estar en el presente? ¿Cómo llegar a ser contemporáneo de nuestros contemporáneos?’. Nosotros hemos resuelto ese dilema: Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura (Piglia, 2016: 27).

La segunda es de finales de 1969:

Todo el mundo periodístico en el delirio del balance de una década. Yo mismo: la ‘década del sesenta’ produjo un corte múltiple. Cambió la política de izquierda. Mucha libertad para buscar lo que cada uno quiere. La literatura argentina, con mi generación, logró –después de Borges- estar en relación directa y ser contemporánea de la literatura en cualquier otra lengua. Cortamos con la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar. Hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o a Thomas Pynchon, es decir, logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos (172-173)

A simple vista, ninguna de las citas otorga demasiada información de por qué Borges es una condición para el cambio en la subjetividad de los escritores argentinos. Simplemente se repite que se dio a partir de él y en la generación de Piglia. Se sabe que el éxito internacional en el que se convirtió Borges a partir de las apropiaciones filosóficas francesas entre 1955 y 1966 (Maurice Blanchot destaca su noción de infinito en El libro por venir, de 1959, y Foucault comienza su célebre libro Las palabras y las cosas, de 1966, citándolo), las traducciones de muchos de sus textos en Les Temps Modernes y la que en 1964 hizo Roger Caillois de Historia universal de la infamia, junto al premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1961, despertaron una atención inusitada en la literatura argentina por parte de escritores e intelectuales de los países centrales, además de asegurarle a Borges un triunfo comercial cada vez mayor. Pero este motivo no basta para explicar el rol que Piglia le atribuye a Borges, además de que confirmaría las tesis de Pascale Casanova sobre París como mediadora necesaria, en tanto capital de la “república mundial de las letras”,  entre la periferia y el resto de los países del centro, y la fuerza de su noción de “transferencia de prestigio” (Sánchez Prado, 2006: 76).

Hay dos cuestiones de la primera cita que nos advierten sobre ello: la crítica a Octavio Paz y la mención de Macedonio Fernández. Piglia dice que no es el arte latinoamericano en sí mismo lo “subdesarrollado” sino la manera de entenderlo. Traslada el problema de la exterioridad del creador al crítico –y al escritor en tanto crítico–, que juzga desde esos modelos que lo deslumbran las obras locales. Esto habría sucedido, en el caso de la literatura argentina, hasta Borges. ¿Qué lo diferenciaría, en su doble valencia de escritor y crítico, de sus antecesores? Piglia da las claves de esto en muchas de sus obras, pero considero especialmente pertinente el modo en que lo plantea en una de las entrevistas que integran Crítica y ficción. Analizando la posición de Borges como crítico, condición que resulta ambigua porque, en general, no se le reconoce del todo ese rol “a pesar de que sus textos críticos son usados y citados constantemente”, Piglia marca las diferencias entre las formas de leer del crítico y el escritor. Frente a los trabajos eruditos y especializados del primero, las lecturas del segundo se caracterizarían por la arbitrariedad y la estrategia. En su ejercicio crítico, el escritor “intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”. Piglia explica de este modo que Borges prefiera a Conrad, Stevenson, Kipling y Wells antes que a Dostoievski, Thomas Mann o Proust, que elogie una tradición “marginal” dentro de la gran tradición de la novelística europea. El argumento de Piglia es convincente:

si a Borges se lo lee desde Dostoievski, como era leído, no queda nada. Ahí aparecen todos los estereotipos sobre Borges: que su literatura no tiene alma, que en su literatura no hay personajes, que su literatura no tiene profundidad. Borges tiene que evitar ser leído desde la óptica de Thomas Mann, que es la óptica desde la cual lo leyeron y por la cual no le dieron el Premio Nobel: no escribió nunca una gran novela, no hizo nunca una gran obra en el sentido burgués de la palabra (…) Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban.

El Borges crítico utiliza la tradición europea pero de un modo indebido, reorganizándola de acuerdo a su propia valoración y en aras del interés del Borges escritor. Se desentiende de la “gran tradición europea” –al punto de no escribir novelas– y establece las condiciones de su propia valoración como escritor. Rompe con el “deslumbramiento por ciertos modelos”, que es donde Piglia, discutiendo con Paz, encuentra el “subdesarrollo” de la manera local de concebir nuestro arte. Que la estrategia, encima, haya funcionado, seguramente suma puntos, pero no es lo decisivo.

Un punto aún más contundente a favor de la idea de que la habilitación de la “sincronía” con sus contemporáneos que promovió Borges a la generación del ‘60 no se debió a su éxito internacional es el hecho de que, en esa cita, Piglia nombre también a Macedonio Fernández, quien a las claras no corrió la misma suerte que Borges. Si en la transvaloración borgeana de la tradición europea Piglia ve un gesto inédito en la literatura argentina que posibilita romper con el “complejo de inferioridad”, podemos aventurar que en la indiferencia radical respecto de su reconocimiento como escritor, en esa suerte de purismo de la creación macedoniana, encuentra un corte igual de abrupto. Piglia transmite en más de una ocasión la admiración que le produce la entrega total y desinteresada de Macedonio a su proyecto estético: “Macedonio empieza a escribir el Museo de la novela en 1904 y trabaja en el libro hasta su muerte. Durante casi cincuenta años se entierra metódicamente en una obra desmesurada”, dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario”, y lo refuerza en “Ficción y política en la literatura argentina”:

Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión.  Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra (Piglia, 2014a: 117)

Para volver a Borges y terminar de entender en qué sentido su figura es central para cortar con “la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar” y cómo, en definitiva, lo que opera es un cambio de valoración de un “mismo” estado de cosas, me detendré en un breve ensayo de Piglia: “La novela polaca”. Allí analiza el texto “El escritor argentino y la tradición”, que para el autor de Respiración artificial responde la siguiente pregunta: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o ‘polaco’)?” (Piglia, 2014b: 72).  Luego de resumir la muy conocida tesis de que la condición marginal de las literaturas de los países periféricos posibilita “un manejo propio, ‘irreverente’, de las grandes tradiciones”, una libertad con la que, según Borges, no cuentan los escritores de los países centrales, Piglia lee de manera estratégica la conclusión borgeana: “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina”.

Borges, desde los ojos de Piglia, no sólo clausuraría, unificándolas en su obra, las dos grandes tradiciones de la literatura argentina del siglo XIX –el europeísmo y el criollismo–, tesis que pone en boca de Renzi en Respiración artificial calificándolo como el “mejor escritor argentino del siglo XIX”; también clausura el complejo de inferioridad de los escritores argentinos, convirtiendo el carácter marginal, hasta entonces concebido como desventaja, en una potencia de la que el autor de El último lector se servirá en toda su obra. El recurso al “plagio” que ya defendía Sarmiento en la cita que transcribí de Recuerdos de provincia vuelve a ser reivindicado desde este prisma aunque por razones muy distintas: mientras que el sanjuanino justificaba el uso insistente de las citas extranjeras por el desenvolvimiento inacabado del pensamiento nacional –y en ese sentido, como un recurso a abandonar una vez que éste se desarrolle–, Piglia, a partir de Borges, lo defiende como uno de los mecanismos propios de la tradición argentina. Pero el creador de Emilio Renzi va más allá, puesto que asegura que estos usos de lo extranjero no son propios, únicamente, de la tradición “europeísta” a la que pertenecería Sarmiento, sino que pueden encontrarse también en el “criollismo”:

hay toda una red que cruza la lengua extranjera, la traducción, la escritura nacional (…) pero no hay que simplificar, como cierta perspectiva, digamos, nacionalista, ciertos estereotipos del revisionismo peronista, que tienden a describir rencorosamente esa tradición como si sólo perteneciera a los sectores culturalmente dominantes (Piglia, 2014a: 99)

Los dos ejemplos que menciona son la divisa punzó, símbolo que “identifica el federalismo a la gran línea popular”, cuyo nombre “es una traducción del que le ponían a la tela los importadores franceses, ponceau, de modo que el grito de las masas federales es en realidad un galicismo” y la primera edición de la segunda parte del Martín Fierro, que en su contratapa tiene una publicidad de la Librería Hernández que se jacta de tener en sus idiomas originales las últimas publicaciones de Francia e Inglaterra.

Borges, parece decir Piglia, no sólo crea mediante sus lecturas críticas un espacio de valoración para sus  producciones literarias sino también para las de los escritores por venir e, inclusive, para sus antecesores. Resignificando la fatalidad de haber nacido en una “sucursal del mundo”, como llama Reyes al territorio latinoamericano, vuelve posible a Piglia: “ahora pensamos que esa localización no nos impide establecer contactos directos con el estado presente de la cultura. Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea” (Piglia, 2016: 72).

 

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

2. El nuevo mundo, o el margen como canon

Así como la concepción de mundo de Gutiérrez Nájera le permitió imaginar influencias recíprocas entre escritores centrales y periféricos, las tesis de Piglia sobre la literatura mundial tienen una doble eficacia en su obra: por un lado, le permiten armar un canon singular, en el que la posición excéntrica respecto de la propia lengua –y, como consecuencia, de la propia nación–, tanto a nivel temático como formal, se convierten en criterio de valoración estética; por otro, lo habilitan a proyectar en su ficción un mundo en donde el margen, por una serie de operaciones narrativas, asedia al centro y pone en peligro su posición hegemónica, como sugeriré en mi lectura de El camino de Ida.

En uno de sus primeros textos críticos sobre la obra de Roberto Arlt ya aparecen las primeras reflexiones sobre el estilo excéntrico del autor de El juguete rabioso. La relación distanciada con la lengua materna se ve en dos aspectos: por un lado, en la acusación y la aceptación del propio Arlt de que “escribe mal”; por otro, en la referencia a la famosa crítica de José Bianco, que lo acusa de hablar el lunfardo con acento extranjero, algo que años después Piglia resignificará elogiosamente. A partir de su teoría de que la escritura literaria es el efecto de una lectura productiva o arbitraria, nuestro crítico dice que Arlt opera como un traductor, algo en principio polémico ya que sólo manejaba de manera fluida el español. En la medida en que su principal fuente literaria son novelas extranjeras –principalmente rusas– de dudosas traducciones españolas (“horribles”, según Bianco) que proliferaban a montones en su época, Arlt traduciría su español rioplatense al de España,  que interpreta como el código literario vigente:

No es casual que en esta apropiación degradada, las palabras lunfardas se citen entre comillas (…) las notas al pie explicando que ‘jetra’ quiere decir ‘traje’, o ‘yuta’, ‘policía secreta’, son el signo de cierta posesión. Si como señala Jakobson, el bilingüismo es una relación de poder a través de la palabra, se entienden las razones de este simulacro: ese es el único lenguaje cuya propiedad Arlt puede acreditar (Los Libros, año 4, n° 28: 27).

Piglia retomó esta idea en numerosas ocasiones, incluso la puso a prueba en su nouvelle “Nombre falso”, en la que el narrador –homónimo del autor–, un estudioso de la obra de Roberto Arlt, presenta un presunto cuento inédito de Arlt, “Luba”, que es en verdad un plagio apenas adaptado de una traducción española de “Las tinieblas», del ruso Leónidas Andreiev. A pesar de las pistas que da Piglia en la primera parte sobre la operación que está llevando a cabo, los temas y la prosa del ruso y Arlt tenían tanto en común que el crítico Aden W. Hayes, que para entonces ya había escrito Roberto Arlt: la estrategia de su ficción y, por lo tanto, manejaba su obra, la juzgó como un inédito verídico (Fornet, 2000: 17-20).

Hay otro elemento que le permite a Piglia calificar el estilo de Arlt como extrañado de la lengua materna: su vínculo con el lenguaje popular de los inmigrantes. En la célebre discusión literaria que establecen Emilio Renzi y Marconi en Respiración artificial, luego de sostener que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, Renzi propone a Arlt como el mejor del XX. La reacción de Marconi no se deja esperar. Lo acusa de escribir mal y le adjudica un rol insignificante: “(…) digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo?”, pero el desplazamiento en la respuesta de Renzi –“Era eso, justamente, un cronista del mundo” – le da pie para establecer su teoría sobre la relación entre el valor literario y la masiva inmigración que se produce en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Para Renzi, “la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras (…) es una noción tardía”, que hubiera sido inaplicable a escritores del siglo XIX de la talla de Sarmiento y Hernández y que se establece, en la Argentina, como reacción frente a la inmigración y su impacto en el lenguaje. Desde entonces, según Renzi, la literatura cumple la función ideológica de enseñar el buen uso del idioma nacional, tarea que encarna, de manera cabal, Leopoldo Lugones.  Desde esas coordenadas es que el alter ego de Piglia aceptará que Arlt escribe “mal”: contrariamente al estilo de Lugones, “dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional”, Arlt “percibe que la lengua nacional es un conglomerado”, en el que conviven en tensión tonos y registros opuestos. El trabajo sobre este material y sus lecturas de traducciones españolas (“’jamelgo’, ‘mozalbete’, sus textos están llenos de eso”) explican, como dice en “Un cadáver sobre la ciudad”, ese “extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y extrañeza con la lengua materna que es siempre la marca de un gran escritor”.

Es interesante el matiz que se lee en la última cita. Piglia parecería estar dando un paso más en la resignificación del lugar marginal –en este caso, respecto de la propia lengua– como potencia de las literaturas periféricas. El extrañamiento de la lengua nacional no sería, solamente, el criterio de valor estético de la literatura argentina sino “la marca de un gran escritor” a secas. La ventaja relativa con la que definía Borges la posición periférica de los escritores sudamericanos parecería convertirse en Piglia en un criterio universal de valoración literaria. Sobre esto se extiende en “Conversaciones en Princeton”:

Rulfo, Guimaraes Rosa pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los Estados Unidos. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es nacional (Piglia, 2014: 213)

Piglia volverá a referirse a Faulkner en una entrevista de 1995 para el Faulkner Journal, donde destaca dos rasgos del escritor estadounidense. Como Borges y Arlt, Faulkner construye su propia tradición. La frase clave en la que se basa aparece en la introducción de 1933 de The sound and the Fury: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Pero lo que nos importa es lo que dice sobre su posición excéntrica respecto a la literatura norteamericana de la época:

El lugar desde el cual Faulkner leía la cultura (el contexto afrancesado y periférico del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde afuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este (Piglia, 2014: 122)

Con argumentos muy parecidos –aunque destacando el hecho de haber nacido en países extranjeros y lejanos y haber tenido una lengua materna distinta a la de la escritura–, Piglia calificará a Joseph Conrad y W. H. Hudson como “los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX”.

 

3. La literatura mundial en la literatura de Piglia. Un caso.

Para concluir, intentaré mostrar cómo juegan este criterio de valor estético que propone el escritor argentino y el canon que establece a partir de él en su ficción. Tomaré la última novela que publicó el escritor, El camino de Ida, por dos motivos igual de elocuentes: el primero es que, como se ha dicho[6], condensa todos los temas de su ficción anterior –la mezcla de géneros, el uso de digresiones para “demorar” el desarrollo central de la trama (al punto de volver cuestionables las ideas de “digresión” y “centro”), el recurso autobiográfico, la influencia recíproca entre realidad y ficción, la trama policial–; el otro es que la distancia temporal que la separa de las entradas de los diarios que analizamos –cuarenta y cuatro años, para ser precisos– demuestra que, lejos de haber sido manifestaciones entusiastas de un escritor en ciernes, las intuiciones de Piglia sobre la literatura mundial que expuse en estas páginas se mantienen en su madurez.

El camino de Ida es la historia de un viaje real y existencial. Emilio Renzi se encuentra en un momento incierto de su vida: acaba de separarse de su segunda mujer, su actividad profesional está en una suerte de limbo –hace tanto que no publica que hay quien lo juzga muerto, los guiones que escribe no se filman y los textos que sí salen a la luz los firman otros–; sólo encuentra alguna redención en el libro que escribe sobre Hudson, empresa que tampoco prospera. En ese contexto recibe la propuesta de dar un curso en “la elitista y exclusiva Taylor University”, algo que acepta también a regañadientes y ante la insistencia de Ida Brown, su propulsora en la universidad norteamericana y quien le da nombre al libro. Hay algo fortuito en el viaje, que Piglia insiste en señalar: se da “por azar, de golpe, inesperadamente”, a raíz de que “les había fallado un profesor”. Ese mismo azar pareciera regir, también, varios de los sucesos en los que se involucra, desde convertirse en sospechoso de la muerte de Ida Brown hasta el hallazgo de las claves de esa misma muerte y su posible conexión con una serie de asesinatos a académicos que vienen cometiéndose en Estados Unidos en un libro de Joseph Conrad.

El tema de las clases de su seminario le permite a Piglia llevar a cabo lo que hizo tantas veces antes: utilizar la ficción para hacer teoría y crítica literaria. Como adelantamos, el escritor elegido es Hudson, cuya novela Allá lejos y hace tiempo tendría el doble mérito de ser “uno de los momentos más memorables de la literatura en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos luminosos de la descolorida literatura argentina”. Esta descripción debería ponernos en alerta. La novela tiene una peculiaridad que no muchas comparten: la de poder insertarse en dos cánones nacionales. Pero Renzi, que elige no adjetivar la literatura inglesa, le atribuye a la argentina la triste cualidad de “descolorida”. Si a esto le sumamos otras referencias que aparecen en la primera parte de la novela, como el primer encuentro con Ida Brown, del que dice: “Quería que diera un seminario sobre Hudson. ‘Necesito tu perspectiva’, dijo con una sonrisa cansada, como si esa perspectiva no tuviera demasiada importancia”; la escena en la que conoce a Parker, el detective amigo de su editora norteamericana, que en aras de interpelar a su ex pareja, que trabaja en la librería Labyrinth, hace pasar a Renzi por un gran amigo de Borges; o la de la cena en la casa de Don D’Amato, el chair de “Modern culture and Films Studies”, que lo lleva a decir, con una sorpresa indisimulada: “Esa noche fue muy amable conmigo, teniendo en cuenta que yo era un oscuro literato sudamericano y él un scholar de tercera generación, compañero de Lionel Trilling y Harry Levin”, podríamos incluir a Emilio Renzi entre los representantes del “complejo de inferioridad argentino” que, según dijo en su diario e intenté mostrar en este trabajo, Piglia y su generación habrían logrado superar. Pero además de que la novela, como veremos, abunda en pasajes que contrarían explícitamente esta hipótesis, hay un momento clave que nos permite interpretar en otro sentido estas alusiones.  El día de inicio del seminario sobre Hudson es el primer corte de Renzi con el estado anímico con el que inicia la novela (“perdido”, “desconectado”). Lo dice explícitamente: “me sentí liberado y feliz”. Enseguida se explaya:

y eso me pasa cada vez que inicio un curso, animado por el ambiente de tensa complicidad en el que se repite el rito inmemorial de transmitir a las nuevas generaciones los modos de leer y los saberes culturales –y los prejuicios– de la época (el énfasis es mío)

Si leemos El camino de Ida como un curso de literatura –no sólo por las reflexiones explícitas sobre historia y estilo literario en lo que se dice de Hudson y Tolstói, sino también por la implícita teoría de la traducción que plantea y el modelo de crítico como detective que, como ya lo ha hecho en obras anteriores, propone– podemos reinterpretar esa primera figuración de Renzi como la enseñanza de un prejuicio, quizás uno de los más arraigados en la literatura argentina y, por lo mismo, digno elemento a ser transmitido a las nuevas generaciones como parte de ese rito inmemorial de la enseñanza que acabamos de describir.

Como adelanté, William Henry Hudson es el tema del seminario que Renzi dicta como visiting professor y el primero del gran curso de literatura que es El camino de Ida. En la explicación de por qué elige trabajar con este autor, Piglia, en la voz de Renzi, establece el mismo criterio de valor literario que  intentamos reconstruir a lo largo del trabajo:

Me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones. Hudson encarnaba plenamente esa cuestión. Ese hijo de norteamericanos nacido en Buenos Aires en 1838 se había criado en la vehemente pampa argentina a mediados del siglo XIX y en 1874 se había ido por fin a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, en 1922. Un hombre escindido, con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor.

La relación de distancia y extrañeza con la lengua que antes, refiriéndose a Arlt, planteaba como “la marca de un gran escritor”, apenas se redefine aquí de una manera más general: la del hombre escindido, que elige como tema de su literatura la pampa argentina pero escribe en inglés y desde Inglaterra. La escisión de la que habla Piglia pareciera haberla insinuado, con otras palabras, el propio Hudson  cuando relata el estado afiebrado en el que escribió Allá lejos y hace tiempo. A diferencia de la memoria involuntaria de Proust, en la que un objeto del presente trae, de manera súbita e inesperada, sucesos del pasado, Piglia le atribuye a Hudson algo más cercano a la experiencia del trance: “una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y pudiera ver con claridad los días que había vivido”. Un cuerpo situado en Inglaterra como mero objeto y  simultáneamente un cuerpo que, en tanto sujeto, actualiza las vivencias de la infancia. Piglia deriva de esta escisión una posición ideológica –la elección de un mundo pastoril y pre-capitalista como una opción frente a la Inglaterra posterior a la revolución industrial– y también un estilo muy particular: “Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata”.

El elogio de Tolstói que aparece en el segundo capítulo, ya no en boca de Renzi sino de su vecina, la rusa Nina Andropova, obedece al mismo criterio. El contexto es posterior a la misteriosa muerte de Ida Brown, que tuvo un breve amor clandestino con Renzi suficiente para que este se enamorase y sintiese de una manera paradójicamente intensa su muerte. Digo paradójicamente porque ese dolor, que la novela muestra, no puede ser expresado públicamente por su protagonista no sólo por el carácter secreto de la relación sino, también, para no incrementar las sospechas que el FBI ya tenía sobre él. La única confidente es su vecina, quien además de ayudarlo a sobrellevar la muerte de Ida se convierte en su “asistente” en la investigación detectivesca que inicia Renzi para descubrir qué paso, realmente, con su amante. En ese marco de largas charlas en las que Nina cuenta su breve vida en Rusia y su temprano exilio, especula sobre las particularidades de la lengua rusa, a la que juzga intrínsecamente metafísica:

Cuando uno deja de hablar en ruso y luego escucha a hablar a los rusos, no entiende nada. El más preciso de sus comentarios concretos siempre tenía derivaciones enigmáticas que resultaban incomprensibles. El resultado final de este tipo de mensaje (…) era elevar el significado tan lejos del uso cotidiano que el sentido desaparecía por completo.

La teoría de Nina Andropova es que Tolstói es el mejor escritor ruso por haber luchado contra esa característica de la lengua que ella juzga como una debilidad. En este proceso, dice la vecina de Renzi, “descubrió la ostranenie” que más tarde conceptualizaría Sklovski[7]. Como si fuera el propio Piglia hablando de Roberto Arlt, más adelante dice:

Era un narrador excepcional y su estilo está lleno de dificultades, no tiene nada de elegante, y ha sido criticado y muchos lo acusaron de escribir mal y escribía mal –no era Turguénev- porque buscaba alterar la enfermedad metafísica del idioma vernáculo.

Para ejemplificar temáticamente esta depuración metafísica de la lengua que realiza Tolstói, Andropova cuenta que, en su lucha contra la pena de muerte, escribió una crónica sobre la ejecución de un campesino, concentrándose minuciosamente en un personaje lateral: el encargado de llevar el balde de agua enjabonada con la que se humedecería la soga para que resbale más eficazmente en el cuello del condenado. “Ese detalle”, cierra Nina, “liquidaba toda metafísica y hacía sentir el horror burocrático de la ejecución mejor que cualquier jaculatoria emocional a la Dostoievski sobre los humillados y ofendidos”.

Hay varios elementos en la novela que nos permiten hablar de una teoría de la traducción. No debemos perder de vista, en primer lugar, que la novela transcurre en un espacio en el que la lengua que se habla mayoritariamente no es la lengua materna del narrador. Esto podría no ser un tema pero Piglia se encarga de dejar en claro que sí lo es: gran parte de los hechos son narrados en estilo indirecto, no sólo cuando se reproducen diálogos –que Renzi, en ocasión de algunos equívocos, deja ver que son traducciones de “originales” en inglés–, sino también cuando replica información que le llega  a partir de otros personajes. Esto sucede en casos menores, como en las réplicas de los discursos de Nina que vimos recién, o las exposiciones de sus estudiantes del seminario, pero también en la reconstrucción del caso Munk, el talentoso físico de Harvard que se convierte en asesino serial, que ocupa prácticamente toda la segunda mitad de la novela y que es una traducción de la investigación del detective Parker. Un momento en el que Piglia deja explícitamente este procedimiento en evidencia es cuando, cerca del final de la novela, Renzi visita a Munk en la cárcel. Si bien no tenemos noticias del idioma en el que comienza el diálogo, cuando Renzi toca el tema que lo llevó hasta ahí –la relación entre Munk e Ida Brown– empiezan inmediatamente a “hablar en castellano”, lo que muestra que, hasta entonces, lo que leíamos era una “traducción” del narrador del inglés.

Esto, desde ya, no constituye ninguna teoría sino la constatación de que el narrador, en gran parte de la novela, traduce. Pero la “teoría” en cuestión se monta sobre los casos que acabamos de describir. La primera de las tesis es sobre la relación entre afectos y traducción, y atañe más que nada al vínculo libidinal, para llamarlo de algún mudo, entre el traductor y el emisor del mensaje a traducir. En el primer encuentro entre Ida y Renzi, luego de cenar juntos, la profesora se despide con esta frase: “En otoño estoy siempre caliente”. Enseguida Renzi, estupefacto, vacila sobre lo que escuchó y arriesga otras versiones posibles de la frase original, que revela al lector (In the fall I’m always hot). Después de diseccionar la frase en sus partículas mínimas y pensar variantes del slang para algunas de sus palabras (“Claro que hot podía querer decir speed y fall en el dialecto de Harlem era una temporada en la cárcel”), concluye: “El sentido prolifera si uno habla con una mujer en una lengua extranjera”. Como sabemos que Ida no es cualquier mujer, sino una que lo atrae especialmente, propongo “traducirla” así: el sentido de una lengua extranjera prolifera cuando está en juego el deseo.

La segunda especulación de Piglia sobre la traducción es en relación al clásico problema de la intraducibilidad. En algunos casos Renzi pone palabras en inglés entre paréntesis, dudando de la exactitud de la que eligió como su reemplazante en español (“el accidente, the mishap, the setback, lo llama aquí la policía”; “hay una gracia –un gift– en la adicción”; “hoy la sociedad enfrenta su última frontera: su borde –su no man’s land–“), y en muchísimos más, directamente, usa sustantivos y adjetivos en inglés: “Al rato entró el dean of the faculty”; “a veces esperaba el shuttle de la universidad”; “el traffic alert de la tormenta la desvió de su ruta habitual”. Pero la “intraducibilidad”, para Piglia, no es sólo un problema epistemológico sino también estético, cómo se puede ver bien en este diálogo que tiene con los oficiales del FBI luego de la muerte de Ida:

– Usted era amigo de ella…
– Amigo, colega y admirador- le dije. En inglés suena mejor: friend, fellow and fan.

El más interesante de todos los ejercicios de traducción que aparecen en la novela es el de la traducción productiva, subsidiario de la idea de “lectura arbitraria” que Piglia le atribuye al escritor de ficción. Luego del fatídico día en que le comunican en la universidad que la profesora Brown ha muerto, que incluyó el atroz interrogatorio de los policías, Renzi camina sin rumbo fijo, desesperado, por el bosque aledaño al campus. Intentando calmar la ansiedad se concentra en un poema que le gusta especialmente y que, considera, ilustra bien ese momento: The dust of snow, de Robert Frost. Después de transcribirlo fielmente en inglés, arriesga una versión acotada en español, en la que incluye solo el tercer verso de la primera estrofa y  los dos primeros de la segunda: “La nieve/ Le infundió a mi corazón/ Un nuevo ánimo”. Varias páginas más adelante[8], ya en su casa y ante otro nuevo ataque de angustia, intenta repetir el antídoto, proponiéndose traducir el poema entero. La primera sorpresa es que comienza con el nombre del autor: “Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible”. Inmediatamente después se lanza a traducir verso a verso de una manera frenética, proponiendo pequeñas variantes, algunas más arbitrarias que otras, algunas más poéticas, sin dejar claro cuál de todas las opciones elige. Pero antes de montar la versión final, realiza una tercera operación: cambiar de la primera a la tercera persona (quizás retomando una estrategia de otra época de su vida: ““Vivir en tercera persona había sido la consigna de mi juventud, pero ahora me perdía en la turbulencia abyecta de los recuerdos personales”), con lo que surge esta versión del poema que, por otra parte, ha perdido sus versos y estrofas para convertirse en una larga oración: “Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”. El intento de expurgar la angustia a través de la literatura fracasa porque el final esperanzador del poema de Frost (“Trajo a mi corazón/ un nuevo ánimo/ y de un día perdido/ rescató una parte”), por un desplazamiento que Renzi no explica (¿será la proliferación del sentido, en este caso, por la falta de la voz extranjera de la mujer?), se convierte en lo opuesto: a pesar del nuevo impulso que le produjeron los copos de nieve, su vida ya estaba arruinada. Más allá del significado que el poema tenga en la novela en sí, lo que me interesa señalar es cómo en este ejercicio Piglia pone en práctica uno de los procedimientos con los que caracterizó la “tradición” literaria argentina. En su traducción, aunque se mantenga la mayoría de las palabras de significados equivalentes entre una lengua y la otra, hay un cambio de forma, narrador y sentido que crea algo completamente distinto.

No me detendré en la figura del crítico como detective que encarnan Ida Brown –quien a partir de una lectura atenta de El agente secreto de Conrad descubre que el autor de los crímenes que aquejan a científicos y académicos de Estados Unidos desde hace años basó su estrategia en la novela y, de esa forma, se da cuenta de quién es, lo que le cuesta la vida– y luego Renzi, que descubre el “descubrimiento” de Ida por haberse quedado con su libro e inicia otra investigación –la del vínculo de Ida y Munk–. Sólo quiero agregar que, además de volver a reivindicar un canon basado en escritores que mantienen una posición marginal respecto de su lengua y, muchas veces, su nación, y mostrarlo performativamente con la escritura de El camino de Ida –una novela entre dos lenguas y dos países–, Piglia postula un mundo en el que las influencias no se ejercen sólo de norte a sur. Cité, al comienzo del análisis de la novela, el pasaje en el que Ida Brown no pareciera tomarse en serio “la perspectiva” de Hudson que pueda tener Renzi. Sin embargo, en ese mismo lugar el literato argentino afirma directamente que Ida conocía con precisión su obra (“Había leído mis libros, conocía mis proyectos”). Tampoco es consistente con el “complejo de inferioridad” el hecho de que Renzi, en la primera clase de su seminario, recomiende como lecturas complementarias a Conrad, Kipling y Horacio Quiroga. Por último, si pensamos en la formación intelectual de Munk, quien tradujo “Juan Darién”, el mismo cuento de Quiroga que Renzi da en su seminario y que utiliza para “ilustrar la crueldad de la civlización”, y de cuya biblioteca sólo sabemos que, además del libro de Conrad, contiene Argentina, sociedad de masas de Torcuato Di Tella, podemos sostener sin muchos problemas que en el mundo que Piglia ofrece en su ficción, como si fuera un reflejo de la forma de sus novelas, las fronteras entre el centro y los márgenes están lo suficientemente contaminadas como para poder y desear confundirnos. Esa confusión es la que su obra celebra.

 


[1] Se vuelve necesaria una aclaración metodológica: a lo largo del texto atribuyo las declaraciones de Emilio Renzi al propio Piglia, en una asimilación, quizás ilícita, entre el autor y el narrador. Supongo que Piglia habilitaría esta licencia, ya que él mismo se la tomó respecto a Borges por considerar que, en todos los géneros en los que se movía, trabajaba los mismos temas de manera indiferenciada: “No hago una diferencia entre sus ensayos y sus cuentos, incluso la poesía también trabaja este mismo núcleo (…) Una versión autobiográfica, digamos así, de su relación con la literatura, un gran mito de autor”. Si alguien ha llevado al paroxismo y ha hecho de la mezcla de géneros una estética es Ricardo Piglia. Haber publicado y editado en vida sus diarios atribuyéndoselos a su alter-ego es una prueba más de ello.

[2] En total, son cinco los ingresos que refieren a la “posición lateral” de la literatura argentina y abarcan un periodo de dos años: el primero aparece en abril de 1968 y el último en diciembre de 1969. Salvo en una de las entradas, trae el tema a colación para manifestar la idea de la cita con la que empecé este ensayo: que su generación ha terminado con dicha exterioridad y que es contemporánea, por primera vez en la historia de la literatura argentina, con las corrientes centrales.

[3] Es necesario aclarar que Siskind es consciente de la imposibilidad de entender un movimiento tan amplio como el modernismo como un conjunto homogéneo y sin tensiones internas –incluso en la obra de un mismo autor–. A pesar de ello, sostiene que “el modernismo designa una sensibilidad común que yo rastrearé en relación con imaginarios cosmopolitas” (Siskind, 2016: 152, nota al pie).

[4] Las obras que Gutiérrez Nájera juzga como “grandes creaciones” son: María Estuardo y Guillermo Tell, de Schiller; Fedra y Atalía, de Racine; Sardanápalo, de Byron; Cromwell y Lucrecia Borgia de Victor Hugo.

[5] “Reconocer la desigualdad entre posiciones socioeconómicas y culturales de enunciación dentro de un sistema global de intercambios literarios geopolíticamente determinado es clave para comprender la especificidad del cosmopolitismo marginal que funciona en el discurso literario-mundial del modernismo” (Siskind, 2016: 186).

[6] Las reseñas de la novela que escribieron en su momento Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán y Mario Nossotti, para dar tres ejemplos, enfatizan especialmente este aspecto.

[7] Es interesante confrontar esto con la idea de distanciamiento de Brecht, una variante, en definitiva, de la ostranenie que teoriza Sklovski. En Formas breves, Piglia reconstruye el presunto momento en que Brecht habría intuido la idea de distanciamiento. La lengua rusa, otra vez, juega un rol importante: “… su descubrimiento se produce en 1926 gracias a Asja Lacis. La actriz, que tiene un papel en la adaptación que hace Brecht de Eduardo II de Marlowe, pronuncia el alemán con un marcado acento ruso y al oírla recitar el texto se produce un efecto de desnaturalización que lo ayuda a descubrir un estilo y una escritura literaria fundados en la puesta al desnudo de los procedimientos. En esa inflexión rusa que persiste en la lengua alemana está, desplazada, como en un sueño, la historia de la relación entre la ostranenie y el efecto de distanciamiento”.

[8] “Tenía que dejar de pensar, había pensado, y empecé a traducir el poema de Robert Frost a ver si el ritmo de los versos me permitía respirar mejor. Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible. Dust of snow, copo de nieve o cristal de nieve, polvo de hielo no suena bien, cristal de nieve, diamante en polvo, agujas de nieve,  a snow cristal, pequeños cristales de nieve, nieblas heladas, Polvo de nieve. The way a crow, el modo, la forma en que el cuervo, El modo en que un cuervo /Shook down on me, me hizo caer en mí, dejó caer sobre mí, Sacudió sobre mí / The dust of snow, El polvo de nieve / From a hemlock tree, desde ese árbol, desde el abeto, Desde un abeto // Has given my heart, le dio  mi corazón, le infundió al corazón, Le ha infundido a mi corazón / A change of mood, un cambio de ánimo, otro ánimo, Un nuevo ánimo /And saved some part, y rescató, salvó una parte, Salvando una parte / Of a day I had rued, de un día triste, un día apenado, De un día de pesar. Tal vez en tercera persona sería mejor. Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”.

 

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Sintonizar. La acousmêtre de las vanguardias tardías

Por: Sarah Ann Wells

Traducción: Martina Altalef

Imagen: «Photophone transmitter» (1880), ilustración anónima

Sarah Ann Wells (University of Wisconsin, Madison) reflexiona sobre cómo la literatura interactúa con la materialidad de la voz, es decir, con sus texturas y sus efectos tangibles en el mundo, y aborda también los modos en que autores/as y narradores/as se relacionaron, en las vanguardias tardías, con la dimensión auditiva de la literatura y los medios.


Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados.

Felisberto Hernández, “Las Hortensias”

Voces de las vanguardias tardías

En este pasaje de “Las Hortensias”, de Felisberto Hernández, el protagonista intenta sintonizar voces indistinguibles. El sonido se mueve desde lo ilegible hacia lo comunicativo y de vuelta hacia lo incomprensible. Elude su captura, “huy[endo] como ratones asustados”, incluso cuando se dirige hacia él, un receptor en apariencia singularmente dispuesto para capturarlo. Es como si estuviera buscando sin éxito una frecuencia radial para sonidos posicionados al mismo tiempo fuera y dentro de él. La furtiva descripción de Hernández ofrece una clave para una aproximación al problema desde las vanguardias tardías. Sonidos con orígenes desconocidos o confusos atraviesan sigilosamente varios de los textos que analizo en Media Laboratories, tanto en los incorpóreos “tonos torpes y ardientes” de las masas amorfas en Parque Industrial, de Patrícia Galvão, como en el tictac del radio-reloj que marca las horas en A hora da estrela, de Clarice Lispector, o como en el registro del fonógrafo que extrañamente zumba “Té para dos” en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Los sonidos con frecuencia exceden la comprensión auditiva del receptor, a pesar de sus esfuerzos por alojarlos y localizarlos.

Tres fenómenos concomitantes que surgieron en la década de 1930 galvanizaron el sonido y en particular, la voz y su despliegue político y económico en América del Sur. La radio pasó de ser una tecnología novedosa y casi mágica a convertirse en un medio de difusión vinculado al mercado y en ciertos casos al estado; en el cine se introdujo y se consolidó el sonido sincronizado, inundando los films mudos con voces humanas; y los regímenes populistas que emergieron privilegiarían cada vez más el contrato oral entre un líder carismático y “el pueblo/o povo”. La simultaneidad y en ocasiones la interpenetración de estos fenómenos es crucial para entender el paisaje sonoro del período. En los tres casos, la masificación de la voz amenazó con privilegiar la materialidad por sobre la significación. La materialidad de la voz fue entonces capaz de ser compartida por individuos separados por grandes distancias; a su vez apuntaló una nueva concepción de estos mismos individuos, al reconstituirlos (no siempre de acuerdo con sus voluntades) como participantes de un colectivo virtual.

Aquí muestro cómo autores y narradores se relacionaron con la dimensión auditiva de la literatura y los medios. La voz, por supuesto, tiene una vasta tradición en la literatura y los estudios literarios, particularmente el palimpsesto de voces de la polifonía y la heteroglosia bajtinianas. Si bien no soy ajena a ese legado, al analizar la voz me refiero a algo más concreto: el sonido audible que los seres (principal, pero no exclusivamente, humanos) emiten con el objetivo de comunicarse con otros. Lo que enfatizo es cómo la literatura lidia, en este contexto, con la materialidad de la voz: las texturas y granos –en términos de Roland Barthes– de la voz que produce efectos tangibles en el mundo, efectos que con frecuencia exceden la función representativa del lenguaje.

Un poema en prosa que navega por la voz encrespada de Greta Garbo; una microficción que, incómoda, incorpora la interioridad insidiosa de la radio; un cuento que interroga el extraño ventriloquismo de la era populista; una novela que busca suturar cuerpo y voz proletarios; y múltiples crónicas de películas que reflejan la “vieja novedad” o la “monstruosidad domesticada” del sonido sincronizado. Estas son algunas de las estaciones que sintonizo. Si bien trato de no pasar por alto la especificidad de los altavoces, la radio o el sonido sincronizado, quisiera transmitir una escena más general en la que diferentes voces compiten por la atención del oído en las vanguardias tardías. Dejando de lado el enfoque en uno o dos autores de otros capítulos del libro, aquí me muevo entre diferentes textos y medios, enfocándome en el deseo (frecuentemente frustrado) que mueve a los escritores a distinguir entre las voces que se pelean entre sí. Este texto está, por lo tanto, moldeado por la dialéctica de la distracción y la atención que preocupó a los escritores-oyentes de las vanguardias tardías.

Las vanguardias históricas tuvieron sus propias obsesiones sonoras: el triunfal redoblante de la guerra futurista y sus tecnologías, la celebración del sonido “sin sentido” (con frecuencia racializado) de Dadá; las declamaciones de la Semana de Arte Moderna de São Paulo que celebraban la acústica del jazz y la máquina de escribir; el klaxon, o la bocina, que inaugura el modernismo brasileño; la radio-poesía experimental del movimiento estridentista mexicano; o Marinetti autocaracterizado como una radio, gracias a lo cual apareció en radios de Brasil y Argentina.

Las voces de las vanguardias tardías difieren de esas tempranas celebraciones del sonido tecnológico como metonimia de la modernidad. Por un lado, dan continuidad a la exploración iniciada por sus predecesores respecto de tensiones producidas en el paisaje sonoro de la modernidad entre signo y ruido, cultura y naturaleza, voz y discurso: entre el intento de decir algo y los múltiples sonidos no significantes que se hacen audibles en y a través de los medios. Por otro lado, sin embargo, rechazan la analogía implícitamente celebratoria entre la escritura y los sonidos de la radio y el cine. Con la consolidación de tecnologías que inscriben y transmiten la voz con una aparente fidelidad con la cual la literatura podría apenas soñar, y con el surgimiento de líderes que se arrogaban un especial privilegio para hablarles a las masas y para también hablar por ellas, la autoría se descubre degradada. Debe reconsiderar su prerrogativa de inscribir o anunciar la voz del pueblo.

En este paisaje sonoro por momentos disfórico hay, sin embargo, alternativas. Los autores de las vanguardias tardías las buscan en los desencuentros de la acousmêtre, la voz cuya fuente es invisible. Exploran cómo las voces adquieren poder al esconder su origen o, a la inversa, al intentar suturarse a cuerpos representativos. En lugar de unir a la perfección cuerpos con voces, los escritores lidian con la disyunción entre unos y otras. Recorren las cicatrices de voces y cuerpos en conflicto; presentan los ásperos bordes del sonido; exponen las costuras de la unión entre cuerpo y voz a medida que las industrias tecnológicas dan puntadas para unirlos; o revelan el vacío detrás de la descorporizada y ostensiblemente omnipotente voz populista. La autoría, sugieren, es especialmente apta para rastrear las políticas de la materialidad de la voz.

Los autores de las vanguardias tardías y sus narradores se convirtieron en receptores o antenas de voces en conflicto: capitalistas y populistas, nuevas y automatizadas, nacionales y globales. En su primer número, de 1931, el periódico argentino Nervio publicó una editorial titulada “Antena” que emblematiza ese rol: “Ondas cortas y largas. Mensajes de todas las zonas; agonías de todas las latitudes…Y nuestra antena captándolas”. Los editores prometen, como la antena, capturar las frecuencias de la crisis global contemporánea. La autoría se convirtió en sintonización, consecuente con un período en el cual la voz en sí misma se transformó en un medio crucial para las políticas culturales. Los autores pasaron de las proclamaciones celebratorias del sonido de la modernidad a un agudo (y por momentos paranoico) modo de escuchar las intimidades de un sonido crecientemente masificado.

Radiodifusión: exterioridad interna

En la acousmêtre, el poder de la voz deriva de la invisibilidad del cuerpo del cual emerge. Según Michel Chion, su teórico más apasionado, la etimología de acousmêtre radica en una secta pitagórica cuyos discípulos, a la manera de El Mago de Oz, escuchaban a su líder desde atrás de una cortina para absorber sus palabras. El poder de la acousmêtre descansa en esta invisibilidad, que produce la sensación de que él (la figura es prácticamente siempre masculina) es ubicuo, omnisciente y panóptico. Por el contrario, revelar la fuente del original –lo que Chion denomina desacusmatización– hace colapsar la distancia entre el hablante y el oyente al exponer el cuerpo vulnerable del primero. Aunque suele situarse en términos de un origen primario universal (la voz de Dios o de la madre, que Chion considera la acousmêtre definitiva), el término se vio reanimado a través de la creciente presencia de la tecnología, empezando por el fonógrafo e incluyendo la radio y el teléfono. Dado que previamente la escritura había sido la única forma de fijar la voz, la autoría misma empieza ahora a competir con estas formas de “oralidad secundaria”.

La radio es siempre acusmática, oculta el cuerpo que produce la voz (excepto cuando el público mira la filmación de programas de radio). Antes de la radio, el término broadcasting [difusión] refería a contextos de oratoria en los cuales la voz humana sufría una transformación hacia una “no humana, invisible fuente de naturaleza”, en términos de James Hamilton. Este misterioso poder construyó un colectivo virtual, tal como continuaría sucediendo a medida que la radio se empezase a consolidar como medio masivo. Sin embargo, su propia colectividad con frecuencia dependía de un hablar privatizado: la voz emitida desde el aparato doméstico, en la privacidad del hogar del oyente. Esta experiencia no difumina tanto los límites entre interior y exterior, sino que ocupa ambos simultáneamente. Aunque sea humana, escribe Sartre, la voz del emisor mistifica, porque imita la reciprocidad del discurso que experimentamos en la conversación cotidiana, pero evita que esta reciprocidad efectivamente tenga lugar. Sartre usa la radio como uno de sus principales ejemplos de serialidad, y a los oyentes de radio como personas que no pueden reconocerse como grupo. Al escuchar la radio, escribe, puedo cambiar el dial o apagar el aparato, pero esto no modifica el hecho de que la voz continúe siendo escuchada por millones de oyentes que forman una serie: “Yo no habré negado la voz, me habré negado a mí mismo como un miembro individual del encuentro”, afirma en “Colectividades”.

Para Sartre la radiodifusión había alcanzado el status de medio consolidado mucho antes; un proceso que comienza en la década de 1930 y que fue teorizado por artistas e intelectuales alemanes con especial fuerza, así como lo hicieron sus contrapartes a lo largo de Estados Unidos y América Latina. En “La radio como aparato de las comunicaciones” (un manuscrito de 1932 que pretendía leer en voz alta), Brecht, como haría luego Sartre, expresó profunda desconfianza hacia la unilateralidad de la radio: “Es solo un aparato de distribución, meramente difunde”. Para hacer de la radio un medio que no pacifique, para “refuncionalizarla”, se requieren artistas que imaginen su transformación en un “vasto sistema de canales”: “para permitir que el oyente hable tal como escucha”, “para adentrarlo en una red en lugar de aislarlo”. Brecht no tiene en mente a un público radial ya constituido como grupo de consumidores-ciudadanos. Quiere intervenir antes de que la relación del medio con el estado o con el mercado esté consolidada; su público participa respondiendo, mediante un proceso dual en el cual instruye y también es instruido. En “Reflexiones sobre la radio” (también escrito alrededor de 1931 y no publicado durante su vida), Benjamin, preocupado también por la línea divisoria entre performer y audiencia, quiere convertir a la última en una experta –un giro que según él mismo afirmó en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, también se produce en el cine– como opuesta a su estado contemporáneo, “el incesante fomento de una mentalidad de consumo”.

Estas reflexiones signan un giro histórico en el modo como la radio comienza a entenderse durante el período de las vanguardias tardías. Según Beatriz Sarlo en La imaginación técnica, cuando la radio aparece por primera vez en Argentina, el oyente podía ser al mismo tiempo espectador y productor, oyente y emisor. Los acercamientos tempranos a la radio la destacaban como una maravilla tecnológica, de una inmaterialidad espectral o incluso fantasmática. La radio en las manos de su usuario y la radio como medio mágico: dos aproximaciones que parecían ya ocluidas en las décadas de 1930 y 1940. Durante este período, la radio parece haberse convertido en “opaca” para sus usuarios. Los inventores amateurs se tornaron audiencias cautivas, y la utopía de lo efímero fue crecientemente ligada a proyectos expansionistas bajo las rúbricas tanto del nacionalismo como del capitalismo. La transformación de la radio desde nuevo medio hasta medio consolidado inspiró dos respuestas opuestas por parte de los autores: por un lado, entusiasmo por participar como ayudantes en la construcción de una voz nacional eterizada, a pesar de las inevitables dificultades que ello implicaba, por el otro, auténtico terror del medio como vehículo de aquello que veían como sigilosa y veloz erosión de la interioridad.

En 1931, Mário de Andrade emprendió sus primeras incursiones en la radio mediante una serie de polémicos artículos en el Diário Nacional de São Paulo. A esta altura, el “papa” del modernismo brasileño ya había emprendido su proyecto de vida, la exploración de los contornos de una lengua y una música nacionales, minando la antigua brecha entre lengua escrita y lengua hablada, entre música en vivo y notación musical, brechas que, desde su perspectiva, garantizaban el privilegio del letrado a costa de la rica e híbrida cultura popular brasileña. Ante la abrumadora heterogeneidad de Brasil, donde la mayor parte de la población era analfabeta, sus textos radiales formaron parte, de este modo, de un proyecto más amplio de redefinición de lo nacional. En sus primeras intervenciones en la radio, Mário asegura que “um nacionalismo que me parecía primordialmente tolo” había brotado durante el fervor revolucionario post 1930, lo cual produjo una mezcla de música sensiblera y “anúncios curadores de molestías discretas de senhoras” (Taxi e crônicas no Diário Nacional, 1976).

Para subrayar su disgusto, imagina un hipotético oyente argentino que sintoniza una radio y juzga al pueblo brasileño a partir de eso. Estos primeros escritos sobre la radio tienen lugar durante un momento crucial en el desarrollo de la historia cultural brasileña, momento que vislumbra lo que podríamos llamar la primera sustitución de importaciones de una cultura de masas nacional que se define por la negativa frente a sus vecinos e influencias: el portugués peninsular, los Estados Unidos y América de habla hispana. Si Benjamin describe la voz en la radiodifusión como un “visitante” en el hogar del oyente, Mário imagina que su invitado va acompañado por otro, explícitamente extranjero. La radio está comenzando a representarse como la voz de una nación, pero paradójicamente depende de que los extranjeros paren la oreja.

Casi una década más tarde, Mário elabora su interés en la radio como medio para la voz nacional en una extensa crónica titulada “A Língua Radiofónica”, publicada el 3 de febrero de 1940. La distancia crítica histórica requerida para reflexionar sobre el estatuto de la tecnología como medio del consenso nacional ya se había establecido y él considera que este medio de difusión ha encontrado su propia lengua. Aquí, la radio no se fundamenta ni en la tecnofobia ni en la tecnofilia, sino que se concibe como meditación sobre la voz misma en tanto que medio de identidad nacional, forjada a través de la confrontación entre voces desiguales, incluyendo aquellas provenientes de los bordes exteriores de la nación. La naturaleza acusmática (incorpórea) de la radio hace posible una lengua alternativa que puede fundir esta heterogeneidad.

Mário comienza por describir una encuesta sobre la lengua usada en la radio: ¿“Contamina” la lengua nacional? ¿Deberían censurarse ciertas palabras en la radio? ¿Cómo aproximarse a regionalismos, slang y variaciones de la pronunciación? De manera elocuente, el vecino de Brasil es de nuevo parte del horizonte a través del cual Mário entiende la radio como medio nacional, ya que la encuesta que motiva esta reflexión proviene de Argentina. Es como si el medio en sí impulsara un ángulo transnacional y comparativo. De hecho, aunque su énfasis en la radio como promotora de una lengua específicamente brasileña se acerca a lo que diría después Jesús Martín-Barbero, para Mário la búsqueda de una voz nacional siempre excede lo nacional, evoca su exterioridad constitutiva, tal como sus primeros trabajos modernistas procuraban la especificidad de la lengua brasileña en medio de una confluencia políglota de voces, en particular en su obra experimental Macunaíma (1928). Tal como indica esta referencia a la encuesta argentina, tanto Brasil como Argentina experimentaban un período de intensa regulación de la radio, parte de la lucha por establecer una voz nacional en términos unificados respecto de género, etnicidad, raza y clase. A modo de respuesta, Mário propone una segunda ola de la comunidad imaginada, forjada en una incipiente industria cultural nacional atenta a sus propias fronteras.

En “Língua Radiofónica” Mário rechaza la oposición implícita en la encuesta argentina: la idea de que los medios masivos contaminan los discursos populares y los discursos de elite. La lengua, insiste, es una abstracción (como la langue según Saussure; Mário la llama Língua en oposición a línguas en plural y minúsculas). En realidad, existe una multiplicidad de lenguas, cada una generada por una específica constelación de leyes, costumbres, divisiones geográficas y especializaciones técnicas. Cada una se genera de acuerdo con su propio contexto, no solo según el sujeto que la enuncia: el “burguesinho” arrulla a su amante en una lengua, maldice en otra durante un ataque de rabia e incluso usa una tercera “na festa de aniversario da filinha”. En este espeso estofado, los discursos de elite o letrados son apenas un ingrediente.

La radio, a su vez, desarrolla su propia lengua, una tan específica como “a dos engenheiros, a dos gatunos, a dos amantes, a usada pela mãe com o filho que ainda não fala”. Esta corta lista es elocuente, dado que combina los heterogéneos discursos de lo tecnocrático, lo marginalizado (como en la figura del malandro, o bandido) y la intimidad prelingüística. La radio, propone Mário, aúna. Es más que la suma de sus partes. El imperativo de accesibilidad da nacimiento a “sua linguagem particular, complexa, multifária, mixordiosa, com palavras, ditos, sintaxes de todas as classes, grupos e comunidades. Menos da culta”. Forjada dentro de la pluralidad de lenguas españolas y lenguas portuguesas del mundo, esta nueva lengua radiofónica tiene su propio terreno definido, localizado en la fuerza de las frecuencias de las ciudades capitales y realizado a través de sus acentos específicos, lo cual subsume todas esas línguas bajo este estandarte híbrido.

Su principal ejemplo de lengua radiofónica es el uso de você, hoy la forma más común de la segunda persona informal en el portugués brasileño, especialmente en televisión y en las principales ciudades. Él describe la excesiva y casi ofensiva familiaridad con la cual, al comienzo, la voz radial se dirigía a sus desconocidos oyentes a través del você, cultivando “as exigências de simpatizar, as de familiaridade”. En este primer ejemplo de medios masivos brasileños, la voz radiofónica organiza las diferencias regionales y de clase (tal como la televisión brasileña lo haría de manera formidable desde la década de 1960). Por otra parte, el você preserva una distancia que el tu, por entonces hablado en contextos más íntimos, no poseía. Se trata, como él sostiene, de un modo de apelación mezclado o paradójico, una familiaridad con paréntesis, una intimidad de masas.

Un interés por la oralidad había estructurado la literatura poscolonial brasileña durante la primera ola del modernismo. Este mismo interés encuentra un medio tecnológico capaz de, y con las pretenciones de, transmitir la voz nacional durante el período posterior a las vanguardias, más centralizado y anti-experimental. En última instancia, Mário observa que las formas populares de expresión y la radio en tanto que medio popular son mutuamente constitutivas. Cantantes y músicos creaban una lengua brasileiríssima en la radio, repleta de su propia terminología, superior al lexicón de la elite. La “nueva” lengua radiofónica no es, entonces, precisamente nueva, sino que es una mezcla de la heterogeneidad omnipresente y constitutiva de la nación. Mário mina el tropo del modernismo brasileño que sugiere descubrir lo que siempre estuvo allí, una novedad paradojal. El territorio escurridizo de lo auditivo todavía debía ser minado por los intelectuales. Este Brasil existente esperaba ser descubierto al momento de la transmisión de su voz.

El autor es aquí un oído gigante: uno de los muchos oyentes que sintonizan la voz nacional y sus exterioridades, si bien es uno especialmente agudo, propenso a elaborar sus experiencias auditivas y remediarlas a través de la escritura. En este sentido, la lengua radiofónica sutura ciertas diferencias (de clase, raza, región) y habla la lengua de una privilegiada diferencia, la identidad nacional, con el autor como “testigo auditivo”. La receptividad del autor/oyente puede parecer pasiva, en última instancia, sin embargo, negocia un contrato entre textos literarios, tales como los ensayos de Mário, y los medios de difusión. Desde su punto de vista y en sintonía con su creciente trabajo sobre etnomusicología, la cultura de la impresión y la radio se complementarán más que competir la una con la otra, así como un epígrafe destaca la mudez de la fotografía. Esta complementariedad está segura siempre y cuando el autor renuncie a su perspectiva de elite (letrada). La autoría encuentra su lugar no en el hablar sino en el escuchar la voz nacional.

Para otros autores de las vanguardias tardías, no obstante, la lengua radiofónica interpelaba como pesadilla no a una comunidad nacional de oyentes sino a una serie de oyentes/consumidores aislados. Mientras difuminaba los límites entre lo interior y lo exterior, la radiodifusión también instalaba otras divisiones que favorecían la imbricación de los medios de masas y el capitalismo. Como temían Brecht y Benjamin, continuaría divorciando a los usuarios u oyentes de los productores y los posicionaría unilateralmente como consumidores. En su crónica “Por qué dejé de hablar por radio” (1932, en Aguafuertes porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana), Roberto Arlt cita a un amigo que declara “El receptor de radio se ha convertido en un mueble decorativo que, cubierto con un tapiz sirve para sostener un florero, nada más”. La mágica inmaterialidad de la radio era ahora poco más que un mueble y ruido de fondo. El acento ahora recaía sobre la domesticación de estos sonidos y voces ostensiblemente externos. Como otros medios consolidados, la radio subsume aquello que alguna vez fue visto como señal de futuridad en los ritmos repetitivos del capitalismo.

En un proceso que hizo eco de la consolidación propia del cine, pero con una rapidez mucho mayor, en Brasil, Argentina y Uruguay la radio había sido estructurada por la lógica del mercado. La presencia del estado aumentó, pero no sería la mayor influencia sobre el medio (al menos no antes de Perón en Argentina, a mediados de los cuarenta). Los patrocinadores reorientaron la programación, la alejaron de las producciones de aficionados y bricoleurs y la llevaron hacia la publicidad y hacia una consolidación vertical, reestructurándola mediante la colocación de productos –haciendo que la mercancía sea parte de la propia narrativa– y los ritmos episódicos que se entregan a las pausas comerciales (sobre todo el poderoso género de la radionovela, importado en un primer momento desde Cuba y financiado por corporaciones internacionales). El “Radioteatro Palmolive del Aire” (patrocinado por la compañía estadounidense de detergentes) se emitió en Argentina y en Brasil durante los años cuarenta, por ejemplo.

Mientras que para Mário la radio ofrecía una forma de hacer audible una amalgama de voces nacionales, Felisberto Hernández estaba preocupado por la capacidad de la radio de suturar consumidores a una red de consumo, quisieran o no. En su cuento “Muebles ‘El Canario’” (1947), un narrador en primera persona del cual no conocemos el nombre viaja en tranvía y de manera inesperada recibe, junto a los otros pasajeros, una inyección de un vendedor sonriente. En casa, percibe que ha sido infectado con una lengua radiofónica. Antes de quedarse dormido, el canto del canario comienza a sonar dentro de él. Esta micro ciencia ficción subraya un miedo generalizado a que la omnipotencia de la radio estuviese moldeando la capacidad de atención y reflexión de los oyentes a través de su estructura serializada y segmentada. Y mientras que para Mário esta escucha tenía su poder propio y oportuno, que los autores, autoconstruidos como oyentes, se encontraban singularmente preparados para rastrear, el narrador de Hernández es un oyente cautivo.

“Muebles ‘El Canario’” pertenece al género fantástico, privilegiado en la literatura latinoamericana, pero en este caso se trata de un cuento disfórico, desencantado. Una de las características de la literatura fantástica es su tendencia a literalizar lo metafórico: aquí es la inyección que literaliza la ocupación del espacio privado que suponía la radio y la simultánea ruptura del interior monádico. La jeringa representa la radiodifusión comercial como parte de un régimen disciplinario de la vida cotidiana. Inyecta programación radial en oyentes dispuestos a ello (como el otro pasajero del tranvía) o no dispuestos (el propio narrador). En la concepción de homeopatía modernista de Jameson, la alienación de la cultura de masas era domesticada por la incorporación selectiva de sus fragmentos. Aquí, sin embargo, el narrador de Hernández no puede domesticar el medio a través de una incorporación selectiva; la homeopatía se metamorfosea en inyección viral. Cualquier posibilidad de agencia ha sido eliminada. Tampoco es posible para este narrador el “sabotaje” que Benjamin contempló como única opción disponible para el oyente, porque no puede simplemente apagar el aparato.

Si bien todas las voces problematizan la división entre interior y exterior, para escritores y teóricos la radio parecía amplificar ese desdibujamiento, al subrayar y expandir su alcance. El discurso interno acusmático que la jeringa induce en “Muebles ‘El Canario’” tiene una naturaleza muy específica: produce fantasías episódicas de adquisición consumidora. El narrador arranca las sábanas de su cama y las coloca sobre su cabeza para eliminar los ruidos de la radio, que solo se hacen más fuertes. El cuerpo humano se convierte en un medio de transmisión de un mensaje ostensiblemente exterior a él. No es necesario ningún aparato y, a este respecto, la ubicuidad de la radio presagia tecnologías contemporáneas que rastrean y localizan cada uno de nuestros movimientos, especialmente nuestros consumos. La falta de soporte material para la voz radial se transforma de vehículo privilegiado para el inconsciente de los artistas –como era para Breton y los otros surrealistas con quienes Hernández forjó un diálogo incómodo– en contagio ideológico.

“Muebles ‘El Canario’” sugiere que los autores se han convertido en antenas involuntarias para este nuevo rol de la radio, y que escribir no alcanza para callar estas voces sin cuerpo. Significativamente, el título del cuento proviene del soneto de una empresa de muebles que el narrador es obligado a absorber. La referencia al soneto comercializado inmediatamente evoca una ansiedad anterior sobre el rol del artista frente al mercado. En la famosa parábola de Rubén Darío “El rey burgués” (1888), la voz poética también está suturada a la economía de los bienes comerciales en la vidriera/mansión del nuevo rico. Sin embargo, el poeta de Darío es un visionario abandonado, que grita en el terreno literalmente salvaje contra la mercantilización. Muere al aire libre, congelado, con una sonrisa irónica en los labios. En contraste con el heroico mesías de Darío, el narrador de Hernández no es poeta y la poesía no ofrece resistencia heroica. El narrador es, por el contrario, forzado a escuchar la mercantilización de la forma soneto y hasta a encarnarla en su propia receptividad. En este sentido, el soneto escrito para una empresa de muebles no indica una nueva economía de bienes (nuevos productos llegados del exterior, una de las obsesiones más destacadas del modernismo) sino más bien el desplazamiento del rol de la autoría, ya que indica su degradación desde la producción hasta la (obligatoria) recepción. Al mismo tiempo, la transformación de la expresión poética en jingles publicitarios se refuerza en “Muebles ‘El Canario’” gracias a la incorporación de la música –una forma artística especialmente importante para Hernández– en las formas agitadas de la publicidad.

Esta audición disfórica sin dudas refleja las experiencias de Hernández, que trabajó en una emisora de radio en 1948 como responsable de la organización de los bloques de publicidad y otros tipos de programación, el análogo pobre del Princeton Radio Research Project de Adorno. Su trabajo requería una cierta experiencia corporal con el cronograma de episodios en radiodifusión, sus breves lapsos de atención. (Este es un rol muy distinto al de los autores que escribieron para la radio, entre ellos Eliot, Woolf, Pound, Beckett y Benjamin, así como Mário y los argentinos Olivari, Arlt y Raúl González Tuñón). La radio se ha metido bajo la piel de su narrador y dentro de su cerebro. Su forma episódica se ha convertido en un síntoma de vida administrada. El acto de “sintonizar” se ha vuelto su pan de cada día y le exige monitorear la estructura truncada y episódica de la radio. Lo que asusta a Hernández es la naturaleza aparentemente involuntaria de escuchar la radio, el modo como transforma la interioridad en una alternancia interminable de voces ajenas.

Evidentemente, la de Hernández es una construcción mucho más siniestra de la difuminación –o mejor, de la reverberación– interior/exterior que observamos antes en “Língua Radiofónica”, de Mário. Si la acousmêtre radial de Mário es el discurso interno de la nación hecho palpable y compartido, la de Hernández es una invasión crónica, que deriva su poder precisamente de la desaparición de sus orígenes. Lo que conecta a ambos escritores, sin embargo, es el modo en que articulan el desplazamiento de la escritura en relación con la radio como nuevo medio envejecido. Rastreando su propia supuesta obsolescencia –o su asimilación en la radio a través de aquel triste sonetito para la empresa de muebles– sintoniza la frecuencia en la cual el discurso interior se vuelve parte del dominio público, un desplazamiento que reorienta la autoría, distanciándola de la producción y dirigiéndola hacia esa forma específica de la recepción que es la escucha.

Cine con sonido sincronizado: novedades viejas, muñecas parlantes

Mientras la radio encontraba su propia lengua, el cine encontró su laringe. Mientras que la transición de la radio de bricoleur a medio de difusión provocó inquietudes en los escritores latinoamericanos, la llegada del sonido sincronizado al cine fue con frecuencia retratada como una crisis absoluta. Durante el período transicional 1928-1933, junto con innumerables cineastas y periodistas, los principales escritores latinoamericanos –incluyendo a Mário, a Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Alejo Carpentier– reflexionaron sobre el desplazamiento del cine mudo al sonido sincronizado con una sensación de urgencia que tuvo un paralelo más cercano en sus contrapartes europeas que en los Estados Unidos. Para muchos, el sonido emergió para “diluir, empañar y falsear la neta y clara elocuencia de una mirada, un gesto, una intención apenas perceptible en la extremidad de los dedos”, según escribe Quiroga en “Espectros que hablan”. En el preciso momento en que la especificidad del cine como medio parecía consagrarse, habiendo adquirido una “personalidad marcadísima”, el sonido sincronizado amenazó con volver precaria esa distinción.

En este sentido, la llegada del sonido coincidió con, y ayudó a fomentar, el deseo de los intelectuales de definir la singularidad del cine. Los textos sudamericanos sobre el cine critican repetidamente el sonido sincronizado por impedir una experiencia “cinemática” plena. Para la mayor parte, no era una innovación tecnológica celebrada sino un truco superfluo, o como mínimo una caída en el ruido generalizado de la vida moderna: “Todos os ruídos e sons que hoje nos ferem os ouvidos”, escribió Humberto Mauro, el cineasta más destacado de Brasil, en “Cinema falado no Brasil”, en 1932, mientras trabajaba en su propio film de la transición de cine mudo a sonoro. La desacusmatización de los films sonoros era una doble amenaza: a la especificidad del medio, argumento que implícitamente valoraba un rol para la literatura, y al cosmopolitismo de una cultura global del cine que no hablaba la crecientemente monolítica lengua inglesa.

La llegada del sonido sincronizado inauguró un desplazamiento en el cine al reorientar sus propiedades formales e industriales de múltiples maneras. De central importancia para nuestros propósitos aquí, la voz humana se tornó el principal código acústico. (De acuerdo con Rudolf Arnheim en su conocido ensayo sobre cine sonoro, “A New Laocoön”, la voz ahoga todos los otros sonidos, gestos y objetos). En este sentido, el sonido sincronizado era otro paso importante en el largo camino de privilegiar la voz humana mediada tecnológicamente, proceso que había comenzado con el fonógrafo. La sensación de disyunción que provocaba el cine sonoro fue particularmente preocupante para los artistas e intelectuales de América Latina porque acababan de empezar a articular un entendimiento del cine (mudo) como medio específico, medio del cual podrían potencialmente participar. Si el cine mudo parecía ofrecer un “esperanto”, el cine sonoro subrayaba las diferencias entre contextos nacionales y lingüísticos en todas sus desordenadas y desparejas especificidades.

La dominancia de la voz por sobre otros sonidos tuvo implicaciones no solo para las propiedades formales de los films sino también para la literatura. Al adoptar argumentos acerca de la especificidad del cine como medio –basándose en artistas tan diversos como Jean Epstein, Louis Delluc, Chaplin y Eisenstein, que aparecieron en los periódicos latinoamericanos desde mediados de la década de 1920 hasta comienzos de la de 1930– los escritores no solamente buscaban participar de una cultura cosmopolita de espectadores de cine. También proponían, según sugiero, una división del trabajo en la cual la literatura no cediese su autoridad cada vez más tenue a otro ámbito. Las repetidas afirmaciones acerca de la singularidad del cine se basaban en una definición negativa: el cine no era una novela, no era teatro. El verdadero cine no debía pedir prestado a otro medio. Este tipo de afirmaciones también eran implícitamente un intento desesperado por subrayar lo que sí era la literatura, en un corolario del cinéma pur. En otras palabras, así como los escritores insistían en la “carga” que el lenguaje verbal representaba para el cine, implícitamente lo declaraban parte de su propia jurisdicción. La literatura bajo el cine mudo podía representarse como un medio que acompañaba, inundando la mudez extradiegéticamente con sus voces metafóricas en la forma de intertítulos, comentarios o ficciones fantásticas sobre el aparato del cine. Allí encontraba su propósito. Inversamente, si el cine y la radio podían ahora registrar la rica especificidad de voces nacionales y locales –el lunfardo de Buenos Aires, las particulares cadencias de los acentos carioca (Río de Janeiro) o nordestino (Nordeste) en Brasil–, ¿qué podían ofrecer los autores con su propia tecnología de inscripción? Si el esperanto cosmopolita del cine mudo desaparecía, ¿dónde quedaba la literatura, portavoz de lo local desde el período romántico?

Sin los recursos materiales o el conocimiento técnico para responder esta cuestión a través del cine sonoro en sí, los autores emplearon un elemento poderoso de su repertorio, la metáfora. Dos aparecían con frecuencia a lo largo de las primeras crónicas: el sonido sincronizado como “juguete” tecnológico y la imagen más grotesca de la muñeca parlante. La primera se destacó especialmente durante los primeros años del debate sobre el sonido sincronizado. Artistas e intelectuales subrayaban la extrañeza incómoda de esta novedad por sobre sus proezas tecnológicas. Un “juguete infantil”, en “Espectros que hablan”, de Quiroga; “solo un curioso juguete, sin trascendencia”, en “El film hablado”, de José María Podestá. Si bien estas imágenes parecen resonar con la importancia de la niñez para vanguardias como el surrealismo (y para Walter Benjamin), es importante notar que aquí carecen de cualquier dimensión utópica. El juguete implica, por el contrario, regresión; una innovación tecnológica operando contra el progreso, o como simulacro burlesco de ese mismo progreso. El cine con sonido sincronizado era una amalgama híbrida, más que una nueva forma, y con frecuencia formaba parte de la bolsa de trucos reutilizables diseñada para seducir a la audiencia y los consumidores, un intruso en el territorio de la literatura. La última novedad, una moda pasajera, que no suma nada al proyecto global de desarrollo artístico. En este sentido, el cine sonoro inaugura el oxímoron de “novedade velha” [novedad vieja], una contradicción clave para las vanguardias tardías, cuando la máquina de los medios modernos renquea sin que el arco narrativo del progreso pueda guiarla. El cine sonoro es un primer ejemplo de la burocratización de la novedad tecnológica: la ensayada promesa que en realidad nunca puede realizarse porque genera un deseo crónico de más. La experiencia de una innovación en sí misma envejecida que identifiqué como constitutiva de las vanguardias tardías, su energía extrañamente melancólica, se da aquí en el cine sonoro.

Si la metáfora del juguete de niños procuraba enfrentar la amenaza del cine sonoro, la de las muñecas parlantes explicita esta ansiedad subyacente a través de un registro mucho más siniestro. La muñeca es también un juguete y se refiere también a un progreso forzado o una regresión infantil, pero sus efectos son mucho más siniestros, y hasta grotescos. La imagen, sobredeterminada, manifiesta ansiedades convergentes: la automatización de la cadena fordiana, la extrañeza del progreso tecnológico irrestricto encarnado en el desfase o desencuentro entre cuerpo y voz, lo humano reducido a partes y operaciones discretas, el fraccionamiento de la intimidad a través de medios que ostensiblemente intentan conectar a las personas. Al subrayar la propia fisura que busca suturar, el sonido sincronizado parece criar su propia familia “contra natura”, “esta monstruosidad antiartística que se avecina” (en palabras de Podestá inscriptas en “La evolución cinegráfica angloamericana”, de 1929). Inaugura “una automatizada figura que se mueve bajo las carcajadas de una orden idiota, actuando sin una mínima pisca de espontaneidad”. Rechina: “A voz humana, ampliada, perde completamente a naturalidade”; “Um canário silva como uma locomotiva”; “a primeira vez que ouvi mina própria voz no cinema n[ã]o podía acreditar que quelos grunhidos eran auténticamente meus!” (Guilherme, “Questão de gosto”). Para otro escritor, “el personaje no tiene voz” propia en el cine sonoro, sino una “familia de voces” que parecen salir de todos lados. Su extrañamiento inicial no produce asombro sino alienación. En este sentido, apenas se suma a los sonidos indistinguibles de la modernidad. “El sentimiento de inquietud” que Arnheim atribuyó al cine sonoro en “A New Lacoön” inspiró en escritores sudamericanos una repulsión corporal. Además, el doblaje como práctica novedosa generaba su propio bestiario. En una de las pocas excursiones de Borges hacia las dimensiones técnicas del cine, el doblaje se describe como “engendros mitológicos” o “efectos de ventriloquia” (en Borges va al cine, de Aguilar y Jelicié). Este ensamble –doblajes, versiones divergentes del español, reproducciones de sonidos extraños e incómodos– también puso en primer plano el estatuto de las voces locales, globales y/o incorpóreas.

Existe, por su puesto, una explicación material para esta “extrañeza”: los errores en la sincronización que producían suturas poco efectivas o palabras ilegibles, infortunios que los escritores tenían especial ansia para notar. Tal como en Estados Unidos y Europa, pero en una medida mucho mayor, la transición al sonido en América del Sur no fue espontánea – milagroso abracadabra de la innovación– sino discontinua y tartamuda. El sonido llegó a las sacudidas, dificultado por varias limitaciones materiales, especialmente por el costo de adaptación de las salas de cine a las nuevas tecnologías (incluyendo el desplazamiento de Vitaphone a los discos ópticos) y por la ansiedad respecto del trabajo discontinuo de artistas que performaban en vivo, especialmente músicos que trabajaban en el ámbito del cine mudo. En cuanto al nivel de producción, además, los cines de Argentina y Brasil lograron reagruparse relativamente rápido tras este período inicial, pero el cine nacional en otros países de América Latina fue bastante desvastado por la llegada del sonido. (La industria nacional de cine de Uruguay era mucho menor, en contraste, durante la década de 1930, y su primera película sonora se estrenó en 1936).

Si bien todas estas limitaciones son importantes para entender por qué el cine sonoro fue recibido con tanto rechazo, me gustaría sugerir que la insistencia de los escritores en los desencuentros entre cuerpo y voz no tenía en última instancia como objetivo la denuncia de condiciones materiales desiguales para el desarrollo del medio. Tales articulaciones, frecuentes a lo largo del archivo, procuraban más bien territorializar la voz en el ámbito de la prosa, donde luego sería refuncionalizada por la pluma o la máquina de escribir. En una crónica sobre cine sonoro, Quiroga observa que el frenesí de innovación tecnológica requiere “una mano de escritor que gire firmemente” (“Espectros que hablan”) para llevarla al lugar que le corresponde. En contraste con el entusiasmo de sus primeros textos con la novedad del cine, se abre ahora una brecha entre cine y escritura. La consolidación del primero exige que la segunda afirme su especificidad y responda a la invasión de su territorio.

 

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Las revistas literarias caboverdeanas

Por: Miriam Gomes e Itamar Cossi

Traducción: Martina Altalef

Foto de portada: Fisherman (BigMike)

 

El pasado lunes 9 de diciembre tuvo lugar la actividad de fin de año del Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de la Universidad Nacional de San Martín. El conversatorio fue protagonizado por Miriam Gómes, investigadora de literaturas en lengua portuguesa e histórica militante antirracista de Argentina, e Itamar Cossi, investigador brasileño que estudia la memoria, la reminiscencia y la tradição oral en la literatura africana contemporánea. Traemos aquí el diálogo entre ambxs.


La literatura y las revistas literarias en Cabo Verde

/Miriam V. Gomes/

Cabo Verde es un archipiélago constituido por diez islas desparramadas en el Océano Atlántico, situadas a quinientos kilómetros del cabo que le dio nombre, en Senegal. Tiene como vecinos a Mauritania, Gambia y Guiné Bissau, todos en la franja costera occidental de África. Las diez islas, de las cuales nueve están habitadas y varios islotes deshabitados, se reparten en dos grupos: al Norte, las islas de Barlavento –Santo Antão, São Vicente, Santa Luzía (deshabitada), São Nicolau, Sal y Boavista– y al sur, las islas de Sotavento: Maio, Santiago, Fogo y Brava.

El conocimiento de las Islas de Cabo Verde es anterior al establecimiento de los portugueses en el archipiélago. Geógrafos y cartógrafos árabes ya las habían visitado, así como los habitantes de la costa occidental africana, para la extracción de sal. Sin embargo, marinos al servicio de la corona portuguesa las dieron por descubiertas, en dos etapas: en 1460, el veneciano Cadamosto recorrió Santiago, Maio, Boavista y Sal. En 1462, Diogo Afonso lo hizo con las islas de Brava, São Nicolau, São Vicente, Fogo, Santa Luzía y Santo Antão. La colonización comenzó casi inmediatamente: Santiago y Fogo fueron las primeras en ser pobladas, a partir de 1462.

Cabo Verde tenía entonces una posición geográfica importantísima, no solo para la exploración de la costa occidental africana y del camino marítimo hacia la India, sino también para el tráfico de africanos esclavizados, que presenta entre los siglos XVI y XIX un notable incremento para las Américas. Barcos españoles, franceses, brasileños, ingleses salían de los puertos de Cabo Verde hacia Brasil, Cuba, Estados Unidos, repletos de personas esclavizadas.

A finales del siglo XV, las Islas producían cereales, frutas, legumbres, algodón, caña de azúcar y ganado. Esta incipiente prosperidad atrajo a los piratas franceses, holandeses e ingleses, quienes las atacaron innumerables veces durante los siglos posteriores. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, la aridez del territorio y la extrema irregularidad del clima se convirtieron en un serio obstáculo para el desarrollo de la agricultura y, por lo tanto, para la supervivencia de sus habitantes. Hasta mediados del siglo XIX, Cabo Verde fue un importante entrepuesto en el tráfico de esclavizados para los EEUU, el Caribe y Brasil. Con la abolición de la esclavitud, en 1867, el interés comercial del archipiélago declinó (volviendo a recuperar su importancia sólo a partir de mediados del siglo XX).

En la segunda mitad del siglo XIX, el fin del comercio esclavista y el agravamiento de las condiciones ambientales, convierten a la migración en el principal recurso para la sobrevivencia de la población.  Las sequías prolongadas y las epidemias que provocaron la desaparición del 10% de los habitantes incrementan notablemente la migración. Para fines del siglo XIX, estos emigrantes ya constituyen importantes comunidades en puertos de EEUU, como New Bedford, Providence y Nueva Inglaterra, y en Argentina, en puertos como Ensenada, Dock Sud, Bahía Blanca, Punta Alta, Mar del Plata. Asimismo, a finales del siglo XIX, decenas de miles de caboverdeanos se ven compelidos al trabajo forzado en las plantaciones de Santo Tomé y Príncipe, también colonia de Portugal por entonces. Entre 1900 y 1922, fueron enviadas 24.000 personas, práctica que se prolongó hasta 1974.

 

La lucha por la independencia

A partir de 1950, con el surgimiento de los movimientos independentistas de los pueblos africanos, Cabo Verde se vincula a la lucha por la liberación de Guiné Portuguesa, actual Guiné Bissau. En 1956, el intelectual y estadista caboverdeano Amilcar Cabral fundó en el exilio, en Conakri, el “Partido Africano para a Independência da Guiné e Cabo-Verde” (PAIGC). La lucha por la Independencia hizo eclosión en 1961 en Guiné Bissau, conducida por Cabral, quien soñaba construir una patria común entre Guiné y las Islas. Cabral fue asesinado en 1973 por orden de la PIDE (Policía Portuguesa). Sin embargo, el proceso de liberación no se detuvo. La caída de la dictadura de Oliveira Salazar en Portugal, el 25 de abril de 1974, precipitó las independencias de las ex colonias. El PAIGC fue reconocido como el único y legítimo representante de estos pueblos. Una Asamblea Constituyente proclamó la Independencia de la República de Cabo Verde el 5 de julio de 1975. Arístides M. Pereira fue electo el presidente de la nueva república y días después formó el primer Gobierno del Estado de Cabo Verde, dirigido por un Primer Ministro.

El proyecto de unificación con la hermana Guiné Bissau se abandonó en 1980 como consecuencia de un golpe de estado en Guiné. El PAIGC dio lugar al PAICV (Partido Africano para la Independencia de Cabo Verde), lo que restringió su accionar al archipiélago, y el país pasó a ser gobernado por un régimen de partido único, de inspiración marxista. En 1991 se realizaron elecciones abiertas al multipartidismo, en la cuales el PAICV salió derrotado. El nuevo presidente fue António Mascarenhas Monteiro, antiguo Juez de Tribunal Supremo y director del principal partido de la oposición, el MPD (Movimiento para la Democracia).

 

La literatura caboverdeana escrita

El nacimiento de la literatura caboverdeana –escrita– se remonta a mediados del siglo XIX y se hace posible por la existencia de tres factores materiales fundamentales: la instalación de la imprenta en 1842 y la creación del Boletín Oficial y la fundación del Seminario-Liceo de São Nicolau en 1866. Dentro del contexto de las limitaciones insulares, la imprenta (prelo) contribuyó decisivamente en el incentivo de la creación literaria. La fundación del Liceo-Seminario de São Nicolau ayuda a explicar el nivel de la escolarización caboverdeana. La publicación del Boletín Oficial, primer órgano de comunicación social, difundía la legislación, el noticiario oficial y religioso, pero también incluía textos literarios (sobre todo, poemas, cuentos y crónicas).

Claramente, su surgimiento estuvo condicionado por el contexto sociopolítico e histórico del país y presenta evidentes marcas del neoclasicismo y del romanticismo portugués, debido a la formación recibida por sus escritores en el Liceo de São Nicolau. Los primeros escritos fueron en prosa, contrariando la tendencia generalizada de la prioridad del lenguaje poético. Asimismo, a partir de esos poetas y prosistas autóctonos, que mantuvieron una tradición y una práctica literarias, se crearon las condiciones para el surgimiento de una literatura nacional.

Para una rápida periodización de esta literatura, nos basaremos en la propuesta de Manuel Ferreira, sin desdeñar la relevancia de las revistas literarias y sus apariciones periódicas en el ambiente artístico y literario de las Islas. Ferreira establece tres grandes períodos y le otorga una gran relevancia al surgimiento, en 1936, de la revista literaria Claridade y a los autores que a su alrededor se convocaron. Resulta de esta manera lo siguiente: un período “pre-claridoso” que incluye a toda la literatura anterior a 1936, el período claridoso y un período “pos-claridoso” que engloba a todo lo que viene después.

El primer período (pre-claridoso) va desde los orígenes de la literatura caboverdeana hasta los años treinta. Está caracterizado por los aspectos estético-formales y temáticos del neoclasicismo y del romanticismo portugués. Los pre-claridosos estaban imbuidos de una ideología nativista por causa de condicionamientos internos y externos. Entre los primeros, podemos nombrar la falta de interés y abandono por parte de Portugal, la violencia, rechazo del régimen de adyacencia y de la intención de venta de algunas colonias para pagar las deudas de la corona. Entre los segundos, el contacto con otras realidades a través de caboverdeanos emigrados y de europeos radicados.

Entonces, el nativismo surgió en el seno de los pre-claridosos como consecuencia de la agresividad de la que eran objeto los africanos en cuanto colonizados. La toma de esta posición hizo que los caboverdeanos se concientizaran de sus derechos y reivindicaran un estatuto de igualdad en relación con los “hijos de la metrópoli”. Es en este período que se da la valorización de la lengua crioula y su elevación al estatuto de lengua literaria. En ese sentido, los poetas Eugenio Tavares y Pedro Cardoso constituyen un caso aparte de los demás escritores de su generación por haber escrito muchos de sus textos en “criôl”, una lengua prohibida por ley e incomprensible al oído portugués. Al escribir en esta lengua, los escritores consiguieron apartarse del canon impuesto por la metrópoli e individualizarse como caboverdeanos. Algunos escritores que formaron parte de  este período son Antónia Pusich, Eugénio Tavares, Januário Leite, José Lopes, Guilherme Dantes, Pedro Cardoso.

El segundo período se inicia con la publicación de la revista Claridade en marzo de 1936 y está caracterizado por un discurso de ruptura y de reelaboración del lenguaje. La revista surgió en un contexto en que Cabo Verde atravesaba una situación trágica de hambrunas, sequías cíclicas, epidemias. En esa época, hubo un cierre de la emigración para Estados Unidos de América y una reapertura de la migración forzada para Santo Tomé y Príncipe; al mismo tiempo, se verificó una decadencia del puerto de Mindelo, San Vicente, por la competencia y mejores prestaciones de los puertos de Dakar y Canarias. El Puerto grande de San Vicente era muy importante para la economía de Cabo Verde y también un punto de encuentro para los intelectuales que residían en esa isla o pasaban por ella.

Para ese momento, ya había una tradición literaria y cultural en Cabo Verde, debido a los poetas que los antecedieron (Eugénio Tavares, Pedro Cardoso, José Lopes), poetas que influenciaron a los “Claridosos”. Los escritores de esta generación tenían por objetivo la lucha por la afirmación de una identidad cultural autónoma, basada en la definición de la “caboverdeanidad” (cabo-verdianidade) y en el análisis de las preocupantes condiciones socioeconómicas y políticas de las Islas de Cabo Verde. El objetivo principal era separar definitivamente a los escritores caboverdeanos del canon portugués, reflexionar sobre la consciencia colectiva propia y llamar la atención sobre los elementos de la cultura local que habían sido sofocados por el colonialismo. Los principales tópicos literarios de los Claridosos son: el hambre, la sequía, la lluvia, la insularidad, la partida, el regreso, la tierra, el sentimiento patrio, el mar, la morna, la evasión, la emigración. Y, además, la dicotomía insalvable entre “querer partir y tener que quedarse” y “querer quedarse y tener que partir”.

La importancia de Claridade radica, entre otras cosas, en haber identificado y nombrado los problemas de Cabo Verde y de su pueblo, afirmando los pies en la propia tierra (“fincar os pés na terra”, tal el lema de la revista), con el fin de resaltar aquello que es propio y que caracteriza a los habitantes de las Islas. Baltasar Lopes da Silva  (autor de Chiquinho, novela fundadora), Manuel Lopes (Os flagelados do vento leste) y Jorge Barbosa (Arquipélago, Ambiente) son los destacadísimos autores de esta escuela.

Tapa de Revista Claridade (N° 9, 1960)

Tapa de Revista Claridade (N° 9, 1960)

 

Claridade abrió el camino para “el después” de la literatura caboverdeana. Es decir, sirvió de base para las otras perspectivas literarias que vinieron posteriormente como, por ejemplo: Certeza, Suplemento Cultural, Seló, Ponto e Vírgula, Raízes, Fragmentos y Artilétra, publicaciones periódicas de carácter artístico-literario que resultaron tan importantes para la cultura de las Islas. El espacio claridoso se extiende hasta 1957 con la publicación de la novela de António Aurélio Gonçalves, O enterro de nha Candinha Sena.

El tercer período, post-claridoso, surgió en los años cincuenta y está ligado a la publicación del Suplemento Cultural-Boletim de Propaganda e Informação, en 1958. Los escritores de este período son Aguinaldo Fonseca, Gabriel Mariano, Corsino Fortes, Onésimo Silveira, Oswaldo Osório, Ovidio Martins, Yolanda Morazzo, Terêncio Anahory, entre otros.

La literatura caboverdeana de los últimos tiempos, después de la independencia nacional y hasta la actualidad, sufrió una transformación sustancial. Podríamos considerarla el cuarto período y está descripto como el período universal de la literatura. Con la Independencia y el Proceso de Reconstrucción Nacional, el gobierno buscó estimular la producción literaria e invirtió en mayores recursos para la literatura y en la atribución de premios literarios. Así, los escritores caboverdeanos contemporáneos comenzaron a percibir el nuevo clima de vida y vivencia, lo que se tradujo, en su escritura, en un distanciamiento del lenguaje y las formas estéticas y temáticas tanto de la escritura que los antecedió, como de los grandes clásicos de la literatura isleña. Hubo una revolución y una innovación en la manera de escribir, en la percepción de la nueva realidad y en el modo de retratarla: imágenes, metáforas, contenidos y temáticas originales, en los que se evidencian la subjetividad y la utopía.

Algunos autores destacados son Germano de Almeida, Dina Salústio, Vasco Martins, Vera Duarte, João Varela, Fátima Bettercourt, Corsino Fortes, María Margarida Mascarenhas, José Luis Hopffer Almada, entre muchos otros. El gran mérito de la generación contemporánea reside en su heterogeneidad y particularidad: podemos afirmar que los escritores de esta generación se destacan por la diversidad de estilos y de abordaje temático, por lo cual se vuelve casi imposible establecer su pertenencia a alguna escuela literaria o afiliarlos a mentores dogmáticos. Hay muchísimas obras editadas, en el dominio de la prosa, la poesía y el ensayo, con un altísimo nivel estético que, por un lado, revalorizan el patrimonio literario, artístico y cultural caboverdeano y, por el otro, las tornan obras de referencia en cualquier lugar del mundo.

 

Breve descripción de las revistas literarias del siglo XX en Cabo Verde

-1936, Claridade: se destacó por la definición de una caboverdeanidad temática.

-1944, Certeza: los integrantes de este grupo adhirieron, en términos estéticos, al neorrealismo y en términos políticos son quienes introdujeron el pensamiento socialista en las islas. António Nunes, Henrique Teixeira de Sousa, Orlanda Amarilis, Manuel Ferreira.

-1958, Suplemento Cultural: se destacó por el refuerzo del componente de consciencia africana en la cultura insular y, a semejanza del movimiento de la Negritud de Cesaire y Senghor, expresó la “caboverdeanitud”. Los y las autores/as de este período, dotados de un sentimiento nacionalista, usaban a la literatura como un arma de combate en la construcción de una nueva patria.

-1962, SELÓ Página dos Novíssimos: Rolando Vera-Cruz Martins, Jorge Miranda Alfama, Oswaldo Osório, Mário Fonseca y, desde la diáspora, Luis Romano y Kaoberdiano Dambará (cuya obra NOTI, de 1964, representa el paradigma de la literatura de combate en lengua caboverdeana). Los novíssimos reforzaron el discurso de la caboverdeanidad con la “caboverdianitud” y la “crioulidade”.

-1977/1984, Raízes: marcó una nueva generación nacida con la Independencia, en la línea de Certeza, pero en ámbitos más extensos. Publicó estudios y producción literaria. Arnaldo França, el más destacado de sus autores.

-1983/1987,  ponto & vírgula: representó la consolidación del sistema y de la institución literaria. Constituyó un lugar único entre las publicaciones culturales africanas pos-independencia (con el mejor diseño gráfico) y pugnó por la libertad temática, expresiva y política. Germano de Almeida y Leão Lopes surgieron de este impulso.

-Entre Raízes y Ponto e Vírgula, apareció la originalísima Folhas verdes (1981-82), conformada por sobres verdes con hojas sueltas de poesía de los autores más variados.

-1987, surgió en Praia el Movimiento Pró-cultura, que editó la revista Fragmentos, con José Luis Hoppfer Almada y Daniel Spínola.

-1991, Artiletra, periódico de intercambio cultural con sede en Mindelo, que pareció asumirse como alternativa a las publicaciones de Praia, la capital.

 


De Boletim Oficial a Claridade y Certeza. Breve recorrido por los medios de circulación de textos literarios en Angola y Cabo Verde en el período colonial

/Itamar Cossi/

Antes de abordar las dos conocidas y renombradas revistas caboverdeanas Claridade (1936) y Certeza (1944) es necesario hacer un breve recorrido por la circulación de los primeros textos literarios en periódicos y revistas en el África de lengua portuguesa colonial. De acuerdo con algunos estudios y análisis, esta circulación comenzó en el siglo XIX: en Cabo Verde, en 1842; en Angola, en 1845; en Mozambique, en 1854; en Santo Tomé y Príncipe, en 1857 y en Guinea Bisau, en 1879.

Hacia 1740 se iniciaron los primeros relatos gubernamentales referentes a la educación y a la enseñanza en el continente africano. Sin embargo, recién a partir de los siglos XIX y XX se convirtieron en actos concretos y en medidas razonables para el desarrollo de escuelas. Según relató el Cardenal Cerejeira en 1960, eran necesarias en toda África más escuelas que indicaran al nativo el camino para “la dignidad del hombre”. Para ello, era preciso enseñar a los indígenas a leer, escribir y contar, pero no a ser doctores, como afirma Mondlane (1995). Con el establecimiento de escuelas europeas en el continente africano, la enseñanza de lengua occidental colonizó, dominó y silenció las lenguas tradicionales africanas, como por ejemplo, el kimbundo, el kikongo y el umbundo en Angola y el crioulo en Cabo Verde, primera colonia portuguesa en recibir el “beneficio” del proyecto conocido como “instrucción pública de Ultramar” de 1845 que, a partir del decreto del 14 de agosto de ese mismo año, dio autoridad al gobierno para crear nuevas escuelas e instauró en el archipiélago la enseñanza primaria, secundaria y la formación eclesiástica, que dictaban los materiales de enseñanza y creaban consejos para inspeccionar su composición y sus deberes.

En 1842 se instaló en Cabo Verde el primer prelo, forma de impresión gráfica considerada pionera para la reproducción de libros. Pero en el archipiélago, antes del surgimiento de esta imprenta, ya existían algunas escrituras. Por ejemplo, el Tratado breve dos reinos da Guiné, de André Álvares de Almeida de 1595, cuya primera edición apareció recién en 1733 en Lisboa, con muchas modificaciones. La obra de André Álvares, a pesar de guiar una perspectiva europea y una poética considerada “exótica”, presenta elementos que simulan el Cabo Verde de fines del siglo XVI.

En Angola, la instalación del primer prelo tuvo lugar en 1845. Este abrió espacio para la publicación de textos literarios un año más tarde, en 1846, con el conocido Boletim Oficial, periódico creado por Pedro Alexandrino da Cunha, que antes apenas publicaba leyes, resoluciones e informes, textos que ahora se mezclaban entre escrituras literarias. Recién en 1849 se imprimió y publicó la considerada primera obra de los países de lengua portuguesa, Espontaneidades da minha alma. Às senhoras africanas, de José da Silva Maia Ferreira, poeta portugués de la Angola colonial. Este texto, aunque retrata la vida del pueblo de Luanda de aquella época, no es reconocido como literatura puramente angoleña porque, de alguna manera, exalta el colonialismo y muestra la tierra y los hombres africanos con un cierto exotismo:

 

Minha terra não tem os cristais

Dessas fontes do só Portugal

Minha terra não tem salgueirais,

Só tem ondas de branco areal

(Maia Ferreira, 1849)

 

En Angola, la publicación de experiencias literarias y artículos que tenían la intención de alcanzar la democracia y propagar las realidades de los países africanos tal vez sea el primer registro del archivo decolonial. Esta noción sostenida por Walter Mignolo convoca a los sujetos africanos, considerados como subalternos, a vivir “a partir de pensamientos no incluidos en los fundamentos occidentales” (La opción decolonial, 2008). Estas publicaciones comienzan en 1874, en la entonces llamada Imprensa Livre Angolana (imprenta independiente), la cual publicó géneros textuales como folletines, que agradaban a los lectores de la época –tanto africanos como portugueses–, crónicas y panfletos, cuyo carácter era doctrinario. Estos textos generalmente eran publicados en la colonia y pocas veces, con muchas alteraciones, se lanzaban en la metrópoli. Cabe recordar que no existía todavía una literatura africana de carácter nacional, pero la escritura ya se distanciaba del espacio europeo y se convertía en una forma de resistencia, principalmente de las lenguas tradicionales, kimbundo, kikongo y ubundo, en Angola y crioulo, en Cabo Verde. De acuerdo con Pires Laranjeira, los textos ya mezclaban “frases, diálogos, versos en lenguas bantu, casi exclusivamente en kimbundo” (De letra em riste, 1992), que aportaban sentido, sonoridad y ritmo a la estructura textual.

En el despertar de este archivo decolonial, que según Mignolo es “un lugar fuera de la filosofía occidental” (2008), el sujeto africano tuvo que aprender a desaprender, desactivar el colonialismo anclado en los principios patriarcales y occidentales y abrirse hacia otro enfoque de significados, cuya puerta abierta principal era la publicación de textos ficcionales, a través de las pocas revistas y periódicos de circulación nacional. En este período se destacaron en Angola los escritores de prosa moderna Pedro Félix Machado, quien publicó la primera edición de su novela Scenas d’África, reeditada en 1882 dentro del folletín hasta entonces llamado Gazeta de Portugal, y Alfredo Troni, autor de la novela Nga Mutúri, de 1882, cuya protagonista Nga Ndreza vive en un constante negociar de su identidad angoleña con respecto al espacio colonizador europeo. La novela también evidencia la política de asimilación y propone un minucioso diagnóstico de la sociedad de Luanda de fines del siglo XIX, en la que despierta una consciencia de valorización de una identidad propia angoleña.

A fines del siglo XIX surgieron en las colonias lusófonas diversos medios de circulación de textos de cuño africano. En Praia, capital de Cabo Verde, por ejemplo, florecieron en 1858 “varias asociaciones recreativas y periódicos tales como Sociedade de Gabinete de Literatura (1860) y la asociación literária Grêmio Cabo-verdiano (1880)”, en palabras de Maria Aparecida Santilli (Estórias africanas, 1995). La mayor parte de estas publicaciones tuvo una corta duración, pero potenciaron una resistencia y motivaron la identidad propia del sujeto caboverdeano. Además apuntaron un descontento por parte de la burguesía, que ya se mostraba insatisfecha con algunas prácticas de la administración colonial portuguesa.

El archipiélago generó la circulación de periódicos y revistas para dar cierto dinamismo a los textos literarios. Su primer periódico de evidencia fue Almanach Luso-Africano (1894 y 1899), que trató temas religiosos, políticos y sociales y almacenó textos tanto en portugués como en crioulo, lengua usada por gran parte de los caboverdeanos, quienes rápidamente invirtieron la relación explotador/explotado. Tanto fue así que en la mitad del siglo XIX buena parte de la población ya usaba el crioulo como medio de comunicación, lo cual significa que la representación del país pasó a ser el sujeto crioulo, mestizo, el cual tejía una unidad cultural, una identidad caboverdeana. Un ejemplo de esta unidad cultural es la obra O escravo, de José Evaristo Almeida, de 1856. La novela se vincula con la historia de la literatura caboverdeana y es considerada la primera novela nativista del país. Esta obra cuenta con personajes mayoritariamente caboverdeanos, o sea negros y mestizos, y los espacios de la esclavitud son las casas y los cuerpos de esos individuos. Además floreció otro diario llamado A voz de Cabo Verde, considerado precursor de la generación de Claridade, Certeza y Suplemento Cultural (1958) y que funcionó desde 1966 hasta 1970. A voz de Cabo Verde se hizo conocido por ser aquel que alojó a buena parte de los intelectuales caboverdeanos del siglo XX. Hacia 1930, estos estudiosos e intelectuales consideraban que el archipiélago podía ser un ejemplo de ascensión en el Atlántico Sur. Seis años después, en 1936, el núcleo de intelectuales conformó una revista de artes y letras llamada Claridade que, según  Russel Hamilton, “cultivaba la idea de compatibilidad entre sus ethos” (2003); es decir, la revista proyectaba una imagen del sujeto caboverdeano ante el mundo y también “aires del lusotropicalismo”, término utilizado por el cientista social brasileño Gilberto Freyre. Cabe recordar que esta terminología también fue un soporte usado por los portugueses para propagar ideologías en defensa de sus colonias, que dominaban al sujeto africano a través de medios políticos, sexuales, económicos o psicológicos. El lusotropicalismo, de modo general, acabó por favorecer a los portugueses ya que, al ser íberos y considerados mestizos, estaban categóricamente más preparados y capacitados que los demás europeos para mezclarse genética y culturalmente con los pueblos colonizados, convirtiéndolos en una extensión de Portugal.

La revista Claridade surgió en la región de Mindelo en 1936, en el auge de un movimiento de emancipación sociocultural y política de la sociedad local. En el contexto literario, la revista asume una responsabilidad estética y lingüística, además de intentar superar el conflicto entre lo antiguo y lo contemporáneo, expandiendo la representación de la consciencia del pueblo caboverdeano. Claridade instiga en los intelectuales una reflexión acerca de qué había de nuevo en el espacio literario africano, que de acuerdo con Manuel Ferreira, “fue un gran salto cualitativo alcanzado” (A aventura crioula, 1985). La revista dibuja los primeros esbozos de un nuevo precepto literario nacional, precursor del movimiento de la Negritud, que tenía la misión de estimar y valorizar la cultura negra, además de liberar a todos los sujetos africanos y afrodescendientes que sufrían diversos tipos de prácticas colonialistas fuera de África en la constante diáspora. El movimiento Negritud y la revista Claridade surgieron en medio de un caos sociopolítico, histórico y cultural en el que se insertaba el mundo, con la caída de la bolsa de 1929, el nazismo y los fascismos en Europa.

El sistema literario fundado por Claridade y enfatizado con el movimiento Negritud fue postergado con el surgimiento de la revista Certeza en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, la cual modificó el pensamiento de los intelectuales caboverdeanos implicados en la concepción poética y literaria anticolonialista, quienes asumieron en las islas los dramas colectivos y las ruinas causadas por los conflictos en el mundo, y se distanciaron así de las temáticas referentes a África como madre tierra. Este distanciamiento formó un vacío entre los ideales de Claridade y los nuevos parámetros constituidos por el núcleo de Certeza, formada por los todavía jóvenes Manuel Ferreira, Arnaldo França Rocheteau, Orlanda Amarilis, Filinto Elísio de Menezes, Nuno Miranda e Tomás Martins, que no se interesaban o malinterpretaban los propósitos de Claridade, la cual direccionaba todos los valores hacia la creación de una escritura nacional. Por su parte, Certeza se concentró en la lucha contra prácticas sociales estabilizadoras en el archipiélago, dejando en los márgenes cuestiones culturales. Así, por ejemplo, la obra A Aventura Crioula de 1967 –uno de los abordajes de cuño literario más poderosos– no hace mención directa al crioulo ni a la raíz cultural de Cabo Verde. Muy por el contrario, Claridade había abierto su primera publicación con una canción de batuque crioulo, género musical interpretado con base en percusión sobre paños y almohadas, tradicional de la isla de Santiago.

El núcleo de Certeza, a diferencia de Claridade, no era estructurado, no presentaba una propuesta consistente para representar el sistema literario caboverdeano. Tal vez por eso fue de tan corta duración: tuvo apenas tres números y el último fue censurado antes incluso de publicarse. Este número contaba con el poema “Antievasão”, de Ovídio Martins, en el que Pasárgada es el mundo de los sueños y la fantasía, donde todo es posible. El binomio estético pasargadismo/evasionismo problematiza la búsqueda de felicidad fuera de Cabo Verde, más allá del mar, al tiempo que el binomio antipasargadismo/antievasionismo presenta una visión poética que manifiesta justamente lo opuesto:

Pedirei
Suplicarei
Chorarei
Não vou para Pasárgada
Atirar-me-ei ao chão

e prenderei nas mãos convulsas

ervas e pedras de sangue

Não vou para Pasárgada
Gritarei
Berrarei
Matarei
Não vou para Pasárgada

(en Certeza, 1944).

 

Aunque sus números sean pocos, Certeza debe ser recordada por su importancia en la construcción de una cultura literaria en las islas. Para Ferreira, es importante para la historia literaria caboverdeana por introducir en ella “el discurso literario y cultural de índole marxista” (A aventura crioula, 1985). Es decir que la literatura se vincula al neorrealismo, que defendía la relación de Cabo Verde con todo el continente africano y también la permanencia del sujeto caboverdeano en su tierra, a contramano de la idea evasiva de Claridade, que buscaba enfatizar el abandono de las islas para la construcción de otra vida en países europeos. Claridade también tuvo apenas tres publicaciones, aunque casi nueve años más tarde lanzó los números 3 y 4 gracias al regreso de su principal idealizador, Osvaldo de Alcântara, que usaba el pseudónimo de Baltasar Lopes da Silva. Este poeta y prosista, fundador de la revista junto a Jorge Barbosa, es autor de la conocida novela Chiquinho, de 1947. En la revista publicó “Bia” (que sería el primer capítulo de la narración), texto que se convirtió en una puerta de acceso al análisis literario, gracias a la búsqueda de reinvención de la escritura en Cabo Verde, que pasó a manifestar signos y expresiones sintácticas en crioulo.

Tanto la obra de Baltasar Lopes como la revista Claridade renovaron la escritura y los conceptos de literatura en el archipiélago, con un ideario común que relataba el hambre, la sequía, el mar como lugar de liberación y misticismo, que paradójicamente transportaba libertad para una vida nueva o conducía hacia el camino de la esclavitud. Chiquinho y Claridade produjeron un nuevo sentido para Cabo Verde al representar una apertura de consciencia que rechazaba el tradicionalismo europeo, pero todavía no representaban una concepción anticolonial definida. No se trataba aún de algo que defendiera la independencia de las islas respecto de Portugal.

Además de Baltasar Lopes, Claridade también contó con la colaboración de Teixeira de Sousa y de Féliz Monteiro, que estudiaban y publicaban sobre el individuo caboverdeano. La trayectoria de la literatura caboverdeana en la época colonial también contó con la participación de Terêncio Anahory, Ovídio Martins, Jorge Pedro, Virgílio Pires y Onésimo Silveira. El último ejemplar de Claridade (número 8), contó con la grandiosa obra de Sérgio Frunsoni, cuyos poemas se publicaron en crioulo. Los textos literarios caboverdeanos –en un sentido más amplio, africanos– encontraron en los periódicos y revistas durante el período colonial un espacio primordial para su divulgación. Buscaron contrariar un sistema colonialista, que controlaba, alienaba y silenciaba cualquier manifestación del saber no occidental. Con la circulación en diarios y revistas, los textos evolucionaron y dieron lugar a la lucha nacional, la cual proyectó un África colectiva que redimensionó su cultura y sus valores tradicionales. Esta África colectiva, que rápidamente cedió más espacio a la literatura, puede ser vista desde adentro hacia afuera como un archivo decolonial. La circulación de la literatura en la época de las colonias también funcionó como exhortación cultural, lo cual era común en ideologías, estilísticas y temáticas de los países hablantes de la lengua portuguesa.

 

 

 

 

Tarsila em seus vernissages [PORT]

Por: Carolina Casarin[1]

 Imagen: Autorretrato ou Le Manteau rouge, Tarsila do Amaral (1923)

Neste artigo, a desenhadora, editora e professora brasileira Carolina Casarin faz uma análise dos trajes da Maison Paul Poiret usados por Tarsila do Amaral em dois vernissages: em 1926, na abertura de sua primeira individual, em Paris, e em 1929, na inauguração de sua primeira exposição no Brasil. Procura analisar sua aparência, relacionando suas escolhas vestimentares com seu percurso como artista brasileira y moderna.


 

 

 

  1. Introdução

Segunda-feira, 7 de junho de 1926. A pintora brasileira Tarsila do Amaral inaugurou sua primeira exposição individual, na Galeria Percier, em Paris. A mostra fora longamente planejada por Tarsila, o poeta Oswald de Andrade, que na altura era seu marido, e outro poeta, o franco-suíço Blaise Cendrars, que desde 1923 era amigo do casal de modernistas brasileiros. Na edição número 401 da revista Para Todos, de 21 de agosto de 1926, é publicada uma fotografia de Tarsila do Amaral no dia de seu vernissage, diante da obra Morro da favela (1924). Essa fotografia de Tarsila, vestida com o modelo “Écossais”, da maison Paul Poiret, é de autoria da fotógrafa norte-americana Thérèse Bonney. Entre 18 de junho e 2 de julho de 1928 a artista realizara ainda uma segunda individual, também na Galeria Percier, mas desse vernissage não conheço nenhum registro fotográfico.

Figura 1: Tarsila na abertura de sua primeira individual, 1926
 Tarsila 1926 2 portada
“Tarsila. Pintora brasileira, moderníssima, que fez, com êxito,

uma exposição em Paris, na Galerie Percier”.

Fonte: PARA TODOS, 1926, p. 42.

No sábado, 20 de julho de 1929, é inaugurada a primeira exposição de Tarsila do Amaral no Brasil, no Palace Hotel, à avenida Rio Branco, no Rio de Janeiro. Em setembro do mesmo ano a mostra seguiu para São Paulo, no edifício Glória, à rua Barão de Itapetininga. O primeiro vernissage brasileiro também foi registrado na revista Para Todos, número 554, de 27 de julho de 1929. A fotografia mostra Tarsila centralizada diante de um grupo de aproximadamente 30 pessoas. Ao fundo, alguns de seus quadros, entre eles, Anjos (1924), A família (1925) e Floresta (1929). Tarsila do Amaral, nessa ocasião, está vestida de novo chez Poiret. Dessa vez, o vestido “Flûte”.

Figura 2: Tarsila e amigos no vernissage de sua primeira exposição no Brasil, 1929
 Tarsila 1929 2
“Sábado da outra semana, no Parque (sic) Hotel, quando Tarsila inaugurou a sua primeira

exposição no Brasil. Todo o Rio de Janeiro inteligente e elegante esteve lá. E lá tem voltado.

Nunca uma mostra de arte interessou tanto a cidade. Os amigos da pintora,

que tanto pediram a vinda dela à terra carioca, estão contentes.”

Fonte: PARA TODOS, 1929, p. 14.

Somados aos registros fotográficos publicados na Para Todos, existe um conjunto de fontes variadas que possibilita a análise da aparência de Tarsila do Amaral nos dois vernissages. No esforço de elaborar uma história do vestuário e da moda que fuja das narrativas superficiais, “a escolha diversificada de documentos” (VOLPI, 2013, p. 1) faz parte de um método que privilegia o cruzamento de diferentes tipos de fontes, visuais, escritas e materiais, levando “o historiador a problematizar uma nova tipologia de fontes iconográficas (pinturas, estampas, gravuras e fotografias), associando-as aos documentos de arquivo (de notários, comerciantes, fabricantes e famílias) e aos trajes” (VOLPI, 2013, p. 1).

Além da imagem de 1926, são conhecidas outras duas fotografias de Tarsila com o vestido “Écossais”. Um registro de Flávio de Carvalho na ocasião em que a artista deu uma conferência sobre o cartaz soviético no Clube dos Artistas Modernos de São Paulo, em 1933,[2] e o retrato de Tarsila em seu título de eleitor de 1936.[3] O modelo “Écossais” foi depositado no Conseil des Prud’hommes[4] de Paris, em 2 de março de 1926 por “Maison Paul Poiret Société Anonyme”, onde está registrado o título da roupa. Existe também uma referência discursiva de Tarsila ao traje, em entrevista à revista Veja em fevereiro de 1972.

O vestido e a jaqueta “Flûte” constam no recibo a “Madame Tarsila de Andrade” de 17 de julho de 1928. Um exemplar do traje “Flûte” está guardado no museu Victoria & Albert, de Londres, e foi essa peça que tornou possível relacionar a fotografia de Tarsila no vernissage de julho de 1929 e a referência no recibo, reunindo os três tipos de vestuário propostos por Roland Barthes no livro Sistema da moda, o vestuário-imagem, o escrito e o real (BARTHES, 2009).

Esse rico e variado conjunto de fontes permite uma análise acurada da aparência e dos trajes de Tarsila do Amaral nos dois vernissages. Segundo Barthes, o vestuário-imagem e o escrito remetem ao vestuário real, são equivalentes, mas não idênticos, como adverte o autor (BARTHES, 2009, p. 21). Estamos lidando com três estruturas e matérias diferentes. A estrutura plástica, das formas, no vestuário-imagem; a verbal, vocabular, no escrito; e a tecnológica no vestuário real, quando “tem-se uma estrutura que se constitui no nível da matéria e de suas transformações, e não de suas representações ou de suas significações” (BARTHES, 2009, p. 22). A partir desse método de análise, que procura organizar as fontes de acordo com os três tipos de vestuário, é possível mobilizar e cruzar informações relevantes, tais como títulos das roupas, seus graus de formalidade, registros dos modelos, valores, ocasiões em que os trajes foram usados por Tarsila, silhuetas, aspectos materiais. O objetivo desse artigo é, então, analisar a aparência de Tarsila ao relacionar suas escolhas vestimentares à sua trajetória, observando o papel da alta-costura na construção e na legitimação de seu lugar de mulher, artista, brasileira e moderna.

  1. “Écossais” e “Flûte”

A palavra écossais, que remete ao substantivo pátrio escocês, significa também o tecido xadrez. Segundo o Dictionnaire international de la mode, o écossais é um

tecido quadriculado multicolorido, executado em armação tela ou sarja, e fabricado a partir de diversos materiais. A mesma correspondência de cores será usada na urdidura e na trama. O termo provém dos clãs escoceses, grupos que, afim de se reconhecerem, têm cada um seus próprios tartans, ou motivos xadrezes, formados por um tecido quadriculado com cores e linhas específicas. O tartan funciona, assim, como uma espécie de signo de identidade do clã, que permite distinguir os indivíduos.[5] (REMAURY; KAMITSIS, 2004, p. 192)

O xadrez esteve em alta nas criações da alta-costura francesa ao longo da década de 1920, tendo essa moda se iniciado, na França, por conta dos romances de Walter Scott, na primeira metade do século XIX.[6] Flûte, por sua vez, é um substantivo feminino, com vários sentidos. Significa flauta; taça; um tipo de pão alongado, como uma baguete; e, numa acepção familiar, perna, “les flûtes”, quando usado no plural.

Do traje “Écossais”, não sabemos exatamente as cores, mas é possível especular a partir de entrevista dada por Tarsila do Amaral à revista Veja em fevereiro de 1972, quando a artista se refere a um vestido parecido com o da exposição de 1926, descrevendo-o como “um vestido lindíssimo, uma seda meio xadrez, com mangas bufantes e dois laços de fita bem largos, azuis” (RIBEIRO, 1972). Diz a artista:

Quando meu casamento com o Oswald, foi até um casamento de luxo, o Washington Luís esteve presente. Falavam de mim, de meus muitos amores!, até de lançadora de modas eu fui chamada. E claro, porque cada vez que eu voltava da Europa eu trazia novidades, não é mesmo? Eu estava uma vez com um vestido lindíssimo, uma seda meio xadrez, com mangas bufantes e dois laços de fita bem largos, azuis, sabe? Foi o vestido que eu escolhi para o vernissage de obras minhas num conjunto de muitas salas, na rua Barão de Itapetininga, eu estava ali esperando os visitantes. Aí eu vi assim uma porção mesmo de rapazes que vinham na minha direção, como eu estava na porta eu perguntei: “Os senhores querem entrar?”, parecia que era o que eles queriam mesmo, e eu os recebi com muita cordialidade, convidei, mal eu sabia o que eles queriam fazer: todos vieram com giletes no bolso para arrasar com tudo o que eu tinha feito! Mas acho que me estranharam de ver num vestido assim tão bonito e não conseguiram o que queriam, não. (RIBEIRO, 1972)

É engraçado a artista espantar-se com ser chamada de “lançadora de modas”, se em seguida ela mesma afirma que trazia regularmente novidades da Europa. De fato, ela foi assídua frequentadora do luxo da alta-costura. O guarda-roupa de Tarsila do Amaral está repleto de trajes e peças de Paul Poiret, usado em diversas ocasiões de sua vida, na esfera da intimidade e publicamente. O relato de Tarsila sobre sua fama de vanguarda na moda confirma o extraordinário de sua aparência no contexto brasileiro. A própria situação narrada pela artista, de que os rapazes se arrependeram da ideia de rasgar seus quadros por causa do impacto de seu traje, é significativa nesse sentido, demonstrando essa espécie de fascínio que a presença de Tarsila devia causar. Analisando a narrativa da artista, é ainda interessante comparar como ela descreve a reação do público diante de sua obra e de sua aparência. Se seus quadros despertaram a raiva de um grupo de moleques estudantes de belas artes, o poder de sua presença, de sua aparência, feita chez Poiret, foi capaz de lhes fornecer a beleza que eles desejavam. Tudo indica que os moços atrevidos se viram diante do traje “Écossais”, usado pela artista novamente no vernissage de sua exposição de setembro de 1929 em São Paulo, à rua Barão de Itapetininga, no edifício Glória. Segundo Nádia Battella Gotlib, “a exposição provoca também reações calorosas. Os estudantes da Escola de Belas-Artes, indignados, ameaçam rasgar as telas. Mas desistem da idéia” (GOTLIB, 2003, p. 157).

Observando a imagem de Tarsila na Galeria Percier, nota-se, na roupa, alguma diferença de luz, o que leva a pensar que se trata de um tecido brilhoso, semelhante à seda, talvez um tafetá de seda xadrez,[7] que tem a iridescência como qualidade. Algumas semelhanças são evidentes entre o traje de 1926 e o vestido relatado por Tarsila. Além do xadrez, as mangas bufantes e os dois laços de fita, bem largos, situados acima do cotovelo. O traje obedece a uma padronização: a disposição do tecido e do trabalho casa de abelha[8] repete-se nas mangas e no conjunto corpo e saia. As mangas compridas, justas entre os ombros e o cotovelo, tornam-se bufantes a partir desse ponto, na direção do punho, terminando bojudas. O tecido da gola e dos punhos parece ser o mesmo. O que marca a transição do justo para o volumoso, assim como acontece entre o corpo do vestido e a saia, é o trabalho casa de abelha. A parte superior das mangas, nos braços, é justa e o tecido está disposto de modo enviesado, suas faixas deslocadas transversalmente. O corpo do vestido segue esse padrão: tecido enviesado e justo na parte superior, alteração de volume marcada pelo trabalho casa de abelha, tecido reto e volumoso na parte inferior. O corte enviesado favorece o caimento das roupas e promove o contorno da forma do corpo, porque o tecido ganha em elasticidade. O vestido tem um fechamento frontal numa longa fileira vertical de dezesseis botões. No corpo de Tarsila, a cintura, reforçada por um viés, está deslocada, um pouco abaixo do quadril, diferente do que aparece nas outras duas reproduções do traje “Écossais”, em que a cintura parece se fixar na linha do quadril. A forma plissada da saia é efeito do tecido franzido por conta da técnica do trabalho casa de abelha, que cobre toda a circunferência.

Diferente do “Écossais”, que conhecemos somente por meio de imagens e discursos, do vestido “Flûte” temos informações visuais, textuais e materiais. Vestido e jaqueta com o mesmo título estão entre os itens adquiridos por Tarsila do Amaral listados na fatura do dia 17 de julho de 1928. As peças “Flûte”, mais os vestidos “Printaniere”, “Dieppe” e “Coquille”, custaram juntas 15.000 francos, o que hoje equivaleria a algo em torno de 44.000 reais.[9] Para que exista um termo de comparação com os valores da época, basta dizer que, na década de 1920, provavelmente ainda na segunda metade, os artistas contemplados com a bolsa do Pensionato Artístico do Estado de São Paulo, para estudos em Paris, recebiam uma “pensão de quinhentos francos mensais, passagem de ida e volta de navio, em primeira classe, e uma pequena ajuda de custo inicial, tendo esses valores sofrido sucessivos reajustes até 1930” (MICELI, 2003, p. 26).

No museu Victoria & Albert, em Londres, existe um exemplar do modelo “Flûte”, código T.341-1974. De acordo com as informações museológicas disponibilizadas no site, o vestido “La Flute” data de 1924, foi feito por Paul Poiret e é descrito como “vestido de cetim guarnecido com aplicação de adereço dourado e forrado parcialmente com chiffon de seda”.[10] Pela data de compra do recibo de Tarsila, 23 de junho de 1928, esse vestido não é de 1924. O mais provável é que seja da primeira metade de 28, coleção primavera-verão. O “Flûte” é um vestido tubular de cetim de seda, a parte superior é branca e a inferior, preta. O exemplar que eu consultei na reserva técnica do Victoria & Albert tinha em torno de 108 cm de comprimento. O decote do vestido é quadrado e as mangas, muito longas, medem a partir da costura dos ombros pouco mais de 60 cm e têm uma abertura no final. Na fotografia em que Tarsila do Amaral está vestida com o “Flûte” dá para ver que as mangas se prolongam para além do punho, terminando no início das mãos, e parece que a artista usa duas pulseiras por cima das mangas, uma em cada braço. O bordado de fios dourados está aplicado no centro do traje, fixado com costura manual. Nas costas, o recorte que liga o corpo do vestido, branco, à saia, preta, é muito bonito, um arabesco elegante e sofisticado. É um traje ajustado e o fechamento se dá por aberturas nas duas laterais, que se unem por meio de colchetes internos. Logo abaixo do bordado, na frente saia, abre-se uma prega macho que contribui para o movimento e a mobilidade da mulher vestida com o “Flûte”. Flauta, taça, seja como for, o nome remete a uma forma alongada, tubular, exatamente como é a silhueta do vestido.

Os autores Gonzalo Aguilar e Mario Cámara chamam atenção para a “dimensão performática” (AGUILAR; CÁMARA, 2017, p. 9) da aparência dos literatos, parte fundamental no entendimento do percurso dos artistas, especialmente evidente nos eventos públicos, como é o caso dos vernissages de Tarsila.

Em vez de observar os procedimentos textuais ou as descrições sociológicas, nos detemos em aspectos que a crítica considerou marginais ou simplesmente acessórios. De que modo os corpos atuam na literatura? Como é o espaço material em que esses textos ou discursos ocorrem? Quais são as inflexões da voz? Como um escritor se apresenta em público e como – e até que ponto – gere sua própria imagem? Em última instância, interessa-nos pensar os signos que a dimensão performática do literário nos traz. (AGUILAR; CÁMARA, 2017, p. 10)[11]

É claro que podemos alargar a reflexão e pensar não apenas nos escritores, mas também nos artistas. As roupas fazem parte desses signos que a dimensão performática dos corpos engendra. Tarsila do Amaral investiu maciçamente e de modo consciente em sua aparência, dedicando-se ao “produto artístico que é o eu” (WILSON, 1989, p. 192).

Foi explorando o imaginário do exótico que Tarsila e Oswald conquistaram suas posições em Paris. Se o casal Tarsiwald foi também uma grife, como disse Sergio Miceli,[12] o produto “artístico-literário semi-empresarial” (MICELI, 1997, p. 1) foi o projeto pau-brasil. Por outro lado, a primeira individual de Tarsila no Brasil só ocorrera depois de duas exposições em Paris. A artista já havia legitimado suficientemente seu lugar como “pintora brasileira, moderníssima” (PARA TODOS, 1926, p. 42). Sete anos haviam se passado desde a Semana de Arte Moderna e, apesar das violentas críticas que a exposição recebera de alguns na imprensa brasileira, Tarsila “expõe 35 telas que encontram um ambiente artístico já mais maduro e desenvolvido. Não é um fato isolado essa exposição, como fora a de Anita, nos idos de 1917” (GOTLIB, 2003, p. 156). Tanto é assim que “todo o Rio de Janeiro inteligente e elegante esteve” (PARA TODOS, 1929, p. 14) no vernissage.

Nesse sentido, é interessante comparar os catálogos das duas exposições e as obras apresentadas. Em 1926, “as dezessete telas expostas são da fase pau-brasil, com exceção de A Negra, anterior, de 1923” (GOTLIB, p. 130).  No catálogo, com poemas de Blaise Cendrars, foram reproduzidas as obras Anjos (1924), São Paulo (1924) e Paisagem com touro (c. 1925). Na exposição de 1929,

um catálogo alentado (o mesmo a ser apresentado a seguir em São Paulo) é preparado por Geraldo Ferraz, com textos de críticas parisienses das exposições de 1926 e 28, além de extratos da imprensa brasileira. Fora os desenhos, são 35 quadros, de 1923 a 1929. Para Tarsila essa exposição, pelo que se depreende, é uma aguardada apresentação total, no Brasil, de seu rendimento como artista já apreciada em Paris. (AMARAL, 2010, p. 309)

Entre o “Écossais”, escolhido por Tarsila do Amaral para o vernissage em Paris, na Galeria Percier, em 1926, e o “Flûte”, o traje da abertura da exposição no Palace Hotel, no Rio de Janeiro, em 29, existem diferenças significativas. A começar pelos tecidos, o primeiro, xadrez, estampado, o segundo com cores sólidas, branco e preto, liso; a saia do “Écossais” é longa e volumosa, do “Flûte”, curta e estreita; o vestido de 1926 tem uma silhueta levemente piramidal, lembrando o robe de style, enquanto o de 29 é tubular, remetendo ao estilo garçonne, retilíneo; um é composto por adereços, laços, golas, punhos, mangas bufantes, o outro é seco, econômico, tem apenas uma aplicação de bordado de metal. Nas duas fotografias de Tarsila do Amaral com esses trajes, a artista está de cabelos presos, brincos longos, sem chapéu. A altura da saia é uma diferença fundamental entre os dois trajes, sendo o vestido usado no Rio de Janeiro bem mais curto. Mais do que demonstrar a confiança adquirida de Tarsila, o comprimento da saia revela a norma da moda feminina do período, já que na imagem podemos ver como muitas senhoras expõem suas pernas, deixando os joelhos cobertos.

  1. Considerações finais

Em 1925, no livro Pau-Brasil, com capa e ilustrações de Tarsila do Amaral, Oswald de Andrade publica, na seção “Postes da Light”, o poema “atelier”, que começa com o verso muitas vezes citado “Caipirinha vestida por Poiret”:

Caipirinha vestida por Poiret

A preguiça paulista reside nos teus olhos

Que não viram Paris nem Piccadilly

Nem as exclamações dos homens

Em Sevilha

À tua passagem entre brincos

Locomotivas e bichos nacionais

Geometrizam as atmosferas nítidas

Congonhas descora sob o pálio

Das procissões de Minas

A verdura no azul klaxon

Cortada

Sobre a poeira vermelha

Arranha-céus

Fordes

Viadutos

Um cheiro de café

No silêncio emoldurado (ANDRADE, 2017, pp. 76-77)

O poema é anterior à criação do traje de Paul Poiret e à escolha de Tarsila pelo “Écossais” para o vernissage de 1926 na Galeria Percier. É comum referir-se à moda quando se fala sobre a aparência – o porte, o olhar, as roupas, o corpo, os brincos – de Tarsila do Amaral. Largamente explorado pela crítica como uma síntese da figura da artista, esse verso de Oswald reúne tensões que atravessam a história do nosso modernismo, tradição/modernidade, rural/urbano, nacionalismo/cosmopolitismo, identidade nacional/superação das influências estrangeiras.

A escolha do traje “Écossais” para o vernissage de sua primeira exposição individual, em Paris, de certo modo materializa o verso de Oswald de Andrade. Principalmente por causa do tecido xadrez, o écossais que, como vimos, remete a um signo de identidade de grupo. No Brasil, o xadrez está ligado à cultura caipira, de que Tarsila do Amaral descende. Lembremos, por exemplo, da obra O violeiro, de Almeida Júnior, que pertenceu a Tarsila, presente estimado de seu pai, e hoje está na Pinacoteca de São Paulo. A cultura caipira, que em sua raiz é atravessada pelo idioma, técnicas de lavoura, caça, pesca e colheita dos índios, está intimamente ligada aos desdobramentos das empreitadas bandeirantes. Darcy Ribeiro, no livro O povo brasileiro, a identifica como uma das “variantes principais da cultura brasileira tradicional” (RIBEIRO, 1996, p. 272). A cultura caipira foi “constituída, primeiro, através das atividades de preia de índios para a venda, depois, da mineração de ouro e diamantes e, mais tarde, com as grandes fazendas de café e a industrialização” (RIBEIRO, 1996, p. 272).

Tarsila do Amaral e Oswald de Andrade jogaram com os signos da moda parisiense para construir uma imagem da artista que interessava ao ambiente e ao mercado de arte francês naquele momento. Em contrapartida, o signo a ser ressaltado no Brasil era o da modernidade, e a escolha por um traje visualmente mais sóbrio certamente não foi irrefletida.

Em carta escrita de Paris à sua mãe, datada de 19 de abril de 1923,[13] Tarsila mostra que estava consciente da tendência moderna de valorização daquilo que era considerado pelos franceses como exótico. Lamentando a saudade que sentia dos pais e do ambiente familiar, Tarsila anuncia seu novo direcionamento artístico e agradece sua infância na fazenda, que lhe forneceu as reminiscências que agora seriam capitalizadas na realização de seu projeto de se firmar como artista, brasileira e moderna. Termino com suas palavras. “Minha mãe adorada”, diz Tarsila,

Lembrei-me da senhora o dia todo. Que bom se pudesse abraçá-la! As saudades que tenho são tão grandes como na primeira separação. Penso vagamente na senhora e em papai para não chorar. Às vezes penso no destino de viver longe dos meus. Que fazer? Não devo desanimar na minha carreira artística iniciada. Só agora é que estou estudando no verdadeiro caminho que não tinha achado na estada anterior na Europa. Não penso já em exposição. Os artistas de nome aqui têm mais de quarenta anos. Tenho pouquíssimo estudo e se já consegui alguma coisa devo-o à inteligência que Deus me deu. Agora, com as lições do Lhote, o meu espírito vai penetrando um novo mundo de estética ignorada. Tive sempre o bom senso de não repelir o que não compreendia. Uma palavra de um bom professor economiza-nos alguns anos de trabalho. Estou, em relação à música, literatura e teatro moderno, à la page,[14] como aqui se diz, procurando desenvolver os meus conhecimentos num equilíbrio integral, necessário à minha carreira artística. Voltar o meu entusiasmo dos tempos de colégio, o afã de lutar e vencer para ser o justo orgulho de meus pais. Sinto-me cada vez mais brasileira: quero ser a pintora da minha terra. Como agradeço por ter passado na fazenda a minha infância toda. As reminiscências desse tempo vão se tornando preciosas para mim. Quero, na arte, ser a caipirinha de São Bernardo, brincando com bonecas de mato, como no último quadro que estou pitando. Não pensem que essa tendência brasileira na arte é mal vista aqui. Pelo contrário. O que se quer aqui é que cada um traga contribuição do seu próprio país. Assim se explicam o sucesso dos bailados russos, das gravuras japonesas e da música negra. Paris está de farto de arte parisiense.


Referências

AGUILAR, Gonzalo; CÁMARA, Mario. A máquina performática: a literatura no campo experimental. Tradução Gênese Andrade. 1ª edição. Rio de Janeiro: Rocco, 2017. (Coleção Entrecríticas)

AMARAL, Aracy. Tarsila: sua obra e seu tempo. 4ª edição. São Paulo: Editora 34; Edusp, 2010.

ANDRADE, Oswald. Poesias reunidas. São Paulo: Companhia das Letras, 2017.

BARTHES, Roland. Sistema da moda. Tradução de Ivone Castilho Benedetti. São Paulo: Editora WMF Martins Fontes, 2009.

CHATAIGNIER, Gilda. Fio a fio: tecidos, moda e linguagem. São Paulo: Estação das Letras e Cores, 2006.

GUILLEMARD, Colette. Les mots du costume. Paris: Belin, 1995. (Collection Le Français Retrouvé.)

GOTLIB, Nádia Battella. Tarsila do Amaral, a modernista. São Paulo: Editora Senac São Paulo, 2003.

MICELI, Sergio. Bonita sinhá cubista. Folha de São Paulo, São Paulo, 11 out. 1997. Jornal de resenhas, pp. 1-2.

______. Nacional estrangeiro: história social e cultural do modernismo artístico em São Paulo. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.

PARA TODOS. Rio de Janeiro, ano 8, n. 401, 21 ago. 1926, p. 42.

PARA TODOS. Rio de Janeiro, ano 11, n. 554, 27 jul. 1929, p. 14.

REMAURY, Bruno; KAMITSIS, Lydia. Dictionnaire international de la mode. Paris: Editions du Regard, 2004.

RIBEIRO, Darcy. O povo brasileiro: a formação e o sentido do Brasil. 2ª edição. 5ª reimpressão. São Paulo: Companhia das Letras, 1996.

RIBEIRO, Leo Gilson. O que seria aquela coisa? Entrevista: Tarsila do Amaral. Veja, 23 fev. 1972.

VOLPI, Maria Cristina. As roupas pelo avesso: cultura material e história social do vestuário. In: 9º Colóquio de Moda, 2013, Fortaleza. Anais eletrônicos… Universidade Federal do Ceará, 2013.

WILSON, Elizabeth. Enfeitada de sonhos: moda e modernidade. Tradução Maria João Freire. Lisboa: Edições 70, 1989.

[1]Figurinista, editora e professora de história e teoria do vestuário e da moda, é doutoranda no Programa de Pós-graduação em Artes Visuais da Escola de Belas Artes da Universidade Federal do Rio de Janeiro (PPGAV/EBA/UFRJ). Criou, em 2019, a editora Dominó, que só publica livros sobre vestuário e moda. Este artigo é parte da tese O guarda-roupa modernista: os trajes de Oswald de Andrade, Mário de Andrade e Tarsila do Amaral, cuja orientação é da professora doutora Maria Cristina Volpi. Bolsista Capes, entre agosto de 2018 e fevereiro de 2019 participou do Programa de Doutorado Sanduíche no Exterior, no Institut d’Histoire du Temps Présent, em Paris, supervisionada pela pesquisadora Sophie Kurkdjian. Contato: carolinacasarin7@gmail.com.

[2] Fotografia guardada no Arquivo IEB-USP, Fundo Aracy Abreu Amaral, código de referência AAA-TA-FRT-045. Foi publicada em AMARAL, 2010, p. 371.

[3] Consta uma reprodução da fotografia do título de eleitor de Tarsila em AMARAL, 2010, p. 384.

[4] O Conseil des Prud’hommes é responsável pelo depósito legal dos modelos da alta-costura francesa. De modo a garantir a propriedade intelectual de suas criações, as casas de alta-costura efetuavam os dépôts des modèles, que podem ser consultados nos Arquivos de Paris sob a forma de protótipos, croquis, desenhos e fotografias.

[5] No original: “Tissu à carreaux multicolores, exécuté en armure toile ou sergé qui se fabrique dans toutes les matières. Le même raccord de couleurs sera employé en chaîne et en trame. Le terme provient des clans écossais, groupes de codescendance qui, afin de se reconnaître, ont chacun leur propre tartan, ou motif d’écossais, formé d’un carreau tissé aux coloris et aux lignes spécifiques. Le tartan fonctionne ainsi comme une sorte de signe identitaire du clan, permettant de distinguer les individus”. Minha tradução.

[6]On dit que la mode des tissus écossais s’imposa en France sous l’influence des romans de Walter Scott” (GUILLEMARD , 1995, p. 315). Minha tradução.

[7] “Tafetá: tem duas nomeações, a primeira se refere à armação ou ligamento, que é o mais simples depois do tipo básico chamado de tela: o fio da trama cruza-se com o do urdume, com um fio por cima e outro por baixo, sucessivamente, o que provoca um efeito encorpado. A outra nomenclatura refere-se ao tecido que tem esta armação, mas com a trama feita com fios finíssimos. A matéria-prima original é seda – criando peças de alta-costura” (CHATAIGNIER, 2006, p. 157).

[8] “Nomenclatura dada ao desenho fantasia que tem como base pequenos losangos que lembram os favos de mel. O efeito é conseguido por meio de maquineta, que altera os volumes do urdume e da trama durante a tecelagem” (CHATAIGNIER, 2006, p. 139).

[9] Utilizei o site de conversão monetária <https://www.insee.fr/fr/information/2417794> e depois multipliquei pela cotação 1 euro igual a 4,64 reais. Consultado em 19 de novembro de 2019.

[10] No original: “Satin dress trimmed with applied gilt braid and part-lined with silk chiffon”. Minha tradução.

[11] Os grifos são dos autores.

[12] Artigo “Bonita sinhá cubista”, publicado em outubro de 1997 no caderno Jornal de Resenhas da Folha de São Paulo, por ocasião da exposição Tarsila anos 20, com curadoria de Sônia Salzstein. Consultado em Arquivo IEB-USP, Coleção Tarsila do Amaral, código de referência TA-P11-134.

[13] Documento consultado no Arquivo IEB-USP, Fundo Aracy Abreu Amaral, código AAA-TA-CT1-010.

[14] Os grifos são de Tarsila do Amaral. À la page significa estar a par das últimas novidades.

Tarsila en sus vernissages [ESP]

Por: Carolina Casarin[1]

Traducción: Jimena Reides

Imagen: Autorretrato en rojo, Tarsila do Amaral (1923)

En este artículo, la diseñadora, editora y profesora brasileña Carolina Casarin realiza un análisis de los trajes da Maison Paul Poiret usados por Tarsila do Amaral en dos vernissages: en 1926, en la apertura de su primera muestra individual, en París, y en 1929, en la inauguración de su primera exposición en Brasil. Busca estudiar su apariencia, relacionando sus elecciones de vestimenta con su recorrido como artista brasileña y moderna.


 

  1. Introducción

Lunes, 7 de junio de 1926. La pintora brasileña Tarsila do Amaral inauguró su primera exposición individual en la Galería Percier en París. Tarsila, el poeta Oswald de Andrade, que en ese momento era su marido, y otro poeta, el franco suizo Blaise Cendrars, que desde 1923 era amigo del matrimonio de modernistas brasileños, planearon la muestra durante mucho tiempo. En la edición número 401 de la revista Para Todos, del 21 de agosto de 1926, se publica una fotografía de Tarsila do Amaral el día de su vernissage, delante de la obra Morro da favela (1924). Esa fotografía de Tarsila, vestida con el modelo “Écossais”, de la maison Paul Poiret, es de autoría de la fotógrafa estadounidense Thérèse Bonney. Entre el 18 de junio y el 2 de julio de 1928, la artista realizó también una segunda muestra individual, también en la Galería Percier, pero de ese vernissage no conozco ningún registro fotográfico.

Figura 1: Tarsila en la apertura de su primera muestra individual, 1926
 Tarsila 1926 2

“Tarsila. Pintora brasileña, modernísima, que hizo, con éxito,

una exposición en París, en la Galería Percier”.

Fuente: PARA TODOS, 1926, p. 42.

El sábado 20 de julio de 1929, se inaugura la primera exposición de Tarsila do Amaral en Brasil, en el Palace Hotel, en la avenida Rio Brando en Río de Janeiro. En septiembre del mismo año, la muestra se trasladó a São Paulo, en el edificio Glória en la rua Barão de Itapetininga. El primer vernissage brasileño también se registró en la revista Para Todos, número 554, del 27 de julio de 1929. La fotografía muestra a Tarsila en el centro delante de un grupo de alrededor de 30 personas. En el fondo, algunos de sus cuadros, entre ellos, Anjos (1924), A família (1925) y Floresta (1929). En esta ocasión, Tarsila do Amaral está vestida de nuevo chez Poiret. Esta vez, el vestido “Flûte”.

Figura 2: Tarsila y amigos en el vernissage de su primera exposición en Brasil, 1929
 Tarsila 1929 2

“Sábado de la semana pasada, en el Parque (sic) Hotel, cuando Tarsila inauguró su primera exposición en Brasil. Todo el Río de Janeiro inteligente y elegante estuvo allí. Y allí ha regresado. Es la primera vez que una muestra de arte le interesa tanto a la ciudad. Los amigos de la pintora, que tanto pidieron su venida a la tierra carioca, están contentos”.

Fuente: PARA TODOS, 1929, p. 14.

Sumado a los registros fotográficos publicados en Para Todos, existe un conjunto de varias fuentes que posibilita el análisis de la apariencia de Tarsila do Amaral en los dos vernissages. En el esfuerzo de elaborar una historia del vestuario y de la moda que escapa a las narrativas superficiales, “la elección diversificada de documentos” (VOLPI, 2013, p. 1) forma parte de un método que privilegia la intersección de diferentes tipos de fuentes, visuales, escritas y materiales, llevando “al historiador a problematizar una nueva tipología de fuentes iconográficas (pinturas, estampas, grabados y fotografías), asociándolas a los documentos de archivo (de notarios, comerciantes, fabricantes y familias) y a los trajes” (VOLPI, 2013, p. 1).

Además de la imagen de 1926, se conocen otras dos fotografías de Tarsila con el vestido “Écossais”. Un registro de Flávio de Carvalho en la ocasión en que la artista dio una conferencia sobre el cartel soviético en el Clube dos Artistas Modernos de São Paulo, en 1933,[2] y el retrato de Tarsila en su carné electoral de 1936.[3] El modelo “Écossais” fue depositado en el Conseil des Prud’hommes[4] de París, el 2 de marzo de 1926 por “Maison Paul Poiret Société Anonyme”, donde está registrado el título de la ropa. Existe también una referencia discursiva de Tarsila al traje, en la entrevista para la revista Veja de febrero de 1972.

El vestido y la chaqueta “Flûte” aparecen en el recibo de “Madame Tarsila de Andrade” del 17 de julio de 1928. Un ejemplar del traje “Flûte” está guardado en el museo Victoria & Albert, de Londres, y fue esa pieza la que hizo posible relacionar la fotografía de Tarsila en el vernissage de julio de 1929 y la referencia en el recibo, reuniendo los tres tipos de vestuario propuestos por Roland Barthes en el libro Sistema da moda, el vestuario-imagen, el escrito y el real (BARTHES, 2009).

Este rico y variado conjunto de fuentes permite un análisis preciso de la apariencia y de los trajes de Tarsila do Amaral en los dos vernissages. Según Barthes, el vestuario-imagen y el escrito remiten al vestuario real, son equivalentes, pero no idénticos, como advierte el autor (BARTHES, 2009, p. 21). Estamos tratando con tres estructuras y materias diferentes. La estructura plástica, de las formas, en el vestuario-imagen; la verbal, del vocabulario, en el escrito; y la tecnológica en el vestuario real, cuando “se tiene una estructura que se constituye en el nivel de la materia y de sus transformaciones, y no de sus representaciones o de sus significaciones” (BARTHES, 2009, p. 22). A partir de este método de análisis, que busca organizar las fuentes de acuerdo con los tres tipos de vestuario, es posible desplegar y cruzar información relevante, tal como los atributos de la ropa, sus grados de formalidad, registros de los modelos, valores, ocasiones en que Tarsila usó los trajes, contornos, aspectos materiales. El objetivo de este artículo, entonces, es analizar la apariencia de Tarsila al relacionar sus elecciones de vestimenta con su trayectoria, observando el papel de la alta costura en la construcción y en la legitimación de su lugar de mujer, artista, brasileña y moderna.

  1. “Écossais” y “Flûte”

La palabra écossais, que remite al sustantivo gentilicio escocés, significa también el tejido a cuadros. De acuerdo con el Dictionnaire international de la mode, el écossais es un

tejido cuadriculado multicolor, realizado en ligamento tafetán o sarga, y fabricado a partir de diversos materiales. Se usará la misma correspondencia de colores en la urdimbre y en la trama. El término proviene de los clanes escoceses, grupos que, con el fin de reconocerse, tienen cada uno sus propios tartans, o motivos a cuadros, formados por un tejido cuadriculado con colores y líneas específicas. De este modo, el tartan funciona como una especie de signo de identidad del clan que permite distinguir a los individuos.[5] (REMAURY; KAMITSIS, 2004, p. 192)

El diseño a cuadros tuvo gran repercusión en las creaciones de alta costura francesa a lo largo de la década de 1920 y dicha moda se inició en Francia a causa de las novelas de Walter Scott, en la primera mitad del siglo XIX.[6] Flûte, por su parte, es un sustantivo femenino, con varios sentidos. Significa flauta; copa; un tipo de pan alargado, como una baguete; y, en una acepción familiar, pierna, “les flûtes”, cuando se usa en plural.

Del traje “Écossais”, no sabemos exactamente cuáles eran los colores, pero es posible especular a partir de la entrevista dada por Tarsila do Amaral a la revista Veja en febrero de 1972, cuando la artista se refiere a un vestido parecido al de la exposición de 1926, describiéndolo como “un vestido lindísimo, una seda medio a cuadros, con mangas abombadas e dos lazos de cinta bien largos, azules” (RIBEIRO, 1972). Dice la artista:

Cuando me casé con Oswald, que fue incluso una boda de lujo, Washington Luís estaba presente. Hablaban de mí, ¡de mis muchos amores!, inclusive me decían que era una precursora de la moda. Y claro, porque cada vez que volvía de Europa traía novedades, ¿no es así? Una vez estaba con un vestido lindísimo, una seda medio a cuadros, con mangas abombadas y dos lazos de cinta bien largos, azules, ¿sabes? Fue el vestido que elegí para el vernissage de mis obras en un complejo de muchas salas, en la rua Barão de Itapetininga, yo estaba ahí esperando a los visitantes. Allí vi entonces un grupo de chicos que venían hacia mí, y como estaba en la puerta pregunté: “¿Quieren entrar?”, parecía que era lo que ellos querían, y los recibí con mucha cordialidad, los invité, pero no me imaginaba lo que querían hacer: ¡todos habían venido con cuchillas en el bolsillo para arrasar con todo lo que había hecho! Pero creo que se sorprendieron al verme con un vestido tan bonito y no lograron lo que querían, no. (RIBEIRO, 1972)

Es gracioso que una artista se asombre porque la llaman “precursora de la moda”, si luego ella misma afirma que normalmente traía novedades de Europa. De hecho, frecuentaba asiduamente el lujo de la alta costura. El ropero de Tarsila Amaral está repleto de trajes y piezas de Paul Poiret, que usó en varias ocasiones durante su vida, tanto en la esfera íntima como públicamente. El relato de Tarsila sobre su fama de vanguardia en la moda confirma lo extraordinario de su apariencia en el contexto brasileño. La misma situación narrada por la artista, de que los chicos se arrepintieron de la idea de rasgar sus cuadros a causa del impacto de su traje, es significativa en ese sentido, demostrando esa especie de fascinación que debía causar la presencia de Tarsila. Analizando la narrativa de la artista, es incluso interesante comparar cómo ella describe la reacción del público frente a su obra y su apariencia. Si sus cuadros despertaron la rabia de un grupo de muchachos estudiantes de bellas artes, el poder de su presencia, de su apariencia, hecha chez Poiret, fue capaz de proporcionales la belleza que ellos deseaban. Todo indica que los chicos atrevidos se encontraron con el traje “Écossais”, usado por la artista nuevamente en el vernissage de su exposición en septiembre de 1929 en São Paulo, en la rua Barão de Itapetininga, en el edificio Glória. Según Nádia Battella Gotlib, “la exposición también provoca reacciones enardecidas. Los estudiantes de la Escuela de Bellas Artes, indignados, amenazan con rasgas los lienzos. Pero desisten de la idea” (GOTLIB, 2003, p. 157).

Observando la imagen de Tarsila en la Galería Percier, se nota en la ropa alguna diferencia de luz, lo que lleva a pensar que se trata de un tejido brilloso, semejante a la seda, tal vez un tafetán de seda a cuadros,[7] que tiene a la iridiscencia como cualidad. Algunas similitudes son evidentes entre el traje de 1926 y el vestido relatado por Tarsila. Además de los cuadros, las mangas abombadas y los dos lazos de cinta, bien largos, situados por encima del codo. El traje obedece a una estandarización: la disposición del tejido y del trabajo de colmena[8] se repite en las mangas y en conjunto del cuerpo y la falda. Las mangas largas, justas entre los hombros y el codo, se abomban a partir de ese punto, en dirección hacia el puño, y terminan siendo abultadas. El tejido del cuello y de los puños parece ser el mismo. Lo que marca la transición de lo justo a lo voluminoso, así como sucede entre el cuerpo del vestido y la falda, es el trabajo de colmena. La parte superior de las mangas, en los brazos, es justa, y el tejido está dispuesto de una forma diagonal, con sus tiras desplazadas transversalmente. El cuerpo del vestido sigue ese patrón: un tejido diagonal y justo en la parte superior, con una alteración del volumen marcada por el trabajo de colmena, tejido recto y voluminoso en la parte inferior. El corte diagonal favorece la caída de la ropa y promueve el contorno de la forma del cuerpo, pues el tejido gana en elasticidad. El vestido tiene un cierre frontal en una larga hilera vertical de dieciséis botones. En el cuerpo de Tarsila, la cintura, reforzada por un bies, está desplazada, un poco debajo de la cadera, diferente a lo que aparece en otras dos reproducciones del traje “Écossais”, en las que la cintura parece fijarse en la línea de la cadera. La forma plisada de la falda es efecto del tejido fruncido a causa de la técnica del trabajo de colmena, que cubre toda la circunferencia.

A diferencia del “Écossais”, que conocemos solamente por medio de imágenes y discursos, del vestido “Flûte” tenemos información visual, textual y material. Entre los ítems adquiridos por Tarsila do Amaral enumerados en la factura del 17 de julio de 1928, se encuentra un vestido y una chaqueta con el mismo título. Las piezas “Flûte”, más los vestidos “Printaniere”, “Dieppe” y “Coquille”, costaron todos 15.000 francos, lo que hoy equivaldría a algo alrededor de 44.000 reales.[9] Para que exista un término de comparación con los valores de la época, basta con decir que, en la década de 1920, probablemente en la segunda mitad, los artistas contemplados dentro de la beca del Pensionado Artístico del Estado de São Paulo, para estudios en París, recibían una “pensión de quinientos francos mensuales, pasaje de ida y vuelta en barco, en primera clase, y una pequeña ayuda de costo inicial, y que dichos valores sufrieron sucesivos reajustes hasta 1930” (MICELI, 2003, p. 26).

En el museo Victoria & Albert, en Londres, existe un ejemplar del modelo “Flûte”, código T.341-1974. De acuerdo con la información del museo disponible en el sitio, el vestido “La Flute” con fecha de 1924, fue hecho por Paul Poiret y se describe como un “vestido de satén adornado con una aplicación de un accesorio dorado y forrado parcialmente con chiffon de seda”.[10] Por la fecha de compra del recibo de Tarsila, e 23 de junio de 1928, ese vestido no es de 1924. Lo más probable es que sea de la primera mitad de 1928, colección primavera-verano. El “Flûte” es un vestido tubular de satín de seda, la parte superior es blanca y la inferior negra. El ejemplar que consulté en la reserva técnica del Victoria & Albert tenía alrededor de 108 cm de largo. El cuello del vestido es cuadrado y las mangas, muy largas, miden a partir de la costura de los hombros poco más de 60 cm y tienen una abertura en el extremo. En la fotografía en la que Tarsila do Amaral está vestida con el “Flûte” se puede ver que las mangas se extienden más allá del puño, y que terminan en el comienzo de las manos, y parece que la artista usa dos pulseras por encima de las mangas, una en cada brazo. El bordado de hilos dorados se encuentra aplicado en el centro del traje, fijado con la costura manual. En la espalda, el recorte que une el cuerpo del vestido, blanco, a la falda, negra, es muy bonito, un arabesco elegante y sofisticado. Es un traje ajustado y el cierre se da mediante aberturas en los dos laterales, que se unen por medio de ganchos internos. Justo por debajo del bordado, en la parte delantera de la falda, se abre un pliegue prominente que contribuye al movimiento y a la movilidad de la mujer vestida con el “Flûte”. Flauta, copa, como sea, el nombre remite a una forma alargada, tubular, exactamente como es la silueta del vestido.

Los autores Gonzalo Aguilar y Mario Cámara llaman la atención a la “dimensión performática” (AGUILAR; CÁMARA, 2017, p. 9) de la apariencia de los literatos, parte fundamental en el entendimiento del recorrido de los artistas, y en especial evidente en los eventos públicos, como es el caso de los vernissages de Tarsila.

En lugar de observar los procedimientos textuales o las descripciones sociológicas, nos detenemos en aspectos que la crítica consideró marginales o simplemente accesorios. ¿De qué modo actúan los cuerpos en la literatura? ¿Cómo es el espacio material en que ocurren esos textos o discursos? ¿Cuáles son las inflexiones de la voz? ¿Cómo se presenta un escritor en público y cómo –y hasta qué punto– genera su propia imagen? En última instancia, nos interesa pensar los signos que nos trae la dimensión performática del literario. (AGUILAR; CÁMARA, 2017, p. 10)[11]

Es claro que podemos extender la reflexión y pensar no solo en los escritores, sino también en los artistas. La ropa forma parte de esos signos que engendra la dimensión performática de los cuerpos. Tarsila do Amaral invirtió masivamente y de modo consciente en su apariencia, dedicándose al “producto artístico que es el yo” (WILSON, 1989, p. 192).

Fui explorando el imaginario de lo exótico que Tarsila y Oswald conquistaron en sus posiciones en París. Si el matrimonio Tarsiwald fue también una marca, como dijo Sergio Miceli,[12] el producto “artístico-literario semiempresarial” (MICELI, 1997, p. 1) fue el proyecto palo brasil [árbol de Brasil]. Por otro lado, la primera muestra individual de Tarsila en Brasil solo tuvo lugar después de dos exposiciones en París. La artista ya había legitimado suficientemente su lugar como “pintora brasileña, modernísima” (PARA TODOS, 1926, p. 42). Habían pasado siete años desde la Semana de Arte Moderna y, a pesar de las violentas críticas que recibió la exposición en la prensa brasileña, Tarsila “expone 35 lienzos que encuentran un ambiente artístico ya más maduro y elaborado. No es un hecho aislado esa exposición, como fue la de Anita, durante los días de 1917” (GOTLIB, 2003, p. 156). Tanto es así que “todo el Río de Janeiro inteligente y elegante estaba” (PARA TODOS, 1929, p. 14) en el vernissage.

En ese sentido, es interesante comparar los catálogos de las dos exposiciones y las obras presentadas. En 1926, “los diecisiete lienzos expuestos son de la fase palo brasil, a excepción de A Negra, anterior, de 1923” (GOTLIB, p. 130).  En el catálogo, con poemas de Blaise Cendrars, se reprodujeron las obras Anjos (1924), São Paulo (1924) y Paisagem com touro (c. 1925). En la exposición de 1929,

Geraldo Ferraz preparó un catálogo robusto (el mismo que se presentó a continuación en São Paulo), con textos de críticas parisinas de las exposiciones de 1926 y 1928, además de extractos de la prensa brasileña. Fuera de los diseños, son 35 cuadros, de 1923 a 1929. Para Tarsila, esa exposición, por lo que se desprende, es una ansiada presentación total, en Brasil, de su productividad como artista ya apreciada en París. (AMARAL, 2010, p. 309)

Entre “Écossais”, escogido por Tarsila do Amaral para el vernissage en París en la Galería Percier, en 1926, y el “Flûte”, el traje de apertura de la exposición en el Palace Hotel en Río de Janeiro, en 1929, existen diferencias significativas. Para empezar, por los tejidos: el primero, a cuadros, estampado; el segundo con colores sólidos, blanco y negro, liso; la falda del “Écossais” es larga y voluminosa; la del “Flûte”, corta y estrecha; el vestido de 1926 tiene una silueta levemente piramidal, recordando al robe de style, mientras que el de 1929 es tubular, remitiendo al estilo garçonne, rectilíneo; uno está compuesto de accesorios, lazos, collares, puños, mangas abultadas, el otro es simple, económico, tiene apenas una aplicación de bordado de metal. En las dos fotografías de Tarsila do Amaral con esos trajes, la artista está con el cabello recogido, pendientes largos, y sin sombrero. La altura de la falda es una diferencia fundamental entre los dos trajes: el vestido usado en Río de Janeiro es mucho más corto. Más que demostrar la confianza adquirida de Tarsila, el largo de la falda revela la norma de la moda femenina del período, ya que en la imagen podemos ver cómo muchas señoras muestran sus piernas, dejando las rodillas cubiertas.

  1. Consideraciones finales

En 1925, en el libro Pau-Brasil, con tapa e ilustraciones de Tarsila do Amaral, Oswald de Andrade publica, en la sección “Postes da Light”, el poema “atelier”, que comienza con el verso muchas veces citado “Caipirinha vestida por Poiret”:

Caipiriña vestida por Poiret

La pereza paulista reside en tus ojos

Que no vieron París ni Piccadilly

Ni las exclamaciones de los hombres

En Sevilla

Tu pasaje entre saltos

Locomotoras y bestias nacionales

Geometrizan las nítidas atmósferas

Congonhas se descolora bajo el dosel

De las procesiones de Minas

La verdura en la bocina azul

Cortada

Sobre la tierra colorada

Rascacielos

Autos Ford

Viaductos

Aroma de café

En el silencio enmarcado (ANDRADE, 2017, pp. 76-77)

El poema es anterior a la creación del traje de Paul Poiret y a que Tarsila eligiera el “Écossais” para el vernissage de 1926 en la Galería Percier. Es común referirse a la moda cuando se habla de la apariencia –la estatura, la mirada, la ropa, el cuerpo, los saltos– de Tarsila do Amaral. Largamente explorado por la crítica como una síntesis de la figura de la artista, ese verso de Oswald reúne tensiones que atraviesan la historia de nuestro modernismo, tradición/modernidad, rural/urbano, nacionalismo/cosmopolitismo, identidad nacional/superación de las influencias extranjeras.

La elección del traje “Écossais” para el vernissage de su primera exposición individual, en París, de cierta forma materializa el verso de Oswald de Andrade. Principalmente, a causa del tejido a cuadros, el écossais que, como vimos, remite a un signo de identidad de grupo. En Brasil, el diseño a cuadros está relacionado con la cultura caipira, de la que desciende Tarsila do Amaral. Por ejemplo, recordemos la obra O violeiro, de Almeida Júnior, que perteneció a Tarsila, regalo estimado de su padre, y que hoy está en la Pinacoteca de São Paulo. La cultura caipira, que en su raíz está atravesada por el idioma, técnicas de agricultura, caza, pesca y recolección de los indios, está íntimamente relacionada con los despliegues de los emprendimientos bandeirantes. Darcy Ribeiro, en el libro O povo brasileiro, la identifica como una de las “variantes principales de la cultura brasileña tradicional” (RIBEIRO, 1996, p. 272). La cultura caipira se “constituyó, primero, a través de las actividades de aprisionamiento de indios para la venta, después, de la minería de oro y diamantes y, más tarde, con las grandes haciendas de café y la industrialización” (RIBEIRO, 1996, p. 272).

Tarsila do Amaral e Oswald de Andrade jugaron con los signos de la moda parisina para construir una imagen de la artista que le interesaba al ambiente y al mercado de arte francés en ese momento. En contrapartida, el signo a resaltar en Brasil era el de la modernidad, y la elección de un traje visualmente más sobrio no fue para nada precipitada.

En una carta escrita desde París a su madre, con fecha del 19 de abril de 1923,[13] Tarsila muestra que estaba consciente de la tendencia moderna de valorización de aquello que era considerado por los franceses como exótico. Lamentando la nostalgia que sentía por sus padres y por el ambiente familiar, Tarsila anuncia su nuevo rumbo artístico y agradece su infancia en la hacienda, que le proporcionó las reminiscencias que ahora serían capitalizadas en la realización de su proyecto de establecerse como artista, brasileña y moderna. Termino con sus palabras. “Mi madre adorada”, dice Tarsila,

Me acordé de ti todo el día. ¡Qué bueno sería abrazarte! La nostalgia que siento es tan grande como con la primera separación. Pienso poco en ti y en papá para no llorar. Algunas veces pienso en el destino de vivir lejos de los míos. ¿Qué puedo hacer? No me debo desanimar con la carrera artística que inicié. Recién ahora estoy estudiando en el verdadero camino que no había encontrado en mi estadía anterior en Europa. Ya no pienso en la exposición. Los artistas reconocidos aquí tienen más de cuarenta años. Tengo poquísimos estudios y si ya conseguí algo se lo debo a la inteligencia que Dios me dio. Ahora, con las lecciones de Lhote, mi espíritu va adentrándose en un nuevo mundo de estética ignorada. Siempre tuve el sentido común de no rechazar lo que no comprendía. Una palabra de un buen profesor nos ahorra algunos años de trabajo. Estoy, en relación con la música, la literatura y el teatro moderno, à la page,[14] como se dice aquí, tratando de desarrollar mis conocimientos en un equilibrio integral, necesario para mi carrera artística. Revivir el entusiasmo que tenía en la época escolar, el afán de luchar y vencer para ser el orgullo digno de mis padres. Me siento cada vez más brasileña: quiero ser la pintora de mi tierra. Cómo agradezco haber pasado toda mi infancia en la hacienda. Los recuerdos de ese tiempo se están convirtiendo en preciosos para mí. En el arte, quiero ser la caipiriña de São Bernardo, divirtiéndome con muñecas del bosque, con el último cuadro que estoy pintando. No piensen que esa tendencia brasileña en el arte está mal vista aquí. Todo lo contrario. Lo que se quiere aquí es que cada uno haga una contribución de su propio país. Así se explica el éxito de los ballets rusos, de los grabados japoneses y de la música negra. París está cansado del arte parisino.


Referencias

AGUILAR, Gonzalo; CÁMARA, Mario. A máquina performática: a literatura no campo experimental. Traducción de Gênese Andrade. 1ª edición. Río de Janeiro: Rocco, 2017. (Colección Entrecríticas)

AMARAL, Aracy. Tarsila: sua obra e seu tempo. 4ª edición. São Paulo: Editora 34; Edusp, 2010.

ANDRADE, Oswald. Poesias reunidas. São Paulo: Companhia das Letras, 2017.

BARTHES, Roland. Sistema da moda. Traducción de Ivone Castilho Benedetti. São Paulo: Editora WMF Martins Fontes, 2009.

CHATAIGNIER, Gilda. Fio a fio: tecidos, moda e linguagem. São Paulo: Estação das Letras e Cores, 2006.

GUILLEMARD, Colette. Les mots du costume. París: Belin, 1995. (Collection Le Français Retrouvé).

GOTLIB, Nádia Battella. Tarsila do Amaral, a modernista. São Paulo: Editora Senac São Paulo, 2003.

MICELI, Sergio. Bonita sinhá cubista. Folha de São Paulo, São Paulo, 11 oct. 1997. Jornal de resenhas, pp. 1-2.

______. Nacional estrangeiro: história social e cultural do modernismo artístico em São Paulo. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.

PARA TODOS. Rio de Janeiro, año 8, nº. 401, 21 ago. 1926, p. 42.

PARA TODOS. Rio de Janeiro, año 11, nº. 554, 27 jul. 1929, p. 14.

REMAURY, Bruno; KAMITSIS, Lydia. Dictionnaire international de la mode. París: Editions du Regard, 2004.

RIBEIRO, Darcy. O povo brasileiro: a formação e o sentido do Brasil. 2ª edición. 5ª reimpresión. São Paulo: Companhia das Letras, 1996.

RIBEIRO, Leo Gilson. O que seria aquela coisa? Entrevista: Tarsila do Amaral. Veja, 23 feb. 1972.

VOLPI, Maria Cristina. As roupas pelo avesso: cultura material e história social do vestuário. En: 9º Colóquio de Moda, 2013, Fortaleza. Anais eletrônicos… Universidad Federal de Ceará, 2013.

WILSON, Elizabeth. Enfeitada de sonhos: moda e modernidade. Traducción de Maria João Freire. Lisboa: Edições 70, 1989.

Notas

[1]Diseñadora de vestuario, editora y profesora de Historia y Teoría del Vestuario y de la Moda, y estudiante de doctorado en el Programa de Pós-graduação em Artes Visuais da Escola de Belas Artes da Universidade Federal do Rio de Janeiro (PPGAV/EBA/UFRJ). En 2019 creó la editorial Dominó, que solo publica libros sobre vestuario y moda. Este artículo es parte de la tesis El ropero modernista: los trajes de Oswald de Andrade, Mário de Andrade y Tarsila do Amaral, cuya orientación es de la profesora y doctora Maria Cristina Volpi. Con la beca de Capes, entre agosto de 2018 y febrero de 2019 participó del Programa de Doctorado Sanduíche no Exterior [Doctorado de Intercambio], en el Institut d’Histoire du Temps Présent, en París, supervisada por la investigadora Sophie Kurkdjian. Contacto: carolinacasarin7@gmail.com.

[2] Fotografía guardada en el Archivo IEB-USP, Fundo Aracy Abreu Amaral, código de referencia AAA-TA-FRT-045. Se publicó en AMARAL, 2010, p. 371.

[3] Hay una reproducción de la fotografía del carné electoral de Tarsila en AMARAL, 2010, p. 384.

[4] El Conseil des Prud’hommes es responsable del depósito legal de los modelos de alta costura francesa. Para garantizar la propiedad intelectual de sus creaciones, las casas de alta costura realizaban los dépôts des modèles, que se pueden consultar en los Archivos de París bajo la forma de prototipos, croquis, diseños y fotografías.

[5] En el original: “Tissu à carreaux multicolores, exécuté en armure toile ou sergé qui se fabrique dans toutes les matières. Le même raccord de couleurs sera employé en chaîne et en trame. Le terme provient des clans écossais, groupes de codescendance qui, afin de se reconnaître, ont chacun leur propre tartan, ou motif d’écossais, formé d’un carreau tissé aux coloris et aux lignes spécifiques. Le tartan fonctionne ainsi comme une sorte de signe identitaire du clan, permettant de distinguer les individus”. Mi traducción.

[6]On dit que la mode des tissus écossais s’imposa en France sous l’influence des romans de Walter Scott” (GUILLEMARD , 1995, p. 315). Mi traducción.

[7] “Tafetán: tiene dos denominaciones. La primera se refiere a la estructura o ligamento, que es lo más simple después del tipo básico llamado tela: el hilo de la trama se cruza con el de la urdimbre, con un hilo por encima y otro por debajo, sucesivamente, lo que provoca un efecto con cuerpo. La otra nomenclatura se refiere al tejido que tiene esta estructura, pero con una trama hecha con hilos finísimos. La materia prima original es seda, que crea piezas de alta costura” (CHATAIGNIER, 2006, p. 157).

[8] “Nomenclatura dada al diseño fantasía que tiene como base pequeños rombos que recuerdan a los panales de miel. El efecto se consigue por medio de una maquinita, que altera los volúmenes de la urdimbre y de la trama durante la realización del tejido” (CHATAIGNIER, 2006, p. 139).

[9] Utilicé el sitio de conversión monetaria <https://www.insee.fr/fr/information/2417794> y después multipliqué por la cotización 1 euro igual a 4,64 reales. Consultado el 19 de noviembre de 2019.

[10] En el original: “Satin dress trimmed with applied gilt braid and part-lined with silk chiffon”. Mi traducción.

[11] La cursiva pertenece a los autores.

[12] Artículo “Bonita señora cubista”, publicado en octubre de 1997 en el suplemento Diario de Reseñas de la Folha de São Paulo, con motivo de la exposición Tarsila anos 20, con curaduría de Sônia Salzstein. Consultado en Archivo IEB-USP, Colección Tarsila do Amaral, código de referencia TA-P11-134.

[13] Documento consultado en el Archivo IEB-USP, Fundo Aracy Abreu Amaral, código AAA-TA-CT1-010.

[14] La cursiva pertenece a Tarsila do Amaral. À la page significa estar a la par de las últimas novedades.

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La tecla inespecífica: la máquina en la literatura latinoamericana del siglo XX

Por: Juan Cristóbal Castro

Imagen de portada: Caracteres de máquina de escribir (Mohylek)

 

Juan Cristóbal Castro indaga en la presencia de la máquina de escribir en la producción literaria latinoamericana del siglo XX. Su análisis no se limita a rastrear su utilización como medio técnico, sino que ahonda en el potencial creativo –y, también, desestabilizador– de ese artefacto de escritura. En este sentido, Castro aborda escritores como Mario de Andrade y Julio Cortázar, entre otros, para así postular que el surgimiento de la máquina de escribir habilita en ellos una nueva consciencia sobre la inscripción material de sus prácticas, lo que permite el surgimiento de nuevas formas de escritura.

 


 

Yo quería entrar en el teclado
para entrar adentro de la música
para tener patria

Alejandra Pizarnik

 

I

Quizás la pretensión de Simón Rodríguez de pintar las palabras en una era todavía marcada por la escritura a mano haya sido el destino final de algunas de las búsquedas que se dieron en el siglo XX en Latinoamérica, debido al uso excéntrico de ese aparato tan raro, tan curioso, como lo fue la máquina de escribir. Es evidente que gracias a la posibilidad que le ofreció al escritor de valerse directamente de los mecanismos propios de la imprenta (Mcluhan dixit), aparecieron las condiciones de emergencia de una nueva escritura anfibia, inespecífica, rara, que abrió otro horizonte para pensar la creación literaria, todavía marcada por el fetiche de la autenticidad del manuscrito, de la fidelidad del trazado caligráfico, del espiritismo grafológico, del cariño personal por la pluma o el lápiz en el que ojo, cuerpo, alma y conciencia trabajaban unidos en un matrimonio “fono-logocéntrico”, para usar una expresión derridiana. Un enlace, vale señalar, que parecía a todas luces armónico hasta que llegó William Austin Burt, y luego por supuesto Christopher Scholes, para aguar la fiesta letrada, introduciendo una nueva forma de escribir con ruidos discontinuos, teclas pesadas, movimientos mecánicos, inscripciones aceradas, que terminaron de atrofiar la transmisión de la voz, de la palabra silente de la boca, hacia el flujo continuo de la linealidad sobre la página.

Y es que, dentro de la producción literaria que ha trabajado con la máquina de escribir durante el pasado siglo en eso que llamamos América Latina, existen algunas experiencias límites que han podido llevar hasta sus últimas consecuencias el uso de este instrumento para no solo dar cuenta de su presencia como medio técnico, sino para activar su potencial creativo, desestabilizador, suturando las barreras de la autonomía de la creación escrita. Hablo de un contingente de prácticas llevadas a cabo por distintos escritores a lo largo del siglo XX que dan evidencias de nuevas formas de escritura que surgen a partir de una conciencia más lúcida, esclarecedora, del tipo de inscripción material que se abre con este aparato. Podríamos hablar así del estilo seco y depurado de un Luis Vidales, cuyos poemas “Música de mañana” y “El cerebro” del libro Suenan timbres (1922) dan cuenta del utensilio mecanográfico y quizás por ello de la posible influencia del medio sobre su propio trabajo, o de las alternativas que se abren de escritura des-letrada en algunos pasajes de 5 metros de poemas (especialmente “Nueva York” y “Reclam”) de Carlos Oquendo Amat que, según el crítico peruano Luis Alberto Castillo, muestran “una conciencia del cambio en el ejercicio escritural que abandona la mano como unidad representadora y pone a todos los dedos a transitar atléticamente sobre el teclado” (La máquina de hacer poesía, 85). Sin embargo, prefiero detenerme en estas líneas en algunos casos que marcaron, a mi modo de ver, un hito especial.

 

II

Un momento fundacional es el poema “Máquina de escrever” de Mario de Andrade, publicado para el libro Lonsago Canqui en 1922. En él vemos una línea que se abrirá después para pensar la poesía y la máquina de otras maneras, algunas de las cuales se conectarán con lo que muchos han llamado literaturas extensivas o inespecíficas. El poema en tono celebratorio e irónico, jugando con los lenguajes republicanos (“igualdad mecánica”) y revolucionarios (“internacional de la máquina”), da cuenta del impacto del nuevo medio que pareciera con su estandarización democratizar a sus usuarios bajo una peculiar indistinción que afecta por igual las jerarquías sociales, políticas, culturales; indistinción que también va a trastocar el marco mismo de lo que entendemos como poesía, por no hablar de nuestra propia educación sentimental que hasta ese entonces se había acostumbrado a la escritura manual para expresarse de manera íntima bajo el género epistolar; y tan es así, que hasta el sujeto lírico del escrito de Andrade pareciera al final equivocarse por culpa del instrumento que usa.

Ciertamente el texto es difícil de leer, porque se trata de una apuesta lúdica e experimental que ofrece más de un reto exegético, por no hablar del trabajo interpretativo que implica atender su particular materialidad textual propia de la experiencia de Andrade con el aparato, que llegó hasta llamar como “Manuela” en un gesto de simpatía homo-erótico en homenaje a su amigo, el también poeta Manuel Bandeiras; no en balde el autor en el prefacio del libro llama a los poemas como brincadeiras para acentuar esta dimensión juguetona. Por eso las lecturas recientes del crítico mexicano Rubén Gallo y la investigadora brasileña Flora Sussekind, quienes se han acercado con lucidez a estas peculiaridades del poema, resultan sumamente esclarecedoras para acercarse a esta propuesta. Como me interesa ver la relación del texto con el instrumento, lo primero que se debe tomar en cuenta en términos generales es la fragmentación del poema. Su unicidad temática se dispersa en un conjunto de escenas dislocadas, dispuestas de forma algo arbitraria, con lo cual pareciera desmembrarse también el mismo marco que preestablece las categorías espacio-temporales y con ello el mismo vínculo instrumental del objeto mecánico con su usufructuario. En otras palabras, el lugar ancilar del medio como simple herramienta secundaria pareciera revertirse con esta dispersión, cosa que permite entender mejor su presencia, como si gracias a este des-colocamiento, algo violento y humorístico, es que pudiera abrirse el espacio medial del aparato, tan naturalizado entre nosotros que nos impide captar su carácter material, e incluso las violencias que ha ejercido sobre nuestro cuerpo.

Desde esta impresión general, la máquina se nos aparece diseminada en varias dimensiones y una de ellas, acaso la más evidente, reside en el lenguaje técnico del poema, sobre todo bajo la recurrencia de eso que el crítico Rubén Gallo definió bajo el nombre “mecanogénica” que consisten en explorar “los efectos especiales” que se pueden hacer con el instrumento (Máquina de vanguardia, 117), gracias a lo cual se des-sublima la autonomía expresiva de los versos para llevarlo a otra dimensión más contemporánea, tal como lo ha mostrado Flora Sussekind en su libro Cinematopraph of Words: Literature, Technique, an Modernization in Brasil (1997). La máquina no aparece entonces simplemente como alusión o información, como un referente o una “representación” de un objeto externo, propio; por el contrario, aparece como aquello que altera “la estructura misma del texto” con el propósito de “exponer la génesis de la producción mecánica del mismo”, siguiendo a Gallo (117). Esta auto-referencialidad del acto de escribir mecánicamente en el que se nos comenta cómo se teclean las minúsculas o cómo al escritor se le olvidó darle a la “tecla de retroceso”, por no hablar incluso del extracto de carta que incorpora en el texto mismo, es lo que termina por darle un valor performático a la escritura del poema, rompiendo, suturando, sus límites textuales.

Al mismo tiempo las alusiones de eso que el mismo Gallo llamó “rastros indéxicos” nos posibilita ver las particularidades técnicas de la máquina, y ello a su vez permite replantear la economía expresiva del poema en el que se poetizan distintas interacciones entre aspectos mecánicos y aspectos orgánicos o naturales. No en balde es recurrente presenciar el uso de las abreviaciones que fue algo característico del medio; vemos así “adm”, que sería “admirador”, o “obg”, que sería obrigado. Todavía más interesante es descubrir cómo el autor trabaja con la misma especificidad del medio concreto que usó, que fue la Remington. Como nos explica el crítico mexicano, “tenía teclas con dos superíndices comunes en las abreviaciones” que servía en portugués para marcar los números ordinales, y para contraer la palabra “Senhor” con “Sr” (119). Andrade se vale de ese recurso con el propósito de introducir otros usos verbales en lo que Gallo llamó “neomecanismos”, que no son otra cosa que los neologismos que introduce el invento.

Este rasgo es tan radical en el texto que hasta muestra el medio desde sus accidentes y problemas: al parecer la “Remington” de 1920 carecía del signo de exclamación, y para escribirlo debían entonces primero apretar el apóstrofe, luego la tecla de retroceso, y por último la tecla de un punto. También el autor escribe “obrigado” con un equívoco evidente y que al parecer fue muy propio del uso acelerado, veloz, de la máquina que impedía fijarse bien en lo que se escribía. En el poema, según la interpretación de Gallo, la conmoción de la que habla Andrade empieza porque se le olvidó pegarle a la tecla en retroceso y así termina con dos símbolos independientes: el apóstrofe que “cuelga como una lágrima” (una “lagrima mecánica” al no haber llanto, tal como dice después) y el punto (“un punto final después de la lagrima”). Para Gallo, este procedimiento de la máquina de escribir requería “tanto que su operador ensamblara las palabras a partir de letras individuales como que formara caracteres nuevos a partir de las teclas disponibles”, es decir, con ello se daba una “verdadera taylorización del lenguaje” (122); también con ello se confirma la transformación de la letra en dígito, menos relacionada al significado o referente que al número en su condición de elemento operativo, con lo cual nos introduce mejor en eso que el famoso teórico Vilem Flusser trataba de explicarnos en uno de los ensayos al libro Filosofía del diseño para entender por qué el chasquido del instrumento se adaptaba más a la mecanización de estos tiempos que el mero deslizamiento continuo de la escritura a mano. La razón era obvia para él: como el mundo se ha ido volviendo cada vez más cuantificable, las letras necesitaban parecerse lo más posible a los números para sobrevivir a ese cambio.

La Remington es una de las primeras compañías que estandarizó la máquina al proponer el teclado QWERTY y ofrecer usar por primera vez las mayúsculas y minúsculas, aunque solo a comienzos del siglo XX, con su modelo número 10, es que le ofrece al escritor la garantía de ver las letras. Por su uso solo extensivo a secretarios y secretarias, donde la fetichización de la escritura a mano empezó a ser recurrente por parte de los grandes letrados, quienes seguirán usando la escritura a mano, no deja de ser un elemento provocador hablar de ella, y darle el rol que Andrade le da en este texto maravilloso.

Puesta en escena del acto de escribir en máquina, acto autorreferencial de su escritura mecánica: también en estas referencias del poema que vengo comentando se hace evidente la experiencia teatralizada del sujeto escribiente, gracias a lo cual se abre una posibilidad de escribir distinta, un lenguaje literario discontinuo, desobediente a la gramática y la ortografía, a la tipografía, que ya estaba ensayándose de forma incipiente en Vidales, y más audaz en Oquendo de Amat. El gesto tendrá múltiples resonancias y sobrevivencias que habrá que investigar con cuidado en la literatura producida en eso tan abstracto y complicado que llamamos como América Latina. Lo importante, a mi modo de ver, es ir viendo las posibilidades creativas que se abren con ese instrumento en algunos casos significativos. Propongo entonces seguir comentando algunos ejemplos, siguiendo cierta línea cronológica y algunos cambios del medio mismo.

 

III

Aunque podría parecer algo osado vincular el proyecto de Julio Cortázar de una anti-novela, o contra-novela, que buscaba cuestionar los presupuestos literarios de toda una tradición, con las prácticas escritas que se abren con la máquina, bien podríamos considerar una zona de influencia de ella tanto de manera indirecta, a través de algunos autores de la vanguardia que leyó y que pensaron el medio, como de manera directa, con la propia experiencia que tuvo con el instrumento; no en balde Saúl Yuerkiviech lo describía como una “máquina de escribir”, por no citar las múltiples referencias que hay en sus cuentos o cartas del aparato que tanto utilizó. Sobre este último aspecto, podemos ver cómo entra en escena de nuevo la marca Remington, que para esos años casualmente también la usaba Juan Rulfo para escribir su Pedro Páramo (1955). Una Remington ahora más elaborada y eléctrica que proveía además una mayor aceleración, y por ende descontrol. Por eso quisiera detenerme brevemente en ello, por más insignificante que pudiera resultarnos su influencia en el proyecto que buscaba el autor argentino, el cual tenía la aspiración de volverse “contra lo verbal desde el verbo mismo”, siguiendo lo que propone tiempo atrás en su “Teoría del túnel” (119).

Ya sabemos que, después de la década de los cincuenta, la máquina de escribir viene siendo usada de forma regular en escuelas, oficinas, instituciones privadas y públicas. Hay manuales de enseñanza diferentes, y ahora se viene imponiendo un modelo distinto, el modelo eléctrico o electrónico donde se elimina la conexión directa entre las teclas y el dispositivo que estampaba sobre el papel el tipo. También en algunos casos se reemplaza las barras por una bola y más tarde por lo que se llamaría un “mecanismo de margarita” que elimina los atascos, una de las grandes pesadillas de los escritores y escribientes mecánicos o mecanizados. Gracias a ello el sonido se disminuye y se acelera los tiempos de la impresión con cartuchos fáciles de sustituir. Este modelo se nos aparece en Cortázar en una carta a su amigo Jonquières, fechada en París el 9 de julio de 1954, casi una década antes de escribir Rayuela. Allí dice varias cosas que quisiera considerar con cuidado:

Aprovecho un alto en los trabajos de la Unesco para lanzarme al galope en esa máquina eléctrica que me han dado y que es una verdadera maravilla, al punto que ya casi hace sola los informes y programas y presupuestos de la benemérita organización. Apenas hay que rozar las teclas y ya salen los tipos disparados, y además al llegar al final aprietas una tecla y el carro vuelve solo al comienzo y además marca el espacio, por lo cual yo empiezo a creer que uno debería irse a su casa y dejarla trabajar sola. Pero a lo mejor se les ocurre a los de la contaduría pagarle a la máquina y no a mí, lo cual tendería a ser nefasto. Ya estarás advirtiendo cómo esta carta asume un tono casi oral, y eso se debe solamente a la velocidad con que te estoy escribiendo. (230).

La fascinación por el instrumento lo lleva a recurrir a metáforas de velocidad, tan afín a la fetichización de la tecnología, y así habla de “lanzarse al galope”, gracias por cierto al haber suspendido su labor en el trabajo; como correlato de esta liberación, está también el hecho de asumir un “tono casi oral”, muy propio de su estilo literario. Esto es posible por la velocidad de la escritura con la máquina eléctrica, pues se reduce el lapso entre el pensamiento y la enunciación por escrito. De ahí que en esa misma carta incurra más tarde en errores, como “embajadotrabajos”, ya que “los peores juegos de palabras pueden nacer del pobre ingenio de una máquina de escribir” (230); de hecho, en esas mismas cartas inventa palabras y juega con la tipografía, antecediéndose a muchos de los experimentos que mostrará en Rayuela, incluso en la creación de su “Glíglico”. Dejarse llevar por la máquina es suspender toda voluntad consciente de sentido, pareciera decirnos, y supeditarse a las maniobras y atributos de los que goza la tecnología; acercarse así de nuevo a la aspiración que tuvieron sus admirados surrealistas de trabajar la escritura automática. Dejarse llevar por el juego de las teclas es perderse, entrar en otra zona, en otra región. “El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo”, señalaba Kafka en una de sus cartas a Felice (44). En El diario de Andrés Fava de Cortázar habla de escribir a “vuelamáquina”, lo que muestra que ya estaba determinada por “la sumisión total a la mecánica” que lo lleva entonces a “deshacer la horizontalidad sucesiva”. (54). Es muy tentador citar otros casos de la obra cortaziana donde vemos cómo va trabajando esta línea, desde su famoso cuento “Las Babas del Diablo”, pasando por otros textos. Lo que me interesa es ver esta dimensión de su uso, propiciada en cierta medida por algunos cambios técnicos que quizás nos puedan ayudar a entender mejor su propuesta de una anti-novela que precisamente buscaba ir más allá del texto mismo. ¿Acaso no nos permite pensar esa escritura veloz, automática y anti-literaria algunos de los postulados que trata de promover en su “Teoría del Túnel” o en las reflexiones del mismo Morelli en Rayuela?

Todavía sin embargo la anti-novela o contra-novela de Cortázar, como la obra de Andrade, seguirá circunscrita a ciertos moldes propios del espacio literario, a su soporte tradicional que es el libro, sin dejar por supuesto de considerar el carácter circunstancial que sigue desempeñando la máquina de escribir en este proyecto, por más que Cortázar apueste y logre con otros experimentos posteriores trabajar en esa zona liminar que cuestiona las categorías autonómicas ya con tecnologías diferentes: pienso en el Libro de Manuel, La vuelta al día en ochenta mundos o Fantomas contra los vampiros multinacionales, por solo mencionar algunos trabajos que usan diversos formatos y medios.

Por suerte durante estas décadas aparecerán otras tentativas más arriesgadas con el medio donde lo inespecífico va cobrando mayor valor. Podemos en ese sentido hablar de cómo en 1964 en la galería Atrium con el Popcreto, Augusto de Campos, Waldemar Cordeiro, entre otros, usarán la máquina de escribir como instrumento musical, algo que ya venían dándose con artistas europeos y norteamericanos, y por muchos conceptualistas latinoamericanos; es verdad que los vanguardistas antropófagos se valieron del medio en sus revistas y manifiestos, pero no se atrevieron a ir más allá de la propuesta de Andrade. De igual modo, Roberto Jacoby en Experiencia 68, una de las últimas muestras del Di Tella, utiliza el teletipo conectado a la agencia France Press que parecía a una máquina de escribir. Por otro lado, el escritor y artista argentino Leandro Katz en Nueva York con la obra Lunar Typewriter (1978) recurre a un invento singular: se vale de la máquina, pero sustituye las teclas por figuras redondas para mostrar, en vez de letras, las fases de la luna.

Los casos son abundantes y se insertan además dentro de un momento que algunos críticos, como Rosalind Krauss, han considerado como el de una crisis dentro del arte contemporáneo de la especificidad del medio artístico mismo (hablo de los textos A Voyage in the North Sea y Under Blue Cup). Por otro lado, si bien es indudable este marco histórico para entender lo que estaba sucediendo con estas apuestas, tampoco habría que olvidar otros posibles antecedentes, algunos de ellos acaso soterrados o indirectos. A este respecto podríamos hablar de incursiones con la impresión que antecedieron a la máquina de escribir, como aquellos que se dieron en el siglo XIX. Aunque las categorías de arte o literatura no eran parte de las líneas con las que algunos escritores trabajaron en el pasado, es bueno recordar por ejemplo el proyecto del venezolano Tulio Febres Cordero quien en su imprenta desarrolló lo que llamó para ese entonces como “imagotipia” (1885), una técnica de impresión que buscaba reproducir imágenes con los tipos del aparato de la imprenta, es decir, con los caracteres.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

 

Por otro lado, podríamos hablar del mismo Simón Rodríguez quien en Sociedades Americanas proponía una escritura que se acercara más a lo visual, aunque su proyecto solo se valió de juegos con la tipografía y la distribución en el espacio. Si bien, como dije, no trabajaron con el instrumento propiamente dicho, sí se valieron de formas heterogéneas para lidiar con los caracteres, los tipos, elementos que después serán usados por la máquina de escribir, abriendo una relación que será muy usada por estas nuevas formas de escritura expandida que mezcla letra e imagen, dibujo, pintura y texto escrito.

Mucho tiempo después empezamos a ver otras prácticas con la máquina de escribir, que también van rompiendo los moldes entre géneros, disciplinas y medios literarios. Vuelvo entonces al siglo XX para tomar en cuenta a los mismos concretistas brasileños, quienes empezaban desde los cincuenta a trabajar con la estandarización del espaciamiento de la página y el estilo de la escritura que proveía dicho instrumento. De hecho, el libro poetamenos (1953) de Augusto de Campos se dio inicialmente en una máquina de escribir con cinta de colores; al parecer en la exposición REVER se puede ver todavía un facsímil  de “lygia dedos” instalada en SESC Pompeia. Con ello se abría así de forma más evidente un espacio entre arte conceptual y literatura hasta ahora inexplorado, salvo algunas dignas excepciones que se fueron dando en otras partes de Latinoamérica. Sin duda es posible citar muchos gestos, ejemplos, pues las búsquedas fueron variadas, apareciendo en diferentes contextos. Lo importante, por ahora, es considerar algunos modelos como posibles paradigmas de estas transformaciones.

 

V

Uno de estos ejemplos lo veríamos en una obra peculiar del poeta venezolano Rafael Cadenas. En el Número 58 de la Revista Cal de 1966 publica lo que llama Dibujos a Máquina, luego editado con el mismo título en el 2012. Allí vemos cómo trabajó con dos registros: por un lado, la escritura alfabética, y, por otro lado, el dibujo mismo, ambos creados con la tipografía a máquina. A decir de Luis Miguel Isava, se trata de un trabajo que sigue una “pulsión visualizante” que busca un punto intermedio entre la “representación de objetos a través de textos” y la “patentización de las formas de las letras y sus disposiciones textuales” (7).

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

 

De nuevo, en esta obra se amplía y replantea la dimensión performática que habíamos visto en Mario de Andrade al disolverse el plano referencial en la representación visual y abrir otras cadenas de relaciones entre lo escrito y lo dibujado con las mismas letras tipográficas de la máquina, con sus dígitos e instrumentos. En otras palabras, ya no interesa la auto-referencialidad del acto de escritura a máquina, sino ahora las posibilidades visuales de su tipografía que rompe radicalmente la distribución espacial de la página escrita. Cadenas relaciona un enunciado breve a partir de una acción concreta (caminar, pararse, enrollarse, descansar) con la imagen que procura la disposición y combinación de algunas letras. Por ejemplo, debajo de la proposición “me asombro” coloca la “O”, o cuando señala la acción de escribir (“escribo”) pone la “G”, que precisamente genera la impresión de un cuerpo doblado tecleando en una máquina de escribir. Por supuesto que las relaciones no necesariamente son simétricas, sino que se despliegan en distintas formas de vínculo e interpretación, diferentes eventos fuera de la jerarquía hermenéutica del sentido alfabético propio de la linealidad escrita, de su horizontalidad. El lector así se encuentra en cada página con un nuevo reto de coexistencia, de conexión, que entraña una experiencia diferente.

También el mexicano Ulises Carrión con su libro facsimilar publicado en los setenta titulado Poesías (1971) busca valerse de la máquina para generar otra relación entre mano, dígito, letra, página y máquina. Escrito enteramente con el aparato mecánico, salvo los signos de puntuación en los que usó la mano, repiensa el género de la poesía, socavándolo hasta su propia disolución con juegos intertextuales y plagios deliberados. Uno de sus textos reproduce el ruido de la máquina de escribir en el formato escrito, queriendo representar el sonido de su tecleo con la visualización sonora que reproduce la sílaba “ta”. Juega así con ese estruendo disonante y repetitivo para reproducir el efecto de la tecla en el papel, y sobre todo su cadencia mecánica, ese repiqueteo tan característico que produce el aparato a lo largo del ejercicio escritural, incluso cuando termina y se torna la palanca espaciadora para seguir en el siguiente reglón. Pero no satisfecho con ello, el autor mexicano trabajó junto con su amigo y artista Felipe Ehrenberg en ediciones artesanales, rústicas, de libros hechos en papel bond, maché o cartón donde combinaban la escritura manual con la escritura a máquina junto a fotografías y dibujos, tal como se hizo con la editorial que fundó llamada Beu Geste Press. Al igual que Cadenas y los concretistas, su búsqueda replantea y subvierte no solo la dimensión de la escritura alfabética (su linealidad, su gramaticalidad), sino el mismo libro como objeto literario, como artefacto cerrado, autónomo, algo que venía ya trabajando desde su autoexilio en Europa y su separación de las obras literarias más textuales que realizó en México:

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

 

Quizás el más osado experimentador de estas posibilidades técnicas sea el gran poeta Glauco Mattoso, quien entre 1977 y 1980 editó su famoso Jornal Dobrabil en el que propone un uso parecido a lo que luego algunos han dado en llamar “dactyloart”. En él reproduce el formato del periódico con versos y poemas escritos a máquina de escribir. Con ese gesto no solo rompe con el soporte tradición del libro, sino que juega con una intermedialidad que entrelaza imagen y escritura, el formato de la prensa con el de la poesía. Su proyecto inicial fue enviar mensualmente durante cinco años en los correos de lectores anónimos, una página de papel A4 mecanografiada, xerocopiada, doblada por la mitad y que estuviese intervenida por sus trabajos; trabajos que consistían en citas apócrifas, plagios y reescrituras. La idea es que pudiese fotocopiarse en forma de panfleto y reproducirse así de diversas maneras. Buscaba a la vez en una época de dictadura en Brasil emular en forma de parodia el formato de la prensa masiva representada por el periódico Jornal do Brasil. La primera edición en libro la hizo en 1981; luego, en el 2001, recogió de nuevo todos sus textos bajo el auspicio de la editorial Iluminuras.

Glauco es ciego y su verdadero nombre es Pedro José Ferreira da Silva. Usa el seudónimo para precisamente jugar con la enfermedad que padece, el glaucoma, que lo llevó a la ceguera, y esta particularidad es relevante por dos cosas. Primero, porque es bueno recordar que la máquina de escribir empezó siendo una tecnología para que los ciegos pudieran escribir; y, segundo, porque hay una dinámica importante en esta obra entre visibilidad e invisibilidad (o ceguera), con respecto al manejo de los hechos y las noticias en un momento donde había un aparato represor que fomentaba la censura, la desinformación y ciertos valores patriarcales conservadores. Por otro lado, y como el autor mismo declara en más de una ocasión, es el concretismo una de sus fuentes, de modo que sigue una tradición experimental importante, que a su vez había considerado el instrumento en algunas de sus tentativas, tal como mencioné antes. Lo interesante es que este uso paródico del movimiento está inscrito en una situación determinada: la dictadura brasilera donde estaba el autor cuestionando su sexualidad y sufriendo de una enfermedad significativa. El valerse de la máquina de escribir Olivetti de otro modo le permitió además escribir casi de forma artesanal, inscribiéndose por lo demás en la nueva poesía de su momento llamada geração mimeógrafo, con una precisión a prueba de balas. El autor mismo en el texto “Uma Odisséia no meio espacio” que incluye al final de la edición del 2001, revela la lógica misma de su operación con el aparato (el “medio espacio”). Allí reflexiona sobre las condiciones materiales de escritura de ese momento, y de esta forma nos explica cómo, para un período en los que los ordenadores ya se venían usando en las grandes empresas e instituciones, era muy difícil valerse del instrumento con fines creativos. La dactilografía artística, como dice, era apenas un simple apéndice. Nadie la trabajaba. Curiosamente propone lo que él  mismo  llama “trico e coche iconográfico” para su apuesta de escritura de “pintado y bordado”, es decir, fundiendo usos mecánicos con usos artesanales.

En este texto reflexiona con cuidado sobre el uso de la máquina de escribir. Si la Remington no era precisa en la distancia entre las letras, la Olivetti sí, y con ella pudo trabajar precisamente a partir de un entre-lugar que se abría en la distancia que separaba los dígitos del aparato, desprogramando los protocolos de escritura que piden el uso estandarizado del mismo. Además, rompe la direccionalidad misma de la escritura alfabética operando en tres planos: el horizontal bajo este lugar medio; el vertical, con los usos del espaciamiento; y el diagonal, con una combinación de la línea y este espacio medio en blanco. De igual modo, el autor incorpora en la obra una dimensión sexual, abyecta, muy explícita, sobre todo en la portada del libro en su versión final, en el que aparecen imágenes de escenas homo-eróticas en un excusado que lucen entre sádicas y masoquistas, entre provocadoras y sensacionalistas, con un grado de violencia subversivo que busca sorprender a cualquier incauto lector. Detrás de ello, está por supuesto la intención de revertir la cultura higiénica y puritana de una dictadura que se vendía como progreso social, tal como lo señala Mario Cámara al explicar que Mattoso “con su sátira excrementicia, iluminó y adjetivó aquella modernización autoritaria desde la cloaca y el baño” (Cuerpos paganos, 29). Hasta en esto la máquina pareciera tener algún rol remoto, más indirecto ciertamente, si consideramos que su ejercicio mecánico introdujo, según Friedrich Kittler, “la desaxualización de la escritura, sacrificando su metafísica y convirtiéndola en procesamiento de textos” (Gramophone, Film, Typewriter, 187). Recordemos que antes de su aparición, la escritura era casi un monopolio de hombres y que la pluma llegó hasta masculinizarse en términos simbólicos; de hecho, para el psicoanálisis era un símbolo fálico: “Una metáfora omnipresente vinculó a la mujer con la blanca página de la naturaleza o de la virginidad en la que la verdadera pluma del hombre podía inscribir la gloria de su firma”, explica Kittler (186). También, según el crítico alemán, por un tiempo al género femenino se le relacionó con la labor artesanal de la producción de tejido, mientras al género opuesto se le relacionaba más bien con la labor intelectual de producción de textos. Mattoso pareciera así extremar y pervertir más lo que ya había logrado el trabajo industrial de la máquina: al reintroducir su uso la labor artesanal (femenina) termina de des-masculinizar más los resabios binarios que todavía podían quedar de la división de géneros. También extrema ese gesto homo-erótico que realizó el mismo Mario de Andrade, al enamorarse de su propia máquina de escribir que llamó “Manuela” en homenaje a su amigo, el poeta Manuel Bandeiras.

De esta manera la máquina no solo se hace presente en el uso peculiar que desarrolla sus textos visuales, trabajando el “medio espacio” de la misma, sino también en la simbología que busca enmarcar en su trabajo como un posicionamiento crítico frente a una tradición autoritaria que se vivía en Brasil. Una se da de forma directa y material, la otra de forma indirecta y acaso inconsciente o espectral. Con ello, el autor reproduce y extrema las posibilidades abiertas por Mario de Andrade que luego fueron seguidas por Cadenas, Ulises Carrión y tantos otros. El aparato deja así de ser un mero instrumento y pasa a convertirse en un artefacto cultural que sirve para pensar otros horizontes de la escritura, de la creación y de la literatura misma.

Nota 4

 

Hasta aquí llegamos entonces con un período de amplio dominio de la máquina en el que las apuestas creativas salían del texto mismo para romper las convenciones de una escritura mecanizada que era parte del sistema social y cultural de la época, a diferencia del tiempo de los vanguardistas donde era todavía un oficio mal visto, practicado por secretarias con salarios bajo y la mayoría de los casos maltratadas. Queda ver ahora lo que sucede a partir de los ochenta cuando cambian algunos actores importantes, producto del computador personal. Me detengo brevemente solo a comentar algunas líneas.

 

VI

Ya con la aparición del computador personal en las últimas décadas del siglo XX las relaciones entre la máquina de escribir y otras formas de literatura expandida van a cambiar por razones tan amplias que nos obligaría a extendernos más en esta reflexión. Basta sin embargo destacar someramente tres líneas para tener claros el nuevo escenario. Primero, dentro de ciertas regiones de la literatura, la máquina volverá a reaparecer algunas veces como fetiche fantasmático (Alejandra Costamagna El sistema del tacto o Nona Fernández en Chilean electric), otras veces como experimentación: pienso sobre todo en algunos textos de Mario Bellatin como Retrato de Mussollini en familia de 2016. Después veremos ya una consolidación de las formas de arte que se valen del medio, tal como vemos en trabajos de Rivane Neuenschwander, Felipe García y tantos otros. Por último, habrá una suerte de espectacularización del medio en formas de entretenimiento poco convencionales: por un lado, los Jammings poéticos iniciados por Adrián Haidukowski que, si bien han privilegiado el computador, no dejan de darse en ciertas ocasiones con máquinas de escribir; por otro lado, en concursos televisados como el creado por el publicista peruano Christopher Vásquez junto a su pareja Angie Silva llamado Lucha libro o el llamado Letring Catch y muchas otras modalidades de Slam de escritura en vivo. También hay prácticas que siguen el modelo de la “poetógrafa” en la iniciativa ideada por el catalán Jo Graell de la Expenduría poética donde los escritores, a pedido de los clientes, realizan en directo trabajos poéticos con el aparato, sin obviar el local Cal Robert en donde también los consumidores de alguna bebida ofrecen unas palabras para que alguna poeta las convierta en poesía y que será imitado en algunos lugares de América Latina. Cabe mencionar, desde una dimensión menos sensacionalista y más social, el trabajo de la artista brasileña Tatiana Schunk, quien sale a las calles de Sao Paulo a recopilar historias de la gente y tiene un performance en el que transcribe las historias personales de la gente común

Desde estos horizontes se desarrollarán otros usos y apropiaciones del medio con la escritura, acaso más solidificados, más especializados también. En cualquier caso, basta destacar las propuestas revisadas hasta ahora para dar cuenta de una apertura a otras formas de escritura literaria propiciadas por nuevos usos del medio. Hablamos así de una modalidad de lo inespecífico que sutura y corroe el espacio literario no solo desde las posibilidades de su lenguaje y escritura, sino desde sus propios soportes, cada vez más problematizados. Hablamos de una  escritura “fuera de sí, porque demuestra una literatura que parece proponerse para sí funciones extrínsecas al propio campo disciplinario”, tomando las palabras de Florencia Garramuño en Mundos en común: ensayos sobre la inespecificidad en el arte (45). Hablamos de un textualidad desterritorializada que rompe las conexiones del marco escritural, abriéndose a otras relaciones con sus formatos y medios. Las producciones se abren así a lo amorfo, a lo indefinido, contestando la noción de límite como contención, represión, delimitación, caracterización, acercándose no solo al arte, sino a otros lugares, espacios, formatos. La máquina permite otros usos de la escritura extravagantes a partir de los cuales se rebelan los escritores y artistas mencionados sobre las economías de la representación escrita, sobre sus usos estandarizados, cada vez más orgánicos. Es curioso que Marshall Mcluham –tan criticado por su visión determinista de la tecnología– valorara, al hablar del medio, estos usos potenciales desde la creación, destacando precisamente su performatividad. “El poeta, sentado ante su máquina de escribir al estilo del músico de jazz, tiene una experiencia de la escritura como actuación”, señala (269). Al disponer así de los recursos de la imprenta, el escritor logra tener una mayor libertad y por eso se vale de una especie de “megafonía utilizable en el acto” que le permite “gritar, susurrar o silbar y hacer divertidos guiños tipográficos” (269). El instrumento lo acerca así a la “coloquial libertad del mundo del jazz y del ragtime”, estableciendo una fuerte relación entre “la escritura, el discurso y la publicación” (270), algo que ya había previsto el poeta E.E. Cummings. Estas tentativas permiten avanzar en la lógica post-medial de lo inespecífico, al seguir la “promesa de la música electrónica, en cuanto comprime o unifica las diversas tareas de la composición y publicación poética” (272).

No se trata de simples caprichos de autores extraños. En sus exploraciones estaba una necesidad de redimir el instrumento, y la escritura misma, de ciertas prácticas convencionales que la vaciaban de sentido. Tomemos en cuenta que con la estandarización de la máquina ya desde inicios del siglo XX, se convierte también en un dispositivo que sirve para modelar, dirigir, encauzar, regular, sedimentar, unos usos del lenguaje, unos protocolos propios de la escritura profesional, siguiendo las lógicas de la burocracia moderna y del capitalismo industrial y financiero; no en balde el mismo Mcluhan destacaba cómo su uso logró fijar mejor las reglas de la ortografía y la gramática. También esta sedimentación sirvió para reproducir las convenciones en el uso de la página y de la tipografía de la linealidad alfabética, custodiando a su vez la especificidad de ciertas escrituras y con ello de ciertos saberes, sin obviar cómo se impuso también una economía corporal en la distribución de los cuerpos, de sus movimientos, que no solo determinaron el trabajo formal, sino el mismo trabajo intelectual.

En este periplo que se da en el siglo XX podemos ver dos posicionamientos, correspondiendo a dos momentos históricos distintos en el uso del medio. Si en el caso de las vanguardias la escritura se vale de la presencia de la máquina para romper los privilegios que todavía tenía la escritura letrada de la mano y sus jerarquías culturales, a partir de los treinta, cuando ya es común el uso de la máquina en todos los sectores de la población, los escritores proponen otros usos del aparato sobre la página, otras formas de interactuar con él que extreman las propuestas iniciales. Podríamos decir entonces que estas tentativas emancipan la máquina de la escritura formal, y de su auratización correspondiente. Con ello se rebelan los autores vistos hasta ahora, quienes, para seguir con una idea que introduje al comienzo de este escrito de Simón Rodríguez, reproducen secretamente su utopía de pintar las palabras.

Para terminar, quisiera volver a los años ochenta del siglo XX, cerca de la hegemonía del computador personal, y detenerme en el poema visual llamado precisamente “Poema” de la revista Zero à esquerda. El trabajo de Lenora de Barros fue escrito justo en el año 1980 en colaboración con la artista Fabiana de Barros, quien tomó las fotos, y publicado un año después. Como se puede evidenciar, es un claro ejemplo de la relación del instrumento con la palabra literaria, o con cierto mito relacionado con ella. Allí vemos seis fotogramas dispuestos verticalmente como en secuencia. Primero vemos una boca abierta femenina que muestra su lengua, luego aparece el órgano lamiendo el teclado de una máquina, posteriormente lo hace con las mismas teclas. Ya en la siguiente foto aparece la misma escena desde un ángulo más cercano y con gestos más violentos, y, al final, en las dos últimas, el instrumento pareciera absorber el órgano humano terminado al final de devorarlo.

"Poema", de la revista Zero à esquerda, 1981

«Poema», de la revista Zero à esquerda, 1981

El poema, según Renan Nuernberger, pareciera definir una poética del acto creador, una poética que se desarrolla precisamente en la era donde la máquina de escribir había monopolizado la escritura; la fecha de su publicación no es casual: ya a partir de los ochenta es cuando aparece el computador personal. El texto da cuenta así de cómo este proceso creativo empezó en la boca, lugar de la voz, para terminar siendo absorbido por el mismo aparato, lugar mecánico por excelencia. En ese sentido devela las complicadas relaciones que siempre han existido entre la lengua, como órgano natural que pronuncia la palabra en el aire, y su choque con la máquina, medio técnico representativo de la modernidad. La palabra hablada como región por cierto de gestación del verbo, de la creación, es decir, donde se perpetúa el dominio de lo oral, cercano según este imaginario al cuerpo, ahora tiene que pasar por un mecanismo intruso, automático, frío. La escenificación de la violencia de esa mediación tecnológica –de una batalla que se da entre la lengua y el instrumento, diría el crítico Omar Khouri (Leonora de Barros: uma produtora de linguagem, 43) –, se construye con la idea de una corporalidad engullida, tragada, absorbida, que pareciera así quitar el habla, robarla. Contacto que empieza, como sugiere el mismo Nuernberger, como escena erótica (la primera foto es de unos labios pintados que se abren al espectador en forma de beso) y termina entonces como violencia devoradora, como acto antropofágico, en este caso revertido: no es el cuerpo el que come, sino es el instrumento mismo, el cual ocupa por cierto la mirada del observador en la primera imagen. La boca abierta mostrando la lengua, adquiere entonces una significación doble: es tanto el ejercicio de dar un beso lascivo y abierto, como el acto de tragar algo concreto. Entrega y al mismo tiempo disolución: amor y alquimia del proceso creador.

Por último, y ya para cerrar, no vemos aquí un uso de la máquina desde la escritura, tal como presenciamos en Cadenas o Mattoso, sino una representación del medio mismo a nivel visual. La escritura alfabética, por otro lado, es llevada a su mínima expresión con la palabra del título que se ve junto con el recuadro final de forma pequeña, colateral. La utopía de una república donde se pudieran pintar las palabras, como ansiaba Simón Rodríguez, queda subsumida en la imagen fotográfica que a su vez se traga el origen, el arkhé, de lo que cierta tradición de la escritura considera las fuentes del idioma. Pero al final, y como sale en la última imagen, se da el poema, proceso de deglución y transformación de la palabra realizado por el famoso invento patentado por Scholes, cuna y engendro de la obra inespecífica.

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“Los hilos del telégrafo han obligado a las palmeras a doblar la cabeza”: desvíos y desplazamientos de la guerra de Canudos (Brasil, 1897) en la prensa internacional

 

Por: Juan Recchia Paez

Imagen: «The fanatics arousing the natives», (The Mexican Herald MX 23/04/1897).

Presentamos un adelanto de la tesis de maestría de Juan Recchia Paez, quien recientemente ha obtenido el título de Magister en Literaturas de América Latina de la UNSAM. El trabajo de Recchia tiene el mérito de aportar un enfoque original sobre un acontecimiento que la historiografía y la crítica han estudiado profusamente: la guerra de “Canudos”, el conflicto bélico que tuvo lugar entre 1896 y 1897 en Brasil. En ese sentido, Recchia utiliza diversos materiales de archivo: entre ellos, por ejemplo, fuentes telegráficas, que el autor lee en términos de reescrituras del conflicto, sujetas a operaciones complejas como préstamos, reformulaciones, asimilaciones y apropiaciones.


 

“O retrato desse homem que briga lá fora” (Machado de Assis 14/02/1897)

2 IMAGEN Machado de Assis 

Machado de Assis es la figura homenajeada el 5 de Noviembre de 1897 en la Revista
Moderna Nº9 – Especial Machado de Assis (BR-Paris). En esta se presenta un retrato de
Machado de Assis y luego una larga semblanza de su figura. Figura 2.

“Canudos” es el acontecimiento más estudiado en la historia brasileña (Davobe 2007). La pregnancia de este conflicto bélico-discursivo y su vínculo con otros casos mundiales se anuncia tempranamente en 1897, desde la voz de destacados intelectuales brasileños. El reconocido hombre de letras Olavo Bilac, en una de sus crónicas periódicas publicada en A Bruxa, enuncia “o que todo mundo diz” sobre el presunto líder espiritual y político del movimiento sublevado en Canudos, Antonio Conselheiro[i]. Allí afirma que el caso brasileño es único ya que “em qual quer outra parte do mundo, esse pessoal seria baleado, corrido a pedra e asabre, sem complicações, sumariamente.” (11/12/1896)

El 14 de febrero de 1897, Machado de Assis desde su columna “A Semana” también escribe sobre los alcances de la Guerra de Canudos[ii]. El escritor —ya consagrado por entonces y miembro fundador de la Academia Brasileira de Letras—, repone una escena callejera para reflexionar sobre los límites que han trascendido las noticias e historias de Canudos.

Conheci ontem o que é a celebridade. Estava comprando gazetas a um homem queas vende na calçada da Rua de São José, esquina do Largo da Carioca, quando vichegar uma mulher simples e dizer ao vendedor com voz descansada:

— Me dá uma folha que traz o retrato desse homem que briga lá fora.

— Quem?

— Me esqueceu o nome dele.

Leitor obtuso, se não percebeste que “esse homem que briga lá fora” é nadamenos que o nosso Antônio Conselheiro, crê-me que és ainda mais obtuso do que pareces. (14/02/1897)

Estos testimonios del campo intelectual evidencian una dislocación del conflicto de Canudos y lo sitúan dentro de otros órdenes que van más allá del sertón bahiano, “lá fora” en palabras de Machado. A comienzos de 1897, buena parte de la intelectualidad urbana alerta sobre los límites ultrapasados por las caatingas, los canudenses y Antonio Conselheiro. Manoel Benício (enviado especial del Jornal do Comercio) comenta que “Canudos” como acontecimiento discursivo se ubica “mais perto da rua do Ouvidor do que da cidade de S. Salvador” (Jornal do Comercio, RJ 4/4/1897).

Euclides Da Cunha es quien profundiza esta cuestión al señalar, en el capítulo “A rua do Ouvidor e as caatingas”, el doble movimiento entre centro y periferia que, en un sentido, llevaba adelante el avance de la república hacia el interior del continente y que, en sentido inverso, implicaba un movimiento reflejo desde el sertón hacia el exterior. En su célebre libro Os Sertões (1902), al narrar la cuarta campaña militar a Canudos, llama la atención sobre el hecho de que esta no comienza en el sertón nordestino, sino en el centro de Rio de Janeiro.

A rua do Ouvidor calia por um desvio das caatingas. A correría so sertão entrava arrebatadamente pela civilização adentro. E a guerra de Canudos era, por bem dizer, sintomática apenas. O mal era maior. Não se confinara num recanto da Bahia. Alastrara-se. Rompia nas capitais do litoral. (2001: 283)

El alcance que para 1897 adquiere la guerra está figurado en el centro mismo de la “civilización”, concluye muy tempranamente Euclides en su texto arduamente estudiado[iii]. A diferencia de la mujer que pide el diario en la crónica de Machado de Assis, Euclides tiene la virtud de poner al Conselheiro adentro (y no “lá fora”). Euclides visualiza esta exclusión en términos de denuncia al enunciar en el prólogo de su obra la noción de “crimen”[iv]. El texto euclidiano reescribe ciertos postulados del cientificismo positivista al poner en escena el hecho de cómo a Canudos (a sus espacios y sobre todo a sus habitantes) se lo termina excluyendo de la Nación, de la religión, de la ciudadanía, del Estado y de la humanidad misma. Más allá de las notas crípticas o de tonos alarmantes, tanto Machado como Euclides señalan la pervivencia, el grado de efectividad y fama que posee todo lo proveniente de Canudos en plena capital de la República.  Por su lado, Bilac anuncia, con una perspectiva más allá de los límites nacionales, lo que puede y debe ocurrir en otras partes del mundo con casos similares al brasileño.

Los tres letrados construyen relatos muy inteligentes en los que leemos estrategias enunciativas específicas: Bilac utiliza el tópico de la “advertencia” y generaliza con ello el peligro local para compararlo con un “primer” mundo idealizado; Machado ficcionaliza otro mundo “popular”; Euclides romantiza el malón arrebatador de los no civilizados. Los tres fragmentos son un síntoma de la desmesura, de aquello que ha desbordado las categorías del orden para llegar más allá de lo esperado y los tres necesitan construir, por medio de la escritura, una forma que los contenga. Ya sea como figuraciones, representaciones, colocaciones desiguales, estigmatizaciones, prejuicios, falsas versiones, la caatinga, los canudenses y Antonio Conselheiro son agentes que, en el breve lapso del año 1897, se replican en una red compleja de mediaciones y vastos procesos de reescrituras desde Canudos hacia múltiples direcciones por el mundo.

 

“Ritmemos o Atlântico com o Pacífico” (Machado de Assis, 22/06/1884)

3 IMAGEN cablegráfica C&SA-1882-Rate-Card

Mapa del sistema y cuadro tarifário de la Central & South American Telegraph Company
hacia 1882. Fuente: http://atlantic-cable.com/CableCos/CSA/index.htm
. Última consulta: 11/06/2019. Figura 3.

Berthold Zilly (2000),en su estudio sobre las rutas y vías de la distribución mundial y la circulación de las noticias provenientes de Canudos, expone una tesis sobre la centralidad de la ruta “atlántica”:

Las rutas de estas noticias fueron dos: llegadas del sertón a las redacciones de Salvador de Bahía, San Pablo y Rio de Janeiro. De ahí transmitidas para las agencias de noticias de Londres, de donde seguían para las redacciones de Berlín o París. Varias de ellas vía New York, otras vía Lisboa y otras vía Buenos Aires. (2000: 786)

Zilly solo visualiza los intercambios de noticias y telegramas por el Atlántico (Vía Madeira) entre ambos continentes. El uso del cable subterráneo de distribución de noticias por la vía pacífica pasa desapercibido para Zilly, así como también para varios otros autores que estudian el caso de Canudos en la prensa europea (Lidiane Santos de Lima, 2005; Antonio Araujo y Isabel Correa Da Silva, 2015). Sin embargo, existen telegramas fechados en EEUU o en México DF vía Buenos Aíres que nos permiten leer también intercambios ocurridos por otra ruta de circulación en el Pacífico, la Vía Galveston[v]. Los modos de circulación entre el cono sur latinoamericano y el norte (EEUU y Europa) se complejizan al visualizar ambas redes de intercambios. Por un lado, la ruta Buenos Aires-Montevideo-Brasil-Lisboa-Gran Bretaña se establece en la coalición de seis compañías, tal como expone, en febrero de 1897, una nota extensa publicada por La Prensa (BA):

La via Madeira está formada por varias empresas en combinación, que partiendo de Lima con el nombre de “West Coast of America Telagraph Company” cruzan desde Valparaíso a Buenos Aires, bajo el combre de “The Pacific and European Company”, y siguen de Buenos Aires, bajo el nombre de “Compañía del Rio de la Plata”; de Montevideo a Pernambuco y Pará bajo el nombre de “Western and Brazilian Telegraph Company”; de Pernambuco a Lisboa bajo el nombre de “Brazilian Submarine Telegraph Company”, y finalmente, de Lisboa al Reino Unido de la Gran Bretaña bajo el nombre de “Eastern Telegraph Company”. (sic) (La Prensa, BA 4/02/1897:5)

Hacia el Pacífico, se detalla la via Galveston: “Buenos Aires- Rosario – Villa María – Villa Mercedes –Mendoza – Santiago de Chile – Valparaíso – Iquique – Callao – Guayaquil – Panamá – San Juan del Sud (América Central) – Salina Cruz (México) – Coatzacoalcos (id) – Veracruza (id) – Galveston (sur de EEUU)” (sic) (La Prensa, BA 4/02/1897:5). La centralidad de Buenos Aires es determinante en tanto extremo sur y punto de unión entre ambos circuitos. Como podemos observar en otras tres noticias publicadas en una misma página en El Correo Español (MX, 31/07/1897) las noticias no solo circulan por ambas vías sino que lo hacen en doble dirección. La importancia de la primera oración que nos determina el “origen espaciotemporal” de la noticia determina movimientos de idas y vueltas entre el continente europeo y el americano[vi]. Encontramos muy bien cartografiado este escenario complejo en el análisis de las vías de circulación que realiza Lila Caimari (2015). Explica la autora:

La Central and South American Company (…) prolonga hasta Callao (Perú) el tendido que en 1881 conectó Galveston (Texas) con Veracruz, uniendo las costas de los dos océanos por tierra (…) Allí empalmaba con una línea del grupo Pender, que llegaba hasta Valparaíso. En 1882 había, entonces, una conexión en el Pacífico completa entre el norte y el sur del continente. (2015:108) (Fig.3)

Esta red compleja de noticias establece dislocaciones espacio-temporales que acontecen de forma simultánea y que ponen en jaque la noción de escritura de información en tanto lenguaje comunicativo y transparente. Se establece, entonces, un nuevo circuito de mediaciones.

Los telegramas como réplicas

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La voz de México (30/03/1897). Figura 4.

En este panorama, tan difícil de limitar y clasificar, propongo trabajar con las fuentes telegráficas en tanto textos producidos principalmente como reescrituras (Bajtín 2003) y traducciones (Santiago 2000). El conflicto, en términos discursivos, no se expande como una mera copia o importación de ideas sino, sobre todo, a partir de operaciones complejas, tales como préstamos, reformulaciones, asimilaciones y apropiaciones.

Los telegramas, en tanto formas condensadas, se alejan de ser una mera “reproducción” de una noticia original ya que en ellos juega un rol clave mediaciones tales como la locación, la temporalidad y nuevos agentes mediadores en la red global. Un caso ejemplar, para marzo de 1897, es una publicación de The Sun (NY 14/03/1897) en la que se critica abiertamente las “políticas editoriales” de la prensa oficial brasileña. Se trata de un diario de opinión que hace uso de las noticias telegráficas y las interpreta: no se limita a reproducir los telegramas recibidos sino que reescribe las noticias y les da mayor grosor y tenor. La noticia realiza un claro posicionamiento y critica a las versiones oficiales que abogan por libertad y vida para Brasil frente a este contexto tan funesto. Esta nota es paradigmática ya que configura una identidad propia colectiva (condensada en la primera persona del plural) en tanto enunciación de la noticia extranjera; el “nosotros” del periódico desea lo mejor para que la situación se resuelva: “We trust most sincerely that the clouds will roll by. Life and liberty for Brazil!” (The Sun, NY 06/08/1897: 6).

Los modos de reescritura varían de publicación en publicación. Son varias las operaciones discursivas por medio de las cuales se reescriben las noticias. La citación en discurso directo es utilizada como recurso por el New-York tribune, un diario que se limita a reproducir telegramas breves tal como el titulado: “Heavy fighting in Brazil. Government troops repulsed by the fanatics, with serious loss.” (NY 05/07/1897: 1). En este caso se narra sintéticamente la derrota sufrida tras la sorpresa recibida en un intento de ataque para tomar la ciudad a partir del relevo de una nota de “the correspondent of The Times at Rio Janeiro” haciendo uso del discurso directo entrecomillado.

Para mayo de 1897, en los intercambios de ida y vuelta entre Europa y América, La voz de México (MX 30/03/1897) le contesta al periódico El Mundo (MD) por su interpretación de la guerra de Cuba en vínculo con la independencia mexicana. Es una nota extensa que lleva por título “La revolución en el Brasil. El profeta Conselheiro.”, que comenta la segunda expedición militar y utiliza varias fuentes escritas (“dicen los periódicos” y “Otros informes dicen”). En su cuerpo se reproducen textual fragmentos entrecomillados de la misma nota “El profeta Conselheiro” del Diario oficial de avisos de Madrid (MD 27/2/1897). Sin embargo, se le intercalan textos de autoría propia: “Como nuestros lectores ven, la historia de este profeta Conselheiro, es el resumen, la condensación y reproducción exactísima de la historia del liberalismo.” (27/2/1897: 2) Y desde allí se realiza una apropiación (Chartier 1994) que actualiza en la coyuntura mexicana el conflicto.

Las operaciones de reescritura se multiplican en todas las fuentes. La Patria (MX 01/08/1897), El Diario del Hogar (MX 01/08/1897), El Correo Español (MX 31/07/1897) y El Popular (MX 01/08/1897) publican el mismo telegrama fechado en Nueva York, 30/07/1897 y ejemplifican un procedimiento ya no de reproducción sino de lo que conceptualizaré como réplica. En el periódico Patria (NY) hay varias notas que se titulan “Réplica oportuna”, o sea que no solo se usa el término “réplica” para hablar de los modos de intercambios sino que buena parte de las polémicas se fundan en esa reutilización de las palabras de los otros. La cita (en sentido amplio) posibilita el marco de enunciación para la reescritura o traducción de las palabras ajenas en propias. Procesos de apropiación y disidencia se dan juntos, siempre a partir de lo que el otro dejó escrito. Se trata de una característica propia de este tipo de textualidades ya que se reescribe frente a una “evidencia”. Al decir de Homi Bhabha, la réplica no es reproducción en tanto “la diferencia del saber cultural, que “agrega” pero no “suma”, es enemiga de la generalización implícita del saber o de la homogeneización implícita de la experiencia” (2002: 414). Veamos cómo se despliega esta traducción, en tanto diferencia del saber, en torno al espacio canudense.

 

La Nación interpretada, la Nación traducida

5a IMAGEN (intelectuales en jardin de San Pablo) 5b IMAGEN (intelectuales en jardin de San Pablo)

Revue du Brèsil, tapa del 1 de Junio de 1897 titulada “Alemanes reunidos en el Jardin
público de San Pablo”. Figuras 5a y 5b.

Alrededor de 1870, sobre el comienzo de la Primera República brasileña, se consolida una generación de “hombres de ciencia”, científicos y especialistas, quienes asumen la responsabilidad de interpretar al Brasil, de definir su compleja identidad y de proyectar su futuro en el concierto de las naciones civilizadas y progresistas (Schwarcz 1993, Souza Neves y Rolim Capelato 2008). Abierta a las ideas nuevas venidas desde todos los puntos del horizonte, esta generación ya no se presenta como “letrada” de saber enciclopédico que inventa al Brasil en un plan imaginario que data de principios de la conquista portuguesa. La búsqueda “moderna” de los “hombres de ciencia” se estructura como una nueva manera de comprender y articular las ideas globales con las especificidades propias del territorio local.

En los primeros años de la república se puede leer un desplazamiento del concepto de invención, propio de un romanticismo que, con Don Pedro II, se propuso articular una cultura nacional alrededor de la figura del indio y del paraíso, al concepto de interpretación que, con pretensiones cientificistas, llevaron a cabo los intelectuales positivistas[vii]. El conocimiento de “lo propio” en un marco “universal”, es decir, la pregunta sobre cómo se aplican las lecturas universales frente a la realidad local, se establece como determinante para la configuración de lo republicano en los discursos de esta elite intelectual. Este pasaje (ideológico, metodológico, pragmático) se concretó bajo una operación, que llamaré “traducción de doble sentido”, mediante la cual se buscó efectivizar un vínculo entre los modelos universales y los datos locales[viii].

Por un lado, hacia el exterior, dentro de la red de intercambios, se presentan los casos que vengo señalando de las “revistas ilustradas” tales como la revista Revue du Bresil (Fig. 5a)[ix]. En las páginas de la Revue la elite brasileña entabla un diálogo entre pares y estrecha manos con intelectuales europeos que, en el marco de modernización y de configuración de un mercado económico mundial estaban muy atentos a las novedades del Brasil (Halperín 1962). Entre estas, por ejemplo, las figuras de viajeros extranjeros por el territorio brasileño están sumamente presentes como modelo para esta intelectualidad letrada (Süssekind 1990). Basta observar la tapa del 1 de junio de 1897 titulada “Alemands reunís au jardín public de Saint-Paul (Fig.5b). La imagen es una instantánea de este mundo de intercambios y expone los vínculos entre intelectuales extranjeros y locales en el espacio nuevo y prometedor de la joven república.[x] Allí se ven diferentes presentaciones de la elite en un “banquete tropical” que nos ubica en los comienzos del poderío del café y de San Pablo como centro de poder económico e intelectual. El fondo de cañaverales inaugura una nueva colocación de la caña por fuera de la explotación azucarera y el ambiente sumamente distendido, donde atrás hay artistas que juegan con un cuadro también hecho de cañas, genera la sensación de informalidad, comodidad y libertad en la sobremesa (donde seguro no faltó un buen café local). La nota que acompaña la foto, titulada “La Jeunesse Brésilienne et l´idee démocratique” despliega una fuerte visión a futuro de las promesas utópicas e idealistas de la elite intelectual que está a cargo de esta naciente república. La nota formula:

La jeunesse, l´elite intellectuelle du Brésil, celle qui enviasage la république non comme un simple souvenir classique, mais comme une realité destinée à féconder l´avenir bien plus qu´a auréoler le passé, a proclamé, en même temps que son admiration pour Homère, Eschyle et Demosthènes, sa foi profonde en le progres et la libertè. (1/07/1897: 229)

En esta instantánea intelectual, hay un claro objetivo legalista y liberal desde donde se reivindican causas “justas, populares y republicanas” que, desde Cuba hasta Grecia, tienen ecos en Brasil. Ya en 1897, podemos entonces leer esta imagen como un puente entre las formulaciones decimonónicas del romanticismo nacionalista y la modernización literaria que se efectivizará hacia 1922, justamente en San Pablo.

Ahora bien, retomando esa “traducción de doble sentido”, hacia el interior de la joven nación, la mirada de la elite ha buscado definir una nueva territorialidad que necesitó expandirse por distintas regiones del Brasil hasta entonces no sustentables de estudio (Souza Neves y Rolim Capelato 2008: 105). Es el momento, por ejemplo, de las discusiones parlamentarias sobre los límites fronterizos con Bolivia, Guayana francesa y Perú. La Prensa (BA), entre febrero y noviembre de 1897, narra detalladamente las negociaciones del enviado Ruy Barbosa como representante brasileño a Francia en el pleito por el territorio Amapá[xi]. En el caso limítrofe con Perú, participará como enviado estatal al Amazonas en 1898, Euclides Da Cunha quien, unos años antes había manifestado que “se as nações estrangeiras mandam cientistas ao Brasil, que absurdo haverá no encarregar-se de idêntico objetivo um brasileiro?” (1938: 127)

Euclides Da Cunha es considerado el “gran intérprete” (Freyre 1995, Sevcenko 1983) del Brasil de esta primera etapa republicana[xii]. En el apartado “La tierra” de Os Sertões (1902) se puede ver el nivel de incidencia de la problemática territorial. La crítica histórica señala líneas de tradición historiográfica que vinculan a Euclides con Hippolyte Taine en Inglaterra y Silvio Romero en Brasil, sobre todo al analizar la estructura de su libro y ese rol central que adquiere la descripción del medio, ambiente físico y geográfico del sertón. Luciana Murari (2007) lee en Os Sertões reescrituras de las teorías de la historia de Henry Tomas Buckle para quien la geografía física se constituye como un conjunto de elementos determinantes de la formación de las nacionalidades[xiii] y de la geografía moderna de Karl Ritter sobre la que se concibe “la tierra como teatro de la historia” (2007: 66)[xiv]. En términos generales, la noción naturalista de la historia (cuyo desarrollo en América proviene del siglo XVII y XVIII) es un pilar conceptual sobre el que descansa la Nación como “proyecto cultural” y se vuelve inseparable de nociones claves del pensamiento en el siglo XIX, las de territorio, raza y progreso. Margarita Serje, al estudiar el caso latinoamericano de formación del estado nacional colombiano, alerta sobre esta relación:

El paradigma del Orden de la Nación –su ubicación en el marco de la historia y la geografía universales- se basa en la oposición naturaleza-cultura que constituye la piedra angular de la epistemología del conocimiento moderno. (Serje 2005: 20)[xv]

Para el caso brasileño, sabido es que fue la corriente positivista quien, en sus diversas variables, postuló estas teorías sobre el vínculo naturaleza-cultura para discernir el modelo de lo nacional[xvi]. Al decir de Lila Schwarcz: “Civilização e progresso, termos privilegiados da época, eram entendidos não enquanto conceitos específicos de uma determinada sociedade, mas como modelos universais” (1993: 57).

Bajo este marco conceptual “interpretar” es también una necesidad de actualizar el modelo naturalista para su aplicación “verdadera” y “efectiva” en el territorio del sertón. Para esto es necesario que las aplicaciones locales partan de un análisis empírico, de un minucioso trabajo con las condiciones concretas del ambiente físico y geográfico. Este trabajo es el que busca realizar Euclides Da Cunha, cuando, enviado por el periódico paulista O Estado de São Paulo, viaja como corresponsal hacia Canudos[xvii]. Más allá de sus colaboraciones tempranas en los periódicos[xviii], durante su estancia en el sertón, Euclides lleva el día a día en sus escritos de la Caderneta de campo (2009)[xix], donde, bajo el subtítulo “A Natureza” realizaba diversos esbozos de estudios de botánica (Fig. 6).[xx]

6 IMAGEN PRESENTACION Canudos en la Caderneta-Euclides

Caderneta de campo de Euclides Da Cunha. Notas sobre la temperatura acompañan las
descripciones de la naturaleza, dibujos trazados a mano del arraial y un registro minucioso de
los nombres de las plantas (herbario). Figura 6.

Esta necesidad del registro de las condiciones naturales (climáticas, morfológicas, biológicas, entre otras) es el punto de partida para la construcción de un conocimiento sólido, racional y científico. Los procesos de mímesis presentes en Euclides y estudiados por Leopoldo Bernucci (1995) o el valor de la copia en Euclides, trabajada por Rómulo Monte Alto (2005), ponen en escena esta “obsesión” muy propia del siglo XIX. La construcción del indicio de lo real como un dato es uno de los procesos de simbolización más importantes en este período de modernización[xxi]. El valor del dato está basado en un deseo o necesidad de referencialidad y, a la vez, estipula un modo del conocimiento que busca legitimidad social para establecer lugares de enunciación y relaciones de poder. La modernización se constituye como una forma de mediación, una configuración simbólica que desea (y necesita) siempre ese referente concreto (más allá de si la relación es verdadera o no). En este marco el trabajo pseudoetnográfico o “sociológico”, al decir de Cándido (2012), de escribir, señalar y apuntar la memoria de la “diferencia” o “particularidad” es el modo de apropiarse de la misma para circunscribirla, en un nuevo parámetro que se pretende republicano y a la vez universal. Estamos frente al nacimiento de las modernas ciencias sociales[xxii]. A este respecto Lila Schwarcz, retomando a Foucault, señala que en el origen de estas teorías sociales aparece un factor “democratizante” o “republicano” en los que se comienza a indagar sobre el espacio geográfico como un espacio concerniente a la res pública (cosa pública) entendida en términos universales:

É apenas no século XIX, com as teorias das raças, que a apreensão das “diferenças” transforma-se em projeto teórico de pretensão universal e globalizante. (Schwarcz 1993: 65).

En este proceso de “aprensión” o “traducción de la diferencia” el discurso republicano, en tanto mediador, necesita apropiarse de aquello particular para ejercer un acto de incorporación en una narrativa oficial reconocida. En palabras de Rómulo Monte Alto:

Descrever o sertão e o deserto era inseri-los num discurso de outra amplitude, era colocá-los para dentro do discurso oficial da nacionalidade. Um gesto que na modernidade exige um sujeito centrado, uma perspectiva totalizante e um discurso científico. (2005: 147)[xxiii]

Ese discurso nacional es, por tanto, un discurso localizado globalmente y globalizado localmente (Latour, 2008)[xxiv]. Brasil se constituye en el siglo XIX (y hasta hoy en día) no solo como un importador, sino más bien como un actualizador de este tipo de teorías en el mundo.[xxv] Las representaciones del espacio están aquí signadas, entonces, en términos de “lógicas de utilización de modelos en contextos” (Murari 2007: 22), lo cual permite al presente análisis salirse de categorías “verdaderas” y aproximarnos a conceptos funcionales de fracasos y eficiencias. Tal como señala Luciana Murari en su estudio sobre las reescrituras del determinismo europeo en Brasil: “O diálogo desses autores com a matriz determinista demostra que muito também pode ser lido a partir das incoerências, omissões e ajustes do processo de aplicação da teoria à realidade.” (2007: 90)

 

La Nación retratada, donde “los hilos del telégrafo han obligado a las palmeras a doblar la cabeza”

7 Revista-Moderna-ano-1-num-7,-p38-038

Anuncio “Almanakmoderno” en Revista Moderna, Año 1, Num7, 05/10/1897. Figura 7.

En varias publicaciones periódicas internacionales aparecen, también, usos de la descripción pictórico-realista. Se trata de un grupo de telegramas, crónicas y notas periodísticas a las que denominaré versiones tropicales del espacio.[xxvi] Si bien a primera vista podemos pensar que el espacio del sertón sería incompatible con el del trópico, las “visões do paraíso” (Holanda 2000) y toda la tradición paradisíaca de la exuberancia, veremos que en las publicaciones periodísticas se conjuga una paradoja interesante que quiebra dicha incompatibilidad y propone una asimilación espacial inesperada.

Un caso que trabaja desde esta perspectiva la locación del sertón son las publicaciones de The Sun (NY 14/03/1897), no solo por ser uno de los primeros artículos publicados al respecto sino por el tratamiento que propone del espacio nordestino. Por primera vez, en una nota, se aclaran posiciones geográficas sobre el estado de Bahía, “an important and populous province in the northeasten part of the vast country” (7). Este artículo contextualiza muy bien el conflicto social en el que aparece el caso Canudos. Además lo historiza, retrotrayéndose a noviembre de 1896. En esta historia, el régimen republicano en su juventud, no ha logrado la “consolidación”: “the republic has never been firmly established at any time since it came into existence seven years ago, and there have often been rumors of conspiracies” (7). El mismo periódico The Sun días más tarde, el 12/07/1897, recompone con una retórica realista la “saga de Canudos”. Se detiene a describir la geografía afinando la descripción espacial de las “Sierras of Bahía” en las cuales imprime buena parte de las formulaciones sobre la riqueza agrícola y económica del Brasil y asocia la figura del sertanejo con la del indígena.

The State of Bahia, in the Sierras ofwhich Canudos is situated, has many of theaboriginal people of Brazil among its inhabitants,and some of them fell under thespell of the commander of the fanatics,The State is enriched by its crops of sugar,coffee, rice, cotton, and tobacco. It has apopulation of nearly two millions. (6)

The Sun asocia el espacio nordestino con elementos claves de la economía productiva. Por su parte, el New-York tribune (NY 07/08/1897) describe minuciosamente el entorno físico cuando narra la batalla de Cocorobo.

Cocorobo is a dry and barren field, about onethousand feet long and fifteenhundred feet wide. The limits of which are two high rocks, between them lying the only road to Canudos, where the fanatics concentrated their force. On the top ofthese rock the revolutionist had erected walls, from behind which they Could easily inspect the road.(2)

En tanto La Nación (BA 06/07/1897) en “Por qué no fue atacado Canudos”, menciona detalles sobre la creciente del rio Vassa Baris (sic), que franquea Canudos. Por medio de la descripción de estos dos casos se presentan las dificultades del día a día en batalla: es la excusa de inacción republicana y, a la vez, comunica una imagen certera y, aparentemente fiel, sobre la situación. En la descripción espacial, se cruzan, entonces, interés económico e interés militar en tanto objetivos geopolíticos [xxvii].

Este tipo de uso de la descripción realista se expande, también, en publicaciones internacionales que comentan y describen los espacios urbanos brasileños. La Nación (BA 29/06/1897), por ejemplo, publica una nota de autor, firmada por “Noé”, titulada “Cartas fluminenses. Entrada en la bahía famosa. Paisajes de ensueño. Petrópolis. Recuerdos imperiales. El refugio veraniego”[xxviii]. Se trata de una descripción de la naturaleza pero en un contexto urbano, en plena ciudad de Rio de Janeiro, donde los elementos naturales tienen otro valor. La nota expone:

¡Ay! Los lirios fueron desterrados por los que quieren que las calzadas sean calzadas y no jardines, y los hilos del telégrafo han obligado a las palmeras a doblar la cabeza, y los focos de luz eléctrica han hecho a las luciérnagas una competencia desastrosa y el palacio de cristal ha perdido grandes árboles y hoy tiene lánguidos parques ingleses, en torno de los cuales, pasan rápidos como relámpagos, los feos avechuchos de las bicicletas. (3, subrayado mío)

Estos paisajes artificiales, en tanto imágenes realistas de Rio de Janeiro, actualizan toda una tradición pictórica del SXVIII que se intensificó en términos de tránsito y circulación con el denominado costumbrismo hacia el siglo XIX. Celeste Zenha y Anne Marie Thiesse señalan este proceso simbólico:

uma diversidade de artefatos simbólicos passou a integrar, mesmo que muito transitoriamente, o imaginário tanto da população que habitava o jovem país quanto dos estrangeiros que partilhavam um universo simbólico significativo de inúmeras nacionalidades algumas mais, outras menos consolidadas. A difusão de produtos impressos em grande profusão e cobrindo longas distancias tornava possível compartilhar, a nível mundial, essa profusão de nacionalidades que eram forjadas num processo que a um só tempo distinguia e criava nações. (2004: 355)

A finales del siglo XIX, la capacidad de representación está entonces en el centro de las disputas entre diversas producciones de consumo privado y, también, de consumo masivo. Es amplio el uso de imágenes costumbristas que se expanden por el mundo para señalar “lugares icónicos” que representan lo nacional. Majluf (2006) señala claramente el grado incesante de “repetición y reproducción” (16) que adquieren este tipo de imágenes en tanto se establecen como caracteres típicos de lo nacional[xxix]. La autora señala un momento histórico determinante con la aparición de este tipo de imágenes en el cual podemos leer esta tensión que venimos sosteniendo entre el conocimiento científico-positivista y la imaginería popular.

Costumbrismo emerges precisely at the moment when description ceases to be the province of the botanist or the scientist, when it abandons the confines of intelectual circles and is appropiated by the market for popular imagery. (2006: 23)

Estas imágenes actúan aquí de la misma manera en que lo hacen los telegramas de noticias, por medio de la repetición y de la réplica, y son arduamente solicitadas por las propias revistas a sus lectores y lectoras. En la Revista Moderna (PA 05/10/1897) se anuncia la publicación de un “Almanaque moderno” y, para ello, entre sus publicidades aparece un pedido de “documentos illustrados nítidos dos lugares mais pittorescos e dos mais bellos monumentos e residências particulares d´esses dous paizes (Portugal e Brazil), compromettendo-se a fazer em tempo a reprodução dos mesmos” (Fig. 7).

En la señalización de estos lugares, el periódico porteño La Nación (BA 19/07/1897) en la mencionada sección “Cartas Fluminenses” se detiene en una nota extensa titulada “Rio de Janeiro es la rua do Ouvidor” y resalta el valor “único en el mundo” de esta calle metropolitana[xxx]. Por la Rua do Ouvidor “desfila durante el día, la mitad de la población de Río” y en él se comercializan estas imágenes del mundo “en las vidrierías de los joyeros resplandecen maravillosos brillantes, con profusión deslumbradora, y grandes pizarras anuncian en las puertas de las librerías, y de almacenes de música, las novedades musicales y literarias del mundo entero” (3)[xxxi]. Rio de Janeiro, en tanto paradigma de imagen construida a partir de la “estética de lo pintoresco” (Thiesse 1999), reproduce esa pregnancia de la “floresta tropical” que, desde el siglo XVIII se asociaba con lo brasileño[xxxii]. La nota de La Nación continúa de la siguiente manera:

Rio de Janeiro serpentea entre el océano y las sierras. Las aguas de la bahía forman numerosas ensenadas sobre las cuales avanzan muelles y muros de los malecones. Las sierras trazan figuras colosales y fantásticas. Gonzales Diaz (sic) ha cantado al Gigante de piedra (…) Pero nada tan digno de admiración como la fecundidad de su suelo, que permite la existencia, en plena ciudad, de verdaderos bosques y alamedas frondosas, con árboles gigantescos y maravillosos jardines. (…) Y las palmeras se han multiplicado y son numerosas como las arenas del mar y como las estrellas del cielo, y comparten con los amarillos y frondosos bambúes, la gloria de formar bosques deliciosos, resguardos de los rayos fulminantes del terrible sol del Brasil. (3)

En esta descripción parecieran convivir de modo muy armónico naturaleza y cultura para figurar una imagen plena de Rio de Janeiro en la cual, al decir de Celeste Zenha, “é possivel relacionar a cultura científica e a produçao de imagens de paisagens que passaram a ser vistas como típicamente nacionais” (2004: 361)[xxxiii]. Estas imágenes que buscan la afirmación, en el escenario mundial, de un Brasil republicano, independiente y civilizado, conjunto con esta concepción armoniosa de lo urbano en tanto ícono nacional, entra en crisis hacia el final de la nota de La Nación, con la aparición de Canudos, no casualmente, en una calle central de la ciudad.

Y en esta célebre calle, cuya fama ha traspasado los límites de la república, perdió oficialmente su nombre colonial. En un arranque de entusiasmo, la municipalidad lo ha reemplazado con el de Moreira César, el soldado de la república que rindió la vida al frente de sus tropas, combatiendo á los fanáticos de Antonio Conselheiro. (…) ¡Singular personaje este Antonio Conselheiro; -especie de Mahdí, perdido en el sertão de Bahia, teniendo en jaque, desde los muros de su gran aldea, al ejército de la federación!

Oficialmente la calle do Ouvidor es hoy la rua Moreira César; pero ¿consagrará el pueblo el bautismo municipal? (3)

El avance modernizador que deja atrás el “nombre colonial” de la más famosa de las calles fluminenses es para 1897, en verdad, un centro de disputas materiales y simbólicas, una imagen no cerrada ni única en la cual incide de manera determinante el espacio de Canudos, su fama popular y sus masivas reproducciones no oficiales. Tal es así que los espacios marginales de Rio de Janeiro, denominados hasta hoy en día como “favelas” adquirieron su nominación en el contexto de la guerra de Canudos. Al terminar la guerra, el Estado pagó con las tierras fiscales menos rentables (las localizadas en los morros de la ciudad) a los soldados que habían combatido en la disputa. El morro de Canudos, “Favela”, es el origen de la palabra que designa este conflicto (todavía hoy latente) en los límites de la ciudadanía republicana (Garramuño 2012). Y, en este sentido, Canudos en tanto conflicto bélico (territorial y discursivo), lejos está de ser marginal o regional; sino, más bien, es un caso central en los procesos de conformación y colocación de la República brasileña en el orden mundial moderno.

Líneas de fuga y malas traducciones: Canudos diferido y el sertón que se expande

8 IMAGEN The Mexican Herald, 23-04-1897 (con ilustración, muy buena)-001 (1)

“The fanatic arousing the natives” (The Mexican Herald MX 23/04/1897)

En esta disputa por la traducción que vengo señalando, no podemos reducir únicamente las versiones impresas del espacio geográfico del sertón a discursividades cuyas aspiraciones de construcción de la república anclaban en un lema modernizador y en el precepto civilizatorio[xxxiv].  En clara disonancia con estas, en los múltiples escritos en los que el acontecimiento de Canudos se hace presente, el medio físico del sertón adquiere otros significados: Canudos, en tanto espacialidad representada en las publicaciones internacionales, se vuelve o totalmente desconocido, o totalmente irrelevante o significativamente menor. La configuración del sertón, en el corpus periodístico estudiado, va sufriendo alteraciones y deformaciones que parecieran ir a contrapelo de la preocupación por establecer una cartografía territorial mimética, referencial y realista del espacio canudense. Tal es así que Canudos, en los telegramas internacionales, no se configura como un espacio homogéneo ni armónico. Son varias las deformaciones y recolocaciones que sufre.

Un conjunto importante de noticias (replicadas en varias latitudes, pero sobre todo en España y EEUU) expande el avance de los “fanáticos”[xxxv] más allá del territorio del sertón hacia los centros urbanos del Brasil. El Diario oficial de avisos de Madrid (MD 13/03/1897) publica una aparente derrota de los “fanáticos” en pleno Río de Janeiro[xxxvi]; en El Correo militar (MD 26/02/1897) se desconoce la ubicación de Canudos y se menciona que los fanáticos están próximos a la ciudad de Bahía (Salvador); en The islander (WH02/09/1897) se habla de un avance de los fanáticos hacia San Pablo y hacia “Haran”(sic); también en The Seattle post-intelligencer (WH 24/08/1897) los fanáticos han invadido otros estados como Sao Paulo y “Harran” (“Paraná” o “Amapá” en The evening times, WH 07/06/1897).

Estas expansiones y desplazamientos son el resultado de un gran desconocimiento en términos geopolíticos de todos aquellos elementos del medio físico local. La publicación de estos casos en la prensa periódica dista mucho del interés primordial con que las discursividades metropolitanas brasileñas detallaban para controlar sus territorios. Estamos, ahora, frente a modos muy disímiles de dibujar un mapa sobre Canudos donde la división centro/periferia pareciera no funcionar operativamente en estos textos. Para la retórica de la prensa internacional, poco importa la especificidad y la relación concreta con un referente (la construcción del “dato” como formulé anteriormente); una gran abundancia de errores en los nombres propios de las ciudades nos demuestran ello[xxxvii].

La mala aplicación de la imagen tropical se da por ejemplo no solo en referencias a las regiones estatales o a las metrópolis, este desconocimiento se lee también en términos morfológicos, topográficos, biogeográficos y geológicos. La distancia aquí con las formulaciones de Euclides Da Cunha y los objetivos republicanos es inmensa. El Universal (MX 17/02/1897), por ejemplo, coloca al “mesías brasileño” atrincherado en las “las gargantas de las montañas” (7) de toda la parte del país que confina con el desierto. El Imparcial (MD 22/08/1897) desconoce el nombre de la región y se la nombra como “Canados”. El Correo español (MD 09/02/1897) y El Correo militar (MD 26/02/1897) mencionan que los fanáticos poseen barcos “con ayuda de los cuales pueden circular libremente por los ríos de aquella república” (2). Esta nota tiene mucha repercusión en la prensa francesa, sobre todo en París. A tal punto que obliga a la Revue du Brésil a replicarla para citarla y contradecirla. La nota titulada “Impudence” cita dichos telegramas y aclara que:

La bande de brigads commandée por le malfaiteur bahien Antonio Conselheiro n´a, en realité aucune importance et il est stupéfiant que le New York Herald veuille leur donner le caractère d´insurgés politiques. (15/02/1897: 127)

Dicho intercambio se da días antes de la derrota, el 2 de marzo, de la tercera campaña militar comandada por Moreira César que desencadenará la cuarta expedición militar y será el motivo de mayor difusión en la prensa internacional. Canudos es una irrupción que desborda la mesura de las publicaciones republicanas que pretenden vender la mejor imagen del Ordem e Progresso del Brasil.

Esta mala aplicación de lo tropical también puede leerse en las apreciaciones sobre la guerra del Dr. Emilio Castelar. Quien fuera presidente de España, en una publicación, en Ilustración Artística (MD 27/09/1897), afirma que “y no recordemos nada del Estado erigido en otro Estado por el profeta Conselheiro, resuelto á restaurar la monarquía entre los inextricables bosques brasileños del Amazonas” (626). Esta referencia también aparece en La Nación (BA 18/07/1897) con la mención: “Han incendiado los bosques donde se emboscaban los fanáticos.” (4) La tradición del bosque como hábitat de lo salvaje es señalada por el clásico estudio de Roger Bartra (1992). El topos del bosque aquí extremadamente desplazado hacia el mundo de los fanáticos evidencia lo que el autor sintetiza de la siguiente manera: “Paradójicamente, la naturaleza era un espacio simbólico y artificial que permitía elaborar modelos de comportamiento a partir de las peculiaridades de un orden natural que – al mismo tiempo- atraía, aterraba y alentaba a los humanos.” (1992: 90) En otra representación pictórica publicada en The Mexican Herald (MX 23/04/1897) bajo el título “The fanatic arousing the natives” vemos este desvío retratado pictóricamente (Fig. 8). Hacia el fondo de la imagen, bien por detrás de la escena, se ve un espacio vegetal de palmeras, bananeros y otras plantas de hojas grandes que parecen reproducir un ambiente más tropical y selvático que desértico. El imaginario tropical se desvía nuevamente por un camino impensado y encuentra fertilidad en pleno sertón.

Como vemos, en buena parte del corpus internacional la relación de interés operativo sobre Canudos es más distante y difiere de propósitos nacionalistas. Ya sea mala aplicación por desinterés, falta de compromiso o inaccesibilidad, la relación entre naturaleza y cultura en las réplicas de los telegramas es otra. Estos malentendidos o errores demuestran que, por ejemplo, los lectores de Washington, hacia finales del siglo XIX, están leyendo sobre un conflicto armado en un espacio que se figuran solo por nombres, muchas veces mal escritos, y cuya referencia está dada por tradiciones textuales. La ignorancia en términos geográficos sobre el territorio sudamericano es grande y la proliferación de textualidades es, entonces, la evidencia empírica del impacto que adquiere para 1897 la amenaza de Canudos en el marco de inserción de la República brasileña naciente en el orden mundial[xxxviii]. A la vez, estos textos, en sus múltiples movimientos, se constituyen como la forma escrita de la incidencia de lo discursivo en los acontecimientos bélicos. Expansión y disputa son caras de un mismo proceso que incluye, históricamente, operaciones exitosas, pero también muchos fracasos, desvíos, desplazamientos y, sobre todo, malentendidos.

 

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[i] Las crónicas de Olavo Bilac en las que se hace referencia a Canudos son “Antonio Conselheiro” en A Bruxa, 11/12/1896, con el pseudónimo de Diabo Verde; “3º Expedição”, 14/03/1897, y “Cérebro de Fanático”, 10/10/1897, en Gazeta de Notícias; “Segredo de Estado”, 19/03/1897 y “Malucos Furiosos”, 05/12/1897, en A Bruxa, bajo el pseudónimo de Mefisto; “Cidadela maldita”, 09/10/1897 y “Cães de Canudos”, 26/11/1897 (Estas crónicas se encuentran publicadas en Bilac, 1996).

[ii]Machado de Assis es la figura homenajeada el 5 de Noviembre de 1897 en la Revista Moderna Nº9 – Especial Machado de Assis (BR-Paris). En esta se presenta um retrato de Machado de Assis y luego uma larga semblanza de su figura. (Fig. 2). La columna A semana fue publicada entre 1894 y 1897. Son varias las crónicas de Machado de Assis que “comentan”  (término de Bilac) temas referidos a Canudos (entre estas destacamos las publicadas los días 13 de Septiembre de 1896, 06 de Diciembre de 1896, 14 de Febrero de 1897, 20 de Julio de 1897, 11 de Noviembre de 1900).

[iii]Para continuar estos trazos en la narrativa de Euclides ver Costa Lima 1997, Echevarría 1998, Ventura 1997 y Bernucci 1995.

[iv] “Aquela campanha lembra um refluxo para o passado. E foi, na significação integral da palavra, um crime.” (Da Cunha 2001: 8) Al respecto me limito a enunciar que yendo un poco más allá, la idea del crimen anunciada desde el prólogo puede pensarse como un resultado del proceso de escritura de Os Sertões. El texto avanza a una noción diferente de la modernidad republicana que ya no era la de la guerra sino la del crimen. (Agradezco estos comentarios de Gonzalo Aguilar)

[v] En un telegrama del Herald publicado en México DF se expide: “un despacho de Buenos Aires para el Herald dice que ha recibido despachos del corresponsal del Herald en Río de Janeiro” (24/08/1897: 1).  La vía Galveston es la utilizada también por The Evening Telegram (MX, Especial via Galveston, 05/07/1897 y Special via Galveston. Rio de Janeiro, 14/07/1897). También se suma el periódico Patria (NY) fundado por José Martí que posee un Apartado de correspondencia “Via Galveston” y señala una circulación que llega por Texas hasta Nueva York.

[vi] Estas réplicas suponen bastas operaciones de traducción que tienden, en su mayoría, a no problematizar las diferencias idiomáticas. Todo este corpus que reescribe fuentes brasileñas nunca lo hará en portugués y la operación de sustitución de lengua se encuentra siempre borrada y no explicitada en las fuentes de noticias.

[vii]Flora Süssekind contextualiza someramente esta colocación intelectual en la sociedad imperial previa a la Primera Recpública: “Atitude intelectual oposta à dos primeiros autores de ficção no Brasil. De modo quase programático afirmava-se então uma linha direta com a Natureza, um primado inconteste da observação das peculiaridades locais — com a finalidade de se produzirem obras “brasileiras” e “originais” —, mas ao mesmo tempo era preciso “não ver” a paisagem. Porque sua razão e seu desenho já estavam pré-dados. E, mesmo que se afirmasse fazer “cópia direta”, olhar com os próprios olhos, para figurar um Brasil que se desejava absolutamente original, paradisiacamente singular e sem divisões sociais, raciais ou regionais de monta ou que não pudessem ser classificadas, etiquetadas, homogeneizadas pela perspectiva uma do “viajante naturalista”, era preciso fechar os olhos ou fazer ouvidos de mercador para os livros europeus nas estantes e bibliotecas públicas, para uma população com 70% de analfabetos, para a influencia econômica inglesa, para os leilões de escravos, rebeliões e separatismos, para o povo livre sem ocupação possível, para os trajes europeus de lã da senhora de Valença em pleno sol escaldante e mais e mais.” (1990: 33)

[viii] Lo que según Bruno Latour en Reensamblar lo social (2008) implica ese doble proceso de globalizar lo local y localizar lo global. (2008)

[ix] Con el concepto de “revistas ilustradas” busco aludir al juego entre ilustración e ilustre que establece un vínculo entre representación y legitimidad.

[x] Esta escena se presenta en un marco histórico de propaganda inmigratoria señalado por Flora Süssekind (1990). La autora cita en su libro un fragmento de las canciones populares que registró Pedro Moacyr Campos en “ Imagens do Brasil no Velho Mundo” que nos completa el otro lado del intercambio en dónde se publicitaba, desde Alemania, al país tropical: “Ao que parece, as maravilhas contadas sobre as terras brasílicas realmente ecoaram na massa popular alemã, a julgarmos por uma série de canções em que a idéia paradisíaca se impõe logo à primeira vista “Quem ainda quiser viver feliz, deve viajar para o Brasil”, lemos numa delas; “Para o Brasil, esta foi a solução, para o Paraíso do Oeste, onde com douradas laranjas cevam-se os indolentes bichos” encontramos em outra; e até entre os alemães do Volga cantava-se «Vamos para as terras brasílicas, que lá não há inverno algum!” A mais conhecida de todas estas canções, porém, começava com o famoso verso “o Brasil não é longe daqui” e ao seu som eram recebidos a bordo os emigrantes, conforme nos narra Schlichthorst.” (Süssekind 1990: 23)

[xi] Disputas territoriales demuestran hasta qué punto las repúblicas americanas se encontraban, hacia finales del siglo XIX en pleno proceso de demarcación de sus fronteras.La Reveu du Brésil, también, aborda el conflicto y las negociaciones con Francia en sus números del 15 de octubre al 15 de noviembre de 1897.

[xii] Antonio Candido es quien define la obra de Euclides como “un ensayo de interpretación del Brasil” (Ventura 2002).

[xiii] Para Buckle, “as nações são apenas naturais ou, em outro sentido, as diferenças nacionais são resultantes de diferenás geográficas.” (Murari 2007: 69)

[xiv] Buena parte de la crítica literaria sobre Os Sertões coincide al resaltar que el orden del análisis en el texto siempre va de lo general a lo particular; por lo que se supone que hay un énfasis en la idea de que la ley general determina inalterablemente el actuar de las individualidades.  Como bien señalan los estudios sobre el determinismo mesológico, por ejemplo, el medio es una de las causas asociadas al origen de ciertos desvíos o particularidades propias de los sujetos que habitan el sertón, aquellos denominados “fanáticos”.

[xv] De esta división entre naturaleza y cultura nacen, según Serje, las “oposiciones míticas” (Serje 2005: 21) que constituyen toda una retórica discursiva y un sistema de dualidades del tipo salvaje-civilizado, frío-cálido, fuerte-débil, valiente-temeroso, tranquilo-exaltado, racional-irracional, etc. (Bourdieu 1980)

[xvi] Según Hanna Arendt, estas doctrinas eran más importantes en la conformación de las naciones que para señalar diferencias culturales innatas: “Foram elas as primeiras, se nao as únicas, a negar o postulado sobre o qual a organizacao dos povos entao se assentava: o principio de igualdade e solidaridade de todos os povos, garantidos emúltima instancia pela idéia de que a humanidade era uma.” (Arendt 1973: 161, en Schwarcz, 1993: 64)

[xvii] Galvão (1977) postula que la guerra de Canudos inaugura la práctica periodística de disponer enviados especiales al sitio del acontecimiento. Además de Euclides, viajaron hacia Canudos como corresponsales de periódicos cariocas: Favila Nunes para a Gazeta de Notícias, Manuel Benicio para Jornal de Comercio, y Alferes Cisneros Cavalcanti y Manoel Figueiredo para a Noticia. Bartelt (2009) señala, muy lúcidamente que, “com frequência, não se leva em conta que nem todos os repórteres efetivamente presenciaram a guerra em Canudos. E quando estavam diretamente na frente de combate, sua presença não passava de poucos dias ou semanas. Portanto, muitos dos “testemunhos oculares” se baseavam no que o jornalistas averiguavam junto a soldados e oficiais.” (2009: 200).

[xviii] Me refiero aquí principalmente a sus artículos tempranos titulados “Nossa Vendéia” publicados 14/04/1897 y 17/07/1897.

[xix] La Caderneta de Campo publicada, por primera vez, por Olímpio de Souza de Andrade en 1975 respeta grafías y estructura de la versión manuscrita e incluye croquis y dibujos originales (el original manuscrito fue donado por José Carlos Rodrigues al Instituto Histórico Geográfico Brasileiro donde permanece). Soussa de Andrade ha leído la Caderneta como la matriz primera de la obra-libro ya que “contém em germe, na sua letra difícil, as primeiras impressões do escritor no sertão” (32). En Recchia Paez (2019) me distancio de la pretensión fetichista que lee el manuscrito como un único origen del libro-obra.

[xx] Euclides viaja acompañado de un texto de Humboldt. Humboldt es uno de los modelos determinantes de los textos que escribe y de su afán por registrar procesos geológicos y botánicos. Freyre (1994) señala que los conocimientos de geología de Euclides provienen del auxílio técnico de Orville Derby, norteamericano radicado en Brasil y de Theodoro Sampaio como orientador en el estudio de campo de geografía y de história geográfica y colonial del nordeste. Así como también sus escritos surgen de colaboradoras técnicas Arnaldo Pimenta da Cunha (1944: 25).

[xxi] De aquí que Gilberto Freyre defina la obra de Da Cunha como un “documento socio-histórico” (Freyre, en Levine, 1995)

[xxii] Esto es lo que propone Antonio Cándido al leer a Euclides Da Cunha como a un sociólogo. El autor señala tres aspectos fundamentales: “1. Que se podem desentranhar da obra de Euclides da Cunha critérios especificamente sociológicos de interpretação; 2. Que tais critérios aparecem concretizados em alguns princípios diretores; 3. Que Euclides procura fazer uma interpretação psico-sociológica do sertanejo.” (2012 :32)

[xxiii] Monte Alto continua, en su tesis, de la siguiente manera:

Isso revela, por um lado, o elemento perverso que supõe toda e qualquer mediação regida pela letra, bem como o caráter violento dessa mediação, e por outro, a faceta ambígua das relações do intelectual latino-americano com o Estado e suas instituições. (2005: 151)

[xxiv] Lila Schwarcz señala el movimiento (importaciones y exportaciones) de las ideas de cuño cientificista para leer las particularidades brasileñas de reescritura y adaptación:

O desafio de entender a vigência a absorção das teorias raciais no Brasil não está, por tanto, em procurar o uso ingênuo do modelo de fora e enquanto tal desconsiderá-lo. Mais interessante é refletir sobre a originalidade do pensamento racial brasileiro que, em seu esforço de adaptação, atualizou o que combinava e descartou o que de certe forma era problemático para a construção de um argumento racial no pais. (1993: 19)

[xxv] El tema de “ideas importadas” ha sido rector en la crítica al régimen liberal republicano entendido como una mera copia de modelos europeos. Y por esta razón no alcanzó a tornarse una práctica puesto que hay una distancia insalvable entre la realidad y esa “ideología”, entre “el país ideal y el país real”. Para profundizar, recomiendo seguir el debate entre Roberto Schwartz y Maria Silva Carvalho Franco (en Souza Neves y Rolim Capelato, 2008: 100).

[xxvii]Podemos sumar a este proceso todo un excelso mapeo militar de Canudos.

[xxviii] En un ejercicio de lectura similar al que hicimos al final del apartado anterior, estas escenas se pueden comparar con el Álbum Panoramas do Rio de Janeiro de Marc Ferrez (1885 circa). (Fig. 17)

[xxix]Majluf formula: “The success of the types and costumes tradition depended on this factor and on the creation of a shared international culture of images through incessant repetition and reproduction. In a period when nationalism was being forged on arguments that emphasized political representation, images of types and costumes created a space for the assertion of cultural differences betwen nations long before the discourses or ethno-linguistic nationalisms emerged in full form at the turn of the twentieth century.” (2006: 16)

[xxx] En la Revue du Brésil también se publican notas sobre el esplendor carioca, como la titulada “La capitale federal” firmada por A. D´Atri. La misma comienza con una nota al pie que coloca a la metrópolis litoraleña como “pour le movement comercial, Rio-de-Janeiro est la première cité de l´Amerique latine.” (89)

[xxxi] La nota posee aclaraciones de vocabulario que la asimilan a los glosarios comúnmente publicados en las novelas regionalistas o costumbristas. Por ejemplo: “Ouvidour ha logrado absorver la vida carioca. (Ouvidour: oidor; carioca: fluminense.)” (La Nación BA 19/07/1897: 3)

[xxxii]La pregnancia de la “floresta tropical” en la representación topográfica del Brasil, data del SXVIII y los años finales del Imperio en los que se reproducen imágenes “pictográficas” de paisajes brasileños que configurarán símbolos nacionales tanto para el interior brasileño como para las imágenes exportables, diferenciables y características del Brasil a los ojos europeos. (Zenha, 2004: 357).

[xxxiii] La colocación de la palmera en el ámbito urbano, en tanto domesticada, es la metonimia de esta apropiación del objeto natural que la naturalización (Stolcke 1997) de lo nacional viene realizando desde los famosos versos de Golçalves Dias “Minha terra tem palmeiras”. (Fig. 12)

[xxxiv] Lo cual Renato Ortiz sintetiza con la fórmula “carácter nacional” (1997: 98)

[xxxv] El término “fanático” fue la denominación por excelencia bajo la cual se configuraron imaginarios y alteridades sobre la población canudense. En el Cap.3 desarrollaré por extenso operaciones y alcances de dicha concepción.

[xxxvi]“En río Janeiro han sufrido un descalabro las fuerzas encargadas en Bahía de perseguir á Antonio Conselheiro.” (Diario oficial de avisos de Madrid MD 13/3/1897: 3)

[xxxvii] Encontramos varios ejemplos al respecto: “Haran” y “Harran” en los ejemplos anteriormente citados; “Dio de Daneiro” en Aberdeen Herald (WH 10/06/1897: 2); “Monto Santo” en New-York tribune (NY 15/07/1897: 7). En The New York Times (NY 15/07/1897) está publicado “Monte Santo”. Estos yerros no podemos atribuirlos sólo a errores de tipeo o de reproducción de la imprenta sino que, desde el desconocimiento, explicitan esa falta de especulación (e intento de imposición discursiva) sobre el caso extranjero.

Estos usos degenerados de los nombres propios son alertados por las publicaciones de las revistas ilustradas. Un contrapunto se puede leer en la nota publicada en la revista La Republique Cubaine (22/04/1897) donde se aclara sobre el nombre “Blanes” y se especifica su doble utilización; o en el valor central que adquieren los nombres propios “bien escritos” en la Reveu du Bresil (ver Cap. 4).

[xxxviii] El corpus analizado, es un recorte del material publicado para la época y consta de un total de 348 telegramas de los cuales: 188 se publicaron en Buenos Aires, 58 en México, 43 en España, 20 en Nueva York, 17 en Washington, 22 en California.

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“Todos instrumentos”: Crónica de una orquesta

Por: Fernando Pérez Villalón

Imagen: El flautista, de Remedios Varo.

Fernando Pérez Villalón –escritor, músico, académico– reconstruye su experiencia de casi diez años en la “Orquesta de poetas”, un proyecto que comenzó en 2011 y que se propone explorar las posibilidades de combinación entre música y textos a partir de dos amplios parámetros. Por un lado, el proyecto busca indagar en los vínculos entre poesía y música evitando la especialización de funciones y oficios, para así tensionar los límites de lo que significa ser músico/a o escritor/a. Por otro, en esa búsqueda, evitar dos polos extremos: el formato de la canción –para el autor, quizás el modo más obvio de musicalizar un texto poético– y el formato “ruidístico” de la poesía y el arte sonoros. A su vez, Pérez Villalón se pregunta por la dimensión política de esta práctica, en un contexto latinoamericano cada vez más convulsionado: su politicidad radicaría en habilitar un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y lo colectivo.


Llevo ya casi diez años embarcado en un proyecto que reúne música y poesía bajo el título algo altisonante de “Orquesta de Poetas” (https://www.orquestadepoetas.cl/). Con ya cuatro discos a su haber (tres de ellos también libros), muchísimos conciertos y presentaciones y un diálogo siempre abierto con otras propuestas de la escena local o internacional, este colectivo de bordes porosos e inestables –cuyos integrantes han ido variando en el tiempo– reúne a temperamentos estilos, escuelas y estéticas diversos que van entretejiéndose en una trama que no deja de sorprendernos a los que la vamos desplegando. Se trata de un proyecto sin un plan preestablecido, sin manifiestos ni proclamas, sin más brújula que la intuición y la apertura al juego colectivo, que explora las posibilidades de la poesía en un sentido amplio, entrecruzando los recursos del audiovisual y las posibilidades de las tecnologías electrónicas recientes con el regreso a raíces arcaicas de la poesía en su vinculación con el cuerpo, la voz, el ritual.

La Orquesta de Poetas comenzó en el 2011, impulsada por el escritor y músico Federico Eisner, como una reunión de poetas y músicos interesados en explorar las relaciones entre estos dos campos. Yo llegué a ella a través del poeta Felipe Cussen, quien nos presentó en una reunión del Foro de Escritores en el Bar Rapa Nui. Más adelante se nos sumó Pablo Fante y quedó completa la primera formación del grupo. Federico y Pablo tocan, entre otros instrumentos, el bajo eléctrico y el contrabajo, respectivamente. Felipe, además de su dedicación como flautista dulce a la música antigua, tenía ya por entonces mucho interés en explorar los recursos de la música electrónica, yo mismo toco algo de piano y guitarra, como aficionado (mis objeciones respecto a los límites de mis capacidades musicales fueron descartadas tajantemente en las reuniones iniciales, en las que recuerdo haber estado entusiasmado e intimidado por partes iguales). Todos habíamos publicado por entonces, y hemos seguido haciéndolo, libros de poesía y otros géneros como cuento y ensayo. Podía decirse, entonces, que éramos músicos y escritores (pero podría decirse también que nos estábamos embarcando en una idea que pondría en crisis la noción habitual de lo que significa ser músico o escritor).

El proyecto siempre se pensó como abierto a otros colaboradores que se irían sumando (en parte por eso la idea de “orquesta”). Luego de que Felipe se retirara del grupo para dedicarse a otros proyectos, Marcela Parra se integró por un tiempo en electrónica, voz y teclados, y José Burdiles como miembro permanente en batería, percusión y voces. Solemos hablar de la “Orquesta ampliada” para referirnos a estos colaboradores que ya no son parte del grupo pero que siguen participando en él ocasionalmente, y al amplio grupo de escritores, artistas, músicos y amigos que se suman para presentaciones o proyectos específicos y que han incluido, además de a Marcela y Felipe, a Carlos Cociña, Elvira Hernández, Cristóbal Riffo, Martín Gubbins, el Coro Fonético, Pedro Villagra, Luis Bravo, Juan Ángel Italiano, y recientemente Pedro Rocha, Amora Pêra, Cid Campos, entre muchos otros.

El planteamiento inicial del proyecto era amplio y genérico: explorar las relaciones entre poesía y música, integrándolas más estrechamente que las colaboraciones hechas a partir de una división tajante del trabajo; por ejemplo, en el caso de un poeta que lee sus textos acompañado por un músico que improvisa o compone algo más o menos relacionado que funciona como base sonora. Se trata, precisamente, de evitar la especialización de funciones y oficios, de ponerlos en tensión, de hacer las dos cosas a la vez, incluso si eso puede a veces implicar un resultado menos limpio y consistente, menos eficaz. Para mí, en particular, se trata también de salirse de los límites autoimpuestos por la propia estética, gusto o personalidad. No solo porque un trabajo colectivo implica estar dispuesto a aceptar los gustos de los otros, sino porque muchas veces los textos que escribo para la Orquesta están en un registro distinto de los que escribiría como “solista”. Una parte de esta aventura tiene que ver con la desestabilización de lo propio y una exploración del trabajo en común que te lleve a zonas a las que no habrías llegado por tu cuenta.

En la misma línea, este tipo de trabajo siempre te confronta a lugares incómodos, expuestos, en los que no hay soluciones técnicas correctas sino búsquedas que pueden no llegar a nada. A mí en particular, por mi condición de aficionado, me interesa la pregunta por cómo hacer música desde el “no virtuosismo”, desde la torpeza o insuficiencia de un oficio no consolidado, desde la tensión entre intentar hacerlo bien y explorar el potencial de los errores, las notas falsas, los traspiés o la simplicidad. Como un actor no profesional, a veces el músico amateur puede hacer aparecer aspectos de la música que quedan ocultos en los despliegues técnicos impecablemente competentes. Por otra parte, aunque me siento más cómodo con el oficio de escribir, la Orquesta también ha funcionado como invitación a encontrar otros modos de aproximarse a él, que no siempre pasan por escribir lo mejor posible, sino que pueden implicar exploraciones de lo fragmentario, lo imperfecto, lo deliberadamente cursi, lo ridículo y gracioso. La poesía escrita para ser presentada en vivo, en un contexto de trabajo colectivo, exige considerar otras variables que la poesía pensada para incluirse en un libro convencional de autoría única.

En nuestras conversaciones iniciales nos propusimos también, como regla, evitar dos polos extremos: el formato de la canción (probablemente el modo más obvio de musicalización de un texto poético, que lo convierte en una melodía) y el formato puramente “ruidístico”, propio del arte o de la poesía sonoros. Más que como tabúes, estos polos operan como límites flexibles de un campo que nos propusimos explorar, y en varias ocasiones hemos integrado elementos de ambos extremos (el ruido no organizado musicalmente, la palabra cantada). Esto muchas veces nos hace aparecer como insuficientemente musicales para los músicos, y demasiado musicales para los artistas o poetas sonoros, que justamente evitan referir a los códigos reconocibles de la música compuesta.

Se trataba entonces de explorar diversas posibilidades de combinación entre música y texto a partir de esos parámetros muy amplios. Comenzamos reuniéndonos en casa de Pablo, con algunos instrumentos, a ensayar diversos ejercicios improvisados o dirigidos por turnos. Trabajamos a partir de textos propios y ajenos, y a partir de las lecturas, influencias, repertorios, estilos y audiciones heterogéneos que traía cada uno. No había una estética común predefinida aparte de las reglas del juego iniciales, y creo que eso le ha dado un eclecticismo interesante a nuestro trabajo: desde el inicio nos acostumbramos a aceptar los ejercicios propuestos por cualquiera de nosotros, bajo la forma de instrucciones amplias para improvisar, maquetas de audio, partituras musicales o gráficas. En nuestro trabajo posterior coexisten ejemplos de minimalismo concretista con textos de un barroco surrealizante y desbordado formalmente, poesía métrica como la de David Rosenmann-Taub con poesía coloquial como la de Claudio Bertoni, décimas de Violeta Parra con un soneto de Rimbaud.

Trabajamos sobre todo en castellano, pero hemos integrado también textos en francés y portugués, y para algunas lecturas hemos traducido textos al italiano, portugués e inglés. Hemos recitado también en idiomas que desconocemos, como el húngaro y danés (en una performance en Brasil en que leímos en doce idiomas distintos el poema “No meio do caminho” de Durmmond de Andrade hasta llegar al texto original en portugués). Si bien el proyecto ha ido evolucionando de un formato más improvisado y abierto hacia composiciones más establecidas, persiste en él una dosis de azar no abolida por los ensayos y preparación de las presentaciones, una dosis de imprevisibilidad que tiene que ver con las relaciones con el espacio, el público, los errores y las soluciones encontradas de improviso en la ocasión. El sonido se expande y esponja, se espectaculariza en espacios más amplios y teatrales, se condensa y recoge en espacios más íntimos, se dispersa en tocatas al aire libre. Esto, que es cierto de todo proyecto sonoro, permite alternar en la Orquesta un registro más de concierto con un registro más interactivo.

El 2011 comenzamos poco a poco a presentarnos en vivo, inicialmente en formato cuarteto (dos teclados-controladores midi, contrabajo y bajo eléctrico) y luego con el apoyo del baterista Ricardo Luna. Las primeras presentaciones estuvieron plagadas de problemas técnicos (una loopera que no obedecía, computadores congelados, samples distorsionados) y musicales (desencuentros rítmicos, niveles mal regulados de volumen), como era normal en un proyecto que nos exigía hacer lo que no sabíamos, salir de nuestras zonas familiares y exponernos al ridículo, la incomprensión, el rechazo o la indiferencia. La poesía y la música son artes hermanas, gemelas podríamos decir, que comparten una larga historia de complicidades, encuentros y cruces, pero también entran en tensión: el ruido no deja entender las palabras, los textos no dejan entregarse a la música como flujo puramente sonoro y sensorial. Una dificultad básica es la de tocar y leer o recitar al mismo tiempo, muchas veces en ritmos que se desordenan o entran en tensión. El formato más simple sería el de una voz solista que presenta el texto apoyado por la banda, pero casi siempre hemos funcionado en un formato más difícil, en el que alternamos las voces y los instrumentos, los roles y protagonismos. Los textos se leen a una o varias voces, al unísono o descoordinados, resaltados por la música o cubiertos por ella. La relación entre el sonido y el sentido nunca es simple ni equilibrada, funciona como un balancín, como una puerta giratoria cuya rotación puede trabarse, acelerarse, una zona en que el límite entre afuera y adentro es impreciso.

Nuestro primer concierto fue una presentación vocal, en un evento titulado “En la puerta del horno, música y poesía”, en el que presentamos una pieza a cinco voces sin acompañamiento compuesta especialmente para la ocasión, titulada “Pan y vino” (en alusión al poema de Hölderlin, pero también al hecho de que ese taller de arte era una antigua panadería). Siguieron presentaciones en Piso 3 (un espacio para la música improvisada), el Centro de Arquitectura Contemporánea, el Centro Cultural Gabriela Mistral (para la celebración de los veinte años de Balmaceda Arte Joven), Pumalab (una tienda de zapatillas y ropa deportiva marca Puma que alojaba un ciclo de conciertos) y la Feria Internacional del Libro de Santiago, donde se lanzó nuestro primer disco-libro. Ya para entonces el proyecto se había ido afiatando y definiendo, encontrando su lugar de equilibrio.

Grabado el 2013 en vivo en el Centro de Extensión de Balmaceda Arte Joven en Quinta Normal, Declaración de principios fue publicado el 2015 como un libro físico que contenía un DVD con el registro audiovisual de la grabación (y algunos videoclips un poco más elaborados). Ya para entonces se había integrado José Burdiles en batería. El disco, ya agotado en formato físico pero disponible para descarga gratuita, como todos nuestros trabajos, se abre con la musicalización del poema que le da título, un texto de Jorge Velásquez que se lee cuatro veces sumando una voz en cada vuelta, para luego dar paso a un tema instrumental que se eleva sobre el fondo difuso de esas voces en loop, distorsionadas como sample, girando una y otra vez.

“Declaración de principios”

 

Este tema funciona como una suerte de manifiesto involuntario, en su frase inicial: “Debemos invadir / anclar nuestro reino en su archipiélago” que, de referirse a la violencia colonial, pasa a cargarse de sentido en relación con la interpenetración mutua de campos como la música y la poesía, en un ejercicio de desposesión, reterritorialización, no desprovisto de elementos agresivos (a nivel sonoro, el choque de los timbres de un teclado saturado y la melódica, que se combinan en una melodía disonante y rítmicamente compleja, pero también el choque de la música con la ola de ruido blanco en la que se convierten las voces). En cada una de las cuatro lecturas del poema aparece un cuerpo diverso, un tono diverso, un poema diverso. Cuatro granos de la voz, cuatro versiones de un mismo texto. En el resto del disco coexisten sonidos provenientes de tradiciones tan diversas como el jazz (“Tres cuartos”), el pop bailable (“Oh my God”, “Cholitas”), los ritmos afroamericanos uruguayos o peruanos (“Todo bien”, “Derrumbes”), la poesía fonética (“Relógio”, “Vocales”) y otras corrientes que se entremezclan, como la música y el habla, sin llegar a fusionarse, conservando sus identidades separadas pero expuestas a un afuera que las enrarece. Tal vez una característica de este primer trabajo vaya por ahí: una multitud de elementos reunidos sin llegar a una síntesis, preservando la distinción de estilos y voces individuales, la tensión entre exploraciones diversas, que tal vez en creaciones posteriores se haya ido aminorando.

Siguieron a ese disco numerosos viajes y giras, muchas veces apoyados por fondos estatales de cultura: hemos estado en Buenos Aires, Montevideo, Bogotá, Oaxaca, Madrid, Venecia, Ilhéus, São Paulo, Rio de Janeiro, en festivales de literatura y ferias del libro, tocando para públicos que oscilan entre el desconcierto y el entusiasmo. Los problemas técnicos han ido disminuyendo y, a fuerza de ensayos, también nuestra propia torpeza. Persiste, eso sí, yo diría, algo de incomodidad ante un formato híbrido, que nos niega algunas de las seducciones de la música (tal vez la principal: la melodía, la voz cantada, esa prolongación del habla hacia una zona más intensa, precisa y afectivamente cargada de la experiencia sensible) y saca a la poesía de la intimidad de la lectura silenciosa (o en voz alta pero contenida, limpia, atada al cuerpo presente del autor) para llevarla hacia zonas en las que puede volverse más intensa, pero también, inevitablemente, impura (adquiere voces, cuerpos, rostros, gestos específicos en vez de ser una forma encarnada en el blanco sobre negro de la página o en la voz del autor que la presenta intentando volverse invisible).

Siguiendo la intuición inicial del primer disco, en el que incluimos videos tocando en vivo como una manera de remitir a los aspectos performáticos del trabajo en vez de a su sonido como un hecho musical puro, hemos continuado trabajando una vertiente audiovisual que complementa muchas presentaciones en vivo y que en muchos casos completa la versión acústica. Hay varios registros de presentaciones, pero también exploraciones cercanas al trabajo con los textos a nivel gráfico y tipográfico propio de la tradición de la poesía concreta, así como un trabajo de proyección de video en vivo en colaboración con el artista Cristóbal Riffo, quien mezcla archivos visuales con intervenciones análogas en tinta sobre papel.

“Repetimos” (video de Pablo Fante)

“Cacería celeste austral” (registro documental de la lectura de la autora con registros del proceso de grabación e intervenciones visuales en vivo de Cristóbal Riffo)

El 2017, se le sumó a este primer disco-libro un eco curioso, un disco de remixes y versiones titulado Dclrcn_d_prncps, para el que invitamos a varios amigos, colaboradores y en el que nosotros mismos propusimos algunas variaciones sobre el primer trabajo. Este disco, descargable aquí, se hace cargo no solo de la dimensión colaborativa y abierta del proyecto, sino de la noción de que las versiones grabadas no son ni definitivas ni las únicas posibles. Algunos temas aparecen en este disco más desnudos, despojados de toda su parafernalia, como “Cholitas catfight” en una versión para voz y metalófono de Marcela Parra, o “Derrumbes” en el dúo vocal de Karla Schüller y Carla Gaete, del coro fonético, o la versión de “Oh My God” de Felipe Cussen (que elimina las voces e instrumentos de la grabación original para trabajar sólo con una base electrónica armada con samples vocales), mientras que otros se complican y complejizan, como “Todo bien” que en manos de Esteban Grille adquiere un riff de guitarra que lo acerca al campo de la canción, “Vocales” transformado por mí de una pieza de improvisación fonética a capela en una atmósfera enrarecida por la distorsión, sampleo y loopeo de las voces a través de un software de edición, mientras que las versiones de Richard Moon, Daniel Jeffs, Damas Chinas y Guillermo Eisner exploran una estética DJ que potencia la base rítmica de los temas originales y David bustos acerca “A veces cubierto por las aguas” a la onda del rock progresivo o psicodélico, con una atmósfera marcada por teclados saturados, ecos y delays vocales junto a efectos que enrarecen los sonidos de agua de la versión original.

El 2019 fue un año cargado, con la aparición de El roce de las voces, un disco casi por completo vocal grabado con los poetas uruguayos Luis Bravo y Juan Ángel Italiano, y Todos instrumentos, nuestro segundo disco de composiciones en las que se entremezcla lo vocal con lo instrumental. En este último se decantan algunas cosas y aparecen otras nuevas: continuamos con el juego de lectura de textos a varias voces y timbres que se alternan, superponen o conversan, también con la búsqueda de composiciones de estilos diversos que respondan de algún modo al tono, los ritmos, la estética o las imágenes del poema. Aparece por primera vez un asomo de canción (en el estribillo de “1987”, poema de Claudio Bertoni) y se consolida un sonido anclado en la tradición del rock, sin excluir otros estilos. Todos instrumentos es un disco de estudio, de muchas horas de grabación, edición y mezcla, en el que todos los temas tienen interpretación vocal y arreglos instrumentales. Por último, en este disco nueve de los once temas parten de textos de otros autores (incluyendo a Nicanor y Violeta Parra, Claudio Bertoni, Ludwig Zeller, Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva, David Rosenmann-Taub y Martín Gubbins). Esta dimensión “apropiativa” de nuestro trabajo habla tanto de una forma de leer la poesía de muchos de los poetas que nos fascinan, como de la curiosa coincidencia de varios encargos que nos han hecho en los últimos años para distintos escenarios, una tarea que asumimos con gran placer. Si en nuestro primer disco la principal voz invitada era la de Carlos Cociña, en una versión de su poema de orden aleatorio “A veces cubierto por las aguas” (http://www.poesiacero.cl/aveces.html), en este trabajo se destaca la voz de Elvira Hernández, que abre el disco participando en nuestra versión de su texto “Cacería celeste austral”. Aparece también una mayor variedad tímbrica, con la inclusión de metalófono, saxos, didgeridoo, flauta dulce, y violín. El título del disco alude a esta sobreabundancia de instrumentos, pero también a una anécdota: leyendo en voz alta su propio poema musicalizado por nosotros, Ludwig Zeller confundió una indicación musical (“Todos instrumentos”, indicando el regreso de los músicos después de una pausa) con un verso del texto, un error que dice mucho respecto a cómo se transforma la poesía en contacto con el campo del sonido. Podría haber también tal vez en este disco el peligro de una fórmula probada y decantada, de un formato de combinación de poesía y música que finalmente no cuestiona tanto ni las formas del poema convencional ni los estilos musicales reconocibles, pero sospecho que se trata solo de un momento de estabilidad pasajera en una exploración que no dejará de oscilar entre el desorden de la experimentación y equilibrios tentativos.

En ese sentido, El roce de las voces es un complemento interesante a este trabajo: se trata de un disco más juguetón, vertiginoso, inquieto. Fue grabado durante una visita a Montevideo, en noviembre del 2018, con ocasión de la invitación al Mundial Poético organizado por Martín Barea Mattos. Oscilando el acento rioplatense y el chileno, recorremos textos de Luis Bravo, Federico Eisner, Pablo Fante y míos, así como de Violeta Parra (“La muerte es un animal”), arreglados para ser leídos por entre tres y seis voces. Los registros exploran la improvisación vocal asémica, la recitación coordinada, el caos (des?)controlado y los ritmos del habla coloquial tensionados con la regularidad métrica o rítmica de algunas estructuras fijas. Al centro del disco, está una improvisación vocal colectiva titulada “sURSONATE/Ursberequetúm” propuesta por Juan Ángel Italiano a partir de textos de Kurt Schwitters, Vicente Huidobro y Juan Cunha, que puede leerse no sólo a partir de la tensión entre vanguardias europeas y latinoamericanas que este diálogo propone, sino también a partir de la tensión entre el pasado ya consagrado de ciertos experimentos canónicos (la Ursonate de Schwitters, Altazor de Huidobro) y sus relecturas actuales, que retoman su impulso renovador, ya de hace más de cien años, y lo interrogan con humor irreverente, goce y convicción profunda de que hay en él enigmas de una importancia que no hemos terminado aún de descifrar.

“La muerte es un animal”

“sURSONATE/Urseberequetúm”

La Orquesta de Poetas no puede comprenderse como un fenómeno único, aislado. Surge en un terreno ya abundantemente abonado por varios ejemplos previos de exploración de la relación entre poesía, música y performance: para dar solo tres ejemplos de entre otros posibles, el trabajo de Enrique Lihn en sus acciones poéticas de los años 80 como “Lihn & Pompier” o “Adiós a Tarzán”; Mauricio Redolés, pionero en explorar el tránsito entre poesía y música popular en discos como Bello barrio; y Cecilia Vicuña, con su trabajo de una poesía oral, vocal, visual y performática, en diálogo con las culturas indígenas y el arte contemporáneo. Es un proyecto además muy consciente de sus deudas con sus innumerables antecedentes en las variadas vanguardias y neovanguardias latinoamericanas y mundiales (particularmente el caso brasileño, del concretismo al tropicalismo y su continuidad en el presente), y con un diálogo fluido con diversas escenas experimentales de la actualidad. Lo que todas estas tentativas tienen en común es una interrogación abierta de los límites del lenguaje como medio, y de las relaciones posibles entre sus dimensiones gráficas, sonoras, performáticas y semánticas, que a menudo comienza como una exploración de lo literario y desemboca en cruces con lo que tradicionalmente se considera el exterior de la literatura.

A nivel local, me parece importante destacar la deuda del trabajo de la Orquesta con el Foro de Escritores, un taller de poesía experimental inspirado en el Writers Forum de Londres, que se reunió cada tres o cuatro semanas del 2003 al 2010, los sábados por la tarde en el Bar Rapa Nui. En sus sesiones se presentaba poesía textual en formato tradicional, pero también poesía visual, performance, poesía sonora, y todo tipo de artefactos inclasificables. A diferencia de otros protagonistas de la escena cultural, como la autodenominada generación “Novísima”, que irrumpió en ella con ínfulas desatadas de protagonismo, ruptura, irreverencia, el Foro de escritores cultivó una postura de puertas abiertas a quien se acercara, una postura que evitaba el juicio crítico (con todo lo exasperante que ello puede resultar frente a prácticas experimentales muchas veces fallidas o descaminadas), sin una clara adscripción generacional, ni demasiado interés en asesinar o consagrar a ningún padre o hermano mayor. Varios miembros del Foro de Escritores han seguido activos de manera individual en los campos de la poesía sonora y visual, como Felipe Cussen, Martín Gubbins, Gregorio Fontén, Martín Bakero, Ana María Briede, y nuestro trabajo ha dialogado intensamente con esas búsquedas paralelas.

Por otra parte, en los últimos años, quienes se interesan en la relación de poesía y música (pero también entre poesía y performance, danza, artes visuales, teatro, entre otras cosas) han encontrado una ocasión de reunión en los Festivales PM, realizados en el 2014, 2016 y 2018. El sitio web del festival (https://www.festivalpm.cl/) reúne un amplio registro de lo presentado en su contexto. Proyectos como el de González y los Asistentes, Radio Magallanes, Coro fonético, Poetas marcianos, Winter Planet, entre otros, han encontrado ahí un contexto amigable para compartir sus búsquedas ante un público abundante y entusiasta, que ha contribuido a que lo que eran búsquedas aisladas, muchas veces incomunicadas, vayan articulándose como un campo más consistente y complejo. En un dossier sobre poesía y música (https://letrasenlinea.uahurtado.cl/dossier-poesia-y-musica/) que edité yo mismo a propósito de la versión 2018 del Festival aparecieron algunas de sus paradojas: la pregunta por qué significan poesía y música en este contexto, la presencia o ausencia de prácticas tradicionales como el canto folclórico, la tensión entre propuestas más convencionales y más experimentales, la decisión de centrarse exclusivamente en la exploración de un diálogo dual (poesía + música) o abrirse hacia todo lo que este diálogo pone en juego (danza, performance, audiovisual).

El Festival ha sabido arreglárselas para funcionar como un foro abierto a diversos registros y voces, con un esfuerzo sostenido por consolidar la escena local, pero también por ampliarla, evitar consagraciones rígidas o colectivismos cerrados. Con todas las insuficiencias que se le podrían achacar, ha sido un escenario clave, un vórtice de energías en el sentido poundiano, una convergencia de fuerzas diversas que en vez de enfrentarse se combinan en un todo claramente superior a la suma de sus partes y voluntades individuales. Una crítica habitual desde el mundo literario es la de “esto ya no es poesía”, a lo que se puede contestar que no, que no lo es, y poco importa, pero lo cierto es que estas búsquedas surgen de una interrogación a fondo de qué ha sido y puede ser la poesía, de las dimensiones del lenguaje como medio en sus vertientes verbales, vocales, visuales, para retomar la eficaz fórmula del grupo Noigandres.

En un ensayo de mediados de los 80, el poeta brasileño Haroldo de Campos señaló que la poesía había entrado a una fase post-utópica, de negación del principio-esperanza de transformación del mundo que definía a las vanguardias históricas, y que seguía activo en la fase inicial del movimiento de la poesía concreta. Concuerdo en buena medida con el diagnóstico y creo que sigue siendo válido respecto al estado de diversas escenas de literatura y arte experimentales. En un contexto latinoamericano tensionado por el retorno de diversos autoritarismos, populismos, tecnocracias, por la opresión insidiosa de un capitalismo global a veces muy sutil en su gobierno de la vida cotidiana, cultural, intelectual, es preciso hacerse la pregunta por la dimensión política de estas prácticas. Si bien no se definen a partir de un horizonte de compromiso político colectivo explícito, no creo tampoco que se trate en ningún sentido de operaciones meramente estéticas. Su politicidad radica a veces en un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y colectivo, en una economía del don y de la falta de cálculo, en un desarreglo de los sentidos que puede poner en suspenso por un momento los repartos de lo sensible anquilosados por el hábito, en un juego gratuito que invita a desautomatizar nuestras relaciones con la palabra, el cuerpo, el sonido, el espacio y el ritmo con que los recorremos.

Mientras termino de revisar estas líneas, estalla en Chile un movimiento social de cuestionamiento amplio del sistema neoliberal y de los equilibrios políticos con los que se ha gobernado Chile los últimos treinta años. Es un momento intenso de conflicto, en choque con una represión estatal dura, en el que se entrecruzan fuerzas y convicciones muy diversas. ¿Qué puede hacer, en casos como este, la poesía? Más allá de la opción (válida) por el compromiso, por la difusión o por el testimonio, me digo que debiera ser un espacio de escucha en el que resuene y se decante el concierto disonante de sonidos que se escuchan en las calles, unas antenas activas para captar y condensar las energías subterráneas que nos movilizan, una piel dispuesta al contacto con otros en que nos configuramos en común, una página de signos listos a ponerse en movimiento. Es lo que hemos intentado.

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Escritores que no escriben: apropiación y desplazamiento de la palabra en la escritura y en la cultura contemporáneas

Por: Leonardo Villa-Forte

Traducción: Jimena Reides

Imágenes: Leonardo Mora

 

Para Leonardo Villa-Forte, la llamada “escritura de la apropiación” –aquella que no busca innovar, sino seleccionar, organizar y editar– perturba paradigmas y propone nuevas respuestas a interrogantes de larga data: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Cuál es la relación entre la escritura y su medio? En su análisis, el autor aborda distintos materiales: desde los trabajos de Kenneth Goldsmith –Traffic, Weather, Sports y Day, hechos de transcripciones de contenidos informativos de radios y diarios para el medio libro– hasta Sessão, de Roy David Frankel, que utiliza fragmentos de los discursos de diputados brasileños durante la votación de 2016 que decidió el impeachment de Dilma Rousseff.

 


 

1. Actualmente, el texto vive su apogeo en cuanto a su movilidad. Los textos están esparcidos por todos lados y pueden ir de un lado a otro con mucha rapidez. Las multifunciones que se usan en una computadora o en un smartphone facilitan el desplazamiento, la diseminación y también el deslizamiento entre los formatos pues reúnen, en un único soporte, no solo textos, sino videos, música, fotos y otros materiales. En las pantallas interactivas, los diferentes formatos se abren uno junto al otro; incluso, se tratan juntos en un mismo programa, tal como los de edición de video, que aceptan música, imágenes y texto. Cuando un formato se desliza sobre otro se quiebra la rigidez de las fronteras. Se juntan distintos autores, materiales poéticos y no poéticos, cinematográficos y no cinematográficos, literarios y no literarios, entre otros. Y el texto está en todos lados, incluso al revisar videos o música pues incluso en estos casos hay un link, que es texto, hay un título, el nombre del autor, todos escritos, aunque esté en códigos, lo que lleva a Vilém Flusser a temer por la sustitución del abecedario por códigos alfanuméricos. Sin embargo, no nos detendremos en esta previsión que suena catastrófica para la república letrada, pero sí en la pregunta: ¿De qué forma se encuentra hoy la inserción de la práctica de la escritura en este aún reciente ecosistema multifacético, donde reina el copiar y pegar, el desplazamiento, la pérdida de un obstáculo de origen?

Roger Chartier afirma que

Así, es fundamentalmente la propia noción de “libro” a la que la textualidad electrónica cuestiona. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y usos particulares. Así, el orden de los discursos se establece a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el diario, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto ya no ocurre en el mundo digital, donde todos los textos, sin importar cuáles sean, se entregan a la lectura en un mismo soporte (pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmente las que decide el lector). De este modo, se crea una continuidad que ya no distingue los distintos géneros o repertorios textuales que se tornaron semejantes en su apariencia y equivalentes en sus autoridades. De ahí la inquietud de nuestro tiempo delante de la extinción de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. Su efecto no es pequeño sobre la propia definición de libro tal como lo entendemos, tanto un objeto específico, distinto de otros soportes escritos, como una obra cuya coherencia y totalidad son el resultado de una intención intelectual o estética. La técnica digital entra en pugna con este modo de identificación del libro pues lo convierte en textos móviles, maleables, abiertos, y confiere formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de internet, etcétera[1].

Al colocar lado a lado, en el mismo soporte y bajo la misma forma de presentación, textos de distinta naturaleza (como “carta”, “ficción”, “artículo”, “anuncio”, “lista de compras”), se debilita la distinción entre los géneros en cualquier categoría externa al texto en sí como una secuencia de letras y palabras. La diferenciación por soporte simplemente desaparece. Es muy posible que ese encuadramiento de las formas tenga relaciones de intensificación con lo que Josefina Ludmer llamó “literatura posautónoma”: dado que el texto literario pierde, en el medio digital, su apariencia específica y se torna uno más entre tantos otros en los más diversos registros, los objetos impresos artísticos y literarios reproducen esa lógica. En una computadora, desde el punto de vista de la distribución y del soporte, la obra literaria tiene el mismo estatus que una invitación a un casamiento.

Michel Foucault nos dice que la construcción de un “autor filosófico” no se da de la misma forma que un “poeta”, así como, podríamos agregar, un “científico” no se construye de la misma manera que un “novelista”. No siempre una editora que publica libros científicos publica novelas. Una revista que hace reseñas de libros de poemas no siempre hace reseñas de libros de filosofía. La tapa de un libro de teología es diferente de la tapa de un libro de historietas. Son distintas instancias que hacen circular los nombres de los autores y los legitiman. Además, parten de diferencias materiales como, por ejemplo, el tipo de tapa de un libro literario y un libro jurídico. O en la diferencia del formato impreso, el tipo de papel, de una revista de celebridades y una revista de medicina. Lo que pasa es que, en el ambiente digital, esos elementos marcadores de diferencias desaparecen. Cuando recibimos en PDF el capítulo de un libro, es decir, una parte del libro, eso nos impide ver la tapa, ver la biografía del autor; muchas veces no hay tapa. Lo mismo sucede cuando leemos un texto compartido por alguien en una red social, que nos llega solo con una referencia (la validación de quien lo copió o fotografió y compartió). Así, textos de diferente naturaleza se convierten en más indefinidos.

Gran parte de los trabajos del poeta y profesor estadounidense Kenneth Goldsmith, como las obras Traffic, Weather, Sports y Day —todas hechas de transcripciones de contenidos originalmente informativos y funcionales, de radios y diarios, para el medio libro— se insertan exactamente en ese lugar: la indistinción producida en el ambiente digital se trae al medio material. Un libro puede ser el soporte tanto de una historia ficcional como de una edición completa de un diario o incluso, el soporte para la transmisión (ahora en texto) de dos día de informes sobre el seguimiento del tránsito en Nueva York. La naturaleza del soporte y la del contenido que se encuentra en él entran en discusión. No existe un soporte específico para el audio. Puede ser el oído del receptor, puede ser el hard drive de Kenneth Goldsmith, puede ser un archivo de Word en su computadora y, si se transcribe, puede ser un libro. Informes de tránsito completos… nada más que eso. ¿Eso sería material digno de ocupar un libro entero? Goldsmith adopta la indistinción de soportes del medio digital como táctica artística. Si la computadora nivela todos los archivos de texto en formato digital, Goldsmith nivelará textos (procedentes de universos distintos) en el formato libro. Y no escribirá ninguno de ellos. La táctica es la apropiación. Un poeta que no crea. Una práctica que llevó a Goldsmith a formular la idea de uncreative writing, que podemos traducir como “escritura no creativa” o, también, resaltando su carácter de reaprovechamiento, “escritura recreativa”. En una época en que la creatividad pasó a valorizarse en todas las áreas, como en la “economía creativa”, y el término “innovación” pasó a figurar en el vocabulario de todos los campos, desde la ingeniería hasta la publicidad, lo realmente innovador y creativo seria, justamente, no crear. Sino apenas seleccionar y editar, como hace un DJ. Eso ya se convertiría, en sí, en un acto artístico.

En el caso de Goldsmith no se puede decir que sean transcripciones pasivas. Luego de seleccionar el contenido sobre el que se trabajará, el poeta toma decisiones sobre la forma en que se presentará el texto, y esas decisiones afectarán la perspectiva que se tiene del trabajo. Por ejemplo, pensemos en Traffic: a pesar de su método archivístico, la obra no contiene la información que presentaría un archivo común. No sabemos cuáles son los días, qué “gran feriado de fin de semana” es ese. Es un día sin referencia dentro del calendario. Del mismo modo, un “espectáculo de realidad”, para usar un término de Reinaldo Laddaga. Y, quién sabe, una vuelta a la hiperrealidad, dado que al discurso se lo aísla de su contexto y solo tenemos acceso a ese y nada más, como un gran zoom hecho por determinado espacio de tiempo en la oralidad de la radio. La forma en que Goldsmith trata el material de Traffic: los informes de tránsito, dividiéndolos en capítulos, o el material de Day, escogiendo dónde debe aparecer cada tipo de noticia de una edición entera del New York Times, demuestran que existe lo que podemos llamar “decisiones autorales” en juego. El autor Goldsmith es el vehículo de un procedimiento, autor-máquina, sí, pero no sin que eso incluya algún grado de interferencial autoral, en el sentido que Goldsmith presenta su material a la manera propia de Goldsmith. Otra persona podría, con el mismo material en sus manos, presentarlo, dividirlo, disponerlo de otra manera, y eso resultaría en una obra diferente. De esta forma, hay una brecha en ese gesto casi maquinal en que la subjetividad de Goldsmith actúa de manera perceptible.

Marcel Duchamp buscaba hacer arte retiniano, es decir, arte que no tuviera como función agradar a los ojos o, incluso, arte que no tuviese como objetivo principal los ojos, la retina. Arte que no fuese, en sí, la imagen que presenta. Duchamp basaba sus elecciones en las cuestiones de indiferencia y en la total ausencia de buen o mal gusto. Sobre las obras de Goldsmith, podemos decir algo similar: el autor no optó por un texto más o menos próximo a una categoría de “buen gusto” o “mal gusto”. Los criterios son otros. Con Duchamp, la obra “puede” ser mirada, vista, observada, solo que esta no trabaja con las nociones de belleza y destreza manual, como lo hace un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin. De la misma manera, el arte de Goldsmith se puede leer, solo que este no trabaja con la noción de calidad literaria como trabajan Philip Roth o Raduan Nassar. Ni el arte de Duchamp se destaca por el esmero visual ni el de Goldsmith sobresale por el esmero textual: ninguno los dos tiene su fin en el placer estético del ojo o de la legibilidad. Duchamp dice: “Traté constantemente de encontrar alguna cosa que no evocara lo que ya sucedió antes”[2]. Para Duchamp, hacer arte era luchar con su pasado inmediato; en este caso, un pasado compuesto por el arte retiniano de los postimpresionistas y cubistas. De acuerdo con Marjorie Perloff, “como no quería (o no podía) emular las técnicas de pintura de Picasso o Matisse, Braque o Gris, decidió, en un momento crítico, ‘hacer alguna otra cosa’”[3]. Esa parece ser una premisa de la escritura de apropiación: hacer alguna otra cosa, escribir de otra manera. Escribir sin escribir.  Y, en el caso de las obras de Goldsmith —como de otros autores como Craig Dworkin, Vanessa Place y Carlos Soto-Román— hacer “literatura conceptual”, una literatura donde la idea sea más importante que el intento de involucrar al lector en la lectura del texto. Una escritura que busca más pensadores que lectores.

2. Para el crítico y curador francés Nicolas Bourriaud, desde la década de 1990, “una cantidad cada vez mayor de artistas viene interpretando, reproduciendo, volviendo a exponer o utilizando productos culturales disponibles u obras realizadas por terceros”[4]. Bourriaud denomina a dichas actividades prácticas de “postproducción”. Para él, en la actualidad el artista no transforma un elemento en bruto (como el mármol, un lienzo en blanco o arcilla), sino que utiliza un dato, sea este un producto industrializado, un video o incluso un animal. Para Bourriaud:

Las nociones de originalidad (estar en el origen de…) y también de creación (hacer a partir de la nada) se esfumaron en ese nuevo paisaje cultural, marcado por las figuras gemelas del DJ y del programador, cuyas tareas consisten en seleccionar objetos culturales e insertarlos en contextos definidos[5].

Aquí, el sampler se convierte en una figura central. Samplear consiste básicamente en retirar o copiar fragmentos de una o varias fuentes y transferirlos, reposicionándolos en un determinado contexto diferente a aquel de donde se retiraron los fragmentos. Es decir, se asemeja a un reaprovechamiento, un segundo uso dado a cierto material. En literatura, el sample se aproxima a lo que concebimos como una cita. Citar es resaltar un fragmento, ponerlo delante de su conjunto anterior, destacarlo y traerlo a una nueva situación. Citare, en latín, significa poner en movimiento, hacer pasar del reposo a la acción. Cuando citamos, activamos palabras que antes dormían. Pero hay una diferencia crucial entre la cita y gestos más radicales de apropiación: la cita tradicional se hace cuando el contenido copiado se relaciona con un crédito, con la referencia a la fuente: en gestos de apropiación, la aclaración en cuanto al origen puede estar o no. Es decir, el gesto de apropiación varía; en algunos formatos, la fuente puede permanecer oculta. Pero las diferencias no terminan ahí: en general, cuando hablamos de citas hablamos de ese fragmento previamente escrito que se reproduce con el fin de ilustrar una idea, reforzar una posición; aumentar el volumen de sentido de cierta afirmación, además de conferirle autoridad. No hablamos de ese tipo de cita cuando hablamos, por ejemplo, del bricolaje, del mash-up como “montaje de fragmentos”. En estos casos, la cita no es un aumento de sentido a un texto anterior del autor original, justamente porque no existe un anterior que no sea en sí ya una cita o fragmento de otro texto. La cita no viene a ilustrar una idea. Esta es el texto; es la idea. El fragmento se reproduce para ser una de las partes integrantes del trabajo, en el mismo nivel que otros extractos. No se utiliza para aclararlos o reforzarlos.

Pasamos de la “lógica del sentido” —algo que nos ayude en la comprensión— a la “lógica del uso”, donde no hay diferencia de jerarquía o intención entre un fragmento apropiado y otros también apropiados o no. El extracto copiado es un dato, una fuente que se utilizará como ready-made. Está allí no para confirmar o reforzar algo previo, sino como obra en sí. Naturalmente, la forma en que Kenneth Goldmish utiliza la apropiación, instaurando el concepto por encima de una atracción a la lectura, no es la única forma en que los escritores están componiendo obras excepcional y completamente de textos que no son de ellos. El reciente Ensaio sobre os mestres, del profesor y escritor portugués Pedro Eiras, está formado por más de cuatrocientas páginas de pensamiento, ficción, poesía y teoría literaria, compuestas por medio de colajes de fragmentos de varios autores, sin que el mismo Pedro Eiras agregue nada, absolutamente nada “de su puño”. Cada capítulo del libro gira en torno a un tema, como “El Maestro”, “El Discípulo” y “Clases y Conversaciones”. El siguiente extracto se tomó del capítulo “La Muerte”:

En todo caso, fue una de las angustias de mi vida —de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro murió sin que yo estuviera allí. Esto es estúpido pero es humano, y es así. Yo estaba en Inglaterra. Ni Ricardo Reis estaba en Lisboa; había regresado a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero era como si no estuviera. (Fernando Pessoa / Álvaro de Campos 1931: 46)

Nadie lloró su muerte; nadie estaba a su lado, además de la figura vulgar del comisario del barrio y del médico municipal indiferente. (Nikolai Gógol 1834: 123)

“¿Por qué no fuiste al funeral?” “Cuando una persona está muerta, está muerta”. “Deberías haber ido”. “¿Vendrás al mío?” Pensé por un momento y respondí: “No”. (Elena Ferrante 1992: 145) [6].

 

Ahí vemos fragmentos de Fernando Pessoa, Gógol y Elena Ferrante. Ninguno de los pasajes es original y textualmente de Pedro Eiras. Él actúa como una especie de organizador del discurso, un gerenciador de información textual. Y de manera distinta a la estética del choque y de la incongruencia practicada por las vanguardias del inicio del siglo XX, y también de forma diferente a la literatura conceptual, ya que en su obra Eiras busca —y alcanza— una conexión orgánica entre los pasajes que incluso podrían pasar por un texto escrito originalmente por un individuo. El libro de Eiras pide lectores. En el conjunto de fragmentos citados percibimos una narrativa bien establecida: el narrador en primera persona, en el extracto originalmente de Pessoa, está inquieto por no haber asistido a un funeral, entonces tenemos una idea de cómo fue ese funeral con el fragmento de Gógol, y en el tercero, originalmente de Ferrante, hubo un cambio psicológico en el narrador: durante una conversación sincera, se da cuenta de que no necesitaba estar inquieto de esa forma pues, en el fondo, pensándolo bien, hay algunos funerales a los que realmente no iría, como el de su interlocutor.

Con Ensaio sobre os mestres y otras obras, como Endtroducing, de DJ Shadow (en la música), The clock, de Christian Marclay (en el videoarte), y otras en el área textual, como Tree of Codes, de Jonathan Safran Foer, y Nets, de Jen Bervin, es posible notar que en los últimos años el acto de desplazamiento se expandió de la aplicación en objetos cotidianos, como solía ser más común en las vanguardias, a la aplicación en objetos de la cultura: libros, música, películas, etc. Asimismo, el gesto actualmente dirigido al patrimonio cultural no se realiza con la intención de desvalorizar el arte y cuestionar su existencia, sino para utilizarlo en obras nuevas. Esto demuestra, según Bourriaud, “una voluntad de inscribir la obra de arte en una red de signos y significaciones, en lugar de considerarla como forma autónoma u original”[7]. Hoy, la obra se propone, no como antiarte o antiliteratura, sino como un punto donde se cruzan los que forman parte de una gran pantalla (que podrá más o menos aclararse —solo sugerirse— para el lector).

Para el escritor argentino César Aira, “al compartir el procedimientos, todas las artes se comunican entre sí: se comunican por su origen o por su generación. Y al remontarse a las raíces, el juego comienza de nuevo”[8]. El juego que se reinicia es el juego de la identidad del autor, de la naturaleza de la escritura y de la especificidad de los contenidos. El juego se reinicia con las preguntas: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Qué diferencia a un poema de los comentarios en la web? ¿Es solo la forma? La escritura de apropiación lleva a reiniciar el juego. Y perturba paradigmas.

Aunque no sea un ejemplo del objeto compuesto enteramente de apropiaciones, diferenciándose así de otras obras mencionadas, debemos recordar el caso de El aleph engordado. En 2009, el escritor argentino Pablo Katchadjian agregó 5600 palabras al cuento “El aleph” de Jorge Luis Borges y publicó el resultado original con su propia editorial, la Imprenta Argentina de Poesía, con una tirada baja, de alrededor de entre doscientos y trescientos ejemplares, de los cuales dio algunos a sus amigos y otros los vendió de manera informal por un costo bajo. Dos años después, la viuda y heredera de Borges, Maria Kodama, demandó a Katchadjian por plagio y violación de derechos. El caso se extendió durante seis años, con pequeñas victorias de los dos lados, hasta que Katchadjian fue finalmente absuelto.  Si la sentencia judicial hubiese sido desfavorable para Katchadjian, veríamos la apertura de un precedente peligroso para la experimentación literaria y artística en Argentina. Pero el proceso funcionó, para la parte demandante, algunos años después, como un fantasma que sobrevuela en el aire, amenazador. El año en que Kodama comenzó la demanda contra Katchadjian, otro texto de Borges estaba listo para llegar a las librerías. Era la novela El hacedor remake, del español Agustín Fernández Mallo. La editorial Alfaguara publicó el libro y este estaba listo para ser distribuido cuando, a último momento, los editores prefirieron retener los ejemplares en su stock por miedo a sufrir una demanda por parte de la titular de los derechos de Borges, como ocurrió con Katchadjian. Es una triste ironía que tales casos hayan involucrado justamente a la literatura de Borges, el autor que fundó todo un conjunto de textos maravillosos que exploran referencias inventadas, reseñas de libros inexistentes, copias que se reescribieron, imitaciones y la figura del lector-autor (lo que llevó al escritor argentino Alan Pauls a decir que hay “una vocación parasitaria que prevalece en las mejores ficciones de Borges”[9]).

Está claro que, desde siempre, los escritores han citado a otros escritores en sus obras, robado frases y versos o creado otras formas de diálogo y generado intertextualidades. La lectura es la donación de sentido por parte del lector desde siempre. La literatura es un objeto inacabado que pide la actualización del lector. No existe una lectura que no resignifique el texto leído. Lo que sucede es que, con la tecnología, la virtualidad y la digitalización contemporáneas, el texto —y su cantidad, que aumenta exponencialmente— se torna cada vez más maleable, cada vez más desplazable, editable, transmisible, más disponible para la imprevisibilidad de la recepción. Y, como dice Lev Manovich:

Cuando trabajamos con un software y empleamos las operaciones incluidas en este, estas se convierten en una parte integrante del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos, los otros y el mundo. Las estrategias de trabajo con datos informáticos se tornan estrategias cognitivas de carácter general[10].

Esa recepción, al apropiarse del texto y producir uno nuevo por medio del anterior, sea en un entorno digital o impreso, modifica la noción de autoría. De esa forma, que las prácticas de apropiación operan como diferencia es justamente el cambio de la lectura como autoría “implícita” a una autoría “explícita”.

En la década de 1960, Roland Barthes cuestionó dos fundamentos de una idea de autoría. Primero, el de que el autor sería un origen de aquello que se proyecta por medio de sus libros. Segundo, el de que el autor y su vida serían fuentes para interpretar tales escritos. Barthes reformula las dos cuestiones; al fin de cuentas, para él, el texto sería un “tejido de citas”. ¿De dónde viene la llamada “voz” o incluso el “estilo” de un autor sino de todo aquello que el autor ya leyó, escuchó, vio, vivió? Cuando el autor escribe, ¿no está utilizando todo ese bagaje y esa experiencia, que no son solo de él? ¿Cómo pensarlo, entonces, como un origen? ¿Por su mano no pasan palabras, frases, ideas y expresiones que tomó de otros? Sí, es obvio, y por eso el autor no es un origen del texto que él transmite ni una biografía del autor puede explicar su texto. Así, vemos en Barthes un pensamiento sobre la apropiación y la autoría. Sin embargo, la diferencia del “tejido de citas” del cual habla para las prácticas de apropiación de las que hablamos aquí es que estas son una especie de radicalización en el siguiente sentido: el tejido de citas se torna consciente, manifiesto, declarado y entusiasmado; el texto se torna, en la práctica y materialmente, ready-made. No se trata de un tejido de citas hechas por defecto o inconscientemente por el autor o algo que simplemente ocurre porque no podría ser de otra manera. Por el contrario, se trata de una táctica muy bien definida y tramada, un gesto consciente de sí, un ataque material, que copia y pega, y que puede ni siquiera tratarse de un tejido, sino de un desplazamiento del objeto entero, sin un collaje de fragmentos. De esta forma, entre el pensamiento de Barthes y las prácticas de apropiación contemporáneas hay un diálogo establecido por una continuidad a través de una diferencia.

Villaforte (1.2)

   

3. En el libro de poemas más reciente de la brasileña Angélica Freitas, Um útero é do tamanho de um punho, hay una sección titulada “3 poemas hechos con ayuda de Google”. Angélica propone expresiones en Google, como “la mujer va”, “la mujer quiere” y “la mujer piensa” —títulos de los poemas—, y entonces se encuentra con un manantial de resultados indexados por Google. La poeta se limita a navegar por esos resultados, tomar lo que le interesa y luego reorganizar su selección, editarla en forma de versos. No se trata de dadaísmo, a pesar de la semejanza gestual. No se trata de eso porque existe una decidida y fuerte intervención autoral que, incluso abriéndose al azar, controla buena parte del resultado final del poema, aunque Angélica Freitas no haya escrito los versos que se tornan de uno. Lo mismo sucede en Ensaio sobre os mestres, de Pedro Eiras. Una lógica curatorial, que también está presente en el proyecto de “literatura remix” que mantuve entre 2010 y 2013 en el blog MixLit en la plataforma WordPress. Todos estos manifiestan lo que podemos llamar autor-curador. El tejido de citas no es resultado de una previsibilidad; el hecho de que necesariamente escribimos con lo que es nuestro y de los otros. Aquí, el tejido de citas es fruto de una actitud deliberada, consciente de los actos de selección y edición, y con etapas de prueba y verificación.

Esta actitud apropiacionista se expresa también en el libro Tree of Codes, del escritor Jonathan Safran Foer, y en el libro Nets, de la poeta y artista Jen Bervin. El primero, publicado en 2010, es una narrativa que nace de un texto original de 1934, Street of Crocodiles, colección de cuentos interconectados de Bruno Schulz. En las páginas del libro, con un orden editorial impresionante, se imprimen los extractos de Schulz que Safran Foer seleccionó para que permanezcan en su narrativa, y en el lugar de los que Safran Foer optó por retirar hay agujeros, recortes que dejan un espacio vacío. El trabajo de Jen Bervin, en Nets, parte de una lógica similar. Ella usa sonetos de Shakespeare, solo que, en lugar de elegir fragmentos que se imprimirán en el libro y otros que, excluidos, dejarán un vacío, Bervin crea un juego de tonalidades. El texto íntegro de los sonetos de Shakespeare está impreso, pero algunas palabras del texto —las elegidas, que forman el nuevo poema de Bervin— están impresas en negro, mientras que las otras aparecen en gris. Las palabras del poema de Bervin se destacan, obviamente, y el aspecto general recuerda a algo relacionado con la topología, con palabras más “altas” que otras. Figura y fondo. Figura: la lectura de Bervin. Fondo: el original de Shakespeare.

Tanto Bervin como Safran Foer no solo leen e interpretan lo que leyeron, sino que modifican lo que leyeron de forma visible y física. Sus procesos hacen que la lectura deje de ser algo que se hace solamente con los ojos para que se convierta en una lectura con las manos. Las diferencias entre las fuentes —Shakespeare y Bruno Schulz— resultan en juegos distintos con la cuestión de la autoría, naturalmente, pero la diferencia entre los procesos en sí queda clara: mientras que Bervin posproduce el gesto de la selección y deja que el texto original conviva con su nueva lectura, Safran Foer recorta y deja agujeros. Son señales de una lectura táctil. Desde el punto de vista de la producción, ambos encaran el texto en su encarnación original con el deseo de doblarlo y desdoblarlo hasta que de allí se pueda arrancar otra poesía o narrativa de los textos que les ofrecieron terminados. Son hackers del texto original. Invasores de discursos. Lectores-autores que expresan un espíritu del tiempo denominado por Marjorie Perfloff de genio no-original. Ya no importa inventar algo o ser el origen, sino insertarse en una onda preexistente. “’Llegar en lugar de ser el origen de un esfuerzo”[11], como dice Gilles Deleuze.

Mientras Safran Foer, Jen Bervin y Kenneth Goldsmith trabajan con fuentes únicas, sin mezclar materias textuales, Delírio de damasco, “3 poemas hechos con la ayuda de Google” y la serie MixLit están compuestos por la aglutinación de palabras tomadas. Una obra textual que incluye diversas fuentes torna sus márgenes porosos, pues apunta hacia afuera. E incluso abre la posibilidad de que otras fuentes encajen dentro de ella. Así, se convierte en maleable, como si fuese en la práctica una obra eternamente inacabada. Podría continuar sirviéndose de fuentes nuevas, editándolas, arrojándolas dentro de sí. Con respecto a la ficción de Rubem Fonseca, repleta de citas, Vera Follain de Figueiredo dice que “el juego constante de remisiones a otros textos diluirá los márgenes que delimitarían su interioridad”[12]. Lo mismo se aplica al mash-up o bricolaje. Sin embargo, no es cierto que podamos llamar lo que sucede en esos tipos de obra “remisiones a otros textos”. Lo que parece más probable es que esas obras “presenten otros textos”, ya que no solo remiten a ellas. Ellas apuntan a otros textos externos pero, además, son los mismos otros textos.

Las obras contemporáneas responden a una situación propia de los días de hoy, que es el alcance avasallador de la realidad, que nos alcanza donde quiera que estemos, a través de los smartphones, de la radio o del pequeño televisor que nos acosa aún en el ómnibus o los ascensores, prácticamente prohibiéndonos que olvidemos el día de día de los famosos, nuestra suerte astrológica o la cotización de la bolsa. Si el exceso de estímulos termina agotándonos, causando así la negativa, la insensibilidad, una total indisponibilidad para el espanto —hasta entonces el fundamento de la poesía—, el escritor, el poeta, el artista recorren los propios estímulos que los agotan para dejarlos hablar por sí mismos, o por medio de rearreglos, reflejando la banalidad y el tedio, como hacen las obras de Kenneth Goldmisth. Por eso, el término “poesía del posespanto”[13], como dice Alberto Pucheu, caracteriza la poesía de A morte de Tony Bennet, del poeta Leonardo Gandolfi, una poesía en que no hay momentos de intenso voltaje emocional, asumida como poesía de “batería baja” por el autor, hecha de partes de letras del cantante Roberto Carlos, diálogos de películas de espionaje, entre otras tantas fuentes cuyo exceso, en nuestras vidas, nos lleva a una sensibilidad casi plana.

Parte del exceso se debe al hecho de que vivimos una incesante producción de pasado. Cada vez más archivos, cada vez más registros, cada vez más novedades sobre nuestros antepasados, novedades extraídas con las que tenemos que estar y entonces reevaluar dónde estamos, dónde estuvimos y qué hacemos a partir del momento en que ya no podemos ignorarlas. El escritor, percibiendo que el universo ficcional/poético/literario queda enterrado debajo de tanta realidad (aunque se presente, muchas veces, con aires de ficción), sin posibilidad de alcanzar y sensibilizar al lector ya insensible debido a tantas noticias, busca generar una intervención más notable en la realidad o servirse de ella para desastibilizarla (modificarla, colocarla bajo sospecha) por medio de la inserción del mirar poético y de la ficción. Si los periódicos presentan la realidad con todo un aparato que le da aires de ficción, el escritor presenta la ficción con un aparato que le dé aires de realidad; espectáculos de realidad, como dice Reinaldo Laddaga. Y eso no sucede, en este momento, como una especie de reacción triste al exceso de realidad, sino como una proposición entusiasmada por el contacto con lo real, con la posibilidad de tratar con un material que otras generaciones no pudieron tratar (posts y mensajes en redes sociales, por ejemplo, en el caso del Livro das postagens, de Carlito Azevedo). Se trata de la oportunidad de dar una nueva vida a las porciones de realidad, que ha sido asumida con aparente ánimo.

Este ánimo parece mover tanto obras que se hacen a partir de la mezcla entre “pedazos” de lo preexistente y fragmentos originales y también aquellas integralmente no escritas/no creadas por quienes las firman. El autor, principalmente de estas últimas, se convierte en un “procesador del lenguaje y sensaciones”[14], como dicen Frederico Coelho y Mauro Gaspar. Procesador: una máquina. Lenguaje: materia que produce tal o cual sensación y pensamiento, que depende de cómo se manipule. El lenguaje procesado resultante en obras menos o más consecuentes, de mayor o menor intensidad, interés y potencia. Pensemos en la obra Sessão, de Roy David Frankel. El libro parte de una transcripción de los discursos de los diputados brasileños durante la votación de 2016 para el impeachment (proceso de destitución) del gobierno de Dilma Rousseff. En el libro, los discursos se reconfiguran en versos. Las declamaciones de los votos se tornan poesía. La memoria de aquel día y de lo que vimos y escuchamos por la televisión es inmediata. Discursos pobres, vacíos, falsos, violentos, puro escarnio. Al mismo tiempo, la forma poética en versos libres que juegan también con la espacialidad de la página —al resaltar, del lado derecho de la página, toda palabra que envuelve conceptos como “nación” y “patria”— no nos prepara para el contenido allí contenido; por el contrario, camuflan, bajo la forma de poema, la materia de la cual están hechos versos. Por medio de esa operación, Sessão causa una falla en el lector, que no ve el piso. El efecto resulta del contraste brutal entre forma y contenido. Y, curiosamente, hay una carga emocional altísima en el libro, pues es imposible, para el lector brasileño, no deprimirse al dar vuelta página tras página y ver, una vez más, que se mantiene la crudeza discursiva. Es como si estuviésemos entrando en contacto con esas palabras por primera vez, al mismo tiempo que reestablecen un recuerdo amargo. Es como el recuerdo de un trauma. Sabemos lo que tenemos por delante pero, incluso con ese entendimiento, no quiere decir que estemos preparados. Sea el lector un opositor a la caída de Dilma o un entusiasta, es imposible no lamentar la baja calidad intelectual, moral y civil expresa en la oratoria de los diputados. El pasado se revive como diferencia: hay algo del recuerdo afectivo que cargamos de aquel día, pero presentado por medio de un nuevo dolor que se revela en la lectura. Los tiempos y los afectos se desdoblan. El autor no escribió nada.


REFERENCIAS

AIRA, César. A nova escritura. En: Pequeno manual de procedimentos. Curitiba: Arte e Letra, 2007.

AZEVEDO, Luciene. Tradição e apropriação: El Hacedor (de Borges), Remake de Fernández Mallo. En: AZEVEDO, Luciene; CAPAVERDE, Tatiana (orgs.). Escrita não criativa e autoria. São Paulo: e-galáxia, 2018.

BOURRIAUD, Nicolas. Pós-produção: como a arte reprograma o mundo contemporâneo. São Paulo: Martins Fontes, 2009.

CHARTIER, Roger. Os desafios da escrita. São Paulo: Unesp, 2002.

COELHO, Fred; GASPAR, Mauro. Manifesto da literatura sampler. 2005. Disponible en: <http://www.maxwell.vrac.puc-rio.br/12382/12382_5.PDF>.

DELEUZE, Gilles. Conversações. São Paulo: Editora 34, 1999.

EIRAS, Pedro. Ensaio sobre os mestres. Lisboa: Sistema Solar (Documenta), 2017.

FIGUEIREDO, Vera Follain de. Os crimes do texto: Rubem Fonseca e a ficção contemporânea. Belo Horizonte: UFMG, 2003.

GOLDSMITH, Kenneth. Uncreative Writing. Nova York: Columbia University Press, 2011.

MANOVICH, Lev. The language of new media. Cambridge, Mass.: MIT Press, 2001.

PERLOFF, Marjorie. O gênio não original. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2013.

PUCHEU, Alberto. Do tempo de Drummond ao (nosso) de Leonardo Gandol . Da poesia, da pós-poesia e do pós-espanto. Rio de Janeiro: Azougue Editorial, 2014.

[1] Chartier, 2002, p. 109-110.

[2] Citado por Perloff , 2013, p. 268.

[3] Citado por Perloff , 2013, p. 268

[4] Bourriaud, 2009, p. 8.

[5] Bourriaud, 2009, p. 8.

[6] Eiras, 2017, p.398-399.

[7] Bourriaud, 2009, p. 12-13.

[8] Aira, 2007, p.17.

[9] Citado por Azevedo, 2018, p. 82

[10] Manovich, 2001, p. 116. Mi traducción

[11] Deleuze, 1999, p. 151.

[12] Figueiredo, 2003, p.12.

[13] Pucheu, 2014, p. 70.

[14] Coelho y Gaspar, 2005, sin numeración.

Benjamin Moser y la mujer más pequeña del mundo

Por: Magdalena Edwards
(Publicado originalmente en el Los Angeles Review of Books)

Traducción: Gustavo Turner

Imagen de portada: Clarice Lispector y Tom Jobin (Archivo Nacional de Brasil)

“La mujer más pequeña del mundo” es un cuento de Clarice Lispector que relata el encuentro entre Pequeña Flor, la mujer más pequeña de todos los pigmeos, y el explorador francés Marcel Pretre, quien afirma que la ha descubierto y le da su nombre. Magdalena Edwards acude al cuento de Lispector –y a la lectura que Benjamin Moser hace, en su biografía de Susan Sontag, acerca del trabajo de ghostwritting que la escritora realizó para su ex marido, Philip Rieff– para pensar su propia experiencia laboral con Moser, a propósito de la traducción al inglés que la autora hizo de la novela de Lispector, O Lustre (The Chandelier). También, para reflexionar sobre temas aún tan vigentes en el ámbito académico e intelectual como la autoría, la apropiación y el trabajo no acreditado.


Conocí a Benjamin Moser hace casi quince años en la casa de Denise Milfont en Río de Janeiro. Denise, una conocida actriz y núcleo de las artes y la cultura en Río, me dijo: “Debes conocer a Benjamin. Está escribiendo sobre Clarice”. Ella me presentó como “Magdalena, que escribe sobre Elizabeth Bishop”. Bishop, una de las primeras traductoras de Lispector al inglés, publicó tres cuentos de la escritora Brasileña –“La mujer más pequeña del mundo,” “Una gallina” y “Macacos” [“A menor mulher do mundo,” “Uma galhina” y “Macacos”] – en la revista literaria Kenyon Review en 1964. Moser y yo inmediatamente comenzamos a comparar notas: ¿Has ido a este archivo, conoces a tal persona, y que piensas de este detalle? Él vivía en Europa y yo en California, así que casi no nos vimos nunca. Intercambiábamos ocasionalmente algún que otro e-mail, efusivamente, entre nerds.

Al inicio de nuestra correspondencia, en julio del 2006, le envíe a Moser un capítulo de mi disertación sobre Bishop, en el que discuto sus traducciones de los cuentos de Lispector. En el 2008, él me puso en contacto con Dedi Felman, co-fundadora de Words Without Borders, para que yo tradujera un fragmento de la tercera novela de Lispector, La ciudad sitiada [A cidade sitiada], que aún no había sido traducida al inglés. Traduje el segundo capítulo y Moser aplicó su mirada editorial vía correo electrónico, dándome feedback en mi documento de Word a través de la función “Control de cambios”. El capítulo nunca fue publicado, cosas de la vida. Pero quedé profundamente agradecida a Moser. Cuando Oxford University Press publicó su libro Why This World: A Biography of Clarice Lispector [Por qué este mundo: una biografía de Clarice Lispector] en 2009, me deleitó ver mi nombre en los agradecimientos. En septiembre del 2015, cuando Moser me preguntó si estaba interesada en traducir La lámpara [O Lustre], la segunda novela de Clarice, al inglés como The Chandelier, estuve encantada.

En el verano de 2017, mi nombre apareció en el catalogo de títulos próximos a publicar por New Directions en el inicio del 2018 como traductora de The Chandelier de Lispector[1]. Aunque el nombre de Moser no estaba mencionado, él ya era bien conocido como el series editor, el responsable de la serie de nuevas traducciones de Lispector de New Directions. Los cuentos completos [The Complete Stories] de Lispector, traducidos por Katrina Dodson y publicados en 2015, habían atraído considerable renombre para Moser y para todo el proyecto. Dodson fue la sexta en el equipo de nuevos traductores de Lispector, que también incluía a Alison Entrekin, Stefan Tobler, Johnny Lorenz e Idra Novey, quienes tradujeron, una cada uno, las cuatro novelas publicadas en 2012. The Hour of the Star –la version de Moser de La hora de la estrella [A hora da estrela], publicada en 2011– fue la primera en la serie. Su rol como editor figura prominentemente en cada uno de los nuevos libros traducidos por las manos de otros, y también escribió los prólogos de tres de ellos. Tanto la traducción de Novey de La pasión según GH [A paixāo segundo G. H.], como los Cuentos completos de Dodson incluyen una “Nota de la traductora”. Yo sabía que me estaba sumando a un grupo dinámico, pero aún me quedaba mucho para aprender sobre este nuevo proyecto Lispector. Y para que eso sucediera, primero las cosas tenían que derrumbarse.

Cuando O Lustre fue finalmente publicada en inglés como The Chandelier, recibí el crédito de cotraductora, con mi nombre después del de Moser. La verdad es que Moser trató de que me despidieran, argumentando que mi manuscrito completo no estaba a la altura de las expectativas, que mi nivel de portugués era insuficiente y que él había tenido que reescribir cada línea de mi traducción. ¿Qué pasó?

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Una manera en la que puedo empezar a responder esa pregunta es refiriéndome a un artículo de Alison Flood en el periódico inglés The Guardian del 13 de mayo de 2019, en el que ella discute la nueva biografía Sontag: Her Life and Work [Sontag: su vida y obra] (publicada en inglés por Ecco, el 17 de septiembre de 2019), escrita por Moser[2]. El artículo de Flood se centra en el argumento de que Sontag sería la verdadera autora de Freud: The Mind of the Moralist [Freud: la mente del moralista] (1959), el libro que cimentó la carrera de Philip Rieff, su ex marido (un libro que Sontag supuestamente habría escrito cuando contaba poco más de veinte años). Flood cita a Moser citando a una amiga de Sontag, Minda Rae Amiran, quien “le dijo que, cuando la pareja vivía en Cambridge, Massachusetts, ‘Susan se pasaba todas las tardes reescribiendo la cosa entera desde cero’”. La expresión “reescribiendo la cosa entera desde cero” –en referencia al trabajo de Sontag para el libro sobre Freud de Rieff– me llamó la atención, porque reflejaba el mismo argumento que había usado para explicar por qué yo tendría que haber sido despedida por New Directions. Presuntamente mi trabajo era tan desprolijo que Moser había tenido que reescribir cada línea. A excepción de que, mientras yo estaba ocupada tratando de comunicarme con New Directions –esto fue al final del verano de 2017– para salvar mi reputación y mi trabajo, Moser simplemente comenzó a editar mi manuscrito, no a reescribirlo.

Mientras buscaba consejos de colegas, me di cuenta de que había sido terriblemente ingenua. Yo había firmado un contrato con New Direction a fines de julio de 2016 para traducir O Lustre como única traductora; una amiga abogada me hizo ver más tarde que el contrato no mencionaba a Moser como editor ni le daba rol oficial alguno en el proceso. Moser y yo no habíamos definido un cronograma para trabajar en la traducción como editor y traductora, y en ningún momento antes del intento de despido habíamos trabajados juntos en el manuscrito. Siguiendo el consejo de una de mis mentoras en Los Àngeles, yo me había postulado para una residencia de escritura en Yaddo en el verano de 2016 para trabajar en mi traducción de O Lustre y me la habían otorgado. La residencia requería que yo entregara una muestra de mi trabajo. Una semana después de la fecha estipulada en mi contrato, que era el 30 de Junio de 2017, y luego de pedirle a Moser una breve prórroga, le entregué a él, y solamente a él, un borrador de la traducción de la novela en un archivo de Word, vía correo electrónico. En el cuerpo del correo describí mi manuscrito como “imperfecto” y enfaticé que estaba ansiosa de recibir su devolución para poder comenzar con mis revisiones. Lo que sucedió a continuación fue totalmente inesperado. Barbara Epler, publisher y presidente de New Directions, fue agregada en la conversación, y ella y yo comenzamos a recibir páginas de mi manuscrito, en formato PDF, anotadas por Moser (a mano, no con la función “control de cambios” en el archivo de Word que le había enviado por email). Había muchísimas anotaciones en cada página. Yo quedé confundida, pero decidí dejarlo pasar.

No mucho después de que estas páginas comenzaran a llegar, recibí un par de emails de Moser sugiriendo que mi trabajo no estaba al nivel que él había anticipado. Fue entonces que recibí un correo de Epler, en el que se me ofrecía una tarifa de compensación muy reducida (kill fee) por mi trabajo, lo que no había sido una claúsula en mi contrato, y que me hizo sonar las alarmas. Al principio, quedé turbada y compungida. Ciertamente esto debía ser un malentendido. Cuando comencé a interiorizarme en mis derechos como traductora con contrato y decidí hacer frente a la situación, se me dijo que yo no había entregado la “versión final” (final draft) que se esperaba y requería. Chequée mi contrato nuevamente, ahora con la ayuda de un abogado especialista en traducción literaria, y vi que decía “manuscrito completo”. Expliqué que no había entendido que el término “manuscrito completo” significaba “versión final”, especialmente porque Moser –supuestamente el editor– y yo no habíamos trabajados juntos en nigún momento. Algo olía muy, muy mal. Mi instinto me decía que necesitaba cavar más profundo.

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Décadas antes, Sontag se había enrolado como ghostwriter de Rieff. En su biografía, Moser escribe:

El primer relato de Susan sobre la relación de ellos fue una carta a Judith [hermana de Sontag] en la que ella describía su emoción por conocerlo [a Rieff] y el trabajo de ghostwriting que estaba haciendo para sus reseñas literarias, ahorrándole “el trabajo de leer el libro”. Quizás este procedimiento pareciera normal en 1950, pero aún desde el punto de vista más liberal, hace pensar en por qué alguién que tenía veintisiete años y no era aún profesor había contratado a una estudiante universitaria para reseñar libros que él mismo no había leído.

Lo que me llama la atención es que Rieff no estaba ni leyendo los libros en cuestión ni escribiendo los textos que firmaba; Sontag hacía todo el trabajo y no recibía crédito alguno. Posteriormente, este trabajito de ghostwriting de Sontag parece infiltrarse en el proyecto de libro de Rieff, cuya narrativa de origen es más compleja que el de las reseñas que Sontag simplemente escribió en nombre de Rieff. Moser escribe: “[El] libro [sobre Freud] parece basado, por lo menos hasta cierto punto, en la investigación y apuntes [de Rieff]. Pero si bien sus ideas también están presentes allí, casi seguramente él no escribió el libro en el que se basó su carrera”.

Al leer la evaluación de Moser me pregunté: Cuando una idea escrita por Rieff en sus apuntes de investigación acabó en un texto recompuesto o revisado de dichas notas por Sontag, un intelecto emergente que también entendió a Freud profundamente, ¿quién puede reivindicarse la autoría del texto final? También me hubiera gustado saber: ¿Cómo eran los apuntes de Rieff? ¿Incluían frases y párrafos completos o títulos de capítulos o borradores de capítulos? Moser no da respuestas a esas preguntas, aunque ofrece lo siguiente, de una entrevista a Sigrid Nunez: “Susan decía haber escrito ‘cada palabra’ de The Mind of the Moralist. Philip más tarde reconoció que ella fue ‘coautora’ del libro”.

Cuestiones de autoría, apropiación y trabajo no acreditado son fundamentales para la discusión que Moser propone sobre Sontag. Para él, el libro sobre Freud, finalmente firmado por Rieff, “elabora completamente los temas que marcaron la vida de Sontag”. Haciendo el comportamiento de Rieff aún peor, la primera edición del libro incluía un agradecimiento que “sería removido de ediciones posteriores, pero que levantó sospechas cuando apareció”, especialmente porque Sontag nunca usó el apellido de su marido: Rieff le agradece a “mi esposa, Susan Rieff, que se dedicó inagotablemente a este libro”. El análisis que Moser hace de este agradecimiento es rápido e inflexible: “Era un intento de colonizar la identidad de ella, de relegar a su esposa al rol tradicional: de reafirmar su autoridad, de volver a ponerse encima”. El conflicto Sontag-Rieff sobre quién hizo qué trabajo y quién recibió el crédito me sonó dolorosamente familiar a mí, la traductora de O Lustro devenida en cotraductora. Y la posición de Moser en este conflicto se hizo aún más compleja cuando la consideré junto a una serie de ensayos, de los cuales solo me había enterado recientemente, que cuestionaban la originalidad y fuentes de la obra cimentadora de la carrera de Moser sobre Lispector, sujeto de su primera biografía.

Clarice/moser. Dibujo de Gustavo Turner.

Clarice/moser. Dibujo de Gustavo Turner.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Mientras mi conflicto con Moser con respecto a The Chandelier se desarrollaba en el verano de 2017, comencé a prestar más atención a todo lo que sabía, o creía que sabía, sobre Lispector y la administración de su legado. Comencé a enterarme del encono entre Moser y Nádia Gotlib, autora de Clarice, Una vida que se cuenta [Clarice, uma vida que se conta], una biografía de Lispector originalmente publicada en São Paulo por Editora Ática en 1995, que ya va por la séptima edición. Me alertaron sobre el ensayo de Banjamin Abdala Junior “Biografia de Clarice, por Benjamin Moser: coincidências e equívocos” (“La biografía de Clarice, por Benjamin Moser: coincidencias y errores”), que fue publicado en portugués en una revista académica en 2010[3]. Allí, Abdala Junior argumenta que Moser tomó bastante prestado de Gotlib e indica similitudes en las estructuras narrativas de sus biografías, que incluyen títulos de capítulos y secciones:

Las similitudes no son solo en el arco narrativo. Si en el libro de Nádia Gotlib hay una sección titulada “Las recetas de la bruja”, en el de Moser hay un capítulo titulado “La bruja.” En el libro de la crítica brasileña hay “Los diálogos posibles”, en el de Moser hay “Diálogos posibles”. En Clarice, uma vida que se conta hay “El huracán Clarice”, en [Por Qué Este Mundo] hay “Huracán Clarice”…

Abdala Junior también se mete en la cuestión de la enfermedad de la madre de Lispector y si era, como Moser afirma en su libro, sífilis contraída luego de ser violada por soldados soviéticos durante los pogroms en Ucrania, de donde la familia emigró en 1921. Abdala Junior argumenta que Moser inventó este secreto familiar terrible y perturbador de dos puntas (violación, sífilis). Moser y Gotlib se presentaron juntos en la feria literaria FLIPORTO en 2010 para discutir sus respectivas biografías de Lispector. La cuestión de si la madre de Lispector había sido violada durante los pogroms y contraído sífilis fue planteada por Gotlib, no sin una tensa impugnación, como puede verse online (27:45)[4].

La reseña de Lorrie Moore de la biografía de Lispector de Moser para The New York Review of Books (September 24, 2009) le dedica el tercer párrafo a Gotlib, a quien Moore describe como una “intelectual […] dedicada” pero no como una de las primeras y más fidedignas biógrafas de Lispector.[5] La reseña de Moore es, generalmente, entusiasta – Moore se refiere a la biografía de Moser como “un libro bien escrito y notable”– pero le ofrece un par de críticas: “[Moser] discute la obra [de Lispector] en gran detalle, libro por libro, con simpatía y perspicacia, y admirablemente evita la jerga profesional, aunque no le da suficiente importancia a la sagacidad de ella”. Y: “Si hay otras deficiencias en la biografía de Moser son en mayor parte organizacionales: hay repeticiones, como también cuestiones que son mencionadas y luego abandonadas”. Moore discute Por qué este mundo en medio de una constelación de otros libros, incluyendo cuatro traducciones de Giovanni Pontiero, cuyo trabajo ella recomienda: “Se le podría recomendar a lectores primerizos comenzar con las traducciones de Giovanni Pontiero, que han sido elogiadas con entusiasmo y parecen capturar una voz real en la página”. La traducción de Gregory Rabassa de La manzana en la oscuridad de Lispector es otro de los volúmenes discutidos por Moore. Lispector elogió la versión de Rabassa, publicada por Knopf en 1967, la primera de sus novelas traducidas al inglés: “La traducción me parece muy buena”[6]. De todos modos, Moore critica el comentario de Rabassa sobre la belleza de Lispector, como el hecho de que Moser no le da importancia:

La muy citada descripción por el fascinado traductor Gregory Rabassa de que Lispector era “esa rara persona que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virgina Woolf” nunca es cuestionada por su sexismo, por ejemplo: ¿Es la belleza una contraindicación de la vida intelectual? ¿Hubiera dicho alguien esto de Hawthorne, Fitzgerald o Camus?

Una colega me incentivó a leer las reseñas críticas de las traducciones de New Directions, escritas por la intelectual y traductora Elizabeth Lowe, quien conoció a Lispector y co-tradujo su novela de 1973 Água Viva [Agua viva] bajo el título The Stream of Life [La corriente de la vida], con Earl L. Fitz (University of Minnesota Press, 1989). Escribiendo para Translation Review, Lowe describe la misión de la serie de Moser así[7]:

Moser sintió que uno de los problemas con las traducciones existentes de Lispector fue que diferentes traductores las hicieron en épocas diferentes y que la “voz” cambiaba de traducción a traducción. Moser y Barbara Epler de New Directions estuvieron de acuerdo, “ella necesitaba hablar con una sola voz en inglés”.

Pero Lowe disputa esta idea como una traición al espíritu artístico de Lispector:

La premisa de que una “voz” única es posible para esta autora es una traición de su espíritu creativo singular. De hecho, la idea de que alguien se apropie de su “voz” la habría ofendido. La puedo escuchar exclamando “O quê?”. Lispector era famosa por proteger la integridad de su obra.

La crítica de Lowe al proyecto de traducción de Moser como unívoco me sorprendió. Yo había escrito una reseña de la traducción de Dodson de Los Cuentos Completos para The Millions en la que señalé: “Este es el sexto libro de New Directions […] en menos de cuatro años bajo la tutela de Moser, el editor de la serie […]. Cada libro tiene un traductor diferente, lo que encaja con el espíritu polivalente de la obra extraña e inquietante de Clarice”[8]. Sin embargo, en Paris Review, Moser dice abiertamente: “Yo quería crear una voz unificada para Clarice en inglés”[9].

La descripción de Lowe de Moser y Epler hablando con una sola voz me inspiró a investigar más profundamente la colaboración entre el editor y la publisher. Encontré una noticia de Craig Morgan Teicher, titulada “New Directions Resucita a Clarice Lispector con Nuevas Traducciones”, que apareció en Publishers Weekly el 27 de septiembre de 2011[10]:

Cuando Moser se enteró de que New Directions se estaba preparando para reeditar la última novela de Lispector, The Hour of the Star [A hora da estrela, La hora de la estrella] en su traducción original al inglés de Giovanni Pontiero con una nueva introducción de Colm Toibin, él se puso en contacto con Epler e insitió que hicieran una nueva traducción: “No le puedes decir que no a ese tipo”, dijo Epler. “Finalmente me puso una bolsa en la cabeza y me dio con un palo y me dijo que él haría la traducción él mismo en dos o tres semanas”.

A la luz de mi experiencia, la aseveración de Epler de que Moser no escuchaba ningún “no” y su descripción metafórica de cómo consiguió el “sí,” por mucho que haya sido con la intención de hacer un chiste, causa perturbación.

En un evento celebrando las nuevas traducciones de Lispector con los traductores Idra Novey y Johnny Lorenz el 23 de enero de 2013[11], Epler dijo, cuando le preguntaron cómo se desarrolló el proyecto de New Directions, que ella fue “arrollada” (steamrolled) por Moser y admitió que ella había “abandonado” a los traductores y los había dejado resolver los detalles con él[12]. Ella también usó la palabra “doloroso” para describir el proceso. Novey se refirió a Moser como “implacable” y Lorenz describió cómo Moser virtualmente lo “abofeteaba” por Skype cuando debatían opciones para una traducción. Hay un consenso entre estos oradores de que, porque Lispector era una persona difícil y una escritora difícil, el proceso de traducir su obra no podría ser fácil o enteramente pacífico. Aunque Moser no estaba presente –lo que puede haber facilitado reflexiones más honestas sobre cómo era trabajar con él– se lo nombró y sus contribuciones fundamentales al emprendimiento Lispector fueron reconocidas muchas veces. Sin embargo, durante una conversación sobre The Complete Stories en la Library of Congress, que tomó lugar el 15 de abril de 2016, Moser no mencionó a la traductora del libro, Katrina Dodson, hasta el momento en que alguien inquirió sobre ella durante las preguntas desde la platea[13]. El lanzamiento de The Complete Stories tomó lugar en el local de Book Culture en Columbus Ave., el 19 de agosto de 2015, y fue una charla entre Moser y Anderson Tepper de la revista Vanity Fair[14]. Sin Dodson.

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Pronto me quedó claro que, dado que yo no había estado en Brasil desde julio de 2007 (luego de mis años de estudiante de posgrado marcados por viajes de investigación regulares al exterior, experimenté más de diez años que fueron más domésticos pero no por eso menos agitados, años que incluyeron el nacimiento de mis tres hijos y la publicación de varios ensayos y traducciones y otras obras, además de numerosos trabajos freelance como editora, asistente literaria y tutora), no estaba lo suficientemente al corriente de lo que sucedía. Cuando una llega en persona, se da cuenta de cosas que nadie te escribiría o diría por teléfono o por redes. En persona, una puede sentir la atmósfera y usar la intuición, el cuerpo, las orejas y los ojos que una tiene. En su crônica “¿Intelectual? No” (“Intelectual? Não”), Lispector escribe: “Ser intelectual es usar la inteligencia sobre todo, lo que yo no hago: uso la intuición, el instinto”[15]. Luego de tanto tiempo en mi casa, estaba nuevamente siguiendo la pista.

Viajé a Río de Janeiro en julio de 2018 con un par de copias de The Chandelier en mi equipaje de mano. El primer paso fue participar en el congreso internacional e interdisciplinario de brasilianistas BRASA, en la Universidad Católica de Rio de Janeiro (PUC-Rio), donde habría trece charlas sobre Lispector[16]. Sobre todo, quería escuchar lo que los intelectuales, escritores, traductores y estudiantes brasileños opinaban del área siempre en aumento de Estudios Lispectorianos, en particular del proyecto de traducción de New Directions. También esperaba tener la oportunidad de encontrarme con el hijo de Clarice, Paulo Gurgel Valente, el hombre a cargo del patrimonio literario de ella.

La mañana que llegué a Río, 20 de julio de 2018, abrí el correo electrónico y vi que un amigo me había mandado un link del New York Times[17]. Tres “Cartas al Editor” habían sido publicadas en respuesta a la demoledora reseña escrita por Moser el 1 de julio del This Little Art (Este pequeño arte, Fitzcarraldo, 2018), un libro sobre la traducción como práctica creativa escrito por Kate Briggs, una de las traductoras de Roland Barthes[18]. La primera carta, firmada por Susan Bernofsky, Lydia Davis, Katrina Dodson, Karen Emmerich, John Keene, Duncan Large, Karen Van Dyck, Lawrence Venuti y Emily Wilson, dice: “Más allá del tono general condescendiente y el ataque misógino ocasional, Moser ofrece solo una noción escasa y distorsionada del contenido del libro, pasando la mayor parte de su reseña desmitificando posiciones que Briggs nunca afirmó”. Cliqueé en la reseña original de Moser y me detuve en la siguiente oración: “Como editor de traducciones, he visto cuán malas –cuán realmente, lamentablemente terribles– son muchas de ellas”. Me estremecí un poco, pero seguí leyendo. El párrafo final de su reseña me transportó a O Lustre de Lispector, cuya protagonista se llama Virginia:

Si la traducción, como todo lo demás, puede prestarse a la teorización, es antes que nada un arte del detalle: “Solo una cuestión” –como Virginia Woolf dijo sobre escribir prosa– “de encontrar las palabras correctas y ponerlas en el orden correcto”. La punzada irónica de ese diminuto “solo” es el tipo de cosa que un traductor disfruta de poder acertar.

Pensé inmediatamente en la traducción de Moser de La hora de la estrella de Lispector y los errores –“arte del detalle”– que yo había encontrado mientras preparaba una charla para la conferencia sobre Clarice Lispector en la Universidad de Oxford en noviembre de 2017[19]. El primero que se me vino a la mente fue la omisión del adjetivo describiendo el color del automóvil que atropella a la protagonista, Macabéa, dejandola muerta en la calle. El original dice: “E enorme como um transatlântico o Mercedes amarelo pegou-a”[20]. La traducción de Giovanni Pontiero es: “And a yellow Mercedes, as huge as an ocean liner, knocked her down”[21]. La de Moser es: “And enormous as an ocean liner the Mercedes hit her”[22]. Dudo que para Lispector la elección del color del automóvil, amarillo, fuese un detalle sin importancia.

Los más mínimos detalles importan y a veces los detalles no son tan mínimos. Al final de la reseña de Moser de This Little Art, los editores del New York Times publicaron una corrección:

La nota biográfica en una versión anterior de esta reseña omitió el nombre de una traductora. El reseñador tradujo la novela de Clarice Lispector “The Chandelier” con Magdalena Edwards; él no la tradujo solo.

¿Y quién, francamente, hace nada solo? Me encontraba en Río de Janeiro haciéndome esta misma pregunta y pensando qué extraño era volver al barrio Leme de Lispector ahora que yo misma era madre. Comencé a tantear mi camino a través de la ficción de Lispector, sus crônicas, sus cartas y los trazos que su vida dejó como rastros de una forma completamente diferente, con un sentido enteramente nuevo de humor y de ferocidad.

El asombroso cuento de Lispector “La mujer más pequeña del mundo” relata la historia de la más pequeña de todos los pigmeos, una criatura ínfima llamada Pequeña Flor, y del explorador francés Marcel Pretre, quien, según él, la descubre y le da su nombre. Cabe destacar que en portugués el verbo “explorar” significa tanto “explorar” como “explotar”. Para mí, uno de los momentos más deliciosos del cuento es cuando el explorador/explotador no solo ve a Pequeña Flor, sino que también comienza a comprender que ella está embarazada. El cuento fue traducido tres veces al inglés: por Elizabeth Bishop, Giovanni Pontiero y Katrina Dodson. Pequeña Flor es una mujer indomable que hace cosas inesperadas: ella “scratched herself where no one scratches” (“se rascaba donde nadie se rasca”) (Bishop)[23], “[s]he loved that yellow explorer” (“ella amaba a ese explorador amarillo”) (Pontiero)[24] y ella se comunicaba con él en la lengua de ella: “Little Flower answered ‘yes’. That it was very good to have a tree to live in, her own, her very own” (“Pequeña Flor respondió ‘sí’. Que era muy bueno tener un árbol donde vivir, suyo, suyo propio”) (Dodson)[25]. Para mí, “La Mujer Más Pequeña del Mundo” es la clave no-tan-secreta para la obra de Lispector, un texto fundacional donde ella le deja en claro a sus lectores, fans, estudiosos, biógrafos, traductores y cualquiera que encuentre su obra que ella no será acorralada o capturada. Lispector es dueña de sí misma, de su obra, de su árbol de lenguaje, y eso es bueno.

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Aprendí muchas cosas durante mi estadía en Río de Janeiro en julio de 2018 y regresé en octubre del mismo año a presentar mi trabajo sobre Lispector en PUC-Rio y en UNIFESP en São Paulo, así como para continuar mis investigaciones sobre la escritora brasileña y su antigua traductora, Bishop. También tuve la oportunidad de visitar Belo Horizonte por primera vez, donde me encontré a la biógrafa de Lispector, Nádia Gotlib. Ella me refirió a un ensayo de 2018 por Thiago Cavalcante Jeronimo titulado “Benjamin Moser: Quando a luz dos holofotes interessa mais que a ética acadêmica” (“Benjamin Moser: Cuando la luz de los reflectores interesa más que la ética académica”)[26]. Jeronimo comienza su texto con una explosión:

Lanzada [en Brasil en portugués] el 16 de noviembre de 2009 por la extinta [editorial] Cosac Naify, la biografía escrita por Benjamin Moser, Clarice, a biography (léase “Clarice coma”), saca a luz los conflictos, las inesperadas coincidencias y los malentendidos y la apropiación indebida de la obra de distinguidos investigadores brasileños.

Jeronimo también toma la cuestión de si la afirmación de Moser de que la madre de Lispector fuera violada es un hecho comprobable:

La ficcionalización biográfica que puntúa la narrativa de Moser de forma reticente para después ser afirmada como una ocurrencia verídica en su libro reaparece sin duda alguna en el prefacio que el autor escribió para el volúmen de Todos os contos (Cuentos Completos) de Clarice Lispector, publicada por Rocco en 2016[27]. El autor asevera: “Su madre fue violada”. Una suposición interpretativa se vuelve un evento “probado sin prueba” por el biógrafo-que-ficcionaliza.

Tanto Jeronimo como Benjamin Abdala Junior refieren a la biografía de Teresa Montero Eu Sou Uma Pergunta: Uma biografia de Clarice Lispector (Yo soy una pregunta: Una biografía de Clarice Lispector), publicada en 1999 en Río de Janeiro por Rocco, como una fuente adicional sobre la que Moser se apoyó más que bastante para su libro. Ninguno de los ensayos menciona la obra académica de uno de los profesores de Moser en Brown, Nelson Vieira, cuyo libro de 1995 Jewish Voices in Brazilian Literature: A Prophetic Discourse of Alterity (Voces judías en la literatura brasileña: un discurso profético de alteridad) contiene un capítulo dedicado a Lispector: “Clarice Lispector: A Jewish Impulse and a Prophecy of Difference” (“Clarice Lispector: un impulso judío y una profecía de diferencia”)[28]. Estos libros de Gotlib, Montero y Vieira aparecen en la sección “Obras citadas” de Por qué este mundo de Moser, pero uno comienza a preguntarse por qué no están destacados como tres de los más fundamentales peldaños para la discusión presentada en su libro. En los agradecimientos de Moser se lee:

A mis colegas “claricianos” […] Nádia Batella Gotlib, la autoridad más grande en el Brasil sobre Clarice Lispector, cuyas investigaciones biográficas descubrieron tantos hechos esenciales sobre la vida de Clarice, y cuya ayuda con las fotografías me ahorró varios dolores de cabeza; Teresa Cristina Montero Ferreira, cuya biografía también está repleta de los frutos de su investigación exhaustiva […]. Una palabra especial se le debe a Nelson Vieira, maestro e intelectual brillante, quien fue el primero en despertar mi entusiasmo por Clarice cuando era un estudiante universitario y que fue uno de los primeros en entender a Clarice como una escritora judía.

Pero en el libro mismo ellos son raramente mencionados. En Río de Janeiro en octubre de 2018, la editorial Autêntica lanzó el último libro de Teresa Montero, O Rio de Clarice: Passeio afetivo pela cidade (El Río de Clarice: un paseo afectivo por la ciudad). A mediados de diciembre de 2018, el Professor Vieira dio el discurso de apertura de la conferencia “Clarice Lispector: Memory and Belonging” (“Clarice Lispector: memoria y pertenecia”) en Jerusalem[29]. La vida continúa.

La edición paperback de The Chandelier fue lanzada en mayo de 2019 con una tapa rosa-shocking que reemplazó el titulo del libro por una imagen del chandelier, una decisión divertida y cautivadora, en mi opinión. La versión tapa dura del título más reciente entre las nuevas traducciones de Lispector, The Besieged City (A cidade sitiada, La ciudad sitiada), traducida al inglés por primera vez por Johnny Lorenz, me había llegado con la correspondencia al comienzo de la primavera. Un misterio que me gustaría comenzar a develar es qué sucedió con la versión de Pontiero de esta novela, que había sido programada para publicación en 1999 por Carcanet Press[30]. Pensaba en esto mientras leía la introducción de Moser a The Besieged City, cuando repentinamente tuve que detenerme en la siguiente oración sobre el uso de las comas en Lispector: “Quebrando ritmos, agregando pausas, cambiando los énfasis, cientos de comas salpicadas, cambiando la música de su prosa, clarificando fragmentos difíciles y luego, con la misma frecuencia, embarrándolos más, extraños y pequeños cabellos en la sopa”. Esto me sonaba terriblemente familiar. El segundo párrafo de la “Nota de la traductora” de Katrina Dodson para The Complete Stories termina así: “Una coma quiebra el paso donde parece no pertenecer, como un cabello que ella ha puesto en tu sopa”.

Quisiera que Moser hubiera citado la observación de Dodson sobre las sorprendentes comas de Lispector que aparecen en su prosa como un cabello en tu sopa. Quisiera que Moser le hubiera dado crédito a Dodson por su trabajo. Quisiera…

¿Cometió un error Moser en el “arte del detalle” mientras escribía? ¿Simplemente recordó mal la idea de Dodson como si fuera suya o “colonizó” su prosa como, de acuerdo a él, Rieff había hecho cuando tomó crédito por la obra de Sontag y le agradeció como “Susan Rieff”?

Podría también hacer la pregunta de otro modo para expandir la conversación e incluir a las comunidades de la traducción, literarias y editoriales: ¿A quién se agradece por su devoción y quién recibe el crédito por su trabajo?


 

[1] https://ndbooks.imgix.net/winter2018_catalog_text_revised_final_1_1.pdf

[2] https://www.theguardian.com/books/2019/may/13/susan-sontag-her-life-benjamin-moser-freud-the-mind-of-the-moralist-philip-rieff

[3] http://dx.doi.org/10.1590/S0103-40142010000300020

[4]  https://www.youtube.com/watch?v=yFFiAl5CC-8

[5] https://www.nybooks.com/articles/2009/09/24/the-brazilian-sphinx/

[6] Lispector, Clarice. Outros escritos. Rio de Janeiro: Editora Rocco, 2005.

[7] “Clarice Lispector. The Complete Stories. Translated by Katrina Dodson and edited by Benjamin Moser.” New York, NY: New Directions, 2015. 645 pp Elizabeth Lowe Pages 62-65 | Published online: 14 Oct 2016 // Translation Review Volume 96, 2016 – Issue 1

[8] https://themillions.com/2015/08/a-horribly-marvelous-and-delicate-abyss-the-complete-stories-by-clarice-lispector.html

[9] https://www.theparisreview.org/blog/2015/08/17/passionate-acolytes-an-interview-with-benjamin-moser/

[10] https://www.publishersweekly.com/pw/by-topic/industry-news/publisher-news/article/48801-new-directions-resurrects-clarice-lispector-with-new-translations.html

[11] https://publishingtheworld.wordpress.com/2013/01/23/tonight-clarice-lispector-a-discussion-at-the-center-for-fiction/

[12] https://www.youtube.com/watch?v=nySumhPzxgI

[13] https://www.loc.gov/item/webcast-7362/

[14] https://www.bookculture.com/event/columbus-benjamin-moser-complete-stories-clarice-lispector

[15] Lispector, Clarice. A Descoberta do Mundo: Crônicas. Rio de Janeiro: Rocco, 1999. “Intelectual? Não.” Page 149.

[16] http://www.brasa.org/wordpress/wp-content/uploads/2015/03/18992_WI_BRASA_Program_text_final.2.pdf

[17] https://www.nytimes.com/2018/07/20/books/review/letters-to-the-editor.html

[18] https://www.nytimes.com/2018/06/28/books/review/kate-briggs-this-little-art.html

[19] https://afterclarice.wordpress.com

[20] Lispector, Clarice. A hora da estrela. Rio de Janeiro: Rocco, 1999.

[21] Lispector, Clarice. The Hour of the Star. Translated by Giovanni Pontiero. New York: New Directions, 1986.

[22] Lispector, Clarice. The Hour of the Star. Translated by Benjamin Moser. New York: New Directions, 2011.

[23] Bishop, Elizabeth. Bishop: Poems, Prose and Letters. “The Smallest Woman in the World” by Clarice Lispector and translated by Elizabeth Bishop. New York: Library of America, 2008.

[24] Lispector, Clarice. Family Ties. Translated by Giovanni Pontiero. Austin: University of Texas Press, 1972.

[25] Lispector, Clarice. The Complete Stories. Translated by Katrina Dodson. New York: New Directions, 2015.

[26] https://doi.org/10.22478/ufpb.2237-0900.2018v14n1.42212

[27] El prefacio también fue publicado en el New Yorker: https://www.newyorker.com/books/page-turner/the-true-glamour-of-clarice-lispector

[28] Vieira, Nelson H. Jewish Voices in Brazilian Literature: A Prophetic Discourse of Alterity. Miami: University Press of Florida, 1995.

[29] https://conferencehuji.wixsite.com/claricelispector

[30] https://www.amazon.com/Besieged-City-Clarice-Lispector/dp/1857540611/

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Memorias digitales y desaparición. El caso Ayotzinapa

Por: Silvana Mandolessi*

Imagen de portada: #IlustradoresConAyotzinapa

Silvana Mandolessi –profesora de Estudios Culturales de la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente directora del proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”– se pregunta, aquí, cómo pensar las memorias en la era digital. Su texto aborda los debates actuales sobre la llamada “memoria digital” (objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales) y, en particular, indaga en los objetos de memoria digitales a propósito del caso Ayotzinapa, la masacre en la que, en septiembre de 2014, seis estudiantes normalistas mexicanos fueron asesinados y otros 43 desaparecieron.


La tarde del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la escuela normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, del estado de Guerrero, México, se dirigía a Iguala a “botear” autobuses para asistir a la marcha del 2 de octubre en conmemoración de la Masacre de Tlatelolco. Dos autobuses, previamente tomados, salen de la escuela y al llegar a la terminal de Iguala toman tres más. Cuando se dirigen de vuelta a Ayotzinapa, la policía los intercepta y comienza a dispararles indiscriminadamente. Este es solo el primero de una serie de sucesivos ataques que se prolongan a lo largo de toda la noche y en distintos escenarios. A pesar de que los estudiantes repiten que no están armados y no oponen ninguna resistencia, la policía les dispara, a quemarropa y en la escena pública. En total, las víctimas de esa noche fueron más de ciento ochenta. Seis personas fueron ejecutadas extrajudicialmente, entre ellos tres normalistas, más de cuarenta resultaron heridas, cerca de ciento diez personas sufrieron persecución y atentados contra sus vidas y cuarenta y tres normalistas fueron detenidos y desaparecidos forzosamente. Aun hoy continúan desaparecidos.

De acuerdo al informe del GIEI, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, lo que pasó esa noche se trató de un ataque masivo, con una violencia de carácter indiscriminado, un ataque que aparece “como absolutamente desproporcionado y sin sentido”, frente al nivel de riesgo que suponían los estudiantes. “Los normalistas no iban armados, ni boicotearon ningún acto político, ni atacaron a la población como se señaló en distintas versiones” (GIEI, Informe Ayotzinapa, 313). El nivel de agresión sufrida, proporcional al carácter incomprensible, incluye a la decisión misma de desaparecer a los 43 estudiantes. ¿Por qué los desaparecen? Existe una desconexión entre la primera parte del operativo, masivo e indiscriminado, en que los policías no ocultan su identidad, y el segundo, el de la desaparición forzada, al que suponemos un grado de clandestinidad. Incluso varios normalistas sobrevivientes se preguntan, en las entrevistas, por qué ellos habían sobrevivido o por qué los heridos habían sido evacuados, si luego el resto iba a ser desaparecido. De hecho, como se sugiere en el informe del GIEI, el ataque aparece como un ataque contra los buses, más que dirigido contra los individuos, que aparecen en un punto como prescindibles o intercambiables en el despliegue de la violencia.

Ese carácter disponible, prescindible de los cuerpos de los estudiantes va a volver a Ayotzinapa una cifra de la violencia experimentada en México a partir del 2006 –el inicio de la llamada “Guerra contra el Narco”– cuando el entonces presidente Felipe Calderón decidió militarizar la seguridad e iniciar una “guerra” contra los carteles. Hasta la fecha la suma de desaparecidos supera los 40 000. Un emblema, en primer lugar, por la falta de información que rodea el caso: lo que en Ayotzinapa se condensa dramáticamente en la pregunta “por qué” y “quiénes” desaparecieron a los cuarenta y tres normalistas, se traduce en la situación de los otros miles de cuerpos que conforman un paisaje de la desaparición múltiple en el marco del conflicto: en el México contemporáneo, la desaparición excede la definición de “desaparición forzada” promulgada por la Convención, en primer lugar porque el actor que la perpetra ya no es solo el Estado sino también el crimen organizado o ambos actuando en colusión, crimen organizado y Estado vinculados por relaciones fluctuantes, un dispositivo que se “acopla” o se “desacopla” en función de necesidades y pactos coyunturales.

Si los perpetradores son múltiples, también las víctimas: ya no solo militantes, objeto de una represión política que busca eliminar el disenso, sino que se extiende a sectores de la población que no están organizados y que no representan una oposición política al Estado: migrantes, mujeres, jóvenes, los más vulnerables. Los motivos también son múltiples y van desde la trata de personas, los asesinatos selectivos, la explotación de mano de obra o el secuestro extorsivo, a las formas tradicionales heredadas de la “guerra sucia”. En otras palabras, se pasa de un móvil político –aunque no esté ausente como tal– a un móvil económico, territorial y táctico. Los motivos, en cierto punto, se oscurecen por una desaparición que resulta de la lógica burocrática del Estado: en 2017, como señala Yankelevich (Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México, 2017), según estadísticas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos los servicios forenses del país contaban con 16 133 cadáveres sin identificar (más de la mitad de la cifra de desaparecidos a esa fecha), lo que lleva a Mata Lugo a hablar de “desaparición administrativa”:

Aquí la idea de desaparición parece dejar de ser un hecho perpetrado por un agente o grupo del Estado o particular, que cuenta con su aquiescencia o sin ella, para ser planteada como la incapacidad del Estado para determinar la identidad de una persona, ya sea que se encuentre con vida dentro de un centro de reclusión o sin vida (2017).

En este contexto, la desaparición no puede ser identificada con la definición de “desaparición forzada” que surge de los regímenes represivos de los 70; hay un desajuste y a la vez un exceso. “Desaparición”, entonces, deja de ser un término confinado a una definición estática –sea en términos legales, sociales o políticos– y se vuelve un objeto fluido, un objeto sin contornos definidos, cuyos motivos son inciertos, donde la identidad de los actores no puede ser nítidamente determinada; un objeto de mezclas cuyos componentes pueden ser separados, pero no siempre y no necesariamente. Lo que diferencia a todas las diversas instancias de desaparición es tan importantes como lo que las une. La desaparición es un objeto fluido que, como predican Mol y Law (1994), si sigue difiriendo, pero también permanece igual, es porque se transforma de una disposición a otra sin discontinuidad.

Si el objeto “desaparición” difiere en ese contexto de la referencia común de las dictaduras de del Cono Sur, lo mismo sucede con la memoria de las desapariciones. Primero, es posible afirmar que la memoria de las “nuevas” desapariciones recuerdan el legado –el legado de luchas, de saberes y prácticas– de los 70, que se inscribe en los gestos del presente. Segundo, estas nuevas desapariciones, y Ayotzinapa no actúa aquí como “caso” o “ejemplo” sino como punto de condensación, el activismo ocurre en un escenario que difiere en modos substanciales del de los 70 –los nuevos movimientos sociales, los movimientos alter–globalización, la emergencia de la sociedad global, la lógica conectiva. Y tercero, porque los medios digitales en el que los objetos de memoria se crean y circulan está cambiando radicalmente como se forma la memoria colectiva. La pregunta es entonces cómo los nuevos objetos de memoria en torno a la desaparición son los mismos y otros, y cómo esto se materializa en las desapariciones de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

 

Memorias digitales

¿Qué significa exactamente memoria digital? En un sentido estricto, memorias digitales refiere a objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales, que por lo tanto no pueden circular fuera de este medio: la reconstrucción digital de sitios de memoria, un museo virtual como “Europeana”, el gesto de dejar el perfil vacío en Facebook el 24 de marzo. En un sentido más amplio, el término refiere al impacto que el giro digital tiene en la construcción y la diseminación de la memoria colectiva. Para algunos críticos el cambio es tan radical que ya no tiene sentido hablar de memoria colectiva (Hosksins, 2018). Otros prefieren señalar las continuidades entre “viejos” y “nuevos” medios, en lugar de rupturas claras. ¿Qué preguntas plantea el giro digital a la memoria, o al menos a los conceptos con los que estamos familiarizados en el campo de los estudios de memoria? Primero, plantea la pregunta sobre la naturaleza misma de los medios digitales o de Internet como un “medio mnemónico”. Por un lado, dada la capacidad de almacenamiento sin precedentes de Internet y el rasgo archivable por defecto, se ha convertido en un lugar común identificar los nuevos medios con una “memoria total” –una especie de Funes que recuerda todo–, un mito que se remonta a 1945, con el diseño del «memex» de Vannevar Bush. Un estado en Facebook, un tweet, una foto en Instagram se archivan automáticamente, donde está en juego no solo una cuestión de almacenamiento sino de disponibilidad, es decir, el hecho de que se puede acceder fácilmente a la información sin necesidad de ninguna indexación compleja, como sucedía en los medios impresos. Pero, por otra parte, Internet está lejos de ser un archivo perfecto, algo que todos hemos experimentado alguna vez al clickear un link y encontrarnos con “error” y comprobar que el sitio no está disponible. Como señala Wendy Chun: “Los medios digitales no siempre están ahí. Los medios digitales son degenerativos, olvidadizos, erasables” (160). Internet como archivo es poco confiable, es impredecible en lo que recuerda. El contenido desaparece, pero también reaparece de maneras arbitrarias. En este sentido, algunos críticos hablan de Internet como un “archivo anárquico”, un “anti-archivo”, de Internet como un medio sin memoria, y uno de los debates más frecuentes gira precisamente en torno a cómo los medios digitales nos fuerzan a repensar la relación entre memoria, información y almacenamiento, resumidos bajo la categoría de archivo. Esto no solo afecta una discusión conceptual, sino que da lugar a debates legales, como los relacionados con la regulación europea de 2012 “The right to be forgotten”, que intenta legislar sobre nuestro derecho a borrar contenido de la web, nuestro derecho –y, por supuesto, la posibilidad misma– de olvidar y ser olvidado en la era digital.

Segundo, lo digital también cuestiona la naturaleza de las comunidades que dan forma a la memoria. Aunque el adjetivo “colectivo” en “memoria colectiva” siempre ha sido un punto problemático, el término adquiría tradicionalmente un carácter relativamente estable, ya sea como sinónimo de comunidad nacional o como un efecto de los medios de comunicación masivos (el “público”, las “masas” como efecto de los medios masivos, que unificaban el cuerpo social). Pero ahora, la erosión del Estado-nación en el marco de la globalización como marco natural de la memoria, y la necesidad de analizar memorias transnacionales, junto a la sustitución de los medios masivos por la ecología digital, hacen que el adjetivo “colectivo” pierda su estabilidad para volverse múltiple, inestable, heterogéneo, contingente en relación con pertenencias efímeras que mutan y se intersectan en el espacio social conectivo. Es por esto que Andrew Hoskins (2018) reemplaza el término colectivo por “conectivo” o, habla de “memoria de la multitud” para describir “new flexible community types with emergent and mutable temporal and spatial coordinates” (86).

Lo digital también cuestiona el espacio o el lugar de la memoria. Desde Halbwachs, que pensaba el espacio como el factor de estabilidad por excelencia –“It is the spatial image alone that, by reason of its stability, gives us an illusion of not having changed through time and of retrieving the past in the present” (156)–, pasando por el ubicuo concepto de “sitio de memoria” de Pierre Nora, la memoria colectiva tuvo siempre una fuerte localización: estaba enmarcada, contenida, emplazada, situada, inscripta en un lugar, ya sea si pensamos en el espacio simbólico de la nación como comunidad imaginada –todo lo imaginada que se quiera pero imaginada dentro de los claros bordes que separan una nación de otra– o si pensamos en las marcas en el espacio urbano: la importancia de los sitios de memoria, monumentos y memoriales, o en marcas más discretas como “stolpersteine”, baldosas o murales, todos ellos marcas de la memoria en el espacio físico que habitamos. ¿Cómo se combinan la permanencia de estos lugares con la fluidez y la movilidad de lo digital? Que el espacio se reconfigure bajo el impacto digital no significa afirmar que las memorias digitales son necesariamente “memorias sin lugar”, descontextualizadas (aunque para algunos lo son). Si consideramos lugar y movilidad como opuestos, la fluidez de la memoria digital implica una pérdida, o una falta, o un desorden, una carencia de significado. Pero desde otra perspectiva, lugar y movilidad no necesariamente se oponen, sino que deben pensarse juntos. Para decirlo de otra manera, los medios digitales implican una nueva forma de experimentar el lugar que, lejos de las conocidas teorizaciones en torno al “no lugar” de Marc Augé, o las de Edward Relph, piensan el lugar como “relacional”, como un evento que no precede a lo que los sujetos hacen en el espacio, sino que precisamente se configura como resultado de esas prácticas. En términos de memoria esto implica pasar de un concepto de lugar como fijo, estable y pre-existente, a “lugar” entendido como el producto de prácticas sociales que conectan puntos múltiples en una red conformada por actores humanos y no- humanos.

Lo digital también implica re-pensar la agencia: ¿Quién selecciona la información y el acceso que tenemos a ella? ¿Quién estructura la ingeniería social? ¿Quién establece las conexiones, las promueve o las dificulta? No solo “agentes humanos” sino, en la misma medida –aunque de una manera infinitamente más oscura– los algoritmos.

Por último, lo digital cuestiona de qué manera los medios tradicionalmente asociados a la memoria cambian su función cuando son “remediados”, para usar el término de Bolter y Grusin, en la era digital. Por ejemplo, la fotografía. Si la fotografía era tradicionalmente un medio ontológicamente «memorístico», hoy en día, esta ontología se cuestiona drásticamente. Las fotos circulan digitalmente como formas de comunicar el presente, más que referir el pasado, como “momentos” más que “mementos”, en la frase de Van Dijck. Aquí nuevamente el debate es muy amplio, pero el hecho de que lo digital ha cambiado la forma en que usamos la fotografía como medio para crear memoria es innegable. Lo que quiero considerar a continuación no es cómo lo digital cambia la supuesta función mnemónica inherente en la fotografía, sino algo más acotado: cómo el dispositivo usado para representar la desaparición –las fotos– cambia su estado y multiplica su significado. Y propongo verlo en dos casos de la memorización en torno a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa: la iniciativa “Ilustradores con Ayotzinapa” y la obra “Nivel de confianza” de Lozano-Hemmer. No postulo que estos cambios se expliquen por la influencia del medio, por supuesto, sino que deben leerse en las complejas características socio-políticas e históricas del caso de Ayotzinapa y la fluidez de las desapariciones en el marco de la Guerra contra las drogas. Significa, por lo tanto, que los cambios no son solo un cambio de “medio” sino un contexto diferente y una trayectoria de memoria diferente, y “diferente” aquí se refiere a una relación concreta: una que pone en relación a México y Argentina. Con frecuencia, Argentina y México se han opuesto, presentados como dos polos en el espectro de la memoria (por ejemplo, el clásico Activists without Borders (1998), de Keck y Sikkink, aunque su análisis es muy injusto en lo que concierne a México). En estos análisis, Argentina se destaca como el caso de “éxito” y México en cambio como el “fracaso”. Si bien esta oposición simplista oscurece la historia de la memoria de los derechos humanos en México, la comparación sigue siendo útil sin embargo no como contraste, sino más bien porque hay préstamos, circulaciones, tiempos que colapsan y lugares fluidos que ayudan a comprender qué está en juego en el caso de Ayotzinapa.

 

Fotografía y desaparición en el caso Ayotzinapa

Tras lo ocurrido en Ayotzinapa, las fotografías de los rostros de los estudiantes comenzaron a circular. Muy rápidamente se convierten, junto con el número “43”, en la referencia ubicua para señalar el crimen e interpelar al Estado pidiendo justicia. Es importante señalar que antes de Ayotzinapa el rostro no era prominente en las protestas contra la violencia en México. La movilización más importante previa a Ayotzinapa, el «Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad», encabezado por el poeta Javier Sicilia, se negó a simbolizar el conflicto a través de un caso particular y optaron por utilizar texto o el silencio en lugar de imágenes. Fue solo después de Ayotzinapa, como señala Katia Olalde (2016), cuando el término “desaparición forzada” entró definitivamente en el debate público y la violencia adquirió un número y una cara (la de los cuarenta y tres estudiantes), lo que hizo posible representarlo simbólicamente en los rostros. Hubo, por lo tanto, un cambio en el registro semiótico, del texto a lo visual, es decir, del nombre (el signo escrito de identidad) al rostro (el signo visual de la identidad).

Pero lo que me interesa no es la circulación de las fotos como tales sino la transformación de las fotografías en objetos fluidos: las “semejanzas familiares” entre el objeto tradicional y el nuevo. Con objeto tradicional me refiero, principalmente, a la trayectoria que las fotografías de los desaparecidos han seguido en Argentina.

La relación entre fotografía y desaparición ha estado, como señala Luis García, asediada por la pregunta misma acerca del “abismo que las une y las mantiene a distancia”, una pregunta acerca “de las posibilidades y las dificultades de la ‘representación’ del desaparecido a través de la fotografía” (García, La comunidad en montaje, 57).

Como García destaca, las fotos de los desaparecidos tenían –aún tienen– dos funciones principales: una función “documental” y otra “expresiva”. Las fotos fueron utilizadas por primera vez por los familiares, quienes las portaron en sus propios cuerpos, colgada o prendida con un alfiler en las ropas de las madres, para contestar el borramiento que pretendía el Estado y oponerle a la desaparición perpetrada la “prueba” de ese rostro. Este uso como documento se basa en la tradición que considera que la propiedad principal del medio es su carácter de index: el “esto-ha-sido” de Barthes. Pero muy temprano, junto a esta tarea instrumental, las fotografías tomaron una función “expresiva”: el carácter documental retrocede y, en lugar de ser el testimonio de la vida previa de los desaparecidos, su “representación”, se convierten en el testimonio de su sobre-vida, de su vida posterior, su vida póstuma, de su retorno, de su re-aparición, ellas “están allí y ellas son los desaparecidos que re-aparecen” (60-61). En su función expresiva, las fotos de los desaparecidos son, literalmente, su forma de habitar el espacio social y el espacio del presente.

Esta función documental de la fotografía de los desaparecidos estuvo presente desde el inicio en Ayotzinapa, portadas por las madres y los padres, convertidas en pancartas y enarboladas en las masivas marchas que tuvieron lugar.

Figura 1

 

Sin embargo, hay ya una doble “referencia”: no solo los rostros de los “43”, sino que estas fotos nos remiten a la historia de la desaparición forzada de los años 70. No solo existe el carácter indexical inherente, estas fotos son «citas” de una representación ya establecida: reconocemos en ellas la figura de los desaparecidos y los reclamos, las luchas, la historia del activismo que se invoca para dar sentido a la desaparición del presente. Pero es sintomático que otras formas aparezcan para memorializar a los desaparecidos, fotografías no en sentido estricto, o sí, pero con bordes inestables, objetos fluidos que se transforman sin discontinuidad.

 

#Ilustradores con Ayotzinapa

Poco después de la desaparición de los estudiantes, la artista visual Valeria Gallo hizo un retrato textil de Benjamín Ascencio. Luego invitó a ilustradores que quisieran unirse a hacer un retrato basado en las fotos de los estudiantes, con una leyenda que incluyera el nombre del ilustrador y el de uno de los estudiantes. La iniciativa dio como resultado un “banco de retratos” compuesto de dibujos que “remedian” las fotografías iniciales. Estos dibujos se volvieron virales y se han reproducido incesantemente en recordatorios, sitios web, marchas; podemos verlos ocupando el lugar de los dispositivos tradicionales en blanco y negro.

 

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

 

En estos retratos el carácter indexical de la fotografía se pierde radicalmente. Los dibujos no son documentos, ni pruebas, ni rastros materiales de sujetos vivos anteriores a la desaparición. En cambio, la función “ficticia” o expresiva pasa a primer plano.

 

 

¿Cuánto importa –cuánto sigue importando– el carácter documental, la adherencia al referente? Uno de los lugares comunes en el debate sobre la fotografía digital es que, gracias a su fácil manipulación –la forma en que las fotografías pueden ser retocadas, corregidas, mejoradas–, las imágenes digitales han perdido su realismo, lo que da paso al mito de que la fotografía digital tiene una ontología diferente a la análoga, y que esta ontología dicta una relación distinta con el referente, basada en la información, el código y la señalética (la esfera simbólica), en lugar de la esferas icónica e indexical de las formas antiguas de fotografía (Mitchell, WJT , Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics). WJT Mitchell discute este mito afirmando que el supuesto realismo de la fotografía análoga no es ninguna cualidad inherente al medio sino producto de una noción simplista de realismo. El realismo no está inscripto en la ontología de ningún medio como tal, cuyo potencial para capturar el referente radica en las complejas mediaciones que producen un efecto real, cualquier automatismo descartado. Si la fotografía tiene un automatismo, es tanto una tendencia a estetizar y embellecer, como su adhesión al referente.

Mitchell cuestiona, de hecho, que el referente sea algo dado. En el caso de las fotografías de desaparecidos: ¿Cuál es el referente? ¿Es el rostro? ¿Es a la expresión que capta el momento exacto de la felicidad, previo a la irrupción de la violencia? ¿Es la época, plasmada en la vestimenta, los peinados, los gestos de ese individuo? ¿Es un individuo o la manera en que esta biografía funciona como metonimina, la parte por el todo? ¿Es el accionar del Estado, su carácter criminal?

Cuando planteamos esta pregunta, rápidamente el realismo de la imagen se descompone y el valor de la fotografía como práctica social se vuelve obvia. La propuesta de Mitchell es que más que de-realizar, volverse menos creíbles, o menos legítimas, la digitalización ha producido una “optimización” de la cultura fotográfica, en la que la intervención sobre la fotografía perfecciona el realismo antes que aniquilarlo. Mitchell también argumenta que la principal diferencia de las imágenes digitales no está en su fidelidad, ni en su referencia, sino en su circulación y diseminación. Esto es lo que cambia fundamentalmente bajo el impacto de lo digital: si antes las fotografías estaban confinadas a una circulación restringida y lenta, ahora en cambio pueden circular rápidamente, viralizarse, lo que las dota de una vitalidad incontrolable, una habilidad de migrar a través de las fronteras, de quebrar los controles impuestos. En una época que perfecciona las vallas y los muros, que perfecciona sus mecanismos de control, esta capacidad de la imagen digital de transgredirlos funciona políticamente rediseñando el espacio social o, al menos, oponiendo una resistencia a esa lógica.

Lo que hicieron los ilustradores con las fotografías iniciales fue perfeccionar el realismo de los originales, no en el sentido de embellecerlos sino en la de reponer la mirada con la que nosotros los vemos, la indignidad, el dolor, la rabia. El gesto de los dibujos parece hacer retroceder lo digital a una era anterior, no a la reproducción técnica, sino al retrato, cuando el pintor, enfrentado al enigma de la subjetividad, intentaba capturar esos rasgos que individualizaban el retratado, la “verdad” del enigma detrás del rostro. En el mismo gesto, cada retrato es una llamada a demorarnos en la contemplación, un pedido imperioso a que veamos ese rostro que en su singularidad se multiplica frente a nosotros en todas sus variantes, reproduciendo o imaginando, cada vez, otra vez, los mismos rasgos. Si la profusión de imágenes en la cultura digital provoca una especie de ceguera, estos dibujos nos piden demorarnos, observar qué colores se han utilizado, qué otras figuras aparecieron, qué tan delgadas o gruesos son los trazos, o incluso, en los dibujos que se apartan más de la fotografía original,  hasta qué punto todavía vemos un rostro allí, volviendo a la pregunta que hiciera James Elkin  en un libro que se titula no casualmente The Object Stares Back: On the Nature of Seeing (1996): “¿ What is a face? I want to know what counts as a face […], what is on the border between a face and something that is not a face, and what kind of thing is definitely not a face” (161). O también, mirar es una metamorfosis, no un mecanismo.

El segundo punto, como subraya Mitchell, radica en su capacidad digital para circular, romper barreras, multiplicarse y volverse ubicuas. La función «expresiva» de estas fotografías podría hacernos pensar en proyectos muy conocidos como Arqueología de la ausencia, de Lucila Quieto o Ausencias, de Germano. Sin embargo, mientras que las obras de Quietos o Germano son una unidad formal cerrada, Ilustradores es una base de datos cuyos rasgos son los de los “rogue archives”, archivos abiertos, incompletos, permanentemente en construcción, alimentados por la producción cultural de quienes los construyen y los mantienen. Ese carácter abierto y móvil de Ilustradores contesta de manera ubicua el gesto del Estado inscripto en la desaparición. Otra distinción fundamental es el hecho de que estos dibujos son hechos por personas que no tienen un vínculo intrínseco con los desaparecidos. No son hijos, no los une un lazo biológico. No existe un álbum familiar en el caso de Ilustradores, sino personas que establecen una relación con los desaparecidos al dedicarse a la actividad de transformar las fotos en un testimonio personal y un reclamo de justicia. Forman parte de una comunidad mucho más amplia y difusa, la de la sociedad civil global, cuyos valores y normas se transmiten a través de los medios digitales. Los medios digitales son el canal que vehiculiza las demandas de la sociedad civil global, que pone en acto el trabajo de justicia global.

 

Nivel de confianza

 

 

“Nivel de confianza” (2015) es un proyecto del artista mexicano Rafael Lozano-Hemmer. El proyecto consiste en una cámara de reconocimiento facial que ha sido entrenada para buscar incansablemente los rostros de los estudiantes desaparecidos. Cuando uno se para frente a la cámara, el sistema utiliza algoritmos –Eigen, Fisher y LBPH– para determinar qué rasgos faciales de los estudiantes coinciden con los del participante, lo que brinda un «nivel de confianza» sobre la precisión de la coincidencia. Los rostros están en el centro de la escena, pero mediados por la tecnología de reconocimiento facial.

Los sistemas de reconocimiento facial sustituyen el significado de los rostros por una matemática de los rostros, por lo que reducen su complejidad y multidimensionalidad a criterios medibles y predecibles. De hecho, la tecnología de reconocimiento facial implica procesos complejos para reducir y normalizar el rostro, lo que perfecciona las técnicas de vigilancia. En Level of Confidence, las fotografías no se transforman en otro objeto, sino que se usan para poner en contacto tres elementos: el rostro de los estudiantes, el espectador y el régimen escópico. Más que una invitación a ver, como en Ilustradores, lo que plantea Lozano-Hemmer es la incomodidad de ver, la imposibilidad de ver, el punto en que el régimen escópico se alinea con los mecanismos de surveillance.

Nosotros, como espectadores, no podemos elegir cómo ver. El espectador debe pararse frente a la cámara para ser sometido al reconocimiento y debe esperar hasta que se complete el proceso, que al final falla. No podemos elegir desde dónde mirar, ni cómo situarnos en relación a lo que miramos, de hecho, aunque miramos a los estudiantes a la cara, el ritmo de la cámara nos impide demorarnos y nos reduce en cambio a ser un objeto de observación. La sensación recuerda a pasar el control de seguridad en el aeropuerto.  En las marchas las fotografías de los desaparecidos, portadas en pancartas, diseñan un espacio compartido, en el que una comunidad espectral comparte el mismo despacio. Aquí también compartimos un mismo espacio con los estudiantes desaparecidos, pero en una confrontación que distancia (la mediación del dispositivo, el fracaso del reconocimiento) y une (ambos somos sometidos a la tecnología de surveillance). En ambos casos, la sensación es de impotencia, de frustración, como si fuese el reverso de “Aliento”, del artista Oscar Muñoz, en el que al acercarnos a unos espejos y respirar sobre ellos, aparecen los rostros no identificados de colombianos desaparecidos.

Lozano-Hemmer combina la lógica digital, la base de datos y el algoritmo. En este caso, el dispositivo está programado para fallar, ya que sabemos de antemano que no somos uno de los estudiantes. Ese fracaso nos confronta al fracaso de la búsqueda real, al desconocimiento, cinco años después, sobre su paradero.  “Nivel de confianza” se convierte en un objeto de memoria irónico, incluso desde el título mismo. Es simultáneamente una denuncia del poder arbitrario del Estado, un impulso para mantener el reclamo de justicia abierto y un encuentro subjetivo con los rostros de aquellos a los que miramos y quienes nos miran.

James Elkin decía, sobre el rostro, que el recuerdo de un rostro es siempre evanescente y, al mismo tiempo, que un rostro es, definitivamente, el objeto que vemos mejor. Vemos más de lo que creemos ver, más de lo que somos capaces de describir o listar cuando miramos un rostro. El rostro es el sitio de la visión más perfecta de la que somos capaces. Y esto porque, a diferencia de los otros objetos que pueblan el mundo, el rostro es siempre algo incompleto, un “work in progress” que necesita ser visto, tocado con nuestra mirada. Los rostros digitales de los cuarenta y tres estudiantes intensifican aún más esa cualidad: son objetos incompletos, efímeros, evanescentes –con la temporalidad fluida de lo digital– y al mismo tiempo, habitan ese espacio con la permanencia de lo ubicuo, multiplicando y sosteniendo en el tiempo el reclamo de su aparición.

 


Bibliografía

Chun, Wendy Hui Kyong. “The Enduring Ephemeral, or the Future is a Memory”. Critical Inquiry 35.1 (Autumn 2008): 148-171.

Elkins, James. The Object Stares Back: on the Nature of Seeing; San Diego: Harcourt Brace, 1996.

García, Luis Ignacio. La comunidad en montaje: imaginación política y postdictadura. Buenos Aires: Prometeo, 2018.

Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Informe Ayotzinapa. Investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa, 2015.

Halbwachs, Maurice. The Collective Memory. Translated by Francis J. Ditter and Vida Yazdi Ditter.  New York: Harper & Row, 1980.

Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018.

Hoskins, Andrew. “The memory of the multitude: the end of collective memory”. Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018. 85 –  109.

Mata Lugo, Daniel Omar. “Traducciones de la ‘idea de desaparición (forzada) en México”. Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017. 27- 73.

Mata Rosas, Francisco (coordinador y compilador) y Felipe Victoriano (editor de textos y compilador). 43. México: UAM, Unidad Cuajimalpa, 2016.

Mitchell, W. J. T. Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics. Chicago and Lodon: University of Chicago Press, 2015.

Mol, Annemarie and John Law. “Regions, Networks and Fluids: Anaemia and Social Topology”. Social Studies of Science 24 (1994): 641–71.

Olalde, Katia. Bordando por la paz y la memoria en México: Marcos de Guerra, aparición pública y estrategias esteticamente convocantes en la “Guerra contra el narcotráfico” (2010-2014). Tesis Doctoral, Universidad Autónoma de México, 2016.

Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017.

 

 

*Silvana Mandolessi es profesora de Estudios Culturales en la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente dirige el proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”. Este proyecto ha recibido financiación del Consejo Europeo de Investigación, en el Programa Marco de Investigación e Innovación de la Unión Europea Horizonte 2020 (“Digital Memories”, Grant Agreement N° 677955).

 

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Hélio Oiticica y el nuevo sublime: un evento radical en el arte contemporáneo

Por: Gonzalo Aguilar

Imágenes: Archivo

Gonzalo Aguilar traza el itinerario de una serie de transformaciones que se dieron en el ámbito del arte en el transcurso de la década del sesenta: una época en la que el concepto de energía se volvió preponderante y cuya preeminencia vinculó las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este marco, Aguilar aborda el uso particular e intensivo que el artista plástico brasileño Hélio Oiticica hace del color blanco en varias de sus obras realizadas en la ciudad de Nueva York. Para el autor, más que regional o propio de un campo específico, el uso del blanco es transversal y marca un evento radical: un nuevo sublime en la escena contemporánea.


La sustitución de la forma por la energía en el arte es uno de los acontecimientos más importantes de principios de la década del sesenta. De repente, es como si toda la literatura crítica y las prácticas artísticas que habían dominado la escena de los años cincuenta se desmoronaran. No se trata de un hecho catastrófico ni de un cambio repentino y absoluto, pero si se observan con detenimiento esos años se verá que el arte de mediados de los sesenta ya no se parece en nada al de la década anterior.

Es que si en los años cincuenta los discursos giraban alrededor de la forma, con el tiempo el concepto de energía fue ocupando toda la escena. La supremacía del criterio de energía se manifiesta tanto en el exceso de materialidad que disuelve o amenaza la forma como en la caída de ciertas restricciones que definían el campo del arte. El retorno de la figuración es tal vez uno de los ejemplos más poderosos no solo porque su exclusión había sido una de las consignas más fuertes del modernismo, sino también porque hasta los propios artistas que venían del concretismo, como Hélio Oiticica o Waldemar Cordeiro, comenzaron a trabajar con figuras humanas.

El poder de la energía trajo un cambio en el arte y, concomitantemente, en el papel del artista. El artista ya no se colocaba en una posición exterior a la obra guiado por los procesos de construcción sino que se involucraba y se convertía o en una extensión de la obra o en su soporte (como también sucede con el espectador). La energía, antes que con la forma, está vinculada con los organismos vivos, con las conexiones, las fuerzas del afuera y es conducida de un cuerpo a otro de manera tal que la acción del artista está involucrada (de ahí también que lo háptico desplace a lo óptico, lo táctil a lo visual). Mário Pedrosa lo sintetizó con una fórmula genial: el artista es “una máquina sensorial”.

En cuanto al arte, este ya deja de vincular sus prácticas con el pasado específico para operar con el entorno: al ser despojado de los criterios que lo sostenían como un dominio autónomo, no es casual que el arte se haya convertido en una máquina conceptual. Si los rasgos distintivos carecen de relevancia y ya no hay atributos esenciales, el arte deviene un concepto que artistas, instituciones y espectadores pueden manipular en un perpetuo estado de vacilación e indeterminación (y, obviamente, de disputa institucional). Marcel Duchamp es el referente fundamental en este giro conceptual (la materia gris), aunque también hay que considerarlo un nexo con el artista como máquina sensorial (la materia rosa, como la trabaja Georges Didi-Huberman en La Ressemblance par contact, París, Minuit, 2008).

La energía vincula a las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este desplazamiento, los años sesenta se caracterizan por el uso inventivo del espacio (la situación) como lugar en el que se testea la potencia del arte. Si bien al principio de la década el rasgo principal de este uso fue la incorporación de nuevos materiales (cosas encontradas en la calle o dispositivos no convencionales) y de nuevas experiencias sensoriales (en particular las aportadas por los medios masivos), pocos después la cuestión fundamental consistió en la relación conflictiva entre la práctica artística y el espacio de exhibición, tanto en su dimensión pública como política. El uso de la esplanada del Museo de Arte Moderna de Rio de Janeiro fue sintomático de este uso intensivo de las energías que venían de todos los ámbitos, sobre todo de la calle como lugar de manifestación. En ese espacio la energía era reconducida a la potencia de la historia que sostenía la promesa de un futuro emancipado. Sin embargo, la relación entre energía, arte y espacio público sufre un cortocircuito de grandes dimensiones con el AI-5. Este acontecimiento (“la noche negra” como la llamó Oiticica) hace que los artistas se pregunten sobre cómo usar o reconducir la energía. La respuesta de Hélio Oiticica es su experiencia londrina y, posteriormente, el exilio en Nueva York, donde inauguró la posibilidad de nuevas conexiones.

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El cambio que implicó su radicación en la ciudad norteamericana podía observarse en varias instancias: en los cuerpos elegidos para los parangolês, en el retiro de los espacios públicos de exhibición (deja de exhibir después de la experiencia de Information en el MoMA), en la incorporación de nuevos materiales (como la cocaína, el fílmico, las ambientaciones) y en un viraje en el uso de los colores. Los naranjas comienzan a ser desplazados por los azules oscuros (como en algunas cosmococas) o por los blancos. También en esos años Oiticica construye una red afectiva que incluye a amigos más jóvenes que lo visitan en Nueva York (como Wally Salomão, Ivan Cardoso), otros que conoce en la ciudad como Silviano Santiago y los poetas de Noigandres (Décio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos) que también lo visitan en la Big Apple. Con Haroldo entabla una relación particularmente intensa: poco antes de morir y cuando ya estaba internado, Haroldo escribe un guión fílmico para Ivan Cardoso sobre su amigo Hélio Oiticica.

Entre todos los cambios en la obra de Hélio que se relacionan con su traslado a Nueva York me interesa particularmente el uso intensivo del blanco en varias de sus obras, sobre todo las que se relacionan con los hermanos Campos. La presencia del blanco no es exclusiva de Oiticica y en los años sesenta la centralidad que adquiere la figura de Malévich impulsa una cantidad de reflexiones y de obras que tienen como punto de partida Blanco sobre blanco, obra que forma parte del patrimonio del MoMA (fue comprada por Alfred Barr en 1935). Pero no solo eso, la diseminación del blanco es mucho mayor y si en la poesía está afectada por la relectura de Mallarmé, en otras prácticas artísticas también se impone a partir de otras genealogías. A fines de los sesenta, una cantidad de fenómenos llevan a pensar que el recurso del blanco es índice de una situación mayor que excede las genealogías particulares y las especificidades de cada arte. Más que regional o propio de un campo específico, el uso del blanco es transversal y marca un evento radical: un nuevo sublime en la escena contemporánea.

En “El suprematismo”, Kazimir Malévich escribe: “El blanco, verdadera representación del infinito” (Escritos, edición de Andréi Nakov, Madrid, Síntesis, 2007, p.280). La frase no carece de ambigüedad porque ¿puede el blanco representar algo? El “abismo blanco y libre” del que habla Malévich resulta una solución muy original al problema del arte y el infinito en la medida en que el blanco puede representarlo justamente porque no representa nada. La interpretación del color es tan arbitraria como cualquier otra pero se basa en que, al menos en la cultura occidental, el blanco es visto como vacío, borramiento, pura luz, nada. En un cuadro de dimensiones muy pequeñas (79,4 cm x 79.4 cm), el suprematista ruso recupera lo sublime sin deshacerse de las prácticas fundacionales de la vanguardia: el abandono de la representación y el cuestionamiento radical del lenguaje estético. Es más, su obra exhibe cómo lo sublime diluye la representación: es tan poderoso que excede todo concepto y toda figuración sensible.

Según la conocida y clásica obra de Edmund Burke, lo sublime es aquello que, por demasiado grande y poderoso, provoca terror ya que pone en peligro o en duda el principio de autoconservación. Con un tipo de funcionamiento diferente a la armonía de lo bello, la mediación estética hace que este peligro o terror se transforme en “una pena que produce placer”. En las diferentes lecturas que sufre el término en su recorrido histórico, tal vez el desplazamiento más importante es el vínculo (ya presente en Burke) que se establece entre lo sublime y la imposibilidad de plasmar o representar lo inconmensurable. Este giro es conceptualizado por Kant en la Crítica del juicio (1790). En su estudio, Kant sostiene que lo sublime excede el alcance de lo fenoménico. Se produce así, en la relectura que Kant hace de Burke, una abstracción: un recorrido desde lo grande y lo sensible hacia lo que es inaccesible a los sentidos adquiriendo estatuto conceptual (de sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime de 1764 a la Crítica del juicio de 1790, de la etapa precrítica a la coronación de la crítica de las facultades). Para Kant, la discordancia entre razón e imaginación mueve la lógica de lo sublime.

Resulta imposible no evocar el concepto de lo sublime una vez que la energía en el arte aparece como su factor fundamental. En palabras de Jean-François Lyotard, “la inconmensurabilidad de la realidad en relación con el concepto, está implícita en la filosofía kantiana de lo sublime” (La posmodernidad (Explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1995, p.20). Otros autores también reinstalaron el concepto de lo sublime en sentido kantiano para pensar el arte y la literatura contemporáneos. Fredric Jameson, por ejemplo, habla de un “sublime posmoderno” que se define por “plasmar” lo irrepresentable, que sería el capitalismo multinacional como totalidad (Ensayos sobre el posmodernismo, Buenos Aires, Imago Mundi, 1990, pp.63-64). Andreas Huyssen, en “El mapa de lo posmoderno”, señala que “históricamente el sentimiento de lo sublime contiene un deseo secreto de totalidad” y discute el sublime en Lyotard a partir de Habermas y la diferenciación de las esferas en la vida moderna (Después de la gran división (Modernismo, cultura de masas, posmodernismo), Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002, p. 370). Gilles Deleuze, en La filosofía crítica de Kant, sostiene que “en efecto, como dice Kant, lo sublime es lo informe y lo disforme” (Madrid, Cátedra, 1997, p.88). Al disponer de una máquina sensorial que trata de conducir estas energías, surge un nuevo sublime, un sublime vivencial. Afirmación del goce o del crelazer (para usar un término de Oiticica), este sublime no se construye sobre una realidad trascendente sino sobre la inmanencia. No hay necesidad de un noumeno ni de un Blanco mayúsculo, como escribe Jacques Derrida, sino que hay un vacío y una superficie blanca cualquiera. También Jean-Luc Nancy en su estudio “La ofrenda sublime” vincula lo sublime al blanco: “La blancura suspendida de la hoja o del lienzo: la experiencia de lo sublime no requiere nada más” (Un pensamiento finito¸ Barcelona, Anthropos, 2002, p.139).

Sobre este nuevo sublime que se manifiesta en lo blanco escribió Haroldo de Campos en los textos que le dedicó a su amigo Oiticica. La epifanía o los “éxtasis discontinuos”, para decirlo con palabras de Oiticica, no procuran una instancia trascendente sino que celebran lo paradisíaco en el instante-vida. Edén, señala Haroldo, es “un hebraísmo que, no por casualidad, significa delicia” (Éden (Um tríptico bíblico), São Paulo, Perspectiva, 2006, p.210). Delicia o goce, lo sublime vivencial empuja al sujeto hacia los límites, hacia el lugar en el que se pierde pero que en esa pérdida conoce también su potencia.

Escritura: constelaciones nocturnas

Si Malévich era un umbral para las artes plásticas, en poesía la referencia fundamental fue Stephane Mallarmé quien, en Un coup de dés, había utilizado el blanco como espaciamiento del poema y como materialización del signo para instituir el horizonte de escritura constelar en el que se moverían diversas poéticas, desde “los signos en rotación” de Octavio Paz a la poesía concreta del grupo Noigandres.

En 1967, Octavio Paz publicó el poema Blanco, una experiencia espacial que funciona mediante combinaciones permutativas que producen más de veinte variantes. El poema fue traducido años después por Haroldo de Campos en su libro Transblanco, que incluye otras traducciones o transcreaciones de poemas del mexicano con un intercambio de cartas y otros textos críticos. El blanco surge como una preocupación común que se vincula con la espacialidad, visualidad y construcción del poema, además de expresar la posibilidad de una epifanía que en Octavio Paz tenía que ver con sus experiencias en India, donde fue embajador entre 1962 y 1968 y escribió obras como Blanco y El mono gramático. Pasaje de Blanco y su transcreación por Haroldo de Campos en Transblanco:

Apariciones y desapariciones

La realidad y sus resurrecciones

El silencio reposa en el habla

[…]

Irrealidad de lo mirado

La transparencia es todo lo que queda

[Aparições e desaparições

A realidade e suas resurreições

O silêncio repousa na fala

[…]

Irrealidade do visto

A transparência é o que resta ao fim de tudo]

 

La irradiación de lo blanco también llega a la teoría con la crítica postestructuralista y las relecturas de Mallarmé. En 1969, Jacques Derrida dicta una serie de conferencias sobre el poema en prosa “Mímica” de Mallarmé que publica un año después en la revista Tel Quel e incluye en su libro La diseminación. “La doble sesión”, tal el título del ensayo, es una reflexión sobre las nociones de blanco, pliegue, himen y espaciamiento en la obra de Mallarmé. Enfrentado con la concepción de Jean-Pierre Richard, Derrida sostiene que el blanco en Mallarmé no es un tema sino una operación de puesta en escena de la escritura, de espaciamiento y de plegado. “El blanco se pliega –escribe Derrida–, es(tá marcado por un) pliegue” (Madrid, Fundamentos, 1975, p.380). Esto es así porque no hay sentido total ni propio, lo que hay más bien es un “contenido sémico casi vacío” y nunca un “Blanco mayúsculo” (p.387). Aunque en un principio Derrida confluye con Malévich al sostener que el blanco convierte la finitud en infinito (p.379), agrega un giro que lo aleja de todo misticismo en la ligazón entre el blanco y la trascendencia. El infinito, según Derrida, no remitiría a una presencia sino a algo que se difiere, se retarda, se disemina. El blanco no es polisémico, no se caracteriza porque tiene muchos sentidos, sino porque el sentido difiere y es irrecuperable en su totalidad. Por eso el blanco que Derrida anuncia no tiene límites, no tiene –según una figura clave en Derrida– parergon, esto es, marco. Es el ergon que deviene parergon y viceversa, algo que está literalmente plasmado en el Blanco sobre blanco de Malévich, que es un cuadrado adentro de otro. Como si la pintura se contuviera a sí misma y a la vez exhibiera su rechazo al marco (es decir, a la pintura misma). En este juego de marcos podríamos afirmar que Malévich hace una no-representación de lo infinito. Malévich mismo se refiere a esto cuando en el manifiesto “El suprematismo” escribe, en un manifiesto de 1919, que “el azul del cielo ha sido perforado y ha penetrado en el blanco, verdadera representación del infinito, y por ello, liberado del fondo celeste en color” (Escritos, op.cit., p.280). Esa infinitud muestra el estatuto inestable de la obra que tan pronto se pone un límite como lo empuja más allá en un juego en el que la estética parece llegar a su propia disolución.

Lo expuesto, de todos modos, permite afirmar que la relectura de Mallarmé y Malévich recorre el arte de fines de la década. Ahora bien, ¿cómo leer todas estas apariciones y recurrencias que son de diferente orden y parecen responder en principio a fenómenos absolutamente heterogéneos entre sí? ¿Se produce en esos años una diseminación de lo blanco que excede la herencia mallarmeana y malevichiana y es índice de una experiencia mucho más amplia, más vinculada al presente que a la reactualización de poéticas históricas?

Diseminación de lo blanco

Curiosamente, la aparición del blanco también se da en artes más ligadas a lo masivo como el cine y la música. El film Persona, de Ingmar Bergman, estrenado en 1966, comienza con las imágenes de un proyector, un rollo de acetato, un pene erecto y viejos films de animación. En sus destellos, la pantalla se pone más de una vez en blanco, como si Bergman quisiera exhibir el soporte material (la pantalla) sobre el que se proyecta la historia o la fantasía (la luz). El blanco es el origen del cine pero también su destrucción: es el goce que provoca la construcción de la fantasía y su disolución (conflicto también central en Fanny y Alexander en la escena de la linterna mágica y de las marionetas).

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En el área de la música erudita de vanguardia, John Cage publica en 1969 Notations, un libro que contiene partituras musicales no convencionales. La página en blanco plantea una apertura que exige al compositor una notación que prescinda de la convención del pentagrama. El compositor dispone, entonces, de un campo de notación indeterminado y sin restricciones al que él mismo debe dar forma. Ya no están las líneas, las cinco líneas de la notación convencional, sino el espacio indeterminado que cada compositor reinventa. El libro será usado después por Hélio Oiticica en la Cosmococa que dedicó a los hermanos Campos.

Pero no solo en el terreno de la música erudita se produce una diseminación de lo blanco, también en el ámbito de la música masiva el blanco adquiere un gran protagonismo. Cada portada de Los Beatles era un acontecimiento. Desde su segundo disco With The Beatles, con la foto en blanco y negro de Robert Freeman, sus portadas fueron su vínculo con las artes plásticas que les eran contemporáneas. En 1966, Los Beatles hacen una sesión de fotos con Robert Whitaker conocidas como la butcher cover para el disco Yesterday and Today que sería distribuido en Estados Unidos. En la portada, Los Beatles jugaban (literalmente) con lo abyecto y se reían entre reses de vaca mutiladas y muñecas infantiles también despedazadas.  

todayandyesterday butcher cover Beatles (1)

Con su simpatía habitual, los Beatles sugerían, en la sesión de Whitaker, que aún el mundo del espectáculo y del yeah-yeah-yeah debía aprender a convivir con la visión de vísceras, sangre y restos (poco después, la televisión comenzaba a mostrar los reportes visuales de la guerra de Vietnam). Finalmente, la compañía discográfica decidió cubrir la foto por otra que mostraba a los Beatles bien vestidos y metidos dentro de una valija (los fans y coleccionistas encontraron el método por el cual despegar esa foto y recuperar la butcher cover). Poco a poco, los músicos de Liverpool iban conociendo que tocaban un límite y que no solo se debían dedicar a revolucionar la pop music sino también a redefinir su imagen mediática. Un año después, la tapa de Sgt. Pepper Lonely Hearts Club Band, a cargo de Peter Blake, sería tan importante como las músicas que contenía.

Por entonces, John Lennon comienza a rendirle un verdadero culto al color blanco. Aparece a menudo vestido con un traje blanco y hasta habita una casa en Ascot toda pintada de blanco (donde se grabó el video de Imagine), incluido su piano de cola. El 1º de julio de 1968, Lennon y Yoko inauguran la muestra You are here en la galería de Robert Fraser (el marchand del swinging London que les recomendaba a los Beatles artistas para las tapas de sus discos). La obra central de la muestra era un cuadro blanco con la leyenda manuscrita “You are here”. En la ceremonia inaugural, John y Yoko liberaron 365 globos inflados con helio, “el gas más leve” como nos recuerda Jimi Hendrix (“I have this one little saying, when things get too heavy just call me helium, the lightest known gas to man.”; “call me helium” fue la divisa que después tomó Oiticica para autodefinirse). En cada globo había una tarjeta en la que se leía “You are here” de un lado y “Write to John Lennon, c/o The Robert Fraser Gallery, 69 Duke Street, London W1” en el otro.

You are here Lennon Ono (1)

También la tapa de su primer disco con Yoko, Unfinished Music No.1: Two Virgins, editado en noviembre de 1968, muestra a la pareja desnuda con el borde difuminado en blanco.  Dos elementos que pueden asociarse con la blancura aparecen en la portada: la virginidad (el disco se titula Two Virgins) y la desnudez. Como si el blanco evocara inmediatamente en la mente del observador la idea de vaciamiento y la de despojo como punto de partida para la acción libre.

La pasión por el blanco no solo era propia de John y de sus devaneos con la vanguardista Yoko Ono sino que interesaba a la banda de rock más popular del planeta. En 1968, sale a la venta el disco doble con su tapa absolutamente blanca. El White Album (como se lo denominó) fue diseñado por Richard Hamilton, uno de los artistas más relevantes del pop británico (su obra Just what is it that makes our today’s homes so different, so appealing, considerada la primera obra de pop art, fue presentada en la muestra This is tomorrow en la Whitechapel Art Gallery de Londres en 1956). Pese a ser absolutamente blanca y con las letras del grupo en relieve también en blanco, la tapa tenía un detalle: llevaba un número de serie que creaba una cierta singularidad de un disco que, ya se sabía, iría a vender millones. El título no figura en ningún lado y Richard Hamilton sugirió que el título es The Beatles haciendo una referencia irónica a la banda del Sgt. Pepper, como si ahora la banda ficticia fueran los propios Beatles. Al poner las letras en relieve, es como si el blanco hiciera tanto una supresión de la visualidad como una apelación a lo táctil, a la necesidad de acariciar el objeto y palpar su materialidad.

La portada del White Album, como todo lo que hacían los Beatles, suscitó una serie de réplicas, parodias y diálogos entre las que se encuentra el disco de Caetano Veloso de 1969. El contraste con la anterior portada diseñada por Rogério Duarte es similar a la del grupo de Liverpool: sobre un fondo blanco, se lee la firma de Caetano. De todos modos, ese blanco, más que un diálogo artístico, es el testimonio de una ausencia forzada. Al terminar su disco, Caetano debió abandonar Brasil y exiliarse en Londres desterrado por el gobierno militar. El disco, grabado en condiciones muy duras, quedó en manos de la compañía, quien se ocupó de editar el disco y eligió esa tapa de urgencia ante la ausencia forzada del músico.

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La forma del blanco

En su libro Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, Susan Buck-Morss sostiene que en su viaje de la Unión Soviética a Estados Unidos, en las manos de Alfred Barr, el Blanco sobre blanco de Malévich se convirtió en un prototipo del arte “puro” y “verdadero” y, con el paso del tiempo, en una pieza clave en los debates estéticos de la Guerra Fría. El clímax que la obra de Malévich alcanzó en los sesenta se convirtió en un cliché y en una defensa de las posiciones autonomizadoras y formalistas: su éxito mercantil fue el índice de su domesticación. Eso se verificaría, siempre según Buck-Morss, en todos los monocromos que, subordinados a las posiciones críticas de Clement Greenberg, se hicieron en esos años. Según escribe Susan Buck-Morss en Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, “Formalist was perhaps the most damming thing one could say politically about an artist in the Soviet Union in the 1930. But formalism was precisely the valued criterion for political art in the West, according to the US Marxist art critic Clement Greenberg” (Cambridge, MIT Press, 2000, p.89). En su viaje de la URSS a EEUU, “the square became the prototype of “pure” and “true” art, which, as experimental and “advanced”, could only flourish in a political democracy” (op.cit., p.89). Buck-Morss a continuación, además de hablar de su éxito financiero, se refiere a los monocromos de Josef Albers, Brice Maden, Barnett Newman, Ad Reinhardt, Frank Stella y otros. El Blanco sobre blanco, en su viaje al capitalismo, perdió su poder místico y revolucionario.

El recorrido que traza Buck-Morss de todos modos no es el único que hace un cuadro en una época en que las reproducciones viajan más que las propias obras. En la historia de la recepción de Blanco sobre blanco el papel que desempeñó la revista francesa Art de aujourd’hui fue fundamental. Porque pese a que, como señaló Guibault, en el siglo XX el arte moderno se desplaza de París a New York, en los años 50 la crítica francesa todavía seguía siendo la más poderosa fuente de información de los artistas y escritores latinoamericanos. El cuadro podía estar en New York y ser parte de las políticas de la Guerra Fría, pero en la recepción latinoamericana el cuadro de Malévich estaba más vinculado a los debates que se desarrollaban en el seno de los Partidos Comunistas locales y a la crítica a un público que era conservador en cuestiones de arte. Seguramente podría hablarse de una mirada “formalista” pero la forma no es lo mismo en todos los lugares y en todas las épocas. El poeta brasileño Augusto de Campos recuerda su primer contacto con la obra del pintor ruso:

Meu primeiro contacto com os quadrados de Malévich se deu em 52, nas conversas com os pintores concretos (Cordeiro, especialmente, que era teórico tinha grande capacidade de formulação). Embora a vanguarda russa não estivesse presente nas primeiras bienais (as autoridades soviéticas as relegavam aos porões dos seus museus), comprei na ocasião dois números da revista francesa Art d’aujourd’hui, de junho de 1952 e julho de 1953 (que ainda tenho). No primeiro, ele comparece com alguns dos seus trabalhos […] no segundo, há um estudo mais longo e completo “Les idées de Malévich” por Julian Alvard, que me impressionou muito. Entre as ilustrações (todas em preto e branco), o quadrado preto de 1913, ocupando todo o quadro, e um dos “branco sobre branco” de 1916. Juntamente com Mondrian, e os concretos paulistas, é a base plástica do Poetamenos.

La plural genealogía de lo blanco hace que no pueda reducirse su sentido a una estrategia de dominación o a una única idea de forma. Más bien el blanco –como lo vio Derrida– tiende a suspender o hasta impugnar la forma, más bien el blanco es una apertura que adquiere sentidos diferentes si se trata de los bordes no pintados de una obra de Cézanne, de los cuadrados de Malévich o de un parangolé de Oiticica: no puede reducirse a una única tradición o limitarse a una apropiación museística. A fines de los sesenta, el blanco implica, por un lado, el conocimiento de los materiales que usa el arte y, por otro, la apertura al infinito, a lo absoluto pero no a un absoluto mayúsculo (para usar el término de Derrida) sino a un absoluto inmanente.

El conocimiento de los materiales enlaza a todas las artes a la vez que las separa: porque si el movimiento hacia la materia que las hace posible es el mismo, lo que encuentran es peculiar. En los años cincuenta, lo que encontraban (“la pintura es forma y color”) puede ser lo esencial pero, en otros momentos, puede constituir una revelación de otro orden, no necesariamente de lo esencial intrínseco. Hoja en blanco, silencio, soporte, pigmento blanco: los materiales parecen ser los mismos pero no lo son. El fragmento de Bergman evidencia algo que puede extenderse a otras producciones: al exhibir el blanco, el cine se encuentra con su propia materialidad, su soporte. El blanco acá es específico de cada medio porque si la pantalla blanca vale para el cine no lo es para la pintura, donde es lienzo blanco; ni para la poesía, donde es espaciamiento. En música, sólo metafóricamente el blanco puede equivalerse con el silencio, pero la existencia de obras que hacen del silencio su soporte hablan de una orientación del arte hacia la materia en el sentido de la physis como fundamento que el arte suele escamotear o desplazar a un segundo plano, y esa es una de las funciones que cumple el blanco. John Cage señaló, entre sus inspiraciones para la composición 4’33’’, las White Paintings de Robert Rauschenberg a las que denominó “espejos del aire”. Este blanco es básicamente sensorial y esa es la materia inicial o la masa a la que hay que modular (y ya no la forma). Una materia indeterminada en la que cada marco solo potencia su inconmensurabilidad y exceso. Como se infiere de la lectura de Derrida, el blanco no es una consolidación de la forma sino su amenaza, el juego indecidible entre el finito de la obra y su apertura hacia otra cosa, sea el infinito, lo absoluto o la materia que, con su fuerza o energía, cuestiona la forma. Al zambullirse en el blanco como soporte o materia del arte, las obras terminan afirmando algo que, a simple vista, parece escandaloso: lo absoluto de la inmanencia. Y la potencia del arte para crear, en ese plano, nuevas sensorialidades, experiencias y modos de la reflexión.

 

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La crónica bordada de Sebastián Hacher

Por: Mónica Bernabé (IECH-UNR)

Imágenes: Sebastián Hacher

Mónica Bernabé analiza la narrativa heteróclita del periodista Sebastián Hacher: para la autora, mezcla de literatura, arte y etnografía en la que conviven prácticas heterogéneas. Para pensar la relación entre los cuerpos en peligro, las minorías y la migración, Bernabé se detiene especialmente en el proyecto denominado “Inakayal vuelve”. Una iniciativa que busca desandar el camino que hicieron los prisioneros y prisioneras mapuches en la llamada “conquista del desierto”, a través de la intervención colectiva de sus fotografías mediante la “iluminación” (colorear las imágenes que eran, originalmente, en blanco y negro) y el bordado. Para la autora, Hacher propone desandar esa historia de muerte desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado –ni contado– por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.


“El hombre que teje” es una crónica (si es que podemos seguir usando ese término en este caso) que desde su mismo título deja presentir lo raro. El oxímoron se intensifica cuando descubrimos que el bordador aprendiz en talleres donde reinan las mujeres es también el periodista que durante quince años escribió sobre violencia y movimientos sociales en Cosecha Roja. Es el mismo que durante cuatro años recorrió las noches de La Salada desafiando matones en los pasillos del miedo ¿Qué relación existe entre el cronista de una ciudad oscura y brutal con el que enhebra hilos y letras al ritmo de una Surah del Corán recitada en árabe?

Llamemos, provisoriamente, “proyecto Hacher” a esa mezcla de literatura, arte y etnografía de la que resulta un híbrido donde convergen prácticas heterogéneas. Paso a enumerar: crónica periodística, reportaje fotográfico, autobiografía, bordado artístico, investigación de archivo, diario de viaje, trabajo de campo, arte colaborativo, militancia social, producción multimedia, narrativa documental, diseño pop. Estamos ante un programa experimental desde el que emerge un artista singular que apenas se deja ver en el juego de los desdoblamientos.  Lo adivinamos, por dar un ejemplo, cuando incrusta, en el seno del relato, el video de un programa de la televisión alemana en donde Björk –medio en serio, medio en broma– hace gala de poseer un “control artístico absoluto”. El mismo control que el cronista descubre en Chiquita Martínez, la Björk del ñandutí en Paraguay, un modelo a imitar cuando, sin poner demasiada atención en el dinero, la labor artística se realiza en el tiempo libre, después de concluidas las tareas de la casa o al final de la jornada laboral. Entre el bordado y el tejido, la escritura se acopla al ritmo de una práctica ejecutada por las mujeres desde tiempos inmemoriales: el cronista, entonces, va pergeñando una escritura extraña al patriarcado de las letras nacionales.

Como en un bordado, el hombre que teje trama una imagen de sí que tiene verso y anverso: versiona un modelo de escritor que desafía patrones e incomoda a los que necesitan definir y llenar los casilleros de los géneros y de las identidades. Escribir sobre bordado, aprender a bordar, e inventar un territorio incierto, a mitad de camino entre periodismo y artesanía lo lleva a tensionar y traspasar el oficio de cronista para dar testimonio de la cercanía que existe entre un mundo de despojo y destrucción y la epifanía de unas imágenes que resisten a la catástrofe.

Las crónicas del artesano, o los bordados de periodista, o no sé bien qué, están lejos de la literatura en blog o Facebook que, después de algún tiempo y de un trabajo de edición, suelen ser publicadas en la forma tradicional del libro. “Te queremos como autor, pero no nos cierra el libro” le contesta por mail una editora con la que había entrado en negociación para una publicación.  La negativa confirma el lugar incierto de un autor que a comienzos de siglo aprendía el oficio de periodista en las redes sociales y que, cuando decide torcer su práctica, hecha mano a la tela y el hilo sin pasar por el papel y la tinta.  El libro no cierra porque su experiencia de escritura se cumplió y se cumple fuera de la tecnología de imprenta y del canon del arte ilustrado.  De este modo, el autor sin libro entra en sintonía con tantos otros proyectos artísticos contemporáneos (rémora tal vez de viejas estrategias vanguardistas) en donde la escritura des-borda los límites de la ciudad letrada al tiempo que establece una relación íntima con las imágenes. En caso de ser publicado, el libro del cronista bordador nunca podrá reponer la experiencia de la lectura online, es decir, no podrá reproducir (dicho benjaminianamente) la experiencia de leer, ver y escuchar que propician las entregas de Anfibia, sitio en donde Sebastián Hacher fue diseñando una suerte de programa estético-político, un proyecto que se constituye –como el tejido de las redes– entre distintas formas de contar y construir la realidad.

Detengámonos en el trabajo artesanal y la profundidad casi mística, como decía Valery, que provoca la coordinación de alma, ojo y mano. Aquí, el modo manual no debe ser entendido en oposición a las sofisticadas operaciones de los programadores en internet. El trabajo de Hacher no se adscribe a la polaridad artesanía/tecnología que forma parte del lugar común que contrapone la era posindustrial a la nostalgia de un pasado edulcorado en el que reinaba lo auténtico y original. El artesanado de Hacher nos recuerda a Richard Sennett cuando argumenta sobre la relación entre las antiguas tejedoras y los programadores de Linux. Para el sociólogo norteamericano, las prácticas rebeldes de quienes desarrollan el software de código abierto son similares a los patrones comunitarios del trabajo artesanal: descansan en las formas colaborativas de descubrimiento y solución de problemas y en el carácter impersonal y anónimo de las contribuciones.

Lo mismo podríamos decir de los periodistas independientes de Indymedia, la red global participativa que nace en 1999 en las arenas de la “batalla de Seattle”. No es menor el hecho de que Hacher haya sido uno de los fundadores de la filial argentina de la red –entre el 2001 y 2002, nuestro bienio rojo– con la consigna de “dormir con los borceguíes puestos y la cámara cerca”. En aquellos días aciagos en que cayeron Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lograron torcerle el cuello a las agencias del poder desactivando las maniobras para el ocultamiento del crimen. (http://revistaanfibia.com/piquetes-en-la-prehistoria-de-las-redes-sociales/).

Pero vayamos al tema que nos convoca: los cuerpos en peligro, las minorías y los migrantes; tema que, desde los comienzos, es central en la producción de Hacher. En particular, en el proyecto denominado #Inakayalvuelve, que conecta directamente con la resistencia de la minoría mapuche en Argentina.  El proyecto, que es definido como “una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de no ficción”, discute los cimientos mismos del Estado-nación re-bobinando, a la manera de una proyección al revés, la llamada “conquista del desierto” (1878-1885) para que al dorso emerja la imagen del genocidio mapuche largamente ocultado. Hacher propone desandar la historia desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.

#Inakayalvuelve puede ser pensado como ejemplo del “giro etnográfico” que Hal Foster analizó a propósito del arte neoyorkino a fines del siglo XX. Pero también forma parte de las formas contemporáneas del “arte fuera de sí” que Ticio Escobar vincula con los rituales indígenas del pueblo ishir y de los grupos chiriguano-guaraní. Arte y ritual: pura performatividad que empuja hacia el mundo. ¿Acaso #Inakayalvuelve no despliega el combate entre el fin de la autonomía y el instante precario en el que se manifiesta una diferencia estética?

Mi primera hipótesis es que la práctica artística de Hacher, en particular el bordado de las fotografías del siglo XIX tomadas a los indios cautivos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, conecta con las preguntas que David Viñas formuló en el contexto de la última dictadura militar y su celebración del centenario de la llamada “conquista del desierto”, preguntas que, después de casi cuarenta años, aún siguen provocando: “¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias? ¿O nada que ver con América Latina?”, “¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? ¿O no hubo indias ni indios?, “Quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.

La segunda hipótesis sostiene que si ciertamente estamos ante un ejemplo de arte etnográfico, aquí –al sur del continente– no sería el resultado de la envidia del etnógrafo, como lo piensa Foster, sino, más bien, un ajuste de cuentas con los historiadores y los relatos de la nación de los que el indio fue borrado. El arte etnográfico de Hacher es un arte de “contra-conquista”, en el sentido en que Lezama Lima pensaba el barroco americano: activación de la potencia que anida en las imágenes del pasado para el ejercicio de la justicia estética. Sin embargo, hay otras preguntas que inquietan: ¿Este particular giro etnográfico vendría a configurar una nueva forma de indigenismo, un neo-indigenismo, ahora atravesado por las tecnologías digitales, abierto a la navegación por internet y a la apertura infinita de archivos?

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Sabemos de los dilemas de la representación de lo indígena. Son innumerables los trabajos y las discusiones críticas que, particularmente a partir de la década de los ochenta, han problematizado los modos en que se ha ejercido el mecenazgo intelectual y político de los sectores indígenas en América Latina. Incaísmo, indianismo, andinismo, neo–indigenismo, cholismo, mestizaje e hibrideces varias hacen del indigenismo un concepto excesivamente ambiguo y riesgoso. Sin embargo, en la larga historia de los movimientos de pueblos y de cuerpos, los diversos indigenismos constituyeron una forma de figuración de un tiempo y un espacio otro, una posibilidad —para decirlo con las palabras de Didi-Huberman— para la emergencia de una parcela de humanidad despojada. El indigenismo latinoamericano de buena parte de siglo XX fue una manera específica de figurar a los otros y también fue una forma de exponerlos. Reparar en los pueblos expuestos, entonces, implica examinar el doblez, el pliegue de esa exposición. Cuando los pueblos son objeto de exposición reiterada en imágenes estereotipadas es porque están, precisamente, expuestos a la desaparición. El indigenismo es la forma en que una serie de pueblos —en trance de desaparición— comienzan a aparecer, a ser figurados en la política y en el arte bajo la abstracción deformadora de un tipo, de una fórmula, de una representación altamente codificada.

La diferencia argentina en la larga historia del indigenismo latinoamericano se explicaría, en parte, por una radical negación que, como decía Viñas, adquiere las dimensiones siniestras de la desaparición: en ese proceso, lejos del indigenismo clásico, lo mapuche fue catalogado exclusivamente como objeto para la investigación positivista. La nueva nación funda un museo de ciencias naturales e incorpora los cuerpos de los vencidos al servicio del reconocimiento osteológico, restos fósiles remanentes de un estadio superado de la evolución de la especie. El indio fue archivado como naturaleza absoluta, lo mismo que las piedras y la composición geológica de los suelos en la que habitaron, esas “tierras sin dueño, tierras de nadie” (como dice la niña que habla en el corto Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel) y, a partir de 1879, bienes raíces de los administradores del capitalismo latifundista, desde el general Roca hasta Luciano Benetton y Joseph Lewis.

El arte de Hacher es un arte de restitución: pretende devolver algo de la vida arrebatada a los cuerpos archivados. Como los antropólogos del colectivo Guías que trabajan en la identificación de los huesos del museo para poder devolverlos a sus comunidades de origen, el bordado de las fotografías que tomaron los científicos positivistas a los prisioneros procura restituirles el alma. En este gesto, Hacher complica a los indigenismos tanto latinoamericanos como argentinos (aquellos que van de la Eurindia del Centenario hasta las carrozas pop que abrieron el desfile de Fuerza Bruta en los festejos del Bicentenario).  Con actitud de etnógrafo, el cronista practica una observación participante y se mimetiza solidariamente con las indias y los indios para interrogar por las identidades: la suya y la de los otros.

Mimetizarse: según la maestra María Moreno es la treta número uno del decálogo Mansilla, nuestro primer etnógrafo en tierras ranqueles. Hacher puede vivir en el vértigo como cualquier puestero de La Salada, en el borde del borde del conurbano profundo donde conoce a Jaime, el migrante peruano procedente de Pucallpa. Hacia allá viaja para, como él mismo dice: “Meter los dedos en el enchufe del continente” y beber y soñar con la ayahuasca como un indio shipibo en la espesura de la selva amazónica. Y luego, trasladarse a la estepa patagónica para danzar en respuesta al llamado milenario de la tierra con los mapuches de la comunidad Pillan Mahuiza en territorios recuperados cerca del río Carreleufú.

En ese mismo gesto, cumple también con otra de las tretas del decálogo Moreno-Mansilla que es la de ir a los extremos. Jamás lo veremos caer en la prosa circunspecta y el tono neutro de la noticia rápida y efímera, nunca la metáfora fácil con pretensión poética. El cronista de la Salada necesita tanto de la palabra certera que pueda desafiar a los matones que mal disimulan el caño de la nueve milímetros en la sobaquera, como de la palabra justa que convoca al silencio para pensar por las formas del festón griego en el gineceo del taller Formosa. Las máximas del conocimiento in situ, de vivir peligrosamente y experimentar con el mundo de los otros hacen que su arte se oriente hacia una crítica cultural subversiva del mundo propio.

Las fotografías de los cautivos del museo están atravesadas por las paradojas del anacronismo: esos rostros del pasado nos devuelven la imagen de los excluidos del presente, en la exhumación del material de archivo el cronista nos señala los actuales prisioneros del sistema. Reducidos a la condición de “vida desnuda”, que es el objeto último de la biopolítica, los nuevos bárbaros son condenados a la marginación interna,  sujetos desechables, sin garantías, gente sin estado dentro del mismo territorio nacional. Para Hacher, ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Veamos su intervención sobre la foto de dos prisioneras: la mujer de Foyel y la hija de Inakayal:

 

Sebastián Hacher

Sobre ellas Hacher escribe:

La mirada de la mayor es de una tristeza enorme. La niña parece no querer entregarse a la cámara. Tiene puesto un rosario y está un poco fuera de foco. Pienso en los niños de mi familia, en mis padres. Nos imagino a nosotros en la misma situación: diezmados, despojados de nuestras casas, nuestras vidas, hacinados. En el abrazo de esa foto veo a mi madre, a mi sobrina. Deben tener la misma edad que ellas. Y quizás el mismo amor que sienten ellas.

Ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Pinto la imagen con una mezcla de furia y cariño. Sus ojos son oscuros, dice Gerardo cuando las imprime. Podría aclararlos, pero prefiero dejarlos así.

De los ojos de la niña saldrán hilos de fuego.

Ojalá puedan quemarlo todo.

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De la percepción a la reflexión. Oscar Masotta y la desmaterialización del happening

Por: Alejandro Virué

Imagen de portada: afiche de «Parámetros», de Roberto Jacoby.
Todas las fotos fueron tomadas por el autor en la exposición «Oscar Masotta. La teoría como acción» (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona).

Alejandro Virué nos introduce, a través de un ejercicio crítico y de imaginación, en el mundo del happening a fines de la década del sesenta. Aún más: logra, en este breve ensayo, llevarnos por los itinerarios de reflexión teórica y experimentación de Oscar Masotta a propósito del género, para mostrar cómo el escritor, en sus distintas apuestas por replicar ese tipo de experiencias en un país periférico como Argentina, apostó por trascender el happening mediante el «arte de los medios de comunicación masiva». Para Virué, en las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y el arte de los medios, se verifica un corrimiento del eje desde la afección sensible (propia del arte) hacia la reflexión.


I. Un ataque a los sentidos en Nueva York
Nueva York, 1966.

Imaginemos entrar a un edificio del West Side en Manhattan con destino al tercer piso. Para eso hay que subir por escaleras largas que dan a salones prácticamente vacíos que parecen deshabitados. En la última de ellas empiezan a escucharse sonidos electrónicos mezclados con otros inclasificables. Se huelen sahumerios. Al entrar al salón, que está en penumbras, los ruidos se vuelven ensordecedores. En la pared del fondo, una luz rojiza alumbra a cinco personas vestidas con túnicas, una de ellas ubicada en posición de yoga, otra tocando un violín de manera monocorde, las demás emitiendo sonidos guturales amplificados por micrófonos. Los sonidos electrónicos se mezclan con las voces y el violín. El volumen es insoportable. Los cinco iluminados parecen estar poseídos, en trance, drogados. Están ahí desde hace horas y se quedarán en esas posiciones, repitiendo sus acciones, por varias horas más. El ruido es tan fuerte que se torna insoportable y vuelve imposible cualquier tipo de comunicación verbal. Ese exceso sonoro produce un efecto paradójico: secuestra el sentido del oído hasta volverlo inútil. Obliga a agudizar la vista en una suerte de compensación. Pero la luz es escasa y solo permite ver a esos sujetos en trance. “¿Cuánto duraría esto? O bien, ¿cuánto me quedaría?” (Masotta, 2004: 300), se pregunta un joven Oscar Masotta. Veinte minutos después, entre confundido y desilusionado por la experiencia, en la que no cree, se va.

Lo que acababa de presenciar era un happening del artista norteamericano La Monte Young. A pesar de su desencanto inicial, unos días después Masotta reivindica la experiencia, al punto de decidirse a replicarla en Buenos Aires meses después. Para el intelectual porteño, La Monte Young lograba con su happening dos efectos “profundos”: una reestructuración del campo perceptual, a partir de la escisión de uno de los sentidos respecto de los otros, que sumado a la monótona escena de los performers bajo la luz roja producía un efecto similar al de los alucinógenos; y una toma de conciencia respecto de la estructura misma de la percepción. Al exacerbar la continuidad de los sonidos, al punto de obturar la capacidad de discriminación del oído, se volvía evidente la importancia de la discontinuidad en la configuración sensorial como tal. En palabras de Masotta, el happening “nos permitía entrever hasta qué punto ciertas continuidades y discontinuidades se hallan en la base de nuestra relación con las cosas” (302).

Entusiasmado, Masotta vuelve a Buenos Aires en mayo de 1966 decidido a hacer un happening. Pero la Argentina no era un país de happenistas (335). Ni siquiera el Instituto Di Tella, la institución más vanguardista del momento, incluía obras del género entre su oferta. A la escasa familiaridad del público local con los happenings se sumaba un problema curioso: pese a la presencia austera del género, el término se había popularizado en la prensa para referirse a cualquier evento irracional y escandaloso (337). El ímpetu por replicar la experiencia que le provocó el espectáculo de La Monte Young terminaría adquiriendo una dimensión pedagógica y modernizadora, la determinación, por parte de Masotta, “de introducir definitivamente entre nosotros un género estético nuevo” (305). Es por esto que reúne a artistas e intelectuales amigos y organiza una serie de ciclos que, además de happenings originales, incluirán réplicas de otros realizados en Francia y Estados Unidos, conferencias teóricas y obras que pretenden ser, incluso, una superación del género.

Lo que inicialmente podría interpretarse como concesiones que el intelectual argentino se vio obligado a hacer para volver asequible el género a un público que, por falta de información o prejuicios ideológicos, parecía no estar del todo preparado para recibir, termina convirtiéndose en un intenso trabajo de experimentación y de reflexión teórica, como puede verse en la serie de ensayos sobre el tema que Masotta publica en esos años. La posición de desventaja que suponía realizar happenings en un país periférico como la Argentina deviene, entonces, impulso creativo. El punto culminante de este desarrollo será la ambiciosa pretensión del escritor de haber logrado, con esas experiencias y desde la Argentina, crear un nuevo género, al que juzga una superación del happening y que bautiza “arte de los medios de comunicación masiva”.

En este texto pretendo dar cuenta de ese recorrido. Para eso, en primer lugar haré una breve caracterización del género, basándome en el célebre ensayo de Susan Sontag y las reflexiones del propio Masotta. Luego, analizaré los proyectos en torno al happening en los que se involucra el escritor, deteniéndome especialmente en los problemas que se le presentan por pertenecer a un país periférico y en las soluciones creativas que encuentra no solo para sortearlos sino, incluso, para convencerse de estar haciendo un aporte novedoso y superador al desarrollo del arte de vanguardia desde Buenos Aires.

II. El happening y su rol en el desarrollo de la vanguardia

Aunque algunos autores sostienen que el primer happening fue realizado por John Cage en 1952 (Bigsby, 1985: 45), cuando el músico superpuso en una misma sala una lectura de poemas, una ejecución de piano y una coreografía de danza, el término fue acuñado recién en 1959 por uno de sus discípulos, el artista plástico Allan Kaprow, que presentó Eighteen Happenings in Six Parts en la Reuben Gallery de Nueva York. El artista dividió la sala en tres áreas, donde un grupo de performers realizó una coreografía de movimientos mínimos, acompañados por sonidos electrónicos y una serie de proyecciones audiovisuales en una pantalla. El objetivo del experimento, según declaró el propio Kaprow, era conectar al público con las cosas sin mediaciones conceptuales ni jerarquizaciones. Los sonidos y las imágenes proyectadas no estaban subsumidas al desarrollo de una acción dramática por parte de los performers. Las personas eran tratadas como un objeto más.

El primer ensayo exhaustivo del género (“Los happenings: un arte de yuxtaposición radical”) formó parte del célebre libro Contra la interpretación, de Susan Sontag, publicado a principios de 1966. Habían transcurrido apenas siete años desde el happening de Kaprow pero el género había proliferado en la escena cultural neoyorquina, principalmente por obra de artistas plásticos, como Jim Dine, Robert Whitman, Al Hansen, Yoko Ono y Carolee Shcneemann, y algunos músicos, como Dick Higgins y La Monte Young.

En su ensayo, la norteamericana describe los happenings como “teatro de pintores” o “pinturas animadas” (Sontag, 2012: 343). Una de sus razones es estrictamente empírica: la mayoría de los happenistas neoyorquinos eran pintores. Pero Sontag va más allá, al punto de sostener que “la aparición de los happenings puede ser descripta como una consecuencia lógica de la escuela de pintura de Nueva York de los años cincuenta” (343), que recurrió a lienzos de gran tamaño a los que adhería materiales comúnmente ajenos al arte plástico, generalmente en desuso, como patentes de autos, recortes de diario, pedazos de vidrio y hasta medias de los artistas. La crítica ve en estos procedimientos una voluntad de proyección tridimensional, que encuentra en los assemblages de Robert Rauschenberg y Allan Kaprow su expresión más radical. El happening sería, desde esta perspectiva, el paso del deseo de tridimensionalidad que ya se veía en los assemblages a su actualización dura y pura en una habitación. Este pasaje permite la incorporación de un material que el lienzo impedía: los hombres. Y aquí radica una de las diferencias fundamentales entre el happening y el teatro: las personas se incorporan como un objeto más, sometido a las mismas leyes que el papel o el vidrio.

Allan Kaprow en su environment "Yard" (1967)

Allan Kaprow en su environment «Yard» (1967)

Al carácter fundamental que adquieren los materiales se suma, por la inexistencia de una trama, un uso peculiar del tiempo. El happening “opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación”, asimilándose a la “a-lógica de los sueños” (340). Sontag ilustra esta característica con la reacción generalizada que observa en el público:

He advertido, tras asistir a un buen número de ellos en el curso de los dos últimos años, que el público de los happenings, un público fiel, atento y, en su mayoría, preparado, suele no darse cuenta de cuándo ha terminado el happening, y se le debe indicar que es hora de marcharse (340).

El otro elemento que denota la libertad que establecen los happenings respecto del tiempo es su “deliberada fungibilidad”: la obra se consume en el momento mismo de su ejecución y, a diferencia de otras artes de la interpretación, como una obra teatral o un concierto, no hay guion o partitura a la que referirse. No hay un más allá del momento presente de su realización.

La importancia de los materiales utilizados le permite a Sontag incluir al happening en la serie del arte plástico. La inconsistencia temporal en el universo teórico del surrealismo. Sin embargo, el rasgo del género que más sorprende a la crítica es el tratamiento del público. Ya sea a través del sometimiento a ruidos ensordecedores o luces molestas, ya sea a partir de una disposición particular de la audiencia, a la que se le puede exigir desde mantenerse de pie durante toda la obra hasta estar amontonada en una pequeña habitación, “el suceso parece ideado para molestar y maltratar al público” (339). Para Sontag, este “modo insultante de comprometer al público parece otorgar a los happenings, a falta de otra cosa, su sostén dramático” (340).

En “Después del pop: nosotros desmaterializamos”, ensayo que escribe en 1967, Oscar Masotta utiliza el happening como un caso emblemático de su teoría de la vanguardia. Allí postula una serie de propiedades que, a su juicio, debe poseer toda obra de vanguardia que se precie de tal: (a) Que pueda reconocerse en ella una reflexión respecto de la historia del arte, es decir, que pueda ubicársela como el resultado de una secuencia de obras; (b) que permita una apertura a nuevas posibilidades estéticas y, al mismo tiempo, realice una negación de un género anterior; (c) que esa negación no sea arbitraria, sino que esté fundamentada en el desarrollo mismo del género que niega; (d) que cuestione, a partir de su hibridación, los límites de los grandes géneros artísticos (Masotta, 2004: 347/348).

Es fácil comprobar la pertinencia del happening en esta caracterización. Como señalaba Sontag, el happening puede pensarse como una realización cabal de la voluntad tridimensional que se manifestaba en el arte plástico previo, algo que Masotta detecta, a nivel local, en el movimiento informalista y las “ambientaciones” de Marta Minujín. Pero esto mismo es lo que lo niega como pintura, al sustituir el lienzo por una sala e incluir elementos propios del teatro, como actores y música, sin poder ubicarse, tampoco, al interior de ese género por carecer de una trama.

La tesis más sugestiva del texto de Masotta refiere a las nuevas posibilidades estéticas que el happening habilita: “En el interior mismo del happening existía algo que dejaba entrever ya la posibilidad de su propia negación, y por lo mismo, la vanguardia se constituye hoy sobre un nuevo tipo –un nuevo género– de obras” (349). El último emergente de la vanguardia mundial habría nacido nada más y nada menos que en Buenos Aires. Masotta llama al género “arte de los medios de comunicación de masas” y considera que “contiene en sí nada menos que todo lo que es posible esperar de más grande, de más profundo y más revelador del arte de los próximos años y del presente” (349/350).

 

III. Los happenings de Masotta y su “superación” por el arte de los medios

En los ensayos que Masotta le dedica al tema, que aparecen en sus libros Happenings (1967) y Conciencia y estructura (1969), pueden rastrearse los inconvenientes que se le presentaron al intelectual para llevar a cabo su objetivo de instalar el happening en la Argentina. En primer lugar, como adelanté, Masotta encuentra un desfasaje entre la proliferación del término en la prensa masiva y los escasísimos happenings que se realizaban en el país.  Como señala Ana Longoni: “Ya en 1962, en su primer número, Primera Plana lo anunciaba como ‘una extraña forma de teatro’ que tenía lugar en Nueva York” (Masotta, 2004: 57). Para el momento en que Masotta organiza sus ciclos, el término se usaba para designar cualquier evento artístico “algo irracional y espontáneo, intrascendente y festivo, un poco escandaloso” (337). El escritor encuentra en la carencia de una crítica local especializada que legitime las producciones de vanguardia (como existía en Inglaterra, Estados Unidos o Francia) una de las razones del fenómeno. Esto repercute sobre la crítica de los medios masivos, que al no poseer fuentes teóricas de calidad en las que basarse termina siendo “mal informada y adversa” (339). Masotta incluye en este último grupo a los periódicos más innovadores de la época, como Primera Plana y Confirmado. Los acusa, en última instancia, de poco comprometidos: “Les interesa más exhibir una información que en verdad o no tienen o han obtenido apresuradamente que usar simplemente de la información que tienen para ayudar a la comprensión de las obras” (339/340). Si bien este diagnóstico del estado de la crítica puede explicar la dudosa calidad de la información que circula en torno al happening, no da cuenta de la proliferación del término. Masotta atribuye esto último a “una cierta ansiedad o alguna predisposición por parte de las audiencias masificadas” (340). La prensa respondería, entonces, aunque de manera ineficiente, a una demanda existente de sus consumidores. En este sentido, el ímpetu innovador y pedagógico de Masotta al organizar sus ciclos de happenings y conferencias estaría correspondido por un deseo genuino e insatisfecho del público local.

Tapa del libro "Happenings", compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967).

Tapa del libro «Happenings», compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967)

A esta coyuntura se agrega, por otro lado, un clima de sospecha generalizado respecto del arte de vanguardia desde ciertos sectores de la izquierda. Los estudios más importantes en historia de las ideas de la época (Gilman, Longoni, Sigal, Terán) coinciden en que “la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida” (Longoni, 2014: 22) con la que empieza el período deriva, una vez afianzada la revolución cubana, en un “militante antiimperialismo” (Terán, 2013: 139), que tendió un manto de sospecha sobre las ideas y producciones provenientes de Europa y Estados Unidos, principales centros de producción del arte experimental. Aun si en estos grupos se dieron grandes discusiones respecto del rol de la vanguardia artística, y en una publicación como Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, podían encontrarse defensas explícitas –como la que realizó el artista Jorge de Santa María en 1969 al otorgarle “un efecto de crítica social” (Longoni, 2014: 221) – la posición predominante era de rechazo por “entendérsela como un modo extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial” (25).

Es probable que esta coyuntura haya influido en algunos de los desplazamientos más significativos entre el happening de La Monte Young y Para inducir el espíritu de la imagen, como llamó Masotta al suyo. Si bien mantendría el esquema general (una ambientación sonora perturbadora, la sala en penumbras, un grupo de personas iluminadas frente al público), antes del evento agregaría un suplemento explicativo: le anticiparía a la audiencia con lujo de detalles aquello que experimentaría unos minutos después. A diferencia de su propia experiencia como espectador del happening de La Monte Young, que apelaba de forma directa a los sentidos, sin mediaciones verbales ni anticipos, la audiencia del suyo oiría un relato pormenorizado de aquello que vería. De esta forma, Masotta operaba sobre sus expectativas y violentaba de manera explícita algunos de los rasgos del género, como su inmediatez, el factor sorpresa, la incertidumbre respecto de su duración.

La otra gran modificación que introduce Masotta es, si se quiere, temática. Los cinco performers de La Monte Young parecían practicar alguna variante de espiritualismo oriental, o por lo menos eso sugerían sus túnicas, los sahumerios encendidos, las poses de meditación. El argentino elige reemplazarlos, en principio, por entre treinta y cuarenta personas reclutadas “entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico de hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida” (Masotta, 2004: 302).  A la distribución de roles entre actores y público Masotta le sumaría una dimensión socio-económica: espectadores de clase media y media-alta pagarían por ver en el escenario a un grupo de lúmpenes. Quizás juzgara que, de esa forma, resguardaría su obra de la sospecha generalizada que, como vimos, la mayoría de los intelectuales de izquierda tenía respecto del arte experimental. El propio Masotta parece sugerirlo cuando dice que en el espectáculo de La Monte Young había “una mezcla intencionada –para mi gusto, un poco banal– de orientalismo y electrónica” (299, el resaltado es mío).

"Segunda vez", recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

«Segunda vez», recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

Pero además de estas adaptaciones coyunturales, propias de cualquier proceso de importación cultural, hay otras que parecen responder a ciertas inquietudes estético-intelectuales de Masotta respecto del género. En el esquema inicial, Para inducir el espíritu de la imagen duraría dos horas. Más adelante decide reducirlo a una sola. En su balance sobre el evento, que narra de manera detallada en “Yo cometí un happening” (una respuesta a la crítica encubierta que publicó Gregorio Klimovsky en el diario La Razón), juzga desacertado ese cambio y lo atribuye a sus prejuicios idealistas, que hacían que se interesara más “por la significación de la situación que por su facticidad, su dura concreción” (305). Podría pensarse, sin embargo, que en esa jerarquización del significado por sobre el hecho en sí (algo que puede verse, también, en el relato anticipatorio con el que comienza su happening) ya está operando una de las diferencias fundamentales que Masotta encuentra entre el happening y el arte de los medios:

Mientras el happening es un arte de lo inmediato, el arte de los medios de masas sería un arte de las mediaciones, puesto que la información masiva supone distancia espacial entre quienes la reciben y la cosa, los objetos, las situaciones o los acontecimientos a los que la información se refiere. Así la ‘materia’ del happening, la estofa misma con la cual se hace un happening, estaría más cerca de lo sensible, pertenecería al campo concreto de la percepción; mientras que la ‘materia’ de las obras producidas al nivel de los medios de información de masas sería más inmaterial, si cabe la expresión, aunque no por eso menos concreta. El pasaje entonces desde el happening a un arte de los medios de información de masas arrastraría una transformación de la materia estética: esta se haría, cada vez, más sociológica (201, 202).

 

Si bien sería absurdo incluir Para inducir el espíritu de la imagen dentro del arte de los medios de masas, por el sencillo hecho de que en su ejecución no intervinieron medios masivos, no es osado pensarlo como una obra de transición entre uno y otro género. Por un lado, como ya dije, la descripción detallada del evento con la que Masotta inicia el happening introduce una mediación entre los espectadores y el hecho performático que, inevitablemente, condiciona su recepción. El hecho de que Masotta reduzca el tiempo de exposición del público a los ruidos ensordecedores y la observación de los performers en la tarima, por su parte, disminuye el efecto que, se supone, estos generarían sobre la percepción. Por último, la introducción de una referencia explícitamente política, al elegir un grupo de performers de extracción social manifiestamente baja, corre el eje del efecto sobre los sentidos a la significación social del happening. De hecho, cuando finaliza el espectáculo y sus amigos de izquierda, como los describe, se acercan molestos a preguntarle por su sentido, Masotta les contesta “usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito, ahora, no fue sino un acto de sadismo social explicitado” (312). La pregnancia de esta descripción en algunas de las investigaciones recientes que tomaron el happening como objeto (Claire Bishop, en Artificial Hells, incluye la obra de Masotta en un capítulo titulado “Social Sadism Made Explicit”; Mario Cámara, en Restos épicos, lo ubica junto a una serie de obras que denomina “Serie sádica”) demuestran que más que su intervención sobre el terreno de los sentidos, lo que primó en la recepción de Para inducir el espíritu de la imagen fue su significación política.

El otro happening que realizó ese año explicita aún más el desplazamiento del interés de Masotta de la inmediatez y la intervención sobre lo sensible que se espera del happening a las mediaciones y la problematización de la comunicación de las que se valdría el arte de los medios masivos. El helicóptero, como lo llamó, involucró dos locaciones diferentes: la sala el Theatrón y una antigua estación de trenes de Martínez. Aunque la totalidad del público fue citada en el Instituto Di Tella a la misma hora, allí se dividió a la audiencia en dos grupos, a los que se les asignaron vehículos diferentes. El objetivo era que ninguno de los espectadores pudiera ver la totalidad del happening, aunque solo se percatarían de esto al final. En el teatro se proyectó un corto en el que una persona, completamente vendada, se agitaba violentamente con el propósito de liberarse; simultáneamente, un baterista y otros músicos tocaban en vivo, las acomodadoras daban indicaciones a los gritos durante el evento y el público era fotografiado una y otra vez. En la estación de trenes, mientras tanto, la actriz Beatriz Matar saludaba al público desde un helicóptero que sobrevoló el lugar durante varios minutos. El happening culminaría con la reunión de las dos partes en la estación de trenes. El objetivo era simple: que los espectadores de cada una de las secuencias les narraran a los otros aquella que no presenciaron. El happening, escribe Masotta, “se resolvía así en la constitución de una situación de comunicación oral: de manera ‘directa’, ‘cara a cara’, ‘recíproca’, y en un mismo ‘lugar’, los dos sectores de la audiencia se comunicaron lo que cada uno no había visto” (359). El énfasis, como es evidente, estaba puesto en las mediaciones: solo a partir de las narraciones de los otros cada espectador podría lograr una apropiación global de la situación.

Afiche del happening "El helicóptero", de Oscar Masotta

Afiche del happening «El helicóptero», de Oscar Masotta

Como puede verse, en los dos happenings de su autoría Masotta le otorga un rol central a las mediaciones narrativas. A los motivos que ya explicité, hay que agregar uno fundamental: si bien su objetivo explícito era instalar el happening en el ambiente cultural local, en el transcurso de la preparación de sus ciclos, y a partir de las discusiones con los artistas e intelectuales que convocó para llevarlos a cabo (Roberto Jacoby, Eduardo Costa, Miguel Ángel Telechea, Oscar Bony, Leopoldo Maler y Alicia Páez), el escritor empieza a dudar de la actualidad del género: “A medida que aumentaba nuestra información crecía la impresión de que las posibilidades –las ideas– se hallaban agotadas” (252). Estas dudas respecto de la posibilidad de hacer un aporte original al género resultarán en otro de los hitos de transición hacia el arte de los medios: en vez de hacer un ciclo de happenings originales, el grupo resuelve hacer un happening de happenings: recrear, en un mismo evento, una serie de obras que se realizaron en otros países y que consideran relevantes dentro del género. A partir de libros, grabaciones y el relato de Masotta de uno de los que presenció en Nueva York, el grupo replicaría happenings de Carolee Schneemann, Claes Oldenburg y Michael Kirby. Sobre happenings, el nombre que eligen para el evento, ya da una pauta de sus intenciones; la idea era realizar un comentario acerca de otros happenings:

Los acontecimientos, los hechos, en el interior de nuestro happening, no serían solo hechos, serían signos. Dicho de otra manera: nos excitaba, otra vez, la idea de una actividad artística puesta en los ‘medios’ y no en las cosas, en la información sobre los acontecimientos y no en los acontecimientos (253)

 

La recreación de esos happenings célebres, además, violentaba otro de aquellos rasgos característicos del género: su fungibilidad. Roberto Jacoby, uno de los integrantes del grupo, muestra la plena conciencia que tenían al respecto: “Los copiamos como si fueran obras de teatro sujetas a guión, lo cual era una manera de matar el happening o transponerlo a las reglas de la reproductibilidad” (68).

Será precisamente Jacoby el que realice el pasaje definitivo al arte de los medios masivos. La invitación a realizar un ciclo de happenings con la que Masotta reúne a un grupo de artistas e intelectuales en abril de 1966 coincidió con algunas ideas que Jacoby venía masticando hacía un tiempo, como la de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición” (70). A mediados de año, Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari anuncian, a través de un manifiesto –gesto clásico de las vanguardias artísticas–, la creación del grupo de Arte de los Medios de Comunicación. Su obra inaugural, que terminó conociéndose como antihappening, consistió en la elaboración de una gacetilla compuesta por relatos y fotografías montadas de un happening inexistente. El propósito era que los medios hicieran circular esa información como si fuera verídica, constituyendo la obra en el proceso mismo de transmisión. El circuito se completaría con la reconstrucción que cada lector hiciera a partir de las reseñas de la prensa. Esta operación, que ponía en evidencia el artificio que interviene entre los hechos y su comunicación –al punto de poder divulgar como un acontecimiento real algo completamente montado por un grupo de artistas–, puede resultarnos algo inocente en la actualidad, a la luz de la proliferación de fake news.

Pero el grupo no se proponía, simplemente, advertir acerca del poder de los medios de engañar a sus audiencias, sino más bien extender los límites de la obra de arte, incluyendo la materia de la que estas pueden valerse y sus vehículos tradicionales. Son paradigmáticas, en este sentido, las presentaciones de literatura grabada en el Instituto Di Tella, en las que se reprodujeron grabaciones de relatos orales recogidos en la ciudad de personajes ajenos al circuito literario tradicional, como un lustrabotas, una psicótica con delirios de persecución y la abuela de uno de los artistas. Las obras no solo desplazaban el medio arquetípico de la literatura del libro al cassette sino que cuestionaban el hecho literario en sí mismo, a partir de relatos no necesariamente ficticios, narrados por no-escritores.

En sus Lecciones de estética, Hegel presenta la tesis de que el arte pertenece al pasado. Con esto no quiso decir que las obras artísticas fueran a dejar de existir, sino que su función, que para el filósofo no era otra que manifestar la verdad, ya no podría darse de manera inmediata. Arthur Danto ilustra esta idea con las latas de sopa de tomate Campbell’s de Andy Warhol: cuando las miramos lo primero que nos preguntamos es si son arte o no. Su inclusión en ese universo depende, en última instancia, de un argumento; deben darse razones (históricas, estéticas, institucionales) que certifiquen tal pertenencia. En otras palabras: arte y filosofía del arte, obra y crítica se vuelven mutuamente dependientes. Sin la segunda no existe la primera. La conmoción, de producirse, es eminentemente intelectual. Hegel diría que el arte ha sido sustituido por la filosofía.

En las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y su supuesta superación por el arte de los medios hay un eco de estas ideas. Si lo innovador del happening consistió en la extensión de la materia del arte –al utilizar materiales plebeyos e incluir al hombre como uno más de ellos–, la imposibilidad de convertirse en objeto de museo por su carácter irrepetible y la extensión de los límites de aquello que puede considerarse obra, las mediaciones narrativas que incluyó Masotta en los suyos y la superposición entre obra y transmisión que llevaron a cabo sus colegas con el arte de los medios masivos corren definitivamente el eje desde la afección sensible, uno de los atributos definitorios del arte, hacia la reflexión. En palabras del escritor: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto– la intención de constituir un mensaje original y nuevo como permitir la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje” (221). La pregunta que estas obras le hacen, en definitiva, a sus receptores, involucra su propio status (¿Es esto una obra de arte?), lo que obliga a reflexionar sobre la constitución misma del hecho artístico.

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La representación de los Pueblos Originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento

Por: Leticia Rigat

Imagen de portada: tapa del libro

Leticia Rigat nos presenta un fragmento de su libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento (2018), el cual fue seleccionado en el concurso «Llamado a Ediciones para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. Su trabajo parte de los ejes conceptuales «cuerpo», «fotografía» y «cultura» para analizar cómo la fotografía latinoamericana contemporánea –en la obra de Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966) – aborda de manera crítica la representación que la fotografía del siglo XIX y principios del XX cristalizó, en sus retratos, de los Pueblos Originarios de América Latina. Así, la autora propone que las normas de representación que estructuraron la producción de esas imágenes adquieren nuevos sentidos en el corpus analizado, para mostrar así cómo esos grupos fueron desplazados e identificados como una otredad “salvaje” y “exótica”.


El libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento fue seleccionado en el concurso “Llamado a Ediciones 2018 para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. El trabajo propone una reflexión en torno al uso de la fotografía en la construcción identitaria y su incidencia en la producción de imaginarios sociales. Partiendo de tres ejes conceptuales: cuerpo, fotografía y cultura, buscamos analizar cómo en la fotografía latinoamericana contemporánea se produce una nueva significación en la representación de los Pueblos Originarios de América Latina en contraposición a cómo se los retrataba a fines del siglo XIX y principios del XX. Período en el que intereses científicos y coloniales occidentales buscaban crear una imagen de los Otros-indígenas desde el exotismo y el salvajismo, como aquello que estaba en los márgenes de los procesos de modernización y proyectos civilizatorios en los Estados-nacionales posrevolucionarios.

Basándonos en estos usos de la fotografía en dicho período, nos propusimos compararlos con producciones contemporáneas, a partir de las obras de tres fotógrafos latinoamericanos contemporáneos: Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966). En sus obras es posible reconocer una dimensión crítica de la situación actual de los pueblos originarios a partir de la resignificación de ciertas normas de representación que sirvieron para la identificación y exclusión de dichos grupos. Estos desplazamientos en la representación producen un giro histórico, estético y conceptual que marcan un reconocimiento del Otro desde su diferencia cultural.

Partiendo desde aquí consideramos cómo la colonización de las poblaciones originarias de América Latina es representada y denunciada por ciertas obras actuales de la fotografía contemporánea. En estas producciones el cuerpo es colocado en el centro de la representación y en ellas podemos reconocer muchas características de los retratos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX con las que se buscaba identificar y delimitar tipos humanos. En este sentido, consideramos que las normas de representación que estructuraron la producción de este tipo de imágenes son resignificadas en los casos analizados para poner de manifiesto cómo estos grupos eran desplazados e identificados como Otro. Una mirada crítica sobre el pasado pero para hablar del presente, para problematizar lo actual, buscando una descolonización de la mirada, del saber y de las iconografías que gestaron nuestros imaginarios.

En la presente publicación proponemos un fragmento de dicho trabajo, pudiendo ser consultado en su totalidad de manera digital en la página web del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF).

 

La búsqueda de una identidad latinoamericana en la fotografía de América Latina

 Los estudios sobre “fotografía latinoamericana” son relativamente recientes, no fue hasta la década de 1970 que comienzan a aparecer trabajos de investigación, coloquios y exhibiciones que ponían en escena este concepto. El Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía realizado en México en 1978 puede considerarse como el punto inicial a partir del cual se crearon números Consejos Nacionales de Fotografía en distintos países de la región y la réplica de reuniones, coloquios, exhibiciones con la denominación “Fotografía Latinoamericana”.

Desde aquel momento inicial al presente, las investigaciones en el tema, las exhibiciones, coloquios, bienales y debates se han incrementado notablemente, y han ido variando determinados enfoques en torno a la fotografía y a Latinoamérica. De los primeros casos, podemos decir que en su mayoría se trataba de investigadores europeos o norteamericanos que reproducían los ejes verticales de los centros a las periferias, y en función de tópicos como lo exótico, lo tercermundista, el subdesarrollo, la violencia, etcétera.

Es a partir de la década de 1980 cuando comienza a producirse un verdadero giro tanto en las producciones fotográficas como en las investigaciones latinoamericanas: fotógrafos, curadores e investigadores buscan revertir esta visión desde afuera para centrarse en una definición, una historiografía y en una producción que refleje una autorreflexión crítica sobre la fotografía realizada en y desde América Latina.

Precisamente, en 1978 se celebra el Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía en México (organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía y con los auspicios del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública), el cual contó con una amplia participación de fotógrafos y ponentes de distintos países. El principal eje de interrogación del mismo fue: ¿Qué identifica o caracteriza a la fotografía latinoamericana?

La respuesta a dicha pregunta por la identidad de la fotografía de la región giró en torno al documentalismo de compromiso político y social, abogando por el realismo y condenando las intervenciones y manipulaciones de las imágenes. Esto último queda ilustrado por la presentación de Raquel Tibol, quien esgrimiendo a favor de la fotografía como medio de expresión autónomo frente a las artes plásticas afirma:

La fotografía, por el hecho mismo de que sólo puede ser producida en el presente y basándose en lo que se tiene objetivamente frente a la cámara se impone como el medio más satisfactorio de registrar la vida objetiva de todas sus manifestaciones; de ahí su valor documental, y si a esto se añade sensibilidad y comprensión del asunto, y sobre todo una clara orientación del lugar que debe tomar en el campo del desenvolvimiento histórico, creo que el resultado es algo digno de ocupar nuestro puesto en la revolución social a la cual debemos contribuir[1].

 

Convoca a los fotógrafos de la región al encuentro y al diálogo, para que con “elocuencia crítica” contribuyan a expresar el Ser latinoamericano, expresando en los siguientes términos lo que considera “la plataforma común del fotógrafo latinoamericano”: atareado con frecuencia en asuntos nacionales marcados por presiones económicas, políticas y militares, las dependencias del imperialismo y de la explotación oligárquica en la que vive la gran mayoría de los países de la región[2].

Una afirmación en la que puede leerse una postura poscolonial en la que denuncia y critica las dependencias y continuidades coloniales, que se ven reflejados también en colonialismos internos. Un espíritu expuesto en la ponencia de Tibol pero que puede reconocerse también en ‘las notas’ que los fotógrafos enviaron para explicar su labor y los fundamentos de sus obras, notas que han sido incluidas junto a las fotografías que integraron la muestra, en la publicación de las memorias del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía bajo el título Hecho en Latinoamérica.

En las afirmaciones de los fotógrafos puede notarse una constante reivindicación de las cualidades técnicas de la fotografía para la representación fiel de lo real. Una concepción en torno a lo fotográfico como mímesis perfecta de lo real, que valoriza a la imagen desde sus posibilidades técnicas de registro directo, sin intervenciones, ni manipulaciones (documentalismo moderno) que lleva a una reafirmación de la fotografía como documento de denuncia comprometido con un movimiento de cambio. Asimismo en muchas de las notas pueden encontrarse cuestionamientos a las continuidades coloniales y las presiones imperialistas. Por ejemplo Jorge Acevedo (México) afirma en este sentido que el trabajo fotográfico debe buscar una expresión de la realidad y sus contradicciones:

Necesariamente esta producción artística deberá ponerse al servicio de la crítica y de la denuncia de la explotación, la marginación y la colonización y no será posible ponerla en práctica sin un largo camino que vaya limpiando esta misma de la ideología imperante y en la ruptura constante del modelo estético convencional el cual nos atrapa[3].

 

Asimismo, la fotógrafa mexicana Margarita Barroso Bermeo manifiesta que el fotógrafo debe estar comprometido y ser consecuente con su época para poder generar a través de la fotografía una protesta:

Mi intención es mostrar una realidad que muchos pretenden ignorar, o que de alguna manera se nos trata de ocultar o deformar por considerarla hiriente, indignante, o molesta. […] Al hacerlo, estoy autotrasnformando mi conciencia hacia una postura más crítica y más humana; al mostrarlas, trato de ayudar a los demás a lograr lo mismo[4].

 

Desde Chile, Patricio Guzmán Campos advierte que los latinoamericanos debemos compromiso y militancia en las luchas de nuestros pueblos:

El fotógrafo comprometido con su pueblo y su época en su lucha por conquistar su independencia y liberarse de la opresión imperialista, deberá ser fiel a él y saber interpretarlo. […] Debemos estar siempre atento en la denuncia y ayudar mediante nuestra capacidad y sensibilidad, a luchar contra la injusticia social en que viven y trabajan las mayorías nacionales de nuestros pueblos indoamericanos[5].

 

Por su parte, Pedro Hiriart (México) se detiene también en la idea del fotógrafo comprometido con su entorno social latinoamericano, sujeto a presiones exteriores, con imposiciones culturales y mecanismos de enajenación: “La obra es una búsqueda de identidad y un intento de subversión. Búsqueda de la identidad, borrada primero y negada sistemáticamente después. Subversión de la imagen para transformarla de un arma de control en un instrumento critico liberador”[6].

Julia Elvira Mejía (Colombia), destacando que su interés es captar lo cotidiano en su contexto social, afirma:

Este contexto social ha sido descrito en Latinoamérica por medio de situaciones de pobreza, desorden, y basura sin fin ni remedio, de invasiones masivas de valores ajenos, de explotaciones turísticas de culturas autóctonas, de represiones militares, de manifestaciones de fervor religioso que conservan la esperanza y la opresión[7].

Bajo este mismo tono puede reconocerse en muchas de las declaraciones de los fotógrafos una constante denuncia de la situación social latinoamericana en cuanto a choques de culturas, violencias, pobreza y marginación. En cuanto a los pueblos originarios y los afrodescendientes, hay una marcada crítica a su explotación como curiosidad turística y a su representación desde el exotismo. Son notables también las manifestaciones de los fotógrafos cubanos por la reivindicación de la revolución y sus líderes, y de la fotografía como instrumento de la historia, liberador y para crear conciencia.

En 1981, nuevamente en México, tuvo lugar el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía, organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía (creado al finalizar el primer coloquio). En esta ocasión, su director, Pedro Meyer volvía a destacar a la fotografía documental como la expresión por excelencia de la fotografía en América Latina y a la identidad latinoamericana en relación a la colonización (en términos políticos) y a las dependencias y sometimientos de nuestra región por el imperialismo.

Desde los tiempos de la Conquista y la Colonia española cuando éramos ‘el nuevo mundo’, hasta llegar a ser denominados ‘latinoamericanos’, todos aquellos pueblos al sur del Río Bravo habitamos una vastísima extensión territorial, que engloba en sus límites países de habla hispana, portuguesa, inglesa y cientos de lenguas autóctonas. Estos pueblos nos encontramos con regímenes -en este año 1981- que van desde un país socialista como Cuba, hasta las dictaduras fascistas de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay; o pueblos que recientemente surgen de un doloroso proceso revolucionario como Nicaragua; otros que actualmente se debaten frente a la represión más furibunda contra su proceso de liberación como es el caso de El Salvador; o en Guatemala, polvorín sujeto a un súbito estallido social […] Así podemos inventariar cada una de las naciones que forman esta geografía denominada América Latina y que sólo daría cuenta de lo heterogéneo de nuestras realidades compartidas[8].

Afirmando que reconocer que la historia de la humanidad es multicultural permite superar la fase de etnocentrismos, convoca a reconocer las diferencias de los pueblos pero asimismo la unidad latinoamericana y el necesario compromiso con lo propio, reconociendo la represión y explotación sistemáticas (internas y externas) que a lo largo de los siglos hemos padecido. Sugiere así una descolonización del saber y la mirada:

Hasta fechas recientes nos veíamos obligados, por falta de alternativas, a dirigir la mirada, en busca de orientación y hasta de apoyo, a los centros del poder cultural de las metrópolis, a los centros donde la fotografía estaba aparentemente más desarrollada. Finalmente, y a pesar de todo, ya no estamos mirando hacia las metrópolis para recibir su guía y favor. La orientación y el apoyo en busca de nuestro desarrollo nos los estamos proporcionando unos a otros. Con interés seguimos los pasos de lo que ocurre en todas partes del mundo, pero ahora es a nivel de información. Los estímulos nos están viniendo de nuestras propias tierras, de nuestros pueblos hermanos, de nuestras realidades culturales, políticas y sociales[9].

 

Posicionando una reflexión sobre desde dónde miramos y pensamos a Latinoamérica, plantea una serie de interrogantes, a los que las distintas ponencias y diálogos buscaron dar respuesta:

¿Para quién y en dónde estamos fotografiando? ¿Cuáles son los parámetros para valorar nuestras obras? ¿A quiénes y dentro de cuáles contextos interesa mostrar la obra? ¿Cuáles son los mecanismos más idóneos para difundir la obra fotográfica nuestra? ¿Estamos interesados y dispuestos a crear ‘objetos artísticos’ sujetos al libre comercio?[10].

 

Entre las intervenciones que se presentaron podemos nombrar: Néstor García Canclini (Argentina) con la lectura “Fotografía e ideología: sus lugares comunes”;  Lázaro Blanco (México): “La calidad contra el contenido”; la analista mexicana, Raquel Tibol interviene con: “Mercado de arte fotográfico: liberación o enajenación”; Lourdes Grober (México): “Imágenes de miseria, folclor o denuncia”, comentada por el escritor y analista mexicano Carlos Monsiváis y Max Kozloff; el fotógrafo cubano Mario García Joya “Mayito” con “La posibilidad de acción de una fotografía comprometida dentro de las estructuras vigentes en América Latina” comentada por el escritor Mario Benedetti y por Rogelio Villareal; Roland Günter (Alemania): “La fotografía como instrumento de lucha” comentada por Martha Rosler y Stefanía Bril; Sara Facio (Argentina): “Investigación de la fotografía y colonialismo cultural en América Latina”; entre otras.

La sola lectura de los títulos ya permite deducir el eje temático de los diálogos. Al igual que en el encuentro de 1978, la práctica documental es reivindicada, no obstante comienza a cuestionarse la supuesta “objetividad fotográfica”; se manifiesta así la importancia del entorno sociopolítico y económico de la región, y que en las representaciones fotográficas hay un aspecto ideológico que interviene y no debe pasarse por alto, en lo que es posible leer las críticas a la objetividad fotográfica, propia del discurso del código y la reconstrucción, señalado por Dubois.

En este sentido, García Canclini, sirviéndose de la metáfora de la cámara oscura propone una lectura de la fotografía y la ideología (en términos marxistas), no como meros reflejos de lo real sino precisamente como “reflejos invertidos de la vida real”. Advierte así que la fotografía no copia la realidad y carece de objetividad, no se mueve en el terreno del campo de la verdad sino en el de la verosimilitud. Desafiando de esta manera lo que se venía pregonando para el documentalismo latinoamericano, propone un análisis que debe contemplar dos niveles:

Por una parte examinará los productos culturales como representaciones: cómo aparecen registrados en una fotografía los conflictos sociales, qué clases se hallan representadas, cómo usan los procedimientos formales para sugerir su perspectiva propia; en este caso, la relación se efectúa entre la realidad social y su representación ideal. Por otro lado, se vinculará la estructura social como estructura del campo fotográfico, entendiendo por estructura del campo las relaciones sociales que los fotógrafos mantienen con los demás componentes de su proceso productivo y comunicacional: los medios de producción (materiales, procedimientos) y las relaciones sociales de producción (con el público, con quienes los financian, con los organismos oficiales, etc.)[11]

 

Concluye su exposición afirmando que las prácticas fotográficas pueden contribuir a formar una nueva visión, al conocimiento social y a transferir al pueblo “los medios de producción cultural”. La fotografía comprometida puede acabar con los estereotipos, “con las maneras reflejas de representar lo real que las ideologías dominantes nos imponen, y suscitar miradas nuevas, críticas, sobre esta tierra tan poco fotogénica”[12].

En términos similares, Víctor Muñoz (México) afirma: “La práctica fotográfica produce representaciones que materializan aspectos de las representaciones imaginarias de nuestras relaciones con las condiciones de existencia” puesto que “esta cruzada, está constituida entre otros espacios sociales, por el ideológico”[13].

Por su parte, Roland Günter en “La fotografía como instrumento de lucha” advierte que la fotografía puede convertirse en un medio importante para representar la realidad de una manera más exacta y más compleja, por ejemplo hacer visible la conexión entre la explotación y la pobreza, la relación de estructuras sociales en la población con su modo de vida y su cultura popular, amenazada por el consumo y el colonialismo. Abogando por una estética realista, Günter afirma que el conocimiento es un poder transformador, refiriéndose con ello no al saber experto sino:

El conocimiento elemental acerca de los destinos humanos y de los importantes mecanismos que favorecen estos destinos, que los oprimen o destruyen. […] La fotografía y la palabra pueden si trabajan conjuntamente hacer una contribución muy importante, fomentar el conocimiento social y propagarlo[14].

 

Comentando el trabajo de Günter, Martha Rosler también reivindica a la fotografía como arma para la lucha social, pero advierte que no hay que olvidar los significados, discursos e ideologías que intervienen en los códigos de lo visible, puesto que la fotografía, también puede reforzar y confirmar estereotipos perjudiciales: “Así, representando visualmente las características asociadas con un grupo percibido negativamente, puede parecer que la fotografía “demuestra” la verdad de tales perjuicios. Aun cuando un texto presente en forma clara un significado distinto, los mitos reforzados culturalmente pueden prevalecer en último término”[15].

En este sentido refuta a Günter afirmando que puede ser peligroso suponer que, al representar a la gente en forma detallada y específica, se puede “superar la enajenación por medio de la distancia, de tal manera que la gente ya no es extraña, sino amistosa, de tal manera que se crea un sentimiento fraternal”. Toma como ejemplo a la exhibición “The Family of Man” que se organizó en Nueva York pero que circuló alrededor del mundo durante la Guerra Fría bajo el lema “Un solo mundo”, mientras su patrocinador  –Estados Unidos– estaba tratando de forjar un “nuevo orden mundial” de dominación neoimperialista.

Sumado a lo anterior, en las ponencias se buscó definir y convocar a una fotografía comprometida. En este sentido Mario García Joya (Cuba) observa que la así llamada fotografía comprometida debe expresar los intereses de los pueblos y “su mensaje debe contribuir a la reivindicación de los valores más auténticos de la cultura latinoamericana, a la desajenación de las clases explotadas y al mejoramiento del hombre en general”[16]. A lo que agrega que los fotógrafos latinoamericanos deben tener un núcleo de intereses comunes:

Nuestra mayor esperanza la depositamos en que, con el tiempo, podamos concretar una acción coordinada a nivel continental. Para ello es necesario apoyar la consolidación de los grupos nacionales de fotógrafos que, con una plataforma común a favor de la descolonización cultural, la reivindicación de los valores propios, la búsqueda de una identidad en la cultura nacional […][17].

 

A lo anterior cabe agregar las declaraciones de Rogelio Villarreal (México), quien afirma que para crear una verdadera fotografía comprometida en Latinoamérica, los fotógrafos deben asumir un compromiso con sus pueblos vinculándose con los movimientos populares, “para que los fotógrafos en verdad comprometidos sepan expresar, con toda su inteligencia y sensibilidad los intereses y aspiraciones de las clases trabajadoras […]”[18].

Asimismo, en otras intervenciones se destacó que este compromiso no es únicamente “el registro directo” a través del dispositivo fotográfico, si en esto se pasa por alto que en las representaciones median ideas anteriores, y se reproduce una visión estetizante de lo que se busca fotografiar. Bajo esta premisa Lourdes Grobet (México) inicia su exposición afirmando que a su entender la fotografía no puede ser considerada arte, por el contrario, la fotografía es un medio de comunicación, con el que se puede registrar la realidad y poner ese registro al servicio de la sociedad. En base a ello busca diferenciar cuándo las imágenes hechas de la miseria son denuncia y cuándo son folclóricas:

Es la actitud del fotógrafo lo que marca la línea a seguir cuando se enfrenta a la miseria, lo que puede determinar si las imágenes resultantes alcanzan a trascender la miseria de los fotografiados y reivindicarlos, o si se quedan en una mera explotación visual de su apariencia, en una explotación más de los miserables[19].

 

En este sentido Grobet afirma que para que una fotografía de denuncia sea verdaderamente liberadora no requiere necesariamente al realismo, ni la toma directa, con lo que relativiza el binomio documental-ficción que sirvió para el establecimiento del documental como modalidad discursiva:

Un testimonio además de ser un documento es también la interpretación hecha en un momento por el fotógrafo. Escoger el lugar y el momento y encuadrar antes de disparar la cámara ya implica un acto de selección. Pero habrá momentos en que el fotógrafo que busca denunciar la miseria, que busca hacer un documento útil, tenga que recurrir a procedimientos menos directos, menos ortodoxos para evidenciar una situación dada[20].

 

En resumidas cuentas, advierte que lo que diferencia una fotografía de denuncia de una “folclórica” es la actitud del fotógrafo, su grado de compromiso y conciencia de la situación. A lo que Carlos Monsiváis (México) refuerza, advirtiendo:

No predico rumbos para la fotografía. Pero sí me gustaría una visión desde dentro del proceso de cohesión y/o dispersión de las clases subalternas, que con plena honestidad se dedique al registro crítico de la miseria, otro hecho central de este continente. En la tarea cultural y artística de estos años, a la fotografía le corresponde también el abandono y la crítica del exotismo y la pobreza romántica, el rechazo de toda pretensión de neutralizar al mundo, la negativa a asumir, con gozo estetizante, la parte por el todo.

 

En esa línea, la visión crítica debe superar la búsqueda estetizante[21].

En síntesis, puede observarse que en este Segundo Encuentro Latinoamericano de Fotografía, la práctica fotográfica en la región (en especial el documentalismo), continúa siendo reivindicada como un medio social de cambio para generar conciencia. No obstante, se tematiza fuertemente la cuestión de lo ideológico, de las codificaciones culturales del sentido, donde el fotógrafo debe asumir una actitud crítica y comprometida con los propios actores sociales, con conciencia plena de las situaciones a fin de no reforzar, ni reproducir estereotipos; con el objetivo de encontrar una mirada latinoamericana que permita liberarnos del colonialismo. En todo ello es posible reconocer una resonancia a la críticas posmodernas de la fotografía y se pone de manifiesto que la imagen fotográfica no es neutra, ni objetiva, sino una representación atravesada por imaginarios sociales, y que tiene una intencionalidad. Desde esta concepción, la fotografía puede ser un arte crítico que permite una comprensión del mundo y un cambio social.

Tres años después, en 1984 se llevó a cabo el Tercer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, esta vez en la Casa de las Américas de Cuba, en el que participaron ponentes y fotógrafos soviéticos, latinoamericanos y europeos. Los interrogantes y argumentaciones rondaron en términos generales en lo mismo que en los encuentros anteriores. Entre las lecturas se encontraban: “La expresión de lo fotográfico” por Raquel Tibol; “Premisas para la investigación de la fotografía latinoamericana” por María Eugenia Haya; “¿Para quién y para qué fotografiamos?” de Pedro Meyer; y “Estética e imagen” por Néstor García Canclini, entre otras.

Tanto en las muestras fotográficas como en las exposiciones teóricas continua predominando la reivindicación de documentalismo, no obstante comienza a hacerse notar un interés por explorar nuevos géneros, temas y formatos; resaltando la necesidad de crear más espacios para mostrar las producciones, como así también la de fundar centros de fotografía y espacios para la formación, y una revisión historiográfica sobre la fotografía latinoamericana por fuera de las historias universales de fotografía con su visión eurocéntrica.

Es posible observar ciertas constantes en los tres primeros coloquios. En primer lugar, el interés por pensar la fotografía latinoamericana desde una perspectiva propia, buscando descolonizar el pensamiento sobre la fotografía, pero así también la mirada sobre nuestras realidades y cómo las representamos (y las han representado). Así también, el deseo de pensar si hay algo que caracteriza a la fotografía realizada en América Latina; y si lo hay, cómo se articula con los complejos contextos sociales, culturales, económicos y políticos de cada nación en particular y de Latinoamérica en general. En cierto sentido, todo ello estuvo atravesado por la reflexión en torno a qué es Latinoamérica, qué es ser latinoamericanos, en pos de comenzar a narrar nuestra propia historia asumiendo la responsabilidad de no reproducir los cánones coloniales.

En 1996 y a casi veinte años de celebrarse el Primer Coloquio, tuvo lugar el V Coloquio Latinoamericano de Fotografía, cuya sede vuelve a ser México. Desde las presentaciones puede reconocerse ya un ‘camino de reflexiones transitado’ en el que se reivindica a la fotografía “como parte de la producción cultural de América Latina”[22] y a los Coloquios como un espacio de encuentro y diálogo “para reflexionar, estudiar, escuchar y discutir sobre la fotografía como un lenguaje que nos une como hombres y mujeres contemporáneos”, lo que implica “una reflexión sobre nuestro momento y nuestro tiempo, sobre la realidad o las realidades que estrechan o fragmentan la posibilidad de una acción conjunta para estructurar y construir, en el nuevo milenio que toca a la puerta, un mundo de mayor equilibrio y justicia para todos” y reafirmando con ello a la imagen como un arma de lucha[23].

De esta manera, en las presentaciones se convocaba a retomar aquellas inquietudes que se habían presentado en el primer coloquio de 1978:

Lo que es Ser latinoamericano, para discutir sobre el SER latinoamericano, para preguntarnos si un concepto geográfico define la mirada o si genera una entidad; si las circunstancias históricas que nos unen o el lenguaje común marcan una importancia en la forma de ver, gestando un sueño casi bolivariano traducido a la mirada, o si lo que importa ahora es conciencia ética de su acción transformadora[24].

 

En este sentido, se buscó revisar cuáles habían sido los discursos y discusiones que sustentaron este pensamiento sobre la fotografía latinoamericana.

El encuentro, además de una gran muestra fotográfica, contó con la lectura de dos ponencias magistrales, que tematizaron desde un punto de vista histórico y teórico a la fotografía; y la realización de mesas centrales y especializadas en las que se buscó profundizar la reflexión en torno a los usos de la imagen fotográfica.

La primera de las ponencias magistrales, titulada “Tres carabelas rumbos al próximo milenio”, estuvo a cargo de Pedro Meyer. En la misma reconoce que desde aquel Primer Coloquio de Fotografía de 1978 se han suscitado profundos cambios, tanto en la fotografía como en América Latina. Haciendo referencia a la globalización, con sus grandes y aceleradas migraciones, como así también a los cambios que acarrea la digitalización, Meyer propone una serie de interrogantes:

Si hablamos de ‘fotografía latinoamericana’, ¿a cuál fotografía nos estaremos refiriendo?, ¿a la que se origina en determinado territorio?, ¿a la que se crea a partir de cierta sensibilidad y herencia cultural?, ¿a la que solo retrata las caras de América Latina? Mi pregunta sería: ¿Qué condición debe reunir una obra para adquirir la carta de ciudadanía latinoamericana?[25].

 

Genera con ello un desplazamiento de sus propias intervenciones en los coloquios anteriores en cuanto a la búsqueda de una definición homogénea y abarcadora de la fotografía latinoamericana, para pensar ahora no ya en términos geográficos y situados, sino en el nuevo contexto mundial de globalización, sobre lo cual afirma:

[La fotografía latinoamericana] ha perdido esa nitidez conceptual con la que originalmente la habíamos trazado. Pienso que a medida que pasa el tiempo tendremos que ir encontrando nuevas fórmulas que presenten el tema de la identidad de manera más actual. Tendremos que ampliar el espacio que da cabida a lo que consideramos ‘latinoamericano’ y al mismo tiempo responder a las necesidades particulares de identidad que se presentan distintas para cada individuo y para cada región[26].

 

En cuanto a los cambio en la fotografía, auspicia que las nuevas tecnologías pueden colaborar en ampliar el espacio de circulación de la fotografía latinoamericana; como así también se desplaza de la idea del documentalismo como medio de registrar fielmente lo real, para reivindicar otras formas de las prácticas fotográficas en las que se muestren “las ficciones de los real y de las imágenes”.

La segunda conferencia magistral “El elogio del vampiro” fue leída por Joan Fontcuberta; sobre su teoría y cuestionamientos hemos hecho referencia en la primera parte del presente trabajo, en su intervención en el V Coloquio de 1996, ya exponía su visión sobre la necesidad de abandonar la idea de que la fotografía es un espejo, una representación fiel de lo real. Recordemos que para este momento los debates en torno a la digitalización de la fotografía ya habían alcanzado resonancias internacionales, poniendo en cuestionamiento muchos de los conceptos sobre los que se había levantado el pensamiento sobre lo fotográfico y la fotografía.

Las mesas temáticas se organizaron en torno a premisas como: “Medios Alternativos”, “La modernidad en la fotografía latinoamericana”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Pasado”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Presente”, “La experiencia de la transterritorialidad”, “Tendencias y alternativas de la fotografía documental”, entre otras.

Si se observan en detalle los títulos de las mesas de debate, no solo pueden deducirse los temas abordados en general en el coloquio, sino también los cambios respecto a los encuentros anteriores. Los debates giraron en torno a nuevas cuestiones, que abrían el campo para pensar la fotografía realizada en América Latina desde nuevos ángulos, marcando una diferencia entre el pasado y el presente; donde el nuevo orden mundial y la globalización llevan a incorporar autores y visiones internacionales que sirven para volver a pensar los discursos que sirvieron para la reflexión de la fotografía latinoamericana hasta el momento. Se hace evidente asimismo, la necesidad de pensar las nuevas tecnologías y los cambios en las prácticas fotográficas con el advenimiento de la digitalización y nuevos medios de circulación.

En efecto, puede observarse un espíritu de época en torno a la reflexión sobre la fotografía, que es común a distintos pensadores de todo el mundo. Profundos cambios maduraron en la fotografía latinoamericana a partir de la década de 1990, tanto en los temas como en los modos de representación, marcados hasta el momento principalmente por el documentalismo de estilo moderno.

En base a lo anterior, es posible afirmar que, desde los años 1990 y bajo la denominación Fotografía Latinoamericana, se ha buscado definir una identidad latinoamericana abordando una posición crítica respecto al contexto sociopolítico de la región, lo que se ve reflejado tanto en los modos de representación como en las temáticas abordadas, y la recuperación y resignificación del pasado en el presente, principalmente en lo que respecta al pasado prehispánico, al colonialismo y al poscolonialismo (en un contexto marcado por las vivencias de las dictaduras cívico militares, y la implementación de las políticas neoliberales).

En este sentido la conjunción de ambos conceptos, “Fotografía” y “Latinoamérica”, comienza a plantearse con resonancias menos homogéneas y homogeneizantes. Como bien afirma Castellote: “Lo primero será reconocer que el término ‘latinoamericana’ no implica una unidad de la que esperar una coherencia y una comunidad de intereses y de sensibilización. El mismo término tiende a ser considerado un reduccionismo y, por ello, una etiqueta clasificadora”[27].

Como hemos visto en los capítulos precedentes, en las últimas décadas del siglo XX tuvieron lugar ciertos cambios que han abierto caminos a nuevas prácticas fotográficas y la renovación de los lenguajes: las transformaciones en el arte y la idea de un arte contemporáneo profundamente crítico de su contexto; los cambios en el documentalismo a partir de los cuales se incorpora nuevas formas de representación por fuera de los cánones modernos; el avance del mundo global (con la implementación progresiva de políticas liberales en países que habían sido categorizados como segundo, tercer y cuarto mundo); el giro poscolonial que llevaba a repensar las identidades desde lo local, lo nacional y lo propio; y finalmente, la digitalización de los dispositivos de producción de imágenes y la llegada de los nuevos medios de comunicación con base en Internet (cuyas consecuencias sobre la percepción del tiempo y del espacio han modificado los modos de socialización, las comunicaciones en general, la emergencia de nuevos sujetos, nuevas prácticas, nuevas formas de relacionarnos con las imágenes e interpretarlas, etc.).

En relación con lo anterior, en América Latina es posible observar que la violencia vivida a partir de las dictaduras militares que comienzan a establecerse en los años 60 y luego la implementación de las políticas liberales en la década de 1990[28] fueron factores que generaron un fuerte cambio en la forma de pensar la propia identidad. Ambos puntos pueden considerarse como dos ejes centrales para reflexionar sobre las temáticas abordadas en distintas producciones fotográficas (la temática considerada en sí misma como un rasgo de contemporaneidad) y que marca a su vez los modos de representación, en un contexto donde se producen profundos cambios en los lenguajes fotográficos.

Como vimos anteriormente, en los años 1980 cobra un papel importante la cuestión de la reconstrucción del pasado y los discursos sobre la memoria, como explica Huyssen, los discursos sobre la memoria y el debate sobre el significado de determinados acontecimientos históricos cobra un impulso sin precedentes en Occidente, un giro hacia el pasado que contrasta con los imaginarios de principio de siglo, cuyas promesas de progreso no hacían más que mirar hacia el futuro[29]. Esta promesa de modernización y los impactos devastadores que tuvieron en la región políticas como el Plan Cóndor y la posterior apertura al neoliberalismo dieron lugar también a discursos que proponen una revisión identitaria que busca recuperar parte de nuestra historia, en términos de origen y colonización, una colonización que es revisitada en el presente como una visión crítica del contexto contemporáneo.

En este sentido, podemos observar ciertas producciones fotográficas de las últimas décadas en las que estas cuestiones se tornan centrales, y en las que, como observa Andrea Giunta, es posible observar un “retornar el pasado desde las imágenes” pero no como una mera repetición, sino desde el análisis, desde el cuestionamiento de las iconografías gestada como parte del imaginario de la nación, un cuestionamiento de los valores que deconstruyen los cánones coloniales: “El pasado es visitado, recuperado desde sus síntomas en el presente, ya no es un pasado cuestionado para anticiparse a un futuro prometido (como en la modernidad) sino su interrogación desde el presente, para comprender el tiempo en que vivimos”[30]. A partir de esta idea, buscamos analizar distintos casos en los que se problematiza la cuestión de los Pueblos Originarios y en las que a su vez puede ‘leerse’ una resignificación de los modos de representación, deconstruyendo imaginarios que sirvieron a crear una imagen de otredad.

 

2. LOTERIA I G.PALMA (1)

Lotería I

Luis González Palma

LOTERIA I 1988-1991

Técnica: Fotografía más técnica mixta. Medida: 150 x 150cm.

 

 

3. LAS MADRES 1 - PANTOJA (1)

Las madres 1

Julio Pantoja

“Cada vez que entro al monte le hablo en guaraní a la madre tierra y le pido que nos proteja y que cuide a los animales” Rogelia Evarista Pacheco, Bernarda Villagómez, y Rogelia Marcial, son dirigentes de la comunidad avi-guaraní “Hermanos Unidos”, viven en Calilegua, Jujuy.

 

 

4. MUJERES, MAIZ Y RESISTENCIA 2 - PANTOJA (1)

Mujeres, maíz y resistencia 2

Julio Pantoja

Rosario Martínez, campesina.

Trabaja en la “milpas” de su familia cuidando y cosechando del maíz durante todo el año.

Tanivet, Oaxaca, México, 2011.

 

 

5. Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)- BRICEÑO (1)

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

Antonio Briceño

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

 

 

6. MÍRANOS 1 - BRICEÑO (1)

Míranos 1

Antonio Briceño

Míranos (2010)


 

[1] TIBOL, Raquel. Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978: 19.

[2] Ibídem: 20.

[3] En Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978. Páginas sin numeración.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] En Hecho en Latinoamérica 2. Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1981: 9.

[9] Ibídem: 12.

[10] Ibídem.

[11] Ibídem: 18.

[12] Ibídem: 20.

[13] Ibídem: 95.

[14] Ibídem: 44.

[15] Ibídem: 49.

[16] Ibídem: 57.

[17] Ibídem: 61.

[18] Ibídem: 66.

[19] Ibídem: 81.

[20] Ibídem: 82.

[21] Ibídem: 87.

[22] TOVAR, Rafael “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 7.

[23] MENDOZA, Patricia “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 9.

[24] Ibídem.

[25] MEYER, Pedro “Tres carabelas rumbo al nuevo milenio” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 17.

[26] Ibídem.

[27] CASTELLOTE, Alejandro. Mapas abiertos: fotografía latinoamericana. Madrid: LUNWERG. 2007: 5.

[28] Tal como explica Huyssen: “En América latina, el desvanecimiento de la esperanza de modernización adoptó diversas formas: “la guerra sucia” en Argentina, la “caravana de la muerte” en Chile, la represión militar en Brasil, la narcopolítica en Colombia. La modernización transnacional se modelo a partir del Plan Cóndor en un contexto de paranoia por la Guerra Fría y una clase política antisocialista. Las frustradas esperanzas de igualdad y justicia social de la generación de los setenta fueron rápida y eficazmente transformadas por el poder militar en un trauma nacional en todo el continente. Miles de personas desparecieron, fueron torturadas y asesinadas. Otras miles fueron empujadas al exilio” (Huyssen, 2001:7).

[29] HUYSSEN, Andreas “Medios y memoria” en FELD, Claudia y STITES MOR, Jessica (comp.). El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente. Buenos Aires: Paidós, 2009.

[30] GIUNTA, A. Ob. Cit.: 28.

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Nancy Morejón y la musicalidad de la poesía afrocubana

Por: Jorge García Izquierdo

Imagen: «Independencia de Cuba», Revista La Flaca, 1873

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Jorge García Izquierdo nos propone pensar puntualmente los cruces entre literatura, música y danza en los poemarios Richard trajo su flauta y otros poemas (1967) y Elogio de la danza (1982), de la escritora cubana Nancy Morejón. En ellos, para el autor, el baile y el cuerpo son especiales protagonistas y la música se concibe como una potencia que funciona como «creadora primaria de culturas».


Si nos pusiéramos a bucear por los orígenes primarios de la literatura, especialmente del teatro y de la poesía, nos encontraríamos de lleno con la música como una hermana natural que en algún momento de la historia se independizó –o la independizaron– como disciplina independiente. Según el músico y humanista español Cristóbal Halffter, la ligadura se encuentra en “una realidad física que une poesía y música: el sonido” (Halffter, 2007: 18). Sin embargo, es nuestra herencia cultural la que nos produce esa barrera entre música y poesía: “El proceso de percepción de ese sonido es también diferente por nuestra mente, cuando es [sic] trata de poesía o cuando lo percibimos como música” (Halffter, 2007: 18).

No habría sido lo mismo del teatro de la Grecia clásica sin su coro de los textos bíblicos y religiosos sin su canto gregoriano y musical. Lo afirma el poeta Luis Antonio de Villena:

Y es lo cierto que mucha poesía, antaño, nació ligada a la música y al canto. Así la poesía de los trovadores provenzales y toda esa importantísima producción lírica española que, desde la Baja Edad Media, conocemos como “Poesía de cancionero” (Halffter, 2007: 7 y 8).

La división entre poesía culta y popular, por un lado, y música culta y popular, por otro, produjo una paulatina ruptura de las intersecciones entre música y poesía, así como la eliminación del coro en el teatro. La posibilidad de leer, de tener ejemplares para hacerlo y de disponer de herramientas para la escritura alejó durante siglos a la población analfabeta o de las capas populares; todos, sin embargo, tenían oídos con los que disfrutar de cualquier romance o balada popular. En consecuencia, esta unión nunca llegó a romperse gracias a las labores anónimas y orales de conservación que las clases más bajas, casi sin conciencia de ello, realizaron. Sobre ello vengo a escribir en este trabajo. Más concretamente, acerca de la relación entre musicalidad y oralidad y la poesía de Nancy Morejón, quien bebe de las creaciones populares de la cultura afrocubana. Para eso, me centraré en sus poemas “Richard trae su flauta” y “El tambor”.

***

Desde el siglo XVI, la colonización en la América hispánica, portuguesa y, después, inglesa utilizó mano de obra esclava proveniente de África. Es aquí cuando nace el sujeto afroamericano, que especialmente se distribuye hoy en el Caribe y en Brasil. Esta población influyó en la creación de las identidades nacionales de cada uno de los territorios donde se asentó, con distintos elementos de la cultura afroamericana como, por ejemplo, “práticas religiosas, manifestações da cultura popular, culinária, idioma, práticas esportivas” (Aguiar Patriota, 2011: 12).

En la década de 1930, surgieron diversos teóricos en paralelo que analizaron la cuestión del problema de la población negra y su relación con la blanca. En 1934 apareció por primera vez el término “negritud” en una revista llamada L’estudiant noir (El estudiante negro) que lideraba Aimé Césaire (1913-2008)[1]. Otro martinicano más joven, Frantz Fanon (1925-1961), publicó en 1952 Piel negra, máscaras blancas[2]. En Cuba, la preocupación por la armonización de las “razas” en virtud de una única visión de la identidad nacional aparecía ya desde el mismo José Martí; la visión crítica de la negritud llegó a la isla de la mano de Fernando Ortiz, el más importante antropólogo cubano, así como de otros autores fundamentales como Lydia Cabrera y José Luciano Franco. No podemos olvidar, pese a no ser caribeño, a Gylberto Freyre (1900-1987), cuya reflexión acerca de la esclavitud y la negritud en Brasil es central, y en la que se destaca su obra Casa-Grande y Senzala[3] (1933).

En paralelo a este movimiento de la negritud, las vanguardias artísticas y literarias se desarrollaron poniendo un gran enfoque en lo sensitivo: los poemas comenzaron a tener su propia música y las fronteras entre los distintos géneros artísticos empezaron a confundirse. En Cuba, el gran poeta de la vanguardia es también el de la “negritud”: Nicolás Guillén. Ese autor introdujo en el espectro de la poesía culta la voz propia de la población afrocubana, que durante siglos tuvo que permanecer callada. El interés de algunas vanguardias por las expresiones populares se tradujo en Cuba en un sinfín de sonidos, bailes y oralidades que rompieron con el papel para llegar directamente a nuestros oídos.

Luis Palés Matos, Guillén o el propio Césaire inauguraron, así, una línea literaria directamente relacionada con su identidad racial: la literatura de la negritud. Estos poetas incluyeron en sus textos canciones propias del folclore afroantillano y tuvieron una gran fijación por la música[4], que está en estrecha relación con la cultura afroamericana. Nicolás Guillén logró ser considerado un maestro literario e intelectual, incluso más allá de Cuba. Décadas más tarde, Nancy Morejón (1944) –otra poeta– siguió su estela literaria y, también, con el aprendizaje del gran antropólogo Fernando Ortiz, a propósito de su esfuerzo por mostrar una Cuba mixturada, con la riqueza de no una, sino varias raíces.

Nancy Morejón es traductora, ensayista[5] y poeta. Ha publicado numerosos libros de poesía[6] desde 1962 hasta el año 2000 y ha sido reconocida nacional e internacionalmente. Entre muchos premios, se puede destacar el Premio Nacional de Literatura conseguido en 2001. La continuación de esta corriente literaria por parte de esta autora tuvo como consecuencia un proceso de “feminización” de esta temática, pues se comenzó a introducir mujeres en las obras y a darles papeles más protagónicos.

La oralidad y la música en la cultura afrocubana

La cultura afrocubana, a causa de su posición subalterna en la isla durante siglos, contribuyó con la creación de una tradición oral y musical ingente. Esa tradición, en líneas generales, se orienta en torno a la construcción de un sentimiento de comunidad que comparte y alimenta distintos mitos: por un lado, todos aquellos relacionados con la religión yoruba[7] y sus procesos rituales y, por otro, el de la construcción de una historia colectiva común, en relación con el hombre negro esclavo que fue llevado a la fuerza a las Antillas.  Los aportes musicales y literarios de la población afrocubana en Cuba son muy destacables; sin embargo, al contrario que en otras culturas occidentales, no conviene distinguir mucho ambas porque siempre vivieron en simbiosis y relación permanente.

Estas influencias literarias tienen tres formas principales: las fábulas, los proverbios y la poesía. Se trata, en cualquiera de los casos, de literatura oral que necesita de muchos elementos extra-lingüísticos para captar la atención del público (Abudu, 2002: 134). Una de sus características es la construcción dialógica de la poesía: un verso espera la respuesta de otro y, así, se construye un sujeto poético colectivo en lugar del tradicional sujeto poético individual de la poesía escrita occidental. Los proverbios[8] tienen una función especial, ya que pueden definirse como “compact expressions of a people’s wisdom and philosophy, of accepted and infalible truths of lessons gernered from long observations of nature and human behavior” (Abudu, 2002: 137). Proverbios, fábulas y poesía contribuyen a conocer la realidad social e histórica de la población negra en Cuba, pues sus historias nos permiten reconstruir tanto su historia como su cosmología comunitaria.

La tradición musical de la población afrocubana en la isla es tan importante que Fernando Ortiz llegó a dedicar numerosas páginas de sus estudios a la etnomusicología[9]. Ligadas a esas aportaciones literarias, las musicales son de una importancia innegable, pues no solo las llevaban a los terrenos religiosos, sino también “en todos los aspectos de su existencia cotidiana, dándole vida además a numerosas versiones criollas de sus antiguos instrumentos” (Castellanos y Castellanos, 1994: 330).

Nancy Morejón: un proyecto poético contra el elitismo cultural

         La poesía de Nancy Morejón huye continuamente de lo estático y de lo gris con una idea política de querer representar y reconstruir a la comunidad afrocubana, conocedora de la migración –forzosa o no– y de la inestabilidad de un espacio vital propio. Los ríos y los pájaros se constituyen en recurrente símbolo colectivo de la libertad y la conciencia histórica. Convertirse en pájaro supondrá seguir mudándose, pero esta vez de forma libre y por encima del ámbito terrenal, en el que se incluye ese color grisáceo monótono con el que se recuerda la época colonial. La música forma parte también de este movimiento de constante cambio, pero también de ese sentir alegre. Para Morejón, no es posible continuar la revolución sin bailarla.

Esto último se ve con mucha más claridad en los libros Richard trajo su flauta y otros poemas y, sobre todo, en Elogio de la danza, en los que el baile y el cuerpo son especiales protagonistas. Dedica varios de sus poemas a la danza: “Elogio de la danza”, “Alicia Alonso[10]”, “Redes”, “Danza del mirlo”, etc.; y otros tantos títulos referentes al ámbito musical: “El tambor”, “Flautas”, “Suite recobrada”, etc. Richard trajo su flauta y otros poemas tiene casi todos sus poemas dedicados a artistas populares: “Réquiem para la mano izquierda”[11] a Marta Valdés[12]; “Otro nocturno” a César Portillo de la Luz[13]; “Adiós felicidad” para Ela O’Farrill[14]. Las dedicatorias adquierena forma más intensa y directa en el poema principal de este libro: “Richard trajo su flauta”, referido al flautista cubano Eduardo Richard Egües Martínez[15] (1924-2006).

Esta última poesía, dividida en ocho partes, relata la noche en que un grupo de amigos celebraba el cumpleaños de una mujer llamada Gladys. El texto no solo dialoga con la música sino también con aspectos de la narrativa, sumado a la dificultad añadida de contar la música; a pesar de eso, logra que sintamos todos y cada uno de los instrumentos nombrados y que llenan de intensidad la sala y las páginas: sin batería no hay ritmo:          “Mientras revolvíamos los discos / «la batería es lo que lleva el suin» / truena y llueve” (Morejón, 2006: 61); el protagonista es el piano: “El piano está en la sala / la oportunidad del piano en la sala / bastaba para que distinguiéramos / todo lo demás / toda la sala no es grande sólo el lugar del piano” (Morejón, 2006: 62); el violín se siente algo molesto: “Las niñas con las manos cruzadas / los niños practicando solfeo / refunfuñando del violín pegajoso y alcohólico (Morejón, 2006: 63)”; el clarinete suena con una fuerza vibrante:    “Para mí era primera vez / primera vez / primera que reconocía un clarinete[16] tan feroz” (Morejón, 2006: 64); y, por último, el baile llegó con los instrumentos menos europeizados (el timbal y el güiro): “Mozart y Europa reían muy de lejos / pero también nosotros bailábamos desesperadamente / al escuchar un timbal un bajo una trompeta un güiro una flauta” (Morejón, 2006: 65). Los instrumentos se ideologizan con el timbal y el güiro como elementos constructores de la identidad afrocubana, pero también con la flauta, a la que relaciona con los dioses yoruba, quienes no se alejan de la música cuando esta suena: “Los orishas oscilaban tranquilos alrededor de los dedos/los dedos de la mano derecha disminuían el ritmo/ lentamente/ el esperado trae su flauta” (Morejón, 2006: 69).

El relato del concierto mantiene el mismo tono de nostalgia alegre que se puede observar en su obra poética: “Ya no queda ningún músico de mi generación/ en Placetas/ sobre todo la banda/ una retreta mala como cará” (Morejón, 2006: 61)”. Además, la poeta cubana consigue transmitirnos aquella emoción tan difícil de describir que se experimenta antes de escuchar una buena pieza en directo: “Regresamos vacíos deseosos de escuchar la música del siglo/ la felicidad consistía en todo aquel placer de escuchar/ sometidos a la hegemonía de una magia” (Morejón, 2006: 64).

Mientras que “Richard trajo la flauta” relata un concierto con todas las sensaciones que se producen alrededor, quince años después, en el libro Elogio de la danza, publica un poema cuya relación con la música se realiza desde una perspectiva distinta, pues en lugar de contarla, la reproduce. Se trata de “El tambor”. El texto es en sí mismo un tambor, tiene la música propia de quien, solo con palabras, convoca a la colectividad de la misma forma en que lo hace este instrumento de percusión. Además, el proceso creativo de la música llega a superar la antítesis lógica entre el fuego y el agua en una suerte de ritual: “Fuego sobre mis aguas/ Aguas irreversibles/ en los azules de la tierra” (Morejón, 2006: 118).

Diez de los diecinueve versos de este texto comienzan con las palabras “mi cuerpo”, simulando, así, el golpeo musical de la baqueta a la caja del timbal. El carácter de esta poesía es completamente grupal: está construida para ser recitado en comunidad (incluso, con una percusión), utiliza la primera persona como un yo colectivo y, además, se realiza en torno a un instrumento con el que la población afroamericana realizaba sus propias comunicaciones internas. Se puede encontrar, en torno al fuego y al humo, un hilo conductor entre “Richard trajo la flauta” y este poema. En el primer caso leemos, al final de la tercera parte: “Fuego/ era la primera vez la gran primera vez/ y todo el silencio se reducía a escuchar/ a escuchar” (Morejón, 2006: 65); en el comienzo de “El tambor” la poeta nos dice: “Mi cuerpo convoca la llama. / Mi cuerpo convoca los humos” (Morejón, 2006: 118).

Este poema no solo contribuye a la unión entre poesía y música sino que, además, propone una relación directa entre música y sociedad: el tambor suena en los lugares identitarios (las catedrales, el mar) y se mimetiza con el propio cuerpo del yo lírico. La poeta se convierte en un tambor y su percusión se transfigura en poesía. Según el Diccionario enciclopédico de la música, el tambor fue utilizado por la población proveniente de África en sus diferentes versiones:

Las marimbas del sur de México y Guatemala, así como los tambores de piso ejecutados por la población negra de las costas de Colombia y Ecuador, se consideran de origen africano. (Latham, 2008: 70)

Un tercer poema es también interesante en esta relación recíproca entre poesía y música: “Las flautas“. Comienza con una cita de un poema escrito originariamente en nahuatl[17]: “Al menos flores, al menos cantos” (Morejón, 2006: 117). Esta vez, se llega a la relación con la música a través de un tercer camino: no relata una escucha, ni la reproduce, sino que la utiliza como una forma de expresar una tesis concreta sobre la muerte: las luchas colectivas nunca desaparecerán gracias al folclore tradicional del cual, en el caso de la población afrocubana, la música forma un apartado indispensable. El aspecto más combativo y menos psicológico se ve en los últimos dos versos, en los que se parafrasea al poema nahuatl inicial: “Oh flores enjauladas/ ¡Al menos cantos, al menos flores!” (Morejón, 2006: 117). Las flores, al morir con el paso del tiempo, se convierten en una segunda vida en flautas; esto es, en su memoria sonora: “Oh flores redivivas/ Oh flautas” (Morejón, 2006: 117). Esta idea en torno a la inmortalidad de la música aparece también en varios pasajes de “Richard trajo la flauta”, aunque de una forma más concreta, en relación con lo que Nancy Morejón llama “relatos”.

Los poemas de estos dos libros recurren a la producción de efectos sonoros con las palabras y al manejo de efectos rítmicos para ralentizar o acelerar los versos en función de su contenido. Por ejemplo, en “El tambor“, el ritmo del poema no está supeditado a una forma estrófica previa sino a la musicalidad propia de los rituales afrocubanos a los que hace referencia. En cuanto a los efectos sonoros, se pueden observar en “La flauta“, cuyo juego semántico entre “flautas” y “flores” se apoya, también, en ese sonido /fl/ que hace sonar el texto.

Más allá de Richard trajo su flauta y otros poemas y de Elogio de la danza, el resto de la obra de Morejón es un tributo a la música como creadora primaria de culturas. Por ejemplo, su último poemario, La quinta de los Molinos, está lleno de alusiones a la música popular cubana, lo cual “denota que aquella flauta de Richard Egües no era un hecho coyuntural sino que había llegado para quedarse” (Mateo y Prieto, 2011: 394).

***

Las intersecciones entre música y poesía no son un hecho nuevo sino que, como hemos visto, nacieron en un mismo tiempo y comparten características técnicas muy evidentes, como la importancia del ritmo y de la respuesta del público. Fue la elitización de parte de la literatura y de la poesía, esto es, la restricción de este público y el transporte a salones cerrados de cortes muy alejadas de lo popular, lo que hizo que estas dos artes se concibieran, hasta hoy, como disciplinas que han de darse la espalda. Sin embargo, en el siglo XX (y en la actualidad, también) fueron muchos los y las cantantes que se denominaron “cantautores” como una forma de expresar la relevancia poética de su obra musical. En todos ellos predominaba una característica: une crítico en la visión de la sociedad y una cercanía mayor a la realidad de las clases populares.

Nunca se logró esa separación total y siempre hubo poetas que quisieron recitar en las plazas como trovadores para evitar, así, alejarse del mundo del que escribían. Proyectos poéticos con una finalidad totalmente opuesta a la elitización literaria conservaron estas intersecciones. Nancy Morejón constituye una de estas salvaguardas, especialmente por su relación con la cultura afrocubana y con los sonidos que nadie logró silenciar.

Bibliografía

ABUDU, Gabriel A. “African oral arts in Excilia Saldaña’s Kele”. Afro-Hispanic Review. Vol 21. Nº 1-2, 2002, pp. 134-143.

AGUIAR PATRIOTA, Antonio de, “A Herença Africana no Brasil e no Caribe”, en Henrique Cardim, Carlos y Gama Dias Filho, Rubens (org.). A herença africana no Brasil e no Caribe. Brasilia, Fundação Alexandre de Gusmão y Ministério das Relações Exteriores, 2011.

AIXELÁ CABRÉ, Yolanda y MARTÍ PÉREZ, Josep (eds.). Estudios africanos. Historia, oralidad y cultura. Barcelona, CEIBA y Centros Culturales Españoles de Guinea Ecuatorial, 2008.

CASTELLANOS, Jorge y CASTELLANOS, Isabel. Cultura afrocubana. Letras, música, arte. Miami, Ediciones Universal, 1994.

GUILLÉN, Nicolás. Obra poética: 1920-1972. La Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1974, vol. 1.

HALFFTER, Cristóbal. Música-Poesía: semejanzas y diferencias. Madrid, Visor Libros, 2007.

LATHAM, Alison. Diccionario enciclopédico de la música. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2008.

MATEO, Margarita y PRIETO, Alfredo. “De orichas y güijes: la poesía de Nancy Morejón”. Revista Iberoamericana. Vol 77. Nº 235, Abril-junio 2011, pp. 381-406.

MOREJÓN, Nancy, Antología poética. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamérica, 2006.

OKPEWHO, Isidore. African Oral Literature: Backgrouns, Character and Continuity. Bloomingtond Indianapolis: Indiana University Press, 1992.


[1] Césaire escribió años más tarde los textos base de la cultura crítica y académica de la negritud: “Discurso sobre la negritud” (1950) y “Discursos sobre el colonialismo” (1955).

[2] Este es el primero de sus cuatro ensayos. Reflexiona acerca de las relaciones entre la población negra y la blanca, centrando su relato en Martinica y en París.

[3] Con ‘Casa Grande’, Freyre hace referencia a los molinos de azúcar donde trabajaban de forma esclavizada buena parte de la población negra que llegó a Brasil. Este título fue también traducido al español como Los Maestros y Los Esclavos.

[4] Muestra de ello es, por ejemplo, el poema «Guitarra», de Nicolás Guillén, pero también otros textos incluidos en el libro Sóngoro cosongo y otros poemas (1931): «La canción del bongó», «Canto negro», «Rumba», etc.

[5] Precisamente dos de sus cuatro ensayos versan sobre Nicolás Guillén, muestra del hilo conductor entre este y la poesía de Morejón: Recopilación de textos sobre Nicolás Guillén (1974) y Nación y mestizaje en Nicolás Guillén (1980). También el propio Guillén habló muy bien de ella en un texto que incluyó en la edición de La rueda dentada de 1973.

[6] Ha publicado los siguientes títulos de poesía: Mutismos (1962); Amor, ciudad atribuida (1964); Richard trajo su flauta y otros argumentos (1967); Parajes de una época (1979); Elogio de la danza (1982); Octubre imprescindible (1983); Cuaderno de Granada (1984); Piedra pulida (1986); Baladas para un sueño (1991); Paisaje célebre (1993); La quinta de los molinos (2000).

[7] Se trata de una religión politeísta llevada a la isla gracias a los barcos negreros de esclavos que provenían de lo que hoy llamaríamos Nigeria. En sincretismo con el cristianismo imperante tras la conquista hispánica surgió la santería.

[8] Lo afirma en el marco de su análisis de Kele, libro de cuentos de Excilia Saldaña (1946-1999), donde cada uno de los relatos es introducido por un proverbio africano como forma de valorar la sabiduría ancestral y de ahondar con la reivindicación de los orígenes.

[9] Fernando Ortiz tuvo en la criminología (Los negros brujos, 1906) sus primeras inquietudes. De ahí se fue directamente a realizar estudios de los afrocubanos (Glosario de afronegrismos, 1924 o Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, 1940), en los que estudió muchos elementos históricos y económicos de la población negra en la isla y, como elemento indispensable para conocer bien a los afrocubanos, publicó diversos libros sobre etnomusicología: De la música afrocubana (1934), La africanía de la música folklórica de Cuba (1950) y Los instrumentos de la música afrocubana (1952-1955).

[10] Alicia Alonso (1921) fue la primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba y también se ha desempeñado como coreógrafa. Condecorada con numerosos premios, es una de las figuras del baile clásico más distinguidas de Iberoamérica.

[11] Existen dos poemas titulados con el nombre de este tipo de composición musical dedicada a las misas de difuntos: «Réquiem para la mano izquierda» en Richard trajo su flauta y otros poemas y «Réquiem» en Cuaderno de Granada. Más información sobre este tipo de composiciones musicales en Diccionario enciclopédico de la música (2008) de Alison Latham.

[12] Marta Valdés es una importante cantante y actriz cubana nacida en 1934.

[13] César Portillo de la Luz (1922-2013) fue un guitarrista y compositor cubano que también contribuyó al mapa cultural afrocubano.

[14] Ela O’Farrill (1930 – 2014) fue una compositora y cantante cubana cuya canción más importante se titula precisamente «Adiós felicidad».

[15] En el poema también se mencionan otros músicos cubanos como Romeu (1945): “Sin el menor ruido / con las venas del coñac y el danzón de Romeu” (Morejón, 2006: 61).

[16] Los dos instrumentos mejor valorados en el poema, la flauta y el clarinete, son los dos que tocaba Richard Egües.

[17] Se trata del poema “Cantos de Huexotzingo”, en el cual el yo lírico se lamenta de que toda la fama cosechada en la vida perecerá rápidamente y se consuela con que al menos los cantos permanezcan inmortales.

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Performatividad y trans-versalidad artística: performance, género y construcciones de la subjetividad trans en aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada:  Christer Strömholm

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Andrés Riveros Pardo propone una lectura de aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada que pone el acento en los cruces (de las disciplinas, los géneros, los soportes, las escrituras). Así, para el autor, estas dos artistas –al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género– construyen su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte.


Nadie me quita lo producido

Effy Beth

Es que sigo creyendo que no soy una individua

fuera de lo escrito o de lo actuado

Camila Sosa Villada

 

 

Dos artistas, dos transiciones, varias acciones artísticas que se interconectan y que, a la vez, generan nuevos vínculos que abren las posibilidades de los cuerpos y las formas de entenderlos/habitarlos. Effy Beth y Camila Sosa Villada son reconocidas artistas que han trabajado la mayor parte de su trayectoria narrando las experiencias alrededor de sus transiciones sexo-genéricas e, igualmente, han llevado registro de estas a través de diferentes obras y géneros artísticos. Esto les dio la posibilidad de abarcar el cambio desde miradas diversas, que mutan, se transgreden constantemente y que llevan en su forma la misma esencia de variabilidad e inestabilidad de les objetos-sujetxs que buscan problematizar.

Effy dirigió su mirada hacia el performance. Muchos de los que llevó a cabo fueron muy reconocidos y tuvieron gran repercusión dentro de los ámbitos académico y artístico. Por ejemplo, en Soy tu creación recopiló más de ochocientos retratos que el público realizó de ella y en Nunca serás mujer, obra en la que extrae toda la sangre que debería haber menstruado hasta el momento de su cambio hormonal, logró hacer visibles muchas de las experiencias y afectos involucrados en su transición hormonal. En el blog dedicado a esta acción, la misma Effy explica un poco más acerca de este proceso:

Reparto la sangre en 13 dosis representando las 13 menstruaciones desde abril del 2010 a abril del 2011, y realizo con cada una de ellas una serie de acciones relacionadas con lo que viví cada mes respecto a la construcción de mi identidad de género. Las acciones son performáticas en su totalidad, aunque algunas en particular son también intervenciones urbanas, y foto-performance[1].

 

Desde esa perspectiva llevó a cabo muchas otras acciones performáticas, como Awomen o Genital Power: Cortala!, que también fueron tanto obras como obras-herramientas y que funcionaron no solo para comunicar su visión sobre los cuerpos, las experiencias de vida y las subjetividades disidentes, sino que fueron en sí mismas partes fundamentales de su proceso de transición.

Esta artista, cuyo género asignado al nacer fue el masculino, es capaz de crear diferentes acciones que captan diversos momentos de su pasado, las transformaciones que ella misma está sufriendo y su posterior tránsito entre géneros. Su capacidad de hacer que sus obras no solo sean visiones y representaciones de estas corporalidades, sino que tengan la potencia de ser actos performativos del género, resalta esta misma característica fundamental de lo que llamamos “género” y pone de manifiesto la idea de producción de identidades, en vez de apelar a la idea tradicional y, al parecer, insuficiente, de la estabilidad “biológica” y “natural” de los cuerpos. Es de vital importancia mencionar la potencia transformadora de sus obras, las cuales no se limitan a denunciar o a hacer activismos —solamente—, sino que llevan en sí mismas una potencia para generar espacios de reflexión y transformación: se están transformando, transforman y “transicionan” con ella y con quienes se involucran en ellas.

 

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

 

Beth (como ella lo menciona en algunos de los escritos registrados en textos creados como homenajes) también hace uso del video, la fotografía y el cómic para ampliar las posibilidades de su obra. A través de ellos hace más evidentes ciertas posturas y condiciones de los cuerpos que están construyéndose constantemente y ciertas características del cambio que se ven limitadas a la hora de realizar únicamente performances. En video-performances como Pequeña Elizabeth Mati (Little Mermaid doblado al español)[2], por ejemplo, interviene videos de su infancia para poner de manifiesto la violencia y las presiones sociales que imponen los padres y las madres a les niñes para que representen un cierto género o demuestren que pueden reencarnar ideales heteronormativos y binarios. A través de subtítulos en los que cambia los diálogos que se escuchan en el audio de los videos, Effy pone en estos mismos las palabras que realmente hubiera querido decir en ese momento o la forma en la que realmente estaba escuchando los mandatos que sus padres le imponían por haber “nacido” como varón.

Su repentina muerte deja varios de sus proyectos artísticos a la deriva. Uno de ellos, Varias miradas sobre la chica que nació con la concha salida, que luego vendría a llamarse a.C/d.C: un libro de Effy Beth, se transformó en un libro en el año 2018. Esta obra conjunta resume de forma más interesante la manera en la que Effy producía su obra a la vez que se producía a sí misma. Este proyecto fotográfico buscaba representar el cambio quirúrgico de la reasignación de sexo. Siempre teniendo en cuenta la característica política y pública de los cuerpos y del género, ella no representa su cambio desde ella misma y su visión, sino que involucra la mirada de les otres, como ya lo había hecho en muchos de sus performances anteriores. De esta forma, convoca a un grupo de artistas a través de una mecánica bastante específica en la que lxs invita a tomarle dos fotografías: una que la muestre antes de su cirugía y otra, más de un año después, en la que se vea el resultado del procedimiento; en este caso, entonces, las fotos mostrarían su vagina. A continuación, transcribo algunas aclaraciones que hace Effy acerca de la toma de las fotografías para el proyecto (las cuales aparecen en el libro de 2018):

La fotografía con el pene será a realizarse dentro de los 30 días luego de aprobada la propuesta, y la fotografía con la vagina será realizada un año o dos años después. Las fotografías estarán realizadas en base a los bocetos enviados, y tanto el boceto como la fotografía resultante se mantendrán en secreto hasta el momento de la publicación del libro. El día que se tomen las fotos, se selecciona cuál es la que quedará en el libro y todas las demás serán borradas en el momento.

 

Effy no lograría llegar a la toma de la segunda foto planeada. Sin embargo, el libro en el que ella planeaba registrar esta obra fue publicado con ayuda de su madre y de les artistas elegidos para fotografiarla. Este texto deja un testimonio asombroso de la construcción social y cultural que tiene el performance –especialmente en América Latina– y que tienen los cuerpos, como lo menciona Silvio de García en su artículo “Arte acción en América Latina: cuerpo político y estrategias de resistencia” (2010):

Es entonces cuando en la performance o el arte acción de Latinoamérica nos encontramos con el “cuerpo político”, es decir, con un cuerpo que no solo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales […]. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social (3).

 

Son, entonces, les otres, les fotógrafes y sus miradas, quienes terminan por completar su cambio. Si la fotografía puede llegar a ser la prueba fehaciente de un hecho o de un evento, si la pensamos en su función más periodística, en esta obra esta técnica no alcanza a evidenciar la transición de Effy. Sin embargo, quienes realizan la obra con ella pueden dar cuenta de su vida y de la materialidad de su proceso a través de la poesía, la escritura, la intervención fotográfica o la elección de otras fotos de ella que pudieran dar cuenta de esta transición. Es la interconexión de las artes, la que ella misma había practicado, la que puede representar de forma más exacta la construcción de un cuerpo marginal, que no se conforma con el discurso biológico, sino que explora las posibilidades, las formas y desvanece, a través de la acción, los límites y las barreras impuestas. Tal como dice Martín Villagracia, uno de les artistas que la fotografió para este proyecto: “Effy nunca fue la construcción exclusivamente de sí misma. De alguna manera, siempre fue un proyecto colectivo en el que participaba todo aquel que compartía su experiencia”. De esta forma, se puede evidenciar el propósito netamente performativo de la obra de Effy.

 

Effy 1

 

Sosa Villada, por su parte, se ha referido a este mismo tema en poemas de su primer libro La novia de Sandro (2015) y en El viaje inútil: Trans/escritura (2018), en el que hace énfasis en la manera en la que la literatura, la lectura y la escritura han hecho parte de su proceso de transición, de su obra y de su vida. Finalmente, en la obra de teatro Carnes Tolendas, puesta en escena en el año 2013, que mezcla registros y fragmentos de obras de Federico García Lorca como La casa de Bernarda Alba (1945), Doña Rosita la soltera (1935), Yerma (1934), Bodas de sangre (1933) y algunos de sus poemas junto con frases representativas de su madre y su padre durante fases de infancia, de su transición y de su reconocimiento genérico.

A través de diferentes lenguajes artísticos como el teatro, la poesía, el ensayo y la prosa, Camila Sosa Villada también narra el proceso que la lleva de Cristian a Camila. Es también, como en el caso de Effy, una artista que ve en la transversalidad de las artes y los géneros artísticos una forma de hacer igualmente performativa la variabilidad genérica de los cuerpos no hegemónicos. A través de la incursión en diferentes artes, las barreras que se instauran alrededor de las artistas se desvanecen y abren la puerta a nuevas posibilidades. Su propio cuerpo y subjetividad son, para Sosa, construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que devienen en sus actuaciones, sus letras, sus personajes y, por lo tanto, están en cada libro y parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión artística que cuenta a través de su obra. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde viene el material para convertirse en lo que ahora es o quisiera ser. Por ejemplo, en su libro más reciente, Las malas (2019), pone de manifiesto y convierte en obra su experiencia en el ejercicio de la prostitución y el recuerdo de los grupos de travestis que se toman las calles y las plazas para poder llevar a cabo su oficio. En sus palabras, tomadas de El viaje inútil: Trans/escritura:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche (90).

 

Entonces, cuando la misma experiencia se convierte en obra, se visibiliza. Y esto mismo sucede con el género y las transiciones sexo-genéricas: solo pueden ser o entenderse desde su práctica, como diría Judith Butler, y no desde su nombre, como nos han hecho creer con los discursos hegemónicos y binarios de la exclusividad del varón y la mujer como únicas variables y posibilidades genéricas. Lo que busco explorar aquí es la forma en la que la transversalidad de artes que practican Beth y Sosa son maneras de poner en práctica las formas de construcción de la subjetividad trans y de hacerlas visibles a través de su puesta en escena en el universo social, “exterior” y público. Al hacer esto las obras son en sí mismas variabilidad, transgresión y posibilidad de apertura. Como parte del proceso de construcción de una subjetividad trans, estas artistas han tenido que experimentar con su propio cuerpo, instrumento político por excelencia de las subjetividades queer, trans o no binarias, para poner en evidencia la idea del cuerpo como una construcción siempre inacabada que, como la obra de arte, toma total relevancia a la hora de enfrentarse a la mirada externa. Esta característica la comparten con la idea de “performance” y de “cuerpo social” antes mencionadas y con la noción de “cuerpo” dentro de la teoría performativa del género estudiada por Butler, especialmente en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015):

El cuerpo no es tanto una entidad como un conjunto de relaciones vivas; el cuerpo no puede ser separado del todo de las condiciones infraestructurales y ambientales de su vida y su actuación. Esta última está siempre condicionada, lo cual no es más que una muestra del carácter histórico del cuerpo” (69 – 70).

 

Tal vez podamos encontrar un gran ejemplo de esto en las palabras de la madre de Effy Beth, Dori Faigenbaum, en una entrevista con la emisora de radio La retaguardia luego de la muerte de Effy y en la que se refiere al carácter social y relacional de las obras de su hija:

Ella era también como muy precisa en cómo pensaba todo y me parece que el impacto de toda su obra es que ella no iba a convencer a nadie de nada, sino que iba a trabajar con la representación social de la gente que pasaba frente a su persona, esto quiere decir: “Yo no te voy a convencer de que el sida es esto u otra cosa, el género es esto u otra cosa, sino que te voy a poner a vos en situación de que pienses y de que digas qué juzgas, qué prejuzgas, o qué opinas en relación a ciertos temas, y si vas a seguir pensando lo mismo después de decirlo en voz alta[3].

 

 

Recuento y encuentro: un poco más acerca de las conexiones entre la obra de Effy Beth y la de Camila Sosa Villada

 Tal vez sea correcto empezar este recuento admitiendo que Effy Beth nunca incursionó en la literatura como tal, mientras que la obra de Sosa Villada se basa, principalmente, en la escritura de poesía, guiones de teatro, prosa y ensayos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar dentro del trabajo de cada una de ellas es la forma en la que han logrado no solo relatar, sino poner en evidencia, con su obra y con su mismo cuerpo/subjetividad, la manera en la que se vive o se experimenta la transición sexo-genérica en las disidencias. Por esta misma razón, he elegido centrarme en las obras aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada. En estas, considero, se muestra de forma más explícita este proceso a través de diferentes mecanismos y sobre todo, como mencioné anteriormente, la trans-versalidad de diferentes géneros y artes. En el primero de estos textos se documentan los resultados del proyecto de Effy ya descrito y se hace un “recuento” del mismo por parte de les fotógrafes y artistas elegides por ella. Igualmente, este texto contiene un pequeño diario de los primeros días de Effy luego de someterse a la cirugía de reasignación genital. Este breve recuento parece de suma relevancia porque pone en palabras la experiencia más personal y afectiva por la que pasan quienes toman esta clase de decisiones. Por otro lado, Camila Sosa Villada también hace mucho énfasis, en el texto ya citado, en los procesos que fue experimentando dentro de su vida a la hora de descubrir que no estaba de acuerdo con el género con el que había sido asignada en su nacimiento y además, con otros temas que la constituyen como una subjetividad disidente al haber nacido sin gran capacidad económica, con un padre autoritario y al haber tenido que ejercer la prostitución. El primer cruce que podemos ver entre ambas obras, además del material escrito que nos dejan, es precisamente la constitución de los cuerpos, los géneros y las realidades que los transitan como algo que está siempre en movimiento y que sucede en varios ámbitos y espectros.

Es importante hacer un brevísimo recuento de su obra para encontrar algunos hitos que las llevaron hasta este punto y para —claro está— entrar un poco más informades en sus expresiones artísticas. En cuanto a las diferentes performances y otras piezas de Effy se podría decir mucho, ya que a pesar de su temprana muerte logró crear numerosas acciones que la posicionaron como una de las artistas más reconocidas dentro del “círculo disidente”. Sin embargo, una de las obras en las que mejor se puede observar la cualidad social y “externa” de sus acciones posteriores sería el performance Soy tu creación. Allí Effy ya empieza a jugar con la construcción social del cuerpo y con la problematización de la mirada a la hora de reconocer a une otre y hasta a une misme. En el texto Que el mundo tiemble: Cuerpo y performance en la obra de Effy Beth (2016) en el que se recopila mucha de su producción artística, se encuentra este pasaje escrito por ella, que revela un poco más los pormenores de la acción: Acostada en un colchón, con poca ropa, simulando máxima intimidad y predispuesta a entablar conversación con quien sea que se me acerque, voy a pedir que se me retrate de manera simple para yo poder verme a través de otros ojos” (54). El performance hace visible el cuerpo a través de la acción del dibujo y convierte la mirada en un fenómeno compartido: quien mira construye al otro y a la vez, quien es reconocido puede moldear su subjetividad con base en la forma en la que le otre mira. Aunque los resultados de los retratos varían es importante resaltar dos de ellos: muchos de les asistentes “binarizan” la corporalidad de Effy llevándola hacia lo femenino e, incluso, exagerando sus senos. Igualmente, se da paso a una corporalidad híbrida: muchos de los retratos realizados muestran a Effy como una sirena. Esto resulta interesante porque enfrenta las dos maneras en las que solemos reconocer el cuerpo, el género y la genitalidad, a saber, a un cuerpo que reconocemos como femenino solemos asignarle una genitalidad femenina o, por otro lado, al no reconocer inmediatamente la genitalidad de una corporalidad disidente la enfrascamos y limitamos al ámbito de la fantasía, de lo que no estamos seguros. Un terreno de incomprensión que preferimos dejar a la imaginación. En las conclusiones de esta obra y de su resultado Mira Colectiva, consignado en el texto antes mencionado, Effy resume la forma en la que hace visible y casi palpable la verdadera constitución de lo que solemos llamar como “interno” y “externo” en términos de identidad y de subjetividad: cómo se difumina esa línea divisoria ya casi inexistente:

Paradójicamente al momento de pensar este proyecto tengo plena convicción de que somos nuestra propia creación con lo que los demás nos dan, y no al revés. Somos los constructores que continuamos individualmente lo que nuestros padres, amigos y sociedad nos ayudaron a construir mediante la ida y vuelta de una mirada crítica. En la obra invierto la función social y la limito hacia un solo sentido: primero digo yo soy yo, y luego los demás construyen o destruyen sobre eso. Esto es lo que me transforma de ser humano a objeto pasivo. Entrego mi persona a capricho del ojo ajeno (63-64).

 

Con esta acción Effy parece demostrar la importancia de la mirada en la construcción de la subjetividad y, por lo tanto, hace “externo” lo que consideramos como “interno”. Al hacer de la mirada un acto cuyo resultado termina en un papel y que puede ser experimentado a través de los sentidos y de “la superficie” se hace evidente el hecho de que construimos con y a través de la mirada y que lo que nos ve o la forma en la que nos ven también nos constituye: no existe algo como un antes o un después en la construcción de la subjetividad, sino que como dice Butler en su texto El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), lo que consideramos “interior” hace también parte de discursos sociales y de realidades “externas”. Es decir que puede llegar a ser tan solo una ficción regulatoria que jerarquiza ciertos planos de la subjetividad por encima de otros, siendo el género, por ejemplo, uno de ellos:

En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones […] son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos (266).

 

En El viaje inútil Camila Sosa Villada hace un recuento de las experiencias y condiciones sociales y familiares que la marcaron y acompañaron tanto en su tránsito sexo-genérico como en su decisión de convertirse en artista. Acciones que van íntimamente conectadas. Las condiciones sociales, como mencioné antes cuando hablé de la obra de Effy, hacen parte de la constitución de su subjetividad. Es la precariedad[4] la que moldea muchas de las condiciones que determinan aspectos de su subjetividad en los años de su infancia y los que la hacen encontrar una salida posible en el arte y la literatura. Estas condiciones “externas” resultan ser de suprema relevancia para lo que ella será “internamenteen años posteriores como escritora:

Contra toda la soledad y la tristeza de vivir en ese pueblo, donde el único entretenimiento es sentarse a mirar los autos pasar por la ruta, en ese pueblo donde nos hemos tenido que anclar las dos, en ese pueblo donde todo llega tarde, donde no tenemos luz eléctrica, ni gas, ni esperanza de nada, ahí resultó que sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, mi mamá me enseñó a leer. Y yo aprendí (19 – 20).

 

Este texto muestra cómo se difumina esta supuesta línea divisoria entre el discurso y la subjetividad. Esto demuestra la compleja relación que se da, aún más en la infancia, entre estos elementos que se materializan y toman forma en la conducta y en la relación con les demás. Es por esto que el terreno de la lucha de les artistas y corporalidades trans se da en el ámbito político, porque es justo allí en donde entra a jugar el discurso del género y la sexualidad que se ha internalizado durante el proceso de la infancia. Bien lo menciona Jack Halberstam es tu texto “Trans*: una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género” (2018) cuando se refiere al devenir trans y a la forma en la que se puede ver claramente en los primeros años de vida que el género “viene de otra parte, en vez de formar la verdad del cuerpo” (83), porque es internalizado después de que la madre, el padre o el grupo social lo declaren. En el siguiente párrafo explica un poco mejor esta idea basado en algunas premisas de Wendy McKenna y Suzanne Kessler descritas en su texto de 1978 Gender: An Ethnomethodological Approach:

Un cuerpo infantil puede escapar a la matriz de la supervisión paternal y pedagógica, pero un sistema de normatividad opera ejerciendo una presión sobre las conductas no normativas y por medio de la interiorización de criterios de conducta que son transmitidos de forma silenciosa e incluso por medio de gestos. En otras palabras, se espera de las criaturas de cualquier origen que interioricen modelos de género y los reproduzcan de modo que encajen con sus posiciones culturales, raciales y de clase, y en relación con los modales, con lo que gusta y es apropiado según el género y lo que no, con las interacciones convencionales dentro de una matriz heterosexual, e incluso con sus propias esperanzas y temores del futuro (85).

 

Camila Sosa Villada comenta, en una entrevista para el medio Agencia Presentes, algo muy parecido a la hora de referirse a las primeras veces en las que decidió empezar a vestirse de la manera asignada al género femenino:

Fue un proceso muy natural, vino con el paso del tiempo. Nunca tuve que ponerme a pensar sobre mi identidad, estaba ahí y fue poco a poco. Primero asumí que me gustaban los chicos, luego apareció Cris Miró en la tele, entonces las cosas cambiaron. Porque todas esas cosas que yo hacía en secreto –vestirme con la ropa de mi mamá, pensarme como mujer– cobró una dimensión social. Yo podía ser como Cris, había alguien que lo había hecho posible. Se veían en la tele todo el tiempo travestis que aparecían en lo de Mauro Viale, mujeres decididas a todo, empoderadas. De repente no me sentí sola, estaba inmersa en un movimiento. Fue muy fácil ese proceso íntimo. El social fue más complicado…[5]

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

 

En El Viaje inútil se interconectan temas como la pobreza, la condición social y la raza, lo que hace que el cuerpo trans no sea solamente determinado por el género, sino también por diferentes condiciones y discriminaciones. La exclusión como herramienta queer para forjar lazos y reivindicar la experiencia disidente la llevan a enmarcar sus vivencias dentro de las diferentes formas de rechazo a la que ha sido sometida como mujer pobre y “negra” que pertenece a una disidencia. Así lo expresa en este poema extraído de su primer poemario La novia de Sandro:

Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto que queda enorme, soy negra como el carbón, como el barro, como el pantano, soy negra de alma, de corazón, de pensamiento, de nacimiento y destino. Soy una atorranta, una desclasada, una sin tierra, una sombra de lo que pude ser. Soy miserable, marginal, desubicada, nunca sé cómo sonreír, cómo pararme, cómo aparentar, soy un hueco sin fondo donde desaparece la esperanza y la poesía, soy un paso al borde del precipicio y el espíritu me pende de un hilo. Cuando llego a un lugar todos se retiran, y como buena negra que soy, me arrimo al fuego y relumbro, con un fulgor inusitado, como una trampa, como si el mismo mal se depositara en mis destellos.

 

De la misma forma en la que cruza estos límites para narrar la manera en la que esto la ha marcado, también logra llevar al ámbito performático todos estos cruces tanto en la experiencia vivida con sus padres y familiares, como con extractos de obras literarias con las que pudo sentirse identificada en su infancia o en su juventud. Esto lo realiza, en Carnes Tolendas una de sus principales obras de teatro en la que es la escritora y la actriz que representa todos los papeles. En esta obra entremezcla las voces de su padre[6], de sus familiares y de sus recuerdos para hacer evidente la manera en la que fue constituida desde la autoridad y la definición estricta de los roles de género. De la misma forma, nos recuerda la manera en la que diferentes historias de personajes de la literatura también han marcado su vida y su subjetividad, sobre todo, uno tan emblemático para las disidencias como lo es Federico García Lorca. Ejemplo de esto es su crítica a esta misma autoridad que presenta en obras como La casa de Fernanda Alba y cuyo extracto es recitado por Sosa: “Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ese porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana”[7]. Que cada una de esas voces pasen por su garganta y sean interpretadas por ella misma no es casualidad: demuestra que estos discursos permanecen en ella a través de su vida y de las etapas de su transición y que por tanto, existen en la medida en que son reproducidas, no antes; característica que tienen en común con el género y su cualidad performativa.

De la misma manera que Sosa Villada narra el peso de su transición a través de estas voces, Effy busca narrar su cambio en tres momentos importantes para ella: el cambio dado por el tratamiento de reasignación hormonal asumido en 2010, la desidentificación con sus genitales y, por último, el cambio corporal que implica la cirugía de reasignación genital. Cada una de estas etapas fue puesta en la esfera pública por la artista a través de diferentes acciones performáticas o por medio de obras que implicaron otra clase de recursos. La primera de ellas fue tratada en Nunca serás mujer, obra que se basó en la visibilización de la “menstruación” que Effy podría haber producido durante un periodo de trece meses, como respuesta a los comentarios de algunas personas que le decían que nunca iba a ser mujer, debido a que no sería capaz de menstruar. A través de este acto también hizo evidente otras preocupaciones de los cuerpos reconocidos como femeninos y de las subjetividades trans: su vínculo inevitable con organismos reguladores como los médicos, las obras sociales y el Estado a través de documentos que supuestamente dan cuenta de la identidad de las personas como la cédula o en DNI; el acoso callejero, y al igual que Camila Sosa Villada, los problemas familiares que implica asumirse trans o no binarix dentro de esta institución asumida como binaria[8].

Para la segunda etapa, Effy exterioriza la “desentificación” de algunas subjetividades trans con sus genitales de nacimiento a través de Genital panic: cortala!, una acción que lleva a cabo en la Marcha del orgullo LGBTIQ y que, como ella explica en la notas acerca de esta performance, es un remake trans de la performance Genital Panic de VALIE EXPORT. Allí, a comparación de la acción original, se muestra el pene de la artista a través de los pantalones agujereados y no es expuesto al nivel del rostro de lxs asistentes a un cine, sino que es amenazado por la misma artista, con unas tijeras podadoras. Ella continúa su explicación, en el texto consignado en el libro Que el mundo tiemble: “En vez de genitales femeninos, dejo a la vista mis genitales masculinos, y en vez de un arma cargo una tijeras. Cuando logro la atención de alguien aprieto mi genitalidad con el filo de las tijeras” (164).

Por último, Effy llegaría a narrar la cirugía de reasignación genital a través del breve diario que deja en el texto antes mencionado. En él cuenta su experiencia justo después del procedimiento[9], así como el proceso post-operatorio, que involucra curaciones, fajas, hinchazones, irritabilidad, falta de apetito y la inserción de dildos de diferentes calibres en la nueva cavidad vaginal para evitar infecciones. Al respecto, Effy escribe en el texto que aparece en aC/dC: Un libro de Effy Beth, consciente del malestar generado tras el sexto día de internación: “He vuelto a nacer y mi llanto es la misma que la de un bebé, que llora la angustia natural de estar procesando su propia existencia”.

Aunque este texto parece ser básico para entender la transición de Effy, es claro que toda su obra, así como la de Villada, es importante para narrar los cambios y la forma en la que se constituye la subjetividad de lxs sujetxs trans. No es en los procesos de reasignación hormonal o genital que se construye o en el momento exacto en el que deciden probar las prendas del “género opuesto”, sino que es un proceso constante de transgresión de los diferentes tipos de regulación y limitación de sus expresiones. No hay un trozo de vida o una experiencia, entonces, que sean básicos para contar una vida trans, sino que, como hemos visto en el caso de estas dos artistas, se narra precisamente en el mismo cruce de fronteras, sean de tipo genérico, de tipo social, familiar o artístico.

 

Camila Sosa Villada, «Carnes Tolendas».

 

Trans-versalidad en los géneros artísticos y cruces entre el performance y la performatividad: una conclusión

Si concordamos con Judith Butler en que la práctica del género es su misma ontología, entonces podemos afirmar que el género que une es se produce en el espacio político y no antes. Por esta misma razón, se puede decir que es acción y no esencia. Butler nos recuerda esto en El género en disputa:

En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esta construcción. (270)

Entonces, los asuntos relacionados con el género transgreden siempre la barrera de lo íntimo y es necesario que las obras que se refieren a su variabilidad o que ponen en tela de juicio su estricto binarismo sean igualmente públicas y exteriores. La cualidad performática de géneros artísticos como el teatro y el mismo performance facilitan esta condición y llevan estos temas supuestamente autobiográficos a lugares en los que la mayoría de personas puede sentirse interpeladas. En su texto Prácticas de Sí: subjetividades contemporáneas en las expresiones artísticas trans actuales en Buenos Aires (2014) Pablo Farneda comparte la visión de la autora Estrella de Diego acerca de este tema. En general, afirma que a la hora en que la experiencia se inscribirse en el arte, sobre todo en el performance, que implica una suerte de autorreferencialidad de la vida de lx autorx, el yo autobiográfico puede llegar a desdibujarse debido al desfasaje que implica el hablar de lo que somos y percibir lo que en realidad percibimos que somos:

En  su  libro  sobre  autobiografía  y  performance  titulado No  soy  yo, Estrella  de  Diego se pregunta: ¿Cómo aproximarse al sujeto “esencial” si hablar de uno mismo implica cada vez  hablar  de  los  demás, incluso de todos esos demás que habitan el sujeto? (…) Cada proyecto  autobiográfico  implica  la  ausencia  de  lo  que  somos  ahora.  De lo que estamos siendo mientras relatamos” (2011: 41 – 48).  En  esta  omisión  se  funda,  para  la  autora,  la imposibilidad  de  clausurar  el  yo  como  esencial  y  el  relato  autobiográfico  o  cualquier autorretrato  como  verdad  individual,  dado  que  nunca  nos  encontramos  allí  donde  nos enunciamos y viceversa, nunca nos enunciamos allí donde nos encontramos (54).

 

De esta manera, al entender que las artes biográficas son más que relatos de un yo y que pueden llegar a representar los discursos y ficciones que nos afectan como cuerpo social, podemos entender que la obra de estas dos artistas (y de muchxs otrxs más) no hablan solamente de su experiencia con su género o con la variabilidad del mismo, sino que sirven para señalar tensiones en lxs espectadores y en la sociedad. Jack Halberstam resume este hecho en su texto Trans*: “Este es un marco perfecto para el cuerpo trans*, que, en última instancia, no busca ser observado y conocido, sino que más bien desea poner en duda la organización de todos los cuerpos” (120). Esto por la cualidad performática de los géneros artísticos que atraviesan el discurso para devenir acciones e igualmente, porque hacen aún más evidente que la división interna-externa de los cuerpos es inexistente. Por esto es que las acciones que ellas realizan en sus cuerpos pueden hablar de su subjetividad y que los elementos que constituyen su subjetividad y su forma de entenderse pueden dar cuenta de los cambios en sus cuerpos y en su entorno. Y esto no solo se limita a estos dos espectros, sino, como ya mencione, se puede expandir al ámbito social, cultural y público.

Si la performatividad inherente al género requiere de acciones performáticas para tocar los temas que lo atañen, esto implicaría que el terreno para tratar sus variaciones y su elasticidad es la acción y no tanto el discurso. Esto resulta básico para las subjetividades trans, ya que su misma auto-denominación como personas trans requiere de la transgresión de las limitaciones y de los sistemas normativos que regulan los cuerpos y sus expresiones. Esto implicaría una construcción constante de la subjetividad, que pasa por diferentes estados en diversos niveles que se conectan y que a la vez, no se limitan a ellos: “la superficie” del cuerpo se modifica con los cambios quirúrgicos y hormonales o a través de prendas o accesorios; el interior del cuerpo también lo hace a través de otros cambios hormonales e igualmente, se presentan ciertas modificaciones en ámbitos más psicológicos como la forma de ser afectade.

La acción constante que podemos percibir en estas subjetividades es el desvanecimiento y el cruce de toda clase de límites. En el caso de la obra de Villada y de Beth podemos darnos cuenta de que el ir de género artístico en género artístico es tan performática y performativa como los cambios que podemos ver en sus cuerpos. Ir del performance a la literatura, de la fotografía al cómic, de la novela a la poesía o ensayo en el mismo libro y en toda su obra es parte importante de la des-limitación de las experiencias. En el caso de Sosa Villada vemos cómo va del ensayo a la poesía y al teatro y, por otro lado, vemos cómo en a.C/d.C se muestran características importantes de la obra de esta artista y de su misma subjetividad a través del cruce de las diferentes voces de les artistas que la acompañaron, la suya propia, fotos, montajes y géneros literarios como la poesía, la narración autobiográfica y el testimonio.

Al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género, estas dos artistas están construyendo su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte: es un proceso que se da en el mismo cuerpo y que se hace a través de la transversalidad de los géneros artísticos para evidenciar la transición sexo-genérica de cuerpos no-estables que pueden modelarse, encarnarse, modificarse en y por medio de la de le otre, y del derecho a expresarse en la escena pública. De la misma forma en que ponen de manifiesto esta cualidad del género y de sus mismas subjetividades, al hacer una obra que trata de limitaciones del cuerpo social, también evidencian las injusticias y la precariedad a la que son sometidos ciertos grupos de los que la sociedad no se siente responsable, a saber, las minorías sexo-genéricas, las travestis que deben ejercer el trabajo sexual, les jóvenes que han tenido que abandonar el núcleo familiar por sus preferencias sexuales, etc. La acción de ponerles en la mira social sirve para reivindicar la lucha de dichas existencias y de sus vidas como merecedoras del llanto[10] y de luto. Como Butler lo anuncia en su texto Cuerpos aliados y lucha política, el hecho de que el género sea de por sí político hace que la lucha que defiende la posibilidad de manifestarlo a través de la misma expresión genérica sea igualmente performativo:

No se puede separar el género que somos y la sexualidad en que nos implicamos del derecho que cada uno de nosotros tiene a afirmar estas realidades en público, con plena libertad y protegidos frente a los violentos. En cierta manera, el sexo no es anterior al derecho de hacer precisamente eso. Es un momento social en nuestra vida íntima, y que debe ser reconocido en términos igualitarios. No solo el género y la sexualidad son en cierto sentido performativos, también lo son su expresión política y las reclamaciones planteadas en su nombre (63).

 


 

[1] Este proyecto está descrito y narrado en el blog Nunca serás mujer, al que se puede acceder a través de la siguiente dirección: http://nuncaserasmujer.blogspot.com/

[2] Obra registrada en el blog: http://tengoeffymia.blogspot.com/

 

[3] Entrevista disponible en: http://www.laretaguardia.com.ar/2015/09/a-effy-no-la-mato-la-sociedad-ella.html

[4] Butler, en Marcos de guerra: Las vidas lloradas (2009), se refiere a ese término como “la condición políticamente inducida que negaría una igual exposición mediante una distribución radicalmente desigual de la riqueza y unas maneras diferenciales de exponer a ciertas poblaciones, conceptualizadas desde el punto de vida racial y nacional, a una mayor violencia” (50).

[5] Entrevista disponible en: http://agenciapresentes.org/2018/01/12/camila-sosa-villada-trans-ya-una-forma-militancia/

[6] Por ejemplo, al inicio de la obra usa la voz él para decir: “Porque esta casa es así, he dicho yo, a esta casa yo le levanté el cimiento, yo le levanté las paredes, yo te mantengo a vos y al maricón que tenés por hijo. Así que en esta casa se me va a empezar a respetar y a hacer las cosas que se tienen que hacer cuando se tienen que hacer y como yo diga que se tiene que hacer. ¿Me estás entendiendo, mujer?”. Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[7] Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[8] En su texto Trans*: Una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género Jack Halberstam se refiere al tema de la familia en las infancias trans* y dice: “La familia designa un sistema que se supone protege, ampara y apoya a sus miembros, pero, como cualquier sistema de pertenencia, a menudo también excluye, avergüenza y ataca violentamente a los extraños. La presencia de criaturas que se identifican con el otro género y de criaturas de género ambiguo en el seno de las familias pone en cuestión todas las ideas habituales sobre el género, la infancia y la corporalidad, y en última instancia plantea dudas sobre la validez de la familia en sí misma” (70).

[9] Effy explica un poco más acerca de este proceso en a.C./d.C de la siguiente manera: “Duración 5 horas. Ingreso al quirófano a las nueve de la mañana. Se me administra anestesia local las primeras 3 horas y luego un sedante en el momento de introducir el injerto. Egreso del quirófano a las 14 horas, ya despierta y con las fajas en las piernas que me habían puesto al inicio de la operación. Tengo un tutor puesto en el interior de mi vagina. Sobre la vagina tengo puestas dos gasas, y sobre las gasas tengo puesto apósitos pegados con cinta”.

[10] En Marcos de guerra: las vidas lloradas, Butler se refiere a las vidas precarias y a su condición de ser lloradas como un requisito para asumirlas: La aprehensión de la capacidad de ser llorada precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha capacidad precede y hace posible la aprehensión del ser vivo en cuanto vivo, expuesto a la no-vida desde el principio” (33).

 

Descolonizar los sentidos

Por: Andrea Giunta

Imágenes: Ignacio Jaunsolo

Este ensayo de la historiadora del arte Andrea Giunta acompaña la exposición de la artista uruguaya Pau Delgado Iglesias, Estar igual que el resto, que se realiza en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo (MNAV) del 20 de junio al 1ero de septiembre de 2019. La autora agradece a la artista y al director del MNAV, Enrique Aguerre, la autorización para publicarlo en la revista Transas.


Con sus rasgos recortados por la luz que ingresa desde la izquierda, Lizzis narra cómo elaboró imágenes que nunca vio. “¿Cómo es un hombre?, ¿cómo es una mujer?”, solía preguntarle a su madre. Y aunque le interesaba saber si los diferenciaba el largo del cabello y prestaba atención a lo que escuchaba para determinar qué era la belleza, también sostiene, mientras sonríe, que sentía el deseo o la necesidad de que la dejasen descubrir a las personas por sí misma. Me interesa esta tensión entre guiarse por opiniones codificadas por otros, a partir de las convenciones y la visión externa, o abrirse a un descubrimiento personal en el que la vista –siendo Lizzis ciega desde su nacimiento– no puede jugar un rol en los procesos de identificación.

Las preguntas que se acumulan son diversas y tienen que ver con la apariencia. Cómo nos vemos, cómo nos ven. En este caso lo segundo, ya que lxs entrevistadxs por Pau Delgado Iglesias nunca verán su rostro en un espejo o en una foto. ¿Para quién se maquilla una mujer? ¿Qué sentido tiene para una persona ciega enmascarar el rostro? Lizzis sabe que el maquillaje transforma, pero ¿cómo? Ella nunca vio los colores, tiene que imaginarlos. ¿Cuántas palabras se necesitan para describir el rojo? ¿Es posible construir la idea, la imagen de un color para alguien que nunca lo vio? La ciencia constata formas de simulación del color que permiten experimentarlo a quienes no pueden verlo[1]. La tecnología crea dispositivos que hacen posible, por ejemplo, que los celulares describan imágenes. Ayuda, por medio de aplicaciones, a posibilitar construcciones mentales e identificaciones[2]. Hay detectores del color del dinero para ciegos[3]. Existen aplicaciones que permiten identificar la información de los letreros de la calle[4]. Ciencia y tecnología buscan cubrir la distancia entre ver y no ver; comunicar mundos que parecen, en principio, incomunicables.

Para imaginar los colores, las personas ciegas de nacimiento tienen que recurrir a metáforas, a asociaciones con experiencias como el mar, el peligro, la temperatura. Tienen que partir, en cierto sentido, de representaciones que se configuran desde otros sentidos: olores, gustos, sonidos, sentimientos y que constituyen una trama que se cruza de distintas maneras para lograr una representación mental del color. Una de sus entrevistadas en Inglaterra cuenta que cuando era chica repetía los colores en voz alta, para ver si podía asociarlos al sonido. Los decía esperando sentir algo respecto del color por un procedimiento sinestésico, a partir de la vibración auditiva de la palabra. Los dispositivos para traducir el color se multiplican. Lizzis no sabe qué es una imagen, pero puede seguir una descripción. La palabra juega un rol central y las redes la incorporan para expandir el acceso a Facebook.

En 2014, Pau Delgado Iglesias comenzó la investigación que culmina en su videoinstalación perceptual Estar igual que el resto, palabras que pronunció, casi como una conclusión, Lilián, una de sus entrevistadas en Perú. La frase parece sugerir que las personas ciegas quieren ser como las personas comunes. La tarea que ella emprende no es ajena a una anterior, centrada en el concepto y en la experiencia de la belleza masculina. En Cómo sos tan lindo (2005-2010) nos invitaba a ver los resultados de una sesión de fotografías en la que participaban varones que respondían a un anuncio de casting en un periódico que convocaba a varones «atractivos».[5] Ella no realizó la selección. Quienes acudieron a la convocatoria tenían construido un parámetro afirmativo en torno a su propia belleza: ellos se consideraban atractivos. Sin embargo, en el proceso de interacción con los entrevistados, constató que la valoración no era ajena a criterios culturales (éticos, raciales, nacionales, sociales, económicos, políticos) que vulneran la primera persona a secas. No son atractivos a partir del gusto singular por ellos mismos; construyen esta valoración desde parámetros socialmente consensuados y autorizados.

Pau Delgado Iglesias Instalación

Foto: Ignacio Jaunsolo

La conclusión la condujo a otra pregunta: ¿Es posible, para quienes nunca vieron, tener un juicio sobre la belleza o sobre la atracción sexual? ¿Cómo elaboran sus sistemas de diferenciación y de valoración estética quienes nunca pudieron ver un rostro, el color de los ojos o del pelo? Encontró, contra lo que originalmente pensaba, que los estereotipos siguen funcionando y que si bien es posible liberarse de sentidos físicos, como, por ejemplo, la vista, no parece ser posible hacerlo respecto de los sociales. La mirada, la percepción de uno mismo y de los otros está socialmente determinada, aun en el caso de quienes no ven. La conclusión se matiza cuando recorremos algunas de sus conversaciones con personas ciegas.

Esta investigación continúa sus preocupaciones (feministas) respecto de cómo se construyen las diferencias, los conceptos que regulan nuestros gustos, nuestros valores (diferenciar, cabe señalar, jerarquiza y discrimina). Nuestras formas de clasificar en forma inmediata a las personas parten, sobre todo, del sentido de la vista[6]. Vemos y sabemos porque ponemos en funcionamiento clasificaciones y normas que hemos elaborado a partir de los sistemas de valores sociales que ordenan a las personas y a las cosas. Generan jerarquías. En tal sentido, la belleza y el gusto no son naturales; se elaboran desde una experiencia en la que incide lo que nos dicen. La artista investiga un contexto extremo, en el que la normativa de la visión no debería en absoluto incidir. Ella conversa con ciegos de nacimiento que comparten un sistema visual que aprendieron por medio de la palabra de los otros, desde los valores que se adhieren a los descriptores de las apariencias: rubios, morochos, pelirrojos, altos, bajos, flacos, gordos, morenos, blancos, maquillados.

¿El gusto que se asocia a estos términos moldea los afectos? Esta es una pregunta relevante, válida no solo para quienes no ven, sino también para quienes ven. Para abordarla, construye un archivo a partir de las conversaciones con veintidós personas ciegas de Uruguay, Perú, Cuba, Suiza, Chile, Argentina, Paraguay e Inglaterra, que recorta y contrasta en su video. Su edición produce la deslocalización geográfica y la relocalización temática.

La pregunta podría ser: ¿Es la visión el sentido central, insustituible, para configurar la sexualidad y los afectos? Una pregunta que atraviesa también la obra que en 1986 realizó Sophie Calle, en The Blind, en la que pedía a doce personas ciegas de nacimiento que describiesen su imagen de belleza. La foto de cada una, sus palabras y el objeto, la persona o el lugar que identificaban con la belleza se presentaban enmarcados y juntos.

¿Pueden eliminarse las instancias sociales que sobredeterminan la clasificación de los cuerpos? Para elaborar una respuesta la artista construye un escenario de observación, casi un laboratorio. Explora los afectos y los gustos desde un grado cero, investigando cómo estos se articulan entre cuerpos que no se han visto.

Su archivo se estructura desde un formato visual regulado: el intenso contraluz dificulta la visión del rostro de las personas entrevistadas. Se genera así una mirada desviada que nos lleva a reproducir, de algún modo, la experiencia de una escucha casi a ciegas. La voz y ciertos datos marginales (una cortina, la ciudad que se ve desde la ventana, las plantas) predominan sobre el rostro de lxs entrevistadxs. Nos aproxima así a una situación perceptiva que remite a la de una persona ciega.

En la selección de sus entrevistados utilizó la metodología del trabajo en red y recurrió a las referencias que le proveían aquellos con los que conversaba y las instituciones locales de las ciudades en las que investigaba. La Unión Nacional de Ciegos del Uruguay (uncu) le dio acceso a redes. Dado que para la sociedad, en términos generales, las personas ciegas no existen, o no son sujeto de una investigación sobre la sexualidad, para ellas resultó por lo general una propuesta interesante, atractiva.

Las entrevistas se editaron en bloques temáticos que permiten considerar la ceguera como una metáfora de las demandas sociales. Los entrevistados son ciegos, pero se maquillan, utilizan las redes sociales y les importa el comentario respecto de la apariencia de quien tienen al lado. Aunque en principio no pareciera tener sentido que el color del pelo sea un factor relevante para quien no ve, pasa a serlo cuando la sociedad lo activa como parte de un sistema de valores. Las personas ciegas no quieren ser una excepción que refuerce su exclusión.

Los y las protagonistas de estas entrevistas desmontan presupuestos. Quienes no ven no pertenecen a un lugar puro, incontaminado. Cuando “abrazan” y “escanean” el cuerpo de los otros con sus manos —como señalan Sofía y Nicole—, también están “cosificando”. No es cierto que no puedan vivir plenamente su sexualidad. Aunque describen el proceso de elaboración de la imagen propia como un viaje en el que se ven a partir de lo que otro ve, buscan liberarse de tal condicionamiento. Así, cuando sacan una cuenta de Instagram y suben fotos, eligen vivir en un mundo visual.

El tacto y el olfato son sentidos que definen experiencias relevantes. Para las personas ciegas la visión no cuenta en la comunicación sexual. No existe la experiencia o la confianza que se expresan a partir del contacto visual con el otro. Sus parámetros son distintos. René cuenta que sabe que va a cortarse el pelo cuando crece hasta tapar sus ojos y le resulta molesto. No se guía por lo que le dicen. Prioriza la forma en la que experimenta el cuerpo. En cuanto a la ropa, la elige por los logos de las organizaciones que apoya. Le gustan los gatos por sus movimientos, por sus vibraciones; por eso comparte sus imágenes en su cuenta de Facebook. Aunque no pueda verlos, le permiten aproximarse al universo de afectos animales y objetuales que descalzan la centralidad de lo humano.

El diseño es central en el argumento de esta instalación. El extenso pasillo de diecisiete metros del Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo, que atravesamos a oscuras, apela a una experiencia física. Por un instante, durante los segundos en los que caminamos, estamos muy cerca de la percepción de un ciego. Nos desplazamos escuchando la música que Nick McCarthy y Sebastian Kellig grabaron especialmente para esta instalación, en los Sausage Studios de Londres[7]. La fusión por momentos recuerda la interacción de imagen, movimiento y sonido explorada en The Infinite Mix: Contemporary Sound and Image, presentada en The Store, en Londres, durante 2016. Definitivamente, en Estar igual que el resto, lo que escuchamos es tan importante como lo que apenas vemos. Pero la comparación falla en la falta de espectacularidad de la imagen. A diferencia de The Infinite Mix, Estar igual que el resto deslumbra por lo reductivo: la dificultad de la visión se exacerba ante la necesidad de ver más. La mirada se extrema para sumergirse en la experiencia de los datos breves y de la oscuridad, en la que se inscriben las voces que transmiten experiencias. La relación entre la imagen y el sonido nos transforma, acelera nuestro deseo de ver.

La visión juega un rol central en la representación de los cuerpos. El análisis propuesto por Laura Mulvey acerca de la mirada externa, fija, masculina, del cuerpo femenino en el cine de Hollywood[8] podría encontrar en la experiencia de los ciegos un punto de contrastación. ¿Quienes no ven construyen las representaciones del cuerpo del otro desde un punto de partida distinto de quienes ven? Desde los años sesenta el feminismo artístico desarmó la mirada unifocal, externa y totalizadora sobre el cuerpo femenino. Podemos metafóricamente referirnos a un ojo interno, íntimo, que navegó los cuerpos y los afectos reconfigurando sus conceptualizaciones. La sexualidad, el erotismo, los roles culturales, los condicionamientos sociales y políticos, la necesidad de articular el lenguaje desde los intersticios y las leves fisuras de los sistemas de control fueron explorados desde una mirada descentrada.

Se produce así un imaginario que descalza los afectos normados para introducirnos en una experiencia nueva de la empatía, el trauma, la violencia, el erotismo, la relación entre el cuerpo y el paisaje, la desclasificación de los usos del cuerpo, el activismo feminista. Al abordar un ángulo diferenciado de los sistemas que jerarquizan las relaciones afectivas, nos sumerge en el otro lado de los afectos normados, de los sentimientos y las perspectivas que cuentan para el sistema oficial de los afectos. Las palabras de los entrevistadxs nos aproximan a una forma oblicua de elaborar las representaciones de la belleza. Se trata de un sistema comparativo en el que juegan el relato, las adjetivaciones, las valoraciones. En la construcción de la representación de los cuerpos que no ven, las clasificaciones de quienes ven juegan un rol central.

Pau Delgado Iglesias considera las propuestas de Donna Haraway sobre la relación entre visión y poder, cuando ella reclama la necesidad de una mirada feminista que desvíe los puntos de vista estereotipados[9]. Aunque la vista parecería ser el sentido definitivo, la pregunta por la visión de quienes no ven ilumina que esta no es plana, natural. Sobre la mirada biológica priman las estructuras de poder. Las políticas de la mirada nos atraviesan a todos, aun a quienes no ven. Haraway propone abordar posiciones móviles para desclasificar el concepto de visión monolítica, la violencia que implican las prácticas de visualización. En este caso nos encontramos frente a sujetos que podrían ser libres de dichas violencias y que, sin embargo, las asumen y las reproducen al construir mentalmente los parámetros clasificatorios del ojo que ordena el mundo. Ver, conocer, dominar.

Una epistemología feminista de la mirada implica introducir lo multidimensional. Delgado Iglesias persigue dicho conocimiento cuando aspira a encontrar un momento deconstructivo del poder colonial de la mirada, un conocimiento localizado en otros sentidos, una textura subjetiva. La primera conclusión es que esos sujetos a los que inicialmente imaginó como “puros”, desprovistos de los condicionamientos de quienes naturalizan la visión y el poder que de ella se deduce, reproducen las estructuras de la mirada. Al constatar esto, ese otro distinto se equipara a nosotros. Conocer esto socava, paradójicamente, la seguridad del vidente. Poder ver no significa ver más que quienes no pueden ver. Se produce, como resultado, una desjerarquización fisiológica. El deseo de estar igual que el resto, en un sentido, se cumple. El poder colonial y patriarcal de la mirada se desarticula desde el camino descentrado que se sigue para elaborar el sentido ausente. La “prueba” de lo biológicamente visto se diluye. Cobran relevancia las tensiones y resistencias que producen las estructuras comparativas que permiten aproximarse a lo visto de una forma que nunca será lineal ni definitiva.

Si, como señala Haraway, el feminismo se ubica del lado de la interpretación, de la traducción, de la comprensión parcial, esta mirada desenfocada, más que reproducir mecanismos de poder, permite relativizar el poder de la mirada: su lógica no es autónoma, no se trata de un ojo poderoso que abarca y controla el paisaje que encuentra frente a sí, sino de una imagen que se elabora desde los fragmentos y los desvíos. Una trama, más que un punto de vista. El proceso de configuración de esa otra forma de visión se produce a partir de un diálogo tenso y productivo entre los sentidos.

vista instalación 02

Foto: Ignacio Jaunsolo

El proceso de traducción empodera voces que inicialmente no cuentan. Voces que, portadoras de un conocimiento que no proviene de la vista, abordan la textura desde la que se configura el discurso visual. La visión no es natural, es una construcción social. Y el conocimiento elaborado desde las políticas de la subjetividad de quienes no ven lo destaca. El concepto del cuerpo se construye en la interrelación de percepciones que se codifican desde lo simbólico. La investigación de Pau Delgado Iglesias demuestra que el conocimiento del cuerpo no es plano. Como señalaba Michel Foucault, su naturalización es un instrumento de control sobre los cuerpos[10]. La dinámica de esta experiencia, de esta obra en la que se montan voces e imágenes, demuestra que se trata de un conocimiento altamente regulado, que involucra relaciones de poder.

Me interesa en este punto reponer la relación entre Nicole y Sofía. Ellas son pareja. Son la excepción entre los entrevistados, que se inscriben en el canon heteronormativo. Es interesante observar la relación corporal que las vincula durante el encuentro, el contacto afectivo que involucra acariciarse, sostenerse, abrazarse. El beso con sonido. En la forma de relacionarse, ellas erosionan el poder de la mirada en las relaciones entre las personas. Se trata de una textura afectiva que se vincula al pensamiento utópico sobre la sexualidad.[11] Ellas ponen en escena un imaginario antinormativo, no solo porque no ven, sino también porque están juntas. Apenas las vemos cuando hablan; sus siluetas se recortan contra la luz. Percibimos los rasgos de una, pero de la otra casi nada. Observamos cómo se acercan, cómo se tocan. Lo háptico se vuelve óptico[12]. Se trata de una visión texturada, imprecisa, en la que los fragmentos construyen las condiciones de la percepción y del sentido. Si la difícil visibilidad de quienes hablan nos distancia, el contacto entre ellas, tanto como lo que narran, nos aproxima. Donde existe resistencia, porque apenas vemos, se produce, al mismo tiempo, un extraño acercamiento.

Los afectos entre personas ciegas no son asunto público. No aparecen en los noticieros, ni son frecuentes en la ficción o en la pornografía. Están ausentes en la agenda de la publicidad. Escapan al ámbito de la privatización del deseo. Tampoco en sus afectos se proyectan deseos colectivos. Ante estos fragmentos de entrevistas escuchamos, apenas vemos. El contraluz, el oscurecimiento de sus rostros y sus cuerpos son estrategias visuales desde las que Pau Delgado Iglesias elabora un dispositivo que restablece una relación de igualdad entre ellxs y nosotrxs. En estas entrevistas nos volvemos personas ciegas. Se genera así un ecosistema de la mirada y una zona performática plena de potencialidades, en la que nuestras ideas sobre la ceguera se transforman.

Estar igual que el resto propone un espacio de reconfiguraciones ya desde la inmersión en una ficticia ceguera mientras recorremos los diecisiete metros de la primera sección de la instalación. El sonido agrega una forma de interpelación a nuestros sentidos. Apenas vemos, pero escuchamos, y el ritmo decreciente del volumen y sus estaciones —los parlantes de los que proviene el audio— activan un camino por el que avanzan nuestros cuerpos que se dejan, de algún modo, conducir hacia las pantallas por el sonido pautado, repetitivo. La edición de las entrevistas construye un contexto de experiencias comparadas que nos permite conocer sobre un asunto que desconocíamos, sobre el que probablemente nunca nos preguntamos. La fluidez en la que se encadenan estas palabras-testimonios (fluidez señalada por la dificultad de ver a quienes hablan, de establecer un comienzo y un fin en cada una de las historias) nos ubica en una situación móvil, en la que nuestras certezas se desacomodan. Estas condiciones hacen posible un lugar nuevo desde el cual repensar las relaciones sociales normativas. Estar igual que el resto nos coloca en un espacio habitado por nuevas formas y contactos afectivos que ingresan como un torrente a nuestros imaginarios.

Esta obra inscribe, finalmente, una pregunta política: ¿Cómo pensar los afectos, la identidad, la libertad en un momento en el que se define un giro hacia lo posthumano?[13] Como señala la artista:

El énfasis que de algún modo a mí más me interesa es lo que la experiencia de las personas ciegas nos refleja respecto de nuestra propia identidad como personas videntes. ¿Cuál es nuestra real agencia en la cultura en la que vivimos?, ¿qué “libertades” tenemos?[14].

La economía de la instalación (recorrido, oscuridad, sonido, imágenes, testimonios, opacidad) nos propone una aproximación inmersiva y reconfiguradora. Estamos con ellxs, quienes describen experiencias que nos resultan, al mismo tiempo, familiares y distintas. Se abre así un espacio nuevo desde el que se inscribe la posibilidad de una dimensión afectiva en la que el sentido regulador de la vista se destrona. En el dispositivo de la obra somos llevadxs a convivir, en un estado fluido de percepciones predominantemente auditivas, con afectos descolonizados de certezas.


[1] Viénot, F., H. Brettel, L. Ott, A. Ben M’Barek, J. D. Mollon: “What do colour-blind people see?”, Nature 376 (1995), 127-128. doi: 10.1038/376127a0

[2] Dominguez, A. L., y J. P. Graffigna: “Colors identification for blind people using cell phone”, Journal of Physics: Conference Series, 332 (2011). doi: 10.1088/1742-6596/332/1/012040

[3] F. Andika, and J. Kustija: “Nominal of money and colour detector for the blind people”, IOP Conference Series: Materials Science and Engineering, 384 (2018). doi: 10.1088/1757-899X/384/1/012023

[4] Navada, B. R. & K. V. Santhosh: “Design of mobile application for assisting color blind people to identify information on sign boards”, Journal of Engineering & Technological Sciences, Vol. 49, Issue 5 (2017), 671-688. Disponible en: <http://journals.itb.ac.id/index.php/jets/article/view/3648>. (Consulta: 25/3/2019)

[5] Para una descripción de la obra ver Pedro da Cruz, «La artista Paula Delgado y otra mirada sobre el cuerpo. Cómo sos tan lindo se exhibe en el nuevo EAC», WordPress, 18 de setiembre, 2010. Disponible en: <https://artepedrodacruz.wordpress.com/2010/09/18/la-artista-paula-delgado-y-otra-mirada-sobre-el-cuerpo-como-sos-tan-lindo-se-exhibe-en-el-nuevo-eac/>. (Consulta: 25/3/2019)

[6] Recordemos que Pau Delgado Iglesias recurre a distintos lenguajes (fotografía, video, activismo, performance) para abordar lo que en una de sus obras denominó “rituales feministas para la salud social”. A los veinticuatro años ella fue parte del Movimiento Sexy, que también integraron Federico Aguirre, Julia Castaño, Martín Sastre y Dani Umpi. Para la artista, el arte es un lugar político no partidario, centrado en el hacer colectivo y público.

[7] Nick McCarthy es el ex guitarrista y tecladista de la banda escocesa de indie rock Franz Ferdinand.

[8] Mulvey, Laura: “Visual pleasure and narrative cinema”, Screen 16, Issue 3 (1975), 6-18. doi: 10.1093/screen/16.3.6

[9] Haraway, Donna: “The persistence of vision”, en Nicholas Mirzoeff (ed), The visual culture reader, New York: Routledge, 2002, pp. 677-684. Disponible en: https://analepsis.files.wordpress.com/2011/08/104915217-mirzoeff-nicholas-ed-the-visual-culture-reader.pdf  (Consulta: 25/3/2019).

[10] Foucault, Michel: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México: Editorial Siglo Veintiuno, 1998. Foucault, Michel: Historia de la sexualidad. 1, 2 y 3, México: Editorial Siglo Veintiuno, 1998.

[11] Muñoz, José Esteban: Cruising utopia: the then and there of queer futurity, New York: NYU Press, 2009.

[12] Marks, Laura U.: The skin of the film: intercultural cinema, embodiment, and the senses, Durham: Duke University Press, 2000.

[13] Francica, Cynthia: “La subjetividad femenina y lo viviente en la literatura y el arte contemporáneos”, Corpus 8, número 2 (2018). doi: 10.4000/corpusarchivos.2708

[14] Comunicación con la artista por correo electrónico, 7/5/2019.

 

Aborto y violencia de género en “Guillermina: La tempestad del nido” (1902) de Clorinda Matto de Turner

Por: Ana Peluffo

Imagen: fotografía de Clorinda Matto de Turner intervenida por el Comando Plath.

Ana Peluffo (University of California, Davis) nos invita a aproximarnos a la obra de la escritora peruana Clorinda Matto de Turner (1852-1909) desde los debates actuales sobre la legalización del aborto, la sororidad y la violencia de género. Se trata de una propuesta de relectura que, según la autora, nos enfrenta a diversos desafíos: la escasez de bibliografía sobre la interrupción del embarazo en el periodo decimonónico, la dificultad de transportar al pasado el concepto actual que se tiene de esa práctica y, además, volver a pensar imaginarios críticos sobre la obra de la escritora que, por muy arraigados y repetidos, han perdido su vigencia inicial. Peluffo analiza en este ensayo una porción del corpus mattiano que define como «las zonas del no decir», en las que los cruces y tensiones entre la infertilidad, la pérdida del embarazo y la violencia de género se hacen presentes. Además, la autora aborda distintas relecturas que, desde la actualidad, se han hecho de la figura de Matto, para así introducirnos a una pregunta fundamental: cómo leer los feminismos del pasado desde los feminismos del presente.


Quisiera comenzar estas reflexiones refiriéndome a una imagen de Clorinda Matto de Turner (1852-1909) que se viralizó recientemente en las redes sociales en el marco de la votación por la despenalización y legalización del aborto en Argentina. Puesta en circulación por el Comando Plath para convocar una marcha de apoyo desde Lima a la vigilia o «pañuelazo internacional» de las feministas argentinas, el meme muestra a Clorinda Matto de Turner portando un pañuelo verde al cuello en gesto de solidaridad transversal y transhistórico con sus «hermanas» de género del país vecino (Fig. 1). En el rótulo de la imagen, el nombre Clorinda Matto aparece despojado del “de Turner” de su apellido de viuda. Al mismo tiempo, el luto victoriano de la autora, que nos mira con el ceño fruncido desde detrás de sus quevedos, choca con el verde rabioso del pañuelo que, en la genealogía del activismo político, se remonta a la iconografía de las Madres de la Plaza de Mayo. El montaje fotográfico superpone, a la manera de un collage, los tonos sepia de la tarjeta de visita decimonónica con la marea verde del activismo feminista actual.  El gesto combativo de intervenir una foto del pasado para politizarla desde un nuevo lugar de enunciación se convierte según el grupo feminista virtual en una respuesta afectiva al “hartazgo de ser estereotipadas, hartazgo de ser invisibilizadas, violentadas y ridiculizadas” porque “[e]l Comando Plath somos todxs” <https://comandoplath.wordpress.com>.

Figura 1. Fotografía de Clorinda Matto de Turner, intervenida por el Comando Plath.

Figura 1. Fotografía de Clorinda Matto de Turner, intervenida por el Comando Plath.

 

A partir de la fotografía alterada nos podríamos preguntar cómo leer los feminismos del pasado desde los feminismos del presente. En un principio, aproximarnos a la obra de la autora cusqueña desde debates actuales sobre la legalización del aborto puede parecer un despropósito o un anacronismo, en parte, porque plantea todo tipo de desafíos. Si aún en los años cincuenta, dice Alejandra Laera (2018) en una sugerente lectura de un texto de Sara Gallardo, el aborto es un crimen sancionado por las leyes que no se puede nombrar en tanto «pura clandestinidad», en el siglo XIX era un procedimiento igualmente tabú del que tenemos escaso conocimiento. Debido en parte a la carencia de debates públicos sobre posibles formas decimonónicas de interrumpir los embarazos o controlar la natalidad, hablar sobre esta práctica, ya sea en su vertiente natural o auto-inducida, se vuelve un terreno altamente especulativo y espinoso. En Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo (2014), Mabel Bellucci plantea que en la actualidad el aborto es un debate en el que convergen los feminismos de las diversas olas y sus «heterogéneas constelaciones» (24). La cartografía global que la autora traza desde el capitalismo neoliberal deja afuera el siglo XIX, en parte por la ya mencionada carencia de bibliografía sobre el aborto decimonónico, pero también por la dificultad de traducir o trasportar al pasado el concepto actual que tenemos de esta práctica. Algo que podemos extrapolar de la lectura de ciertas novelas del siglo XIX es que regular el tamaño de las familias, en una época de alta mortalidad en los partos, era una forma que tenían las mujeres de adquirir agencia y control sobre sus cuerpos.

Un reto que surge a la hora de leer las novelas del siglo XIX desde esta categoría médica, política y cultural es nuestra tendencia a pensar las narrativas de la construcción nacional en clave alegórica, siguiendo las tempranas propuestas de Doris Sommer (1991) y Benedict Anderson (1993); en ellas, narrar era poblar, y la fecundidad biológica y el mestizaje se enfatizaban como formas de inventar familias en las que los personajes eran sinécdoques de los distintos grupos raciales que configuraban la deseada nacionalidad. Ese paradigma de lectura colocaba toda la fuerza del imaginario biopolítico hétero normativo sobre el cuerpo femenino, al que se le asignaba la función de dar nuevas vidas a la patria, poblar las naciones y, en el caso del contexto posbélico en el que se inscriben las obras de Matto, llenar los vacíos provocados por las bajas masculinas durante la Guerra del Pacífico (1879-1883). El marco teórico positivista basado en la mezcla de sangres no concebía que las naciones pudieran construirse recurriendo a estrategias afectivas y a la circulación de emociones. Tal y como lo sugerí en Lágrimas andinas. Sentimentalismo, género y virtud republicana en Clorinda Matto de Turner (2005) lo que actúa como motor de las alianzas desiguales entre indios y mujeres en los imaginarios empáticos del indigenismo sentimental es la fetichización del sufrimiento de un otro racial en peligro que apela a la compasión e indignación del público lector. Aunque la compasión es una emoción socialmente aceptada para el sujeto femenino republicano –que Matto politiza en Aves sin nido (1889) en nombre de los indios–, la indignación es una emoción política anti normativa que se cuela entre líneas para movilizar a los lectores en contra de las autoridades que oprimen y explotan a los indios.

Pensar la obra de Matto desde debates sobre el aborto, la sororidad y/o la violencia de género implica postular una mirada a contrapelo de lecturas muy arraigadas en el imaginario crítico que de tan repetidas han perdido la fuerza y vigencia que en algún momento tuvieron. Remite, asimismo, a la necesidad de leer la producción cultural de Matto al sesgo, yendo más allá de la retórica del pudor a la que la autora y las escritoras de su red tuvieron que recurrir para hablar de cualquier asunto que tuviera que ver con la sexualidad femenina y su corporalidad. Es en este clima de autocensura que se fue consolidando ese lugar de enunciación colectivo que Francesca Denegri (1996) teorizó en términos de “red sororal” (antes de que las «redes» estuvieran de moda) y en el que las autoras tuvieron que valerse de todo tipo de eufemismos para narrar no solo violaciones y situaciones de acoso sino también partos y embarazos. Aunque no hay referencias explícitas a esta práctica en la obra de Matto, sí hay momentos de crisis del mandato biopolítico de la reproducción compulsiva en los que la “familia-nación”, representada por los Marín, compensa la incapacidad biológica de reproducirse con la práctica afectiva de la adopción interracial. Dentro de lo que llamaré “zonas del no decir” en el corpus mattiano es posible detectar una contra biopolítica sexual (Preciado) que será reprimida con fuerza desde la cúspide de la ciudad letrada. En estas lagunas retóricas o silencios textuales y sexuales, la frontera entre la interrupción del embarazo voluntario o no voluntario es nebulosa, en parte porque en el siglo XIX se pensaba que las mujeres embarazadas estaban en un estado de vulnerabilidad extrema en el que hacer cualquier esfuerzo podía llevarlas a abortar. Se asumía asimismo que los deportes, el trabajo excesivo o los momentos psicológicos de crisis podían poner en peligro la salud de las madres encintas y la vida del niño por nacer. Uso la palabra «embarazo» aquí a pesar de que hasta bien avanzado el siglo XX se recurría a todo tipo de rodeos para nombrar este estado.

En 1902 Clorinda Matto de Turner publica una crónica titulada «Guillermina: La tempestad del nido» dedicada a Zoyla Aurora de Campo de Gavín, en la que ficcionaliza un episodio sentimental y doméstico de la vida de un personaje icónico de la realeza europea. Con una retórica que peruaniza el preciosismo torremarfilista de un Darío con el que Matto tiene por esta época una relación hostil, el sujeto narrativo cuenta la historia de Wilhelmina, la reina de Holanda, «sobre terso marfil recamado de oro con tinta azul y pluma de cisne» (267). La reina imaginada por Matto se distancia de las de Darío porque es una reina política que lucha desde el pacifismo cosmopolita contra una política bélica del odio que en épocas de guerra crea fronteras o barreras afectivas donde no las hay. Esta reina es también un sujeto biográfico anti-normativo que, al igual que otro personaje icónico de las guerras de la independencia —La Mariscala—, está más cerca de la nueva mujer latinoamericana que del doméstico «ángel del hogar». Dentro de este nuevo imaginario sexo-genérico, la reina es un sujeto moderno que tiene dominio sobre su cuerpo: es una experta amazona, posee y adiestra caballos, dirige tropas y se dedica con profesional maestría al patinaje sobre hielo.

El motor de este texto híbrido, a caballo entre la crónica y la tradición, lo constituye la boda extremadamente mediática de la reina Wilhelmina con un príncipe alemán llamado Wilhelm —Guillermina y Enrique, respectivamente, en el texto de Matto— y su posterior embarazo del que traen desordenadas noticias los cables con los que Matto arma este texto (Figura 2). El mandato biopolítico de la reina es darle un heredero a la corona dentro de una política del género que piensa el cuerpo femenino como un útero o receptáculo para “un niño por nacer”. Lo que capta la atención de Matto es la certeza con la que el pueblo holandés espera el nacimiento de un primogénito varón en una época en la que no existían las tecnologías de visualización del feto que tenemos hoy en día. Dice Matto sobre “el príncipe nonato”: “Nadie pone en duda que la reina dará á luz un varón y en esta seguridad, las prendas que confeccionan las buenas burguesas de Holanda, el país por excelencia de la ropa blanca, no llevan el color rosa destinado á las niñas, sino el azul, color que va en las cintas y los moños (270-271; el énfasis es mío). En el proceso de futurización del que depende la perpetuación del patriarcado, Matto se irrita con esas mujeres que parecen haber interiorizado la fetichización del Niño con mayúsculas y que forman comités de señoras en varias ciudades de los Países Bajos para confeccionar la cuna, el ajuar, las cofias y las mantas celestes de ese bebé no nacido al que todos se refieren como el «regio vástago». Con la excepción de un ministro de la realeza que participa de la euforia reproductiva de las holandesas, son principalmente las mujeres las que fomentan y se pliegan a ese colonialismo sexo-genérico que entroniza al varón.

Figura 2. Boda de Wilhelmina, reina de los Países Bajos, con Enrique Mecklenburg-Schwerin, 1901.

Figura 2. Boda de Wilhelmina, reina de los Países Bajos, con Enrique Mecklenburg-Schwerin, 1901.

 

El título de la crónica, «Guillermina: La tempestad del nido», es un eufemismo que Matto usa para aludir a lo que hoy llamaríamos violencia de género, una problemática que recorre como un arco toda su producción cultural. La voz narrativa teje retóricamente la construcción de un nido sentimental hecho de «suavecillas plumillas del pechillo de los ruiseñores, las gasas más tenues de la urdimbre de las hadas, los pimpollos más frescos de los limoneros» (269) y su posterior destrucción por culpa de un marido jugador, celoso y alcohólico que golpea salvajemente a su esposa. Las noticias por cable dan cuenta de la cotidianeidad borrascosa de una reina que sufre todo tipo de abusos físicos a puerta cerrada y cuya historia Matto usa para mostrar el lado oscuro de la ideología de la domesticidad:

 

El cable ha comunicado que el príncipe consorte ha resultado osco, celoso, pendenciero, gran consumidor de líquidos inflamables y con más hipotecas que señales el misal. Se ha dado, diz, de estocadas con dos personajes de la corte retados á duelo, y todo un cáliz de amarguras ha sido apurado en pocos meses por la joven reina que se entregó á Enrique, bajo un cielo sin nubes, sobre un trono de topacio y zafir. Los sablazos y las palabrotas, los líquidos inflamables y las pendencias, han llevado la tempestad al nido, y la voz del Trueno hasta ha dicho DIVORCIO (273).

 

En medio de esta espiral de violencia, vuelan por el aire «suaves plumillas» desprendidas de las alas de la reina (270), una sinécdoque que además de aludir a la violencia de género establece un puente con el imaginario igualmente violento de Aves sin nido. Tanto la crónica como la novela de Matto politizan un bestiario evangélico en el que las mujeres son palomas o corderillos y sus acosadores serpientes o lobos. Dentro del interior distópico de un palacio en el que peligra la vida de un sujeto femenino icónico vulnerabilizado por el terror, ocurre la pérdida del embarazo de la reina, un suceso al que Matto se refiere como «un alumbramiento prematuro, de príncipe en embrión» por el que están «tristes y calladas las burguesas de Holanda […]» (273).

Matto arma esta crónica a partir de la ficcionalización de un referente histórico preciso: la historia de la reina Wilhelmina de Holanda (1880-1962), cuyo mandato se extendió desde 1890 hasta 1948. Se sabe que esta reina se casó en 1901 y que tuvo varios abortos aparentemente espontáneos que preocuparon tremendamente a la corona. No fue hasta el 30 de abril de 1909, ocho años después de su boda y pocos meses antes del fallecimiento de Matto, que la reina pudo finalmente tener una hija, llamada Juliana. La relación de causa y efecto que Matto establece en la crónica entre la violencia de género provocada por el alcoholismo del marido (un dato que de alguna manera atenúa la gravedad del abuso) y el nacimiento prematuro del embrión muerto se articula con una política de la venganza que castiga narrativamente, no solamente al príncipe Enrique al que se describe como rubio y de ojos azules, sino, también, a las mujeres no feministas o súbditas holandesas que según Matto han interiorizado las jerarquías sexo-genéricas normativas que privilegian el linaje masculino. En la misma crónica, Matto critica la emergencia de un dualismo cromático basado en la distinción celeste-rosa que, con el avance de la modernidad, comienza hacia fines de siglo a reemplazar el blanco que se usaba en las primeras décadas del siglo XIX para vestir a los niños de ambos sexos. No me parece casual en este sentido que Matto se ocupe en precisar que «[e]l color favorito de la reina es el blanco» y que «aun para montar á caballo usa una amazona de paño de dicho color, con la cual aparece siempre que pasa  revista a sus tropas» (269). A la hora de especular sobre las causas del fracaso de la reproducción biológica, las referencias de Matto al activismo deportista de la reina no son un dato menor. ¿Abortó la reina por haber incurrido en excesivo ejercicio físico (una creencia muy arraigada en la época)? ¿Fue la misma reina la que se resistió a tener un hijo por algún método no mencionado? ¿O abortó por culpa de los golpes que le propinaba el marido como lo sugiere Matto? El terreno del no decir se transforma en un campo semántico cargado de significado que, nosotrxs como lectorxs del siglo XXI, debemos completar y desentrañar. Al margen de cual sea nuestra respuesta a estas preguntas propongo leer la pérdida del embarazo como una puesta en crisis del patriarcado, una problemática crucial en los feminismos del presente a la que Matto se anticipa en el siglo XIX.

En las comunidades homo-sociales que se van esbozando en las novelas de Matto, los personajes femeninos tejen redes de apoyo o puentes afectivos entre clases y razas para confrontar, desde una política sororal, una serie de crímenes sexuales sobre los que las leyes del patriarcado se resisten a legislar. Las mujeres golpeadas, violadas y maltratadas son recurrentes en una obra que denuncia la manera en que el racismo y la misoginia operan juntos, y que ensaya desde la sororidad formas de frenar y contener esos abusos. Aunque en Aves sin nido (1889) Petronila tiene, como Guillermina-Wilhelmina, un estatus de clase privilegiado como mujer de la elite cusqueña y esposa del gobernador de Killac, eso no la pone a reguardo de las golpizas que le da un marido con el que se ha casado luego de haber sido violada por el cura del pueblo. Dentro de esa «sororidad del sufrimiento» podríamos mencionar también a Marcela Yupanqui, la mujer india que es violada y maltratada por el cura Pascual;  a Teodora, la campesina-amazona que se escapa a caballo del subprefecto, su acosador, para refugiarse en la casa de Petronila; y a Asunción, el personaje infértil de Índole (novela peruana) (1891) cuyas costillas —dice Matto— «perdieron su virginidad á los tres meses de casada, una aciaga noche en que las discusiones matrimoniales subieron de punto» (15). Aún con las inevitables tensiones y quiebres provocados por las diferencias de raza y clase que separan a las mujeres entre sí, las redes sororales que Matto construye se tejen en respuesta a la necesidad del orden dominante de «fomentar separaciones entre las mujeres instalando una y otra vez algún tipo de mediación masculina entre una mujer y otra y por tanto, entre cada mujer y el mundo» (Gutiérrez Aguilar en Gago 2018: 39). Por último, la infertilidad de Margarita y Manuel, las dos “aves sin nido” que no pueden formar una familia por culpa del incesto, responde, como el embarazo fallido de Guillermina, a una razón antipatriarcal. Margarita y Manuel son hermanos sin saberlo por culpa de que un mismo cura ha violado a sus madres.

La crónica de Matto retoma a nivel ideológico una serie de cruces entre infertilidad y violencia de género que ya habían aparecido de forma embrionaria en la primera etapa de su producción cultural. Se trata no solamente de la referencia avícola al hogar como nido (que en la novela es sinónimo de familia y/o nación) sino también de la aparición de un embarazo que se interrumpe repentina y misteriosamente. En Aves sin nido, las afirmaciones de que Lucía está embarazada y que espera la llegada de un «heredero» o «vástago» generan una gran expectativa que se frustra con su posterior desaparición en la continuación de la novela titulada Herencia (novela peruana) (1895) ¿Cómo leer la omisión de este dato, cuando se sabe que Lucía estuvo embarazada en la novela anterior? ¿Tuvo acaso un aborto espontáneo que no se puede mencionar en el recatado siglo XIX? ¿O es, como piensa Cornejo Polar, un error de la trama, algo también factible teniendo en cuenta que hay un intervalo de seis años entre la publicación de ambas novelas? Al igual que en «Guillermina: La tempestad del nido», se asume que el futuro heredero será varón (tal vez como sexo representante de la humanidad toda) y que la familia-nación debe desplazarse a Lima para que “el niño por nacer”, al que Matto se refiere siempre como «vástago», «hijo» o «primogénito», reciba la educación urbana/civilizada que merece. Cornejo Polar interpreta la evaporación del embarazo de Lucía y la infertilidad de los Marín como una justificación de la formación de una familia multirracial, porque «es “natural” que un matrimonio sin hijos opte por adoptar alguno» (69). En mi caso, y teniendo en cuenta que Lucía adopta a las hijas de los Yupanqui mucho antes de que se anuncie que va a tener ese hijo, opto por leer este dato como un gesto anti patriarcal deliberado por parte de la autora, que hace que su heroína pueda ejercer una forma de maternidad no biológica que feminiza la figura del heredero vástago, al mismo tiempo que descoloniza el útero del sujeto femenino republicano. Aunque el tema de la violencia de género está desplazado en Aves sin nido y no aparece en el hogar de los Marín sino en los nidos (o familias) circundantes, Matto pareciera estar planteando que ya en el siglo XIX el patriarcado está en crisis y que hay que encontrar formas menos homogéneas, violentas y jerárquicas de parentesco. Es por eso que el vacío generado por la desaparición del heredero biológico de los Marín se llena en la novela con esas dos hijas adoptivas de descendencia mestiza (Margarita) e indígena (Rosalía), respectivamente, en una familia engendrada desde el corazón. El hecho de que Rosalía, la única de las dos niñas que es verdaderamente indígena, vaya desapareciendo «lentamente» del nido multicultural y feminizado de los Marín hasta salir herida y ensangrentada del accidente de tren que los lleva a la modernidad de Lima, apunta a la dificultad de Matto para incorporar la diferencia indígena a un modelo de nación que privilegia la instancia mestiza. Al mismo tiempo, lo que se desprende del aborto del futuro vástago es que no se trata de poner nuevos huevos en el nido de los Marín sino de cuidar y velar por aquellos cuerpos racialmente otros y vulnerabilizados por el patriarcado de los que no se está ocupando el Estado.

Tanto en Aves sin nido como en «Guillermina: La tempestad del nido», la crítica a la dualidad normativa que organiza la sexualidad moderna cristaliza en la desaparición de ese vástago masculino racialmente blanco que tiene una presencia fantasmagórica en ambos textos. El fracaso de los embarazos de Guillermina y Lucía parece apuntar a nivel simbólico a uno de los lemas salientes de los feminismos actuales: la necesidad de “abortar” un patriarcado global, colonial y racista (Figura 3), que se constituye transhistóricamente como un sistema de violencias encadenadas. Lo que estos textos del siglo XIX exponen con particular lucidez es la forma en que el patriarcado excluye a las mujeres y los grupos racialmente otros del «palacio encantado del saber, el trabajo y la fortuna», al mismo tiempo que coloca paradójicamente a las madres en el pedestal sentimental de la domesticidad. En este sentido, la crítica al orden liberal normativo se articula con otra de las consignas feministas para despenalizar el aborto: la idea de que «la maternidad será deseada o no será» (Figura 4), porque la procreación no puede imponerse por la fuerza. En ambos casos, las heroínas de Matto se niegan a colaborar con un régimen biopolítico que las necesita como cuerpos reproductores de vida pero no las cuida; al mismo tiempo que interrumpen un linaje masculino que no concibe siquiera la posibilidad de su feminización.

Peluffo 3

Figuras 3 y 4. Grafitis alusivos a la campaña por la despenalización del aborto, Buenos Aires, agosto de 2018.

Figuras 3 y 4. Grafitis alusivos a la campaña por la despenalización del aborto,
Buenos Aires, agosto de 2018.

 

Quiero ahora referirme a otra foto de Matto de Turner, muy conocida dentro de su iconografía, en la que la autora se retrata portando una cruz al cuello en el mismo lugar en el aparece el pañuelo en la foto del Comando Plath (Figura 5). En el siglo XIX, el conflicto de Matto con la iglesia no fue, como en las campañas feministas actuales, por la negativa de la institución eclesiástica a apoyar el derecho a decidir de las mujeres, sino por la forma anticatólica con la que Matto descorría el velo sobre una serie de delitos económicos y sexuales cometidos por los curas contra sus feligresas en la región andina. Matto se oponía al celibato y proponía que los sacerdotes se casaran no solo para que pudieran ser “domesticados” por el ángel del hogar, sino, también, para acabar con el acoso sexual de las mujeres en los confesionarios y la explotación de los indios que denunciaba en sus novelas. Acusaba a la iglesia de ser una institución refractaria a la modernidad que actuaba en consonancia con una economía gamonalista y feudal, a la vez que se aprovechaba económicamente de la esclavitud de los indios y su deshumanización para acrecentar su poder en la región. En su activismo anticlerical, Matto rompe un pacto de género en el que se les asignaba a las mujeres el rol de defender la religión católica de los avances de la secularización, y que asumía que los hombres podían ser anticlericales siempre y cuando las mujeres rezaran por ellos. Es por eso que en medio de la conocida campaña inquisitorial en su contra que acabará en la excomunión, el exilio, la quema de sus obras, y el saqueo de su imprenta «La equitativa» en la que solo se empleaban mujeres, Matto se retrata con la cruz al cuello, al mismo tiempo que afirma ser la directora del periódico más católico del Perú, «cuyas páginas están llenas de retratos de Santos, Obispos, clérigos,  frailes, vistas de templos, santuarios y descripciones de milagros». En la litografía de Evaristo San Cristóbal, Matto usa la cruz tal vez en apoyo de eso que llama «cristianismo puro», pero también como escudo para defenderse de los ataques de una sociedad que se resistía a ver lo que ella les estaba mostrando. En las campañas feministas actuales, son los grupos a favor de la despenalización del aborto los que han planteado, mediante la apostasía y por voluntad propia, la necesidad de alejarse de una iglesia que en el siglo XXI sigue siendo el principal órgano biopolítico de control de los cuerpos de las mujeres. En términos necropolíticos, las mujeres que al abortar se resisten a ingresar en el terreno de la maternidad normativa (o sea, la maternidad biológica y reproductiva) son criminalizadas por la ley y corren un riesgo de muerte al que la intervención fotográfica del Comando Plath apunta en términos de «Aborto legal para no morir».

Figura 5. Evaristo San Cristobal, Retrato de Clorinda Matto de Turner 1889.

Figura 5. Evaristo San Cristobal, Retrato de Clorinda Matto de Turner 1889.

 

Clorinda Matto de Turner entró y salió del canon muchas veces. Mientras que en la década del treinta las lecturas de Aída Cometta Manzoni y Concha Meléndez fueron determinantes para darle protagonismo a una novela indigenista que había sido soslayada por su sentimentalismo, en los años noventa fueron las críticas feministas las que protagonizaron un nuevo momento de densidad teórica que les permitió repensar el lugar marginal, o no lugar, que se le había asignado a la autora en las redes indigenistas masculinas. Muchos años más tarde, en la era del movimiento #MeToo, Clorinda Matto vuelve a entrar en el mapa de la literatura latinoamericana del que estaba a punto de desaparecer, gracias a ese activismo feminista que se anticipa, como lo sugiere el  Comando Plath, a las luchas del presente. Si las ópticas zigzagueantes desde las que nos hemos aproximado a su obra han sido siempre las de raza y género, las lecturas actuales parecen inclinar la balanza hacia el segundo polo. En este nuevo giro, las preocupaciones de Matto entran en diálogo con un momento crucial de la historia del feminismo latinoamericano, en el que los debates sobre el aborto, la desigualdad sexo-genérica, la feminización de la pobreza y la lucha contra los femicidios han adquirido una nueva urgencia.

 

 

 

 

 

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«Asfalto», de Renato Pellegrini: un lugar para los homosexuales en la Argentina de los años ’50

Por: Alejandro Virué

Imágenes: Compendio evocador de Asfalto (Tirso, 2004)


Entre 1955 y 1966 existió en Buenos Aires un peculiar proyecto editorial, dirigido por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi. Ediciones Tirso se propuso publicar obras de temática homoerótica en un momento en el que la homosexualidad era un tema tabú. En este texto, Alejandro Virué analiza una de sus publicaciones: la novela Asfalto, de Renato Pellegrini, una de las pocas obras de ficción que describe pormenorizadamente las redes de sociabilidad de los homosexuales en la Buenos Aires de los años ’50. A partir de un breve recorrido por las asociaciones entre homosexualidad y extranjería, hegemónicas en el siglo XIX y gran parte del XX en la Argentina, el autor interpreta la operación editorial de Tirso y la de Asfalto en particular como un modo de resignificar positivamente lo cosmopolita, en aras de habilitar un discurso a contramano del nacionalismo homofóbico de la época.

El texto, además de iniciar la publicación de los avances de las tesis de los estudiantes de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, pretende ser un pequeño homenaje al escritor Leopoldo Brizuela. Él no solo fue el responsable de que, a principios de 2016, se incorporara a los fondos de la Biblioteca Nacional el archivo personal de Abelardo Arias, sino que también fue quien le hizo descubir al autor de esta nota la existencia de Ediciones Tirso y de Renato Pellegrini. Sin su generosidad, este trabajo no existiría.


A principios de 2016, por la gestión del escritor Leopoldo Brizuela, la Biblioteca Nacional recibió la donación del archivo personal de Abelardo Arias. En ese momento yo trabajaba en la oficina contigua al área de “Archivo y colecciones particulares” y Leopoldo solía mostrarme los materiales que iba incorporando al acervo de la institución. Fue así que me enteré de la existencia de Ediciones Tirso, un emprendimiento de los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini y el pintor Dante Savi que funcionó entre los años 1955 y 1966 y se dedicó mayoritariamente a publicar novelas de temática homoerótica. El proyecto era completamente insólito en el ámbito local: la homosexualidad seguía siendo un tema tabú y los libros eran susceptibles de censura por motivos morales y políticos. La primera publicación de Tirso, Las amistades particulares, del francés Roger Peyrefitte, fue prohibida por la intendencia de Buenos Aires durante seis meses. Un derrotero similar sufrieron varios de sus títulos. Quizás el caso más emblemático fue el de Asfalto, de Renato Pellegrini, publicada en 1964. Además de ser censurada y confiscada, el autor fue sometido a un extenso proceso judicial que culminó con una condena a prisión en suspenso. La editorial retomó su actividad en el año 1994 por impulso del propio Pellegrini, que se había apartado por completo del mundo literario después del affaire Asfalto. Unos años antes la novela había sido objeto de algunos estudios críticos por parte de Osvaldo Sabino, Herbert J. Brant y José Maristany. Este reconocimiento tardío fue, sin dudas, crucial en la resurrección del proyecto editorial que, sin embargo, volvió con un perfil diferente y abandonó la traducción de novelas extranjeras para concentrarse en la producción homoerótica local (Peralta: 191).

Entre los documentos del archivo personal de Arias había un dossier que compilaba las notas de prensa, la recepción crítica y el itinerario judicial de Asfalto. Leí esos documentos de un tirón, azorado por la biografía de Pellegrini, las características de sus novelas, el proyecto editorial Tirso, los entretelones de la publicación de Asfalto, su trágico y rimbombante destino judicial, la anulación completa de su estatus de objeto literario a partir de la confiscación de sus ejemplares y del silencio de los críticos, el abandono de la literatura por parte de Pellegrini.

La constitución de ese dossier era, en sí misma, sintomática: aunque la serie de textos testimoniales y críticos era antecedida por la tapa original de la novela seguida del epígrafe y el prólogo, la obra brillaba por su ausencia. Aunque fue el contenido de esa ficción el que desencadenó esa serie de hechos, estos últimos adquirieron vida propia y volvieron anecdótica a la obra.

 

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

Nota de la revista Gente sobre Asfalto, de Renato Pellegrini, y sus repercusiones

 

Sin obviar el contexto de aparición de la novela y su trayectoria extra-literaria, en este texto procuraré hacer una lectura atenta de Asfalto, concentrándome en los diferentes discursos sobre la homosexualidad que sostienen sus personajes y las redes de sociabilidad homosexuales en la ciudad de Buenos Aires que presenta la novela. Para esto, en primer lugar realizaré un breve recorrido por el modo en que se concibió la homosexualidad en la Argentina desde fines del siglo XIX, haciendo foco en la manera singular que encontraron las élites políticas e intelectuales de excluir a los homosexuales como sujetos legítimos de la nación a partir de su asociación con lo extranjero. Luego, analizaré la forma en que el proyecto editorial de Tirso dialoga con esta tradición, intentando resignificar positivamente la equivalencia entre homosexualidad y extranjería a partir de la traducción de novelas de temática homoerótica de autores europeos que ya contaban con prestigio en la Argentina, con el fin de crear un espacio para la publicación de ficciones locales en la misma línea. Por último, intentaré mostrar el carácter peculiar con el que Pellegrini representa esta oposición a partir de los dos discursos sobre la homosexualidad que entran en disputa en Asfalto, uno limitado por las restricciones del Estado nacional y otro que pretende ir más allá de ellas, identificado con lo extranjero.

 

Homosexuales internacionales       

El 27 de septiembre de 1947 el periódico porteño Parlamento publicó una nota titulada “Degenerado: cuatro criminales, un culpable”. El artículo refiere al asesinato del belga Leopoldo Buffin de Chasal a manos de cuatro jóvenes, uno de los cuales había trabajado como empleado doméstico de la víctima. El hecho generó cierta conmoción pública pero, como anticipa su título, el artículo de Parlamento lo utilizó para dar cuenta de un delito que juzgaba mayor:

El crimen cotidiano, sordo, sin muertos, escondido y silenciado, el crimen moral y físico que los homosexuales cometen todos los días, el crimen visible en las calles, confiterías, cines y paseos, ese crimen, innumerable y diario, ese es el que principalmente importa, el que más interesa o el que debiera interesar.

Frente a la persistencia silenciosa del delito de la homosexualidad, el asesinato de Buffin resulta anecdótico o, peor, es reivindicado como un acto de justicia. Finalmente, los otros son criminales pero él es el culpable. La nota advierte sobre la proliferación de esta actividad inmoral en el centro de la ciudad de Buenos Aires en el que “pululan homosexuales internacionales”. Y reclama la pertinencia de algún “sesudo editorial” que denuncie esta peculiar inflexión de los inmigrantes.

La asociación entre homosexualidad y extranjería es una idea que tiene su tradición en la cultura argentina. Los trabajos de Bao y Salessi la juzgan un lugar común de los textos científicos y jurídicos de fines del siglo XIX y principios del XX. En su tesis doctoral, Jorge Luis Peralta, retomando a Salessi, afirma que “mientras las definiciones en torno de la ‘homosexualidad’ eran confusas e inestables, no se tenían dudas acerca de su origen: se trataba de una enfermedad proveniente del extranjero, más concretamente de Italia y Alemania” (Peralta, 2013: 28). El estudio de las “desviaciones sexuales” fue de la mano del proceso de organización y consolidación del Estado argentino. Los homosexuales y travestis formaban parte de “aquellos grupos que desafiaban el modelo de nación propuesto por la clase dirigente” (Peralta: 27). La redistribución de esos grupos que ejerció el peronismo no incluyó a los homosexuales, que siguieron siendo lo otro de la nación. Omar Acha y Pablo Ben ubican en esas coordenadas la referencia del semanario Parlamento sobre los “homosexuales internacionales”, que “debe ser observada como parte de un proceso que opone a nosotros y los otros. En el primer grupo se encuentran el ‘pueblo’ y el Estado nacional, mientras los homosexuales son concebidos como externos a la sociedad y asociados con lo ‘internacional’ en un sentido nacionalista, en una dicotomía similar a la oposición Braden/Perón” (23). Gabriel Giorgi lee en el mismo sentido algunas ficciones de la década de 1960 que tematizan la homosexualidad. Luego de analizar el cuento La invasión, de Ricardo Piglia, bajo la lógica de lo monstruoso (los homosexuales con los que Renzi comparte la celda cuando cae en prisión le generan una ansiedad que Giorgi califica de “catástrofe perceptiva”, la invasión de un “espectáculo impensable e inesperado” que solo puede ver mientras no logra codificar y que una vez que entiende se niega a seguir mirando) mostrará la especificación nacionalista de esa tipificación en Los premios, de Julio Cortázar, donde el marinero Bob seduce y abusa de Felipe, un adolescente argentino. La novela no solo abunda en descripciones deshumanizantes de Bob sino que enfatiza su condición de extranjero, estableciendo la homosexualidad como límite entre el interior y el exterior de la comunidad nacional (Giorgi, 2000: 248-249).

Aunque la nota de Parlamento y la novela de Cortázar se mueven en un terreno supuestamente descriptivo (el centro de Buenos Aires se representa como asediado por “homosexuales internacionales”, el marinero es extranjero) es inevitable colegir su dimensión normativa: un argentino auténtico no puede ni debe ser homosexual; de hacerlo será considerado un desertor,  cooptado por las perniciosas influencias extranjeras.

Curiosamente, el proyecto de Ediciones Tirso, fundado por los escritores Abelardo Arias y Renato Pellegrini en el año 1956, pareciera coincidir con este diagnóstico. La traducción y publicación de ficciones europeas y norteamericanas de contenido explícitamente homoerótico es concebida por sus artífices como la apertura de un campo inexistente en el ámbito local. El objetivo de Arias y Pellegrini, sin embargo, es exactamente el opuesto al del semanario Parlamento: la publicación de esas obras, lejos de pretender acentuar el límite entre la nación-heterosexual y lo extranjero-homosexual, procura habilitar un terreno local (una “tradición” y un público) para sus propias novelas sobre el tema, que no tardarán en aparecer.

Como adelanté, Tirso inicia su actividad en 1956 con la publicación de Las amistades particulares, de Roger Peyrefittte, un autor muy leído en aquel momento tanto en Europa como en Argentina (Peralta: 194). Aunque la editorial Sudamericana ya había publicado otros libros del escritor y poseía los derechos de todas sus obras, el contenido polémico de Las amistades particulares los disuadió de sumarla a su catálogo y permitió que Arias y Pellegrini la tradujeran y publicaran como lanzamiento de su sello editorial. Aunque la “amistad particular” a la que alude el título refiere a un vínculo afectivo entre dos adolescentes en un internado católico que no alcanza su consumación sexual, el libro fue prohibido de inmediato por la intendencia de la ciudad de Buenos Aires y se distribuyó recién seis meses después, luego de idas y vueltas judiciales, con un gran éxito de ventas[1]. Además de esta novela, Tirso publicó Los amores singulares (1961), también de Peyrefitte, La ciudad cuyo príncipe es un niño (1958), de Henry de  Montherlant, El otro sueño (1958), de Julien Green, Los fanáticos (1959), de Carlo Coccioli y El regreso del hijo pródigo (1962), de André Gide, entre otras.

Los títulos del catálogo de Tirso confirman y al mismo tiempo desafían la invasión de Buenos Aires por “homosexuales internacionales” que denunciaba el semanario Parlamento una década antes. Estos no solo ocupan, ahora, las calles del centro de la ciudad sino también sus librerías. El escritor Héctor Murena da cuenta de esta novedad en el artículo “La erótica del espejo”, publicado en el nº 256 (enero/febrero de 1959) de la revista Sur. Allí describe a Tirso como una “editorial especializada en sodomía” e inscribe su aparición en el incipiente proceso de “homosexualización de la sociedad” que, desde su perspectiva, afecta a toda la cultura occidental. En el caso específico de la Argentina, este proceso permanece aún en un nivel inconsciente: “… mientras que en el plano mental se continúa rechazando la homosexualidad, en el profundo nivel instintivo se la acepta, se la celebra incluso”. Más allá de la benevolencia con la que pretende referirse a los homosexuales, a los que exculpa por encarnar una más de las patologías de una sociedad que diagnostica “sexualmente enferma”, el texto es abiertamente homofóbico: la “sanación” social implicaría, necesariamente, la desaparición de la homosexualidad, una forma de autoidolización tan perversa como el narcisismo, el tribalismo, la locura y el nacionalismo (Murena: 19). Lo más interesante a los fines de este trabajo es su hipótesis respecto del surgimiento de una editorial como Tirso, que se valdría de una generalizada salida del closet por parte de los lectores, que pasaron de leer a escondidas los libros de Oscar Wilde a pasear por las calles “llevando bajo el brazo las novelas de un Peyrefitte”. Más sorprendente aún es su afirmación de que las “multitudes” que leen literatura homoerótica son “en su mayoría heterosexuales” (Murena: 20).

Aunque la filosofía de la historia de Murena suene arbitraria y delirante, sirve para pensar la dinámica de la primera publicación de Tirso. El Estado, ese complejo aparato que Hegel interpretaba como una de las concreciones más perfectas del espíritu, la prohibió de inmediato. Pero una vez levantada la prohibición el libro se convirtió en un éxito editorial.

El rechazo mental de la homosexualidad que Murena le atribuye a los argentinos se confirma en el cuidadoso paratexto que acompaña las publicaciones de Tirso. En la introducción a Las amistades particulares, se lee:

Ediciones Tirso ha dudado mucho sobre la conveniencia de publicar este libro. Opiniones de escritores, maestros y psicólogos nos han decidido a ello (…) Peyrefitte nos presenta este problema de la EDAD AFECTIVAMENTE INDIFERENCIADA que debe y puede interesar a padres y educadores, a todos aquellos que creen que el conocimiento de la persona humana, por medio del planteo de sus problemas, es la manera más noble de cooperar en su progreso, de alejarse de intolerancias y fanatismos, por sobre todas las cosas: de comprender. Sólo nos resta indicar (pues Ediciones Tirso prefiere rechazar a sorprender a un lector) que no es un libro para todos” (citado en Peralta: 196. Los subrayados corresponden al original).

El texto tiene varios elementos significativos. En primer lugar, hay que desconfiar de su dimensión asertiva. Recordemos que Arias y Pellegrini eligieron el libro de Peyrefittte como la carta de presentación de Tirso en sociedad. Sería extraño que los agentes de un proyecto de estas características no eligieran con sumo cuidado su obra inaugural y le atribuyeran la decisión, en última instancia, a las opiniones de otros actores del campo (escritores) y especialistas en áreas externas a la literatura (educadores y psicólogos). Más verosímil es pensar que ese señalamiento reviste un carácter estratégico, derivado del reconocimiento de que la novela resultaría polémica tanto para los censores estatales como para buena parte del público. La manifestación de las dudas respecto de la publicación del libro es una performance defensiva en la que los editores establecen una relación de complicidad con aquellos que podrían condenar la novela para luego ofrecerles una solución a través de las voces autorizadas en los terrenos en disputa, tanto el literario como el moral. En relación a este último, es interesante que se defienda la ficción por su naturaleza edificante y se recomiende, casi se exija –debe y puede– la lectura  a padres y educadores. Tanto Acha y Ben como Sebreli explican el incremento de la persecución de los homosexuales en los últimos años del primer peronismo a partir del nuevo modelo de familia nuclear que se había vuelto hegemónico en la Argentina desde principios de los ’50 y era fuertemente promovido por el Estado. En este sentido, un libro que representara los pormenores de esa “edad afectivamente indiferenciada” o bisexual que Peyrefitte sitúa en la adolescencia podría incitar a los padres a ejercitar una tolerancia mayor en la crianza de sus hijos o, incluso, a advertir los “peligros” que conllevan para el desarrollo sexual de los jóvenes las instituciones con presencia exclusiva de uno de los sexos, como el internado católico en el que transcurre la novela.

El comienzo defensivo y aleccionador de la presentación del texto deriva, sin embargo, en la valoración del “problema” como un componente más de la complejidad del ser humano que contribuye a su comprensión y, finalmente, a su progreso.

La advertencia final es reveladora y, al mismo tiempo, desconcertante. Al afirmar que el libro de Peyrefitte no es para todos pareciera evocarse la figura del entendido, una operación típica de la tradición homofílica en la que críticos como Brant, Maristany y Peralta incluyen las publicaciones de Tirso. Los entendidos serían aquellos que comparten una serie de rituales codificados que confirman una sensibilidad común. En sus diarios de viajes por Europa en los años ‘50, también publicados en Tirso, Abelardo Arias narra una anécdota con Peyrefitte que ilustra ejemplarmente esta condición. Al elogiar de manera vehemente la estatua de un Hermes de mármol de la época helenística, el escritor francés le pregunta si puede considerarlo uno de los suyos y Arias se lo confirma diciendo: “¡Imagínese, mi primer amor en literatura fueron los clásicos griegos!” (Peralta, 2013: 265). La lógica de los entendidos supone, entonces, la revelación de preferencias eróticas a partir de ciertos referentes culturales.

Pero si la advertencia, en efecto, fuera una moción de exclusividad, ¿cómo se concilia con la primera parte del texto? La introducción empieza evocando un grupo específico de lectores a los que se atribuye una vinculación directa con el tema de la novela (padres y educadores) para luego reivindicar su condición universal por tratarse de un problema del “ser humano”. A mi juicio, la aclaración final es más una reserva de excepción que una invitación a un grupo selecto de lectores, como si se le dijera al lector: si las dos primeras razones no te convencieron, entonces no sigas, salvo que seas uno de nosotros.

 

Asfalto: un lugar para los homosexuales en la literatura argentina

La necesidad de una estrategia para habilitar un espacio de lectura de las publicaciones de Tirso se encuentra en la mayoría de sus libros pero se vuelve aún más patente en las novelas de autores locales. En el caso específico de Asfalto, el prólogo, escrito por Manuel Mujica Láinez aunque publicado sin su firma en la primera edición, replica algunos de los temas del de Las amistades particulares. En primer lugar se refiere a la novela inicial del escritor, Siranger, publicada en 1957, con la que se establece una relación de continuidad: “La ardua temática, de delicadas raíces psicológicas que inspiró su libro inicial y que lo ha hecho acreedor a un éxito notable, vuelve a aflorar aquí, siete años después, robustecida y afirmada por una madurez que nutren la experiencia y el dominio técnico”. Aunque aquí no se dude de la conveniencia de publicar el libro, como lo hacía la introducción al de Peyrefitte, la calificación del tema como “arduo” intenta, otra vez, establecer una complicidad con aquellos que podrían objetar su tratamiento en una obra literaria. El prólogo acentúa esa línea cuando se refiere a los “riesgos” que implica escribir sobre esta temática, riesgos que Pellegrini parece haber sorteado con éxito en su primera novela, lo que lo vuelve acreedor “de una aguda capacidad intelectual muy poco frecuente”.  Sin embargo, el texto de Mujica Láinez, como el prólogo al libro de Peyrefitte, vuelve a evocar la figura del entendido al afirmar que Asfalto “no es, por cierto, una obra destinada al grueso público”.

 

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

Prólogo manuscrito de Manuel Mujica Láinez a la novela Asfalto.

 

Otro elemento significativo del paratexto de Asfalto es el epígrafe de Albert Thibaudet: “El novelista auténtico crea sus personajes con las direcciones infinitas de su vida posible; el novelista facticio con la línea única de su vida real. El genio de la novela hace vivir lo posible, no revivir lo real”. Por un lado, parece insistirse con el gesto defensivo: lo que se leerá en adelante, por más verosímil que resulte, no es autobiográfico. No debe buscarse un correlato entre el autor de la novela y sus personajes, más allá de que estos encarnen “las direcciones infinitas de su vida posible”. El epígrafe, además de su contenido asertivo, tiene una dimensión performativa: si la novela fuera meramente un conjunto de recuerdos personales del autor carecería de genio. Al elegirla como antesala de su novela, Pellegrini pareciera querer evitar una lectura autobiográfica; si se la hiciera, habría que creer que el propio autor presenta a su obra como carente de genio, algo en principio absurdo.

El discurso que escribe Abelardo Arias para presentar la novela vuelve sobre la relación entre homosexualidad y extranjería aunque invirtiendo la carga valorativa: la aceptación de la homosexualidad en los países centrales, lejos de generar suspicacias, supone un argumento contundente para legitimar el tema como material del arte y a la novela como objeto artístico.

¿Qué ha hecho Renato Pellegrini en su novela Asfalto? Simplemente tocar con coraje un problema social que la literatura del siglo XX ha planteado después de un largo silencio de siglos. Lo tremendo es que, entre nosotros y a esta altura del siglo, se necesita decir que un novelista tiene coraje para hacer lo que André Gide realizó en su Corydon hace más de 50 años. Lo tremendo es que todavía necesitamos explicar por qué un escritor desarrolla un tema candente.

El texto de Arias pone de manifiesto una y otra vez la paradoja que supone su existencia: por un lado, se empeña en justificar la pertinencia de la novela; por el otro, ridiculiza la necesidad de esa justificación, atribuyéndola a la hipocresía de los lectores argentinos, a los que les valdría la máxima de Henry de Montherlant: “A la gente le gusta hacer cosas sucias, pero que le hablen de cosas muy morales”.

Abelardo Arias recurre a la autoridad de las letras europeas con el objeto de transferirle prestigio a la novela que presenta y a su autor de tres maneras: (a) el profesionalismo de Renato Pellegrini, que posee “una seriedad de escritor europeo”; (b) la actualidad del tema de la novela; (c) el “patrocinio” de escritores de la talla de André Gide, Roger Peyrefitte, Jean Paul Sartre y Jean Genet. Cada uno de esos puntos tiene, como correlato, una crítica a la literatura argentina, ya sea por el carácter improvisado de sus autores, por la falta de actualidad  de sus temas o por la hipocresía con la que son juzgados.

En primer lugar, Arias destaca que Pellegrini se haya tomado siete años para publicar su segunda novela, algo que “no es común entre nosotros, que a menudo publicamos ‘borradores’ de obra”. Para fortalecer este punto, cuenta que en ese periodo Pellegrini escribió otra novela pero no estuvo conforme con su resultado y decidió resignar su publicación. Para Arias, que no oculta su concepción romántica de la escritura, esta capacidad de despojo es un signo de honestidad intelectual y profesionalismo que lo emparenta con sus pares europeos.

Inmediatamente después contrasta el tono defensivo de su discurso con el del que escribió Jean Paul Sartre para presentar la obra de Jean Genet, que se convirtió en un volumen independiente de más de 600 páginas en el que no hay un solo indicio de que se necesitara “dar una explicación de por qué lo hacía”. Para Arias, el “tremendo realismo poético con que Jean Genet se refiere a la unisexualidad” sigue resultando escandaloso en la Argentina y sus libros, como consecuencia, “intraducibles”. Este anacronismo local le da pie para referirse a la concepción de la literatura de uno de los autores publicados por Tirso, Roger Peyrefittte. Para el francés, el hecho de que existan “temas prohibidos” es un plus para la producción literaria, cuya función es oponer a la moralidad vigente un código ético alternativo; en términos de Pascal, a quien cita, “una moral que se burle de la moral”.

Este tono provocador, sin embargo, es matizado en el final del texto. Allí Arias incita a los lectores que puedan sentirse escandalizados con Asfalto a que continúen con la lectura, considerando “que tienen cerca de ustedes a estos grandes escritores que les he mencionado”. Apelando a una admiración por los escritores franceses que da por sentada en los posibles lectores de Asfalto, Arias pretende atemperar el rechazo que la obra pudiera provocarles.

Yendo, ahora sí, a la novela propiamente dicha, en las páginas que siguen intentaré mostrar la forma peculiar en que se representa el estado de cosas antes descripto. Mi hipótesis es que Asfalto es una novela de iniciación en un doble sentido: al descubrimiento y la experimentación de la sexualidad de Eduardo Ales, el personaje principal, lo acompaña el intento de Pellegrini de iniciar a los lectores argentinos en el universo de la homosexualidad, en un movimiento progresivo que va desde una valoración inicial negativa a su aceptación como un modo de vida posible. Este recorrido tiene como correlato, a su vez, un movimiento geográfico desde el interior de la Argentina hasta Buenos Aires y desde allí al mundo, desde un provincianismo conservador hacia un cosmopolitismo liberador.

 

De Córdoba a Europa vía Buenos Aires. El (no) lugar de la homosexualidad en la nación argentina

 Asfalto narra la historia de Eduardo Ales, un joven cordobés que, al quedar libre en el colegio secundario donde cursaba su último año, decide abandonar a su familia y mudarse a Buenos Aires. Tal como lo indica el título, una de las grandes protagonistas de la novela es la ciudad. Allí Eduardo entrará en contacto con un submundo del que apenas tenía noticias hasta entonces y, mientras intenta adaptarse a ella –encontrar un lugar para vivir, conseguir un trabajo–, conocerá a una serie de personajes que pondrán en jaque muchas de sus creencias, principalmente las referidas al amor y la sexualidad.

En “Espacios homoeróticos en la literatura argentina (1914-1964)”,  su magistral tesis doctoral, Jorge Luis Peralta realiza un análisis pormenorizado de la iniciación homosexual de Eduardo Ales en relación al espacio en el que se mueve. Divide el proceso en tres etapas de aprendizaje: erótico, social y emocional. Mientras que el primero tiene su episodio inicial en el pueblo cordobés en el que vivió los primeros años de su vida, los otros dos son puramente urbanos y requieren de la metrópolis para tener lugar. Según Peralta, la ciudad adquiere “un estatus similar al de un personaje. En vez de ser un escenario ‘paciente’, donde ocurren acontecimientos, se manifiesta como un escenario ‘agente’, que los desencadena y determina” (337). Así es que el primer encuentro homosexual de Eduardo Ales, que se da en un parque del pueblo de Córdoba donde vive, el auto reproche que le sigue y la falta de información disponible para reflexionar sobre lo sucedido son determinantes en el impulso que lo lleva a comprar un pasaje y marcharse a Buenos Aires sin dinero ni contactos. Ya en la ciudad, cada uno de los encuentros implicará, de una manera relativamente lineal, una ganancia en satisfacción en el contacto erótico homosexual, una mayor disponibilidad teórica para incorporarlo al curso de su vida y una comunidad que, con sus matices, funcionará como espacio de contención y reconocimiento. Peralta sostiene, sin embargo, que ese progreso queda trunco en lo que respecta al aprendizaje emocional: aunque la figura de Marcelo, un personaje que aparece en el último tercio de la novela, supone un punto de inflexión –la “homosexualización” previa le permite a Eduardo Ales aceptar la atracción a primera vista que siente por Marcelo; esto da lugar a un contacto de mayor intimidad, a un intercambio más allá del sexo– la aparición de Julia, único objeto de atracción heterosexual del protagonista, y el episodio del capítulo final con el lustrabotas, personaje que representa un tipo de homosexualidad parcialmente condenado en la novela, que muere a manos de Ales, confluyen en la imposibilidad de una asunción completamente exitosa de su homosexualidad. No hay final feliz en Asfalto y la historia de amor con Marcelo no se concreta.

Como dije antes, el desembarco de Eduardo Ales en Buenos Aires no carece de dificultades. Sus primeros días transcurren entre pensiones y hoteles de mala muerte, cuyo financiamiento depende, en gran parte, de sus intercambios sexuales. Las descripciones de Ales son elocuentes. Apenas llegado a la ciudad, el joven se encuentra con un panorama desalentador, en el que priman la indiferencia de muchos y la cacería sexual de otros tantos:

Asfalto. Automóviles veloces. Cordón de la vereda. Entrada del subte, a la derecha, succionante. Hombres apostados. Me miran con ojos redondos de animales dañinos. Un gordo barrigón me hace guiños. Lo miro, colérico. El sonríe, tiernamente. ¿Me conoce, acaso? A su lado, otro hombrecito, me sonríe (Pellegrini, 1964: 40).

Aunque sus primeros encuentros están exentos de placer, la búsqueda de Ales no está atada exclusivamente al beneficio económico resultante. Hay una atracción manifiesta por los hombres con los que se cruza, una respuesta activa a sus miradas, una selección (algunos les provocan rechazo inmediato, con otros se toma una copa o se acuesta). Estos impulsos físicos, sin embargo, no terminan de canalizarse de manera exitosa en las relaciones sexuales propiamente dichas ni pueden ser conceptualizados sin rechazo o culpa. El modelo de subjetividad sexual que Ales tiene en mente sigue siendo el del pueblo, explicitado luego de su encuentro sexual en el parque, todavía en Córdoba. Allí, luego de intercambiar masturbaciones con un señor mayor, dice: “No me explico mi proceder. Debí sacarlo a patadas. ¿Me tomó por puto?” (15). Inmediatamente después reflexiona sobre la homosexualidad a partir del recuerdo de sus juegos eróticos con el ruso Méikele, un compañero del colegio. La disyuntiva que se le presenta es si la homosexualidad es una manifestación propia de la adolescencia y su desequilibrio hormonal o si se lleva en la sangre. En ambos casos se trata de una cuestión biológica, propia del paradigma médico que catalogaba a la homosexualidad como una patología. Esta valoración negativa se refuerza con Aldo, la segunda persona con la que Ales intima en Buenos Aires. Luego de un primer encuentro fallido, Aldo lo cita en un café del centro con el objetivo de presentarle a su amigo Enrique, cuyos presuntos contactos en el Ministerio de Relaciones Exteriores podrían ayudarlo a conseguir trabajo. El encuentro termina en un intento de violación en la casa de Enrique, luego de que Eduardo rechazara los avances sexuales de los hombres. Ales vacila entre resistirse y resignarse. Intenta gritar pero lo callan. Cuando cree que la violación es inevitable empieza a imaginar escenas completamente ajenas a la situación para evadirse pero, para su sorpresa, Aldo y Enrique deciden darle una tregua y recurrir nuevamente a la vía del consentimiento. Eduardo aprovecha ese momento para escaparse. Esta experiencia traumática, que podría haber llevado al personaje a desistir de su experimentación homosexual, no logra calmar sus inquietudes. Después de caminar toda la noche y el día siguiente por las calles del centro, solo deteniéndose a desayunar (“Caminar despeja el sueño. La noche anterior, derretida, no existía”: 76), Eduardo Ales recorre “la calle de los cines”, epicentro del yire gay en la novela. En el hall de uno de ellos se cruza con Carlos Nova, que nota su desconcierto y le pregunta si está asustado. Inmediatamente después le hace una señal, invitándolo a seguirlo. Esto suscita la primera asunción explícita de su deseo: “Lo seguí dócilmente. Comprendía confusamente que una especie de remolino me llevaba hacia el final y de que nada valdría luchar contra su fuerza” (77). Aunque otra vez el contacto sexual se interrumpe –Eduardo se queda dormido– la descripción de la secuencia es notablemente diferente. Pellegrini subraya los abrazos, las caricias, el franeleo entre los cuerpos desnudos.

Esta modificación en el desenvolvimiento corporal de Eduardo es la antesala de uno de los encuentros trascendentales en el desarrollo del personaje, el de Ricardo Cabral, que se convertirá en una suerte de tutor, no solo por llevarlo a vivir a su casa sino, principalmente, por la educación sentimental que le otorga y los nuevos lazos sociales que le facilita. El encuentro inicial se da en la puerta de una joyería, donde Eduardo asiste a esperar a Carlos Nova, que nunca llega. Cabral lo rescata de una posible detención policial, obligándolo a subir a un taxi con él luego de advertirle: “No tengas miedo, quiero ayudarte” (83). La introducción al submundo gay por parte de Ricardo comienza enseguida, en un bar que será fundamental para el desenlace de la novela. Allí le explica que la esquina de la joyería estaba rodeada de pesquisas, policías vestidos de civil que persiguen específicamente a infractores del orden moral, como era el caso de los homosexuales en la época. Cabral lo advierte, también, de las “amistades peligrosas” a las que se expone en sus yiros nocturnos por las calles del centro. Establece una diferenciación entre dos tipos de homosexualidad: los homosexuales propiamente dichos, personas de apariencia masculina que se sienten atraídos por otros de su mismo sexo, y su versión “degenerada”, los invertidos, maricas o putos, a los que califica de depravados por estar permanentemente en busca de relaciones sexuales y por sus gestos afeminados. “Por culpa de ellos”, agrega, “el vulgo no establece distingos. Llama putos a todos y se acabó” (85). Ricardo se identifica a sí mismo como parte de los primeros. Eduardo se interesa en la lección y le pregunta si existe, también, la homosexualidad femenina, a lo que Cabral contesta afirmativamente, detallando algunas de sus prácticas, corrigiendo la supuesta superioridad masculina que insinúa Eduardo y relativizando la identificación entre sexo y penetración.

El carácter edificante de la charla es explicitado de inmediato por el narrador: “Sonreímos. A su lado, por primera vez en la ciudad, no me sentía solo. Además, su conversación creaba mundos extraños, habitados de pederastas, sodomitas, pesquisas, mujeres árabes” (86). Finalmente, Cabral le propone un pacto y lo invita a vivir en su casa: “Te hablo con entera franqueza, desprovisto de cualquier sentimiento impuro. Se que nos necesitamos mutuamente. Llenarás mi soledad e impediré que la ciudad te corrompa” (87).

El rol de Ricardo es fundamental en la iniciación homosexual de Eduardo. Él lo introducirá a un tipo de socialización que los encuentros callejeros fortuitos parecían incapaces de otorgarle y le transmitirá una serie de conocimientos forjados en su propia experiencia de homosexual del interior radicado en Buenos Aires. Pero, como vimos, su taxonomía de homosexuales arrastra algunos de los prejuicios patologizantes con los que se concebían las sexualidades diversas en la época, que lo llevan a plantear un modo correcto y otros desviados de ejercerlas. Mientras Cabral le cuenta a Eduardo su historia personal –su vida en el interior como diputado provincial, su juicio y posterior encarcelamiento por un caso de pedofilia, su mudanza a Buenos Aires una vez que salió de la cárcel–, entra al bar un lustrabotas que le termina sirviendo de ejemplo de los casos de homosexualidad perversa que antes describió. El hombre es un habitué del bar y se lo conoce por ofrecer dinero en el baño a cambio de practicarle sexo oral a sus usuarios[2]. La descripción de Cabral es contundente: “Practica la felacio, otro anormal. Habría que meterlo preso para normalizarlo” (89). Y aunque inmediatamente después lo relativiza desde una visión perspectivista (“quizá, el convertirlo en un ser normal resultara para él, finalmente, una perversión”), no alcanza a poner en tela de juicio la idea misma de normalidad/anormalidad. Puede que el lustrabotas considere que practicar la “felacio” fuera una práctica normal para él pero eso no clausura su objetiva anormalidad.

Hasta el momento, entonces, el discurso que Pellegrini invoca a través de Ricardo Cabral postula una homosexualidad válida, que se limita a la atracción entre hombres sin manifestaciones gestuales asociadas a la feminidad ni prácticas sexuales consideradas abyectas, como la felacio, en un espacio que, si bien no es completamente público, como es el caso de los baños, se expone permanentemente al riesgo de ser descubierto. Cuando eso sucede, estamos ante maricas, putos o invertidos, tres maneras de nombrar una homosexualidad degenerada. El rasgo diferencial entre unos y otros es la visibilidad: las manifestaciones del cuerpo que puedan alertar a los otros (no homosexuales) de la preferencia sexual alternativa.

En “Mirar al monstruo: homosexualidad y nación en los setenta argentinos”, Gabriel Giorgi sostiene que la nación, además de una lengua, una raza y un conjunto de tradiciones compartidas tiene una manifestación eminentemente corporal. En el caso de los homosexuales, agrega, lo que los sitúa en una posición de extranjería no es tanto su identidad sino la amenaza de su manifestación corporal:

La nación es el escenario y el efecto de una performance cuyos enemigos son esos cuerpos marcados por la semiótica extraña, y fatalmente extranjera, del homoerotismo. (Los premios es ejemplar en este sentido: dos homosexualidades absolutamente diferentes para lo nacional y lo extranjero. El homosexual argentino dice que es homosexual, pero jamás ‘actúa’ su sexualidad; el extranjero es una ‘pura’ performance, un cuerpo monstruoso, y precisamente por ello se constituye en amenaza. (Giorgi, 2000: 250)

Lo que Giorgi lee en la novela de Cortázar se anticipa elocuentemente en el discurso de Ricardo Cabral. No deja de ser curioso que, a pesar de ello, sea él quien le presente a Ales un personaje que recoge toda la semiología de los maricas. Se trata de  Barrymore, el librero que le dará trabajo y que expandirá la todavía incipiente sociabilidad homosexual que Eduardo ha ido conquistando a lo largo de la novela. Barrymore es presentando como un “hombre con cara de fauno travieso” en el que se observan “modales de refinamiento naturalmente femeninos. A ellos agregábanse tics y gestos que, aunque creen disimular, revelan, siempre, su naturaleza íntima” (Pellegrini: 130). La asociación explícita entre esta performance y su condición extranjera se manifiesta en el argot de Barrymore, en el que se cuelan palabras del inglés a las que, para resaltar su disonancia, Pellegrini transcribe según la fonética del español (“andaba verigud” [136]). Y se radicaliza en una de las escenas más memorables de la novela: la fiesta en lo de un amigo poeta de Barrymore que vive en las afueras[3] de la ciudad, que termina con un show de transformismo por parte de uno de los presentes (la profesora), que recita en francés un poema de Raembó (sic). Que Ricardo Cabral, el mediador entre Eduardo Ales y Barrymore, no asista al evento, confirma, por un lado, su rechazo a ese tipo de homosexualidad y habilita la hipótesis de que el discurso que encarna en la novela es el de los límites entre lo nacional (normal) y lo extranjero (desviado) al que alude Giorgi a propósito de Los premios.

Marcelo, la otra figura central de la novela en lo que respecta a la iniciación sentimental de Eduardo Ales, será el portavoz de un discurso, a mi juicio, superador al de Cabral. Su figura aporta más elementos a favor de la idea de que en los personajes de Ricardo y Marcelo se disputan dos discursos sobre la homosexualidad que tienen como trasfondo las ideas de nación y extranjería.

La aparición de Marcelo da comienzo, según la esquematización de Peralta, a la etapa de aprendizaje emocional del proceso de iniciación homosexual de Eduardo Ales. Recordemos que, a su juicio, es este aprendizaje el que no termina de ser incorporado por el personaje, lo que pone en duda el carácter exitoso del mismo. Tengamos en mente, también, que si bien a esta altura de la trama Eduardo ya ha tenido experiencias sexuales placenteras (aprendizaje erótico) y ha entablado una serie de vínculos trascendentales (Ricardo, su amigo y conviviente; Barrymore, su jefe) para su adaptación a la ciudad (aprendizaje social), no ha habido todavía un encuentro que combine ambos aspectos. El personaje de Marcelo, que aparece en el último tercio de la novela, parecería venir a cumplir esa función. Pellegrini se encarga de generar esta expectativa desde su introducción. Al finalizar el primer día de trabajo, ya de noche, mientras caminaba de regreso a su casa, Eduardo se sume en una de sus habituales reflexiones existenciales:

¿Había continuidad en mí?, ¿era yo, siempre yo, quien cruzaba la línea recta, acerada, del tiempo, de un tiempo que crecía, destruyéndome? ¿Vivía todos los instantes o alguien, un extraño, ocupaba espacios de mi tiempo, produciéndome lagunas? (Pellegrini: 137-138).

Es en medio de ese cuestionamiento sobre la identidad personal que se encuentra con Marcelo, quien le provoca una atracción inmediata e inexplicable:

Nuestros pies se apoyaron, en el cordón de la vereda, quizá en el mismo segundo. Él. Yo. Su cara morena de sol. Su traje oscuro. Nuestras miradas relampaguearon, al cruzarse. Especie de fluido inalámbrico, transmisible por ojos y piel, me hizo vibrar (138).

Lo que sigue es una suerte de éxtasis: Ales describe una “atmósfera compacta” sin tiempo que los tiene a los jóvenes como protagonistas y a la ciudad, “petrificada”, de fondo. Sin mediaciones, la escena se traslada al hall de un cine en el que transmiten la comedia romántica de Frank Capra Lo que sucedió aquella noche. Ales mira con atención el cartel con las caras de Clark Gable y Claudette Colbert, da media vuelta y describe pormenorizadamente cada uno de los elementos del entorno. Recién entonces intercambian las primeras palabras. El diálogo es breve: Marcelo lo invita a pasear pero Eduardo ya está a una cuadra de su casa y al día siguiente, además de trabajar, tendrá la fiesta a la que lo invitó Barrymore en la quinta de su amigo poeta. Pero arreglan para reencontrarse el lunes a la noche en el mismo lugar. La despedida (“Su mano, al cerrarse en la mía, me llenó de calor”: 139) y el estado de asombro en el que queda Ales dan la pauta de un encuentro sustancialmente distinto a los anteriores.

A pesar de que a esa altura de la trama, Eduardo Ales ya había sido introducido de la mano de Ricardo a redes de socialización homosexual que podían prescindir del yiro callejero, y en contra de las advertencias de su tutor sobre las amistades peligrosas que allí pueden generarse, Ales inicia la relación homosexual más íntima de las que aparecen en la novela en el asfalto, sin poder contener las pulsiones de su cuerpo, a la vista de cualquier transeúnte y con el poster de una película norteamericana de fondo.

Unas páginas más adelante, Pellegrini confirma el estatus diferencial de ese encuentro. Refiriéndose a la cita que tendría con Marcelo la noche del lunes, Eduardo dice:

Su encuentro, no se por qué, resultaba importante en mi vida. Además, su presencia, esa comunicación inalámbrica que nos poseyó al vernos, ponía sobre el tapete, definitivamente, todas mis preguntas.

¿Era yo homosexual? (…)

Necesitaba encontrar a ese muchacho, verlo, hablarle, pues él, estaba seguro, ayudaría a descifrarme (154-155).

Si el primer contacto con Marcelo desafía, por su carácter público, las reglas de la “buena homosexualidad” que describió Ricardo Cabral (que coinciden, en los términos de Giorgi, con la única manifestación de la homosexualidad que la nación argentina está dispuesta a tolerar), los que le siguen subrayarán la condición extranjera de la relación a partir de los consumos culturales que Marcelo compartirá con Eduardo. La primera cita tendrá como escenario, otra vez, al cine, aunque ahora puertas adentro. Marcelo invita a Ales a ver una película francesa, cuyo título no se explicita en la novela pero sí la trama, que es descripta por Eduardo e ilustrada, en lo que a los nombres de los actores refiere, por el otro joven. Los encuentros posteriores tendrán lugar en la casa de Marcelo y en un bodegón del puerto. El decorado de la casa llama la atención de Eduardo y lo lleva a calificar a su compañero de bohemio. Los cuadros, a pesar de resultarle extraños, lo cautivan. También lo atrae su biblioteca, de la que toma un libro al azar que resulta ser de James Joyce. Después de leer en voz alta la primera página, Marcelo comenta que la única prosa mejor que esa es la de Proust. Al cine norteamericano y francés, a los cuadros y la literatura europeas se le suman,  más adelante, canciones de música pop francesa. Todo lo que rodea a Marcelo está signado por lo foráneo. Esto se refuerza en la caminata por el puerto que realizan una de las noches, en la que especulan con la posibilidad de irse a vivir a París, y que culmina en una cena en un bodegón en el que Marcelo le narra a Eduardo la vida de Rimbaud (esta vez, a diferencia del recitado de la profesora transformista, con el nombre bien escrito). De regreso a su casa, Eduardo replica uno de los episodios del poeta francés que formaron parte del relato de Marcelo, escribiendo en el banco de la plaza una frase obscena.

Los retornos del joven cordobés a altas horas de la noche son moneda frecuente en la novela. Sin embargo, Ricardo lo someterá, en esta ocasión, a un interrogatorio incisivo. Eduardo le explica que estuvo en la casa de Marcelo, un “amigo” pintor con quien cenó en el puerto. También le habla de Rimbaud y de su grafiti en el banco de la plaza. La reacción de Cabral es tan inesperada como elocuente: después de preguntarle si se está burlando de él, lo agarra del brazo y se lo retuerce, dejando al adolescente al borde de las lágrimas. Después lo empuja violentamente y le dice que, de ahora en adelante, los encuentros con Marcelo estarán mediados por él. Eduardo queda dolorido y enojado. La única explicación que se le ocurre para esa agresión son los celos. Pero si consideramos la relación pedagógica que desde el inicio tuvo el vínculo y damos por cierto que Ricardo se ha propuesto orientar la homosexualidad de su protegido en la senda del modelo tolerado por la nación, podría pensarse que el enojo de Cabral se debe a que Eduardo ha transgredido sus normas. No son únicamente los celos lo que lo mueven, sino el modelo de homosexualidad alternativo que encarna Marcelo, que ha llevado a su alumno a caminar por el puerto, sin tapujos, con su partenaire; que lo ha introducido a la vida de artistas que están dispuestos a hacer pública su homosexualidad y a expresar sus ocurrencias por escrito en el banco de una plaza.

El desarrollo sexo-afectivo de Eduardo Ales es disputado, como se ve, por dos discursos antitéticos sobre la homosexualidad. El que encarna Ricardo Cabral supone un único modo de ejercerla, la recluye al ámbito privado, señala como patológicas las expresiones corporales que se apartan de las hegemónicamente masculinas y coincide con lo que el ideal de nación vigente está dispuesto a tolerar. El otro, que adelanta Barrymore y presenta cabalmente Marcelo, alienta su expresión pública e incorpora al ámbito de lo deseable las performances que transgreden los códigos de la masculinidad, está situado topológicamente en la periferia e inspirado por influencias extranjeras.

Es posible interpretar el final de la novela como un triunfo del primero. La inclusión de Julia, el único objeto de atracción heterosexual que aparece, y la decisión de Ales de escaparse con ella una vez que se entera de que sus padres irán a buscarlo a Buenos Aires, ubican a Marcelo en el lugar del rechazado. A esto se le agrega el hecho de que, para solventar el inicio de su nueva vida con la muchacha, Ales vuelve al bar que frecuenta el lustrabotas con el objetivo de conseguir dinero a cambio de un intercambio sexual pero, ante la reacción violenta de este, termina asesinándolo. Recordemos que este personaje encarna desde el principio una de las formas de la anormalidad. Al asesinarlo, se podría pensar que Ales elimina simbólicamente los modos degenerados de la homosexualidad, aceptando para sí el horizonte moral que propone Ricardo.

Coincido con Peralta, sin embargo, en que este final no significa necesariamente que la iniciación homosexual de Ales no haya sido positiva. Si, como sostuve antes, Asfalto es una novela de iniciación para el personaje protagónico pero también para sus lectores, la progresión de los discursos alrededor de la homosexualidad, las diferenciaciones conceptuales y la galería de personajes que se presentan, muchos de ellos orgullosamente homosexuales, dan un repertorio suficiente para admitir la homosexualidad como un modo de vida legítimo. Si a esto le sumamos algunos elementos extraliterarios, como la situación de clandestinidad a la que estaba expuesta la homosexualidad en la época que está situada la novela[4] y las peculiares leyes de censura al momento de su publicación, es posible interpretar ese final de manera estratégica. El propio Pellegrini reconoció que la inclusión del personaje de Julia “obedeció a la recomendación de ‘atemperar’ la novela” (Peralta: 343), con el objetivo (fallido) de evitar la censura. Peralta sugiere que el final admite una lectura en clave política: “lo emocional parece no (poder) formar parte del territorio de experiencias del homoerotismo durante el periodo considerado” (Peralta: 372). En este sentido, puede pensarse que, aunque Buenos Aires habilita experiencias y redes de sociabilidad inimaginables en el interior del país, hay un límite infranqueable. La novela da pautas suficientes para pensar que este límite tiene que ver con la idea de nación preponderante en la época, que se encarna en el discurso de Ricardo Cabral sobre la homosexualidad,  y es por eso que ofrece un más allá  de Buenos Aires, resaltando los espacios que radicalizan su potencia cosmopolita, asociada a la aceptación de la diferencia y la ampliación de las libertades individuales, y presentando un discurso alternativo sobre la homosexualidad en boca de Marcelo.

El hecho de que Eduardo Ales se decida por Julia en el final de la novela no implica, por otra parte, que haya optado por el discurso de Ricardo Cabral en detrimento del de Marcelo. En primer lugar, aunque la novela no nos cuenta si el proyecto de Eduardo con Julia pudo concretarse o no, el hecho de haberlo elegido lo sitúa en un lugar completamente diferente al de su tutor. Ricardo vive con su abuela, no tiene una relación amorosa estable y aunque se reconoce homosexual, no hay un solo episodio en la novela que demuestre su ejercicio. Él ha asumido el modo correcto de la homosexualidad pero no lo practica, ni siquiera en esa versión limitada. Eduardo, en cambio, opta por una vida en principio heterosexual. La lectura más inmediata que se puede hacer es que los dos modelos de homosexualidad en pugna han fracasado. Pero cabe pensar, también, que la apuesta de Ales es a todo o nada. Como si dijera: si estas son las condiciones en las que puedo ser homosexual en este país, si la relación con Marcelo es imposible, prefiero resignarme a la heterosexualidad.

La otra objeción, que ya adelanté, es de carácter extraliterario. La inclusión de Julia en la novela y la elección de Eduardo en su favor pudo haber sido la estrategia con la que Pellegrini intentó volver legible su novela para el público argentino y evitar una eventual censura por parte del Estado. Si este fuera el caso, el desenlace fallido de la iniciación homosexual del personaje de Asfalto podría pensarse, independientemente de las intenciones del autor, en clave política: la novela de Pellegrini vendría a denunciar que en la Argentina no estaban dadas las condiciones para asumir la homosexualidad como un modo de vida, o, lo que es lo mismo, que el ideal nacional no contemplaba la homosexualidad como una expresión legítima de la subjetividad.

Pero la elección de Pellegrini puede interpretarse, también, en otro sentido. Más arriba sugerí que Asfalto implicaba un proceso de iniciación homosexual no solo para el personaje de la novela sino también para la comunidad lectora argentina. Quizás Pellegrini no haya creído viable que ambas iniciaciones pudieran ser simultáneamente exitosas. Quizás decidió darle un final infeliz a la iniciación homosexual de Ales en aras de una iniciación exitosa del lector en la temática de la homosexualidad. Si este fuera el caso, la censura de la novela y la causa penal que padeció Pellegrini, que culminó con su alejamiento de la literatura, muestran que los límites locales para la aceptación de la homosexualidad, incluso en el universo de la ficción, eran aún mayores a las de por sí pesimistas expectativas de los miembros de Tirso.

 


[1] Después de agotar dos tiradas de 3.000 ejemplares, los editores lanzaron una versión de bolsillo. Peralta atribuye el éxito no solo al prestigio del autor sino, principalmente, a la polémica desatada por la censura (194).

[2] Tanto Brant como Peralta coinciden en que esta es la primera referencia en la historia de la literatura argentina al uso del baño como tetera, término común en la jerga de la comunidad gay para describir el intercambio sexual en los baños públicos.

[3] No es el único momento en el que las afueras de Buenos Aires aparecen como un lugar donde la homosexualidad se puede manifestar públicamente sin riesgos de ser penalizada. En uno de los yiros nocturnos de Eduardo posteriores a su encuentro con Ricardo Cabral, conoce al Dr. Iturri, un señor “paquete” (Pellegrini: 121) que ostenta consumos culturales sofisticados (confiterías caras, conciertos de música clásica). Iturri invita a cenar a Eduardo a una suerte de café concert que, como la casa donde transcurre la fiesta, está en las afueras de la ciudad. El lugar impacta al joven: las mesas están ocupadas por parejas homosexuales de hombres y mujeres que se acarician y besan en público sin despertar la atención de nadie. En relación a una pareja de lesbianas, dice Ales: “Mi sorpresa llegó al máximo cuando las vi inclinarse y besarse en la boca, largamente, desesperadamente. Nadie pareció notarlo. Dos mozos, cerca de ellas, conversaban entre sí, impasibles. Más allá, en otra mesa, dos hombres se besaban como la cosa más natural del mundo. ¿Y no lo era?” (152). Los dos lugares periféricos de la ciudad que aparecen en la novela están reglados, como se ve, por normas alternativas a las que rigen en la ciudad, donde los intercambios entre homosexuales se regulan por códigos para entendidos que los preserva de la mirada de los otros.

[4] No hay un consenso crítico sobre el período exacto en el que transcurre la historia y la novela no da referencias contundentes al respecto. Ben, siguiendo la línea autobiográfica, la ubica en los años ’40, cuando Renato Pellegrini se instala en Buenos Aires siguiendo un itinerario similar al del personaje de Asfalto. Brant, por el contrario, sostiene que el período narrado coincide con el de escritura, entre el año 1960 y 1963. Peralta, por su parte, sugiere que la novela transcurre en la década del ’50, ya que muchos de los escenarios descriptos por Pellegrini coinciden con dos libros muy importantes sobre la década publicados poco después que Asfalto: Buenos Aires. Vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebrelli, y el estudio sociológico de Carlos Da Gris, El homosexual en la Argentina. Sea como fuere, en cualquiera de estos periodos el estatus de la homosexualidad y las leyes de censura no tienen grandes variaciones.

De América Latina a Abiayala. Hacia una Indigeneidad Global.

Por: Emil Keme (Emilio del Valle Escalante)
Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill

Imagen: Sophie Potyka

Emil Keme dialoga con el Dossier “Prácticas artísticas/ Manifestaciones de lo indígena contemporáneo en América del Sur»  y se adentra en la discusión sobre “el nombre” de América Latina y los modos de pensar hoy en día los procesos de descolonización epistémica que se están forjando con el avance de las soberanías o autonomías indígenas*. Emil busca retomar la petición de la nación Guna y del líder aymara, Takir Mamani, con el objetivo de proponer el concepto de “Abiayala” como un puente indígena trans-hemisférico, e interpelar a una colectividad de naciones indígenas, así como también aquellas/os aliados no indígenas que luchan por trascender las condiciones de colonialismo interno/externo y sus lógicas de eliminación.

El texto cuenta con una traducción al maya kiché a cargo de José Yac Noj.


No necesitamos permiso para ser libres

-Ejército Zapatista de Liberación Nacional

 

 Para el lector que todavía no esté familiarizado con la categoría de Abiayala[1], ésta proviene de la cosmogonía de la población Guna, una nación indígena en la región de Guna Yala (o la tierra de los Guna), formalmente conocida como San Blas en lo que hoy es Panamá.[2] Abiayala en el idioma Guna significa “tierra en plena madurez” o “territorio salvado” (Aiban Wagua: 342). Según la cosmogonía Guna, hasta hoy, han pasado cuatro etapas históricas en la evolución y formación de la madre tierra. Cada etapa es designada con un nombre distinto. La primera es Gwalagunyala. En esta etapa, luego de ser creada, la tierra fue consecuentemente arremetida por ciclones. La segunda, Dagargunyala, se caracteriza por ser una etapa de caos, enfermedades y miedo que culmina en oscuridad. En la tercera, Dinguayala, la madre tierra es atormentada por fuego. Actualmente, vivimos en la cuarta etapa: Abiayala, la del “territorio salvado, preferido, querido por Baba y Nana” (Aiban Wagua: 342).  Abiayala es, además, el nombre que los Guna emplean para referirse a lo que para otros es, hoy día, el continente americano en su totalidad. El concepto llegó a tener una repercusión continental luego de que el líder aymara, Takir Mamani, uno de los fundadores del movimiento indígena Tupaj Katari en Bolivia, llegara a Panamá, y escuchara sobre el conflicto entre las autoridades Guna y el norteamericano Thomas M. Moody, quien en 1977 había “comprado” la Isla de Pidertupi en la comarca Guna Yala, y quien desde entonces empezó a explotar el turismo en la región. Moody consecuentemente prohibió a los Guna que pescaran alrededor de la Isla, lo cual generó una tensión profunda entre los indígenas y el norteamericano. Los Guna entonces “solicitaron la intervención del presidente de la República [Omar Torrijos Herrera] para eliminar la empresa turística de Moody y su apoyo para establecer hoteles turísticos manejados por los mismos [G]unas” (Pereiro y otros, p, 82). Al no hacer caso a las demandas de los indígenas, unos jóvenes Guna atacaron a Moody y su esposa, quemaron su hotel y su yate, y mataron a dos policías. Moody consecuentemente se refugió en la embajada norteamericana y acusó a los Guna de ser unos “comunistas” que buscaban tomar el país, y acabar con los “yanquis”. La noticia fue ampliamente difundida por los periódicos y los noticieros televisivos en Panamá. Pero al final, los Guna salieron victoriosos al ganar una demanda legal contra Moody en la defensa de sus territorios y autonomía, lo cual obligó al norteamericano a dejar Guna Yala. La isla de Pidertupi consecuentemente paso a manos del Congreso General Guna (CGK).[3]

Luego de escuchar sobre estos conflictos y las luchas por su autonomía territorial en la comarca de Guna Yala, Mamani se reunió con los “saylas” o autoridades Guna en la isla de Ustupu. Allí le dijeron: “Todos utilizan el nombre de América para nuestro continente, pero nosotros tenemos depositado el verdadero nombre que es Abya Yala” (en Quillaguamán Sánchez, pg. 3). Dada su capacidad de viajar a foros internacionales, los saylas le encomendaron entonces a Mamani que difundiera este mensaje a lideres y representantes de otras naciones indígenas con el objetivo de emplear el “verdadero nombre” del continente. Mamaní siguió el consejo de los saylas y difundió la noticia en varias reuniones y foros internacionales, solicitando a los pueblos y organizaciones Indígenas que en lugar de usar nombres como “América” o “Latinoamérica” usen Abiayala en sus declaraciones oficiales para referirse al continente. Mamani argumentó que reconocer y “colocar nombres foráneos a nuestras villas o ciudades y continentes es equivalente a someter nuestra identidad a la voluntad de nuestros invasores y sus herederos” (En Quillaguamán Sánchez, pg. 3). Por ende, renombrar el continente es el primer paso hacia la descolonización epistémica y el establecimiento de nuestras soberanías o autonomías indígenas.[4] Desde los años ochenta, muchos activistas indígenas, escritores y organizaciones han acogido la sugerencia de Mamani y del Pueblo Guna. Abiayala ha llegado a ser no solo el nombre para referirnos al continente, sino también un lugar de enunciación cultural y político indígena diferenciado (Muyolema 2001: 329).[5]

En este trabajo quiero retomar la petición de los Guna y de Mamani con el objetivo de proponer Abiayala como un puente indígena trans-hemisférico. Al evocar esta categoría pretendo desarrollar un dialogo que potencialmente nos sirva para generar alianzas políticas en la formación de un nuevo bloque indígena y no indígena que haga frente a las políticas culturales etnocéntricas y económicas encarnadas en las ideas de “América” y “Latinoamérica” / “Latinidad” a nivel nacional, continental y trans-hemisférico.[6] Me parece que el momento es apropiado dadas las permanentes confrontaciones que hemos venido teniendo con los estado-nación “modernos”, los cuales se caracterizan por reciclar lógicas colonialistas que nos siguen oprimiendo. Se trata pues, como lo epitomiza la lucha del pueblo Guna contra Moody, y la articulación de la categoría de Abiayala, del desarrollo de pensamientos y estrategias indígenas colectivas en la restitución y dignificación de la vida indígena y de nuestras soberanías.

 

Indigeneidad Trans-hemisférica

Antes de proceder, debo ofrecer algunas aclaraciones. Primero, evoco “Pueblos Indígenas” como categoría tomando en cuenta las contradicciones que esto conlleva. Como bien se sabe, cuando Cristóbal Colón invadió nuestros territorios, denominó al “Nuevo Mundo” como “Indias occidentales” y nos impuso la categoría “indio”, la cual nos encarceló epistemológicamente, borrando nuestra “densidad” o nuestras profundas complejidades como sociedades indígenas (Andersen). Desde 1492 en Abiayala, la categoría Indio “se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar en cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los distintos pueblos y sin hacer concesión a las identidades preexistentes” (Bonfil Batalla, 111). No solo eso, “indio” ha sido empleado para controlar y subyugar nuestras identidades, a modo de debilitar nuestros derechos a utilizar afiliaciones étnicas que marcan nuestras diferencias como pueblos; es decir, como navajos, cherokees, aymaras, mohawk, mapuches, maya k’iche’, etc. Debemos tener en cuenta, por ejemplo, que los primeros pobladores de este continente, “estaban, a estimados modernos, divididos en por lo menos dos mil pueblos, y muchas sociedades practicaban una multiplicidad de costumbres y formas de vida, tenían una enorme variedad de valores y creencias, hablaban numerosos idiomas mutuamente inteligibles para muchos de los hablantes, y no se concebían a sí mismos como un solo pueblo—si es que éstos sabían de otros pueblos en sí” (Berkhofer Jr. 3).[7] Es preciso pues reconocer que definiciones de lo indígena tienen orígenes coloniales, y que en lugar de constituir construcciones unificadas, fijas e incambiables, más bien se caracterizan por ser hibridas, reestructuradas y renegociadas constante e históricamente a nivel local, nacional y global.[8]

De ahí que también debemos reconocer que somos sujetos colonizados, operando dentro de los espacios y estructuras institucionales establecidas por los colonialismos españoles, franceses, holandeses, portugueses y británicos; y los consecuentes colonialismos internos establecidos por los descendientes de los primeros invasores. Estas experiencias obviamente han generado complicadas relaciones entre naciones indígenas, nuestros territorios, el estado-nación y la modernidad que se caracterizan por lo que la antropóloga de la nación osage, Jean Dennison, ha llamado, “enredos coloniales”.  Es decir, nuestras luchas por la auto-determinación dependen de negociaciones permanentes, así como también del desarrollo y construcción de críticas que descentren y desarticulen narrativas dominantes de (Latino) América fundadas en la expropiación de nuestros territorios, conocimientos y en nuestros sacrificios. Debemos reconocer que los procesos de conquista no se han completado ni abandonado. Más bien, la “lógica de la eliminación del nativo” –para evocar el trabajo de Patrick Wolfe—continua siendo el principio organizador de los estado-nación modernos y sus instituciones hegemónicas. Éstos usan varias tácticas para acceder a territorios indígenas; muchas veces con la complicidad o estrategias de cooptación de sectores indígenas que le han permitido al estado-nación alcanzar sus objetivos políticos y económicos. Se trata pues, de contrarrestar estas lógicas interrogando las fuerzas que conforman, restringen o generan oportunidades para la transformación y consecuente articulación de un proyecto que nos reivindique individual y colectivamente. La descolonización no debe ser una metáfora (Tuck y Yung) dado que hoy en día—como en el pasado—del sur al norte, del este al oeste, continuamos peleando por defender nuestros territorios, por recuperar nuestras soberanías, y por nuestro pleno derecho a restituir y dignificar nuestras vidas como indígenas.

Debo reiterar que al decir esto no pienso solamente en nuestros desafíos epistemológicos y políticos a occidente y sus legados coloniales. Varias/os mujeres y hombres indígenas también hemos internalizado y reciclado los valores legados por los invasores y sus descendientes. No debemos pasar desapercibida aquellas críticas que apuntan a cómo la internalización de los valores europeos en las clases negras e indígenas investidas de cierta autoridad les han llevado a oprimir, a veces de formas aun más crueles y feroces, a sus propias/os hermanas/os. Una confrontación con el sistema hegemónico debe iniciarse con una evaluación y confrontación con nosotros mismos. Reconocer que en muchos momentos históricos hemos sido activos participes en la afirmación de los valores occidentales, que entre otras cosas, incluye la afirmación de un sistema heteropatriarcal y heterosexual que excluye a las mujeres indígenas, o actitudes que irrespetan los derechos de aquellas y aquellos con orientaciones sexuales diferentes.

En suma, a la vez que reconocemos los límites de la categoría “Indio” o “Indígena”, la homogeneización de nuestras experiencias ha articulado principios que nos unen. Craig Womack subraya que si bien las naciones Indígenas “tienen diferentes idiomas, diferentes ceremonias, diferentes religiones, diferentes economías, diferentes historias, diferentes formas de gobierno, todas comparten un legado de robo de territorios, poblaciones decimadas, y un maquinado robo cultural” (237). En esta línea de argumentación, a pesar de sus orígenes y enredos coloniales, conceptos como “Indio” o “Indígena” o “Indigeneidad” todavía nos sirven como armas políticas de persuasión. Tales conceptos mantienen una validez legal frente a instituciones hegemónicas, y son históricamente dependientes de su contexto y situación. Invoco pues la idea de Indigeneidad trans-hemisférica o global no con la intención de articular esencialismo, o una generalización de nuestras densidades, sino más bien como una propuesta indígena colectiva a partir de aquellas experiencias que nos unen. Mi objetivo es interpelar a una colectividad de naciones indígenas, así como también aquellas/os aliados no indígenas que luchan por trascender las condiciones de colonialismo interno/externo y sus lógicas de eliminación.

Al proponer Abiayala como nuestro lugar de enunciación indígena trans-hemisférico estoy plenamente consciente de las complicaciones ideológicas y políticas que esto también conlleva. Algunos críticos seguramente llamarán la atención a las barreras lingüísticas y a las existentes contradicciones de hablar de procesos de descolonización o auto-determinación en idiomas hegemónicos. Una de las ironías, por ejemplo, es que el dialogo e intercambio entre Takir Mamani y los Saylas Guna a propósito del proyecto de Abiayala, muy posiblemente ocurrió en castellano. A pesar de tener en cuenta el increíble peso colonizador de los idiomas hegemónicos, éstos igualmente han posibilitado diálogos e intercambios entre nosotros. Pero si bien es entendible pensar en estos idiomas y sus potencialidades para crear puentes indígenas, debemos también estar alertas a los peligros de sobrevalorarlos.

A modo de ejemplo, vale notar ciertas contradicciones y limitaciones a propósito de algunas propuestas de indigenidad global a partir de los idiomas dominantes. En su libro, Trans-Indigenous (2012), Chadwick Allen subraya muchas veces su interés por “expandir el archivo y explorar nuevas metodologías para una globalidad literaria indígena en el idioma Inglés” (xxxii). A lo largo de su estudio, Allen nos recuerda constantemente que su propuesta se basa en textos escritos y producidos “primariamente en inglés” (pgs. xi, xii-xv, xviii, xxxii, 135, etc.). A pesar de su muy valiosa contribución, la propuesta de Allen, en su llamado a una “Indigeneidad global”, oblitera las contribuciones de activistas e intelectuales indígenas en otras partes del “globo” (particularmente el sur de Abiayala), aun cuando estas contribuciones han sido traducidas al inglés. Esta postura se hace mucho más evidente en su artículo, “Descolonizando comparaciones”, el cual complementa su libro. Allen llama la atención a “una impresionante lista de activistas/intelectuales indígenas alrededor del mundo” (mi énfasis, 378) que eficazmente han articulado estrategias liberadoras a las constantes amenazas del colonialismo e imperialismo. En su lista, Allen menciona a Taiaiake Alfred de Canadá, “Linda Tuhiwai Smith en Aotearoa, Nueva Zelanda; Aileen Moreton-Robinson en Australia; Noenoe Silva en Hawai’i; y Simon Ortíz, Jack Forbes, Gerald Vizenor, Robert Warrior, Craig Womack, Jace Weaver, Jolene Rickard, y Lisa Brooks, entre otros, en los Estados Unidos” (Ibídem).[9] No pongo en duda las valiosas contribuciones de los activistas/académicas/os mencionados por Allen, pero sí su postura geopolítica de privilegiar una Indigeneidad global a partir de los entornos demarcados por una ascendencia y genealogía lingüístico-colonial anglófona. Propuestas como esta, justifican la queja expresada por Victoria Bomberry respecto al desarrollo de los estudios Indígenas en lo que hoy es Estados Unidos y Canadá: “me parece que el desarrollo del campo de los estudios nativo americanos ha sufrido de un enfoque miope dentro de las fronteras estadounidenses, lo cual niega realidades actuales, y reproduce constructos coloniales, incluyendo la otredad de pueblos indígenas del sur de la frontera estadounidense-mexicana” (213).

Aquí, es preciso también subrayar que estas actitudes no son características del norte indígena de Abiayala. Una “miopía” muy similar a la de Allen caracteriza muchos posicionamientos indígenas en el sur, y la insistencia de que Abiayala es un proyecto que corresponde meramente a los entornos geopolíticos de lo que hoy es “América Latina”. Contrario a propuestas existentes de “Indigeneidad global”, las cuales privilegian intercambios indígenas “primariamente” producidos en inglés, español, francés o portugués, mi propuesta pretende maniobrar en base a una desobediencia epistémica (Mignolo) que trascienda fronteras lingüísticas y geopolíticas y generar alianzas que nos lleven a construir y materializar—como lo dice el slogan zapatista—un mundo donde quepan muchos mundos.

 

Abiayala: Nuestro lugar de enunciación

Esto me lleva a preguntar: ¿Qué significa pensar el mundo desde la pluralidad de nuestras experiencias indígenas? ¿Pensar desde los más de 1000 idiomas hablados por los Pueblos originarios y que sobreviven hoy en nuestro hemisferio? Como lo indica la pensadora maorí Linda Tuhiwai Smith, en el siglo veintiuno, una nueva agenda de activismo indígena se extiende “más allá de las aspiraciones descoloniales de una comunidad indígena particular” y se dirige “hacia el desarrollo de alianzas estratégicas indígenas a nivel global” (108). En efecto, estamos en un momento donde debemos y tenemos que aprender de y crear puentes entre nosotros mismos como Pueblos Indígenas. Compartir nuestras historias y experiencias a modo de exponer nuestras semejanzas y diferencias en términos de idiomas, culturas, ideologías, políticas… Estamos en un momento donde muchas de nuestras historias y luchas están siendo más visibles, dándonos oportunidades para generar nuevas alianzas e intercambios para desarrollar agendas contra aquellas opresiones que nos han mantenido en condiciones de subalternidad.

Esto me trae a la discusión del proyecto cultural y civilizatorio de Abiayala. Muchos lectores estarán pensando el por qué emplear esta categoría y no otra, como Isla Tortuga, Anáhuac, Tawantinsuyu o Pindorama.[10] Hasta donde sé, mientras que estas categorías evocan narrativas de la creación del mundo y el universo similares a las de Abiayala, su consecuente empleo en el mundo indígena contemporáneo se asocia a ciertos pueblos indígenas y contextos geopolíticos, muchas veces siguiendo y respetando las divisiones territoriales y lingüísticas impuestas por los invasores españoles, portugueses, holandeses, británicos y franceses. Es decir, la idea de Isla Tortuga comúnmente se refiere a los territorios y pueblos Indígenas en el “norte”, particularmente aquellos espacios geográficos donde los británicos constituyeron sus instituciones hegemónicas y donde el idioma inglés fue adoptado por muchos Nativo Americanos en lo que hoy es Estados Unidos y Canadá. De forma similar, Tawantinsuyu usualmente refiere a la región andina, particularmente aquellos territorios y pueblos que se asocian a las civilizaciones incas y aymaras, y que fueron después colonizadas por los españoles. Al contrario de estas postulaciones, la idea de Abiayala ha sido consciente y políticamente articulada como una propuesta con claras pretensiones transnacionales. Su articulación epistemológica surge a contrapelo de las ideas de (Latino) América, a modo de, a la vez, contrarrestar el legado colonial, y recuperar el hemisferio para el mundo indígena. Abiayala nos ofrece pues la posibilidad de articular un lugar de enunciación colectivo que va más allá de las fronteras impuestas por los europeos y sus descendientes; la posibilidad de repensar y recuperar el mundo a partir de nuestros legados epistemológicos milenarios. ¿Hace falta subrayar que como Pueblos Originarios hemos vivido en este hemisferio mucho antes que los invasores y sus descendientes forjaran las ideas de “(Latino)América”, “Hispanoamérica”, “Iberoamérica”, “Indias occidentales”?  De ahí la urgente necesidad de repensar nuestro hemisferio a partir de Abiayala. Hasta donde sé, no hay ninguna otra nación indígena que elabore una propuesta de renombrar el continente, imaginado como un proyecto y posicionamiento indígena colectivo.

Ahora bien, cuando hablo de Abiayala como nuestro lugar de enunciación, tampoco estoy proponiendo la cancelación u omisión de categorías como Isla Tortuga, Tawantinsuyu, Anáhuac, Pindorama o cualquier otra que sea empleada por alguna nación indígena del continente. Se trata más bien de reconfigurar el mapa de nuestro hemisferio de acuerdo a los nombres y parámetros empleados por nuestros ancestros y sus descendientes. Abiayala puede ser el nombre indígena de nuestro continente, y luego debemos reactivar otras categorías indígenas dentro de Abiayala. Además de continuar afirmado las categorías de Isla Tortuga, Mayab’, Pindorama, Anáhuac y Tawantinsuyu, debemos recuperar y afirmar muchas otras, como “Wallmapu”, la categoría empleada por la nación mapuche para referirse a la región de la Araucanía en lo que hoy es Chile y Argentina, o también Guajira, empleada por la nación wayuu en lo que hoy son las costas de Colombia y Venezuela. Bien podemos también rescatar el nombre indígena de Guanahani para renombrar “San Salvador” en las Bahamas, y de esa manera reactivar la memoria de los indígenas Lucayas en el caribe. Esa memoria, como bien se sabe, fue pisoteada por Cristobal Colón en el mal llamado, “descubrimiento”.[11]

En paréntesis, estas luchas por reactivar y recuperar los nombres ancestrales de nuestros territorios no son nada nuevas. Incluso, hasta han culminado en exitosas campañas por afirmar nuestra memoria histórica. Desde 1975, los pobladores koyukon, miembros de la nación athabasca en lo que hoy es Alaska, Estados Unidos, peticionaron al gobierno federal estadounidense cambiar el nombre de la montaña más alta en el norte de Abiayala. El gobierno federal en 1917 había oficializado el nombre de la montaña como McKinley para honrar al presidente estadounidense William McKinley (1897-1901). Los pobladores indígenas, sin embargo, mucho antes que 1917, reconocían la montaña como Denali o Deenaalee (“el más alto” en el idioma koyukon). En su visita a Alaska en septiembre del 2015, el presidente Barak Obama finalmente reconoció las demanda de la nación koyukon y el estado de Alaska para recuperar y renombrar la montaña como Denali.

Los esfuerzos por recuperar los nombres indígenas de nuestros territorios caracterizan también el valioso trabajo del cartógrafo, Aaron Carapella, quien por más de quince años ha trabajado en reconfigurar el mapa de nuestro hemisferio a partir de miles de nombres indígenas. Su mapa, “Tribal Nations of the Western Hemisphere” es una indispensable contribución para repensar nuestro continente a partir de la memoria de nuestros ancestros. Según Carapella, el mapa contiene los nombres de aproximadamente 3000 naciones indígenas a lo largo de la geografías de nuestro continente, y es hasta hoy día el mapa más completo de nombres originarios de nuestros territorios antes y después de la llegada de los europeos. Carapella indica que el mapa debe ser un recordatorio visual “de quién llamó estos territorios hogar por miles de años antes de que cualquier europeo pusiera pie en el hemisferio. Éste sirve para crear un sentimiento de orgullo para los indígenas de hoy así como también educar a los no Indígenas. Para los pueblos Nativos, esta tierra siempre será nuestro territorio ancestral” (“Tribal Nations”).

 

Aaron Carapella, "Tribal Nations of the Western Hemisphere"

Aaron Carapella, «Tribal Nations of the Western Hemisphere»

 

Aunque Abiayala y otros nombres indígenas en nuestro continente no sean todavía conceptos conocidos entre la gente en comunidades alejadas, se trata de trabajar para que las alas de estos proyectos poco a poco lleguen a una multiplicidad de espacios a modo de activar y dignificar nuestra memoria ancestral. Que sea este el primer paso en la creación de un movimiento indígena y no indígena global frente al neoliberalismo depredador. Que sean estos, entre otros, los principios plurales que guíen nuestros caminos para nuestro fortalecimiento colectivo.

También entiendo que algunos lectores pensaran que al proponer Abiayala como nuestro lugar de enunciación, estoy proponiendo un proyecto civilizatorio que trae el peligro de reciclar un “racismo al revés”, o las mismas lógicas colonialistas que los invasores europeos y sus descendientes nos han legado. En primer lugar, el desarrollo y afirmación de una conciencia cultural y política indígena colectiva no es lo mismo que racismo. Como mencione arriba, somos sujetos colonizados, y tanto el estado-nación como sus instituciones hegemónicas día a día nos exhortan y enseñan a odiarnos a nosotros mismos; a internalizar ideas de supremacía blanca y criollo-mestiza en cuanto a ideas de belleza, religión, la historia, etc. De ahí la urgente necesidad de dignificar nuestras culturas mediante un proyecto civilizatorio propio que emane de nuestras historias milenarias y de nuestros valores ancestrales.

En segundo lugar, al decir esto, tampoco pretendo oscurecer la complejidad de las narrativas hegemónicas ni nuestras experiencias humanas. Estoy también consciente sobre como alianzas a ciertos sectores indígenas y no otros, puede generar tensiones profundas. Esto lo ejemplifica el gobierno de Evo Morales en Bolivia, el cual en el 2011 aprobó la construcción de una autopista en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS). Este territorio de cerca de 1.2 millones de hectáreas, en el norte, está poblado por poblaciones indígenas amazónicas como los mojeños-trinitarios, chimanes, y yuracarés. En el sur, habitan poblaciones indígenas quechua y aymara. Estos últimos son llamados “colonizadores” dado que migraron y se establecieron en estos territorios a partir de los años setenta. Estos sectores indígenas en el sur del TIPNIS, son además quienes representan la circunscripción electoral del gobierno de Morales y quienes apoyan la construcción de la autopista dado que facilitaría el transporte de sus mercancías. Luego de su aprobación, este proyecto “modernizador” generó la resistencia de las poblaciones amazónicas del norte quienes argumentaban que el proyecto tendría serias consecuencias ecológicas en la región, incluyendo el desplazamiento de varios pobladores de sus territorios ancestrales. En agosto del 2011, se iniciaron marchas en protesta a la construcción del proyecto que duraron 65 días. Morales, por su parte, denunció y hasta reprimió las protestas argumentando que eran una “conspiración imperialista” (Webber, 2012). Morales insistía que “la carretera era necesaría para traer desarrollo económico a las comunidades [amazónicas] pobres” (Frantz, 2011). Las represiones, sin embargo, fortalecieron el movimiento popular amazónico y consecuentemente empujaron al gobierno de Morales a detener la construcción del proyecto. En diciembre del mismo año, Morales incluso aprobó la Ley Intangible, la cual propone no “tocar” territorios ancestrales para la explotación del comercio. Esta decisión, generó el inicio de un sin número de protestas lideradas por organizaciones quechuas y aymaras como el Consejo Indígena del Sur (CONISUR), residentes de Cochabamba y San Ignacio de Moxos, y los sectores cocaleros que apoyaban al gobierno de Morales y la construcción de la autopista. El debate, hasta hoy, sigue abierto respecto a si los proyectos modernizadores extractivistas son los más adecuados para responder a las necesidades de los pueblos indígenas.

Contradicciones y tensiones entre sectores indígenas como las que han ocurrido en Bolivia caracterizan muchas de nuestras experiencias a nivel comunal, nacional y transnacional. Estas contradicciones y tensiones no son tampoco para nada nuevas, y ciertamente, preceden las invasiones europeas a nuestros territorios; son parte de nuestra compleja experiencia humana, la cual, como he sugerido arriba, en muchas ocasiones han sido obliteradas tanto por los discursos hegemónicos elaborados por los invasores europeos y sus descendientes, así como también por nuestros aliados y hasta por nosotros mismos.

Al llamar la atención a estas complejidades, mi propósito es visibilizarlas. Se trata de dar a ver que materializar el proyecto de Abiayala conlleva muchos retos dentro y fuera del ámbito académico. ¿Es imposible trascenderlos? Yo pienso que no. Más bien, debemos profundizar los existentes diálogos e intercambios dentro y fuera de espacios institucionales. Han sido capitales los encuentros internacionales como los auspiciados por la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU), la cual en el 2014 celebró la Conferencia Mundial de los Pueblos Indígenas. A nivel de organizaciones, podemos igualmente mencionar el trabajo del Consejo Internacional de Tratados Indios (CITI) y El consejo de Pueblos Indígenas Mundial (WCIP, por sus siglas en inglés), o congresos académicos como el Congreso Internacional: Los Pueblos Indígenas de América Latina (CIPIAL), la Asociación de Estudios Nativo Americanos e Indígenas (NAISA por sus siglas en Inglés), la cual también ha aprobado la creación del grupo de trabajo Abiayala, la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA por sus siglas en inglés) y sus secciones de Etnicidad, Raza y Pueblos Indígenas (ERIP) y “Otros saberes”, entre varias otras[12]. Estos espacios han sido importantes para intercambios de ideas y conocimientos, lo cual en ciertos casos ha permitido trascender incluso barreras lingüísticas en la elaboración de políticas que nos permiten imaginar en el potencial de un proyecto de Abiayala trans-hemisférico.

A caballo con estos intercambios, es necesario también abanderar críticas permanentes a todos aquellos posicionamientos que atenten contra nuestros esfuerzos por recuperar y defender nuestros territorios ancestrales, y por dignificar y restituir nuestra vida indígena. Considero que debemos desarrollar categorías de análisis que no pierdan de vista la materialidad de nuestras experiencias en términos económicos, sociales, culturales, lingüísticos, de género, etc. De igual forma, debemos continuar vitalizando los principios emancipadores de nuestros pueblos; es decir, partir de nuestras cosmogonías y de aquellas formas de cohesión social que han sido la piedra angular de nuestra supervivencia. Debemos seguir los pasos, y discutir las propuestas de mujeres y hombres indígenas que hoy, como en el pasado, están guiando los caminos de nuestra emancipación. Basta aquí mencionar el Zapatismo en lo que hoy es Chiapas, México, los protectores del agua en Standing Rock, Dakota del Norte, y Idle No More [¡Inactivo No Más!] en lo que hoy es Canadá. Que sean estos movimientos, y aquellas/os mujeres y hombres indígenas y no indígenas que luchan por defender a la madre tierra, nuestros puntos de partida en nuestros esfuerzos por restituir nuestra memoria, y nuestra orgánica relación con nuestros territorios. Se trata pues de seguir generando consensos colectivos que manifiesten nuestra histórica oposición a los deplorables principios económicos mercantilistas y etnocéntricos, los cuales nos han mantenido en condiciones de subaltenidad.

Acá, debo también aclarar que al proponer Abiayala como nuestro lugar de enunciación política, no estoy sugiriendo un proyecto exclusivo a los Pueblos Indígenas. En nuestras caminatas hacia la emancipación, han habido muchas/os hermanas y hermanos que han caminado con nosotros, y que a veces, han sacrificado mucho más que algunas/os indígenas. Como lo plantea Leanne Simpson, “cada victoria arduamente peleada, ha sido el resultado directo de las alianzas y relaciones de solidaridad que hemos forjado, mantenido y nutrido con el apoyo de otras naciones indígenas, círculos de ambientalistas, y organizaciones de justicia social” como grupos eclesiásticos, activistas de derechos humanos quienes “han estado a nuestro lado como aliados y amigos, muchas veces jugando una variedad de papeles y responsabilidades, siempre bajo circunstancias desafiantes.” (xiii)

En suma, no podemos pasar desapercibidos ante el vigor, la resonancia y el potencial que el proyecto de Abiayala está teniendo entre académicas/os y activistas indígenas y no indígenas. Esto nos permite advertir una valiosa oportunidad en la articulación de una política indígena civilizatoria necesaria en una nueva época de grandes desafíos para las naciones indígenas en nuestro hemisferio y en otras partes del planeta.

 

Las Américas deben morir

Al proponer una re-significación epistemológica y geográfica de nuestro hemisferio desde la perspectiva de Abiayala, debo aclarar que no estoy proponiendo tampoco la cancelación de las ideas de “América” o “Latinoamérica”. Más bien, propongo el fin de estas categorías para aquellas y aquellos de nosotros que nos identificamos como indígenas. Esto debido a que tenemos la obligación de desenterrar y afirmar nuestros propios puntos de referencia milenaria para reconocernos en nuestro propio hemisferio. Además, las ideas de “(Latino) América” representan proyectos etnocéntricos que consciente o inconscientemente justifican nuestra exclusión y colonización. De tales exclusiones emana Abiayala como nuestro proyecto cultural y civilizatorio.

En efecto, siguiendo los postulados del académico kichwa, Armando Muyolema, Abiayala es un concepto que desafía la idea de Latinoamérica o las Américas precisamente porque estos proyectos continúan siendo constitutivos de lógicas colonialistas. Estas lógicas respaldan y afirman las aspiraciones y los proyectos geopolíticos de las poblaciones blancas y criollo-mestizas. Mientras que algunos estado-nación modernos han oficializado algunos idiomas indígenas, tales idiomas y culturas no han adquirido un estatus nacional; es decir, muchos de éstos no son idiomas incluidos en un currículo educativo que sea accesible a todas las poblaciones dentro de un país.  Por otro lado, las ideas de ciudadanía difundidas por los estado-naciones, a través de narrativas de “mestizaje” o “cociente sanguíneo” (blood quantum), solo buscan borrar nuestros orígenes milenarios.

Por ejemplo, al reconocer las dimensiones opresivas de estas narrativas hegemónicas, muchos activistas y pensadores indígenas han articulado narrativas para contrarrestarlas. En su estudio Hawaiian Blood (Sangre Hawaiana) J. Kêhaulani Kauanui desarrolla un riguroso cuestionamiento a las políticas de cociente sanguíneo en Hawái, las cuales han servido a aquellos en el poder para deslegitimar la identidad de los Kanaka Maoli o los pueblos originarios verdaderos en Hawái. Esta política, introducida en la isla en 1920, ha operado cultural y legalmente con una lógica reductiva, socavando nociones de identidad indígena en base a genealogía. Según Kauanui, las políticas de clasificación de “cociente sanguíneo representan un proyecto colonial al servicio de la alienación y desposesión de territorios indígenas. La clasificación indígena en base al cociente sanguíneo no permite la construcción del poder político de los Kanaka Maoli porque se basa en la exclusión, a la vez que también reduce a los hawaianos a una minoría racial en lugar de una nación indígena con reclamos de soberanía nacional” (10). De forma similar a las políticas de cociente sanguíneo, el “mestizaje” ha sido empleado para justificar proyectos de desindianización y despojo territorial. El mestizaje es la categoría para que muchas personas emplean en Latinoamérica para no reconocerse como indígenas y afirmar el status quo de los criollo-mestizos a nivel étnico/racial y económico. De ahí que muchos activistas y escritores indígenas rechacemos el mestizaje. En su Revolución india, el escritor aymara Fausto Reinaga indica: “No soy escritor ni literato mestizo. Yo soy indio. Un indio que piensa; que hace ideas; que crea ideas. Mi ambición es forjar una Ideología India; una ideología de mi raza” (p. 60). De igual forma, el escritor Maya kaqchikel, Luis de Lión dice: “No puedo participar del llamado mestizaje precisamente porque lo hispano es la negación de mi lengua, de mi cultura” (ctd en Montenegro 8). Es notable aquí también mencionar la importante campaña mediática desarrollada en años recientes por el movimiento Nican Tlaca (“Nosotros, el pueblo aquí” en el idioma náhuatl) para rechazar categorías de “Hispano”, “Latino”, “mestizo”, y a modo de afirmar una identidad indígena transnacional. Se justifica esta labor de la siguiente manera: “Nosotros debemos reconstruir nuestra nación de Anáhuac para ser liberados de la ocupación europea bajo la que hemos estado esclavizados. Debemos declararnos como la raza de Nican Tlaca, usando la civilización Mexica, y la nación de Anáhuac como punto de unidad y puntos de nuestra liberación”.[13]

We are Indigenous Nican

 

Las ideas de “América” o “Latinoamérica” fueron concebidas como proyectos que descaradamente nos excluyeron de sus ideales políticos y civilizatorios. Como se sabe, el nombre de “América” comienza a adquirir preeminencia hegemónica en lo que hoy es Estados Unidos a finales del siglo XVIII. Los británicos se referían a los Indígenas y a los colonos de forma peyorativa como “americanos”. De ahí que los colonos que buscaban independencia de los británicos adoptaron el concepto de forma positiva para contrarrestar una ciudadanía británica. En su discurso de despedida en 1797, George Washington declamaba públicamente que “El nombre de Americano, el cual les pertenece a ustedes en su capacidad nacional, más que su apelación, debe siempre exaltar el justo orgullo de patriotismo”. John Adams siguió con afirmaciones similares a las de Washington en marzo del siguiente año en su discurso inaugural como presidente. Interpelando al “Pueblo Americano”, exhortaba a los colonos a adoptar el termino de forma positiva.

Con la adopción de las políticas de “destino manifiesto” estadounidenses a principios del siglo XIX, y particularmente con la guerra entre México y Estados Unidos (1845-1848), la idea de “Americano” y el concepto de “América” entraron en plena tensión. Según Arturo Ardao (1981), la idea de América Latina surge como una respuesta directa a las crecientes aspiraciones imperialistas de la “América anglosajona” o los Estados Unidos en la “América española” y el Caribe. El nombre de América Latina fue propuesto por primera vez por el intelectual colombiano José María Caicedo en su poema, “Las dos Américas”, publicado en 1856. En uno de los versos del poema, Caicedo indica: “La raza de la América latina al frente tiene la raza sajona”. Caicedo estaba obviamente respondiendo a la guerra México-Americana (1845-1848) en la cual México perdió más de la mitad de su territorio a los Estados Unidos. Esta derrota indudablemente desarrolló mucha ansiedad—¡y muy justificada!—entre la intelectualidad criollo-mestiza sobre la expansión imperialista estadounidense en la región.[14] Caicedo obtendría luego una posición como embajador de asuntos Hispanoamericanos en Paris, Francia. Desde allí, escribió varios artículos en donde buscaba establecer un discurso conciliatorio con Europa que implícitamente aludía a los colonialismos europeos en varias partes del hemisferio. En uno de esos artículos, Caicedo evoca una vez más la idea de “América Latina”. Dice:

Desde 1851 empezamos a dar a la América española el calificativo de latina; y esta inocente práctica nos atrajo el anatema de varios diarios de Puerto Rico y de Madrid. Se nos dijo: ‘En odio a España desbautizáis la América’ — ‘No, repusimos; nunca he odiado a pueblo alguno, no soy de los que maldigo a la España en español’. Hay América anglosajona, dinamarquesa, holandesa, etc.; la hay española, francesa, portuguesa; y a este grupo, que denominación científica aplicarle sino el de latina? Claro es que los Americanos-Españoles, no hemos de ser latinos por lo indio sino por lo Español (In Ardao, mi énfasis, p. 74).

Como podemos ver, el proyecto cultural y civilizatorio imaginado por Caicedo tajantemente excluye a los “indios”. Lo “latino” se asocia directamente a Europa y no a las culturas originarias.

En este sentido, Latinoamérica o América no son meramente “nombres” o categorías de territorios específicos imaginados por los invasores y sus descendientes, sino más bien proyectos geopolíticos que encarnan y confirman el histórico y perdurable régimen del colonialismo en nuestro hemisferio. Es decir, estas categorías históricamente han involucrado el genocidio, la supresión y marginalización de idiomas indígenas y formas de pensar y ser indígenas bajo suposiciones de que nuestras vidas y culturas son “salvajes”, “bárbaras”, “incivilizadas” o “inadecuadas” a los proyectos blanco-criollo-mestizos. Los pueblos indígenas sólo podemos ser parte de (Latino) América si renunciamos a nuestros territorios, idiomas, y especificidades culturales y religiosas. Contrario a este proyecto civilizatorio, que nos mantiene como esclavos en nuestros propios territorios, Abiayala representa nuestro propio proyecto y lugar de enunciación.

En efecto, nuestros reclamos sobre la marginalización de las naciones Indígenas no son “cosas del pasado”, o cuestiones ya “resueltas” por los estado-naciones (Latino) Americanos a través de la adopción de agendas “multiculturales” o “interculturales”. El racismo, xenofobia, políticas heteronormativas y la opresión clasista mantienen su vigorosidad y continúan definiendo nuestra supervivencia a nivel global. Basta mirar nuestras experiencias actuales para confirmar estas suposiciones a propósito de nuestras relaciones con los estado-naciones modernos y sus instituciones hegemónicas. Para éstos, los indígenas que resistimos las políticas económicas extractivistas seguimos siendo un “problema” o una amenaza al status quo. En lo que hoy es Chile, los presidentes Michelle Bachelet y Sebastián Piñera han reactivado la ley “anti-terrorista” desarrollada por el General Augusto Pinochet en 1984 para justificar el encarcelamiento y asesinato de activistas mapuches en la región sureña de la Araucanía.[15] En Totonicapán, Guatemala, a inicios del mes de octubre del 2012 el ejército guatemalteco reprimió una protesta pacífica maya k’iche’ que le reclamaba al gobierno del ex-militar y luego presidente del país Otto Pérez Molina, abolir el incremento a la electricidad, revocar propuestas de privatización al sistema educativo y dar más poder constitucional al ejército nacional. Las protestas concluyeron con una intervención militar que culminó con el asesinato de ocho personas, y más de 35 heridas.[16] En diciembre del mismo año, en Saskatchewan, en Canadá, surgió también el movimiento, “Idle No More” (¡Inactivo, no más!), el cuál resiste las leyes inminentes aprobadas por el estado federal canadiense y que dan derecho a grandes compañías a comprar y explotar los territorios y recursos naturales de las Primeras Naciones Indígenas. La aprobación de estas leyes se hizo sin consultar a los líderes indígenas, lo cual ha sido interpretado como el esfuerzo del gobierno federal por reducir los derechos soberanos de las Primeras Naciones.[17]

En lo que hoy es Perú, en Junio del 2009, con el deseo de implementar políticas neoliberales con la extracción de recursos naturales en la región amazónica, el entonces presidente Alan García invadió estos territorios. La respuesta a la resistencia amazónica, similar al caso de Guatemala, fue la represión militar. El razonamiento de García para justificar los atropellos fue el siguiente:

…Ya está bueno, estas personas [los indígenas amazónicos] no tienen corona, no son ciudadanos de primera clase que puedan decirnos 400 mil nativos a 28 millones de peruanos tú no tienes derecho de venir por aquí. De ninguna manera, eso es un error gravísimo y quien piense de esa manera quiere llevarnos a la irracionalidad y al retroceso primitivo. (en Bebbington, 288).

A la vuelta de la esquina de Perú, en el sur de la Amazonía ecuatoriana, las poblaciones Shuar en la cordillera del Cóndor, defienden sus territorios ante la invasión de la empresa minera china, Explorcobres S.A. que pretende explotar el cobre que subyace en territorio Shuar. El gobierno ecuatoriano, que aprobó las maniobras de esta empresa asiática, declaró un “estado de excepción” en la región, restringiendo no solo los derechos de las comunidades indígenas, sino también la desmovilización de la organización Acción Ecológica, la cual ha denunciado los atropellos contra la población Shuar.[18] El día 26 de septiembre del 2014, un grupo de 43 estudiantes de indígenas del colegio de profesores de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, México, se dirigieron al centro de esa ciudad a protestar la recién aprobada ley para aumentar el precio de la matricula universitaria en ese estado, firmada por el alcalde José Luis Abarca. En su camino a la ciudad, el bus que llevaba a los estudiantes fue interceptado por la policía local, quienes luego entregaron a los 43 estudiantes a un grupo de sicarios que los desaparecieron. Los padres de los estudiantes todavía los buscan con la esperanza de encontrarlos vivos. En Marzo del 2016, Berta Cáceres y Nelson García, líderes de la nación Lenca y miembros del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), fueron asesinados por defender sus territorios contra una la empresa hidroeléctrica, Desarrollos Energéticos (DESA). Esta empresa obtuvo la aprobación y el apoyo del gobierno hondureño, el cual ahora clama de que las pruebas presentadas por el caso de asesinato de Cáceres y García se han perdido.[19] Desde el primero de abril del 2016, la nación Sioux en Dakota del Norte, y otras naciones de la Isla Tortuga en lo que hoy es Estados Unidos, protestan y resisten la construcción de un oleoducto que cruzaría el río Missouri—territorio sagrado de estas naciones indígenas—y que causaría daños ambientales de gran envergadura. Esta resistencia, hasta ahora, ha conllevado ya el ataque a los “defensores del agua” y el encarcelamiento de varios lideres indígenas y no indígenas que pelean por los derechos a la soberanía de las naciones indígenas en este país…

Puedo seguir ofreciendo ejemplos—¡todo el día!– mostrando las continuas tensiones y confrontaciones que seguimos teniendo con los estado-nación “modernos”. Estas luchas, que no comienzan hoy, sino más bien en octubre de 1492,[20] apuntan a que  nuestra liberación no consiste sólo en desquebrajar el sistema mercantilista hoy basado en un extractivismo depredador, sino también en la destrucción de todos aquellos sistemas que nos impiden expresarnos en nuestros idiomas originarios, que impiden los derechos de las mujeres indígenas, o de aquellas y aquellos indígenas gays o transexuales.  De constituir una Abiayala que reconozca, acepte y respete nuestras diferencias, y a la vez, afirme un proyecto de reivindicación indígena común. Bien podríamos comenzar reactivando para nuestros tiempos la propuesta del escritor cubano, José Martí, de que la historia de Abiayala; de los incas, mayas, aztecas, navajo, cherokee, inuit… hasta acá, ha de aprenderse al dedillo, aunque no aprendamos la de los arcontes de Grecia. Nuestras Grecias son mucho más preferibles a las Grecias que no son nuestras. Nos son más necesarias. Que se injerte en nuestras naciones indígenas el mundo, pero que el tronco sea el de nuestras naciones milenarias. Y que calle el pedante vencido, pues no hay lugar en que podamos sentir más orgullo que en nuestras dolorosas republicas indígenas del Abiayala.[21]

Se trata pues de abrir la jaula en la que los invasores nos colocaron, y escuchar la pluralidad de historias que caracterizan a nuestros pueblos; de romper todas aquellas cadenas explotativas que el colonialismo nos ha impuesto. Desarrollemos procesos de reaprendizaje para reactivar nuestras memorias y nutrámonos de conocimientos milenarios y actuales; aprendamos historias y conocimientos no-indígenas siempre y cuando éstos sean instrumentos disidentes que nos lleven a producir categorías que nos ayuden a materializar nuestros objetivos emancipatorios.

Por lo tanto, para nosotros, reconocer y abogar por “América” o “Latinoamérica” contribuye a la afirmación de lógicas colonialistas que ignoran nuestras necesidades como naciones indígenas: en particular, nuestros continuos esfuerzos por recuperar y defender nuestros territorios, así como restituir nuestros valores y nuestras especificidades lingüísticas, culturales, religiosas, esfuerzos que el (Latino)Americanismo, en todas sus formas, ha sido incapaz de entender y atender de forma profunda. Debido a esto, me atrevo a afirmar que los esfuerzos de los movimientos indígenas subalterno-populares están mejor empleados si primero, desarrollamos un bloque indígena a nivel global. Se trata de comprender que tenemos una historia común; reconocer que a partir de los esfuerzos por contrarrestar la opresión y marginalización podemos desarrollar un discurso colectivo que nos acerque como pueblos y naciones indígenas diversas que luchamos para trascender los colonialismos externos e internos. Nuestro posicionamiento como sujetos indígenas no solamente permitirá la articulación hegemónica de nuestras demandas, sino que también nos permitirá negociar mejor con los no indígenas en la constitución de modelos nacionales multiculturales e interculturales en base a nuestras propias perspectivas y necesidades indígenas.

Para concluir, al igual que la nación Guna y Takir Mamani, les exhorto entonces a que consideremos y consecuentemente adoptemos la idea y el proyecto cultural y civilizatorio de Abiayala como una categoría que desafíe a (Latino)América; para que la usen en sus declaraciones oficiales, en sus ensayos académicos, manifiestos políticos, libros, etc. De esta manera, Abiayala puede ser nuestra categoría, nuestro lugar de enunciación que nos permita restituir nuestra vida indígena y la de nuestra madre tierra. A la vez, no solamente se trata de vindicar los nombres originarios de nuestros territorios ancestrales, sino también de nuestros esfuerzos por defenderlos y recuperarlos. En efecto, la lucha por Abiayala es una lucha por nuestros territorios, por la riqueza de la tierra, y por la defensa a nuestras formas de vivir y habitarla. Son luchas económicas, políticas y geoculturales que podemos articular de forma colectiva. Tomemos Abiayala como un punto de partida para pensar en mejores formas de sociabilidad inter/multiculturales que consecuentemente nos lleven a materializar—como lo propone el Ejército Zapatista de Liberación Nacional—un mundo donde quepan muchos mundos.


* Este texto es una versión modificada del ensayo «Para que Abiayala viva, las Américas deben morir», publicado en Native American and Indigenous Studies Journal 5:1 (Primavera, 2018).

[2] Los Guna son una de las ocho naciones indígenas oficialmente reconocidas en Panamá. Las otras siete son: Ngäbe, Buglé, Teribe/Naso, Bokota, Emberá, Wounaan y Bri Bri. La Comarca de Guna Yala (también “Kuna” y “Kuna Yala”) fue creada en septiembre del 1938, y comprende un área insular compuesta de alrededor de 40 islas y 12 poblados. Según el censo poblacional del 2010 de la Republica de Panamá, la población indígena de la comarca de Guna Yala representa 33,109 personas. Según el mismo documento, en el 2010, aproximadamente 30,000 personas en otras partes de Panamá se identificaron como Gunas (Pereiro y otros, 16). El nombre de la comarca cambió de “Kuna” a “Guna” oficialmente en octubre del 2011, cuando el Gobierno de Panamá reconoció la petición de los saylas o autoridades indígenas de que en su lengua materna no se emplea un fonema para la letra “K”. De ahí que el nombre oficial debe ser “Guna” y “Guna Yala” o “Gunayala”.

[3] El Congreso General Guna (CGK) fue formado e institucionalizado en el año de 1945. Es el máximo organismo político-administrativo de esta nación indígena y es integrado por representantes de 49 comunidades de la Comarca Guna Yala. Para más información del mismo, acudir  su página electrónica: http://www.gunayala.org.pa/index.htm

[4] Incluyo ambos términos, “soberanía” y “autonomía” tomando en cuenta que han sido empleados por varias naciones indígenas en Abiayala. Los zapatistas mayas en Chiapas, México, por ejemplo, hablan de “comunidades autónomas”, mientras que naciones indígenas en lo que hoy es Estados Unidos y Canadá, dada la historia de tratados que reconocen sus territorios tradicionales con el gobierno hegemónico, subrayan su estatus “soberano”. Estas discusiones son complejas, y en este espacio no tengo tiempo para profundizarlas. Vale tomar en cuenta el valioso trabajo de Glen Coulthard (2014) a propósito de las Primeras Naciones en Canadá y sus luchas por soberanía. Según Coulthard, no debemos confundir las luchas por nuestra auto-determinación con políticas de reconocimiento. Nuestro trabajo conlleva invalidar la legitimidad del estado-nación moderno/colonial y sus políticas de “reconocimiento” indígena a modo de materializar nuestras soberanías.

[5] Hasta donde sé, la “Declaración de Quito de 1990” es el primer documento oficial indígena que emplea el termino Abiayala de forma política y colectiva. Como se sabe, la reunión “500 años de resistencia India”, tuvo lugar en Quito, Ecuador, entre el 17-21 de julio de 1990. Ésta contó con la participación de representantes de 120 naciones indígenas del hemisferio, Organizaciones Internacionales y organizaciones no indígenas solidarias. La reunión tuvo el fin de “concretar de una vez por todas una línea de trabajo y coordinación que definitivamente nos permita avanzar en nuestra demanda de justicia, respeto y libertad” (89). La Declaración, entre otras cosas, habla de “la defensa y conservación de la naturaleza, la Pachamama, de la Abya-Yala, del equilibrio del ecosistema y la conservación de la vida” (100).

[6] De ahora en adelante, emplearé (Latino) América para hacer referencia a este contexto geopolítico.

[7] De los miles de idiomas que menciona Berkhofer, hoy día más de 1000 idiomas indígenas sobreviven, lo cual habla de nuestras diferencias, o nuestra diversidad como naciones indígenas (maya k’iche’, aymara, quechua, navajo, osage, etc.). Véase el sitio electrónico, Ethnologue: Languages of the World para accede la información sobre los idiomas indígenas que se hablan hoy día en el continente: https://www.ethnologue.com/region/Americas

[8] Aquí, es preciso tomar en cuenta también la complejidad de nociones de lo indígena cuando consideramos poblaciones Indigenas/Afro-descendientes que emplean la noción de Indigeneidad en la afirmación de sus culturas. Tal es el caso de la población Garífuna en lo que hoy es Centro América y quienes aciertan su indigeneidad en base a la mezcla biológico/cultural entre afrodescendientes y pueblos caribe-arahuacos. Similares experiencias emergen en lo que hoy es Surinam y las Guyanas con las poblaciones Kali’ña, Lokono, y Akawaio, o las poblaciones Wayuu en la Guajira en lo que hoy es Colombia y Venezuela.

[9] En el mismo artículo y en su discurso presidencial en la conferencia de NAISA en el 2014, Allen ha tratado de conciliar su posición al reconocer el trabajo de escritores nativo americanos como Allison Hedge Coke quien ha traducido y publicado al inglés el trabajo de escritores indígenas del sur de Abiayala, y los encuentros internacionales que han resultado en la formación de importantes organismos internacionales como el Consejo mundial de los Pueblos Indígenas.

[10] La categoría de Isla Tortuga ha sido empleada para delinear los territorios indígenas de lo que hoy es “Norte América” (México, Estados Unidos y Canadá). De forma similar, Tawantinsuyu corresponde a lo que hoy es la región andina (Perú, Ecuador, Bolivia), Anáhuac ha sido usada para referirse a lo que hoy es Mesoamerica (lo que hoy es México y Centro América), y Pindorma es la categoría que los Tupi-Guarani empleaban en lo que hoy es Brasil antes de la llegada de los portugueses. Para discusiones más detalladas sobre estas categorías, acudir a los estudios de: Hewitt, Reynaga, Sevcenko, y Moonen.

[11] Recordemos la violencia epistémica de Colón al tratar de borrar la memoria indígena en el Caribe: “A la primera que yo fallé puse nonbre Sant Salvador a comemoración de su Alta Magestat, el cual maravillosamente todo esto a[n] dado; los indios la llaman Guanahaní. A la segunda puse nonbre la isla de Santa María de Concepción; a la tercera, Ferrandina; a la cuarta la Isabela; a la quinta la isla Juana, e así a cada una nonbre nuevo” (140). Nótese como el almirante genovés categóricamente hace un lado el nombre indígena de la isla para imponer los nombres castellanos.

[12] Estas secciones dentro de NAISA y LASA han trabajado para apoyar la presencia y debates sobre activistas/académicos Indígenas (y Afro-descendientes en el caso de ERIP y Otros saberes) del sur de Abiayala, lo  cual ha sido importante para pensar y profundizar valiosos intercambios.

[13] Para más información sobre Nican Tlaca / Movimiento mexica, ver: http://www.mexica-movement.org/ Además de afiches, también han desarrollado videos difundidos a través de medios sociales como Youtube, facebook, etc. Véase por ejemplo el video, “Latinos/Hispanics Have Native American Ancestry” : https://www.youtube.com/watch?v=AHwlgi6zu9E

[14] En efecto, en 1856, el filibustero William Walker invadió Nicaragua y se declaró presidente de la república.

[15] Véanse Calfunao y Linconao.

[16] Ver: Hernández.

[17] Ver: “Idel No More” http://www.idlenomore.ca/

[18] Véase: Aguilar.

[19] El 7 de Julio del 2016, Lesbia Yaneth, compañera de Cáceres fue también asesinada por su lucha contra empresas multinacionales. Véase: Redacción. El diario.

[20] Para luchas indígenas en Abiayala sólo en el año 2012, veáse Schertow.

[21] Véase, Martí, “Nuestra América” (34).

Rech America Latina pa Abiayala. Utzukuxik jun ajwaralikil winaq chi kab’e chi naj.

Por: Emil Keme (Emilio del Valle Escalante)
Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill

Traducido al maya k’iche’ por José Yac Noj. Este texto es una versión modificada del ensayo «Para que Abiayala viva, las Américas deben morir», publicado en Native American and Indigenous Studies Journal 5:1 (Primavera, 2018).

Imagen: Sophie Potyka


“Maj rajawaxik utaik arech ojtzoqopitalik”

-Ejército Zapatista de Liberación Nacional

 

Che le sik’il wuj chi na retamam taj le tzij Abiayala,[1] wa petinaq ne lo chirij le B’antajikil  le Tinamit Guna, jun amaq’il ub’inam Guna Yala (on le kulewal le e Guna), ub’ina’am ne chi San Blas, are ne le kamik are Panamá.[2] Abiayala pa le tzij Guna are kub’ij “Raxalaj uwachulew” on “kolo uwachulew” (Aiban Wuagua, uxaq 342) Jas ne kub’ij le b’antajikil Guna, we chanim ri e q’axinaq kajib’ tas le ub’inb’al le uwinaqirik uloq le Qanan Uwachulew, ya’om jalajoj kib’i le tas. Le nab’e tas are ub’i’ Gwalagunyala. Pa we tas ri, are taq xtikitaj le Uwachulew, xpe ne chikij nimaq taq salk’um. Le ukab’, Dagargunyala, are ne  xilitaj le kichichem, yab’ilal, xuquje’ le xib’n ib’ chi kopan pa q’equ’mal. Pa le urox tas, Dinguayala, le Qanan Uwachulew xya’ k’axk’olil che ruk q’aq’, Chanim ri, oj k’o pa le ukaj tas: Abiayala, le Uwachulew kolom, cha’m, ajawmatal rumal Baba y Nana” (Aiban Wuagua, uxaq 342). Abiayala are b’iaj chi le winaq Guna ka kikojo’ arech ka kib’inaaj pa we q’ij kamik , ronojel le uwachulew Americano ub’ina’am. Wa we jun tzij ri nim  rij xuq’atej are taq le Aymara k’amolb’e, Takir Mamani,jun ne chike le xe tikow le komon  ajwaralik taq winaq Tupaj Katari pa Bolivia, xopan ne Panamá, are taq xuta ri k’axk’ol chi ki xo’l taq le k’amolbe Guna ruk’ ri jun achi aj imox ulew Thomás M. Moody,  are ne are par i junab’ 1977 xuloq’ le jun peraj ulew k’o pa ja’ Pidertupi je la pa Guna Yala, are taq are xu majij u kojik le byejanel taq winaq chila’. Moody, are ne pa ri junab’ 1977 uloq’om chik le ulew k’o pa ja’ Pidertupi pa le komon Guna Yala, chi ri k’ut ri are’ xumajij uyitz’ik le ka’yinem pa le ulewal. Moody ruk’ ri na xu ya’o ta b’e chi ke le Guna chi ka kichapo le kar chusutinb’al le ulew pa ja’, ruk ri xyakataj eyewal chi kixo’l ri winaqilal ruk’ ri q’anapur.

Rumal k’u ri ri Guna “Xki ta’o ri uq’atow tzij ri nima k’amol b’e rech le Amaq’ (Omar Torrijos Herrera) arche kuchup uwach ri ka’yinem rech ri Moody xuquje’ arech katob’an chu kojik taq ja warb’al kech ka’yinelab’ chakunsam kumal le Gunas”(Pereiro y otros, uxaq, 82). Are taq man xta’ox ta kitzij ri ajwaralik taq Winaq, jujun taq ab’omab’ Guna xkb’an k’axk’olil che ri Moody ruk’oj ri ja warb’al xuquje’ ri ujukub’, xe’ki kamisaj keb’ chajinelab’. Ri Moody xu to’ rib’ pa le Ula’ ja rech le utinamit, xu’ suju ri e Gunas chi e itez taq Winaq chi kakaj kaki maj le tinamit, kaki k’is pa ki wi’ le “Yankis”. Ri jun tzijol ri xq’axax pa taq taq le tzijolil wuj xuquje le k’utwachib’al rech Panamá. Chuk’isb’al ne, le Guna xech’akanik are taq xki chako jun sujunik xkib’ano chirij ri Moody, xa che uto’ik ri kulewal xuquje’ ri ralajil, rumal k’ut ri mus xb’ek xu ya’ kan Guna Yala. Le ulew Pidertupi xq’ax pa kiq’ab’ le k’amol taq b’e Guna (CGK)[3].

Rumal chi xuta  ri ch’aojinem xuquje ri kojow chuq’ab’ chu riqik ri ralajil rulewal pa le GHuna Yala, ri Mamani xu riq rib’ kuk’ ri “Sayas” on ri k’amol taq b’e Guna pa le ulewal Ustupu. Chi la xki b’ix che: “Konojel are ka ki kojo ri b’iaj America che le setel ulew, oj puch quk’am le jikil ub’i’ are le Abya Yala” (pa Quillaguamán Sánchez, uxaq 3)  Rumal chi ekowinaq e b’yejaq pa taq riqow ib’ chi jalajoj taq tinamit, le Saylas  xki ya’o utajkil ri Mmani chi kujab’uj ub’ixik chi ke taq k’amol taq ab’e kech e k’i taq waralik taq Winaq amaq tinamit  arech ka kikojó le “qas suk’alaj ub’i’” le setel ulew. Mamani xu nimaj kitzij ruk’ le kipixab’ le Saylas, xu jab’uj uwach pa taq k’i riqon ib’, xu ta’o chi ke taq le  wokaq xuquje’ ajwaralik taq tinamit chi chuk’exwach chi ka kikoj  b’iaj “América” o “Latinoamerica”, chikojo Abiayala pa taq le le kiq’alajisanem are chi ka ki b’inaj le Setel ulew. Mamani xub’ij “Chi are taq ka qakojo ajch’aqaja’ taq b’iaj chike taq le qatinamit xuquje’ le setel ulew xaq junam ruk’ chi kaqa jach ri qaantajik pa kiq’ab’ taq le emajonel kuk’ le itaq kimam” (Pa Quillaguamán Sánchez, uxaq 3) Rumal k’u la le nab’e qaqan rajawaxik are le uk’exik le ub’i le setel ulew arech koj elik chuxe’ le k’axk’¿olil arche ka jeqetaj le utzwachil, le jororem k’asasem chi oj waralik taq Winaq[4]. Petinaq uloq pa ri junab’ jumuch’, e k’i chi qa winaqil k’amol taq b’e, ajtz’ib’ xuquje e wokaj  xki k’amo le xub’ij le Mamani xuquje’ le tinamit Guna. Are ne xub’naaj Abiayala, are ub’i are taq kaqa ch’ao le Setelik ulew, xuquje’ are kaqab’ij le qab’antajik, le qachomanik jalanwi (Muyolema 2001;329)[5]

Pa we jun chak ri kawaj kin natajisaj ri xki ta ri  Guna xuquje’ ri Mamani xa rumal chi kinb’ij chi jun rajawaxik chi le b’iaj Abiayala kux tane jun q’am chi ki xol le ajwaralik taq Winaq ruk ronojel le Uwachulew. Are taq kin b’ij wa we ronojel le Uwachulew are kalax pa nuk’ux chi ka qamajij ta b’a jun tzijonem arech ka tuxan ta b’a k’amow ib’ chomanik, jun k’ak’ uq’ab’ le ajwaralik taq Winaq xuquje’ le ne aj waralik taj, arech xa ta jun koj tak’i chwach taq le chomanik antajik, upetikil ninamit xuquje’ le upwaqilal q’inomal che ri ka kichomaj chi are nim kiq’ij k opa le n’ojib’al “América” xuquje’ “Latinoamerica”/Latinidad,  pa taq le tinamit, le setelik Uwachulew xuquje’ ronojel le Qanan Uwachulew[6].  Are kin wilo’ chi utz jamal ub’e chi ka ch’a wa’, xa rumal chi k’i taq chapow ib’ kuk’ taq le “e k’ak’ taq tinamit”, qetamam chi xaq ka kisutij uwach le chomanik k’axk’olil, chi tajin kub’an na k’ax chiqe. Ja cha’ k’ut xaq kaqa junamaj ruk’ ri chuq’ab’ xki koj ri tinamit Guna chirij ri Moody, je k’ut le ucholik unuk’ik taq le na’oj rech Abiayala, le usolik le ajwaralik taq na’ojpataq le komonal rech utzalixik uya’ik uq’ij le uk’aslemal le ajwaralikil Winaq xuquje’ le qa tzqopitalil.

 

Ajwaralikil

Nab’e rajawaxik kin q’alajisaj na keb’ oxib’ tzij. Nab’e kin b’ij “ajwaralikil taq tinamit”, xa rumal chi le tzij ri k’i taq ri suq’ub’al ib’ ruk’am. Eta’matal ri arte taq ri Cristobal Colón xu lu maja le qulewal, xub’naaj rumal “K’ak’ Ulew” “Indías pa uqajb’al q’ij, xukoj qa b’i chi oj Indios, xaq junam ta ne ruk’ xoj ukoj pa che  ruk’ ri qano’jib’al, xuchup le “qaantajik” ruk’ ronojel ri uk’iyal uwach le qawinaqilal chi oj ajwaralik taq Winaq (Andersen). Xmajtaj uloq par i 1492 pa Abiayala, le bi’ Indio “xkojtajik chi ke konojel le ajwaralik taq Winaq, na xkil taj ri jalajaoj taq ki b’antajik le jalajoj taq tinamit xuquje’ ma xkil taj ri b’antajikil e k’o chik nab’e” (Bonfil Batalla, 111). Ma na xowi ta la, “ri tzij “Indio” kojom arech koj wachixik xuquje’ ka munirsax ri qa antajik, arech ka kelesaj uchuq’ab’ qa ya’talil chi kaqab’ij ri qaantajik, chi kuq’alajisaj rio j jalajoj wi chi oj tinamit: ja champe chi  Navajos, Cherokees, Aymaras, Mohawk, Mapuches, Maya K’iche’,  ek’i chi na. Rajawaxik kaqilo’, chi ri e nab’e taq Winaq xe’jeq’e pa we setel ulew “we ke’qajlaj, wene ek’o apano jun jo’q’o’ (2000) tinamit, jalajoj taq ki antajik, jalajoj kik’aslemal, jalajoj taq uxe’al kaslemal, xolotal uwach ri qich’ab’al, ka kik’oxomaj ne kib’ , maj jun chike kub’ij taj xaq xow ri are tinamit k’olik –we ketamam chi e k’o nik’yaj chi tinamit.” (Berkhofer Jr. 3).[7] Rajawaxik wi chi kak’oxomatajik  chi le b’iaj ajwaralik taq Winaq xmajtaj ulkoq are taq xul ri k’axk’ol, chi na xu ya’o taj chi xu riqo ta rib’ ri k’oxomanik, x ata jun ri wokomb’al na’oj, x ata jun uwach, man kak’extajtaj, xa ne xa na kuriq ta ub’eyal, katajinik kak’exik, je ne xuquje’ le k’aslemam tzij pa le komon, tinamit xuquje’ pa ronojelil.[8]

Chi ri k’ut rajawaxik ka qilo’ chi oj k’o chu xe’ ri k’axk’olil, ri xki k’amo uloq ri ajch’aqaja’ Winaq si Españoles, Holandeses, portugueses xuquje’ británicos; je xuquje ri k’axk’olil k’o chi qaxok’l kumal le kalk’ual le nab’e taq majonelab’. Xa rumal wa chi xk’iy uloq  k’axataq uk’a’mal chi ki xol taq le ajwaralik taq tinamital, le qulewal, le qaamaq’ xuqu je’ le k’ak’a b’anikil, kuk’utunisaj wi jas ne kub’ij le retamb’alil xe’lwinaq rech le amaq’ osage, Jean Dennison, ub’inam rumal “suq’um taq majb’alinik”, are kub’ij, chi le chuq’ab’il churiqik le tzoqopitalil rajawaxik le tzijonik chi q’ij, xuquje’ je le k’iyem, xuquje’ uwokik ujeqik le utzalaj utzijoxik arech  kajab’uxik kawilixik ronojel ub’ixik utzijoxik uxaq’ik rech (Latino) América tikital uloq chirij le k’axk’olil xuquje’uriqik uchakub’exik le qano’jib’al. Rajawaxik kaqilo’ chi le uq’axaxik le majonik le k’axk’olil k’amaja’ katz’aqatik, naya’om ta kanoq. Utz ne kaqab’ij , le “uno’jixik le uchupik uwach le ajwaralik Winaq” –una’tajisaxik le uchak le Patrick Wolfe- are ne uterenem uwinaqirik ulemik kech taq le amaq k’ak’ab’anikil rachilam taq le xajun moloj. K’i taq uwach ub’eal chak arech ke’okik pa taq le ulewal ajwaralik taq qinaq. K’i mul ne ruk’ kitob’anikle ajwaralik taq Winaq, chi ki ya’om b’e chi le amaq’ tinamit, ku’riqa ri rayb’al chirij chomab’al xuquje’ upwaqilal q’inomal. Are ne kajawxik, chi kaqasax uwach taq we chomanik, kak’ot kichi’ taq le winaqirsan taq chuq’ab’, ka kiq’ato uwach on ka kiwinaqirsaj e ramajil  rech uk’exik xuquje’ ulemik jun ch’ob’otal chak, chi kuya’o qaq’ij chi qa jujunal, xuquje’ pa wokajil. Le  resaxik le majonik xk’ulmatajik, man xaq ta uwachib’al tzij (Tuck xuquje’ Yung) xa rumal chi pa taq we q’ij ri- jacha ne xq’ax kanoq- pa uwikeq’ab pa umox, pa releb’al q’ij, pa uqajb’al q’ij, katajin kaqa ch’ojij le uto’ik le qulewal, churiqik le qatzoqopitalil, xuquje’ le uya’talil utzalijik uya’ik uq’ij le qak’aslemal chi oj ajwaralik ta Winaq.

Rajawaxik kinkamulij ub’ixik, chi na kinnoj’ij taj xaq xowi le ub’antajik le kaqil apan chi qawach xuquje’ le chomab’al chech le ajch’aqaja’ xuquje le le k’axkk’olil le majonik xkib’ano’.  E k’i chi ajwaralik taq Winaq ixoqib’ xuquje achijab’ qak’amom qakamulim le b’antajik kech le majonelab’ je ne le kalk’u’al. Na ka qaya’o ta ub’e chi kaq’ax chi qawach le katzijox chirij chi kub’ij jas ne un k’amik le b’antajik  ajch’aqaja’ kumal le ajwaralik taq Winaq xuquje le q’eq kitz’umal chi k’o keqale’n, ka kib’an le k’ax, k’o ne mul chi lawalo’ ke taq chi ke le ki winaqil, le kachalal. Jun  riqow ib’ kuk’ le juwok choltaqanem chi uch’uqum ronojel, rajawaxik kamajix ruk jun etanem  rachilam jun usolixik le qa antaji oj. Rilik usolixik chi ruq’ijil ri k’ulmatajem, oj xuquje’ qa ya’om uchuq’ab’ le kib’antajik ajch’aqaja’, chi ki xol la k’o le ub’ixik le juwok choltaqanem le achi chi ke elesax kanoq le ajwaralik taq ixoqib’ on  jalajoj taq b’antajik chi man ku ya’o taj uq’ij le ya’talil chi jalan le ki antajik chi achi chi ixoq.

Xa k’ut jeri’, are taq kaqilo k’a jawi ko’panawi le jun tzij “Indio” on “Indigena”, le ujunamaxik le qa q’axeb’em ulemom uxe’al taq le koju  molo. Craig Womack kub’ij saq chi qawach chi le ajwaralik taq tinamit “jalajoj taq le kich’al, jalajaoj taq le utyoxixik le kik’aslemal, jalajoj taq  pwaqilal, jalajoj taq k’ulmatajem, jalajoj taq uk’amal b’e amaq’, xaq si konojel kakib’ij chi xeleq’ax ri kulewal, xk’is pa kiwi’ le Winaq, xeleq’ax ri kib’antajik” (237). Ruk’ wa’ we utob’ik,  ja new i winaqiraq uloq xuquje’ ri suq’um rumal le majoj ulewal, le tzij ja chan e “Indio” on “Indígena” on “Indigeneidad ronojel la utz kaqa kojo chi ch’a’ojib’al chomab’al arech ka nimax qatzij. Wa’ taq we tzij ri uk’olom le upatan chwach taq le umulim ronojel wokajil, xuquje’ e ximital k’ulmatajnaq ruk’ le ub’antajik le uq’axb’alil. Kinsik’ij puch le na’oj le   waralik antajik chi uq’atem ronojel, na are ta kawaj chi kin lem k’uxal, on jun uk’amik ronojel. Le kwaj in are kojtzijon chi rij qonojel uj qawinaq qib’, xuquje’ kuk’ ri nik’aj chik winaq aj ch’aqap ja’ chi tajin kichakun chi rij uresaxik ri k’axk’olil xok chi upam ri qatinamit chi kutzukuj ri qachupik qawinaqil.

Echi’ kinb’ij chi rajawaxik kiqakoj ri b’iaj Abiayala rech kch’ob’ tajik ri qab’antajik, saq chi nuwach chi k’o ri taq chomanik xuquje’ taq ri mayonik kuk’am uloq chi rij taq ri jaljoj taq chomab’al. Ek’o wa’ ri winaq chi kikb’ij chi man loq taj xa rumal chi jaljoj taq kiwach ri ch’ab’al koksaxik para ri qarulewal xuquj’e xa rumal chi ek’i taq no’jib’al ek’o pa uwi’ rech kojel che ri uxe’ ri k’axk’olil, xa rumal wa’ k’ax uraqik rib’ ri no’jib’al.  Xa rumal wa’ chi k’o jumul, chi mayb’al rilik, le aj Takir Mamami kuk’ ri aj Saylas Guna e chi’ xe’choman chi rij ri Abiayala, ilta ne’ are xikkoj ri kaxlan tzij echi’ xe’choman chi rij. Tzij no ri’ chi ri kaxlan tzij sib’alaj uchuq’ab’ rech ke’sach kanoq ri qach’ab’al, xuquje’ eto’b’an che ri tzijonem chi qaxo’l  rech b’a’ kojtzijonik, kojchomanik rech kiqanuk’ ri qatzij, ri qano’jib’al. Xa are chi rajawaxik sib’alaj kiqab’an rilik chi ri taq kaxlan tzij k’o ri k’axk’olil  kuk’am rech kikb’an k’ax chi kech ri qab’antajik, xa rumal ri’ man kiqaya nim kaq’ij.

Chi rij wa ri’, k’o jun k’amb’al tzij, ek’o taq no’jib’al chi rij ri indigenidad global chi sib’alaj kya kiq’ij ri kaxlan taq tzij. Chi upam ri no’jwuj Trans-Indigenous (2012), ri achi Chadwick Allen sib’alaj kuya uq’ij rech usolik ri ub’e’al chak rech uya’ik uq’ij ri kitz’ib’ ri aj waral taq winaq, xa are chi kub’ij are’ chi ri chak kb’an par i kich’ab’al ri q’anpu’r tan winaq (xxxii) we achi Allen, chi upam ri uchak, tajin kuya ub’ixik chi qech chi ri uno’jib’al k’o uxe’al chi rij ri joljoj taq tz’ib’anik b’anom kan pa taq ri no’wuj ruk’ ri inglés (pgs. Xi, xii, xv, xviii, xxxii, etc). Je’l taq no’jib’al kuya ri Aallen chi rij ri sik’anik kub’an chi rech ri “Indigeneidad global” xa are chi man kuya ta uq’ij ri kichak ri qawinaq chi xuquje’  tajin kichakun chi rij wa chak patan ( pa cha k’ut ri winaq chi ek’o pa ri qajb’al q’ij chio rech ri Abiayala) te’k’ut ri kichak q’axim ri  utz’ib’axik pa ri inglés. ¿Chi kiltajik chi’ chi man kuya’t kiq’ij? kiltajik para ri uchak ub’i’ “Descolonizando comparaciones” chi utz’aqat ri uno’jwuj utz’ib’an. Ri Allen nim kuyawi jun “jun nimalaj chololem bi’aj chi kech winaq chir nim kano’jib’al chi rij ri ajwaral taq winaq (kinya ub’ixik kamul oxmul, 378) chi xuquje’ kchomam ri je’lalaj taq ub’e’al chak rech chaqapexik pa uq’ab’  ri colonialismo  xuquje’ ri imperialismo. Ri Allen ke’ucha’ ri Taiaiake aj Canadá, “Linda Tuhiwai Smith rech Aotearoa, Nueva Zelandia: Aileen Morton Robinson aj Australia; Noenoe Silva par i  Hawa’i; xuquje’ Simón Ortíz, Jack Forbes, Gerald Vizenor, Robert Warrior, Craig Womakc, Jace Weaver, Jolene Rickard xuquje’ Lisa Briooks, kuk’ nik’aj chik, aj Estados Unidos” (Ibidem).[9] Man xat kinya ta kiq’ij ri nima’q taq chomanik k’o kuk’ xuquj’e kiya’om chi qech ri winaq ri’ chi ke’uch’a ri Allen. Xa are kinmayow pa uwi’ xa rumal chi ri kachomab’al sib’alaj nim uq’ij kikya chi rech ri chak patan kajin kikb’an chi rij ri Indigeneidad global, chi k’o ri ux’eal chi upam ri ubantajik ri ch’ab’al chi kech ri winaq q’anpu’r kijolom, ri ingleses. Ri taq chak no’jib’al ri’ ja’e ke’cha che ri kub’ij ri nan Victoria Bomberry chi rij ri taq joljoj taq chak chi tajin kb’an chi kij ri aj waral taq winaq, kiqab’ij che ri aj Estados Unidos xuquje’ Canada: “Kinwil in chi rij ri joljoj taq chak b’anom chi man saq ta chi kiwuch , xa rumal chi man kil taj su qas tajin kk’ulmatajik chi wa chanim xuquje’ xa tajin kikya uq’ij ri chak rech ri colonialismo; xaq xiw kiksol rij chi upam ri ulewal ri Estados Unidos, man kil ta apanoq ri nik’aj chik  komon chi ek’o pa ri qajb’al kaqiq che ri Estados Unidos xuquje’ che ri México” (213).

Xuquje’ rajawaxik kb’an ri ka’yenik chi rij chi man xiw ta pa ri taq tinamit chi ek’o pa ri elb’al qaqiq chi rech ri Abiayala kyatajik wa jun k’axk’olil chir kub’ij ri Allen, xuquje’ je ri’ ke’choman ri winaq chi ek’o pa ri qajb’al qaqij chi rech re Abiayala; amaq’el kikb’ij chi ri chak patan rech ri Abiayala xaq xiw rech ri ulewal ub’i chanim “América Latina”. Ri nuchak in, man junam ta ruk’ le kikb’ij che “Indigeneidad global” chi are kuya uq’ij  ri taq no’jib’al chi kichakum pa ri inglés, español, francés on are pa ri portugués, are kutzukuj man kuya ta uq’ij le uxe’al taq chomanik, desobediencia epistémica (Mignolo) rech kuxalq’atij ri latz kraqtajik pa taq ri ch’abal k’a t’e k’uri’ kb’an jun mulinem che ri joljoj taq chomab’al xaq jeri’ kwoktajik  -pa cha kb’ij ri qachalal zapatistas- jun uwachulew pa ke’ok ek’i taq uwachulew.

 

Abiayala: chi la’ kel uloq ri qatzij

Kinb’an b’a’ ri k’otow chi’aj chi wech ri’: ¿Jas kelwi chir kojchoman chi ri jun uwachulew chi uxe’ loq ri joljoj taq k’ulmatajem chi kqaq’axem pa ri qak’aslemal, chi oj waral winaq? ¿kojchoman uloq pa ri ek’i taq ch’ab’al chi kech ri aj ujer tzij taq komon chir ek’as na chi wa chanim? Pa cha ne’ kub’ij ri aj no’j nan rech ri tinamit maorí Linda Tuhiwai Smith, pa ri ok’al aq ri, jun k’ak’ chol chak chi kech ri aj waral winaq tajin kulem rib’, “Man xaq ta jun ri komon pa utukel kresaj rib’ pa ri k’axk’olil” chi wa chanim “tajin kikmulij  kib’  ri ek’i taq komon rech jun kikb’an che ri ub’e’al chak” (108). Xa rumal ri’, chi wa chanim rajawaxik kiqatajoj qib’ xuquje’ ke’qato’ qib chikb’al qib’, chir uj  aj waral taq winaq. Kiqab’an jun chi kech ri qak’ulmatajem pa  ri qak’aslemal chi upam ri taq qakomon rech k’ut q’aljanik jas ri chak qab’anom xuquje’ ri k’exwach k’o chi qech che ri qatzij, ri qab’antajik, ri qano’jib’al… Chi wa chanim tajin kel chi saq ri qak’aslemam tzij xuquje’ ri qachuq’ab’ chi tajij qab’anom, xa rumal ri’ tajin kya’tajik ri ramajil chi qech rech kiqab’an jun kuk’ nik’aj chik komon rech b’a kiqa wok jun cholchak rech kojch’ojin chi kech ri tajin kya ri k’axk’olil  chi qech chi ojya’om pa  ri b’is oq’ej.

Are wa’ ri rajawaxik kujtzijon chi rij, ri chak chi rech ri k’axk’olil chi rij  ub’i’ proyecto cultural y civilizatorio de   Abiayala. Ek’o wa’ ri esik’nel che ri no’jwuj ri’ chi kikb’ij su che are koksaxik ri chij ri’ Abiayala, man jun ta chik, pa cha ne ri Isla Tortuga, Anáhuac, Tawantinsuyu o Pindorama.[10] Che le weta’m in, ri taq b’i’aj ri’ are kuya ub’ixik ri tzijob’elil chi ek’o chi rij ri utikoxik ri kajulew pa cha ne rech ri Abiayala, k’ate’ k’uri’ ri ukojik kikb’an che ri aj waral winaq xa are uya’ik uq’ij ri jochom ib’ xb’an che ri ulew xuquje’ ri ch’ab’al kumal ri aj ch’oj taq winaq pa cha ne ri españoles, portugueses, holandeses, británicos xuquje’ ri franceses. Kiqab’ij che, ri chomanik chi rij ri Isla tortuga are kch’aw chi rij ri ulewal xuquje’ ri taq tinamit chi kech ri aj waral taq winaq chi ek’o par i elb’al kaqiq, kqab’ij che ri ulewal  pa chan e xe’k’oje’ ri británicos chi ruk’ ri ch’oj xik nim chi kech ri winaq ri kano’jib’al xuquj’e ri kch’abal inglés, xa rumal ri’ ri aj waral taq winaq chi ek’o chanim pa ri Estados Unidos xuquje’ Canada xikyakan ri kitzij. Je ri’ ri Tawantinsuyu kb’ix che ri ulewal andina, pa cha ne kiraq tajik  ri kitinamit  chi kech ri incas xuquje’ ri aymaras pa che xe’opan ri españoles ojer tzij. Ri n’oj chomab’al Abiayala man junam ta kuk’ le nik’aj chik no’jib’a chi ke’ch’aqapej ri ulewal, ri kutzukuj are ri junamil. Ri uxe’al are kraj kutoq’ej ri uchak ri colonialismo k’ate’ k’uri’ kya uq’ij ri kulewal ri aj waral winaq. Abiayala kuya q’ij chi qech rech jun kiqab’an che ri qano’jib’al ruk’ ri qab’antajik rech k’ut kojel chi uxe’ ri k’axk’olil  pa cha ne xojkitz’apij ri europeos; loq’ kojchoman  chi rij xuquje’ kiqayakan chi uloq ri qab’antajik che uxe’al ri uk’ux na’oj kya’om kanoq ri qati’t qaman chi qech. ¿La rajawakix kiqana’tisaj chi uj, ujwaral taq winaq, ojer taq tzij wa’ oj k’o chik warak chi kiwuch ri aj ch’oj taq winaq epetanaq europa chi xikchakuj ri na’oj chi rij ri “(Latino) América”, “Hispanoamérica”, “Iberoamérica”, “Indias Occidentales”? Xa rumal wa’, rajawaxik kujchoman chi rij ri qulewal chi rij ri Abiayala. Chir we’tam in, man k’ot ta jun chik tinamit chi kech aj waral tinamit chi tajin kchakun ap uwi’ ri no´jib’al ri’ rech koksaxik jun chik ub’i’ ri qalewal, chak patan rech kya’tajik ri kiq’ij konojel ri tinimit kech ri aj waral tinamit.

Are chi’ kintzijon chi rij ri Abiayala pa cha ne kelwi ri qatzij, man kinb’ij taj chi ksach uwach on man kyata chik uq’ij ri kech ri Isla Tortuga, Tawantinsuyu, Anáhuac, Pindorama on jun chik bi’aj koksaxik chi rech jun tinamit chik chi rech ri ulewal chi kech ri aj waral winaq. Xa are kajwaxik chi jumul chik ke’oksaxik  ri taq b’i’aj chi rech ri wachb’alulew kya’om kanoq ri qati’t qamam ojer saq. Loq’ wa’ koksaxik Abiayala chi rech ri qulewal, k’ate’ k’uri’ kyak chi uq’ij  nik’aj chik  no’jib’al chi upam ri Abiayala. Xoqoje’ kya uq’ij ri Isla Tortuga, Mayab’, Tawantinsuyu, Anáhuac, Pindorama, ruk’ ri’, rajawaxik kyak chi uloq nik’aj chik pa cha ri “Wallmapu”, b’i’aj kkoj ri tininamit chi kech aj mapuche echi’ ke’ch’aw che ri ulewal ri Araucanía pa cha  ne ek’o ri tinamit chanim kb’i’ Chile xuquje’ Argentina, xuquje’ ri Guajira, chi kkoj ri tinimit wayuu chi wa chanim ek’o ri tinamir rech ri Colombia xuquje’ ri Venezuela. Loq’, xuquje’ kyak chi uloq ri b’i’aj  rech ri Guanahani rech kk’ex ri ub’i’  ri “San Salvador” pa  ri Bahamas, xaq jeri’ kya chi uloq uchuq’ab’ ri kib’antajik chi kech ri aj waral winaq Lucayas chi ek’o pa ri caribe. Ri b’antajik ri’ xb’an k’ax chi rech rumal ri Cristobal Colón echi’ xopan pa  ri ulewal ri’.[11]

Ri chak patan chi tajin kb’an che ri uya’ik uq’ij, jumul chik, chi kech ri b’i’aj chi  kaya’om kanoq ri qati’t qamam man tet ri’ tajinik. Ek’olik chi ekuin che ri uy’aik ri qachuq’ab’ ri qab’antajik . Pa ri junab’ 1975, ri winaq aj koyukon, rech ri tinamit Athabasca chi ub’i’ chi wa chanim Alaska, Estados Unidos, xikta che ri k’amal taq b’e chi rech ri Estados Unidos rech kujal ub’i ri nim juyub’ chi k’o che ri ralb’al kaqiq rech ri Abiayala. Ri k’amal b’e, pa  ri junab’ 1917 xukoj ri ub’i’ ri nim juyub’, are ri Mckinley rech una’tisik  ri k’amal b’e chi rech ri Estados Unidos William Mckinley (1897-1901). Are chi ri aj waral winaq, nab’e kanoq che ri junab’ 1917, are Denali o Deenaalee (“are ri nim raqan” kelwi pa  ri ch’ab’al  koyukon).  Echi’ ri k’amal b’e Barak Obama xopan pa  ri juyub’ ri’, ri ik’ septiembre rech ri junab’ 2015, xuya uq’ij ri tajin kikta ri winaq rech ti tinamit  koyukon xuquje’  rech ri Alaska xa rumal xokan chik jumul ri ub’i’ Denali.

Ri chuq’an tajin koksaxik rech kk’am chi uloq ri taq b’i’aj rech ri qulewal, xuquje’ rech ri nimalaj taq chak  tajin kub’an ri cartógrafo, Aarón Carapella, we achi ri’ ruk’am o’lajuj junab’ chik rech kusuk’ maj ri wachib’alulew  chi rech ri qulewal ruk’ ri ek’i taq  b’i’aj  chi kech ri aj waral taq winaq. Ri uwachib’alulew ub’i’ “Naciones Tribales del Hemisferio Occidental” (Tribal Nations of the Western Hemisphere) are jun nim tob’anik  rech kojmayan chi rij ri qulewal rech kina’taxik ri qati’t qamam (Chi qala ri wachib’al, 1).  Pa chane kub’ij Carapella, pa ri wachib’alulew kraqtajik  wene’ 3000 tinamit  chi uwach ri ulew; xaq xiw le jun wachub’alulew chi sib’alaj tz’aqat, b’anom chi wa chanim,  pa cha kraqtajik ri b’i’aj  ya’om kanoq ojer tzij, nab’e kanoq che ri kipetik ri aj europeos. Carapella kub’ij chi ri wachib’alulew kpatanjik rech una’tasaxik  “ chi kech ri xe’b’in chi uwach ojer tzij, echi’ maja’ na’ ke’petik xuquje’ kya ju kiqan  ri aj europeos, kpatanajik rech kel kak’u’x che ri aj waral winaq chi ek’o chi uwach chanim, xuquje’ rech ke’tijox ri aj kaxlan taq winaq. Chi kech ri aj waral winaq ri ulewal ri’ chi xa are wi ri ojer taq ulewal kech kanoq ri kiti’t kamam” (“Tribal Nations”).

Aaron Carapella, "Tribal Nations of the Western Hemisphere"

Aaron Carapella, «Tribal Nations of the Western Hemisphere»

 

Chij nuri’ ri Abiayala xuquje’ nik’aj b’i’aj chik chi kech ri qatinamit  man ch’ob’al ta kiwach kumal taq ri winaq chi naj ek’owi, rajawaxik kb’an ujub’uxik  rech b’a’ ri ch’ob’otal chak chi tajin kb’anik cha nojimal ketamaj uwuch xaq jela’ kyataj jumul chik uq’ij ri ojer  qab’antajik xuquje’ ri kano’jib’al kanoq ri qati’t qamam. Are ta b’a’ ri nab’e taq chak kb’anik rech kyak taj uloq ri kitzij ri aj waral winaq xuquje’ ri aj kaxlan winaq rech k’ut xa ejun kb’an che ri kano’jib’al chi iwuch ri neoliberalismo chi tajin kujutijo. Are ta b’a ri’ le uk’u’x na’oj chi kuk’am ri qab’e rech kiqak’am qachuq’ab’  qonojel.

Xuquje’ saq chi nuwach chi ek’o ri winaq chi kisik’ij uwach ri nuwuj kikb’ij la’ chi echi’ kinb’ij chi rajawaxik koksaxik ri Abiayala che ri qulewal, tajin kinya ub’ixik jun ch’ob’otal chak chi kuk’an uloq k’axk’olil xa rumal chi are kyatajik ri k’ax chik junam ruk’ ri xikb’an  ri kaxlan taq winaq chi aj europeos xuquj’e etajin che ri kalk’uwal kanoq. Nab’e kinb’ij, chi wi ri ajwaral winaq kyak chi uloq ri kab’antajik xuquj’e ke’chakun chi rij ri kano’jib’al wa ri ri’ man racismo taj. Pa ch ne xinb’ij kanoq che wa chanim ujchapom pa  ri kaxlan no’jib’al xa rumal ri’ ronojel taq q’ij ri kaxlan taq winaq ruk’ ri taq wokajil chi kech, tajin kb’ij chi qech chi ri qab’antajik man utz taj rech kqakulej qib’; rech pa  ri qak’aslema, pa  ri qano’jib’al nojimal qya uq’ij ri kib’antajik ri aj kaxlan winaq xuquje’ ri nik’aj chik winaq chi are ri criollo-mestizo, no’jib’al chi kub’ij chi quech chi are nim upetik ri kikojib’al, ri kk’ulmataj pa  ri kk’aslemal, nik’aj chik. Xa rumal ri’ aninaq rajawaxik ub’anik ri chak patan  rech ri uya’ik uq’ij  ri qab’antajik, jun chak chi ri uxe’al are ri kk’aslemal xuquje’  ri kipixab’, ri taq uk’uxno’j chi kech ri qati’t qamam. Ri colonialismo sib’alaj koninaq xa rumal kukoj ri taq ub’e’al chak rech kiqajach qib’ xuquje’ kojkichapon pa  ri qano’jib’al.

Ri ukab’, kinb’ij chi man kwaj taj kinch’uq uwach ri k’ax chi kk’ulmatajik par i qak’aslemal. Rumal chi ek’o jumul kyatajik chi echi’ kuraq rib’ ri ajwaral winaq on aj kaxlan winaq loq’ kupetisaj k’axk’olil chi kixo’l chi kuya le nim laj k’ax. Cha kila ri xk’ulmatajik ruk’ ri k’amal b’e Evo Morales rech ri Bolivia, rumal chi par i junab’ 2011 xub’ij chi kb’an  jun nim b’e pa ri kulewal ri chi kech ri waral winaq ub’i’ Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS). Pa ri nimalaj ulew ek’o ri taq tinimit chi kech mojeños-trinitarios, chimanes y yuracarés, chi ek’o par i elb’al kaqiq’; e pa  ri kajb’al kaqiq ek’o ri tinamit chi kech ri quechua y aymara, chi kb’ix chi kech “colonizadores” xa rumal te xe’opanik chi uwach ri ulew ri’ pa taq ri junab’ 1970. Xuquj’e ri winaq ri’ are qas eto’manik che ri a Evo Morales k’ate’ k’ut utz kilo chi kb’an ri jun nim b’e xa rumal chi ktob’an chi kech rech uresaxik uloq ri kik’ay.  Echi’ xchomax rij ri ub’anik ri je’lalaj chak, ri winaq chi rech ri relab’al q’ij man kaj ta le chak, xikb’ij chi le jun ch’ob’otal chak sib’alaj taq k’ax kub’an chi rech ri qanan ulew xuquj’e ek’i ri taq winaq rajawaxik kikyakan ri kachoch xuquje’ ri kulew chi kayo’m kanoq ri kiti’t qamam. Pa ri ik’ agosto rech ri junab’ 2011, xikyak b’i kib’ ri winaq rech ke’ch’o’jij ri jun chak, chi uwach oxk’al job’ q’ij. Ri Morales xutaq ri chajinel amaq chi kij xuquje’ xub’ij chi are ri Estados Unidos tajin kuyak ri winaq chi rij (Webber, 2012). Le xub’ano xa xuya kachuq’ab’ ri winaq xaq jeri’ xe’ekon che rech ri Evo Morales xutaq  ri utak’axik ri chak. Pa ri diciembre che le junab’, ri Evo Morales xrexaj jun taqanik  chi kub’ij chi man loq’ taj kchap ri ulew qech ri ojer taq tinamit, rech koksaxik che ri k’ayanik;  we jun taqanik ri’ xutzur ke’iyowal  ri tinamit pa cha ne’ ri aj quechua xuquje’ ri aymara, e jun koq ri jun wokaj ub’i’ Consejo Indígena del Sur (CONISUR), chi ek’o par i tinamit Cochabamba xuquje’ San Ignacio de Moxos, e jun ri aj tiko’n che ri coca chi jun q’ij xe’tob’an ruk’ ri a Evo Morales xuquje’ xkiya kiwuch  ruk’ ri ub’anik ri jun nim b’e (Frantz, 2011). Chi wa chanim tajin na che le rilik chi wi le minería e utz rech ke’to’ik ri aj waral taq winaq.

Ri ch’oj chi kya’tajik  chi kixo’l  ri aj waral winaq pacha ne’ Bolivia, are la kya’tajik chi upam ri qak’ulmaj pa  ri qak’aslemal, pa ri qakomon, pa ri qamaq xuqj’e chi uwach ri qanan ulew. We ch’oj ri’ are la’ xikyakanoq ri k’axk’olil chi kuk’am uloq ri a europeos echi xe’opan pa  ri qulewal, are’ kk’ulmataxik xa are chi man kel ta utzijol kumal ri aj europeos, kumal ri winaq chi ke’kato’o, xuquje’ qumal oj.

Echi’ kinya ub’ixik we k’axk’olil xa are kwaj chi kiltajik xuquje’ kch’obatajik. Rech k’ut kiltajik chi re ub’anik el ch’ob’atal chak chi rij ri Abiayala rajawik nim chuq’ab’ chi kech ri aj no’j taq winaq ¿la loq’ wa’ kb’an le chak? Kinb’ij in loq. Xa are rajawaxik kiqasol rilik rech qas kiqamaj uloq che ri uxe’al chi rech taq tzijinem chi tajin kb’anik, kuk’ ne’ ri aj tz’ib’ taq winaq xuquje’ kuk’ ri aj man aj tz’ib’ taj. Sib’alaj nim ub’antajik ri uchomaxik kab’anom chi kixo’l ri ek’i taq amaq chi uyakom ri Asamblea General chi rech ri Naciones Unidas (ONU) chi xikmol kib’ pa ri junab’ 2014 echi’ xikk’ul uq’ij ri Conferencia Mundial de los Pueblos Indígenas. Xuquj’e kuya’o kb’ix ri chak chi rech ri Consejo Internacional de Tratados Indios (CITI) xuquje’ ri Consejo de Pueblos Indígenas Mundial (WCIP, kb’ix che pa  ri inglés) o ne ri roqoj ib’  pa cha ne ri Congreso Internacional: Los pueblos Indígenas de América Latina (CIPIAL), ri Asociación de Estudios Latino Américanos e Indígenas (NAISA, kb’ix che pa ri inglés), ri Asociación  de Estudios Latinoamericanos (LASA, pa  ri inglés) xuquje’ ri uq’ab’ rech Etnicidad, Raza y Pueblos Indígenas (ERIP), xuquje’ nik’aj chik.[12] Ri taq wokaj ri’ nim ri kib’antajik xa rumal wa’ chi la’ kwok ri taq no’jib’al xuquj’e ri etamab’al, xa rumal chi kuya q’ij che ri utayik ri nik’aj chik tzij rech k’ut kwokax ri chak rech kya uchuq’ab’ chi rech ri ch’ob’otal chak chi rech ri Abiayala.

Ruk’ le taq chak xuquj’e rajawaxik kya ub’ixik rech kel chi saq, amaq’el, ronojel nik’aj chik chak chi ke’ch’ojanik ruk’ ri qachuq’ab’ tajin qab’ano rech kiqaya chik jumul ri uq’ij ri qab’antajik xuquje’ ri qulewal chi kech kanoq ri qati’t qamam.kinb’ij in chi rajawaxik kiqasol rij ri qachak xuquje’ ri kk’ulmatajik  pa ri qak’aslemal, pa ne’ chi rech qatzij, pa  ri qatzij, pa taq ri qakomon, xuquje’ nik’aj chik. Xa rumal ri’ rajawaxik kiqaya uchuq’ab’ ri uxe’al taq no’jib’al chi rech kiqakir ri qatinamit, xa are man kiqaya ta kanoq ri no’jib’al chi rij ri kajulew rech b’a’ xa jun kiqab’an che ri qatzij, ri qano’jib’al, ri qachak.rajawaxik kujtere’ chi kij ri qawinaq chi ojer tzij xuquje’ chi wa chanim tajin kik’am ri qab’e chi qawach rech kujel par i k’axk’olil. Kujch’aw chi ri rij ri aj zapatista chi ek’o Chiapas, México, ri ja chajil ri ja’ par i Standing Rock , Dakota del Norte, xuquje’ Idle no More pa ri Canadá. Are ta b’a’ ri chak ri’ xuquj’e ri ixoqib’  kuk’ ri achijab’, chi aj waral winaq on aj kaxlan winaq, chi kkoj ri kichuq’ab’ chi rech ri uto’ik, uchajixik ri qanan ulew, chi kk’ut ri b’e rech kiqatoj ri qachuq’ab’ uj rech uya’ik uq’ij ri qab’antajik xuquje’ ri qa no’jib’al k’o chi rij ri qulewal. Xa are k’ut chi xa kiqate’rnej ri chak uj tajin che rech k’ut kuraq rib’ ri qachuq’a,b’, ri qano’jib’al, ri qatzij rech kiqab’ij chi man utz ta kqilo le k’ax taq no’jib’al chi k’o pa taq k’ayinik chi kech ri aj kaxlan winaq chi xa ujya’om pa ri meb’a’il xuquje’ man kikya ta qaq’ij chi uj waral taq winaq.

Rajawaxik kinq’alsaj uwach chi echi’ kinb’ij chi kwok ri chak chi rij ri Abiayala rech b’a’ ruk’ la’ kiqayak chi qib’, man xiw ta kinch’aw chi kij ri aj waral taq winaq. Pa ri b’e chi qab’imb’em rech kiqatzaqapij qib’, amaq’el ek’o ek’i ri qachalal  chi uj kichi’lam , kraj nu walo chi are qas nim le chak kab’anom chi qawuch uj, are qas kiya’om kib’ chi uxe’ ri k’ax. Pa cha ne’ kub’ij ri Leanne Simpson: “ri taq ch’akoj chi qach’ojim ruk’ ri qachuq’ab’, xujkowin che xa rumal chi xa ujkonaq che ri ukemik ri qachak, ri qano’jib’al kuk’ nik’aj chik aj waral winaq, pa cha ne ri aj to’nel che ri nan uwach ulew xuquje’ ri tob’anel che ri utzilal chi kech ri qawinaq” ek’o ri ajch’ab’al, ri aj chak chi rij ri ya’talil winaqilal chi are’ “ek’o quk’ uj kichi’lam, tajin kujkito’o, cha jujunal kikb’an ri joljoj taq chak chi rech uresaxik ri k’axk’olil” (xiii)

Xa rumal ri’ man loq’ taj chi man kiqaya ta uq’ij ri chuq’ab’, ri utzijol chi tajin kya’ik chi rij ri jun ch’ob’otal chak rech ri Abiayala chi kixo’l  ri aj tz’ib’ winaq xuquje’ man ajtz’ib’ taj. Wa ri’ xa tajin kutor ri qab’e rech kiqakem   ri komon chomab’al chi kech ri aj waral winaq chi kujuyak chi uloq chi wa chanim chi ek’o sib’alaj taq chak chi kech ri tinamit pa ri qulew xuquje’ chi uwach ri nan ulew.

 

Ri b’i’aj América Rajawik kchup uwach

Uya’ik, ub’ixik rech uya’ik jun chik ub’i chi rech ri qulewal rumal ri ch’ob’otal chak Abiayala, kinya ub’ixik chi man kinb’ij taj, xuquje’, chi rajawaxik kchup uwach ri taq no’jib’al chi k’o chi rij ri “América” on ri “Latinoamérica”. Le kinb’ij in are chi kchup uwach chi qech uj chi kiqaya qaq’ij chi uj waral taq winaq, wa ri’ xa rumal chi k’o chi qij kiqachup uwach pa ri qab’antajik k’ate’ k’ut kiqaya uchuq’ab’ ri ojer b’antajik rech k’ut kiqach’ob qiwach uj chi upam ri qulew. Xuquje’ ri no’jib’al chi k’o chi rech ri “(Latino) América” are kuk’ut uchij  ri taq ch’ob’otal chak  wiqom rech xa jun b’antajik kya uq’ij rech k’ut, la saq on man saq ta chi qawach, xa tajin kujutas upanoq. Xa rumal chi kujtas upanoq pa ri qulewal ke’alax ri ch’ob’otal chak Abiayala chi rech ri qab’antajik xuquj’e kujoyako.

Xa rumal ri, pa cha ne kub’ij ri aj no’j achi, kichwa, Armando Muyolema, Abiayala are jun no’jb’al chi kuk’ulelaj ri no’jib’al chi rij ri Latinoamérica o las Américas, xa rumal chi wa taq no’jib’al ri’ tajin na che ri chak chi rech ri colonialismo.  Ri ochomab’al ri colonialismo are ri uya’ik uq’ij ri ch’ob’otal chak chi kech ri kaxlan winaq. Ek’o ri  taq amaq chi ek’o che ri uya’ik ri uq’ij ri kitzij  ri aj waral winaq, xa are chi man eya’om ta chi kech ri ek’o pa ri katinimit; qb’ij che, jun k’amb’al tzij, ri taq ch’ab’al ri’ man koksaxik ta pa ri tijonik chi kech ri ak’alab’ rech k’ut ke’opan chi kech konojel taq ri tinimit. Xuquje’ ek’o ri tan no’jib’al  chi tajin kikya uq’ij chi kikb’ij chi xa uj junam xuquje’ chi man ko ta tinimit chi kub’ij chi man yujum ta ri ukik’el, xa ruk’ wa ri’ kkaj ksu’ uwach ri qab’antajik.

Xa rumal wa k’axk’olil kyatajik, ek’i ri winaq tajin kikwok ri kino’jib’al rech kesax  ri kichuq’ab’. Pa ri chak xub’an ri achi ub’i’ J. Kehaulani Kauanui, pa ri uchak Hawaiian Blood (Sangre Hawaiana) par i no’jwuj ri’ kub’an utz’ib’axik ri k’axk’olil  kikb’an ri kaxlan winaq rech man kyat a uq’ij ri kb’antajik  ri winaq aj kanaka Maoli  chi erajaw ri ulew. Ri chomab’al ri’, xok pa ri junab’ 1920, tajin kichakunik rech kuresaj uchuq’ab’ ri  kib’antajik ri waral winaq. Kub’ij ri Kauanui chi le chomab’al ri’ jun chob’atal chak la’ rech ri colonia rech ke’saxik ri kaq’inomal  chi kech ri ajwaral winaq, xa rumal wa’ ri tinamit chi kech ri  kanaka Maoli man loq’ taj chi are are’  kikcha’ ri ajk’al b’e chi kech xa rumal chi man ke’sak’ix ta che ri chomab’al, xuquje’ man kyat a kiq’ij chi e jun tinamit, kb’an chi kech xaq e jun ch’uti’n tinimit, xa rumal ri’ man kyat a alaj chi kech ke’k’iy par i kitinimit. (10) kb’ixik chi le aj waral winaq xa e yujumkik’el, kb’ix che e mestizos. Xa rumal ri’ uj k’i chi tajin kojchikun pa uwi’ chi kiqab’ij  man  ujyujumkik’el taj.  Pa ri no’jwuj chi xutz’ib’aj ub’i’ Revolución India, ri ajtz’ib’ aymara Fausto Reinaga kub’ij: “in man yujumkik’el taj, in jun waral winaq ajtz’ib’, jun winaq chi kchomanik, ki kuya ri no’jib’al, chi kuwok ri no’jib’al. Ri kurij ri nuk’ux are kinwok jun no’jib’al chi qech uj waral taq winaq, rech ri qab’antajik” (pa ri Bonfil Batalla, p. 60). Xuquje’ k’o ri ajtz’ib’ aj kaqchikel, Luis de Lión kub’ij: man loq’ taj in jun kuk’ ri aj yujumkik’el xa rumal chi ri no’jib’al chi rech ri hispano xa are kuchup uwach ri nuch’ab’al, ri nub’antajik” (ctd en Montenegro 8) Nim upatan kiqab’an rilik ri chak tajin chi taq wa junab’ ri’ rumal ri jun wokaj Nican Tlaca (“Uj, le tinamit aj waral” pa ch’ab’al náhuatl) rech kikch’ojij ri b’iaj pa cha ne ri “Hispano”, “Ladino”, “Mestizo”, rech k’ut kya uchuq’ab’ ri kb’antajik wi aj waral winaq. Ri ub’e’al ri chak ri’ are wa ri’: “uj ri’ rajawaxik kqayak chi jumul ri qatinamit chi rech ri Anáhuac rech k’ut kujel chi uxe’ ri kataqo’ chi kech ri europeos chi uj kya’om chi uxe’ ri k’axk’olil. Rajawaxik kqab’ij chi uj Nican Tlaca, chi tajin kiqakoj ri kb’antajik ri Mexica, xuquje’ are k’ut ri Anáhuac chi kub’an jun chi qech rech kqatzaqpej kib’”. (“Nican Tlaca”) (Chi qala ri wachib’al, 2- Nican Tlaca).[13]

We are Indigenous Nican

Ri taq no’jib’al chi xjeqtaj uloq pa uwi’ ri “América” on “Latinoamérica” jun ch’ob’otal chak chi xujresaj  qanoq . Saq chi qawach, ri b’i’aj rech ri “América”  xumaj uchuq’ab’ pa ri ti namit chi rech ri Estados Unidos chi taq uk’isb’al ri ok’al ab’. Ri taq aj británicos, xaq rech man kikya ta kiq’ij ri waral winaq, kikb’ij chi kech “americanos”. Rumal ri’, echi’ ri kaxlan winaq xkaj kkesaj kib’ pa ri  kiq’ab’ ri aj británicos xikk’am ri b’i’aj “americano” rech man ejun ta chik  kilik kuk’ ri británicos. Ri k’amal b’e George Washington, echi’ xuya ki ri k’isb’al taq utzij echi’ xujach kan ri chak patan, pa  ri junab’ 1797, xub’ij chi kech ri winaq chi “ri b’i’aj rech Americano, chi iwech ix, man xaq ta jun b’i’ la’, are la’ le kuya uchuq’ab’ ri qab’antajik”. Xuquje’ ri utzij ri a  John Adams  xaq ijunam ruk’ rech ri a Washigton, xa rumal ri’  pa ri ik’ marzo, echi’ xuk’am uq’ab’ ri chak patan rech aj k’amal b’e, xub’ij chi kech ri winaq chi kik’ama’ ri jun b’i’aj ri’ rech nim kilwi.

Rumal ri ch’oj chi xya’tajik chi kixo’l ri México xuquje’ ri Estados Unidos (1845-1848) ri no’jib’al chi rij ri “Americano” xuquje’ chi rij ri “América”. Pa chan e kub’ij ri Arturo Ardao (1981), ri no’jib’al chi rij América latina xalixak  rech k’ut        kiltajik chi jlew ri “América anglosajona” chi upam ri “América Española”. Ri b’i’aj rech ri América Latina xya ub’ixik nab’e mul rumal ri aj Colombia José María Caicedo chi upam ri upuch’um tzij, “Las dos Américas”, chi xuja ub’ixik par i junab’ 1856. Jun chi kech ri utzij kub’aj: “La raza de la América Latina al frente tiene a la raza sajona”. Caicedo are tajin kub’ij ri ch’oj chi kech ri México-Americana (1845-1848) echi’ ri México xutzaq nim che ri ulewal rumal ri Estados Unidos. We jun tzaqanik ri’ sib’alaj xuya ri k’ax chi kixo’l ri aj no’j taq winaq chi e criollo-mestizo chi rij ri uchuq’ab’ tajin kuchap ri Estados unidos rech kuya ri k’ax chi uwach ulew.[14] Ri Caecedo, q’axnaq jun taq junab chik, xya ri uchak patan rech k’ut karilij si sutaq chi rech ri Hispanoamérica pa ri tinamit París, rech ri Francia. Chi la’ ri’ xutzib’aj ek’i uno’jib’al  chi rech utzukuxik ri jamaril ruk’ ri Europa xa rumal ri colonialismo chi kech ri europeos pa taq joljoj tinimit. Pa jun chi kech ri utz’ib’anik, Caicedo xub’ij chi uloq ri no’jib’al chi rij ri “América Latina”. Kub’ij:

Chi le junab’ 1851 xiqmaj ub’ixik latina chi rech ri América española, wa ri ri’ xuk’am uloq tzij chi qij kumal ri ajtz’ib chi rech ri Puerto Rico xuquje’ chi rech ri Madrid. Xikb’ij chi qech: “Rumal ri iti’tkil chi rij ri España xik’ex ri ub’i’ ri América- man je taj xujcha’; man jumul k’o ri ti’t kil quk’ chi rij jun tinamit. K’o ri América anglosajona, dinamarquesa, holandez, nik’aj chik; xuquje’ española, francesa, portuguesa; chi le jun wokaj ri’, jas ne ri ub’i’ koksaxik man are ta  ri latina? Tzij no ri’ chi ri americanos-españoles, man uj latinos kumal ri indios, xa rumal ri españoles.  (In Ardao, ri uchuq’b xinya’o, p. 74).

Pa chan e ke’qilo, ri ch’ob’otal chak chi rech ri Caicedo tajin xresaj kanoq le “indios”. Ri “Latino” xa rech k’ut ri Europa man rech ta ri aj waral winaq.

Xa rumal ri’, Latinoamérica o Américano man xaq ta b’i’aj  chi xoksaxik che ri ulewal kumal ri kaxlan winaq aj b’anal k’ix, xa are k’ut jun ch’ob’tal chak chi kuya ub’ixik xuquje’ uk’utik  ri colonialismo  pa ri qalewal. Qab’ij che, ri ch’ob’otal chak ri’ xuk’am uloq ri kamasaxik, ri ch’oj xuquje´ ri uchupik ri kach’ab’al ri aj waral winaq, xa rumal kb’ixik chi ri qak’aslema xuquje’ ri qab’antajik man e utz taj, kb’ix che “salvajes”, “bárbaras”, “incivilizadas” xuquje’ xakya latz chi kech ri ch’ob’otal chak kech ri kaxlan winaq. Uj, chi uj waral winaq, xaq xiw loq kujokik chi upam ri América latina chi wi kiqk’eq kanoq ri qulewal, ri qach’ab’al, xuquj’e ri joljoj taq b’anik chi rech ri qab’antajik ruk’ ri qakojob’al. Xa rumal ri’ ri ch’ob’otal chak chi rij ri Abiayala are wa’ ri ch’ob’otal chak chi qech, ruk’ wa’ qaj kqachoqpij kib’ xa rumal ujxamom na chi upam ri qulewal.

Xa rumal ri’, ri ch’ojonik  chi kiqab’ano xa rumal man kyat a qaq’ij, man rech ta ujer tzij man loq taj kqab’ij chi xb’an rutz’il k’ate’ k’uri’ ujk’o chi wa chanim pa ri jamaril kumal ri k’amaltaq b’e chi kech ri kaxlan winaq rumal ri taq chak kib’anom chi ribj multiculturalidad. Ri k’axk’olil pa cha ne  chi man kya ta qaq’ij, kujtas apanoq xuquje’ chi ek’o ri winaq chi nim na ri kib’antajik chi qa wacha kikb’ij ri are’. Xaq qla panoq jas le kk’ulmatajik chi wa chim rech k’ut saq chi qa wach chi k’o ri taq chak kb’anik rech ksach qawach rech kb’an jun chi qech. Chi ki wach ri winaq chi je ri’ kel chi kiwach, echi’ kojch’ojan chi rij, kb’ij chi qech chi xa uj latz chi kech o n exa qaj kiqak’ech jas ya’talik. Cha qila b’a’ jas kikb’an ri k’amaltaq b’e rech ri Chile, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, chi xik’sik’an apanoq jun taqonik “anti-terrorista” ub’anom kanoq ri General Augusto Pinochet pa ri  junab 1984, rech ke’utz’apej  pa ri che’ xuquje’ re ri kkamasik  ri winaq aj mapuches pa ri  ulewal ri Araucanía.[15] Pa  ri Totonicapan, Guatemala, che taq le nab’e q’ij le ik’ octubre rech ri junab’ 2012, ri chijanel amaq rech ri Guatemala xub’an k’ax chi kech ri winaq ak k’iche’ chi kch’ojij che ri k’amal b’e Oto Perez Molina rech kuqasaj rajil ri energía eléctrica, rech kuto’ uwach ri tijonem xuquje’ su che tajin kuya sib’alaj uchuq’ab’ chi rech ri chijanel amaq’. Xtaq ub’ik ri chijanel amaq chi kij k’ate’ k’uri’ xe’kamasaxik wajxaqib’ winaq xuquj’e se’sokajik olajuj kawinaq.[16]  Pa ri ik’ diciembre, junam junab’, pa   ri Sakatchewan, Canadá, xyakatajik  jun ch’ob’otal chak ub’i’ “Idle No More” (¡man xaq ta kqaya qib’), chi tajin kichakunik rech man kyataj ta ri nimaq taq ulewal chi kech ri aj waral winaq, chi kub’ij ri taqo’n tzij chi kech ri kaxlan winaq rech Canadá, rech kikb’an k’ax che ri ulew xuquje’ ri joljoj taq  sutaq chi k’o chi uwach ri qanan ulew, ri taqo’n ri’ xe’banik k’ate’ k’uri’ man xk’o ta kichi’ ri ja k’amalta b’e chi kech ri aj waral winaq, ruk’ wa’, ri k’amal taq b’e xkaj kesaj ri kab’antajik ri winaq.[17]

Xuquj’e, pa ri tinamit Perú, pa ri ik’ junio rech ri junab 2009, rech k’ut kya’tajik ri uresaxik ri uq’inomal ri qanan ulew pa  ri urewal ri amazonia, ri k’amal b’e Alan García xutaq ub’ik ri chajinel amaq. Echi’ xikyak kib’ ri winaq, xaq junam xb’an chi kech pa cha ri Guatemala, xb’an ri k’ax chi kech. Rech k’ut kuya ub’ixik jas che je ri’  xub’ano García Xub’ij:

…xaq jela la’, wa winaq ri’ man nim taj ri kb’antajik, man loq’ taj chi taq kab’ oxib’ winaq kb’ij chi qech chi man loq’ taj kujokik pa ri ulewal. Man utz taj, chi wi kqata kiq’ij xa kujtzalij pa  ri qaqan. (en Bebbington, 288).

Xuquj’e, je ri’ xya’tajik par i amaq Perú, tinamit que k’o che ri uqajb’al q’ij chi rech ri Amazonía ecuatoriana, ri winaq ah Shuar chi ek’o pa ri nim juyub’, rech ri Cóndor, kikto’ uwach ri kulewal  pa kiq’ab’  ri aj b’anal k’ax chi rech ri minería china Explorcobres S. A. xa rumal kikk’ot ri cobre k’o pa ri kulewal. Ri k’amal b’e rech ri Ecuador chi xuya alaj che ri jun chak ri’ xuya uq’ij jun “estado de excepción” pa ri tinamit ri’, rech man kich’aw ta chik ri aj waral winaq xuquje’ rech man k’o ta kikb’ij ri wokaj ub’i Acción Ecológica, xa rumal chi ri are’ tajin kikya ub’ixik ri k’axk’olil tajin kk’ulmataj ri winaq chi rech ri Shuar.[18] Pa ri q’ij 26 rech ri ik’ septiembre rech ri 2014, jun wokaj chi ek’o kawinaq oxib’ aj tijoxelab’  chi upam, aj Ayotzinapa, rech ri uq’ab’ tinamit Guerrero, México, xeb’e pa ri uk’ux ri jun tinamit ri’ rech kekach’ojij ri taqonik xuja ri alcalte José Luis Abarca rech kpaq’b’a’xik ri utojik ri tijonem chi etajin che. E chi’ xe’tzalij ub’ik, nab’e xe’chap kumal ri aj chajil amaq k’ate’ k’uri’ xikjach pa kiq’ab’  jun jupuq ajkamasenalab’ chi xiksach kiwach. Ri kinan kitat tajin na che ri kitzuk xik, kikb’ij are ek’as na. Pa ri ik’ marzo chi rech ri junab’ 2016, Berta Cáceres y Nelson García, ajk’amal b’e chi rech ri tinamit Lenca xuquje’ e jun che ri jupuq Concejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honuras (COPINH) xe’kamasaxik xa rumal kikto’ ri kulewal  che ri jun empresa hidroeléctrica Desarrollo Energéticos (DESA). Wa jun empresa ri’ tajin kto’ik rumal ri k’amal taq b’e chi rech ri Honduras, xa rumal ri’ xe’tzaq ri wuj chi kub’ij chi upam chi are are’ xe’kamasaxik.[19] Echi’ xmajtajik ri ik’ chi rech wa junab’ ri’ (2016) ri tinamit Siux pa ri Dakota rech ri elab’al kaqiq’, xuquje’ nik’aj chik tinamit rech ri Ilsa Tortuga pa cha k’o le Estados Unidos chanim, xikyak kib’ rech ri kikch’ojij ri ub’anik jun oleoducto chi kuram ri b’inel ja’ Missouri- jun loq’b’al ulewal chi kech ri waral winaq- xa rumal ri sib’alaj k’ax kub’an che ri qanan ulew. Ruk’ wa’, ek’i winaq eya’om pa ri che’ rumal chi kikto’ uwach ri kb’antajik ri aj waral winaq chi irech wa jun amaq.

Kumaj la’ kinya ub’ix nik’aj chik b’ixkil chi kk’ulmaj ri tinimit pa ri kqab’ ri estados modernos.  Wr taq ch’oj ri’ man te’ ta xmajtajik, ujer tzij chik, ara pa ri junab’ 1492. We kqilo, xa are ka’jawaxik ri uto’ik ri qulewal xuquje’ ri uq’inomal ri qanan ulew, xuquje’ rech kiqaya chik uq’ij ri qab’antajik xuquj’e ri uk’ux no’jib’al chi kech ri qati’t qamam.[20] Le qatzoqopitalil na xaq xow ta rajawaxik upaxixik le juwoq choltaqanem k’ayij loq’oj chi kamik are ujeqb’alb’ik le resaxik le uk’isik, xuquje’ ne uyojik ronojel taq le juwok choltaqanem chi man ku ya’o ta b’e kaqa b’ij pataq le ajwaralik taq qach’ab’al, chi man ku ya’o ta b’e chi le  le y’atalil chi ke le ajwaralik taq  ixoqib’, on ri ajwaralik taq Winaq chi achi kux ixoq on ixoq kux achi. We ka b’an kowinem chuwokik jun Abiayala chi ka rilo, kuk’amo’, kunimajle jalajojinik qawach, xuquje’ kukojo’ uchuq’ab’ jun cholb’al chak chi uch’ojixik le ajwaralik Winaq. Utz ne kaqamajij ukojik che taq we q’ij ri  ri xutz’ib’aj ri ajtz’ib’ ajcuba, José Martí chi le k’ulmatajem rech Abiayala, kech le Incas, Mayab’, Aztekas, Navajo, Cherokee, Inuit… k’a kul waral, rajawaxik ka koj retal, chi we nemna kaqetamaj ri kech ri Arcontes rech Grecia. Are ne utz ka qakoj le qagrecia oj chwach le man qa grecia taj. Na si taj erajawaxik. Kokik ta b’a nak’tux pataq le qa ajwaralik taq amaq’ tinamit chwach we Qanan Uwachulew. Are ta b’a uxe’al taq le ojer taq tinamital. Kutz’apij ta b’a uchi’ ri ch’akom winaq, nim ta b’a kaqa na’ che q’ib’  pa taq le k’axk’olataq ajwaralit taq tinamit pa Abiayala.[21]

Are b’a rajawaxik ujaqik le che’ ja wi’ ne xoj t’ok wi kumal ri majonelab’ eleq’omab, katatab’ex le xolom taq uwach k’ulmatajem pa taq le qatinamit, uraqpuxik taq le k’amchachal k’axk’olil chi le majoj ulewal xuk’am uloq. Qak’iysaj q’axnem chi ukamulixik eta’manik arech ka qaya’o uchuq’ab’ le qajeqb’anem, qatzuqu qib’ ruk’ k’ak’xuquje’ ojer  taq na’oib’al, qetamaj k’ulmatajem xuquje’ eta’manik  na ajwaralik taj, rajawaxik ne chi chakub’al chi katob’an chiqe arech ka qariqo’ ub’e ri qa rayb’al ri qatzoqopilal.

Xa rumal ri, chi wi uj ja’e kqab’ij che ri b’i’aj “América” on “Latinoamérica” xa tajin kiqaya uchuq’ab’  ri kano’jib’al ri winaq chi man kil ta ri qarajawaxik chi uj waral winaq: are qas ri qachuq’ab’ chi tajin kiqakojo rech kiqato’ uwach ri qulewal, xuquj’e ri uya’taxik  ri qach’ab’al, ri uk’ux ri qano’j, ri qakojob’al; qachuq’ab’ chi ri Americanismo man kuya ta uq’ij rech ri usolik, upajik xuquje’ ukemik rij. Xu rumal ri’, kinb’ij in chi rech nim uq’ij kya chi rech ri qachuq’ab’, rajawaxik xa jun kiqab’ano uj chi uj waral winaq, qonojel. Kqatab’a’ xuquje’ chi qalab’a’ chi xa jun ri qak’aslemam tzij;  rajawaxik kel chi saq chi qawach  xa rumal ri qachuq’ab’ tajin kqakojo rech kujel chi uxe’ ri k’axk’olil, loq’ b’a’ kiqawok ri qatzij rech kujumulij chi uj k’i qawach uj winaq chi tajin kujch’ojinik rech kqaya kanoq ri colonialismo chi k’one’ chi upam o man chi upam ta pa  ri qulewal. Ri qachuq’ab’ chi kqab’ano are kuya alaj chi qech rech kiqawok jun junamal chak chi rij ri tajin kqata’o, xuquje’ rech kya’tajik chi qech  kojtzijonik kuk’ ri kaxlan winaq  xaq jela’ kqawok jun modelo nacional multicultural  e intercultural chi kech konojel ri tinamit, chi kuya uq’ij  jas kurij ri qanima’ xuquje’ ri qarajawaxik uj waral winaq.

Rech kink’is ri nutzij, xa junam chi kiwach ri tinimit Guna xuquje’  Takir Mamani, kinb’an jun   sik’inik che iwech rech kqak’am ri no’jib’al  xuquje’ ri ch’ob’otal chak chi rij ri Abiayala rech k’ut kqaya uq’ij ri qab’antajik k’ate’ k’uri’ qesaj uchuq’ab’  ri jun b’i’aj (Latino) América; rech k’ut koksaxik ri b’i’aj Abiayala pa taq taqo’nik, no’jwuj, pa  ri kitz’ib’ ri aj tijoxelab’, xaq jela’ pa ri uk’ux ri Abiayala kiqajeq chi uloq ri qak’aslemal uj waral winaq, xuquje’ ri uq’ij ri qanan ulew. Man xiw ta  kiqayak ri b’i’aj chi kech ri ulew kech kanoq ri qati’t qamam, xuquje’ ri qachak chi qab’an che ri uto’ik. Je ri’, ri chak chi rij ri Abiayala are jun uch’ojuxik  ri qulew, ri uq’inomal ri qanan ulew xuquje’ ri uto’ik ri qab’antajik ruk’ ri uchajaxik ri qulew. Are jun chak chi loq’ kiqawok qib’ che ri ub’anik. Ruk’ b’a’  ri Abiayala kujok che ri uchomaxik rech k’ut kqaya ub’ixik ri inter/multiculturalidad rech k’ut kujkowin che ri uraqik xuquje’ uwokik jas ri kikb’ij ri Ejército Zapatista de Liberación Nacional: jun uwachulew chi loq’ kya kiq’ij nik’aj chik uwachulew.


[1] E jujun chike taq le ajna’oinel ajch’ojinelab’ xuquje’ ka kikojo’ «Abya Yala» xuquje’ «Abia Yala». Pa we nuchak, are kinterenej le xub’ij le lemonel k’ulmatajem Dule (Guna winaq), Aiban Wagua, pa le uwuj  Así lo vi y así me lo contaron (Je la rilik, je la ucholik chew).

[2] Le winaq Guna are jun chike le wajxaqib’ amaq ajwaralik taq winaq chi  koxomatal kiwach rumal le nima q’atol tzij pa Panama. le ewuqub’ chik are; Ngabe, Bugl’e, Teribe/Naso, Bokota, Emberá, Wounaan xukuje’ Bri Bri. Le Tinamit rech Guna Yala (xuquje’ «Kuna» «Kuna Yala») xtikitaj pa ri ik’ septiembre pa le junab’ 1938, are okinaq chupam kawinaq (40) le ulew sutim rumal ja xuquje kab’lajuj (12) komon. are kub’ij le ilonem rajlab’alil winaq rech  le junab’ 2010 rech le Amaq Panama, le winaqil ajwaralik taq winaq aj Guna Yala e 33,109 winaq. je kub’ij le wuj, pa le 2010, ke’naqajob’ che 30,000 winaq pa nikyaj chi  peraj rech Panamá xkib’ij chi e Gunas (Pereiro y e nikyaj chik 16) Le ub’í le tinamit  xkextajik chi «Kuna» pa «Guna», rumal le qatotzij pa  le ik’ octubre rech le junab’ 2011, are taq le q’atol tzij aj Panampa xuk’amo ki toq’inik ri k’amoltaq b’e Saylas, e k’amol taq b’e na kokisaxtaj uxer tzij le tz’ib’ «K», Rumal k’u wa’, le ub’i suk’ulik are le «Guna» xuquje’ «Guna Yala» on «Gunayala».

[3] Le k’amol taqb’e Guna (CGK)  xtikitaj uloq xwokajil uloq pa ri junab’ 1945. Are unimal  le wokajil we jun amaq tinamit aajwaralik Winaq xuquje’ kiriqom kib’  ek’amoltaq b’e rech 49 komon rech le Guna Yala, we kajawax nik’yaj utzijol ana okem pa le uxaq:  http://www.gunayala.org.pa/index.htm

[4] Kin ya’o ukeb’chal le tzij, “Tzoqopib’alil” xuquje’ “taqawokaj“ xa rumal chi okisam kumal e k’i’ taq ajwaralik taq amaq tinamital pa  Abiayala. Le emayab’ taq zapatistas  pa Chiapas, Mexico, jun k’ambejam tzij, ke’ tzijon chirij “Komontaqawokaj, are ne le ajwaralik taq amaq pa le kamik are Estados Unidos rachilam Canadá, rumal taq le nuk’chomab’al petinaq uloq chi kuya’o uq’ij  taq le kulewal ruk’ le q’atol tzij, ka kikoj uchoq’ab’ chi e tzoqopitalik. Na kinsolij ta ronojel, xa rumal chi nim ub’antajik. Rajawaxik kakoj utzij le uchak le Glen Coulthard (2014) Xa rumal le nab’e taq amaq pa Canada ruk’ taq le ukojik chuq’ab’il rech le tzoqopitalil. Are kub’ij le Coulthard, ma kaqa yuj taj le uch’ajixik le qatzoqopitalil ruk taq le chomab’al rech xaq rilik. Le qachak rajwaxik ka ruk’aj chi na kaqa ya’o taj uq’ij le e ki anom k’ax chiqe xuquje’ le chomab’al chi xaq xowi ka kib’ij chi koj kilo’ chi oj ajwaralik taq tinamit arech kaqa riqo ri uchuq’ab’ le qa tzoqopinelil.

[5] Are ri wetamam in, le “Q’alajisanik rech Quito re 1990” are nab’e wuj kech le ajwaralik taq Winaq chi xkikoj le b’iaj Abiayala ruk’ chomanik pakomonal. Etamam ri chi ri molon ib’ “500 junab re ri kojow chuq’ab’ kech le ajwaralik taq Winaq” xk’ulmataj je la pa Quito Ecuador, para 17-21 rech Julio junab 1990. Xe opan pa ri riqow ib’ e 120 ajwaralik taq tinamit, e wokaj taq nik’yaj chi tinamit, e tob’anel taq wokaj. Le moloj ib’ are xrilo’ le “utzukuxik ujeqik jun b’e rech chak uk’isb’alil arech kuya’o b’e chiqe utzukuxik utoq’ik le suk’umalil, mek’ek’em xuquje’ le tzoqopitalil” (89). Le q’alajisanik, are kutzijoj le uto’ik, uloq’oxik le Qanan Uwachulew, le Pachamama, rech le Abiayala, le junamal ronojel le uwach le Qanan  Uwachulew, xuquje’ le uchajixik le k’aslemalil” (100).

[6] Chanim chiqawach are kinkoj (Latino) América are taq kinch’a we ub’antajik  le ulewalchomanik.

[7] Le k’i kaq’o lajk’al uwach ch’ab’al kuch’a’o le Berkhofer, pa taq we q’ij ri  w ene kaq’o’ ajwaralik chi ch’ab’al k’e’k’asal na, ruk’ wa kuya’o chi k’extajnaq xuquje’ jalan ri qa antajik, ch ion ajwaralik taq ninamital (Maya K’iche’, Aymara, Quechua, Navajo, osage, ek’i chi na) utz kasolix  le k’olb’al, Ethnologue: Languages of the Word arech kariqitaj le ub’ixik chirij le ajwaralik taq tzij chi katzijonb’ex na kamik chwach le setu ulew https://www.ethnologue.com/region/Americas

[8] Waral xuquje rajawaxik kaqilo le ura’lim rib’ taq le kak’oxomax chirij le Ajwaralik, are taq kaqilo le ajwaralik le Afro-kixe’al aretaq ka kib’ij chi ajwaralik taq Winaq rumal chi ka kiya’o uq’ij le ki anatajik. Je ne le kib’antajik le tinamit Garifuna, le ek’o chu k’u’x le Abiayala are che ri ka kib’ij chi xkiyuj kib’ Afro-kixe’al kuk’ ri tinamit caribe-arahuakos. Junam lo ri kariqitaj kamik jela’ Surinam rachilam le eguayanas kuk’ taq le tinamit Kali’ña, Lokono, Akawaio, on kuk’ le tinamit Wayuu pa le Guajira chi kamik are Colombia xuquje’ Venezuela.

[9] Pa le ucholajil xuquje pa le utzij xu ya’o pa le riqow ib’ NAISA pa le 2014, Ri Allen are ram chi kujunamaj are chi ku ya’o uq’ij le kichak le ajtzib’ab’ ajwaralik pa Abia Yala ja cha ne le Allison Hedge Coke are ne uq’axam xuquje’ utz’ib’am pa Ingles le kichak le ajwaralik taq ajtz’ib’ab’ pa releb’al ja rech Abiayala, xuquje le nimaq taq riqow ib’ cjo ki xol taq le nimaq taq tinamit jacha ne le nima wokaj kech le ajwaralik taq winaq.

[10] La bi’aj Isla Tortuga kokxaxik chi rech uk’utik ri kilew ri aj waral winaq chi wi chinim ub’i’ “Norte américa” (México, Estados Unidos xuquje’ Canadá). Xuq jewi. Tawantinsuyu are ub’i’ ya’om chi rech ri región andina (Perú, Ecuador, Bolivia), Anáhuac kb’ix che ri ulewal ri Mesoamérica (rech ri México xuquje’ Centro América), ri Pindorma are ri b’i’aj kkoj riTupi-Guaraní che ri Brasil, chi ux’e kanoq che ri kpetik ri  aj portugueses. Rech qas utz uxolik rij kb’anik, rajawaxik kasik’ix uwach ri kichak ri Hewitt, Reinaga, Sevcenko xuquje’ Moonen.

[11] kna’taj chi qech chi ri Cristobal Colón xukoj ri uchuq’ab’  rech kusach uwach  ri kib’antajik ri winaq  ek’o pa  ri Caribe: “A la primera que yo fallé puse nonbre Sant Salvador a comemoración de su Alta Magestat, el cual maravillosamente todo esto a[n] dado; los indios la llaman Guanahaní. A la segunda puse nonbre la isla de Santa María de Concepción; a la tercera, Ferrandina; a la cuarta la Isabela; a la quinta la isla Juana, e así a cada una nonbre nuevo.” Chi qab’ana rilik  chi ri a Cristobal Colón, chi xa xraj kuchup ri joljoj taq b’i’aj  kikjom ri winaq rech kaya ri b’i’aj chi kech ri aj castellanos.

[12] Wa taq chaqab’ chupam le NAISA xuquje LASA echakunaq arech kakiya’o uchuq’ab’ le k’olem chupam taq le tzijonik  chikij taq aj ya’ol uchuq’ab/ajna’oj (xuquje’ le ajAfrica, pa le ub’anik le ERIP xuquje’ nikyaj chi na’oj), pa releb’al ja rech Abiayala, sib’alaj nim ri ub’antajik arech kana’ojixik, uk’exwach taq jalb’al.

[13] Rech kqasik’ij nik’aj chik b’ixkil chi rij ri Nican Tlaca / Movimiento mexica, chaqila: http://www.mexica-movement.org/. Rech jun k’amb’al tzij cha qila ri “Latinos/Hispanics Have Native American Ancestry” : https://www.youtube.com/watch?v=AHwlgi6zu9E

[14] Xa rumal la, pa le junab’ 1856, le ch’ajil taq plo William Walker xu raqapuj Nicaragua xroksaj rib’ chi nab’e k’amolb’e le amaq.

[15] Chaq’ila’ Calfunao xukuje’ Linconao.

[16] Chaq’ila Hernández.

[17] Chaq’ila ri, “Idle No More”: http://www.idlenomore.ca/.

[18] Chaq’ila Aguilar.

[19]  Pa le wuqub’ rech le iq’ Julio pa le junab’ 2016, Lesbia Yaneth,  rachil ri Caceres, xuquje’ xkamsax rumal ri uch’aojixik kuk’ taq le nimaq taq le poq’sab’al q’inomal chi nikyaj chi amaq. Chiloq «utzib’axik le wuj ya’ol utzijol chi q’ij». Chaq’ila: Redacción. El diario.

[20] Rech uch’ob’axik chi rij taq ch’oj chi rech ri Abiayala, loq’ kqil wa ri’ Schertow.

[21] Chaqila, Martí, “Nuestra América” (34).